Kung, Hans - Respuestas a Proposito Del Debate Infalible
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INTERROGANTES DE FE
respuestas a propósito del debate sobre Infalible. una pregunta
EDICIONES PAULINAS
INTERROGANTES DE FE
HANS KÜNC respuestas a pro pósito del debate sobre infalible, una pregunta
EDICIONES PAULINAS
Prólogo La respuesta a M. Lóhrer se publicó en alemán en Diakonia / Ver Seelsorger I (1971) - La respuesta a K. Lehmann se publí- . . • — có en alemán en Publik 5 (1971) - La respuesta a K. Rahner * se publicó en alemán en Stimmen der Zeit 187 (1971) 43-64; y A F R A H O R A 105-122. - Traducción de FEKJUÍKO / MANCEBO - Con las debidas 1 **• J- ,- , v i* licencias - Depósito legal: BI-804-1971 - © 1971 by Hans Küng
Tipografía P.S.S.P. Zalla (Vizcaya). '
Tampoco los teólogos han nacido mártires. ¿Por qué, pues, escribir un libro cuyo autor sabe que le va a deparar más contrariedades que satisfacciones?
Hace un siglo, los católicos herejes aconsejaban al papa que renunciase espontáneamente al poder temporal de la Iglesia. Esto les mereció en Roma y otras partes la acusación de atentar contra la Iglesia y el papado junto con la amenaza de excomunión. En siglos anteriores, se los habría condenado incluso a la hoguera. Pero hoy, se alaba a aquellos hombres como a sagaces pioneros, y se elogia la pérdida del poder temporal eclesiástico como la mayor liberación de la Iglesia y del papado.
Hace un siglo, la solemne definición de la infalibilidad por el concilio Vaticano I hubiera debido facilitar al papa la conservación de los Estados de la Iglesia. Sin embargo, aquella definición no logró impedir
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ni la toma violenta de dichos Estados, ni los indiscutiblemente graves errores del magisterio pontificio en el siglo pasado: desde la condena de la libertad religiosa y de la exé-gesis e interpretación histórico-crítica de los dogmas, hasta el silencio ante la aniquilación de los judíos, y las encíclicas «Humani ge-neris» y «Humanae vitae». El único dogma solemnemente definido desde 1870, es decir, el dogma de la Asunción corporal de María al cielo, ni ha podido contar con la adhesión de los demás cristianos, ni ha logrado que desaparezcan ciertas dudas muy extendidas en el seno mismo de la Iglesia católica.
El concilio Vaticano I no pudo considerar el problema de la infalibilidad de la Iglesia como podemos considerarlo hoy nosotros. Es presumible que no se intente hacer fuego sobre una pieza que no se tiene a la vista. La teología romana de entonces estaba ciega frente al verdadero problema. De igual modo que el profesorado romano identificó sin más, durante mucho tiempo, la verdad de fe de la creación del mundo con los seis días de la Biblia, y juzgaba al mismo tiempo creíble y razonable cualquier interpretación, así también identificó la infalibilidad de la Iglesia con la infalibilidad de determinadas proposiciones, teorías y dogmas. Hoy, en cambio, la teología católica debe reconocer que tal identificación no es exacta ni desde el punto de vista del Nuevo Testamento, ni habida cuenta de la totalidad de la antigua tradición cristiana de los primeros si
glos. Hay sin duda proposiciones de fe verdaderas y obligatorias (el credo, las definiciones dogmáticas); pero que haya proposiciones infaliblemente garantizadas, es menester probarlo. La promesa bíblica se refiere a la conservación de la Iglesia en la verdad del Evangelio, no sin errores, sino a pesar de y a través de cualesquiera errores. Dicho de otro momo: habrá siempre una comunidad de fieles cristianos que prestarán oídos al mensaje evangélico, lo vivirán y divulgarán. En esto consiste la infalibilidad básica, o mejor, la indefectibilidad (indestructibilidad, permanencia) de la Iglesia en la verdad. En esto podrían estar de acuerdo las distintas confesiones cristianas.
Y, ¿no podría ser también una postura católica? Desde 1962, y por tanto antes de que comenzara el Concilio, me he venido refiriendo a este problema sin duda incómodo, pero de suma trascendencia para la Iglesia universal. Un problema ignorado por parte de la Iglesia católica oficial, incluido el Vaticano II, aunque gran parte de los católicos, en lo más hondo de sí mismos, no estén convencidos en absoluto de la infalibilidad de las declaraciones pontificias y episcopales, como ponen de manifiesto el diálogo privado y los sondeos públicos de opinión.
Una vez publicado este libro sin rebozos que lleva por título Unfehlbar? {¿Infalible?, año 1970), no cabe seguir ignorando la «pre-
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gunta». Y, de hecho, no parece ignorarse ya, afortunadamente. Pero, mientras algunos obispos reconocen el problema y, o bien guardan prudente silencio, o dejan la cuestión para que sea discutida por los teólogos, otros obispos piensan, bajo presiones curiales, prohibir ese libro con el fin de silenciar la pregunta, ya sea mediante declaraciones ingenuas que evitan razonar, ya falseando los conceptos del autor. Así se cree, desde los tiempos de Galileo, poder acabar con las preguntas de los autores modernos. Es ingenuidad —por decirlo suavemente— limitarse a repetir sin nuevas razones determinados conceptos eclesiales cuando (y en este punto se apela a los dos concilios Vaticanos), como si aquel libro polémico no hubiera sido escrito. ¿Cabría contentarse aquí con recitar el estribillo: «El partido tiene siempre la razón», o bien, «Esta es nuestra fe católica»? Y sería, por otro lado, falsear las afirmaciones del autor, el decir que ese libro intenta quitar valor a las fórmulas dogmáticas, destruir toda certeza e imposibilitar en definitiva la misma fe, y establecer una Iglesia carente de jerarquía y autoridad magisterial. Quien haya recorrido ese libro de principio a fin, habrá podido percatarse de que la verdad es muy otra.
¿Cuál es, pues, la razón de que se escribie
ra un libro tan incómodo? Sencillamente,
ese libro se escribió porque ya era hora de
hacerlo. Nada en él está dirigido contra la
persona del papa, cuyas buenas intenciones siempre he mirado con respeto. Pero ya es hora:
1. De emprender una seria desmitologi-zación y desideologización de la autoridad docente eclesiástica, que libere a la Iglesia católica de ciertas presunciones, violencias e infidelidades antiguas y modernas de la teología y la administración romanas;
2. De sacar las oportunas consecuencias de los principios formulados por el Vaticano I I , que, bajo la inspiración de Juan X X I I I , renunció conscientemente a formular definiciones infalibles, y que, en contra del dogmatismo tradicional, ha exigido y en parte practicado una orientación más constructiva del kerigma cristiano en nuestros días;
3. De iniciar con toda lealtad una protesta abierta contra la orientación de la política eclesiástica en la etapa posconciliar, que en muchos puntos (regulación de nacimientos, matrimonios mixtos, celibato, elección de obispos, Iglesia holandesa, credo) redunda en perjuicio de los hombres y de la Iglesia misma;
4. De intentar una solución a las dificultades fundamentales que desde hace 450 años se oponen a la reunificación ecuménica de las Iglesias;
5. De reflexionar nuevamente sobre la
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condición histórica de la verdad en la Iglesia; de posibilitar una fundamentación mejor de la fe cristiana; de llevar a cabo una adecuada renovación de la doctrina católica, y de hacer viable en todas las cosas la manifestación renovada del mismo Cristo a través de un sistema eclesial que, hasta ahora, muchas veces ha estado en contradición con su mensaje.
¿No merece todo esto la pena del compromiso y el riesgo calculado? Mi libro intenta construir. Sin duda resultará medicina amarga para algunos —que me lo echen en cara sin pasión—; pero tal vez sea provechoso a la Iglesia.
Y, para terminar, dos palabras sobre este pequeño volumen: por desgracia, mi amigo Karl Rahner no sólo no ha querido discusión alguna antes de la divulgación de su artículo, sino que incluso ha rechazado la proposición que le hice de que mi respuesta se publicara junto con las críticas de Lohrer, Lehmann y la suya propia. Yo no quisiera atribuirlo a miedo a la verdad o, por lo menos, a la discusión. En todo caso, Rahner me ha forzado a elegir este camino de publicar separadamente mi respuesta.
Tubinga, Pascua de 1971
HANS KUNG
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SOBRE LA RECENSIÓN DE
MAGNUS LOHRER A
«INFALIBLE. UNA PREGUNTA»
Cuando el mismo autor toma postura inmediata sobre determinada recensión, y no se limita a echar mano de una respuesta ya prevista ante las esperadas críticas, es debido a que tal recensión se lo merece. Y, efectivamente, la actitud crítica de Magnus Lóhrer 1
merece una palabra de agradecimiento. Por seis razones:
1. Lohrer alude en la primera parte de su gran reseña bibliográfica —de una exactitud, comprensión y fuerza sintética desusadas— al contenido del libro en sus puntos fundamentales. Esto no es corriente tratándose de un libro ciertamente objetivo pero también incómodo, y que pone en tela de juicio buen número de tabús. El «Osservatore Romano» ha publicado ya dos largos artículos polémicos contra el libro, sin ni siquiera haber dado a conocer a sus lectores el menor resumen
1 MAGNUS LOHRER, Bermerkungen zu Hans
Küng "Unfehtbar? Eine Anfrage", en SKZ 38 (1970) pp. 544-548.
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informativo del conjunto. Por eso es de agradecer qUe un crítico residente en Roma haya dado una visión sintética e inequívoca del libro.
2. Además de esto, Lohrer ha reconocido claramente, como prueban las tres advertencias preliminares a su segunda parte, la intención fundamental del autor, que es prestar un servicio pastoral a la Iglesia, sin duda muy crítico, pero abierto a cualquier discusión. El autor se siente comprendido. Y tampoco esto es habitual. El mismo año (1957) de su acceso al doctorado en teología, fue llamado al orden por el Santo Oficio, que le instruyó el correspondiente proceso inquisitorial. Si bien libros como «Justificación», «Concilio y reunificación», «La Iglesia», y «Veracidad» encontraron una aceptación universal, pronto serían considerados por muchos como insólitos, y levantarían un diluvio de denuncias y difamaciones en Roma y en otras partes. La experiencia enseña que, por su servicio crítico a la Iglesia, el teólogo apenas debe esperar muestra alguna de gratitud. Si el autor no se ha dejado quebrantar en su amor a la teología y en su lealtad a la Iglesia, se debe no poco a colegas como Mag-nus Lohrer, que reconociendo su propósito constructivo, acogieron de forma positiva sus aspiraciones, y las alentaron críticamente.
3. Lohrer no sólo ha establecido con exactitud los puntos en litigio, sino que también admite el derecho a plantearse un interrogan
te respecto al magisterio infalible. No pertenece a aquellos que, cuando una respuesta se les hace incómoda, niegan la existencia misma del problema. Tampoco se halla entre quienes eluden las cuestiones básicas, para censurar cosas secundarias. Lohrer renuncia expresamente a soslayar el problema de fondo fijándose en detalles histórico-eclesiásti-cos, y sostiene además la opinión de que tales discusiones no cambian esencialmente la imagen. Por último, tampoco se encuentra el su yo entre esos —convengamos en ello— «escritos polémicos» de teología que echan mano de un lenguaje acerado, y reconoce que la crítica al magisterio eclesiástico es ciertamente dura, pero no injusta. Me parece importante esta afirmación de Lohrer: «Küng plantea con su pregunta una cuestión muy urgente, que sin duda no puede resolverse guardando un respetuoso silencio. Su respuesta puede y debe ser criticada y completada en sus detalles; pero en ningún caso es lícito rechazarla globalmente».
4. Lohrer acepta en principio —con todos sus problemas y objeciones de detalle— la solución propuesta. Está de acuerdo en que la problemática fundamental de la infalibilidad de la Iglesia no fue captada claramente por los padres del concilio Vaticano I. Y propone acertadamente como cuestión decisiva la de qué tipo de infalibilidad será necesario suponer en la promesa divina hecha a la Iglesia: «Cuando nos referimos a la promesa del Señor, ¿será realmente necesario
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exigirle más que la indefectibilidad y perpetuidad de la Iglesia postulada por Küng, y que no excluye absolutamente la posibilidad de error en los casos concretos? Afirmar esto podría ser grave, tanto más cuanto que el mismo Küng admite una distinción entre el pueblo de Dios viejotestamentario y la Iglesia del Nuevo Testamento, sobre la que Rahner ha reflexionado. Tampoco desde la plenitud de la fe puede aducirse un argumento convincente, si no se parte de una visión inte-lectualista y recortada de aquélla (considerando la fe como aceptación de determinadas proposiciones)».
5. Lohrer admite la real conveniencia de un posible consensus ecuménico sobre este punto. No pertenece a esos teólogos que, incluso tras el Vaticano II, censuran difamatoriamente como «política eclesial» la que debería ser actitud ecuménica de principio entre todos los teólogos católicos, a saber, la búsqueda en definitiva de un acuerdo sobre las diferencias que separan a las Iglesias: «Es justo decir que el concepto de infalibilidad esbozado por Küng está muy próximo al de la teología protestante, hasta el extremo de mostrar notable convergencia en un punto decisivo. Pero esta circunstancia, a menos que vaya acompañada de ulteriores razones, no es suficiente para rechazar la teoría de Küng. Precisamente por ello, la teología católica deberá más bien meditar seriamente la respuesta de Küng, para no cerrar en este punto decisivo unas puertas que,
por fidelidad al Evangelio, no debieran cerrarse».
6. Lohrer hace numerosas preguntas críticas y positivas; sus «sí, pero» sirven de cliché a varias. En ciertos puntos quizá deba mantenerse firme el autor en sus propias opiniones: por ejemplo, en que para juzgar la encíclica Humanae vitae sea de gran importancia la cuestión de la infalibilidad del magisterio ordinario; o en que un primado ministerial no pueda ser fundamentalmente primado de jurisdicción. En otros puntos, podría existir acuerdo desde ahora: por ejemplo, tocante a la necesidad de interpretar positivamente las formulaciones equivocadas y acaso también erróneas del magisterio; o tocante ai sentido de la verdad bíblica total. Otras cosas habrá sencillamente que discutirlas: entre las preguntas de Lohrer me parecen especialmente importantes las que se refieren a la esencia del error, al juicio sobre el desarrollo espiritual de la jerarquía, y a la función docente de las autoridades eclesiales. Pero, como siempre, de todas esas preguntas pudo aprender algo el autor, y puede aprender más todavía. Esto es lo mejor que cabe decir de una recensión.
En este sentido, vaya una vez más mi cordial agradecimiento al autor de la recensión, unido al siguiente deseo: ¿No sería viable el que también esa recensión apareciera en el «Os-servatore Romano»?
HANS KUNG
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PROPOSICIONES INFALIBLES:
¿QUIEN TIENE LA PRUEBA
DEFINITIVA?
Karl Lehmann se ha tomado la molestia de recensionar mi libro «Unfehlbar? Eine An-frage».1 Considerando en conjunto lo que dice realmente de este «libro polémico», y añadiéndole las apreciaciones que deja entrever, cabe concluir que se ha esforzado por comprenderlo tal como verdaderamente es. En particular, debo estarle agradecido por haber expuesto con exactitud y concisión el auténtico «nervio teológico» del libro; por haber reconocido justa y grave la crítica que hace a lo que muchos piensan; por haber manifestado cierta simpatía a la intención verdadera y constructiva del autor. Esto se sabe apreciar sobre todo cuando, viéndose uno difamado, denunciado y acusado con frecuencia, oye a un teólogo que ya en su juventud mereció la atención de los obispos, pronunciarse abiertamente contra «las medidas secretas y la represión autoritaria», y señalar co-
1 Recensión aparecida en "Publik" del 11 de septiembre de 1970.
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mo «único camino» para la superación de ese problema el «diálogo teológico» y la «discusión cercana y amistosa».
¿En vías de colisión?
Ante todo, una palabra sobre el estilo y lenguaje del libro que, a pesar de su admiración, ha desagradado especialmente a Lehmann. Parece alarmarle el que, por fin, se llame a las cosas por su nombre también dentro de la Iglesia.
Aparte de que el autor no pretendió escribir un tratado sistemático ni un tratado académico neoescolástico, donde no hubieran tenido cabida naturalmente ciertas cosas, ¿qué puede alegarse en rigor contra palabras como ignorancia, miedo fustigador, ultras romanos, gran inquisidor, timidez, ideología, reacción, etc., que se usan tanto en el lenguaje corriente como en el lenguaje científico de la historia de la Iglesia? ¿Radican la «agresividad» y el desabrimiento propiamente en el uso de los términos o en las cosas por ellos significadas?
Y ¿qué decir del vago reproche de utilizar «frases hechas, ismos y episodios conscientemente provocativos», a la vista de las afirmaciones documentales, tanto respecto al Vaticano I como al «episodio» altamente significativo en torno al obispo Strossmayer, que Lehmann se limita sencillamente a igno
rar? ¿Se sigue tropezando con un tabú —inamovible para el repertorio literario de la teología científica— cuando los cuatro dogmas vaticanos que, a diferencia de los dogmas anteriores, fueron definidos sin necesidad apremiante, no se atribuyen lisa y llanamente al Espíritu Santo sino que, sobre la base de investigaciones científicas sobrias y razonadas, se explican a partir de motivos de política eclesial y teológica, motivos tal vez de carácter pietista propagandístico? ¿No sería más positivo, al menos a cien años vista del Vaticano I, entablar por fin el diálogo, en vez de lamentarse «un tanto perplejo ante los restos de un esperado diálogo hecho ya pedazos»? El diálogo, precisamente acerca del Vaticano I y de la infalibilidad, se inició por mi parte —ya que nadie prestó oídos a voces anteriores— desde 1962, con la obra «Estructuras de la Iglesia» que, al igual que otro libro aparecido cinco años más tarde bajo el título «La Iglesia», tuvo como respuesta un proceso inquisitorial (¿qué otra expresión menos «agresiva» podría elegir aquí?) por parte de mis «interlocutores» romanos.
En el concilio Vaticano II se soslayaron a sabiendas los problemas fundamentales a este respecto (especialmente en la constitución del «magisterio» a la cuestión exegético-histórica de la sucesión apostólica del papa y los obispos); éste fue el motivo de que el autor, pese a sus muchos estudios constructivos acerca del concilio, no tomase parte en
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el trabajo de la comisión teológica. En la etapa posconciliar, tanto en Roma como en los escritos doctrinales de los obispos, se siguen ignorando oficialmente o soslayando en buena medida los problemas relativos al «ministerio sacerdotal»; y así, tampoco ha podido modificarse sustancialmente en la práctica el estilo curialesco y episcopal reinante hasta ahora, con las consiguientes secuelas negativas para la Iglesia, los pastores y el pueblo. ¡Y todavía se le ocurre a uno preguntar si el autor está «en vías de colisión», y por qué causa! Aunque Pedro el Negro parece haber perdido de pronto su prestigio, dejemos en paz a quienes se le adhieren con tanto gusto y por tanto tiempo.
La pequeña «sinfonía estruendosa» tras las encíclicas del celibato y el control de nacimientos y otras «cosas lamentables sobre todo en los últimos años» (Lehmann), quedó superada a más tardar en 1970. Pero, afortunadamente, los ya soñolientos participantes en el concierto, vuelven ahora a despertar.
Una polémica honrada
Nada, pues, se opone a un «diálogo polémico» llevado limpiamente. Sin embargo, el autor debe protestar contra la acusación no probada de que efectúa una «simplificación casi engañosa». Bastará leer en su contexto la cita que Lehmann hace de «Unfehlbar?» (pp. 83-8.5), para advertir que la acusación
—sin el «casi»— recae sobre el mismo crítico: precisamente la relación entre papa e Iglesia después del Vaticano I ha sido estudiada con singular esmero y precisión por el autor en base a los hechos y, especialmente, apoyándose en el informe fundamental de la comisión para la fe; era preciso enfrentarse de ese modo a la astuta candidez (no familiar en Roma pero sí en otras partes) de unos textos que tantos males siguen deparando a la Iglesia. El rigor jurídico de los documentos romanos, deja a menudo muy estrecho margen para una interpretación benévola de las manifestaciones doctrinales menos simpáticas.
Por desgracia, estos ejemplos no son infrecuentes en el estilo argumental de Lehmann. Allí donde el autor se esfuerza sintéticamente y con la mayor seriedad por suprimir el obstáculo, logrando una aclaración sistemática e histórica de los conceptos (infalibilidad, indefectibilidad) y haciendo manifiesta la raigambre bíblica de su propia idea de la indefectibilidad de la Iglesia en la verdad (apoyado en la epístola a los Hebreos y estableciendo una diferencia entre los pueblos de Dios antiguo y nuevo), al no serle posible acusar al autor —como a menudo— de racionalismo en tales cosas, el crítico se permite advertencias como éstas: «Küng ofrece aquí una reflexión poco elaborada; se adivina un aire casi triunfalista».
Otra candida pregunta de Lehmann: «¿Hasta cuándo seguirá el entredicho de la 'teología
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romana'?» Respuesta: Es muy honroso para el crítico defender la posición conservadora romana; pero no debería avergonzarse de ello, ni echarse encima un manto de progresista, para estigmatizar a otros de «romanos» y «retrógrados». Mas vengamos ya a las «tres objeciones» de Lehmann, aunque sólo la primera se refiere directamente al problema, mientras las dos restantes lo eluden. Daremos, pues, prioridad a éstas.
Un consuelo ecuménico
La segunda objeción o pregunta de Lehmann se refiere a «la política eclesial concebida como norma teológica». Según Lehmann, el autor «formula la respuesta teológica» desde la perspectiva de un «consensus ecuménico». Bastará sin embargo recorrer el libro de un extremo a otro —desde el tratamiento de la encíclica «Humanae vi-tae», pasando por la teología académica, el Vaticano II y el Vaticano I, hasta la respuesta positiva sistemática donde, ya al fin, toma por vez primera la «perspectiva ecuménica» como punto de mira— para advertir que, con esa afirmación suya, Leb-mann incurre en una suposición gratuita. Con sus vagas insinuaciones («parece prevalecer» en el «apasionado ecumenista, el principio de una política eclesial concordis-ta»; «las comprensibles 'deducciones'»; «su propio programa casi se pierde de vista al término del libro»; «una peligrosa exigencia
del teólogo, la de querer colocarse en el cuadro de mandos ecuménicos y al margen de las orientaciones de la Iglesia», etc.) se rebaja el crítico a un nivel argumental adonde el autor no puede seguirle.
Sin embargo, otros ven en el libro perspectivas ecuménicas distintas. Como un testimonio entre muchos que viene a la mente del autor, he aquí algunas frases del Dr. Vis-ser't Hoofts, del Consejo Mundial de las Iglesias: «Al leerlo, me dio la impresión de tener en las manos una bomba atómica. Porque si sus ideas —con las que estoy naturalmente casi identificado— fueran admitidas por el catolicismo, entonces daría comienzo una situación enteramente nueva. Entonces-el protestantismo no tendría razón alguna de peso para protestar. Entonces, podrían aunarse las cristiandades orientales y occidentales».
La «prehistoria»
La tercera pregunta de Lehmann se refiere al «horizonte histórico de una nueva interpretación de la teoría de la infalibilidad». Lehmann me atribuye aquí una «casi exclusiva limitación al concilio Vaticano I»; mas no puede negar que la, para él, ciertamente incómoda «prehistoria» del Concilio, es allí examinada mucho más detenidamente que suele hacerse. La ampliación del horizonte histórico que él desea podría hallarla en la
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lectura del correspondiente capítulo de «La Iglesia» (sobre todo en A-I, 2-3 y E-II, 3); y respecto a los lugares «explosivos» (v. gr., la posibilidad de un «papa hereje», donde Lehmann pasó por alto la censura), podría recomendarle las extensas argumentaciones ofrecidas en «Estructuras de la Iglesia».
Y si el crítico, a pesar de las numerosas sugerencias bibliográficas que aparecen en los tres libros, cree deber suyo advertir que el autor «apenas ha utilizado los resultados positivos de las investigaciones católicas más recientes sobre el tema», y si considera obligado aludir a publicaciones tales como el capítulo sobre el dogma compuesto para el volumen primero de la obra «Mysterium salutis» y en el cual colaboró, el autor confiesa que lo que allí se dice es sin duda muy interesante para el kerigma, el dogma y el desarrollo dogmático, pero «de hecho bien poco positivo añade a la cuestión»: en efecto, cuando entra en juego la «infalibilidad», se remite a mí libro «Estructuras de'la Iglesia» sin hacer uso de los resultados positivos que allí se encuentran sobre el tema de la infalibilidad; y, cuando el crítico propone como solución suya a las dificultades históricas la «reconsideración del Vaticano I en un horizonte histórico más abierto», y la consabida ingenuidad en la «estrechez de miras del Vaticano I» a modo de «alternativa», no se necesita demasiada perspicacia para conocer en ello una nueva edición corregida y aumentada de la vieja apologética. El propio Lehmann sabrá lo que en este campo se le
puede pedir o es posible «salvar» de la vieja Roma.
Una cuestión de fondo oscurecida
La primera pregunta de Lehmann se refiere al «alcance de la tesis fundamental». Responderé brevemente a las tres «consideraciones» de Lehmann:
1. Lehmann piensa que sin el «médium concreto de las proposiciones obligatorias», la infalibilidad «se reduciría casi (!) por completo a una mera nota general y estéril de la Iglesia». Lehmann oculta el planteamiento del problema. El autor resalta con gran énfasis (pp. 116-124) que la fe de la Iglesia en proposiciones obligatorias concretas es necesaria: tanto en proposiciones breves y recapitulativas (confesiones o símbolos de fe) como en proposiciones defensivas y defini-torias llegado el caso (definiciones o dogmas de fe); el autor admite e insiste en la tarea y el deber de la predicación por parte de la jerarquía, y hasta le asigna con determinadas condiciones un papel subsidiario de intervención en los litigios teológico-eclesiales (pp. 181-196). El autor sólo pone en tela de juicio —como puntualiza exhaustivamente en un largo análisis del Vaticano I y en una concienzuda y cautelosa delimitación del problema central (¡espero que el crítico no se lo haya saltado!)— la garantía infalible de las proposiciones a priori, mediante la asistencia
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del Espíritu Santo: «Las afirmaciones, proposiciones, definiciones, formulaciones y fórmulas que no sólo no son de hecho erróneas, sino que de suyo no pueden serlo» (p. 122).
¿Qué dice Karl Lehmann de este planteamiento riguroso del problema? «Naturalmente», la infalibilidad del magisterio debería ser considerada desde la infalibilidad de la Iglesia; y esta insuficiencia de la infalibilidad proposicional, fue señalada «hace mucho tiempo». Tanto mejor, cabría añadir: entonces, ¿está Lehmann a favor o en contra de las proposiciones infalibles de suyo o a priori? Pero, una pregunta tan clara no ha tenido la adecuada respuesta. La argumentación de Lehmann consiste: primero, en un oscuro planteamiento del problema; luego, en eludir una respuesta clara; y por último, en hacer responsable al autor, que «aquí se erige sencillamente en adversario ('de las proposiciones con garantía infalible de suyo'), y se ofrece a sí mismo la distinción más exacta de su propia tesis hasta el momento».
2. Lehmann tiene algo contra la afirmación de que la fe consista en «aceptar dentro de la propia existencia el mensaje y la persona anunciada: en creer en Jesucristo, a través quizá de proposiciones ambiguas e incluso falsas» (p. 156). Lehmann concluye que «una fe sin ninguna garantía ilustrativa en el discurso y el lenguaje del hombre, es /«-humana»; como también el nada constructivo prin
cipio ya citado de la edificación, y la acusación no probada de una «doble racionalidad». Respuesta: Una fe así se halla perfectamente garantizada e ilustrada en el discurso v el lenguaje humano: no a través de proposiciones infalibles de suyo (sobre lo cual Lehmann vuelve a guardar silencio), sino a través de proposiciones verdaderas que, al margen de su condición ambigua, en la coyuntura determinada del que las profiere y formula podrían ser o son unívocas. Y, justamente por eso, resulta esta fe profundamente humana: fue que no cabe racionalizar con proposiciones de cuño racionalista, pero que tiene buenos puntos de apoyo y verdaderas proposiciones de cara al entendimiento responsable. Lo cual implica, además, que tampoco el lenguaje de la fe puede eximirse del diálogo. La certeza, la seguridad y la confianza son fruto, en definitiva, no de la proposición de fe, sino del fundamento de la fe, que es el mismo Jesucristo anunciado por el kerigma.
3. Lehmann piensa que «el mensaje bíblico o cristiano original», al que el autor «apela en los lugares decisivos invocando la autoridad de la crítica», queda «también (!) oscurecido por él hasta el extremo». Ahora bien, ¿sospecha al menos el crítico que «también» él lo enturbia del todo? Por mi parte, puedo tranquilizarlo remitiéndole —ya que debió excusarse de asistir al Congreso Internacional de Teología celebrado en Bruselas— a la comunicación que allí tuve, aparecida lue-
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go en «Publik» del 2 de octubre bajo el título «Was ist die christliche Botschaft?» (cuestión decisiva que hubiera podido leer ya en «La Iglesia»). Y, puesto que todo el problema de Lehmann sobre la «funcionalidad» y «eficacia» del mensaje gira siempre en torno al «magisterio», sin tomar en cuenta las distinciones hechas al respecto (pp. 183-196) quiero manifestarle que el autor no debe tales «aclaraciones» del mensaje cristiano al «magisterio», sino a investigaciones exegé-ticas, históricas y sistemáticas realizadas durante largos años; y, en último término, a un examen imparcial de las respuestas ofrecidas en nuestro siglo, desde Harnack, Barth y Guardini, pasando por Gogarten y Tillich, hasta Rahner, von Balthasar, Ratzinger, Ebe-ling y Kásemann; así como a un intenso diálogo con sus colegas católicos y protestantes, con colaboradores y estudiantes de Tubinga y otras partes. De todos ellos he aprendido, desde luego, muchas cosas; y, desde luego también, estoy dispuesto a admitir consejos en cualquier momento del futuro (Lehmann recomienda a «los mejores» aunque «algo retrógrados» reformistas, una «mirada a la historia»): pero sólo de aquellos que saben más y mejor, y que no tratan de encubrir con una arrogancia amistosa su no culpable ignorancia en determinados puntos.
Por lo demás, vuelvo a repetirlo, no he puesto el menor reparo a aquel «magisterio» en cuanto función pastoral kerigmática, que no se conduce de forma absolutista y despótica,
sino que es consciente de su dependencia teórica y práctica respecto del mensaje cristiano. Que Lehmann fuese a entender este «cuando» y «con tal que» condicionantes fundados en el propio mensaje cristiano, al modo de la teología protestante del siglo XVII —¿qué entiende en rigor por esto?— yo no pude siquiera sospecharlo.
Pero todo está ya bastante claro. ¡Lehmann ha oscurecido la cuestión fundamental con sus nada claras «objeciones»! Si quiere seguir sosteniendo la posibilidad y necesidad de proposiciones infalibles a priori —¿lo quiere de veras?— ¿cómo piensa poder justificarlo positivamente y, sobre todo (aunque de modo sorprendente no dice una sola palabra al respecto), cómo cree poder demostrarlo a partir del Nuevo Testamento? Porque, quien tome a éste por base tendrá la prueba definitiva.
HANS KUNG
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RESPUESTA A KARL RAHNER:
«EN INTERÉS DE LA PROPIA CAUSA»
En relación con este artículo, cfr. K. RAHNER, Crítica a Hans Küng en torno a la cuestión de la infalibilidad de las proposiciones teológicas, publicado en "Stimmen der Zeit", traducción española en RAHNER, LOHRER, LEHMANN ¿Infalibilidad en la Iglesia! E. Paulinas. Aquí lo citamos con la sigla R. p. y el número de página corresponde a "Stimmen der Zeit"; cfr. H. KUNG, Infalible. Una pregunta, Herder, citado aquí con la sigla I, y número de página del libro en alemán.
Nota personal introductoria
No sé lo que daría por no tener que escribir esta respuesta. Es verdad que cada vez se necesita una voluntad y esfuerzo mayor cuando alguien intenta subir a las barricadas, en el campo de la Iglesia y de la Teología, para enfrentarse contra otra persona. Pero en este caso se trata de algo más: a Karl Rahner yo le considero como mi maestro en la teología, aunque yo no haya sido nunca su discípulo.
Incansable pionero de nuestra generación, él ha abierto innumerables puertas con mano vigorosa; ha atacado problemas a los que ningún teólogo católico se atrevía a acercarse; ha cambiado todo lo que le parecía que no estaba en su lugar; ha introducido diversa acentuación en muchos temas, comenzando por las alturas de la doctrina sobre Dios y Cristo y llegando hasta cuestiones totalmente prácticas sobre la marcha de las comunidades parroquiales y sobre la espiritualidad personal; ha dado con valentía
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respuestas nuevas que, a su vez, fueron también tachadas de herejía. Con toda esta actividad ha ido creando en nosotros, los jóvenes, el gusto por la teología, ha despertado el ansia de pensar, nos ha liberado de la cerca inmovilista y gris del neoescolasticismo y, junto con otros nombres que forman la «le-gio sacra» de la teolgía católica actual (Hans Urs von Balthasar, Yves Congar, Ot to Ka-rrer, Henri de Lubac), a más de uno de nosotros, que más propiamente hubiera querido dedicarse a la actividad pastoral y a la cura de almas, le ha movido y atraído a lanzarse a la gran aventura de la teología católica, en esta época de incipiente roturación, haciéndose teólogo.
Desde el principio, en ningún otro punto me ha proporcionado a mí mismo Karl Rahner cosas tan interesantes como en lo referente a una nueva comprensión del dogma. En el decisivo capítulo 20 de mi libro La justificación, en él más que en ningún otro me he apoyado bajo el punto de vista del método.1
El me ha enseñado, especialmente a través de los artículos recogidos en el primer volumen de sus escritos, a comprender históricamente el dogma.2 ¿Quién ha llamado la
1 H. KUNG, La justificación según Karl Barth, Estela, Barcelona. 2 K. RAHNER, Escritos de Teología 1 (Taurus, Madrid 1961). En especial los artículos: "Ensayo de esquema para una Dogmática"; "Sobre el problema de la evolución del Dogma"; "Problemas actuales de Cristología". Las siguientes citas se refieren a este tomo.
atención, con mayor claridad que él, sobre el 'circulus vitiosus' de una teología al estilo del Denzinger? (p. 13). ¿Quién ha expuesto de forma más provocativa la insuficiencia de los manuales teológicos neoescolásticos, que se reducen a una mera repetición de los dogmas («los manuales son siempre eso, manuales»), y «la contingencia histórica del canon uniformado de los consabidos tratados y tesis, usado en los manuales dogmáticos de la escuela desde hace más de dos siglos?» (p. 13) ¿Quién ha hecho ver en la historia de la teología, «no sólo la historia del progreso del dogma, sino también una historia de olvidos?» (p. 172). ¿Quién ha afirmado, con la misma intrepidez, el condicionamiento histórico y las limitaciones del dogma?: «La formulación más clara y más precisa, la expresión más sagrada, la condensación más clásica del trabajo secular de la Iglesia orante, pensante y militante, en torno a los misterios de Dios, tiene su razón de vida, justamente en ser comienzo y no fin, medio y no término: una verdad que nos libera para llegar a la verdad siempre más alta» (p. 169).
¿De quién se hubiera podido esperar mayor comprensión, en este problema de la infalibilidad del dogma que nos ocupa, que de este teólogo que ya se había adelantado a hablar de la «trascendencia de toda fórmula con respecto a sí misma» (p. 169) y que quería tomar en serio «la 'historicidad' de la verdad humana —en la cual se ha encarna-
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do también la verdad de Dios en su revelación—», tan en serio que se atrevía a decir «de la fórmula en que el concilio de Calcedonia ha expresado el misterio de Jesús «lo siguiente: «Pues esta fórmula es... eso, una fórmula?» (p. 170). Todo esto, naturalmente, no con la intención de destruir, sino de construir: expresión no sólo de un pensamiento histórico, sino también de una fe arraigada y profunda. Y precisamente no fue este el motivo más insignificante por el que se constituyó en modelo y ejemplo de los jóvenes emprendedores y arriesgados.
Esto explica un poco la admiración causada por el hecho de que la respuesta más negativa a mi pregunta sobre el problema de la infalibilidad haya venido precisamente de Karl Rahner. En parte resulta un poco enigmático, en parte no; pero, en todo caso, es muy doloroso para quien no solamente venera a Karl Rahner como maestro, sino que ha tenido el honor de ser considerado como amigo en el campo de la teología, aun cuando forme parte de una generación más reciente: todavía joven capellán y doctor en teología, fui asesorado por él en el camino hacia la universidad alemana (1957); defendido por él mediante una recensión crítico-constructiva dedicada a mi libro sobre la justificación (1958); apoyado y corregido en la publicación de la difícil «quaestio dis-putata» sobre Las estructuras de la Iglesia (1962). Posteriormente hemos actuado juntos en asuntos importantes durante los cua
tro años del concilio Vaticano II ; juntos también en la fundación de la revista teológica internacional Concilium, formando parte del comité de dirección y del consejo de fundación durante los cinco años posteriores a la celebración del Concilio; juntos de nuevo en 1969 en el llamamiento en favor de la «libertad de la teología» apoyado primeramente por cuatro, después por cuarenta y, finalmente, por unos mil cuatrocientos profesores de teología. Por último, después de tantas otras cosas realizadas juntos, hemos actuado de común acuerdo recientemente en Bruselas con motivo del Congreso internacional de teología, en el que ambos intervinimos unidos pacíficamente en la dirección del Congreso y como ponentes de un mismo tema: «¿En qué consiste el mensaje cristiano?»
Y ahora, de repente, en medio de este cielo sereno y tranquilo —sin preaviso ni indicación alguna, sin la más mínima discusión oral o escrita—, descarga este relámpago que en otro tiempo hubiera sido convertido sin duda por Roma en anatema contra la nación alemana, pero que hoy día seguramente apenas si podrá encender una discusión con mucho humo y poco fuego entre amigos, Dios quiera que no con demasiada alegría malévola de nuestros comunes enemigos. Eso es, al menos, lo que yo sigo esperando. Que Rahner no pueda hacer un esfuerzo por dedicar siquiera una palabra de cortés reconocimiento hacia este ensayo teológico, sino que entre
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inmediata y directamente en polémica, no es tan malo. Lo malo está en que Rahner tío puede concebir esta controversia como «una controversia dentro del campo católico». Por lo mismo cree tener que decir «en primer lugar con toda nobleza que, aun cuando haya que llamar la atención y prevenir al mismo tiempo contra ello, la censura de una tesis no ha de transformarse en censura de la persona que establece la tesis» (R. p. 365). Un consuelo demasiado débil por parte de una persona para quien siempre se tuvo grandes alabanzas, que es uno de los pocos teólogos con los que se podría ir —si se nos permite hablar así— «a robar caballos». Ahora en cambio se nos certifica de forma inesperada que no puede tomar parte «en una plataforma común en una discusión teológica dentro del campo católico» sobre este tema y que tal discusión y diálogo «solamente podría mantenerlo como con un protestante liberal» (R. p. 365). Qué lástima que se haya cerrado a un diálogo personal en un tema tan grave y difícil y que se haya decidido a una «crítica a Hans Küng» unilateral y dirigida a la persona.
Pero quién sabe, quizás se necesiten estas tormentas en esta cuestión neurálgica de la teología católica, sin duda purificadoras. Por esto mismo, y sin quejarnos, pasemos inmediatamente a investigar qué es lo que se encierra en y tras las censuras de Karl Rahner. Sin embargo, no quiero comenzar este trabajo sin haber afirmado antes expresamente
que en ningún caso echaré en olvido nada de lo que Karl Rahner ha significado hasta hoy para mí. Mi gratitud hacia él solamente puedo demostrarla en esta ocasión tomando muy en serio sus objeciones. Todo esto se ha dicho no en el sentido de una autodefensa personal sino en interés de la propia causa.
El hecho concreto del error en el magisterio eclesiástico
Rahner apenas si se ocupa de la tesis positiva del autor, a quien le interesa el tema de la Iglesia y de su Verdad. Rahner se preocupa más del error en la Iglesia. Pero precisamente aquí se refleja a pesar de todo una notable coincidencia entre el autor del libro Infalible y su crítico: indiscutiblemente se da el error en la Iglesia y en el magisterio eclesiástico. Rahner no quiere ser ningún apologeta. Antes que otros teólogos católicos había hablado él no sólo de una «Iglesia de pecadores» sino también, con escándalo de muchos, de una «Iglesia pecadora». Provocado ahora por este libro, habla en su más reciente artículo con admirable claridad del hecho concreto del error en la Iglesia. Como teólogo, Rahner desearía «calcular bien toda la relatividad histórica de la verdad» (R. p. 365). De ahí la constatación para la que yo he buscado en vano pruebas y citas claras en los escritos de autores católicos prominentes, cuando preparaba mi libro: «Hay naturalmente bastantes doctrinas que,
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en un tiempo, fueron propuestas, defendidas y mantenidas en la Iglesia y que posteriormente se han demostrado, sin embargo, como erróneas» (R. p. 367). Dado que la mayor parte de los errores del magisterio eclesiástico, «para la vida práctica», resultan menos importantes que la doctrina de la «Humanae vitae», tales doctrinas «cuando se demuestran como erróneas, son enterradas tranquilamente sin lucha y sin ruido» (R. p. 367). De la misma doctrina de la encíclica «Humanae vitae» se afirma con toda franqueza: «Dicho con brevedad: esta doctrina puede ser un ejemplo de que el magisterio de la Iglesia propone muchas doctrinas que se nos revelan después como equivocadas» (R. p. 368).
Pero aún más allá del hecho del error confiesa Rahner que en la interpretación del error se puede constatar «una lamentable insuficiencia de gnoseología y hermenéutica dentro de la teología escolástica católica»: «ahora bien, hay que confesar que no disponemos de una teoría, realmente suficiente, apropiada al conocimiento histórico actual y a su problemática, sobre el modo de distinguir con precisión el error, por una parte, y la finitud histórica, la inadecuación y la interpretacionalidad de una proposición humana, por otra; más aún, esta distinción en muchos casos no puede darse de forma refleja y en detalle, y con toda probabilidad no se ha dado en la teología escolar de la Iglesia (R. p. 369).
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Y finalmente la coincidencia de pareceres llega hasta tal punto que Rahner confiesa también, en vistas de una posible solución del problema, que el autor habría «podido partir tranquilamente de la distinción entre un permanecer fundamental en la verdad y las verdades dogmáticas» (R. p. 364). Y con relación a las llamadas proposiciones infalibles, el autor tranquilamente habría «podido preguntar en qué sentido y en qué grado, bajo qué condiciones del magisterio eclesiástico que son presentadas como dogmas infalibles y que, sin embargo, parecen hallarse alejadas del centro de la primitiva verdad-realidad, mantienen aquella relación con la verdadera realidad original, que es presupuesto y fundamento de su 'infalibilidad'» (R. p. 374s.). Y la razón aducida: «Porque aquí se dan sin duda problemas con «dogmas» que no pertenecen propiamente a la substancia del Cristianismo, problemas que no se solucionan sin más por la mera referencia y apelación a la autoridad formal del magisterio» (R. p. 375).
Y así surge finalmente el requerimiento e invitación general hecha por Rahner: «La teología debería reflexionar con mayor atención que la que presta actualmente, sobre el hecho de que, en la Iglesia y en la teología, se han dado muchos errores y se dan todavía hoy. Este hecho no se debe despreciar como totalmente innocuo. Tal error no es siempre tan inofen-
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sivo, no sólo se refiere a cuestiones secundarias que se discuten entre teólogos, sino que con frecuencia está enraizado de muchas maneras y casi de forma inseparable en la vida concreta de los cristianos. Este error se halla amalgamado, con mayor frecuencia de lo que se cree, con verdades y dogmas de la Iglesia, de tal modo que ellas mismas se ven amenazadas y perjudicadas en sus consecuencias prácticas. Sobre todo esto convendría reflexionar en la teología y no sólo al redactar una historia honrada y sincera de la Iglesia» (R. p. 375).
Y aquí nos encontramos al menos con una confesión un poco forzada: «Quizás (!) el libro de H. Küng pueda (!) significar a pesar de todo (!) también (!) un impulso en este sentido» (R. p. 375). Y el lector se preguntará: ¿No se dará aquí de hecho una base común para el diálogo? En todo caso, nunca ha hablado Rahner con tanta claridad sobre el error en el magisterio eclesiástico; compárese, por ejemplo, a la luz de estas recientes afirmaciones, el capítulo escrito por él (y por Karl Lehmann) sobre «Kerygma y Dogma» en el manual de dogmática Mysterium Salutis,3 o su artículo sobre la infalibilidad escrito poco antes de la publicación de mi libro.4
3 Mysterium Salutis. Manual de Teología Dogmática como historia de la Salvación, J. FEINER y M. LOHRER, Ediciones Cristiandad, Madrid 1969, Vol. I, tomo II, 704-771. 4 K. RAHNER sj., Zum Begriff der Unfehlbarkeit in der katholischen Theologie. Einige Bemerkun-
Hasta este punto llega al menos nuestra coincidencia sobre el tema, lo quiera o no lo quiera Rahner. Quizás sea esto un indicio de que en este caso, por encima de todo querer o no querer personal, surgen algunas consecuencias teológicas que se imponen sencillamente también a aquel mismo que ha descubierto y colocado tantas premisas. Y quizás sea esto una explicación de esa llamativa alergia de Rahner que continuamente se refleja en su artículo, en el sentido de que el «aprendiz de brujo» no puede ya librarse de los espíritus que él mismo ha evocado. Pero sea como sea, él precisamente no puede ahora alejar de sí mismo y de la Iglesia esos espíritus provocados, con el grito de: «¡Al rincón, escobas! ¡Escobas, sed lo que fuisteis!», renunciando así a un «diálogo y discusión dentro del campo católico».
Nada de exigencias lógicas
demasiado estrictas
Rahner pide al lector, en lo que se refiere a su crítica «que no busque unas exigencias lógicas demasiado estrictas en el desarrollo de estos pensamientos como tales» (R. p. 365). Esto que pide para el planteamiento general de su estudio, hubiera podido pedirla con la misma razón para cada uno de sus pensamientos. No admira la ine-
gen anláblich des 100-Jahr-Jubileum des Unfehl-barkeitsdogma vom 18. Juli 1870. "Stimmen der Zeit", 95 (1970) 18-31.
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xactitud, imprecisión y las lagunas de sus observaciones en no pocos puntos. Indicamos sólo algunos ejemplos:
Es inconcebible cómo Rahner encuentra ya en su primera página que, respecto al libro ¿Infalible?, p. 69, «el aspecto exegético e histórico no debe ser decisivo para la tesis propiamente dicha del autor». El autor, sin embargo, como demuestra todo el libro, concede la mayor importancia a los resultados de la exégesis y de la historia de la Iglesia y de los dogmas.
Además, no solamente es «una afirmación gratuita» sino también sencillamente falsa, cuando Rahner afirma sin probarlo que el autor «niega en definitiva una identidad imperativa obligante» «entre el pasado y el presente» de la Iglesia y de la doctrina. Más bien el autor ha fijado su interés en una continuidad fundamental dentro de cualquier clase de discontinuidad (véase ¿Infalible? 152-155) y ya antes ha expuesto prolijas reflexiones sobre la «identidad permanente de la Iglesia y de la doctrina dentro de una historia realista» con el fin de «captar de manera refleja la identidad bajo la mutación de las formas históricas» (R. p. 362; permítaseme remitir a Rahner a mi libro La Iglesia, especialmente a los capítulos A, I: Historicidad del concepto de Iglesia - 1. Esencia en forma histórica; —II : La refracción de la imagen de la Iglesia - 1 , Esencia admirada y criticada.
Más adelante: es por lo menos una apreciación muy imprecisa de la «tesis capital» del autor afirmar que éste distingue «entre un 'permanecer en la verdad' y la 'verdad de las proposiciones'»; hay que distinguir con mayor precisión entre un «permanecer en la verdad» y la «infalibilidad de las proposiciones» (la posible verdad y aun la obligatoriedad de los dogmas no se niega, sino que se afirma; véase en especial ¿Infalible?, 116-124; 131).
Más abajo: resulta incomprensible cómo Rahner hace alusión a la carta abierta de Congar a mí dirigida (R. p. 362) y, en cambio, no sólo no tiene en cuenta personalmente mi respuesta a Congar en la misma revista —conocida con toda seguridad por él—, sino que también se le priva de ella al lector.
Finalmente: es evidente que Rahner cita al autor en muchas ocasiones de forma equivocada o hasta falsa. Pudiera permitirme examinar aquí brevemente las diez notas marginales de su artículo; se vería entonces claramente cómo el lector apenas si puede aceptar sin comprobarlas ninguna de las citas tomadas de mi libro. Quien con tales notas marginales quiere demostrar «la impresión» de que el autor «naturalmente (?) sin mala intención, 'falsea' en su presentación y, sobre todo, en su selección estos aspectos históricos, y que todo puede servir muy bien para captar de antemano el ánimo (?) del lector, que, por otra parte, no sabe mucho (?)
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de estas cosas (y a éstos (?) se dirige precisamente y sobre todo Küng)» (R. p. 361); quien imputa por lo mismo al autor un tal «falseamiento»— ¿cómo se puede falsear «sin mala intención»?—, deberá comprender fácilmente que se examinen con escrupulosidad sus razonamientos, no muy numerosos por cierto.
Esto debería bastar para esclarecer, al menos en parte, por qué Rahner se encuentra desde el principio con dificultades para hallar una base común para un diálogo entre católicos: es evidente que en muchos puntos no ha comprendido a su interlocutor, ni se ha esforzado en realidad mucho por comprenderle. Para ello debe haber profundas motivaciones, como más adelante podremos comprobar.
De qué se trata propiamente
Sólo en la segunda parte de su artículo (¿escrito quizás posteriormente.), después que el autor ha sido, al parecer, suficientemente vituperado, los veredictos, las falsas interpretaciones y las imputaciones injustificadas dan lugar a un procedimiento algo más tranquilo y justo. Pero desgraciadamente, los atributos dedicados al autor quedarán grabados en la memoria del lector; y el mismo autor, por su parte, ya no sabe realmente por qué ha de decidirse, puesto que, según Rahner, ya no puede considerarse sencillamente como ca
tólico. ¿Será un representante del «racionalismo» (R. p. 361s.) o un partidario de la «afirmación hímnica» y de la «evocación pie-tista del espíritu» (R. p. 369)? ¿Será un «protestante liberal» (R. p. 365) o un «positivista en materia de revelación» (R. p. 362)? ¿Es en su «lenguaje claro, duro y agresivo» y en «todo su estilo» simplemente un «presuntuoso» (R. p. 362)? Su «posición», en definitiva, ¿es quizás sólo «apologética» (R. p. 376)? ¿Habrá que «dialogar con él como con un filósofo escéptico» (R. p. 372) o quizás su fe «no será más fácil» (R. p. 376) que la de un Karl Rahner? ¿Es que por querer «construir a su capricho una Iglesia romano-católica», ahora «ya no tiene ningún interlocutor» (R. p. 365), o se convierte él mismo de nuevo en un interlocutor católico, en el momento en que se obliga al plan concebido por Rahner al final de su artículo (R. p. 377) para un diálogo, y a las consecuencias que van adjuntas a ese plan? No hablo con amargura ni retiro tampoco ninguna palabra de gratitud de las que he expresado al principio de esta respuesta. ¿Pero es que acaso Karl Rahner no podrá permitir y comprender un poco que, después de estas invectivas, su acusación de «presunción», que él conscientemente «incluye en el enjuiciamiento de las tesis objetivas y que por lo mismo prejuzga críticamente la seguridad de estas tesis», (R. p. 362 s.) despierte en mí sentimientos un poco dispares? Prescindiendo de todo lo demás, ¿cómo tendrá que defender uno su propia humildad contra
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un ataque tan general e injustificado, sin renunciar a la misma en el propio momento?
Y si al mismo tiempo se le acusa también a uno de querer agradar a aquellas «personas» (¿cuáles?) que de antemano (¿o en un segundo tiempo?) se manifiestan de modo agresivo y alérgico (¿o quizá sencillamente crítico?) contra Roma, los obispos y la teología tradicional (¿pero por qué?); y de buscar la «publicidad»; si, finalmente, se le da a entender a uno que «como cristiano y teólogo... debe proceder con un poco más de prudencia y autocrítica (!) sin navegar tanto con el favor del viento de esa parte de la opinión (!) (R. p. 363), en ese caso ¿qué es lo que uno deberá hacer? Creo que, en lugar de una exhortación moral, se podría exigir de un colega una argumentación más objetiva. Se podría remitir al «prólogo abierto» del libro ¿Infalible? en el que se recogen los argumentos y los sucesos que, después de cinco años del concilio Vaticano II y de una larga espera, permiten hablar con mayor claridad y agudeza. Se podría indicar también que, ya se trate del Antiguo como del Nuevo Testamento, se habla siempre «con prudencia» y «con autocrítica» teniendo en cuenta las medidas corrientes de la oportunidad ecle-sial. Pero en lugar de esto yo preferiría rogar sencillamente a Karl Rahner, quien con toda probabilidad no habrá olvidado las difamaciones levantadas contra él hace unos veinte años, acerca de su actitud cristiana, y la acusación de herejía respecto de muchas
de sus concepciones teológicas, que procure mostrarse más parco con los reproches respecto a la falta de ortodoxia católica y de humildad cristiana por parte de sus colegas los teólogos católicos. ¿O es que, ahora que el Papa en Roma procede con mayor parsimonia en cuanto a excomuniones y definiciones «ex cathedra», quieren desempeñar otros estas funciones papales?
Karl Rahner no querrá, sin duda, suponer que yo intento servir con mis libros a la Iglesia de Cristo menos que él con los suyos. Mucho más sencillo hubiera sido permanecer callado, pues no se sabe ciertamente hasta dónde pueden llegar, en tales circunstancias, las fuerzas para hablar. Hubiera sido también mucho más fácil expresarse con «mayor prudencia», con más suavidad y un poco menos inequívocamente. No habría faltado la alabanza desde arriba. ¿Por qué inquietarse, pues, y por qué esforzarse, quizá en vano como Sísifo, habida cuenta, además, de que uno disfruta de segura cátedra en la universidad alemana? Pero, aun cuando Karl Rahner no hubiera podido deducirlo de mi libro sobre la infalibilidad, sí que debiera haber entrevisto por mi ponencia de Bruselas ¿Qué es le mensaje cristiano? (publicado en «Publik» el 2 de octubre de 1970) y por la carta abierta a nuestro común amigo Yves Congar, qué es propiamente lo que yo busco y cuál es quizá la raíz de esa «presunción» que él me achaca. Yo creo que forma parte de la misión del teólogo hoy día
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hacer suya propia la expresión «tengo compasión del pueblo», imitando a Jesús sin pretensiones y procediendo de muy distinta manera de como lo hicieron los escribas de entonces, y abogar, todo lo bien o mal que uno pueda, por los «pobres diablos» que no tienen voz ni voto. Y estos «pobres diablos» sin voz ni voto son hoy día, si es que queremos comenzar por barrer delante de las puertas de nuestras iglesias, esos hombres quebrantados y oprimidos de tantas maneras por la legislación eclesiástica, en la doctrina y en lo disciplinar, mediante las prescripciones para los matrimonios mixtos, la prohibición del control de la natalidad, la ley del celibato y otras presiones del sistema eclesiástico y de muchos dignatarios que creen ejercer todavía su autoridad de modo infalible.
¿Es posible que en este punto de compromiso en la Iglesia en favor de los hombres, Karl Rahner y yo tengamos una opinión fundamental diversa? ¿No se da aquí también una base común? En todo caso yo siempre he entendido así a Rahner, aun cuando yo hubiera deseado, como tantos otros, que se pronunciase sin tanta cautela y precaución en relación con esas cuestiones que hemos enumerado —ciertamente no muy centrales desde el punto de vista teológico, pero sí muy gravosas para el individuo y para la comunidad eclesial— y en relación con el «sistema romano». Que cada uno lo haga a su estilo, ya que hay diversas formas de hacer
lo. Y a mí que me dejen con la mía. No es por cierto la más cómoda y la más libre de preocupaciones. O, para no caer en la tristeza, pudiera repetir con algo más de agilidad: «Dejadme valer sobre mi silla...»
La «Humanae vitae» como consecuencia de la concepción romana del Magisterio
Tiene razón Rahner cuando afirma que el autor no concede «ningún valor decisivo» al argumento deducido del hecho de la encíclica «Humanae vitae» (R. p. 368). Quien sea, por lo tanto, de la opinión de que la doctrina sobre la inmoralidad de la limitación de la natalidad por medio de procedimientos «artificiales», los anticonceptivos, no es una doctrina que deba considerarse como infalible según los principios romanos, puede seguir con ella. La tesis general de que no hay ninguna prueba teológica en favor de proposiciones infalibles a priori emanadas de las autoridades eclesiásticas, puede mantenerse a pesar de ello. En ningún caso debe inquietarse a nadie en esta doctrina con el argumento de la «Humanae vitae». Por el contrario, yo considero tal doctrina como errónea y por lo mismo no obligatoria. Todavía más: la considero como una lamentable consecuencia de una concepción falsa del magisterio eclesiástico. Y por eso mismo elegí el ejemplo de la encíclica como punto de partida para la poblemática de la infalibilidad. Pudiera haber elegido, como digo en la pág.
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26, otro arranque: la cuestión del papa Honorio, o la condenación de la libertad religiosa (en cuyo caso nos toparíamos con la misma problemática que en el de los anticonceptivos, respecto al magisterio «ordinario»), o las cuestiones bíblicas de la época modernista o cualquier otro error de los indicados más arriba y que hoy no hay dificultad en admitir como tales (cfr. ¿Infalible? 25 s.5) Pero en el caso de la encíclica «Huma-nae vitae», la problemática aparece con toda claridad y evidencia: se me presentaba y se me sigue presentando como un «caso típico, el más reciente y con mucho el más instructivo para el problema de la infalibilidad».
También Rahner concede hoy día que los errores del magisterio eclesiástico han sido muy numerosos (R. p. 367). Que en el caso de la encíclica «Humanae vitae» se trata de un error, lo presuponía yo ciertamente en mi argumentación después de: 1) haber sintetizado de forma breve y precisa las numerosas y graves razones objetivas contra la en-
5 Sería de especial interés una revisión históri-co-crítica de los cánones de Trento. A la corrección de Denz. 967 respecto del ministro de la Confirmación, realizada por el Vaticano II, ya se aludió en I, 66. En relación con el dogma tridentino del pecado original véase últimamente U. BAUMANN, Erbsünde? Ihr traditionelles Verstandnis in der Krise heut'ger Tkeologie (Frei-burg-Basel-Wien 1970). En cuanto a la doctrina sacramental tridentina que constituye sin duda la mayor parte de los decretos y cánones tri-dentinos, estoy preparando yo mismo i>" estudio más extenso.
cíclica (I p . 28 s., y no como dice R. p. 364 en la p. 38 s.); después de: 2) saber que los teólogos moralistas católicos más significativos están de mi parte; después de que: 3) hasta la comisión nombrada por el mismo Papa para el estudio de la regulación de la natalidad se declaró en su inmensa mayoría partidaria de la tesis de la licitud; después de: 4) constatar que la reacción de la opinión pública católica y no católica se manifestó en sentido negativo contra la encíclica en los países informados y desarrollados; después de que: 5) las principales conferencias episcopales en contra de la encíclica han concedido a sus fieles la libertad de conciencia que el Papa les había negado; después de que: 6) la conferencia episcopal alemana, según Rahner, «cuenta precisamente en esta encíclica con la falibilidad del magisterio ordinario» (R. p. 364); y después de que: 7) también Karl Rahner había sacado ya en 1968 la serena conclusión «de que la situación de hecho de la mayoría de los católicos no cambiará después de la encíclica en lo que se refiere a la mentalidad y a la praxis» (citado en ¿Infalible? p. 27). Pregunta: ¿Cómo puede afirmar Rahner todavía que «Küng acepta con mayor o menor naturalidad la falsedad de la doctrina de la encíclica?» (R. p . 365).
Tampoco en 1970 quiere declararse Rahner en favor de que la doctrina de la encíclica sea verdadera. Pero tampoco quiere decir que sea falsa. ¿Qué es, pues, lo que preten-
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de? En su artículo intenta brindar una respuesta que no podría dar ciertamente a un matrimonio concreto: con la curiosa indicación de que «con esto hace más difícil la propia posición», quiere «dejar de lado la cuestión de si la doctrina de esta encíclica... es verdadera o no» (R. p. 365). ¿No hubiera sido más difícil quizá confesar que es terminantemente falsa? ¿O tal vez aún más difícil conceder que es terminantemente verdadera? ¿Por qué habría de ser precisamente la evasiva lo más difícil?
Finalmente, Rahner llega a conceder al menos que la doctrina de la encíclica, «bajo condiciones (!), (es) un ejemplo de que el magisterio de la Iglesia ha propuesto muchas doctrinas que posteriormente se han demostrado erróneas» (R. p. 368). Pero en base de sus presupuestos tiene en cambio un terror casi sagrado ante el hecho de que la doctrina de la encíclica pudiera ser un ejemplo «de que una doctrina propuesta por el magisterio 'ordinario' de la Iglesia como dogma eclesial, con la exigencia de un asentimiento absoluto de fe, pueda ser errónea» (R. p. 368). Sin embargo entrevé de nuevo con toda claridad que la encíclica es, al menos, un ejemplo «de que no siempre y en cada caso debe darse de antemano un conocimiento reflejo de si una doctrina es simplemente auténtica y reformable o de si ha de aceptarse en principio con un asentimiento absoluto de fe» (R. p. 368). Que Rahner llegue a conceder tanto es bastante extraño
y significativo y demuestra al mismo tiempo en qué medida la encíclica «Humanae vitae» está vinculada al problema todavía no aclarado de las pretensiones del Magisterio en la Iglesia católica.
Entretanto Rahner se hace aquí culpable de una imprecisión en el planteamiento del problema. El habla de un «dogma» del magisterio ordinario. Y añade: «El informe de la minoría de la comisión pontificia de teólogos y obispos, al que alude Hans Küng, no habla en absoluto de un dogma» (R. p. 366). A esto habría que responder que tampoco el autor, en este contexto, se refiere a ningún «dogma». Porque cuando se habla de un «dogma» se crea la impresión como si en este asunto se hubiera «dogmatizado» algo alguna vez, es decir, decretado y definido por la autoridad eclesiástica. Pero precisamente no se quiere indicar eso cuando se habla del magisterio «ordinario», a saber, de la doctrina y enseñanza cotidiana del Papa y de los obispos, en contraposición al magisterio «extraordinario» del Papa o de un concilio cuando definen alguna verdad. Y el mismo Rahner concede también en otro lugar que el término «dogma», en relación con el magisterio ordinario y cotidiano, no es común en general entre los teólogos.6
Por lo tanto, la afirmación del autor no es, tal como Rahner la quiere formular, que la
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doctrina romana sobre la inmoralidad de los medios anticonceptivos es un «dogma». En este caso no se ha dogmatizado nada. La expresión «dogma» debe quedar reservada para las auténticas «definiciones de fe», para las «fórmulas definitivas y obligatorias» (véase I, 118 s.). La afirmación del autor quiere decir más bien que la inmoralidad de los medios anticonceptivos debe ser concebida, según los principios romanos (!), como «una verdad moral de hecho infalible, aun cuando no haya sido definida como tal» {¿Infalible? p. 46). Queremos decir que esta doctrina ha sido propuesta hasta el Concilio por toda la jerarquía católica, por papas y obispos de modo tan constante y universal como una verdad que obligaba estrictamente en conciencia; de ahí que, en base de la teoría romana tradicional sobre la infalibilidad, tal doctrina no pueda ser falsa. Y afirmábamos que esta era la razón por la que Pablo VI, siguiendo los principios romanos, no podía hacer otra cosa que confirmar sencillamente esa doctrina irreformable, aun cuando, gracias a la libre discusión facilitada por Juan XXIII y por el Concilio (desgraciadamente), se había comprobado al menos como dudosa.
Es extraño que Rahner no solamente evite la cuestión sobre la verdad o falsedad de la doctrina papal sino también la cuestión neu rálgica suscitada por el libro: ¿por qué «el Papa se ha decidido por la doctrina conservadora»? (I, 37). Puesto que hay que excluir
evidentemente la ignorancia y la maldad, Pablo VI ha tenido que tener en todo caso algún motivo razonable. Ahora bien, también Rahner ha caído en la cuenta de que el Papa, en los múltiples discursos en defensa de su encíclica, nunca ha dicho expresamente que «se trata aquí de una doctrina autén tica ciertamente, pero en definitiva reformable» (R. p. 367). Y Rahner supone con razón que Pablo VI evita «una tal declaración expresa, no sólo por razones prácticas, en virtud de una pedagogía popular que teme que una calificación de este género prive concretamente a esta doctrina de toda importancia práctica» (R. p. 367). Rahner supone también con razón que Pablo VI evita una tal declaración no sólo porque él «está personalmente convencido de la verdad objetiva de su doctrina» (R. p. 367). ¿Por qué, pues? Así opina Rahner: «Más bien se podría pensar absolutamente o que él privadamente es de la misma opinión que el informe de la minoría de la comisión (al menos en la interpretación de Küng) o que no sabe si su doctrina pertenece objetivamente al depósito propiamente dicho de la revelación y si se da o no como tal en la conciencia de la fe de la Iglesia» (R. p. 367 s).
Rahner evita, por lo tanto, la cuestión en cuanto que declara ambas posibilidades —¡de todos modos la primera también!— como «pensables en principio». Pero aquí no nos interesa lo que Rahner declara como posible, sino lo que el Papa ha dicho. Y en cuanto a
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esto, el Papa sabía muy bien, a diferencia de Rahner, que esta doctrina «se ha dado en la conciencia de la fe de la Iglesia» (R. p. 368): a saber, que él debía «valorar una tradición doctrinal no solamente secular, sino también reciente, como es la de nuestros predecesores inmediatos» (Alocución del 31 de julio de 1968 en defensa de la encíclica, citada en ¿Infalible?, 38). ¿Por qué no quiere, pues, aceptar el teólogo defensor del magisterio infalible lo que el Papa ha dicho expresamente? En la misma encíclica (n. 6), con toda claridad Pablo VI asegura que había querido examinar personalmente la grave cuestión porque en el «seno de la comisión» habían aflorado algunos criterios de soluciones que se separaban de la doctrina moral sobre el matrimonio propuesta por el magisterio de la Iglesia con constante firmeza».
Si no se quiere especular aquí, sino que nos atenemos a las afirmaciones del mismo Papa, resulta entonces bien claro por qué el Papa se atuvo al parecer de la minoría de la Comisión y no al de la mayoría. Y que en este caso se trata en un sentido cualificado «de la conciencia de la fe de la Iglesia», es evidente según el informe de la minoría. La minoría no argumenta de ningún modo, en el sentido que Rahner afirma, al parecer sin atender al texto del informe, «de manera más vaga y general aludiendo a la autoridad doctrinal de la Iglesia, al Espíritu Santo y al peligro de que esta autoridad doctrinal cai-
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ga en descrédito si Pablo VI se aparta de la doctrina de Pío XII» (R. p. 366). Por el contrario, la minoría de la comisión rechaza un cambio de la doctrina con el argumento concreto de que de otro modo habría que confesar «que el Espíritu Santo... ha asistido a las iglesias protestantes mientras que no ha librado a Pío XI, Pío XII y a una gran parte de la jerarquía eclesiástica a lo largo de un medio siglo de un gravísimo error, altamente perjudicial para las almas; puesto que habría que suponer que, de modo imprudente habrían condenado con la pena del castigo eterno millares de actos humanos que ahora serían considerados como buenos (citado en ¿Infalible?, p. 44).
La minoría de la comisión pretende probar con una documentación abrumadora que, según el consetimiento general del magisterio eclesiástico, al menos en nuestro siglo, en el caso de la prohibición moral de la limitación de la natalidad por medios artificiales, se trata de una doctrina universal del magisterio de la Iglesia y que obliga bajo pecado mortal La investigación de si la encíclica «Casti con-nubii» de Pío XI ha constituido o no una manifestación dotrinal infalible sólo sirve para apartarnos del problema central: «La verdad de esta doctrina surge del hecho de que ha sido propuesta con tal constancia, con tal universal validez, con tal obligatoriedad que ha de ser mantenida y seguida siempre y en todas partes por los fieles» (citado en ¿Infalible?). Para la minoría de la comisión,
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que fue capaz de convencer al Papa, era pues evidente, según los principios romanos, «que ese cambio supondría un duro golpe contra la doctrina de la asistencia del Espíritu Santo, que ha sido prometida a la Iglesia para dirigir a los fieles por el recto camino hacia su salvación... Pues si la Iglesia hubiera errado de manera tan grave en su seria responsabilidad de la dirección de las almas, eso equivaldría a la seria aceptación de que le ha faltado la asistencia del Espíritu Santo» (citado en ¿Infalible?, p. 144)
Así pues, en la cuestión de la inmoralidad de la limitación de la natalidad por medio de métodos artificiales, se trata del consentimiento doctrinal cotidiano del Papa y de los obispos, es decir del llamado magisterio ordinario (magisterium ordinarium). Y si Rah-ner dice en este sentido, a la ligera, que la concepción de la minoría conservadora de la comisión «todavía no está demostrada por el hecho de que un grupo afirme su verdad» (R. p. 366), al menos ha quedado claro que no se trata de ningún modo sólo de «un grupo determinado», sino de la teología romana en absoluto:
1) El mismo Papa, como hemos visto, ha hecho suya abiertamente la concepción conservadora de la minoría de la comisión.
2) La minoría de la comisión no había decidido a capricho, sino que tuvo presente an
te sus ojos la teoría romana del magisterio y de modo especial del magisterio ordinario: «La historia nos ofrece la prueba más perfecta..., de que la respuesta de la Iglesia ha sido siempre y en todas partes la misma desde el principio hasta nuestro siglo. No se puede encontrar ningún período de la historia, nigún documento de la Iglesia, ninguna escuela teológica, y tampoco un teólogo católico que haya negado que la anti-concepción no suponga siempre un pecado grave» (citado en I, p. 52 s.).
3) El autor por su parte no «ha afirmado tan apresurada y apodícticamente» en este punto concreto (R. p. 366). Más bien ha demostrado con el mayor cuidado:
a) que el Papa y la minoría de la comisión están protegidos por la concepción de la teología corriente romano-neoescolástica (véase I, 51-54). Según la concepción romana, la inmoralidad de los anticonceptivos debe ser considerada como una doctrina infalible si la tesis que se encuentra en todos los manuales neoescolásticos suena así: «La colegialidad de los obispos es infalible cuando, reunidos éstos en un Concilio ecuménico o dipersos por el orbe terráqueo, proponen una doctrina de fe o de moral como una verdad que ha de ser mantenida y aceptada por todos los fieles» (citado en I, 51 s.);
b) que el Papa y la minoría de la comisión están protegidos y amparados además por la
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concepción del concilio Vaticano II (véase I, 54-62). Según la concepción romana, la inmoralidad de los anticonceptivos debe ser considerada como una doctrina infalible si tenemos en cuenta la siguiente expresión de la constitución sobre la Iglesia (art. 25): «Cuando, aun estando (los obispos) dispersos por el orbe, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo» (citado en ¿Infalible?, p. 57).
Si Rahner quiere aducir en contra de todo esto lo que se habló en la comisión teológica, eso tiene tan poco valor como lo que yo pudiera aducir de una conversación personal con el Papa. Aquí lo que decide es el texto del Concilio. Con todo, en esta comisión había también, según Rahner «teólogos y obispos que pensaban que una tal doctrina es ya un dogma (aun cuando no haya sido propiamente definida), cuando es enseñada de 'modo universal durante largo tiempo y prácticamente es aceptada por todos los católicos» (R. p. 366). Y si Rahner afirma sin aducir ningún texto ni prueba que el mismo Concilio ha «enseñado otra cosa en esta cuestión», hay que responderle que esto no se puede probar de ningún modo por los textos conciliares (prescindiendo de la expresión «dogma», que no hemos aducido aquí y que tampoco ha usado en este sentido el Concilio).
En el texto conciliar arriba citado no se afirma precisamente que sólo se da una proposición de fe infalible cuando el magisterio «la propone con toda claridad como para ser aceptada con un asentimiento absoluto de fe y como revelada por Dios» (R. p. 367). Según el artículo 25 de la Constitución sobre la Iglesia no se requiere que una tal doctrina sea propuesta como infalible ni como revelada por Dios (véase I, p. 57). Basta con que sea propuesta como que «ha de ser tenida como definitiva» («definitive tenenda») y éste es sin duda el caso por lo que se refiere a la limitación de la natalidad por medio de los anticonceptivos, que ha sido condenada constante y unánimemente con la amenaza de los castigos eternos. Ni una sola vez se habla de una doctrina «que haya de ser creída como definitiva» sino de una doctrina «que ha de ser tenida como definitiva».
El mismo Karl Rahner había comentado en 1966: «Se dice 'tenenda' —en lugar de 'cre-denda'— porque, según una concepción muy extendida, puede darse, en determinadas circunstancias, una definición por parte de la Iglesia que no se relaciona con una verdad revelada propiamente dicha, la cual sólo puede ser creída ('credenda') con 'fe divina' por razón de la autoridad inmediata de Dios que se revela» (citado en I, p. 57). Coherente con esta concepción, la expresión «tamquam divinitus revelata credenda» sólo se relacionaba ya en el Vatiano I con aquello que debe ser creído «fide divina et catholica» (Denz. 1972).
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Pero aun cuando, en contra del texto del/Vaticano I I , quisiera aferrarse uno a la opinión de que es necesario que una cosa sea'propuesta como revelada por Dios, para que se pueda hablar de una doctrina infalible, esto no cambia nada el estado de la cuestión. Porque la infalibilidad, descrita por el Concilio en el n.° 25, de acuerdo con la teología de escuela, «se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación ('divi-nae revelationis depositum'), que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad» (citado en I , p . 58). Y precisamente el problema está en las últimas palabras, conforme había comentado el mismo Karl Rahner anteriormente. ¿Qué significa «custodiar santamente el depósito de la revelación»? Responde Rahner en 1966: «Por esta razón ('sánete custodiendum') vienen a formar también parte del objeto de esta autoridad doctrinal algunas verdades que son necesarias para la defensa del depósito de la revelación propiamente dicho, aun cuando ellas mismas no hayan sido formalmente (explícita o implícitamente) reveladas» (citado en I , p. 58).
Esto está perfectamente de acuerdo con la teología escolar, que considera como objeto de la infalibilidad papal y episcopal no sólo las verdades de la fe y de la moral cristianas formalmente reveladas, sino también las verdades y hechos que guardan una estrecha relación con la doctrina revelada, a saber, las conclusiones teológicas, los hechos histó
ricos ('facta dogmática'), las verdades de la razón natural, y hasta la canonización de los santos (cfr. ¿Infalible?, p. 45).''
Y teniendo presente una concepción tan amplía de lo que ha de ser tenido como «revelado» por Dios, concepción admitida al menos en época anterior por Rahner, ¿habían de encontrar todavía dificultad el Pa-
7 En un tono bien preciso y muy apropiado al caso de la "Humanae Vitae", se expresaba el artículo sobre Unfehlbarkeit (infalibilidad) escrito por A. LANG en el último año del Concilio, 1965, para el "Lexikon für Theologie und Kir-che" (X 486s.) editado por K. RAHNER: "La teología considera como 'objectum primarium' de la infalibilidad las verdades reveladas, a saber, las verdades salutíferas 'per se' e inmediatamente ('res fidei et morum'); pero, como 'objectum se-cundarium', también todo aquello que, o lógica o históricamente o por sus repercusiones prácticas, está tan íntimamente ligado a las verdades de fe, que una actitud negativa o falsa frente a ello destruiría o pondría en peligro la fe. Entre éstas, así llamadas 'verdades católicas', se enumeran: los presupuestos filosóficos y las conclusiones teológicas de la fe, los 'facta teológica' (hechos dogmáticos), las canonizaciones de los santos, la rectitud ética y dogmática de las leyes universales eclesiásticas. A las decisiones definitivas de la Iglesia sobre este campo secundario les corresponde ciertamente una certeza infalible (grado de certeza), pero la cualidad de certeza de fe divina tan solo en la medida en que puedan fundarse en la revelación. Hay que advertir que la decisión sobre la competencia del magisterio eclesiástico y sobre la delimitación de su infalibilidad no corresponde al individuo (esto haría prácticamente ineficaz la infalibilidad), sino que pertenece al mismo objeto de la infalibilidad". Cfr. también el artículo "Infalibilidad" en K. RAHNER-H. VORGRIMLER, Pequeño diccionario teológico, Herder.
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pa, la minoría de la comisión y la teología romana en general, para tratar como una doctrina necesariamente obligatoria, inim-pugnable, irreformable y por lo mismo de facto infalible, la verdad moral de la ilicitud de la limitación de la natalidad por medios anticonceptivos, proclamada de forma unánime desde siglos por el Papa, los obispos y teólogos como verdad que ha de ser tenida como definitiva?
Por esta razón —prescindiendo de otros detalles significativos (véase I, 46-49)— el Papa (así como también de manera bien consciente el «Osservatore Romano») nunca ha aludido a la encíclica como a un documento falible sino que la ha propuesto como doctrina de Cristo, y se ha presentado tanto a sí mismo como a su encíclica «'como signo de contradicción', a semejanza del divino fundador de la Iglesia».
Y por esta razón, el Papa ha exigido una obediencia totalmente incondicionada como cuando se trata de una proposición doctrinal infalible con la apelación al Espíritu Santo. Es decir, de facto concretamente aquello que Rahner exige para una «proposición de fe absolutamente obligatoria» por parte del magisterio ordinario: a saber, que tal proposición sea expuesta de forma clara «como con un asentimiento de fe absoluto y como revelada por Dios».
Notemos simplemente de paso que nuestra
posición ha sido confirmada por los cardenales Charles Journet y Perícle Felicí ciertamente competentes y próximos al Papa. En alguien como Rahner podía estar pensando Felici, cuando afirma: «De hecho algunos deducen la no infalibilidad de la doctrina por no encontrarse frente a una definición 'ex cathedra'. Y continúa: «Una verdad puede ser segura y cierta, y por lo mismo obligatoria, aun sin el carisma de la definición 'ex cathedra', como es el caso concreto de la encíclica 'Humanae Vitae', en la que el Papa, como supremo maestro de la Iglesia, predica una verdad que siempre ha sido enseñada por el magisterio de la Iglesia y que corresponde a las enseñanzas de la revelación (!)» (citado en I, p. 49).
Los romanos se rigen en la interpretación de las doctrinas romanas —como se ha demostrado también en la época más reciente, desde la «Humani generis» hasta la «Humanae Vitae»— no por interpretaciones y aplicaciones blandas y humanitarias, sino por sus propios principios jurídicamente duros. Rahner no debería querer saberlo mejor que los mismos romanos cuando trata de interpretar las doctrinas romanas. Más bien debería —y en esto ha fracasado también de hecho la mayoría progresista de la comisión, por más razón que tuviera en la cuestión de la regulación de la natalidad— examinar y someter a crítica los presupuestos de la teoría romana sobre el magisterio y la infalibilidad. O, si es que quiere evitar esta cues-
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tión, al menos no debería afirmar continuamente sin probarlo, como hace en este parágrafo, que el autor no ha aducido ninguna prueba. Si no se toman en serio las teorías romanas, volveremos de nuevo a encontrarnos con un desgraciado despertar, como ha sucedido en las nuevas y recientes decisiones doctrinales romanas, teniendo que comenzar de nuevo a preguntarse teólogos muy prudentes cómo es posible que esto tenga lugar a pesar de todas sus razonadas interpretaciones.
Por el contrario, no permanece uno de ninguna manera dentro del círculo del anatema de la teología romana, cuando se desvelan sus teoremas y se hace ver su peligrosidad; cuando se examina su solidez y, en el caso de que se demuestren como insostenibles, se les abandone con toda decisión para dejar que surja una «nueva» solución del problema, justificada por el mensaje primitivo cristiano y más de acuerdo con él. Si esto tuviera lugar en el caso de la «Humanae Vi-tae», entonces se le daría al Papa, que en estos días ha vuelto precisamente a inculcar de nuevo la doctrina tradicional respecto a la anticoncepción sin excepción, la posibilidad de repensar y examinar críticamente su doctrina y en definitiva de cambiarla, pues ya no estaría ligado, en contra de una mejor inteligencia del Evangelio y del mundo actual, por «una tradición doctrinal no solamente secular, sino también reciente» (citado I, 38)
Así, pues, digamos una vez más: Piense cada uno lo que quiera sobre la obligatoriedad de la «Humanae Vitae», la tesis central permanece en pie, a pesar de todo. Mientras tanto puede quedar como demostrado (después de la invalidación de las objeciones de Rahner, todavía más que antes) que el lamentable aferramiento a la inmoralidad de la anticoncepción se presenta como una consecuencia extringente de la concepción romana del magisterio. O con mayor precisión: como una consecuencia más estricta de la «continuidad, coherencia y firmeza» de la doctrina, entendidas en sentido romano (Cardenal Felici, citado en I, p. 49), y de su tradicionalidad y universalidad. O expresándolo en conformidad con la terminología neoescolástica: como la consecuencia más estricta de la autoridad, irreformabilidad e infalibilidad de la doctrina, entendidas en sentido romano, a saber, cuando esa doctrina es propuesta de forma unánime y constante por el magisterio ordinario como una doctrina de fe o de moral que ha de ser tenida como definitiva. Toda la cuestión consiste en saber si esta doctrina romana es realmente la doctrina católica. Y un diálogo sobre este tema con Rahner, ¿habría de ser imposible?
¿A qué fin una teoría del error?
Al acercarnos ahora finalmente con Rahner al problema central, queremos hacer la si-
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guíente observación: después de exponer unas cuantas ideas generales sobre la verdad y el error en las proposiciones (R. p. 368-370), intenta dar Rahner una prueba trascendental sobre la necesidad de proposiciones que han de ser afirmadas de manera absoluta (R. p. 370-372) y llega, finalmente, a la cuestión propiamente dicha de si «no se dan en el campo de la Iglesia» proposiciones infalibles (R. p. 372). Pero en las tres decisivas páginas que siguen (R. p. 373-375) no se aduce en este sentido ni una sola prueba teológica, sino que se indica al autor lo que éste debiera haber hecho, según Rahner, en su libro: «Küng tendría razón si acentuase, lo que con frecuencia pierde de vista la teología escolar...»; «Küng tendría razón si exigiese de la teología escolar una teoría mejor y más precisa sobre el error...»; «Küng nos habría hecho un gran servicio si hubiera desarrollado una teoría más precisa de la historicidad de las proposiciones...»; «Küng hubiera podido desarrollar un concepto teológico más profundo y radical de la verdad, para afirmar realmente lo que significa 'error' en la teología...»; «Debiera haber hecho esto en su empresa...»; «Küng podría tranquilamente (al menos eso me parece a mí)...»; «Entonces hubiera... la verdad de las proposiciones teológicas...»; «Entonces, poruña parte sería...»; «Pero, por otra parte, con un tal concepto de la verdad de las proposiciones, Küng hubiera podido hacer comprensible...»; «Según, esto, no hubiera debido negar Küng...»; «Entonces Küng ha
bría hecho también algo para su propio pro blema...» (R. p. 373s.). Y así sucesivamente (R. p. 377).
A esto lo llamo yo una teología de lista de pedidos verdaderamente notable. Eso no quiere decir que yo, como teólogo más joven, no haya aceptado siempre con gusto los consejos de mis colegas de más edad y experiencia, en concreto los del mismo Rahner. Pero puntualicemos con sorpresa que el crítico: 1) parece que no se las arregla muy bien con las muchas cosas que se le ofrecen en el libro, pues leemos en la segunda frase de su largo artículo, en su propia descarga: «la materia tratada por Küng, y el modo como lo hace, es por sí misma de tal naturaleza que sería necesario escribir un libro al menos tan grande como el suyo si se quisiera descender a todos los puntos sobre los que habla (R. p. 361); 2) soslaya, como demostraremos más adelante, el problema central propuesto por el autor; 3) en relación con las tareas que él encomienda realizar al autor, él mismo tiene que confesar que «no existe una teoría realmente satisfactoria para poder distinguir con precisión entre el error, por una parte, y la finitud histórica, la impropiedad y la relatividad de una proposición humana, por otra. Más aún, en la teología de la escuela no se ha dado nunca esta distinción...» (R. p. 369s). Asimismo hay que constatar además una «lamentable insuficiencia de gnoseología teológica y de hermenéutica dentro de la teología católica escolar» (R. p. 370; véase también 373).
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Y prosigue: «En la teología escolar tradicional (prescindiendo de algunas magnitudes como Agustín, Tomás de Aquino, etc.) se ha realizado- muy poco trabajo de preparación» (R. p. 374).
Pero, a pesar de todo, el autor «tendría» que haber proporcionado además una «teoría del error» en este su libro, ya sobrecargado de contenido según el mismo Rahner. Ahora bien, sobre el error se habla en la obra desde la primera hasta la última página, casi continuamente, para disgusto y mal humor de Rahner. Y en este sentido tengo que decir: Estoy dispuesto a ayudar muy a gusto a mi vecino cuando me lo pida en su necesidad; pero no me gusta que se me ordene barrer la nieve que hay en la entrada de su casa, tratando de convencerme de que el parecer, sólo así podré alcanzar la calle. Yo me he abierto ya mi propio camino con esfuerzo exegético, histórico, filosófico y teológico-sistemático, aun cuando estoy dispuesto a es-parcer todavía sal sobre él y, si es preciso, también a seguir dándole a la pala. O, para decirlo con un poco menos de «arranque retórico» (R. p. 361): No pienso proporcionar esa «teoría del error» ya sea elaborada por la teología ordinaria de la escuela, ya sea por Rahner mismo. ¿Por qué se interesa Rahner de repente con tanta diligencia por una determinada «teoría del error?» El desearía, como ya hemos oído, «poder distinguir con precisión entre el error, por una parte, y la finitud histórica, la impropiedad y la relatividad de una proposición humana,
por otra» (R. p. 369). ¿Y con qué fin? El desearía salvar de esta manera para el magisterio eclesiástico aquellas proposiciones infaliblemente verdaderas a priori que, al parecer, no se pueden mantener bajo el fuego cerrado de la crítica exegética, histórica, filosófica y teológica.
Para poder mantener estas proposiciones infaliblemente verdaderas a priori, Rahner estaría dispuesto a renunciar desproporcionadamente a muchas cosas. Casi como un capitán de barco en una tormenta que manda arrojar todo el bagaje por la borda para poder salvar unos presuntos lingotes de oro. El desearía y así lo exige, con insistencia, como hemos visto, al menos de la teología católica que «reflexione» de manera muy distinta» sobre el hecho de que, tanto en la Iglesia como en su teología, se han dado muchos errores y se siguen dando ciertamente también hoy» (R. p. 375). Es este un hecho que no —ya no— se le puede considerar como «indiferente e inofensivo». Porque: «Este error no es siempre tan inofensivo, no se refiere solamente a cuestiones secundarias que se discuten entre los teólogos, sino que con frecuencia está enraizado de muchas maneras y casi de forma inseparable en la vida concreta de los cristianos. Este error se halla amalgamado, con mayor frecuencia de lo que se cree, con verdades y dogmas de la Iglesia, de tal modo que se ven amenazadas y perjudicadas en sus consecuencias prácticas» (R. p. 375).
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Naturalmente convendría que se reflexionase sobre el error con mayor detenimiento de lo que he podido hacer en el marcoi de mi libro. De hecho apenas si existen monografías buenas y nuevas, filosóficas o teológicas sobre el error.3 Investigar sin prejuicios qué es propiamente lo que hace que el error sea error, qué hace que una proposición, suscep-8 El Lexikon für Theologie und Kirche editado por K. RAHNER, dedica, junto a un artículo de 12 columnas sobre el Papa (LThK VIII, 36-48; Magisterio y sistemática) y junto a un artículo de 5 columnas sobre la Infalibilidad de la Iglesia (LThK X, 482-487, de A. Lang) una columna al tema Irrturniosigkeit = inerrancia (igualmente de K. Rahner, LThK V, 770s.) y sólo una media página respectivamente al tema Irrtum, moral-theologisch = error en sentido moral (de Ch. Robert) e Irrtum, kirchenrechtlich = error en sentido canónico (de M. Kaiser), pero ni una sola línea al error en sentido teológico o filosófico y, fuera de la literatura canónica, no da tampoco ninguna otra indicación bibliográfica. Es igualmente significativo que el artículo Irrtum, moráttheologisch se limite a describir las posibles causas de los errores y por otra parte a dar algunas normas pastorales para vencer los errores. Cuando se lee allí cómo se ha de luchar contra el error con un sentido paternal y autoritario "ya en el niño", pero ciertamente no sólo en el niño, ya no se admira uno por qué el católico adulto y la misma Iglesia encuentran tantas dificultades para arreglárselas en sentido positivo con el error: "La pastoral debe ayudar al n iño: 1) iniciándole a una aplicación tranquila y personal de los mandamientos al caso (situación) individual; mediante la indicación de que obrar sin reflexión es una falta; 2) mediante el ejercicio del comportamiento recto en la colisión de deberes; 3) mediante una confianza infantil en la Iglesia que no sólo proporciona al hombre prescripciones generales sino normas bien concretas (así en los problemas del matrimonio, de la moral profe-
tible en sí de un doble sentido, adquiera una sola interpretación, qué es lo que distingue así en concreto una proposición verdadera de una proposición falsa, podría resultar altamente interesante y válido para nuestra cuestión y serviría, sin duda así es de esperar, a agudizar todavía más las dificultades contra las proposiciones infalibles a priori. Por lo tanto, no tenemos absolutamente nada contra una teoría del error, entendida como una reflexión sobre la naturaleza y esencia de la verdad y del error. ¡Pero sí tenemos algo contra una teoría del error que se quiere proyectar desde el principio, en el sentido de Rahner, como una apología de las proposiciones infalibles!
En este caso conviene reforzar una vez más la posición del autor contra las exageraciones y malos entendidos de Rahner:
a) El autor no dice en absoluto, 1) «que
sional etc.). Esa confianza debe pasarse también al pastor de almas y a seglares cristianos. La corrección del que yerra es obligación estricta de los superiores y acción de caridad en todos" (LThK V, 769). Otros trabajos no mencionados en LThK, aunque poco provechosos relativamente para nuestra temática: E. MACH, Erkenntnis und Irrtum. Skizzen zur Psychologie der Fors-chung (Leipzig 1905, 4 ed. 1920) (sobre t odo desde el punto de vista de las ciencias naturales); J. E. Heyde, Wege zur Klarheit. Gesammelte Aufsátze (Berlin 1960) (sobre todo los artículos de los años 1928 y 1933: Logik des Irrtums-Re-lativitát der Wahrheitl pp. 123-175); K. JASRES, Von der Wahrheit (Munich 1958) (especialmente la parte tercera, 1: Wahreit und Falschheit, pp . 475-600).
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las proposiciones no son capaces de expresar la verdad»; 2) «que todas las proposiciones son al mismo tiempo verdaderas y falsas»; 3) «que no pueden adaptarse a la realidad que pretenden expresar»; 4) «que es imposible un acuerdo sobre las mismas» {¿Infalible? p. 131).
b) Más bien el autor afirma expresamente, 1) que la fe de la Iglesia, de manera general «hace referencia a proposiciones de fe» (I, 116), más aún, «también a proposiciones comunes de fe» (I, 117); 2) que la fe de la Iglesia de modo especial «hace referencia a confesiones colectivas de la fe cristiana, a proposiciones que sintetizan y recapitulan las principales verdades (las confesiones de fe o los símbolos o credos)» (I, 117); 3) que la fe de la Iglesia finalmente «hace referencia a delimitaciones polémicas frente a los no cristianos, a proposiciones defensivas y definitorias (definiciones de fe o dogmas de fe)» (I, 118).
Repetimos una vez más la pregunta: ¿Es que no existe de verdad una base común para un diálogo entre católicos? Pero a Rah-ner sólo le interesa en este contexto una cosa que él piensa quizás constituir en 'arti-culus stantis et cadentis Ecclesiae catholi-cae': la Iglesia hace referencia no sólo' a las proposiciones de fe obligatorias en el doble sentido arriba indicado, sino también además a proposiciones de fe infalibles de antemano. Y esto es lo que, en todo caso, habría que probar.
¿En oposición con la fe católica?
En su artículo, con ocasión del centenario de la definición de la infalibilidad, inmediatamente antes de la aparición de mi libro, Rahner había formulado de muy distinta manera el 'articulus stantis et cadentis Ecclesiae': «Así como el cristiano cree en Jesucristo, el Señor, como en el Salvador absoluto, a pesar de su concreta historicidad, así también cree con una esperanza de fe esencialmente escatológica, que la Iglesia no sucumbirá de hecho al peligro real e inminente de su misma constitución. El único motivo definitivo para esta esperanza es Jesucristo; no deben darse como soluciones los problemas teoréticos y sociológico-cognosci-tivos, que seguirán existiendo todavía. Así, por ejemplo, la cuestión, que nos atañe de cerca, de si este motivo de fe no solamente nos aporta el asentimiento infalible a la totalidad de la fe, concretamente al hecho de Jesucristo, sino que garantiza también la infalibilidad de cada una de las proposiciones definidas como tales. Y en este caso, cómo, en qué sentido y de qué manera sucede esto».9
El problema de las proposiciones infalibles aparece aquí, en Rahner, como de segundo rango frente al de la infalibilidad del verdadero «motivo de fe» ( = Jesucristo) y frente al del asentimiento a la «totalidad de la fe» ( = Jesucristo). Y tan secundario le pare-
9 Lugar citado p. 19.
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ce que, en su artículo, con ocasión del centenario, despacha la cuestión sobre la infalibilidad de cada una de las proposiciones definidas como tales con la siguiente indicación: «Pero ahora no podemos detenernos sobre este punto». ¿No evidencia esto ya claramente que en su artículo contra mi libro ha invertido «la jerarquía de las verdades» (R. p. 375, según el Vaticano II) y que se ha obstinado ahora en un punto en el que no debiera haberlo hecho de ningún modo?
Rahner afirma que mi tesis sobre la permanencia de la Iglesia en la verdad a pesar de todos los posibles errores de detalle (infalibilidad o, mejor aún, indefectibilidad de la Iglesia a pesar de proposiciones falibles) se opone «a toda la teología católica, al menos desde la Reforma» y al mismo tiempo «a la doctrina expresa del primero y del segundo concilio Vaticano» (R. p. 364). En el aludido artículo, con ocasión del centenario, se había expresado con mucha más reserva. En esta ocasión versaba su interés sobre la misma preocupación que mi libro: presentar el dogma vaticano sobre la infalibilidad —el único dogma que trata de la infalibilidad de determinadas proposiciones— como una «proposición histórica»: «En primer lugar, el dogma de la infalibilidad, relacionado con el Papa, es de fecha muy reciente como proposición explícita de fe. Y nada cambia en este sentido que digamos que siempre ha constituido una convicción de la Iglesia el hecho de la infalibilidad de
la Iglesia como tal en su fe, en la Escritura y en los concilios. Porque esta misma convicción no solamente tiene también ella un principio histórico- sino que, además, la antigua concepción de la infalibilidad de la Iglesia no se refería tanto, ni de manera tan explícita como hoy, a la veracidad infalible de una decisión nueva que era preciso tomar en una cuestión discutida, cuanto a la posesión ya dada y permanente de la realidad salvífica en la Iglesia, transmitida por la tradición y poseída por la fe. En este sentido, pues, podemos denominarla ,antigua''. Y aun cuando se quiera decir que también los antiguos concilios tomaron decisiones y formularon nuevas proposiciones con una nueva conceptualidad, hay que afirmar con todo, que esto no lo han hecho con la conciencia de proponer algo nuevo, una creación histórica, sino con la conciencia exclusiva de formular lo antiguo de otra manera. Casi negando que, mediante la nueva formulación, haya sucedido realmente algo nuevo respecto al conocimiento de la verdad».10
¿No suena esto una vez más en un tono muy distinto al de las afirmaciones apodíc-ticas y dogmáticas de su más reciente artículo contra mi libro, escrito por Rahner tan sólo unos pocos meses más tarde? La reacción de Karl Rahner pudiera haber sido también diferente: podía haber comprendido que mis afirmaciones no eran sino la prosecu-
10 Lugar citado p. 20.
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ción y aplicación de estos sus propios pensamientos llevados a sus últimas consecuencias. Puesto que, en relación con la «proposición histórica» del Vaticano I, se ha obtenido en base a concienzudas investigaciones:
a) La tradición católica es: la infalibilidad o, mejor, la indefectibilidad o perennidad de la Iglesia como tal y no la infalibilidad de determinadas autoridades (véase sobre esto las explicaciones según Congar, ¿Infalible?, p. 149-151).
b) El Concilio Vaticano II, en sus afirmaciones sobre la infalibilidad depende totalmente del Vaticano I (véase I, 54-69).
c) El Vaticano I, por su parte, no aduce ni testimonios convincentes de la Escritura ni de la tradición general ecuménica que pudieran probar una infalibilidad de las proposiciones (I, 69-100).
d) La cuestión decisiva de si las promesas hechas a la Iglesia (y a Pedro) podrían seguir en pie sin el presupuesto de las proposiciones infalibles a priori, no ha sido discutida en el Vaticano I (ni en el II). A saber, se ha partido de la suposición natural y espontánea de que la infalibilidad de la Iglesia no podría realizarse sin la existencia de proposiciones infalibles.
En el libro se formulaba expresamente la pregunta de si el concilio Vaticano I se había equivocado. La respuesta históricamen
te fundada era: «Más bien hay que decir que se mantuvo ciego frente a la problemática fundamental. En lugar de examinar a fondo la problemática fundamental, la soslayó» (I, 123). El Vaticano I (¡y esto tanto la minoría anti-infalibilista como la mayoría infalibi-lista!) no vio en absoluto el problema, pollas razones que expusimos (I, 123-127). Ahora bien, ¡lo que un Concilio no ha visto como problema, tampoco lo ha dado como decidido! ¡Y donde no ha tomado una «posición», tampoco puede experimentar una «oposición»! Por lo mismo cae por sí misma toda la afirmación de Rahner de que la tesis de mi libro está en «oposición con la teología católica y los dos concilios Vaticanos» y, por consiguiente, en «oposición con una verdad de fe definida».
Pero Rahner, por lo visto, sostiene que él puede demostrar y probar lo que el Vaticano I no solamente no ha demostrado sino que ni siquiera ha entrevisto. Mas, en realidad, las pruebas de Rahner en favor de las proposiciones infalibles, apenas si tienen algo que ver con las pruebas (no convincentes) del Vaticano I en favor de la infalibilidad del Papa o de la Iglesia (sobre la que no se reflexionó más detenidamente entonces).
Anteriormente, del carácter escatológico definitivo y victorioso de la verdad de Dios había concluido sin más la infalibilidad de determinadas proposiciones doctrinales de la
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Iglesia.11 En relación con esta visión, he hecho notar, sin citar el nombre, que esto no puede darse «sin que al mismo tiempo se tome en serio la provisionalidad escatológi-ca y la fragmentabilidad de la verdad ecle-sial, que puede llagar hasta el error y el pecado» (I, 116).
Mientras que anteriormente Rahner argumenta así, sobre todo en sentido teológico-escatológico, ahora argumenta casi exclusivamente, en relación a las proposiciones infalibles, en sentido trascendental. Evidentemente en razón de su primitivo entronque filosófico, cosa que naturalmente nunca pudo pasarles por la mente a los padres del Vaticano I.
Nótese la diferencia: el Vaticano I argumenta a raíz de la Escritura; Rahner no aduce ningún testimonio bíblico. El Vaticano I argumenta desde la tradición; Rahner no recurre en ninguna parte a los testimonios de la tradición. El Vaticano I argumenta en favor de la infalibilidad en virtud de la asistencia especial del Espíritu Santo; Rahner lo hace ante todo partiendo de la necesidad de la razón práctica. El Vaticano I afirma expresamente una infalibilidad específica del Papa y fundamentalmente de la Iglesia; Rahner afirma, en el fondo, la infalibilidad de cada persona y así, en conse-
II Véase, por ejemplo, el artículo Infalibilidad en K. RAHNER-H. VORGRIMLER, Pequeño diccionario teológico, Herder.
cuencia, también de la Iglesia, del Papa y de los Concilios.
Si se quisiera juzgar aquí ex cathedra en un sentido tan dogmático como lo hace Rahner, se podría volver al revés la cuestión sobre la oposición con la fe católica. Pero no es esa nuestra intención. Sólo intentábamos hacer ver, mediante fuertes iluminaciones de contraste, que aquí una vez más no se da en Rahner una interpretación sino una modificación del sentido; se mantiene en verdad la fórmula, pero se cambia calladamente su contenido.
Brevemente: nos encontramos con una interpretación de los dogmas que no es ciertamente positivista pero sí especulativa, que está en contraposición a una interpretación verdaderamente histórica. Sobre esto habrá que volver.
¿Proposiciones infalibles?
Rahner intenta probar «la necesidad de las proposiciones que han de ser afirmadas de modo absoluto» (R. p. 370), por razón «de esa decisión y situación fundamental libre y última en la que el hombre está en la verdad»: esa «última decisión fundamental que (por la gracia de Dios) pone al hombre en la verdad», se expresa «siempre y necesariamente» por medio de «algunas proposiciones verdaderas (como es natural de muy diverso carácter reflejo en cada caso)» (R. p. 370).
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Nos hubiera gustado oír de Rahner, que tan bien sabe escribir lo que debieran haber hecho los demás, un poquito más sobre esta decisión fundamental. ¿Es, pues, tan natural que la «verdad» se funda en ella? «La razón práctica», de la que se habla aquí con tanta naturalidad, ¿se debe entender en el sentido de Kant, en el de la nueva izquierda o en el de una determinada neoescolástica (el «espíritu» del hombre que se caracteriza como entendimiento y voluntad por su trascendentalidad y, por lo mismo, por su inevitable referencia a Dios)? Y ¿vive, pues, el hombre en la verdad «solamente (?) mediante proposiciones verdaderas» (R. p. 370), o «se objetiviza la decisión fundamental asentada en la verdad» —como se expresa de forma curiosa en la página siguiente— «también (!) de alguna manera (!) en proposiciones» (R. p. 371)?
De estas afirmaciones tan vagas y tan poco consistentes, pasa Rahner sin más a la constatación de que se dan «fórmulas verbales que son tomadas como expresión clara de ciertas decisiones fundamentales (o de la auténtica decisión fundamental del ser, —ahora no se preocupa de eso) y que son realizadas con aquel compromiso absoluto (y por lo mismo indiscutiblemente verdadero), como sucede en esta misma decisión fundamental» (R. p. 371). Precisamente el salto de esa «decisión fundamental» (o como se la llama ahora de golpe de una manera mucho más vaga: «ciertas decisiones funda
mentales») a las «proposiciones formuladas verbalmente» que deben ser realizadas con el mismo «compromiso absoluto (y por lo mismo indiscutiblemente verdadero)», al menos en esta forma no parece muy evidente. Rahner postula aquí sencillamente lo que se debiera probar: por ello reconozco yo «la obligación y la legitimidad de un asentimiento absoluto (?) a esta proposición (?) y la juzgo (¿la proposición?) desde lo absoluto de la razón práctica (?) como infaliblemente (?) verdadera ella misma» (R. p. 371). Rahner: «tales proposiciones se dan» (R. p. 372). Y continúa casi amenazadoramen-te: «Espero que Küng no niegue esto». En otro caso, ¿qué sucedería? Rahner: «Si lo hiciera, habría que dialogar con él como con un filósofo escéptico» (R. p. 372).
Pues bien, aun ante el peligro de descender en la consideración de Rahner de la categoría de «un protestante liberal», con la que se me ha bautizado, a la categoría de «filósofo escéptico», tengo que reconocer serenamente que no llego a comprender, a pesar de todo, en qué medida su «razón práctica» —¡y sería esto en muchos aspectos tan práctico!— es capaz de producir tales «proposiciones infalibles» que exigen en cuanto proposiciones un «asentimiento absoluto». Probablemente debería suceder a otros lo mismo, después que en Rahner se ha leído ya también otra cosa distinta.
Anteriormente había hablado Rahner menos de una indeterminada «razón práctica» que
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de un «conocimiento existencial» y, en este sentido, de un modo especial de una experiencia de Dios «inobjetiva». En contraste con la concepción expresada en su artículo y de acuerdo con mis reflexiones lingüísti-co-filosóficas sobre la frase «Dios existe» (I, 129-131), ha escrito sobre esta experiencia: «Adviértase: no se trata de una representación abstracta de Dios, de un teorema concebido de forma intelectiva sobre Dios, tampoco de una proposición (!) sobre Dios, que estuviera construida con conceptos humanos. Estos necesariamente, aun cuando digan algo de Dios, están formados del material de los conceptos y representaciones finitas e intramundanas, bajo una 'conversio ad phantasma', en la que puede darse el dato y la referencia conceptual de Dios de la misma manera que el error (!) y la falsedad. Al igual que en cualquier otra proposición (!), al igual que en cualquier otro objeto de un amor libre».12 Es decir, ¡mantenida en la verdad a pesar de todos los errores en las proposiciones!
Así, pues, al aducir su prueba en favor de las proposiciones infalibles, Rahner se ha apartado, sin dar razón de ello, de lo teoré-tico-teológico, derivando a lo ético-práctico (R. p. 370-372). Pero lo que vale para la perspectiva teorético-teológica, vale también para la ético-práctica. Así como se pue-
12 K. RAHNER, LO dinámico en la Iglesia, c. III: "La lógica del conocimiento existencial en S. Ignacio de Loyola".
de hablar de una verdadera experiencia de Dios «inobjetiva» que en determinadas circunstancias se objetiviza en proposiciones erróneas, así se puede hablar de una verdadera «inobjetiva» decisión fundamental ética que se mantiene en proposiciones erróneas en determinadas circunstancias. El posible error se encuentra aquí también precisamente en el juicio, en la proposición. H. E. Hengstenberg me ha hecho notar que tanto el primer conocimiento moral (Urin-tuition, Urintention) acerca de lo «moral-mente bueno» y «moralmente malo», cómo la decisión fundamental y decisión previa moral (en favor o en contra de la «objetividad» o cosa semejante), y, finalmente, en la realización de esta decisión fundamental también la conciencia, pertenecen al campo del conocimiento totalitario e inobjetivo. Pues bien, a esta decisión fundamental y a esta conciencia se les puede adscribir una determinada «infalibilidad» o «certeza».
Pero esta certeza de la conciencia respecto a la cualidad de la propia decisión personal y de la actitud radical originada por ésta, es una certeza que no excluye el error en el campo del juicio como tampoco en el del querer y el valorar, sino que puede darse muy bien a la vez (problemática de la así llamada «conciencia errónea»). Esta certeza y seguridad de la conciencia no es, por lo tanto, tampoco una verdad de proposición. Más bien la conciencia es como una aguja magnética, un indicador de dirección para
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nuestra decisión y actitud radical: fundamentalmente recta en la orientación hacia la realización de su sentido, pero sin excluir con todo errores en el juicio, decisión y actitud concretos. Así como se dan débiles de voluntad por constitución y deficientes culpables, así como se dan valoraciones erróneas de la facultad sensitiva culpables e inculpables, así se dan también deficientes en el campo del conocimiento. La dirección de la decisión y de la actitud fundamental es, pues, siempre verdadera, pero el juicio puede ser falso: ya sea porque al juicio de nuestro entendimiento se oponen obstáculos invencibles (error inculpable), o porque debido a una mala decisión previa se produce una ofuscación del entendimiento (error culpable).13 Véase lo que el mismo Rahner dice en contradicción con su deducción trascendental sobre las proposiciones infalibles: «En principio, también puede estar en la verdad aquel que afirma muchas proposiciones erró-
13 Véase H.-E. HENGSTENBERG, Grundlegung der Ethik (Stuttgart-Berlin-Kóln-Mainz 1969) 11-16. 36s., 64s., 138-162. Cfr. por ejemplo p. 16: "A la conciencia le corresponde, en ese sentido preciso en que lo hemos afirmado de la primigenia intuición moral, la infalibilidad, más aún, ambas cosas van indisolublemente juntas. Con todo, la infalibilidad de la conciencia sólo es válida, como se mostrará después, en la medida en que la conciencia sea considerada como conciencia en el campo de su propia competencia. Pero no vale para aquella actualización, racionalmente aplicada, de las facultades humanas que deberían ser dirigidas por la conciencia, pero que pueden ser aplicadas claramente contra las voces de la conciencia, como sucede en el caso de la conciencia "manipulada" de modo racional".
neas sin tener conciencia de su contradicción respecto de aquella decisión y situación radical última y libre en la que uno está en la verdad» (R. p. 370). Así pues, tenemos también aquí un permanecer en la verdad \a pesar de todos los errores posibles en las proposiciones!
Por lo mismo no es de admirar que el único ejemplo aducido por Rahner en favor de una proposición infalible —curiosamente ha elegido una proposición ética, aun cuando en otras partes encuentra muy problemática la existencia de dogmas éticos— no convenza, sino que más bien confirma la tesis de que las proposiciones como tales son equívocas y, según el contexto, pueden ser verdaderas o falsas. Mirando a la solución del problema racial, la «razón práctica» de Rahner propone la siguiente fórmula como «infaliblemente verdadera»: «Toda persona humana debe ser respetada en su dignidad y se la debe amar como prójimo» (R. p. 371). Naturalmente no tenemos nada contra la decisión y actitud radical del respeto ante la persona humana y el amor al prójimo que se encierran en esa proposición, ¡al contrarío! Pero, ¿tengo yo que afirmar por eso incondi-cionalmente y en todo caso también esta proposición? El mismo Rahner tiene que conceder que esta proposición «se distingue de la decisión radical hacia tal respeto y tal amor» (R. p. 371). O haciendo la pregunta en sentido contrario, ¿tengo yo ya ese respeto y ese amor por el hecho de afirmar esta propo-
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sición incondicionalmente y en todo caso? Rahner mismo no aventura más que un «es de esperar» (R. p. 371). Existe, por lo tanto, también aquí una bien clara diferencia entre la decisión radical verdadera y la verdad de la proposición que, en ciertas circunstancias, puede ser errónea.
Así, pues, Rahner no puede evitar el conceder lo que para nuestra problemática es decisivo: también esta proposición es ambigua, puede ser mal entendida. Tampoco él puede «deslindarla de todos los falsos entendimientos, de manera que pudiera verse libre de toda falsa interpretación en mi conciencia o en la de cualquier otro, sin posibilidad de coexistir al mismo tiempo con opiniones sobre la solución del problema racial que son en sí mismas incompatibles con esta decisión y esta proposición fundamentales» (R. p. 371).
Vengamos a un ejemplo concreto: pongamos que un párroco americano no aplica esa supuesta proposición infalible de Rahner en favor de un pobre negro que tiene que sufrir bajo la esclavitud de un parroquiano blanco: la aplica por el contrario —yo diría que injustamente— en favor de ese logrero blanco que, a pesar de todo, contribuye generosamente con su ayuda a la parroquia y en definitiva es y sigue siendo una persona humana a quien también «hay que respetar en su dignidad y amar como prójimo»; entonces, en esta situación concreta la supuesta proposición infalible sería una proposi
ción a la que hay que negar el asentimiento, que resulta falsa en su empleo.14 Lo cual demuestra que con la proposición «en sí» todavía no se ha hecho nada. Queda siempre la posibilidad de la consciente «tergiver-
14 Por eso mismo se ha guardado muy bien el magisterio eclesiástico de hacer definiciones infalibles de cualquier clase en el campo de las afirmaciones controlables y verificables en la práctica (en oposición por ejemplo a lo que sucede con los dogmas marianos). Compárese en este sentido lo que el mismo K. RAHNER dice en otro lugar: "La realidad concreta, a la que tienden como imperativo concreto, es dinámica, sujeta al cambio y deja abierta la cuestión de Si estas proposiciones en su concretez (!) no presuponen una concretez de la realidad que ya no se da (!) o está desapareciendo (!), o de si presuponen como normas finales una realidad que todavía debe hacerse. Por estas y otras muchas razones nunca (!) se presentan (al menos hoy) de manera que no puedan ser interpretadas de diversas maneras (!). Y, puesto que muchos motivos (de modo especial los motivos sociológicos, psicológicos etc.) de un tal pluralismo de interpretaciones (!) nunca (!) pueden ser reflejados de modo adecuado (!), este pluralismo no puede ser excluido del todo (?) tampoco en las formulaciones ético-teológicas". Y la prueba verdaderamente notable de Rahner: "No es, ni mucho menos, una casualiad el hecho de que el magisterio eclesiástico, a) en muchas cuestiones moralteológicas de suma importancia no haya tomado nunca una decisión clara y, lo que sería más significativo, que evitase toda posible discusión, b) cuando ha tratado de enseñar (sin intentar definir), con frecuencia haya empleado conceptos que, sin notarlo, no indicaban una realidad clara y concreta (v. g. libertad social, propiedad privada, revolución etc.), a la que se hubiera podido llegar, sin embargo, en la praxis moral, c) que en tales cuestiones apenas si ha definido alguna cosa (tampoco en el Vaticano II o en la "Humanae vitae"). (Zum Begriff der Unfehlbarkeit, lugar citado p. 31).
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sación» de una proposición, o también de la «guerra» estructural, por razones sociales o de sistema frente a determinados límites o deficiencias de una proposición.
Esto es lo que se quería decir en el libro, cuando se afirmaba de las proposiciones que como proposiciones humanas quedan siempre detrás de la realidad, son en general mal entendidas, sólo relativamente traducibles, sometidas a continuo movimiento, expuestas fácilmente a ideologías y, por ende, nunca llegan a ser esclarecidas en su totalidad (I, 129-131). Y cuando después Rahner exige (¡pero no realiza!) una precisa distinción entre limitación, peligro de error, inexactitudes, imprecisiones por una parte y error por otra, 'in abstracto' no hay que objetar nada en contra; también se distingue en mi libro (véase I, 138). Naturalmente puedo distinguir muy bien entre proposiciones que expresan la realidad, sólo de forma limitada, inadecuada o confusa, y proposiciones que no expresan la realidad. Pero 'in concreto' no es tan fácil la distinción, puesto que Rahner mismo no puede indicar esos «límites» (R. p. 369) que exige de mí. Sin embargo, en la perspectiva de este libro —y no se trata de un libro de Rahner— es más importante el otro punto de vista, a saber, que aun a pesar de toda distinción abstracta, la limitación histórica en concreto indica también siempre posibilidad de error. Por lo tanto, no puede tenerse en cuenta la existencia de una infalibilidad de las proposiciones como
presupuesto de antemano: «Las proposiciones están expuestas tanto a la duplicidad de sentido como al disparate, tanto a la confusión como al error» (I, 138).
Es decir, que la exposición al error, la inadecuación y la confusión, por una parte, y el error, por otra, en concreto son muy difíciles de distinguir en el mejor de los casos. El paso de uno a otro es muy fácil y tampoco Rahner puede prestar aquí mucha ayuda con cualquier distinción que sea. En la práctica él mismo constituye un contra-ejemplo, pues muchas de las proposiciones del Den-zinger que el arte interpretativo de Rahner ha sabido presentar con fórmulas solamente imperfectas, equívocas, y hasta expuestas a error, otro teólogo, cualquiera que no esté de acuerdo con este estilo de dialéctica, las considerará como errores. (Compárese también las desacreditadas distinciones de la apologética tradicional que sabía transformar los múltiples errores de la Biblia en inexactitudes, imperfecciones, malentendidos y pretericiones).
Según los postulados de Rahner —pruebas convincentes no han sido presentadas—, al menos en determinadas proposiciones no puede darse ya de antemano ningún error, ninguna falsedad. Sólo en el peor de los casos tales proposiciones podrán estar expuestas a error, pero en ningún caso son erróneas. Ciertamente concede que el error, de ningún modo inofensivo y casi inseparable de todo lo humano, está «amalgama-
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do, mucho más de lo que generalmente se cree, con las verdades y dogmas de la Iglesia» (R. p. 375). Pero de forma curiosa y extraña se opone a la consecuencia de que ¡igualmente las «verdades y dogmas de la Iglesia» estén amalgamadas con el error! Como he hecho ver con ocasión de la fórmula condenada por Trento «justificación por la sola fe», al menos hoy día es posible también la afirmación católica de la «justificación por la sola fe». Y la conclusión final defendida en mi libro ¿Infalible?, en vista de las definiciones eclesiásticas, era la misma que había sido aprobada expresamente por Rahner como editor para Estructuras de la Iglesia en 1962: «Es una simplificación de la verdad pensar que cada proposición deba ser, en su formulación verbal como tal, claramente verdadera o falsa. Toda proposición puede ser verdadera y falsa, según se la oriente, se la tome y se la entienda».15
Según se oriente, se tome o se entienda una proposición, quiere decir: ¡en la situación histórica concreta se decide si y en qué medida es verdadera una proposición! En abstracto, es decir, separada de la realidad viva, toda proposición teórica y práctica sigue siendo, como se ha expuesto, equívoca, ambigua. Ahora bien, ¿cómo se hace clara, al menos relativamente clara y terminante, una proposición que en abstracto es verdadera y falsa? ¿Cómo llega a ser verdadera o falsa, 15 Vid. H. KUNG, Estructuras de la Iglesia, en I 140. En cuanto al "sola fide", objetivamente en La justificación c. B 15.
o al menos más o menos verdadera o falsa? Por el hecho de ser pronunciada en la situación histórica concreta (como el «tiempo-lugar» determinado de la proposición) del que habla y del interlocutor: porque allí reproduce o no reproduce la realidad (se hace o es verdadera o falsa); expresa más o menos la realidad (es más o menos verdadera o falsa); la expresa de manera unívoca o no (es unívoca o no unívocamente verdadera o falsa). Supone, pues, una pésima interpretación de mis pensamientos el que Rahner atribuya al autor la «tesis para muchas personas tentadora, porque en definitiva es cómoda», de que «para él cada una de las proposiciones, si bien con diversa dosificación, es siempre (!) al mismo tiempo (!) verdadera y falsa» (R. p. 369).
Así, pues, en la situación concreta —y en este sentido la teoría y la práctica están mutuamente relacionadas de antemano— es donde una proposición demuestra lo que vale y enseña su verdadera faz. Según como se oriente, se tome y se entienda, en la situación concreta y práctica del que habla y de su interlocutor, la proposición teórica «Dios existe», en sí misma plurivalente y por lo mismo de ningún modo infalible de antemano, será verdadera o falsa (o quizá también más o menos verdadera o falsa); es decir, se convierte en una auténtica profesión de fe o en una encubierta ideología. Según como se oriente, se tome o se entienda en la concreta situación práctica del que habla y de
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su interlocutor, esta proposición práctica: «Todo hombre debe ser respetado en su dignidad y se le debe amar como prójimo», en sí misma plurivalente y por lo mismo de ningún modo infalible de antemano, será verdadera o falsa (o quizá también más o menos verdadera o falsa); se convertirá, como en aquel ejemplo del conflicto racial, o en una exigencia justificada (en favor del negro explotado) o en una excusa farisaica (en favor del blanco explotador).
Resulta, pues, claro una vez más que no se puede hablar de una infalibilidad de la proposición como dada a priori. La proposición debe enfrentarse a la realidad de tal manera que se compruebe si es verdadera y en qué medida. La proposición en la situación concreta expresa (o no expresa) una realidad, descubre (o no descubre) una realidad, es (o no es) verdadera. Y en este sentido, tratándose de una proposición de carácter ético-práctico, como en el caso aducido por Rahner, todavía más que si se tratase de una proposición de carácter teórico-teológico, será precisamente la praxis la que decida si la proposición es verdadera o falsa, verdad o error, fariseísmo y mentira. La praxis bien intencionada y de acuerdo con la realidad puede salvar como verdad, en determinadas circunstancias, una proposición falsa «en sí misma»; la praxis malintencionada y contraria a la realidad en determinadas circunstancias podrá desenmascarar como error una proposición «en sí misma» verdadera. ¡En la praxis se verifica pre
cisamente la verdad de la proposición ético-práctica!
Todo esto significa que la deducción trascendental de Rahner (o, hablando con mayor propiedad, es sólo una afirmación), acerca de las proposiciones infalibles a priori, debe ser considerada como un fracaso. Una «posición absoluta de tales proposiciones» resulta imposible precisamente porque yo nunca «puedo desprenderme de mi historicidad ni de la de ellas» (R. p. 371). Además, en una perspectiva teológica habría que añadir: si tuviera resultado esta deducción trascendental, a la que habría que denominar individualista por su punto de partida, y así toda persona pudiera —es cierto «por la gracia de Dios» (R. p. 370), como muy atinadamente añade Rahner entre paréntesis— hacer proposiciones infalibles y presentarlas de modo absoluto, entonces surgiría en seguida la siguiente pregunta: ¿para qué, pues, un Papa (o un episcopado) infalible? Porque, según Rahner, habría que entender «la indefectibi-lidad de las proposiciones de la doctrina de fe de la Iglesia» —«cosa que la teología escolar pierde de vista con frecuencia» (¿sin motivo?)— como «una participación y derivación (en todo caso de la misma especie que Cristo) de la graciosa indefectibilidad de la fe como decisión radical de los hombres en la Iglesia» (R. p. 373). ¿No es inmediata la consecuencia: los muchos creyentes infalibles hacen superflua la existencia del único que puede definir infaliblemente? Pero, una vez
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más, todo lo que Rahner afirma y decreta (véase R. p. 373-376) sobre tales proposiciones infalibles, «también en el campo de la Iglesia» (R. p. 372), cae al derrumbarse su fundamentación en favor de las proposiciones infalibles de los individuos (creyentes o no creyentes).
El autor, por lo tanto, parece tener toda la razón para considerar como fundada la concepción expresada en su libro: por más que la verdad de la Iglesia haga relación —como acentúa continuamente— a proposiciones verdaderas, no se condiciona, sin embargo, a proposiciones que hayan de ser declaradas de antemano como infalibles. Mejor dicho: la Iglesia —y esto resulta ahora más claro gracias a las precisiones exigidas por Rahner— se mantiene en la verdad, a pesar de todos los errores que pueda haber en las proposiciones del individuo como también —según todas las promesas bíblicas— en las proposiciones de la Iglesia: según que una definición plurivalente en sí misma, y en ningún modo infalible de antemano, sea orientada, tomada y entendida en la concreta situación histórica de la Iglesia, será verdadera o falsa tal proposición (o quizás también más o menos verdadera o falsa). La fórmula cristoló-gica de la «homo-ousia», por ejemplo, («de la misma naturaleza que el Padre») era, como fórmula abstracta, plurivalente (¡el término provenía de la Gnosis!); más tarde fue relativizada como fórmula precisamente por el principal defensor de Nicea, Atanasio, con
traponiéndola a la fórmula de la «homoi-ou-sia» («de naturaleza semejante al Padre», aceptable si se añadía «en todo»). Ahora bien, en la concreta situación histórica de Nicea, esta fórmula plurivalente en abstracto se convirtió en terminantemente verdadera en el modo como era orientada y entendida por el Concilio, a saber, como la más fuerte repulsa de una degradación del Logos divino a la categoría de un semi-dios (¡en Jesucristo nos topamos con Dios!) y de cualquier elemento politeísta en el concepto de Dios (¡nada de volver a los dioses!). Esto quiere decir, a su vez, que no basta con repetir en cualquier situación nueva y cambiante esta misma frase (que ciertamente también tiene algo que decir en nuestro tiempo), para que sea infaliblemente verdadera. Más bien, en una situación distinta puede hasta resultar falsa (por ejemplo, cuando más tarde y aún hoy la misma frase se emplea en sentido monofisita para acentuar demasiado el elemento divino en Jesús).
También los dogmas de la Iglesia, pues, deben ser entendidos históricamente. En el Congreso internacional de teólogos en Bruselas, hemos formulado conjuntamente Rahner y yo como línea de orientación, la que fue aprobada como conclusión proposición 6 del Congreso: «Las grandes confesiones y definiciones cristológicas del pasado conservan también un significado permanente para la Iglesia del presente. Sin embargo, no pueden ser interpretadas ni simplemente re-
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petidas de forma estereotipada fuera de su contexto histórico. Para poder hablar a hombres de diferentes épocas y culturas, el mensaje cristiano ha de ser expuesto de una forma siempre nueva».
También aparece aquí, pues, un terreno común, aunque en todo caso subsista una diferencia no poco considerable.
Interpretación especulativa de los dogmas
Rahner rechaza la interpretación positivista de los dogmas que es corriente en la Neoes-colástica. No quiere tomar sencillamente a la letra y como suenan los dogmas de la Iglesia, a la manera como los juristas interpretan y aplican una ley, sin preguntarse de dónde proviene, cómo se ha transformado, si tiene sentido todavía, cómo se la podría formular mejor: positivismo de los dogmas que se corresponde formalmente al positivismo del derecho.
En toda su teología, Rahner realiza los mayores esfuerzos para hacer justicia a la nueva situación de la Iglesia, de la predicación y de la teología. Y lo intenta precisamente mediante la interpretación especulativa de los dogmas. Por razones de ortodoxia se debe mantener, como en la interpretación positivista, el texto y las palabras de los dogmas; pero hay que descubrir en ellas mediante una nueva explicación, un sentido más
comprensible y asimilable para los hombres de los nuevos tiempos.
En esta línea, Rahner ha conseguido importantes cosas. En todo caso, ningún otro escritor dogmático católico de nuestro siglo ha hecho más para romper el rígido dogmatismo del sistema neoescolástico, mediante una nueva interpretación. A pesar de todo, esta empresa no está exenta de problemática, como lo demuestra, no en último lugar, la rectitud de Rahner ante el dogma de la infalibilidad.
En la interpretación de los dogmas por parte de Rahner hay que admirar sin duda el elevado arte dialéctico aprendido de Tomás de Aquino, de Maréchal, Hegel y Heidegger. Hay que afirmar y compartir también su preocupación por la unidad y continuidad de la Iglesia en la fe, que se manifiesta en esta interpretación de los dogmas. Y tampoco se debe olvidar que en la gran época de la irrupción de Rahner —la de la última época de Pío XII y de la encíclica «Humani gene-ris»— era ese el único método tolerado: interpretar una fórmula de tal forma dialéctica que fuese aceptable por la «ortodoxia» y por la «heterodoxia». La lengua de Rahner, con frecuencia tan atormentada, tan retorcida y de difícil comprensión, tiene aquí en parte su explicación. En todo caso se había conseguido algo: la fórmula —muy importante para los «ortodoxos»— se mantenía; el contenido —lo decisivo para los «no
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ortodoxos»-— se había refundido de nuevo 'óptima fide'.
Sin embargo, el teólogo sistemático tampoco puede seguir ignorando ya lo que los exe-getas e historiadores católicos deploraban desde hacía mucho tiempo: en muchos casos, las proposiciones y las fórmulas se veían históricamente violentadas e interpretadas en sentido contrario. A los viejos términos se les fue dando hábil y mañosamente un nuevo sentido en el proceso dialéctico, hasta que finalmente la antigua fórmula aparecía con un nuevo esplendor de modernidad. Así ha sabido Rahner, ya antes del Concilio, extraer dialécticamente de la definición del primado en el Vaticano I una idea estupenda de la colegialidad, y cargar con un nuevo sentido, sin atender a las dificultades históricas de la sucesión apostólica, el «ius divi-num» del Episcopado —que tanto ha servido en el Vaticano II—, sacando de ello diversas e importantes consecuencias prácticas. Y nadie ha sabido mejor que él ensanchar el antiguo y excluyente axioma «fuera de la Iglesia no hay salvación». La fórmula se ha conservado, pero afirma ahora lo contrario del axioma primitivo: un universalismo que incluye en la Iglesia como «cristianos anónimos» a todos los hombres de buena voluntad. Casi resultaba posible cualquier distan-ciamiento del sentido primitivo de la fórmula mediante esta dialéctica, mientras se conservase la fórmula como tal.16 De esta ma-
18 Vid. ya sin relación a Rahner, H. KUNG. Wahrhaftigkeit. Zur Zukunft der Kirche (Frei-
nera se ha comportado Rahner, desde el principio, con relación a esas «proposiciones infalibles» y su «posición absoluta».
Sin necesidad de aclarar más de cerca esto para nuestro propósito, una cosa ha quedado en claro: el espinoso problema ¿Infalible? ha penetrado en el nervio de la teología de Rahner y la reacción es comprensible. Aun cuando Rahner se ha confesado, desde sus primeros artículos, partidario de la historicidad de los dogmas, ha intentado siempre sin embargo consierarlos especulativa y no históricamente, si prescindimos de algunos artículos sobre la historia de la penitencia. Por ejemplo, ¿quién, dentro de la teología católica, se ha ocupado con mayor osadía de los dogmas de la presencia real y de la tran-substanciación y ha creído poder asimilarlos especulativamente sin necesidad de profundizar en lo más mínimo con seriedad en la exégesis y en la investigación histórica?: «Escribo quizá sobre la transubstanciación y conozco sinceramente muy poco sobre la historia del concepto de substancia y sobre su problemática (aun cuando sé que existen libros sobre este tema, libros que no he leído ni leeré, no por desprecio o pereza, sino por pura imposibilidad).' Escribo quizá sobre la Trinidad y no he estudiado ni una vez la doctrina sobre las relaciones en Santo Tomás o Ruiz de Montoya».17 El propio «ge-
burg-Basel-Wien 1968, 8 ed. 1970), c. B. VIII; Manipulation der Wahrheitl 17 K. RAHNER, prólogo a Peter Eicher, "Die an-
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ñus literarium» científico-acientífico, que Rahner reclama en este original prólogo con acentuada sinceridad, para su teología, tanto podría decir demasiado como no decir nada.
No se trata de hacer aquí una valoración completa del método teológico (ni mucho menos de la obra teológica) de Rahner, pues sería necesario empezar desde muy lejos. Yo desearía únicamente —obligado por el vehemente ataque de Rahner contra mi ortodoxia católica y humildad cristiana, y sintiéndolo en mi corazón, como hice notar al principio—, hacer comprender un poco por qué Rahner ha reaccionado en contra de mi libro de este modo, para muchos sin duda sorprendente, puesto que no debiera haber reaccionado así.
El piiede seguir practicando su método que tantas cosas buenas nos ha procurado a todos y aceptar también al mismo tiempo como católico el mío (que no es solamente mío), cosa que yo he intentado por mi parte hacer siempre y con gran respeto para Rahner y su teología. Aún más, hasta puede comprender mi método sin tantas argucias dialécticas como la más legítima consecuencia y derivación del suyo propio: mi interpretación histórica de la historicidad del dogma como la consecuencia de su iti-
tropologische Wende. Karl Rahners philosiphis-cher Weg vom Wesem des Menschen zur perso-nalen Existenz" (Freiburg/Schweiz 1970), p. XII.
terpretación especulativa de la historicidad del dogma. Así, pues, puede dejarme seguir mi camino, sin necesidad de tenerlo que andar también él, después de haber recorrido un camino tan largo arrastrándome a mí y a otros con él. Pero en lugar de bendecir a los jóvenes, intenta detenerlos con este grito: ¡no vayáis más lejos que yo, de otra manera ya no pisamos el mismo común suelo católico! Y bien, ¿cuál es pues concretamente ese común suelo católico?
El suelo común
Toda la teología de Rahner gira en torno a los dogmas, se fundamenta en el terreno de los dogmas. «Una interpretación precisa y asimilable para nosotros hoy» de los «dogmas» parece identificarse, según él, con la «misión propia de la teología» (R. p. 377). Y efectivamente, al igual que un Laocoonte, Rahner, después de haber pasado de la filosofía a la teología ha luchado, a lo largo de toda su vida, con el mayor impulso especulativo y con todos los medios de la dialéctica, con los dogmas, no liberándbse ya nunca verdaderamente de ellos. De este esfuerzo se podría decir lo que ya desde antiguo se decía de muchas acciones heroicas de los santos, 'admiranda', pero no necesariamente 'imitanda'.
Porque, ¿es acaso realmente la interpretación de los dogmas la misión propia de la teología? ¿Se tambalea toda la Iglesia, si
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tiembla una de sus fórmulas, como teme Rahner? Ningún serio teólogo cristiano podrá prescindir de un estudio crítico constructivo de los dogmas de la gran tradición cristiana. Pero la Iglesia de Cristo no está basada en los dogmas. Los dogmas tienen, como se explica en el libro y como tampoco niega Rahner fundamentalmente, una función defensiva de ayuda. Son diques, no fundamento de la Iglesia. La Iglesia de Jesucristo se basa en el mismo Jesucristo tal como sale a nuestro encuentro en el mensaje cristiano, que ha encontrado su primitiva expresión en el Nuevo Testamento (sobre el trasfondo del Antiguo). Este Jesucristo, el primitivo mensaje cristiano, es el gran «compañero», interlocutor («part-ner») crítico que puede «salir al encuentro de uno mismo ejerciendo una crítica muy específica» (R. p. 365): el gran crítico, el que está frente a nosotros, no sólo para mí o para Rahner sino también para «la Iglesia romano-católica», la que, al decir de Rahner, yo «construyo a mi capricho» y que, por lo tanto, «ya no tiene propiamente ningún interlocutor» («partner») (R. p. 365).
Ahora bien, yo creo estar, no menos que Rahner, en esta Iglesia católica visible-in-visible (una Iglesia «romano-católica» es para mí naturalmente una «contradictio in adiecto»). Yo creo tomar en serio, no menos que Rahner, los dogmas de esta Iglesia y hasta espero adentrarme un poco más en su interpretación histórica, que no pres
cinde de la investigación exegética e histórica.
Pero debo conceder esto: ¡En la Iglesia católica, en sus dogmas y en su teología, este Jesucristo, tal como lo ha testimoniado el primitivo mensaje cristiano, es para mí el punto de contraste crítico para la teología, para los dogmas y para la Iglesia! Y este mismo Evangelio cristiano es también el común suelo cristiano y católico que yo, en todo caso, nunca me atrevería a disputárselo a Rahner. Únicamente no puedo comprender, y sin embargo sí que lo comprendo bien en razón de su método a-histórico, cómo puede designar, sin ninguna diferenciación, junto con la Sagrada Escritura, a las definiciones conciliares y pontificias como «norma normans» (R. p. 364s.). En este sentido tengo que afirmar claramente: para mí (y no sólo para mí) el mensaje bíblico es la «norma normans»; pero las definiciones conciliares y pontificias son la «norma normata» por parte de este primitivo mensaje cristiano.18 Y yo creo que ésta es precisamente la primitiva gran tradición católica, mientras que esa otra concepción no es sinOi un último residuo de la teología de la contrarreforma. El mismo Rahner la constata, si bien de diversa forma: «Trátase de una opinión teológica muy extendida y que predomina desde la Reforma hasta Küng (?)» (R. p. 365). Casi nos preguntaríamos si
13 Vid. sobre esto H. KUNG, La Iglesia, Herder c. A I, 2-3.
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la teología de Rahner no se ha convertido finalmente en «una teología de Denzinger».
Por lo tanto, la misión de la teología no es la interpretación de los dogmas, ni en sentido positivo, ni especulativo, ni tampoco histórico. El teólogo no necesita ponerse nervioso por el miedo a los dogmas, ni tampoco temer caer en el vacío. La Iglesia y la teología no pierden el suelo bajo sus pies, porque una u otra de sus proposiciones no se puede sostener. La Iglesia y la teología se mantienen firmes en el mismo Jesucristo que es predicado en el Evangelio y en el primitivo mensaje cristiano. Comprender este mensaje aún después de 2.000 años —como ya hemos visto no se le puede identificar sin más con determinadas proposiciones de la Escritura— no es tarea ciertamente fácil. La misión y labor propia de la teología cristiana consiste, pues, en traducir el primitivo mensaje cristiano, por todos los medios y caminos de la hermenéutica bíblica y teológica, de un pasado a un presente y a un mañana para que llegue a los hombres de todos los tiempos. Permítaseme recordar aquí nuestra común línea de orientación en Bruselas: «El mensaje cristiano es el mismo Jesucristo. ¡El mismo Cristo, el Crucificado y Resucitado, es el criterio para la predicación y actividad de la Iglesia de Cristo!» (proposición conclusión 4).
Y, por lo mismo, creo yo que el teólogo sistemático no podrá evitar, al menos hoy (y
como demuestra el gran sistemático y exe-geta, Tomás de Aquino, tampoco antes), el tomar muy en serio, aun metodológicamente, la Escritura como 'norma normans' y de esta manera estudiar lo más a fondo que pueda, la exégesis por una parte y la historia de los dogmas y de la teología por otra, imponiéndose en todos sus métodos y apropiándose y haciendo fructíferos sus resulta-tados fundamentales. Quizás se vuelva entonces el dogmático algo más prudente, sin querer tomar sin más una posición apodícti-ca en todos y cada uno de los puntos, sin demandar una pregunta ni a la exégesis ni a la Historia. Y tratará de girar con mayor intensidad en torno a algunos temas más importantes, en lugar de quererlo juzgar todo con un juicio dogmático. Todo esto no hará sino favorecer a la teología sistemática (y práctica).
¿Descubriremos un secreto al decir que aquí radican todas las debilidades y flacos de la teología de Rahner? Quizás nunca hayan aparecido tan claras como en las dos primeras páginas de su Crítica a Hans Küng. Se ha escrito un libro, ciertamente con sus limitaciones y defectos en muchos aspectos, pero centrado, con todo, en este tema de la infalibilidad. Y para realizarlo se han aceptado y elaborado críticamente, en una medida no muy común para la teología católica, los múltiples resultados de la investigación tanto exegética como histórica, basándose además en los largos capítulos de
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los trabajos anteriores Estructuras de la Iglesia y La Iglesia. La tesis del autor se basa esencialmente en los resultados positivos y (de modo especial por lo que respecta a los fundamentos exegéticos en favor de una infalibilidad de las proposiciones) negativos de la exégesis y de la historia de los dogmas. Y ahora viene Karl Rahner y declara sin más todo esto como «un decisivo» (R. p. 361) para la «tesis propiamente dicha», ¡ni tampoco para el autor! Ataca la «tesis central», que él espera poder refutar con su conocido método trascendental, y declara: «Dejamos de lado todos los demás detalles exegéticos e históricos que Küng aduce para ilustrar su tesis y su argumentación» (R. p. 361). Es revelador el hecho de que Rahner deje de lado «como detalles exegéticos o históricos» toda la fundamentación exegé-tica e histórica de nuestra concepción, que constituye la parte integrante de la obra. Y si alguno piensa que no hay que tomar esto tan a la letra, podrá oír con mayor claridad, antes de que Rahner entre en la discusión: «si dejamos de lado el aparato histórico y toda esa 'orquestación'» (R. p. 364). Es difícil, pues, no darse cuenta de que Rahner piensa poder responder a esta cuestión sobre la infalibilidad, tan fundamental para él, de la misma manera que a otras muchas cuestiones, sin necesidad de atender a la investigación exegética e histórica; más aún, habría que decir que sin ninguna referencia expresa al Nuevo Testamento y a la historia de los dogmas y de la teología. Y todo esto, aun
cuando se le imponía desde el mismo libro, y se veía obligado a aceptarlo, sin duda, de mala gana.19
Así cree Rahner poder prescindir, en este problema sobre la infalibilidad, de temas como éstos: «Cómo se ha desarrollado el primado del Papa en el decurso de la historia; si encuentra un apoyo en el Nuevo Testamento; si se puede probar por la Escritura un magisterio 'infalible' del Papa; qué fundamento bíblico tiene el Episcopado, etc.» (R. p. 361). Pero, al contrario que en el prólogo a la obra de P. Eicher, no dice que quizá no conozca suficientemente estas cuestiones exegético-históricas (lo cual no es una vergüenza, mientras no se presente como una virtud). Más bien tacha al autor —«sin poder exponer con más detalles mi opinión»— de «falsear» los «detalles históricos», y esto paradójicamente, ante «el lector, que, por lo demás, no sabe mucho de
19 Recuérdese que Karl Rahner presentó (en la revista "Stimmen der Zeit" 181, 1968, 1-21) un proyecto "para la reorganización de los estudios teológicos" ¡en el que la exégesis no ocupaba ningún lugar! Contra él se manifestó el exegeta N. Lohfink en un artículo que lleva un título y un subtítulo bien indicativo: "Text und The-ma. Anmerkungen zum Absolutheitsanspruch der Systematik bei der Reform der theologischen Studien" (ibid. 120-126): "pero una cosa hay en él (en su proyecto de reforma), que desacredita todo lo demás. ¿Es posible que se le haya pasado? Usted ha olvidado la exégesis" (p. 120). Sobre esto, la posterior apología de Rahner: "Die Exegese im Theologiestudium. Eine Antwort an N. Lohfink" (ibid. 196-201).
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estas cosas «y al que, según Rahner, «¡Küng se dirige sobre todo!» (R. p. 361).
Y, en lugar de enfrentarse con los importantes problemas teológicos que se han suscitado en relación con la historia del primado papal, y de modo especial, en relación con la «inaudita falsificación de las decretales del Pseudo-Isidoro» —hace poco las designaba el mejor conocedor, sin duda, de la materia, el historiador Horts Fuhrmann, siguiendo a J. Haller, «el mayor engaño de la historia mundial»20— me achaca Rahner el hecho de haber dado el número preciso de los documentos falsificados en su totalidad (115, o en parte 125), cosa que podría haber leído en Congar a quien cita en la página siguiente en contra de mi presunción.
Que, detrás de todo esto, o se encubre «evidentemente», como Rahner me achaca otra vez más sin probarlo, una «actitud, racionalista en el fondo, frente a la historia» (R. p. 362 véase 363), hubiera podido notarlo, a más tardar, en los dos capítulos designados después por él como demasiado piadosos, al parecer, («pietistas»), sobre «la Iglesia en el camino hacia la verdad» y «la permanencia de la Iglesia en la verdad». Nunca he rechazado yo ni «una auténtica identidad de la Iglesia y de su verdad en la historia real» (R. p. 362) ni una auténtica evolución
20 Véase H. FUHRMANN, Innovaciones en la praxis y en la teoría del Primado romano, úíti mámente en Concilio 7 (1971) cuaderno n.° 4.
de la Iglesia, de su doctrina y de su constitución. Sólo que yo sostengo, frente al desprecio de Rahner por la historia, que aun en la historia del primado papal hay que distinguir entre una «evolutio secundum Evangelium» (que se debe favorecer), una «evolutio praeter Evangelium» (que en determinadas circunstancias se puede tolerar pero, en todo caso, no absolutizar), y una «evolutio contra Evangelium» (contra la que se debe luchar con todos los medios legítimos).21
Con este «método», contra el que, según Rahner, «los enemigos de Küng» (R. p. 362) no han encontrado todavía ningún remedio, puedo yo por mi parte probar la «obligada identidad entre el pasado y el presente» (R. p. 362), de la que Rahner afirma que yo la pongo en discusión. Pero de ahí resulta también que esta identidad de la Iglesia de los hombres se ha dado al mismo tiempo siempre con una no-identidad. Podría decir con Rahner: siempre y al mismo tiempo Iglesia santa e Iglesia pecadora. ¿Es esto todo el «racionalismo», que, según piensa Rahner, debe ser «fundamental para la argumentación del libro?» (R. p. 362).
En efecto, mi intención gira en torno a algo más que a detalles exegéticos e históricos, por más que, si me veo obligado, me gusta descender a los detalles. Lo que interesa,
21 Vide H. KUNG, Wahrhaftigkeit, c. B IV: Ins-titutionelle Kirche - Hindernis für wahrhaftiges Christseinl
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después de todas estas explicaciones, es dejar asegurados sin ningún género de ambigüedad, para una discusión posterior, los siguientes puntos decisivos:
1) Rahner no se ha propuesto la cuestión decisiva de cómo fundamentar en el Nuevo Testamento, en el primitivo mensaje cristiano, una infalibilidad de las proposiciones. Y puesto que, como ya hemos acentuado más que suficientemente, la obligación de probar debe caer sobre aquel que afirma la posibilidad de tales proposiciones infalibles, al menos mientras no se demuestre otra cosa, tendremos que atenernos a la fundada concepción del autor, según la cual no puede demostrarse una tal infalibilidad de las proposiciones por las afirmaciones del Nuevo Testamento.22
2) Rahner tampoco se ha sometido a la imperiosa cuestión de cómo se ha llegado finalmente en la Iglesia a la doctrina de la infalibilidad de las proposiciones doctrinales.
22 Con qué facilidad cae aquí el teólogo católico en un círculo cerrado, lo ha notado el mismo Rahner en su artículo con ocasión del Centenario : "Para la lógica de la teología católica, la afirmación de la infalibilidad es una afirmación extraña. Prescindamos ahora de que, como afirmación expresa y refleja no ha existido siempre, de manera que se puede decir: es esa la afirmación que, si se la presupone y acepta como válida, hace infaliblemente seguras las demás afirmaciones dogmáticas; pero ella misma no puede ser segura a la manera de las afirmaciones que son garantizadas por ella como infaliblemente verdaderas... El dogma de la infali-
Por lo tanto, se puede uno atener a la concepción del autor, según la cual lo verdaderamente fundado en el Nuevo Testamento, y en la tradición católica, es la infalibilidad o, mejor, la indefectibilidad o perennidad de la Iglesia en la verdad (a pesar de todos los errores en las proposiciones doctrinales)."3
3) Rahner intentaba probar esa infalibilidad mediante una deducción trascendental;
bilidad es una afirmación única, inmanente al sistema mismo, pero no la base del sistema mismo... Este dogma no es infalible (es decir, no nos es transmitido "quoad nos" por la autoridad infalible de la Iglesia), sino que hace infalibles las demás afirmaciones... La afirmación de la infalibilidad solamente se puede aceptar cuando se comprende y se acepta el 'sistema' (es decir, las realidades fundamentales y las verdades reveladas del cristianismo) sin una relación propiamente lógica a la afirmación de la infalibilidad como tal... Esto significa que, lógicamente se debe ser ya un cristiano creyente, 'sin' creer ya la infalibilidad del Papa (o de la Iglesia, del Concilio) (lugar citado p. 25 s.). En efecto, ¡es una afirmación muy extraña! Y Rahner tampoco intenta en este artículo con ocasión del centenario demostrar cómo la proposición de la infalibilidad se funda en el "sistema", en las "realidades y en las verdades fundamentales de la revelación". Esta fundamentación en el "sistema" la ha intentado en la crítica a mi libro; pero este "sistema" es abiertamente algo muy distinto del mensaje del Nuevo Testamento. 23 Que la apelación al Vaticano I puede ayudar aquí muy poco, y por lo mismo tampoco la apelación a una "oposición" contra el Vaticano I lo ha entrevisto, todavía con más claridad, Rahner en su atículo del centenario: "El dogma del Vaticano primero no puede apoyarse, a diferencia de las restantes afirmaciones dogmáticas, en la infalibilidad del Papa. Si se dice que se apoya en la infalibilidad de un Concilio, en la de la
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tal deducción sin embargo se ha evidenciado aquí como un fracaso. De este modo se le presenta al mismo Rahner el problema sobre la validez de este método trascendental recibido de J. Maréchal y empleado en una antropología filosóf ico-teológica. Tal método padece, al menos tal como lo ha empleado Rahner como soporte de determinados dogmas, de una cierta arbitrariedad. Y se pudiera preguntar si el genio de Rahner no habría podido realizar en muchos casos la deducción contraria.24 De todas formas, la fal-
Iglesia, no se hace más que retrasar el problema ya que esta afirmación sólo se consigue sobre la base de otras proposiciones ya creídas y aceptadas, las cuales a su vez no se creen en razón de la validez de la afirmación dogmática de la infalibilidad" (lugar citado p. 26).
24 Que el arranque filosófico trascendental de la teología de Rahner se ve expuesto hoy día a una crítica creciente, aun prescindiendo de la "teología política" que reacciona contra el individualismo y el intelectualismo, lo demuestran con distinta intensidad y perspectiva los interesantes trabajos de E. SIMONS, Philosophie der Of-fenbarung in Auseinandersetzung mit 'Hórer des Wortes' von Karl Rahner (Stuttgart-Berlín- Koln-Mainz 1966): en relación con nuestra temática especialmente p. 125 a 131; A. GERGEN, Offen-barung und Transzendenerfahrung. Kritische Thesen zu einer künftigen dialogi.schen Theolo-gie (Dusseldorf 1969): La discusión sobre el punto de partida antropológico de Rahner, pp. 11-75; sobre el tema de la verdad de las proposiciones, fe anónima y personalidad, p. 28-40, 73 ; y últimamente la ya nombrada y extensa obra de P. Eicher que sigue el camino del pensamiento filosófico de Rahner en su contexto histórico, en su desarrollo y su relación con la teología, acompañándolo con observaciones críticas (vid. especialmente p. 388-415).
ta de la crítica «norma normans» se hace notar a cada paso.
4) Rahner intenta solucionar el problema de los errores del magisterio eclesiástico especulativamente: no concediendo que se trate de hecho de un error (véase R. p. 653^; intentado declarar decisiones infalibles e irreformables como falibles y reformables (véase R. p. 366-368); distinguiendo entre lo que se propone directa y reflejamente y las afirmaciones secundarias (véase R. p. 368), entre las proposiciones asentadas de modo absoluto y las proposiciones necesarias pero no asentadas de la misma forma absoluta (véase R. p. 371), entre los «dogmas marginales» y la «esencia última de la fe católica» (véase R. p. 375); acentuando, sin contar desde luego con el error, que toda definición de fe «queda abierta fundamental y necesariamente a una ulterior interpretación» (no corrección) y así «la historia de la interpretación de la proposición 'más infalible' perdura todavía» (R. p . 373); preguntándose continuamente de esta manera, sin contar tampoco con el error, «si, en qué sentido, en qué medida, bajo qué condiciones y con qué salvedades (si se quiere), esas definiciones de la autoridad eclesiástica que se proponen como dogmas infalibles y que sin embargo parecen estar muy alejadas del centro de la primitiva Verdad-Realidad guardan aquella relación con la primitiva realidad verdadera que es presupuesto y fundamento de su 'infalibilidad'» (R. p . 374 s.); y por-
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que finalmente confía de antemano, aunque con cautela, en que, aplicando una interpretación precisa desde la «auténtica esencia de la fe cristiana, se obtiene sin duda (!) siempre (!) un sentido que no impide (!) a la auténtica fe el tenerlas por infalibles» (R. p. 37.5).
Una larga lista de posibilidades,21 que, sin embargo, permiten devolver al mismo Rah-ner la cuestión de si, en lugar de estos artificios de interpretación 26 que hoy ya apenas pueden convencer, no se recomienda
25 Rahner renuncia a repetir aquí como una posibilidad más la llamativa tesis de su artículo con ocasión del centenario, que está en abierto contraste con su "posición absoluta" de la proposición y su negativa a una discusión y "diálogo dentro del campo católico": "Desde los últimos cien años nos encontramos en una situación en la que una nueva definición ya no puede ser falsa porque, ante una nueva definición, la amplitud legítima de interpretación es tan grande que ya no puede ningún error junto a ella" (1. c. p. 29). 26 Produce todavía una penosa impresión ver cómo Rahner se desenvuelve, aun en los tiempos más recientes, "interpretando", con un dogma del pecado original, la condenación del po-ligenismo, la autenticidad del "Comma johan-neum". En esa empresa, por una parte, algunos dogmas como el dogma tridentino del pecado original, reciben una interpretación completamente diversa. (Adán es sustituido por una "huma-nitas originans"), y por otra parte, doctrinas como la del monogenismo, que Rahner ha probado hace muy pocos años, con todos los medios como segura teológicamente y que debía ser mantenida incondicionalmente, apelando a los documentos romanos, son abandonados ahora tras algunas explicaciones, como irrelevantes para la fe. Véase K. RAHNER, Exkurs Erbsünde und
mejor la interpretación histórica de las proposiciones históricas de fe y de los dogmas. Ello permitiría llamar, por su nombre, tal co mo se presentan, a las imprecisiones, imperfecciones, inexactitudes y también a los errores, sin tener que renunciar a una creyente confianza en la promesa de que el Espíritu de Dios proveerá para que la comunidad de los creyentes siga su camino y transmita su verdad, a pesar de todos los errores y a través de todos los errores. Y sin necesidad de las astutas interpretaciones de los teólogos.
El riesgo
En este camino tienen también los teólogos bastante que hacer para cumplir con su oficio respecto al mensaje cristiano y a los hombres de hoy. El hecho de si «la posición de Küng puede resultar útil desde el punto de vista de la apologética» me interesa poco, ya que no me preocupo de la apologética. La cuestión de si la «adhesión a la fe» exigida en base a mi posición resulta quizá «más fácil», o, como sospecha Rahner, no resulta más fácil que una especie de adhesión a la fe en las proposiciones infalibles (R. p. 376; 377), nunca me ha preocupado y no
Monogenismus en K. H. Keger, Theologie der Erbsünde (Freiburg-Basel-Wien 1970) 176-223, de modo especial 177-185. Sobre el mismo tema, H. HAAG, Die hartnáckige Erbsünde. Uberlegun-gen zu einigen Neuerschienungen (continuación), en "Theologische Quartalschrift" 150 (1970) cuaderno n. 4.
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está de antemano a nuestra disposición. Yo he tratado de dar, en esta cuestión decisiva para la Iglesia católica y para la única cristiandad, con la decisión y la modestia con que me sea dado realizarlo, testimonio de la verdad.
¡También con algún riesgo! Ya he aprendido esto hace tiempo durante mis años romanos de estudio en el «Pontificium Collegium Germanicum et Hungaricum». Rahner me lo expone claramente delante de los ojos en su «panorámica» (R. p. 376) con la siguiente cuestión: «Qué actitud quiera tomar o deba lógicamente tomar Küng frente a la Iglesia y su magisterio si presenta su libro no meramente como una pregunta o interpelación, sino como una tesis defendida y propugnada, eso no nos toca investigarlo aquí» (R. p. 376). Rahner sabe muy bien que eso se estudia en otra parte. Con todo me concede que yo quiero «admitir y reconocer la Iglesia, la Iglesia concebida institucionalmente», (por la que he abogado continuamente y quizás demasiado en todo mi trabajo) (R. p. 376).
Hacia el final de su «Crítica a Hans Küng» se recuerda que mi lucha va dirigida contra el legalismo y no contra la ley; contra el ju-ridismo y no contra el derecho; contra el in-movilismo y no contra el orden; contra el autoritarismo y no contra la autoridad; contra la uniformidad y no contra la unidad. Se da naturalmente «una lucha legítima contra
las falsas deformaciones de aquellas realidades que Küng admite fundamentalmente, pero —según mi parecer— de modo inconsecuente con su tesis central» (R. p. 376).
Pero dejemos abierta la cuestión sobre quién es aquí consecuente. Queda todavía en pie la pregunta de Rahner sobre el «caso de conflicto que no siempre es evitable» (R. p. 376). Yo espero que, después de haber estado amenazándome desde mi primer libro hasta este —por ahora— último, también esta vez se pueda evitar. Ya me he ido acostumbrando poco a poco, aunque todavía no del todo, a la inquisición en sus diversas formas. De todos modos, en Italia ya está en marcha la segunda edición del libro que ha aparecido en distinta editorial. Mucho dependerá, por una parte, de si la jerarquía quiere evitar, como hasta el presente, actitudes violentas que pudieran resultar sin duda gratas a todos los interesados y de si, por otra parte, también mis colegas en la teología se definen con algo más de apertura que lo ha hecho Rahner respecto de este problema de la infalibilidad, problema que ya no se puede desconocer.
Pero Rahner desearía saber algo más: «la cuestión que Küng soslaya siempre, a mi parecer, sobre quién en caso de conflicto... debe pronunciar la última palabra de una decisión práctica al menos en principio, pero que ha de tener inevitablemente sus implicaciones teóricas: ¿el profesor o el obispo?» (R. p.
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376). Dejo de lado el hecho de si la pregunta ¿«el profesor o el obispo»? no ha sido propuesta de modo demasiado simplista por un profesor. Yo hablo, en general, de la dirección de la Iglesia. Y si Rahner hubiera leído mi libro con atención hasta el final se habría dado cuenta de que, lejos de soslayar allí la cuestión, la trato directamente.
Yo afirmo allí con insistencia la «confiada colaboración» (I, 194) entre los servicios de dirección y los servicios de enseñanza en la Iglesia; entre las autoridades de la Iglesia y los teólogos. Colaboración que yo, que no hablo desde el punto de vista de un teólogo de la curia papal o episcopal, encuentro todavía muy deficiente. Respecto a las diversas competencias de los directores de la Iglesia y de los teólogos he afirmado fundamentalmente: «Las autoridades deben dirigir la Iglesia eficazmente mediante la Palabra: («Leadership by proclamation»). Los teólogos deben reflexionar científicamente sobre la Palabra («Scholarship by investigation»). Las autoridades no han de querer actuar como teólogos, tratando de mezclarse en los complejos problemas de la ciencia teológica. Pero los teólogos tampoco han de querer jugar a obispos, pretendiendo decidir ellos mismos los difíciles problemas de la dirección de la Iglesia. Ambas partes tienen fundado motivo para oírse, informarse, criticarse e inspirarse mutuamente» (I, 194).
Volviendo a nuestro tema: precisamente es
ta discusión con Rahner debiera haber mostrado que no se trata aquí, de modo tan simplista, de una «cuestión de fe», sino de un «problema complejo de la ciencia teológica». La dirección de la Iglesia sobrepasaría, según esto, su competencia, si quisiera dirigir o reprimir esta discusión con cualquier medida administrativa.
En todo caso, así como se dan casos de necesidad, por parte de la dirección de la Iglesia, en los que los teólogos deberían intervenir en determinadas circunstancias y de modo subsidiario, también los hay por parte de la teología: «Cuando los teólogos ya no pueden arreglarse con sus propios problemas» y «se trata del ser o no ser de la Iglesia del Evangelio», la dirección de la Iglesia debe intervenir de modo subsidiario (I, 195).
Pero este «status confessionis» no se ha dado ni con mucho en esta cuestión, ni probablemente deba darse nunca con tal que, una vez más, la discusión teológica sea llevada y dirigida de forma comprensible y autocrítica.
Y aun en semejante caso de necesidad la dirección de la Iglesia debiera tomar su decisión en colaboración con todos los teólogos de buena voluntad. Una decisión tomada «con carácter eclesial obligatorio y con provisionalidad condicionada a la situación, y con clara concierna de que '¡nemo infalli-bilis nisi Deus ipse!'» (I, 195).
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Ni el profesor, ni el obispo tienen aquí la última palabra. La última palabra pertenece a Aquel que es el solo Infalible y cuya Palabra prevalecerá en la historia y en la Iglesia en cuanto totalidad, que es más importante que todos los obispos y profesores.
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POSTSCRIPTUM
Un nuevo artículo de Karl Rahner tras la réplica de Hans Küng, llevó a éste a redactar el presente "Postscriptum".
Es lástima que Karl Rahner no se decidiera a aceptar mi propuesta de una «última palabra conciliadora» conjunta en el mismo número de «Stimmen der Zeit». Quiso tener él solo la palabra postrera, aunque sea éste un viejo derecho de cualquier acusado. El artículo de Rahner ha fomentado no poco, mediante sus acusaciones ya un tanto mitigadas, el que muchas personas —con la excepción afortunada de la conferencia episcopal alemana— anden a la caza del hereje.
En su «Réplica», correspondiente al mes de marzo de «Stimmen der Zeit» 187 (1971) pp. 145-160, y concebida en tono mesurado, se abstiene ya Rahner de difamaciones personales a propósito de mi ortodoxia católica y de mi actitud cristiana (difamaciones que habían rodado ampliamente por la prensa mundial). Y viene a conceder ahora que él y yo posiblemente —«esto pareció quedar claro en Bruselas»— «coincidamos en cuanto a lo ver-
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daderamente sustancial del cristianismo» (p. 147). De aquí pasa a esbozar la posibilidad de un «acuerdo 'práctico'»: es decir, que con determinadas condiciones, «en la práctica, también bajo los supuestos de la postura de Küng es posible descubrir el sentido y finalidad del magisterio tal como se describe en los dos concilios Vaticanos, y que yo defiendo; finalidad constitutiva de la misma razón de ser del magisterio, que es la conservación íntegra del mensaje evangélico» (p. 147). Según esto, a juicio de Rahner puedo seguir siendo prácticamente católico; cosa de la que tomo buena cuenta, no sin gratitud hacia él.
Pero existe, en su opinión, un «desacuerdo teórico» (p. 148) entre ambos. Desacuerdo motivado sin duda por el distinto método teológico que yo me he impuesto. Rahner trata de inculcar hasta la saciedad «esta extraña confesión» («que, por lo demás, para quien conoce mi teología es sobradamente manifiesta)»: «Yo me he sentido siempre teólogo 'sistemático', y nunca pretendí ser otra cosa... Pero soy y sigo siendo, en el campo del dogma, un teólogo 'sistemático'... Ignoro por qué no habría de seguir como teólogo 'sistemático'...» (frases entresacadas de un solo trozo de la p. 152). Si Rahner hubiese escrito «teólogo eclesial» en vez de «teólogo sistemático», yo le habría dado sin más la razón. Pero insisto en que la Iglesia católica —según expongo claramente en La Iglesia, Veracidad e ¿Infalible?— no se
identifica con el sistema «romano» —como el propio Rahner lo llama (p. 152)— y sus afirmaciones. Este sistema, en su forma actual, es sin lugar a dudas un producto del siglo XI, tiene en su haber la separación de la Iglesia oriental y luego de la protestante, y, pese a todas las apariencias, se halla actualmente en declive, mientras la Iglesia católica y su kerigma —infallibiliter!— subsistirán.
Precisamente por amor a la Iglesia católica deberíamos someter a crítica no sólo determinadas instituciones y estructuras, sino incluso determinadas proposiciones y definiciones del sistema romano; y la más importante de las proposiciones doctrinales romanas, es la de la infalibilidad de esas mismas proposiciones; infalibilidad que forma parte de nuestra problemática. Dicha crítica necesita un criterio para no ser arbitraria; también yo temí «la arbitrariedad de mi subjetivismo» (p. 152); pero sin dejar de temer igualmente la de otros personajes encumbrados. El criterio aquí no puede ser otro, como Rahner me concede en el fondo, que «Jesús y su mensaje» (p. 159) (cfr. en p. 151: «el papel absolutamente normativo de Jesucristo»). Mas esto supone bien poco para la teología especulativa metódica de Rahner. Metódicamente su teología, en vez de ser intérprete del Señor de la Iglesia, es dócil servidora del sistema eclesial: se mantiene metódicamente en el círculo vicioso de una teología de Denzinger, y ahí quiere permanecer. De hecho, y como
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prueba sin lugar a dudas su eclesiología, Rahner, que apenas sabe remontarse a la Escritura como norma crítica «normans non norma-ta», se pone a salvo frente a cualquier postura histórioo-crítica ante los «verdaderos datos originales del cristianismo» (p. 157), recurriendo a las usuales evasivas de los dogmáticos. Por eso convierte en «instancia teológica» (p. 149) prácticamente decisiva para él, «la actual conciencia creyente de la Iglesia de hoy», «y precisamente en cuanto se expresa a través de las decisiones doctrinales del magisterio ordinario y extraordinario que reclaman un asentimiento absoluto de fe». Con lo que sólo le resta extender «al ministerio eclesial una especie de 'cheque en blanco', acerca de cuyo uso abusivo por parte del magisterio no tiene reserva alguna jurídica o lógica que hacer cuando el magisterio define» (p. 153).
En semejante perspectiva, «el partido tiene siempre la razón» por principio: los verdaderos errores son tan imposibles en Roma como en Moscú; y las rectificaciones son igualmente difíciles, como prueba la encíclica «Humanae vitae» (acerca de la cual Rahner parece no tener nada nuevo que decir en su réplica). Bastarían unos cuantos pasajes de Rahner sobre «La Iglesia (¡que fue concebida como Iglesia institucional!)» (p. 151), trasladados «al partido (¡un partido central!)», para hacer manifiesto el oculto carácter autoritarista-totalitario de una teología que también hoy puede resular virulenta.
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Rahner, que por fortuna es también humano y pretende evitar esas consecuencias, no quiere naturalmente ser representante de un catolicismo totalitario cuyos agentes, dentro de la más rigurosa lógica, apelan también hoy a la inquisición (de procedimientos ahora mitigados). Pero se llena uno de estupor —leo en ocasiones a Soljenitsin— cuando Rahner invoca seriamente en pro de la «modernidad» (p. 153) de su teología, los «centenares de millones» que «agitan en China la Biblia de Mao» (p. 153). Viven todavía algunos de nuestros colegas que, bajo el mandato de Pío XII y apelando al magisterio y sus proposiciones, fueron reducidos al silencio, difamados, procesados, aislados y desterrados, viviendo algo así como un «primer círculo del infierno».
Ante tan tenebroso panorama, es digno de apreciarse también hoy el que Rahner, a diferencia de los grandes y pequeños inquisidores que citan satisfechos su veredicto, y sobre la base de un posible «acuerdo práctico» entrevisto por él, se acerque a la «'pregunta' en torno al ministerio en la Iglesia», para ver «si ya en el estado actual de la polémica se ha respondido a la 'pregunta' de Küng con la exactitud que requiere la situación presente de la Iglesia, para servir objetiva y eficazmente a la verdad del evangelio» (p. 147). Probablemente, el inquieto obispo de curia Cario Colombo hablando en nombre de la conferencia episcopal italiana (y promotor, al parecer, de la campaña internacio-
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nal contra el libro ¿Infalible?), y su comisión para la fe» (que incluye al obispo Carli von Segni, muy conocido desde el Vaticano II), no hayan leído esto antes de emitir su «juicio».
Por lo que atañe a la problemática objetiva de mi obra da mucho que pensar, en todo caso, el que Rahner mismo utilice en su réplica nuevas reflexiones especulativas sobre las supuestas proposiciones infalibles (cfr. p. 151), pero sin poder aportar prueba alguna de la Escritura y la Tradición que garantice la infalibilidad de tales proposiciones. Rahner deja la prueba, y por tanto la respuesta a mi «pregunta», en manos de los teólogos fundamentales: «Naturalmente, Küng puede exigir que esta evidencia de la Iglesia católica y de su magisterio sea demostrada por mí en línea teológico-fundamental, y no sólo tratada como premisa para un diálogo dogmático entre católicos. Ahora bien, en el desarrollo de la controversia con Küng, no he tenido presente este planteamiento teológico-fun-damentalista, cuya elaboración es sin duda penosa» (p. 151).
Esto parece estar muy claro: Rahner se excusa reiteradamente de dar una respuesta fundamental a la «pregunta». Mas, ¿cómo se atreve él una vez comprometido en este asunto con todo el peso de su personalidad teológica, a dejar para otros la prueba definitiva? ¿Conoce él por lo menos algún teólogo fundamental católico que a su juicio —al mío,
ninguno— haya elaborado esa prueba de modo convincente? Se considera el problema como de tipo dogmático o teológico-fundamental (a mi juicio, estos dos aspectos son inseparables en una teología fundamental y, sobre todo, en una eclesiología completa): en todo caso, el teólogo dogmático consciente de su misión no debería arrojarse al agua para salvar a la Iglesia sin haber pensado antes si la natación en aguas tan movidas no podría eventualmente suponerle un esfuerzo excesivo. Al menos, una vez en el agua no cabe excusarse con la falta de tiempo. Y, si yo mismo he publicado una monografía sobre este problema teológico-fundamental, se debe a que estimé insuficientes las respuestas dadas al mismo en los artículos, pese a ser numerosos. Porque, cuando ni siquiera el «Roma locuta» es ya absoluto, las respuestas parciales de nada sirven.
Resumiendo: ¿Dónde está a mi juicio el «desacuerdo teórico»? No en la común base católica, donde —tal es mi convicción— «coincidimos en cuanto a lo verdaderamente sustancial del cristianismo» (p. 147). Sino en el método teológico: en todas sus admirables y audaces exploraciones teológicas, Rahner permanece anclado en el campo de la neo-escolástica, donde nació. A través de todos los encomiables resultados positivos de su teología metódica, puede ser considerado como el último gran neoescolástico. Neoesco-lástico, porque hace de las proposiciones infalibles del Denzinger el alfa y la omega
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de su teología, y no está dispuesto a enfrentarles «con los verdaderos datos originales del cristianismo, con Jesús y su mensaje, ni a reconocerlas incluso erróneas en determinadas circunstancias» (p. 157); grande, porque con ayuda de su ingenio y del método trascendental, ha logrado dar esplendor una vez más a esa teología (nada tengo, pues, contra el método trascendental en su conjunto, pero sí contra su manipulación al servicio del sistema); y el último, porque este debate en torno a la infalibilidad ha proyectado más luz que cualquier otro sobre la timidez de la teología sistemática para abordar las cuestiones candentes actuales.
No se empañan los méritos de la teología rahneriana por reconocer sus limitaciones metódicas. Con gusto hubiese yo renunciado —quiero recalcarlo una vez más—, como hice ya en el libro ¿Infalible?, a llamar la atención tan claramente sobre ello. Pero también esta polémica tiene, en definitiva, sus limitaciones. Por distintos que sean los métodos teológicos, yo quisiera responder enfáticamente y con la mirada puesta en el futuro, a una de las afirmaciones positivas de la réplica de Rahner: que nosotros, los teólogos, con nuestros distintos métodos, tenemos sobradas razones para «mantenernos unidos metodológicamente», a fin de presentar a nuestro tiempo «el único mensaje de Cristo» (p. 158). Y, en este sentido, mi «postscriptum» tampoco intenta decir la última palabra. Sólo quiere evitar que la díscu-
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sión pueda darse unilateralmente por zanjada.
HANS KUNG
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POR QUE PERMANEZCO EN
LA IGLESIA
El artículo Por qué permanezco en la Iglesia, traducido por A. Pascual Piqué, lo publicó primeramente la revista El Ciervo en su número de abril de 1971.
Abandono del servicio ministerial eclesiástico: señal de abandono de la Iglesia. Los que no quisieron creer a los que lo habían pronosticado, deberán ahora aceptar y reconocer que la Iglesia católica está amenazada por un abandono masivo del ministerio ecle-sial. Las solicitudes de reducción al estado laical llegadas a Roma —especialmente procedentes de Estados Unidos, Holanda, países latinos y, sobre todo, del clero regular— aumentan a miles: en 1963 fueron 167; en 1970, 3.800. Y hay muchos que no piden permiso. Se estima que en los últimos ocho años el número de religiosos salidos ha sido de 22.000 a 25.000 (la edad del 80 por ciento oscilaba entre los 30 y los 45 años). Y en el futuro la Iglesia católica estará mucho más amenazada: el descenso de ordenaciones alcanza de un 20 a un 50 por ciento (en Alemania, en los últimos ocho años, la entrada en los seminarios ha disminuido en un 42 por ciento. Del resto, sólo una tercera parte llega hoy a la ordenación). Si esta
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situación continúa, muchos seminarios cerrarán. Entonces —¡demasiado tarde!— algunos obispos y funcionarios de Roma abrirán los ojos. Pablo VI se lamentaba en su alocución al colegio cardenalicio el 22 de diciembre de 1970 de cuánto le afectaban las estadísticas sobre las salidas de sacerdotes y religiosos, sin que por ello anunciase medidas oportunas y decisivas.
Abundan las causas de abandono del ministerio eclesial. Una de las principales es la ley del celibato, mantenida con todos los medios de coacción espiritual contra la voluntad de la mayoría de los afectados. No se trata de «intereses de casta», sino de derechos humanos elementales, del bien de nuestras comunidades, de la libertad cristiana justamente anclada en este punto del Evangelio de forma explícita. En la cuestión del celibato las coacciones de un sistema eclesial autoritario y preconciliar son especialmente patentes y oprimen pesadamente al clero. Según las más recientes investigaciones, en los Estados Unidos un 40 por ciento de los sacerdotes jóvenes piensan en renunciar a su ministerio (en cambio, entre los párrocos protestantes sólo el 12 por ciento). La causa principal: la carencia de hombres con autoridad para dirigir, y el ritmo de transformación excesivamente lento después del Vaticano II.
Si esto es así, alguno se podrá preguntar: ¿por qué no yo? Especialmente cuando éste
ha recibido muchas cartas que le invitan a salir de la Iglesia y oído interrogaciones que proceden de todas partes, de aquellos que están fuera y encuentran que se despilfarran las energías en una institución eclesial petrificada y que fuera podrían rendir más. Y de aquellos que están dentro y piensan que una crítica radical de autoridades y de estructuras eclesiales no se puede conciliar con la permanencia en la Iglesia.
Ahora bien, es evidente que abandonar el servicio ministerial eclesial no significa siempre abandono de la Iglesia. Sin embargo, las numerosas dimisiones del ministerio son índice alarmante de un distanciamiento —que puede tener muchos niveles— de una Iglesia de la que precisamente los más comprometidos no siempre están satisfechos. índice alarmante de una emigración interna y a veces también externa, fuera de la Iglesia, que ha abarcado un amplio círculo. El motivo capital radica en la indignación múltiple que provoca el sistema eclesial (clericalismo, confesionalismo, matrimonios mixtos, regulación de la natalidad, divorcio). A esto se añade la indiferencia religiosa y otros motivos más periféricos, como los impuestos eclesiásticos.
En esta situación se escucha la pregunta: ¿por qué sigo en la Iglesia o en el ministerio eclesial? Ya no se puede amenazar correctamente con el infierno. La secularización de la existencia y del saber modernos
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ha derribado muchas motivaciones sociológicas. Y por otra parte parece que el tiempo de la Iglesia estatal, popular, tradicional, toca a su fin... Responder convincentemente a esta pregunta no es fácil. No lo es tampoco para los obispos.
Y, en general, ¿se puede responder con pocas palabras? Un libro sobre la Iglesia es una respuesta más fundamentada. Ahora bien, puestos a hablar, se debe dar un testimonio simple, directo y personal, prescindiendo absolutamente de que aquí no se trata únicamente de teología. Para un judío o para un musulmán no puede carecer de importancia el hecho de que él nació en esta comunidad, y sigue determinado —lo quiera o no— por ella en forma positiva o negativa (al menos ha sucedido así la mayoría de las veces). Y no da igual mantenerse unido a la familia o bien alejarse de ella por ira o por indiferencia. Lo mismo para un cristiano.
Esta es al menos una causa por la que algunos permanecen hoy en la Iglesia e incluso en el ministerio eclesial. Querrían atacar las tradiciones congeladas, que dificultan o. imposibilitan ser cristiano. Pero no por ello renuncian a vivir fundados en la gran tradición cristiana y eclesial de veinte siglos. Criticarían instituciones y constituciones eclesiales cuando la felicidad de las personas se inmola en provecho de estas constituciones e instituciones. Pero no quieren renunciar a la ne
cesaria institución o constitución sin la cual no puede vivir a la larga una comunidad de fe. Además, muchos quedarían abandonados en sus preguntas más personales. Pretenderían resistir a la presunción de las autoridades eclesiales en la medida en que éstas dan cauce a sus propias concepciones en lugar de a las del Evangelio. Pero no quieren renunciar a la autoridad moral que la Iglesia puede tener en la sociedad cuando obra auténticamente como Iglesia de Cristo.
¿Por qué permanezco en la Iglesia? Porque dentro de esta comunidad de fe puedo afirmar, crítica y solidariamente a la vez, una larga historia en la que se funda mi vida y la de muchos otros. Porque yo como miembro de la comunidad de fe soy iglesia y no la pienso confundir con la estructura y sus administradores y abandonar en sus manos la configuración de la comunidad. Porque yo, aquí, a pesar de los violentos ataques, en relación a las grandes preguntas «de dónde» y «hacia dónde», «por qué» y «para qué» del hombre y del mundo, tengo mi patria espiritual, a la que no quisiera yo dar la espalda, como tampoco quisiera dársela —en el terreno político— a la democracia, que por su parte no se encuentra menos manipulada y violada que la Iglesia.
Por supuesto, hay otra posibilidad. Y tengo buenos amigos que la han escogido: romper oon esta Iglesia por causa de su apostasía y en busca de valores más altos, quizá en bus-
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ca de un modo de ser un cristiano auténtico. Hay cristianos fuera de la institución de la Iglesia, y también grupos en situación límite cuya existencia será efímera. Considero tal decisión, y la entiendo incluso más que nunca en la actual fase de depresión en la Iglesia católica (tras el entusiasmo conciliar con Juan XXIII). Y tantos otros motivos para el éxodo como los de los que se han ido podría aducir yo. Pero... saltar del barco significaría para mí, personalmente, un acto de cobardía, de debilidad, de capitulación. Para ellos, en cambio, representaba un punto de honra, un esfuerzo, una protesta, o simplemente un acto fruto de la necesidad o el fastidio. Habiendo asistido a horas mejores, ¿debía yo abandonar el barco en la tempestad y dejar a los demás con los que he navegado hasta ahora que se enfrentaran al viento, extrajeran el agua y lucharan por la supervivencia? He recibido demasiado en la comunidad de fe para poder defraudar ahora a aquellos que se han comprometido conmigo. No quisiera alegrar a los enemigos de la renovación, ni avergonzar a los amigos... Pero no renunciaré a la eficacia en la Iglesia.
Las alternativas —otra Iglesia, sin Iglesia— no me convencen: los rompimientos conducen al aislamiento del individuo o a una nueva institucionalización. Cualquier fanatismo lo demuestra. No defiendo en absoluto un cristianismo de selectos que pretenden ser mejores que otros ni tampoco defiendo las utopías eclesiales, que sueñan con una comu
nidad limpiamente animada por los mismos sentimientos. ¿No sería más emocionante, interesante, exigente —a pesar de todo— y finalmente más reconfortante y fructífero luchar por un «cristianismo con rostro humano» en esta Iglesia concreta, en la que al menos sé con quién me comprometo? ¿No sería mejor una exigencia siempre nueva de responsabilidad, de postura activa, de perseverancia tenaz, de libertad más vivida, de resistencia leal?
Y cuando hoy, a causa de la pública recusación del dirigismo, la autoridad, la unidad, la credibilidad de esta Iglesia se ven sacudidas y se muestra progresivamente como Iglesia más débil, que se equivoca, que busca, me viene a los labios, más que en los buenos tiempos, la frase: «Amo a la Iglesia, tal como es y tal como puede ser». No como «Madre», sino como familia de fe. Para favorecerla están ahí la institución, las constituciones y la autoridad. Para esto hay que soportarlas. Una comunidad de fe que también hoy y a pesar de todos sus espantosos defectos puede sanar las heridas de los hombres y que siempre puede realizar milagros: en concreto, cuando «funciona», es decir, cuando no sólo fácticamente —que ya es algo— es el lugar del recuerdo de Jesús, sino cuando de verdad, con palabras y hechos, defiende «el asunto de Jesús».1 Y esto lo hace tam-
1 "Die Sache Jesu geht weiter" "El asunto de Jesús sigue adelante". Esta expresión, acuñada por Marxen, intenta expresar el contenido de
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bien ahora, más en la pequeña opinión pública que en la grande, más por gente sencilla que por jerarcas y teólogos. Pero esto acontece diariamente, en cada momento, a través de los testigos de cada día que como cristianos hacen presente a la Iglesia en el mundo. Por eso mi respuesta decisiva sería: Permanezco en la Iglesia porque el asunto de Jesús me ha convencido, y porque la comunidad eclesial en y a pesar de todo fallo ha sido la defensora de la causa de Jesucristo y así debe seguir siendo.
Como sucede con otros que se llaman cristianos, mi cristianismo no lo he recibido de los libros, ni siquiera del libro de la Biblia. Mi cristianismo viene de esta comunidad de fe, que se ha mantenido pasablemente bien a través de veinte siglos; que sencilla y honradamente ha despertado la fe en Jesucristo y ha provocado el compromiso en su Espíritu. Esta llamada de la Iglesia está lejos de ser un sonido puro, una pura palabra de Dios. Es una llamada muy humana, a menudo demasiado humana. Pero como se trata de este mensaje, puede ser oída incluso en tonos falsos y en acciones tortuosas, y de hecho ha sido escuchado. De lo cual pongo por testigos —y no en último lugar— a los enemigos
una proposición de la primitiva comunidad: Jesús ha resucitado. Empleada por Küng adquiere otros matices más amplios que los que Marxen considera (cfr. H. KUNG, Qué es el mensaje cristiano, "Concilium" extra, diciembre 1970, pp. 237-244).
que atacan a la Iglesia sobre la base de este mensaje, con el que ella a menudo tan poco concuerda: gran inquisidora, tirana, mercachifle en lugar de defensora.
Ahora bien, cuando la Iglesia aparece como la defensora de la causa de Jesucristo, cuando defiende con firmeza su causa, privada y públicamente, sirve a los hombres y es digna de crédito. Entonces puede ser un lugar donde la necesidad del individuo y la necesidad social pueden situarse en profundidad a otro nivel, distinto del que puede situarlas de por sí la sociedad de la eficacia y del consumo. Allí y entonces puede ser realidad —a partir de la fe en la vida del crucificado— aquello que el individuo perdido y la sociedad dividida necesitan hoy tan urgentemente: una humanidad nueva, más arraigada, donde el derecho y la fuerza no pueden ser suprimidos, pero sí relativizados en bien del hombre; en lugar de una culpa contabilizada sea posible un perdón sin fin; en lugar de posiciones establecidas pueda conseguirse una reconciliación incondicional; en lugar de una interminable lucha por el derecho, la más alta justicia del amor; en lugar de una lucha inmisericorde por el poder, la paz, que supera toda razón. Por tanto, no es el opio de una promesa vacía en un más allá, sino más bien una llamada al cambio aquí y ahora, al cambio radical de la sociedad a través del cambio del individuo.
Cuando la Iglesia, más bien que mal, en la
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predicación y en la acción, lucha por el asunto de Jesús, enlaza en la solidaridad del amor lo opuesto: sabios e ignorantes, blancos y negros, hombres y mujeres, ricos y pobres, ensalzados y humillados. Allí donde la Iglesia lucha por la causa de Jesús, allí posibilita en este mundo de hoy la iniciativa y la actividad liberante y pacificadora. Ciertamente posibilita la firmeza sin nada previo, donde ni la evolución social ni la revolución socialista pueden superar las tensiones y contradicciones de la existencia y de la sociedad humana. Si éste es el caso, no permite ella que se dude de la justicia, de la libertad, de la paz, a pesar de la injusticia abisal, de la falta de paz y libertad. La cruz de Cristo viviente sigue siendo lo específicamente cristiano... Puede fundar la esperanza no sólo cuando todos esperan; también cuando no hay nada que esperar; posibilita el amor que abraza el enemigo; funda el impulso hacia la humanización del hombre y de la sociedad allí donde los hombres cavan en la fosa de la inhumanidad.
Aquí no se trata de entonar «himnos a la Iglesia». Sólo se insinuará lo que la fe en el crucificado, predicada por la Iglesia, puede realizar. Pues lo dicho anteriormente no es un aerolito que cae del cielo, no viene por casualidad. Se encuentra en relación y acción recíproca con respecto de aquello que —con suficiente modestia, pero hoy quizá con mayor libertad— sucede en la Iglesia, en su predicación y en su liturgia. La posibilidad
efectiva dependerá de que en algún lugar un párroco predique a este Jesús; un catequista enseñe cristianamente; un individuo, una familia o una comunidad recen seriamente, sin frases; de que se haga un bautismo en nombre de Jesucristo; se celebre la Cena de una comunidad comprometida y que tenga consecuencias en lo cotidiano; se prometa misteriosamente por la fuerza de Dios el perdón de los pecados; de que en el servicio divino y en el servicio humano, en la enseñanza y en la pastoral, en la conversación y en la diaconía el Evangelio sea predicado, pre-vivido y post-vivido de verdad. En pocas palabras, se realiza el verdadero seguimiento de Cristo; el «asunto de Jesucristo» es tomado en serio. Por tanto, la Iglesia puede —¿quién lo haría sino ella?— ayudar a los hombres a ser hombres, cristianos, hombres-cristianos, y a seguir siéndolo de hecho: a la luz y en la fuerza de Jesús, poder vivir, actuar, padecer y morir de una forma verdaderamente humana; por estar mantenidos desde el principio hasta el fin por Dios, poder comprometerse hasta el fin por los hombres.
Está en manos de la Iglesia el modo de superar esta crisis. El programa no falta. ¿Por qué sigo en la Iglesia? Porque de la fe hago esperanza: esperanza de que el programa, es decir, de que el asunto de Jesucristo es más fuerte que todos los abusos que se dan en y con la Iglesia. Por esto vale la pena la decisiva toma de postura en la Iglesia; por esto vale la pena la toma de posición más con-
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creta en el ministerio eclesial a pesar de todo. No permanezco en la Iglesia aunque sea cristiano: no me tengo por más cristiano que la Iglesia. Sino que permanezco en la Iglesia porque soy cristiano.
HANS KUNG
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Í N D I C E
Prólogo: Ya era hora 7
Sobre la recensión de Magnus Lohrer a "Infalible. Una pregunta" 15
Proposiciones infalibles: ¿Quién tiene la prueba definitiva! 23
¿En vías de colisión? - Una polémica honrada - Un consuelo ecuménico - La "prehistoria" - Una cuestión de fondo oscurecida
Respuesta a Karl Rahner: "En interés de la propia causa" 39
Nota personal introductoria - El hecho concreto del error en el magisterio eclesiástico - Nada de exigencias lógicas demasiado estrictas - De qué se trata propiamente - La "Humanae vitae" como consecuencia de la concepción romana del magisterio - ¿A qué fin una teoría del error? - ¿En oposición con la fe católica? - ¿Proposiciones infalibles? - Interpretación especulativa de los dogmas - El suelo común - El riesgo
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