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29 La pregunta de “ Pos… Pos ...” andela… Candela… Al nom- bre evocador se agolpan los recuerdos de aquellos días de lucha intensa, en los albores de la épica revolución constitu- cionalista, cuando las huestes libertadoras que luchaban con- tra la bochornosa tiranía del chacal Huerta apenas se con- taban por centenares de hom- bres, pero de hombres llenos de fe, cuyos corazones latían al unísono, animados todos por un solo ideal: el triunfo de la li- bertad y el aniquilamiento de la opresión. Muchos de aquellos luchadores alcanzaron altos grados en el Ejército de la Revolución, pero ¡cuántos otros cayeron al golpe de las balas de la traición huertista, “de cara al sol y con la frente al cielo”, como dijo el poeta! Tres eran las corporaciones (todavía no había regimientos ni brigadas) que a las órdenes del bueno y valeroso don Jesús Ca- rranza ocupaban la plaza de Candela, extendiendo su radio de Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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La pregunta de “Pos… Pos...”

andela… Candela… Al nom-bre evocador se agolpan los recuerdos de aquellos días de lucha intensa, en los albores de la épica revolución constitu-cionalista, cuando las huestes libertadoras que luchaban con-tra la bochornosa tiranía del chacal Huerta apenas se con-taban por centenares de hom-bres, pero de hombres llenos de fe, cuyos corazones latían al

unísono, animados todos por un solo ideal: el triunfo de la li-bertad y el aniquilamiento de la opresión.

Muchos de aquellos luchadores alcanzaron altos grados en el Ejército de la Revolución, pero ¡cuántos otros cayeron al golpe de las balas de la traición huertista, “de cara al sol y con la frente al cielo”, como dijo el poeta!

Tres eran las corporaciones (todavía no había regimientos ni brigadas) que a las órdenes del bueno y valeroso don Jesús Ca-rranza ocupaban la plaza de Candela, extendiendo su radio de

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acción hasta las cercanías de Lampazos al noroeste, a la Estación de Salomé Botello al oriente y hacia Bustamante el sureste. Las mandaban los ya entonces tenientes coroneles Francisco Mur-guía, Teodoro Elizondo y Alfredo Ricaut y las formarían en su totalidad un poco más de trescientos hombres, bien montados, pero mal municionados y armados casi todos con carabinas 30-30, pues bien sabido es que esta fue el arma revolucionaria. Allí militaban los que después fueron ameritados generales Fortu-nato Maycotte, Fortunato Zuazua, Pablo González chico, He-liodoro Pérez, José Santos, José V. Elizondo, Agustín Millán, Antonio Portas, Guadalupe Sánchez, Adalberto Palacios y Ra-món Caracas, y los que fueron coroneles: Jesús González Mo-rín, Tirso González, Aniceto Farías y otros que he nombrado en mi anterior narración, así como muchos más cuyo recuerdo escapa a mi memoria infiel, pero que iré nombrando a medida que sus nombres vayan acudiendo, evocados por el cariño que para ellos guarda mi corazón.

Tiburcio Madrigales era el nombre sonoro que portaba el fa-moso Pos-Pos. Éste era un muchachote simpático, muy joven, que pocos años después fue una especie de asistente de confianza del general Antonio I. Villarreal, y cuyas huellas he perdido por completo. Le llamábamos Pos-Pos porque era un poco tartamu-do, y en cada frase que emitía lanzaba dos o tres “pos… pos…” Todos lo queríamos por servicial y por bueno, pues jamás se en-fadaba por nada, ni porque lo llamaran por su mote, y aunque lo considerábamos como simple, no tenía muchos pelos de tonto. Él fue quien montando un día el gran caballo negro de don Jesús, lo hizo saltar delante del jefe citado una zanja como de dos metros, y entonces el coronel Carranza le dijo:

—Pero, hombre Pos-Pos, ¿cómo hiciste que saltara mi ca-ballo esa zanja, si conmigo no quiere brincar ni una de medio metro?

Y él respondió muy serio: —Pos… pos… mi coronel, cómo quiere que brinque el cua-

co con usté arriba, si usté pesa doce arrobas y yo no peso ni seis.

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Don Jesús rió de buena gana y nosotros también, y Pos-Pos se quedó tan ancho, porque en él no surgió ni siquiera la sos-pecha de haberle faltado al respeto a su superior.

Y el gran Pos-Pos fue quien, en aquella mañanita del 1° de julio de 1913, entró desaforadamente —a donde dormíamos Manuel Caballero, jefe de Estado Mayor de don Jesús y mártir después como él en las cercanías de San Jerónimo, Oaxaca, el que escribe y otros oficiales— gritando, más tartamudo que de ordinario:

Venustiano Carranza a bordo del tren presidencial en su salida a Coahuila. SINAFO-Archivo Casasola.

—Pos… pos… párense, porque aistán… pos… pos… los pelones, pos… pos… muy cerquita.

—¿Dónde? —preguntamos en coro, levantándonos como movidos por un resorte todos.

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—Pos… pos… en Santiago Valladares… pos… pos… unos y por el lado de Salomé Botello… pos… pos… los otros.

—¿Y don Jesús? —preguntamos.—Pos… pos… yastá a caballo… pos… pos… ándenle.Y Pos-Pos tenía razón. Los pelones, como llamábamos ca-

riñosamente a los federales de Huerta, al mando del general Guillermo Rubio Navarrete y de José Alessio Robles, con una columna de las tres armas avanzaban sobre Candela, después de rechazar a nuestras pequeñas fuerzas.

Pronto se dejó oír el rugido siniestro del cañón huertista, coreado por el traqueteo trágico de las “cóconas”, como les decían los soldados nuestros a las ametralladoras, de las que carecíamos por completo. Don Jesús comprendió que era esté-ril la resistencia, pero su alma grande y noble comprendía tam-bién que era forzoso luchar para dar tiempo a que la población civil de Candela saliera del pueblo, pues dejarla abandonada por completo a la furia del enemigo era condenarla a las veja-ciones y a la muerte, porque en aquellos días de encono te-rrible, Candela era considerada, y con razón, como una de las poblaciones más entusiastamente partidarias de la revolución constitucionalista, y con seguridad los federales se cebarían en sus indefensos habitantes. Así lo comprendían también éstos, y por ello fue que al primer aviso que se les dio, comenzaron a salir en caravanas ancianos, mujeres y niños, porque casi todos los hombres se hallaban en las filas libertarias. Monté a caballo y corrí a avisar a “mamá Salomé”, la viejecita aquella dueña del hotel, que era, como en otra ocasión he dicho, “más papista que el Papa”, es decir, más carrancista que don Venustiano, pero al llegar a la plaza me la encontré trepada en una gran piedra que allí había, arengando al pueblo reunido, con su pa-labra pintoresca, salpicada de gruesas interjecciones, poco más o menos en estos términos:

—Ándenle, muchachos, ¡píquenle apriesa! Vámonos al monte, porque ái vienen estos pelones jijos de la trompada y si nos pescan aquí, van a hacer tarugada y media con nosotros.

g st do d r d ci s co tr di

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No se asusten, quialcabo si los muchachos tienen que dejar Candela ahora, en unos cuantos días vienen don Venustiano y don Pablo, entre todos les dan hasta por debajo de la lengua a estos mochos así y asados y volveremos a nuestro pueblo.

Llegué hasta donde la rebelde anciana se encontraba y le dije:

—Píquele usted también, mamá Salomé, porque a usted sí que la hacen tiritas si la pescan aquí.

—Ya lo sé, hijito —respondió—, pero yo voy en coche más apriesa, y necesito echar por delante a todos, pa que no los agarren estos talísimos.

Y efectivamente, tenía ya enganchado con dos mulas un ar-matoste que ella llamaba pomposamente coche, y que era una de aquellas arcas prehistóricas sobre cuatro ruedas, que en los tiempos de don Benito deben haber sido una maravilla. Allí lle-vaba mujeres, niños, gallinas, perros, ropa, y que sé yo cuántas cosas más.

Poco después una triste y larga caravana de hombres, mu-jeres y ancianos, a caballo, en carros, carretas, burros y a pie se dirigía hacia la sierra vecina para refugiarse de las iras del enemigo, abandonando sus hogares queridos, pero con la es-peranza de volver a ellos amparados nuevamente por las armas de la Revolución.

Todavía me parece que contemplo aquel éxodo doloroso, que no sé por qué me trajo a la memoria la salida de Israel de tierras egipcias, en busca de la Tierra Prometida. Y es que aquellos seres también buscaban algo, no una tierra, sino una era prometida de libertad y de derechos.

Entre tanto, la batalla rugía en las afueras de Candela y poco después en las mismas calles de la población recién desierta. Don Jesús Carranza, sus tenientes coroneles Mur-guía, Elizondo y Ricaut, con sus oficiales y soldados, hicie-ron prodigios de valor, disputando el campo y la población

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palmo a palmo a las fuerzas enemigas, superiores en número y elementos de guerra, hasta las dos de la tarde aproxima-damente, en que considerando el jefe que ya los habitantes de Candela estaban lejos, ordenó la retirada, que se efectuó en orden relativo, puesto que nosotros no sabíamos nada de estrategias ni de cosa parecida.

Pero en lo más rudo de este combate, cuando los pelones nos rechazaban por todos lados y las balas silbaban su música macabra en nuestros oídos, fue cuando surgió “la pregunta de Pos-Pos”.

En retirada, pero disparando continuamente salíamos de Candela al lado del teniente coronel Ricaut, Zuazua, Ricardo González, José Santos y el que habla, cuando por una calle-juela de las últimas de la población desembocó un jinete, a media rienda. Lo conocimos enseguida: era Pos-Pos, que ha-biéndonos alcanzado, sofrenó el caballo y dirigiéndose a José Santos, con un interés que se reflejaba en su carota colorada, con toda seriedad le preguntó:

—Pos… pos… oye… José… pos… pos… dame razón, ¿cómo está mi tía Isabelita?

Y José, que en esos momentos acababa de disparar y que estaba, como todos nosotros, excitado por el combate, se vol-vió furioso y le contestó:

—¿Qué demonios me vienes a preguntar ahorita por mi abuela, que está en Bustamante?

Y así era: el ilustrísimo Pos-Pos había tenido la sublime ocu-rrencia de acordarse de la abuelita de Santos, a quien él llamaba “tía”, en los precisos momentos en que salíamos de Candela, perseguidos por el fuego terrible de las ametralladoras, la fusi-lería y los cañones de los pelones.

A pesar de las trágicas circunstancias, soltamos la carcajada los que tuvimos la felicidad de oír la peregrina pregunta de Pos-Pos, y el recuerdo de ese momento, por su comicidad dentro del marco de tragedia aquel no se me ha borrado jamás.

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Aquella noche pernoctamos en el Cañón de San Anto-nio, dejando avanzadas en el Puerto de La Carroza, pero el enemigo no se atrevió a perseguirnos, mas como Candela era nuestra avanzada y su posesión significaba para nosotros el tener en jaque constantemente a los trenes que corrían de Monterrey a Nuevo Laredo, el coronel Carranza fue a Mon-clova a conferenciar con don Venustiano y con don Pablo, para organizar el ataque a la plaza perdida, que se efectuó el 8 de julio, y que narraré a su tiempo.

Y aquella noche, mientras descansábamos de la jornada tremenda, pudimos ver a lo lejos, sobre la sierra de Candela, las luminarias encendidas por los heroicos habitantes de aquel heroico pueblo, que prefirieron refugiarse en la serranía, arros-trando el hambre, la intemperie y la ferocidad de los animales salvajes, antes que soportar las vejaciones de los soldados del traidor.

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