Libro no 900 el rufián dichoso de cervantes, miguel colección e o julio 12 de 2014
La Arcadia nuevamente inventada del «Quijote» de 1605 · rufián viudo o el Coloquio de los...
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LA ARCADIA NUEVAMENTE INVENTADA DEL QUIJOTE DE 1605
MARY MALCOLM GAYLORD Harvard University
DE ARCADIAS E INVENCIONES
Mi título juega adrede con dos términos, cuya polivalencia en el Renacimiento produce el doble ñudo semántico y referencial que me interesa escudriñar en estas páginas. Cada uno es un término que apunta hacia esferas distintas: por un lado, evocan el espacio efímero de la imaginación y de la creación poética; por otro, designan el mundo de la experiencia vivida. En el presente trabajo me centro en el complejo juego de mundos y sentidos que se produce en la intersección de múltiples Arcadias e invenciones en la «Segunda parte» del Quijote de 1605.
Si en la tradición literaria Arcadia sirve para evocar el locus amoenus de la convención pastoril, el mismo topónimo designa un lugar real, una región situada en el centro montañoso del Peloponeso, que coincidiría en la Antigüedad con el actual departamento de Arkhadia. En una Europa cuyos habitantes despertaban a la idea de que otros montes, otros ríos, otros valles los esperaban en regiones transoceánicas, el intenso cultivo de la modalidad pastoril no se nutre únicamente de la poesía bucólica gre-colatina. En el Renacimiento, el mito pastoril, en compañía del paraíso terrenal y la utopía, goza de una vida tan activa en el mundo de la historia como en el de la literatura. Siguiendo el ejemplo de Colón, innumerables exploradores descubren la imagen del lugar ameno en tierras tan remotas como la isla de Hispaniola o la Nueva Arcadia (hoy la Nueva Escocia canadiense), cuyos descendientes «arcadianos» («Cajún») hoy pueblan el estado norteamericano de Louisiana. En su turno, la actividad de descubrir y de inventariar Arcadias geográficas anima una labor alegórica filosófico-política que produce obras como la Utopía de Moro o la Ciudad del Sol de Campanella. Para Bartolomé de las Casas, las Indias ofrecen una confirmación de la visión pastoral bíblica y la justificación de la misión evangelizadora: las «mansas ovejas» de un prístino paraíso terrenal merecen «buenos pastores» religiosos, no «lobos hambrientos»1.
1 Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias, edición de And ré Saint-Lu (Madrid, Cátedra, 1984).
«Cervantesy el Qui jote . » Actas Coloquio internacional (Oviedo, 27-30/10/2004)
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El sustantivo invención (latín, inventio) se entiende como la acción de descubrir algo que ya existe en el mundo, no en el sentido actual de crearlo ex nihilo, sino más bien de ser el primero en hallarlo. Covarrubias documenta el verbo inventar, formado sobre el participio pasado latino, con sentido de «hallar una cosa de nuevo», pero eran más comunes los verbos descubrir, encontrar, hallar. En los siglos XVI y XVII, el sentido literal de «hallazgo» seguía plenamente vigente, en expresiones como «la invención de la Cruz» o «la invención de las Indias» de la Historia homónima de Hernán Pérez de Oliva2, quien se hace eco del título latino (De Insulis nuper repertis) de la muy difundida carta de Cristóbal Colón a Luis de Santángel. En su definición de inventar («discurrir ingeniosamente algún artificio u otra cosa de nuevo») , igual que entre su catálogo de cosas «inventadas» y en el derivado invencionero, el Diccionario de autoridades vincula el concepto de invención a los productos del discurso y del artificio. De esta asociación toma plena posesión el propio Cervantes, cuando se otorga el título honorífico de «raro inventor» en Viaje del Parnaso. Sin más ejemplos que los precedentes, se ve que los dos términos que hemos adoptado como punto de partida tienen un pie plantado en el mundo de la historia y otro en el mundo de la imaginación. Es más: tienen un pie plantado en el Nuevo Mundo americano y otro en la temprana construcción imaginativa de ese mismo mundo.
En lo que sigue, propongo que la secuencia pastoril de la primitiva «Segunda parte» (capítulos 9 a 14) de 1605 explota, de una manera activa e intensa, la circulación de la idea de la Arcadia mítica en el mundo de la historia de los siglos XV a XVII. A la vez que Cervantes hace que sus personajes atraviesen mundos ficticios representados ya como reales, ya como conspicuamente literarios, proyecta la experiencia de sus criaturas hacia los horizontes «arcádicos» del entonces Nuevo Mundo transatlántico. Todo menos que un desvío digresivo, la estancia de su protagonista en los territorios de esta nueva Arcadia literaria tiene su seguro lugar en el intrincado proyecto imitativo, paródico y satírico que es el Quijote.
LA PASTORIL CERVANTINA ENTRE POESÍA E HISTORIA
En general, la crítica ha visto los encuentros cervantinos con la modalidad pastoril más bien como desencuentros. Para un buen número de lectores, el escritor novicio demostraría en 1585 con La Galatea que no sabe, o no quiere, ajustarse al estrecho decoro bucólico, contraviniendo sus leyes temáticas (limitación al espacio bucólico y a personajes pastores, exclusión de pasiones extremas, violencia y muerte, aconsejadas por Fernando de Herrera) y lingüísticas (elocuencia, sencillez y pureza de dicción, recomendadas por el poeta sevillano y por fray Luis de León ) . Esta su-
2 He rnán Pérez de Oliva, Historia de la Inuención de las Indias, edición de José Juan A r r om (Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1965).
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puesta inadaptación se transformaría, en obras posteriores, en una relación paródica y satírica con una convención vista como la quintaesencia de la irrealidad, cuya invocación sirve principalmente, en el Entremés del rufián viudo o el Coloquio de los perros, por ejemplo, para desmentir la afectación poética y para censurar la hipocresía. Cuando la voz autorial del Prólogo de 1605 da a entender que su libro se engendró, no en «el sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos», sino en una cárcel, parece anunciar al «desocupado lector» que piensa abandonar la vía pastoril, acaso porque no caben en ella los proyectos literarios de su madurez.
Al mismo tiempo, es evidente que el autor de la Historia del Ingenioso Hidalgo no pierde de vista el locus amoenus y sus habitantes. Al contrario, los convierte en una parte fundamental del diseño de su obra, desde la historia de los pastores Grisóstomo y Marcela hasta la «fingida Arcadia» del Quijote de 1615. Aquí, no obstante, como sucede en otras obras suyas posteriores a La Galatea, el encuentro con la materia pastoril siempre toma la forma de un episodio, intercalado en una obra cuyo centro está en otra parte, y que por su mismo carácter de interludio puede parecer ser una fuente de discontinuidad y heterogeneidad, consecuencia que ha merecido juicios críticos negativos. Considerada con una óptica neutral, sin embargo, la hibridez constitutiva de la pastoril cervantina cobra nuevos sentidos, apuntando hacia intertextualidades sorprendentes. Estas, a más de confirmar la profunda seriedad del encuentro de nuestro escritor con esta modalidad estética, sugieren que Cervantes pudo haber encontrado, en un código que suele verse como artificioso, curiosas formas de verosimilitud histórica.
Al hablar de la presencia de la pastoril en el Quijote, me refiero a episodios y secuencias marcadas por una geografía natural (trátese del lugar ameno tópico o de otro espacio no urbano -campo, aldea, camino, soledad), por la naturaleza de sus personajes (en general ocupados en la vida sentimental y contemplativa), y por la atención que se presta al lenguaje (es decir, a versos y discursos, canciones y papeles, incluso libros) con el que éstos se dedican a explorar la interioridad y la intimidad humanas, vistas siempre en relación con la Naturaleza. La amplitud de esta definición nos permite reconocer afinidades bucólicas en una multitud de episodios de nuestra obra. No limitadas al Prólogo y a la «Segunda parte» de 1605, estas afinidades se hacen sentir en el escrutinio de los libros de don Quijote; en la serie de «aventuras» de los capítulos 15 a 22 y Sierra Morena, repletas de parodias de motivos pastoriles; en las figuras entrelazadas de Cardenio, Luscinda, Dorotea, Fernando; en los coloquios literarios con el Canónigo de Toledo (capítulos 47 a 50) que transcurren en pleno lugar ameno; en la historia de Leandra; y en los elogios de los académicos de la Argamasilla que cierran el primer tomo. En la continuación de 1615, donde el espacio de este ensayo no nos permite entrar, la modalidad pastoril, en sus versiones cortesana, rústica, poética, filosófica y política, se irá naturalizando en el espacio representado, representándose cada vez más inmersa en la sociedad y la historia contemporáneas.
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Su misma omnipresencia no solamente hace inevitable la intersección de motivos pastoriles con la materia caballeresca que se presenta como central para la vocación de don Quijote y para el proyecto paródico del autor, sino que propicia una creciente confusión en torno a la diferencia o la separabilidad de los dos mundos literarios. En más de un episodio, los mismos personajes parecen no saber a las claras a cuál de los dos pertenecen. En otras ocasiones, dudan entre las dos opciones, pecando contra un decoro genérico que parecería querer mantenerlas a distancia la una de la otra. La compleja interacción de caballeresca y pastoril -ya zigzagueo entre las dos, ya superposición o interpenetración de una y otra- viene a constituir una especie de proceso metonímico. En la narración de Don Quijote, los muy diversos proyectos existenciales y literarios que representan los dos géneros se suceden y se interrumpen, como sustitutos uno de otro, en términos miméticos y diegéticos.
Los antecedentes de esta fórmula cervantina los hemos de buscar fuera de la pastoril sentimental renacentista, cuya hibidrez se da a partir de Sannazaro en la alternancia del verso canónico de la bucólica antigua con la prosa narrativa. Es cierto que Garcilaso de la Vega, a más de abrir dos de sus églogas con una dedicatoria heroico-militar, coloca la materia bélica en el corazón ecfrástico de la Égloga II: las hazañas de la casa de Alba, pintadas al vivo en una urna sacada del río Tormes y narradas por el anciano Severo, sirven de contrapeso al drama de pasión que transcurre en el presente del poema. Pero la mayoría de ejemplos del entrelazamiento de historias marciales con episodios sentimentales se encuentran en la epopeya, donde la práctica se remonta hasta Homero (piénsese en la escena pastoril que figura en el escudo de Aquiles en la litada) y es casi obligatoria en la poesía épica vernácula del XVI y en el mismo género caballeresco. Si el idilio convierte el campo de batalla en campo de flores y amores, el descanso que ofrece a personajes y lectores no carece de peligro. Al desviar al protagonista de su itinerario heroico, el intervalo sentimental y los valores y figuras femeninos que tienden a marcarlo (Circe, Dido, Oriana), amenazan frustrar la empresa viril. Los bardos de la conquista española de América no son excepción a la regla general: la materia bucólica les permite no únicamente variar la temática guerrera, sino también ensalzar la belleza de los nuevos continentes y revestir sus figuras indígenas de atractivos «naturales». En la crónica en verso que se celebra en el escrutinio de la biblioteca de don Quijote, Alonso de Ercilla intercala múltiples episodios de corte pastoril en su narración de la invasión española, dotando a sus personajes araucanos de historia personal y voz propia, y sembrando en torno a sus casos dudas sobre la veracidad de la «historia verdadera» y sobre el compromiso de su autor con la materia bélica. Es este modelo estructural, adoptado por otros cronistas poéticos de la materia de América (entre ellos, Luis Zapata, Cario famoso [1566]; Gabriel Lobo Lasso de la Vega, Cortés valeroso [1588] y La Mexicana [1594]), el que sugiere un vínculo, que no podemos explorar plenamente en el presente contexto, entre las híbridas versiones de
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pastoril indianas con la Historia del Ingenioso Hidalgo, donde la materia pastoril aparece siempre en función de una fábula principal «heroica».
La misma comparación nos ayuda a matizar la función del interludio pastoril-sentimental como sustituto metonímico del episodio caballeresco. En la epopeya indiana como en el Quijote, la acción y las «ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama», son objetos del deseo, metas de la empresa heroica, aunque las leyes de la Fortuna y de la aventura frustren el acceso a ellas. La estancia en Arcadia, el encuentro erótico-sentimental, la meditación o conversación o canción, no se buscan. En la obra de 1605, el protagonista cervantino entra tropezando en el espacio pastoril; cuando lo encuentra, siempre por casualidad (descanso después de la pelea, pretexto para huir del peligro, introducción de personajes desconocidos), se desvía de su pretendido itinerario caballeresco, incluso da un paso hacia atrás. Sin embargo, en un mundo que no prodiga las deseadas «ocasiones» marciales, el intervalo pastoril puede hacer las veces de la aventura: don Quijote es muy capaz de intentar convertir un encuentro bucólico en ocasión para demostrar la fuerza de su brazo. Al mismo tiempo, el descanso o la distracción momentánea del protagonista pueden encubrir un diseño autorial nada casual. Este es el caso también de la Araucana, donde el poeta-personaje, «seducido» por la materia amorosa poética y humana, aparentando liberarse temporalmente del doble imperativo de la materia bélica y la verdad histórica, se sirve de personajes «inocentes» y del discurso lírico de su inspiración pastoril para desestabilizar la empresa monumentalizadora de su poema. La obra de Ercilla da la razón al crítico británico William Empson, quien observa que, en el texto pastoril, el elogio de la naturaleza y la atribución de perfecciones «naturales» a cualquier figura o situación delatan una postura política o ideológica 3. ¿Cuáles serán los motivos de la entrada de don Quijote en el espacio arcádico de la «Segunda parte»? ¿A qué intereses puede obedecer la inclusión, evidentemente no siempre prevista por el autor, de este entramado de episodios en el diseño de la obra de 1605?4
L O S U M B R A L E S DE L A A R C A D I A
Si el sentido de de la pastoril quijotesca reside, al menos en parte, en sus discontinuidades, nos conviene prestar atención a aquellos momentos liminares, cuando personajes y narrador pisan los umbrales del es-
3 Wil l iam Empson, Some Versions of Pastoral (Nueva York, N e w Directions, 1974). 4 Luis Andrés Muril lo, entre otros editores, apunta que la epígrafe mal puesta del even
tual capítulo 10, aparentemente pensada para el capítulo 15, hace pensar en la posibilidad de que «el episodio, o interludio pastoril de Grisóstomo y Marcela, se hubiese interpolado posteriormente». Don Quijote de la Mancha, edición de Luis Andrés Muril lo (Madrid, Castalia, 1978), 1.1, pág. 146, n. 1. En adelante, citamos entre paréntesis tomo y página por esta edición.
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pació arcádico. Para la «Segunda parte» de su historia, Cervantes construye, con detalle exquisito, un marco formal que sirve para aislar la secuencia pastoril, a la vez que va tejiendo subrepticiamente la red de sus conexiones con mundos (textuales y extratextuales) que aparentemente quedan fuera de sus límites. Este marco lo contribuyen a constituir, en un extremo, el corte abrupto del capítulo 8 y comienzo del 9, y en el otro, el final resonante (si igualmente inconcluso) del capítulo 14. Para demarcar formalmente el territorio pastoril, Cervantes se sirve del dramático motivo de la espada levantada colocado en una y otra frontera de su Arcadia textual: las de don Quijote y el vizcaíno en el conflictus interrup-tus del capítulo 8 y la espada que amenaza desenvainar el manchego para impedir que los acusadores de la pastora Marcela la persigan. Con las armas levantadas de los contrincantes del capítulo 8, el «segundo autor» anuncia un cambio de tema y de ritmo narrativo, pero con el mismo gesto llama la atención sobre la violencia que se pretende excluir del lugar ameno, cuya presencia no dejará de sentirse en lo que sigue.
En el mismo marco, también en los dos extremos, se asoma la figura de Cide Hamete Benengeli, introducido en el capítulo 9 por el personaj e narrador que encuentra y manda traducir la historia manuscrita de don Quijote. Aunque el «segundo autor» nos dice que retoma la narración de la batalla suspendida, siguiendo la traducción del historiador arábigo, éste no vuelve a mencionarse, ni se citan sus palabras, hasta que la «Tercera parte» (capítulo 15) se inicia con la fórmula «Cuenta Cide Hamete». Colocado en las puertas de la «Segunda parte», el tópico de historia verdadera, central para la definición del protagonista y sus autores, ocupa una zona textual limítrofe, una zona donde el mito arcádico se roza con la violencia (real o amenazada). La simetría arquitectónica de su colocación nos impide concluir que tales contigüidades sean accidentales. Habremos de buscar la lógica de semejante diseño formal, de acuerdo al consejo del muy sabio Cide Hamete, «no sólo en la dulzura de su verdadera historia, sino en los cuentos y episodios della, que, en parte, no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia» (I, 344) —eso es, en el grano fino de los episodios que se agrupan dentro del recinto pastoril. Pero ya, en lo que hemos señalado como marco formal de la secuencia, aparecen unas claves sugerentes.
Sus dos motivos mencionados (espadas levantadas, historia verdadera) tienen una historia textual doble: en la literatura caballeresca (Mu-rillo recuerda el dato aportado por Clemencín de un episodio parecido en el Espejo de príncipes y caballeros) y en la historiografía indiana, donde ambos motivos figuran precisamente en la crónica americana que más admiraba Cervantes5. Además de ofrecer su poema repetidas veces (a partir del prólogo de 1569) como vehículo de la verdad histórica, Ercilla se
5 En «The True History of Early Mode rn Writing in Spanish: Some American Reflections» (Modern Language Quarterly, 1996), exploramos algunas de las rutas transadánticas del motivo de la historia verdadera.
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sirve, en nada menos que tres ocasiones, del motivo de las espadas levantadas para suspender la narración de un conflicto. En todos los tres casos, figura el guerrero indígena Rengo, y en todos, la suspensión posterga el desenlace de un encuentro hasta el comienzo del próximo canto 6. Estos puntos suspensivos se colocan, además, en lugares críticos de la narración: en vísperas de la entrada del poeta-personaje en su obra, cuando se anuncian peligros para la campaña española, y donde la función del «historiador verdadero» se vuelve ambigua. En la tercera instancia, las espadas en alto dejan pendiente la empresa imperial durante los once años que tarda el bardo en retomar el hilo de su historia.
Son igualmente reveladores los preámbulos narrativos de la entrada de don Quijote y Sancho en la Arcadia textual de la «Segunda parte». El capítulo 8, como muchos capítulos de la obra, tiene la forma de un díptico: bajo su toldo, se arriman dos episodios, de los cuales la historia trunca del vizcaíno es el segundo. La emblemática aventura de los molinos de viento que lo precede es, de acuerdo a la lógica que ha de regir todas las hazañas del protagonista, un acontecimiento de doble signo: mientras pone delante del lector una escena «real» (en este caso señas visibles de desarrollo proto-industrial), el aspirante a caballero andante ve a las «cobardes y viles criaturas» que menean sus amenazantes brazos como naturales del universo caballeresco, descendientes del mítico Briareo. Como todo díptico, el capítulo 8 tiene su bisagra: el descanso mimético y diegé-tico donde el apaleado castigador de gigantes le revela a su escudero cómo piensa remediar la reciente pérdida de su lanza. La solución ( «de la primera roble o encina que se me depare pienso desgajar otro tronco tal y tan bueno») la encuentra en el recuerdo de «un caballero español llamado Diego Pérez de Vargas [quien], habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco», machacando con éste a «tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca» (I, 131).
Esta improvisada conscripción, al introducir en el relato la figura his-tórico-legendaria de un subdito de Fernando III, parecería ubicarnos en el nostálgico marco de la Reconquista, y en el terreno historiográfico, medieval y peninsular, propio del Valerio de las historias eclesiásticas y de España de Diego Rodríguez de Almela, donde (como lo apunta Murillo en una nota al pasaje citado) se refieren las proezas de este machuca-moros. No obstante, cuando don Quijote declara que «así él como sus descendientes se llamaron desde aquel día en adelante Vargas y Machuca», el lector de 1605 no dejaría de captar una resonancia contemporánea. A quien honra el apellido «alto, sonoro y significativo» en vida de Cervantes, es a Bernardo Vargas Machuca, autor de una Milicia y descripción de las Indias, publicada en Madrid en 1599, en cuya primera parte se prodigan consejos, basados en las experiencias del autor en tierras americanas como
6 Alonso de Ercilla, La Araucana, edición de Isaías Lerner (Madrid, Cátedra, 1998). Los tres cortes ocurren entre los cantos X y XI (desafío de Rengon y Leucotón) , entre el XTV y el XV (pelea de Rengo con Andrea Lomba rdo ) , y entre el XXIX y XXX (Rengo contra Tucapel ) .
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capitán de soldados y como gobernador civil7. El mismo descendiente del vasallo del Rey Santo sería más tarde autor de una Apología de los argumentos a favor de la conquista española de América que el humanista Juan Ginés de Sepúlveda había opuesto en Valladolid medio siglo antes a la crítica de Bartolomé de las Casas.
Al insinuar en la narración la figura fantasmal de su contemporáneo indiano, la bisagra, que a primera vista sólo parece añadir una coda curiosa al infeliz encuentro con los molinos-gigantes, abre el espacio imaginario de la aventura quijotesca, proyectándola sobre unos horizontes geográficos e históricos que no tardan en hacerse presentes en el segundo episodio del capítulo. En esta secuencia archiconocida, un personaje, pintoresco por su castellano medio vascuence, se ve reclutado a pesar suyo para el papel literario caballeresco de secuestrador de princesas. Antes de librarse el conflicto cuya interrupción abre las puertas del lugar ameno, a este sujeto, que el primer cartapacio de Cide Hamete identificará en el capítulo siguiente como don Sancho de Azpeitia, se le asigna un papel muy concreto: el de acompañar a «una señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo» (I, 133).
Si la función oficial de don Sancho choca con la voluntad heroica del protagonista, no está de ninguna manera reñida con los diseños del autor, quien va preparando meticulosamente su aparición en el relato. Luego de traer a colación el pariente de Bernardo Vargas Machuca, el narrador se cuida de señalar que «se asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, ... con sus antojos de camino y sus quitasoles», precisando, después de vislumbrarse la señora vizcaína y su séquito, que los frailes «no venían con ella, aunque iban el mismo camino». Cuando el encuentro, doblemente casual, de frailes y vizcaínos, y de ambos con don Quijote, se vuelve violento, la misma refriega no carecerá de insinuaciones novomundiales. No solamente no es difícil encontrar en la literatura indiana, sensu lato, a caballeros armados y frailes en el mismo camino, sino que la rivalidad entre militares y religiosos españoles en tierras americanas es un motivo constante del discurso historiográfico y polémico sobre América. En el contexto presente, tangencialmente indiano, caballeros y frailes se ven involucrados en una pelea que ofrece una versión burlesca de esta contienda histórica e historiográfica, refractada como en un espejo cóncavo.
No menos cargada de resonancias indianas será la salida de la Arcadia de la «Segunda parte». Es, paradójicamente, al salir del espacio textual marcado por la historia de Marcela y Grisóstomo como pastoril que don Quijote y Sancho se encuentran en un arquetípico lugar ameno. Al comienzo del capítulo 15, mientras los dos improvisan una merienda campestre sobre la «fresca hierba», les saca de su idilio el bueno de Ro-
7 Bernardo Vargas Machuca, Milicia y descripción de las Indias, edición de Mariano Cuesta D o m i n g o y Fernando López-Ríos Fernández (Valladolid, Universidad de Valladolid, 2003).
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cíñante, quien, «sin pedir licencia a su dueño», decide «comunicar su necesidad» a unas yeguas. Cuando éstas lo reciben «con las herraduras y con los dientes», y sus dueños yangüeses con estacas, dejando en breve al rocín «malparado en el suelo», don Quijote decide tomar «la debida venganza del agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho a Rocinante» (I, 190). A pesar de la insistencia del manchego («Yo valgo por ciento») y el entusiasmo de Sancho («incitado y movido del ejemplo de su amo» ) , ambos terminan como Rocinante en el suelo, donde, desaparecidos los arrieros, caballero y escudero entablan un diálogo sobre las causas de su derrota. Es aquí donde se vuelve a sentir la invisible presencia de América.
Al interpretar una demostración de erotismo animal en clave sentimental y caballeresca, tanto don Quijote como el narrador dejan ver los parecidos que acercan esta nueva historia de «necesidad» erótica a la de Grisóstomo y Marcela. Con la yuxtaposición de los dos casos, además. Cervantes ha creado otro díptico narrativo, que sirve para entrelazar dos capítulos y aun dos «Partes» de su obra. En este díptico, dos anécdotas comparten una misma fábula -la pretensión de un amante a los favores de una dama- revestida en la primera instancia de disfraces y discurso pastoriles, contrahecha en clave bestial en la segunda. En ésta, la violencia que no pasa de amenazas verbales en el caso de la pastora, estalla, y el caso sentimental pastoril comienza a metamorfosearse. Don Quijote y el narrador convierten un movimiento de puro instinto animal en necesidad sentimental y luego en un caso de «honor» equino. Pero la transformación no termina con la venganza del agravio de Rocinante: pronto se dará otra vuelta a la tuerca narrativa, cuando don Quijote invita a Sancho a prepararse para el próximo encuentro.
Razonando que el dios de las batallas le ha quitado la victoria «en pena de haber pasado las leyes de la caballería», poniendo «mano a la espada contra hombres que no fuessen armados caballeros como yo» (I, 192), don Quijote avisa a su escudero que en el futuro le tocará a éste defenderlos contra villanos. Cuando Sancho protesta («Señor, yo soy hombre pacífico, manso, sosegado, y sé disimular cualquier agravio») y anuncia su perdón incondicional de «cuantos agravios me han hecho, han de hacer, ... ora me los haya hecho, o haga, o haya de hacer, persona alta o baja, rico o pobre, hidalgo o pechero, sin eceptuar estado o condición alguna», don Quijote formula sus objeciones al pacifismo de su criado como un caso hipotético que parece alejar a los dos de su circunstancia inmediata. «¿Qué sería de ti [le pregunta a Sancho] si, ganándola [ínsula] yo, te hiciese señor della? Pues, ¿lo vendrás a imposibilitar por no ser caballero, ni querer ser, ni tener valor ni intención de vengar tus injurias y defender tu señorío? Porque has de saber que en los reinos y provincias nuevamente conquistados nunca están tan quietos los ánimos de sus naturales, ni tan de parte del nuevo señor, que no se tenga temor de que han de hacer alguna novedad para alterar de nuevo las cosas, y volver, como dicen, a probar ventura» (I, 193; la cursiva es mía).
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La historia imaginada, que no entra en el presente de la obra, condensa en breves palabras una intrincada secuencia de sucesos: toma de posesión armada de un territorio, descontento de sus habitantes, levantamiento de éstos y nueva imposición del poder del «nuevo señor». Esta miniatura narrativa reubica el coloquio y el discurso novelesco en un tercer espacio, el de los aludidos reinos y provincias, que la gramática suspende entre la indefinición y una definición histórica cada vez más clara. Para Sancho y don Quijote, seguramente se trata de la elusiva ínsula prometida como premio del servicio escuderil. Para el lector de 1605, en cambio, el término funcionaría como una dilogía: tanto los pormenores que detalla, con una verosimilitud poco caballeresca, la historia de la ínsula como el deíctico temporal que la contextualiza (« nuevamente conquistados») la sitúan, no en el illo tempore del mito caballeresco, sino en un terreno histórico reconocible. En 1605, la alusión a «reinos y provincias nuevamente conquistados», por muy vago que fuese, no podía dejar de crear reminiscencias de las conquistas y territorios que marcan la expansión mundial de «las Españas».
Con las dos primeras historias de la secuencia que enfocamos -la de los pastores y la del rocín y las yeguas- hemos visto cómo, mientras cambia el reparto de personajes y su mundo, se conserva la esencia de una fábula. Cuando el discurso de don Quijote muda la imaginada escena de nuevo, llevándonos hacia conquistas remotas, la fábula parece abandonar el ámbito sentimental para plantarse en un suelo histórico y político. Sin embargo, si reconocemos en la narración hipotética de don Quijote la sombra de un requerimiento, veremos que se trata de una tercera versión de la misma fábula «amorosa». En la voz «requerimiento» que se mueve simultáneamente en los campos semánticos del sentimiento amoroso («requerir de amores») y de la Ley, encontramos la razón de una aparente sinrazón. El lector de crónicas indianas, por no hablar de la cuantiosa literatura polémica en torno a la conquista, no tardaría en reconocer en el microrrelato de don Quijote la huella de un documento que fue durante casi tres décadas protocolo obligatorio de cualquier «entrada» española en tierra ajena. Incluso después de su anulación con la promulgación de las Leyes Nuevas, el notorio Requerimiento de 1513 conserva una autoridad virtual, sirviendo durante largos años, acaso siglos, como guión implícito de la conquista bienintencionada. El documento explota insistentemente los múltiples sentidos de la voz «requerir», rogando e imprecando, pero al mismo tiempo mandando y exigiendo a los indígenas americanos que se reconozcan como vasallos de un «nuevo señor» europeo, que escuchen la enseñanza de predicadores cristianos, y que acepten «sin dilación» la salvación que se les ofrece como expresión del amor de Dios y como corolario de su vasallaje político. También promete (eso es, amenaza) consecuencias mortales a quienes resistan, y finalmente echa los daños resultantes a la culpa de los mismos.
Por un lado, la fusión en su texto de los dos valores (amoroso y legal) fue precisamente lo que permitió que este edicto resolviera en 1513 una
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contienda entre eclesiásticos y militares sobre la legitimidad de las entradas americanas y lo que le garantiza su prestigio como fábula maestra en infinidad de contextos historiográficos y literarios, desde las cartas de Hernán Cortés hasta los autos sacramentales de Sor Juana Inés de la Cruz8. Por otro, sus contradicciones merecieron la crítica y la ironía de muchos otros, entre los cuales se cuentan Francisco de Vitoria, Las Casas y Alvar Núñez. En la secuencia de episodios que hemos rastreado, tres pretensiones y requerimientos (los de Grisóstomo, de Rocinante y del imaginario conquistador), que desembocan en gestos de agresión reales o imaginados, nos vuelven a poner delante la sombra de una conquista, basada por una parte en el amor cristiano, llevada a cabo casi siempre a fuerza de armas. Presente por igual en contextos literarios e histórico-políticos, el motivo presta a esta parte de la obra una profunda y paradójica cohesión, que nos invita a ver el interior de la Arcadia con nuevos ojos.
CORAZÓN DE LA ARCADIA CERVANTINA
El espacio del presente ensayo sólo nos permite recoger una selección de las alusiones más o menos veladas a la materia de América que afloran en esta parte del Quijote de 1605. Ya en el capítulo 10, tenemos a caballero y escudero que conversan sobre la ínsula, sobre la diferencia entre «aventuras de ínsulas» y «aventuras de encrucijadas», sobre el gobierno (bueno y malo) de las ínsulas y el valor económico relativo de la ínsula y el bálsamo de Fierabrás. Poco tiempo después de asegurar que «por grande que sea [la ínsula], yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo» (I, 147), Sancho ofrece su renuncia a cambio de la receta del bálsamo, «que valdrá la onza adondequiera a más de dos reales, y no he menester yo más para pasar la vida honrada y descansadamente» (I, 149). Al postular de manera tan directa el provecho comercial que promete la aventura, el ambicioso proyecto del escudero recuerda la tensión perenne entre el muy pregonado mesianismo de la conquista americana y la proverbial codicia de sus participantes. Mientras Sancho piensa en la ganancia, don Quijote sueña con su fama: «¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar?» (I, 148)
8 Lewis Hanke da el texto del Requerimiento de 1513, con la historia de su génesis inmediata, en La lucha por la justicia en la conquista de América (Buenos Aires, Editorial Sudam-mericana, 1949). El reciente libro de Patricia Seed, Ceremonies of Possession: Europe's Conquest of the New World, 1492-1640 (Cambridge, Inglaterra, Cambridge University Press, 1995) ofrece una contextualización histórica que se remonta a la ocupación musulmana de la Península Ibérica. El sugerente estudio de Roland Greene, Unrequited Conquests: Love and Empire in the Colonial Americas (Chicago, University of Chicago Press, 1999), que propone el petrarquismo como discurso maestro de la temprana representación europea de América, no vincula su brillante título con el notorio protocolo español.
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Cuando cae la noche, y el manchego elige dormirla «al cielo descubierto, por parecerle que cada vez que esto le sucedía era hacer un acto posesivo que facilitaba la prueba de su caballería» ( I , 153), se está creando a la imagen y semejanza de soldados-cronistas como Hernán Cortés, quien acredita su valentía y sacrificios con datos parecidos y subraya frecuentemente su marca registrada, la maña.
Sobre el motivo de la codicia, vuelve don Quijote en el discurso de la Edad de Oro del capítulo 11. Tras evocar los siglos dorados descritos por Hesíodo y otros autores antiguos, celebra en ellos no el oro «que se alcanzase en aquella [edad] venturosa sin fatiga alguna», sino su despreocupación por el metal precioso que «en esta nuestra edad de hierro tanto se estima» ( I , 155). Aquí el protagonista cervantino se hace eco de las muchas voces, rastreadas por Lía Schwartz, de escritores estoicos y neo-estoicos que condenan la auri sacra fames, la «sagrada hambre del oro» , como emblema del error moral de una política expansionista9. Dirige la arenga «que se pudiera muy bien escusar» a unos rústicos mudos, que lo escuchan «embobados y suspensos», sin entenderle palabra -acaso como los oyentes del Requerimiento que Las Casas imagina boquiabiertos ante el edicto 1 0. En el curso de la misma velada, el cabrero Antonio canta una suerte de requerimiento, ciego a los deseos de una zagala esquiva: «Yo sé, Olalla, que me adoras, / puesto que no me lo has dicho / con los ojos siquiera» ( I , 158).
Las referencias geográficas del capítulo 13 se dan en torno a dos temas. El origen y fortuna de la orden de caballería profesada por don Quijote se dice haber nacido en «aquel reino de la Gran Bretaña», que «desde entonces ... fue extendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo» ( I , 170). Si entre éstas sólo se nombran Hircania y Grecia, el gesto retórico invita a pensar en otras, y sobre todo en la diversidad geográfica y demográfica nuevamente comprobada por la exploración transoceánica. Pero es en la discusión de los méritos relativos de caballeros-soldados y religiosos, donde faltan referencias geográficas concretas, que esta debatida cuestión, vinculada desde las primeras protestas de Fray Ambrosio de Montesinos (1511) con la cuestión de la legitimidad de la acción militar como instrumento de la justicia divina y de la salvación de almas, ubica el intercambio entre los dos caballeros ficticios implícitamente en el terreno de la historia contemporánea 1 1. Cuando don Quijote alega que los soldados «somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia» ( I , 173), pone el dedo en la llaga de una controversia de persistente actualidad.
9 Schwartz, Lía. «El motivo de la auri sacra fames en la sáüra y en la literatura moral del siglo X V I I » . Las Indias (América) en la literatura del Siglo de Oro. Ed. I. Arel lano. Kassel, Reichen-berger, 1992. Págs. 51-70.
1 0 La vehemencia lascasiana en relación con «tan irracionales y estultos mensajes» se oye en las páginas que dedica el dominico a la conquista de la Nueva España (Brevísima, 107-108).
1 1 Para la historia de los orígenes del debate, consúltense las páginas 27 a 46 de Hanke .
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Los capítulos 12 y 14 parecen dedicados por entero a una historia de amor y a los lugares estilizados que le corresponden: los montes y valles donde Grisóstomo y sus compañeros suspiran, cantan y graban el nombre de Marcela en las hayas prototípicas de la bucólica clásica, el paraje montañoso donde se cava la sepultura del difunto y donde se celebran sus exequias profanas. Todo parecería evocar un mundo literario poco preocupado con las cuestiones políticas que se han ido asomando en los capítulos 10,11 y 13. El sombrío paisaje anímico de la desesperación erótica y su inframundo pagano declaran sus afinidades con el arte mayor alegórico y con el cancionero conceptista del siglo XV. Pero al mismo tiempo, un bestiario grotesco, escenas de destierro y naufragio en «playas, desnudas de contrato humano» y en vastos desiertos, lejos del Tajo y del Betis, y «los ecos roncos de mi mal» que «serán llevados por el ancho mundo» (I, 181-182) se sitúan por igual en un mapa mundial cuyas coordenadas vienen ensanchándose. Las nuevas tierras se vuelven a recordar cuando el desesperado observa «que en fe de los males que me hace, / amor su imperio en justa paz mantiene» (I, 183). En sus razones, Grisóstomo invierte por implicación la relación de poder entre el que requiere y la persona requerida. Si tanto él como sus amigos han afirmado que el pastor «rogó a una fiera» (I, 179), los versos del poeta difunto lo presentan no como conquistador fracasado sino como vasallo imperial, resignado a las crueldades de una tiranía que se llama amor.
La naturaleza pastoril, pura, armoniosa, que propicia la contemplación (a lo Fray Luis de León) de la hermosura del cielo, es lo que le otorga a Marcela su libertad: «Yo nací libre, y para poder vivir libre, escogí la soledad de los campos» (I, 186). Al convertir una cuestión de amor convencional (¿quién tiene la culpa de un suicidio por amor?) en una cuestión de libertad humana, el discurso de la pastora entra en un terreno compartido por el pensamiento político. Cuando afirma «Yo, como sabéis, tengo riquezas propias y no codicio las ajenas», enuncia un axioma central del pensamiento estoico. Cuando insiste que «tengo libre condición y no gusto de sujetarme» (I, 187-188), se hace eco de las voces de defensores de la libertad de los habitantes perseguidos de otros campos prístinos, como el «Villano del Danubio» guevariano (muy posiblemente creado con una mirada hacia el Nuevo Mundo) o los indios lascasianos.
¿Qué significa esta acumulación de resonancias novomundiales? Primero, aclaremos lo que no significa. No significa en absoluto que el Quijote ha de leerse en clave única, como un tratado o una sátira anti-impe-rial. Tampoco nos autoriza a anular indispensables precisiones filológicas sobre los textos europeos que serían fuentes y modelos cervantinos. Sí quiere decir, en cambio, que nos conviene ensanchar nuestro concepto de la imitación paródica y satírica que se da en el Quijote. El interés de Cervantes por la convención bucólica literaria no excluye la posibilidad de que su manejo de la misma tenga deudas inesperadas con instancias menos canónicas del tópico. Los motivos que hemos visto en la «Segunda parte» sugieren que una y otra invención pastoril -tanto la Arcadia que
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nuestro autor encuentra escrita, como la que halla en su imaginación- llevan la estampa, no únicamente de los lugares amenos que se hallan en la biblioteca de don Quijote, sino de otras Arcadias, nuevamente inventadas, de las Indias, reales y fingidas, textuales y folclóricas, que hubiesen llegado a su noticia.
En la secuencia narrativa que venimos examinando, Cervantes no se limita a volver diglósico y multiforme un mundo natural y humano cuya esencia mítica es la prístina pureza y perfección. Consiste más bien en convertir a su protagonista en un prisma que refracta y descompone las diversas versiones del sueño arcádico, poniendo al descubierto sus paradojas. En la marcha discontinua de episodios dispares, vemos al de la Mancha variar de papel relativo a la Arcadia y sus habitantes: con Sancho proyecta conquistas; en compañía de los cabreros ensalza la prehistoria del comercio y de la fiebre del oro; en un momento se ofrece a defender a una habitante virginal del paraíso de la libertad; acto seguido, se lanza a vengar agravios al honor de un enemigo de otras (las «señoras facas») cuya independencia se ve amenazada. Finalmente, hace las veces de un miembro del Consejo de Indias, instuyendo al futuro gobernador sobre la manera de suprimir alzamientos de los «naturales» de un territorio recién conquistado. Bajo la capa de la locura del hidalgo y la simpleza de su criado, el autor nos invita a entrever la confusión cultural -¿acaso ambivalencia personal?- que rodea el tema indiano en los umbrales de un nuevo siglo, cuando los paraísos terrenales se ven cada vez más remotos.
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