La crisis argentina. Una mirada al siglo XX

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Colecciónmínima

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LA CRISIS ARGENTINA

Una miradaal siglo XX

porLuis Alberto Romero

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Siglo veintiuno editores Argentina s. a.LAVALLE 1634 11 A (C1048AAN), BUENOS AIRES, REPÚBLICA ARGENTINA

Siglo veintiuno editores, s.a. de c.v.CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310, MÉXICO, D. F.

Portada de Daniel Chaskielberg

1ª edición argentina: 3.000 ejemplares

© 2003, Luis Alberto Romero© 2003, Siglo XXI Editores Argentina S. A.

ISBN 987-1105-50-9

Impreso en Grafinor S.A.Lamadrid 1576, Villa Ballester,en el mes de septiembre de 2003

Hecho el depósito que marca la ley 11.723Impreso en la Argentina - Made in Argentina

982 Romero, Luis AlbertoROM La crisis argentina: una mirada al siglo XX - 1ª. ed.–

Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina, 2003.128 p. ; 17x11 cm

ISBN 987-1105-50-9

I. Título. – 1. Historia Argentina

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Índice

Advertencia 9

Introducción 11

1. La Argentina vital y conflictiva 19Un estado potente 19Una economía próspera 23Una sociedad móvil y democrática 27Ilusiones democráticas 32Debilidad republicana, avance militar 39El conflicto social, las corporaciones

y el estado 47

2. Clímax y anticlímax 59La oleada revolucionaria 60La vuelta de Perón 71La dictadura militar: lo nuevo y lo viejo 77

3. La Argentina decadente 85El paraíso neoliberal en versión argentina 85La nueva Argentina 89La paradójica democracia 96

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4. La crisis: final y apertura 107El pozo de la crisis 107Perspectivas interesantes 112

Bibliografía 123

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Advertencia

Versiones preliminares de este texto fueronpresentadas durante 2002 en el Seminario “Bra-sil-Argentina. A Visão do Outro: a Cultura Poli-tica”, organizado en Brasilia por el Instituto dePesquisa de Relaçoes Internacionais y FundaçaoCentro de Estudos Brasileiros; en el Seminariodel Institute of Latin American Studies de laUniversidad de Londres y en reuniones conalumnos y docentes de las carreras de CienciaPolítica de las Universidades Nacionales de Cu-yo y de Rosario.

Redacciones parciales fueron publicadascomo: “Le radici storiche del crollo argenti-no”, Contemporanea. Rivista di storia dell’800 e del’900, Bologna, junio 2003; “Apogeo y crisis dela Argentina vital”, Revista de las Américas. His-toria y presente, nº 1, Valencia, primavera de2003; “La crisis argentina”, Revista de Historia yCiencias Sociales, Santiago de Chile, 2003; pró-ximamente aparecerán otras versiones, entreellas: “Vieja y nueva Argentina”, en Brasil - Ar-

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gentina. A Visão do Outro. Soberania e CulturaPolítica, IPRI, Brasilia.

Durante 2002 escuché interesantes inter-venciones sobre la crisis argentina en el Club deCultura Socialista y en las reuniones “Agendapara la República”, organizadas por la revistaCriterio, que me han servido para elaborar estasreflexiones. Agradezco también los comentariosy sugerencias de Ana Barletta, Boris Fausto, Ca-rolina González Velasco, Mónica Hirst, PhilipKitzberger, Roberto N. Lobos, Federico Lorenz,Ignacio Lewkowicz, Anne Perotin-Dumon, JuanCarlos Torre y Loris Zanatta. Sobre todo, la ri-gurosa lectura de este texto hecha por Ana Leo-nor Romero.

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Introducción

Durante 2002 los argentinos contemplamosel fondo de la crisis. Nos miramos a nosotros ya nuestras conductas casi sin velos, cuestionán-dolo todo: los políticos, la economía, las con-ductas cotidianas, las bases mismas del contratosocial. La penetración de esa mirada sólo secompara con la de 1989, el año de la hiperin-flación, los saqueos y el abrupto final de la Pre-sidencia de Alfonsín; el momento en el queTulio Halperin Donghi creyó ver el fin de laArgentina peronista. Pero lo de 1989 fue breve:una mirada rápida, pronto distraída por la pro-mesa de una salida que, detrás de una penuriainicial, conduciría a la tranquilidad, a la seguri-dad, al primer mundo. Quizá con la experiencia de2002 pase finalmente lo mismo; pero lo ciertoes que durante un año no tuvimos más remedioque enfrentarnos con nuestra realidad.

Lo hicimos de una manera que se está vol-viendo habitual. Natalio Botana ha caracteriza-do este ciclo recurrente en el estado de ánimo

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colectivo: la ilusión, cuando todo parece posible;el descreimiento, acompañado de resignación,cuando advertimos la resistencia de los datos du-ros de la realidad; finalmente la ira, intensa y fu-gaz, cuando la realidad nos golpea; Botana con-cluye: esta hora final es la de los jacobinos, dederecha e izquierda, que suman a la impugna-ción global la demanda de regeneración total.

Los días memorables de diciembre de 2001iniciaron la hora de los iracundos. Caceroleros, aho-rristas, asambleístas y piqueteros fueron la expresiónde distintos segmentos de la sociedad, clamandoen la calle por sus intereses afectados: el empleoperdido, los ahorros evaporados, la confianza de-fraudada; superpuestos pero no unidos, confor-maron un coro de protesta generalizado, cuya vo-luntad crítica y capacidad analítica se resumió enla consigna dominante: que se vayan todos. Sobreese estado de ánimo iracundo, un conjunto depolíticos e intelectuales ––es decir, los responsa-bles de interpretar los problemas y proponer lassoluciones–– eligió la actitud apocalíptica: el sis-tema político estaba podrido hasta en sus raícesmás profundas y la sociedad ––que se conserva-ba pura e incontaminada–– debía reconstruirlodesde sus bases, disolver las instituciones y re-crearlas, regenerar instituciones y política.

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Hubo otros que con la mirada más serena––sine ira et studio–– procuraron examinar la cri-sis con más distancia, sacarla de su contexto in-mediato ––donde es posible atribuir culpas per-sonales–– y relacionarla con procesos másgenerales de la Argentina. A la vez que dudabande las salidas mágicas, las regeneraciones totales,no dejaban de valorar lo que había de generosoy creativo en los movimientos de la sociedad quelas sustentaban. Pero advertían que, de acuerdocon la experiencia, nada se construye ex nihilo;que probablemente la solución de la crisis habríade seguir un camino tortuoso; que habrían deutilizarse materiales humanos, sociales, institu-cionales, culturales y políticos deteriorados, im-puros, pues ellos mismos eran parte de la crisis.

Este ensayo se ubica en esa perspectiva. Nosé hasta cuándo durará la crisis actual ni cómose saldrá de ella. En cambio, trataré de explicardesde cuándo estamos en crisis y de ordenarideas acerca de causas cercanas y remotas que,si no son el anticipo de un final, que aún estáabierto, quizá permitan entender el presente yaclarar las opciones para nuestras acciones.

El argumento que desarrollaré es simple.Hubo una Argentina vital, pujante, sanguínea yconflictiva, que se construyó a fines del siglo

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XIX y aún era reconocible a fines de la décadade 1960. Desde la década de 1980 vivimos enuna Argentina decadente y exangüe, declinan-te en casi cualquier aspecto que se la considere,con una excepción paradójica: la construcciónen medio de la decadencia de un régimen polí-tico y un sistema de convivencia democrático yplural, fruto tardío de la Argentina de la deca-dencia, quizá su canto del cisne. Entre ambosmomentos, en la larga década de 1970, hubouna crisis en la que se condensaron los conflic-tos acumulados durante la etapa próspera y vi-tal; un combate, con ganadores y perdedores.Su drástica liquidación definió el rumbo actualde la Argentina, aun cuando sus efectos se vanrevelando lentamente; son como bombas deefecto retardado que explotan ––luego de quela guerra ha terminado–– al paso de los confia-dos caminantes. En esos años, giró el destino dela Argentina, que pasó de ser un país con futuro,a ser un país sin presente.

Se trata de una versión muy estilizada ––si sequiere, gruesamente simplificada–– de un pro-ceso histórico infinitamente más complejo. Ob-servo más las tendencias, o las raíces lejanas delos problemas, antes que los ciclos y coyunturas,que serían más importantes para otro tipo de

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análisis. La misma organización de los conteni-dos parecerá discutible para quien frecuentebuenas obras de historia; en nuestro oficio se sa-be que las rupturas solo se entienden en el con-texto de las continuidades, y que éstas solo se ex-plican bajo la forma de los cambios constantes.Se trata, pues, de un ensayo de reflexión, antesque de una cabal reconstrucción historiográfica.

Esa reflexión gira alrededor de tres proble-mas relacionados: el estado, la sociedad y la po-lítica, considerados en contextos económicosque de manera sucesiva fueron tendencialmen-te de expansión y de contracción. Sobre esosproblemas básicos, que son la urdimbre del tex-to, la trama se organiza en torno de dos pregun-tas, ambas vinculadas con la cuestión de la de-mocracia. La primera reside en la confrontaciónentre una sociedad igualitaria, móvil y democrá-tica, y un régimen político democrático y repu-blicano que plasmó mal por entonces y que encambio se construye y arraiga tardíamente, enel contexto de una formidable desigualdad einequidad social. La segunda se refiere a las po-sibilidades de la democracia ––que en un senti-do estricto alude a mecanismos de selección le-gítima de los gobernantes del estado–– enmomentos en que el estado está destruido, casi

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pulverizado. ¿Será acaso que la dinámica socialdemocrática y la potencia estatal conspirabancontra el arraigo de la democracia republicana?¿Es que la polarización social y la licuación delestado hacen ahora finalmente aceptable la de-mocracia republicana?

Para estas preguntas no se encontrarán eneste ensayo respuestas categóricas: ellas solo sonposibles a partir de una mirada conspirativa,bastante frecuente hoy entre los legos pero quees ajena a los historiadores. Me parece, en cam-bio, que ayudan a mirar situaciones paradójicas,que chocan con muchos de los relatos habitua-les del pasado argentino, que merecen ser re-considerados. Soy consciente de que propondréuna versión más: no hay un relato único denuestro pasado; no puede ni debe haberlo. Enel mío, se reconocerá una fuerte impronta ge-neracional, pues viví intensamente tres expe-riencias: la movilización y violencia de los años60 y 70; la represión del Proceso, es decir la últi-ma dictadura militar, y la construcción de la de-mocracia en 1983. Puedo reconocer en mi mo-do de explicar el pasado el peso de estas tresexperiencias, y percibir la radical diferencia depuntos de vista de quienes tienen en su haberdos de ellas, o una, o hasta ninguna.

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Esta lectura del pasado no tiene en cadauna de sus partes nada de estrictamente origi-nal. Salvo algunos puntos específicos, que estu-dié personalmente, me baso ampliamente en loque escribieron mis colegas, como lo hice en miBreve historia contemporánea de la Argentina. Afor-tunadamente, se trata de una producción exce-lente, compuesta de un conjunto de estudiosclásicos y de una gran cantidad de libros, mono-grafías e interpretaciones producidas a partir dela renovación universitaria de 1984. Tanta, queno podría dar cuenta de toda ella. Es obra dehistoriadores, y en buena medida también delos que me gustaría llamar historiadores poradopción, aunque suelen ser considerados co-mo economistas, sociólogos o politólogos. Men-ciono en el texto las deudas más notables, y alfinal una pequeña selección de lo mucho y bue-no que se ha escrito. Sobre mi aporte, diría queme he limitado a seleccionar, de entre lo que miscolegas hicieron, aquello que, de acuerdo conmi punto de vista, permite desarrollar la idea deeste ensayo. Como se verá, tiene su final abier-to: acaso todavía no hayamos terminado de re-correr el camino de la crisis; acaso ya hemos co-menzado el largo camino de la reconstrucción.

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1. La Argentina vital y conflictiva

Un estado potente

En muchos aspectos, la Argentina modernafue creación de su estado, consolidado en 1880.La calificación de liberal, habitualmente aplicadaa su etapa inicial, antes de la Primera GuerraMundial, encubre lo que fue una activa partici-pación estatal en la resolución de cuestiones cru-ciales. Luego del fin de las guerras civiles, en1880, se completó el montaje institucional y sedio un fuerte impulso al crecimiento económi-co. Después de que el Ejército terminara de con-solidar las fronteras, el estado realizó el traspasode la tierra pública a manos privadas, a bajo cos-to y en grandes extensiones. Promovió las inver-siones extranjeras, garantizando su rendimiento,y se endeudó para realizar obras públicas; impul-só la inmigración y emitió moneda de manerapoco ortodoxa, a menudo en beneficio de inver-sores locales, que recibieron créditos generosos.Al estado se debe el excelente sistema educativo,

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tanto en su rama básica como en la media, quetuvo una enorme incidencia en la manera comose conformaron la sociedad, la economía y la po-lítica. También preocupó a estos liberales, a me-nudo tachados de cosmopolitas, la nacionalizaciónde los habitantes, muchos de ellos extranjerospor entonces. El sistema educativo y el ServicioMilitar Obligatorio actuaron mancomunada-mente para crear una base cultural e identitaria,consolidar la lealtad de la sociedad al estado yfortalecer su soberanía. Finalmente, en el estadose fue formando una burocracia especializada enel análisis de los problemas, y preparada para in-tervenir en su solución.

Tanto la Primera Guerra Mundial como lallegada al poder del radicalismo en 1916 tuvie-ron como consecuencia el desarrollo de nuevasfunciones estatales. Los ensayos iniciales madu-raron luego de la crisis económica de 1930, ydesde entonces se establecieron las institucio-nes necesarias para la dirección de la economía:el Banco Central, las Juntas Reguladoras, el con-trol de cambios, los sistemas arancelarios y unfinanciamiento del estado independiente de losciclos del comercio exterior. También se intro-dujo un régimen de coparticipación federal delos recursos, que benefició a las provincias más

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pobres. Luego de 1945, durante el gobierno dePerón, aumentó la intervención estatal. Se na-cionalizó el crédito bancario y la mayoría de lasempresas de servicios públicos. El estado asu-mió un papel muy activo redistribuyendo ingre-sos, del agro a la industria y de los empresariosa los trabajadores. También encaró la justicia so-cial: bajo ese lema se conformó una variante lo-cal del llamado Estado de Bienestar. Finalmen-te, el estado actuó fuertemente en la regulaciónde la conflictividad social y en la aplicación demecanismos para su concertación.

En 1955 cayó el peronismo. Pese al retornode los liberales, el estado no renunció a ningunade estas funciones de intervención. Continua-ron vigentes los mecanismos de regulación delciclo económico y de los conflictos laborales.Pero además los gobernantes iniciaron ambi-ciosos proyectos de transformación económica.Arturo Frondizi (1958-62) lanzó su propuestadesarrollista; poco después el general Onganía(1966-70) dio un fuerte impulso al sector em-presarial más concentrado y eficiente; no se tra-taba solo de propuestas económicas: también seproyectaban a lo social y a lo político.

Se trataba, sin duda, de un estado que actua-ba con energía y apostaba fuerte. Sin embargo,

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ya acusaba signos de debilidad, que resultan sig-nificativos si se los mira en perspectiva. La hege-monía de los Estados Unidos en el subcontinen-te incorporó a la Argentina a la guerra fría, y losgobiernos fueron presionados para asumir elproblema de la seguridad interior. Los problemascíclicos de la economía se tradujeron en la pre-sencia recurrente del Fondo Monetario Interna-cional, con la consiguiente reducción de la auto-nomía estatal. Un factor político al que se aludiráposteriormente ––la proscripción del peronismoy los recurrentes golpes de estado–– redujeron lalegitimidad de los gobernantes. En el mismo sen-tido obró la interpenetración de intereses corpo-rativos y públicos, que debilitó la unidad de ac-ción del estado y fraccionó a su burocracia ensegmentos relativamente independientes. El de-terioro salarial, las secuelas del faccionalismo po-lítico y el clientelismo redujeron la calidad de laburocracia estatal. A fines de la década de 1960comenzó una suerte de gran rebelión de la socie-dad contra el estado. En 1973, cuando retornó algobierno Juan Domingo Perón, su propuesta dereconstrucción de la autoridad estatal apareciócomo un objetivo atractivo y posible a la vez.

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Una economía próspera

La Argentina supo tener una economíapróspera, y distribuyó beneficios tales que per-mitieron la conformación de una sociedad mó-vil y de oportunidades. A lo largo de cien años,en el marco de los parámetros establecidos porel estado, y aprovechando adecuadamente lascoyunturas internacionales, fue articulando su-cesivos ciclos de crecimiento, separados uno deotro por crisis que en su momento parecierongraves pero que, en perspectiva, se superaronsatisfactoriamente.

El primero de esos ciclos fue el más espec-tacular y permitió una amplia capitalización delpaís, especialmente en la infraestructura y losservicios. Se extendió entre las décadas finalesdel siglo XIX y el comienzo de la Primera Gue-rra Mundial y fueron sus soportes la produc-ción y exportación de lana, carne y cereales. Enesos años se combinaron, de manera óptima,las ventajas naturales de las praderas argentinas,la disponibilidad de excedentes demográficoseuropeos prestos a trasladarse y de capitales in-ternacionales que buscaban oportunidades pa-ra invertir. Sobre todo, fue decisivo el fluidofuncionamiento del mercado mundial y la ne-

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cesidad de alimentos para las economías indus-triales en expansión. Sobre esas condiciones, elestado aportó lo suyo, que fue decisivo. La pro-ducción pampeana creció de manera especta-cular; a diferencia de otros casos, como los en-claves mineros de Perú o Bolivia, sus beneficiosse repartieron entre los inversores extranjeros,los productores e intermediarios locales, laseconomías urbanas y hasta las provincias no fa-vorecidas. La industria ––contra lo que afirmaun viejo mito–– creció al compás de las expor-taciones, con la elaboración de materias primasy con manufacturas sencillas para el mercadointerno. Además, el país construyó sus puertos,sus servicios urbanos, edificios públicos monu-mentales, mansiones privadas y vastas urbaniza-ciones para los nuevos sectores medios. Tam-bién se construyó una red ferroviaria quesobrevivió sin grandes transformaciones hastaque ––signo de los tiempos–– desde 1991 co-menzó a ser sistemáticamente levantada.

Este primer ciclo, de crecimiento fácil y no-torio, llegó hasta 1914; entonces comenzaronlas dificultades en el mercado exterior, queculminaron en 1929 con la Gran Crisis y elcrack del comercio mundial, de las inversionesy de la inmigración. Ésos eran los elementos di-

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námicos de la economía argentina en expan-sión, de modo que fue el fin del crecimientofácil y el comienzo de una época más comple-ja. Hubo escasez de inversiones, necesidad deadministrar las divisas, y un problema serio conel presupuesto estatal. A la vieja metrópolis,Gran Bretaña, se sumó los Estados Unidos, ymantener ambos vínculos fue complejo, en unmundo que abandonaba el patrón oro y se di-vidía en áreas comerciales cerradas. El apren-dizaje fue difícil, como lo constató la primeraadministración del radical Hipólito Yrigoyen(1916-22), que no pudo resolver muchas de lasdificultades.

Aunque dura, la crisis de 1929 se superó demanera relativamente rápida; a mediados de ladécada de 1930, el crecimiento de las industriasque sustituían importaciones permitió el co-mienzo de un nuevo ciclo expansivo, centradoen el mercado interno pero sustentado en últi-ma instancia en los beneficios del comercio ex-terior. La industria aprovechó la capacidad ins-talada, recibió nuevas inversiones, locales yextranjeras, y absorbió nutridos contingentesde trabajadores, que se trasladaron de las áreasrurales en crisis a la periferia de los centros ur-banos. Gracias a la protección estatal y al soste-

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nido aporte del sector agrario, que suministra-ba las divisas necesarias para pagar insumos ymaquinarias, el crecimiento se sostuvo y el em-pleo industrial se expandió de modo notable.Beneficiados con ingresos de origen agrario,prosperaron a pasos parejos los industriales, lostrabajadores y los consumidores en general,protagonistas de un nuevo crecimiento de losgrandes conglomerados urbanos, y especial-mente de sus cinturones suburbanos.

En 1952, una nueva crisis puso en evidencialas limitaciones de este tipo de crecimiento: poruna parte, debilidad agraria y crónica escasez dedivisas; por otra, ineficiencia de una industriaexcesivamente protegida y escasamente capita-lizada. Por entonces hubo una reorientación enla política económica, que se completó y pro-fundizó luego de 1958. Se apeló a las empresasde capital extranjero, a las que se concedió im-portantes ventajas ––privilegios fiscales, merca-dos cautivos–– para el desarrollo de las ramasindustriales complejas: petróleo y petroquími-ca, siderurgia, automotores. Desde entonces, yhasta mediados de la década de 1970, hubo unnuevo ciclo de crecimiento, tanto en la indus-tria como en la producción agropecuaria, don-de se recuperó el tiempo perdido desde 1914.

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Para sus contemporáneos, lo más problemá-tico de este crecimiento era la fuerte desigualdad,entre regiones y entre ramas de la economía, y laliquidación de una buena parte del sector indus-trial menos eficiente, que había prosperado en laetapa anterior. Todo ello solía considerarse unaconsecuencia inevitable del imperialismo y la de-pendencia. Pero a la larga, y visto desde otra pers-pectiva, los beneficios de ese crecimiento balan-cearon los aspectos negativos y alcanzaron a unsector significativo de las empresas nacionales,que maduraron y pudieron desenvolverse razo-nablemente bien dentro de los estándares esta-blecidos por las empresas extranjeras. Es posiblediscutir sobre el momento en que la Argentinaperdió la oportunidad de alcanzar a las econo-mías más desarrolladas del mundo. Pero hacia1973 los diagnósticos señalaban que, más allá delos importantes problemas, la economía argenti-na estaba fuerte y tenía alternativas.

Una sociedad móvil y democrática

Durante cien años, y de manera tendencial,los frutos de la prosperidad económica, apro-piados ciertamente de manera desigual, se de-

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rramaron sobre amplios sectores de la sociedad.La consecuencia más notable fue su capacidadpara incorporar a sucesivos contingentes pobla-cionales a los beneficios de la vida moderna. Enprimer lugar, durante cincuenta años o más––los últimos grupos llegaron al fin de la Segun-da Guerra Mundial–– se incorporaron los inmi-grantes europeos, sobre todo italianos y españo-les. Desde 1930 fue el turno de la inmigracióninterna, atraída a las ciudades por la crisis agra-ria y el crecimiento industrial: primero vinieronde la pampa gringa y más tarde del interior tra-dicional, identificados como cabecitas negras.Desde la década de 1950 o 1960 se agregaronlos migrantes de Bolivia, Paraguay, Chile y Uru-guay, así como contingentes menores pero muyvisibles del Lejano Oriente.

Incorporarse a la vida moderna significó, enprimer lugar, tener trabajo. En términos gene-rales, más allá de ciclos y crisis, hasta mediadosde siglo todos pudieron emplearse. Luego de1955 comenzaron los procesos de racionaliza-ción laboral; entonces, mantener la fuente detrabajo fue el objetivo prioritario de las organi-zaciones sindicales. El trabajo abría distintoscaminos para el ascenso y la integración. Unoconsistió en acumular un pequeño ahorro y pa-

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sar del trabajo dependiente a la condición decuenta propia, en el comercio o en la pequeñamanufactura, quizás asociada con un estableci-miento industrial; esta vía funcionó bastantebien hasta mediados de siglo y luego se fue es-trechando. Otro camino fue tener la casa propia,acaso en alguno de los nuevos suburbios de lasgrandes ciudades; su posesión era señal de quese había completado una etapa importante enla vida familiar. La vivienda, de material, era labase de un hogar establecido, una familia, mo-delo aceptado para la incorporación de los sec-tores en ascenso. También significaba participaren una empresa colectiva: la transformaciónpor parte de los vecinos del espacio rural en ur-banización, como ocurrió con los barrios de lasciudades en las décadas posteriores a 1920, o demanera algo distinta en los asentamientos deemergencia en los años 60.

La educación fue probablemente la vía delascenso por excelencia. Gobiernos de todos lossignos ––la oligarquía, el radicalismo y el peronis-mo–– coincidieron en la importancia de conso-lidar el sistema educativo público. La educacióntécnica facilitaba el progreso en el empleo in-dustrial; los empleos estatales se ofrecían a quie-nes habían pasado los distintos ciclos educativos,

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y la educación universitaria habilitaba para lasprofesiones liberales o la política. Por muchotiempo, todo inmigrante llevó en su mochila eltítulo de doctor, llave maestra de la incorpora-ción. De la educación dependía también la se-guridad de pertenecer a una comunidad, a unanación, compartiendo derechos y obligaciones.Sobre la base de los derechos civiles, aseguradosinicialmente, se desarrollaron luego los restan-tes derechos sociales: salario justo, jubilación, sa-lud, vacaciones y todo aquello que constituía elbienestar de la sociedad.

En la aventura del ascenso hubo fracasados,pero los exitosos fueron más, y sobre todo deja-ron una huella más fuerte en el imaginario co-lectivo. Durante mucho tiempo las nuevas gene-raciones estuvieron en una situación mejor quelas anteriores; por lo menos, aspiraron a estar-lo, y construyeron su vida en función de esa as-piración. Esto conspiró contra la consolidaciónde identidades de clase sólidas y consistentes, ydificultó la expresión de los conflictos de inte-reses en términos polares. El concepto de cultu-ra de clase, habitual en los estudios europeos, re-sulta poco adecuado para entender la sociedadargentina. Más adecuado es considerar este pro-ceso en términos de una ideología espontánea,

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no teorizada, surgida de la experiencia y asen-tada en el sentido común: la de la movilidad so-cial. Como señaló José Luis Romero, la ideolo-gía de la justicia social, ampliamente implantadapor el peronismo, no contradijo aquélla sinoque la confirmó. Puesto que cada individuo te-nía derecho a mejorar su posición personal, elestado concurría a solucionar los problemas ini-ciales de los menos favorecidos, para que luegocada uno hiciera su experiencia.

En las décadas iniciales mantuvo vigenciaun sector que no fue afectado por este procesode movilidad e incorporación: la llamada oligar-quía conservó su posición, por razones econó-micas, pero sobre todo de familia, educación,prestigio y consideración. Sin embargo, esta eli-te era en realidad mucho más abierta que lo queindicaba su propia imagen. Por último, la expe-riencia peronista terminó de diluir este frag-mento de Antiguo Régimen. De ahí en más las eli-tes surgieron principalmente sobre la base delmérito, incluyendo en este concepto la capaci-dad, éticamente cuestionable, para aprovecharen beneficio propio las oportunidades, franqui-cias o prebendas que, como se verá enseguida,creaba el estado en su relación con los gruposde interés.

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Fue una sociedad en la que predominabanlas gradaciones y faltaban los cortes tajantes,donde las diferencias no estaban consolidadasen términos de nacimiento, de tez o siquiera deapariencia. Fue una sociedad de masas de cla-ses medias. Pero este término, que ha sido am-pliamente utilizado en los análisis sociológicos,es poco útil si se considera a la clase media comoun segmento fijo de la sociedad, con atributosdeducibles de su posición intermedia. Es suges-tivo en cambio si se lo considera desde la pers-pectiva de una sociedad dinámica, donde cadauno de sus miembros está de alguna manera entránsito. En suma, aquélla fue una sociedad mó-vil, que generó un imaginario coincidente, deamplia aceptación.

Ilusiones democráticas

¿Cómo procesó sus conflictos esta sociedadpróspera y democrática, guiada por un estadofuerte y activo? Como en cualquier sociedad ca-pitalista contemporánea, éstos transcurrieron si-multáneamente en dos escenarios, uno regidopor el principio democrático de la soberaníapopular, el bien común, la igualdad política y la

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representación, y otro donde los intereses de lasociedad se organizaban, confrontaban y nego-ciaban en los marcos creados por el estado. Unade las singularidades de la experiencia argentinareside en la debilidad del primero y el carácterfuertemente colusivo, normalmente corrupto,del segundo.

La democracia ilusionó, aunque luego supráctica defraudó. En 1912, la reforma políti-ca impulsada por el presidente Roque SáenzPeña estableció que el sufragio, que ya era uni-versal para los varones desde 1853, fuera ade-más secreto y obligatorio; también se dispusoel uso del padrón militar y un sistema de repre-sentación de mayoría y minoría. La reformapretendía corregir vicios y deficiencias larga-mente criticados. Uno de ellos era la baja par-ticipación electoral y la manipulación de losresultados electorales por el gobierno y susagentes. Otro era el presidencialismo, ya esta-blecido por la Constitución y acentuado por lapráctica institucional, en la que el presidenteera también el jefe del partido de gobierno.Por otra parte, este ejercicio de la autoridadcoincidió con la amplia vigencia de las liberta-des civiles y con la existencia de un activo espa-cio público de debate.

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En 1912 culminó un proceso de democrati-zación de la vida política argentina. En él, la ac-ción de las elites gobernantes, sus preocupacio-nes y estrategia fueron más importantes que lasdemandas de participación, por entonces aco-tadas a reducidos grupos cívicos: lo concedido pe-só mucho más que lo conseguido. Sin duda elproyecto reformista de 1912 tomaba nota delempecinado reclamo de la Unión Cívica Radi-cal, dirigida por Leandro N. Alem primero ypor Hipólito Yrigoyen después, que desde 1890impugnaba lo que llamaban el régimen. NatalioBotana ha explicado que la exigencia de estaminoría disidente pesó menos que las circuns-tancias internas de la elite política: ruptura dela unidad, preocupación por la legitimidad, bús-queda de la integración de la sociedad en tornodel estado y creencia en la potencia regenera-dora de la competencia electoral, que conclui-ría, en sus erróneos cálculos, con la inclusión deun tercio minoritario. Hubo un imperativo es-tatal para la transformación de habitantes enciudadanos, que el presidente Sáenz Peña ex-presó con la fórmula Quiera el país votar.

La necesidad de consolidar las bases de legi-timidad coincidió con una preocupación másgeneral: la construcción de la nacionalidad y el

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desarrollo de mecanismos de identificación e in-tegración de la sociedad en torno del estado. Talpreocupación, común a todas las culturas demo-cráticas de entonces, era aquí más viva debido alcarácter inmigratorio ––aluvial, según la fórmu-la de José Luis Romero–– de la sociedad, así co-mo a la necesidad de fundamentar adecuada-mente la soberanía internacional del estado.

Progresivamente, la cuestión de la naciona-lidad se fue haciendo conflictiva. Lilia Ana Ber-toni ha señalado la declinación de la concep-ción originaria, en la que la patria era entendidaen términos de un contrato voluntario entreciudadanos, preocupados por que el estado ga-rantizara a los habitantes las libertades y dere-chos individuales. Desde fines del siglo XIX––aquí y en muchas otras partes–– se desarrollóuna preocupación por encontrar un fundamen-to de la nación más allá de las contingencias his-tóricas: una unidad fundada en la raza, la len-gua, el territorio o quizás en el pasado histórico,cuando la nación, una realidad eterna, cobrabaexistencia efectiva.

Definir la nacionalidad significó discusionesy polémicas, pues ninguno de sus rasgos era evi-dente por sí mismo, y al dar prioridad a algunode éstos se establecía quién pertenecía plena-

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mente a la esencia nacional, quién quedaba re-legado a un lugar marginal, residual y quién eraajeno a la nación y hasta era su enemigo. ¿Elgaucho era un tipo residual y primitivo, o laesencia misma del ser nacional? Muchos intér-pretes de lo nacional tuvieron la tentación deimponer su propio criterio por un acto de auto-ridad. Por ese camino, paradójicamente, lo quedebía ser prenda de unión se convirtió en fuen-te de inacabables querellas, que se entrelazaroncon las surgidas de la práctica democrática. Ensuma, la búsqueda de la unidad nacional fuetraumática y conflictiva.

Esas querellas fueron tanto más vivas debi-do al entusiasmo con que la sociedad aceptó en1912 las nuevas reglas del juego político. Losnuevos ciudadanos comenzaron el aprendizajede la democracia y la construcción de un imagi-nario democrático que iba a soportar sin fisurasmuchas confrontaciones con las poco halagüe-ñas prácticas de la democracia realmente exis-tente. Las identidades políticas que se constitu-yeron desde entonces ––la radical primero, y laperonista luego–– tuvieron un arraigo y unafuerza singulares que trascendieron lo electoral,al punto que muchas de las prácticas sociales sepolitizaron profundamente.

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Los ciudadanos aprendieron a serlo de ma-neras diversas pero concurrentes. Hubo unamanera amplia, generalizada y más superficial:los nuevos partidos reclutaron sus cuadros en-tre grupos disidentes de las fuerzas tradiciona-les, y las nuevas identidades políticas, de carác-ter nacional, se adecuaron al cuadro de lasluchas facciosas locales; en muchos lugares, es-pecialmente en las provincias más tradicionales,los gobiernos siguieron usando el patronazgo ylos empleos públicos para definir las elecciones.Las dádivas, generosamente distribuidas, solíanser financiadas con recursos provenientes, de al-guna manera, del presupuesto nacional. En es-tos casos, la identidad política se asoció con lí-deres, imágenes y signos identitarios: desde elmate o el pañuelo con la figura de Yrigoyen––frecuentemente asimilado con un santón ocon el mismo Jesús–– hasta el retrato de Peróny Evita o la marcha peronista.

Otro tipo de aprendizaje caló más hondo, ytuvo como escenario distinto tipo de asociacio-nes civiles, que resultaron verdaderas escuelasde la democracia. En mutuales, clubes deporti-vos y sobre todo en sociedades de fomento, bi-bliotecas populares y cooperativas hubo unaprendizaje de la participación: hablar en públi-

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co, escuchar, proponer, consensuar, liderar, se-guir. Estas prácticas se nutrieron en una corrien-te cultural proveniente de los sectores intelec-tuales progresistas ––los socialistas fueron losmás visibles––, que difundieron ampliamentelas ideas y valores propios del ciudadano educado,consciente, responsable y conocedor de los pro-blemas sociales y políticos y de las alternativas.Su vigencia se mantuvo al menos hasta que conel peronismo se impusieron otros ámbitos de so-cialización, como los sindicatos, y otro modelode ciudadano, más preocupado por lo que lla-maban los aspectos reales y no meramente forma-les de la democracia.

La nueva política de partidos y la construc-ción de las maquinarias electorales, que permi-tían iniciar desde abajo un cursus honorum,abrieron una nueva vía para la aventura del as-censo, característica de esta sociedad. Así, lasnuevas actividades ciudadanas se entrelazaroncon las prácticas sociales y se potenciaron recí-procamente. Entendida como participación, lademocracia fue un valor y una ilusión, que semantuvo firme aun en períodos en que avanzóla manipulación gubernamental de las eleccio-nes, particularmente después de 1930. En 1931el presidente Uriburu, especulando con el gran

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desprestigio de la derrocada UCR, jugó en unaelección su proyecto de reforma constitucionalcorporativista y recibió un contundente recha-zo. En 1936, en pleno fraude patriótico, la ban-dera de la democracia unificó al menos transi-toriamente un frente popular de constituciónproblemática; los sindicatos comunistas y socia-listas invitaron al ex presidente Alvear, jefe de laUCR, a participar en el acto del 1º de Mayo co-mo obrero de la democracia. En 1946, en una elec-ción decisiva y singularmente limpia, la UniónDemocrática, que fue derrotada, reunió sin em-bargo las voluntades de algo menos de la mitaddel electorado; Juan Domingo Perón, triunfa-dor en la ocasión, levantó a su vez la bandera dela democracia real.

Debilidad republicana, avance militar

En realidad, hasta entonces la práctica de-mocrática no se había traducido en institucionesrepresentativas eficientes ––las de la Constitu-ción, revitalizadas por el impulso democráti-co––, por lo que estos ejemplos de fervor cívicoresultan más llamativos. Más allá de la legitima-da y fortalecida autoridad presidencial, el impul-

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so democrático no llegó a plasmar en institucio-nes que intervinieran eficazmente en el proce-samiento de los intereses y los conflictos socia-les. En parte puede atribuirse a la insuficienciade la revolución democrática de 1916, y la per-sistencia de amplios bolsones de política criolla,no beneficiados por la regeneración institucio-nal del radicalismo. A eso puede sumarse, luegode 1930, la práctica sistemática del fraude elec-toral, que algunos presentaron como virtuoso.Pero había algo más.

No pueden negarse las credenciales demo-cráticas de Hipólito Yrigoyen y Juan DomingoPerón, líderes de las dos grandes experienciasdemocráticas de la primera mitad del siglo XX:la radical (1916-30) y la peronista (1946-55).Ambos triunfaron cabalmente en las eleccio-nes en que se presentaron y ambos encarnaronde manera legítima el ideal de la voluntad po-pular. Puede discutirse sobre los alcances desus políticas de gobierno respecto de la con-creción de los intereses populares: sobre estocaben tantas opiniones como definiciones ha-ya del colectivo pueblo. Para lo que aquí se ana-liza, en cambio, es pertinente señalar que am-bos, cada uno a su manera, hicieron poco porempalmar adecuadamente la institucionalidad

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constitucional previa con las nuevas formas po-líticas democráticas.

Probablemente ese empalme no era simple,e implicaba tensiones y hasta incompatibilida-des, del estilo de las discutidas durante el sigloXIX, cuando se contraponía la libertad con laigualdad. Pero además ambos dirigentes nocreían demasiado en esas instituciones, queeventualmente podían limitar su mandato popu-lar y su obra regeneradora. Un primer dato es laescasa relevancia que para ambos tuvo el Con-greso. Durante la Presidencia de Yrigoyen unamayoría normalmente opositora se opuso a casicualquier iniciativa presidencial; a su vez, Yrigo-yen se preocupó poco por lo que allí se pudieradiscutir o acordar. Puede aducirse que esto se de-bió a mayorías sistemáticamente hostiles, tantopara Yrigoyen como luego para Alvear. Con Pe-rón el gobierno tuvo amplia mayoría en las doscámaras legislativas, no había bloqueo, pero elCongreso se limitó a aprobar las iniciativas delEjecutivo, y éste solo requirió de él esa confirma-ción. Algunos años más tarde el presidente Fron-dizi ––permanentemente jaqueado por el podermilitar y el poder sindical––, pese a disponer deuna amplia mayoría parlamentaria, no recurrióa esa institución para paliar en algo su inmensa

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orfandad política. Tampoco el presidente Illia(1963-1966) se preocupó por gestar en el Con-greso acuerdos políticos amplios que compen-saran su debilidad de origen. En suma, lo quedebía ser el centro de la política democrática re-publicana, la discusión y el acuerdo en el Parla-mento, nunca jugó un papel importante.

En cambio la autoridad presidencial, poten-ciada por la figura del caudillo de masas, crecióaún más. A medida que la organización del es-tado se hacía más compleja, un número mayorde funciones dependían directamente del vér-tice presidencial. La imbricación entre estado ypartido de gobierno continuó avanzando hastaextremos asombrosos. Por otra parte, el radica-lismo, y luego el peronismo se definieron comomovimientos, que encarnaban la representacióndel pueblo o de la nación, investidos con la mi-sión de regenerar la sociedad, y no como parti-dos: es decir, la parte de un conjunto. Puedenseñalarse dos fuentes de esta concepción de lapolítica. Por una parte, se trataba de un pensa-miento democrático en estado puro, sin pizcade contaminación con la tradición liberal. Porotra, era la manifestación política de la idea in-tegral de nación. Cada uno a su turno, los dosgrandes partidos democráticos asumieron ser la

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expresión del pueblo y de la nación: el radicalis-mo fue la causa nacional, y la doctrina justicialistadevino en doctrina nacional. Los adversarios po-líticos fueron no solo enemigos del pueblo sinode la misma nación y la política se hizo inevita-blemente facciosa.

En esos años, la distancia entre los enuncia-dos y las prácticas era grande; ceñida a las pala-bras, la violencia política era por entonces mí-nima, en comparación con lo que llegó a serposteriormente. Pero aun sin pasar a los he-chos, lo cierto es que un discurso político de esetipo no asignó a la oposición un lugar legítimo,como no fuera el de enemigo de la patria o an-tipueblo: el régimen falaz y descreído de Yrigoyen ola oligarquía de Perón. En esos términos, la nue-va política democrática fue tan facciosa como lohabía sido la política del siglo XIX, y muchomás al estar potenciada por el imaginario de lapolítica de masas.

Lo verdaderamente asombroso es que esefaccionalismo se desarrollara en una sociedaddonde, como se verá enseguida, los conflictos deintereses se desplegaban de una manera extre-madamente mesurada. Así, durante el peronis-mo la conflictividad fue principalmente política,y si se quiere cultural, antes que específicamen-

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te social. Este dato cambió rápidamente luegode 1955 y correspondió tanto a una agudizaciónde la conflictividad social como a una intensapolitización de los conflictos.

En 1955, la proscripción del peronismo y desus principales dirigentes ––una revancha acor-de con el carácter faccioso de la política duran-te el peronismo–– fue una decisión de enormetrascendencia: desde entonces comenzó la de-cadencia acelerada del imaginario democrático.Cuanto más predicaban los gobernantes de laRevolución Libertadora (1955-58) acerca de la de-mocracia y la libertad, más vacías resultaban lasinstituciones, deslegitimadas por la proscrip-ción, así como los presidentes electos en esascondiciones: Frondizi e Illia. Por otra parte, esamisma proscripción contribuyó a galvanizar laidentidad peronista y a nuclearla alrededor dequienes, ausente el líder, resultaron ser la úni-ca voz del pueblo peronista. El enorme poder quetuvieron en el escenario corporativo, que se ve-rá enseguida, se nutrió de esa representación vi-caria. La debilidad de las instituciones democrá-ticas fue en aumento, y facilitó y justificó lapresencia creciente de las Fuerzas Armadas, quepasaron del pretorianismo a la dictadura.

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A lo largo del siglo XX, las Fuerzas Armadashabían venido avanzando hasta instalarse en elcentro de la vida política, en parte por la debi-lidad del escenario democrático, que abría elcamino a quien era uno de los más poderososactores del escenario corporativo, y en parteporque la evolución ideológica y cultural de lasociedad política autorizó una imagen que lasFuerzas Armadas cultivaron largamente: su ca-rácter de instancia última, de depositarios y ga-rantes de los supremos valores de la nación.Desde principios de siglo el Ejército se consoli-dó como institución y afirmó su presencia en lasociedad. Con el establecimiento del ServicioMilitar Obligatorio, todos los ciudadanos debíanpasar por sus filas al cumplir los veinte años.

De acuerdo con su versión de la historia na-cional, el Ejército, que nació con la patria, laacompañó en cada paso de su crecimiento. Mu-chos otros políticos e intelectuales apelaron adefiniciones de la nacionalidad que soslayabansu dimensión democrática y constitucional, co-mo los discípulos locales de Maurras. Pero eldiscurso más eficaz fue el de la Iglesia Católica,que desde 1910 se sumó al elenco de quienesquerían apropiarse de la definición de la na-ción. También la Iglesia descubrió que había es-

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tado presente en el nacimiento de la patria y encada una de sus instancias decisivas, e hizo unprolijo inventario de los sacerdotes participan-tes de cada uno de los eventos patrios. A la vez,desarrollaron la versión integrista del catolicis-mo, que dominaba la Iglesia romana desdeprincipios del siglo XX; afirmaron que el cató-lico debía actuar como tal en cada uno de losactos de su vida y sostuvieron que la Argentinaera una nación católica, y que quienes no per-tenecían a tal confesión no eran en esencia ar-gentinos. Como ha mostrado recientemente Lo-ris Zanatta, Ejército e Iglesia se vincularon ypotenciaron, en torno a la noción radical y ex-cluyente de nación católica, tan fuerte en 1943como en 1966.

Con estas ideas, los militares irrumpieronuna y otra vez en la política, derribaron gobier-nos democráticos en 1930 y 1955, acabaron conla tambaleante legalidad en 1943 y condiciona-ron otra tambaleante legalidad en 1962. LasFuerzas Armadas desarrollaron otra versión dela política facciosa: el enemigo fueron primerolos liberales y masones; luego los antidemocráticos,secuaces del dictador prófugo. Desde 1960, con laincorporación de la Doctrina de la SeguridadNacional, fruto de estrechas relaciones con las

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Fuerzas Armadas estadounidenses, el comunismose instaló en el centro de la definición del ene-migo de la patria; poco después, se transformóen el subversivo apátrida. En cada paso de la es-calada, el escenario político resultaba corroídode una manera más definitiva. Consecuente-mente, la negociación de los conflictos y los in-tereses se trasladó al escenario corporativo.

El conflicto social, las corporaciones y el estado

Las instituciones representativas fueron dé-biles en dos sentidos: para expresar el interés co-mún, primero, y para constituirse como un con-trol y balance eficaz en la negociación particularde los intereses. Este control se mantuvo ajenoal Congreso y se instaló en distintas regiones delestado, dependientes del Poder Ejecutivo.

Uno de los intereses particulares que prime-ro avanzó sobre el interés común fue el de losgobiernos provinciales. De acuerdo con la Cons-titución de 1853, la República Argentina adop-tó la forma de gobierno federal: estados provin-ciales autónomos y un Senado en el que lasprovincias estaban representadas en paridad, in-

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dependientemente de su población. El Senadofue un organismo clave en el funcionamientoinstitucional y político, y el ámbito principal dela compleja relación entre el gobierno nacionaly los provinciales. Allí se gestionaron, durante elperíodo de expansión de la economía agroex-portadora, variados subsidios a provincias po-bres pero con peso en el escenario político. Asíse protegieron las industrias del azúcar y del vi-no en Tucumán y Cuyo; los empleos públicosnacionales beneficiaron a los sectores educadosy pobres de provincias; dirigentes provincialescomplementaron su carrera política capitalinacon el enriquecimiento, por ejemplo aprove-chando los créditos de bancos estatales.

Luego de 1916, con el crecimiento del esta-do, en las provincias se multiplicaron oficinas yestablecimientos; cada uno significó empleospúblicos, tanto más importantes cuanto más po-bre era la provincia en cuestión. En 1932, en elconjunto de medidas para enfrentar la crisis, seestableció el sistema de coparticipación imposi-tiva federal y se asignó a cada provincia unaporción fija de lo recaudado; era una forma dehacer realidad el célebre principio comunista:de cada uno según sus posibilidades, a cada unoen función de sus necesidades. La proporción

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asignada fue otra de las cuestiones a negociarentre el gobierno nacional y las provincias. Seestableció un criterio de equidad pero a la vezse disoció la función de recaudación de la deejecución y gasto; libres de responsabilidad ycontrol, los gobiernos provinciales pudierondisponer sin trabas del presupuesto provincialcon fines de patronazgo.

También desde 1930 se generalizó la protec-ción selectiva de las economías regionales: el al-godón, la yerba mate o el tabaco. Desde 1958,en el contexto del desarrollismo, se generalizó lapromoción de actividades industriales median-te la exención impositiva; el mecanismo servíatanto a las grandes empresas como a las provin-cias menos favorecidas, donde se abrirían nue-vas fuentes de empleo. Todos estos mecanismos,que implicaban la transferencia de fondos delpresupuesto nacional a los estados provinciales,eran objeto de negociaciones políticas comple-jas, donde era factible el intercambio de favores.

Por otra parte, a lo largo del siglo XX el cre-cimiento económico y la complejidad crecien-te de la vida social dieron a los intereses econó-micos y profesionales un perfil cada vez másnítido, reforzado cuando fueron asumidos porinstituciones corporativas, creadas para defen-

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derlos. Estas instituciones surgieron como par-te de un movimiento asociacionista singular-mente intenso desde fines del siglo XIX. Lasprimeras asociaciones apuntaron sobre todo ala ayuda mutua y la defensa de los intereses desus miembros. Hubo mutuales de tipo étnico,cooperativas, sociedades de fomento vecinal,profesionales, y en menor medida patronales,de evolución más lenta. Singular importanciatuvieron las organizaciones sindicales. Desde1920 el sindicalismo de orientación anarquistafue desplazado por organizaciones orientadas ala negociación, cuyo modelo fueron por muchotiempo los gremios ferroviarios. En la décadade 1930 la sindicalización creció por impulsodel crecimiento industrial, y luego de 1943 porestímulo del estado, a través de la Secretaría deTrabajo y Previsión. En 1945, los sindicatos te-nían ya peso suficiente como para ser decisivosen la llegada al poder de Juan Domingo Perón.

En el marco de las asociaciones tomaronforma los intereses sectoriales conflictivos. Tem-pranamente se apeló al estado para que definie-ra las reglas, regulara los conflictos y garantiza-ra los logros, franquicias y privilegios de cadacorporación. Esa apelación coincidió con elavance estatal, para controlar y regular los dis-

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tintos espacios de la sociedad. Así, el crecimien-to del movimiento corporativo acompañó, paripassu, el desarrollo del estado.

Si se trataba de las modestas sociedades de fo-mento de Buenos Aires, encargadas del mejora-miento edilicio del barrio, hubo una prolifera-ción de demandas, dirigidas a los niveles másbajos del estado: el funcionario de jerarquía me-nor o el representante en el Concejo Deliberan-te. Según ha estudiado Luciano de Privitellio,desde los años 20 el gobierno municipal regla-mentó el funcionamiento de estas sociedades ycreó el mecanismo del reconocimiento, que ha-bilitaba para gestionar a una de ellas por cadasección de la ciudad. Ante esta franquicia, mu-chas sociedades de fomento quedaron margina-das o se dedicaron a otra cosa. Pero donde nolas había, la nueva reglamentación las hizo sur-gir para aprovecharla, estimuladas pero a la vezcontroladas por el estado.

La concesión u obtención de una franqui-cia estatal fue un mecanismo propio de todas lasasociaciones organizadas para la defensa de in-tereses sectoriales, que devinieron en verdade-ras corporaciones. Fue el caso de los sindicatos.Hasta 1916, su reconocimiento por el estado eramínimo. Hipólito Yrigoyen inició esta política

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de mediación, particularmente en el caso de lasgrandes huelgas de los ferroviarios y marítimos,que afectaban la exportación, pero lo hizo ba-sándose en su autoridad, sin que hubiera un de-sarrollo de instituciones estatales específicas. Enla década de 1930 el estado, que estableció losgrandes instrumentos de intervención en laeconomía, aprendió a laudar entre los interesesy a regular la competencia entre exportadores,productores rurales, importadores e industria-les. Por entonces, los sindicatos obreros habíancrecido considerablemente, sobre todo por eldesarrollo industrial de los años 30. Salvo en ca-sos aislados, como los trabajadores ferroviarios,no contaban con reconocimiento formal ni delestado ni de los patronos, aunque hubo esbozosde regulación de las huelgas y de concertaciónestatal.

Desde 1943 el estado se volcó a resolver poresa vía lo que proclamaba una amenaza para elorden social. El estado promovió la sindicaliza-ción, que se acompañó del reconocimiento delpeso gremial y político de los sindicatos. La leyde Asociaciones Profesionales determinó la exis-tencia del sindicato único por rama de indus-tria, la personería gremial otorgada por el estado yel descuento de la cuota sindical por planilla. En

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los diez años de gobierno peronista, el gobier-no intervino ampliamente en la conformaciónde las direcciones sindicales, desplazando aaquellos dirigentes que querían mantener unaacción política o gremial independiente, pero ala vez les aseguró a los sindicalistas disciplinadosel monopolio de la representación sindical.

Los conflictos sociales, muy intensos inme-diatamente después de la Primera Guerra Mun-dial y también durante la década de 1930 y laSegunda Guerra Mundial, se atenuaron duran-te el peronismo. Si la conflictividad política fuemuy fuerte, la específicamente social se apaci-guó, debido a la prosperidad general, a las po-líticas de redistribución y promoción social, ytambién al estricto control por parte del estado.La Comunidad organizada, una concepción orga-nicista formulada por Perón, extendió al con-junto de la sociedad, al menos idealmente, estemodelo de organización corporativa, y le agre-gó un ingrediente político ideológico: la unani-midad en torno de la Doctrina nacional justicia-lista. A la vez, los sindicatos tuvieron un lugarimportante en el estado y participaron en la de-finición de las políticas.

Un buen ejemplo de este balanceo e interpe-netración ––estudiado por Susana Belmartino––

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es el fracaso del proyecto gubernamental de se-guro de salud único, bloqueado por los sindica-listas en favor de las incipientes obras sociales,que tomaban como modelo el Hospital Ferrovia-rio. A principios de la década de 1940 la UniónFerroviaria, modelo de sindicato gestionado porsocialistas, había construido su Hospital Ferro-viario. Desde 1943 obtuvo de Perón concesionesvarias: afiliación obligatoria de todos los trabaja-dores ferroviarios y descuento automático porplanilla. El ejemplo cundió, y muchas organi-zaciones, sobre todo de trabajadores estatales,reclamaron un régimen similar, lo que hizo fra-casar el proyecto de seguro de salud que porentonces impulsaba el ministro Ramón Carrillo.

Cada sindicato tendría, a la larga, los bene-ficios sociales que pudiera pagarse con los apor-tes de sus afiliados o con las contribuciones pa-tronales que pudiera negociar. El estado seplegó ante el vigor del interés corporativo, pesea que este régimen no equitativo ponía en cues-tión la propuesta de la justicia social. Puede vis-lumbrarse aquí el comienzo de la combinaciónde un estado con alta capacidad de intervencióny de distribución de franquicias y prebendas, ya la vez con escasa capacidad de acción autóno-ma frente a los intereses que él mismo alienta.

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Luego de la caída de Perón en 1955 los sin-dicatos fueron expulsados del centro del poderpolítico y las políticas de racionalización capita-lista, esbozadas desde 1952, pudieron desplegar-se plenamente. Hubo recortes en el poder sin-dical en los lugares de trabajo, retroceso en losingresos y reducción del empleo. Arreció la con-flictividad social: la proscripción política del pe-ronismo le dio a la resistencia gremial una ban-dera y una identidad política de gran capacidadde agregación. Esta historia, espectacular y he-roica, tuvo otro costado, menos visible peroigualmente importante.

Luego de 1955 el estado conservó y acrecen-tó los instrumentos para intervenir en la econo-mía y en la sociedad. Su capacidad de regular yde conceder franquicias ––que aumentó con lapolítica desarrollista–– estimuló el fortalecimien-to de las corporaciones: las sindicales, que recu-peraron la ley que regulaba sus privilegios; lasprofesionales, que avanzaron en la colegiación;y las patronales, desagregadas para la defensade intereses sectoriales y agregadas para losgrandes combates sobre políticas estatales. Ade-más de fijar el rumbo general, el estado adoptópermanentemente decisiones coyunturales, pa-ra enfrentar los ciclos económicos ––devaluacio-

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nes, retenciones y gravámenes–– que pusierona las corporaciones ––particularmente las distin-tas organizaciones patronales y sindicales–– enestado de permanente movilización, para pre-sionar, defender y negociar. Por entonces, el de-terioro del escenario específicamente políticotrasladó el grueso de la negociación social a lapuja entre corporaciones, a la que se sumaronla Iglesia, defensora de una imprecisa doctrinasocial, y las Fuerzas Armadas, que se fueron con-virtiendo en el árbitro de última instancia.

El estado se fue desgarrando en esta puja yno pudo defender un interés general que tras-cendiera los intereses corporativos. Retomandoa Susana Belmartino, en 1970 el Ministerio deBienestar Social extendió el sistema de obras so-ciales: todo trabajador debía aportar obligato-riamente a la de su sindicato. Según sus recur-sos, las habría ricas y pobres. Los dirigentessindicales recibieron una prebenda inmensa––desde entonces los fondos de las obras socia-les financian las actividades gremiales y políti-cas y alimentan una vasta corrupción––, cuyadefensa pasó a ser el objetivo primero de la mi-litancia sindical. Lo curioso es que la decisiónbloqueó el proyecto de creación de un segurosocial único, que la Secretaría de Salud Pública

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negociaba simultáneamente con la corporaciónde los médicos. Un segmento de la burocraciaestatal, en acuerdo con los dirigentes sindicales,logró un triunfo a costa de otro segmento, quenegociaba con la otra corporación implicada.Médicos y sindicalistas compitieron en el senode un estado que sacrificaba su autonomía y seconvertía en el premio mayor de la lucha.

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2. Clímax y anticlímax

Tres procesos ––la crisis del ideal democráti-co, la exacerbación de los reclamos corporativosy las pasiones autoritarias de autopostulados sal-vadores de la nación–– se conjugaron de mane-ra catastrófica entre 1966 y 1976. Pero en otrosentido, fue una década admirable, en la que lasociedad toda se puso en movimiento, buscan-do plasmar un futuro mejor, al margen del esta-do y en franca rebeldía contra él. Fueron diezaños de conflicto, en los que las elecciones de1973 y el retorno de Perón constituyeron unatregua, superficial y efímera. También fueronaños de ilusión. La combinación de viejos con-flictos y nuevas expectativas tuvo un efecto ex-plosivo y destructor: un violento combate cuyosprotagonistas no coincidían con lo que ellos mis-mos afirmaban ser y en el que las opciones enjuego eran confusas y engañosas. Hubo bandos,pero no alternativas. Al final, se estableció unapaz sepulcral, la Argentina vital desapareció yquedó instalada la Argentina de la decadencia.

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Analizaremos aquí este movimiento de clímax yanticlímax.

La oleada revolucionaria

En 1966 las Fuerzas Armadas asumieron elpoder del estado de manera institucional y de-signaron presidente al general Juan Carlos On-ganía. La Revolución Argentina ––tal el nombreautoasignado–– se proponía una refundacióncompleta de la sociedad de acuerdo con un planen etapas que, según decían, tenía objetivos y noplazos. En primer lugar, sanear y expandir laeconomía; luego, atender a las necesidades so-ciales y promover una nueva organización co-munitaria; finalmente, dar forma a una nuevainstitucionalidad, basada en la representaciónfuncional y orgánica. La democracia represen-tativa había quedado definitivamente abolida,algo que ––síntoma de los nuevos tiempos–– po-cos lamentaron por entonces.

Respecto del primer objetivo contaban conel apoyo del sector más concentrado del empre-sariado, para quien la puja corporativa signifi-caba un obstáculo y una molestia. El ejerciciodictatorial del poder permitió al estado acallar

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los reclamos sectoriales e imprimir un rumbodefinido a la economía; la política del ministroAdalbert Krieger Vasena favoreció a las empre-sas más grandes, en su mayoría de capital trans-nacional, mediante premios a la eficiencia yprotección al mercado interno. El desarrollo delas fuerzas productivas, aunque en lo inmedia-to creó conflictos y tensiones, fue importante enel mediano plazo y generó condiciones favora-bles también para una parte no menor de lasempresas argentinas, incluyendo al renovadosector agropecuario. Hacia 1973 ––cuando secelebraron las elecciones que trajeron a Perónde nuevo al poder–– el sector productivo esta-ba funcionando a pleno, aun cuando se pade-cían los problemas de una de las habituales cri-sis cíclicas.

La distribución de los frutos de esa bonanzadependía en buena medida de decisiones delpoder estatal ––en materia cambiaria, salarial oimpositiva––, de modo que el crecimiento exa-cerbó los tradicionales conflictos sectoriales y lapuja por la distribución, un ingrediente impor-tante para comprender la movilización y politi-zación de esos años. Visto en una perspectivamás larga, puede advertirse que esta última mo-dalidad de crecimiento comenzaba a alterar al-

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gunos de los rasgos salientes de la larga expan-sión, particularmente por la tendencia a la con-tracción del mercado de trabajo y la apariciónde la desocupación tecnológica. Esta situacióntuvo consecuencias negativas sobre la tendenciade la sociedad a la movilidad y la incorporación.En las dos décadas anteriores a 1976 ya era visi-ble que ese tránsito era cada vez más lento, e in-cluso que el carril de retorno se ensanchaba.Desde mediados de la década de 1960 fue visibleque un título universitario estaba lejos de garan-tizar una buena posición social; que el obrero al-tamente calificado rara vez se convertiría en pe-queño tallerista, y que la anhelada casa propiasolo sería una casilla o un rancho mejorados. Esposible advertir en estos cambios las raíces deuna mayor crispación en los conflictos sociales.

La movilización de la sociedad, hasta enton-ces aquietada por la represión autoritaria, se ini-ció a fines de 1968 y tuvo un primer episodio es-pectacular en el Cordobazo de mayo de 1969.De ahí en más, se desplegó, en un crescendo queno se detuvo hasta 1973, cuando asumió el go-bierno peronista; después se mantuvo, pero sinla unanimidad e inocencia iniciales. Fue unamovilización variada y con una gran capacidadde agregación. Por un lado, un nuevo sindica-

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lismo, que desbordaba los límites de la tradicio-nal burocracia sindical ––fortalecida desde 1955en la negociación de retaguardia–– y ensayabanuevas formas de protesta y de organización.Por otro, distintos segmentos de empresarios ycomerciantes, pequeños y medianos, con baseen las economías regionales. También un movi-miento estudiantil que se politizó profunda-mente. Y como jalones, distintas explosiones ur-banas, en las que éstos y muchos otros salían ala calle y por dos o tres días desbordaban loscontroles policiales o militares. Todo sumaba fá-cilmente en la lucha contra el enemigo común:la dictadura y el imperialismo, personificadosen las figuras del presidente Onganía y su mi-nistro Krieger Vasena.

Sus banderas iniciales fueron la lucha con-tra la dictadura y el imperialismo. Fue una mo-vilización revolucionaria que, en el imaginariosocial, se nutría de diversas fuentes: la experien-cia cubana, la guerrilla latinoamericana, los mo-vimientos estudiantiles, la prédica de los sacer-dotes tercermundistas. Mensajes tan diversos, yen muchos aspectos inconciliables, se combina-ron y fundieron con un reclamo menos reflexi-vo pero hondamente arraigado en la experien-cia: la vuelta de Perón, que para sus antiguos y

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fieles seguidores, y para los recién llegados almovimiento, sería sin lugar a dudas la panacea.

Se trató de un proceso social y cultural conpocos precedentes, por la rapidez y honduradel arraigo y lo contundente de sus efectos. Pa-ra todos los que, de una u otra manera, partici-paban de este espíritu, la sociedad ideal estabaal alcance de la mano: bastaba una acción polí-tica firme y correctamente dirigida para cam-biar los datos de la realidad. Era una acción in-trínsecamente buena, aunque recurriera amétodos discutibles, pues se trataba del bienes-tar del pueblo, al que solo podían oponerse susenemigos. No se admitían intereses particularesque pudieran anteponerse a la acción en bene-ficio de todos, pues en realidad lo personal y lopúblico se fusionaban en un único y gran com-bate. Brotaron todo tipo de organizaciones queenlazaban su práctica particular con la grantransformación: a los sindicatos obreros y los es-tudiantes se agregaron los pequeños empresa-rios, los abogados, los artistas, psicoterapeutas,arquitectos, sacerdotes y hasta militares. La crea-tividad social de estos años fue notable, como lofue la emergencia de la solidaridad, el sacrificioy otros valores igualmente estimables. Fue unaprimavera de los pueblos.

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La fórmula política para semejante desplie-gue de activismo y buena voluntad fue medio-cre y sesgada. Un dato significativo fue la ausen-cia de propuestas democráticas, y en general suescasa valoración, por el rápido y profundo de-terioro local y por el atractivo universal de otrasalternativas. También fallaron otro tipo de pro-puestas fundadas en la confrontación de clases,como la del sindicalismo antiburocrático. Lasalternativas centradas en la acción armada, sur-gidas a partir del ejemplo cubano, tuvieronfuerte predicamento. Su formación no remitíaal Cordobazo y a la movilización social; eran an-teriores, y por su estrategia estaban preparadaspara actuar sin una respuesta popular inmedia-ta. Al iniciarse la movilización, se acercaron almovimiento social en sus distintas expresiones,en parte para reclutar nuevos miembros y enparte para darle una dirección política a las ac-ciones espontáneas. En este terreno, les pasó al-go parecido a lo ocurrido con las organizacio-nes de izquierda más clásicas: aunque pudieronrecoger simpatías, chocaron con un límite,pues buena parte de los movilizados confiaban,en primer lugar, en la vuelta de Perón.

Triunfó la propuesta que supo combinar elimaginario revolucionario con la mítica aspira-

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ción a la vuelta de Perón. La organización arma-da Montoneros logró una fuerte inserción en elmovimiento popular. Sus cuadros iniciales prove-nían del activismo católico, y en muchos casosconservaban la impronta de la intransigencia in-tegral de los años de la entreguerra, combinadacon los contenidos doctrinarios de Medellín y eltercermundismo. Se acercaron al peronismo sinarrastrar ni un pasado ni culpa alguna, como leocurría a los grupos de izquierda; tampoco de-bían excusarse ante los peronistas, que teníanuna desconfianza visceral por los zurdos. Ambascaracterísticas han sido señaladas por Carlos Al-tamirano. Él agrega otra diferencia con los gru-pos de izquierda: en ese acercamiento no vieronen el peronismo una figuración o velo de la claseobrera, el auténtico sujeto revolucionario, sinoque lo tomaron como lo que ellos pretendíanser, el pueblo peronista, y asumieron que su tareaconsistía en profundizar la contradicción políti-ca entre peronistas y antiperonistas. Su acto fun-dacional fue el asesinato del general Aramburu,responsable de los fusilamientos de 1956 y figu-ra emblemática del gorilismo o antiperonismo. Es-ta acción nos lleva al planteo de otra dimensiónde la política en el clímax argentino: la violencia.

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El origen de la violencia como práctica po-lítica es muy anterior a los años 60, aunquenunca tuvo la virulencia de entonces. En 1880,concluido el ciclo de las guerras civiles que con-dujo a la formación del estado argentino, la vio-lencia política quedó replegada en un lugarmarginal, más episódico que constitutivo. Sinembargo no faltó. La hubo en 1910, con losanarquistas y las bandas blancas, y entre 1917 y1921, cuando la Liga Patriótica acompañó la re-presión militar; también en 1930, con torturasy fusilamientos, y durante los años de gobiernode Perón, cuando hubo torturados, al menosdos asesinatos políticos, y también un desplie-gue de terrorismo antiperonista.

Por otra parte, junto con el advenimientode la política de masas, fue creciente la pasióndiscursiva, la apelación verbal a la violencia re-generadora, que corroyó la noción de derechosy garantías. Es posible relacionarla con las con-cepciones integristas de la nacionalidad y la po-lítica, y la división del campo en propios y aje-nos, amigos y enemigos. Progresivamente seinstaló la idea de que, dadas ciertas circunstan-cias, en política los fines justificaban los medios.

En 1956 hubo un salto cualitativo: el gobier-no de la Revolución Libertadora ordenó fusilar a

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los jefes de un levantamiento militar peronista,mientras que hacía lo mismo de manera casiclandestina con un número indeterminado deciviles. A lo largo de los años 60, creció la gue-rrilla, inspirada en Cuba y en sus secuelas; tam-bién la contrainsurgencia, que los militaresaprendieron en la Escuela de Panamá, empu-jando al estado a la acción clandestina. Ubica-da en el contexto revolucionario de los 60, laviolencia se justificó por la violencia del enemi-go; pero sobre todo era un instrumento adecua-do para el cambio. Un paso más en ese caminofue afirmar que la violencia era ––resuenan losecos de Sorel y de los movimientos fascistas–– noya un instrumento sino la práctica fundadora dela revolución: matar al enemigo era construir lanación.

En lo político, Montoneros fue la más exito-sa de las agrupaciones guerrilleras. Nació de unasesinato a sangre fría; durante su existenciacontinuó con las ejecuciones y además practicóun verdadero culto de la muerte heroica. Susenemigos dentro del peronismo, vinculadoscon el ministro José López Rega, no eran muydiferentes: según la consigna de una de sus pu-blicaciones, El mejor enemigo es el enemigo muerto.Quince años atrás, el presidente Perón podía

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proclamar al enemigo, ni justicia, sin que sus pa-labras se tradujeran en actos irrevocables; a co-mienzos de los setenta no solo se pasaba a la ac-ción, sino que ésta era ampliamente celebrada.Si no se conocía la causa, la opinión concedía asus ejecutores el beneficio de la duda: por algosería.

Montoneros se identificó plenamente conel peronismo y con Perón. Éste, exiliado en Ma-drid desde 1955, los incorporó dentro del am-plio ejército con el que venía librando una ba-talla de final incierto, destinada a desestabilizarcualquier alternativa política que no lo incluye-ra. De modo que los bendijo, y los usó comoariete contra el gobierno militar y contra otrossectores peronistas a quienes quería limitar ensu accionar, como los que aspiraban a un pero-nismo sin Perón. Montoneros, a su vez, desarro-lló una notable habilidad para identificar susconsignas y su línea política con las palabras ydirectivas de un Perón lejano, que difícilmentehubiera querido o podido desmentirlos.

Esa libertad discursiva, analizada por EliseoVerón y Silvia Sigal, les permitió, finalmente,movilizar y encuadrar a un vasto conjunto deagrupaciones sectoriales, que daban una expre-sión primaria a las inquietudes políticas del mo-

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vimiento social, incluyéndolas a todas en la Ju-ventud Peronista. Este organismo de masas, es-pontáneo en su base y encuadrado y disciplina-do por Montoneros, resultó muy adecuado parala acción en la etapa siguiente, cuando el go-bierno militar rehabilitó la escena política y rea-brió el juego electoral.

Obsérvese la distancia entre las ilusiones ini-ciales, ciertamente difusas, de la movilizaciónsocial, y la última expresión, acotada en sus fi-nes y más que pragmática en sus medios, encar-nada en Montoneros. A partir de 1971 el presi-dente del gobierno militar, general AlejandroLanusse, estableció un intenso diálogo con lospartidos políticos y con la cúpula de las organi-zaciones sindicales: se trataba de neutralizar laola de descontento social, potenciada por las or-ganizaciones armadas, y llegar a unas eleccionesconcertadas. La negociación tuvo muchas idasy venidas hasta concluir en un punto mínimo:ni Perón ni Lanusse serían candidatos. Así, elanciano caudillo pudo retornar al país, recupe-rar su grado militar, acordar con todas las fuer-zas políticas democráticas, organizar su propiapropuesta electoral y proponer un candidato deplena confianza: Héctor J. Cámpora, su delega-do personal. En ese escenario, que en pocos

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meses había cambiado completamente, Monto-neros también cambió: decidió participar en laselecciones y movilizar tras la candidatura deCámpora al conjunto de la Juventud Peronista.En realidad, se disponían a luchar para conver-tirse en la cabeza del movimiento peronista.

La vuelta de Perón

En 1973, en elecciones sin proscripciones,se impuso el candidato propuesto por Juan Do-mingo Perón. Seis semanas después de asumir,el presidente Cámpora renunció y Perón fueelecto presidente, con amplia mayoría. Fue unasingular experiencia democrática, más plebisci-taria que republicana, que a falta de institucio-nes asentadas, reposaba en la atribuida capaci-dad de Perón para neutralizar y encauzar losconflictos. Como en experiencias democráticasanteriores, estos conflictos, que eran muchos,no se procesaron en los espacios institucionalesestablecidos por la Constitución sino en otros,de acuerdo con reglas en las que el número, lafuerza, la organización y hasta el entrenamien-to bélico se anteponían a la razón. Mientras tan-to, en el Congreso las fuerzas políticas minori-

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tarias se esforzaban en colaborar con el presi-dente y ayudarlo a mantener una legalidad queprogresivamente fue más difícil de sostener.

Hubo en 1973 un consenso general: Perónera el único que podía desanudar la crisis, pre-sente en varios frentes a la vez. Pero las expecta-tivas y las dificultades exacerbaron los conocidosconflictos corporativos y fue muy difícil para Pe-rón acordar soluciones transaccionales y concre-tar su programa de reconstrucción del estado.Puso en juego su prestigio personal, respaldadopor una masiva legitimidad plebiscitaria. No re-sultó, y en parte se debió a sus propias falencias:por entonces el anciano presidente se parecía alPerón de 1945 tanto como el estado de 1973 seasemejaba al de la segunda posguerra.

Lo decisivo fueron los problemas objetivos.Se advertían en 1973 síntomas de agotamientode la tendencia expansiva de la economía, ace-chada tanto por los problemas del mundo ––laprimera crisis petrolera–– como por sus propiasy acumuladas dificultades: inflación, conflictosdistributivos, recurrencia a la recesión como re-medio. Quizá se trataba de una nueva dificultadcíclica, en la que cabía una recuperación; quizála vasta restructuración capitalista de las déca-das finales del siglo indicaba el límite de este ti-

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po de crecimiento, fundado en el mercado in-terno y la regulación estatal. En cualquier caso,los problemas de 1973 se traducían en dificul-tades crecientes para el secular proceso de am-pliación e incorporación social; en particular, semanifestaba en la imposibilidad de satisfacer lasilusiones de quienes habían confiado en que elretorno de Perón fuera también el retorno dela bonanza de 1945.

A fines de 1973 la crisis cíclica activó la clá-sica reacción de partes: cada corporación se de-dicó a presionar al estado para arrancarle unasolución satisfactoria, haciendo valer el poderlogrado con el control de alguna de sus porcio-nes. Había un dato nuevo: desde 1972 el activis-mo popular salió de la semiclandestinidad y sevolcó ampliamente a las calles; a la movilizaciónelectoral siguió, sin solución de continuidad, lareivindicativa. Otra vez, Montoneros mostróuna gran capacidad para encuadrarla: una desus ramas, la Juventud Trabajadora Peronista,presionó desde las fábricas sobre la dirección delos sindicatos, de modo que sus dirigentes ––laburocracia sindical, ducha en el arte de la transac-ción–– tuvieron un margen mucho más estre-cho para negociar y debieron hacerse cargo demuchos de los reclamos. Los empresarios, por

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su parte, prefirieron no oponerse a las condicio-nes impuestas por los sindicalistas, ahora pode-rosos, y se limitaron a trasladar a los precios losmayores costos salariales.

Muchos de quienes apoyaron la vuelta dePerón esperaban de él una mano fuerte, y queel estado recuperara su capacidad para condu-cir con autoridad los conflictos, como el distri-butivo. En 1973 parecía factible volver a poneren pie al estado. Con el respaldo de una legiti-midad plebiscitaria, Perón utilizó la fórmula de1945, el Pacto Social; se firmó un acuerdo en-tre la cúpula de los empresarios, cuya unión seforzó, y la cúpula sindical: una y otra parte secomprometían a mantener estables precios y sa-larios. Perón constató la estructural infidelidadde sus firmantes. Los peronistas, viejos o nue-vos, podían ofrecer el sacrificio de su vida, pe-ro no el de sus intereses. En su último discursopúblico, una fría mañana de junio de 1974 enla Plaza de Mayo, Perón calificó de sabotaje depigmeos las acciones de sindicalistas y empresa-rios y proclamó: ya pasaron los días de exclamar “lavida por Perón”.

Si bien el conflicto interno del peronismoocupó el primer plano en estos tres años nota-bles, fue el colapso del Pacto Social el que sig-

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nó el fracaso del gobierno peronista. Así lo haseñalado Juan Carlos Torre. Perón apenas con-siguió mantener un precario equilibrio entreempresarios y sindicatos, que se derrumbó a po-co de su muerte. Después, la puja corporativa sedesmadró ––en 1975 la jerarquía sindical le ha-cía una huelga a la viuda de Perón y presidentade la República––, y la economía entró en la es-piral de inflación y parálisis propia de las crisisclásicas.

Al mismo tiempo, se derrumbaron los me-canismos de control que mantenían dentro deparámetros relativamente civilizados la luchapolítica que dividía al peronismo. De un lado,toda la tendencia revolucionaria, que encabezabaMontoneros y se movilizaba tras las banderas dela Juventud Peronista. Del otro, los cuadros delsindicalismo y junto a ellos otros segmentos pro-venientes del peronismo político. En un ciertosentido, dividía a quienes provenían de la expe-riencia de la movilización social reciente y aquienes, mejor insertados en los aparatos sindi-cales y políticos tradicionales, la habían contem-plado a distancia. En otro sentido, la divisiónprovenía de dos lecturas distintas de las palabrasde Perón y consecuentemente del sentido de suretorno. Para unos se trataba de la restauración

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del viejo peronismo, fundado en la distribuciónde la prosperidad; para otros, del comienzo deuna profunda transformación hacia lo que, demanera no muy precisa, se denominaba la pa-tria socialista.

En términos más pobres, los que chocaronfueron dos poderosos aparatos que querían ga-nar el control del movimiento peronista, adivi-nando quizá que la vida del líder se acercaba asu fin. En su lucha, unos y otros recurrían al vie-jo argumento: atribuirse la representación delpueblo y colocar a sus enemigos en el campo delos enemigos del pueblo. ¿Cuál era el lugar dePerón? Desde que retornó definitivamente alpaís, no cesó de indicar con claridad su repudioa Montoneros y su opción por los viejos dirigen-tes, a quienes necesitaba de manera imprescin-dible para el Pacto Social. Montoneros optó porno darse por aludido: Perón estaba cercado por suentorno, fue la explicación.

Desde 1972 la lucha entre las dos tendenciasse dirimía en las calles, a veces con violencia, co-mo en Ezeiza el día del retorno al país de Perón.Progresivamente, la competencia callejera fuesustituida por los asesinatos y la guerra de apa-ratos militares: el de Montoneros y el que seconstruyó con grupos de choque sindicales y

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elementos policiales, conocido como Triple A.Después de la muerte de Perón, Montoneros pa-só a la clandestinidad, mientras las Fuerzas Ar-madas se hacían cargo de la represión, por or-den de la presidenta Isabel Perón, y desplazabana los grupos paramilitares de la Triple A. En1975 obtuvieron un primer éxito contundentecon el exterminio del foco guerrillero montadoen Tucumán por el trotskista Ejército Revolucio-nario del Pueblo. En marzo de 1976 se derrum-bó el gobierno de Isabel Perón, las Fuerzas Ar-madas se hicieron cargo del poder y comenzó lafase más terrible de la violencia política.

La dictadura militar: lo nuevo y lo viejo

Con su intervención, las Fuerzas Armadaspusieron fin a la crisis, mediante unos procedi-mientos que excedieron largamente los alcan-ces de intervenciones militares anteriores. Altiempo que restablecían la estabilidad política,destruyeron las bases de la Argentina vital.

Diremos aquí algo sobre la manera en quehicieron las cosas, y dejaremos para el próximocapítulo las cosas hechas, irrevocables. La ma-nera militar de resolver la crisis fue excepcional,

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desmesurada y horrorosa. Pero no fue inespe-rada ni absolutamente original. El Proceso deReorganización Nacional ––tal la denomina-ción que adoptó la última dictadura militar––trabajó con materiales conocidos, y quizá poresa familiaridad logró el mínimo consenso quenecesitaba.

La violencia ejercida de manera clandestinapor el estado desde marzo de 1976 alcanzó ni-veles nunca vistos en el país. Hubo una cantidadinmensa de muertes y desapariciones; tambiéncampos de concentración, tortura y exterminio,depredación de bienes y robo de niños. Pero laviolencia no era nueva: estaba ya ampliamenteinstalada en la vida política, aunque sin duda lasdiferencias de cantidad hacen a las de calidad.Lo novedoso fue que desde 1976 la ejecutó unestado clandestino, que operaba de noche yaparentaba normalidad de día; además de ma-tar, derrumbaba la fe en las instituciones y las le-yes, sistemáticamente violadas por quienes de-bían custodiarlas. Otra vez, hubo diferencias decantidad, pero en un rumbo ya conocido: las ac-tividades del terrorismo de estado eran recono-cibles y hasta aceptadas por muchos, en tantoarraigaban en tradiciones y prácticas políticasconocidas.

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El Proceso se caracterizó por la convicción deque un rígido autoritarismo y la concentracióndel poder, no limitado por restricciones jurídi-cas, solucionarían el problema de falta de auto-ridad del estado. La idea tenía precedentes, nosolo en los períodos de gobierno militar sino enlas etapas democráticas, que como se vio fueronescasamente republicanas. En este aspecto elProceso ––que continuó la tradición militar dedenunciar el desgobierno en los civiles ignoran-do la anarquía en su propio campo–– fracasócontundentemente. No se logró nunca que tu-viera un punto de concentración ni resultó elsingular experimento de dividir el poder entrelas tres fuerzas: el general Jorge Videla, presi-dente durante los cinco años iniciales, fue unprotagonista mediocre, y sus sucesores muchomás. Cada fuerza se reservó un área de influen-cia para el ejercicio de la represión y del gobier-no, y los jefes de cuerpos militares transforma-ron los gobiernos provinciales en sus feudos, demodo que los complejos procesos de negocia-ción de intereses en el seno del estado continua-ron de manera aún más espuria.

También caracterizó al Proceso su voluntadde identificarse imaginariamente con la nación.Al declarar los gobernantes que asumían la cus-

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todia de sus intereses supremos, las voces diver-gentes o alternativas pudieron ser eliminadasen nombre de la nación; lo fueron, no solo demanera discursiva como hasta entonces, sino,también, físicamente. Ambas maneras se com-plementaron. El terror, la tortura y las desapa-riciones también permitieron a los militaresacallar toda otra voz y hasta negar su existencialegítima: cualquier disidencia era atribuible a lasubversión apátrida y estaba, por definición, fue-ra de la nación. Es difícil ignorar las profundasraíces que esta negación del otro tiene en nues-tra cultura política contemporánea: tuvieronéxito, porque machacaron en terreno conocido.

Incluso apelaron, con éxito, a la pasión na-cionalista y a su habitual combinación de sober-bia y paranoia. Según una arraigada tradiciónideológica, plasmada hasta en los libros de tex-to, la Argentina tiene asignado un destino degrandeza, no concretado por la falta de templede la mayoría y por la acción concertada delenemigo externo y del interno. Desde entonces,esa pasión estuvo muchas veces lista para emer-ger, apenas se frotaba la lámpara, para legitimarlos autoritarismos. Estos militares lo intentaroncon el Campeonato Mundial de Fútbol, que sejugó en la Argentina en 1978, con el conflicto

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con Chile ese mismo año, y finalmente con laGuerra de Malvinas. Con ésta casi tuvieron éxi-to: en 1982 produjo un momento de enajena-ción, cuando tantos argentinos creyeron que eldestino nacional se asociaba con esta nuevaaventura militar. La guerra selló el destino dela dictadura; la sociedad la culpó, no tanto porel intento de querer consagrarse con una gue-rra triunfal cuanto por haber fracasado en eseintento.

En buena medida, la política económicaelegida estuvo en consonancia con el propósi-to de reducir el conflicto político que, según undiagnóstico perspicaz, tenía una de sus raícesen las pujas corporativas. La política del minis-tro José Alfredo Martínez de Hoz, que condujola economía entre 1976 y 1981 sirvió ––no afir-mamos que deliberadamente–– a los fines de larepresión: quitar a los llamados subversivos subase, aplacar los conflictos sociales y particular-mente los industriales, la ríspida lucha entrecorporaciones de patronos y trabajadores, y lanecesaria acción mediadora del estado. A juiciode los nuevos gobernantes, esto derivaba en dossituaciones que se habían tornado intolerables:enfrentamientos que desbordaban la capacidad

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de control o asociaciones espurias y colusivas.De acuerdo con la nueva doctrina neoliberal, elmercado debía disciplinar la sociedad.

La solución fue la apertura de la economíay la reducción de la intervención del estado.Una sangría que bajó la fiebre del enfermo pe-ro lo dejó exangüe. Se logró reducir la potenciade los actores del conflicto industrial ––los sin-dicatos y las corporaciones empresarias sectoria-les–– y a la vez se achicó el premio de la lucha:la capacidad de intervención del estado empe-zó a ser desmantelada. Sin embargo este cami-no fue recorrido solo a medias; los militares norenunciaron a lucrar con las empresas estatalesy de paso enriquecer a los empresarios que ac-tuaban como contratistas: por entonces, gran-des grupos económicos se constituyeron, crecie-ron exprimiendo al estado y se convirtieron ensoportes del régimen.

La decadencia del estado se profundizó, amedida que se profundizaba la corrupción desus instituciones. Amplios sectores de las Fuer-zas Armadas y de Seguridad participaron en larapiña que acompañó el terror, hicieron de lasarmas estatales el instrumento de negocios pri-vados y se perdieron definitivamente los límiteséticos e institucionales, sin que los gobiernos

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posteriores a 1983 pudieran revertir esta situa-ción. Los acompañó una parte de los jueces,que aprendieron a tolerar, encubrir y participar,y por ese camino siguió una buena parte de losfuncionarios. Muchos empresarios se habitua-ron a jugar con estas reglas, preparándose parael proceso de privatización posterior a 1989. Lacorrupción llegó a las mismas normas legales: elestado, aun en su parte diurna y legal, hizo ga-la de la arbitrariedad, subordinando la normajurídica al ejercicio discrecional del poder.

De modo que a aquellas prácticas del terro-rismo de estado se agregó una segunda cadenade complicidades, que se hundió en lo profun-do de la sociedad y llegó a convertirse en hábi-to aceptado; dejó una herencia de funcionarios,policías y jueces corruptos y acostumbrados a vi-vir en la corrupción, y una pobre idea del res-peto a la ley, siempre subordinada a otras nece-sidades prácticas. Hubo una exitosa pedagogíade la corrupción y la arbitrariedad, que derrum-bó al estado, y también su credibilidad.

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3. La Argentina decadente

Las políticas iniciadas en 1976, mantenidasen el cuarto de siglo siguiente con cambios solomenores, definieron los rasgos principales deuna nueva Argentina, decadente y empobrecida:economía abierta a los fluctuantes capitales finan-cieros, fuerte endeudamiento estatal, destruccióndel aparato productivo, altas tasas de desocupa-ción, una sociedad empobrecida y polarizada yun estado corroído, débil e impotente. Paradóji-camente, esta Argentina en declinación conociófinalmente, en las dos últimas décadas, la demo-cracia republicana y liberal, y creyó en ella. Estacuriosa coexistencia desemboca en un abrupto fi-nal, que es nuestro principio: la crisis de 2002.

El paraíso neoliberal en versión argentina

Las políticas de Martínez de Hoz formanparte de un proceso común al mundo capitalis-ta: el advenimiento del nuevo consenso econó-

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mico neoliberal ––el llamado Consenso de Was-hington––, caracterizado por la doble propuestade la reforma y el ajuste. Según la nueva fe, lascrisis recurrentes, juzgadas insolubles en el mar-co del Estado de Bienestar, se superarían con laapertura de la economía, la eliminación de loscontroles al flujo de los capitales financieros yla supresión de la protección y otros subsidiosestatales. Este conjunto de estímulos habría deprovocar el fin de los sectores ineficientes, so-bre todo los industriales, y el crecimiento de losmás competitivos. La reducción de subsidios eraparte de una propuesta más general de ajuste delos gastos estatales ––se juzgaba que las econo-mías no estaban en condiciones de solventarlosde manera genuina–– e incluía la eliminaciónde sus partes más débiles y poco eficentes, perotambién la retracción en campos vinculados conel bienestar social, y hasta la educación y la sa-lud, donde su acción solo debía ser subsidiaria.

Se trataba de una línea de acción genérica.Según una conocida imagen, se abrieron laspuertas de la jaula estatal y el tigre capitalista co-menzó a correr libremente, destrozando hastaa aquellos que por un instante lograron cabal-garlo. Esta línea general podía ejecutarse en ca-da caso de manera diversa, según se atendiera

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más o menos a la gradualidad, la previsión y laequidad. En términos generales, en la Argenti-na se adoptó la peor manera.

La experiencia del Proceso mostró que eramás fácil abrir la economía y reducir los instru-mentos de control del estado, que eliminar aquienes medraban con él. El endeudamientoexterno, producido durante el período deafluencia de capitales entre 1978 y 1981 ––ennuestro recuerdo, la plata dulce–– dejó al estadofuertemente condicionado frente a los acreedo-res y a los organismos internacionales de crédi-to, interesados en la aplicación del nuevo rum-bo económico; de modo que desde entoncesresultó muy difícil volver atrás en el caminoadoptado.

Así resultó durante el primer gobierno de-mocrático, presidido por Raúl Alfonsín (1983-1989). Aunque la transformación económica noestuvo entre sus prioridades ––definió su go-bierno como de transición democrática–– debióencarar la cuestión al comprobar que la situa-ción de vulnerabilidad externa dejada por el en-deudamiento transformaba las crisis cíclicas enfenómenos ingobernables. La de 1985 se supe-ró con el Plan Austral, que tuvo éxito en estabi-lizar la moneda. De allí en más, parece haber

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habido una coincidencia general con la pro-puesta de reforma y modernización, en su ver-sión más gradual, previsora y equitativa; así loindica el Discurso de Parque Norte pronunciadopor Alfonsín, que muestra, por otra parte, laamplia gama de posibilidades existentes en lapropuesta neoliberal. Pero Alfonsín, que prio-rizó otras cuestiones, no encaró el problemahasta el último tramo de su gobierno, cuandoya no tenía fuerza política para ponerlo en mar-cha. Finalmente, una nueva y más profunda cri-sis cíclica lo obligó en 1989 a abandonar la Pre-sidencia antes del término establecido.

Ese año, poco después de estallar la hiperin-flación, fue electo presidente el justicialista Car-los Menem (1989-99), reelecto en 1995, luegode haberse reformado la Constitución en 1994.A diferencia de Alfonsín, y repudiando toda sutradición política, Menem asumió plenamenteel programa de la reforma y el ajuste; lo aplicóen su versión más simple, tosca, brutal y destruc-tiva: apertura financiera irrestricta y privatiza-ción descontrolada de las empresas estatales. Suconsigna cirujía mayor sin anestesia, como subra-yaron Vicente Palermo y Marcos Novaro, supo-nía una sobreactuación. También señalan estosautores que, para reunir el poder político nece-

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sario para tal transformación, debió hacer in-numerables concesiones ––la anestesia que de-cía no utilizar–– a empresarios contratistas, go-biernos provinciales, sindicalistas y congresistas.Su éxito inicial se correspondió, al igual que elde Martínez de Hoz, con un período de granafluencia de capitales externos y de fácil endeu-damiento, que le permitió estabilizar la mone-da, atándola, con la ley de Convertibilidad, a undólar que llegaba fluidamente. Como en los ca-sos de 1981 y 1989, el límite de su éxito, visibledesde 1997, lo marcaron el final de la afluenciafácil del financiamiento externo y el rápido re-tiro de los capitales especulativos.

La nueva Argentina

Fueron, en suma, tres golpes de volante pa-ra un giro copernicano, cuyos efectos puedenevaluarse en conjunto: la nueva Argentina de ladecadencia se parece muy poco a la vieja, de laprosperidad. Sin embargo, se impone un caveat.El pozo de la crisis no es el lugar más adecuadopara evaluar estos cambios, para percibir conclaridad ––entre lo mucho que se destruye––qué es lo nuevo que empieza a emerger.

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En la economía, es mucho más claro lo queen veinticinco años se destruyó que lo que seconstruyó. El sector que mejor funcionó fue elexportador de productos primarios ––aunquedesde 1991 sus beneficios estuvieron acotadospor la sobrevaluación del peso–– pero sus efec-tos sobre el resto de la economía fueron redu-cidos, sobre todo en materia de empleo. Laconvertibilidad y la sobrevaluación del peso hi-cieron difíciles las exportaciones industriales,aunque el Mercosur ––una opción políticaalentada por todos los gobiernos–– constituyóuna importante compensación. La reducciónarancelaria y la supresión de subsidios liquida-ron la industria ineficiente pero afectaron tam-bién al segmento de las que, aprovechando lafacilidad crediticia, se modernizaron y reequi-paron. Unas y otras contribuyeron a la pérdidade empleos ––por desaparición o por sustitu-ción tecnológica––, al igual que las empresasdel estado, que al transferirse a manos privadaseliminaron muchísimo personal excedente. Va-rios grupos empresarios, antiguos contratistasdel estado, ingresaron en las empresas privati-zadas, junto con operadores y grupos financie-ros internacionales; no está claro cuánto huboallí de manejo capitalista eficiente, cuánto de

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apropiación de activos baratos y cuánto de nue-vos negocios monopólicos.

En suma, se trata de un balance complejo,con algunos pocos ganadores y muchos perde-dores. Hay una pregunta fundamental, de res-puesta oscura: ¿qué lugar puede ocupar la Ar-gentina en una economía mundial integrada?¿Qué puede hacer el país mejor o más baratoque otros? Por otra parte, es difícil hoy saber quécapacidad tiene el reducido sector moderniza-do para influir en el conjunto, restablecer el di-namismo de la economía capitalista y eliminarlos comportamientos prebendarios.

En el corto plazo, lo que más pesa es el en-deudamiento externo. Desde 1976, las fases deprosperidad y las de contracción coincidieroncon el flujo y reflujo de fondos, en su mayoríaespeculativos, cuyo movimiento se favoreció porla eliminación de los controles. Como las ma-reas, subían y bajaban, y al retirarse arrastrabanel ahorro interno acumulado. El resultado fueuna impresionante deuda externa, que el esta-do es absolutamente incapaz de pagar, debien-do recurrir una y otra vez a los organismos in-ternacionales de crédito, para que acuerdenmoratorias. A través de ellos, hay una perma-nente exigencia por parte de los acreedores de

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ajuste de los gastos fiscales, siempre insuficien-te. Se argumenta que el ajuste hará a la econo-mía en su conjunto más eficiente, aunque enrealidad el efecto buscado es, más sencillamen-te, aumentar la capacidad de pago del estado.

La modalidad del ajuste, los lugares dondese cortó y donde se mantuvo la afluencia de fon-dos fiscales, así como la política impositiva, susrigideces y permisividad, han de ser, para quiensepa leerla, una verdadera radiografía del esta-do. Marcelo Cavarozzi ha hablado del fin delmodelo estado céntrico. Actor principal de la fasede construcción y responsable de sus virtudes yde sus defectos, el estado perdió protagonismo,iniciativa y hasta unidad. El endeudamientoacotó su soberanía; el ajuste afectó su funciona-miento, sin reducir su colonización por los in-tereses corporativos. Buscando ganar confian-za, se ató las manos con la Convertibilidad, unaley que vedaba la emisión monetaria por enci-ma de las reservas en divisas y obligaba a cam-biar un peso por un dólar. Buscando atenuaroposiciones y ganar aliados, los gobernantesconcedieron mucho, a los grupos empresariosy a los dirigentes políticos, una corporación quese sumó a las restantes en la empresa de vivir delpresupuesto nacional. Entre ellos, los dirigen-

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tes de los estados provinciales, y sus represen-tantes en el Senado de la Nación, se convirtie-ron en insaciables demandantes de prebendas,tanto mayores cuanto más débil era el centrodel poder político.

Mientras la crisis económica y la desocupa-ción disminuyó la masa de contribuyentes, eldeterioro administrativo redujo la capacidad pa-ra recaudar. Con menos ingresos, el estado achi-có un poco las prebendas y cortó drásticamen-te donde era más fácil: en la educación, la saludy la seguridad. Por otra parte, las secciones delestado dedicadas al control de los actores eco-nómicos privados se deterioraron, en parte pordecisiones deliberadas, en el caso de las privati-zaciones, y en parte por la corrupción. Vieja co-mo el mundo, ésta creció espectacularmente endos momentos: durante la última dictadura mi-litar y en los diez años de gobierno de Menem,en los que el país estuvo dirigido por una verda-dera banda depredadora; nada de lo que hicie-ron era absolutamente novedoso, pero como enel caso del Proceso militar y la violencia, una di-ferencia de cantidad se convierte en diferenciacualitativa.

En suma, en la Argentina de la decadencia––y por una serie de factores concurrentes–– el

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estado ha resultado cada vez más incapaz parafinanciarse, para actuar autónomamente, paraimponer normas, para dirigir. Además, por obradel consenso dominante, transformado en pen-samiento único, fue sistemáticamente descalifica-do y convertido en la bête noire, por razones legí-timas e ilegítimas: las que tienen que ver con sucarácter prebendario y también las relativas asus funciones de control y de equidad. El esta-do se ha licuado y hoy aun los mejores gober-nantes pueden hacer poco con semejante ins-trumento.

Desde hace mucho es difícil representarse ala sociedad argentina como antaño: democráti-ca y móvil, donde la integración pasaba por elacceso al empleo. Del pleno empleo de los años50 se ha pasado a la desocupación, muy alta:desde mediados de la década de 1990 se instalóen el 18% de la población económicamente ac-tiva, y al entrar en la de 2000 supera holgada-mente el 20%, sin tener en cuenta los que solotienen una ocupación temporal. El país está hoymuy lejos de la situación de pleno empleo de ladécada de 1950: la generación de los que hoyson jóvenes no han conocido qué es un empleoestable, y la mayoría de sus padres tampoco. Lossindicatos, expresión final de la Argentina de-

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mocrática y a la vez corporativa, perdieron su re-levancia y poco significan en el vasto mundo dela pobreza, donde los límites entre las clases la-boriosas, los desocupados y las clases peligrosas noson fáciles de definir. ¿Qué es exactamente el sa-queo a un supermercado?

En términos de identidad y organización, ellugar de los sindicatos es ocupado por las orga-nizaciones de desocupados, los piqueteros. Quie-nes se manifiestan cortando caminos, son cierta-mente la voz de los excluidos; a la vez, reclamanlas migajas que aún tiene el estado para la asis-tencia social. Por otra parte las clases medias, em-blema de la sociedad democrática y móvil, estánen plena licuación; ellas aportan el grueso delos emigrantes; muchos se suman al mundo de lapobreza y, uno tras otro, van perdiendo los sig-nos de su dignidad.

El segmento de los ganadores no es despre-ciable: son lo suficientemente numerosos comopara animar un mundo de consumo y visibili-dad. Pero deben encerrarse y protegerse. La so-ciedad móvil, continua, sin cortes estamentales,es remplazada por otra donde la polarizaciónlleva a la segmentación. La ciudadanía social, ellogro final de la Argentina de la expansión, hasido arrasada: empleo estable, seguridad social,

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jubilación son cosas excepcionales. La violenciasocial y la delincuencia llevan a los gobiernos aaplicar una mano dura que cuestiona seriamen-te la ciudadanía civil. ¿Qué ocurre con la ciuda-danía política?

La paradójica democracia

Lo curioso es que, por primera vez en su his-toria, la sociedad argentina conoció desde 1983un régimen político democrático liberal y repu-blicano. No lo había conocido antes la sociedaddemocrática, hoy en vías de extinción, cuandoestaba en su plenitud.

El Proceso militar fue decisivo para esta cons-trucción de la democracia, casi ex novo. Quizáporque puso en evidencia, en su extremo, las la-cras de las experiencias políticas anteriores, tan-to dictatoriales como democráticas; no está demás insistir: los militares llevaron hasta sus últi-mos extremos prácticas y concepciones ya exis-tentes y arraigadas en la cultura política argen-tina. Quizá también porque bastaba referirse alProceso para unir voluntades, minimizar diferen-cias y construir en el discurso la figura clásica dela democracia: el pueblo derrotando a sus ene-

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migos. Lo cierto es que, de las ruinas de la dic-tadura militar, abatida por la derrota de Malvi-nas, surgió una nueva convicción ciudadana, si-métrica y opuesta al Proceso: la democracia seríatan poderosa como aquél, y tan capaz de lo bue-no como el Proceso lo había sido de lo malo. Elcielo y el infierno.

A la enorme confianza en las potencialida-des de la fórmula política se sumó una convic-ción original acerca de las bondades del plura-lismo. En la nueva política habría adversarios,pero no enemigos, y en la constitución del in-terés común se valoraría la diferencia y la con-frontación. También hubo un nuevo aprecio dela ley y de las formas institucionales. Y en pri-mer lugar, fundamentándolo todo, un consen-so acerca del valor absoluto de los derechos hu-manos y un rechazo total a la violencia. En esesentido, se trataba de una democracia sin pre-cedentes en la Argentina. Casi no tenía tradi-ciones en que fundarse, ni dirigentes entrena-dos en esas prácticas, ni siquiera ciudadanosconocedores de sus rutinas. La nueva democra-cia se sostuvo en la ilusión acerca de sus poten-cialidades. Quizá fue una ilusión algo boba. Pe-ro como señaló Juan Carlos Torre, es difícilimaginar que la democracia ––al fin, un sistema

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político profano, que debe fundarse en unaconvicción compartida–– pudiera constituirsesin esta fe inicial, tal vez desmesurada.

El entusiasmo cívico se tradujo en prácticaspolíticas pertinentes: la afiliación masiva a lospartidos políticos, su organización formal, la re-novación de dirigentes y también de ideas. Nin-gún partido, ni siquiera el peronismo, preten-dió ya ser la encarnación única del pueblo y dela nación. Por otra parte, las pasiones naciona-listas amenguaron, y hasta pudieron concluirsemediante un plebiscito las diferencias con Chi-le por cuestiones fronterizas.

La democracia se construyó con algunas de-bilidades originarias. Probablemente hubo en-tre los partidos más búsqueda de consenso quedebate a fondo sobre alternativas. Se posterga-ron las cuestiones que significaban elegir unrumbo, y finalmente, cuando llegó la hora delas decisiones, éstas fueron tomadas fuera delmarco deliberativo, por un poder Ejecutivo queavanzó sobre la norma republicana de la divi-sión de poderes. Los ciudadanos, por su parte,entendieron que había llegado la hora de ajus-tar cuentas con un estado otrora opresor, demodo que hubo más reclamos de derechos queasunción de deberes, empezando por el básico

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del cumplimiento fiscal. Cualquier intento pa-ra exigir el riguroso cumplimiento de esas uotras obligaciones fue descalificado como un in-tolerable retorno a los tiempos del autoritaris-mo dictatorial.

En esos años iniciales ––entre mediados de1982 y mediados de 1985–– los argentinos se to-maron un recreo para la utopía, como lo ha-bían hecho, en otro contexto, al comenzar losaños 70. Durante ese breve período pudo olvi-darse no solo que la Argentina había cambiadode manera irrevocable luego de 1976; pudocreerse que su estado conservaba la eficiencia ylos atributos soberanos que tenía en 1973; quelas viejas corporaciones, protagonistas de los an-tiguos y duros conflictos, estaban domesticadas,atrapadas en la red de los partidos políticos, larepresentación y la civilidad: el conjunto dehombres de buena voluntad que construían elinterés común. Pronto se descubrió que no eraasí, y en este ciclo anímico, a la ilusión siguió,por etapas, la desilusión.

El impulso progresista del primer gobiernodemocrático se detuvo pronto ante los sindica-tos, que se resistieron a ser reformados, la Igle-sia, que peleó duramente en el terreno del lai-cismo, y las Fuerzas Armadas, que toleraron el

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juzgamiento de sus antiguos jefes, ya retirados––el Juicio a las Juntas fue el logro más impor-tante de la civilidad–– pero resistieron con éxi-to el juzgamiento de oficiales en actividad. Elgobierno de Alfonsín fracasó en sus intentos derevisar la deuda externa o de organizar un fren-te de países deudores. En cuanto a los gruposeconómicos concentrados, que eran por enton-ces las cumbres del nuevo ordenamiento de laeconomía, ni siquiera se insinuó la batalla. Ha-cia 1987 el impulso había encontrado su freno,y el primer gobierno democrático debía convo-car a integrar el gabinete a los representantesde los grandes intereses corporativos: los sindi-calistas más tradicionales y los empresarios másprominentes.

En realidad, se habían constatado dos lími-tes: el del instrumento de acción, el estado, sinla capacidad de otrora para modificar el ordenespontáneo de las cosas, y el de la civilidad, unactor político de enorme potencialidad para al-gunas acciones pero inútil para otras. Todo surespaldo no alcanzó para que, en la SemanaSanta de 1987, el presidente encontrara un so-lo oficial del Ejército dispuesto a disparar con-tra sus camaradas rebelados. Allí se rompió porprimera vez la ilusión ciudadana, afectando al

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grupo más alerta y militante de la civilidad, elmás comprometido con la construcción demo-crática. Quienes se negaban a aceptar que larealidad era tal cual era echaron culpas, natu-ralmente, al gobierno, que claudicaba ante losenemigos del pueblo. Así, sobre la desilusiónciudadana los peronistas encontraron la posibi-lidad de recuperar el terreno perdido en 1983y vencieron en las elecciones de 1987 y 1989.

El fin de esta primavera de los pueblos, efíme-ra como todas, dejó lugar a una relación menosapasionada de la sociedad y sus actores con susgobernantes. En 1989, con la hiperinflación yel fin adelantado del gobierno de Alfonsín, hu-bo una segunda desilusión, que afectó al con-junto de los habitantes: la democracia no solofracasaba en solucionar los problemas sino quelos agravaba, y hasta perdía en la comparacióncon un gobierno militar de imagen ya más bo-rrosa en el recuerdo colectivo. Al breve entu-siasmo un poco mesiánico suscitado por Me-nem en 1989 siguió una mansa y pragmáticaaceptación de las reglas del juego, que el discur-so oficial presentaba como inapelables. Si elfantasma del Proceso sustentó la democracia, elfantasma de la hiperinflación sostuvo largamen-te la Convertibilidad.

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Por entonces el sistema democrático habíaarraigado, convertido en práctica normal quepodía prescindir de las manifestaciones coti-dianas de apoyo. Sus éxitos no son desprecia-bles: elecciones regulares, al menos cada dosaños, tres gobiernos de signo opuesto que sesucedieron entre 1983 y 1999, y algunos datosun poco más idiosincrásicos: el peronismo, elpartido-pueblo, perdió una elección presiden-cial en 1983 y otra en 1999, esta vez como ofi-cialismo. Instituciones que funcionaron, parla-mentos que legislaron y jueces que juzgaroncon alguna autonomía son logros significativossi se los compara con las experiencias militaresanteriores, y no solo con ellas; aunque lógica-mente las imperfecciones son abrumadoras encomparación con el deber ser o la letra consti-tucional. Pero cualquier democracia realmen-te existente es inferior al modelo: es deber delciudadano denunciarlo, y del historiador com-prenderlo.

¿En qué se apartó esta democracia realmen-te existente del modelo democrático-republi-cano contra el que eligió medirse? En primerlugar, sus dirigentes se plegaron a la realidad,admitieron que las instituciones sustentadas enel sufragio y fundadas en el interés común, que

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gobernaban un estado desarmado, no podíanmodificar muchos de los rasgos ya definidos dela economía y la sociedad gobernada, ni afec-tar la actuación de los intereses corporativosinstalados en el estado. Durante la década de1990 el pensamiento único triunfó, sin términosmedios. Esta aceptación de la realidad, visible yaen la segunda parte del gobierno de Alfonsín,fue plena en el de Menem, que hasta exageróun poco, para que le creyeran. Las institucio-nes democráticas, aunque algo hicieron, cum-plieron mal su papel de balancear los poderescorporativos.

En segundo lugar, se alteró el equilibrio depoderes propio de la república. Los gobernan-tes timonearon en medio de las tormentas; enplena turbulencia, en nombre de la gobernabi-lidad, el Ejecutivo incursionó sobre los otros po-deres alterando el equilibrio republicano. Ayu-dado por la crítica coyuntura con que empezósu gobierno, y fortalecido por la tradición pero-nista de la conducción, Menem avanzó muchopor este camino y su jefatura, casi de príncipe,se alejó bastante de la tradición republicana; pe-ro en los momentos oportunos el Congreso, adiferencia de la Corte Suprema, supo recordarque había algunos límites.

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En tercer lugar, la llamada clase política nolució. En lo suyo fue eficiente y profesional. Lospartidos produjeron elecciones aceptables, conbajos costos en materia de enfrentamientos ypolarizaciones. Los representantes fueron flexi-bles a la hora de realizar acuerdos. Lobbystas yoperadores dieron forma a un subsuelo de lapolítica, donde las eventuales rivalidades públi-cas en torno del interés común se convertían enprivado en acuerdos provechosos para el inte-rés particular; algo sin duda criticable, pero has-ta un cierto punto, propio de cualquier sistemapolítico. Todo se hizo muy profesionalmente: secompara con ventaja ––no hay otra coyunturasimilar–– con el período 1916-1930.

Pero a la vez, no fue exactamente una clasepolítica como la pensó Gaetano Mosca: no te-nía tradición de gobierno, ni ejemplos y valorescon los que confrontarse. En materia de funcio-narios, pocos tenían credenciales democráti-cas intachables. Algunos tenían en su historiallas prácticas, relaciones personales y compromi-sos del Proceso con el que habían convivido.Otros quizá provenían de la experiencia de lasorganizaciones armadas, y en su conversión a lademocracia había tanto pragmatismo comoconvicciones. Las instituciones en que debían

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desempeñar su acción estaban ellas mismas co-rroídas en sus valores, en esa ética burocráticaque ––según suele decirse–– sostiene los estadosmodernos: la Policía Bonaerense, la maldita Po-licía, es al respecto paradigmática.

En los primeros años de la democracia, laciudadanía militante los vigiló de cerca, recor-dándoles que sus prácticas debían ajustarse a losvalores proclamados. Pasado el impulso inicial,producida la primera desilusión, desatenta lasociedad, que los miraba de lejos, los políticosgeneraron su propio corporativismo, hecho deprebendas, privilegios y enjuagues, y por esa vía,quien más quien menos, se corrompieron.¿Fueron los únicos? Al fin, hicieron lo mismoque cualquier grupo de argentinos: empresa-rios, sindicalistas, profesionales, docentes, deso-cupados, pues nuestro deporte nacional es or-ganizarnos en corporación para mojar nuestropan en la salsera del estado. Es cierto que conMenem se instaló una banda depredadora or-ganizada, que practicó la corrupción de mane-ra sistemática ––el famoso robo para la Corona––con el agravante de hacer ostentación de la im-punidad, de modo de convertir en valiosa y re-comendable una conducta que hasta entoncessolo era tolerada con resignación. Pero actuó

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sobre un terreno ya preparado por décadas depracticar la corrupción del estado ––cuando és-te no era manejado democráticamente–– porlos mismos que, en la hora, reclaman desde lasociedad civil pureza a la sociedad política. En su-ma, los políticos no fueron ni mejores ni peoresque la sociedad de donde venían.

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4. La crisis: final y apertura

El pozo de la crisis

La prosperidad del capitalismo mundial,volcada sobre la Argentina bajo la forma de unamplio financiamiento externo, disimuló porvarios años esta decadencia e hizo concebir des-medidas expectativas acerca de los frutos de laConvertibilidad. Los problemas comenzaron ahacerse patentes hacia 1998 cuando, al estre-charse el flujo financiero externo, se inició unlargo ciclo recesivo, que habría de durar al me-nos cinco años. En medio de la recesión huboelecciones presidenciales y la Alianza, que reu-nió a los principales opositores al peronismo,ganó con cierta holgura. El programa de gobier-no de la Alianza proponía una administraciónmás racional y transparente, pero insistía en lacontinuidad de la Convertibilidad, que por en-tonces era para la gran mayoría ––salvo algunasinoportunas Casandras–– un valor aceptado, enparte porque se creía en sus méritos, en parte

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porque nadie imaginaba cómo se podía salir deella de una manera que no fuera catastrófica.

Hoy se discute si todo estaba jugado cuandoasumió el gobierno Fernando de la Rúa (1999-2001), o si fue su notoria ineptitud, y su deci-sión de no emprender ningún camino riesgoso,lo que malogró las pocas oportunidades de evi-tar una resolución catastrófica. Pronto se advir-tió que la red de intereses articulados en tornode los dirigentes políticos hacía abortar los dé-biles intentos de reforma estatal; mientras tan-to, la lógica de la Convertibilidad, en tiemposde recesión, obligaba a profundizar las políticasdel ajuste, buscando vanamente volver a atraerlos erráticos capitales.

El cataclismo se produjo a fines de 2001. Pri-mero, una fenomenal corrida bancaria, secuelade la retirada presurosa de las inversiones finan-cieras, llevó a una congelación de todos los de-pósitos ––el corralito–– y consecuentemente auna crisis económica vertiginosa, acentuadamás tarde por la devaluación asimétrica, que de-jó un problema entre deudores y acreedores in-soluble en términos lógicos. Paralelamente lasprotestas sociales ––algunas espontáneas, otrasmovidas por los aparatos partidarios peronis-tas–– y finalmente la crisis política desencade-

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nada por los gobernadores peronistas, provoca-ron la renuncia del presidente, institucional-mente agravada por la renuncia, un año antes,del vicepresidente.

En cierto sentido, fue un verdadero golpede estado, realizado en el marco de las institu-ciones. Le tocó a la Asamblea Legislativa salvarel débil hilo de la legitimidad, designando suce-sivamente dos presidentes: el gobernador deSan Luis Adolfo Rodríguez Saá y el senador porBuenos Aires Eduardo Duhalde. Con Duhalde––candidato presidencial derrotado en 1999––,comenzó a restablecerse un centro mínimo deautoridad política, que por varias semanas ha-bía quedado girando en el vacío, como una rue-da loca.

Varios fueron los signos emergentes de la cri-sis. La falta de una moneda nacional y la prolife-ración de bonos provinciales de dudoso valor. Elcuestionamiento de los contratos comerciales.La creciente inseguridad pública y el recrudeci-miento de los actos criminales, quizá por la de-sesperación de los delincuentes, quizá por la co-rrupción de las fuerzas policiales, a menudodedicadas a protegerlos y hasta a organizarlos. Yfinalmente la dudosa existencia del orden jurí-dico, por la incapacidad estatal de hacer cumplir

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la ley y por el descrédito de quienes estaban en-cargados de administrar justicia. La crisis siguióavanzando. Los problemas de las institucionesdemocráticas quedaron postergados por otros,que hacen a la propia viabilidad del estado.

La hiperinflación de 1989 terminó con lasilusiones de la potencia democrática; en un cier-to sentido, se entró en una etapa de madurezpolítica, pronto oscurecida por un nuevo velo:la ilusión de la Convertibilidad. El año 2002 aca-bó con ella y creó las condiciones para podermirar de manera madura, a fondo y descarnada-mente, los problemas argentinos. En muchosámbitos así ocurrió.

Pero 2002 fue sobre todo el año de la crisis,de la ira y de los jacobinos. También, el del vo-luntarismo. La inestabilidad política, el corralito,la devaluación que siguió poco después, tododejó como saldo una sociedad movilizada, furio-sa y ciega, que arremetía sin mirar demasiadocontra quién. En medio de la crisis muchos sesintieron compelidos a actuar, a manifestarse ca-da día. Esta urgencia militante fue diferente deotras anteriores: no se sabía exactamente dón-de estaba el bien y dónde el mal. Los políticosocuparon el lugar del mal, pero de manera unpoco vicaria: la llamada crisis de representación

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––resumida en la consigna que se vayan todos––era a su modo una manera de tapar el cielo conun harnero. Entre los muchos que gritaban aciegas, reclamando por lo suyo, hubo quienesimaginaron que podría terminar de derribarsetodo el edificio institucional podrido. Así, se re-clamó una reorganización total, una suerte deasamblea constituyente en la que, más allá de lacuestionada mediación política, pudieran ex-presarse las fuerzas puras de la sociedad. Se di-bujaba una nueva ilusión: la regeneración.

Pero sorpresivamente la historia siguió otrorumbo. En lo más profundo de la crisis, nadiehabía propuesto caminos diferentes de los de-mocráticos, pues hasta los más radicales aspira-ban en realidad a alguna forma de democraciadirecta. En la segunda mitad de 2002, mientrasen lo visible la economía mostraba una ciertatranquilidad ––contra los pronósticos, el defaultno había acarreado la catástrofe total––, el lla-mado a elecciones presidenciales reflotó a lospolíticos, a veces a través de los partidos tradi-cionales y a veces en agrupaciones nuevas denombre, pero bastante parecidas a las viejas.

La campaña electoral trajo otra sorpresa: lapoderosa irrupción del ex presidente Menem,que conservaba fuerte arraigo en el peronismo,

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sirvió para que un amplio arco político, hasta en-tonces desarticulado, encontrara en él un refe-rente negativo contra quien unirse. Aunque suretirada final impidió que la historia se consuma-ra de manera plena, Menem ayudó a dar formaa la clásica figura democrática en la que el pue-blo se une para derrotar al enemigo del pueblo.No faltó otro elemento tradicional en esta figu-ra democrática: la cruzada popular era encabe-zada por el jefe del estado, el presidente Duhal-de; la Providencia, o la razón histórica, se vale decuriosos instrumentos para realizar sus fines. Un-gido en mayo de 2003 con pocos votos reales, pe-ro muchos potenciales, el presidente Kirchner––al fin de cuentas, un miembro de la clase po-lítica–– logró extraer de ese mandato constitu-cional una fuerza política impensable para quie-nes, apenas seis meses antes, pronosticaban quelas elecciones simplemente acelerarían la disgre-gación del régimen político y del estado mismo.

Perspectivas interesantes

No sabemos si este sorpresivo giro de la cri-sis es una gran curva en el curso del río, o ape-nas un meandro. Como ocurre cuando se sube

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una montaña, y el mismo paisaje se nos apare-ce con perspectivas novedosas, esta nueva situa-ción nos permite mirar el panorama de la crisisdesde otro ángulo, muy interesante. Examine-mos brevemente qué puede verse de nuevo enla sociedad y en la democracia.

La crisis, que terminó de pulverizar la anti-gua sociedad integrada, móvil y democrática,creó actores nuevos. Tres figuras sociales pue-den sintetizar la nueva realidad: los caceroleros,los piqueteros y los cartoneros. Los primeros, en ge-neral provenientes de sectores de clase media,que reclaman ante los bancos o las sedes guber-namentales por sus ahorros perdidos o por lacorrupción de los políticos, expresan la protes-ta rabiosa e irreflexiva de los defraudados. Lossegundos, desocupados que se manifiestan cor-tando caminos, son la voz, terrible y justa a lavez, de los excluidos. Los últimos, que por lasnoches revuelven la basura para juntar papelesy cartones que valen su peso en dólares, seme-jan la invasión de los ejércitos de las tinieblas so-bre la ciudad propia, como decía hacia 1870, encircunstancias similares, el intendente de San-tiago de Chile Benjamín Vicuña Mackenna.

Es fácil ver en ellos el signo de la disgrega-ción y hasta de la explosión del orden social, y

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el inicio de un camino sin futuro. Y sin embar-go, no son ni anárquicos ni destructivos: loscaceroleros amainaron pronto, y los más militan-tes se convierten en grupos de gestión de pro-blemas barriales. Los piqueteros llevan hasta susúltimas consecuencias la técnica, largamenteconocida, de organizarse para reclamarle bene-ficios al estado; presionan lo justo y programansus acciones, de modo que evitar los piquetesdel día se integra a las rutinas de los demás ha-bitantes. Los cartoneros son en realidad un en-granaje de una empresa de vastos alcances, eco-nómicos y políticos, de modo que usualmentese concentran en lo suyo, eficiente y pacífica-mente. Algunos de ellos tendrán una existenciamás perdurable que otros. Pero todos nosmuestran nuevos tipos de organización, socia-bilidad y reclamo sectorial; probablemente asífueron vistos, en su momento, los primeros pa-sos de formas de organización social sectorialque hoy nos parecen normales y legítimas. Entodo caso, estas nuevas organizaciones nos re-cuerdan que los caminos de salida de las crisis,nunca lineales, suelen sorprender a quienes lasviven.

Algo parecido ocurre con la democracia,pues con la crisis le llegó la hora de la verdad.

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Desde 1983 coexistieron, para asombro de losanalistas, una democracia política que funcio-naba y una sociedad que ya no era democrática,pero que, a diferencia de otras, lo había sido ytodavía podía recordarlo. Durante unos añosmuchos especularon acerca de cuánto podíadurar ese divorcio: un sistema político democrá-tico en una sociedad que se vaciaba de ciudada-nía; un sistema fundado en la igualdad política––un hombre, un voto–– pero que era incapazde modificar la tendencia de la sociedad haciala desigualdad creciente.

Es posible que un sistema de partidos efi-ciente y aceitado pueda funcionar sin la partici-pación cotidiana de la ciudadanía. Pero es másdifícil imaginar que se sostenga si no hay entrelos representados algo del fuego sagrado de lafe; sobre todo si esta carencia no es compensa-da con alguna valoración de la eficacia guber-namental. La ilusión democrática inicial se tro-có en los años 90 en indiferencia; el 19 dediciembre de 2001 se produjo el pasaje del de-sapego a la furia, y efectivamente todo el anda-miaje se conmovió. Pero no se derrumbó. Noaparecieron espadones ni mesías. Si la represen-tación política está en crisis, al menos subsistela idea de que cualquier solución deberá trans-

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currir en el marco de un orden institucional:débil, violentado, pero que de alguna manerase mantiene.

Las posibilidades de supervivencia y con-solidación de la democracia dependen hoyprincipalmente de la demostración de algunaeficiencia por parte del estado, gobernado de-mocráticamente. En suma, el núcleo saliente,inmediato e impostergable de la crisis reside enel estado y en su escasa capacidad para conver-tirse en ejecutor de las políticas diseñadas porlos gobernantes, para ser algo distinto que lamera resultante de un cúmulo de fuerzas insta-ladas en su interior. Toda discusión acerca deproyectos y modelos es hoy banal: nadie está,por el momento, en situación de encarar la rea-lización de ninguno de ellos.

A mediados de 2002 parecía que aún habíauna cuestión previa: el restablecimiento de uncentro mínimo de autoridad institucional y po-lítica. Por entonces, la imagen del vacío de po-der parecía pertinente. Promediando 2003, es-to parece logrado, porque las elecciones hanconferido una autoridad constitucional impor-tante al nuevo presidente y también ––o quizásantes–– porque empezaron a resolver la cues-tión de la jefatura en el peronismo.

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La segunda tarea, descomunal como los tra-bajos de Hércules, es empezar a despejar las ofi-cinas del estado, a desalojar a quienes las hancolonizado. No se trata solamente de eliminara algunos personajes conspicuos; se trata dedestrabar las redes de relaciones e intereses quedurante veinte años constituyeron los bajos fon-dos de la política democrática y que eran lacontinuación, a veces sin mayores cambios, deotras ya anudadas desde mucho antes, inclusodurante la Argentina vital. Muchas de las accio-nes iniciales del nuevo gobierno constitucionalvan en ese sentido, atacando sobre todo aque-llos reductos ocupados por personas o gruposestrechamente vinculados con Menem. No esextraño: el presidente se juega allí su supervi-vencia. Es solo el comienzo, el primer round, ypodría decirse que se avecina un combate inte-resante.

En paralelo, el nuevo gobierno deberá en-carar una negociación más civilizada pero igual-mente dura: obtener algún margen de manio-bra mayor de parte de los tenedores de ladeuda externa y sus representantes. Si al cabode cuatro años esta gestión presidencial lograrecuperar para el estado un cierto margen deautonomía, y a la vez iniciar la reconstrucción

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de sus cuadros burocráticos y restablecer unabase mínima de ética institucional, es posible––no me atrevo a decir que probable–– que en-tonces pueda plantearse una discusión acercadel rumbo del país, acerca de los modelos oproyectos, o simplemente acerca de cómo trans-formar el ingreso catastrófico de la Argentinaen el mundo del capitalismo mundial en unaintegración razonada y controlada. El estado se-rá muy distinto del que supo tener la Argenti-na potente; quizá no pueda tomar decisionesgrandes, dramáticas y profundas; pero al menosdeberá poder gestionar razonablemente bienuna sociedad que quiere encontrar una adecua-da combinación de capitalismo, democracia ybienestar.

El estado ––cualquiera que sean sus caracte-rísticas–– es con seguridad una condición nece-saria, pero no suficiente. En un futuro muy pró-ximo, antes de que estos cambios puedan cuajary modificar el cuadro de la situación, deberá re-solverse la cuestión del peronismo y su jefatura.Parece claro hoy que, en un proceso de crisisque aún no ha sido superado, solo los peronis-tas pueden gobernar este país, no tanto por susméritos intrínsecos como por su segura capaci-dad para bloquear la acción de cualquier otra

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fuerza política. La Argentina no ha conocidonada más potencialmente disolvente que un pe-ronismo opositor.

Queda por resolver quién manda en el pe-ronismo, quién es el jefe. El peronismo siemprefue un movimiento de líder, donde se hace cul-to tanto de la verticalidad como de la conduc-ción: Pérez conducción es la consigna que prime-ro vocea quien funda una unidad básica e iniciasu cursus honorum en el peronismo. Muerto Pe-rón, el movimiento anduvo a los tumbos hastaque Menem construyó, de manera técnicamen-te impecable, su posición de conductor. Es evi-dente que ella está vacante hoy. ¿Quién la ocu-pará? El jefe del estado es, naturalmente, elprincipal candidato. Pero hoy el peronismo se-meja a la etapa de la fragmentación feudal queen Europa precedió al crecimiento monárqui-co; hay jugadores fuertes, que controlan frag-mentos importantes de la estructura territorial,y que se han acostumbrado a la autonomía y asus ventajas: particularmente, poder presionary exprimir al gobierno central.

Puede pensarse que el peronismo ingresaen una nueva etapa, más horizontal, sin líder,sin monarca. Quién puede saberlo. Pero siKirchner aspira a fundar un nuevo liderazgo de-

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berá someter, uno a uno, a los grandes magna-tes, combinando el premio y el castigo, el paloy la zanahoria. Así lo hizo Menem en su ocasión.Su base propia es pequeña, pero los resortesque maneja el gobierno nacional son importan-tes. En cualquier caso, la gran batalla se dará enla provincia de Buenos Aires: así ocurrió conRoca en 1880, o con Yrigoyen, cuando desalojóa los conservadores en 1917, o con Perón, cuan-do eliminó a Mercante en 1950. No es fácil sa-ber cómo terminará esta historia que, otra vez,parece interesante.

Toda crisis es interesante, sobre todo cuan-do una leve mejoría permite avizorar mejor elpanorama. Porque el fondo de la crisis ––allí es-tuvimos, quiero creer, en 2002–– es el peor lu-gar para entender cuál es su dinámica y cuálesson sus salidas. San Agustín, obispo de Hipona,vivió a principios del siglo V, soportó la invasiónde los vándalos al África del Norte y contemplóel derrumbe del Imperio Romano. En sus ojos,la civilización entera desaparecía con él: el mun-do es un infierno en pequeña escala, escribió en 429.Y sin embargo, en ese mismo momento, en lasruinas del mundo romano, se estaba producien-do el nacimiento de una cultura cristiana nue-va y esplendorosa, de la que el mismo Agustín

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sería posteriormente reconocido como uno delos Padres. Es posible, pues, que delante denuestros ojos estén apareciendo formas de so-ciabilidad y de gestión de la política novedosasy creativas. Una medida prudente es mirarlascon seriedad e interés, y también con algo, nomucho, de esperanza.

Julio de 2003

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