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LA CELESTINA, DEL SIGLO XVIII A MENÉNDEZ PELAYO
Joaquín Álvarez Barrientos
CSIC (Madrid)
Como es sabido, el siglo XVIII llevó a cabo una importante labor de
descubrimiento, recuperación y construcción, según los casos, de la Historia
nacional en todos los campos de la actividad cultural y profesional, y
también, por tanto, en la literaria. Se recopilaron antologías teatrales,
poéticas, de prosa; se escribieron historias del teatro, de la poesía, de la
literatura en general y de la cultura española, además de repertorios
bibliográficos y otra serie de trabajos.
Se pusieron así, en Europa como en España, los fundamentos de las
historias literarias nacionales, dándose los primeros pasos en la redacción
de aquellas obras que habrían de dar la pauta a las más conocidas del siglo
XIX. Para España, son esenciales las aportaciones de Mayans, Velázquez, Juan
Andrés --estos tres con gran repercusión en Europa--, Leandro Fernández de
Moratín, Masdeu, Lampillas y otros, que fueron glosadas, desarrolladas, a
veces plagiadas, en pocas ocasiones corregidas, en los tratados de Ticknor,
Fitzmaurice- Kelly, Bouterwek y posteriores.
Eruditos como López de Sedano, Tomás Antonio Sánchez, Cerdá y Rico,
Mayans, García de la Huerta, Estala, Quintana, descubrieron y publicaron
obras que sentaban los fundamentos y los hitos de la historia literaria
española, como romances, el Poema del Cid, el Libro de Aleixandre, etc.
Ellos desarrollaron la labor que algunos pocos eruditos y bibliógrafos de
los siglos precedentes habían iniciado, lo que dio paso, como se ha se_alado
ya, a la escritura de esas historias literarias y a la publicación de obras
que tienen un lugar en lo que ahora se llama canon.1
El sentido histórico del siglo, que hizo aflorar muchas obras del
Medievo y posteriores, reparó también en La Celestina. Existen numerosas
alusiones a ella, como se verá, pero no se la editó, en parte por la
demasiada presencia de “lo humano” en sus páginas, como dijo Cervantes, en
parte por estar prohibida, si bien sólo parcialmente, por la Inquisición.
Los eruditos que escriben sobre ella plantean los problemas que hoy
nos son conocidos y que la crítica se ha esforzado en resolver: el de su
1 1 . Un panorama puede verse en Álvarez Barrientos y Antonio Mestre (1995), y Cebrián (1996).
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doble autoría, el de sus ediciones, cuestiones de orden moral, fuentes,
influencias y, sobre todo, tienen interés por discernir cuál es el género al
que pertenece.
Aunque pongan reparos morales a la hora de valorarla, sus opiniones
serán prácticamente siempre positivas, con alabanzas cercanas a las que a
menudo dedicaron al Quijote.
Para conocer la evolución, variación, repetición de los argumentos
utilizados por los eruditos a lo largo de los siglos XVIII y XIX, así como
los avances en el conocimiento de la obra, haré una exposición cronológica
de los mismos, dejando, en la medida de lo posible, que sean los autores
quienes informen de sus ideas.
De Mayans a Jovellanos
Parece que el primero en referirse a la obra de Rojas fue Gregorio
Mayans en su Vida de Cervantes, del a_o 1737. El valenciano volvería sobre
la obra en la segunda edición de su Rhetórica (lib. II, cap. 12), ya que en
la primera no la cita, aunque sin aportar nada nuevo a lo expuesto en la
biografía cervantina, donde, refiriéndose a la condición “ejemplar” de sus
novelas cortas y al género al que pertenecen --el de comedias escritas en
prosa--, se apoya en La Celestina: “que las comedias sean escritas en prosa
no es maravilla, pues las griegas i latinas, casi todas, están compuestas en
versos yambos tan semejantes a la prosa que muchas veces apenas se
distinguen de ella. I las mejores comedias que tenemos en espa_ol, que son
la Celestina i Eufrosina, están escritas en prosa” (1972, p. 146). A
continuación repite los conocidos elogios de Juan de Valdés y de Cervantes.
Mayans vuelve a referirse a La Celestina cuando trata de las comedias
cervantinas, que son mejores que las antiguas, “exceptuando siempre la de
Calisto i Melibea” (p. 169).
El solitario de Oliva se plantea el problema de la distinción de los
géneros de un modo muy distinto al de otros contemporáneos suyos; es un
clásico, no un neoclásico, a la hora de juzgar este y otros asuntos. Sin
entrar en mayores consideraciones, que podrían llevarnos lejos (y el espacio
concedido es corto), hay que se_alar que para Mayans, como para casi todos
los historiadores ilustrados posteriores, La Celestina es una obra de
teatro, no una novela, y a diferencia de lo que harán otros, al relacionarla
con las comedias en prosa anteriores, no se plantea los problemas de
3
representación que suscita su peculiar forma y extensión.2
Serán después Montiano y Nasarre quienes, al escribir sobre la
tragedia y la comedia espa_olas, dediquen un breve comentario a esta obra,
siempre apreciada. La motivación de estos autores es muy distinta de la de
Mayans. Escriben estimulados por opiniones extranjeras que quieren combatir
y, en la brevedad con que se refieren a ella, siempre en el marco del
teatro, se ponen de relieve dos asuntos: uno, la apreciación no problemática
de su género, siempre dramático, y dos, que se la valora denostando el
aspecto moral. Así Nasarre, en el prólogo a su edición de las Comedias y
entremeses de Cervantes, indica que es admirable “comedia”, como Florinea,
La Selvagia, o La Eufrosina, y que “pudieran tener buen uso si se enmendasen
algunos pasajes de ellas demasiadamente lascivos y malignos, en los cuales
se muestra la deshonestidad del todo desnuda con el pretexto de azotarla”
(1992, p. 70).
Como se sabe, tanto Nasarre como Montiano escribieron sus tratados
como respuesta a Du Perron du Castera, que había publicado en 1738 su
antología sobre el teatro espa_ol y decía, entre otras cosas, que en Espa_a
no había tragedias y que La Celestina era, más bien, una novela dialogada.
Montiano cita esas palabras del crítico francés en su Discurso sobre las
tragedias espa_olas y comenta que la obra de Rojas no es sino “tragicomedia”
(1750, p. 7). Ya se ve que ninguno de los dos eruditos se plantea el
problema del género; Nasarre la incluye directamente entre las comedias y
Montiano la califica, porque así se titula, tragicomedia, y no vuelve a
referirse a ella.
Más interés tienen los párrafos que le dedica Luis José Velázquez en
sus Orígenes de la poesía castellana, de 1754. Esta obra, poco valorada por
eruditos como Mayans, tuvo sin embargo importante eco europeo y contribuyó a
difundir nuestra literatura antes que los trabajos de Juan Andrés. Puede
decirse que con su traducción al alemán en 1769 sirvió de pauta a cuantos se
interesaron por la literatura espa_ola. Velázquez, después marqués de
Valdeflores, erudito poco apreciado cuya figura está siendo objeto de una
merecida revisión, comienza refiriéndose a la condición lasciva y maligna de
muchos de sus pasajes, siguiendo de cerca las palabras de Nasarre, pero
valora las “descripciones tan vivas, imágenes y pinturas tan al natural y
caracteres tan propios” que recorren sus páginas (1754, p. 97). Palabras que
2 2 . Para sus ideas literarias, Lopez (1988) y Pérez Magallón (1990). Lida de Malkiel (1962) piensa que los ilustrados vieron en La Celestina una obra novelesca. Ya se verá que no fue así.
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serán reiteradas una y otra vez por cuantos se refieran después a La
Celestina, y que ponen ya de manifiesto el carácter costumbrista que algunos
verán en ella y, por tanto, moderno; condición costumbrista que después se
volverá dimensión realista, "propia de la literatura española".
Si Mayans se había detenido, brevemente, sobre la cuestión de la
autoría, sin saber quién pudiera ser el primer “incierto autor”, Velázquez
indica ya que para unos es Juan de Mena y para otros Rodrigo de Cota,
reparando en que el primer autor no sobrepasó el primer acto y que el resto
lo escribió Fernando de Rojas, “como parece por unos versos acrósticos del
mismo”. Es, seguramente, esta la primera vez que se expresa en una historia
literaria la diferencia de autores. Para Velázquez, sencillamente, La
Celestina es una comedia escrita en prosa, “como todas las más de aquel
tiempo” (p. 98).
De la primera a la segunda mitad del siglo XVIII los estudios
históricos y filológicos avanzaron de forma notable, y esto se percibe
también cuando nos acercamos a buscar información sobre Calisto y Melibea en
los trabajos eruditos de esos a_os.
Xavier Lampillas publicó en Italia su trabajo sobre la literatura
espa_ola para defenderla de las acusaciones italianas que hacían culpable de
la decadencia de las letras en aquella Península a los escritores españoles.
Tanto Lampillas, como Masdeu o Juan Andrés, dedicaron sus historias a
destacar el papel de la cultura espa_ola en Europa y para contrarrestar los
desenfoques italianos. En 1784 Josefa Amar y Borbón, que traducía la obra de
Lampillas, publicó en Zaragoza el tomo VI del Ensayo histórico apologético
de la literatura espa_ola. En él el ex- jesuita califica la obra de Rojas de
“más bello ensayo teatral” que se dio en la segunda mitad del siglo XV
espa_ol, indica que “está prohibida en estos reinos”,3 alude al problema de
la autoría se_alando que más que Mena debió de ser Rodrigo Cota el
responsable del primer acto, y que por él se da a conocer que estaba perfectamente instruido en el arte de la verdadera
comedia. La elegancia del estilo, la pureza de la lengua, la facilidad diestra del pincel en retratar los caracteres al natural, aseguran sin disputa a aquel primer acto la gloria de ser el primer trozo de composiciones teatrales que se vio hasta entonces capaz de competir con las comedias latinas y griegas (1784, pp. 43- 44).
Si ese primer acto es comedia, el resto, obra de Rojas, es tragedia.
Mayans, recuérdese, la definió como comedia en prosa, igual que Velázquez;
3 3 . Es nota de Josefa Amar.
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Lampillas, como Montiano, ve que es tragicomedia por la mano de Rojas, que
es inferior a Cota “en el arte teatral”, aunque no lo sea en la locución y
viveza de las descripciones. De este modo, “vino a quedar monstruosa y
desarreglada una composición bella y regular en su principio” (p. 49).
A continuación se refiere a la mucha y buena aceptación que tuvo en
Europa, a las traducciones, tanto francesas, como italianas y a los elogios
que le dedicó Gaspar Barth cuando la puso en latín en 1624.
Como no podía ser de otro modo, pues era el objetivo de Lampillas, La
Celestina entra a formar parte de los argumentos nacionalistas que dan a la
espa_ola un puesto preeminente en el panorama de las otras literaturas: “Yo
pretendo, pues, como dije, que no tiene Italia una muestra de comedia vulgar
arreglada anterior al primer acto arregladísismo de La Celestina” (p. 50).
El valor político de la literatura se ha redescubierto en el siglo XVIII y
pocas antologías e historias literarias escaparán a esta dimensión.
Quien sí se aleja de ella es José Antonio Armona, que en 1785 escribió
una historia del teatro espa_ol. Aunque en algunos puntos es deudora del
Theatro de los theatros de los passados y presentes siglos de Bances
Candamo, en lo que se refiere a La Celestina parece seguir de cerca a
Lampillas:Un ensayo teatral dio a Espa_a, a la mitad del siglo XV, el autor del primer
acto en prosa de la comedia intitulada La Celestina, por otro nombre Calisto y Melibea. Dícese en su Prólogo que Juan de Mena es su autor, o más bien Rodrigo de Cota. A los fines del mismo siglo, tomó a su cargo el empe_o de acabarla el jurisconsulto Fernando de Rojas, pero no lo hizo, de modo que se conoce bien la diferencia de una mano a otra; además de concluir en tragedia lo que empezó en comedia, por cuyo motivo vino a quedar monstruosa y desarreglada, intitulándola tragicomedia. En el primer acto sobresale la elegancia del estilo, la pureza de la lengua y la diestra facilidad del pincel en retratar los caracteres al natural. De este modo, aseguró en él, su autor, la gloria de ser el primer trozo de composición teatral que en Espa_a se vio hasta entonces, siendo capaz de competir con las comedias griegas y latinas (1988, pp. 124- 125).4
A continuación se refiere a las traducciones de que fue objeto y a su propio
ejemplar, en dozavo, de 1599, fruto de la oficina plantiniana. Armona, como
Lampillas, explicita claramente que hay diferencias entre los dos autores de
la obra y, como el ex- jesuita, valora el primer acto, arreglado, sobre el
resto de la obra, monstruosa y desarreglada. Estas matizaciones van a
desaparecer en seguida, como veremos.
4 4 . El texto citado se corresponde con el párrafo de Lampillas que está en el tomo VI, pp. 48- 49.
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Consideración aparte merecen las páginas de Juan Andrés en el tomo IV
de su Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, aparecido en
espa_ol en 1787. Comienza haciéndose eco de que es la primera obra elegante
y regular espa_ola, para pasar al asunto de los autores. No puede asegurar
quién es el responsable del primer acto, cosa que no le interesa demasiado,
pero quiere resolver el asunto del género, del título y la supuesta
irregularidad que acompa_a a las tragicomedias. Para él, Rojas la llamó así,
no porque mezclara lo trágico y lo cómico, “cual se reprende en las
tragicomedias del siglo pasado, sino porque siendo realmente una comedia por
la acción y por el estilo, tenía un fin trágico”. Encuentra la acción
dramática “bastante bien seguida con naturalidad y verosimilitud, naciendo
espontáneamente los accidentes unos de otros sin violencia ni
inverosimilitud” (1787, p. 125), y, como sus predecesores, pondera la
exactitud con que pinta las costumbres y caracteres pero matiza que “a veces
expresa con viveza los afectos” (p. 126).
Se apoya en las prontas y numerosas traducciones que tuvo para se_alar
su recepción importante en el orbe literario y para probar que, por ese
aplauso y acogida universal, los espa_oles tienen derecho a “la gloria de
haber introducido en los tiempos modernos la regularidad dramática” (p.
127), y a pensar que su influencia fue decisiva para que otras dramaturgias
conocieran el buen gusto (p. 129). Recordemos que los críticos precedentes
se habían referido a esa regularidad aceptándola sólo en el primer acto.
Andrés la extiende a la obra toda y va más lejos al escribir queLa Celestina ha sido la primera composición dramática que de algún modo ha
dado principio al teatro moderno (p. 129).
Pocos a_os después Pedro Estala diría que el teatro moderno comenzó
con Lope de Vega, pues introdujo “la pintura de nuestras actuales costumbres
[para que los ingenios] formasen el teatro propio de nuestras
circunstancias” (1794, p. 37). Juan Andrés otorga este logro a Rojas, por
razones estéticas, porque introdujo la regularidad dramática, igual que
otros, después, dirán que La Celestina y no el Quijote es la primera novela
moderna.
Ignacio de Luzán había publicado su Poética en 1737 y en ella, como
Mayans en su primera edición de la Rhetórica, no aludía a la obra de Rojas.
Cuando volvió a editarse su tratado, ya en 1789, iba a_adido un párrafo en
el que se consideraba a la Celestina como “novela en acción”. Junto a este
giro en la crítica de la obra que, como hemos visto, la consideraba siempre
7
en la órbita del teatro (salvo Du Perron de Castera), Luzán ofrece una
intuición importante, que en el siglo XX ha sido “redescubierta”: considera
que es una obra escrita para ser leída, no representada, como otras que se
escribieron entre finales del siglo XV y comienzos del XVI (1977, p. 411).
En el XVIII todavía se encuentran alusiones a La Celestina, aunque hay
algunas ausencias notorias, como la que ocurre, si no me equivoco, en las
Instituciones poéticas de Santos Díez González, donde no aparece mencionada,
cuando podía serlo, entre otros, en el capítulo que dedica a la tragicomedia
(1793, pp. 119- 125). Quien por esas fechas sí la menciona es Jovellanos en
la Memoria sobre espectáculos y diversiones públicas. Como el propio autor
indica, se valió del manuscrito de la obra de Armona, que éste, amigo suyo,
le prestó para que hiciera la historia de los espectáculos profanos (1997,
p. 171). Las menciones de La Celestina son breves y sintéticas, dirigidas a
notar que en Espa_a, desde muy pronto, existió el buen gusto dramático (p.
163). “Bástenos decir que a los fines de aquel siglo teníamos ya en La
Celestina un drama, aunque incompleto, que presenta no pocas bellezas de
invención y de estilo dignas del aprecio, si no de la imitación de nuestra
edad. Tal es el origen de nuestra escena profana” (p. 161).
Como se puede observar, La Celestina, obra desarreglada para algunos,
es para muchos ejemplo de todo lo contrario y, no sólo sirve para mostrar
que en Espa_a el clasicismo se dio desde los primeros momentos de nuestra
historia literaria, sino que, dotando a la obra de dimensión política, se la
utiliza frente a otros países para afianzar un lugar de liderazgo en la
historia literaria universal. Sin embargo, esa unánime valoración se
resiente de que no hubiera ninguna edición en el XVIII, similar a las que se
hicieron de Lope o de Cervantes. Más que a estar expurgada por la
Inquisición, creo que hay que achacar esta ausencia de ediciones a motivos
morales, como se insinúa una y otra vez (por ejemplo, Luzán, 1977, p. 411);
su prohibición in totum no llegaría hasta 1805, cuando apareció en el Índice
de ese a_o, aunque el edicto era de 1793.
M_ Rosa Lida de Malkiel indicó que los historiadores neoclásicos
fueron incapaces de discernir la grandeza y originalidad celestinescas
porque estaban obsesionados y limitados por las reglas y los preceptos
neoclásicos, pero esto no fue así, como se ha visto hasta ahora. A menudo lo
que rechazan es su demasiada lascivia y libertad moral, pero desde la
perspectiva de la observación de la realidad y su reproducción literaria,
que es lo que pedía el público dieciochesco, se valora precisamente esa
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capacidad para dar cuenta de las costumbres y para presentar unos caracteres
tomados de la realidad, lo que, además, se hace con un lenguaje nuevo
(cercano al de Cervantes). Utilizando un léxico caro a los costumbristas,
los críticos del XVIII, como Velázquez, Lampillas, Armona o Juan Andrés,
hablaron de “facilidad del pincel en retratar los caracteres al natural”, y
es precisamente esta facilidad lo que les lleva a temer sus peligros
morales.
Por otra parte, como se desprende de las páginas precedentes, se
comprueba que M_ Rosa Lida simplificó demasiado al se_alar que, durante el
XVIII, la consideración de La Celestina, fuera de novela (1962, pp. 58- 63).
Sólo Du Perron de Castera y Luzán la catalogaron como tal, pero estamos
viendo, y veremos más testimonios, que se refieren a ella siempre en el
campo del teatro: comedia, tragedia o tragicomedia. Será a partir de los
años veinte del siglo XIX y con el Romanticismo cuando se extienda la
clasificación de La Celestina como novela.
'La Celestina' en la literatura y el arte de la época
Si es relativamente fácil seguir el itinerario de esta obra en los
estudios históricos, no lo es tanto en las obras de creación literaria o de
“bellas letras”, como se llamaban entonces. No parece que La Celestina haya
dejado huella directa en la producción literaria dieciochesca, salvo en
algunos entremeses5 y en las comedias de magia protagonizadas por magas y
hechiceras, aunque, siguiendo la tónica de los tiempos, esas protagonistas
(menos celestinas y más magas) no serán tomadas muy en serio ni por los
autores ni por el público y, a menudo, su ejercicio mágico, o será un
recurso burlesco o el resultado del estudio. Las mágicas dieciochescas no
tendrán la densidad de Celestina ni tampoco se dedicarán a terciar en
amores, tampoco llevará ninguna de las comedias mágicas en el título el
nombre de Celestina, salvo la que escribieron a medias en el siglo XVII
Salazar y Torres y Vera y Tassis, El encanto es la hermosura y el hechizo
sin hechizo y segunda Celestina.
Las magas del XVIII, Marta la Romarantina, Juana la Rabicortona, la
mágica Margarita, la de Nimega, la florentina y tantas otras no recuerdan al
personaje al faltarles esa dimensión de tercera en amores y al tener
referentes más actuales (para el público del siglo XVIII). Serán brujas o
5 5. Relación directa parece tener el de Francisco de Castro Los gigantones, de 1702 (editado por Buezo, 1993).
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hechiceras o fingirán serlo, pero no aludirán al personaje de Rojas. Ninguna
tendrá su maldad, su inteligencia ni su sabiduría erótica y vital. La
celestina, como tipo, tendrá raíces más populares y menos literarias.
Al decir de Menéndez Pelayo, la “última Celestina clásica es, en
rigor, la de don Serafín Estébanez Calderón, inserta en sus Escenas
andaluzas” (1899, p. LIV). Éstas aparecieron en 1847, pero El Solitario
había publicado su artículo costumbrista dedicado a “La Celestina” en la
primera entrega del tomo segundo de Los espa_oles pintados por sí mismos, en
1844. Comenta en él que el tipo no ha muerto, que sigue existiendo esa clase
de maldad y reprobación que sólo se encuentra en la especie humana, pero lo
trata más como reconstrucción arqueológica (algo muy frecuente en Los
espa_oles) que como personaje real que aún existiese. De hecho termina su
artículo observando que “las costumbres han adelantado lo bastante para que
la Celestina se considere como un peón que sobra y como pieza que no tiene
aplicación. Las negociaciones de amor suelen hacerse ahora directamente y
sin necesidad de mandato o procuraduría. Denos Dios larga vida para ver
hasta dónde en este ramo podemos llegar progresando” (1985, p. 186).
Sin embargo, a pesar de la escasez de ecos, antes y después de esta
Celestina de Estébanez, podemos encontrar algunas alusiones literarias al
personaje, pero siempre con ese tono ya señalado de ironía y parodia. En
1840, Juan Eugenio Hartzenbusch estrenaba su adaptación de Les pillules du
diable bajo el título de Los polvos de la madre Celestina, donde el
personaje, renacido por un artificio, lo que desea es casarse con un hombre
joven. La obra tiene un enredo que lleva finalmente a que la vieja,
rejuvenecida gracias a la magia, pueda casarse con el joven pretendido.6
Pero hasta entonces, la burla de la magia ha sido constante.7 Como en el
caso de las anteriores comedias de magia, el personaje que puede recordar a
la Celestina, la maga, tiene más bien recuerdos populares y tradicionales
que los literarios de la obra de Rojas.
Es lo mismo que ocurre con otras posibles reminiscencias que se han
visto a veces en la gitana Azucena de El trovador, que para mí están fuera
de lugar, porque el personaje no posee la maldad ni las características
6 6. "Teresa: ¿Qué mal os he hecho? Celestina: El mayor que pudieras; privarme de dos amantes, de dos maridos [...] Tú tendrás la culpa si me quedo sin ninguno. A mi edad no se perdonan tales agravios" (1840, pp. 71 y 72).
7 7 . Por ejemplo: "vuestro poder es treta,/ embuste", dirá un personaje. "Un poco de cortesía;/ que de magia y poesía/ yo no sé quién miente más", es la réplica de Celestina (1840, p. 13).
10
celestinescas, al contrario: es bastante bondadoso. Donde quizá sí se
inspiró, literariamente, García Gutiérrez para este personaje y para algunas
escenas, como la de la hoguera, debió de ser en Marta la romarantina.
También, y quizá con más motivo por la riqueza de carácter del personaje, se
ha visto la sombra de Celestina en la Brígida de Don Juan Tenorio. Otra
mención, ya para terminar este apartado, a La Celestina, a las comedias de
magia y a otros textos mágicos famosos, siempre de forma grotesca, se
encuentra en El príncipe y el nigromante, de 1871, zarzuela arreglada por
Granés y Lalama que se estrenó ese año en el Teatro Jovellanos.
Por lo que respecta a la pintura, es obvio el recuerdo celestinesco en
bastantes obras y caprichos de Goya, en los que de nuevo se hace un uso
grotesco del personaje, desde mi punto de vista desvinculado de
reminiscencias literarias pero anclado en la tradición popular, para
presentar un discurso satírico sobre la sociedad.8 Donde sí parece
relacionarse con la literatura es en el cuadro titulado “La maja y la
celestina”, de hacia 17778- 80 (75 x 113 cm), clásica composición en la que
junto a la joven, reclinada, aparece, por detrás, la vieja. Otra muestra de
esta atracción por lo celestinesco es “Celestina y su hija”, también llamada
“Maja y celestina al balcón”, óleo sobre lienzo, de hacia 1808- 12 (1,66 x
1,08 m.), en clásica composición goyesca, con la doncella asomada a una
barandilla y la vieja detrás.9
Como se sabe, el tema interesó a Goya, que lo desarrolló en diferentes
obras y con muchas variantes, en mi opinión, alejado del referente literario
y, más bien, provocado por el entorno en que vivía, ya que es frecuente que
las guías de forasteros alerten a éstos de la presencia de terceras en
amores en ciertas zonas de Madrid. Y si fueran necesarias otras fuentes, ahí
está el Arte de las putas de Nicolás Fernández de Moratín, que, sobre tener
ciertos ecos de la obra de Rojas, suministra abundante información sobre las
meretrices, sus especialidades y su localización urbana.
Además de estos rastros, se pueden encontrar una acuarela sobre
cartulina de Luis Paret, titulada "La celestina y los enamorados" (410 x 300
mm.), de 1784, en la que se ve a una celestina esperando la llegada de los
8 8 . Véanse los caprichos "Bellos consejos" (nº 15), “Bien tirada está” (nº 17), "Aquellos polvos" (nº 23), "No hubo remedio" (nº 24), "Chitón" (nº 28), "Ruega por ella" (nº 31), "Hilan delgado" (nº 44), "Mucho hay que chupar" (nº 45), "Volaverunt" (nº 61), "¿Dónde va mamá?" (nº 65), "Allá va eso" (nº 66), "¡Linda maestra!" (nº 68) y "Devota profesión" (nº 70).
9 9 . El primero, en la Colección Paloma McCrohon Garay; el segundo, en la Colección Bartolomé March. Otras referencias en Gassier- Wilson (1978).
11
amantes a su casa, y un óleo sobre tabla, titulado “La carta” (37 x 29 cm.),
de hacia 1772, en el que una joven lee una carta en un jardín, mientras
celestina está sentada a su espalda con las monedas en el regazo.10 Paret,
que era aficionado a la obra de Rojas y poseía un ejemplar, fue denunciado
ante el tribunal del Santo Oficio en 1791, por posesión de libros pohibidos.
En la delación se vieron envueltos otros personajes, porque uno de ellos se
la había dejado leer a su hija. Esta denuncia fue la que ocasionó la
prohibición de 1793, pues hasta entonces sólo estaba expurgada, no así las
otras Celestinas.11
En el XIX el tipo celestinesco atrajo a los pintores de lo tremendo
español y de lo costumbrista. Sin ánimo de exhaustividad, un testimonio
gráfico temprano se encuentra en las ilustraciones que acompañan al artículo
de Estébanez en Los españoles pintados por sí mismos. Son dos; en la primera
se ve al personaje en la calle, con una carta en la mano, mirando alrededor;
en la segunda, una viñeta al inicio del texto, la vieja ya ha entrado en el
dormitorio de la joven y allí le entrega el papel. Éste segundo no tiene
firma; el primero es de Ortega. Alenza y Eugenio Lucas persiguieron el tema
y dejaron algunos testimonios como “La alcahueta”, del primero, y “Aquelarre
con celestina”, del segundo.
A finales de siglo merecen destacarse las aportaciones de José Nin
Tudó (“La celestina”, en Barcelona, Col. particular) y de Peralta del Campo
(Mateo Gómez y Mateo Vi_es, 2000) y también, por supuesto, algunas obras de
Sorolla y Zuloaga que recuerdan al tipo de la celestina, y en especial la
que Zuloaga tituló Celestina de 1906, y se encuentra en el Museo Nacional
Centro de Arte Reina Sofía.
Siguen los historiadores: de García de Villanueva a Ticknor, pasando por
Blanco White y Moratín
Si los historiadores espa_oles del XVIII no se refirieron a La
Celestina como novela, la especie cundió por Europa con la traducción que
Johann A. Dieze hizo de los Orígenes de la poesía espa_ola de Velázquez en
1769 (Meregalli, 1988). Si el malague_o la consideraba comedia en prosa; el
traductor alemán, que a_adió notas y erudición a su trabajo, opinaba más
10 10 . En colección particular, en Barcelona, la primera; en Colección Varez Fisa, de Madrid, el segundo. Véase AA. VV. (1991).
11 11 . AHN, Inquisición, leg. 4483, n_ 13. Rubio García (1985, pp. 289- 296) reproduce parte del proceso.
12
apropiado “tenerla por una novela dialogada”, siguiendo a Du Perron.12 Aunque
Blanco White y Moratín tuvieron destacado papel en la nueva consideración de
La Celestina como novela, fue desde las traducciones que se hicieron de las
historias literarias escritas por europeos como la idea de que La Celestina
era una novela dialogada se asentó entre los críticos espa_oles, que
recurrieron a esas obras, publicadas en los primeros decenios del siglo XIX,
antes que a las de historiadores españoles.
Ajeno a esta cuestión, por las características de centón recopilador
que tiene su Origen, épocas y progresos del teatro español, es García de
Villanueva, que la tiene por drama o tragicomedia escrita en prosa (1802,
pp. 249- 251). Este tratado, que alguna vez habrá que estudiar
detenidamente, se compuso, a mi parecer, para que los hombres de teatro,
actores, escenógrafos, dramaturgos poco leídos, tuvieran a su alcance un
resumen no sólo de la historia del teatro español, sino de los otros teatros
mundiales, de modo que por sus páginas pasan las dramaturgias europeas, pero
también las orientales y toda una serie de cuestiones relacionadas más
directamente con los aspectos materiales de la puesta en escena. Ha de ser
este objetivo --el de ser una especie de enciclopedia del teatro-- lo que
explique la peculiar composición del libro, especie de puzzle que, a veces
citando, a veces sin hacerlo, saquea los tratados publicados antes. Así, por
ejemplo, lo relativo a La Celestina está tomado literalmente de Juan Andrés,
de Nasarre y de Velázquez. Entre las otras fuentes de García de Villanueva,
que escribió un tratado en defensa de los actores y del teatro (Cañas
Murillo, 1992), están Nebrija y Mayans.
El mismo año en que Bouterwek publicaba en alemán su historia de la
literatura, 1804, indicando que La Celestina era una "novela dramática",
Casiano Pellicer hacía lo propio con su Tratado histórico sobre el origen y
progresos de la comedia y del histrionismo, donde se insiste en que está
prohibida por el Santo Oficio, se reproducen los elogios de Cervantes y
Valdés y se la califica como "uno de los buenos libros que tiene la lengua
castellana", añadiendo que no se escribió para representarse (p. 14).
A partir de este momento del siglo XIX las opiniones suelen repetirse
sin demasiadas variantes. Marchena, por ejemplo, en el prólogo a sus
Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia, de 1820, sólo indica que la obra
no influyó en el teatro español (1990, p. 188). En un proceso similar, pero
12 12 . Cito por Lida de Malkiel (1962, p. 60n). “Desatinos eruditos” los llama la autora; el artículo de Meregalli es más ponderado.
13
a la inversa de lo sucedido con Velázquez y Dieze, los traductores de la
historia de Bouterwek, Gómez de la Calzada y Hugalde y Mollinedo, que
también la adicionaron, no la denominan como su autor, "novela dramática",
sino tragicomedia y la sitúan en el mundo del teatro (1829, pp. 47- 50). En
estas historias literarias, como rasgo nuevo, comienza a hacerse el resumen
de la obra (algo que inició en 1824 Blanco White) y, como tradición, no
dejan de hacerse observaciones morales. Bouterwek parece contraer algunas
deudas con Juan Andrés (del mismo modo que sus traductores las contraen con
Velázquez y Sarmiento, que no habló de La Celestina, según mis pesquisas), e
insiste en el objetivo moral de educar a la juventud, lo que justificaría la
pintura tan explícita de distintos caracteres y momentos.
Un punto poco conocido de inflexión de los estudios celestinescos nos
lo ofrece el largo y novedoso artículo que sobre la obra de Rojas escribió
el sevillano José María Blanco White en 1824, publicado en el periódico
Variedades o Mensajero de Londres. Blanco conoce los trabajos de Bouterwek y
de Sismondi, y los rechaza porque su forma de trabajar le parece poco seria
y llena de imprecisiones. De hecho les acusa de no haber leído la obra
(acusación que extiende a otros), porque, de lo contrario, se_ala, dirían
cosas más parecidas a sus propios pensamientos.
Tras relacionar La Celestina con el Quijote y se_alar que, después de
éste, es la obra espa_ola más famosa, indica que su autor, sin embargo, no
ha gozado de la fama que el valor de su creación debía granjearle porque
ocultó su nombre y creó una red de contradicciones sobre la composición de
la obra. Piensa que disimuló su nombre y creó la patra_a del doble autor
porque creyó que el éxito como autor de “libros puramente divertidos” podría
quebrantar su condición de letrado (1824, p. 224a), actitud que ha perdurado
en Espa_a (más tarde Menéndez Pelayo hará suyos estos argumentos).13 De igual
modo, cree que hacer responsable del primer acto a otro es parte de la
estrategia, así como un juego que alude a la costumbre de distanciar al
texto del creador mediante el recurso del manuscrito encontrado, la
traducción desde una lengua extra_a o método similar, igual que Cervantes se
valió de la ficción de Cide Hamete Benengeli (p. 296b).
Por estas razones, y utilizando también los versos de Proaza que se
refieren a un solo autor, considera que el único responsable fue Rojas,
13 13. De tal modo ha perdurado, dice Blanco, que cuando se trató de establecer una Academia de Poesía en la Biblioteca de San Acacio de Sevilla, sus integrantes fueron burlados por la gente, “bandadas de estudiantes, que con silbos y alborotos impedían la lectura, y aun seguían a los individuos por la calle con insultos” (p. 225).
14
porque, si no, no podría haber sintonizado de tal manera con los
planteamientos que el supuesto primer autor expuso en el primer acto: “la
invención y el estilo nacen de una misma fuente” (p. 226a). Y la fecha de
composición la sitúa antes de la toma de Granada en 1492, incluso antes de
iniciarse el cerco. Seguramente fue este artículo de Blanco White el que
difundió en Europa la idea del único autor de La Celestina, que después
asumieron muchos, desde Wolf hasta Carolina Michaëlis de Vasconcelos.
Los historiadores anteriores a Blanco habían reparado en su
verosimilitud y en la forma de representar las costumbres; Blanco también,
pero pondrá estos logros en relación con Cervantes y sus Novelas ejemplares,
que le parece caminan al mismo objetivo de pintar las costumbres de su
tiempo con un lenguaje y punto de vista similares y, para demostrarlo, copia
una serie de pasajes. Junto a estas muestras del talento de Rojas, censura
la “erudición impertinente” que enfría los momentos mejor concebidos, y
achaca este defecto al mal gusto de la época en que vivió.
Respecto del problema del género, cree que ha tenido La Celestina más
influjo sobre la novelística que sobre el teatro --como luego escribirán
Moratín y Menéndez Pelayo--, y, aunque en principio no la ve como novela
sino como teatro (p. 240a), acaba refiriéndose a ella como “novela
dramática” (p. 242a).
Las páginas que dedica a La Celestina en su sección “Revisión de
obras” creo que son las mejores que se habían escrito sobre ella, junto a
las de Juan Andrés. De hecho, las intuiciones del sevillano fueron
aprovechadas productivamente por Menéndez Pelayo, como ya he se_alado y se
verá después.
Leandro Fernández de Moratín, como los citados, dedica unas líneas a
la obra en sus Orígenes del teatro español, aparecidos póstumos en 1830.
Aquí la llama "novela dramática" (1941, p. 161), como había hecho también
Martínez de la Rosa en el Apéndice sobre la comedia española, escrito entre
1823 y 1827, aunque aparecido en 1845 en sus Obras poéticas (p. 153a), y
como haría también Lista en sus Lecciones de literatura española, de 1836
(p. 48).14 Moratín añade, sin embargo, algo nuevo para Espa_a, aunque ya 14 14. Lista dedica a La Celestina la cuarta de sus lecciones. No se interesa demasiado por el género de la obra, y sí sobre todo por cuestiones de moral, resaltando "la verdad de los caracteres" (1836, p. 53); su "inverosimilitud moral", (p. 51), que deviene de que Calisto, de buena familia y con tan bellas prendas, deba recurrir a una tercera en sus amores. Pero reconoce que es inverosimilitud necesaria para el desarrollo de la acción. También reprende al autor la erudición y lo perfectamente bien hecha que está la descripción de los caracteres, por sus implicaciones éticas. Como ya hiciera Juan de Valdés en el Diálogo de la lengua, valora sobre todo su lenguaje: en esta
15
expuesto por Blanco, cuyo trabajo no sé si conocía, y lo reserva para una
nota en la que muestra todo el aprecio que tuvo por la obra. Esta novedad es
que para él no hay diferencia entre lo escrito por el primer autor y lo que
se debe a la pluma de Rojas. Le parece todo obra de la misma mano, hasta el
punto de señalar que, si no nos lo dijera el propio Rojas, no seríamos
conscientes de la supuesta doble autoría. Por otro lado, contrariamente a lo
escrito por Marchena, Moratín sí piensa que la comedia española debió sus primeras formas a La Celestina. Esta novela
dramática, escrita en excelente prosa castellana, con una fábula regular, variada por medio de situaciones verosímiles e interesantes, animada con la expresión de caracteres y afectos, la fiel pintura de costumbres nacionales, y un diálogo abundante de donaires cómicos, fue objeto de estudio de cuantos en el siglo XVI compusieron para el teatro (1944, pp. 172- 173).
Hay que señalar la importancia de estas palabras, porque desde el
credo clasicista admiran y valoran una obra que, durante el siglo XVIII, se
calificó a menudo de desarreglada. Si Juan Andrés, por ejemplo, la había
propuesto ante Europa como la primera obra regular de la dramaturgia
española, Moratín, para ello, aplica elementos propios de la preceptiva
clasicista: fábula regular, variaciones creíbles y situaciones verosímiles
que hacen avanzar la ficción e interesan, porque para el autor de La comedia
nueva la "unidad de interés" es fundamental.
El lector avisado habrá percibido ya en su elogio los ecos de su
definición de comedia, y habrá visto que, al valorar La Celestina, lo que
está realmente apreciando es cuanto ésta tiene de comedia clasicista y
moderna (aunque la llame novela), en el sentido de que atiende a las
costumbres, entretiene, sus personajes son creíbles y se vale para mostrar
todo esto de la prosa.15 Prosa que el valoraba extraordinariamente, hasta el
punto de ponerla como ejemplo, junto a la de Cervantes y el Lazarillo,
cuando reflexionando sobre el uso de ésta en el teatro --sobre la creación
de un nuevo lenguaje dramático, en realidad-- señalaba la dificultad de
valerse de ese medio en lugar de utilizar el verso.
Moratín, a quien se tiene por encarnadura del neoclasicismo, considera
que La Celestina, con ligeras supresiones que haría "un hombre inteligente",
sería "una de las obras más clásicas que ha producido la literatura
materia, "es una composición clásica" (p. 50).
15 15 . Moratín define la comedia, entre otros lugares, en el "Discurso preliminar" a las suyas (Moratín, 1944).
16
española" (p. 173). Jovellanos había declarado en su Memoria de los
espectáculos que La Celestina no era modelo para imitar; el uso que Moratín
hace aquí de la palabra "clásicos" es ambiguo. Por una lado, la relativiza
(aunque ensalce la obra) al decir que es una de las obras más clásicas; por
otro, puede creerse que con tal adjetivo alude a la condición de obra
antigua. Pero, en todo caso, está considerando a La Celestina como obra
clásica, por antigua y por regular, digna de ser editada.16
Esto es lo que había hecho, en efecto, León Amarita en 1822 y lo que
haría Buenaventura Carlos Aribau: publicarla entre los clásicos de la
Biblioteca de Autores Españoles, en el tomo III dedicado a los Novelistas
anteriores a Cervantes (1846).17
A partir de ahora, la adscripción genérica de La Celestina será un
problema que se solucionará en las historias de la literatura calificándola
de novela dramática, añadiendo siempre su condición teatral irrepresentable,
dada su extensión. La inercia se apoderó, como tantas veces, de los estudios
de literatura española.
Así Ticknor, cuando en 1849 publicó su historia de la literatura
española, decía lo siguiente: "el trabajo literario que echó los cimientos
del teatro español es La Celestina, historia o novela dramática [que ha]
dejado huellas inequívocas de su influencia en el drama nacional" (1948, pp.
265- 266). A lo largo de este trabajo se ve cómo los críticos han aplicado,
dubitativamente, a La Celestina la doble condición de novela y de drama.
Pero en el siglo XIX no fueron pocos los que entendieron el teatro clásico
español como un desarrollo de la novela. Así Lista, por ejemplo, pero
también, entre otros discípulos suyos, Patricio de la Escosura, quien
escribía a la altura de 1868 que el teatro español era desarreglado porque
Lope se tomó la libertad de la novela, de modo que novelas dialogadas y puestas en acción fueron con el nombre genérico de
comedias, todos nuestros dramas desde Lope (1868, p. LXXXIII).
16 16 . No es la única vez que Moratín pensó editar obras anteriores, reduciendo su tamaño. Lo pensó con Fray Gerundio (vid. mi prólogo a Isla, 1991) y con Guzmán de Alfarache (García Lara, 1999).
17 17 . Lida de Malkiel pasa revista a una serie de traductores y eruditos europeos del XIX que adoptaron la denominación de "novela dramática" para La Celestina o que simplemente la publicaron como novela en distintas colecciones y antologías. Entre otros, Germond de Lavigne, traductor al francés en 1841; von Bülow, al alemán en 1843; el conde de Schack y Lemcke en sus trabajos sobre literatura española de los años 1845 y 1855, y Wolf, que en 1859 se basó en todos los citados y en Martínez de la Rosa, Moratín y Lista (1962, p. 62). Véase también Heugas (1973). No parece que ni García de Arrieta, ni Sánchez Barbero, ni Hermosilla, ni Munárriz se refirieran a ella; al menos yo no he encontrado alusiones.
17
La obra de Ticknor fue traducida y anotada en 1851, como se sabe, por
Pascual de Gayangos y Enrique de Vedia. Ticknor, como Moratín, pero también
como Blanco White, piensa que es obra de un solo autor, y sus referencias a
un responsable anterior una forma de dirigir la atención hacia otro, dada la
carga licenciosa de la obra.18 El americano, insertándose en el modus ya
habitual, resume la obra y hace un repaso a los tópicos críticos que se
habían debatido en el siglo precedente.
Son sus anotadores quienes matizan algunos puntos relativos a
ediciones y traducciones, además de señalar que había sido expurgada por la
Inquisición, como se veía en el Índice de 1667. El de 1747 la permitió con
algunas correcciones, el de 1790 también expurgada, aunque se prohibió en
1793 (apareciendo en el de 1805). Para afirmar algunos de sus matices,
Gayangos y Vedia aportan el testimonio de Blanco White sobre La Celestina.19
Ediciones de Amarita- Burgos (1822) y Krapf- Menéndez Pelayo (1899)
La Celestina no volvió a editarse desde 1663 hasta que en 1822 lo hizo
León Amarita, que tenía su casa editorial en la Plaza de Santiago, nº 1, de
Madrid. Al texto lo acompañan un "Prólogo del editor" --Francisco Javier de
Burgos, según indica Menéndez Pelayo--,20 y el Diálogo entre el amor y el
viejo, como apéndice. Burgos tiene cierto cuidado por el texto y así indica
que ha rebuscado y cotejado distintas ediciones, presentanto incluso "varias
lecciones", variantes a pie de página que le parecen el mayor mérito de su
obra. Pero esa atención se amplía también a las condiciones materiales de
edición del texto, que había visto siempre descuidadas e incorrectas, como
si fuera La Celestina "patrimonio común de los ciegos y de los libreros de
portal" (1822, p. XV).
Quizá por estos cuidados, y porque no había otra desde 1663, la
edición se vendió e incluso se reeditó en 1835, y, según se_ala el citado
18 18 . José Amador de los Ríos pensaba de manera similar en su Historia crítica de la literatura española (1865, p. 404), y Fitzmaurice- Kelly, que reeditó la traducción famosa de James Mabbe en 1894, consideraba que Rojas "is the first Spanish novelist who brings a conscience to his work" (1898, pp. 125- 126).
19 19. Otros historiadores, como Álvarez Espino (1876) o Schack (1885) no aportan nada destacable. Para el primero, es novela y ejemplo de los adelantos del Renacimiento (pp. 41- 42); para el segundo, era el modelo que seguiría el teatro para elevarse a gran altura (p. 278).
20 20 . Se lo oyó decir a Aureliano Fernández Guerra, a quien se lo había confesado el propio Burgos en Granada (1958, p. 185).
18
Menéndez Pelayo, ésta fue “copiada servilmente en el tomo tercero de la
Biblioteca de Rivadeneyra” (1958, p. 186).
La edición Amarita- Burgos sigue la de 1570 e incluye algunas
variantes, como he comentado, pero lo más importante, para observar la
recepción de la obra, es el prólogo, porque en él se desgranan algunas ideas
de carácter nacionalista y político que son ejemplo de los usos que puede
tener la literatura y llevan a pensar, si bien con otras intenciones, en los
intentos dieciochescos de Juan Andrés, Masdeu y Lampillas.
Aunque un poco desenfocado, lo que aquí hace Javier de Burgos se
encuentra en la línea de Marchena y Moratín --más de Marchena--, al hacer
una historia (o lectura) política de la obra literaria y del entorno.
Tomando como base de su argumentación su calidad lingüística, pone de
relieve el alto nivel de civilización y desarrollo que había conocido (y
conocía) España, que iba “delante de las demás naciones en la carrera de la
civilización” (1822, p. III); del mismo modo, como los caracteres que
presenta están tomados de la sociedad (pp. III- IV), es de notar los progresos tan asombrosos [que había hecho] en esta nación el lujo, producto
de la abundancia, fuente de la industria y corruptor de las costumbres. Las artes de Celestina [...], la malicia y las zoncerías de [Pármeno] y de su compa_ero Sempronio, el fausto y tono del caballero Calisto, el arreo y los manejos de la ramera Elicia no son ciertamente cuadros copiados de las costumbres de algún pueblo patriarcal de los que describía Homero, ni podían hallarse entre los inmediatos descendientes de los godos en los primeros siglos de la restauración de su imperio. Prueban, sí, que la nación en donde se encontraban era ya culta, rica y floreciente” (p. IV).
La Celestina sola le sirve al prologuista para demostrar que, antes de
que se tomara Granada y se descubrieran las tierras del Nuevo Mundo, los espa_oles no solamente hablaban y escribían tan bien como ahora
nosotros, sino que conocían todos los regalos y conveniencias de la vida social, no necesitando sin embargo hacerse tributarios de los extranjeros para disfrutarlos” (pp. IV- V).21
Burgos traspone a la época de redacción de la obra problemas,
conceptos y léxico decimonónicos, como harán poco después los "pintores de
historia" con los hechos nacionales sucedidos en la Edad Media y en los
Siglos de Oro. La Celestina le sirve para hablar de la época fernandina, y 21 21. Francisco Javier de Burgos, que quizá pensó que su amor a la patria podría parecer exagerado o postizo proviniendo de un antiguo afrancesado, autorizó y justificó sus elogios presentando los de un extranjero, y así, a través de Nicolás Antonio, extractó y tradujo parte de lo escrito por Gaspar Barth, cuando puso en latín La Celestina, con el título de Pornoboscodidascalus Latinus. Baste decir que la consideraba drama y “liber plane divinus” (pp. IX- X).
19
si se detiene sobre los problemas estrictamente literarios --el de la
autoría, el de las traducciones, continuaciones y ediciones-- es sólo para
insistir en esa línea. Porque, tras poner de relieve la gran aceptación que
la obra tuvo entre los europeos, hace unas reflexiones de orden moral sobre
los habitantes de la Península, que van también dirigidas a sus
contemporáneos: dado que se leyó mucho a pesar de su prohibición, "sacará el
observador consecuencias infalibles sobre el carácter lascivo de la nación y
el poderoso influjo del clima en el temperamento de sus individuos" (p.
XIV). Habría que preguntarle qué razones tuvo él para publicarla.
No es este el único momento en que, valiéndose de La Celestina, hace
observaciones políticas y sociales sobre la Historia española y sobre los
males contemporáneos. Una alusión a las colonias americanas sirve para
deplorar el régimen político, el estado de opresión en que se encuentran las
letras españolas y la decadencia de la sociedad:Esta última diferencia [no necesitar a otros países] es en sustancia lo que
hemos sacado después de la posesión exclusiva de los tesoros de la América durante tres siglos, la cual ha servido únicamente para arraigar el despotismo civil y religioso, para mantener despoblado el país, para que perdiéramos enteramente el espíritu de invención, padre y promotor natural de todas las artes útiles en que tanto se aventajaban a sus vecinos los antiguos españoles, y para que experimentemos en el día las necesidades de los pueblos ricos, sin virtud para sufrirlas, ni medios para contentarlas (p. V).22
La relación con tantos pensadores que en los siglos XVII y XVIII
expusieron los males de España, y sus posibles remedios, está clara. Ahora
España sólo mantiene de aquella época de lujo e inteligencia las buenas
artes de la escritura pero no lo que hizo avanzar al país hasta la conquista
de nuevos mundos y conocer el lujo que, sin embargo, corrompe las
costumbres.
Para entender la razón de esta exaltación nacionalista y de las
críticas, en las que se mezclan conceptos modernos, como el de civilización
y vida social, con aspectos típicos de los antiguos elogios de lenguas,
conviene saber que, aparte de la situación cada vez peor en que se
encontraba el gobierno respecto de las colonias, el afrancesado Burgos, que
en el Trienio Liberal desarrolló una importante labor periodística, estaba
buscando hacer olvidar ese pasado de afrancesamiento. Esta edición, vista
bajo esa perspectiva, parece formar parte de los trabajos literarios que con
22 22. Recuérdese que desde 1814 empezaron los levantamientos independentistas americanos. En mayo de ese año 1822 Itúrbide era proclamado emperador de México.
20
dicho objetivo llevó a cabo desde aproximadamente 1817. En 1822, año de
publicación de La Celestina, dirigía El Imparcial, en el que participaban
otros afrancesados famosos como Miñano, Lista o Hermosilla. Importa recordar
que Amarita también fue afrancesado y contrarrevolucionario. Empezó a
conseguir Burgos resultados a partir de 1824, desempeñando puestos y
comisiones especiales y llegando a ser más tarde ministro en varias
ocasiones.
Tras esta de León Amarita, en el siglo XIX se hicieron varias
ediciones de la obra, pero destaca la que en dos tomos y con estudio
preliminar de Marcelino Menéndez Pelayo, realizó en 1899, para conmemorar la
primera en Burgos, el librero Eugenio Krapf, austríaco afincado en Vigo.23
Menéndez Pelayo se había ocupado por primera vez de la obra de Rojas en
1895, en el tomo segundo de sus Estudios de crítica literaria, y, tras esta
edición, volvería sobre ella en 1910, al publicarla en el tomo tercero de la
Nueva Biblioteca de Autores Espa_oles, entre los dedicados a los Orígenes de
la novela.
Menéndez Pelayo, además de dar información sobre las traducciones y
las ediciones de la obra, estudia su descendencia, sus continuaciones y el
influjo que ha tenido en la literatura posterior; las fuentes de que pudo
valerse Rojas y la fecha de redacción; la composición, estructura y
caracteres, y muchos otros asuntos. Como en otras ocasiones, el trabajo del
santanderino supuso un punto y aparte, un cambio en el conocimiento y en los
estudios dedicados a esta obra.
También, como ya he adelantado, se refiere al problema del autor, que,
para él, es sólo uno, Fernando de Rojas. Apoyándose en Blanco y en Moratín
piensa que la cohesión y unidad de la fábula, el desarrollo de los
caracteres, todo indica un único autor; los estilos de Mena y Cota no tienen
nada que ver con el de La Celestina, y los ardides de que se vale Rojas para
distraer la atención de él se deben a lo que ya indicó Blanco y a que la
obra es más admirable bajo su aspecto literario que en su lado ético.
La tragicomedia le parece una obra clásica y, para ello, recuerda las
palabras de Moratín citadas más arriba, y es tan clásica que sólo puede
compararse con las piezas de Shakespeare porque, como en éste, la calidad
artística hace olvidar los vicios de que habla.23 23. Juan Valera reseñó esta edición en 1900, poniendo de relieve la influencia europea de La Celestina y valorando positivamente la erudición que hay en ella. Piensa también en un solo autor y la tiene por "la primera creación de una nueva era literaria" (1912, p. 145), que influyó notablemente en el teatro y la novela. Por lo demás, no cree en la intencionalidad moral de Rojas.
21
Respecto del género, mantiene que es una obra teatral y su autor un
“poeta dramático”, aunque, como pensaba Blanco entre otros, dado su carácter
realista, su redacción en prosa y la pintura que realiza de las costumbres,
haya tenido más influjo sobre la novela que sobre el teatro, pero, durante
el XVI (y aquí está Moratín), la prosa de La Celestina inspiró la de las
comedias de Lope de Rueda y Timoneda.
En su opinión, sólo el título de drama le cuadra, y piensa que se
podría representar, a pesar de su extensión y de sus atrevidas licencias. A
este respecto es muy explícito en la introducción a la edición de 1899, ya
que escribe: “el título de novela dramática nos parece inexacto y
contradictorio sobre toda ponderación.” (p. XLV). Y en el trabajo para los
Orígenes de la novela, donde apenas mantiene algunas frases de esa
introducción, repite esta y las siguientes: “si es drama, no es novela. Si
es novela, no es drama. El fondo de la novela y del drama es uno mismo, la
representación estética de la vida humana; pero la novela la representa en
forma de narración, el drama en forma de acción. Y todo es activo, y nada
narrativo en La Celestina“ (1958, pp. 9- 10).
Pero, a pesar de estas decididas opiniones, la incluye en la historia
de la novela, y lo hace, a mi parecer, por el influjo que tuvo en dicho
género y porque no la considera aislada, sino en relación con sus
continuaciones, que son, ciertamente, narrativas. De hecho, como parte de la
crítica ha se_alado, fue él quien acu_ó la expresión “género celestinesco”
para referirse a ese grupo de obras que en sí mismas, si no forman un
género, sí tienen en común una serie de afinidades y ponen de relieve el
papel de puente entre el género dramático y el novelesco que jugó La
Celestina, en cuanto diálogo24.
Que jugó y siguió jugando, pues, como recuerda M_ Rosa Lida de
Malkiel, Pérez Galdós escribió varias novelas dialogadas que parecen
derivarse directamente de la fórmula celestinesca. Esa fórmula que tiene que
ver con la comedia humanista y con el teatro leído. La relación con Rojas
quedaba clara en el prólogo de El abuelo (1897), en el que don Benito pedía
“que me diga también el que lo sepa si La Celestina es novela o drama.
‘Tragicomedia’ la llamó su autor; ‘drama de lectura’ es realmente y, sin
duda, la más grande y bella de las novelas habladas” (Cit. por Lida de
Malkiel, 1962, p. 71). Galdós introduce la nueva denominación “novela
24 24 . Un resumen de las oportaciones de Menéndez Pelayo al conocimiento de La Celestina, en Heugas (1973, pp. 27- 36).
22
hablada”, que, como el teatro leído, explicita la condición oral de este
tipo de composiciones. Cabe pensar, como señala Juan Luis Alborg, que
Menéndez Pelayo incluyera a La Celestina en los Orígenes de la novela porque
Galdós había llamado novelas a varias de sus obras dialogadas.
Si el trabajo de Menéndez Pelayo no solucionó el asunto de la
adscripción genérica de la obra, tampoco lo han hecho los que han escrito
sobre ello después. En realidad, parece vano empeño, cuando el caso de La
Celestina parece semejante al del Quijote. Ambas obras parten de géneros
previos, la comedia humanista en un caso, la novela de caballerías en el
otro, para ir más allá de los géneros, con absoluta libertad de fábula; en
el caso de la primera, además con la libertad que da el uso del diálogo sin
necesidad de plegarse a las convenciones, ya de la narración, ya del teatro.
Además, en ese juego de referencias, erudición y originalidad que la
caracteriza, se sirve de lo ortodoxo y del recurso a la auctoritas para
justificar lo heterodoxo. La Celestina se sale de los marcos genéricos y
morales, y parece empeño condenado al fracaso empeñarse en encuadrarla en un
molde.
Con el fin de siglo, la historia literaria tenía ya suficientes
instrumentos para estudiar La Celestina, y ésta se encontraba,
indiscutiblemente y desde los comienzos de la historiografía literaria,
entre los textos que forman parte indispensable de nuestro acerbo cultural.
El trabajo de Menéndez Pelayo, así como la edición de las continuaciones de
esa obra en la Nueva Biblioteca de Autores Españoles, supuso una inflexión
en los estudios sobre La Celestina y lo celestinesco. Después vendrían las
aportaciones y las discusiones de los filólogos del siglo XX.
La Celestina se editó sólo seis veces a lo largo del siglo XIX, mucho
si comparamos con el siglo anterior, que no vio ninguna, y poco si juzgamos
por las casi setenta que se hicieron en el XVI. La tendencia al alza
continúa cuando entramos en el XX. Es, seguramente, en ese siglo XX cuando
la obra de Rojas produjo sus mayores y más visibles efectos sobre los
creadores, tanto literarios como artísticos y musicales, que reelaboraron el
mito celestinesco a la luz de los cambios y de las nuevas estéticas.
Es en ese siglo XX cuando se puede hablar de mito de la Celestina.
Hasta entonces es más bien un personaje, un tipo del que se valen los
historiadores para se_alar la condición realista de nuestra literatura, y es
también una muestra de la misogínia característica de la cultura nacional.
En este sentido, Celestina y Carmen tendrían ciertos puntos de contacto, más
23
allá del puntual valerse una de embelecos de hechicera y otra del resorte
anunciador de las cartas, pues se las puede entender como mitos femeninos
espa_oles de mujeres autónomas, dominadoras de las voluntades de los hombres
y, por tanto, perversas. Serían, también, dos mitos negativos, pues no son
figuras que la cultura nacional admita fácilmente.25
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