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133 La Cruz Blanca Neutral Carrancista ara reanudar el hilo de mis na- rraciones podría decir, como dicen que dijo Fray Luis de León, al comenzar de nuevo su cátedra interrumpida por cuatro años de prisión: “como decíamos ayer…”, cuya cita haría indudablemente notar mi erudición, pero muchos sa- bemos que la erudición se basa por lo regular en una buena enciclopedia, que se compra o se pide prestada cuando el caso lo requiere y por eso prefiero citar la canción del “Barco chiquito” que dice: “volveremos… volveremos… volveremos a empezar…” En la Hacienda de Guadalupe, el general Pablo González, jefe de la División del Nordeste, había ordenado la formación de tres columnas, una bajo su mando directo y las otras a las órde- nes del general Carranza y el coronel Antonio I. Villarreal res- pectivamente, marcándoles su itinerario. Don Jesús pasó como he dicho, a la Hacienda de El Álamo a esperar la reconcentra- Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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La Cruz Blanca Neutral Carrancista

ara reanudar el hilo de mis na-rraciones podría decir, como dicen que dijo Fray Luis de León, al comenzar de nuevo su cátedra interrumpida por cuatro años de prisión: “como decíamos ayer…”, cuya cita haría indudablemente notar mi erudición, pero muchos sa-bemos que la erudición se basa por lo regular en una buena enciclopedia, que se compra o

se pide prestada cuando el caso lo requiere y por eso prefiero citar la canción del “Barco chiquito” que dice: “volveremos… volveremos… volveremos a empezar…”

En la Hacienda de Guadalupe, el general Pablo González, jefe de la División del Nordeste, había ordenado la formación de tres columnas, una bajo su mando directo y las otras a las órde-nes del general Carranza y el coronel Antonio I. Villarreal res-pectivamente, marcándoles su itinerario. Don Jesús pasó como he dicho, a la Hacienda de El Álamo a esperar la reconcentra-

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ción de los elementos que operaban en el norte de Coahuila, y allí lo dejamos, mientras nosotros, los pobres rebeldes, nos ocupábamos en merendarnos los suculentos borregos que por allí pastaban, muy ajenos de la muerte que les habían deparado las contingencias de la guerra.

Fueron llegando las fracciones de los jefes Indalecio Riojas, Pedro Treviño Orozco, Florencio Morales Carranza, Víctor Villarreal y otros que no recuerdo, con los que quedó integra-da la fuerza de don Jesús Carranza. Mientras tanto, el general en jefe había ya salido de Guadalupe, con la gente de Murguía, Ricaut, Benjamín Garza, Bruno Neira y en su escolta perso-nal a los bravos capitanes Alfredo Flores Alatorre, Carlos y Arcadio Osuna. También el coronel Villarreal había salido de Guadalupe con los contingentes de los jefes Ramírez Quinta-nilla, Julio Soto, Faustino García, Ildefonso Castro, Severo de la Garza y otros, llevando como jefe de Estado Mayor a José E. Santos y de la escolta a Francisco L. Urquizo.

El 18 de octubre salimos de El Álamo, pero antes de la partida, el general Jesús Carranza ordenó se formara la co-lumna en dispositivo de marcha para evitar cualquier sorpresa, pues no hay que olvidar que íbamos a pasar por Candela y que la vía del Nacional, que estaba bien cerca, se hallaba en poder de los pelones que tenían fuertes destacamentos en Rodríguez, Lampazos y otros puntos, y trenes militares que exploraban continuamente la línea herrada, así es que se dio la vanguardia a Rafael E. Múzquiz e Indalecio Riojas, la retaguardia al bravo teniente coronel Francisco Sánchez Herrera y en medio mar-charía el grueso de la fuerza, llevando detrás la impedimenta.

Momentos antes de salir se presentó un oficial joven y sim-pático, a quien yo conocía mucho, porque como mi humilde personalidad, había tenido el honor de nacer en la risueña y bella poblacioncita de Rancho Nuevo, Coahuila, que hoy se llama Villa Lamadrid, por obra y gracia del profesor y después mayor constitucionalista Ángel H. Castañeda… pero éste es otro cuento. Este oficial, pariente retirado mío, era y creo que

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aún es, aunque he perdido sus huellas, Alfonso Boone Aldrete, y traía un gran pliego, que entregó a don Jesús. El general se volvió hacia mí y dijo:

—Mire “W” —porque así me llamaba el cariñoso jefe, que nos hablaba por nuestro nombre y no por grado a todos sus subordinados, y a mí por mi inicial, como todos mis compa-ñeros lo hacen hasta la fecha—. Hágame favor de ver qué es esto tan largo.

Lo primero que leí, en voz alta, fue un encabezado escrito a mano con bella letra cursiva, que decía:

“Brigada Carranza - Ejército Constitucionalista, Cruz Blanca Neutral Carrancista”.

Y después:

C. General Jesús Carranza.—Presente.—Tengo el honor de solici-tar de Ud. que se sirva proporcionarme una escolta de diez hom-bres montados para resguardar esta ambulancia y a los heridos que se recojan.—Respetuosamente.—El mayor médico capitán segundo, jefe de la Cruz Blanca Neutral Carrancista.—Prisciliano Ruiz.—Rúbrica.

Venustiano Carranza oyendo el primer número del programa “Puerto San Antonio” la víspera del combate de Candela. SINAFO.

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El primero en soltar una carcajada homérica fue el gene-ral, a la que hicimos coro Manuel Caballero, Simón Díaz, Jesús Novoa y el que escribe, pues realmente era graciosa la “neutralidad” de aquella “cruz blanca” que se denominaba “carrancista” también, amén de aquel “mayor médico”, que al mismo tiempo era “capitán segundo”. Como ya estába-mos a caballo, don Jesús tendió la vista hacia donde estaba la impedimenta a lo lejos y como tenía unos ojos de águila, me dijo:

—Vaya a ver qué tienen aquellos carros que se miran atrás de la gente.

Partí al galope hacia donde me mandaban y me encontré con dos buenos carros entoldados, con sus magníficas mulas, pero en cada uno de sus costados portaban un largo trapo verde que los cubría, con una cruz blanca en medio y el con-sabido letrero en caracteres enormes: “Cruz Blanca Neutral Carrancista” y junto a ellos al “mayor médico capitán segun-do”, sin título naturalmente, y sus secuaces, que eran cinco o seis enfermeros o asistentes, portando cada uno un brazalete que les cubría todo el antebrazo, de lustrina o género pare-cido, verde y con la famosa Cruz Blanca y su original letrero idéntico al de los carros. Interrogué al mayor capitán Ruiz sobre el significado de aquello y me dijo tan campante:

—Es que si por desgracia cayéramos en poder del enemi-go, nos respetarían, así como a los heridos.

—Sí —le dije—, aténgase al santo y no corra y verá lo que le sucede.

Y partí a informar a don Jesús sobre aquel flagrante ata-que a la gramática, mientras el mayor capitán se quedó tan tranquilo esperando la escolta que había pedido. Don Jesús contestó con el oficial Boone Aldrete que no tuviera cuidado don Prisciliano, pues iba bien resguardado entre la columna, pero que cuando fuera necesario se le proporcionaría la tal escolta. Este don Prisciliano Ruiz era un hombre ya entrado en años, con barba puntiaguda, bueno y leal y aunque sus

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principios revolucionarios fueron tan antigramaticales, llegó a general en 1917 o 1918, en Puebla.

Salimos por fin de El Álamo, creo que con beneplácito de los borregos y de sus dueños, y por la tarde llegamos a las ori-llas de Candela, por donde ya había pasado primero Villarreal y después don Pablo, pero el general Carranza no quiso entrar a la población y pernoctamos entre ésta y un ranchito que se llama Santiago Valladares, a la salida del cual hay una gran acequia que tiene un puente sobre el camino que conduce a Candela. Junto a esta acequia acamparon las fuerzas del teniente coronel Sánchez Herrera. Como a trescientos metros al oriente, entre unos mai-zales y junto a una pequeña acequia, la impedimenta, el Estado Mayor y el grueso de la fuerza y más al oriente y al norte, cu-briendo los caminos de la vía ferrocarrilera y de Candela, Múzquiz y Riojas. En Santiago Valladares, que es donde desemboca el camino que viene de Lampazos se colocó un pequeño retén o avanzada, pues la gente de Sánchez Herrera estaba muy cerca. Don Jesús desmontó de su gran caballo prieto, donde parecía clavado en cuanto montaba, pues nos cansaba a todos aquel hombrazo de campo, que no sentía ni el sol ni la fatiga y a quien jamás oí renegar, ni hablar mal de nadie, ni usar de malas pala-bras para regañar a sus subordinados; mandó tender los sudaderos de su montadura, como de costumbre y antes de recostarse a descansar, bajó con mucha parsimonia a la acequia y metió al agua su famosa cachucha negra.

—Mi general —dijo uno de nosotros— ¿qué va a hacer?—Voy a lavar mi cachucha, porque está muy sudada. —No, mi general, se le echa a perder con la agua. —Nada de eso; no les he dicho mil veces que es impermea-

ble y muy impermeable y no se hace nada. Y mientras hablaba, hundía la cachucha en el agua, boca

arriba, pero aquel diablo de artefacto, con toda su impermea-bilidad, se llenó de agua hasta arriba, con honda consternación del general Carranza, que no podía creer lo que veía. Reímos de buena gana y él también con nosotros.

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nizó la defensa y mandó decir a don Jesús que el enemigo era bastante, pero que se bastaba él a detenerlo, y que avanzara la columna hacia Candela, sin preocuparse de él, que luego se incorporaría. Y lo que pudo haber sido una sorpresa, pues los pelones llegaron sin ser sentidos y mataron al retén, se convir-tió en un encuentro, en que fueron rechazados con pérdidas huyendo poco después hacia Lampazos.

Pasamos por Candela momentos después y si mal no re-cuerdo, al cruzar por una de las calles de la orilla, un disparo rozó la visera de la cachucha de don Jesús, quien continuó su camino al mismo paso del penco prieto, y sin dejar de hablar con nosotros. En perfecto orden marchamos hasta como a las dos de la tarde, en que descansamos en un cañón cuyo nombre no recuerdo, y allí comimos, prosiguiendo nuestro ca-mino rumbo a Salinas Victoria, que era el punto de reunión acordado.

Ese mismo día, 20 de octubre, el general don Pablo Gon-zález, con la columna de su mando donde iban Murguía y los que he mencionado, después de haber tomado el día anterior las plazas de Hidalgo y Mina, Nuevo León, atacó al gene-ral Miguel Quiroga, de las tropas huertistas, en las cercanías de Topo Grande y al mismo tiempo atacó Salinas Victoria, habiéndose luchado por diez horas consecutivas sin lograr la toma de ésta. Mientras tanto, el coronel Villarreal con los su-yos había salido por Candela, y tomado por sobre la vía siendo amagado por los trenes de tropas enemigas, pero les sacó la vuelta, entrando por el cañón de Gomas y tomó el camino de Mamulique, pero al cruzar la vía cerca del puente de Morales, se les echó encima un tren enemigo, que tiroteó a la columna casi a boca de jarro, pues el camino corre paralelo a la vía y no lo podían abandonar por haber una larga cerca de alambre. Sin embargo, este tren fue detenido por el bizarro capitán Severo de la Garza y después de un reñido encuentro en que salió gra-vemente herido, fue capturado el tren, muertos la mayor parte de los mochos que lo escoltaban y recogidos bastantes fusiles

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Mausser, abandonándolo luego porque se vinieron otros trenes con mayor cantidad de mochos, a los que también se comba-tió, pero se retiraron los nuestros rumbo a la Hacienda de Ma-mulique. De allí pasó la fuerza del coronel Villarreal a Ciénega de Flores y general Zuazua.

Mientras tanto, nuestra columna, esto es la que mandaba don Jesús Carranza, avanzaba por el mismo camino que había seguido el coronel Villarreal, pero un día después, por lo que al llegar a Morales, nuevamente nos encontramos una guar-nición enemiga con la que se combatió por más de dos horas, hasta que casi la acabamos, poniendo en fuga al resto rumbo a Salinas Victoria, hacia donde seguimos la marcha.

El general González pasó por Candela, el puerto de la Ca-rroza y cayó sobre Mina, Nuevo León, donde había cuatrocien-tos federales, con los que se combatió toda la noche del 18, derrotándolos y recogiendo armas, parque y caballada. En esta acción salió herido ligeramente el coronel Francisco Murguía, sustituyéndolo en el combate el general González, como a las dos de la mañana. Después de un ligero descanso, esa columna, por órdenes del general en jefe, se dirigió a San Nicolás Hidal-go donde pernoctó el 19 y al siguiente día se lanzó sobre Villa Escobedo, guarnecida por el general Miguel Quiroga, a quien derrotó después de rudo combate una parte de la fuerza revolu-cionaria, porque al mismo tiempo se entabló la lucha en Salinas Victoria, fuertemente guarnecida por pelones al mando del ge-neral Guillermo Rubio Navarrete. Si bien se derrotó a Quiroga, en Salinas Victoria la lucha quedó indecisa ese día, pero el com-bate decisivo de Salinas, que entra en las operaciones prelimi-nares del ataque a Monterrey, lo reservo para el siguiente relato.

Los contendientes quedaron esa noche en sus posiciones y el general González envió correos a los jefes Carranza y Vi-llarreal para que apresuraran su marcha sobre Salinas Victoria. En Escobedo, se recogió un magnífico botín de armas y caba-llos ensillados y desde allí se mandaron quemar unos puentes rumbo a Monterrey.

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