La Aventura (1959), De Michelangelo Antonioni

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TUESDAY, FEBRUARY 24, 2009 LA AVENTURA (1959), DE MICHELANGELO ANTONIONI La Aventura comienza con una vista rápida de la naturaleza, retrocediendo, destruida: donde antes estuvo un bosque, ahora hay tierra, polvo, maleza, y dentro de poco, se construirán casas; se nos revela en un diálogo, mientras de pasada, observamos el paisaje. Se percibe más la muerte de algo, el vacío del espacio, como una herida callada, que el nacimiento de otra cosa, más bella, mejor. Ni siquiera el paisaje me resulta inocente. Lo mismo me sucede con la conversación entre Ana y su padre, en ese preciso escenario: donde antes hubo algo, ahora hay dos extraños, que intercambian quejas, o que son amables, pero que difícilmente pueden comunicarse. Sí, sus figuras están recortadas como objetos. Sus cuerpos están, hasta se pueden tocar, pero sus sentimientos apenas si se muestran. El tema queda establecido. La situación es contradictoria. Es una bendición estar solo, porque uno puede hacer lo que quiere, razona Ana, hablando de su novio. Acompañado, hay ventajas, pero la comprensión entre dos personas parece algo inaccesible. Tal vez una locura, que se desea inútilmente. Ir a las islas, por unos cuantos días, no es ninguna solución, ni pretende serlo. Es una falsa aventura. No será, claro, comoPsicosis, de Hitchcock; la desaparición del personaje que parecía el principal, en este caso, sí afectará la película. O la transformará. O el personaje perdido para siempre se convertirá en el símbolo del dilema fundamental, y seguirá actuando, reconvertido en conciencia sutil, en activo fantasma. Creo que lo que quiere o pretende el mejor Antonioni, en su particular indagación del fenómeno humano, es que veamos la crisis sin

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TUESDAY, FEBRUARY 24, 2009

LA AVENTURA (1959), DE MICHELANGELO ANTONIONI

La Aventura comienza con una vista rápida de la naturaleza, retrocediendo, destruida: donde antes estuvo un bosque, ahora hay tierra, polvo, maleza, y dentro de poco, se construirán casas; se nos revela en un diálogo, mientras de pasada, observamos el paisaje. Se percibe más la muerte de algo, el vacío del espacio, como una herida callada, que el nacimiento de otra cosa, más bella, mejor. Ni siquiera el paisaje me resulta inocente. Lo mismo me sucede con la conversación entre Ana y su padre, en ese preciso escenario: donde antes hubo algo, ahora hay dos extraños, que intercambian quejas, o que son amables, pero que difícilmente pueden comunicarse. Sí, sus figuras están recortadas como objetos. Sus cuerpos están, hasta se pueden tocar, pero sus sentimientos apenas si se muestran.

El tema queda establecido. La situación es contradictoria. Es una bendición estar solo, porque uno puede hacer lo que quiere, razona Ana, hablando de su novio. Acompañado, hay ventajas, pero la comprensión entre dos personas parece algo inaccesible. Tal vez una locura, que se desea inútilmente. Ir a las islas, por unos cuantos días, no es ninguna solución, ni pretende serlo. Es una falsa aventura. No será, claro, comoPsicosis, de Hitchcock; la desaparición del personaje que parecía el principal, en este caso, sí afectará la película. O la transformará. O el personaje perdido para siempre se convertirá en el símbolo del dilema fundamental, y seguirá actuando, reconvertido en conciencia sutil, en activo fantasma.

Creo que lo que quiere o pretende el mejor Antonioni, en su particular indagación del fenómeno humano, es que veamos la crisis sin arrebatarle el gris verdadero y la lenta y sorda sedimentación, con la sutileza actuando de escalpelo, con el “tiempo muerto” como testigo y, sin mayores adornitos de por medio; la vieja aunque siempre joven pregunta por el sentido de la existencia, responsablemente planteada, y rápidamente respondida por la nada, el tedio, la brutal parálisis vital, la frivolidad típica, la más genuina desorientación, las dudas, el aburrimiento que disimula (y a veces ni eso) la angustia central de estos personajes hijos curiosos de la obscena segunda guerra mundial y de la obscena prosperidad económica. La

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película, siendo hermosa, parece excluir a sus personajes de satisfacerse con esa belleza aparente.

Si hay alguna aventura, real, gravitante, ésta es psíquica, ética, interna. La decidida voluntad de penetración psicológica requiere contemplación, valoración de silencios, atención cabal a gestos y actos mínimos; historias que no estén cargadas de peripecias y sentimentalismo que apesten a perfume barato, sino, incluso, despojamiento, desnudez, ahuecamiento, perseguir por rarificación de algo ‘humano’ hasta casi la inexistencia aparente.

Antononi encuentra correlatos perfectos, como la poderosa presencia del mar furioso, para hacernos sentir la analogía con todo lo reprimido de un ser humano, que grita, que cansado de enmudecer, explota; o aquellos islotes rocosos, empinados y yermos, como proyecciones humanas de la geografía, para que inspeccionemos cabalmente el vacío interior que no deja lugar para el descanso inocente, la evasión dulzona, la blanda tibieza de una esperanza.Es en la segunda parte donde la película muta significativamente. Si, en la primera, la inquietud existencial dominaba el paisaje mental ampliamente, en la segunda, la película deviene sentimental. El amor entre hombre y mujer es el núcleo lastimado, sobre el que no se practica una profundización necesaria de las razones que sostienen la desdicha de una sociedad, de las que sus protagonistas son un par de simples piezas, de movimientos predecibles, programados. Clásicos, se diría.

Mario Castro CobosLa Cinefilia no es patriota