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LA CONQUISTA CRISTIANA DE NIEBLA EN 1262 FRANCISCO SUÁREZ SALGUERO

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LA CONQUISTA CRISTIANA DE NIEBLA

EN 1262

FRANCISCO SUÁREZ SALGUERO

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Francisco Suárez Salguero ha compuesto estos escritos esmerándose en ofrecer

la crónica cronológica que el lector podrá aprovechar y disfrutar. Lo ha hecho

valiéndose de cuantas fuentes que ha tenido a mano o por medio de la red in-

formática. Agradece las aportaciones a cuantas personas le documentaron a tra-

vés de cualquier medio, teniendo en cuenta que actúa como editor en el caso de

algún texto conseguido por las vías mencionadas. Y para no causar ningún per-

juicio, ni propio ni ajeno, queda prohibida la reproducción total o parcial de este

libro, así como su tratamiento o transmisión informática, no debiendo utilizarse

ni manipularse su contenido por ningún registro o medio que no sea legal, ni se

reproduzcan indebidamente dichos contenidos, ni por fotografía ni por fotocopia,

etc.

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A MODO DE PRÓLOGO

LOS REMOTOS PRECEDENTES DEL ROCÍO

El religioso y onubense fenómeno devocional de la Virgen del Rocío se remonta al

año 1262 en el que ahora nos adentramos. Fue un año que comenzó en domingo. Fue el

año de la conquista cristiana de Niebla (Huelva) por parte del rey Alfonso X, capitulan-

do a su favor el rey o señor de aquella taifa, el emir Ibn Mahfud. Aunque no se concre-

tara precisamente en 1262, El Rocío se originó como consecuencia o acción de gracias

de la reconquista cristiana de Niebla.

Durante siglos,1 el origen de la devoción rociera había permanecido oculto o envuelto

por el misterio y la belleza de distintas leyendas y tradiciones. Entre las diversas leyen-

das, la que goza de mayor aceptación y raigambre, es la descrita en el antiguo Libro de

Reglas de la actual Pontificia, Real e Ilustre Hermandad Matriz de Nuestra Señora del

Rocío, de Almonte, de 1758:

“Entrado el siglo quinze de la Encarnación del Verbo Eterno un hombre que ó

apacentaba ganado, ó había salido a cazar, hallándose en el término de la Villa

de Almonte en el sitio que llaman de la Rocina... Penetró aunque á costa de no

poco trabajo, y en medio de las espinas halló la Imagen de aquel Sagrado Lirio

Intacto de las espinas del pecado, vió entre las zarzas el Simulacro de aquella

Zarza Mystica ilesa en medio de los ardores del original delito, miró una Ima-

gen de la Reina de los Angeles de estatura natural colocada sobre el seco tronco

de un árbol”.

Sin embargo, con los datos que nos aporta la historia, podemos afirmar que los oríge-

nes del Rocío se remontan a finales del siglo XIII, coincidiendo con la conquista de es-

tos territorios por los reyes cristianos; en 1248 Fernando III el Santo conquista Sevilla y

poco después, en 1262, Alfonso X el Sabio conquista Niebla, a cuya jurisdicción perte-

necía el pueblo de Almonte, la villa que los musulmanes llamaban Al-Munt. Todo ello

nos invita a pensar que fuera el mariano monarca Alfonso X el Sabio quién, a finales del

Siglo XIII, conquistada y repoblada la zona, mandara construir una Ermita en la que se

diera culto a la Madre de Dios, bajo esta advocación de María Santísima de las Roci-

nas, nombre que toma del mismo lugar en que se construye la Ermita.

Estos datos y abundante documentación referida a la existencia de la Ermita de Santa

María de las Rocinas, nos indican, sin lugar a dudas, que ya durante todo el siglo XIV

existía la Ermita y la Imagen de la Virgen. Así pues, El Rocío, uno de los centros más

importantes de religiosidad popular y de la devoción mariana, en torno a la Virgen del

Rocío, la Reina de los Apóstoles en el Misterio de Pentecostés, tiene sus remotos pre-

cedentes en los finales del siglo XIII, hundiendo sus raíces en la reconquista de estas

1 Así lo explica en su web la Hermandad Matriz de Nuestra Señora del Rocío de Almonte (Huelva).

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tierras, tomándose a los musulmanes y recuperándose para la cristiandad. Fueron tam-

bién tierras para recreo y deportes de cetrería o caza en general del monarca y sus

nobles o caballeros acompañantes.

Al pueblo de Almonte o en el mismo Rocío, su gran aldea, le concierne el monumento

del rey Alfonso X con la Virgen del Rocío.

Finalmente ocurrió y se montó el escultural monumento, encontrándose su sitio en

Almonte.2 La escultura, de dos metros y treinta y cinco centímetros de alto, obra de Mi-

guel Ángel Jiménez Mateos, fue situada en la glorieta de Cuatro Caminos (sin que asis-

tiera nadie de la Corporación municipal del momento).

La imagen de Alfonso X el Sabio ya preside la encrucijada de vías desde la que

surge la antigua travesía que lleva desde Almonte a El Rocío, la aldea que guarda

la talla que se considera venerada por el monarca castellano y que puso el germen

de lo que hoy es una de las devociones marianas más importantes del orbe católico,

y la romería más multitudinaria del mundo: la de la Blanca Paloma, en Pentecos-

tés. Aun así, la figura histórica (Alfonso X) que concita el aplauso de todos los al-

monteños en general ha sido víctima de la contienda política. No ha podido evitar

verse envuelta en el fuego cruzado entre populares y socialistas: los que encar -

garon el proyecto y los que tenían el deber de culminarlo con la simple colocación

de una escultura en una peana.

La instalación se produjo ante la atenta mirada del escultor y los técnicos muni -

cipales con responsabilidad en la tarea, así como numerosos vecinos y viandantes

que esperaban desde hacía ya varios meses que la peana vacía en uno de los puntos

más transitados de la localidad almonteña fuera ocupada. Ni uno solo de los 21

concejales que conforman el Pleno municipal estuvo presente durante la coloca-

ción del monumento escultórico, ni aquellos que en el momento tenían las respon-

sabilidades del gobierno ni los que en su día encargaron la obra…

Ya iremos viendo o considerando más, en adelante, si Dios quiere, la historia del

Rocío.

Cetreros reales de la época

2 Así lo informó el diario ABC (M. A. Jiménez, 8 de septiembre de 2016).

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AÑO 1262

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MONASTERIO O CONVENTO DE SANTA CLARA DE ALCOCER

(REINO DE CASTILLA)

MUERTE Y SEPULTURA DE DOÑA MAYOR GUILLÉN DE GUZMÁN

Fue en los comienzos de este año 1262 cuando murió Doña Mayor Guillén de Guz-

mán, Señora de Alcocer,3 la aristócrata (allí nacida) que tuvo como amante en cierta

prolongada ocasión el rey Alfonso X de Castilla,4 siendo hija de ambos (en 1242) Doña

Beatriz de Castilla, casada en 1253 con el rey Alfonso III de Portugal.

Doña mayor tenía 56 años de edad. Recibió sepultura en el monasterio o convento de

Santa Clara (o San Miguel del Monte) de Alcocer, que ella misma fundó, en 1260.5 Su

hija Beatriz, reina de Portugal, hereda su señorío de Alcocer o del Infantado,6 en ex-

tensas tierras de la Alcarria castellana, incluyendo la villa de Alcocer, Cifuentes, Viana

de Mondéjar,7 Palazuelos,

8 Salmerón

9 y Valdeolivas.

10

Doña Mayor era de la poderosa familia Guzmán, ya histórica y destacada, de ricos-

hombres cortesanos y servidores del rey Fernando III. Fue hija de Guillén Pérez de Guz-

3 Provincia de Guadalajara.

4 Cuando éste no era aún rey sino infante heredero.

5 Años posteriores a su muerte y por encargo del rey Alfonso X, a 24 de julio de 1276, se ejecutó un con-

trato a efectuar, por el artista Juan González, de un sepulcro de madera de nogal con la figura de Doña

Mayor en relieve y “vestida muy noble de sus paños de colores e oro y de azul y de carmín y de argent y

de todos los otros colores”. Y hasta hoy no faltaron vicisitudes y contratiempos, con desaparición de todo

en 1936, cuando la Guerra Civil Española.

6 Que le otorgó Alfonso X en 1255.

7 Pedanía de Trillo.

8 Pedanía de Sigüenza, al norte de la provincia de Guadalajara.

9 Al sur de la provincia de Guadalajara.

10

Provincia de Cuenca esta última población.

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mán (muerto en 1233) y de María González Girón (hija de Gonzalo Rodríguez Girón,

muerto en 1231, y de Sancha Rodríguez).11

11

Se sabe que tuvo al menos dos hermanos: Pedro Núñez de Guzmán (primer adelantado mayor de Cas-

tilla y padre de Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno) y Nuño Guillén de Guzmán.

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AMARANTE (REINO DE PORTUGAL)

SANTA MUERTE DEL DOMINICO FRAY GONZALO

El fraile dominico que se conoce como Gonzalo de Amarante, de 75 años de edad,12

murió tras penosa y larga enfermedad en el día 10 de enero de este año 1262,13

en

Amarante, no lejos de su lugar de nacimiento.14

En Amarante vivió Gonzalo en retiro y soledad eremítica, pero dedicándose a la pre-

dicación, evangelizando de un modo muy atrayente, siendo admitido al carisma de los

dominicos.

12

Nacido en Tagilde, pueblo portugués, en 1186.

13

Fue beatificado en 1560 por el Papa Pío IV (1559-1565). Se conmemora el 10 de enero, conocido po-

pularmente como San Gonzalo, de quien sin embargo se sabe muy poco. En Amarante hay sobre este

Santo una tradición curiosa, aludiendo a su patronazgo respecto a solteronas y asuntos de fertilidad. Ir a

Epílogo I.

14

Esta población empezó a tener importancia o notoriedad precisamente a partir de estar en ella el ahora

difunto fray Gonzalo, de la Orden de Predicadores, tras haber peregrinado a Roma y a Tierra Santa cuan-

do tenía tan sólo 14 años de edad.

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San Gonzalo

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EREMITORIO FRANCISCANO DE MONTERÍPIDO

EN LAS CERCANÍAS DE PERUGIA (ITALIA)

MURIÓ SANTAMENTE EGIDIO O GIL DE ASÍS

Murió santamente el franciscano Egidio o Gil de Asís, a 23 de abril de este año 1262,

en el eremitorio de Monterípido,15

cerca de Perugia, en una colina hacia el norte, por la

puerta de la muralla que se llama de Sant’Angelo. Vino a tener 54 años de vida francis-

cana y 72 de edad.

Relatamos ahora esta noticia y nos referimos con veneración a este buen fraile, pro-

cedente del campesinado en sus orígenes y juventud,16

identificado pronto con los pri-

meros seguidores de San Francisco de Asís, los discípulos Bernardo y Pedro. Comenzó

su vida de franciscano el 23 de abril de 1208, día de San Jorge, y enseguida acompañó a

San Francisco y su predicación por las regiones vecinas de Ancona. Tenía 18 años de

edad. También fue acompañante de Francisco en Roma, en 1209, cuando los hermanos

menores recibieron del Papa Inocencio III la aprobación oral de la Regla con que co-

menzaron.

Egidio fue peregrino17

en diversos centros de la cristiandad, destacando los de Santia-

go de Compostela, los lugares más significativos de Tierra Santa, el Monte Sant’An-

gelo18

y la basílica de San Nicolás en Bari. En cada uno de estos lugares se caracterizó

15

Donde llegó a construirse con el tiempo un oratorio y casa franciscana. Fue San Francisco quien desti-

nó a Egidio para que viviera en este lugar, donde tuvo su vida contemplativa hasta el fin de sus días. Allí

se acercaron visitantes y peregrinos, también de procedencia muy ilustre, recibiendo sus consejos. A él se

atribuyen unos dichos y sermones populares, recogidos posteriormente en un documento titulado Dicta,

siendo muy tenido en cuenta por San Buenaventura (muerto en 1274) y por el Papa Pío VI (1775-1799),

que fue quien le beatificó en 1777. En el santoral se celebra el 23 de abril. Sus reliquias reposan en el con-

vento franciscano de Perugia. Para completar más sobre Egidio o Gil de Asís, vaya el lector al epílogo II.

16

Sin que contemos con datos precisos sobre los primeros años de su vida.

17

Según cuenta la tradición franciscana.

18

En el Gargano, conocido promontorio sobre el mar Adriático, por donde según el mapa se forma la es-

puela de la bota que forma la Península Itálica.

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por ganarse el pan con su propio trabajo; incluso siendo huésped de un cardenal, se em-

pleó en barrer la casa y limpiar los platos. Además se dedicaba a la predicación itine-

rante según lo que permite la Iglesia a los franciscanos.

Egidio fue el joven que hizo el número tres en seguir a Francisco, destacando siempre

como hombre sencillo, contemplativo, místico, orante, feliz, laborioso... Fue de espíritu

alegre y de muy notable ingenio en sus dichos, proverbial y refranero a veces, senci-

llamente docto para aprovechar y crecer espiritualmente.

Su originalidad la ganó con sus refranes, tan certeros, llenos de enseñanza y buen sen-

tido del humor; éstos eran simples, pero llenos de sabiduría. Varios frailes los han toma-

do como un buen sistema ascético para vivir las enseñanzas del Evangelio. Un ejemplo

de ellos es el siguiente: “Las gracias y virtudes son escalera y camino para subir al

cielo. Los vicios y pecados son escalera y camino para bajar al infierno”.

Egidio o Gil de Asís

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SEÑORÍO DE VILLENA (REINO DE MURCIA ENTRE LOS REINOS DE CASTILLA

Y DE ARAGÓN)

CARGOS Y DOMINIOS DEL INFANTE MANUEL

En este año 1262, a 25 de abril, el rey Alfonso X, nombrando a su hermano Manuel

adelantado mayor de la frontera del reino de Murcia, le entregó las villas de Elche,19

Crevillente y Aspe,20

así como el valle de Elda, lugares aún poco poblados de cristianos.

Esta noticia se corresponde con la de sublevaciones en la zona por parte de los musul-

manes que en ella permanecían y que acabaron expulsados. También Sax21

quedó incor-

porado en este año al señorío de Villena, de dominio del infante Manuel desde 1256.

Como bien sabemos, el infante Manuel está casado, desde 1256 con la infanta Cons-

tanza de Aragón, una hija del rey Jaime I de Aragón y de su esposa Doña Violante de

Hungría.

19

Provincia de Alicante. En el año 1265, represaliados por rebelión, fueron expulsados de Elche los mu-

sulmanes que aún permanecían allí tras la reconquista cristiana del lugar por el entonces infante Alfonso

más de una década antes, hacia 1250. 20

Provincia de Alicante. Históricamente, Aspe ha sido un pueblo muy bien comunicado desde la antigüe-

dad, pues se encontraba en el pasillo natural que forma el río Vinalopó y que ha unido el interior con la

costa. Su antiguo emplazamiento (Aspis) constituía una de las posadas de la Vía Augusta romana.

Con la ocupación musulmana en el siglo VIII, Aspe pasó a formar parte de la provincia musulmana co-

nocida como Cora de Tudmir. En el siglo XI la población fue del reino taifa de Denia, llamándose Asf,

como la cita el geógrafo árabe Al-Udri, formando parte como alquería en el itinerario de Murcia a Valen-

cia. Fueron muy aprovechadas las aguas del lugar en canalizaciones para las huertas.

21

Provincia de Alicante.

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CLERMONT (REINO DE FRANCIA)

BODA DEL PRÍNCIPE FELIPE DE FRANCIA

CON LA INFANTA ISABEL DE ARAGÓN

El 28 de mayo, en Clermont (Francia), hubo una boda principesca-regia. Se casaron el

príncipe Felipe de Francia (17 años de edad)22

y la infanta Isabel de Aragón (14 años de

edad), acompañada por su padre y mucha representación familiar.23

22

Rey Felipe III de Francia, apodado el Atrevido (1270-1285), hijo de Luis IX (San Luis) y de Margarita

de Provenza.

23

Del matrimonio entre Felipe e Isabel nacerán cuatro hijos varones (Luis, Felipe, Roberto y Carlos).

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MONTPELLIER (SEÑORÍO DE LA CORONA DE ARAGÓN)

BODA DEL HEREDERO PEDRO DE ARAGÓN

Y CONSTANZA DE HOHENSTAUFEN

El 13 de junio de este año 1262, en la catedral de Montpellier, señorío de la Corona de

Aragón como bien sabemos,24

se casaron el heredero (hijo de Jaime I) Pedro de Aragón

(22 años de edad)25

y Constanza de Hohenstaufen (o de Suabia), de 13 años de edad,

hija del rey Manfredo I de Sicilia.

Ciertamente disgusta esta boda (estratégicamente arriesgada) a la Santa Sede y al rei-

no de Francia. Ya lo iremos viendo, Dios mediante, en el desenvolverse histórico y se-

gún la descendencia esperada.26

24

Desde la boda de los padres de Jaime I, Pedro II de Aragón y María de Montpellier en 1204.

25

Futuro Pedro III de Aragón (1276-1285) y también rey de Sicilia entre los años 1282-1285.

26

Serán cuatro los hijos (Alfonso, Jaime, Federico y Pedro) y dos las hijas (Isabel y Violante).

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TOLEDO (REINO DE CASTILLA)

DECESO O MUERTE DEL ARZOBISPO ELECTO DOMINGO PASCUAL

A 2 de junio de este año 1262 murió en la ciudad castellana de Toledo su arzobispo

electo Don Domingo Pascual, sin ni siquiera haber recibido la ordenación o consagra-

ción episcopal, habiendo transcurrido desde su elección hasta el día de su muerte tan

sólo tres meses (del 2 de marzo al mencionado 2 de junio).27

Fue canónigo, deán y chantre de la primada catedral toledana desde el pontificado del

arzobispo Don Rodrigo Jiménez de Rada (muerto en 1247), siendo su predecesor inme-

diato el arzobispo Don Sancho de Castilla (1251-1261).

Sin duda pasa a la historia, más que como arzobispo de Toledo, recordado sobre todo

por su participación en la célebre batalla de Las Navas de Tolosa, en 1212.28

En esta

batalla, siendo canónigo y acompañando a Jiménez de Rada, portó la cruz primacial to-

ledana, con la que atravesó las almohades filas sarracenas sin sufrir daño alguno, lo que

vino a ser calificado desde entonces como hecho milagroso y providencial suceso que

en la posteridad se tenga en cuenta. Porque aquélla fue una acción de cruzada.

Tras la muerte y sepultura de Don Domingo Pascual queda en Toledo sede vacante.29

27

Desconocemos su edad, pues no se sabe su fecha de nacimiento ni con certeza el lugar donde ocurriera,

que pudo ser Torrecilla de Cameros (La Rioja) o Almoguera (Guadalajara).

28

En las inmediaciones de Santa Elena (Jaén).

29

Hasta que sea elegido y tome posesión el nuevo arzobispo, que será el infante Sancho de Aragón, hijo

del rey Jaime I y de su esposa Violante. Sancho nació en 1250 y será arzobispo de Toledo entre los años

1266-1275. Era mercedario. En 1266 tendrá 16 años de edad, cuando tenga el nombramiento como arzo-

bispo de Toledo, habiendo sido ya arcediano de Belchite (Zaragoza) y abad en Valladolid. En 1268 será

su toma de posesión como arzobispo de Toledo. Su muerte, en 1275, será a sus 25 años de edad, siendo

ejecutado en Torredonjimeno (Jaén), tras ser capturado por los musulmanes en un lugar cerca de allí y

que se conoce como La Celada.

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REINO DE INGLATERRA

ÓBITO DE RICHARD DE CLARE

Recogemos como noticia, del día 14 de julio de este año 1262, la muerte de Richard

de Clare: V conde de Hertford, VI conde de Gloucester, II señor de Glamorgan, VIII se-

ñor de Clare. Tenía aún 39 años de edad, a poco de cumplir los 40, siendo relevante su

paso a la historia. Era hijo de Gilbert de Clare, IV conde de Hertford, y de Isabel Mars-

hal.

Al morir su padre, en 1230, Richard se convirtió en conde de Gloucester, siéndole

confiada su custodia en primer lugar, por un par de años, a Hubert de Burgh (muerto en

1243). A la caída de Hubert, la tutela pasó a Peter des Roches;30

y finalmente al conde

Gilbert de Marshall, en 1235.

La primera esposa de Rihard de Clare, hasta 1237, fue Margaret de Burgh, hija de

Hubert de Burgh.31

El matrimonio, del que no hubo descendencia, le causó a Hubert de

Burgh ciertos problemas en 1236, ya que el contrayente era un menor bajo la custodia

del rey Enrique III de Inglaterra, quien no había dado su aprobación al enlace.

Tras ese matrimonio, el conde de Lincoln, John de Lacy, ofreció cinco mil marcos al

rey para asegurar el compromiso de Gloucester con su hija. Después de que el rey

aceptara, Richard contrajo un segundo matrimonio, el 2 de febrero de 1238, con Maud

de Lacy, hija del mencionado John y de Margaret de Quincy.

La descendencia de este segundo matrimonio fue la siguiente: Isabel, Gilbert (ahora

sucesor del difunto Richard), Thomas, Bogo, Margaret, Riohese y Eglentina.

Richard de Clare murió en la Mansión de Asbenfield de John de Criol en Waltham,

cerca de Canterbury, rumoreándose que a causa de envenenamiento en la mesa de Pedro

de Saboya,32

en el contexto de la conocida en diversas fases como guerra de los baro-

nes. Por un tiempo fue enterrado en la iglesia de Tonbridge, en el condado de Kent. Pos-

teriormente fue llevado a su sepultura definitiva en la abadía de Tewkesbury. Deja

numerosas propiedades repartidas en diversos condados.

30

Hacia octubre de 1232.

31

Conocida también como Megotta. Puede que muriera en 1237, con el matrimonio ya tal vez disuelto o

anulado, pues ambos cónyuges eran de 13 ó 14 años de edad al casarse.

32

El conocido como Pequeño Carlomagno, muerto en 1268.

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SEVILLA Y COVARRUBIAS EN EL REINO DE CASTILLA

MUERTE Y SEPULTURA DE LA PRINCESA CRISTINA DE NORUEGA

Muy melancólica y fatigada en Sevilla,33

a pesar de tener aún buena edad, tal vez

añorando sus lejanas tierras, murió en este año 1262 la princesa Cristina de Noruega,

esposa del infante Felipe de Castilla, ahora viudo y sin descendencia, el cual lleva a en-

terrar a su esposa difunta a la colegiata de los Santos Cosme y Damián de Covarru-

bias,34

de donde él fue abad tiempo atrás. La sepultura se halla en el claustro del lugar.35

Requiescat in pace.36

33

Donde desde el año anterior estaba toda la fuerza cortesana y militar de Castilla para acabar con las su-

blevaciones musulmanas de Andalucía, aún no suficientemente poblada de cristianos, y para conquistar

Niebla, como veremos en este año 1262.

34

Provincia de Burgos.

35

Aún se conserva allí este sepulcro gótico.

36

Ir a epílogo III para completar algo más esta noticia.

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REINO DE CASTILLA

APODERÁNDOSE DEL REINO TAIFA DE NIEBLA

En este año se apoderó el rey Alfonso X del reino taifa de Niebla.37

A pesar de ser la

capital de un reino taifa feudatario que le renovó la sumisión que hizo a su padre, Al-

fonso X atacó Niebla con la ayuda de tropas nazaríes procedentes de Málaga y de Pelay

Pérez Correa, maestre santiaguista. Niebla fue sitiada en asedio para nada sangriento

durante ocho meses en este año 1262 (viniendo esto ya de 1261), con la peculiaridad de

utilizarse la pólvora a cañonazos o con fines militares sobre sus murallas por primera

vez en Occidente. Finalmente Niebla fue ocupada por el ejército de Alfonso X, rin-

diéndose su emir o sultán defensor, el conocido Ibn Mahfud, que tuvo el fallo de regalar

al rey castellano un buey cebado para hacerle creer que no pasaban hambre. Toda la

taifa, con sus poblaciones,38

pasó al dominio de Alfonso X, el cual, a falta de suficientes

pobladores cristianos, no expulsó a todos los musulmanes rendidos, pactando con ellos

la conveniente sumisión y considerándolos mudéjares. A Ibn Mahfud, el depuesto emir,

le han sido ofrecidas y garantizadas rentas suficientes para vivir bien, en adecuada resi-

dencia que se encuentra en Sevilla.39

El conquistado reino de Niebla fue dividido por

Alfonso X en tres concejos que se corresponden con Niebla, Huelva y Gibraleón.40

37

Provincia de Huelva.

38

Huelva, Gibraleón, La Palma del Condado, etc.

39

O puede que no, sino Marrakech, pues hay discrepancias históricas al respecto.

40

Ir a epílogo IV para lectura que completa la noticia de este hito histórico de la rendición de Niebla a fa-

vor de Alfonso X.

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REINO DE CASTILLA

FUERO REAL Y ACTUACIÓN REGIA POBLACIONAL DE ALFONSO X

El rey Alfonso X otorgó en este año 1262 Fuero Real a varias ciudades castellanas,

destacando Guadalajara,41

Madrid,42

Plasencia43

y Tordesillas.44

De otra parte, puede destacarse también que el rey Alfonso X visitó el lugar conocido

como Pozuelo Seco de Don Gil, ocupándose del diseño y proyectado trazado urbano de

la que surge allí como nueva villa, desde más o menos el año 1255, llamándose Villa

Real.45

41

A Guadalajara le prestó bastante su atención el rey Alfonso X, siguiendo la reconocida tradición políti-

ca desde que la ciudad fue reconquistada por Alfonso VI en 1085, siendo ciudad comunera que sólo re-

conocía el señorío directo del rey. Con su reforzamiento foral, Alfonso X trató de abaratar las cuestiones

mercantiles y de comercio en el lugar para incrementar aún más y con rapidez la repoblación. Se regula-

ron dos ferias anuales, bien facilitadas en todos sus aspectos económicos y de orden, para la consecución

de cuanto fueron pretensiones del monarca.

42

A comienzos del siglo XIII la posición estratégica de la plaza o alcázar de Madrid fue teniendo cada

vez menos importancia o fue menos clave defensiva, dado que los almohades se replegaron al sur pe-

ninsular y además fueron derrotados en Las Navas de Tolosa (Jaén) en 1212. Las tensiones de la recon-

quista bajaron ya desde las cuencas del Tajo y del Guadiana a la del Guadalquivir. Esta situación produjo

en Madrid que fuese regulándose su carácter más urbano y de repoblación en su medio rural, todo ello

con la regulación de fuero, correspondiendo a Alfonso VIII la concesión de algunos privilegios a la villa,

iniciándose la redacción del texto ya en 1202, todo en aquellos tiempos en que proliferaron los fueros por

diversos lugares. Al cabo de los años, en este 1262, el denominado Fuero Viejo de Madrid fue revocado y

renovado por el Fuero Real de Alfonso X, con su intento de unificar los diversos fueros locales castella-

nos del momento.

43

Provincia de Cáceres.

44

Provincia de Valladolid.

45

La actual Ciudad Real, en Castilla-La Mancha.

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~ 23 ~

VALENCIA

COMENZÓ LA CONSTRUCCIÓN DE LA CATEDRAL,

DEDICADA A LA GLORIOSA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

En Valencia, sobre la que fue mezquita y según se derriba la misma, empezó ya a

construirse la catedral, dedicada a la Gloriosa Asunción de la Virgen María, siendo muy

gustoso en ello el rey Jaime I. Impulsa las obras el obispo del lugar, con una primera

piedra a 22 de junio, el dominico fray Andrés de Albalat,46

que es también canciller del

reino valenciano-aragonés. Este obispo, muy activo y emprendedor, es hermano del di-

funto Pedro de Albalat, arzobispo de Tarragona (1238-1251), quien ayudó o secundó

con Jaime I la restauración eclesiástica de la diócesis de Valencia en 1238, tras la recon-

quista del lugar. Las obras ahora emprendidas al irse erigiendo la catedral valenciana, en

estilo gótico de momento, las realiza el arquitecto Arnaldi Vitalis. La mezquita que se

va derribando fue construida sobre un antiguo templo romano,47

que también fue apro-

vechado para una primera catedral visigoda con cierta pujanza en el siglo V.48

46

De pontificado comprendido entre los años 1248-1276.

47

Tal vez dedicado a Júpiter.

48

Hay constancia documental de que hasta décadas después de la conquista cristiana de 1238 la mezqui-

ta-catedral permaneció en pie –incluso con las sentencias alcoránicas en las paredes–, hasta que final-

mente resolvió irla derribando el obispo fray Andrés de Albalat. Para la construcción hubo acarreo de pie-

dras y materiales de las canteras cercanas de Burjasot y Godella, pero también de lugares más alejados

como las poblaciones alicantinas de Benidorm y Jávea, transportándose en barcos.

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~ 24 ~

EPÍLOGO I

AMARANTE Y LOS PENES DULCES

En Amarante, pequeño pueblo al norte de Portugal, hay una peculiar tradición según

la cual abundan grandes y tiesos penes dulces cada primera semana del mes de junio y

el 10 de enero coincidiendo con la fiesta de San Gonzalo, patrón del pueblo.

Se llaman bolos o quilhões de São Gonçalo, aunque hay quienes con cariño se refie-

ren a ellos como “carajitos”. Y se regalan a modo de agasajo por hombres de crucifijo

en pecho a las mujeres solteras o solteronas, también devotas de San Gonzalo, a las que

pretenden seducir y conquistar.

Porque donde se ponga un miembro gigantesco que sepa a gloria –dicen–, que se qui-

ten todos los ramos de rosas.

Estos pasteles son falos hechos de una masa simple de harina y azúcar que por lo ge-

neral miden más de un metro. Y así rinden homenaje a San Gonzalo, el patrón de Ama-

rante.

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~ 25 ~

Cuenta la leyenda que el Beato Gonzalo (que oficialmente no es Santo, aunque sí po-

pularmente), del siglo XIII, posibilitó el matrimonio a parejas sobre las cuales había

eclesiásticos que no querían casamiento porque ya habían convivido juntas con anterio-

ridad a la boda. Y de ahí, una cosa llevó a la otra, de modo que acabaron atribuyéndole

a Gonzalo dotes de casamentero y milagroso respecto a la impotencia masculina, la dis-

función eréctil, etc.

Sin embargo, como bien sabemos, las costumbres que tienen por objeto la exhibición

de los genitales y los asuntos fálicos se asocian a tiempos pre-cristianos y a rituales pa-

ganos de fertilidad.

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~ 26 ~

Hoy los pasteles fálicos de Amarante funcionan un tanto como exvotos, pero no de

manera irreverente y sí para comerlos, especialmente por parte de las mujeres.

El dictador portugués Salazar (muerto en 1970) prohibió esos dulces en 1226 por

considerarlos obscenos y contrarios a la moralidad pública. Pero la gente de Amarante

seguía elaborándolos y regalándolos en secreto y en privado, a puerta cerrada y sin que

trascendiera. Tras la Revolución de los Claveles (25 de abril de 1974), los penes se libe-

raron de su condena y volvieron a verse las sonrisas de turistas y locales.

Pasó que los penes dulces se convirtieron en símbolo y seña de identidad del pueblo,

de modo que las pastelerías del lugar los fabrican ya durante todo el año, y muy varia-

dos, habiéndolos rellenos de cremas diversas. En 2011 se elaboró un pene dulce de 21

metros de largo para concursar en el premio Guiness de los récords.

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~ 27 ~

EPÍLOGO II

BEATO GIL DE ASÍS

El Beato Gil de Asís (1190-1262) se celebra en el santoral el 23 de abril.49

Se trata del

tercer compañero de San Francisco, que se le unió en abril de 1208 y perteneció al gru-

po de los íntimos del Pobrecillo. Hombre de gran experiencia mística y de ingenio natu-

ral penetrante, ejerció como cierto magisterio espiritual entre sus hermanos; sus senten-

cias (Dichos) están llenas de tino ascético y de buen sentido. En su juventud, trabajó y

viajó mucho, sin descuidar la oración; de mayor, a partir de 1226, la contemplación y la

vida mística fueron llenando más y más su existencia… Aprobó su culto el Papa Pío VI

en 1777.

Fray Gil es realmente arquetípico del franciscanismo primitivo. Sabatier lo define co-

mo “vivo ejemplo de los franciscanos de los primeros días”, y, “después de San Fran-

cisco, la más hermosa encarnación del espíritu franciscano”.50

Es también el único de

los primitivos compañeros del Pobrecillo que ha subido a los altares. Y, aun antes de

haber sido beatificado, San Buenaventura lo llama “el santo padre Gil, varón lleno de

Dios y digno de gloriosa memoria” (LM 3, 4).

Para escribir sobre él hay más material que sobre todos los otros compañeros primiti-

vos juntos. Su Vida es, con mucho, la de más páginas, y la edición de sus famosos

Dichos forma un volumen apreciable.51

Lemmens, Fortini y Matanic dan fe a la afirma-

ción de Salimbene de que el autor de la Vida del hermano Gil es el propio hermano

León de Marignano –secretario del mismo San Francisco–, al menos de una de las ver-

siones de esa Vida. El tal hermano León conservaba con aprecio muchos de esos Di-

chos, y “consideraba e invocaba al hermano Gil como un santo”.

Una figura original

Reduciré mi atención a presentarlo como ejemplo de la actitud franciscana en el tra-

bajo y en la oración, soslayando otros aspectos de su rica personalidad. Pero, antes de

abordar el tema, creo conveniente una presentación del personaje.

Lo conocemos bien. “De todos los compañeros de Francisco, fue Gil el de carácter

más original” (Cuthbert). De “purísimo héroe del ideal franciscano” lo califica Fortini.

“La vida de Gil se impuso desde un principio. Era a la vez tan original, tan alegre, tan

49

Lo consideramos aquí según recoge el francisano Daniel Elcid: El hermano Gil o el trabajo y la ora-

ción, en Idem, Compañeros primitivos de San Francisco (Madrid, BAC Popular 102, 1993, pp. 63-102).

50

(1) Paul Sabatier, Francisco de Asís. Barcelona 1986 (2ª ed.), 119 y 121.- N.B.: En esta versión omiti-

mos algunos párrafos y la mayoría de las notas o citas que lleva el texto original.

51

(2) Vita Beati Aegidii, en Analecta Franciscana III, 74-115. Dicta Beati Aegidii Assisiensis, Quaracchi

1939, 2ª ed., 120 pp. Esta colección de sus refranes se atribuye también al hermano León, y ciertamente

fue hecha ya en el siglo XIII.

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~ 28 ~

espiritual y tan místico, que, hasta en los relatos menos exactos y más ampulosos, su

leyenda ha permanecido limpia de toda adherencia”. Este juicio de Sabatier es ya una

definición. Pero la mejor se la dio él mismo, con este aforismo que le dijo a otro: “Si

quieres hallar gracia, sé ingenioso, respetuoso y amable, llano y dulce”. Como él lo

fue, cayó en gracia ante Dios y ante los hombres. Esos cinco adjetivos –o sus sinóni-

mos– nos van a servir para delinear su retrato.

* * *

De que fue ingenioso no le va a quedar duda al lector. Sus refranes se hicieron cé-

lebres, por agudos y por certeros: para quienes se los oyeron, llegaron a ser “las pala-

bras de oro del hermano Gil”; y, cuando querían ponderar la garantía de una de esas

enseñanzas, decían: “porque es del hermano Gil”.

Aludiendo quizá a esos refranes, San Buenaventura dice que el hermano Gil era “sim-

ple en la palabra, pero no en la sabiduría”. Y Matanic, de quien tomo la cita prece-

dente, teje por su parte los siguientes elogios: “A pesar de su „palabra simple‟, su

expresión es frecuentemente pintoresca y aguda; los mismos Dichos son gustosísimos y

llenos de buen sentido sobrenatural, con estilo paradójico y de corte evangélico. Can-

tini ha escrito que, a base de los Dichos del hermano Gil, se podría construir todo un

sistema de ascética. Es cierto que contienen una espiritualidad densa y original”. “Gil

habla con el lenguaje simple, que sabe encontrar el camino del corazón” (Fortini).

Además, esos refranes nos dan elementos importantes para conocer su psicología:

muestran y demuestran que el mirar tanto hacia el cielo –como lo veremos– no le des-

pegaba los pies de la tierra; resulta llamativa su observación de la naturaleza, de la

realidad, de las costumbres. De todo se aprovechaba él para el ejercicio espontáneo de

su agudeza mental, y de ésta para sus refraneras enseñanzas. Como muestra, voy a ade-

lantar un par de ejemplos, sobre una materia que luego no voy a tocar.

–¿Cómo podemos precavernos de los vicios de la carne? –Le pregunta un compañero.

Y él le responde:

–Mira: si uno tiene que mover enormes piedras o transportar grandes troncos, más que

la fuerza tiene que ejercitar el ingenio. Pues aquí igual.

Y prosiguió:

–Todo vicio lesiona la castidad. La pureza es como un espejo nítido, que un simple

vaho lo empaña. Imposible es que el hombre llegue a placer a Dios mientras él se plazca

en los placeres de la carne. Quien vence a la carne, vence a todos sus adversarios y logra

todo bien.

Tanto ponderaba este hermano Gil la castidad, que un día se le acercó un casado y le

preguntó:

–Yo me abstengo de todo trato con mujeres, menos con la mía. ¿Me basta?

No sé qué acento llevaría esa consulta, pero el hermano Gil le respondió preguntán-

dole:

–¿Crees tú que uno no se puede emborrachar con el vino de su cuba?

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~ 29 ~

Le estaba quizá recordando la enseñanza del Apóstol: “Que sepa cada uno controlar

su cuerpo santa y respetuosamente, sin dejarse arrastrar por la pasión, como los paga-

nos que no conocen a Dios” (1 Tes 4, 2-5).

* * *

El ejercicio de su agudeza mental no le impedía –¡cosa rara!– ser humilde. Lo era,

primero y sobre todo, porque tenía conciencia de estar siempre en la presencia de la

Divina Majestad. Miraba a Dios, se miraba a sí mismo, y salía por parábolas, como ésta:

“Un gran rey no pondría a su hija de viaje sobre un caballo sin domar, nervioso y co-

ceador, sino sobre uno manso y de suave andar. Lo mismo Dios: no pone su gracia en

los soberbios, sino en los humildes”.

Ejercitaba en sí la humildad y la enseñaba a los demás: “Feliz aquel que se considera

tan poca cosa ante los hombres como ante Dios”; “Dichoso quien se critica a sí mismo

y no a los demás”; “El que quiera tener paz y sosiego, que tenga a los demás por me-

jores que él”; “El camino para ir hacia arriba es ir hacia abajo”. De sí mismo decía:

“Dejadme estar bien bajo: no podré caer si no me levanto”. Y no sólo lo decía. Lo ha-

cía: al oír que el hermano Elías había sido excomulgado, se tiró cuan largo era al suelo,

se apretó contra el piso, y exclamó:

–Quiero bajar lo más que pueda, pues él ha venido a caer tan bajo por caer de tan alto.

Vivía en guardia permanente contra cualquier enemigo de su humildad. Se llega a él

un hermano y le dice:

–Te estaba buscando, pues quiero hablar contigo.

Y él le corta en seco la consulta:

–Si miraras al sol, poco te importarían los destellos del amanecer. El Sol es Cristo, y a

Él es a quien hay que buscar.

* * *

Y porque era así de humilde, era agradecido. Y porque era agradecido, era alegre. La

alegría es el primer brillo natural del ingenio chispeante y de la verdadera humildad. Y,

además, nuestro hermano Gil era “de condición feliz y animosa” (Cuthbert).

–¿Ves –le decía a uno, explayándose–, ves cómo los payasos y los juglares agradecen

con gestos exagerados a quienes les pagan la función con cualquier donativo? Pues,

¿qué debemos hacer nosotros con nuestro Dios y Señor?

“Estaba siempre alegre y dispuesto a todo. Y, cuando dialogaba sobre el Señor, esta-

llando de gozo, contestaba devotísimamente. Y besaba con júbilo las pajas y las pie-

dras, entre otras demostraciones de su maravillosa devoción”. Lo aprendió de su maes-

tro, el alegre Pobrecillo. Esas expresiones de su Vida recuerdan que, para Francisco, “la

alegría externa consiste en la prontitud para obrar el bien”, y que el mismo Pobrecillo

besaba las piedras y los árboles porque le recordaban especialmente a su Amor, Jesu-

cristo.

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Nuestro Gil llevaba el júbilo como en la sangre: “Dios creó al hombre comunicándole

su bondad, su gracia y su amor. Luego, por naturaleza, el hombre debe mostrarse afa-

ble y benigno”.

Y porque era así de alegre, le gustaba cantar; cantar y tocar la bandurria, una guita-

rrilla hecha con caña de mijo, con la que se acompañaba cuando le daba por decir lin-

dezas a sus virtudes más amadas, o cuando rebatía unos silogismos capciosos con ar-

gumentos verdaderos, como le veremos páginas adelante.

Es mundialmente conocida la llamada Oración sencilla o simple de San Francisco

(Donde haya odio, ponga yo amor, etc.), que no es de él, pero que recoge perfectamente

su espíritu. En cambio, sí es auténtico de nuestro hermano Gil esto que puede ser con-

siderado como un precedente literario de esa afortunada oración: “Feliz, quien ama y no

desea ser amado; feliz, quien respeta y no desea ser respetado; feliz, quien sirve y no

desea ser servido; feliz, quien se porta bien con los demás y no desea que otros se por-

ten bien con él”. Otras veces lo decía en tono más positivo: “Si amas, serás amado; si

sirves, serás servido; si eres bueno con los demás, los demás serán bondadosos conti-

go”.

Su alegría era espontánea, expansiva... y seria. No la perdía, sino la ahondaba, en los

temas fundamentales. “Cuando oía hablar de los sacramentos y de los cánones de la

Iglesia, los recomendaba con gran gozo y fervor, y exclamaba: „¡Oh santa madre Igle-

sia Romana! Nosotros, pobres e ignorantes, no te conocemos a ti, ni tu bondad. Tú nos

adoctrinas sobre el camino de la salvación, nos lo preparas, nos lo indicas. Quien lo

recorre, no sufre ningún traspié, sino que va subiendo hacia la gloria‟”. ¡Qué bien nos

vendrían hoy unas dosis de la alegría –humana, espiritual, eclesial– de este hermano

Gil!

* * *

Y, porque era así de franciscanamente alegre, era franciscanamente simple; o a la

inversa: fue santamente alegre porque fue santamente simple, con una simplicidad que

nos recuerda a veces la imparangonable del hermano Junípero.52

Esto sucedió en San Damián, el monasterio recoleto de la hermana Clara. Nuestro hu-

milde hermano Gil decidió en esa ocasión ser sanamente malicioso; razona así el autor

de la Vida: “Amaba tanto la humildad, que quiso ponerla a prueba en otro”. Y este

otro fue nada menos que el célebre Alejandro de Hales (1185-1245), el prestigioso filó-

sofo y teólogo franciscano, que llegó a ser rector de la Universidad de París. En San

Damián coincidieron el maestro y nuestro hombre. Clara, a quien le gustaban los ser-

mones doctos y bien hablados, le pidió a Alejandro que hablara para sus sores. Llevaba

ya el doctor inglés predicando algún tiempo, cuando se levanta el hermano Gil y, con

extrañeza de todos, le interrumpe:

–Cállate, maestro, que quiero predicar yo.

52

Muerto en Roma en 1258.

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Y el maestro Alejandro se calló. Y el hermano Gil, sin cultura y sin complejos, pro-

nunció unas cuantas frases férvidas y sabrosas. Luego le dijo al teólogo:

–Hermano, completa ahora tu sermón.

Y el hermano teólogo retomó el hilo de su prédica hasta el fin. Y la hermana Clara,

que había presenciado la inesperada escena con sus hermosos ojos abiertos por el gozo

del asombro, dijo al final:

–Ahora he visto cumplido el deseo de nuestro muy santo padre Francisco, el cual me

dijo una vez: “Deseo ardientemente que mis hermanos clérigos lleguen a tanta humil-

dad, que un maestro en teología interrumpa su sermón si un hermano sin letras le dice

que quiere predicar”. Os digo, hermanos y hermanas, que me ha causado este maestro

más admiración que si le hubiera visto resucitar a un muerto.

Hay un punto básico donde evidenció el hermano Gil su extrema sencillez: en su sen-

tido de la obediencia. Francisco le apreciaba tanto y tenía en él tal confianza, que le da-

ba libertad para que morase donde quisiese; pero él no quiso usar esa libertad:

–¿Qué quieres que haga y adónde quieres que vaya? –le preguntó un día el hermano

Gil al hermano Francisco.

Y éste le respondió:

–Ya está listo tu destino: vete donde quieras.

Y el hermano Gil partió libremente hacia esos mundos de Dios. Pronto sintió esa li-

bertad como una angustia. A los cuatro días volvió donde Francisco:

–Mándame donde quieras, pero mándame, porque en esa obediencia tan libre no halla

paz mi conciencia.

Y Francisco le envió al eremitorio de Fabriano. Y, desde entonces, le enviaba por obe-

diencia a uno y otro lugar.

Murió Francisco, y Gil siguió aferrado a su sentido simple de obediente. Moraba

aquel tiempo en Agnelo, junto al lago Trasimeno, por tierras de Perusa. Había salido del

convento, y al convento llegó el aviso de que el Ministro General le mandaba que se

dirigiera a Asís, pues quería conversar con él. Fueron unos hermanos a dar con él y

comunicárselo. En cuanto lo oyó, el hermano Gil arrancó, camino de Asís. Los her-

manos le insistían en que fuera primero al convento y luego se pusiera de viaje. No le

pudieron convencer:

–Se me ha mandado que vaya a Asís, no que vuelva al convento.

Y siguió resuelto hacia Asís.

* * *

Vamos con el último de sus calificativos. Lo que él, en la autodefinición que le

atribuíamos, calificaba de dulce, nosotros vamos a llamarlo hombre bueno. Nos viene

mejor este epíteto para destacar su último rasgo. Ni el ser ingenioso le hizo hiriente, ni

el ser humilde apocado, ni el ser alegre ligero, ni el ser tan simple le restó prestigio y

autoridad. Porque la tuvo en toda la Orden, y mucha; y no por sus cargos –no sabemos

que ocupara ninguno–, sino la que brotaba de su ascendiente personal. Los Tres Compa-

ñeros y el mismo San Buenaventura contaron con él para escribir sus respectivas Vi-

das de San Francisco. Y ya hemos visto que habitualmente le llamaban “padre”, ape-

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lativo no aplicado –que yo sepa– a los otros compañeros del Pobrecillo, y sin ser él

sacerdote y otros sí; y él llamaba frecuentemente “hijos” a sus hermanos espirituales.

Acudían a él muchos pidiéndole consejo: frailes, clérigos de la jerarquía alta y de la

llana, y toda clase de seglares; o, simple y gozosamente, para arrancarle alguno de sus

fervorosos, incisivos y certeros refranes. Sin ser él temperamentalmente polémico, los

más fieles al espíritu primitivo lo tomaron como apoyo y modelo en la lucha por la au-

tenticidad. Y “muchos tentados de dejar la Orden, cambiaron de corazón y de idea con

sus consejos”. Todo lo suyo caía bien, pues lo decía sin malicia y con amor, y lo reci-

bían como un regalo del hombre bueno que era. Veámoslo en algunos ejemplos.

Le visitan dos eminentísimos cardenales, queriendo escucharle algunas palabras de

edificación. Al despedirse, le ruegan que rece por ellos. Y él les dice:

–¿Qué necesidad hay de que rece yo por vosotros, si vosotros tenéis más fe y es-

peranza que yo?

–¿Cómo se entiende eso? –inquieren ellos.

Y él, con la mejor socarronería imaginable, se lo explica:

–Porque vosotros, con todas las riquezas, honores y bienestar de este mundo, esperáis

salvaros. Y yo, con todas mis calamidades y dificultades, temo condenarme.

La irónica corrección hizo diana en los purpurados, que –afirma el biógrafo– “se

convirtieron”.

Le consulta un fraile esta sutilidad psicológica:

–¿Qué haré? Si hago el bien, resulta que me glorío de él; si obro mal, me siento triste

y hasta me desespero.

El hermano Gil se lo solucionó con una comprensiva y aguda bondad:

–Haces bien al dolerte de tu pecado; pero no te duelas en exceso: piensa que mayor es

el poder de Dios para compadecerse de ti que el tuyo para ofenderle. Y en cuanto a lo

otro, si un agricultor se pusiera a cavilar antes de sembrar: “Si siembro ahora, vendrán

los pájaros y las alimañas, y devorarán el grano”, no sembraría nunca, y no tendría qué

comer. El agricultor discreto siembra, y, al cabo, recoge lo suficiente. Haz tú lo mismo:

no dejes de hacer el bien por tu vanagloria, pues si ella te desagrada, siempre quedará al

fin la mayor y mejor parte.

Han perdurado hasta nuestros días estos dos aforismos suyos, conservados hasta en su

original dialecto toscano. Un hermano decidió por su cuenta predicar en plena plaza de

Perusa. Y el hermano Gil, para curarle el punto de vanidad que ahí podría haber, le

aconsejó que tomara como lema estas palabras:

–“Bo, bo, molto dico e poco fo” (“Bo, bo, mucho digo y poco hago”).

Era una de sus ideas fijas. Porque otro día, estando él en su convento, oyó que el due-

ño de una viña cercana les gritaba a sus jornaleros regañándoles: “Fate, fate, e non par-

late” (haced, haced, y no habléis); dos imperativos que podemos traducir por estos dos

sustantivos: “Hechos, hechos, y no palabras”. Y salió férvido de su celda gritando él

también por el convento:

–¡Oíd, hermanos predicadores, oíd lo que grita ése: “Fate, fate, e non párlate”!

No, su autenticidad moral no le quitaba el gracejo ni –menos aún– la libertad evan-

gélica, dos caras de su auténtica bondad.

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Hasta aquí, en diseño, la figura del hermano Gil. Pasemos a verlo en acción biográ-

fica.

El primero de la Porciúncula

Cuando Francisco se vio con Bernardo y Pedro siguiéndole, sin más bagaje que su

santa ilusión compartida, les dio a los dos un vestido como el suyo, al modo de los la-

briegos del lugar, y bajaron a vivir al bosque de la llanura de Asís, junto a la capillita de

la Porciúncula, que él, metido a albañil de Dios, había reparado, como a media legua de

la ciudad. Ni él ni ellos se ocupaban en otra cosa que en orar, conversar divinamente y

comer de la limosna; ni pensaban en ese refrán tan común de que no hay dos sin tres.

Dios sí lo había pensado.

Vivía en la ciudad un joven sencillo, piadoso y jovial. Se llamaba Gil. Como no era

culto, ni rico, ni noble, su apellido no ha quedado en los archivos. Por los días en que el

hijo de Pedro Bernardone dio el cambiazo a su vida, este Gil empezó a darle vueltas en

su cabeza a esta idea: “¿Cómo podría yo agradar en todo al Creador de todo?”. La

idea se le iba convirtiendo en obsesión.

Y he aquí que un día oyó comentar a un su pariente la hazaña ciudadana del noble

Bernardo de Quintaval y del sabio canónigo Pedro Catáneo, que se habían ido con

Francisco renunciando a todo. Habían pasado seis días de los hechos. Maravillado con

el cuento de esa anécdota, fue como si Dios le hubiera metido su luz en la mente y su

fuego en el corazón. Al día siguiente se levantó antes que el sol, se dirigió a la iglesia de

San Jorge, cuya fiesta era, y oró intensamente. Y tomó una decisión: ¡se iría él también

con Francisco! Mas, ¿cómo dar con él? Un instinto divino le llevó al bosque de la cam-

piña. Llegó a un punto en que la senda se partía en tres. ¿Cuál seguir? Oró de nuevo, y

se lanzó por una con fe, a la suerte de Dios. Y acertó. Caminaba cavilando cómo pre-

sentarse a Francisco, cuando he aquí que lo ve viniendo por la misma senda. Corrió

hacia él y se arrodilló. Y, por todo saludo, le suplicó, con frases que respiraban amor,

que lo aceptase en su compañía. A Francisco le encantó: no lo vio ante sí como un

siervo ante su señor, sino como un apuesto mancebo solicitando ser armado caballero de

su nueva milicia, y caballerescamente le dijo:

–Amadísimo: el Señor te ha hecho un gran favor. Si viniera hoy a Asís el emperador,

y decidiese elegir a uno de la ciudad para soldado suyo o por su camarero real, o como

sirviente de su confianza, ¿no debería el tal alegrarse? ¿Cuánto más debes gozarte tú,

pues el Señor te ha elegido para soldado suyo y como su dilectísimo servidor?

Y caballerescamente lo tomó de la mano y lo levantó, y siguió la senda conversando

con él sobre la belleza de su vocación y animándole a la fidelidad, y llamó a voces al

hermano Bernardo, a quien dijo, presentándole a Gil:

–Mira: el Señor nos ha enviado un buen hermano.

Y los tres entraron en la cabaña de ramas y se unieron a Pedro, y los cuatro comieron

de lo que había, cada uno a cuál más contento (cf. 1 Cel 25; TC 32; AP 14).

Era el 23 de abril del 1208, y Gil tenía dieciocho años. Y celebraron la feliz coinci-

dencia de aquella fecha, fiesta de San Jorge, “el Santo de los caballeros y el Caballero

de los santos”. Con el tiempo resultó que, entre aquellos tres primeros seguidores ilu-

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sionados de Francisco, el más caballeresco fue el más joven, el menos culto y el que

venía de menor alcurnia, este hermano Gil. “Francisco lo amó entrañablemente, y solía

decir de él ante los otros hermanos: He aquí mi caballero de la Tabla Redonda”. Y

Fortini hiperboliza el elogio: “El más ardiente y el más acendrado entre todos los caba-

lleros de todas las Ordenes”.

Gil siguió allí unos días con la misma ropa que se trajo puesta. Luego, Francisco subió

con él a la ciudad, a procurarse tela para que se vistiera como ellos. Según subían, se

cruzaron con una mujer pobrecilla, que les pidió limosna. Y Francisco, mirando a Gil y

sonriéndole, le dijo:

–Carísimo, démosle tu manto, por el amor del Señor Dios.

Y Gil, alegre como unas pascuas, se lo quitó de un vuelo y se lo dio. Y tuvo la im-

presión radiante de que aquella limosna subía a Dios y Dios se la agradecía desde el

cielo (cf. LP 92; EP 36).

Su nueva vida le había ido regalando gozo sobre gozo, que se colmó cuando, vestido

como los otros tres, se vio incorporado a la nueva Orden. Este júbilo vital lo expresó él

mismo más tarde en uno de sus más logrados aforismos: “Es rico quien imita al Rico;

es sabio quien imita al Sabio; es bueno quien imita al Bueno; es hermoso quien imita al

Hermoso; es noble quien imita al Noble. Es decir, a nuestro Señor Jesucristo”.

Al verse cuatro, el ocurrente Francisco pensó en que, pues ya eran dos parejas, podían

imitar a los discípulos del Señor yendo por el mundo de dos en dos (Lc 10,1). Y dejó

por las cercanías de Asís a los hermanos Bernardo y Pedro, y él y el hermano Gil par-

tieron hacia la Marca de Ancona. Iban transportados de júbilo, y tanto, que a Francisco

le dio por cantar, y en francés, como solía en sus tiempos mundanos de juglar, pero aho-

ra mejor, porque dedicaba a Dios las estrofas de su nueva juglaría. Solos los dos por los

caminos, sin otra meta que la que les saliera al encuentro de la mano del Señor, Fran-

cisco le dijo un día iluminadamente al hermano Gil:

–Nuestra Orden es como un pescador: echa sus redes a la mar, las redes apresan una

enorme cantidad de peces, y él selecciona los grandes y vuelve al agua los pequeños.

El simple hermano Gil abrió ojos de asombro: ¡pero si eran sólo cuatro!... Y, en su

simplicidad, intuyó crédulamente que Francisco, además de simpático y buen cantor, era

profeta. Y se alegró, soñando que llegarían a ser muchos.

En aquella primera excursión apostólica, por los pueblos que cruzaban, Francisco

propiamente no predicaba: se dirigía coloquialmente a los hombres y mujeres que en-

contraban, y les animaba a que amaran y reverenciaran a Dios, y a que hicieran peni-

tencia por sus pecados. Y Gil, que no sabía decir ni eso, cuando Francisco concluía su

exhortación, le decía a la gente:

–¡Muy bien dicho! Fiaos de él.

Por aquellos pueblos y aldeas conocieron de todo: unos les recibían con extrañeza o

desconfianza, algunos como a hombres de Dios, otros chanceándose y llenándolos de

vituperios. Cuando tocaba esto, el hermano Gil se gozaba más que en los aprecios y ala-

banzas, y decía que no quería otra gloria que sufrir por Cristo. Y Francisco se gloriaba

de él, al verlo novicio y ya tan aventajado discípulo (cf. TC 33; AP 15).

De esta experiencia le quedaron a nuestro Gil unos pies andariegos, una prueba más

de su libre alegría vital: sabemos que estuvo repetidamente en Roma, y en el Santuario

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de San Nicolás de Bari, y en el de San Miguel del Monte Gargano, y en Santiago de

Compostela, y en Tierra Santa, y ya le veremos por otros muchos lugares, andando

nosotros estas páginas. Y le quedó también un jubiloso asombro creciente por Fran-

cisco. Más tarde, y ya el santo Pobrecillo extraterrestre y santo canonizado, le preguntó

uno:

–¿Qué piensas tú de San Francisco?

Y le contestó él esta preciosidad:

–No debería nadie nombrarle sin relamerse los labios de dulzor. Sólo una cosa le fal-

tó: el vigor corporal. Si hubiera tenido un cuerpo robusto como el mío, el mundo entero

no habría podido seguirle.

“La gracia de trabajar”

Entre los epítetos que aplica Celano a nuestro hermano Gil, uno es éste: “ejemplar de

trabajo manual”. No conocemos su oficio o sus tareas anteriores a su entrada en la

Porciúncula; sí sabemos que luego trabajó mucho, y de todo. Ejemplo vivo de esta nor-

ma perfecta que estampó el Pobrecillo en su Regla: “Aquellos hermanos a quienes ha

dado el Señor la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de forma que, evitando

el ocio, que es enemigo del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción,

a cuyo servicio deben estar las demás cosas temporales. Y como remuneración del tra-

bajo acepten, para sí y para sus hermanos, las cosas necesarias para la vida corporal,

pero no dinero; y esto háganlo humildemente, como corresponde a quienes son siervos

de Dios y seguidores de la santísima pobreza” (2 R 5; 1 Cel 25). Si esa norma francis-

cana del trabajo es modélica, nuestro héroe fue un arquetipo de esa norma. Por ahora

vamos a verlo en sus tareas manuales. Y adelantemos, para todas ellas, esta doble ca-

racterística: que las realizaba con prontitud, esmero y alegría, y que habitualmente esos

trabajos los realizaba él solo, para que los otros frailes se dedicaran más libremente a la

oración. Y abramos ya el abanico variopinto de sus múltiples ocupaciones.

Componía cajas para guardar vasos o frutos secos. Se daba maña especial para ma-

nejar juncos, mimbres y cañas: con ellos hacía capachos para la recogida de los frutos

del campo, o envolturas para vasijas de cristal o de barro; fabricaba también esos re-

cipientes de barro. Y vendía su mercancía por la comida para sí y sus hermanos.

O se dedicaba a leñador, aunque tuviera que ir a un bosque distante ocho kilómetros

de Roma. Cargaba sobre sus hombros el mayor fajo que podía, y lo vendía en la calle

por el alimento de un día. Una vez volvía del bosque con su carga, se le acercó una mu-

jer y le ofreció comprarle todo el fajo. Llegaron a un acuerdo: tanta leña, tanta comida.

Y Gil le llevó todo el haz a su casa. Al darse cuenta la mujer de que era un religioso, le

quiso dar más de lo convenido, pero él rehusó, con su alegre ironía:

–No quiero que me venza la avaricia.

Y no sólo no aceptó más, sino que le cobró la mitad de lo acordado, con sorpresa y

admiración de la mujer.

No rehusaba ningún empleo, con tal de que pudiera cumplirlo con honradez, y las cua-

tro estaciones del año le proporcionaban su ocupación correspondiente. En el tiempo de

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la vendimia no tenía reparo en ir con los peones a la viña, cortar la uva, cargarla, y es-

trujarla a golpes de sus pies en el lagar.

Y en tiempo de nueces, a por nueces. Se encontró en la plaza de Roma con uno que

buscaba un jornalero que le ayudara a recoger las de sus nogales. Y nuestro Gil se fue

con él. Cuando llegaron al lugar, el hermano Gil tembló, y por dos motivos: porque la

ciudad quedaba lejos y porque los árboles eran muy altos; pero lo pensó, se armó de

valor y le dijo al dueño:

–¿Cuántas nueces me darás en pago?

–Todas las que te puedas llevar.

–Aceptado. Te ayudaré.

Yo siempre me había imaginado a este hermano Gil pequeño, no sé si por el mono-

sílabo y la i minúscula de su nombre; pero ya sabemos por él mismo que era “robusto”,

y quizá tenga razón Kazantzakis al imaginárselo como “un hombre bien constituido y

de talla nada común”. Pues hete aquí a nuestro corpulento fraile encaramándose hasta

las ramas más altas, haciendo equilibrios sobre las más largas, cimbreantes y frágiles,

con su miedo, su honradez y su prudencia. Acabó de limpiar los nogales, y respiró. A la

hora de llevarse lo pactado, llenó de nueces el halda de su hábito; pero le parecieron

pocas, para tanto trabajo y para tantas como había. Y tuvo una idea feliz: se quitó en un

santiamén el hábito, hizo sendos nudos en las mangas, ató como pudo el cuello con la

capucha, y lo convirtió en un gran saco, lo colmó de nueces, se lo cargó al hombro, y

así, limpio de ropa como quedó, se dirigió a la ciudad y allí repartió todas las nueces

entre los pobres.

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Y en el tiempo de la siega, a espigar, con otros menesterosos, de campo en campo. Y

cuando, por tratarse de él, le regalaban un manojo de espigas, lo rehusaba diciéndoles:

–No tengo dinero para guardar el trigo.

Pero hasta las espigas que recogía se las daba a los más necesitados.

Y, en las épocas en que el campo no daba tarea, él se las ingeniaba para no estar mano

sobre mano. Se iba al monasterio de los Cuatro Santos Coronados, y se alquilaba con

los monjes por unos panes para expurgarles la harina o para traerles desde la fuente de

San Sixto el agua para amasar el pan. Cierta vez, volviendo al monasterio con su cán-

taro lleno, un hombre le pidió agua. Él le dijo:

–¡Cómo voy a darte agua y llevar a los monjes lo que tú dejes!

Al individuo le sentó tan mal la negativa, que se puso a disparatar contra él. Pero Gil

siguió hasta el monasterio, más dolido de la turbación de aquel hombre que de sus in-

jurias. Entregó el cántaro, tomó un jarro y corrió de nuevo a la fuente de San Sixto, lo

llenó hasta el borde y se lo llevó al hombre, diciéndole:

–El hombre se amansó, y le pidió perdón, y desde entonces le profesó devoción y

cariño.

O se dedicaba a cultivar un huerto, para lo que tenía mucha maña. Como en Fabriano.

Y de sus hortalizas le ofrecía a un hortelano vecino, que no lograba suerte con las suyas.

Y éste –un mal hombre– se negaba a tomárselas, pero aprovechaba las ausencias del

hermano Gil y se las robaba, hasta que fue descubierto por un tercero, que se lo repro-

chó duramente.

Hasta cuando peregrinaba se quería ganar el pan del día haciendo algo, aunque no

siempre lo conseguía, como cuando fue a Santiago, que dicen que no se le quitó el ham-

bre en todo el camino, y él la soportaba de buena gana. Un día, pidiendo limosna y sin

que nadie se la diera, llegó a una era en la que habían dejado unas habas sobrantes; le

supieron a gloria, y se tendió a descansar allí, y durmió como un bendito. Otro día se

encontró con uno aún más pobre que él, y, al no tener cosa que darle, se descosió la

capucha del hábito y se la regaló, para que se protegiera la cabeza contra la inclemencia,

y él tuvo la suya a la intemperie durante veinte días. Y en la aldea de Ficarolo, en la

Lombardía, a orillas del Po, un hombre se burló de él: el tal se dio cuenta de que era un

fraile y muerto de hambre, y le llamó. Gil corrió hacia él, pensando que le daría algo;

pero el otro sacó del bolsillo unos dados –juego y oficio de tahúres–, y, con un gesto de

burla le invitó a jugar con él. Gil reaccionó con su paz y su humildad:

–El Señor te perdone, hermano.

Ya estaba él habituado a estas chanzas de mal gusto.

Peregrino a Tierra Santa en 1215, tuvo que esperar en Bríndisi unos días a que la nave

se hiciera a la mar, y él se procuró un cántaro y se dedicó a aguador, voceando por las

calles:

–¿Quién quiere agua?

Con lo que le daban comían él y su compañero. En Accon (San Juan de Acre), otro

puerto en que su barco hizo una larga escala, se empleó también como vendedor de

agua, y como hacedor de espuertas de mimbre, y como enterrador de muertos, cargán-

dolos sobre sus hombros de la ciudad al cementerio.

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Nuestro Gil se hizo célebre en Rieti, por esto de no querer comer sin trabajar. En Rieti

se hallaba la corte papal, y, con ella, el señor Nicolás, cardenal de Túsculo, que apre-

ciaba y admiraba mucho al hermano Gil, el cual, por aquellos días, estaba también allí.

El cardenal le invitó insistentemente a que se alojara en su palacio y comiera a su mesa.

El hermano Gil aceptó lo primero, pero lo segundo no. Ante la insistencia del purpu-

rado, puso una condición: que comería lo que él se procurara con su trabajo o, si éste le

fallaba, de limosna, reforzando su decisión con una cita bíblica: Comerás del fruto de tu

trabajo, serás dichoso, te irá bien (Sal 127, 2). Aunque contrariado, el señor cardenal

aceptó, por no perderse el gusto de tenerlo; como contrapartida, le pidió que, aunque

fuera eso, lo comiera con él a su mesa, y el hermano Gil se lo prometió. Y cada jornada,

al amanecer, se ajustaba, con éste o con el otro, a varear olivas, y cosas semejantes. Y

cada mediodía, a su hora puntual, allí estaba nuestro hombre, sentado a la mesa carde-

nalicia y poniendo sobre ella los panes que le habían dado. Con ellos acompañaba el

buen yantar del purpurado, mientras los dos conversaban familiar y espiritualmente. Un

día amaneció lloviendo a jarros, y el cardenal le dijo alegre a su huésped:

–Hoy te conviene comer de mis platos, hermano Gil.

No lo conocía. Nuestro huésped se fue a la cocina, echó un vistazo y le dijo al oficial:

–Hermano, ¿cómo tienes tan sucia la cocina?

–Porque no tengo quien me la limpie.

Y el hermano Gil se convino con él en que le diera dos panes, y le dejó la cocina

como un oro. Y, a su hora, allí estaba a la mesa del cardenal el huésped con sus panes, y

con evidente regocijo suyo y contrariedad del anfitrión. El día siguiente amaneció ja-

rreando igual. Y el eminentísimo le dijo:

–Hoy sí tendrás que comer de mi menú, hermano.

Seguía sin conocerle. Nuestro hombre volvió a la cocina y le dijo al jefe:

–¿Cómo tienes sucios y roñosos esos cuchillos?

Y se comprometió a limpiárselos y afilárselos por otro par de panes. Y tampoco aquel

día se salió con la suya el cardenal de Túsculo. Y es que no había quien le ganara a

nuestro héroe en ingenio, ni en fidelidad a la letra y al espíritu de su Regla franciscana:

acudir “a la mesa del Señor” –la limosna– sólo cuando no se puede trabajar, y trabajar

sin afanes egoístas, para no caer en la ociosidad –“enemiga del alma”–, y contentán-

dose con lo justo para su necesidad. Sólo trabajaba con cierto afán cuando quería con-

seguir un hábito para algún fraile que lo necesitaba. Era feliz regalándoselo, pensando

que, pues el tal hermano lo tendría puesto hasta para dormir, “aquella limosna seguiría

orando por él día y noche”. Nadie más generoso y dichoso que un pobre evangélico.

Como este hermano Gil.

El trabajo de orar

El título anterior ha mirado tan sólo una cara de su trabajo: sus tareas manuales. Ahora

voy a presentar la otra cara de su dedicación, la que en el párrafo transcrito de la Regla

se expresa así: “Trabajen... en forma tal, que no apaguen el espíritu de la santa oración

y devoción, al cual todas las demás cosas temporales deben servir”. ¡Y vaya si nuestro

Gil tuvo en cuenta esa categoría de valores! Tanto, que hay que hacer aquí, de entrada,

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esta observación: al leer la amplia colección de sus célebres Dichos, yo iba haciendo

una elección de los referentes a la oración; pero ahora, al afrontar el tema, veo que son

tan numerosos, que tengo que decidirme por una selección, para no perder el ritmo ágil

que le quiero dar a esta obra narrativa; y con pena, pues voy a sacrificar muchos textos

que en sí –y como expresión de la psicología de su santidad– son muy interesantes.

También he dicho que este hermano Gil, si trabajaba a gusto, no lo hacía por el mero

gusto de trabajar, ni por lucro. Esa “prontitud, esmero y alegría” con que trabajaba, le

venía a él de la alegría, esmero y prontitud con que se dedicaba al trabajo con Dios, a la

oración. Rara vez se contrataba para todo el día, con el fin de que le quedara tiempo

holgado para la oración; y, si alguna vez se comprometía para la jornada entera, jamás

dejaba de tomarse su tiempo para el rezo ordenado de las Horas canónicas. Y los do-

mingos y festivos “iba a la iglesia muy temprano, y permanecía allí todo el día, ocu-

pado en pensamientos divinos”.

Este Gil captó muy bien desde el principio lo que luego afirmaría Sabatier: que el Po-

brecillo de Asís no fundó una religión de mendigos holgazanes ni de gentes desocu-

padas, sino una Orden trabajadora, en la que el peor vicio sería la ociosidad. El hermano

Gil no conoció ese mal ocio jamás; estaba siempre bien ocupado: o en una tarea manual,

o en la oración, o en la simple predicación franciscana: “Iba por el mundo, y a los

hombres y mujeres les exhortaba a que amaran y respetaran a Dios, y a que hiciesen

penitencia por sus pecados”. “A este hermano Gil no se le ve como especulativo, por-

que no lo era, sino como dinámico. Habla con todos como hombre concreto y práctico,

igual que San Francisco, para hacerse entender por los más sencillos y para dirigirlos

a Dios” (Matanic).

Pero ahora estamos hablando de su entrega a la oración. Verdadero trabajo, tan aban-

donado como imprescindible. Y no lo digo yo. Werner von Braun, el genial inventor de

los cohetes espaciales, escribía: “La oración puede llegar a ser un trabajo realmente

duro. Pero la verdad es que es el trabajo más importante que podemos realizar en el

momento actual”. Mira por dónde, nuestro hermano Gil opinaba lo mismo en su siglo

XIII: “Trabajo provechoso sobre todo otro trabajo es dedicarse seriamente a la ora-

ción y a practicar el bien”.

Le fue cobrando tal gusto a la oración, que cada vez le dedicó más horas.

Lo dejamos en Rieti, y en el palacio del cardenal de Túsculo. Y un día decidió des-

pegarse de allí y alzar el vuelo, como “peregrino y advenedizo” que quería ser, en fi-

delidad a la frase bíblica que Francisco estampó en su Regla (Gn 23, 4; 2 Re 4, 4). Y se

presentó al señor cardenal y le espetó:

–Quiero partir por esos mundos de Dios con mi compañero, y quiero también que sea

con tu bendición.

En aquel entonces, las residencias estables de los frailes eran poquísimas. Por eso el

cardenal, que lo apreciaba, se alarmó, pues además de dejarlo ir a la ventura, era in-

vierno. Y con su pena y compasión le contestó:

–¿A dónde vais a ir? ¡Si sois como unas aves sin nido!

Pero ellos partieron de Rieti, y, a la buena de Dios, llegaron hasta Deruta, pueblecito

cercano a Perusa, y pusieron su nido en el monte, arriba del pueblo, en una pequeña

choza, junto a una ermita.

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* * *

Los años, el ingenio y las luces del Señor hicieron de aquel aprendiz de Francisco un

maestro de oración, apreciado y solicitado por propios y ajenos. Simple, práctico, ins-

pirado, original; pero “antes de ser maestro de la espiritualidad franciscana, hay que

considerarlo como modelo de la misma” (Matanic).

Y empezaba a enseñar –como primera regla de oración– el recogimiento, el huir de la

superficialidad: “Muchas veces se pierde el fruto por las hojas, y el grano por la paja”.

Y a cultivar la presencia de Dios: “Así quiero yo que sea el Señor: que, cuando estoy en

el convento, esté conmigo; y cuando en el desierto, también; o si en una plaza o en un

bosque, lo mismo”. “No sabría decir yo si es más meritorio callar bien que hablar bien.

Y creo que el hombre debería tener el cuello de la grulla, para que sus palabras pasen

por muchos recodos antes de salir de la boca”. “¡Cuánta agua tendría el Tíber si no la

derramase de continuo!”.

Y animaba insistentemente a la perseverancia. Uno de sus principios era: “Cuanto

más intentes conocer, más encontrarás; y tanto menos, cuanto menos indagues”.

–A muchos se les da la gracia enseguida –le requiere uno, como quejándose–. ¿Por

qué a mí no?

–Trabaja fiel y devotamente –le responde Gil–. Lo que no te da Dios una vez, te lo

puede dar otra. Lo que no te da en un día, en una semana, o en un mes o en un año, te lo

puede dar otro día, u otra semana, u otro mes, u otro año. Pon tú en Dios humildemente

tu trabajo, y Dios pondrá en ti su gracia, según le plazca. Fíjate en el cuchillero: dale

que le das, dale que le das al metal, hasta que un último golpe lo deja perfecto.

–Igual nos llega la muerte –le confesó otro, con cierta vagancia pesimista– sin conocer

nuestro bien, sin una verdadera experiencia de Dios.

Y el hermano Gil le clavó como un dardo esta respuesta:

–Los peleteros entienden de pieles, los zapateros de zapatos, los herreros del hierro, y

así en los demás oficios. Pero ¿cómo puede uno conocer un arte en el que nunca se ha

empeñado? ¿Crees tú que los grandes señores dan grandes regalos a los tontos y a los

imbéciles?

Pero ese dardo verbal no era agudo más que en el ingenio. El instruía para animar. Por

ejemplo, a los que se desalentaban porque se distraían mucho en la oración. Uno le dijo:

–Se lee de San Bernardo que una vez rezó los siete salmos penitenciales sin una sola

distracción.

–Por mayor hazaña tengo yo –replicó el hermano Gil– el que sea atacada vigorosa-

mente una fortaleza, y que el de dentro la defienda constante y valientemente.

–¿Por qué –le consulta otro– le acometen al hombre más distracciones durante la

oración que en los otros tiempos?

Y el consultado responde con el ejemplo de uno que está en la corte para gestionar

algo contra su enemigo, y el enemigo pone en juego todas sus malas artes y mañas para

impedirlo. Por nada de eso hay que dejar la oración: sería como huir de la batalla.

* * *

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Sí, el trabajo manual estaba siempre para el hermano Gil muy por debajo del de la

oración. Y, como requisito para este trabajo de orar bien –y como acompañamiento y

fruto del mismo–, ponía él el trabajo de obrar bien: “Nadie puede llegar a la vida con-

templativa si antes no se ejercita fiel y devotamente en la vida activa, con esfuerzo y

preocupación”.

Un día le saludó un vagabundo:

–Hermano Gil, dame un consuelo.

–Esfuérzate por hacer algo bueno y tendrás tu consuelo.

Otro día le visitó un juez para consultarle sobre la mejora cristiana de su vida. Luego

de escucharle, nuestro Gil entabló con él un diálogo acuciante. Lo inició él:

–¿Crees que son grandes los dones de Dios?

–Lo creo –sentenció el juez.

–Pues yo te voy a probar que no crees.

Y, luego de dejarle unos instantes en el aire de la extrañeza, le volvió a preguntar:

–¿Cuánto valen tus bienes?

–Suponte que un millón de liras.

–Luego tengo razón, porque tú crees sólo de boquita. Si pudieras canjear tu millón por

cien millones, lo tendrías por un buen negocio; sin embargo, no eres capaz de dar tu mi-

llón por el reino de los cielos: por lo tanto, para ti, los bienes del cielo no valen nada

comparados con los de la tierra.

Y el juez, que no era tonto, le entendió rápido:

–Entonces, para ti, ¿la medida de la fe son las obras?

Y el hermano Gil se lo remachó:

–Si crees bien, obrarás bien. Así lo hicieron los santos. El hermano Gracián fue uno de los que trató con él más tiempo y con mayor intimi-

dad. En cierta ocasión le confió:

–Sé aconsejar y predicar a otros, y creo conocer lo que debo hacer. Pero, sabiendo

tantas cosas, ignoro a qué me debo aficionar para crecer en el agrado de Dios. Aconsé-

jame. A ti, ¿qué te parece?

Y el hermano Gil le sorprendió con esta solución:

–En nada agradarás más a Dios que en colgarte del pescuezo.

El hermano Gracián estaba habituado a la sabia agudeza de sus refranes; pero a éste le

daba vueltas y vueltas, sin entenderlo. Y una y otra vez le pidió al refranista que se lo

aclarara. Y el hermano Gil, para no tenerlo más en la tortura, al fin se lo explicó:

–El ahorcado no pende del cielo, pero sí está por encima de la tierra, y mira siempre

hacia abajo. Haz tú lo mismo. Ya que no estás en el cielo, puedes, sin embargo, elevarte

sobre las cosas terrenas, ejercitarte en buenas obras, sentir humildemente de ti y esperar

la misericordia de Dios.

* * * Tal es la filosofía de nuestro hombre sobre el trabajo, la ciencia y la oración. Se apro-

pia la sentencia de su maestro Francisco: “Tanto sabe el hombre cuanto pone por obra

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lo que sabe” (cf. EP 4); y la comenta: “Queremos saber mucho para los demás y poco

para nosotros mismos. Pero la Palabra de Dios no es del que la oye ni del que la dice,

sino de quien la practica”. A un predicador que se gloriaba de su gran ciencia, le dijo:

–Si uno poseyese la tierra entera y no la cultivase, ¿qué provecho sacaría? Pero si otro

no tuviera más que una pequeña parcela y la cultivase bien, sacaría fruto para sí y para

los demás.

Y a otro tal le endilgó lo mismo con un largo párrafo, al que puso como colofón uno

más de sus refranes: “Hay gran diferencia entre la oveja que bala y la que pace: la

misma que entre el que predica y el que obra”.

La grave crisis que conmovió a la Orden empezando por las directrices culturales del

hermano Elías, la dividió –digámoslo exageradamente, para entendernos– entre estu-

diosos y simples. Nuestro hermano Gil se contaba entre éstos. No que él menospreciara

la ciencia como tal, sino la que se cultivaba más que la oración y que la sencillez evan-

gélica. Afirmaba: “Más a gusto conocería yo a un solo doctor que enseñase espiritual-

mente que a cien que doctrinen sin reverencia ni devoción”. “¡Gran predicador es la

señora Humildad!”.

Ha llegado hasta nuestros días un grito suyo: “¡París, París, tú has matado a Asís!”

Nos ha llegado con esa gracia de la consonancia verbal. Él lo decía así: “¡París, París,

tú arruinas la Orden de San Francisco!” Y en esta otra forma, pues lo repetía muchas

veces, como desahogo de una espina clavada en su corazón: “¡París, París! ¿Por qué

destruyes la Orden de San Francisco?”.

Quede aquí esa espina como una constancia de que duele más aquello que más se

ama.

Su descanso divino

Al describir los primeros pasos apostólicos del hermano Gil en compañía de Fran-

cisco, anoté que “le quedaron unos pasos andariegos”. Ya se los hemos visto. Pero eso

fue... hasta que se los paró el Señor ante Él, para llevarle por sus más altos caminos;

aunque también es verdad que hasta en esta nueva fase de su vida absorta en Dios se iba

de eremitorio en eremitorio. Dedicado primero al trabajo manual, se fue aficionando

más y más al de la oración, hasta que acabó por dedicar todo su tiempo a la contem-

plación, que ya no fue trabajo para él, sino su descanso divino. Es decir, que conoció las

tres etapas progresivas de la más alta santidad: la vía purificadora o de conversión, la

vía iluminativa o de contemplación, y la vía unitiva, fusión con Dios en el éxtasis. Y

hasta se pueden marcar esos hitos con unas fechas concretas: su biógrafo apunta que, “a

los seis años de su conversión” –en 1215–, se dio en él ese cambio radical de vida, de la

oración a la contemplación; y que en 1226 le regaló el Señor con un éxtasis tal, que se

puede decir que ése fue ya su aire espiritual hasta la muerte. El mismo Celano, sin pre-

tenderlo, da fe de esa gradación: “El hermano Gil, varón sencillo y recto y temeroso de

Dios, a través de su larga vida, santa y justa y piadosamente vivida, nos dejó ejemplos

de trabajo manual, de vida solitaria y de santa contemplación” (1 Cel 25); y San Bue-

naventura lo presenta similarmente, con elevados términos místicos (cf. LM 3, 4). Su

biógrafo lo expresa más gráficamente: “Luego que el hermano Gil llegó a ser un hom-

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bre perfectísimo por los trabajos de su vida activa y por algunas aflicciones del es-

píritu, el Señor lo llevó al descanso y a la consolación de la vida contemplativa”. Com-

pletemos esos escuetos retratos de conjunto con este apunte psicológico de Sabatier:

“Carácter dulce y sumiso, era de los que tienen necesidad de apoyarse; pero, una vez

hallado y probado el apoyo, se elevan a veces tan alto como él. El alma pura del her-

mano Gil, llevada por la de Francisco, llegaría a saborear las delicias embriagadoras

de la contemplación con inaudito ardor”.

No extrañará, luego de lo leído, que, en el retrato modélico –singular y plural– del

hermano menor, el Pobrecillo atribuya al hermano Gil “la elevación del alma por la

contemplación, en sumo grado” (EP 85). Y el título de su Vida es también muy expre-

sivo: “Vida del hermano Gil, varón santísimo y contemplativo”.

¡Dichoso el nuevo hermano Gil! Vivía a lo divino. Decía: “La pureza de corazón ve a

Dios (cf. Mt 5, 8), la devoción se alimenta de Él”; “El que más ama, más anhela”;

“Contemplar es separarse de todo lo demás y unirse a Dios solo”. Y su biógrafo ates-

tigua: “Comía una sola vez al día, y muy poco”; “deseaba poder vivir alimentándose

sólo de hojas de árboles, para evitar el trato con los hombres, y emplear en eso el me-

nor tiempo posible. Mas, cuando volvía al grupo de los hermanos, venía presuroso y

alegre, alabando a Dios; y les decía, juntando unas palabras de San Bernardo con

otras de San Pablo: Ni la lengua puede decir, ni la letra puede explicar, ni cabe en el

corazón del hombre lo que el buen Dios ha preparado para aquellos que le quieren

amar” (cf. 1 Cor 2, 9). Le preguntó uno:

–Padre, ¿qué dicen los sabios sobre este modo de contemplación?

Y Gil se calla, y el otro insiste:

–Los sabios enseñan muchas cosas.

Y entonces nuestro Gil se le confía:

–¿Quieres que te diga lo que me parece a mí? La contemplación es fuego, unción,

éxtasis, contemplación, saboreo, descanso, gloria.

En esa rápida sucesión de vocablos, un teólogo místico tiene tema para describir con

acierto las siete escalas de una riquísima experiencia mística. El mismo hermano Gil las

explica con concisa propiedad.

* * *

En una cosa no imitó el hermano Gil a su maestro San Francisco: en el amor a las

criaturas y en su aprecio de ellas como escalas para subir a la contemplación del

Creador. Nuestro hombre llegó a decir esto, que suena a poco franciscano: “Guárdate

con sumo cuidado de mirar a hombres y mujeres (...) y hasta a las criaturas irraciona-

les, porque despiertan cierta curiosidad, y, así, roban el candor del corazón”. Pero ya

he escrito antes que por sí era buen psicólogo de los hombres y atento observador de las

cosas. Cuando su vida se estableció en la alta meseta de la contemplación, unos y otras

le importaron menos que su soledad con Dios. Oía de lejos a una codorniz, y le decía,

con el gracejo de su dialecto toscano:

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–Oh señora codorniz, quiero visitarte para que me enseñes a alabar a Dios. Pero no:

me parece que tú no dices la, la (allí, allí, y señalaba el cielo), sino qua, qua (aquí,

aquí, e indicaba la tierra).

Por el contrario, cuando oía a una paloma, exclamaba:

–¡Oh hermana paloma, qué hermoso gemido sabes producir!

Le importó tanto Dios, que le importó sólo Él: “El hombre espiritual evita las familia-

ridades –hoy diríamos las relaciones sociales– y desea estar solo”. Y lo repetía con

cierta rudeza de hombre de pueblo: “Los buenos religiosos son como los lobos: no sa-

len donde la gente sino forzados por una necesidad, y aun entonces lo hacen rápida-

mente, sin entretenerse”.

El hermano Bernardo, que admiraba y amaba mucho al hermano Gil, bromeaba sobre

él con alegre ironía:

–Este se está siempre tan ricamente cerrado en su cuarto, como una señorita.

Era entonces cuando el hermano Gil le contestaba con igual buen humor aquello de la

golondrina:

–No a todo hombre le es dado alimentarse al modo de las golondrinas, como al her-

mano Bernardo de Quintaval.

Este hermano Bernardo se chanceaba sobre él frecuentemente diciendo que era medio

hombre, pues trataba tan poco con ellos, para tratar con Dios. Y al mismo hermano Gil

le urgía, en tono amistosamente burlón:

–Anda, sal a los hombres, conversa con ellos, y ve a ganarte el pan y a procurar lo que

necesitan los frailes.

Pero, cuando Gil fue a visitar a Bernardo a la Porciúncula en su última enfermedad,

éste rogó a un fraile que le preparara un lugar retirado, para que se dedicara libremente a

la contemplación, y así se hizo.

Digamos –si hace falta–, en descargo de esta faceta extrema de nuestro biografiado,

que el mismo Pobrecillo fue amantísimo del retiro, con largas y absolutas soledades,

tanto en medio de la naturaleza como en su celda, cuando moraba en algún convento. Y

advertía a los hermanos que no perturbaran su aislamiento, y que, si no llegaba al re-

fectorio a la hora marcada, comieran sin esperarle a él.

Se llega a Gil un hermano que deseaba aprender a orar y le pregunta:

–¿Qué podía hacer yo para que mi oración le sea grata al Señor? Enséñamelo, por

favor.

Y Gil le contesta:

–Te lo voy a enseñar. Y te lo voy a enseñar cantando.

Y, tomando una vara y extendiendo su brazo, empieza a moverla como arco de violín,

al mismo tiempo que pasea en la huerta de aquí para allá, mientras canta juglaresca-

mente una y otra vez:

–La una para el uno, la una para el uno.

Al cabo de su canto y su paseo, le dice:

–Haz esto y agradarás a Dios.

Pero el otro le confía:

–Francamente, no te entiendo.

Y entonces el hermano Gil añade:

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–Una y sola, el alma debe entregarse –sin intervalo, sin intermedio– al Uno, a Dios,

sólo a Dios.

Aquí es donde hay que buscar el secreto de esta ebria afición orante de nuestro her-

mano Gil. Constituía su obsesión. Contaba él con un hermano que, además, era muy su

amigo, por la intimidad con que se trataban.

–¿Crees que yo te quiero a ti? –le dijo un día Gil.

Y el otro respondió:

–Sí, lo creo.

–Pues no lo creas, porque sólo el Creador ama de verdad a la criatura, y el amor de la

criatura es nada, comparado con el amor del Creador.

En la oración, y fuera de la oración, exclamaba esto que sí aprendió de su padre Po-

brecillo: “¿Quién eres Tú, a quien yo suplico, y quién soy yo, el suplicante? Yo, un saco

de basura, y un gusanito; Tú, el Señor del cielo y de la tierra”. Decía también: “Cuanto

han dicho o digan sobre Dios todos los sabios y todos los santos, resulta nada para lo

que es: como la punta de un alfiler en comparación con el cielo, la tierra y todas las

criaturas que en ellos hay, y mil veces más que fueran. Y toda la Sagrada Escritura nos

habla de Dios como balbuciendo, como una madre balbucea con su hijo pequeñuelo,

pues de otro modo éste no la podría entender”.

Le visitan por su fama y con devoción, en el eremitorio de Cetona, dos sabios domi-

nicos. Uno de ellos, en el curso de la conversación, comenta:

–Padre: cosas magníficas y sublimes nos dejó escritas San Juan Evangelista, hasta no

poder más.

–Carísimo hermano –le corta Gil–: San Juan no nos ha dicho de Dios nada.

Estupefacto, el dominico le replica:

–¡Cuidado, hermano carísimo! ¿Qué estás diciendo? El mismo San Agustín afirma

que, si San Juan Evangelista hubiese hablado más sublimemente, nadie en la tierra le

entendería. No digas, pues, que no dice nada.

Pero el hermano Gil porfía:

–Una y mil veces os digo que San Juan no dice nada sobre Dios.

Y los doctos y buenos dominicos montan en santa cólera, le vuelven la espalda, y se

van con gestos de escándalo, ante lo que consideran una imbecilidad. Cuando ya están

alejándose, nuestro hombre los hace llamar. Y vuelven. Y les dice:

–¿Veis esa montaña? Pues, si existiese un monte tan grande como ése, pero hecho

todo él de semillas de alpiste o de mijo, y al pie del monte estuviera un pajarillo co-

miéndoselo, ¿cuánto pensáis que lo achicaría en un día, o en un mes, o en un año... y

hasta en cien años?

–Ni en mil tampoco –responden los dominicos.

–Pues lo mismo: tan inmensa y sempiterna es la Divinidad –tan enorme montaña–,

que San Juan no fue en su comparación más que un pajarillo; no dice nada, para lo que

es la grandeza de Dios.

Y el airado escándalo de los sabios se muda en grata sorpresa admirativa. Se deshacen

en atenciones para con él, y se despiden suplicándole que ruegue por ellos al Altísimo.

Un iletrado les había enseñado, en términos tan llanos como irrebatibles, lo mismo que

ya enseñaba aquel San Agustín a quien ellos habían citado: que las mejores definiciones

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de Dios se dan por negaciones: Dios no es hermoso, sino infinitamente más hermoso de

lo que nosotros entendemos por hermoso (ni inmenso, ni santo, etc.).

En la sublimidad del éxtasis

La belleza de la tierra más parecida a la belleza del Cielo es el éxtasis; como que es un

anticipo de la misma. Ya he adelantado que se la regaló Dios –y no avaramente– a

nuestro hombre. Ahora vamos a verlo circunstanciadamente.

He aquí la definición escueta de Salimbene: “Hombre de grandes éxtasis y verdadera-

mente santo”. Pero valga por todos el testimonio de San Buenaventura: “El santo padre

Gil, varón lleno de Dios y digno de gloriosa memoria, destacó en el ejercicio de subli-

mes virtudes, tal como había predicho de él el Siervo del Señor, Francisco; y, aunque

sencillo y sin letras, fue elevado a la cumbre de una alta contemplación. Entregado por

largos y continuos espacios de tiempo a dejarse ascender por Dios, con Dios y en

Dios, de tal modo era arrebatado hasta Él con frecuentes éxtasis, que su vida parecía

más angélica que humana. Yo mismo lo presencié, y puedo dar fe de ello”.53

En su pri-

mer capítulo, las Florecillas presentan a los primeros seguidores de Francisco, y em-

piezan por nuestro hermano Gil, con este elogio: “Fue arrebatado hasta el tercer cielo,

como San Pablo”.

He indicado, al comienzo del título anterior, que la primera de esas maravillosas expe-

riencias de Dios fue en 1215, a los seis años de su conversión franciscana. En el ere-

mitorio de Fabriano, en la llanura de Perusa. Estaba orando fervorosamente, cual solía,

cuando se sintió como un frasco repleto del bálsamo dulcísimo del amor del Señor: era

como si Éste le fuera sacando el alma del cuerpo, para que viera con plena lucidez las

recónditas bellezas de la Divinidad. Y, a la par que su alma subía, comenzó a expe-

rimentar que el cuerpo se le iba muriendo, desprendiendo, empezando por los pies hasta

lo más alto. Y estando el alma fuera del cuerpo –según le parecía–, el Espíritu Santo le

iluminó para que la viera y gozara de verla tal como Él la había agraciado: finísima,

resplandeciente, bellísima. Ni cercano a la muerte consintió él en descubrir más detalles.

Pero “su gran éxtasis” fue nueve años después, a pocos meses de la muerte de San

Francisco, por la Navidad de 1226, en el eremitorio de Cetona, también cerca de Perusa.

Se retiró a él con el compañero de su mayor confianza, al que había educado él mismo

desde su juventud; se recogió allí para una cuaresma preparatoria de la Navidad del

Señor. Los últimos días se los pasó velando día y noche en una oración devotísima y

ardorosa. ¡Y se le apareció el Señor Jesucristo, al que vio con los ojos de su carne! En

aquel momento se vio embriagado de tal perfume en el alma y tal dulzura en el corazón,

que le parecía agonizar de gozo, y que en cualquier instante llegaría a perecer, incapaz

de soportar tanta delicia. Y se puso a clamar irreprimiblemente, con unas voces que

53

(3) LM 3, 4. En gracia al lector común, he traducido ampliada, en cursiva, la palabra sursumactio, pri-

vativa de San Buenaventura; suele traducirse por sobreelevación, y expresa todo el proceso místico, desde

la elevación del alma sobre las cosas y sobre sí misma hasta la unión suprema con Dios en el amor extá-

tico.

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pusieron temblor en los corazones de los hermanos que se las oyeron. Uno de ellos

corrió a buscar al compañero amigo, y le urgió:

–¡Ven, vuela, que el hermano Gil se muere!

Y el amigo corrió donde él como una exhalación, y le dijo:

–¿Qué te sucede, padre?

–Ven, hijo, ven, que deseaba verte.

Y compartió anhelosamente con él cuanto le había acaecido.

Este éxtasis, con intermitencias, le duró desde tres días antes de la Navidad hasta la

Epifanía: dos largas semanas de paraíso. Y a él le parecía excesivo, y hasta insoportable,

y le suplicaba al Señor que se lo quitara, porque él –pecador, rudo, simple e inculto– no

valía para esto; pero cuanto él se confesaba más indigno, más derramaba el Señor en él

el regalo dulcísimo de su gracia. De este fenómeno místico escribe Matanic: “El mismo

hermano Gil llama a este acontecimiento su Pentecostés: una venida del Espíritu Santo

sobre él, como sobre los apóstoles; lo consideraba como su cuarto y último nacimiento.

Probablemente se trató de una doble visión: es decir, de la contemplación infusa unida

a la visión sensible”.

A partir de aquella aparición, el hermano Gil se extasiaba por nada, y buscaba con

ahínco la soledad; apenas salía de su celda. Mas no podía disimular tanta gracia del

Señor. Y en cuanto se le hablaba de Dios, o de la gloria y felicidad del paraíso, inme-

diatamente era raptado por el éxtasis, y permanecía largo tiempo ajeno a todo lo cir-

cunstante. Y sucedió que los pastores y los niños, sabedores de tal fenómeno, se diver-

tían con él: en cuanto lo veían, le voceaban:

–¡Paraíso, paraíso!

Y el hermano Gil, literalmente, se extasiaba. A la inversa, los hermanos que deseaban

gozar de su trato, evitaban la palabra “paraíso”, por no perder su conversación con su

rapto. El se fue retrayendo de unos y de otros, y se justificaba con sus refranes: “Quien

mejor trata el negocio de su alma, mejor provee también al bien de los demás”; “Por

un pequeño descuido se puede perder una gran gracia, y sin remedio, como los que jue-

gan a los dados, que por un solo punto pueden perder todas las ganancias anteriores”.

Nuestro hombre, así, llegó a estar más colgado del cielo que pisando la tierra, él, que

tanto la había trabajado y pateado antes. Y se decía a sí mismo, con acento de humilde

confusión: “Hasta ahora iba donde me placía y hacía lo que quería, trabajando con

mis manos. Pero, ahora y en adelante, no puedo obrar como acostumbraba, y, sin em-

bargo, siento dentro de mí que conviene que lo haga. Y esto me trae lleno de temor, al

pensar que me puedan pedir algo que yo no sea capaz de dárselo”. De esa ansiedad le

sacó un compañero:

–Está bien que desconfíes siempre de ti mismo, pero pensando siempre con confianza:

Aquel que le da a uno una gracia, le da también el saber conservarla.

El compañero acertó: los miedos de un refrán, con otro refrán se quitan; le arrancó la

espina de la inquietud, volviéndolo a la plena paz.

Sí: era del todo otro. Antes cultivaba, como la mejor flor de su espíritu, el ansia del

martirio: ¡dar la vida por Cristo, como Cristo la dio por él! Para lograrlo había viajado a

Túnez, con la obediencia de Francisco. Ahora, no. Ahora conocía otra muerte y otra

vida: la muerte a sí mismo, la vida con Dios. Y exclamaba:

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–Me alegro de que entonces no me hubieran martirizado.

¡Bendita Navidad aquélla de 1226! De verdad que nuestro hermano Gil renació con

Jesús en ella. Empezó a vivir como un bienaventurado. Llegó a decir, refiriéndose a sí

mismo:

–Sé de un hombre que ha visto a Dios tan claramente, que ha perdido del todo lo fe.

Viéndole tan divino, otro compañero comentaba:

–Lleva en su interior deliciosamente al Hijo de la Virgen.

Desde aquella Navidad de Cetona, y durante los treinta y un años que le quedaron de

vida, nuestro hombre consideró aquel lugar como el más reverenciable del mundo.

Habría que decir mucho más sobre este tema, con sus refranes y sus hechos. Escoja-

mos.

El hermano Santiago de Massa, santo varón, que gozó del aprecio y la amistad de San

Francisco y Santa Clara, gozó también de la experiencia del éxtasis. Un día quiso acon-

sejarse con el hermano Gil:

–¿Qué he de hacer cuando Dios me arrebata de esa manera?

–No pongas ni quites, y huye de la gente lo más que puedas.

–¿Qué quieres decir, hermano?

–Cuando el alma es introducida en ese glorioso resplandor de la divina bondad, si

quiere guardar esa gracia y acrecentarla, no debe añadir un ápice por la confianza en sí

misma, ni restarle nada con su negligencia; y debe amar la soledad cuanto pueda.

Y otra vez fue el hermano Gil donde se hallaba el hermano Buenaventura, entonces

Ministro General de la Orden, y le dijo:

Padre mío: a ti, el Señor te ha enriquecido con muchos dones y gracias. Pero nosotros,

ignorantes y sin letras, ¿qué podemos hacer para salvarnos?

El hermano Buenaventura le contestó:

–Aunque Dios le diera al hombre una sola gracia, la de poder amarle, con eso le bas-

taría.

Nuestro Gil, con un poco de atrevimiento en su agudeza natural, volvió a preguntarle:

–¿Puede un analfabeto amar a Dios tanto como un letrado?

Y el perspicaz Buenaventura enhebró el mismo hilo del lenguaje figurado:

–Una viejecita puede amarle más que un maestro en teología.

Y entonces el hermano Gil, inconteniblemente jubiloso, salió a la huerta conventual,

que era como un balcón sobre la ciudad, y, de cara a ella, se puso a gritar:

–¡Tú, vieja pobrecilla, simple y analfabeta, ama a Dios, y podrás ser mayor que el her-

mano Buenaventura!

Y se extasió, y permaneció en su rapto, deliciosamente inmóvil, durante tres horas.

Sería una de las ocasiones en que San Buenaventura fue testigo de sus éxtasis.

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Final penoso y bendito

Con tanto fenómeno místico relatado de seguido, hay el peligro de que nos quede una

idea falsa del conjunto de la vida del hermano Gil, aun desde lo que él llamaba su nuevo

nacimiento y yo he presentado como la segunda etapa de su vida. El haber puesto sus

éxtasis juntos, y lo último, ha sido “por conveniencias del guión”. Porque a él, en todo

el camino de su vida, no le faltaron las pruebas, ni los disgustos, ni las congojas, ni los

dolores. Y en su postrer año se le agudizaron. El Maligno se cebó en él como a la

desesperada, y le dirigió fuertes ataques psicológicos y hasta físicos. Sufrido y angus-

tiado, se desahogaba con su fiel compañero:

–¿Por qué se empeña tanto el diablo en estorbar los beneficios de Dios? Y, si eso

fuese una que otra vez, sería soportable. Pero ten la seguridad de que, cuanto más lucha

él contra Dios intentando quitarme la paz, mayor ha de ser su derrota.

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Así lo soportaba él todo: con entereza, confianza y paciencia; y decía:

–El comienzo de mi servicio a Dios no fue mío, sino de Dios. De Dios será igual-

mente mi fin, por su misericordia. El diablo no ha de poder más que Él.

Pero eso, a veces, no suprimía los días –y más aún las noches– de sus angustias mor-

tales, y, al volver a su celda, decía con un suspiro:

–Ahora espero mi martirio.

Experimentaba su debilidad, pasaba su Getsemaní, subía su Calvario. Era Dios, que le

estaba purificando. Y no perdió su ingenio ni su fervor. Repetía a uno y a otro:

–¿Qué te parece que es esto, hermano? He dado con un tesoro tan grande, tan precio-

sísimo, que mi lengua de carne no sabe describir ni ponderar. A ti, ¿qué te parece? Si el

Señor te ilumina, dímelo.

Lo decía con fuego, y como borracho de amor divino. Y los otros no acertaban a con-

testarle: no sabían si decirle que era su unión con Dios en la oración, o si era su gozo

por el pronto abrazo con Cristo en el cielo, porque preveía cercana su muerte. Y, cuando

le instaban a comer, respondía con una sonrisa iluminada:

–Conmigo tengo, hermano, la mejor comida.

Y, cuando alguno le recordaba que San Francisco decía que “el siervo de Dios debe-

ría desear coronar su vida con el martirio”, repetía:

–No quiero mejor muerte que la de la contemplación de Dios.

Los ciudadanos de Perusa se preocuparon. Tantos años en su ciudad, lo tenían como

“su santo”. Y destacaron un piquete permanente de soldados para que nadie pudiera

arrebatarles aquella reliquia de su cuerpo, como habían hecho los de Asís con Francisco.

El hubiera preferido que le llevaran a enterrar en la Porciúncula, pero dejaba hacer. Y

hasta se metió a profeta y encargó a los frailes:

–Decid a los de Perusa que por mí no han de sonar las campanas, ni por grandes mila-

gros ni por mi canonización. No se dará otro signo que el de Jonás (Mt 12, 39).

Cuando se enteraron de ese anuncio con resonancia profética, los perusinos comenta-

ron:

–Pues, aunque no sea canonizado, nosotros lo queremos para nosotros.

Contaba setenta y dos años. Su estado se fue agravando. Fiebre alta, mucha tos, tenso

dolor de cabeza, premiosa opresión en el pecho; sin poder comer, ni dormir, ni descan-

sar. Tenían que incorporarlo sobre el lecho, para que encontrara algún alivio. Al sentir

llegada su agonía, “lo tendieron en su pobre yacija. Y con toda serenidad, sin un rictus

ni espasmo, con los ojos y los labios sellados –como guardando celosamente su tesoro

interior–, aquella alma santísima, liberada de la carne, fue arrebatada al paraíso”.

Así describe su muerte el biógrafo. Era el 23 de abril de 1262, fiesta de San Jorge, la

misma fecha de su nacimiento franciscano en la Porciúncula, hacía cincuenta y cuatro

años. Con él, en la fiesta de “el más santo de los caballeros y el más caballero de los

santos”, moría el más idealista de los que el juglar Pobrecillo llamaba “los Caballeros

de su Tabla Redonda”.

Fue sepultado en el mismo eremitorio del Monte, cerca de la ciudad. Los perusinos,

buscando unos mármoles para construirle un sepulcro digno, dieron con un túmulo en el

que figuraba la historia de Jonás, y entonces interpretaron las palabras proféticas de este

bendito hermano Gil: el signo bíblico, dado por Jesús como anuncio de su resurrección,

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le sirvió a él para expresar que su vida eterna con Cristo era la única gloria póstuma que

le interesaba. Posteriormente se levantó una hermosa iglesia en el mismo lugar en que

había recibido tantos favores celestiales, utilizando en la construcción las piedras de su

celda y la madera de un árbol cercano, bajo el cual se había encontrado extáticamente

con Cristo tantas veces.

Su culto como Beato fue reconocido por Pío VI en 1777, fijando su fiesta para la Or-

den el 23 de abril, fecha inicial y terminal de este genuino primitivo franciscano.

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EPÍLOGO III

LA PRINCESA CRISTINA DE NORUEGA

Y SU DEFUNCIÓN EN ESTE AÑO 1262

A Kristina de Noruega (que también trascribimos como Cristina, con C de Castilla),

esposa por unos años del infante Felipe de Castilla, hijo de Fernando III el Santo y her-

mano de Alfonso X el Sabio, nos vamos a referir en este epílogo, coincidente con su

defunción, el epílogo de su vida, a la postre desafortunada, en 1262.54

No es ésta la pri-

mera vez que nos referimos a esta princesa.

Conocerás Sevilla y vivirás en ella, la ciudad más hermosa, placida y luminosa del

mundo, le dijeron, en un palacio que construyeron los exóticos moros, con jardines y

aguas corrientes por donde abundan paseantes criaturas prodigiosas y maravillosas: as-

nos listados y caballos con cuellos como torreones, con árboles de los que brotan joyas

y pájaros que estallan en llamas al ser tocados, con galerías y patios de arrayanes, fas-

tuosos zócalos de mármol flanqueados de naranjos y otros cítricos de agrios frutos,

donde los días giran sobre sí mismos hasta el atardecer y sólo se oye el susurro de las

fuentes...

Todo eso puede que le sonara muy bien a la joven Cristina, princesa nórdica. Pero está

claro que si Kristina de Noruega hubiera sabido, al partir de Tönsberg, una cálida ma-

ñana de 1257, que cuatro años después iba a morir en Sevilla, ciudad de ensueño que le

describían, nunca habría salido de su país. Realmente no pudo escoger, pues así eran las

cosas en pleno siglo XIII, cuando una princesa no tenía nada que decir ni que decidir

acerca de su futuro.

La alianza de 1256 entre Castilla y Noruega es una prueba de cómo la casa reinante

castellana fue consciente de la importancia de aproximarse a otras dinastías (y dejarse

aproximar por ellas) para conseguir por la vía matrimonial otro apoyo más en la carrera

de Alfonso X el Sabio por obtener el trono del Sacro Imperio Romano Germánico. Por

su parte, el rey noruego Haakon IV, padre de Kristina, también tuvo razones para aliarse

con el monarca hispano: las dificultades en el comercio de su reino con la ciudad

imperial de Lübeck, que le abastecía de trigo; y el afianzarse como reino cristiano y de

paz después de las tan prolongadas guerras civiles noruegas.

El viaje de la princesa desde su tierra natal hasta Valladolid está descrito con bastante

detalle en una saga islandesa y ha sido tratado por el historiador castellonense Vicente

Almazán (muerto en 2006). En el verano de 1257, doña Cristina y un séquito de más de

cien hombres y muchas nobles damas abandonaron Tönsberg con el fin de que la prin-

cesa contrajese matrimonio en tierras castellanas. Alfonso X pretendía casarla con un

hermano suyo, aunque no estaba decidido con cuál. La nave en la que viajaba la prin-

cesa iba cargada con una espléndida dote de oro y plata quemada, pieles blancas y grises

y otros artículos preciosos. Navegan hasta Yarmouth, en Inglaterra, y ahí cruzan hasta

54

Cf. Los escarpines de Kristina de Noruega, novela de Cristina Sánchez-Andrade, de Roca Editorial,

2010.

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~ 53 ~

Normandía, donde desembarcan, compran más de setenta caballos y se dirigen a visitar

al rey francés, Luis IX (San Luis).

Cuando el rey francés se entera de que tenían previsto seguir por mar, les aconseja que

no lo hagan por la ruta occidental de Gascuña. Les explica que allí hay piratas sarra-

cenos que no dudarán en asaltar el barco, robar todo lo que encuentren, matar a los hom-

bres y violar a las mujeres. Les insta a viajar por tierra firme a través de su reino, y les

ofrece un guía. El otoño ha comenzado, las noches son frías y aquí comienza la parte

más dura del viaje. Castillos, aldeas y monasterios van quedando atrás; a veces encuen-

tran algún oscuro lugar donde hospedarse, pero suelen dormir bajo las estrellas. El guía

les acompaña todo el camino hasta la ciudad de Narbona y de ahí pasan a Gerona.

El recibimiento fue espectacular: “En cuanto el conde oyó que llegaba la princesa

Cristina salió a caballo hasta dos millas fuera de la ciudad, llevando a su lado a un

obispo y 300 hombres...”. Lo mismo ocurrió cuando el cortejo noruego se aproximó a

Barcelona. Jaime I de Aragón le salió al encuentro con tres obispos y un enorme séquito

a tres millas de llegar, saludándola con los mayores honores. Allí les dio hospedaje y to-

da clase de atenciones durante dos días.

Por cierto que la saga cuenta que el galante rey aragonés quedó prendado de la belleza

de la joven princesa y que llegó a proponerle matrimonio. Estaba claro que los intereses

noruegos no iban por el influyente conquistador Jaime I, también ya algo mayor, sino

por el objetivo primordial de la alianza: la vinculación con el emperador de Occidente,

que les podría favorecer en el control sobre Lübeck y el cereal del Báltico.

Desde Cataluña se dirigió la princesa noruega a Castilla. En Soria fue recibida el 22

de diciembre (de ese año 1257) por el obispo del lugar (Agustín) y por el infante don

Luis.55

Por esas tierras yermas, cuajadas de flores blancas y pequeñas colinas, siguen

cabalgando hasta llegar a Burgos. Es víspera de Nochebuena y se hospedan en el her-

mosísimo y digno monasterio real de las Huelgas (le explican que se llama así por ser el

lugar de descanso, que en castellano se dice “huelga”, de los abuelos de Alfonso X).

Allí les recibe doña Berenguela, abadesa del convento y hermana del rey.

Por aquella época, este bello monasterio de monjas cistercienses, que hoy alberga un

importantísimo museo de telas medievales, era cabeza y matriz de todos los conventos

femeninos del Císter, así como panteón, residencia y escenario de los actos sociales más

sobresalientes de la familia real. En la ciudad de Burgos participaron en la santa misa, y

la princesa Kristina tuvo a bien regalar un cáliz de oro del ajuar que traía para la nueva

catedral que se estaba construyendo (la primera piedra se puso en 1221), de la que dijo

ser la mayor maravilla hecha por el hombre que jamás habían visto sus ojos. Por su

parte, la hermana del rey le hace entrega de “una silla de montar para dama, así como

un dosel igual al que ella usaba como abadesa del monasterio”.

Alfonso X, que se encontraba en Valladolid celebrando nuevas Cortes, va al encuentro

de la princesa Cristina hasta Palencia y el 4 de enero de 1258 la acompaña a Valladolid,

donde es recibida con grandes muestras de afecto por todo el pueblo, la nobleza y el

55

Hermanastro de Alfonso X, hijo de Fernando III y de Juana de Ponthieu, nacido en 1242 y muerto en

1269 (probablemente), señor de Marchena (Sevilla) y Zuheros (Córdoba), que se casó con Juana Gómez

de Manzanedo.

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clero. A las Cortes solían asistir los miembros de la familia (esposa, hermanos e hijos

del rey), de tal manera que Alfonso tuvo la oportunidad de presentar a sus hermanos

casaderos (sobre todo Fadrique y Felipe, aunque también Sancho) a la joven princesa.

Siguiendo el consejo de sus acompañantes, Cristina escogió a don Felipe, arzobispo

electo de Sevilla sin vocación eclesiástica, pero buen cazador de osos y jabalíes. El

Miércoles de Ceniza (6 de febrero) se celebraron los esponsales en Valladolid, y el ma-

trimonio, el 31 de marzo, segundo domingo de Pascua.

Después de los desposorios y de la boda, la pareja se trasladó a Sevilla, ciudad muy

cortesana tras su reconquista por Fernando III en 1248. Era por entonces una hermosa

ciudad mora de apretado caserío y larga raigambre histórica, codiciada por su clima

benigno, los higos dulces del monte Ibal al-Rahma, los murmullos del Guadalquivir y

especialmente por sus mujeres de boca grande y ojos negros.

Por lo poco que sabemos, fue un matrimonio feliz, pero breve. Cristina murió cuatro

años después sin dejar descendencia, algunos dicen que de meningitis (en su sarcófago

se encontró una receta para tratar el mal de oído con “xugo de ajo”), y otros, versio-

nando romanticismo, que de melancolía, al no haber podido adaptarse a unas costum-

bres, un clima y unas gentes tan distintos a los suyos. Fue enterrada finalmente en un

sarcófago muy sencillo en el claustro de la colegiata de Covarrubias (última parada de

este asombroso viaje), de la que había sido abad su esposo, y donde aún hoy siguen

llegando devotos y atraídos simpatizantes a rendirle homenaje.

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~ 56 ~

EPÍLOGO IV

LA CONQUISTA DE NIEBLA POR EL REY ALFONSO X

Este epílogo tiene su correspondencia con el trabajo de Alejandro García Sanjuán, de

la Universidad de Huelva, realizado con la ayuda de una Beca Postdoctoral de la Fun-

dación Caja Madrid.56

1.- Introducción.

La conquista de Niebla en el año 660 de la Hégira y 1262 de nuestra era cristiana por

el rey Alfonso X (1252-1284) puso fin a los históricos cinco siglos y medio de dominio

andalusí de esta población desde la sumisión de Abdalaziz ibn Musa en el año 94 de la

Hégira y 713 de nuestra era, en los comienzos de invadirnos la irrupción islámica en la

Península Ibérica. Se trata, por lo tanto, de un episodio de gran relevancia en el devenir

histórico de esta localidad, que ya desde época visigoda fue el principal núcleo urbano

del territorio onubense, condición que mantuvo durante toda la Edad Media. En efecto,

si entre las dos fechas citadas Niebla fue la capital de una de las coras más importantes

del Occidente de Al-Ándalus, tras la conquista castellana siguió manteniendo el mismo

papel, ahora como el mayor de los concejos de realengo de la zona más occidental de la

actual Andalucía.

Aquí nos proponemos presentar un estudio global y específico de este hecho histórico,

partiendo del análisis de las circunstancias geopolíticas en las que se produjo y tomando

como base el conjunto de informaciones que aportan al respecto las distintas fuentes,

castellanas y árabes, cronísticas y documentales. Aunque dedicamos el primer apartado

a los aspectos relacionados con dichas fuentes, podemos adelantar que, dentro del con-

junto de informaciones que las mismas suministran, hay ciertos detalles o aspectos que

no coinciden, lo que obliga a realizar un detenido contraste de todos los datos para po-

der interpretar los hechos. Así pues, uno de nuestros propósitos ha sido el de mostrar

esas divergencias, tratando de señalar las diferentes opciones que al hilo de ellas se sus-

citan. Asimismo, incluimos el manejo de cierta información procedente de fuentes ára-

bes que, hasta el momento, no había sido tomada en consideración en trabajos prece-

dentes, tanto en los específicamente dedicados a la Niebla islámica como en otros en los

que se aborda la política de Alfonso X, algunos de los cuales serán citados a lo largo del

presente trabajo. Bien es cierto que no se trata de testimonios decisivos, en el sentido de

que cambien por completo nuestra perspectiva de los hechos o proporcionen datos muy

novedosos, pero desde luego su aportación debe ser tenida en cuenta a la hora de abor-

dar un tratamiento global de la cuestión.

56

https://revistascientificas.us.es/index.php/HID/article/viewFile/4334/3778. Por lo general omitimos en

este epílogo las notas a pie de página del pdf obtenido, salvo que sea de necesidad o conveniente interés.

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~ 57 ~

2.- La aportación de las fuentes.

Las fuentes escritas para el estudio de la conquista de Niebla son variadas en cuanto a

su procedencia, naturaleza y contenido, aunque, por otro lado, el conjunto de las mismas

no resulta excesivamente abundante. Partiendo de ese carácter heterogéneo, debemos

establecer una clasificación inicial de las fuentes, para lo cual podemos adoptar distintos

criterios. En primer lugar, en función de su naturaleza, hay que distinguir entre fuentes

narrativas y documentales. Por otro lado, tomando en consideración su procedencia, dis-

ponemos de fuentes árabes y castellanas. Ambos aspectos, procedencia y naturaleza,

han de ser apreciados en relación con el propio contenido de la información, de manera

que la valoración global de cada dato debe ser el resultado de la confluencia de dos as-

pectos: procedencia y naturaleza de la fuente que lo suministra y su contrastación dentro

del contexto de los hechos analizados.

Respecto a su contenido, ese conjunto de fuentes nos transmiten un cúmulo de refe-

rencias que, en algunos casos, presentan variantes entre sí sobre cuestiones determina-

das, llegando incluso, a veces, resultar netamente contradictorias. Ello obliga a adoptar

una postura crítica, siendo necesario contrastar los diversos aspectos relativos a la con-

quista y, además, tratar de jerarquizar, en función de su mayor o menor fiabilidad, los

datos que proporcionan. A este respecto, es indudable que el carácter neutro de los tes-

timonios documentales les otorga una mayor fiabilidad. Por su parte, las crónicas pre-

sentan el consabido inconveniente de su carácter muy elaborado y directamente depen-

diente del poder político, aunque también es cierto que, al presentar los hechos en forma

de secuencia narrativa, resultan más descriptivas y permiten insertarlos en un contexto

determinado.

2. 1.- Fuentes castellanas: el relato de la Crónica de Alfonso X.

En cuanto a las fuentes castellanas, el primer aspecto a destacar es el de su superiori-

dad cuantitativa frente a las árabes, ya que aportan un mayor número de datos. Por lo

que se refiere a su naturaleza, debemos distinguir en ellas entre las narrativas y las do-

cumentales. Respecto al primer grupo, sin duda el testimonio más relevante lo consti-

tuye el relato procedente de la Crónica de Alfonso X, cuyo capítulo VI está íntegra-

mente dedicado a la narración del cerco de Niebla, bajo el epígrafe “De commo el rey

don Alfonso çercó a Niebla e la ganó por consejo de dos frayles e de commo ganó el

Algarbe”. Hasta hace muy poco tiempo sólo disponíamos de la vieja edición de C.

Rosell (Madrid, 1953), que incluye varios errores derivados del propio manuscrito de

base, alguno de ellos relacionado con la cuestión que nos ocupa, como veremos más

adelante. Por fortuna, existe hoy una moderna edición, realizada por M. González Ji-

ménez (Murcia, 1999), en la que dichos equívocos han quedado subsanados, lo cual re-

dunda en un mejor aprovechamiento de dicha Crónica.

Por desgracia, no se trata de una fuente contemporánea a los hechos, ya que fue re-

dactada varios años después de la muerte de Alfonso X, durante el reinado de Alfonso

XI (1312-1350), siendo por lo demás patentes los problemas de cronología que la

misma plantea. A pesar de ser un texto bien conocido y de su relativa amplitud, hemos

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~ 58 ~

optado por reproducirlo de forma íntegra, siguiendo la edición moderna, por un lado

teniendo en cuenta su gran relevancia para el tema que nos ocupa y por otro debido a

que, de esta forma, además, evitaremos tener que citarlo cada vez que aludamos a él:57

“En el anno quinto deste reynado deste rey don Alfonso, que fue en la era de

mill e dozientos e nouenta e cinco annos et que andaua la era del nasçimiento de

Nuestro Sennor Ihesu Christo en mill e dozientos e çinquenta e syete annos, des-

pués que ouo asosegado algunas cosas que la estoria ha contado, cató manera

por se trabajar en seruicio de Dios et ensalçamiento de la fee católica e acres-

centamiento de sus reynos. E porque el Algarbe tenían todos los moros e la ca-

beça desto era Niebla, de que era entonces sennor un moro que dezían Abén

Mefod, el rey mandó llamar a los [ricos] omnes de su reyno e a todos los fijos-

dalgo et los de los conçejos, e sacó su hueste e fizo çercar la villa de Niebla.

Et desque y llegó mandar asentar los reales e pusyéronles muchos engennos

commo quier que en algún tiempo la villa era muy fortalezida e bien çercada de

buen muro e de buenas torres labradas todas de piedra. Et otrosy estaua y este

dicho rey Abén Mafod que esta villa tenía bien basteçida de muchas buenas

viandas e de muchas buenas gentes. Et el rey [don Alfonso] no todo esto ouo de

morar en aquella çerca luengo tiempo, dando gran acuçia en los engenios e con

muchas peleas que los suyos avían con ellos.

Et acaesçio asy quel rey en aquella çerca veno en las gentes de los reales de

los christianos tan gran tempestad de moscas que ninguno de los de la hueste

non podían comer ninguna cosa que luego non comiesen moscas, et con esto

avían menasión et desta dolencia morían muchos omnes. Et el rey e todos los de

la hueste acordaron de se partir de aquella çerca, que avía syete meses que mo-

rauan ally.

Et en aquel tiempo avía en la hueste dos frayres, que dezían al uno fray An-

drés et al otro fray Pedro, que venieron al rey e dixéron[le] que en el tiempo que

tenía la villa çerca de ganada se quería yr de ally, que lo fazía mal, que los mo-

ros bastecerse yan et labrarían lo que avía derribado con los engennos, de ma-

nera que quando otra vez la quisyese venir a tomar que la non podría traer al

estado en que entonçe la tenía. Et el rey dixo que nos sabía qué fazer a la tem-

pestad que era en el real [de] que se murían las gentes. Et los frayres dixeron

que ellos darían consejo a ello. Et mandaron luego apregonar por la hueste que

qualquier que traxiese un almud de moscas a la tienda de aquellos freyres que le

darían por cada almud dos torneses de plata. Et las gentes menudas tomauan

omezillo con las moscas e por ganar aquellos dos torneses traxieron muchas

dellas, de manera que finchieron dellas dos sylos viejos que estauan y de otro

tiempo. E con esto menguó aquella tempestad e quedó aquella dolençia de que

las gentes morían.

57

Crónica de Alfonso X, ed. M. González Jiménez, pp. 16-19; ed. C. Rosell, pp. 6-7.

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~ 59 ~

[Et] acuçiando los christianos la cosa que conplía para tomar aquella

villa, Abén Mafod, rey de Niebla, fue llegado a fincamiento de non tener

vianda para sí nin para los que con él estauan. Et veyendo commo los del

rey porfiauan en aquella çerca, que se non querían desde partir a menos

de tomar aquella villa, acabados nueue meses e medio que aquella villa

fue çercada, el rey Abén Mafod enbió pedir merçed al rey don Alfonso

que le dexase salir a saluo a él e a todos los que con él estauan con todo

lo suyo, e a él que le diese heredades llanas en que se podiese mantener

en toda su vida, et que le entregaría la villa de Niebla e la tierra del

Algarbe. Et el rey don Alfonso touolo por bien e fuéle otorgada la villa

de Niebla por esta manera.

El rey don Alfonso dio aquel rey Aben Mafod tierra en que bisquiese

para en toda su vida, que fue ésta: el lugar del Algaua, que es cerca de

Seuilla, con todos los derechos que auía y el rey e con el diezmo del

azeite mesmo dende. E dióle la huerta de Seuilla que llaman la Huerta

del Rey e quantas çiertas de merauedís en la Judería de Seuilla, e otras

cosas [con] que este rey Abán Mafod ouo mantenimiento onrado en toda

su vida. Et algunos lugares de los que estonçe el rey ganó dexó poblado

de moros.

Et el rey don Alfonso, desque ouo ganado Niebla, cobró por todo esto

el Algarbe, que son la villa de Niebla con sus términos e Gibraleón e

Huelua e Serpia e Mora e Alcatyn e Castro Maryn e Tauira e Faro e

Laulé”.

Junto a este relato, disponemos de otras fuentes castellanas, en este caso de tipo in-

directo, aunque no por ello menos relevantes. Se trata de algunos privilegios emitidos

por Alfonso X, los cuales con de gran trascendencia a la hora de establecer determi-

nados aspectos de la conquista de Niebla, ya que contienen datos puntuales muy pre-

cisos y esclarecedores relativos a la cronología de los hechos y al destino que corrió tras

la misma tanto la población local como el propio Ibn Mahfud, quien detentaba el poder

en la ciudad en aquel momento.

2. 2.- Las fuentes árabes.

Por lo que se refiere a las fuentes árabes, partimos de una constatación general, cual es

la inexistencia de una crónica escrita por un autor andalusí y contemporáneo que narre

los hechos relativos a la segunda mitad del siglo XIII. En efecto, buena parte de las cró-

nicas que se ocupan de dicho período son de procedencia foránea y están estrechamente

ligadas a las sucesivas dinastías que impusieron su dominio en el norte de África, sobre

todo almohades y meriníes, lo que permite constatar cómo el protagonismo político

magrebí se proyecta sobre la producción cronística.58

Así pues, si bien a priori cabría

58

Cf. Viguera Molins, M. J. y otros (1997): El retroceso territorial de Al-Ándalus. Almorávides y al-

mohades, siglos XI al XIII, Madrid, p. 10.

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considerar mejor informadas a las fuentes árabes sobre las circunstancias relativas a Al-

Ándalus, la procedencia foránea de las mismas les resta cierto valor, de manera que, a

pesar de su carácter “externo”, las fuentes castellanas resultan más cercanas a los he-

chos que las redactadas en los ámbitos intelectuales y cortesanos de Fez o Marrakech.

…La mayor parte de los cronistas árabes que se ocupan en sus obras de los hechos

relativos a la segunda mitad del siglo XIII no narran la conquista de Niebla, e incluso ni

siquiera aluden a ella… Es probable que ello obedezca a la confluencia de varios facto-

res, todos ellos unidos por la estrecha relación existente entre poder político y produc-

ción cronística. Primero, como se ha indicado, la procedencia magrebí de varios de los

cronistas hace que centren de manera preferente su atención en los asuntos norteafri-

canos. Segundo, el hecho de que la conquista de Niebla se produzca en una época en la

que los almohades no ejercen ya ningún poder en Al-Ándalus, de forma que los cro-

nistas limitan la información a los sucesos acaecidos en los dominios territoriales de la

dinastía. Tercero, que en las mismas fechas se está produciendo la derrota almohade

ante los meriníes, que culmina con la toma de su capital, Marrakech (668 de la Hégira y

nuestro 1269), proceso que centra toda la atención de los cronistas.

La única fuente árabe que, aparte de hacerse eco del hecho, ofrece una narración sobre

su desarrollo es al-Bayan al-mugrib de Ibn Idari, autor de la época meriní sobre el que

no disponemos de muchos datos y cuya fecha exacta de fallecimiento es desconocida,

aunque el relato de su crónica se detiene en el 712 de la Hégira (1312-1313). A pesar de

que… se trata de un relato sucinto y poco detallado, sin embargo su importancia puede

considerarse excepcional, ya que se trata de la única versión árabe de la conquista de

Niebla, lo cual subraya de nuevo el gran valor de esta crónica para el estudio del siglo

XIII en Al-Ándalus…:

“Este año [661 de la Hégira] los cristianos (rum) –Dios los aniquile– conquis-

taron la ciudad de Niebla tras un duro asedio y una terrible situación. Ibn

Mafud, su señor, no entró en el pacto acordado entre Ibn al-Ahmar [el emir na-

zarí de Granada] y los cristianos, sino que contrajo el compromiso personal de

entregar anualmente una cantidad de dinero estipulada, la cual daba algunos

años, mientras que otros se esforzaba por mor de Dios al frente de su grupo que

dirigía con valentía, hasta que ese año los cristianos lo sitiaron en su ciudad.

Cuando su situación empeoró y perdió las esperanzas, entregó la ciudad a los

cristianos, siendo expulsados sus habitantes, los musulmanes, y entrando en ella

los cristianos. Se dice que esto ocurrió a finales del año anterior al que histo-

riamos [660 de la Hégira]. Ibn Mafud llegó ante Al-Murtada con su grupo y en

Marrakech se integró en las filas del ejército, siendo considerado uno de sus

mandos dirigentes, hasta que murió, Dios el Altísimo lo bendiga”.

Aparte de este breve texto, son pocas y muy sucintas las referencias existentes en las

fuentes árabes sobre Ibn Mahfud y, en concreto, respecto a la conquista de Niebla por

Alfonso X… De esta manera, debemos admitir que las fuentes castellanas son, en con-

junto, más importantes que las árabes para el estudio de esta cuestión, tanto desde el

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punto de vista de la cantidad de información como de la relevancia de la misma, sobre

todo por lo que se refiere a los testimonios documentales.

Por otro lado, la comparación de las narraciones de ambas crónicas, castellana y ára-

be, permite establecer algunas premisas iniciales en relación al contenido de la infor-

mación, que con posterioridad analizaremos con más detalle. En primer lugar, a pesar de

su distinta procedencia, presentan el elemento común de ser cronológicamente tardíos

en relación al hecho en cuestión, ya que las dos se fechan en el siglo XIV, varios de-

cenios después de la conquista. En cuanto a su extensión, destaca la mayor prolijidad

del texto castellano, aunque, en principio, ello no redunda en una mayor valoración cua-

litativa, ya que buena parte del mismo se dedica a la anécdota, tomada de la Historia

dialogada, de la “gran tempestad de las moscas”, la cual ameniza el relato aunque

aporta poco al conocimiento de los hechos. Por otro lado, dichas narraciones son las re-

ferencias más completas para abordar la conquista, ya que nos permiten conocer de-

terminadas cuestiones respecto a las que no nos informan otros testimonios. No obs-

tante, no es menos cierto que a la vez plantean ciertos interrogantes y problemas que no

son posibles resolver en todos los casos con la información actualmente disponible. En

tercer lugar y en relación con este último apartado, observamos que ambos relatos no

sólo no coinciden en todos los aspectos, sino que plantean algunos puntos de discor-

dancia que será preciso tener en cuenta.

En definitiva, el panorama documental se presenta, como decíamos antes, bastante he-

terogéneo, aunque insuficiente para un completo conocimiento de los hechos. Por un

lado, la carencia de una crónica elaborada en territorio andalusí nos priva de una visión

interna, de manera que dependemos de narraciones externas a los mismos, por su proce-

dencia castellana y magrebí, con el agravante de su carácter algo tardío en relación a la

conquista de Niebla. De esta forma, resulta que las únicas fuentes coetáneas son los pri-

vilegios alfonsíes, lo que supone un valor añadido a la naturaleza neutra de su infor-

mación. Así pues, partiendo de los dos citados relatos y de la información procedente de

la documentación castellana, así como de algunas referencias procedentes de otras

fuentes árabes, trataremos de completar el estudio de la conquista de Niebla. Para ello es

necesario establecer como punto de partida una breve descripción de la coyuntura

política del momento.

3.- El contexto político.

Antes de entrar en el análisis de las diversas cuestiones que suscita la conquista de

Niebla, es preciso contextualizar dicho suceso a través de las circunstancias y de la si-

tuación política existente en esta zona en los años inmediatamente previos, en particular

por lo que se refiere a las relaciones entre los reinos de Castilla y Portugal, los dos

Estados que se disputaban el control del espacio ocupado por el dominio de Ibn Mah-

fud. Se trata de la conocida como “cuestión del Algarbe”, tema de notable complejidad

ampliamente estudiado sobre el que nos limitaremos a ofrecer una visión panorámica de

síntesis, tratando de señalar su relación con la conquista de Niebla.

En cuanto al reino de Castilla, la conquista de Niebla se sitúa en un contexto marcado

por dos elementos, la cuestión mudéjar y el conflicto con Portugal. Respecto al primero,

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es conocido el fuerte predominio del poblamiento musulmán en todo el territorio de

Andalucía conquistado en época de Fernando III (1217-1252), especialmente en las

zonas rurales.59

Como ha estudiado el profesor Manuel González Jiménez, la política de

su hijo y sucesor, Alfonso X, irá dirigida desde el comienzo de su reinado a atenuar el

poder y la presencia de los mudéjares en Andalucía, lo que suponía la aplicación de dos

tipos de actuaciones. Por un lado, el debilitamiento de su presencia en los territorios ya

conquistados y controlados de modo efectivo por los cristianos. En segundo lugar, la

liquidación de las entidades políticas islámicas establecidas en zonas teóricamente so-

metidas a la autoridad castellana pero que, de hecho, mantenían un alto nivel de inde-

pendencia política, caso de Jerez y todo el valle del Guadalete y Niebla, enclaves cuya

situación ha sido definida como “protectorado”. Ambos procesos están en la base de la

revuelta mudéjar de 1264-1266, tras cuyo fracaso la situación quedó alterada de manera

sustancial. Así pues, desde este punto de vista, la conquista de Niebla podría conside-

rarse como una actuación más dentro de la política de reducción del poblamiento mu-

déjar llevado a cabo por Alfonso X en todo el territorio de la Andalucía occidental.

El segundo elemento es el enfrentamiento con Portugal y la cuestión de la delimita-

ción precisa de los ámbitos territoriales respectivos de conquista. Aunque muchos de los

aspectos concretos de la progresión cristiana en el Algarbe distan de ser bien conocidos,

es incuestionable que los portugueses habían avanzado más que los castellanos en el

Occidente de Al-Ándalus, llegando a alcanzar la costa atlántica ya en 1189 con la con-

quista de Silves, recuperada por los almohades en 1220, y sobrepasando el límite del

Guadiana al apoderarse de localidades como Moura y Serpa (1232), Mértola, Alájar de

la Peña y Ayamonte (1238-1239) y, posteriormente, Aroche y Aracena (1250-1251).

En este contexto, tras la progresiva descomposición del poder almohade que produjo

la victoria cristiana de Las Navas de Tolosa (1212, 609 de la Hégira), se sitúa la procla-

mación en Niebla, en yumada II de 631 de la Hégira (15.3 / 12.4. 1234), de Su’ayb ibn

Muhammad ibn Mahfud, quien tomó el sobrenombre de Al-Mutasim. La taifa de Niebla

representa la última fase de dominio islámico en el Occidente de Al-Ándalus y desde su

origen vivió bajo la doble amenaza portuguesa y castellana. Tal vez debido a la mayor

progresión del avance portugués en el Occidente de Al-Ándalus, ibn Mafud basculó

hacia la influencia castellana, como ya antes habían hecho otros caudillos andalusíes,

sobre todo el nazarí Ibn al-Ahmar de Granada, quien en 1246 se convirtió en vasallo de

Fernando III. En relación con este asunto debemos abordar dos cuestiones, que se re-

fieren, respectivamente, a una presunta cesión de derechos soberanos sobre el territorio

del Algarbe por parte de Ibn Mahfud a favor del entonces infante Alfonso de Castilla y,

por otro lado, al vasallaje del régulo iliplense.

3. 1.- ¿Una cesión de derechos de Ibn Mahfud a Alfonso X?

La primera referencia sobre la existencia de relaciones entre Ibn Mahfud y el reino de

Castilla se refiere a la presunta cesión de derechos realizada en fecha incierta, en todo

59

González Jiménez, M. (1988): En torno a los orígenes de Andalucía, Sevilla, 2ª ed., pp. 67-69.

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~ 63 ~

caso anterior a 1252, por el soberano de Niebla a favor del entonces infante de Castilla,

Alfonso, sobre los territorios de dicho reino situados al este del Guadiana, es decir, en

zona donde se había producido ya un importante avance territorial en la fecha indicada.

No obstante, se trata de una cuestión más que dudosa, dado que la existencia de esa pre-

sunta cesión de derechos no consta de una forma directa, sino sólo a través de testimo-

nios tardíos.

El primero de ellos procede del analista aragonés del siglo XVI Jerónimo Zurita,

quien alude a este tema en relación al pleito dirimido en 1312, cuando Fernando IV re-

clamó las tierras que en su minoría habían sido cedidas al rey portugués Dionís, ac-

tuando de árbitro el rey de Aragón Jaime II. Entre las alegaciones presentadas por el rey

de Castilla, Zurita cita la mencionada cesión de derechos realizada por Ibn Mahfud a fa-

vor del infante Alfonso:60

“(…) al tiempo que el rey don Alonso de Portugal, padre deste rey don Dio-

nys, en vida del rey don Sancho su hermano movió guerra contra el rey Aben-

maffo señor de la tierra del Algarbe –que era de la conquista de Portugal y se

extendía hasta las riberas de Guadiana– habiendo ganado algunas villas le cer-

có en un castillo y no pudiendo defenderse dél se vino a Castilla para el rey don

Alonso que era entonces infante, y concertóse con él de dejalle el derecho de

aquel reino; y sabiendo el rey don Alonso esto, que el infante se entremetía en lo

que era de su conquista envióse a quejar al rey don Fernando su padre que le

quería poner embarazo en la guerra que hacía contra los moros y en lo que era

de la conquista de su reino, porque no pudiese haber el Algarbe, y que se apa-

rejaba de defender a Abenmaffo contra él. Y contra el mandamiento del rey su

padre se concertó con el moro y dióle la villa de Niebla en que viviese y él le re-

nunció su derecho en el reino del Algarbe”.

El segundo de los testimonios es algo menos tardío, aunque bastante menos preciso.

Se trata de una noticia procedente de una fuente árabe cuyo título es Al-Dajira al-sa-

niyya. Considerada la más antigua crónica meriní, se fecha hacia 1310-1331 y suele atri-

buirse a Ibn Abi Zar… En dicha crónica se alude a la conclusión de un pacto entre Ibn

Mafud y un personaje designado como Alfonso (en 1250), en virtud del cual el soberano

de Niebla habría entregado al segundo una serie de localidades a cambio de mantener el

control de dicha plaza y su territorio… No obstante y a pesar de su indudable interés, lo

cierto es que el contenido de este testimonio suscita nuevos problemas, tanto de carácter

puntual como general.

En primer lugar, resulta algo dudosa la identidad del personaje que realizó el pacto

con Ibn Mafud… Otro problema añadido es el de la identificación de la relación de lo-

calidades mencionadas por el cronista, pues sólo dos resultan identificables, las

onubenses Gibraleón y Saltés…

60

Zurita, J. (1977): Anales de la Corona de Aragón, en Canellas López, A. (ed.), 5 vols., t. II, Zaragoza,

p. 760.

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~ 64 ~

El problema de fondo radica en cómo insertar esta noticia en su contexto y, sobre

todo, en su posible identificación con la cesión de derechos mencionada por Zurita…

No obstante…, la referencia de la crónica meriní sirve al menos para ratificar el in-

tervencionismo de Alfonso sobre Niebla y el Algarbe ya desde antes de su acceso al

trono, por más que no podamos precisar con exactitud el sentido exacto de la noticia que

estamos comentando, debido a la falta de información complementaria.

3. 2.- El vasallaje de Ibn Mafud.

Si bien, como hemos visto, los testimonios sobre la presunta cesión de derechos por

parte de Ibn Mahfud resultan bastante dudosos, en cambio está perfectamente documen-

tada su condición de vasallo del rey de Castilla, aunque no podemos precisar con exac-

titud el momento en que se produjo dicha circunstancia. Según Manuel González Ji-

ménez (Diplomatario andaluz de Alfonso X, 1991), es probable que, desde la conquista

de Sevilla, Ibn Mahfud fuese tributario de Fernando III, aunque no consta documental-

mente que pagase parias. Tal vez podríamos interpretar como una alusión indirecta a esa

condición tributaria desde época de Fernando III la frase en la que Ibn Idari, aludiendo

al mencionado vasallaje del primer nazarí en 1246, afirma que Ibn Mahfud “no entró en

el pacto acordado entre Ibn al-Ahmar y los cristianos, sino que contrajo el compromiso

personal de entregar cada año una cantidad de dinero estipulada”. No obstante, resulta

obvio que la referencia es demasiado ambigua como para permitir extraer conclusiones

firmes.

Si bien resulta dudoso el momento a partir del cual Ibn Mahfud comenzó a pagar pa-

rias, en cambio está bien documentado el vasallaje respecto a Alfonso X, según de-

muestra su aparición como confirmante de los privilegios reales desde febrero de 1253.

Desconocemos las circunstancias concretas en las que se produjo este vasallaje, aunque

podemos formarnos una idea de los motivos que llevaron a ambas partes a llegar a este

acercamiento. En cuanto a Ibn Mahfud, es probable que lo hiciese movido por la presión

que desde su misma proclamación ejercían los portugueses en la zona situada al oeste

del Guadiana, amenazando directamente sus dominios. En este sentido, el vasallaje re-

bela la debilidad del pode de Ibn Mahfud, quien se protegía de una posible agresión por-

tuguesa y al mismo tiempo obtenía una garantía de seguridad respecto a Castilla, aun-

que lo cierto es que dicha condición no impidió a Alfonso X atacarlo, por motivos que

analizaremos más adelante.

Por lo que se refiere a Castilla, el vasallaje del señor de Niebla se considera parte de la

estrategia alfonsí para contener el avance portugués en el Algarbe y, sobre todo, al este

del Guadiana. Que Ibn Mahfud fuese su vasallo permitiría a Alfonso X “frenar la ex-

pansión portuguesa por la orilla izquierda del Guadiana”, así como “disponer de un

argumento jurídico de primer orden a la hora de reclamar el territorio del Algarbe, que

había sido hasta hacía poco parte integrante del reino de Niebla”. Probablemente no

sea ajeno a estas consideraciones el que en 1253 se produjese el acuerdo con Alfonso III

de Portugal (1248-1279), del que sólo existen testimonios indirectos, que fue sellado

por el matrimonio de doña Beatriz, hija ilegítima de Alfonso X habida con doña Mayor

Guillén de Guzmán, y el rey portugués.

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~ 65 ~

4.- Cuestiones en torno a la conquista.

Tras la somera exposición sobre los aspectos más relevantes respecto a las fuentes y

las circunstancias en que se produjo el ataque de Alfonso X contra Niebla, es preciso

ahora pasar a abordar las distintas cuestiones que se plantean en torno a este hecho, to-

mando en consideración las diversas posibilidades de aproximación que las citadas

fuentes nos permiten. Sintetizaremos este apartado en tres puntos, relativos a la causa o

causas de la conquista, la campaña de asedio y su duración y, por último, la cuestión del

destino dado a la población iliplense y al señor de Niebla, Ibn Mahfud.

4. 1.- ¿Casus belli o razón de Estado?

El primer problema a abordar, por su carácter más general y previo a los otros dos,

sería el de las causas de la conquista. Tal vez la respuesta a esta pregunta pueda parecer

obvia, ya que desde siglos atrás la política de los reinos cristianos fue aumentar su

extensión territorial a costa del espacio andalusí. Como dice de forma muy gráfica una

de las principales crónicas castellanas, “lo que los cristianos tienen en los coraçones”

era “ganar dellos la tierra”. En este sentido, cabría decir que, tras la caída de Sevilla, la

conquista de Niebla era cuestión de tiempo, pues había quedado situada en medio de la

“pinza” formada por los castellanos del este y los portugueses del oeste. De hecho,

existen algunos testimonios que permiten afirmar que ya el propio Fernando III tuvo el

proyecto o, al menos, la idea de conquistar Niebla. Así lo señala la Primera Crónica

General cuando informa que, durante las negociaciones que llevaron a la capitulación

de Sevilla, el monarca castellano se comprometió a entregarla “cuando la ganase” a los

caudillos sevillanos Axataf y Abenxueb. Igualmente lo indica un documento (a 20 de

mayo de 1248) en el que Fernando III se comprometía a donar a la Orden de Santiago la

localidad de Moguer, “alcaria de Niebla”, cuando la ganase.

Así pues, desde este punto de vista, la toma de Niebla es la mera continuación de un

proceso secular cuyos antecedentes más inmediatos podríamos situarlos hacia 1212, tras

la decisiva victoria de Las Navas de Tolosa sobre los almohades, que abrió el valle del

Guadalquivir a los cristianos. Pero detenernos en esta reflexión genérica no contribuye

demasiado a clarificar la cuestión. Debemos tener en cuenta que la conquista de Niebla

presenta la peculiaridad de constituir una agresión del rey de Castilla a quien hasta ese

momento había sido su vasallo, con el que en teoría mantenía cordiales relaciones. Así

pues, para profundizar en el estudio de las causas debemos sobre todo centrarnos en la

coyuntura específica del momento y la zona, así como en si hubo o no casus belli deter-

minado que la justificase.

Dada la existencia incuestionable de ese vínculo vasallático, debemos tomar como

punto de partida la posible existencia de actitudes por parte de Ibn Mahfud, que hubie-

sen podido motivar una ruptura del mismo, dando así pie a un casus belli que justificase

el ataque castellano. A este respecto, podemos decir que las dos crónicas que narran la

conquista contienen ciertos elementos que podrían justificar esta hipótesis. Aunque el

planteamiento de ambas no es exactamente el mismo, hay cierta similitud o coherencia

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~ 66 ~

entre el contenido de los dos relatos. No obstante, en realidad ninguna de las dos fuentes

afirma de forma abierta y explícita que el motivo del ataque alfonsí fuese la ruptura del

vasallaje o una actitud hostil por parte de Ibn Mahfud.

Por lo que se refiere a Ibn Idari, señala que Ibn Mahfud había contraído el compro-

miso de entregar al rey castellano una cantidad fija anual que, por otra parte, según el

citado cronista, sólo daba “algunos años”, mientras que en otros prefería “esforzarse

por mor de Dios con su grupo [de combatientes]”, expresión que hemos de entender en

el sentido de la realización de algaras o ataques contra territorio cristiano. Por lo tanto,

la narración de Ibn Idari sugiere una cierta irregularidad en el pago de las parias por

parte de Ibn Mahfud a Alfonso X, lo cual podría haber llegado a constituir un motivo de

ataque por parte del rey castellano. Junto a ello afirma la realización de incursiones o

acciones hostiles contra territorio cristiano, aunque sin precisar contra quién. En tercer

lugar, tampoco llega a establecer una conexión directa entre ambas circunstancias y la

toma de Niebla, al menos de manera abierta.

Por su parte, la Crónica indica de forma bastante explícita que la causa de la conquista

fue el deseo de Alfonso X de asegurar el control de Sevilla, amenazada por los enclaves

de poder musulmán que limitaban con su territorio, entre los cuales menciona Niebla,

aunque sin aludir expresamente a actos de agresión u hostilidad por parte de Ibn Mah-

fud. Al iniciar la narración de la conquista de Tejada, la Crónica afirma que “en aquel

tiempo los moros tenían Niebla e Tejada e el Algarbe. Et por esto aquella çibdad de Se-

uilla estaua muy guerreada e non segura et los pobladores della eran muy corridos de

los moros muy amenudo e reçebían muchos dannos”. Sin embargo, no parece que Nie-

bla fuese entonces la principal amenaza, ya que, poco más adelante, la misma fuente se-

ñala que, en 1255, el rey castellano se planteó como posibles alternativas apoderarse de

Niebla o de Jerez, los dos enclaves musulmanes más importantes cercanos a Sevilla, de-

cantándose por el segundo de ellos. Por otro lado, resulta notable observar que en el ca-

pítulo dedicado a la toma de Niebla no se alude a agresión alguna de parte de Ibn Mah-

fud.

En definitiva, ambas crónicas aluden a una cierta inestabilidad en las relaciones de Ibn

Mahfud con Castilla, sea el impago de parias mencionado por Ibn Idari o la existencia

de un hostigamiento del régulo iliplense sobre Sevilla. No obstante, ninguna de las dos

fuentes establece un nexo explícito entre estas circunstancias y la toma de Niebla. De

nuevo, la falta de datos complementarios impide profundizar en la cuestión. Sólo conoz-

co una referencia que podría confirmar las alusiones a una actitud agresiva por parte del

caudillo de Niebla, aunque en relación al territorio portugués. La misma procede del

célebre autor tunecino Ibn Jaldún (muerto en 1406), quien en su Libro de los ejemplos

afirma que, en el año 659 de la Hégira (1260-1261), Ibn Mahfud “se apoderó de Silves

y Talavera”. En primer término, la noticia resulta algo sorprendente y, en realidad, sus-

cita nuevos problemas en lugar de contribuir a aclarar los ya existentes. Por una parte,

parece evidente que algún copista confundió Talavera (Talabira) con Tavira (Tabira),

localidad situada en una zona más próxima a los dominios de Ibn Mahfud. Este error to-

ponímico se confirma cuando observamos que, inmediatamente antes, se ha confundido

Tejada (Talyata) con Toledo (Tulaytula). Sea de ello lo que fuere, se trataría en todo ca-

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so de una acción ofensiva sobre territorio portugués, por lo que no podría considerarse

como justificación de un ataque castellano.

Aparte de su propia vaguedad y falta de explicitud, hay un argumento de peso, por su

naturaleza documental, que hace dudar aún más de las anteriores referencias cronísticas

relativas al casus belli y que se refieren nuevamente a la cuestión del vasallaje. De haber

habido incumplimientos en el pago de las parias y, sobre todo, acciones hostiles por

parte de Ibn Mahfud, es lógico pensar que sus lazos vasalláticos con Alfonso X hubie-

sen quedado rotos. Sin embargo, no es esto lo que la documentación refleja, ya que Ibn

Mahfud sigue apareciendo como confirmante de los privilegios reales hasta el 28 de

junio de 1261, fecha del documento en el que su nombre es citado por última vez como

“vasallo del rey”. Así pues, si Ibn Mahfud continuó actuando como vasallo de Alfonso

X hasta el momento inmediatamente anterior al inicio de la campaña de asedio sobre

Niebla, es razonable dudar de la existencia de un casus belli como desencadenante de la

conquista, según señala Antonio Ballesteros.61

Por el contrario, la causa de la misma no estaría en un supuesto incumplimiento de los

deberes vasalláticos por parte de Ibn Mahfud, sino en el desarrollo del programa de

Alfonso X, de forma que “fueron frías consideraciones políticas, ajenas a la actitud del

reyezuelo de Niebla, las que motivaron el inicio de las hostilidades”. Teniendo como

perspectiva un nuevo acuerdo con Portugal, Alfonso X decidió adoptar una posición

ventajosa, de tal forma que la conquista de Niebla sería “el paso obligado para recla-

mar más eficazmente el Algarbe y los territorios situados al este del Guadiana, con-

quistados por los portugueses”.

De hecho, esta es la perspectiva que manifiesta la propia Crónica que, desde el mismo

inicio del relato de la conquista, en el título del correspondiente capítulo, relaciona la to-

ma de Niebla con la extensión de los dominios de Alfonso X sobre el Algarbe portu-

gués. Ya hemos visto que la Crónica parece querer vincular la agresión sobre el vasallo

musulmán con la inseguridad que el reino iliplense representaba para Sevilla, aunque de

un forma no explícita. Por otro lado, aunque en ningún momento sugiere, y mucho me-

nos afirma, que dicha conquista fuese debida al interés de Alfonso X sobre el Algarbe,

observamos que establece una explícita vinculación entre ambos aspectos, deformando

incluso, cuando es preciso, la cronología o la propia secuencia de los hechos.

En primer término, al comienzo del relato afirma que “el Algarbe tenía todos los mo-

ros e la cabeça desto era Niebla, de que era entonçes sennor un moro que dezían Abén

Mafod”. En realidad, a la altura de 1262 los portugueses habían realizado importantes

avances territoriales en el Algarbe, como indicamos más arriba, de forma que los domi-

nios de Ibn Mahfud habían quedado limitados a la zona situada al oeste del Guadiana.

En segundo lugar, al finalizar dicho relato, la Crónica señala que con la sumisión de

Niebla, Alfonso X “cobró todo el Algarbe”, que identifica con una serie de localidades,

entre ellas Gibraleón y Huelva, así como otras portuguesas, algunas situadas al este del

Guadiana (Castro Marín, Tavira, Faro, Loulé y Alcatín) y otras al oeste (Serpa y Mou-

ra), todas las cuales, en realidad, habían sido ya conquistadas por los portugueses en

61

Ballesteros Beretta, A. (1963): Alfonso X el Sabio, Barcelona, p. 318,

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~ 68 ~

aquel momento (cf. supra). Tercero, inmediatamente después de la toma de Niebla, la

Crónica inserta un capítulo en el que sitúa dos cuestiones ocurridas varios años antes: el

exilio del rey portugués Sancho II Capelo en Castilla, donde murió en 1248, y el acuer-

do de Badajoz de 1252-1253 con Alfonso III, sellado mediante su matrimonio con Bea-

triz, hija del rey castellano. A este respecto señala que Alfonso X entregó a Alfonso III,

además de su hija, “los lugares del Algarbe quel avía ganado a los moros, que son des-

de el río Guadiana contra Portugal et dízeles: Tavira e Faro e Laulé e Castro Marín e

Alcatyn”.

En principio, podríamos atribuir el carácter erróneo de dichas referencias a la escasa

información de que dispuso el anónimo autor de la Crónica para elaborar la primera edi-

ción de la misma, que comprende hasta el año 1272. No obstante, la confluencia de tan-

tos errores, así como la insistencia reiterativa por vincular la toma de Niebla y la cues-

tión del Algarbe, son argumentos que parecen justificar la idea de que el relato de la

Crónica contiene elementos de elaboración historiográfica destinados a justificar las as-

piraciones territoriales de Alfonso X sobre el Algarbe, convirtiendo el reino de Ibn

Mahfud, en ausencia de argumentos mejores, en fuente de legitimidad a la hora de re-

clamar derechos soberanos sobre una zona que, de hecho, había sido ya conquistada

años atrás por los reyes de Portugal.

Por lo tanto, a la vista de los testimonios analizados, podemos decir que hay dos argu-

mentos que avalan la hipótesis de que la conquista de Niebla estuvo motivada por la

cuestión del Algarbe. Primero, la referencia documental sobre el mantenimiento del vín-

culo vasallático hasta junio de 1261, que se complemente con la propia debilidad y el

carácter un tanto ambiguo de los testimonios cronísticos relativos a posibles actitudes

hostiles por parte de Ibn Mahfud. Segundo, la interesada elaboración historiográfica so-

bre la toma de Niebla que se observa en la Crónica, que vincula ambos hechos aunque

sin afirmar de manera explícita que el objetivo de Alfonso X al apoderarse de Niebla

fuese ganar derechos sobre el Algarbe. Asimismo, algunas de las consecuencias subsi-

guientes a la toma de Niebla, señaladamente el tratamiento dado por Alfonso X al pro-

pio Ibn Mahfud, abonan asimismo esta hipótesis, como veremos más adelante.

Faltaría por establecer de qué forma podía beneficiar a Alfonso X la liquidación del

reino vasallo de Niebla en relación con sus intereses sobre el Algarbe. Es evidente, co-

mo apunta Manuel González Jiménez, que ni la presunta cesión de derechos, de haber-

se producido, ni el vasallaje de Ibn Mahfud podrían tener un fuerte peso jurídico a la

hora de esgrimir derechos soberanos, dado que, en la ideología de la reconquista, el do-

minio islámico era considerado una usurpación tiránica. Pero la política no sólo se cons-

truye sobre argumentos jurídicos, sino también y sobre todo, con hechos consumados.

Teniendo en cuenta que la conquista portuguesa del Algarbe era una realidad incuestio-

nable, la anexión de la taifa iliplense podría considerarse, más que cualquier cesión de

derechos o vasallaje, como la única baza que quedaba por jugar a Alfonso X en un asun-

to en el que, finalmente, hubo de renunciar a gran parte de sus aspiraciones.

Junto a su relación con la cuestión del Algarbe, la conquista de Niebla pudo también

venir dada por otros aspectos de la política de Alfonso X. En este sentido, Carlos de

Ayala ha planteado su vinculación con el proyecto de cruzada “allent mar”, ya que “el

dominio costero de la fachada atlántica andaluza permitiría contar con la zona de avi-

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~ 69 ~

tuallamiento logístico imprescindible para una campaña sostenida en África”, añadien-

do además que deben tomarse en consideración “los intereses de los genoveses” y, en

general, “la política de dominio del Estrecho”.62

De manera similar, J. F. O’Callaghan

(El Rey Sabio, p. 220) se adhiere a la postura de relacionar la conquista de Niebla con la

cruzada al afirmar que “la existencia de este pequeño reino era incompatible con el

proyecto del rey de expansión por África y con su deseo de echar de España a los mo-

ros”. La relación de la toma de Niebla con los proyectos de cruzada de Alfonso X en el

norte de África viene confirmada por la cronología de los hechos. En efecto, el rey

convocó cortes en Sevilla en enero de 1261 con el fin de obtener fondos para la con-

tinuación del fecho de África, iniciado meses antes con el saqueo de Salé en septiembre

de 1260. Sin embargo, lo cierto es que no hubo una segunda operación en la otra orilla

del estrecho, dirigiéndose el interés del monarca hacia Niebla, ya que la información

disponible señala que fue hacia el verano de ese año de 1261 cuando debió iniciarse la

campaña de asedio.

4. 2.- La campaña de asedio y la fecha de capitulación.

Otro de los asuntos a abordar es el de la duración de la campaña de conquista, tanto la

del inicio de la operación como la de la capitulación final. Según se indicó antes, Ibn

Mahfud aparece por última vez confirmando un privilegio real el 28 de junio de 1261.

La propia Crónica señala que el asedio fue largo, de modo que a los siete meses y me-

dio de iniciado el mismo estalló la “tempestad de moscas”, que estuvo a punto de dar al

traste con la operación. Finalmente, a los nueve meses y medio, “llegado a fincamiento

de non tener vianda para sí nin para los que con él estauan”, Ibn Mahfud ofreció al rey

castellano la rendición. En este punto fuentes castellanas y árabes parecen coincidentes,

ya que Ibn Idari alude a un “duro asedio y una situación terrible”, vaga referencia que

no permite fijar su duración pero sí cuadra con el relato de la Crónica.

A pesar de que J. F. O’Callaghan considera “improbable” que el asedio durase diez

meses, no podemos descartar que así sucediera. Es sabido que Niebla estaba protegida

por unas potentes estructuras defensivas, materializadas en sus aún hoy visibles mura-

llas. De hecho, en el año 632 de la Hégira (1234-1235), poco después de la proclama-

ción de Ibn Mahfud, el entonces pujante Ibn Hud se había visto incapaz de tomar la

ciudad, tras haberla asediado durante un cierto tiempo, que debió ser largo a juzgar por

el testimonio de Ibn Idari, el cual señala que aunque prolongó el asedio y apretó a sus

habitantes, no pudo tomarla.

En relación con la campaña de asedio está el tema de la presunta presencia de tropas

nazaríes procedentes de Málaga y encabezadas por Abd Allah ibn Asqilula como co-

laboradoras de Alfonso X en la toma de la ciudad. Como ya fue puesto de manifiesto

hace años,63

la especie procede de J. A. Conde, arabista de principios del siglo XIX,

62

De Ayala Martínez, C. (1986): Directrices fundamentales de la política peninsular de Alfonso X, Ma-

drid, pp. 279 y 290.

63

Torres Delgado, C. (1974): El antiguo reino nazarí de Granada (1232-1340), Granada, p. 153.

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~ 70 ~

quien en su Historia de la dominación de los árabes en España afirma al respecto lo si-

guiente: “el rey Alfonso escribió a Aben Alahmar que le ayudase para la guerra del Al-

garbe, que trataba de echar de España a los Almohades, sus comunes enemigos, y así el

rey de Granada pasó al punto sus órdenes a los de Málaga para que fuesen con el rey a

la guerra, y el Walí de Málaga, que era uno de los Bani Escaliola, juntó sus caballeros

y pusieron cerco a la ciudad de Niebla y corrieron toda la tierra de Saltis, en donde era

Walí Aben Muhamad, caudillo de los almohades”. En principio, la posibilidad no puede

descartarse, dado el precedente de la participación de Ibn al-Ahmar en la toma de Sevi-

lla y que, en la fecha de la conquista de Niebla, el soberano nazarí seguía siendo vasallo

de Alfonso X. No obstante, lo cierto es que Conde no proporciona referencia docu-

mental alguna al respecto y, hasta donde he podido saber, la ayuda de los nazaríes no

aparece mencionada en ninguna de las fuentes que narran la conquista o aluden a ella.

En cuanto a la fecha de la capitulación, las distintas fuentes ofrecen una cierta varie-

dad de datos, aunque hay información suficiente para fijarla con bastante exactitud. La

Crónica la sitúa en 1257, lo cual constituye un error manifiesto, como ya señaló A. Ba-

llesteros (Alfonso X el Sabio, pp. 316-317). Más correctas son las fuentes árabes, aun-

que no aportan la precisión suficiente. Como ya vimos, Ibn Idari sitúa el relato de la

conquista entre los sucesos del año 661 de la Hégira (15 de noviembre de 1262–3 de no-

viembre de 1263), aunque al final del mismo año añade que, “según se dice” tuvo lugar

en el 660 de la Hégira (entre el 26 de noviembre de 1261 y el 14 de noviembre de

1262). Precisamente este año es el que apunta otra fuente árabe fesí (de Fez), anónima y

tardía (de entre los siglos VII y XIV), única que, aparte de la crónica de Ibn Idari, men-

ciona la toma de Niebla.

En definitiva, es la documentación diplomática alfonsí64

la que permite fechar con una

mayor fiabilidad y precisión el momento de la conquista. En efecto, disponemos de un

documento emitido por Alfonso X “en la cerca de Niebla” y fechado el 12 de febrero

de 1262. Asimismo, sabemos por otro documento que el 2 de marzo el rey estaba ya en

Sevilla. Por lo tanto, la fecha de la conquista de Niebla debe situarse a finales de febrero

de 1262, como señalan de forma unánime distintos autores.

4. 3.- El destino de la población iliplense y de Ibn Mahfud.

Entre las cuestiones que plantea la conquista de Niebla, tal vez la más controvertida

sea la del destino de la población local, incluyéndose en esta apartado el del propio Ibn

Mahfud. A este respecto, los testimonios existentes no sólo no son coincidentes, sino

que resultan incluso abiertamente contradictorios. En teoría, de acuerdo con las normas

de guerra de la época y tratándose de una conquista por capitulación después de un ase-

dio, los habitantes de Niebla debían haber sido expulsados.

En efecto, existen dos testimonios bastante explícitos que indican la expulsión de la

población iliplense, los cuales presentan el interés añadido de su distinta procedencia y

naturaleza, siendo uno de los pocos casos en los que se produce tal circunstancia. El pri-

64

Cf. Notas de este trabajo de Alejandro García Sanjuán que estamos siguiendo.

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mero es el de la crónica de Ibn Idari, quien de manera inequívoca afirma que, tras la

conquista, los musulmanes fueron echados, entrando en la ciudad los cristianos, expre-

sión que podría aludir a un vaciamiento masivo o, al menos, bastante amplio, por parte

de la población local. La segunda referencia que permite sustentar la hipótesis de una

amplia expulsión procede de un documento fechado el 28 de febrero de 1263, por el que

Alfonso X concedió a Niebla el Fuero Real y las franquicias de Sevilla, en cuyas pri-

meras líneas se indica: “aviendo muy gran sabor de poblar bien et de mejorar la villa

de Niebla porque es la primera que ganamos después que regnamos, sobre que viniee-

mos con nuestro cuerpo e hechamos ende los moros y poblámosla de christianos”.

Ambos testimonios coinciden con la política anti-mudéjar desarrollada por Alfonso X

en aquellos momentos, dirigida precisamente a reducir la presencia de población an-

dalusí en los territorios ya conquistados. Por todo ello, parece lógico admitir que la po-

blación de Niebla fuese expulsada a raíz de la conquista. No obstante, no cabe descartar

la permanencia de ciertos contingentes mudéjares en Niebla desde el mismo momento

de su conquista o su posterior llegada en el contexto de las tareas repobladoras. De he-

cho, la población mudéjar de Niebla debía tener suficiente entidad como para formar

una aljama, al menos en el siglo XIV, ya que en un documento de 1304 se cita como

“alcalde de moros” a Abdalla, hijo de Hamet.

En cambio, las fuentes atestiguan la permanencia de la población de los territorios

rurales adyacentes y localidades dependientes de Niebla. La Crónica afirma al finalizar

el relato de la conquista que “algunos lugares de los que entonçe el rey ganó dexó po-

blados de moros”, testimonio avalado por dos documentos donde se recogen los deslin-

des de términos entre varias localidades onubenses, en los cuales se alude a la partici-

pación de “moros sabidores de la tierra e de los términos”, lo que sin duda indica su

procedencia local.

Directamente relacionada con la cuestión del destino de la población iliplense está el

del propio Ibn Mahfud donde, de nuevo, nos encontramos con un problema de diver-

gencias en las informaciones que proporcionan las distintas fuentes, en este caso contra-

poniéndose los datos de las castellanas, de un lado, y las crónicas árabes por otro. Estas

últimas indican que el destino del rey de Niebla fue refugiarse entre los almohades. Así,

Ibn Idari afirma que Ibn Mahfud marchó con su grupo de combatientes a Marrakech,

junto al penúltimo califa almohade, Umar al-Murtada (1248-1266), “con quienes se in-

tegró en las filas del ejército, siendo considerado uno de sus mandos dirigentes”, hasta

que murió. Es digno de destacar que el propio Ibn Idari es un cronista que desarrolló su

tarea en Marrakech, por lo que bien pudo recabar alguna tradición local respecto a la

figura de Ibn Mahfud o, incluso, llegar a tratarlo en persona. Asimismo, disponemos de

una breve noticia, procedente de otra crónica árabe, que coincide con esta versión de los

hechos. Según el ya citado Ibn Abi Zar, en el año 662 de la Hégira (entre 1263-1264),

Amir ibn Idris, caudillo de los primeros meriníes que vinieron a la Península en 1263,

“se encontró” con Ibn Mahfud, señor de Niebla.

En cambio, las fuentes castellanas proporcionan una información distinta por comple-

to respecto al destino de Ibn Mahfud, lo cual afecta también al planteamiento de las

causas de la conquista. En efecto, según dichas fuentes, tras la conquista de Niebla Ibn

Mahfud se refugió en Sevilla, donde habría sido generosamente dotado de bienes y

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rentas por Alfonso X. La propia Crónica de Alfonso X señala que ello fue producto de la

capitulación, ya que a los nueve meses y medio de iniciado el cerco, Ibn Mahfud so-

licitó la tregua al rey castellano, el cual aceptó la oferta y a cambio de tomar la ciudad

entregó a su gobernante “tierra en que bisquiese para en toda su vida, que fue ésta: el

lugar del Algaua, que es cerca de Seuilla, con todos los derechos que auía y el rey e

con el diezmo del azeyte mesmo dende. E dióle la huerta de Seuilla que llaman la Huer-

ta del Rey e quantías çiertas de marauedís en la Judería de Seuilla, e otras cosas [con]

que este rey Abén Mafof ouo mantenimiento onrado en toda su vida”.65

Esta referencia cronística sobre la entrega de bienes por Alfonso X a Ibn Mahfud es

confirmada por una serie de datos procedentes de fuentes documentales, lo que permite

afirmar con seguridad que Ibn Mahfud acabó sus días en Sevilla y no en Marrakech,

como pretende Ibn Idari. La propia Crónica señala que entre los bienes que Alfonso X

le otorgó estuvo la sevillana Huerta del Rey. Dicho lugar correspondería con uno de los

tres lugares de Sevilla que llevaban el nombre de “la laguna” (al-buhayra), conocido

en castellano como “la Buhayra”.66

Otro testimonio sería la existencia de un topónimo

denominado “torre de Aben Mafon”, cerca de Villamanrique,67

citado en un documento

del 15 de julio de 1272. Asimismo, Celestino López Martínez apuntó que la llamada

“casa del rey moro” situada en la sevillana calle Sol debió ser residencia de Ibn Mah-

fud.68

No obstante, tal vez el testimonio más palmario y rotundo a favor de la presencia

de Ibn Mahfud en Sevilla sea el procedente de otra fuente documental, en este caso de

época de Sancho IV (1284-1295), donde encontramos referencia a dos personajes que,

con toda seguridad, debieron ser hijos de Ibn Mahfud, como expresamente se indica. Se

trata de “don Muça, fi de Auen Mafon”69

y de “Abdalhaziz, su hermano”, dotados con

tres mil maravedís cada uno. Los dos aparecen citados entre los “ricos omnes” y caba-

lleros que tenían más de dos mil maravedís. Asimismo ambos personajes son designa-

dos como “infantes”, sin duda debido a su condición de hijos de Ibn Mahfud, conside-

rado rey de Niebla en la documentación alfonsí.

La variedad y cantidad de testimonios aducidos hacen muy difícil aceptar la opinión

de que Ibn Mahfud marchó a Marrakech después de su deposición, como apunta Ibn

Idari. Por otro lado, el tratamiento dado al soberano iliplense presenta unas característi-

cas excepcionales, ya que no existe un caso semejante en todo el proceso de conquista

de Andalucía realizado en época de Fernando III, ni tampoco por parte del propio Al-

fonso X. Al afectar de lleno al apartado de las consecuencias de la conquista, la cuestión

65

Algaua es la localidad sevillana de La Algaba.

66

Cf. Valencia Rodríguez, R. (1988): Sevilla musulmana hasta la caída del califato. Contribución a su

estudio, Madrid, pp. 554-558.

67

Villamanrique de la Condesa (Sevilla).

68

López Martínez, C. (1935): Mudéjares y moriscos sevillanos, Sevilla (reed. 1994), p. 22.

69

Es probable que este don Muça llegase a gobernar en Niebla como sucesor de su padre, según atestigua

un dirham cuadrado con su correspondiente leyenda al respecto…

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del destino de Ibn Mahfud obliga a replantear nuevamente el tema ya tratado de las

causas. El tratamiento recibido por Ibn Mahfud abona la idea de que no hubo un casus

belli concreto, fuese el impago de parias que sugiere Ibn Idari o el hostigamiento contra

Sevilla que sugiere la Crónica. Si se hubiese tratado de una operación de castigo moti-

vada por algunas de esas dos razones, lo lógico es que Alfonso X hubiese optado por un

tratamiento más severo respecto a Ibn Mahfud, o al menos no tan favorable. De esta

forma, ello abonaría la hipótesis de una conquista motivada por la razón de Estado, es

decir, relacionada con la cuestión del Algarbe. De esta forma, al no estar motivada por

la actitud del gobernante de Niebla, no resultaría ilógico que Ibn Mahfud recibiese un

tratamiento preferente, máxime teniendo en cuenta que se trataba de un vasallo del rey

víctima de una acción que ha sido calificada de “dramática e injustificada”.

5.- Conclusiones.

A través del estudio precedente hemos intentado poner de manifiesto el conjunto de

cuestiones y problemas que se plantean en torno al hecho de la conquista de Niebla en

1262. Como se ha podido comprobar, existen algunas discrepancias en las fuentes res-

pecto a varios aspectos, que en ciertos casos llegan a ser francas contradicciones, lo cual

obliga a tener en cuenta todos los datos disponibles y a manejarlos con cautela.

A pesar de dichas divergencias, un análisis detenido del conjunto de los testimonios

disponibles avala la hipótesis, formulada e varios trabajos por el prof. M. González Ji-

ménez, de que dicha conquista estuvo motivada, fundamentalmente, por el interés de

Alfonso X en la cuestión del Algarbe en su disputa con Portugal por el control y de-

finición de los territorios situados al este y al oeste del Guadiana. Los argumentos que

pueden esgrimirse a favor de esta interpretación son de diverso tipo, tanto de carácter

general como específicamente relativos a la forma en que se desarrollaron los hechos.

Por un lado, observamos que tanto desde el punto de vista geográfico como crono-

lógico la conquista de Niebla presenta obvios elementos de conexión con la citada cues-

tión del Algarbe, cuyo inicio puede fecharse hacia 1253 y que no quedó cerrada hasta el

llamado tratado de Badajoz (16 de febrero de 1267). Asimismo, un análisis detenido de

las distintas fuentes conduce a la misma conclusión. Por un lado, constatamos que no

existen testimonios firmes y explícitos sobre una posible agresión previa por parte de

Ibn Mahfud, lo cual coincide con el mantenimiento del vasallaje casi hasta el mismo

momento de inicio del asedio, por lo que cabe admitir que la toma de Niebla no debió

obedecer a una ruptura de los lazos vasalláticos por su parte. En cambio, es patente el

afán de la Crónica por vincular dicha conquista con la cuestión del Algarbe, aunque sin

expresar abiertamente que la misma fuese motivada por tal circunstancia, señalando que

Alfonso X se apoderó de una serie de localidades que, en realidad, habían sido conquis-

tadas tiempo atrás por los portugueses.

Finalmente, las propias consecuencias que se derivaron de la conquista parecen re-

dundar en lo ya señalado. El tratamiento privilegiado dado a Ibn Mahfud, a pesar de su

resistencia ante el asedio castellano, y su “exilio dorado”, en Sevilla sólo encuentran

explicación lógica en base a la idea de una conquista motivada por causas ajenas al

comportamiento del vasallo musulmán. En cambio, por lo que se refiere a la población

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local iliplense, los testimonios parecen apuntar a una masiva expulsión, en coherencia

con la política entonces desarrollada por Alfonso X respecto a los mudéjares. No obs-

tante, junto a la posible permanencia de algunos contingentes, parece probable la de los

habitantes de las zonas rurales y de otras localidades onubenses que cayeron a raíz de la

toma de Niebla.

En definitiva, si bien las circunstancias debieron actuar como factor a la hora de de-

cidir a Alfonso X a emprender la conquista de Niebla, no obstante será necesario con-

trastar la situación previa con la propia forma en que la misma se desarrolló y, también,

con las consecuencias que se derivaron de ella. De esta manera, combinando todos estos

aspectos, podremos obtener una idea más precisa de los motivos que movieron al rey de

Castilla a atacar a quien, a fin de cuentas, era uno de sus vasallos.

A veces, las divergencias surgen entre fuentes de distinta procedencia, árabe o cas-

tellana. Tal vez el mejor ejemplo al respecto sea el relativo al destino de Ibn Mahfud. En

otros casos no es su origen lo que las opone, sino su naturaleza, sea documental o na-

rrativa, de manera que las crónicas, castellanas y árabes, presentan algunos datos que,

en cambio, desmienten las fuentes documentales, a las que debemos considerar, por pro-

cedencia y naturaleza, como más neutras y, por lo tanto, de superior fiabilidad. Así su-

cede respecto a la existencia o no de un casus belli, opción que sugieren tanto la Cró-

nica de Alfonso X como Ibn Idari mientras que, en cambio, la documentación la des-

miente.

No obstante, no siempre existe disonancia entre las fuentes, sino que hay determinado

aspectos en los que diversos testimonios coinciden. Tal es el caso, por ejemplo, del exi-

lio en Sevilla de Ibn Mahfud, apuntado por la Crónica y confirmado por diversa docu-

mentación. Asimismo, lo que resulta tal vez más notable, hay una cuestión en la que se

muestran unánimes una fuente árabe (Ibn Idari) y la información documental castellana,

el de la expulsión, más o menos masiva, de la población local. A pesar de ello, no po-

demos olvidar que hay datos que permiten hablar de una minoría mudéjar en Niebla

después de su conquista, incluso de una aljama.

Por lo que se refiere a la cuestión de las causas de la conquista de Niebla, puede re-

sumirse a través de la formulación de dos hipótesis. Una primera basada en la existencia

de un casus belli, que podría ser bien el impago de parias o una agresión previa por par-

te de Ibn Mahfud. Esta opción explicaría la expulsión de la población local y, eventual-

mente, el exilio del propio Ibn Mahfud en Marrakech, viniendo avalada por las referen-

cias cronísticas, en las que destaca la coincidencia en varios aspectos entre la Crónica e

Ibn Idari, por lo que se refiere al casus belli, así como de Ibn Idari e Ibn Abi Zar res-

pecto al destino de Ibn Mahfud. Sin embargo, esta hipótesis tiene en contra las referen-

cias documentales del mantenimiento del vasallaje hasta 1261, así como los variados y

rotundos testimonios sobre la presencia de Ibn Mahfud y sus hijos en Sevilla después de

1262.

Segunda, no hubo casus belli, en cuyo caso el motivo hubo de ser ajeno al propio Ibn

Mahfud, habiendo defendido Manuel González Jiménez la hipótesis relativa a la “cues-

tión del Algarbe”, aunque también se ha apuntado una posible vinculación al tema de la

cruzada africana. Esta opción, mucho más sólida que la anterior, viene avalada por argu-

mentos de diverso tipo. Algunos son indirectos, como el esfuerzo de elaboración histo-

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riográfica de la Crónica por vincular, de forma implícita, la conquista de Niebla con la

disputa fronteriza con Portugal, alterando los hechos y variando la cronología. Otros son

más directos y explícitos, como los procedentes de los testimonios documentales, que

permiten establecer varios extremos, tales como la continuidad del vasallaje de Ibn

Mahfud hasta el inicio del asedio o su exilio en Sevilla, apuntado por la Crónica y ava-

lado por las referencias a su presencia en Sevilla tras la conquista.

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ÍNDICE

A modo de prólogo

Los remotos precedentes del Rocío ……………………………………. pág. 3

Monasterio o convento de Santa Clara de Alcocer (reino de Castilla)

Muerte y sepultura de Doña Mayor Guillén de Guzmán ……………… pág. 8

Amarante (reino de Portugal)

Santa muerte del dominico fray Gonzalo ……………………………… pág. 10

Eremitorio franciscano de Monterípido en las cercanías de Perugia (Italia)

Murió santamente Egidio o Gil de Asís ……………………………….. pág. 12

Señorío de Villena (reino de Murcia entre los reinos de Castilla y de Aragón)

Cargos y dominios del infante Manuel ………………………………… pág. 14

Clermont (reino de Francia)

Boda del príncipe Felipe de Francia con la infanta Isabel de Aragón … pág. 15

Montpellier (señorío de la corona de Aragón)

Boda del heredero Pedro de Aragón y Constanza de Hohenstaufen …. pág. 16

Toledo (reino de Castilla)

Deceso o muerte del arzobispo electo Domingo Pascual ……………... pág. 17

Reino de Inglaterra

Óbito de Richard de Clare ……………………………………………... pág. 18

Sevilla y Covarrubias en el reino de Castilla

Muerte y sepultura de la princesa Cristina de Noruega ……………….. pág. 19

Reino de Castilla

Apoderándose del reino taifa de Niebla ……………………………….. pág. 20

Reino de Castilla

Fuero Real y actuación regia poblacional de Alfonso X ……………… pág. 22

Valencia

Comenzó la construcción de la catedral, dedicada a la gloriosa Asunción

de la Virgen María ……………………………………………………... pág. 23

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Epílogo I

Amarante y los penes dulces …………………………………………… pág. 24

Epílogo II

Beato Gil de Asís ……………………………………………………….. pág. 27

Epílogo III

La princesa Cristina de Noruega y su defunción en este año 1262 …… pág. 52

Epílogo IV

La conquista de Niebla por el rey Alfonso X ………………………….. pág. 56

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