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LA ALEGORIA DE LA PINTURA COMO METÁFORA DE LA MUJER ARTISTA EMILIA MONTANER LÓPEZ Universidad de Salamanca Los testimonios gráficos y literarios ponen de manifiesto la extraordinaria difu- sión que alcanzó la moda de retratar a las damas como divinidades mitológicas, como virtudes o como sus santas patronímicas o de especial devoción. De este modo tanto cortesanas como señoras nobles y piadosas, gustaban hacerse pintar vestidas de ves- tales, Dianas,Venus, Caridades, Catalinas, Doroteas o Margaritas 1 . En sintonía con esta práctica, entre las mujeres artistas se propagó la afición de autorretratarse acompañadas de atributos iconográficos referidos a su actividad. A través de dicha modalidad, cada vez más extendida, pretendían además de proclamar la nobleza de su profesión, darse a conocer y reivindicar su creatividad, denostada cuando no ridiculizada por críticos y colegas. Aunque Baldassare de Castiglione en Il Cortegiano (1547: III, 111-112) 2 señale entre las tareas que competen a las damas de palacio, la pintura, la música, la danza o las buenas letras, siempre que se realicen con juicio y discreción, o la indiscutible autoridad de Plinio (XXXV: 147-148) incluya a seis pintoras entre los notables de la antigüedad, es frecuente leer entre los teóricos del humanismo frases despectivas e incluso hirientes o insultantes. En 1548 Paolo Pino (I, 109) se escandaliza ante su pretensión de igualarse a «la excelencia del hombre» estimando que el arte se denigra «porque a las doncellas no les conviene otra cosa que la rueca o la devanadera». El propio Vasari veinte años más tarde, a propósito de Sofonisba Anguissola, escribe estas maliciosas palabras: «Ma si le donne sì bene sanno fare gli uomini vivi, che meraviglia che quelle che vogliono, sappiano anco fargli si bene dipinti» (1647:VI, 502) 3 . Justo es reconocer que cuando Pino o Vasari expresaban estas opiniones, las grandes artistas italianas del 1 La enumeración de este género de retratos se haría infinita. Además de las difundidas imágenes de Zur- barán, que Emilio Orozco (1975) tituló como «retratos a lo divino», recordamos al lector, entre otros, los retratos de Elena Anguissola, monja dominica en San Vicenzo de Mantua, como santa Catalina de Siena (Galería Borghese de Roma), de Ortensia Leoni como santa Dorotea (Madison Elvehjen, Museum of Art, University of Wisconsin) o de Anna María Ranuzzi di Marsigli como Caridad (Bolonia collezioni d’arte e di Storia de la Casa di Risparmio). 2 El famoso texto, traducido a numerosas lenguas y repetido en múltiples ediciones, aunque escrito entre 1508 y 1516, salió de la imprenta a partir de 1528. Aquí se cita por la edición de 1547. 3 La cita figura en Guirardi (1994: 38).

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LA ALEGORIA DE LA PINTURA COMO METÁFORA DE LA MUJER ARTISTA

eMiliA MOntAner lóPez

Universidad de Salamanca

Los testimonios gráficos y literarios ponen de manifiesto la extraordinaria difu-sión que alcanzó la moda de retratar a las damas como divinidades mitológicas, como virtudes o como sus santas patronímicas o de especial devoción. De este modo tanto cortesanas como señoras nobles y piadosas, gustaban hacerse pintar vestidas de ves-tales, Dianas, Venus, Caridades, Catalinas, Doroteas o Margaritas1.

En sintonía con esta práctica, entre las mujeres artistas se propagó la afición de autorretratarse acompañadas de atributos iconográficos referidos a su actividad. A través de dicha modalidad, cada vez más extendida, pretendían además de proclamar la nobleza de su profesión, darse a conocer y reivindicar su creatividad, denostada cuando no ridiculizada por críticos y colegas.

Aunque Baldassare de Castiglione en Il Cortegiano (1547: III, 111-112)2 señale entre las tareas que competen a las damas de palacio, la pintura, la música, la danza o las buenas letras, siempre que se realicen con juicio y discreción, o la indiscutible autoridad de Plinio (XXXV: 147-148) incluya a seis pintoras entre los notables de la antigüedad, es frecuente leer entre los teóricos del humanismo frases despectivas e incluso hirientes o insultantes. En 1548 Paolo Pino (I, 109) se escandaliza ante su pretensión de igualarse a «la excelencia del hombre» estimando que el arte se denigra «porque a las doncellas no les conviene otra cosa que la rueca o la devanadera». El propio Vasari veinte años más tarde, a propósito de Sofonisba Anguissola, escribe estas maliciosas palabras: «Ma si le donne sì bene sanno fare gli uomini vivi, che meraviglia che quelle che vogliono, sappiano anco fargli si bene dipinti» (1647: VI, 502)3. Justo es reconocer que cuando Pino o Vasari expresaban estas opiniones, las grandes artistas italianas del

1 La enumeración de este género de retratos se haría infinita. Además de las difundidas imágenes de Zur-barán, que Emilio Orozco (1975) tituló como «retratos a lo divino», recordamos al lector, entre otros, los retratos de Elena Anguissola, monja dominica en San Vicenzo de Mantua, como santa Catalina de Siena (Galería Borghese de Roma), de Ortensia Leoni como santa Dorotea (Madison Elvehjen, Museum of Art, University of Wisconsin) o de Anna María Ranuzzi di Marsigli como Caridad (Bolonia collezioni d’arte e di Storia de la Casa di Risparmio).2 El famoso texto, traducido a numerosas lenguas y repetido en múltiples ediciones, aunque escrito entre 1508 y 1516, salió de la imprenta a partir de 1528. Aquí se cita por la edición de 1547.3 La cita figura en Guirardi (1994: 38).

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último Cinquecento o estaban en la mente del Altísimo o todavía no habían alcanza-do una merecida reputación.

Verdaderamente la senda del arte para estas pioneras no se presentaba sembrada de rosas. Salvo algunas excepciones, estas tiernas damiselas no tenían otra posibilidad que formarse en círculos familiares o en casa de las propias pintoras4. Por ello, Sofonisba Anguissola y sus hermanas debieron considerarse muy afortunadas al ser enviadas a estudiar con Bernardino Campi. Del mismo modo tuvieron la ventura de que su padre Amilcar, de origen noble e instruido humanista, se encargara de su educación haciendo de su domicilio cremonense un reducto de cultivadas personalidades.

Parecidas oportunidades concedieron los hados a Lavinia, hija del famoso pintor Próspero Fontana, protegido por los papas y poseedor de una nutrida biblioteca. No necesitó la boloñesa salir del salón de su casa tanto para aprender los rudimientos del oficio como para relacionarse con eruditos y coleccionistas (Fortunati, 1994: 25-26).

A estas desdichadas circunstancias habría que añadir otra aún más penosa para su formación: la prohibición de formar parte de las academias que en el tardo Cin-quecento comenzaron a surgir en Italia. En buena lógica, tampoco podían acceder a sus bibliotecas, a sus colecciones de esculturas clásicas o a las estampas de antiguos maestros, por no hablar de su exclusión en debates o reflexiones5.

En la Academia «del Nudo» en Cento, donde Guercino reunía a discípulos proce-dentes de todas las partes de Italia, no se conoce la presencia de ninguna señora como tampoco se sabe que frecuentaran la de los «Incamminati» que los Carracci estable-cieron en Bolonia. Si un siglo más tarde comienzan a ser aceptadas en academias o en tertulias de estudiosos, su admisión solía depender más de sus relaciones con persona-jes influyentes que de su talento como pintoras.

Otro de los inconvenientes al que estas bravas mujeres tuvieron que enfrentarse venía vinculado con la tipología de los encargos. Al ser prácticamente impensable e impropio de su sexo adiestrarse en el dibujo del desnudo con modelos vivos y mucho menos, desplazarse del hogar familiar para tomar apuntes del natural o del paisaje de los alrededores, complicada resultaba su dedicación a temas de historia o a ciclos mi-tológicos. La pintura al fresco o la protección de un mecenas era «cosa de hombres» y la ejecución de los grandes cuadros de altar tan queridos por la Contrarreforma, constituía casi una singularidad6.

4 Ginevra Cantofoli y Lucrezia Scarfaglia fueron alumnas de Elisabetta Sirani, como en el siglo XVIII también lo serían de Adelaide Labille-Guiard, Marie Gabrielle Capet y Marie Marguerite Carreaux de Rosemond. 5 Consta que la Academia de Florencia disponía de una librería, «per chi dell’arti volessi alla morte sua lasciare disegni, modelli di statue … per farne uno Studio per i giovani», citado en Rossi (1980: 170-171). El programa docente de las academias comprendía nociones de simetría, de perspectiva y tratamiento de la proporción. Los estudiantes aprendían a dibujar copiando vaciados de bajorrelieves o esculturas antiguas. En la Aca-demia de los Carracci de Bolonia, cuyo plan de estudios se conoce por la oración fúnebre predicada por Lucio Faberio en las exequias de Agostino Carracci, el aprendizaje se completaba con apuntes del paisaje boloñés (Malvasia: 1678, I, 276-277).6 En opinión de V. Fortunati (2007: 31-34), Lavinia Fontana, protegida por el Papa Gregorio XIII y por el

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Como he señalado, al negárseles este cúmulo de posibilidades, no les quedaba otro remedio que dedicarse a la producción de retratos, de cuadritos piadosos, de escenas de género, de pájaros o flores, de maternidades, de niños y cunas. No puede extrañar, pues, que la boga de los autorretratos facilitase a las jóvenes artistas la ocasión de aso-marse a la posteridad para hacer patente su protesta ante esta ingrata situación.

En 1548 Catalina van Hemessen (1528-1567) en el pequeño autorretrato que conserva el Kunstmuseum de Basilea [fig. 1], con mirada dulce y reposada, se muestra al espectador en el momento de trazar una figura en su caballete. Ataviada con mo-desta elegancia, deja clara constancia de sus datos personales escritos en tonos claros en el fondo sombrío del lienzo. La ausencia de cualquier gesto de protesta o desagra-do, permite adivinar que las condiciones laborales para la veinteañera Catalina, hija de un conocido pintor de Amberes, inscrita en la Guilda de San Lucas y protegida por Dª María de Austria, regente de los Países Bajos, debieron ser menos arduas que las de sus colegas europeas7.

Aunque la configuración de la imagen de Sofonisba Anguissola (1535-1625) re-cuerde los esquemas manejados por la belga, no podemos afirmar que se sirviera de

cardenal Paleotti, sería «la primera mujer en la Europa Católica» que se dedicara a pintar cuadros de altar. Otra excepciónconstituye Elisabetta Sirani, quien además de abordar el tema mitológico, realizó el famoso Bautismo de Cristo para la Cartuja de Bolonia. 7 Las dimensiones del retrato que ejecutó Catalina cuando tenía 20 años son de 30,8 x 24,4 cm. Su pro-ducción es bastante limitada, ya que según parece después de 1554, fecha de su matrimonio, no se conoce ninguna obra.

Fig. 1. Catalina van Hemessen, Autorretrato, Basilea, Kunstmuseum.

Fig. 2. Sofonisba Anguissola, Autorretrato al caballete, Lancut (Polonia), Museum Zamek.

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dicho precedente representativo [fig. 2]8. Tal vez estas coincidencias no sean el fruto de la utilización de un prototipo sino más bien de una serie de causalidades expli-cables por la vía de la lógica. Ambas artistas, como era uso común desde la época de Plinio (XXXV: 148)9, se valieron de su efigie reflejada en el espejo teniendo que girar su cuerpo hacia el frente para hacer visible el motivo del caballete [fig. 3]10. Como la imagen especular invierte la derecha en izquierda, las dos debieron utilizar un juego de doble espejo para así restaurar la correcta simetría. Mientras Catalina apenas ha iniciado su obra, Sofonisba por el contrario exhibe una Madonna con el Niño, típica imagen de devoción propia de ambientes piadosos, afirmando así su profesión en un entorno considerado de propiedad masculina.

Ciertamente que la pintura para So-fonisba no constituía un entretenimien-to de doncellas virtuosas. Desde 1559 trabajó en Madrid al servicio de Felipe II. Dama de honor y maestra de pintu-ra de su esposa Isabel de Valois, retrató a los miembros de la familia real, lo que le forjaría una notable reputación como pintora (Kusche 1994: 89-116).

No puede decirse que el autorretra-to de Artemisia Gentileschi (1593-1654) de la Royal Collection de Kensington Palace en Londres [fig. 4], sea el ejem-plar más adecuado para proseguir con la

cadena tipológica establecida por sus predecesoras. No necesitaba Artemisia, primera mujer en ser recibida en la academia del Disegno de Florencia, darse a conocer al público exponiendo un muestrario de sus trabajos. A juzgar por la mínima existencia de elementos significativos, tampoco parece interesada en construir una alegoría de la pintura aunque así haya sido estimado por los historiadores11. De los atributos con los que Ripa presenta a dicha alegoría únicamente reproduce, y poco visibles por estar inmersos en la penumbra, la cadena de oro y la máscara con la palabra «imitatio», tal y como era entendida por los críticos humanistas12.

8 Para Guazzoni (1995: 64), las coincidencias entre ambos retratos derivan de «unas aspiraciones comunes». En efecto, pocos precedentes gráficos podía disponer Sofonisba, no creo que tuviera posibilidad de conocer ni el lienzo de Catalina ni mucho menos las miniaturas de principios del quattrocento donde las míticas Tamari y Marzia, hija de Varrón, aparecen pintando su autorretrato con ayuda de un espejo (Boccacio, BNF ms fr 12420 fols 86 y 101) reproducidas en Guirardi (1994: 40, figs. 3 y 4). 9 Plinio escribe que Iaia, activa en Roma en la época de Varrón, pintaba su autorretrato usando un espejo.10 El lienzo conservado en el Museum Zamek de Lancut (Polonia), cuyas dimensiones son de 66 x 57 cm, fue realizado hacia 1556. 11 Desde Michel Levey, el cuadro viene interpretándose como una alegoría de la pintura (Garrard, 1980: 97-112, y 1989: 337). 12 Ludovico Dolce (Barocchi, 1960: I, 172), entre otros muchos, defiende que la pintura tiene que embe-

Fig. 3. Sofonisba Anguissola, Autorretrato al caballete,(detalle).

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No es fácil adivinar cuál sería el sistema de espejos empleado que permitiese au-torretratarse en una postura vivamente original. Los sosegados retratos de sus lindas antecesoras son sustituidos por la efigie de una artista atormentada ante un lienzo vacío. La defensa de la dignidad de su oficio se diluye para dar paso a una inquietante expresión que pone de manifiesto el acto de crear como un doloroso arrebato del espíritu, fruto del intelecto y de la imaginación [fig. 5].

Por el contrario Elisabetta Sirani (1638-1665), en el lienzo del museo Pushkin de Moscú firmado y fechado en 1658 [fig. 6]13, no solo rompe con la habitual tradición de pequeño formato sino que ante todo concibe su obra como un manifiesto de su femineidad, o lo que es igual como una «metáfora de la mujer artista», utilizando la feliz expresión de Vera Fortunati (1994: 20). Cabe preguntarse si en realidad Elisabetta tuvo la intención de componer una obra de un sofisticado alegorismo o si por otra parte, simplemente pretendía autorretratarse revestida con los atributos usualmente adjudicados a la pintura.

Se sabe, por la lista de trabajos que la artista consignaba cuidadosamente en un cuaderno de notas, que había entregado a la iglesia de la Cartuja en Bolonia junto a un Bautismo de Cristo, dos «santinas» de tamaño natural, precisando que una de ellas,

llecer la naturaleza, poniendo como ejemplo el famoso retrato de Elena, de «tanta perfección que todavía está viva la fama» que Zeusis dispuso a partir de las partes más hermosas de varias doncellas. Conceptos semejantes expresa en 1668 Charles Alphonse du Fresnoy (Pigozzi, 1994: 21). 13 El lienzo mide 114 x 85 cm.

Fig. 4. Artemisia Gentileschi, Autorretrato, Londres, Kensington Palace Royal Collection.

Fig. 5. Artemisia Gentileschi, Autorretrato (detalle).

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«aquélla que mira al cielo», era su propio retrato14. En la lista de dicho cuaderno, aparecen también citadas tres medias fi-guras de las alegorías de la música y de la poesía para el «maestro mio da suonare», así como otra de la pintura fechada en 1658 «para el notario Cavazza» (Malvasia, 1678: II, 393-395), claramente identifi-cable con la del Museo moscovita. Qué duda cabe que si Elisabetta hubiera teni-do la intención de pasar a la posteridad con los atributos de la pintura lo hubiera dejado escrito en su cuaderno como así lo declaró a propósito de la santina de la Cartuja. Esto no excluye, sin embargo, que la joven boloñesa utilizara sus her-mosos rasgos para caracterizar el rostro de la alegoría tal y como acostumbraba hacerlo con sus personajes históricos o mitológicos.

Si no parece demostrar la Sirani ningún interés en descubrir al espectador la obra que está elaborando, por el contra-rio actitudes, gestos o referencias naturalistas están cuidadosamente diseñados para ofrecer una formulación muy personal de la nobleza de su oficio. Corona a la alegoría con una guirnalda de laurel, signo de victoria y eternidad comunmente atribuído a la poesía, para evocar el simil horaciano ut pictura poesis, una de las analogías más glosadas por el pensamiento humanista. Una esculturilla clásica alude a la admiración y cono-cimiento de la antigüedad; libros, pluma y tintero, puestos en lugar destacado bajo los que ha fijado su nombre y fecha de ejecución, sirven para destacar el componente in-telectual de la pintura a la vez que las aficiones culturales de la propia autora. Educada en el ambiente refinado de la Bolonia del seiscientos, dotada de un vivo ingenio y de una excelente memoria, según palabras de Malvasía (1678: II, 389-399), sabía esculpir, grabar y tocar el harpa con maestría15.

Fiel al ideario al que obedece su composición, Elisabetta pone especial énfasis en traducir al «femenino» el tipo del perfecto pintor propuesto por los tratadistas. Su-gería el gran Leonardo de Vinci, y tras él el común de los tratadistas, que aquellos que se dedicaran al arte deberían lucir un agradable aspecto físico, vestir con distinción

14 La figura de la santina que formaba pareja con la Beata Rosselina, se conserva recortada a causa de su pésimo estado, en la pinacoteca de Bolonia (Ghirardi, 2004: 91-93).15 El biógrafo, al poner de manifiesto su cuidada formación, aclara que venían a verla trabajar los notables que pasaron por Bolonia la primavera de 1665, un año antes de su repentino fallecimiento. Entre ellos señala a Cosme, futuro gran duque de Toscana, y al duque de la Mirándola.

Fig. 6. Elisabetta Sirani, Alegoría de la Pintura, Moscú, Museo Pushkin.

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y mostrar una viva afición por los bue-nos poemas y por la «la musica di voce et istromenti diversi»16. Fiel a dichos prin-cipios, Elisabetta presenta a su alegoría cuidadosamente ataviada con ricas sedas, joyas y brocados tratados con el mismo acercamiento a la realidad que los mantos y aderezos que cubren los hombros de sus sibilas o heroínas de la Biblia17.

Durante el siglo XVIII no solo temblaron los cimientos de la sociedad establecida, también el mundo del arte experimentó profundos cambios difíciles de pronosticar cien años antes. La mujer se va haciendo un hueco en una ocupa-ción considerada como patrimonio ex-clusivo de la masculinidad. Más cosmo-politas que sus precursoras, las jóvenes ar-tistas viajan, hablan idiomas, participan en debates y se codean con notorios colegas e ilustres intelectuales. Parecidas transfor-maciones se observan en lo que se refiere a su concepción del trabajo. Su panorama laboral se amplía rebasando el género del retrato o las típicas escenas sentimentales. Poco a poco se van minorando los excesos de dulzura en favor de un modo de hacer acorde con el gusto de la época. Paulatinamente van tomando consciencia de su ca-pacidad, los encargos se acumulan en el taller y de día en día crece la lista de clientes y coleccionistas (Bartolena 2003: 64).

Sin duda alguna, la veneciana Rosalba Giovanna Carriera (1675-1757) claramente conforma un buen ejemplo del nuevo arquetipo de la moderna profesional. Gracias a su pericia en la descripción de encajes, telas o aderezos, próximos a los caprichos del rococó, así como a su habilidad en el manejo de la técnica del pastel, lograría un re-nombre internacional entre los elegantes de la sociedad. Fue admitida en la academia de San Lucas en Roma, en la de Florencia y aclamada en la Clementina de Bolonia. Su impecable técnica, la delicadeza de sus tonalidades, así como el tono distinguido de sus retratos, le abrieron las puertas de la sociedad parisina, siendo recibida en la Académie Royal de Peinture en 1720 (Greer 2005: 265-266).

16 Paolo Pino (Barocchi, 1960: I, 133-137) agrega a las cualidades que propone Leonardo, lo que hoy po-dríamos denominar un planning de vida saludable. Recomienda al pintor alejarse del juego y demás vicios, así como sobriedad en la comida y en su vida sexual, ya que su abuso envilece el ánimo, causa melancolía y abrevia la vida. 17 Las joyas que presenta la imagen y que se repiten en muchas de sus figuras femeninas, posiblemente pro-cedieran de su colección, que, según Malvasia, asiduo visitante del hogar familiar, guardaba en un armario.

Fig. 7. Rosalba Carriera, Autorretrato con el retrato de su hermana, Florencia, Galería de los Uffizi.

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No necesitaba Rosalba formular con sus pinceles ninguna defensa gremial, y mucho menos proclamar la excelencia de su oficio. En el autorretrato de 1709 conservado en la Galería de los Uffizi [fig. 7] utiliza sencillamente su efigie como si de un cartel publicitario se tratara para mostrar un recién terminado retratito de su hermana, del mismo modo que un comerciante expondría sus mercancías a posibles compradores.

La suiza Angelica Kauffmann (1741-1807), políglota, culta, distinguida y de gran atractivo físico, recorrió las cortes europeas acumulando honores y encar-gos. Muy joven aún ingresó en la Aca-demia de San Lucas de Roma y en la del Disegno de Florencia. También la Briti-sh Royal Academy of Art de Londres, cuyo salón de lectura había decorado con cua-tro óvalos representando las alegorías del

Color, el Dibujo, la Composición y el Genio, consintió su entrada en una institución tradicionalmente cerrada a las mujeres.

Sus largas estancias en Italia le permitieron familiarizarse no solo con la estatuaria clásica, sino también con las obras de los grandes maestros. Estas felices circunstancias desvanecieron en la Kauffmann los talantes combativos que habían caracterizado a sus compañeras de la anterior centuria. Tal vez por ello, en sus numerosos autorretratos prefiera mostrarse como una experta conocedora de su cometido esgrimiendo lápices o sosteniendo carpetas repletas de dibujos o bocetos.

El autorretrato del Bündner Kunstmuseum de Chur [fig. 8] ejecutado en 1781 (93 x 76,5 cm), ofrece una versión más relacionada con sus sentimientos e inquie-tudes que con lo que entonces se consideraría una obsoleta vindicación de la profe-sión. La originalidad de la obra reside en emplear como única apoyatura espacial un busto de Minerva de riguroso perfil y en actitud pensativa. La situación del busto en paralelo y en un plano inferior al también meditativo rostro de la protagonista, hace suponer en Angelica un cierto anhelo en presentarse como el alter ego de la diosa patrona de las artes y de la sabiduría.

En el lienzo de la Galería de los Uffizi fechado seis años mas tarde, utilizando una convencional escenografía, poco habitual en sus retratos, se apoya de nuevo en el alegorismo mitológico para realzar sutilmente sus inquietudes eruditas al exhibir en el rico camafeo que ajusta su cintura, la victoria de Atenea sobre Poseidón por la que a la diosa le fue conferido el patronato de la ciudad de Atenas (insinuación tal vez al

Fig. 8. Angelica Kauffmann, Autorretrato con el busto de Minerva, Chur (Suiza), Bündner Kunstmuseum.

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triunfo de la femineidad). Naturalmente no omite la tópica alusión a su trabajo al incluir en la semipenumbra la paleta con los pinceles [fig. 9]18.

Si el Siglo de la Razón por una parte sacudió las instituciones del antiguo Régimen, por otra registró ciertos avances en la condición de las artistas francesas. La sociedad em-pieza a aceptar su «intromisión» en las filas masculinas, proliferan las críticas favorables y sus obras son ampliamente difundidas por las reproducciones grabadas. Pero a pesar de estos éxitos personales y comerciales no conseguirían ser aceptadas en los talleres oficiales de l’École des Beaux Arts sino cien años después. Así pues, como en épocas anteriores, se verían constreñidas a aprender los rudimentos del oficio en ambientes familiares o en escuelas privadas donde se respetarara la estricta separación de sexos.

Ante el discurrir de los hechos nada tiene de sorprendente que pintoras de reco-nocido prestigio siguieran luchando tanto con sus testimonios como con sus pinceles contra esta injusta mengua de derechos que la revolución francesa, a pesar de su acla-mada declaración de principios igualitarios, apenas consiguiría desterrar.

Adélaide Labille-Guiard (1749-1803) no formaba parte de esas virtuosas señoras dedicadas a ocupaciones tan decorosas como cantar, coser o tejer. En 1783 junto a Elisabeth Lebrun consiguió ser admitida en la Académie Royal de Peinture, cuyos restrictivos estatutos reducían al número de cuatro la participación femenina.

18 Se conserva en el Corredor de Vasari (óleo sobre lienzo. 128 x 93,5 cm).

Fig. 9. Angelica Kauffmann, Autorretrato, Florencia, Galería de los Uffizi.

Fig. 10. Adelaide Labille-Guiard, Autorretrato con Marie Gabrielle Capet y Marie Marguerite Carreaux de

Rosemond, Nueva York, Metropolitan Museum.

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Óptima pedagoga y ardiente impulsora de nuevos talentos, en 1779 abrió las puertas de su estudio a jóvenes aprendizas. En 1785 formuló a su manera, sirviéndose de un autorretrato, una elocuente protesta ante la injusta situación a la que debían someterse las futuras pintoras. No utiliza Adélaide en su retrato ningún componente emblemático, por otra parte arcaico en su época, para sublevarse ante esta afrento-sa situación. Por el contrario prefiere pintarse como una gran dama en su estudio fingiendo ser sorprendida en un momento de su trabajo. A su lado dos de sus dis-cípulas, identificadas como Marie Gabrielle Capet, conocida miniaturista, y Marie Marguerite Carreaux de Rosemond, contemplan con atención la labor de su maestra. La obra, actualmente en el Metropolitan de New York [fig. 10], cuyas dimensiones corresponden al típico cuadro de exposición oficial (210 x 151,1 cm), fue expuesta en el Salon de Paris provocando una mezcla de reproches y elogios (Gardner 1962: 269-270).

Como hiciera Elisabetta Sirani un siglo antes, con la que curiosamente coincide en poses y composturas, hace gala de su floreciente posición social pintándose ata-viada con un costoso y sofisticado atuendo. Animan el interior las típicas alusiones que a fuerza de repetirse se han convertido en tópicos: un busto clásico, una pequeña escultura de una matrona romana, dibujos enrollados y demás accesorios más propios de un obrador que sus exquisitos vestidos a la última moda de París.

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