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30LMERCÉ VIANA

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Sin el permiso previo y por escrito de los titularesdel copyrigh, queda rigurosamente prohibida

la reprodución total o parcialde esta obra por cualquier medio o procedimiento,incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Podrán emplearse citas literalessiempre que se mencione su procedencia.

IlustraciónAntonio Perera

Coordina la colecciónEquipo Dylar

DiseñoAlfonso Méndez Publicidad

Maquetacióncopion

Fotomecánicacopion

ImpresiónBrosmac, S.L.

Depósito Legal:

ISBN: 978-84-96485-34-1

© Mercé Viana

© de la edición en castellanoDYLAR ediciones

Tel.: 902 44 44 13e-mail: [email protected]

www.dylar.es

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MER

VIAN

A

Los hadim s ueños

de K

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Mercé Viana

¿Conoces a la autora?

Mercé Viana, Libra y escritora mediterránea, nació en Alfafar. Es licenciada en Ciencias de la educación y en la actualidad compagina la creación literaria con la investigación pedagógica.Le han concedido diferentes premios literarios (Vila Benetússer, La Forest d’Arana, Ciutat d’Alzira, Carmelina, Samaruc...) otros de innovación educativa de la Conselleria de Cultura y ha

obtenido diversas becas literarias de la Diputación de Valencia. Ha dirigido una revista pedagógica valenciana y escribe en las dos lenguas oficiales de su comunidad.Tiene publicadas más de cuarenta obras de literatura infantil y juvenil, entre las que podemos citar Un mago de cuidado, Un brujo que embruja, El sabio Cirilo, El bagul de les disfresses, Una misión para Carlitus Holmes, El amplio mar de Julio Verne, ¿Qué le pasa al abuelo? Els pirates van a Roma,... así como más de cincuenta publicaciones pedagógicas.También sabemos que le gusta la poesía, viajar y contemplar su mar.

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Mercé Viana es de ................................................................Su signo del zodiaco es .................................. y ha dirigido una.............................................Actualmente se dedica a ........................................................Y ha obtenido premios ........................................ de Innovación.............................................y algunas ................................Escribe en ...............................¿Cuál es el otro género literariopor el que Merçe siente afición?.............................................Escribe el nombre de otros cuentos publicados en esta colección:..........................................................................................

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—Papá, ¿de verdad que me vas a llevar al circo?

—¿Otra vez, Khadim? ¿Cómo quieres que te lo diga, hijo? No llevo la cuenta, pero seguro que esta es la que hace 232 veces que me lo has preguntado.

—¡Jo, qué exagerado eres papá!

En el fondo, Khadim no se lo acababa de creer. Después de seis meses viviendo en el nuevo país, era la primera vez que la familia

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se permitía un capricho. Días atrás, mientras comían, la madre le había dicho.

—Cariño, el sábado cumplirás diez años y papá y yo hemos decidido pensado hacerte un regalo. ¿Tienes ilusión por algo en particular?

¡Vaya pregunta!, había pensa-do Khadim, y tanto que tenía ilusión, pero no por una, sino por muchas cosas. A Khadim le gustaría tener un chándal nuevo, un súper estuche de lápices de mil colores, un balón, un juego de la Play, y… esto sí que era un problema, porque ahora no sabía qué escoger.

—Khadim, ¿no dices nada? —volvió a decir la madre.

—No le atosigues, mujer, que se lo está pensando —comentó el padre.

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De pronto, un vozarrón fuerte, potente, atravesó las paredes de la casa.

“¡Señoras y señores! ¡Grandes y pequeños! ¡Gordos y delgados! ¡Altos y bajitos! Si queréis pasar una tarde inolvidable, venid, venid con nosotros. La gran familia del Circo Intergaláctico os ofrece los mejores trapecistas de Italia, los payasos más simpáticos de América y los animales más feroces de África.

¡Venid, venid a nuestro circo! Conoceréis a un mago de verdad, un mago que…”.

—¡Mamá! ¡Papá! ¡Ya sé lo que quiero que me regaléis! —exclamó de pronto el muchacho—. ¡Quiero ir al circo!

Los padres, al ver el brillo de los ojos de la criatura, rieron un poco mientras decían:

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—¡De acuerdo, de acuerdo, cariño! Si lo que quieres es ir al circo, eso será tu regalo.

Aquella misma tarde a Khadim le faltó tiempo para contárselo a sus compañeras y compañeros de clase. ¡Qué ilusionado estaba! Él nunca había asistido a una función de circo, tan solo lo conocía por un libro que le había dejado su profesora Nines, en el que había leído un cuento breve sobre el circo. Los dibujos que contenía le habían despertado su curiosidad y su imaginación, aunque también recordaba algunas de las historias que le había contado su abuela, cuando aún vivía en su país y la luna empezaba a dejarse ver allá en el horizonte… cómo le gustaba escuchar a su abuela cuando le explicaba todo aquello del zoco de la gran ciudad, un mercado al aire

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libre, donde el abuelo compraba los animales y se reía de las cosas que decían los cómicos, y escuchaba los cuentos que los contadores de historias narraban… Un día el abuelo le prometió que cuando fuera mayor le acompañaría al zoco, pero nunca lo llevó, porque una mañana, su madre le comunicó que debían hacer un largo viaje para reunirse con su padre que estaba en otro país, y Khadim aún no se había hecho mayor.

También los otros niños y niñas habían oído aquel vozarrón fuerte, potente y en la clase reinaba un follón de mil diablos.

—Yo también quiero ir al circo, pero mi madre dice que si no me porto como un santo, no iremos, ¿sabéis cómo se portan los santos?

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—preguntaba Miguel, un niño con los cabellos de punta.

—Mi padre dice que ya veremos, que ya veremos, y yo no sé qué es lo que hay que ver que no sea el circo —comentaba Elena, una niña rubia y de cara tan blanca como la nieve.

¿Queréis callar? —exclamó la maestra—. Esta tarde parecéis unas cotorras. Por hoy ya habéis hablado bastante, que nos toca hacer plástica.

—¿Podemos hacer un circo? —preguntó alguien.

—Sí, sí, ¿podemos hacer un circo? —preguntaron un montón de voces.

—¡Imposible! No tenemos el material que necesitamos y… Bueno… se me ocurre que esta tarde

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podríais dibujar el circo que ahora mismo tenéis en vuestra cabeza, el que os estáis imaginando, y mañana os traéis cartulinas, papel de celofán, pegamento y tijeras y lo confeccionáis, ¿de acuerdo?

No hizo falta ni una sola palabra más. Las criaturas cogieron un folio y comenzaron a dibujar el mejor circo del mundo.

Khadim también dibujó, pero su dibujo fue muy diferente al de los demás. El circo, simple copia del que había visto en el cuento, estaba en medio de un zoco, del zoco que tantas veces había imaginado. A la puerta se encontraba un cómico haciendo reír a la gente y casi al lado se veía a algunas personas que, en círculo, escuchaban a un anciano de barbas blanquísimas y larguísimas. Era el cuentacuentos.

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Khadim había llegado a España nueve meses antes, aunque Said, su padre, ya llevaba un año en el país. Llegó, como muchas otras personas, buscando una vida mejor que la que tenía allá en su amada tierra que tuvo que abandonar. Su propósito inicial era pasar de España a Francia, porque sabía hablar y escribir el francés, una lengua que había aprendido en la escuela y que, posteriormente, había perfeccionado en sus estudios de secundaria. A Said le hubiera gustado ir a la universidad para convertirse en ingeniero y ayudar a su gente, pero no pudo ser. Su familia ya había hecho un gran sacrificio para que acabara los estudios del bachillerato y ahora lo necesitaban para trabajar, necesitaban sus brazos, su esfuerzo para sacar a las tierras algún fruto

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que les permitiera una vida sin tantas estrecheces.

Said no disponía del dinero necesario para pasar a Francia y tuvo que quedarse en España. Al principio, tuvo que trabajar aquí y allá para sobrevivir y ahorrar todo el dinero posible para poder continuar su viaje. En poco tiempo, Said aprendió a hablar español y, finalmente, se instaló en un pueblecito que enseguida le ofreció la posibilidad de un trabajo seguro y permanente y, por lo tanto, la posibilidad de quedarse el tiempo que quisiera. Said se lo pensó mucho hasta que decidió abandonar la idea de irse a Francia. Se quedaría en aquel pueblo que tan bien lo había acogido. Vivía con lo mínimo para ahorrar el máximo. Necesitaba el

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dinero para poder traer a Kahina, su esposa, y a Khadim, su querido hijo.

Cuando Kahina recibió el dinero y una carta con las instrucciones a seguir para llegar al pueblecito, lloró. Lloró de alegría y lloró de tristeza. De alegría porque después de tanto tiempo, podrían estar juntos de nuevo los tres y de tristeza porque tendría que abandonar todo aquello que llenaba su mirada, a todos aquellos que formaban parte de su alma, todo lo que, hasta aquel momento, había sido su vida.

Kahina también sabía francés y, desde que intuyó, por las cartas de su marido, que España iba a ser el país que los acogería en un futuro bien próximo, se preocupó de

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ir aprendiendo algunas palabras, algunas frases en español y, con los ojos casi llorosos, jugaba con su hijo a repetir lo que aprendía de un libro que uno de sus antiguos profesores le había dejado.

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A Khadim le gustaba soñar. Desde que la abuela Suad, cuando era pequeño, comenzó a contarle aquellas historias, el niño empezó a soñar despierto y también por la noche, cuando dormía.

—Los bereberes, Khadim, so-mos los verdaderos habitantes de estas tierras —le decía—, nuestra cultura es la mirada de todas las cosas, es la vida del desierto, pero también de la montaña y de la costa donde el mar besa la tierra. No lo

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olvides nunca, mi rey. No lo olvides estés donde estés.

—Pero, abuela —le preguntaba la criatura—, ¿quieres decir que hay personas que no son bereberes?

—¡Claro que existen, mi príncipe! Nuestro pueblo está repartido por tierras africanas, países diferentes, pero continuamos siendo un pueblo y hemos de estar muy orgullosos de serlo —le contestaba la anciana.

—¿Y los que vivimos en la aldea?

—Aquí somos todos bereberes, pero en la ciudad, la mayoría son árabes, descendientes de aquellos que tomaron nuestras tierras…

La abuela Suad, igual que siempre habían hecho las mujeres bereberes, le contaba historias de

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su pueblo. De aquellos que vivían en las montañas, de los que vivían en el desierto y de los que iniciaron las rutas comerciales entre las tierras africanas…

—Eran hombres bereberes los que llevaban a los puertos donde la mar descansa, los productos de las tierras lejanas. Después, otros comerciantes se los llevaban a otros mundos.

Y Khadim imaginaba hileras interminables de camellos cargados de objetos maravillosos, extraños, que poco a poco iban atravesando las montañas, el gran desierto y las aldeas grandes y también las pequeñas, hasta llegar al mar. Y se imaginaba el puerto con centenares de barcos de velas blancas que los esperaban impacientes por cargar los tesoros que sus antepasados transportaban.

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—¡Abuela, abuela! ¿El abuelo también ha sido comerciante de joven? ¿Teníais muchos camellos? ¿Cuántas veces ha atravesado el desierto? ¿Tú también ibas con él?

Suad reía con dulzura, mientras le decía:

—No, mi príncipe, no. Nuestra familia siempre se ha dedicado a cultivar la tierra. Mis padres y también los suyos fueron agricultores en este valle del río que nos la vida, el gran Draa. Él siempre se portó bien con nosotros.

Y Khadim soñaba con su río, un río bondadoso que todos los días les dejaba enormes cazuelas con cuscús, ensalada de colores, berenjenas cocinadas, dátiles…

En el colegio, a pesar de estar yendo varios meses, aún no se

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consideraba uno más del grupo, tal como se sentía en el colegio de su país. Era tímido y aunque Nines, su maestra, no sabía qué hacer con él, el niño continuaba un poco retraído.

Al principio de ir a la escuela, contaba las horas, los minutos que le faltaban para que llegase la noche. Necesitaba acostarse para volver a vivir aquellas historias que su abuela le contaba.

Khadim se esforzó mucho para aprender su nueva lengua y, en poco tiempo, se pudo comunicar sin dificultades con sus compañeros y compañeras.

Antes de empezar a ir a la escuela, Khadim, gracias a lo que aprendió con su madre, ya chapurreaba algunas palabras en castellano. Por eso, el primer día que pisó la clase de la mano de Nines

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dijo, dirigiéndose a los demás:—¡Buenos días!Nines había advertido previa-

mente a la clase de que aquel día llegaría un niño nuevo, un niño que venía de tierras muy lejanas.

—Haced el favor de ser amables con él —les había dicho Nines—. Seguramente no sabrá decir ni pruna en nuestra lengua, así que entre todos se la enseñaremos, ¿de acuerdo?

Posiblemente por eso, se sorprendieron cuando Khadim los saludó. Sin embargo, reaccionaron de inmediato y contestaron con un verdadero bombardeo de preguntas:

—¿Cómo te llamas?—¿De dónde vienes?—¿En qué calle vives?

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—¿Cuántos años tienes?Khadim, asustado, miró a la

maestra y estuvo en un tris de salir corriendo de la clase.

Nines, al darse cuenta de la situación, cortó en seco la batería de preguntas.

—¿Queréis callar? Con tanta pregunta conseguiréis espantarlo. Se llama Khadim y sus padres le han enseñado algunas cosas en nuestra lengua, pero si le preguntáis todos a la vez, no entenderá nada.

Las criaturas, poniendo cara de fastidio, callaron. De todos modos, era tanta la curiosidad que sentían, que no le quitaban el ojo de encima. Khadim sentía aquellas miradas como si fueran flechas clavándose en su cuerpo. ¡Qué mal se sentía! Quería huir, volver de nuevo a su

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casa, una casa medio vacía y bien diferente de la que le había visto crecer hasta entonces.

A Khadim no le había gustado, en principio, aquella escuela. Los niños y las niñas charlaban entre ellos y se reían.

—¡Están riéndose! ¡Están riéndose! —se repetía por dentro la criatura—, están riéndose de mí… No me gustan… no quiero quedarme con ellos…

—Mira, Khadim, te sentarás con Nicolás, él te ayudará en todo lo que necesites —le dijo la maestra, cortándole así el pensamiento. Khadim, sin entender del todo a Nines, se dejó llevar junto a Nicolás. Todo el mundo seguía sus movimientos.

—Khadim viene de Marruecos y su familia es bereber —comentó

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Nines acto seguido. El niño solo entendió dos palabras que lo hicieron mantenerse alerta. Sabía que la maestra, aquella mujer joven y amable estaba hablando de él.

—¡Mi prima ha ido a Marruecos! —exclamó Lucía.

—¡Y mis abuelos han estado en Ceuta! —le siguió Germán.

—¡Jo, tío! ¡Menuda chorrada! —exclamó con sorna el más listo de la clase—. ¿Acaso no sabes que Ceuta es española?

—¿Y qué? —le contestó el otro, —pero seguro que está cerca de Marruecos, que me lo ha dicho mi abuelo, sabihondo.

Toda la clase estalló en una carcajada.

—Seño, seño, ¿qué significa berebere? —preguntó Nuria.

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—Ya hablaremos de eso más adelante. Ahora con que sepáis que se trata de un pueblo, ya tenéis suficiente.

—¿Un pueblo como el nuestro? —insistió la niña.

—¿Un pueblo que se llama Berbería? —añadió Paula, que siempre tenía salidas graciosas.

La maestra comenzó a reír, mientras intentaba explicar:

—No, no se trata de un lugar geográfico. Se trata de personas que tienen las mismas costumbres, la misma cultura y que pese a vivir en lugares diferentes, se consideran un pueblo.

—¡Uf, qué difícil! —exclamó Nuria.

—Yo no acabo de entenderlo —continuó Pedro, el más despistado de la clase.

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—Ni yo —dijo María, otra despistada.

—Ni yo tampoco —añadió otro sin saber realmente de qué hablaban.

—De acuerdo, de acuerdo. Ya hablaremos más adelante del tema. O quizás a Khadim le apetezca explicárnoslo cuando conozca mejor nuestra lengua.

Aquel día fue algo difícil para Khadim, aun cuando el resto de la clase no sabía qué hacer con él. Algunos intentaban enseñarle a decir cosas:

—Mira, Khadim —le decía Lucía, mientras le mostraba una libreta—. Esto es un cuaderno, qu a der no.

—Atiende, Khadim, l i b r o. ¿Ves qué fácil? Ahora tú, liiibro —de-cía Paula.

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Y Khadim con más miedo que nunca dentro del cuerpo iba repitiendo todo lo que le decían.

Al acabar las clases, todo el mundo quería acompañarlo a su casa, algunos por curiosidad, otros por consideración y, aunque Kahina, la madre, le esperaba en la puerta de la escuela, Khadim no pudo librarse de Nicolás, que tomándose seriamente su papel, se consideraba el máximo responsable del nuevo compañero.

—Después de comer yo venir a por tú —le dijo ayudado por la mímica.

—¡Barak allaju fik! ¡Querer decir gracias! —contestó con su primera sonrisa el niño.

Nicolás, con cara de naipe, intentó corresponder, pero solo acertó a decir:

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—Barajalu a tú. Aquella noche, Khadim soñó

que estaba con su abuela encima de una montaña del Atlas. Había llegado volando, igual que los espíritus que los acompañaban siempre:

—Aquí, nadie nos descubrirá —decía el niño mientras le cogía la mano a la abuela. Acto seguido Suad y Khadim entraban en una casa como aquellas que un día le había explicado la abuela. La casa estaba dentro de la montaña y era como las que tienen los bereberes que viven en los cerros del Jebel Nefusa. Estaba excavada en la tierra y las dependencias se situaban alrededor de un gran agujero adornado por una fuente.

Tres meses más tarde, Khadim se entendía perfectamente con el

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resto de compañeros y compañeras de clase. Nicolás estaba convencido de que todo era gracias a él, que siempre le iba señalando todo lo que estaba a su alcance, mientras le decía su nombre, pero la verdad es que un poco de aquí, otros pocos de allá, todo el mundo contribuyó a que el avance fuera tan rápido: Nines en la clase, el padre en casa, los compañeros y compañeras en el patio y naturalmente Nicolás con su perseverancia. De ese modo y poco a poco, Khadim pudo explicar a la clase algunas de las cosas que la abuela le había contado sobre su pueblo. Les habló del Draa, su río, y les comentó que los bereberes también tenían una lengua muy antigua, el tamazight, que le enseñaron sus padres y la abuela, porque en la escuela solo hablaban árabe y que como su gente estaba

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tan dispersa por las tierras del norte de África, también el idioma se había transformado en muchos dialectos, pero que a pesar de todo, ellos se sentían hermanos.

De pronto Lucía le preguntó:—Khadim, Khadim, ¿cómo se

dice hola en tu lengua? —Ahlan —le contestó con una

gran sonrisa. Y de pronto toda la clase

empezó a saludarse:—¡Ahlan, Gonzalo! —¡Ahlan, Germán!—¡Pero qué payasos que sois!

—exclamó la maestra. Los niños, sin hacer caso de

la advertencia de que debían callar continuaron preguntando.

—¿Y adiós, como se dice adiós?

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—¡Beslama! —contestó diverti-do.

—¡Beslama! Beslama! Beslama! —gritaban todos.

Y así fue cómo Khadim les enseñó algunas palabras en su lengua, lo cual, todo hay que decirlo, lo dejó más satisfecho que una mosca en un plato de miel.

De pronto, Juanete, el más curioso de la clase, le preguntó:

—¡Khadim! Khadim! ¿Y por qué en clase aprendéis árabe?

—Porque dice mi abuela, que hace muchos, muchos años nos invadieron unos guerreros que procedían de Arabia y que nos colonizaron.

—¿Colonizaros? —preguntaron algunas voces—. ¿Y eso qué es? Khadim miró a la maestra como pidiéndole ayuda. Nines sonrió y:

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—Significa que mandaban ellos y que impusieron su lengua y su religión. Con esto que aprendáis ahora, ya tenéis suficiente.

—¡Qué bordes! —se dejó oír una voz lo suficientemente bajita para que todo el mundo la escuchara. Una risa colectiva fue la respuesta.

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A Khadim le gustaba mucho escuchar los cuentos que Nines narraba cada viernes por la tarde. Qué diferentes eran de las historias que contaba la abuela, pero le gustaban mucho y también le hacían soñar, aunque resultasen unos sueños muy extraños. A veces se mezclaban los paisajes de las historias de la abuela con las cosas que narraba Nines y soñaba con palmeras que daban caramelos de fresa, con dátiles gigantes que bailaban una jota y con su río Draa lleno de peces

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multicolores que comían piruletas de menta. Una noche soñó con un oasis del desierto. Un oasis tan especial que, además de tener agua, también tenía pozos de chocolate y pozos de limonada.

—¡Qué guay! —exclamaba mientras caminaba a un palmo sobre la arena.

Cuando llegó, un vaso gigantesco bajó al pozo de chocolate y, enseguida reapareció lleno de aquel líquido dulce, espeso y caliente justo en los labios de la criatura.

—¡Huuummm! —exclamó al saborearlo. Al día siguiente, Khadim se lo contó a la madre mientras desayunaba.

—Madre, ¿te imaginas que los oasis tuvieran esos pozos?

La madre le sonrió, pero una

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arruga visitó su frente consiguiendo que se le transformara la expresión de la cara.

—¿Qué te ocurre, madre?—Nada, cariño, ¿qué quieres

que me pase? Date prisa o llegarás tarde a la escuela.

Kahina, en cuanto oyó cerrar la puerta de casa, se dirigió a su dormitorio. Cogió un libro de Marruecos, lo abrió y empezó a mirar y remirar las imágenes. Con los ojos aguados iba recordando los paisajes que veía en papel. ¿Cuánta gente como ellos había tenido que abandonar su tierra? Tamenougalt, Tamenougalt, repetía, recordando la ciudad que la vio nacer.

Kahina formaba parte de una familia de bereberes que se sentían muy orgullosos de este nombre. Le pusieron Kahina en recuerdo de una reina que encabezó una lucha contra

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la invasión árabe, muchos años atrás. Kosayla, su madre, también le contaba historias de su pueblo, historias que debería transmitir a su hijo, para que no se perdiesen, tal y como mandaba la tradición.

—Nosotros no somos árabes, somos bereberes —le decía Kosayla de vez en cuando—, un pueblo grande y ancestral, un pueblo desplazado de su tierra, un pueblo diseminado por otras tierras…

Kahina conoció a Said en el instituto. Eran unos adolescentes todavía pero sus miradas se cruzaron sin poder evitarlo. Los dos tuvieron que abandonar los estudios por motivos económicos, pero no abandonaron los sentimientos que los unían. Se casaron muy jóvenes y Kahina dejó su ciudad para ir a vivir al campo, a casa de Said.

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En las sociedades bereberes, es costumbre que la madre del novio participe en la elección de su futura mujer. Sin embargo, Said rompió con la tradición. De lo que no pudieron escapar fue de la tradicional fiesta de boda donde los espacios festivos estaban separados según fueran hombres o mujeres.

Kahina en sus festejos tuvo que permanecer sentada mucho tiempo mirando cómo otras mujeres danzaban y cantaban canciones tradicionales e incluso escuchó, tal como era costumbre, los poemas que recitó una poetisa en los que denunciaba, como aquel que no dice nada, el dominio de los hombres sobre las mujeres.

Suad, la madre de Said, acogió a su nuera con ternura, que se transformó en la hija que le hubiera gustado tener y Kahina

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lo recibió todo con cariño, con agradecimiento. Cuando nació Khadim, Suad se emocionó y lo alimentó de una ternura especial a lo largo de los años que la criatura vivió en la misma casa, por eso, cuando le contaba historias a la criatura, los padres sonreían y, a veces, incluso era Kahina quien se sentaba a su lado para escucharla con atención. Algunas de las historias ya las conocía por su madre, otras no. Y Kahina recordaba estas y otras cosas con una sonrisa de añoranza.

Kahina sabía cocinar muy bien. Los días de fiesta preparaba platos de su tierra. Cuando hacía cuscús, un plato de sémola cocinada al vapor con un buen estofado de carne y verdura, Said y Khadim saltaban de alegría. Tampoco se quedaba atrás cuando les presentaba tajín, una especie de ragout de cordero o

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de vaca cocido con salsa o aquello que ellos denominaban pastilla, que no era otra cosa que una buena empanada de pollo u otra carne con especias variadas y almendra. Pero la curiosidad de una buena cocinera hace que se interese por las costumbres culinarias de otras culturas, de otros pueblos y Kahina aprendió pronto a hacer cocido, arroz al horno, macarrones e incluso un día se atrevió a hacer una paella, experiencia que tardó en repetir al ver los resultados.

Aquella mañana de viernes, en la escuela no se hablaba de otra cosa que del circo. Solo algunos niños y niñas habían asistido a la función a lo largo de la semana, pero la mayoría esperaban ir el sábado o el domingo.

Khadim y Nicolás aquella tarde fueron a verlo desde fuera.

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—Es chulo, ¿eh? —comentó Khadim.

—Ps, ps… —contestó el ami-go.

—¿Qué quiere decir ps, ps? ¿Que es chulo o que no es chulo? —preguntó Khadim con inocencia.

—Ps, ps quiere decir que ni sí ni tampoco que no. Quiere decir regular —le contestó Nicolás.

—¿Y por qué es regular? —volvió a preguntar el niño. —Mira, mira el uniforme que lleva puesto el hombre de la entrada… mira cómo es de grande la carpa… ahí dentro caben al menos, cuatro o cinco casas como la mía.

—¡Eh, tío, para el carro! Esto no es nada al lado del que yo vi el año pasado en Valencia, tío. Aquello sí que era un circo, tío. Era más grande que toda la escuela y el patio juntos, tío.

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—¡Guay! —exclamó Khadim.—Y, además —añadió Nico-

lás, el uniforme del portero era nuevo de trinca de color rojo con botones dorados y no como este que es azul y está descolorido.

—¡Súper guau! —volvió a exclamar Khadim.

Nicolás lanzó una carcajada mientras decía:

—¡Súper guau! ¡Qué guay, tío! Te has inventado una palabra. Nicolás cogió al amigo por los hom-bros y se fueron alejando de aquel campo abierto mientras lanzaban patadas a las piedras que, sin ningu-na culpa, iban encontrándose por el camino.

Aquella noche de viernes, Khadim volvió a soñar, pero el sueño no fue tan agradable como los de otras noches. Khadim, de la mano de

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su padre y de su madre, caminaba hacia el circo. Andaban y andaban, pero nunca llegaban. Lo veían muy cerca y, cuando parecía que iban a tocarlo, el circo se alejaba sin más. De pronto, los árboles de alrededor y las casas que había por el contorno desaparecieron para transformarse todo aquel lugar en un desierto interminable. No muy lejos, se distinguía un oasis con palmeras verdes, palmeras anaranjadas y palmeras amarillas como el sol. Las palmeras estaban pobladas de centenares de monos de un color fucsia y con unas orejas cónicas como si fueran los gorros de los payasos del circo. Los monos saltaban de una palmera a otra, haciendo triples volteretas y riéndose de una manera escandalosa. El circo también había desaparecido y en su lugar había un grupo de cómicos, como los que,

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según las historias de la abuela, estaban en el zoco haciendo reír a sus compañeros de clase y a otros niños y niñas bereberes. Algunos se giraban y gritaban:

—¡Eh, Khadim, ven, ven con nosotros!

Y Khadim, de repente, se vio solo en medio del desierto, entonces comenzó a correr y corría y corría, pero sus pies parecían hundirse en la arena hasta que de pronto, notó la mano de su abuela Suad que, cogiéndolo muy fuerte se lo llevaba volando, como si fueran dos grandes pájaros, hasta llegar donde estaban los niños y los cómicos que los esperaban entre gritos y risas.

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El sábado, tan esperado para Khadim, lo saludó con un sol esplén-dido. La temperatura era ideal, ni frío ni tampoco calor. El mes de marzo estaba portándose muy bien.

Kahina había hecho pollo con limón, un plato que había aprendido de su madre y esta de la suya.

La función del circo empezaba a las cinco de la tarde, ¡a las cinco de la tarde! Y Khadim estaba muy inquieto…

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—Ya podrían dejar entrar al circo nada más comer, ya —comen-taba el chico mientras iba de aquí para allá como un alma en pena.

—¿Quieres quedarte quieto un rato? ¡Me pones de los nervios! —gritó la madre.

A las cuatro y cuarto salieron los tres de casa hacia el circo.

—¡No, si seguro que somos los primeros! —comentó la madre.

—¡Mejor! —exclamó el niño—, así podremos escoger el asiento.

Sin embargo, cuando llegaron, se encontraron con la sorpresa de que otra familia más inquieta que Khadim se les había adelantado. A pesar de todo, se pudieron sentar en la primera fila.

Diez minutos más tarde el circo

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empezó a llenarse y a las cinco en punto salió el presentador a la pista, un hombre con unos bigotes enormes que vestía pantalones, chaqueta larga y sombrero todo de un color verde chillón. También llevaba un bastón. A Khadim le pareció el hombre más elegante que había visto en la vida.

—¡Señoras y señores, niños y niñas! ¡Bienvenidos todos al Gran Circo Intergaláctico! ¡Un circo donde pasarán una tarde inolvidable con las majorettes Kiti y Tiki!

Al momento, aparecieron en la pista dos chicas con faldas cortas y sombreros altos que, mientras cami-naban como si estuvieran danzando, jugaban con unos bastoncitos que llevaban, dándoles vueltas y más vueltas.

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—¡Señoras y señores, niños y niñas!, con todos ustedes los famosos payasos Sinetti y Noneti! —anunció el presentador acto seguido.

Dos payasos con la cara pintada y dos enormes narices rojas de forma esférica hicieron su aparición tropezando con aquellos zapatones que llevaban puestos y que apenas si les permitían caminar, lo cual despertó la risa del público.

Uno detrás del otro, el hombretón del traje verde chillón fue presentando a todos los artistas.

Los padres de Khadim obser-varon que siempre que salía alguna mujer con las faldas cortas, el niño bajaba la cabeza, se giraba o in-tentaba taparse la cara con disimulo. Kahina y Said se miraron e imagina-ron lo que estaba ocurriendo en la

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cabeza de aquella criatura. Como si se hubieran puesto de acuerdo, los dos pensaron en la conveniencia de hablar con el hijo.

Poco a poco, la sesión del circo fue transcurriendo sin ningún incidente. Los trapecistas hicieron algunos saltos no demasiado grandes, porque el circo resultaba más bien pequeño; el domador, ante un león que parecía tener más años que la tiña, sacudía en el aire un látigo enorme. Dos cabras, en lugar de dos elefantes, levantaron las patas delanteras con gran maestría y cantaron también una melodía de beee beee al ritmo de una guitarra minúscula. Siempre que acababa la actuación de un artista, aparecían en la pista Kiti y Tiki, las dos majorettes que, al compás de la música, daban

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tres vueltas a la pista, siempre con sus pasos rítmicos y haciendo bailar a sus bastoncillos. Khadim estaba entusiasmado. Los ojos le brillaban como dos estrellas.

—¿Es guay, eh? —les dijo a los padres.

Estos no le entendieron, pero por la expresión de su cara, intuyeron que estaba a gusto, que le gustaba lo que veía.

Lo que más impactó a todo el mundo y, especialmente a Khadim, fue el mago. El mago era un hombre entrado en años. Tenía los cabellos largos, de un color indefinido y casi transparente. Llevaba un sombrero y una capa de color azul intenso adornada con centenares de estrellas que resplandecían como si fueran de fiesta. Su mirada transmitía

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una alegría sin límites y su sonrisa inspiraba confianza. En algún momento de su actuación, cuando el mago estaba narrando al público el sueño que tenía todos los viernes del año, sus ojos y los de Khadim se encontraron y una sonrisa de complicidad se reflejó en sus rostros. La narración iba acompañada de efectos especiales que nadie se explicaba cómo los conseguía: que si el ruido de unos truenos, que si un rayo que bajaba de la lona del techo, que si humo de varios colores que salía del sol, que si unas imágenes que parecían andar por el espacio… Tampoco nadie supo cómo consiguió aquel mago sacar de su sombrero una hilera de conejos bailando el cha-cha-chá, cinco palomos que cantaban una canción muy antigua

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y una gallina alborotada que, por cierto, se le escapó y comenzó a correr hacia el público mientras gritaba aquello de:

—¡Quiero ser libre! ¡Ya soy libre!

También se sacó de un bolsillo minúsculo cientos y cientos de pañue-los de colores, consiguiendo, eso sí, que todo el mundo exclamara:

—¡¡¡OOOHHH!!!

Probablemente, lo mejor de toda su actuación fue cuando el mago emitió una palabra súper difícil, algo así como “BRSISACANIKOSIMAYASULA” y, de pronto, todas las estrellas que adornaban su capa se desprendieron del tejido y empezaron a flotar en el aire, mientras formaban un gran

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círculo que giraba y giraba. Poco después, el mago sacó una flauta e inició una melodía dulce, muy dulce. A una señal del anciano, las estrellas deshicieron el círculo que formaban y, saliéndose de la pista, empezaron a danzar por encima de las cabezas de los espectadores. Un poco más tarde, el mago lanzó un silbido y las estrellas volvieron de nuevo a colocarse en la capa. ¿He dicho todas? No, rectifico, porque una de ellas continuaba danzando alrededor de Khadim. El niño, más rojo que una cereza madura, no sabía a dónde mirar, porque todo el mundo reía y reía. De pronto, los ojos de la criatura y los del anciano se volvieron a encontrar. Khadim sintió un calor interno muy intenso y el anciano de cabellos largos le sonrió de una

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manera enigmática. Seguidamente, el mago volvió a lanzar un silbido y la estrella, a ritmo de cha-cha-chá, se volvió a la capa, donde estaban sus compañeras. Los aplausos fueron casi interminables, incluso el presentador estaba sorprendido porque nunca había visto una actuación del mago como aquella. Las manos de la gente no se cansaban de hacer ¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS! a la vez que gritaban entusiasmados:

—¡Soberbio!

—¡Buenísimo!

—¡Más soberbio todavía!

—¡Más buenísimo todavía!

—¡Más, más!

Cuando acabó la represen-tación, la gente, camino de casa, comentaba algunas anécdotas:

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—¿Y cuando el león se ha acostado a dormir, eh?

—¿Y cuando los payasos se han caído dentro de los cubos de agua, eh?

—¿Y cuando la trapecista ha hecho el saltillo mortal, eh?

—¡Mujer… tanto como mor-tal…!

¡Qué lástima!, pensaba Khadim, que su amigo Nicolás fuera al circo al día siguiente. Si hubieran ido juntos, ahora podrían comentar todo lo que había pasado.

Después de cenar, Said le preguntó al hijo:

—Khadim, ¿por qué no te atrevías a mirar a las mujeres que vestían faldas cortas?

—Porque me daba vergüenza,

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padre. La abuela siempre me ha dicho que…

—Khadim —le interrumpió Said—, la abuela es una persona muy sabia y siempre nos ha enseñado cosas de nuestra cultura que es necesario aprender, pero la vida cambia y nosotros también debemos hacerlo. Aquí vivirás experiencias que son impensables en nuestro país. Es otra cultura. Una cultura de la que también hemos de aprender cosas, ¿me entiendes, hijo?

—Creo que sí, padre.

A Said le vinieron a la cabeza algunas imágenes de su vida. El día que comenzó el instituto, su padre le dijo:

—No lo olvides nunca, Said, bereber significa hombre libre.

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Estamos sometidos por los que nos hurtaron nuestras tierras, ya hace muchos años de esto, pero nunca, nunca seremos sus esclavos. ¿Lo entiendes, Said?

Said había aprendido a hablar tres lenguas: el árabe, el francés y la de sus antepasados, aquella que había sido transmitida de padres a hijos durante generaciones y más generaciones.

—Algún día también se aprenderá en la escuela —le había dicho su padre mientras miraba al infinito. En el instituto, Hicham, el profesor de Filosofía le abrió muchas ventanas en su vida. Hicham había vivido muchos años en Francia y sus pensamientos no simpatizaban con los que defendían las autoridades de su país. Y gracias a Hicham y a sus

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libros, Said empezó a ver y a creer en cosas de la vida bien diferentes a las que creían muchos de sus compañeros.

—Debemos ser libres, Said, libres de verdad —le dijo un día el profesor.

—Yo soy un hombre libre, soy un bereber —le contestó Said con orgullo.

—Quizás sí, pero, ¿y tu madre?, ¿y tu hermana?, ¿y la mujer que algún día será tu esposa? ¿Podríamos decir lo mismo? ¿Acaso ellas pueden hacer lo mismo que tú, Said? Todos debemos ser iguales si queremos ser justos.

—Ya, pero la tradición…

—La tradición la vamos haciendo día a día, Said, y debemos

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ir sustituyendo algunas creencias si queremos evolucionar de verdad. ¿Acaso no hablas tú de los derechos de tus hermanos?

—¡Sí, claro!

—Pues habla también de los derechos de tus hermanas.

Aquella conversación no cayó en ningún saco roto y significó el comienzo de pequeños cambios en su personalidad. Cuando conoció a Kahina, Said empezó a compartir sus pensamientos, sus dudas con ella y, a pesar de que al principio ella abría los ojos como platos, poco a poco la joven comenzó a sentir la necesidad de asomarse a las mismas ventanas de su prometido. Quizás por esto Kahina y Said se casaron tan jóvenes.

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La mañana del lunes fue una clase muy divertida. Los niños y las niñas simularon ser artistas de circo e improvisaron varias actuaciones. Todo el mundo reía, todo el mundo aplaudía. Sin embargo, Khadim no se atrevió a representar nada. Simplemente ayudaba a los otros compañeros, especialmente a los que hacían de payasos. Tras las actuaciones, escribieron cómo sería su circo ideal.

Por la tarde, cuando Khadim

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estaba llegando a su casa, escuchó una voz que lo llamaba con insistencia. El niño se giró y, con gran sorpresa, descubrió al mago del circo. Iba sin sombrero, pero traía la capa puesta.

—¡Hoola! —dijo el niño con timidez.

—¿Cómo estás, muchacho? Yo algo cansado, ¿sabes? Hoy hemos tenido que recoger todos los bártulos porque mañana hemos de salir del pueblo en cuanto amanezca. Pasado mañana son las fiestas en otro pueblo y hemos de aprovechar.

—¡Ahhh! —dijo el niño con un gesto de pena.

—He venido a hablar contigo. —¿Conmigo? Si es porque

no miraba a las chicas con faldas cortas, mi padre ya…

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—¡JA, JA, JA! —rió el mago—. No, simplemente vengo a hacerte un regalo.

—¿Un regalo? —preguntó el niño con incredulidad—, ¿un regalo para mí?

—Sí. El sábado fue tu aniversario, ¿no?

—¿Y cómo se ha enterado usted? —le preguntó.

—¡Ay, Khadim, Khadim! Yo sé muchas cosas. Sé que recuerdas a tu abuela y sus historias y sé cómo te gusta soñar… A mí también me gusta soñar,¿sabes? Por eso quiero hacerte un regalo.

El mago, sin abandonar una sonrisa encantadora, cogió una de las estrellas de su capa y le dijo:

—Tómala. Es la estrella que

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no quería dejarte el sábado. Te pertenece. Si por la noche la dejas debajo de tu almohada, podrás tener sueños extraordinarios, pero, ¡ojo! Has de saber que no debes dejarte cautivar por ellos, porque si no te despiertas después de llamarte tu madre hasta tres veces, como mucho, por la mañana, te quedarás durmiendo otro día y otra noche, hasta que tu madre te vuelva a llamar de nuevo hasta las tres veces para despertarte a la misma hora de siempre. ¡Ah!, y si esto te sucediera, lamentablemente, la estrella volvería de nuevo a mi capa, pero tranquilo, tú no perderías la posibilidad de seguir soñando.

El mago le dio la estrella y desapareció sin más.

Khadim, con los ojos desorbi-tados, miraba la estrella sin creerse

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lo que veía. Cerró la mano que la contenía y, sin saber por qué, dio un brinco al tiempo que exclamaba:

—¡Guau y súper guau!

Acto seguido, entró en casa como un torbellino. Kahina que lo vio no pudo evitar una sonrisa de satisfacción.

—¡Eh, muchachito! ¿Se puede saber qué te pasa?

Khadim no le contestó y, veloz como el viento, se metió en su dormitorio. Cogió la estrella que un minuto antes se había puesto en el bolsillo del pantalón y la depositó con gran delicadeza en el cajón de su mesilla de noche.

—No te muevas, ¿eh?

La madre le llamó desde la cocina:

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—¡Khadim, ven a por la merienda!

Khadim no le contó nada del mago, a la madre. Tampoco sabía por qué no se lo contaba, pero no lo hizo. Era como si sintiera la necesidad de guardárselo solo para él, era su secreto. Además, quién sabe lo que hubiera pensado su madre al decirle que el mago del circo le había dado una estrella de su capa… Seguro que se hubiera reído o quizás habría pensado que estaba fantaseando.

—¿Y Nicolás? No lo he oído despedirse de ti… —le preguntó la madre.

—Hoy he venido solo. Él no ha venido a clase. Seguro que está enfermo, porque esta mañana no ha parado de quejarse de la barriga… —contestó el niño.

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—¿Y qué haces que no vas a su casa a visitarlo? Un amigo es un amigo y hemos de estar con él cuando nos necesita —le aconsejó la madre.

—¡Y yo qué sé si me necesita! —respondió el hijo.

—¡Khadim! ¡Qué cosas dices! ¡Ya puedes ir a ver qué le pasa, rápido!

Y Khadim bajó la cabeza con un gesto de fastidio mezclado con algo de sensación de culpa. La verdad era que no tenía ganas de ir, pero no porque no estimara a Nicolás, su mejor amigo. En su interior hervían causas diferentes. Por una parte, la timidez de la criatura era tanta que solo de pensar que tendría que hablar con la madre y la hermana de Nicolás, hacía que

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le desaparecieran las pocas ganas que tenía de pisar aquella casa y, por otra, también era cierto que solo quería ir a su dormitorio, encerrarse y volver a ver aquella estrella que brillaba de una manera exagerada. A pesar de todo, el niño fue a casa de Nicolás y su madre le dijo que tenía una gastroenteritis y que como en aquel momento estaba durmiendo, sería mejor dejarlo descansar.

Aquella noche, cuando Khadim acabó de cenar:

—¿No os importa que me vaya al dormitorio? Es que… es que quiero acostarme enseguida —les dijo a sus padres.

Khadim se dirigió a su dormitorio nervioso y emocionado a la vez. Abrió el cajón de la mesilla de noche y… ¡allí estaba! ¡Brillaba

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tanto…! La cogió con las manos algo temblorosas y la depositó con mucho cuidado debajo de la almohada, tal y como le había dicho el mago del circo, mientras le decía:

—¿Verdad que me conseguirás un sueño bonito?

La estrella, eso fue lo que le pareció a la criatura, centelleó más si cabía, fenómeno que fue interpretado por el niño como una respuesta afirmativa. A continuación, se desnudó, se puso el pijama y… ¡a la cama! Poco a poco, los ojos de Khadim fueron cerrándose. Minutos más tarde:

—¡Eh, eh, despierta! Eh, eh, ¿quieres abrir los ojos? Señor, señor, ¡qué criatura tan perezosa!

El niño abrió los ojos sobresaltado, ¿quién lo despertaba

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cuando apenas si había iniciado el sueño? La madre no podía ser, ella no tenía esa voz tan escandalosa. No veía a nadie y se restregó los ojos. De pronto, una cosa brillante se colocó delante de sus narices.

—¡Ay, por favor, cómo eres de atontado, niño! ¡Señor de todas las estrellas, ya veo que necesitaré mucha paciencia con esta criatura!

El niño se incorporó de un salto y, sentado en la cama, miró debajo de la almohada. ¡No había nada! Con los ojos como dos lunas grandes y redondas y:

—¿Tú eres la estrella del mago?

—¡Naturalmente! ¿Quién pen-sabas que era, un farolillo?

—Pero, ¿la estrella, la estrella? —volvió a preguntar el niño sin acabar de creérselo.

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—¿Es que no lo ves o acaso tienes los ojos al revés? Has de saber que soy Brunela, dulce como la canela, buena como la ciruela y elegante como una damisela. Soy tan pequeña que cabría en un cestillo, pero tan dura como un martillo. Me gusta jugar al parchís, comer pipas sin sal y beber limonada que no lo sea. Y ahora sin más tardar te tendrás que preparar.

El niño la escuchaba como abobado, sin poder reaccionar ante lo que veía y lo que escuchaba.

La estrella, cada vez más impaciente, lo miraba un poco nerviosa hasta que, sin poder aguantarse exclamó con un tono de voz más alto que el habitual:

—¿Pero quieres levantarte de una vez? Date prisa que tenemos mucho trabajo.

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—¿Trabajo? ¿Qué trabajo? Pero si yo no tengo deberes y…

—¡Deberes, deberes! A cual-quier cosa le dices trabajo… ¡Venga, dame la mano!

De pronto, dos de las puntitas de la estrella se fueron alargando hasta que se convirtieron en dos finos brazos con sus respectivas manos. De un zarpazo, la estrella cogió al niño mientras le decía:

—¡Vámonos, que no tenemos mucho tiempo! Cógete bien fuerte, no sea cosa de que te pierda.

La estrella y Khadim atravesa-ron la pared del dormitorio y, en me-dio de la noche, volaron hacia algún lugar desconocido.

—¡Ay, creo que me estoy ma-reando! —comentó el niño.

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—Lo que me faltaba a mí, un niño melindrosillo. Haz el favor de no mirar hacia abajo, hombre. Tú debes mirar siempre hacia delante, ¿com-prendes? ¡Siempre hacia delante!

Poco después, el niño empezó a animarse y le preguntó:

—¿Y se puede saber a dónde me llevas? Voy en pijama y no creo que sea el atuendo más adecuado por ir por ahí, ¿no?

—¡Uy! Pues yo lo encuentro súper elegante con esos perritos corriendo y saltando sobre el fondo azul…

—¡Vale, vale, no te pases! Me lo regaló mi madre la semana pasada y yo no iba a decirle que me parecía demasiado infantil, ¿entiendes? Y ahora dime a dónde vamos, por favor.

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—Ya lo verás y si tanto te preocupa tu vestimenta ahí va:

»Xiribicú, xiribicá.»El pijama cambia ya»por una chilaba azul»o por un chándal amarillo,»brillante, pero sencillo.Y, al instante, el niño se vio

vestido con una chilaba muy parecida a aquellas que llevaban algunas personas mayores de su pueblo.

Poco después se encontraron ante una arcada enorme, monumental. Atravesaron sus puertas de madera labrada y se encontraron frente a un espacio muy ancho. Justo en el medio se encontraba un gran caldero lleno de un líquido espumoso. El caldero estaba sobre una niebla risueña y parlanchina que no cesaba de parlotear.

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—¡Uy, ay! ¡Ji, ji, jii!—¡Tira ya, sasasá!—¡Ay, mi cabeza, eza, eza,

eza!—¡Eh, tú, ve con cuidado ado,

ado, ado!—¡Je, je, je!—¡Jo, jo, jo!La criatura no entendía nada de

lo que veía. Miró a la estrella y:—¡No seas impaciente! Ahora

enseguida, empezará la función. Lo que oyes son las voces de la diversión.

Inmediatamente aparecieron dos cojines, uno era grande y el otro era pequeño.

—Son para nosotros —comentó simplemente la estrella, al tiempo que indicaba al niño que debía sentarse.

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De pronto, comenzaron a salir del enorme recipiente una especie de haces brumosos de diferentes colores, donde aparecían escenas de juegos infantiles en particular o de entretenimiento en general. Dentro de cada haz se entreveían niñas y niños que jugaban:

A la comba: “A la una canta el gallo, a las dos la totovía, a las tres el ruiseñor y a las cuatro ya es de día”.

Al corro: “El patio de mi casa es particular, cuando llueve se moja como los demás…”.

A la rayuela: “Tiro al cinco”.Al fútbol: “Soy el portero…”.Al corro… Al escondite…—Estrella Brunela, yo conozco

algunos de esos juegos. Los juegan en el patio del cole ¿sabes?

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—¡Hummm! ¡Qué me vas a decir a mí, criatura! —le contestó.

—Mira, ¡el del haz violeta no me lo sé! —exclamó de nuevo el niño, señalando donde se jugaba a un juego de filas.

—Pues lo aprendes y punto. ¿A qué crees que hemos venido aquí, eh? —respondió la estrella, mientras se ponía un pendiente en una oreja que de pronto le había salido en otra de sus puntitas.

—¿Puedo jugar con esos niños? —preguntó Khadim—, así aprendería a jugar a todos esos juegos tan extraños para mí.

La estrella se sacó un reloj de otra de sus puntas, lo consultó y le contestó:

—Bien, sí, de acuerdo, pero no te encantes que no tenemos todo el tiempo del mundo.

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Khadim se adentró, con la rapidez de un rayo, en el haz violáceo. Los niños y las niñas le aplaudieron y le señalaron que se pusiera en una de las filas… Todos estaban preparados con las manos en alto.

—¡San… San… San Vicente! —exclamó una niña morena con el cabello rizado. Y la niña morena, seguida de dos chicos y otra chica, pasaron por en medio de las dos hileras de otros niños y niñas, haciendo monadas.

Más tarde, Khadim quiso entrar en otro haz, el verde lagartija, donde los niños y las niñas jugaban al juego del “pañuelo” y quizás fuera porque los niños y niñas estaban divididos en dos equipos que le recordó otro juego, el Sebahà layur, al que tanto había jugado a su país.

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De pronto, Khadim oyó la voz lejana de la madre que le decía:

—¡Cariño, levántate que ya son las ocho! Rápido que llegarás tarde a la escuela.

Khadim dio un brinco y se quedó sentado en la cama. La madre lo miraba con curiosidad.

—¿Qué te pasa, hijo? ¡Pareces inquieto! ¿Es que has tenido un mal sueño?

—¡No, qué va! —contestó el niño.

Cuando la madre desapareció, Khadim levantó la almohada. Sí, allí estaba, brillante, hermosa. Se quedó pensando y…

—¡Claro! ¡Ahora lo comprendo! —exclamó—. ¡Todo ha sido un sueño! Un sueño que me ha regalado

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la estrella. ¡Qué guay! ¡Ahora ya sé jugar a muchos juegos de aquí!

Khadim se levantó de inmediato, guardó la estrella en el cajón de la mesilla de noche, se duchó y se presentó en la cocina a desayunar con una sonrisa de oreja a oreja.

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Aquella mañana, Nicolás tampoco fue al colegio y Khadim se movía en un mar de dudas. No sabía si lo que le estaba pasando debía contárselo a su amigo cuando lo volviese a ver.

—Bueno, ya me lo pensaré —dijo sin darse cuenta en voz alta.

—¿Qué es lo que te has de pensar, Khadim? Los problemas que deberías estar haciendo en este momento? —le preguntó la profesora.

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La clase comenzó a reír y el niño se puso rojo como una granada. Aquel día lo pasó algo nervioso. Aunque echaba a faltar a su amigo, sólo tenía ganas de volver a su casa y contemplar de nuevo su estrella.

A mediodía, lo primero que hizo fue ir a su dormitorio y comprobar si continuaba el regalo del mago donde lo había dejado unas horas antes. Sí, allí estaba, brillante como lo que era. El niño la cogió con cuidado y le dijo:

—Eres una estrella mágica, ¿verdad?

La estrella abrió unos ojos diminutos y:

—¿Acaso ignoras, niño inoportuno, que las estrellas dormimos durante el día?

—¡Ay, no… no lo sabía! Pero, ¿verdad que tú eres mágica? —le volvió a preguntar con insistencia.

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—¡Hum! —fue la respuesta de la estrella, al tiempo que cerraba los ojos.

Justo en aquel momento, se oyó la voz de la madre que le llamaba para ir a comer. Khadim volvió a poner la estrella en el cajón y la tapó con un pañuelo. Mientras comían, la madre le dijo:

—Hoy estás muy silencioso, Khadim. ¿Te ha pasado algo en la escuela?

—¿Qué me va a pasar? Simplemente es que no tengo ganas de hablar.

—No sé, no sé… —le contestó la madre.

Por la tarde, al volver de clase, el niño merendó de prisa. El bocadillo desaparecía como la miel entre las moscas y la madre lo miraba extrañada.

—Se nota que tenías hambre, cariño.

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—Sí, madre —fue la respuesta de Khadim.

—¿Vas a salir a jugar con alguien? —le preguntó.

—No puedo, madre. Tengo muchos deberes que hacer. Me voy al dormitorio.

La madre se le quedó mirando. No era que la sorprendiera eso de irse a estudiar nada más merendar, ya que Khadim era muy responsable. Lo que la desconcertaba era su actitud tan reservada, nunca lo había visto así, exceptuando, eso sí, al principio de llegar de su país. A lo mejor tenía una crisis de añoranza, como le pasó entonces… La mujer, algo preocupada, decidió esperar a ver cómo se encontraba al día siguiente.

—Si continúa así, hablaré con Nines, no sea cosa de que le haya pasado algo y me lo esté ocultando —comentó para sí.

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Mientras tanto, Khadim volvía a abrir el cajón de la mesilla de noche.

—¿Otra vez? —dijo la voz que él ya conocía—. Si no me dejas que descanse, a la noche estaré hecha trizas y no podré trabajar, criatura impetuosa e inconsciente.

Khadim cerró de golpe el ca-joncillo, como si le hubiera entrado la electricidad por el cuerpo y aban-donó el dormitorio.

—Madre, me voy a dar una vuelta por ahí.

—Pero, ¿no decías que tenías mucho trabajo? A ti no hay quien te entienda, criatura.

Y, sin atender a las murmuracio-nes de la madre, Khadim salió a la calle.

Después de dar vueltas como una peonza se dirigió a casa de

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su amigo Nicolás. Necesitaba, al menos, verlo.

Le abrió su madre, mientras la voz de su amigo se oía gritar.

—¿Quién es mamá? ¿Me puedo levantar a ver quién es?

—Anda, pasa —le ofreció Gabriela, la madre de Nicolás—. Ahora le digo que se levante, pues desde que no va al baño, no hay quien lo soporte.

Su amigo lo recibió con alegría, como si hiciera un siglo que no se veían. Le contó las veces que había vomitado y lo mal que se lo había pasado, pero que ya se encontraba de primera y que su madre no lo dejaba ver la tele.

—¿Y qué habéis hecho en clase? Me he librado de las mate, ¡ja, ja! ¡Yo quiero ir mañana, pero mi madre dice que nanay de la China!

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Que el médico ha dicho que he de estar tres días en casa, ¡tres días! No sé por qué. Al fin y al cabo ya no me queda nada que tirar por esta boca.

Nicolás no dejaba de hablar, parecía una cotorra y Khadim lo escuchaba, sin decir nada.

Cuando volvió a su casa, pasaban ya de las siete de la tarde y, entonces sí que tuvo que ponerse a hacer los deberes hasta la hora de la cena.

Cenó en silencio, bajo las miradas curiosas de sus padres.

—¡Qué callado estás esta noche, hijo mío! —dijo el padre.

—Como dicen aquí, ¿se te ha comido la lengua un gato? —dijo la madre en tono de broma.

El niño les sonrió y tan solo dijo:

—De verdad que no me pasa nada. Además no sé por qué os

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metéis conmigo. Hay veces que vosotros estáis callados y yo no os digo nada, ¿verdad?

—¡Humm, con qué genio nos ha salido este chico! —volvió a bromear la madre.

De repente, Khadim les preguntó:

—¿La magia existe?Los padres se miraron extraña-

dos por la pregunta, pero el padre contestó de inmediato.

—¡Claro que existe! ¿Por qué lo preguntas, hijo?

—Por nada, por saberlo. Me voy a la cama.

—¿Ya? ¡Pero si es temprano! Anda quédate un ratito con tu padre, que apenas te ve el pelo —le pidió la madre.

—Tengo sueño. ¿No querréis que mañana vaya zombi, no?

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Y ante la mirada atónita de los padres, el niño recogió la mesa mientras tarareaba una canción y, cuando terminó, se despidió con un “hasta mañana”.

En el dormitorio no paraba de dar vueltas. Él sabía que era temprano, pero tenía tantas ganas de vivir otro sueño… No sabía si ponerse a leer un ratito el cuento que le había dejado Nines y luego coger su estrella o coger su estrella y leer en la cama.

Se decidió por la primera opción, pero diez minutos más tarde, ya no podía más. No se enteraba de nada de lo que leía y su mente estaba en el cajón de su mesita. Miró el reloj que tenía sobre un mueble y comprobó que aún eran las nueve y media.

—¡Jo! —exclamó con fastidio.

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Pensó en salir a ver un rato la tele, pero sabía que si lo hacía, sus padres le iban a acribillar a preguntas y él no podía contarles que tenía una estrella durmiendo en su mesita de noche.

—¡Bueno, me acostaré! —decidió.

Khadim decidió no ponerse el pijama aquella noche. Llevaba un chándal.

—Así ya estoy listo, cuando la bella durmiente me lleve con ella —dijo con sarcasmo.

Entonces oyó una voz que manifestando gran indignación exclamó:

—Conque bella durmiente, ¿eh? ¡Vaya con el niñito! ¡Y parecía una mosquita muerta! ¡Pues te vas a enterar, chaval!

—¡Vaya! ¡Ya la he pifiado!

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—¡Y muy pifiado, niño descara-do y mal hablado! Ahora sí que me vuelvo a dormir hasta que me venga en gana. ¡Si tan avispado eres, ya soñarás por tu cuenta!

Khadim se dirigió a la mesilla de noche, abrió el cajón y descubrió que a la estrella le había salido un entrecejo de lo más feo y una boca arrugada, arrugadísima. Parecía estar muy enfadada.

La miró y volvió a cerrar el cajón de inmediato.

—¡Jo, tú! ¡Qué genio! Con esa cara no hay quien la mire…

—¡Y encima insultando! —se volvió a oír.

El niño se quitó el chándal con desgana, para ponerse el pijama y optó por no tocar a la estrella.

—Tal como están las cosas, será lo mejor.

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—¡Desde luego! —dijo con firmeza la voz.

Aquella noche, Khadim tan solo soñó con los problemas de matemáticas.

A lo largo del día siguiente, el muchacho no se atrevió a abrir el cajón de la mesilla de noche, por si las moscas.

La noche llegó y, después de cenar Khadim se quedó un ratito con sus padres. Si por un lado no quería que sospecharan nada extraño en su comportamiento, por otro, sentía cierta prevención por el estado de su estrella. Sin embargo, antes de decir las buenas noches:

—Papá ¿tú crees que las estrellas pueden hablar?

—¿Se puede saber a qué viene una pregunta tan extraña? —le interpeló la madre—. Lo que dices carece de sentido, criatura…

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—Bueno, bueno… quizás Khadim se refiera a lo que las estrellas nos sugieren, ¿no, hijo?

—¡Bah! Era una tontería… Buenas noches —dijo el niño.

Y, cuando se alejaba, aún escuchó a su madre murmurar:

—No, si ya te lo he dicho… desde el lunes, está cada vez más raro…

Después de ponerse el pijama, Khadim abrió el cajón de su mesilla y contempló su estrella. Apenas si brillaba y eso le preocupó. Aun así, prefirió no hacer ningún comentario, por si metía la pata de nuevo. La cogió con la delicadeza de la primera noche y se la puso debajo de la almohada. Luego se metió en la cama y se acurrucó mientras cerraba los ojos.

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Poco tiempo después:—¡Eh, coleguilla, despierta!

Venga, muchacho, abre los ojos de una vez. ¡Ay, señor de todas las estrellas! Este niño, además de tener la lengua muy larga, veo que tiene el oído muy corto.

—¡Guau, eres tú!—¿Quién te creías que era,

Superman o qué? —dijo la estrella mientras se rascaba una de sus puntas, ahora muy relucientes.

—No, qué va, pero como antes no brillabas, tenía miedo de que…

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—Miedo, miedo, miedo. Anda no pierdas más tiempo y arréglate rápidamente que nos vamos.

—Entonces, ¿ya no estás enfadada? —le preguntó Khadim con un hilo de voz.

—¡Enfadada, enfadada! Eso a ti no te importa. Venga, ¿a qué esperas? Por cierto, a donde vamos no puedes ir con pijama. ¡Ponte tu mejor pantalón y tu mejor suéter!

Khadim se levantó y a la velocidad de un rayo se cambió de ropa, se arregló el pelo con las manos y dijo:

—Ya estoy. ¿Me puedes decir a dónde me llevas esta noche?

—¡Uf, por favor, qué pesadito eres! Bien, vale, de acuerdo, te lo diré para que no me des más la lata. Nos vamos a visitar a la “señora de las ciudades”.

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—¿Y quién es esa? —volvió a preguntar el muchacho.

—Es Carmeína, una dama muy especial.

Apenas había terminado de pronunciar la última palabra, Khadim se vio como flotando en el espacio junto a Brunela y muy cerca de alguien que no conocía.

—¿Es…? —preguntó en un susurro.

—¡Pues claro que es! —contestó la estrella, mientras se rascaba una oreja que le salió de pronto.

Carmeína, la señora de las ciudades, se encontraba frente a ellos sentada sobre una pequeña nube. Sus cabellos eran largos y castaños, como sus lindos ojos de avellana. En una de sus manos llevaba un pincel, ahora grande, ahora pequeño, ahora delgado y fino como una

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aguja, ahora gordo y mullido como un peluche. Con la otra mano hacía aparecer y desaparecer los tarros de cristal llenos de pintura.

Pintaba sobre el espacio, un espacio grande, inmenso, infinito. De sus trazos iban saliendo una casa tras otra. Algunas parecían estar unidas por unas líneas que acababan por transformarse en calles, en avenidas. Otras se superponían, transformándose en gigantescos edificios que casi llegaban a tocar las estrellas. También se podían ver pequeñas casitas solas, melancólicas…

Carmeína vestía una túnica corta, parecida a las chilabas que conocía Khadim, y que dejaba ver unos tejanos súper modernos.

—Bueno, chaval, ¿te vas a decidir a decirle algo o piensas quedarte con esa cara de lelo toda

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la noche? —preguntó la estrella dirigiéndose al niño.

—Yo… es que…De pronto, Khadim se vio

empujado con una fuerza, que más bien parecía el azote de un huracán, hasta donde se encontraba Carmeína y:

—¡Hoola, señora! —dijo el muchacho con un hilo de voz.

Carmeína, que parecía absorta con lo que estaba pintando, se volvió hacia Khadim y le sonrió, mientras le hablaba:

—¡Hola, Khadim! ¿Vienes a visitarme?

—Yo, sí, claro… pero, ¿cómo sabes mi nombre?

—¡Ja, ja, ja! —rió Carmeína, tu nombre lo sabemos todos, pero eso no tiene importancia. ¿Te gustan mis pinturas?

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—¡Oh, sí! Esa ciudad es más bonita que mi nuevo pueblo.

—¿Acaso no te gusta el pueblo donde vives? —le volvió a preguntar aquella pintora tan especial.

—Sí, claro que me gusta, pero… —le contesto Khadim en tono triste.

—Pero te gustaba más tu aldea, ¿verdad?

—Sí, un poquito, pero mis padres dicen que poco a poco nos iremos acostumbrando, ¿sabes?

—Sí, lo sé —afirmó Carmeína.Khadim se quedó mirando la

pintura y quedó como atrapado en aquello que veía. Sobre el fondo azul del espacio, casitas multicolor aparecían aquí y allá. Algunas tenían pequeños jardines con plantas que crecían solo cuando las mirabas. De sus ventanas salían melodías que

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invitaban a sonreír, a cerrar los ojos y sonreír, pero Khadim no quería perderse ni un solo detalle y resistió la tentación.

—¡Jo, qué chula! ¡Hasta me gusta más que mi aldea!

—¡Ja, ja, ja! —volvió a reír Carmeína—, eres un muchacho muy gracioso.

—¡Ya! ¡Ya! —se oyó decir a la estrella.

—No le hagas caso, Khadim, que Brunela es un poco tiquis miquis. Como veo que te gusta lo que hago, te mostraré algunas de las ciudades que he pintado.

La señora dejó sus pinceles y los tarros de pintura y, después de hacer un juego de manos, como si fuera una malabarista, empezaron a surgir cuadros y más cuadros en el espacio.

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—¡OOOHHH! —exclamó el niño.

Cientos de pequeñas ciudades llenaban hasta donde la mirada alcanzaba y, cuando Khadim fijaba su atención en alguna de ellas, podía distinguir sin la menor dificultad que la ciudad cobraba vida. Las personas, minúsculas, entraban y salían de aquellas casas de la noche. Los vehículos aparecían y desaparecían de las calles, de las avenidas y los niños jugaban tras unas pelotas risueñas que parecían evaporarse al instante.

—¡Ahí va! ¿Y quiénes son esos que van por ahí? —preguntó Khadim.

—Son los ciudadanos de la noche, los que aman a las estrellas, a la luna…

—¡Qué bien, igual que mi pueblo! Mi abuela me contaba que

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los bereberes son amantes del cielo, de las estrellas, de la luna.

De pronto, Khadim descubrió una escalera que salía de una de las viviendas, la más alta de todas.

—¿Para qué es esa escalera? —le preguntó.

—Para subir a la luna —contestó la señora de las ciudades.

—¿A la luna? ¿Se puede subir a la luna?

—Solo si la amas y como sé que tú eres otro ser de la noche, te haré una ciudad para ti. Con ella podrás imaginar lo que tú desees.

De repente Carmeína cogió sus pinceles, su pintura e hizo una pequeña ciudad en la que sus casas, esparcidas aquí y allá, estaban unidas por unas escaleras muy singulares. Pintó una pequeña luna, allá arriba, y otra escalerilla que,

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partiendo de una de aquellas casitas, llegaba hasta el pequeño astro.

—¡Entra! —le ordenó la seño-ra.

—¿Yo? Pero…—Entra y sube hasta la luna.

Ella te espera.El niño, como atraído por un

imán, entró sin saber cómo en la ciudad y de pronto se vio subiendo escaleras y yendo de una casa a otra, hasta llegar a la que tenía la escalera que le llevaría hasta la luna. Subió peldaño a peldaño, sin atreverse a mirar hacia abajo, hasta que se vio cara a cara con una luna en cuarto menguante, que lo recibía con una amplia sonrisa.

—¡Hola, Khadim! —le saludó.—¡Caray, aquí todo el mundo

sabe mi nombre! —exclamó el chico.

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La luna, después de una carcajada, le dijo que ella conocía a todas las personas que la miraban.

—¿Entonces conocerás a mi abuela Suad?

—¡Claro que la conozco! De vez en cuando, cuando el sueño no la visita, nos entretenemos hablando largamente.

—¿Y yo le podría mandar alguno de mis pensamientos?

—Naturalmente. Piensa en un mensaje que desees que yo le transmita y lo haré.

—¡Ya está! —le dice el chico.La luna lo recogió y después

de leerlo sonrió: “Te quiero y me acuerdo mucho de ti”.

Después de una larga conversación con el pequeño astro, nuestro amigo volvió a bajar por las escaleras hasta que salió de la

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ciudad para reunirse, de nuevo, con Carmeína.

—¡Guau, qué pasada! —exclamó—. Cuánto me gustaría que hicieses una ciudad como esas para los de mi aldea.

—¡Hum! No sé, no sé —contestó la señora—. Mis ciudades son para gente muy especial. Son ciudades para las personas de la noche, de aquellos que son capaces de sentirse pequeños para entrar en ellas.

—¡Pero yo soy mayor y he sido capaz de entrar! —le respondió Khadim.

—Eso no tiene nada que ver. A ti te gusta soñar y por lo tanto puedes reducir o agrandar tu tamaño cuanto quieras.

—¿Es por eso? —preguntó el chico—. Pues yo sé que mi abuela

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también sueña, porque mi padre siempre dice que yo lo he heredado de ella.

—Entonces no debes preocu-parte —le advirtió la señora de las ciudades—. Tu abuela y todos los que son como ella poseen su propia ciudad particular con una escalera para poder subir a la luna.

—¡Ahora lo comprendo! —exclamó Khadim—. Por eso la luna me ha dicho que hablaba con ella.

De pronto, el muchacho escuchó una voz cálida y muy conocida por él que le llamaba:

—¡Khadim, hijo, levántate que ya son las ocho!

—Señora de las ciudades, he de irme, he de encontrar a mi estrella para volver a mi casa.

—¡Khadim! ¿Qué dices, criatura? ¡Esta sí que es buena!

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Ahora resulta que hablas dormido —volvió a decir la madre.

Justo en ese momento, el chico abrió los ojos, mientras escuchaba que una voz lejana le decía:

—Ve en paz que tú ya tienes tu ciudad…

Kahina le miraba extrañada y, al ver que su hijo no decía nada, le preguntó:

—¿Con quién estabas soñan-do?

—No sé —le contestó el muchacho—, ya se me ha olvidado.

Cuando su madre salió del dormitorio, Khadim pensó que no le debía haber mentido. Lo había hecho instintivamente, quizás por temor a no ser comprendido. A continuación levantó la almohada y cogió la estrella. La besó y le dijo:

—¡Qué guay, Brunela!

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A Khadim le pareció que la estrella abría los ojos y le hacía un guiño, pero tan solo duró un instante, o quizás menos que un instante.

Abrió el cajón de la mesilla de noche para dejarla y…, ¿qué era aquello? ¡Era una pintura! Una pintura que representaba la ciudad en la que había estado unos segundos antes. Depositó la estrella, cogió la pintura y la apretó contra su pecho mientras recordaba las últimas palabras de Carmeína: “Ve en paz que tú ya tienes tu ciudad…”

Aquella misma mañana, en el colegio, Nines mandó a los alumnos que escribieran una historia. La que escribió Khadim llevaba por título “Las ciudades de la Gran Señora”.

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—Oye, ¿a ti te gusta soñar? —preguntó Khadim a Nicolás.

—¡Ps! Solo cuando en el sueño gano a fútbol.

—¡Ah!—¿Por qué me lo preguntas?

—le dijo Nicolás.—No, por nada —contestó

Khadim.Khadim y Nicolás se

encontraban en el patio del colegio almorzando.

—¿Y tú crees que las estrellas

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tienen magia? —volvió a preguntar Khadim.

Su amigo lo miró mientras comía su bocadillo de atún a dos carrillos y le dijo frunciendo ligeramente el ceño:

—Oye, tío, ¿se puede saber qué te pasa? ¿A qué vienen esas preguntas tan raras?

—A mí no me pasa nada. Será porque últimamente estoy soñando mucho y…

—¡Bah, no hagas caso! Cuando le digo a mi madre que he soñado que he sacado un diez en mates, siempre me dice que los sueños, sueños son. ¡Eh, mira, Paco lleva su balón! ¡Vamos, tío, a chutar un rato!

Los dos amigos acudieron donde Paco y comenzaron a jugar a colar el balón en una portería

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imaginaria. Lucía, Paula y Lola se les acercaron y pidieron jugar con ellos.

Aquella tarde, al salir del colegio, Khadim estuvo a punto de contárselo todo a Nicolás, pero después del tanteo de la mañana decidió moderarse en sus confidencias, contándole tan solo la parte de los sueños.

—¡Fue genial! ¿Te imaginas poder subir a la luna?

—Tampoco es para tanto, tío, que mi padre dice que los americanos fueron a la luna cuando él era joven.

—Ya, pero esos eran astronau-tas. Yo me refiero poder subir por una escalera.

—¡Tú estás pirao, tío, ¡menuda escalera tendría que fabricarse!

—Pero imagínate que la luna

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estuviera muy cerca de ti —insistió Khadim.

—Bueno, tío, tú sigue soñando con tus lunas y a mí me dejas con mis sueños de fútbol, que me lo paso mejor —le contestó, medio riéndose, su amigo.

Khadim se dio cuenta de que Nicolás jamás le entendería, que quizás no era un ciudadano de la noche, como decía la señora, aunque de vez en cuando soñara que sacaba un diez en mates o que era el mejor jugador de fútbol. Entonces recordó a su abuela y la echó de menos. Seguro que ella sí que lo entendería muy bien. Y Khadim decidió escribirle una carta contándoselo todo.

—¡Eh, tío! —le interrumpió sus pensamientos Nicolás—, ¿no te habrás enfadado por lo que he dicho, verdad?

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—¡Qué va! —le contestó—, pero te voy a pedir un favor.

—Mientras no sea soñar con las lunas —le comentó Nicolás con guasa.

—No te rías y escúchame —le dijo Khadim con seriedad—. Prométeme que si alguna vez no me despierto por la mañana, le dirás a mi madre que vuelva a llamar al día siguiente y a la misma hora de siempre.

—¡Jo, tío, qué raro estás! —Promételo, por favor —le

insistió Khadim.—¡Vale, vale! ¡Te lo prometo!Khadim era feliz con sus sueños,

con su estrella, con sus aventuras vividas cada noche. En algunos de ellos se mezclaban vivencias de su aldea y de su pueblo actual, en otros actuaba casi como espectador,

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pero gracias a ellos pudo aprender muchas de las costumbres de su nuevo país. De ese modo, entre lo que descubría día a día y lo que su estrella le mostraba, se sentía cada vez menos extraño y un poco más como los otros.

Un día, en un trabajo de redacción libre que mandó Nines, Khadim escribió lo siguiente:

Me llamo Khadim, estoy en España porque a mi padre le salió un trabajo aquí y nos trajo con él. Mi padre dice que aquí yo tendré un futuro mejor que en mi país.

España es diferente a Marruecos, cuando llegué no me gustaba, no me gustaba estar entre españoles. Yo era muy tímido y me daba vergüenza hablar, ahora estoy contento y me gusta todo, especialmente los juegos,

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los ordenadores y las estrellas mágicas.

Aunque ya no me siento un extraño, me sigo acordando de mi pueblo, el pueblo bereber y sigo extrañando a mis abuelos y a los amigos que dejé allí, pero mi padre, cuando me oye decir eso, siempre dice que de aquí no nos vamos.

Afortunadamente, estoy en un colegio donde se preocupan mucho de mí, especialmente mi amigo Nicolás y mi maestra Nines, bueno y los otros compañeros y compañeras también.

A lo mejor, estas vacaciones podemos volver a mi aldea a ver a los abuelos.

Aquella redacción le removió un poco el interior de su alma y, cuando llego la hora de acostarse:

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—A ver estrellita cómo te portas esta noche —le dijo a Brunela, mientras la sacaba de su escondite.

—¡Hum! —contestó con el ceño fruncido—. ¿Acaso tienes alguna queja de los lugares que has visitado, niño atontado?

—¡Jolines, cómo eres! Todo te lo tomas a mal… —volvió a decir el chico.

—Ni mal, ni bien ni tampoco requetebién, simplemente es que dices las cosas sin pensar y de eso no hay que abusar, pues afectuosamente te digo que te quisiera más ocurrente.

—Oye, tú, no te pases.Brunela, que disfrutaba

haciendo rabiar a Khadim, lanzó una delicada carcajada y le dijo:

—Te aseguro que esta noche la recordarás siempre y, ahora déjame donde siempre.

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Aquella noche, a Khadim le costó más que nunca dormirse. De pronto escucho la voz esperada:

—¡Eh, eh, despierta! Eh, eh, ¿quieres abrir los ojos? Señor, señor, aunque le tenga cariño, he de decir ¡qué criatura tan perezosa es este niño!

—¡Ay, perdona. Enseguida me levanto! ¿Ves?, ya estoy listo.

—¡Listo! ¡Listo! ¡Listo! No pretenderás venir de nuevo con ese pijama azul, cabeza de abedul.

—¿Me pongo el chándal?—Chándal, chándal, chándal.

No y tampoco, que ahora mismito parecerás otro.

Y la estrella empezó a recitar:—Xiribicú, xiribicá.»El pijama cambia ya»por una chilaba verde

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»que a su aldea le recuerde.Y ¡cataplof! El muchacho se

vio con una chilaba verde, como las que alguna vez había llevado en su aldea, especialmente, cuando se celebraba alguna fiesta.

Brunela alargó una de sus puntitas hasta que se transformó en un brazo fuerte con una mano delicada. Agarró a Khadim de una de las suyas y, en un santiamén se vieron atravesando los espacios de la noche.

—¿Te has dado cuenta de que ya no me mareo? —comentó el chico.

—¡Ya iba siendo hora, ya, que menuda murga me has dado las otras noches!

La estrella, en su vuelo con Khadim, resplandecía tanto que parecía proyectar un haz de gran luz

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blanquecina iluminando kilómetros y más kilómetros.

De pronto, a lo lejos, al chico le pareció reconocer algo muy familiar en sus recuerdos.

—¡Brunela! ¡Brunela! Mira, mira, es mi río, es el río Draa, ¿verdad que es mi río Draa?

—¡Pues claro que es tu río, chaval! ¡No va a ser un arrozal!

—¿Es que vamos a mi aldea? ¿Voy a poder ver a mi abuela?

—Calma, calma que a tu aldea ya vendrás con tus padres. Sin embargo, esta noche te voy a llevar a un lugar que te va a gustar un montón, y una sorpresa tendrás que siempre recordarás.

A lo lejos, Khadim comenzó a ver a gente y más gente que se iba concentrando en una enorme explanada. La estrella fue

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descendiendo con él y, cuando lo dejó muy cerca de aquel lugar de reunión, le dijo:

—No te preocupes, amigo. Tus pasos te guiarán sabiamente. Ahora he de dejarte.

—Pero…—intentó objetar Kha-dim con cierto temor.

—El sol saldrá pronto y yo no puedo permanecer contigo. No sufras que no vas a estar solo y, cuando sea el momento, vendré a recogerte.

Y, antes de que Khadim pudiera decir otra palabra, la estrella desapareció.

Casi al mismo tiempo de su desaparición, se dejaron ver las primeras luces del alba y, poco a poco, los rayos de un sol sonriente iluminaron los caminos que conducían a la gran explanada.

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Khadim caminaba rodeado de más gente. Unos iban montados sobre camellos, otros en caballos y los que más, iban como el muchacho. Khadim, a pesar de estar solo, no estaba asustado porque se encontraba con los suyos, él los había reconocido como bereberes.

De pronto, oyó una voz que lo llamaba y al reconocerla, sus piernas comenzaron a flaquear. Un nudo enorme, gigantesco, se apoderó de su pequeño estómago y su mirada buscó con desesperación.

—Khadim, mi niño, estoy aquí —volvió a oír.

Y muy cerca, como salida de la multitud, el muchacho descubrió a su abuela Suad.

—¡Abuela! ¡Abuela! —excla-mó el chico con una alegría desbor-dante.

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Se fundieron en un largo y tierno abrazo y, cuando al fin pudieron separarse, Khadim tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Seca esos ojos, mi príncipe, que hoy es día de alegría. Vamos a vivir juntos la fiesta de Tan Tan, la gran fiesta berébere.

Suad y su nieto, cogidos de la mano, siguieron caminando.

Khadim había asistido a pequeñas fiestas con su familia, una de ellas fue en un oasis, habían ido todos, los abuelos, sus padres y él en peregrinación. Lo llamaban moussem, vocablo que significa temporada. Allí todo el mundo hablaba el tamazight, la lengua que hablaba con su abuela.

En las fiestas bereberes, la música es el elemento más importante, especialmente en las

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fiestas de la montaña, porque a través de sus melodías, van expresando la necesidad de estar juntos y al día siguiente de estas fiestas no resulta extraño oír a los hombres y a la mujeres entonar a solas, para sí y mientras trabajan, las mismas melodías que aprendieron en la fiesta.

La fiesta de Tan Tan es una de las fiestas beréberes más importantes. Suad se lo había dicho muchas veces a su nieto y él se acordaba perfectamente, se acordaba de que su abuela le había dicho que un día irían juntos. Se celebraba en el poblado bereber de Imilchil, situado entre las cimas del Alto Atlas, cerca de unos lagos. A este festival acuden desde tiempos ancestrales miles de bereberes, procedentes de diferentes lugares y Suad le contaba que allí los chicos y las chicas aprovechaban

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para conocerse y que incluso llegaban a formarse muchas parejas que acabarían en matrimonio en el futuro.

Cuando Khadim y su abuela llegaron, el chico se quedó embelesado con todo lo que vio:

—¡Mira, abuela, allí están haciendo teatro!

—Sí, mi príncipe. Están escenificando nuestras costumbres y tradiciones.

—¡Qué súper guay! —Mi príncipe, ¿qué significa

eso? —le preguntó la abuela sonriendo.

—Es una palabra mía, abuela. Quiero decir que es muy, muy bonitísimo.

Y Suad comenzó a reírse.—¡Mira, abuela, allí están

bailando!

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—¿Quieres aprender a bailar con ellos, mi príncipe?

—Sí, abuela, sí.Y Khadim comenzó a imitar

entre chilabas de todos los colores imaginables, las danzas que mayores y pequeños bailaban alegremente.

Más tarde, escucharon a los recitadores de poesía y, cuando se cansaron, marcharon a cantar con otros grupos hermosas canciones tradicionales.

Khadim era feliz, muy feliz. No quería que aquello acabase nunca. Cuando descubrió a grupos de hombres y mujeres sentados escuchando lo que un anciano decía, le preguntó a Suad:

—¡Abuela! ¿Qué pasa allí?—Están contando historias.

¿Recuerdas que una vez te dije que en los zocos había personas que contaban historias?

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—¡Claro que me acuerdo!—Pues aquí pasa lo mismo. La

gente va aprendiendo lo que ocurrió a nuestros antepasados, las fantasías que otros han inventado…

—¡Yo las quiero aprender, abuela!

Khadim y su abuela se unieron al grupo y escucharon las historias. Un anciano de aspecto venerable contó una historia sobre un antiguo héroe que siendo pastor llegó a convertirse en rey, también explicó cómo se originaron las cosas que existen en el mundo y hasta les narró historias sobre espíritus buenos y otros que no lo eran. Para terminar, pues el anciano se encontraba cansado, les contó varios relatos humorísticos que hicieron reír a pequeños y a grandes y en el momento que más embelesado se encontraba Khadim

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escuchando uno de estos relatos, le pareció oír la voz de su madre que le decía:

—¡Cariño, levántate que ya son las ocho! Rápido que llegarás tarde a la escuela.

El muchacho, sin pensar bien lo que decía, contestó:

—Un poquito más, mamá, un poquito más…

Brunela hizo su aparición en el hombro de Khadim y le dijo al oído:

—Muchacho, es hora de irse. —Espera un poquito, porfa

—le pidió.—No puedo, muchacho,

las cosas son como son y yo no puedo quedarme más tiempo del establecido.

Sin embargo, el niño, tan embelesado estaba con la historia

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que solo tenía oídos para aquel joven narrador.

También Suad le dijo que debía hacer caso a la estrella, que se volverían a ver muy pronto, que no podía quedarse más tiempo. Pero el chico, como un autómata respondía siempre lo mismo:

—Un poquito más porfa, un poquito más.

La voz de Kahina, cada vez más lejana, seguía insistiendo:

—¡Cariño, déjate de poquitos y levántate enseguida. ¡Vaya perezoso que estás hecho esta mañana! ¡Khadim! ¡No te lo vuelvo a repetir! ¡Haz el favor de levantarte inmediatamente!

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—¡Khadim, hijo, contesta! ¡Di algo, cariño! ¡Por favor, abre los ojos, dime alguna cosa!

Kahina, cada vez más nerviosa, no dejaba de llamar a su hijo. El chico, con una sonrisa en los labios, ya no respondía ni a uno solo de sus ruegos. Lo cogió de los brazos y, sin dejar de pronunciar su nombre, comenzó a zarandearlo sin que obtuviera respuesta alguna por parte de su hijo. Kahina acercó su cara a la nariz de su hijo y comprobó con

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gran alivio que respiraba, le tocó la frente y:

—No, no tiene fiebre, su temperatura debe de ser la normal.

Desesperada y con los ojos llenos de lágrimas, levantó a Khadim medio cuerpo de la cama, mientras gritaba su nombre:

—¡Khadim! ¡Khadim! ¿Quieres despertar de una vez? No me asustes, hijo mío, abre los ojos, mi ángel y dime que todo es una broma, que no te pasa nada… ¡Khadim! ¡Khadim!

El mutismo del muchacho era total y, cuando su madre dejó de sujetarlo de los brazos, su cuerpo cayó sobre la cama como un peso pesado.

La madre comenzó a dar vueltas por la habitación, volvía a la cama y comenzaba de nuevo a repetir lo de comprobar su respiración. Pensó en

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llamar a su marido, pero decidió no asustarlo sin necesidad.

—Primero llamaré al doctor.Marcó el teléfono del ambula-

torio y, después de escuchar la ex-plicación del estado de su hijo entre sollozos, le dijeron que se serenara que el doctor no tardaría en llegar a su casa.

Cuando llegó don José Antonio, así lo llamaban en el pueblo, encontró a Kahina en un estado de nerviosismo tan grande que tuvo que dedicar los primeros minutos de su visita a calmarla. Pasó al dormitorio del chico y al ver la sonrisa que reinaba en su rostro, pensó que la madre estaba exagerando. Lo llamó, lo sacudió y, al no obtener respuesta, comenzó a alarmarse. Sacó su fonendoscopio y comenzó a aplicárselo al corazón, a los pulmones…

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—No lo comprendo. Su cora-zón late con normalidad, aunque he de reconocer que quizás un poco más lento de lo que cabría esperar, los bronquios, los pulmones, todo lo que he podido auscultar sigue su rit-mo normal, sin embargo…

—¿Sin embargo, qué, doctor? ¿Qué le pasa a mi hijo? ¿Por qué no se despierta?

—No lo sé, Kahina, pero tú debes tranquilizarte —contestó el doctor.

Don José Antonio abrió su maletín y sacó una jeringa.

—Vamos a comprobar si responde a los pinchazos —dijo como para sí.

Con la fina aguja le pinchó en varias partes del cuerpo, pero Khadim ni se inmutó, solo cuando recibió un pinchazo en su mano

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derecha reaccionó con una pequeña mueca de fastidio.

—Kahina —le dijo—, explí-came qué enfermedades ha tenido Khadim antes de venir aquí y si se ha dado algún caso como este o pare-cido en vuestra familia.

Kahina le contó al doctor que aparte de las enfermedades normales de un niño, nunca había estado enfermo y que en su familia y en la de su marido, que ella supiera, nunca se había quedado nadie inconsciente.

—Creo que yo no puedo hacer nada. Tu hijo parece haber entrado en una especie de coma y tendremos que llevarlo al hospital comarcal. Allí hay doctores que sabrán qué hacer.

Un sollozo de dolor y de miedo llenó aquella habitación.

Kahina llamó a su marido y

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le dijo que dejara el trabajo que el niño estaba muy enfermo, que se lo llevaban al hospital.

Said volvió a su casa antes de que la ambulancia del ayuntamiento, avisada por el doctor, se presentara en el domicilio.

Sacaron al niño en una camilla, ante la mirada curiosa y preocupada de los vecinos y la ambulancia se dirigió, todo lo deprisa que pudo al hospital comarcal que por suerte tan solo se encontraba a tres kilómetros del pueblo.

Cuando llegó la ambulancia, un grupo de médicos y enfermeras les estaban esperando. Desde el ambulatorio les habían avisado de la gravedad del caso. Le llevaron a una habitación individual y comenzaron a reconocerle. Ante la falta de resultados claros, decidieron hacerle

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una resonancia magnética, pero nada, tampoco esta prueba arrojó un poco de luz que esclareciera aquel misterio.

Después de un montón de pruebas más, los médicos se encontraban como al principio. Aquel era un caso de lo más extraño. El muchacho no presentaba ningún síntoma de enfermedad alguna, sin embargo su respiración era casi imperceptible. Uno de los médicos consideró necesario hablar con los padres y exponerles lo que iban a hacer.

—Lo sentimos, pero no podemos aclararles mucho. Su hijo ha entrado en un coma del que desconocemos el origen. El resultado de las pruebas que le hemos hecho es normal. Le hemos puesto un gotero.

—¿Entonces? —preguntó Kahi-na con un hilo de voz.

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—Solo nos queda esperar y ver cómo evoluciona. Pueden quedarse con él.

Un sollozo de dolor rompió el silencio de la sala.

Pasó el día y a este le sucedió la noche sin que la situación cambiase un ápice. Kahina convenció a Said para que volviese al trabajo. Necesitaban el dinero y, además, tampoco era necesario quedarse los dos con el chico.

La noticia de que Khadim se encontraba en el hospital se extendió como la pólvora en el pequeño pueblo. En la escuela no se hablaba de otra cosa y sus compañeros y compañeras se mostraban preocupados.

—Dicen que está como dormido…

—Y que apenas si respira…

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De pronto, Nicolás recordó las palabras que dos días antes le había dicho su amigo: “Prométeme que si alguna vez no me despierto por la mañana, le dirás a mi madre que me vuelva a llamar al día siguiente, a la misma hora de siempre”. Nicolás no le había dado importancia alguna y en aquel momento pensó que se trataba de una rareza de Khadim, pero ahora sin saber por qué, consideró que igual su amigo ya se encontraba mal y no quería decírselo a sus padres. Sin embargo, se preguntaba, ¿qué tenía que ver el encontrarse mal con que le llamaran a la misma hora del día siguiente? No entendía nada, pero supo de inmediato que debía ir al hospital y contárselo todo a su madre.

Nicolás se levantó de su silla y le dijo a Nines:

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—Nines, yo sé cómo se puede curar Khadim. He de ir al hospital para hablar con su madre.

—¡Anda, Nicolás, siéntate y no digas tonterías que nuestro Khadim tiene a su lado a los mejores médicos!

El primer pensamiento de Nicolás fue el de escaparse del colegio, pero no quiso complicar más las cosas y decidió esperar a que terminasen las clases, al fin y al cabo solo faltaba una hora para salir.

A las cinco en punto, Nicolás salió como una bala de la escuela, se dirigió a su casa, cogió su bicicleta y con un “enseguida vuelvo” se marchó al hospital.

Cuando, después de preguntar en recepción, encontró la habitación donde se encontraba su amigo, entró jadeando y:

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—Nicolás, hijo, ¿qué haces aquí? ¿Saben tus padres que has venido? —preguntó Kahina.

Nicolás le contó la conversación que había mantenido dos días antes con Khadim y:

—Yo no entiendo nada, señora, pero si él dijo que usted le debía llamar a la misma hora de siempre, sería por algo, ¿no?

—¡Pero ahora ya ha pasado un día! —exclamó la madre—. Quizás ya sea demasiado tarde…

—Lo siento de verdad, pero no me he acordado hasta hace un rato.

—Tú no tienes la culpa de nada. No sufras.

—¿Por qué no lo intenta mañana? —le propuso Nicolás.

—Sí, mañana a las ocho lo llamaré como siempre —dijo la

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madre sin entender aquella locura, pero sin atreverse a dejar de hacer lo que le decía el amigo de su hijo—. Al fin y al cabo, no pierdo nada con intentarlo…

Nicolás, después de estar unos minutos con su amigo, se despidió de la madre y se volvió al pueblo.

Kahina no le contó nada a nadie, ni a su marido ni tampoco a los médicos. Temía que la tomaran por loca y esperó con impaciencia a que llegasen las ocho de la mañana siguiente.

Pasó la noche y la luz del nuevo día llenó la habitación de Khadim. A la hora prevista, Kahina se acercó al oído de su hijo y, con la voz más dulce del mundo, le llamó:

—¡Cariño, levántate que ya son las ocho! Rápido que llegarás tarde a la escuela.

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Entonces oyó:—Ya voy mamá, ya voy.Kahina se llevó las manos

al rostro y sus ojos se llenaron de lágrimas. No. No estaba soñando, su hijo le había contestado.

El muchacho abrió lentamente los ojos y le preguntó a su madre:

—¿Qué te ocurre, mamá? ¿Por qué estás llorando? Ahora mismo me levanto para ir al cole, no te preocupes.

Kahina lo abrazó con ternura y seguidamente llamó al médico y a la enfermera. Sus gritos se oyeron enseguida y casi de inmediato aparecieron el médico y la enfermera temiéndose lo peor. Cuando vieron al chico hablando con toda normalidad se alegraron tanto como se extrañaron.

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—¿Cómo ha sucedido? —preguntó el doctor a la madre.

—No lo sé, doctor, yo tan solo me he acercado y le he llamado… —contestó sin decirlo todo.

—¡Me alegro de que todo se haya quedado en un susto! En fin… como podemos comprobar, a la medicina todavía le queda mucho que aprender. Afortunadamente, no es el primer caso en que alguien sale del coma sin más. ¡Enhorabuena, chaval! Nos has tenido muy preocupados.

Rápidamente le quitaron los goteros y, poco después, la ambulancia les llevó al pueblo en medio de la alegría de todos los vecinos.

Durante el corto trayecto del hospital a casa, Kahina tuvo tiempo de preguntarle a su hijo:

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—Khadim, rey mío, ¿no tienes que contarme alguna cosa respecto a lo que ha pasado? ¿Por qué te tenía que llamar a las ocho? ¿Qué significado tiene eso?

El muchacho la miró y sonriendo le contestó:

—No te preocupes, madre, quizás lo dije por una historia que sabía.

—Hoy te quedarás en casa descansando —le dijeron sus padres—. Si mañana te encontraras en condiciones, ya hablaremos de reincorporarte al colegio.

—Como digáis —contestó el muchacho—. Ahora me gustaría ir a mi dormitorio, ¿puedo?

—¡Pero qué cosas dices, criatura, claro que puedes ir donde quieras! —contestó la madre.

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El muchacho entró en su dormitorio y lo primero que hizo fue dirigirse a su mesilla de noche. Abrió el cajón con un ligero temblor de manos y se encontró con lo que se temía: Brunela había desaparecido. En su lugar había un pequeño papel doblado. Lo desdobló y descubrió con gran decepción que estaba en blanco, pero casi inmediatamente, aparecieron unas letras brillantes, centelleantes que decían:

Mi siempre amigo Khadim:Ya ves, te atrapó tu sueño, cosa

comprensible por otra parte, pero tal como te advirtió el mago, ahora he de volver a su capa. Sin embargo, no debes entristecerte por eso. Tú eres un magnífico soñador y no te hago falta, más bien podría ser un inconveniente,

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pues estando yo contigo, puede volver a pasar lo que te ha ocurrido y, en fin, que todo este asunto podría levantar sospechas, ¿entiendes Khadim?

De todos modos, no te abandono del todo. De vez en cuando, también yo apareceré en tus sueños y recordaremos viejos tiempos, ¿de acuerdo?

Y recuerda esto que te voy a decir, amigo: No dejes nunca de soñar.

Tu siempre amiga Brunela.

Khadim mantuvo fija la mirada en aquella nota hasta que las letras centelleantes fueron desapareciendo poco a poco.

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ÍNDICE

1. Capítulo 1 7

2. Capítulo 2 19

3. Capítulo 3 37

4. Capítulo 4 49

5. Capítulo 5 65

6. Capítulo 6 87

7. Capítulo 7 101

8. Capítulo 8 117

9. Capítulo 9 139

158

159

TÍTULOS DE LA COLECCIÓN

1. El guardián de senderos Concha López Narváez/Carmelo Salmerón

2. La casa de las cuatro chimeneas Juana Aurora Mayoral

3. Cuando sea mayor Alfredo Gómez Cerdá

4. Elecciones en Zoolandia Antonio Manuel Fabregat

5. Un mago de cuidado Mercé Viana

6. Viaje al país de los cocólitos Josep Antoni Fluixà

7. Pepo y el delfín rosa Isabel Córdoba

8. Chilam y los señores del mar Carlos Villanes Cairo

9. Poli y la bruja majadera Blanca García Valdecasas

10. Animal de compañía Montserrat del Amo

11. El extraño Señor de las nubes Carlos Murciano

12. El memoriápodo Ana María Romero Yebra

13. Andres y Andrés Concha López-Narváez

14. Jo, ¡qué fantasma! Fernando Almena

15. La peseta de Birlibirloque Lucía Baquedano

16. El enigma de la ciudad del metro Juan Miguel Sánchez-Vigil

17. El sabio Cirilo Mercé Viana

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18. El canto de las alondras Juana Aurora Mayoral

19. La masía encantada Lola Herrero

20. Anadia, la ciudad sumergida Josep Franco

21. Un brujo que embruja Mercé Viana

22. La montaña del Cielo Lola Herrero

23. El País de Arroz con Pasas Josep Ballester

24. Vuelve el memoriápodo Ana María Romero Yebra

25. Un reloj muy especial Josep Antoni Fluixà

26. Un viaje fantástico Juana Aurora Mayoral

27. Una caja llena de dientes Teresa Broseta

28. El maestro Ciruela Fernando Almena

29. Secretos de ida y vuelta Enric Lluch

30. Los sueños de Khadim Mercé Viana

31. El vampirillo sin dientes Mercé Viana

32. La isla del sol Josep Franco

33. Las vacaciones en Natal de una familia fantasmal

Enric Lluch34. El lápiz mágico del abuelo Juan

Juane Gumbau35. Paula ñam, ñam

Mercé Viana

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¿Quién no ha tenido un sueño

y ha deseado con toda su

alma que durase mucho

más...?

Eso fue lo que le ocurrio a

Khadim, un niño que le

enantaba soñar. Tuvo un sueño

que le gustó tanto, que casi se

quedó atrapado en el.

Khadim conoció a un mago

(en un circo también le

gustaban los sueños). Una

tarde le regaló una de las

estrellas de su capa que tenía

el poder de conseguir los

sueños más maravillosos del

mundo, tanto, que... pero ¿por

qué no lo lees tú mismo?

ISB

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4-96

485-

34-1