La Deuda Con Los Trabajadores a 36 Años Del Plan Laboral
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La deuda con los trabajadores a 36 años del Plan Laboral
por KARINA NARBONA 15 octubre 2015
¿Sabía usted que en el modelo anterior al Plan Laboral, la negociación colectiva no estaba
sujeta a una oportunidad única para presentarse y en fechas precisas (hoy se inicia entre
40 y 45 días antes del vencimiento del contrato vigente, facilitando a la empresa la
preparación de la eventual huelga)? ¿Y sabía que el contrato colectivo regía tanto a los
que estaban sindicalizados al momento de su celebración como a los que entraban a
formar parte del sindicato después? ¿Y que se permitía la negociación colectiva de no
sindicalizados (hoy “grupos negociadores”) solo si no hay sindicato?
Por último y lo más importante: ¿Sabía que la negociación se encontraba consolidada
legalmente a nivel de rama? ¿Y que la ley no establecía el reemplazo de trabajadores en
huelga?
El último estudio publicado por Fundación SOL, titulado “Para una historia del tiempo
presente. Lo que cambió el Plan Laboral de la dictadura”, esclarece esta y otras materias a
objeto de hacer un aporte a la memoria de la situación del trabajo en Chile y, también, de
sumar referencias al debate público sobre la reforma laboral, que no ha hilado muy fino
en el manejo de antecedentes.
En efecto, la actual discusión de la reforma laboral que los grandes medios reproducen
poniendo acento en análisis de empresarios, gobierno y parlamentarios, además de caer
en referencias imprecisas a datos internacionales (al omitir la información sobre cómo
funcionan las economías con modelos de negociación ampliay al tergiversar lo que
establecen otras legislaciones respecto al reemplazo en la huelga), adolece de escasas
coordenadas ancladas en nuestra propia historia.
Más allá de una referencia vaga al Plan Laboral (1979) actualmente vigente, no se ha
profundizado en lo que este significó. Y era eso lo que supuestamente se buscaba encarar
cuando, tras 25 años del fin de la dictadura, un gobierno se alistaba por fin a afrontar la
legislación sindical que data de 1979 y que se custodió (y profundizó) con el retorno de las
libertades civiles. Recordemos que el gobierno dijo al inicio de la discusión que “estamos
saldando una deuda con los trabajadores chilenos”.
El modelo de regulación sindical anterior al “Plan” no era un modelo precisamente pro
trabajador. Dicho modelo se encarnó en el Código de 1931 –que sistematizó las leyes
sociales de 1924– y se construyó durante 50 años a través de un zigzagueante camino, con
fuerzas contradictorias. La ley sindical de los albores del siglo XX, sobre todo en su
formulación inicial, es considerada de hecho una respuesta autoritaria que se dirigió a
controlar el conflicto sociolaboral, que estaba en evidente expansión en esa época (aun
cuando las masacres obreras contuvieron en cerca de 10 años la protesta, entre 1910 y
1920 el número de huelgas y huelguistas involucrados se multiplicaron más de 34 veces).
Ante esa realidad algunos, adoptando un criterio de disminución de las desigualdades y
previendo una posible destrucción del sistema, estuvieron llanos a probar una política
distinta a la que había sido la única respuesta del Estado frente a las movilizaciones hasta
ese momento: la represión abierta. “Habría sonado en nuestro país aquella hora siempre
incomprendida por los grandes afortunados de la vida que nunca sienten ni comprenden
cuando ha llegado el momento de ceder algo para mantener la paz y el orden. Hay
siempre espíritus obcecados que no comprenden que la evolución oportuna es el único
remedio eficaz para evitar la revolución y el desplome”, habían sido las claras palabras de
Arturo Alessandri en una carta dirigida a quien encargara la legislación social, Moisés
Poblete.
En ese contexto de principios del siglo XX, además de dar lugar a una serie de derechos
laborales individuales, poniendo un énfasis en la protección del trabajador, Chile pasó a
ser el primer país de América en dictar una ley especial para las asociaciones sindicales,
con énfasis en su control.
A partir de allí, el sindicalismo libre o al margen del Estado, que había alcanzado su peak
entre 1870-1924, pasó a ser un sindicalismo legal y fuertemente intervenido, con una
institucionalidad que lo reconocía, pero a la vez limitaba sus posibilidades de organización
y de acción.
Sobre todo en un comienzo, la ley establecía derechos muy diferentes para obreros y
empleados; una fuerte intervención estatal en la constitución y el funcionamiento de
sindicatos y una exclusión de vastos sectores de la sindicalización y de la negociación
colectiva (sector agrícola, sector público, entre otros), la cual, además, se privilegiaba a
nivel de empresa, aunque sin excluir el nivel superior. Por último, la huelga, aunque con
ciertas garantías, se ceñía a una importante burocracia.
Pues bien, con todas sus sombras, dicho modelo no amenazaba la existencia misma de la
actuación colectiva de los trabajadores y dejó entreabiertas válvulas institucionales que
avalaron cierta unidad de clase, utilizadas como instrumento por parte de los trabajadores
en distintas circunstancias. De hecho, por limitadas que fueran esas rendijas, el mundo
sindical actual, arrinconado por el aparato estatal hasta el hartazgo y velando por su
supervivencia, ya quisiera contar con espacios de ese tipo.
Importa profundizar en esa etapa no por reclamar un mítico “pasado glorioso” o por la
necesidad per se de retornar al pasado, lo que podría implicar una mirada retardataria,
sino por entender aquello que encerraba ese modelo y que resultaba tan repelente para
el proyecto neoliberal que hoy, ya maduro, rinde sus frutos. Y para situar, también, lo que
podría ser el significado profundo de la “deuda”.
Como ya se deslizó al principio, el modelo antiguo consagró la titularidad sindical y no
establecía un reemplazo de trabajadores en huelga. Además, no era del todo refractario a
la huelga fuera de los límites de la negociación tradicional. Pero lo más fundamental del
modelo antiguo y que el Plan Laboral echó por tierra, fue la posibilidad de negociar más
allá del nivel de empresa.
Ya en la primera versión del Código se habilitaron espacios para la negociación
coordinada, como se aprecia en la posibilidad de negociar por área que tenían las
confederaciones de sindicatos de mismo oficio o tarea (“sindicatos profesionales”) o, para
el caso del salario mínimo obrero, en la posibilidad de negociar por sector, en instancias
tripartitas, que tenían los “sindicatos industriales”. Eso se tradujo, no sin presión de los
trabajadores, en el desarrollo de varias negociaciones sectoriales.
En un comienzo, ellas se expresaron en la modalidad que resultó más accesible, que fue la
de los tarifados tripartitos de salarios mínimos por rama. Los primeros que se pueden
detectar se ubican en fechas tempranas y en diversos sectores: los establecimientos
gráficos de Santiago (1935), la industria hotelera y similares (1936), los obreros del calzado
(1940), los electricistas (1941) y la industria gráfica de la sección Valparaíso (1948). Este
tipo de negociación, si bien no se produjo en forma masiva, se fue ampliando en el
tiempo, en número y contenido.
Quizás el aspecto que afianzó más la actividad sindical fue el establecimiento de derechos
reales para el sector agrícola hacia 1964 -en esa fecha el sector asalariado más numeroso-
y luego la ley de Comisiones Tripartitas de 1968, que consolida la negociación por rama.
Además, en 1971 se reconoce a los sindicatos constitucionalmente y que son libres para
cumplir sus propios fines. En parte por todo eso, la tasa de sindicalización, muy contenida,
logra alzarse: de 11,2% en 1964 a 33,7% en 1973.
A ello cabe añadir el desarrollo de acciones al margen de la legalidad que fueron
empujando los límites sociales, como las huelgas “ilegales” (que eran predominantes) o la
formación de la Central Única de Trabajadores, en 1953, la cual, aun siendo ajena a las
posibilidades legales, adquirió una enorme gravitación. Otra innovación, ya del tiempo de
la Unidad Popular, fue el desarrollo de Cordones Industriales, experiencia de control y
autogestión coordinada de fábricas que surgió como respuesta popular al “paro patronal”
de 1972, que puso en riesgo el abastecimiento de la población.
La dictadura vendrá a atajar ese avance popular en la deliberación colectiva de las
condiciones de trabajo y de vida y el reconocimiento institucional que se estaba haciendo
de ese poder.
Algo que poco se conoce es que en los primeros años, además de reprimir a los
“elementos sindicales molestos”, los militares intentaron controlar lo que quedaba de
movimiento sindical con un proyecto de ley que afirmaba, de manera torcida y
manipulada, su estructura de segundo grado, a la saga de la experiencia totalitaria
española e italiana. La filosofía de esta apuesta era que el sindicato fuera un órgano
gremial (apolítico) y que, unido por el mismo interés al gobierno y los empresarios –tesis
del unitarismo social–, fuera un articulador del Estado. Allí contaba con el apoyo de varios
dirigentes.
Pero a medida que los civiles neoliberales adquirían más legitimidad, la cartera del Trabajo
giró de manera cada vez más decidida en otra dirección para neutralizar al sindicalismo. El
giro más grande lo protagonizará José Piñera, ministro del Trabajo entre 1978-1980, quien
formuló, en su última versión, la nueva legislación sindical, que denominó Plan Laboral (DL
2.756 y DL2.758). Él lidiará con el problema sindical por la vía propiamente neoliberal, que
es la de reducción de los sindicatos.
Bajo la inspiración de Milton Friedman y en especial de Friedrich Hayek –autor del célebre
ensayo “Sindicatos ¿Para Qué?”, de 1959–, Piñera concibió una institucionalidad que
tolerara a sindicatos siempre y cuando fueran pequeños y encapsulados. Esa
institucionalidad se basaba en 4 pilares: a) Negociación solo de nivel de empresa,
prohibida por rama; b) “Huelga que no paraliza”, practicada solo en la negociación
colectiva y con reemplazo de trabajadores en huelga; c) Pluralismo a ultranza, permitiendo
la competencia de sindicatos entre sí y a la vez con grupos negociadores dentro de la
empresa; y d) Despolitización, alejando la acción sindical de los temas país y confinándola
a lo local e inmediato (vetando incluso ahí el poder negociar las “facultades
administrativas del empleador”).
Esta estructura básica, explicitada por el propio José Piñera, sigue vigente y es una guía
para chequear en qué grado una reforma que se plantee en oposición al Plan Laboral
efectivamente se dirige a desmontarlo (se puede constatar, así, que la actual reforma ni
siquiera lo remece).
Ahora bien, importa precisar que la reducción total de la negociación colectiva al espacio
más restringido fue el principal cambio del modelo de 1979. Al clausurar la salida del
sindicato fuera de la empresa e incentivar su fragmentación, se permitió la primacía
absoluta de la acción individual y se cerró una etapa de la vida nacional que aceptaba
cohabitar con la fuerza de trabajo organizada.
Respecto a la intervención del Estado en la relación colectiva de trabajo –algo
contraintuitivo respecto al imaginario sobre el neoliberalismo- el Plan Laboral la fortaleció,
con nuevos amarres procedimentales y mayor regulación de la huelga y la negociación.
También en la despolitización persevera, por el potencial de los sindicatos de orientarse
contra el nervio vital del sistema económico.
Así como no habría que fetichizar el pasado, no parece razonable desechar a priori
algunos elementos solo por haber ocurrido en otro momento. Es válido conocer lo que
buscó en esencia desarmar el Plan Laboral de la dictadura, a saber, la amplitud, la unidad
y la solidaridad de acción de los trabajadores, como la expresada en estructuras
sectoriales, para poder analizar desde allí si eso que atacó es o no todavía pertinente a la
hora de enfrentar los problemas del presente.
Hoy, en un país tan desigual, con solo un 14,2% de sindicalización y un 8,4% de
trabajadores cubiertos por contratos colectivos, todo parece indicar que velar por un
espacio agregado de actuación sindical es la condición misma para que exista el sindicato
y, por ende, una voz alternativa a la del empresario en la definición del orden del trabajo.
A menos que se piense que los sindicatos ya no son necesarios, caso en el cual sería bueno
transparentar la discusión.