La Araucaria (Juan Carlos Onetti)

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Juan Carlos Onetti La Araucaria

J.C. Onetti LA ARAUCARIAEl padre Larsen baj de la mula cuando esta se neg a trepar por la calle empinada del villorrio. Vesta una sotana que haba sido negra y ahora se inclinaba decidida a un verde botella, hijo de los aos y de la indiferencia. Continu a pie, detenindose cada media cuadra para respirar con la boca entreabierta y dicindose que deba dejar de fumar. Con la pequea maleta negra que contena lo necesario para salvar las almas que estaban a punto de apartarse del cuerpo y huir del sufrimiento y la inmediata podredumbre. No lo preceda un monaguillo con una campanilla, nadie agitaba una vinagrera, nadie rezaba, salvo l durante cada descanso. La pequea casa pintada de un sucio blanco estaba emparedada por otras dos, casi iguales y las tres se abran al camino de tierra dura por puertas hostiles y estrechas. Le abri un hombre de aos indiscernibles, con alpargatas y bombachones blancos. Se persign y dijo: Por aqu, padre. Larsen sinti la frescura de la pieza encalada y casi olvid el sol agresivo de las calles mal hechas. Ahora estaba en una habitacin pobre de muebles en una cama matrimonial una mujer se retorca y variaba del llanto a la risa desafiante. Despus llegaron palabras, frases incomprensibles que atravesaban el silencio, la momentnea quietud del sol, buscando llegar a las sombras que se haban aproximado. Un silencio, un mal olor persistente, y de pronto la mujer agonizante trat de levantar la cabeza; lloraba y rea. Se aquiet y dijo: Quiero saber si usted es cura. Larsen paseo las manos por la sotana, para mostrarla, para saber l mismo que segua enfundado en ella, Mostr al aire porque ella tena muy abiertos los ojos y slo miraba la pared blanca opuesta a su muerte mostr estampas de bruscos colores desledos, medallas pequeas de plomo, achatadas por los aos, serenas algunas, trgicas otras con desnudos corazones asomando exagerados en pechos abiertos. Y de pronto la mujer grit el principio de la confesin salvadora. El padre Larsen la recuerda as: Con mi hermano desde mis trece aos, l era mayor, jodamos toda la tarde de primavera y verano al lado de la acequia debajo de la araucaria y slo Dios sabe quin empez o si nos vino la inspiracin en conjunto. Y jodamos y jodamos porque, aunque tenga cara de santo, termina y vuelve y no se cansa nunca y dgame qu ms quera yo. El hermano se apart de la pared, dijo no con la cabeza y adelant una mano hacia la boca de su hermana, pero el cura lo detuvo y susurr: Djala mentir, deja que se alivie. Dios escucha y juzga. Aquellas palabras haban agregado muy poco a su coleccin. Tena ya varios incestos, inevitables en el poblacho despojado de hombres que se llev la guerra o la miseria; pero tal vez ninguno tan tenaz y reiterado, casi matrimonial. Quera saber ms y murmur convincente: es la vida, el mundo, la carne, hija ma. Ahora ella volva a dilatar los ojos perdindose en la pausa protectora de la pared encalada. Volvi a rer y a llorar sin lgrimas como si llanto y risa fueran sonidos de palabras y graves

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Juan Carlos Onetti La Araucaria

confidencias. Larsen supo que no estaba moribunda ni se burlaba. Estaba loca y el hermano, si era el hermano, vigilaba su locura con una rgida cara de madera. Equivocndose, orden padrenuestros y avemaras y, como en el pasado, vacil con el viejo asco mientras se inclinaba para bendecir la cabeza de pelo hmedo y entreverado; no pudo ni quiso besarle la frente. Oy mientras sala guiado por el impasible hermano: Cuando otra vez me vaya a morir, lo llamo y le cuento lo del caballo y la sillita de ordear. l me ayud, pero nada. En la calle, bajo la blancura empecinada del sol, la mula restregaba el hocico en las piedras buscando, en vano, mordiscar. Al regreso, de retorno al corral, la bestia trot dcil y apresurada mientras el padre Larsen, sin abrir el quitasol rojo, haca balance de lo obtenido y aguardaba, esperanzado, a que llegara la segunda agona de la mujer. El padre Larsen busc sin encontrar ninguna araucaria.

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