La Baldosa Suelta-lectura

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relato de autora

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Jeanne Paturel nació en París en 1986, hija de una madre pintora franco-española y de un reconocido psiquiatra. Tras haber estudia-do Literatura en París y Madrid y haber tra-bajado para varias editoriales, se inicia en el mundo de las escritura de relatos en España. Jeanne Paturel publica ahora sus relatos inti-mistas e introspectivos de la mano del Club Placer (El Placer de la Lectura).Descubre más

BIOGRAFÍA DE LA AUTORA

Síguela en:

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LA BALDOSA SUELTAJeanne Paturel

Ilustraciones de Randolph Carter

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Carmelo era agricultor. Entre las grietas de su mano mullida acumulaba restos de tierra amarilla, y por el dorso le crecía pelo del mismo color que sus dientes. Esta mañana, con los últimos ronquidos del colchón de lana, cuando los pri-meros rayos de sol entraban por la contraventana, la mano de Carmelo debía haber caído a plomo sobre el viejo despertador de campana y luego acometer el muslo de su mujer, Dolores, quien habría despertado repentinamente del mismo sueño de siempre, del que no queda más rastro que el de una bandada de estorninos al vuelo saliendo de la baldosa suelta del recibidor. Pero esto no sucederá porque hoy hace una semana que Carmelo murió.

Dolores se prepara para ir al banco. Es una tarea a la que no está acostumbra-da. Hasta el momento los números los llevaba su difunto marido. A la vez que sorbe una taza de té caliente piensa en el director de la sucursal, Julián, el hijo de los vecinos que sólo viene para las fiestas y algún fin de semana. Carmelo ejercía una especie de tutela sobre él que se convirtió en amistad cuando el chaval creció y se hizo bancario. Una vez a la semana no faltaba a su cita en la sucursal llevando libretas de ahorro, recibos, correspondencia; todo bien atado con un par de gomas de color carne; papeles que Dolores no sabia ni quería saber lo que contenían. Solo sabía que antes de marchar la baldosa suelta re-piqueteaba inquietantemente.

Años atrás una tarde, mientras tendía la ropa en la azotea, Dolores escuchó como alguien forcejeaba con la puerta de la entrada de casa de los vecinos. Era Julián, entonces un chicuelo. Venía del río de bañarse y llegaba tarde a clase de repaso. Lo normal era que la puerta hubiese estado abierta, pero aquel día sus padres estaban haciendo recados en la ciudad y Julián se había olvidado la lla-ve dentro. Dolores pensó que el joven ya se las apañaría y siguió con su tarea. Fue entonces cuando le entró una extraña obsesión con en el sujetador que acababa de colgar. Le pareció pequeño. No podía ser un sujetador de su talla. Lo descolgó, lo extendió alargando los brazos, y como no quedó convencida de que fuera suyo, decidió probárselo. Últimamente algunos miedos nada comu-nes en ella invadían la cabeza de Dolores. Quizás tenía que ver con los pájaros que en su sueño salían de la baldosa suelta. Se dio la vuelta para que nadie le viera al desabrocharse los botones del vestido negro y dejar los pechos al aire. Y al levantar la mirada se encontró con Julián, quien intentaba llegar a por la

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libreta y el plumier saltando a través de la azotea de los vecinos, mirándole descaradamente la pechera a dos palmos de distancia. Julián llegó muy tarde a clase de repaso, y cuando su madre le obligó a presentar disculpas, Dolores pensó que el escarmiento debía ser ejemplar, y así lo comunicó a la madre del chico. A sus ojos Julián no fue el mismo desde ese día. Y cada vez que veía a Carmelo con Julián o sabía que iría a visitarle al banco sentía una bola de ce-mento en el estómago.

Dolores se pregunta si esto de ir al banco será como cuando era pequeña y ju-gaba con las amigas a ir de compras a la plaza. En aquellos años Dolores ya se había fijado en Carmelo, que a veces pasaba con sus amigos por delante de las tiendas de cartón construidas por Dolores y sus amigas. Él no se burlaba. Se quedaba atrás, sin decir nada. Después, cuando todos los otros ya habían es-carnecido suficiente, Carmelo se quedaba un momento mirándola, como para disculparse. Algunas veces durante la clase ella le escribía algo en un trocito de papel, lo doblaba, ponía su nombre y cuando era el turno del recreo de los niños se lo enviaba a través de la ventana que daba al patio. El papelito salía volando. Sabía que Carmelo recibía su mensaje porque los chicos son así y em-pezaban a gritar todo tipo de tonterías. Carmelo, rodeado de risotadas, inten-taba impedir que la sangre inundara su rostro, porque cuando esto sucedía no le dejaban jugar más a la pelota, pues, decían, a partir de entonces era jugar con uno menos.

«¿Adónde, señora?» Dolores había comprobado que la puerta de casa quedara bien cerrada antes de salir. Se despidió del perro, tumbado junto al sillón del porche, y anduvo hasta la parada del coche de línea por detrás de sus recuer-dos. «A la ciudad, ¿cuánto es?» Una vez en su asiento Dolores pensó que la gente se comporta de forma extraña. «Me miran como pidiéndome sentarse a mi lado para compartir algo íntimo, quizás unos momentos de confesión, ha-blar mal de alguien, tal vez un roce de piernas. ¿Qué haría Carmelo en estos casos? Dejaría escapar algún comentario al borde de lo grotesco y lo acompa-ñaría de un principio de carcajada» Ella lo intentó, dijo algo así como que con este calor las ventanas estarían mejor debajo del asiento. Lo dijo porque antes los asientos de los autobuses eran de cuero, y en verano a las que llevaban vestido se les quedaba la piel pegada. Pero después de soltarlo no supo reír, y

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la multitud no supo como reaccionar. Hasta que el bus no empezó su trayecto y se apresuraron a bajar las ventanillas, los abanicos no daban abasto. Gotas minúsculas de sudor iluminaban el rostro de las señoras, y los hombres em-papaban la camisa de rodajas escandalosas, como las que mostraba Carmelo cuando los domingos, después de trabajar en el huerto, descansaba senta-do a la sombra del poyo. Precisamente fue uno de estos domingos el día que todo empezó a cambiar. El equipo de fútbol del pueblo jugaba a domicilio, en la cancha del principal contrincante, el Real Deportivo de la capital. El concejal de turno quiso organizar un viaje conjunto para que los aficionados pudiesen respaldar a su equipo en este encuentro tan importante para el transcurso de la competición. Cuando Carmelo llegó al pueblo montado en su bici vio que ya había cola esperando el autocar. Frenó de golpe para evitar pasar por delante y tomó otra ruta. Se apresuró a subir las escaleras de casa. Preguntó a su mujer qué debía ponerse. Se quitó el sudor con un trapo rasposo, se puso el traje de los domingos que ella le había preparado, y cuando ya estaban en la puerta para salir, Carmelo le dijo a Dolores: «aguarda un segundo». Volvió a subir las escaleras. Dolores sospechaba qué ocurriría, por eso prestó tanta atención. Por eso dio un paso hacia la entrada, para poder oír mejor el trasteo de Carmelo. Y, en efecto, escuchó perfectamente el encaje sordo de la baldosa.

Casi el pueblo entero se trasladó al estadio. Para dar cabida a todos, jugado-res y simpatizantes, colocaron una hilera de sillas de madera en el pasillo. Los jugadores se habían sentado delante. Iban como para salir a jugar ya, vestían la camiseta correspondiente, envejecida de tanto frotarla, los dorsales super-puestos con esparadrapo y las medias atadas por encima de las pantorrillas con venda desgarrada. Golpeaban el suelo con las botas de tacos acompañando el vocerío y las proclamas de los hombres. Aquella tarde Dolores, sentada junto a la ventana, al lado de Carmelo, contemplaba el paisaje con las manos cruzadas encima del bolso, hablando con su rostro reflejado en el cristal, debatiendo de qué forma podría quitarle a Carmelo esa manía la de levantar la puñetera bal-dosa. «¿Qué habría debajo? ¿Qué puede uno esconder debajo de una baldosa? Si por lo menos –decía Dolores- tuviese valor para levantarla… ¿Un paquete de cigarrillos? ¿Un espejo? ¿Una caja de puros donde guardar fotos? ¿Un libro. Un libro extraño? ¿Un pañuelo? El pañuelo de alguien. El pañuelo de otra mujer. El pañuelo perfumado de otra mujer. El pañuelo perfumado con los labios de otra

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mujer? ¿Dinero. Las llaves. Las llaves… Las llaves de qué. De dónde? ¿Un juego de cartas. Una botella de licor?» El caso es que este debate con ella misma fue el motivo que propició que Dolores, a la vuelta de aquel partido, acabara por sellar la baldosa suelta con las baldosas adyacentes.

El equipo del pueblo acabó con tres jugadores expulsados con roja directa. Ju-lián, peleándose con los que intentaban proteger al árbitro, custodiado además por la Guardia Civil. Y una vez de vuelta en el autocar fue nuevamente Julián quien empezó la juerga. Tras unos tímidos aplausos y algún grito de ánimo al equipo se puso en pié, y con la cara a punto de estallar, le dio por intentar sacar los colores a alguno de sus compañeros, a los cuales acusó de zánganos, gan-dules, mercenarios... De pronto empezaron a volar las zapatillas hacia él, y el propio Julián acabó recibiendo un puñetazo que nadie recuerda de dónde salió. Dolores, como el día que Julián se quedó boquiabierto delante de sus pechos, se quedó satisfecha con el escarmie que se llevó el chico. Pero Carmelo tenía otros planes que Dolores nunca entendía. Carmelo se sentó junto a Julián. Estuvo conversando con él en voz baja más de diez minutos. Era un hombre conciliador. Poco a poco consiguió que se calmaran los ánimos, y mientras todo esto ocurría, Dolores siguió con sus pensamientos.

Desde que selló la baldosa Dolores empezó a dormir mucho mejor. La selló con la cola de un bote que el carpintero olvidó en el almacén, junto con un armario a medio terminar. Y desaparecieron los miedos. Ya no había estorninos al vuelo en sus sueños. Pero en cambio, al cabo de un par de días Carmelo empezó a flojear. Como si de repente le faltara el aliento. Acostumbrada a su vigor, a su temperamento…

Dolores se dirigió a Julián sentado en su despacho de director del banco. No supo qué decirle. Se quedó con la cabeza medio agachada, mirando la mesa, mirando las manos cruzadas de Julián que asomaban por los puños blancos, impecables, de la camisa. Se sentía avergonzada de algo. Casi con ganas de llorar, incluso. Él se levantó, cerró la puerta. Dio unos pasos y le habló: «Supon-go que su marido ya le habrá informado de la fortuna de la baldosa, ¿verdad? La fue acumulando para usted, para cuando llegara este momento. Su marido era plenamente consciente que un día usted acabaría por sellarla. Asumió que

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su final tenía que llegar pronto, y además quería que fuera por delante del de usted. Y fíjese, aquí estamos. Lo consiguió. Ahora usted tiene una fortuna. Dí-game, ¿cómo la puedo ayudar?».

Dolores no sabía si se había quedado dormida, ni si se acababa de despertar, solo sintió al coche de línea entrar en la ciudad. Se bajó en la primera parada y siguió a pie en dirección a la sucursal bancaria donde le esperaría aquel mucha-cho del pueblo que solo ve los días señalados. El recuerdo de esa conversación con Julián la traía consternada. Anduvo por la calle Mayor con la sensación de que un disparate estaba a punto de ser revelado. Y pasó. Pasó poco después de tomar la calle adoquinada. Delante de la Catedral notó que una de las bal-dosas se movía. Y entonces no pensó en la bandada de estorninos. Ni pensó en el paquete de cigarrillos. Ni en el espejo. Ni en una caja de puros donde guar-dar fotos, ni en un libro. Un libro extraño. Tampoco en el pañuelo. El pañuelo de alguien. El pañuelo de otra mujer. El pañuelo perfumado de otra mujer. El pañuelo perfumado con los labios de otra mujer. Ni en dinero. Ni en las llaves. Ni en un juego de cartas. Olvidó la botella de licor. En lugar de todo esto sintió un enorme deseo de levantar la baldosa, de descubrir qué se escondía debajo. Y al levantarla encontró un puñado de llaves de dar cuerda a algún aparato. Cada una de ellas con una etiqueta colgando. Cada etiqueta con un nombre y sus respectivos apellidos. Como si de humanos se tratara en lugar de ángeles.