Juan Antonio Vallejo Nagera - Vallejo y Yo
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Juan Antonio Vallejo-Nágera
VVaalllleejjoo yy yyoo
A ese «otro yo»
que todos llevamos dentro
y con el que, de vez en cuando, conviene dialogar
Juan Antonio Vallejo-Nágera Vallejo y yo
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INTRODUCCIÓN
Durante un año, de febrero de 1988 a febrero de 1989, publiqué un artículo semanal en
Blanco y Negro, suplemento dominical de ABC. Su director, Luis María Ansón, fue encargó
inicialmente temas relacionados con mi especialidad de médico psiquiatra, aplicada a
problemas de la vida contemporánea.
Por la índole de la publicación no convenía dar a mis artículos un tono didáctico ni
excesivamente solemne, precisaba proporcionar la información técnica envuelta en
amenidad, para hacerla más digerible. Mi página se convirtió en una de las más leídas de la
revista, y su director me dijo que a los lectores les interesaba tanto el componente
profesional de mis artículos como las anécdotas que intercalaba. «Por tanto -me dijo-,
escribe desde ahora sobre lo que creas conveniente, con total libertad.»
Los seres humanos somos por naturaleza muy egocéntricos, y si nos dan libertad de tema
tendemos a centrar la atención en nosotros mismos -si nos descuidamos ocurre aunque no
nos den libertad de elección
Soy humano, y paulatinamente mis artículos adquirieron una notable resonancia
autobiográfica. La mayoría de las personas tiene una especie de doble personalidad: la
profesional y «oficial», y otra forma de manifestarse en la intimidad.
Al repasar los artículos he visto claramente diferenciadas estas dos facetas; como si se
tratase de dos personas que dialogan, y en ocasiones se llevan la contraria. Por eso he puesto
a la recopilación el título: «Vallejo y yo.» Lo que no siempre queda muy claro es en qué
momento soy Vallejo, y cuándo aparece el «otro yo». Dejo el dictamen al lector, y para
facilitarlo he incluido algunos escritos que aparecieron en otras publicaciones, y no he
mantenido el orden cronológico.
Mi página de Blanco y Negro despertó notable atención. Recibí copiosa correspondencia
de personas a las que no conocía y querían darme su opinión, en general favorable, o
proporcionar datos. Muchos afirmaban coleccionar los artículos: «Los tengo todos
guardados en una carpeta.» Otros me pedían que les enviase una xerocopia de alguno que les
faltaba, lo que al repetirse en exceso comenzó a resultar un latazo.
Mi editor habitual, Planeta, opinó que debe de haber tantas personas que desean
conservar la colección completa, o leer alguno que se les escapó, que justifican una edición
en forma de libro. Espero que no se equivoque.
JUAN ANTONIO VALLEJO-NÁGERA
Madrid, febrero de 1989.
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LA SUBLIMIDAD DE UN HUMILDE REGALO
El domicilio de algunos médicos parece almacén de una sucursal secundaria del museo
de horrores, porque guardan y colocan todos los regalos que reciben a lo largo de su vida
profesional. Los «regalos de médico» tradicionales eran: el pavo en diciembre, un jamón,
queso de oveja, miel... En casos excepcionales una cesta de Navidad, con esos licores
rarísimos que no logran vender en las tiendas y una piña tropical.
Era un placer recibir el testimonio de gratitud y afecto en forma digerible. Todo marchó
por sendero de rosas hasta que cambió la moda y comenzaron a enviamos «regalos
artísticos». Estatuillas ecuestres de don Quijote y Sancho Panza en plomo pintado con
purpurina con la pretensión de imitar bronce, sobre un pedestal de mármol veteado color
caramelo. Don Quijote y Sancho desmontados. Don Quijote. Busto de don Quijote. La maja
desnuda de Goya en porcelana, con la carne color rosa cerdito, bizca y un poco bigotuda,
pero con los más nobles atributos de la feminidad desarrolladísimos. Una bailarina de
porcelana. Otra bailarina de porcelana. Dos caballos a galope tendido con las crines al
viento, los ollares dilatados y ojos saltones, de porcelana. Un médico larguirucho, con su
bata y el fonendoscopio colgando del cuello y ese espejo circular que se colocan los otorri-
nolaringólogos en la frente, de porcelana, convertido en pie de lámpara...
En mi habitación de soltero caminé los últimos años de puntillas, para no romper ninguna
«obra de arte». Al regreso del viaje de novios mi mujer frunció el ceño y amenazó: « ¡O las
porcelanas, o yo!» La elección acertada me ha permitido vivir un matrimonio feliz, y cierta
libertad de movimientos en la casa.
Agradecí con toda el alma cada uno de los obsequios que recibí asociados con el
ejercicio profesional. Hasta los más disparatados; llegaron envueltos en cariño y gratitud,
exactamente igual que los que acertaron en el centro de la diana.
Hoy quiero recordar un regalo, de esos que cascabelean en el corazón durante muchos
años, y que no pude aceptar.
-Doctor -susurró la enfermera-, está un señor que no tiene hora, pero dice que no es para
consulta, y que le ocupará sólo un momento.
Entró un hombre de edad con aspecto aún vigoroso; rostro tostado y ademanes enérgicos
en contraste con una evidente timidez.
-Usted no me conoce, soy el marido de su enferma «Nn». La ha curado hace un año, y
además nos cobró mucho menos de lo que sé que son sus honorarios.
La enfermera había entrado con el visitante la historia clínica de la paciente y, mientras
escuchaba, con un vistazo de reojo a los datos de filiación recordé el motivo de la última
frase: era la esposa de un guardia civil y, en su momento, comprendí que no podría atender
sin quebranto mi tarifa habitual.
-Hoy vengo a dar las gracias, y a intentar pagarle de algún modo mi deuda.
Quise protestar, pero no me dejó intervenir.
-Se preguntará por qué he tardado tanto. La razón es que no quería llegar con las manos
vacías; me jubilé la semana pasada y hasta ese momento no podía ofrecer lo que hoy le
traigo. He sido instructor en la escuela de perros policía de la Guardia Civil. Si usted lo
acepta yo le educo un pastor alemán. La inteligencia del perro es hereditaria, no le
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recomiendo los que tienen los criadores para ganar trofeos de belleza en las exposiciones
caninas. Conozco las cepas más aptas para la enseñanza. Estamos tan mal de dinero que no
le puedo regalar el cachorro, pero le diré cuál es el mejor que hay en Madrid. Si se lo queda,
cuando cumpla siete meses yo vendré a diario a entrenarle, los meses que haga falta, hasta el
adiestramiento completo.
No salía de mi pasmo. Ocurrió hace muchos años, no existían los entrenadores caninos
civiles que hoy abundan. Me ofrecían algo que no se hubiese podido comprar con dinero.
Nunca había tenido perro. Un primo murió de quiste hidatídico cuando éramos niños, y mis
padres quedaron inhibidos por ese temor. En mi ignorancia «perruna» pregunté qué órdenes
era capaz de obedecer el perro.
-Aprenderá a guardar la casa, a caminar a su lado sin separarse de la rodilla izquierda ni
tirar de la correa, parar cuando usted lo haga, esperar sin moverse del sitio, por ejemplo a la
puerta de una tienda, acudir instantáneamente a la llamada y las demás órdenes comunes. Al
suyo voy a intentar enseñarle dos cosas que no forman parte de la educación habitual: a dejar
de ladrar ante una señal y a ladrar como respuesta del chasquido casi inaudible de una uña
contra otra.
-¿Para qué sirve?
-Para más de lo que imagina. Suponga que pasea una noche con el animal y se acercan
dos individuos sospechosos. Tranquilamente roza una uña contra otra y en cada ocasión el
perro lanzará un ladrido amedrentador mirando a los intrusos. Es poco probable que se
aproximen. También puede usarlo para divertirse con los amigos. Les afirma que el perro
sabe sumar y restar hasta ocho, y les indica que digan las cifras despacio mirando al perro a
los ojos; usted da los golpes convenientes con la uña y el perro ladra el resultado sin
equivocarse. Ya le encontrará otros usos.
No creo que a nadie le extrañe la ilusión con que escuché la oferta. No pude aceptarla. Mi
mujer me vio tan ilusionado que, por si acaso, no se atrevió a un ultimátum como el de las
porcelanas; pero se mantuvo firme. Compartía el temor que tuvieron mis padres: «... los
niños...»
Los «niños» crecieron y tengo perro. Han transcurrido decenios. Cada vez que veo un
pastor alemán que obedece una orden de su dueño... desde el fondo del corazón me sale un «
¡gracias!», que mi generoso amigo no puede escuchar.
(Blanco y Negro, noviembre de 1988.)
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A DESTIEMPO
Los regalos humildes agradan y emocionan, los obsequios opulentos pueden complicar la
vida, tal como me ocurrió con la vaca.
-¿Qué vaca?
-Con la vaca; en mi vida sólo ha habido una vaca. Bueno, dos, pero la primera únicamente
de lejos.
A los asturianos nos gustan las vacas, les vaques, y aquella ternera me enamoró a primer
golpe de vista. Ocurrió en Avilés y tenía yo cinco años. En días de llovizna los veraneos
ofrecían pocos recursos, y fuimos a la feria de ganado. Presencié, sin compartirla, la
admiración colectiva por una vaca de ubres gigantescas que daba más litros de leche que
ninguna, y de repente apareció «ella».
Un campesino vestido en traje regional y acompañado de un gaitero paseaba una ternera
rubia, de ojos inmensos y dulces ribeteados de negro, adornada con un ancho collar de cuero
repujado, con dibujos realizados con remaches dorados. Del collar pendían cascabeles y
cintas multicolores. La miré, me miró y... el flechazo.
La niñera, que me mimaba descaradamente, me compró una papeleta para la rifa de la
vaca. Un papelito de color rojo en el que se centraron todas mis esperanzas, y que manoseaba
constantemente dentro del bolsillo del pantalón, con riesgo de hacer irreconocible el número.
-Felisa, ¿tocaráme la ternerina?
-Tocaráte. niñín, tocaráte, pero meyor pídeselo a la Virgen.
De rodillas recé aquella noche, con toda el alma. Tuvieron que meterme a la fuerza en la
cama, y en ella seguí en oración.
Pocas veces habrá recibido Nuestra Señora una petición tan descabellada. Veraneaba en
Salinas, segundo piso de una sencilla pensión, Fonda Lola; no sé qué diantre hubiese podido
hacer con la vaca, no creo que le permitiesen dormir en mi cama.
Mi madre confiaba en que la rifa fuese un timo o que, lógicamente, la única papeleta que
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poseía no acertase el número ganador. No se había fijado en mi forma de rezar.
A los pocos días en el periódico local publicaron el número premiado: el mío. Habían
lavado el pantalón con la papeleta aún en el bolsillo, y no reapareció. El tipo de Avilés, que
ya no vestía traje regional ni tenía buenos modales, permaneció inamovible pese al
testimonio de varios huéspedes de la pensión que nos acompañaron: sin la papeleta no hay
vaca. No la hubo, y cuentan que mis lamentos se escuchaban desde la plaza del pueblo.
Muchos años después, en una entrevista radiofónica relaté esta anécdota infantil. Por la
tarde en la consulta recibí los últimos pacientes antes de marchar de veraneo. Entre ellos di
de alta a un potentado venezolano simpático, ostentoso y extravagante, al que tras rodar sin
éxito por muchos consultorios había logrado aliviar. Se despidió con una frase que escrita
parece amanazadora: «Usted se acordará de mí», pero la dijo en tono afable y con una
sonrisa.
Una semana después me despertaron de la siesta:
-Perdona, hay unos hombres con un camión y dicen que tienes que firmar el recibo.
- ¿Qué traen?
-Me han dado esta tarjeta.
Era del venezolano y el texto me espabiló por completo: «Otros lo dicen con flores, ¡yo
lo digo con vacas! Le escuché en la radio. Me ha costado encontrar una así. Ahí la tiene, con
collar repujado y cintas de colores, como la que le quitaron de niño.»
Mi mujer no llegó a tiempo para impedir que la bajasen del camión, y yo tuve un
espejismo del viejo flechazo. Rubia, los mismos ojos largos de mirada de terciopelo.
-Pero ¿me quieres explicar qué vamos a hacer con esta vaca?
-No es una vaca, es una ternerina, se puede quedar en el jardín.
-Lo va a destrozar, y ¿luego, qué?
-No sé, ya veremos.
Lo vimos en seguida. A la media hora había comido o pisoteado todas las flores, y dejado
numerosos residuos. El jardín era pequeño, las plastas grandes. Resultaba difícil dar dos
pasos sin pisarlas. Comencé a notar que, en el fondo, no se parecía tanto a «ella».
Sólo el dueño de una perra que ha tenido diez, cachorros puede imaginar lo difícil que es
desprenderse de una vaca, en una zona en la que no hay ganadería. Siempre aparece un
entrometido.
-Oye, el carnicero dice que puede estar interesado.
-Pero ¡qué barbaridad!
-Bueno, tampoco te pongas así. Como dices que tienes tanta prisa en que se marche, y
nadie la quiere...
-No, eso no, ni hablar.
Al fin logré colocarla en la finca de un amigo. Allí envejece tranquila, sin el espectro
amenazador de un matarife.
(Blanco y Negro, noviembre de 1988.)
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REGALOS ARMÓNICOS
Desde días antes no había una entrada para el Real. Los periódicos comentaban que los
melómanos hicieron cola desde las seis de la mañana en espera de la hora de abrir las
taquillas.
Era el concierto extraordinario, fuera de abono, de una de las grandes orquestas
mundiales con su director. Tuve suerte, el embajador del país de la orquesta me invitó a su
palco. Ya digo que tuve buena fortuna, pero ella no lo sabía.
Los anfitriones me habían citado a la puerta del teatro. Con los atascos de tráfico es muy
difícil calcular, por lo que llegué con mucha anticipación, igual que cientos de personas que
formaban grupos a la entrada. No encontré ningún amigo, por lo que decidí entretener la
espera en la calle inmediata, ante los escaparates iluminados del «Real Musical» repletos de
instrumentos.
Nos hemos acostumbrado a considerarlos fuente de estímulos sonoros, no visuales, pero
la mayoría de los instrumentos musicales tienen una belleza intrínseca de tal fuerza y
armonía en sus líneas y texturas que, si fuesen únicos, los colocarían en los museos entre las
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esculturas. Me agrada contemplarlos en un escaparate, bañados por la luz en contraste con la
calle semioscura.
Entre los que acudían presurosos y los que esperaban en corrillos, maniobraban algunos
revendedores. Desde hacía un rato noté con el rabillo del ojo que una mujer me observaba, y
parecía haber iniciado algún intento de aproximación. En la pausa entre un escaparate y otro
realizó el abordaje.
-¿Tiene usted entrada?, ¿quiere una, doctor?
La última palabra me resultó ingrata en tal circunstancia. Siento antipatía por los
revendedores de cualquier especie, que abusan de la necesidad o del capricho para elevar
injustificadamente los precios. Pocos días antes dejé unas monedas en la gorra de un
mendigo en la escalera de un aparcamiento, y soltó un «gracias, doctor» que también me
había dejado perplejo e incómodo.
-Gracias, ya tengo entrada.
Contesté un tanto secamente para dar por terminado el diálogo, pero la mujer parecía
insistente; no se marchó aunque se la notaba titubear. La pausa me indujo a observarla y
cambié de opinión. Era una mujer en la treintena, bien arreglada con ese modesto lujo de las
personas sencillas cuando se engalanan para acudir a un concierto. Mi interpretación inicial
era errónea, no tenía el menor aspecto de revendedora, y eso acentuaba la incógnita del
ofrecimiento de una entrada. Al fin se decidió.
-No me conoce, pero yo a usted sí. Hace tres años curó a mi madre y se lo agradezco en el
alma. Hoy le he visto marcharse de la puerta del teatro y pensé que no tenía entrada. Me dije,
el doctor Vallejo-Nágera no se queda sin el concierto si puedo evitarlo, y venía a ofrecerle la
mía. Es de una localidad barata, de paraíso, desde la que no se ve la orquesta, pero por lo
menos la puede oír, he hecho cola dos días para conseguirla, ése es su único mérito.
No me bloqueo con facilidad, pero entre la emoción y la sorpresa temo no haber
expresado suficientemente mi gratitud. Pocas veces me han hecho un ofrecimiento tan
generoso. Sólo un melómano capaz de hacer cola dos días desde las seis de la mañana para
lograr asistir a un concierto puede intuir la magnitud del sacrificio y, por tanto, de la
importancia del regalo. La curación de su madre era mi deber, no un mérito; ella en su
largueza fue mucho más allá.
El concierto resultó una maravilla, pero estuve a ratos distraído. Sobre los instrumentos
de la orquesta se superponía otra melodía, la interpretada por un corazón generoso. Es una
paradoja que la mayoría de los mejores regalos que me han ofrecido no los pudiese aceptar y,
sin embargo, hayan enriquecido mi vida. Otros los acepto de mil amores. Acudí a un conven-
to de clausura para atender a una monja delirante. Meses después recibí una carta de la
superiora: la enferma seguía bien, y toda la comunidad rezaba a diario por mí. Hay uno, el
más generoso e inmotivado de todos, que tendría que rechazar si fuese posible. Entre los
cientos de cartas recibidas con ocasión de ganar el Premio Planeta llegó una sin remite. El
contenido aún me asombra. Explicaba la autora que era una maestra jubilada sin parientes
inmediatos y que su vida ya no cumplía ninguna función útil. «No le conozco
personalmente, pero he leído cosas suyas y le he escuchado en televisión. Usted sí que puede
hacer el bien a muchas personas. He ofrecido a Dios mi vida, a cambio de prolongar la suya.
Disculpe que no le dé ni mi nombre ni mi dirección.»
Ignoro si aún vive, pero en estos años al menos una vez sentí a la muerte blandir su guadaña
sobre mi cuello, y falló por milímetros. ¿Se lo debo a la maestra jubilada?
En varias ocasiones me han preguntado: « ¿Cómo soportas una profesión tan dura, y tan
triste, en la que os ocupáis sólo del sufrimiento ajeno, y con frecuencia no lo podéis
solucionar?» Hay muchas profesiones difíciles e incluso amargas, mucho más que la
nuestra; no conozco en cambio ninguna que brinde compensaciones equivalentes a las que
acabo de narrar.
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(Blanco y Negro, noviembre de 1988.)
UN ALMUERZO BIEN APROVECHADO
Ignoraba que mis buenos amigos los Castilleja de Guzmán estuviesen en la ciudad, y al
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reconocerlos al otro lado de la plaza de la catedral en Florencia tuve una reacción de alegría,
pero no pude adivinar que aquella grata sorpresa fuese a tener tanta influencia en mi futuro, y
en el de mis lectores.
Tras el intercambio de saludos y de júbilo me preguntó Cordelia:
-¿Te has comprometido para algo inaplazable mañana al mediodía?
Ante mi negativa ordenó:
-Pues tienes que venir a almorzar a casa de tía Sofía Serristori, que nos ha invitado, te van
a entusiasmar ella, que es la persona más interesante de la ciudad, su palacio y la biblioteca.
Ocurrió hace unos quince años y llevaba muchos de íntima amistad con Cordelia, que
nunca me había hecho una propuesta desafortunada, pero pregunté un tanto perplejo:
-¿No te importa decirme quién es «tía Sofía Serristori»?
-Estoy casi segura de que la conociste en casa de mi madre en París, es la princesa
Bossi-Pucci, cuñada del modisto Pucci; pero se ha separado de su marido y vuelve a usar su
título de marquesa Serristori; es la última descendiente directa de Maquiavelo, y vive en el
palazzo Serristori, ese caserón pintado de amarillo que está a la izquierda del Ponte-Vecchio.
Es una anciana simpatiquísima, erudita, con una curiosidad inagotable. Conozco tus gustos y
te va a fascinar.
-No me cabe duda, Cordelia, pero ¿crees que a «tía Sofía» no la va a aburrir que lleves a
su almuerzo a un psiquiatra extranjero que está de paso por Florencia?
-La conozco también a ella, y un psiquiatra tan raro como tú que encuaderna y pinta le va
a interesar, estoy segura de que congeniaréis, la llamaré ahora mismo para proponérselo.
Por suerte la marquesa aceptó y se cumplieron los pronósticos de mi amiga, pocas veces
he sintonizado tan rápida y profundamente como con aquella anciana sutil y luminosa.
El comienzo fue difícil, porque me puso de mal humor el inesperado texto de una gran
placa que hay al lado de la puerta de entrada en el palacio Serristori: «Aquí murió José
Bonaparte rey de España.» Yo compartía la mala opinión que casi todos mis compatriotas
tenían de Pepe Botella. En cuanto tomé confianza con la anfitriona se lo hice saber:
-El final de la inscripción me duele como español. Bonaparte no figura en la lista de
nuestros reyes, era un invasor y un usurpador.
-No comprendo por qué le odian tanto ustedes.
-No hizo más que daño en nuestra patria.
-Se esforzó todo lo posible en evitarles daños. Tengo en nuestro archivo cartas de
Napoleón en las que insulta a su hermano José por defender «excesivamente» a España; en
una de ellas le dice: «Os habéis convertido en más español que los españoles.»
Fue para mí una revelación. Como la mayoría de los españoles, no tenía la menor idea de
qué había sido de Pepe Botella después de ser expulsado de nuestra patria. Me explicó la
marquesa que vivió veinte años en los Estados Unidos, hasta que anciano y enfermo obtuvo
licencia para establecerse en Inglaterra, y después para acudir a Italia a reunirse con su
esposa Julia, que tenía alquilado el palacio Serristori. Julia nunca pisó España, durante los
cinco años de la guerra de la Independencia apenas se vieron y en los veinte años siguientes
le escribió con frecuencia, cortesía y afabilidad, pero nunca la invitó a reunirse con él.
Acudió a morir al lado de su esposa, en aquel caserón.
De esos datos arranca mi curiosidad por José Bonaparte. Encontré en un librero anticuario
una de sus biografías, instintivamente busqué libros y documentos sobre «el rey José», como
le llaman los franceses, y comprobé que la visión de Sofía Serristori se acercaba a la realidad
mucho más que la mía. La curiosidad inicial se convirtió en interés apasionado y, al cabo de
los años, me encontré con tanta documentación sobre Pepe Botella que no resistí la tentación
de escribir una autobiografía imaginaria de ese personaje.
Sin ese almuerzo, fruto del encuentro casual en Florencia con unos buenos amigos
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madrileños, nunca habría escrito Yo, el rey ni ganado el Premio Planeta. ¿Se puede pedir
más de un almuerzo? Aquel día debían conjugarse en el firmamento todas las estrellas que
me son favorables, pues abandonado el tema Bonaparte nuestra anfitriona se lanzó de lleno a
su tema favorito: su antepasado Maquiavelo, por el que sentía verdadera pasión. Reunió una
biblioteca impresionante sobre Maquiavelo, restauró la pequeña heredad en la que el escritor
pasó los catorce años de exilio, puso en cultivo los antiguos viñedos y lanzó al mercado un
vino Maquiavelo, abrió un restaurante en la posada...
Dicen que las fincas son manifiestamente mejorables, hasta la ruina total del propietario.
Con los antepasados ilustres ocurre lo mismo.
Aun personas tan cultivadas como la noble anciana florentina suelen tener ideas muy
curiosas sobre los psiquiatras, y la marquesa insistió en que yo realizase un análisis
caligráfico de algunas de las cartas de su antepasado que se conservaban en el archivo del
palacio. No sé gran cosa de caligrafía, pero para no decepcionarla hice algunos pinitos
interpretativos y quedé fascinado con el contenido de alguna de las cartas. Me entregó una
fotocopia de las que más me interesaron, y de su análisis surgió otro manantial de curiosidad
que me llevó a dedicar un capítulo de mi libro Locos egregios a Maquiavelo.
Supongo que ni un solo lector dudará de que tuve mucha suerte con ese almuerzo. Es
cierto, pero todo se paga en esta vida, y mi «efecto secundario negativo» consiste en que,
desde entonces, cada vez que me invitan a almorzar y sólo me dan comida... me siento
profundamente defraudado.
(Blanco y Negro, octubre de 1988.)
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CONVERSACIÓN DURANTE LA CENA
«No comprendo por qué usted, que tiene tantas actividades interesantes, pierde parte de su
tiempo en hacer vida social.» Lo curioso de este comentario, con tono de fatua reprimenda,
es que me lo suelen hacer personas que no he intentado conocer y que deseo no ver de nuevo,
en paréntesis de mi escasa vida social que resultan menos afortunados precisamente por
malgastarlos con ellos. De la vida social opino lo mismo que de la sociedad de consumo:
«Depende de lo que usted consuma, señor mío.»
Si la «vida social)) consiste en disfrutar de la compañía de los amigos, se me ocurren
pocas ocupaciones mejores para los ratos libres. Si se trata de la relación social
convencional, en la que se elige entre quedarse en casa o acudir pero no se escoge a los
demás asistentes, todo consiste en echar un vistazo al panorama y navegar con habilidad. Es
una tarea de rápida selección de oportunidades. También de suerte, lo reconozco.
Uno de estos empujoncitos de la suerte me benefició en una cena en la embajada
americana, en 1977, cuando yo estaba atascado en la elaboración de mi libro Mishima o el
placer de morir, pues me faltaban una serie de datos sobre las costumbres japonesas y sobre
el protagonista. En las cenas sentadas de las embajadas, que duran tanto, se mira con
aprensión la tablilla que ponen a la entrada con el plano de la mesa, los nombres y situación
de los comensales. ¿Entre quiénes me han colocado esta vez?, ahí sí que no se puede navegar
ni elegir; conversación obligada a las dos señoras, con una durante cada plato,
alternativamente según manda el protocolo. Campanilleó aquella noche una grata
premonición al ver junto a mi nombre: «Excma. Sra. de Keigawa.» Era la esposa del
embajador de Japón, a la que no conocía y que tenía fama de guapa, inteligente, cultivada y
amable. No es una combinación frecuente, y menos aún que nos caiga en la silla de al lado.
La embajadora encajaba en tan envidiable fama. Temo que abusé de su amabilidad; para
aprovechar la inteligencia y espíritu refinado, hice una pregunta tras otra.
-En Japón, país en el que la sobriedad es virtud esencial, pues su pueblo ha sufrido
escasez de alimentos, ¿qué es lo que manda la buena educación nipona, que el plato quede
limpio o deliberadamente dejar algunos restos de comida, para mostrar el desdén por las
privaciones?
Sonrió maliciosamente, y tras una mirada de reojo:
-Veo por su plato que aplica nuestra norma: no debe quedar en la taza ni un grano de
arroz, ¿es que también pasó hambre en su infancia durante la guerra civil, o es costumbre
nacional... quizá?
-No lo considero hábito nacional, embajadora, es norma en algunas familias y también
en la mía. Por cierto, tras una pausa al final de su frase ha añadido «quizá»; veo en las
traducciones de sus compatriotas que es muy frecuente, ¿por qué?
-Para un japonés hay dos situaciones dramáticas, el deshonor y el ridículo. Los antiguos
miembros de la corte se suicidaban en cualquiera de las dos circunstancias. El deshonor
depende de la otra persona, pero a su ridículo podemos contribuir y lo evitamos a toda costa,
por eso tras una afirmación en que se lleva la contraria y que resulta demasiado tajante
siempre añadimos «quizá», así queda una salida airosa para el otro.
-Los occidentales no tomamos esa precaución, tendemos a sentar cátedra, sobre todo en
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los temas de los que no tenemos la menor idea.
-En mis lecciones de español he notado que apenas tienen sinónimos de quizá, solamente
acaso y tal vez, y nunca lo añaden al final de la frase como nosotros, alguna vez lo
anteponen como una concesión amable, casi perdonavidas.
-Es para encubrir nuestra inseguridad, aún más frágil que la japonesa...quizá.
-Bravo, así es como se emplea -rió la embajadora.
La risa es la mejor herramienta para romper el hielo, y ya me atreví a hacer preguntas
directas sobre Mishima:
-¿Lo conoció personalmente, por casualidad?
-No por casualidad, fui compañera de colegio de su mujer y conservamos el afecto.
Dentro de un mes vamos de vacaciones de Navidad a Japón y pienso verla; por mi ausencia
no la he visitado desde su viudedad.
Expliqué que trabajaba en un ensayo biográfico sobre el escritor japonés, cuya vida y
obra quería dar a conocer a mis compatriotas (entonces casi nadie en España había oído
hablar de Mishima), y que la viuda no había contestado a mis cartas en las que pedía
fotografías y datos. Me proporcionó la embajadora muchas noticias inéditas sobre el escritor,
y se ofreció a interceder ante Yoko Hiraoka, la viuda de Mishima, para que me enviase el
material solicitado. Cumplió la promesa, convenció a su amiga venciendo en mi favor la
desconfianza que tiene ante todos los intentos biográficos sobre su marido hechos por un
occidental, y regresó de las vacaciones cargada de fotos y documentos. Sin esta ayuda mi
libro sobre Mishima hubiese tenido importantes lagunas.
Ya lo dije; de la vida social opino lo mismo que de la sociedad de consumo: depende de lo
que se consuma; todo consiste en echar un vistazo y navegar con habilidad...
-Menos faroles, dijiste que fue un empujoncito de la suerte.
-Sí, hombre, sí, tienes razón, reconozco que influyó la suerte, pero debías haber añadido
al final: «... quizá.»
-Te ayudó la suerte... quizá. Acepto que la conversación resultó interesante.
-Pues ya verás la que tuve con su marido; te la contaré otro día.
(Blanco y Negro, julio de 1988.)
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UN BUEN HUMOR CONTAGIOSO
Al conocer historias de los kamikazes, nos hemos preguntado más de una vez qué sentirían
aquellos muchachos al iniciar su vuelo final. Todo kamikaze muere al culminar su heroico
suicidio contra el blanco enemigo; así desconocemos sus reacciones.
En la sobremesa de la cena en la embajada de los Estados Unidos, mi vecina de mesa me
presentó a su esposo, en aquel momento embajador de Japón en España. El señor Keigawa
ya me había llamado la atención desde lejos durante la comida por la mímica expresiva y la
vivacidad de los gestos (todo lo que ahora en el mundillo teatral llaman expresión corporal),
poco habituales en la vida social de los japoneses de su rango.
En la conversación confirmó el carácter cordial, abierto, distante de la típica reserva
nipona. Era un interlocutor ágil, chispeante, con acusado sentido del humor y una risa
contagiosa. Congeniamos rápidamente y al cabo de un rato de charla divertida le pedí
disculpas por hacerle una pregunta personal, y expresé mi curiosidad por su excepcional
capacidad de irradiación afectiva en el plano del buen humor.
-Es muy sencillo de comprender -explicó-. Si usted tiene una larga espera en la antesala
del dentista, se aburre y quizá se enfade; pero si en vez de fusilarle le canjean la pena de
muerte por ese rato incómodo, o por una cola interminable ante la ventanilla de un mi-
nisterio, imagino que se pondría contentísimo. Eso es lo que me pasa a mí. Yo tenía que estar
muerto hace treinta años, y en último instante me canjearon la pena de muerte por la suerte
de vivir, los ratos buenos y malos que depara el destino. Por tanto aun los sinsabores me
parecen un regalo; me digo a mí mismo, «es mucho mejor que estar muerto», y al instante
me noto del buen talante que usted ha percibido.
Me pareció demasiado fuerte para el primer día preguntarle por la sentencia funesta; por
suerte, la expuso por iniciativa propia.
-Igual que mis restantes compañeros de clase con buen expediente en la universidad,
recibí una carta en la que me felicitaban por ofrecerme el alto honor de sacrificar mi vida por
el emperador como piloto kamikaze. En teoría era un honor voluntario, pero aceptamos
todos aunque en el reconocimiento médico eliminaron a dos por no tener buena salud, fíjese
qué disparate, ¿qué importaría la buena salud si teníamos que morir en un par de meses?; los
burócratas son así. Tras unas semanas de entrenamiento intensivo me destinaron a un portaa-
viones. La mayoría de mis amigos -siguió el embajador como ensimismado-, venían en el
mismo barco. Era el final de la guerra y todo se hacía a la desesperada y apresuradamente.
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Antes tenían la delicadeza de repartir a los miembros de grupos de la misma procedencia en
diferentes destinos, así no sufrían la amargura de ver partir cotidianamente hacia su último
vuelo a los íntimos amigos. En nuestro barco salían a diario cuatro, no comprendo las
razones de esta dosificación, nadie nos las explicó, pero así era. Quedábamos sólo dos
cuadrillas, y llegó el turno de la mía. Yo emprendía vuelo el tercero. Partieron hacia nuestro
común destino los dos primeros; puse en marcha el motor de mi avión y me desplacé por la
cubierta para la posición de despegue, pero en lugar de ordenármelo hicieron la señal de
parar. El mando del portaaviones acababa de conocer la noticia de la rendición. La guerra
había terminado. Mis dos amigos que salieron unos segundos antes no regresaron, nuestros
aviones no llevaban radio, en el portaaviones los despojaban de todo lo superfluo, eran para
un solo vuelo.
El diplomático jovial pareció salir de su trance evocador y me sonrió.
-Así que vivo de regalo, me lo digo todos los días al levantarme y me ayuda a saborear la
vida. Además, para colmo, hubiese tenido que estrellarme con toda mi carga de explosivos,
en el intento de hundir un barco de estos señores tan simpáticos que nos acaban de dar una
cena magnífica.
La risa del embajador desencadenó la mía. En una sobremesa con muchas personas y en
la que hay libertad de movimientos, los que se aburren suelen acudir al señuelo de las
risotadas, así que se nos unieron unos pelmas, por eso se aburrían, y nos cortaron la
conversación. La recuerdo muchas veces. Aunque no de un modo tan claro, todos vivimos de
milagro; es rara la persona que en un descuido en el automóvil, o en una enfermedad, no ha
sentido la mano helada de la muerte junto a su sienes: «¡Por los pelos!» Conviene meditarlo
al despertar por las mañanas, también tras cada disgusto o tragedia, sopesar si son preferibles
los sinsabores de los que nos lamentamos o el estar muerto y, como el embajador, adoptar el
empeño de teñir cada momento y cada vivencia, por ingrata que sea, de gratitud hacia el
destino y de buen humor contagioso.
(Blanco y Negro, julio de 1988.)
KAMIKAZES
En Occidente persisten muchas ideas erróneas sobre los kamikazes: suele afirmarse que eran
unos soldados aguerridos, fanáticos e insensibles a la magnitud de su drama. Ninguna de las
tres ideas es correcta.
El matiz de «aguerridos» sólo lo poseían los iniciadores, el resto fueron jóvenes de veinte
años, no tuvieron tiempo de curtirse. La última acción era también la primera. Se alistaron
voluntariamente más de cinco mil. Al mando japonés le sobraron pilotos, faltaron aviones.
Tuvieron la oportunidad de actuar 2.198 kamikazes, todos los cuales murieron, hundieron 34
navíos y dañaron otros 288.
La mayoría no eran fanáticos. El asombro se impregna de admiración y respeto al leer sus
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diarios y las cartas de despedida. Tenían conciencia clara de la inminencia de la derrota y del
limitado rendimiento práctico de su sacrificio. No los movía el odio al enemigo, tan fre-
cuente en otros episodios bélicos. Basta leer documentos equivalentes de la misma guerra en
Europa, o de contendientes en nuestra guerra civil o de las actuales luchas en Oriente Medio
plagados de expresiones de odio y desprecio al enemigo, para sorprenderse de su poca
frecuencia en los testimonios escritos de los kamikazes. Más que un acto de odio y de
autodefensa era un acto de amor, de amor al emperador, a su patria y a sus camaradas.
En la decisión inicial de prestarse voluntariamente fueron clave las dos primeras fuentes
de amor, al emperador y la patria, pero en la realización final del sacrificio, en la moral
durante el entrenamiento vemos agigantarse el factor de cariño a sus camaradas y el empeño
en no defraudarlos. Es lo que convierte en sublime esta gesta, una de las más ejemplares de la
Historia; tanto que resulta muy incómoda de recordar, por eso se habla poco de ella y se la
cubre con tópicos desfiguradores.
En cuanto a la supuesta insensibilidad de los protagonistas, es mejor que los escuchemos
a ellos mismos.
La marina japonesa enviaba a la familia del muchacho la carta de despedida a sus padres,
que escribían la noche anterior a la acción, al comunicarles que había llegado la hora. Los
parientes conservaban estos mensajes en el altar hogareño a los antepasados como una re-
liquia, como testimonio del honor y de la tragedia, del dolor y de la gloria que había caído
sobre ellos a través del hijo perdido.
Al terminar la guerra un padre de kamikaze, el señor Ichiro Omi, recorrió todo Japón en
busca de las familias de las víctimas para acumular recuerdos y copiar las cartas si se lo
permitían.
Publicó un libro con este material, uno de los doscientos que se imprimieron en Japón
después de la guerra sobre los kamikazes; tiene para nosotros la ventaja de estar traducido a
varias lenguas occidentales.
Parte de las cartas son meramente protocolarias o convencionales: no reflejan ni los
sentimientos ni la personalidad del héroe. Es mucho pedir a un chico de veinte años que
además de prepararse en unas semanas para acertar con su avión a un barco que le cañonea y
ametralla, sepa además escribir cartas expresivas.
Encontramos fórmulas de despedida que nos sorprenden, como la muy frecuente de pedir
disculpas a sus padres por la «descortesía» de precederlos en la muerte (los españoles sólo
nos disculpamos por preceder a otros en esas ridículas justas de cortesía ante una puerta).
Algunas cartas tienen un regusto entre estoico e insípido: «... No hay nada especial digno de
mención, pero quiero que sepan que disfruto de buena salud en estos momentos...»
Algunos chicos adoptan la misma actitud iluminada de los mártires religiosos que
marchaban cantando al sacrificio: «Queridos padres: por favor felicitarme, me han dado una
oportunidad perfecta para morir. Éste es mi último día...» Entre estos jóvenes guerreros hay
también poetas, y el aroma del talento se percibe en el gesto gallardo: «... Que mi muerte sea
súbita y perfecta, como el estallido de un cristal.» Otros envuelven las emociones en acentos
líricos de carácter tópico, con los símbolos aprendidos desde la escuela: «Somos dieciséis
amigos tripulando los aviones. Caigamos como la flor del cerezo en primavera, limpios y
radiantes.»
Pese al destello o al simple relumbrón de últimas misivas de este tipo, las que más
profunda huella dejan en el ánimo del lector son aquellas, la mayoría, en las que el joven
permite aflorar sus sentimientos. Escribe un huérfano de madre: «Querido papá: mientras se
acerca mi muerte, mi única pena es que no haya tenido jamás la oportunidad de hacer nada
bueno por usted en toda mi vida...» Cartas de esta índole desmantelan la absurda idea de que
el héroe no sufre tanto como los demás. Los escritos de muchos kamikazes son un grito
contra el horror y la injustificación de las guerras, de todas las guerras, aunque ese grito se dé
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en voz baja: «... Durante mi última caída en picado sobre el blanco enemigo, aunque usted no
lo oirá, puede estar seguro de que estaré llamándole, venerable padre, y pensaré en todo lo
que usted ha hecho por mí.»
Posiblemente la primera persona en comprenderlo fue el emperador de Japón. Al recibir a
los almirantes que con orgullo le relataron la acción inicial de los kamikazes, el 25 de
octubre de 1944, sólo cinco días después de formarse la primera escuadrilla, con el resultado
de cuatro impactos y el hundimiento de un acorazado, Hiro-Hito al conocer el sistema
empleado preguntó con tristeza: «¿Es indispensable llegar hasta ese extremo?»
(Blanco y Negro, julio de 1988.)
«¿CONOCES A JUAN SEBASTIAN BACH?»
«NO, PERO HE OÍDO HABLAR DE ÉL
Y ME GUSTARÍA CONOCERLO»
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Aunque parece un mal chiste, me ocurrió exactamente así en plena adolescencia. Antes de
haber escuchado a Bach, al menos de forma consciente, oí un comentario que me llenó de
impaciente curiosidad por el compositor.
-¿En la adolescencia no habías oído a Bach?, ¿es que en tu familia eran analfabetos
musicales?
-Todo lo contrario, teníamos pasión por la música clásica, pero durante mi infancia el
repertorio familiar arrancaba de Haendel.
-¿Por qué no escuchabas a Bach en tu casete o en la radio?
-Estás en la luna. Ni existían los magnetófonos ni nos dejaban oír la única radio que había
en la casa más que en los ratos libres. Decían que con la radio no nos podíamos concentrar en
el estudio.
-¡Qué disparate!, ahora todos los jóvenes estudian con los auriculares puestos, o la radio
y la tele (al mismo tiempo) a mil decibelios. Dicen que estudian perfectamente.
-Que «todos» lo digan no significa que sea cierto. El cerebro no asimila en los dos
campos simultáneamente, lo hace de modo alternativo, y supone un sobreesfuerzo. Los ratos
en que realmente se concentran en el estudio, una de las misiones de un sector del cerebro
consiste en eliminar la percepción de los otros estímulos, el índice de fatiga aumenta. Así les
va.
-Les va perfectamente, aprueban los cursos y terminan sus carreras tan panchos y a la vez
disfrutan de la música.
-El nivel medio actual en la universidad española es tan bajo, que los profesores buscan
con lupa en los exámenes un pretexto, envuelto en faltas de ortografía, para poder aprobar a
un porcentaje de alumnos que no provoque el incendio del aula. El problema se aplaza hasta
que terminan la carrera y surgen unas oposiciones con siete plazas y se presentan dos mil
novecientos candidatos. ¿De verdad crees que los siete que obtienen las plazas, prepararon la
oposición con la tele a todo volumen?
-No, esos siete creo que no.
-Pues ahí tienes una explicación. Los errores, aunque estén muy difundidos, siguen
siendo errores, ¡qué le vamos a hacer!
-Has cambiado de tema y no me explicas lo de Juan Sebastian Bach.
-Ocurrió en casa, en una cena que daba mi padre en honor a Ernesto Halffter, el gran
compositor hoy tan injustamente relegado. Estábamos en plena guerra mundial y Halffter
regresó aquel mismo día de Alemania, donde había dirigido un concierto. Los comensales le
escuchaban con gran atención. España estaba aislada y alguien que venía del extranjero
podría traer noticias de toda índole, que confirmasen o desmintiesen lo que decía la prensa.
»Halffter, con signos de turbación y ensimismamiento, no estaba locuaz, y cuando
hablaba no lo hacía de Alemania y los contactos que tuvo con personas de relieve, sólo
rumiaba el viaje que fue una pesadilla. Los comensales, con cierto egoísmo, preguntaban
sobre otros temas.
»Ernesto Halffter apenas probó bocado y contestaba distraído. Al fin estalló. Venía de
pasar las peores horas de su vida. El aparato en que salió de Munich tras sufrir los embates de
una tormenta que los dejó mareados y temblones, fue perseguido y tiroteado por cazas
aliados.
»El piloto logró salvar avión y pasajeros, con el recurso desesperado de tirarse en picado
para ocultarse en una niebla baja, casi al ras del suelo.
»Intentaré reproducir el relato de Halffter tal como lo recuerdo: «Los pasajeros creímos
llegada nuestra última hora. El pánico fue general. Éramos pocos y el avión llevaba, al modo
de algunos tranvías, los asientos unos frente a otros. Algunos pasajeros rezaban, otros no
lograron dominar los sollozos. Enfrente, mirándome fijamente a los ojos, una señora
italiana, tiesa y con aires de superioridad, conservaba una digna apostura. Creo que era una
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Rúspoli. Yo estaba con una angustia enorme y debí poner tal cara de pánico que aquella
señora me miró con desdén, al menos eso me pareció. Vi tan claro el desprecio en sus ojos
que al fin me harté y le dije: "Mire usted, señora, yo ahora no estoy para hacer comedias de
heroísmo, yo ahora lo que querría es estar escuchando la Pasión según san Mateo, de Juan
Sebastian Bach. "»
»Halffter dijo la última frase con rotundidad; pareció descargarse y quedar ya tranquilo.
Todos los comensales asintieron, como si fuese lo más natural.
»Quedé perplejo, con la curiosidad de saber qué diantres era aquello de «la Pasión de
Bach», y por qué quería escucharla alguien que pensaba estar en sus últimos instantes. ¿Por
qué era tan valiosa aquella música que yo nunca había escuchado? En el intento de
averiguarlo nacieron muchos momentos clave del gozo en la música, que forma una parte
importante en mi vida. En el sector de Bach tengo una deuda de gratitud con Halffter.
Gracias, don Ernesto.
(Blanco y Negro, agosto de 1988.)
EL SEÑOR DE CORREOS
Mi afición a escuchar música en compañía de otras personas que también la aprecian arranca
de recuerdos de la infancia. Mi padre sentía verdadera pasión por la música clásica. En
nuestra casa había todos los domingos por la tarde un concierto gramófono, acudían entre
doce y veinte personas con aspecto de sabios distraídos. Casi todos leían música y tenían la
partitura en la mano.
Eran wagnerianos fanáticos. Se reunían exclusivamente a eso, a escuchar a Wagner en
unión de otras personas que sentían la misma adoración por el compositor. Entre los
asistentes estaba el maestro Rivera, el único español que había dirigido la Walkiria en
Baireuth, algunos cantantes retirados y melómanos con esa especial inclinación.
-Podían oírlo más cómodamente cada uno en su casa.
-Son recuerdos del período de la posguerra; en Madrid pocas personas disponían de algo
superior a un gramófono de manivela, no había buenos discos en el mercado. Mi padre tenía,
era su único lujo, uno de los mejores amplificadores de Madrid y muy buena discoteca que
completaban para esas audiciones con lo que cada uno podía aportar. Un viejecito casposo y
temblón presumía: «Mi hija Teresa, que vive en La Habana, me ha mandado este álbum por
un diplomático.» Gran emoción en el grupo, que paladeaba una versión diferente de algo que
amaban.
-Podrían prestarse los discos, encuentro muy duro matar las tardes de «todos» los
domingos para escuchar un tocadiscos.
-El entusiasmo compartido se vive más intensamente. Estaban juntos y al mismo tiempo
sumergidos hasta el tuétano en su mundo interior. No hablaban en los cambios de disco, y al
terminar cada acto celebraban los descansos, como si estuviesen en el teatro. Paseaban por
las tres habitaciones de puertas correderas, y les pasaban la merienda durante el «entreacto»
principal.
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En la reproducción de un aria que había cantado en escenarios famosos, se le humedecían
los ojos a la vieja soprano. Al terminar el disco, eran discos de 78 revoluciones y cambiaban
en cada uno la aguja de acero o de bambú, rodaban perezosas las lágrimas por las mejillas
ajadas. Los demás respetaban su emoción, fingían no percatarse y vivían las propias
añoranzas. El maestro sostenía en una mano la partitura y con la otra esbozaba los
movimientos de dirigir una orquesta imaginaria. El espectáculo me parecía un poco ridículo
y a la vez cargado de emoción y de poesía.
-¿Con esa colección de chiflados pasaste los domingos de tu adolescencia?, no me extraña
que te hicieras psiquiatra.
-Sólo acudía algún domingo y no durante toda la sesión. Eran personalidades originales,
alguno algo excéntrico, no recuerdo a ningún chiflado. Desde que el Real cerró en los años
veinte, en Madrid no hubo ópera. Los wagnerianos cuando podían viajaban a Barcelona, al
Liceo. El nivel de vida era muy inferior al actual, y un desplazamiento de este tipo era un lujo
que muy pocas veces podían permitirse; fuera de esos arrebatos viajero-wagnerianos no
tenían mejor oportunidad que las sesiones dominicales de mi padre.
-¿Podía asistir cualquiera?
-Recuerdo el criterio de selección que aplicaban: si alguien está enterado de estas
sesiones, y desea disfrutarlas... merece asistir. Sea bien venido.
El número de oyentes variaba poco. Durante los «descansos» apenas comentaban algo
que no se refiriese a la valoración crítica de lo que acababan de oír: interpretación, dirección,
solistas, calidad de la grabación. Era un grupo de expertos y escucharlos permitía aprender y
aumentaba el interés por la audición. Nunca los oí chismorrear y esto, aunque parezca
extraño, tiene sus inconvenientes.
-Renunciar al chismorreo sólo tiene ventajas.
-¿Eso piensas?, pues escucha la historia del «señor de Correos». Algunos wagnerianos
forasteros, a su paso por Madrid, recalaban en nuestra casa el domingo por la tarde. Uno de
ellos que vivía en el extranjero acudió acompañado de un amigo bajito, atildado, de pelo
blanco, al que presentó apresuradamente, porque el concierto comenzaba con la puntualidad
de una corrida de toros. Los españoles presentamos muy mal, mascullamos con una extraña
mezcla de prisa y desgana un nombre ininteligible, y ya está. Así fue en aquella ocasión y
nadie se enteró de quién era el recién llegado, que en el descanso explicó que vivía en
Madrid y trabajaba en Correos. Como el «nuevo» se portó impecablemente, al despedirse le
invitó mi padre a volver al domingo siguiente.
Volvió ese domingo, y otro, y todos los siguientes durante varios años. Afable y discreto,
ganó la simpatía y luego el afecto del compacto grupo de melómanos... que seguían sin tener
la menor idea de quién era. Al principio pensaron que su presencia sería pasajera, como la de
tantos, y no dieron importancia a no haber entendido su nombre. Tras unas cuantas sesiones
resultaba ofensivo preguntarle por una identidad que teóricamente conocían desde hacía
meses. «Qué lástima, no ha venido hoy el señor de Correos», «Qué agradable es el señor de
Correos». A su llegada una cálida bienvenida imprecisa: «Qué gusto tenerle otra vez aquí.»
En la despedida: «Hasta el próximo domingo, espero que no falte.»
Así mes a mes, año tras año, en una relación creciente de afecto sincero... y anónimo. Un
domingo no acudió, ni los siguientes. Sus «amigos» se preguntaban alarmados: ¿qué le
pasará al señor de Correos? ¿Estará enfermo? ¿Podríamos ayudarle de algún modo? ¿Cómo
lograríamos ponernos en contacto con él?
No pudieron. Quien le presentó se había esfumado en un cambio de residencia. Les quedó
la amargura de no cumplir con el deber sagrado de asistir a un amigo, al que tenían verdadero
cariño.
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-Aceptarás que en ocasiones conviene chismorrear un poco. Se habrían enterado de
nombre, domicilio, familia y mil detalles más.
-¿Por qué no preguntasteis en Correos?
-¿Por un «señor de Correos»? Al cabo de un año le encargaron un funeral, al que
asistieron todos. De acuerdo, eran algo rarillos, pero... los echo de menos.
(Blanco y Negro, agosto de 1988.)
EL MIEDO DE LOS TOREROS
He sido médico de muchos toreros. ¿Para qué acudían a la consulta? Venían a buscar alivio
de los trastornos fisiopatológicos que en su organismo provoca el miedo; el terrible y
justificado miedo de los toreros. ¿Eran toreros «medrosos»? (En el mundo del toreo jamás se
pronuncia la palabra «cobarde», el menos valeroso de los toreros lo es más que el ciudadano
común.) Alguno creo que pertenecía al grupo de los «medrosos», el resto eran «valientes» e
incluso temerarios, de esos que pasman por su serenidad ante el peligro, impávidos que no se
«alivian» y que dan la sensación de tener dominadas por completo las reacciones de temor.
La procesión va por dentro; los toreros sufren el miedo y además de las cicatrices en el
cuerpo llevan otras en el alma, hasta los que afirman sin mentir que una vez en el ruedo e
iniciada la faena ya no perciben los grilletes del temor. Precisamente por haber sido médico
de toreros no puedo disfrutar de los toros sin que me los amargue la conciencia de esas
huellas del sufrimiento bajo el traje de luces. Recibí tan reiteradamente sus confidencias que
en la plaza creo notar cuándo les sobreviene la crisis de pánico, aunque la superen con
esfuerzo heroico, pundonor torero, y la lidia prosiga impecable.
Al torero «poco valiente», indeciso, el público le percibe los titubeos, las reacciones de
sobresalto y de sobrecogimiento que afean el lance, y a la vez hacen su ejecución más
arriesgada porque el diestro ha perdido la fluidez de movimientos, la armonía de los reflejos,
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y está mermado de facultades y más vulnerable. Él lo sabe y se distancia del toro, recurre a
trucos y un sector del público le abuchea como reproche y de modo más o menos consciente
porque desea que termine, sabe que frente a ese toro ya no va a ser capaz de nada que valga la
pena contemplar.
Ante el torero impávido se produce en el público, y a veces en la conciencia del propio
espada, el espejismo de una integridad de recursos físicos y psicológicos que en realidad no
es completa. A pesar del dominio de las respuestas controlables por la voluntad, las
funciones vegetativas que acompañan a las emociones, como frecuencia del pulso,
respiración, tensión arterial, sudoración, contracción de cierto tipo de musculatura, etc,
siguen su curso automático sin doblegarse a los deseos ni a las imposiciones volitivas. El
héroe del ruedo está también en mengua de agilidad y rapidez de reacción durante la crisis de
pánico dominado, y en ese momento ocurre tantas veces la tragedia.
Hay una frase típica que mucho supuesto entendido dice con aire de suficiencia después
de la cogida: «Bueno, el toro ya le había avisado dos veces», y que me hiere por su injusticia
cuando se hace en tono de reproche al torero, y que explica, y casi justifica, el desgraciado
trance debido a la «ciega tozudez» del matador que se empeñó en no percibir el reiterado
aviso. Por supuesto que lo había percibido, ése es precisamente el motivo de que le atenazase
el pánico y, pese a doblegarlo con esfuerzo supremo, la contractura y lentificación de sus
reacciones diese ventaja al toro.
La valentía no consiste en no sufrir miedo, sino en dominarlo y continuar en la línea de
conducta elegida. El componente vegetativo del miedo (palpitaciones, sudor frío, etc.) es
mucho menos intenso en unas personas que en otras, con cierta independencia de su coraje.
Dicen que el Litri tenía las mismas pulsaciones al entrar en el ruedo que sentado en un café.
Este embotamiento vegetativo facilita la serenidad en el riesgo. Otros diestros igualmente
valientes me relataron cómo tenían que luchar contra estas reacciones, que les entorpecían la
lidia.
De todos modos no es el miedo sufrido durante la corrida motivo que puede
llevar a un torero a la consulta del psiquiatra. Todos los toreros saben que es un problema
personal, no clínico. Acuden por las consecuencias posteriores del terror soportado con tanta
intensidad y frecuencia: úlceras de estómago, crisis asmáticas, calambres y algias
musculares, etc. Su médico les explicó que sus síntomas eran «psicosomáticos», es decir, al-
teraciones de funciones corporales producidas por tensiones psicológicas, y que el
tratamiento adecuado debía dárselo un psiquiatra. «¿No me puede tratar usted?» «No, tiene
que ser un psiquiatra o un psicoterapeuta.» « ¿Y qué es eso?»
Cuando se lo explican resulta que es más o menos lo mismo que un psiquiatra. ¡Pobre
torero! Aún hoy les resulta difícil encajar el trance. ¿Imaginan lo que suponía para un torero
de hace unos lustros que le dijesen que tenía que ir al psiquiatra? ¿Se lo figuran en la sala de
espera, aguardando entre otros pacientes que le reconocen?
La respuesta negativa a la última pregunta hace muy complicado ser psiquiatra de
toreros. Si se corre la voz de que precisa nuestros cuidados le surgirán problemas de
contratación y prestigio.
Sospecho que antes de 1950 ni un solo matador de toros acudió jamás a la consulta de
uno de mis colegas. Resultaba inimaginable. La mentalidad colectiva fue cambiando, en
parte por una influencia que parecerá trivial: la de las muchas películas americanas de
entonces con tema psiquiátrico, y al fin un diestro cedió a la presión de su médico de
cabecera: «Debe verte un psiquiatra.» Mi amistad con ciertas figuras estelares del mundo
taurino hizo que frecuentase el trato personal con otros matadores, y con eso resultó más
digerible el trance para el que padecía problemas psicosomáticos. «Querría hablar contigo.»
«Podemos hacerlo ahora.» «No, ahora no, es para hablar despacio.» En mi vida he hecho
nada despacio, así que intentaba abreviar: « ¿Es que quieres hora de consulta?» Quería
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consulta pero no en la consulta, lo que resultaba un latazo, pero los toreros no entienden que
a ellos les afecten las reglas, están acostumbrados a saltárselas a la torera. Pronto acepté lo
que he comentado antes, que tenían razón y no podía ser en la consulta.
Es curioso que una idea nueva se les ocurra a la vez a varias personas que no se la
comunican. Habitualmente un paciente que queda satisfecho con su médico le recomienda a
otros, pero en este caso no fue así, vinieron en cadena clientes-toreros ninguno de los cuales
había dicho ni escuchado una palabra a los demás sobre la consulta. El carácter original de
sus problemas clínicos derivados del miedo merece comentarlos en un próximo artículo.
(Blanco y Negro, mayo de 1988.)
EL RUEDO COMO CRIBA DE SUPERDOTADOS
Comenté otro día las alteraciones que produce el miedo en las funciones corporales de los
toreros. El primero en demostrar que eran más profundas que lo percibido subjetivamente
fue Marañón, en un estudio de hace más de medio siglo.
Una hora antes de la corrida los toreros no están para bromas, ni para experimentos
médicos. Quien haya contemplado la salida de la habitación del hotel, con la última mirada a
esa especie de altar que montan sobre una mesa con estampas, medallas y velas, lo compren-
derá. Pero Marañón era Marañón, y además muy aficionado a los toros, y había algunos
toreros eminentes «muy aficionados a Marañón». Logró que varios se prestasen al estudio, y
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recogió muestras de orina de los diestros en días de descanso y de la última emitida antes de
la corrida.
Es de conocimiento universal la relación entre las emociones intensas y la función renal:
«Del miedo se hizo pis» es una de sus expresiones populares. Esta reacción es común a
muchos mamíferos, y sin salir del ruedo puede percibirse en algunos caballos de los rejonea-
dores.
El miedo surge ante un peligro, y es lógico que el organismo se apreste a la lucha, por eso
hay una aceleración de los latidos cardíacos y el mayor flujo sanguíneo oxigena los
músculos que deberán rendir durante la pelea, y la respiración acelerada busca también ese
resultado. Aumenta la tensión arterial, y hay una contractura vascular periférica, «se quedó
pálido de miedo», que permite mayor concentración sanguínea en los órganos vitales.
También hay contracción vascular y sequedad en las mucosas, «no podía tragar saliva», y si
disponen de unos buenos prismáticos podrán comprobar que muchos diestros tienen los
labios casi blancos durante el paseíllo.
Otras respuestas fisiológicas tienen más dudosa interpretación. «Se le pusieron los pelos
de punta) es posiblemente el vestigio humano de la erección capilar, que en muchos
animales da la impresión de aumento de volumen y puede asustar al enemigo. ¿Por qué el
incremento del peristaltismo intestinal y de la secreción y urgencia en la eliminación de
orina? Quizá para vaciar el intestino y la vejiga y hacerlos menos propensos al desgarro con
los golpes. ¿El aumento de orina, no resulta contradictorio? Sí, pero la aceleración de la
función renal permite una eliminación más rápida de las toxinas que se acumularán en el
torrente sanguíneo debido a las exigencias metabólicas durante la pelea.
El estudio de Marañón mostró lo que han confirmado otros posteriores con medios más
sofisticados: que la función renal además de acelerada es cualitativamente distinta. En la
orina recogida antes de la corrida las concentraciones de glucosa y de albúmina se apartaban
sustancialmente de los niveles habituales en la misma persona. Los hallazgos fueron
constantes: el riñón no sólo acelera sus funciones, sino que las modifica selectivamente
durante los episodios de tensión emocional por miedo.
Muchos síndromes psicosomáticos se explican así: una variante fisiológica, que es
normal como respuesta a determinado estímulo, en lugar de desaparecer cuando cesa la
circunstancia provocadora permanece y se cronifica. En el terreno que hoy nos ocupa, el
transitorio aumento de los latidos cardíacos se puede convertir en una taquicardia
permanente, la subida de tensión arterial en una hipertensión, la respiración jadeante en
cuadros de dificultades respiratorias, la mayor secreción gástrica en una úlcera de estómago,
etcétera. En esquema: algo que es normal y útil, por su presentación inoportuna se convierte
en perturbador y patológico, en este caso en enfermedad psicosomática.
¿Qué es lo que puede cronificar y hacer anormal una respuesta fisiológica? Además de las
características psicológicas y funcionales del sujeto que marcarán su predisposición o
labilidad, resulta esencial la anormal intensidad o reiteración del estímulo. Existen pocas
situaciones en que el peligro de muerte, y su cortejo psicoemocional, sean tan claros,
intensos y reiterados como en la vida profesional de un torero. No puede extrañarnos la
seriedad de los cuadros psicosomáticos en algunos matadores.
Se preguntará el lector qué ocurría con los diestros que padecían alteraciones de ésta
índole, antes de que los avances de la medicina psicosomática permitiesen curarlos y
continuar en su dura profesión. Simplemente, de novilleros desaparecían de los ruedos
víctimas de las cornadas a las que estaban más propensos por la minusvalía, o los apartaba el
miedo directamente o a través del rechazo del público. Muchas promesas taurinas, después
de años de esfuerzo, riesgo y sufrimiento, se disiparon en el aire por este motivo.
El mundo de los toros es un despiadado selector de superdotados. Elimina a todos los que
no lo son, tanto en el plano físico como en el intelectual. Seguiremos con este tema.
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(Blanco y Negro, mayo de 1988.)
UN TREN CON LOS VAGONES CARGADOS
DE MUERTE
Concluí mi último artículo con una reflexión sobre el mundo del toreo como selector de
superdotados, que puede haber extrañado a algún lector. Para notar las exigencias
psicológicas del triunfo en el toreo basta comparar figuras estelares entre los toreros,
futbolistas y boxeadores y analizar cómo se portan durante las entrevistas por la radio o en
televisión. Con frecuencia choca lo diferenciados psicológicamente que suelen ser los to-
reros, la agilidad de las respuestas, la fluidez verbal, la riqueza y variación de ideas, la
adaptación a modos sociales diferentes de los suyos de origen, etc.
De toreros de antaño se recuerdan y repiten con admiración frases y observaciones;
algunos pueden calificarse de maestros de la reflexión y de la sabiduría del vivir, auténticos
filósofos. Todo esto es mucho menos frecuente entre los boxeadores y los futbolistas. Los
púgiles, que arrancan de un medio sociocultural equivalente al de los toreros, están en
desventaja en un sentido: cuando les hacen entrevistas ya han triunfado, y si la carrera no fue
fulgurante y sin derrotas muchos sufrieron el deterioro por los reiterados traumatismos cra-
neales.
Tampoco es típica la brillantez y agilidad mental en las entrevistas a los futbolistas, que
gozan de la ventaja sobre los matadores de partir en general de un medio más privilegiado;
aunque hay una clara evolución y últimamente aparecen figuras del fútbol con rasgos simi-
lares a los que comento en los toreros.
¿Por qué nos encontramos con un porcentaje tan alto de inteligencias naturales notables
entre los toreros, cuyo ingenio destellea pese a la deficiente preparación cultural que suelen
tener? ¿Es que esta profesión no tiene cantera vocacional entre los psicológicamente poco
dotados?
Por supuesto la llamada por el mundo del toro surge entre coeficientes de talento de todo
tipo, pero la lucha a muerte con un ser vivo exige algo más que vigor físico y rapidez de
movimientos.
Las tremendas corridas de pueblo eliminan a los que carecen de agilidad mental. Las
cornadas y los fracasos arrinconan a muchos novilleros sin talento y de los restantes no todos
son capaces de maniobrar entre los apoderados, empresarios, ganaderos, representantes de
los medios, etc., para labrarse su carrera fuera del ruedo. Estos dos filtros, ambos
despiadados, hacen que los que llegamos a conocer no estén entre los torpes.
Con independencia de su talento, el miedo de los toreros se viste con disfraces
insospechados. Presencié dos episodios que lo ponen de relieve, precisamente en dos toreros
muy valientes.
En el período cumbre de la carrera de Victoriano Valencia acudimos a una tienta en Villa
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Paz, que se prolongó con merienda y tertulia. El doctor Tamames, cirujano salvador de
tantos toreros, tenía prisa por regresar y logró arrancar a Victoriano Valencia y a algunos pe-
riodistas que debían acompañarle en el coche del diestro. Los demás seguimos en alegre
charla.
Media hora después nos llamaron de Saelices, el pueblo más próximo, para avisar que
nuestros amigos habían tenido un accidente. Salimos en su auxilio bajo una lluvia torrencial,
y en una cuneta próxima al pueblo encontramos volcado el mercedes de Victoriano.
El grupo estaba en la «casa del médico», que disponía, ¡milagro!, de un pequeño
quirófano en el que el doctor Tamames, que era el más seriamente lesionado con una fractura
de dos costillas y una buena brecha en la frente, con abnegado olvido de sus lesiones había
iniciado las curas a los restantes, con la ayuda del médico local. Colaboré en la asistencia a
los heridos, e hicimos la distribución para traerlos en nuestros coches a Madrid.
Victoriano Valencia vino conmigo, sólo sufrió contusiones, pero el golpe en la cabeza le
tenía aún aturdido y seguía con el espejo retrovisor roto de su coche en la mano y otros
automatismos de comportamiento. En cuanto el automóvil tomó velocidad empezó a
recriminármela: «Ten cuidado, hombre, que llueve mucho.» Repetía las advertencias en
cada curva: «Despacio, que nos la vamos a pegar.» Estaba insistente en las peticiones de
cautela y para calmarle alguien le preguntó cuántas corridas tenía contratadas: «Treinta y
ocho, fijaros mi madre cuando se entere de lo de hoy, el veranito que va a pasar la pobre,
treinta y ocho corridas -subió el tono de angustia de Victoriano-, ¡y tengo que desplazarme a
todas en automóvil!))
En la mente del torero pesaba más, en aquel momento, el riesgo de la carretera que el del
ruedo. En psicología llaman a este fenómeno «desplazamiento)): el nivel de ansiedad
reprimido voluntariamente en un campo (el ruedo) se expresa de forma vicariante en otro
terreno inocuo a la dignidad de la persona. Tener bajada la guardia por el embotamiento de la
contusión cerebral permitió percibírselo.
La otra anécdota es de Luis Miguel Dominguín. En el mismo viaje a Cannes en que
ocurrió el incidente de los pantalones cortos de Picasso que relaté hace unas semanas, la
revista Life le hizo un extenso reportaje. Para las fotografías alquilaron una casa y parque
suntuosos sobre un acantilado, y llevaron a la actriz de belleza más deslumbrante del festival
de cine. Mientras maquillaban a la estrella de la pantalla y preparaban los focos, Luis Miguel
se apartó conmigo y nos sentamos en un promontorio desde el que se veía parte de la costa,
el mar de esmeralda, el parque y el cadillac descapotable que acababa de comprar. Teníamos
veintipocos años, le comenté mi asombro de que el mundo se le presentase como una
alfombra persa desplegada a sus pies cargada de tesoros, como en la cueva de Aladino.
Quedó pensativo, debió encontrar blandengue la metáfora de la alfombra y contestó: «Sí, es
cierto, pero tengo firmadas treinta corridas en España y América, y eso significa que para
estar vivo en Navidades debo haber matado antes sesenta toros con un estoque, y si ahora
entorno los párpados y miro al horizonte los veo venir hacia mí en fila india, como un
interminable tren de mercancías con todos los vagones cargados de muerte.»
(Blanco y Negro, junio de 1988.)
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EL DEPORTE DE REYES Y REY DE LOS DEPORTES
«El deporte de los reyes y el rey de los deportes», el halago va dirigido al deporte del polo; es
lenguaje de principios de siglo, cuando había reyes en número suficiente para formar un
equipo. Don Alfonso XIII practicaba con entusiasmo el polo, y en su memoria se celebra
anualmente «la Copa del Rey» en Madrid. Nuestro monarca Don Juan Carlos prefiere otros
deportes, y hoy sólo se reclutan jugadores egregios entre la familia real británica.
El entusiasmo con que jugué al polo no borra los sentimientos de culpa que tengo en
relación con este singular deporte, remordimientos que pueden servir de reflexión
aleccionadora sobre cómo se escribe la Historia... en algunas ocasiones.
Hace unos quince años el polo español celebró su centenario (o su cincuentenario, ya no
me acuerdo), y los directivos de la federación decidieron editar un libro sobre nuestro
deporte. Lo malo era que los artículos los tenían que escribir ellos, y que luego serían
también ellos y sus parientes más inmediatos y leales los únicos que los iban a leer. Éramos
muy pocos jugadores, menos de cien, casi ninguno escribía y acabaron encajándome el
capítulo más arduo, el de la historia del polo, que exigía documentarse.
En la vida se complican las cosas por senderos imprevistos. En aquellos días a mi equipo
le hizo una jugada -fuera de la cancha- el formado con los encargados de la publicación, y
tuve una extraña expresión del resentimiento: para probar su ignorancia les escribí la historia
del polo mezclada con las mentiras más extravagantes. Afirmé en aquellas páginas
disparatadas que Tamerlán a su entrada en Bagdad celebró la victoria con un partido de polo
en el que se emplearon como pelotas las cabezas decapitadas de los vencidos, «lo que hizo el
partido impresionante, pero de juego excesivamente lento». Que el polo es un deporte
femenino -para que a ellos les sonara a afeminado, que siempre fastidia después de jugarse el
tipo en cada partido-, ya que en la antigua China T'ang y en Bizancio eran mujeres las que lo
practicaban. Escribí tan campante que cuando Darío envió a Alejandro un palo y una pelota
no era para ofenderle llamándole niño, tal como afirman nuestros libros de texto, sino para
hacer la paz, pues se trataba de un mazo y una pelota de polo, para inclinarle a dirimir de-
portivamente sus rivalidades y no en la guerra. Darío debería ser el patrón de las Olimpiadas.
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También conté que un emperador chino, en la época en que ya eran hombres quienes
jugaban nuestro deporte, mandó decapitar a todos los miembros del equipo contrario al de su
amante, un «eunuco corrupto», que murió en un accidente durante el partido; y que en el
siglo XVIII un marajá tenía tal pasión por el polo que no le bastaba jugar por el día y logró en
el norte de la India disputar partidos nocturnos iluminando el campo con hogueras
encendidas en sus bordes, al usar leña de un árbol de la región de especial potencia lumínica.
Inventé el nombre de esa madera imaginaria de combustión cegadora. Resultó un nombre
precioso con el que luego bauticé a una de mis jacas de polo, aunque lo deslucía porque era
bizca.
En todas esas fantasías pseudohistóricas había un fondo de verdad. En efecto, existen
unas estatuillas funerarias de la dinastía T'ang de jugadoras de polo, y también descripción e
iconografía de competiciones femeninas en Bizancio, etc., pero en mi capítulo para el
anuario del polo exageré hasta el disparate delirante.
La broma, destinada a un pequeño grupo, tuvo consecuencias que no esperaba. Para
empezar, los afectados no eran precisamente fanáticos de la lectura, así que ni ojearon mi
ensayo-camelo y lo publicaron tal como lo envié, sin el menor resquemor ni suspicacia por
su parte Al contrario, comenzaron «ellos» a recibir (¡y aceptar! felicitaciones por «mi»
artículo. Luego hicimos las paces y resultaba muy incómodo advertirlos del intento d burla.
En esas semanas, y como un elemento más de la conmemoración, se celebró un
campeonato internacional de polo en Madrid y Sotogrande. Acudieron jugadores de, todas
partes, y en los ratos en que no tenían nada que hacer, que eran muchos, echaron un vistazo a
la publicación que les habíamos regalado (no sabíamos cómo librarnos de los mil ejemplares
sobrantes almacenados en la secretaría de la federación).
Por misteriosas razones les apasionó mi artículo; quizá porque precedentes tan ilustres
como Darío y un emperador chino halagan a cualquiera. Los visitantes pidieron permiso
para traducir mi «importante investigación en la que habían aprendido tantas cosas que des
conocían del polo» e imprimirla en las revistas hípicas de sus países... sin que me enterase a
tiempo para impedirlo.
Para resumir: esa colección de disparates ya la han publicado (¡Dios mío, con mi firma!)
en cuatro idiomas' y siete países. Cada vez era más difícil decir la verdad, así que dejé pasar
en silencio estos años; y cuando asisto a una competición de polo en el extranjero siempre
hay algún tontaina con pretensiones de erudito que intenta aumentar mi cultura, y me cuenta
muy solemne lo de las bolas que usó Tamerlán, o lo peligroso que es ese deporte no sólo en
la cancha, sino en el apré polo porque un emperador chino...
¿Por qué lo confieso ahora? Hijo mío, cuando seas viejo sabrás que con la edad viene un
impulso irrefrenable a descargar la conciencia.
(Blanco y negro, mayo de 1988.)
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¿ERA NAPOLEÓN UN MAL EDUCADO?
A muchos contemporáneos los decepcionó la falta de buenos modales de Napoleón, en
especial el dejarse llevar de arrebatos de ira y llenar de insultos en presencia de otras
personas a quien le disgustaba.
El ayudante de campo de José Bonaparte, Gaspar de Clemont-Tonnerre, señala en sus
memorias la diferencia de trato típica de los dos hermanos: «... En el fondo de su alma el
emperador no quería que el rostro siempre sereno y los modos amables del rey José, tan
opuestos a su aire amenazador... ofreciesen contraste entre quien merece que se le ame y
quien impone que todos tiemblen en su presencia.»
En cierta medida es lógico que quien pretendía dominar el mundo adoptase
circunstancialmente aires amenazadores; como él mismo afirmaba, «no es con caricias y
halagos como se domina a los pueblos». Con las personas pensaba que había que combinar
los dos métodos: halago y amenaza, pero el emperador embriagado de gloria y adulación
perdió progresivamente la medida y reiteraba escenas penosas con aparente falta de control,
como en la bronca e insultos en las Tullerías ante toda la corte al pobre embajador portugués,
inmediatamente antes de ordenar la invasión de Portugal.
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Algunos comentaristas suponen que Napoleón fingía y teatralizaba alguna de estas
explosiones, para en cierto modo justificar las acciones hostiles contra esa persona o
colectividad que ya había previamente decidido.
No siempre se le puede dar la explicación de cálculo político a los arrebatos
napoleónicos, los tiene de fría saña vengativa. En uno de los más conocidos la víctima fue
Talleyrand, tal como he relatado en mi libro Yo, el Intruso: «... volvió insistente Talleyrand
con sus peticiones. Al emperador le habían llegado noticias de un intento de conspiración y
estaba indignado con su ministro, que vino para la ocasión suntuosamente vestido de sedas,
y le espetó Napoleón: "Sois una mierda enfundada en una media de seda; no comprendo por
qué no os hago colgar... bien, aún estamos a tiempo. Por cierto, no me habéis contado que el
duque de San Carlos es el amante de vuestra esposa."»
La escena fue ante otros dignatarios que naturalmente quedaron pendientes de la
reacción del ministro, quien sin aparente turbación dijo en tono de indiferencia: «En efecto,
sire, no se me ocurrió que este informe pudiese interesar a la gloria de vuestra majestad ni a
la mía.» A Napoleón no le hizo ninguna gracia este revolcón en el terreno de los buenos
modales y del ingenio que le ponía en ridículo, y voceó en tono amedrentador: «Si se inicia
una revolución os aplastaré el primero.» Salió dando un gran portazo, y de nuevo los
espectadores miraron a Talleyrand, que en voz suave y con matiz levemente desdeñoso
comentó: «Qué lástima que un hombre tan grande esté tan mal educado.))
En esos meses había sufrido Napoleón uno de los tres ataques epilépticos de los que se
tiene noticia cierta por haber ocurrido ante espectadores que los relataron. En ciertas formas
de epilepsia, en los períodos de acentuación surgen como manifestación de la enfermedad
latente unas típicas crisis de furor, que dan nombre al «carácter explosivo» de estos enfermos
comiciales. Lo típico de tales arrebatos de furia es que tras el tempestuoso incidente (o
tragedia pues a veces cometen agresiones mortales) se pasen tan inesperadamente como
vinieron, y el enfermo prosigue su actividad sin nuevas muestras de ira incontrolable.
Napoleón mostraba también esta fugacidad en las tormentas de ira, pero sigue quedando la
duda de si lo hacía por cálculo, por genio explosivo enfermizo o, simplemente, por mala
crianza tal como afirmaba Talleyrand.
En el año 1808 acumuló Napoleón las expresiones desinhibidas de ira. También incluí en
mi libro mencionado la que tuvo el emperador al enterarse de la inesperada derrota de sus
ejércitos en Bailén. La carta que le envió su hermano José con el informe detallado de la
batalla y capitulación tardó nueve días en alcanzar a Napoleón. El domingo 7 de agosto de
1808 durante una visita a la Vendée hizo noche en Fontenay, en la casa del alcalde. Su valet
de chambre, el sinvergonzón de Constant, preparó como de costumbre la bañera portatoria
de lona, por «si el emperador tiene la fantasía de tomar un baño», tal como decía el criado.
Napoleón no tuvo de momento esa «fantasía», pues siguió despachando papeles hasta bien
entrada la noche, con cierta desolación del alcalde y su familia, que debían esperar en vela
desde otra parte de la casa para atender cualquier deseo imperial y vigilar la cocina encen-
dida, con cubos de agua caliente que se subían cada pocos minutos para mantener constante
la temperatura del baño.
Al fin a Napoleón le molestaron las botas, pero decidió seguir despachando, por lo que se
conformó con descalzarse y aliviar los pies en una palangana con agua templada, sal y
vinagre.
Durante el pediluvio imperial llegó un emisario y el gran mariscal de palacio, Duroc, pasó
el documento y el emperador quedó sumido en la lectura de la capitulación de Bailén. La
terminó, sacó lentamente los pies del agua, los colocó con cuidado uno a cada lado bajo el
borde de la palangana, se afianzó bien en la butaca y con un movimiento brusco de extensión
de las dos piernas lanzó el recipiente contra la pared. Los presentes quedaron paralizados
mientras los oficiales de guardia entraron espada en mano temiendo un atentado. Napoleón
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permanecía de pie, lívido, arrugado en la mano izquierda el último pliego, los demás
esparcidos por el suelo como era su costumbre. El emperador deslizó parsimoniosamente la
mano izquierda hacia el bolsillo izquierdo del chaleco. Sacó el reloj. Alzó la mano. Con un
grito seco, «¡Aaaah!», estrelló el reloj contra el suelo. Miró a los perplejos oficiales que le
oyeron mascullar: « ¡Parece que tengo empleados de Correos al mando de mis ejércitos de
España!»
(Blanco y Negro, julio de 1988.)
NAPOLEÓN Y SU SOMBRERO
Por la infinidad de cuadros, dibujos y grabados en que aparecen juntos tenemos la
sensación de que Napoleón y su sombrero eran inseparables y convivían en permanente
buena relación. No siempre. En la rebusca de rasgos psicológicos originales de Napoleón
para el libro que tengo entre manos, encontré dos episodios en que de modo voluntario y
violento se separa del sombrero, para tirarlo al suelo y pisotearlo. Notable muestra de
ingratitud hacia la prenda que completaba su silueta al aire libre.
El sombrero, como el resto de la indumentaria imperial, no era un objeto vulgar, parecido
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al de los restantes mortales. El emperador se había convertido en un sibarita del atuendo y
exigía materiales exóticos. Los pantalones blancos eran de lana de Cachemira, y los
pañuelos de seda de Madrás; el sombrero estaba hecho con fieltro de pelo de castor, enviado
ex profeso desde Canadá. Era impermeable y mucho más ligero y flexible que los de fieltro
común, y a la vez podía plegarse y recuperaba su forma al soltarlo.
Bonaparte poseía un sentido muy desarrollado del impacto psicológico de la
escenografía, e intervenía en planificar detalles de las ceremonias y atuendos. Cuidaba
rodearse del máximo esplendor de guardarropía en las personas de sus mariscales y
dignatarios, y él con aparente indiferencia jugaba a la austeridad, salvo en ciertas
solemnidades.
Siempre resulta interesante leer en las cartas y memorias de los contemporáneos la
impresión recibida. Es muy precisa la descripción de la poetisa austriaca Carolina Pichler,
que acudió a contemplarle en uno de los desfiles que organizó tras su entrada en Viena en
1809: «... apareció un gran número de oficiales de a caballo soberbiamente uniformados.
Sus atuendos de color oscuro quedaban realzados por bordados y recamados en oro y plata.
Sobre sus sombreros, kepis y tricornios oscilaban borlas y plumas multicolores. Era el
estado mayor francés. En medio de este grupo deslumbrante se encontraba un hombre
menudo, en sencillo uniforme de diario de color verde, tocado con un bicornio de menor
tamaño que el de sus mariscales. Era "ÉL" y pude verlo de muy cerca, aún hoy recuerdo su
figura y rasgos. Aquel día aparecía sobre su caballo como vencedor, usurpador y enemigo
de nuestra nación... el repique de los tambores anunciaba su presencia...»
En el Museo del Ejército en París puede contemplarse ese sombrero y hacer la
comparación con los de sus mariscales que están en vitrinas próximas. Lo que no podían
percibir los espectadores apretados en multitudes como la que suspendía la respiración al
verle pasar en Viena era la diferencia de las materias primas, en contraste con el impacto
visual. Es todo un test psicológico.
Pero volvamos un poco hacia atrás en el tiempo. En septiembre de 1808, semanas
después de tirar al suelo el reloj al recibir la noticia de la batalla de Bailén, se dirigió a Erfurt
a entrevistarse con el zar Alejandro, única persona en el mundo a quien consideraba en un
relativo plano de igualdad.
Para esta ocasión el emperador de' los franceses potenció al máximo toda pompa
imaginable. Vino con un ejército completo vestido de gala. Hizo acudir a los príncipes
alemanes subyugados y a casi todos los reyes que aún no había destronado, para que
acentuasen el lucimiento de su cortejo, y los trataba precisamente como a miembros del
cortejo, con un endiosamiento absoluto.
Durante un paseo alguien preguntó quién era un personaje cubierto de condecoraciones,
bandas, entorchados Y Plumas que se apartó para cederles paso al cruzarse con ellos. Miró
de reojo Napoleón y comentó con desdén: «Nada, es sólo un rey.»
Los modales que reservó para el zar eran distintos. Bonaparte, excelente actor, sabía
representar según conviniese majestad, sencillez o ternura, y poseía una gran capacidad de
seducción... hasta que perdía los estribos.
El encuentro de los dos emperadores fue tan solemne como cordial. Bajaron de los
caballos, se abrazaron y caminaron emparejados seguidos de sus estados mayores mezclados
en un único e insuperable cortejo, mientras tronaban los cañones, volteaban las campanas y
sonaban tambores y trompetas.
Unos días después las relaciones se enfriaron. Seguían paseando juntos, distanciados de
sus séquitos, pero el zar se oponía a secundar el enfrentamiento de Bonaparte contra Austria.
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Insistió Napoleón y acabó por enfurecerse ante la cerrada posición del zar. Tuvo entonces
uno de sus arrebatos (¿epileptoide o de niño mal criado?), agarró el sombrero, lo tiró al suelo
y lo pateó furiosamente. Alejandro le contempló con expresión serena, y le dijo con una
sonrisa helada: «Sois violento, yo soy muy templado; conmigo la cólera no sirve para nada.
Charlemos y razonemos, o me marcho.» Al francés se le disipó como por encanto la furia y
logró reanudar la relación, que ya no fue nunca la misma. Creo que el sombrero tampoco
volvió a ser el mismo.
Pasan cinco años antes de que el emperador vuelva a enfrentarse con su ornamento
cefálico. El otro personaje del triángulo es esta vez Metternich en la entrevista de Dresde.
Napoleón se irrita e insulta: «Bueno, Metternich, ¿cuánto os ha pagado Inglaterra para
decidiros a jugar este papel contra mí? A mí ya me habéis sacado veinte millones, ¿queréis
otros veinte?, os los daré.» Según Metternich, contestó que no actuaba contra él (no es nada
personal, dirían hoy), simplemente tenía en cuenta el descenso del poderío militar francés, y
entonces Napoleón tiró con violencia el sombrero al suelo y lo pisó. Ya sus contemporáneos
tuvieron dudas sobre si existió la agresión al bicornio, o fue una invención de Metternich
para distraer la atención de esos veinte millones sobre los que nunca volvió a decir una
palabra. Si alguien insinuaba pedir una explicación, completaba Met
ternich imperturbable el relato: «Entonces le dije: "Vous étes perdu, sire."» Estos golpes de
efecto en una conversación espinosa siempre dejan con la boca abierta, y mudos, a los
demás. Quizá por eso no sabemos nada de
los veinte millones.
(Blanco y Negro, junio de 1988.)
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LA PEOR CANTANTE DEL MUNDO
Con mis primeros ahorros hice una de la compras más idiotas que se pueden imaginar: en
el Rastro adquirí un morro de pez sierra pésimamente disecado, que para colmo noté al llegar
a casa que olía mal, y ante las protestas de mi hermano, que compartía el dormitorio, lo tuve
que tirar a la basura. Imagino que habrá repetido el ciclo: basurero, los traperos, el Rastro,
etc., pues los que sentimos una atracción compulsiva por objetos estrafalarios somos legión,
bueno quizá no tanto como legión pero al menos un pequeño regimiento, muy activo.
Años después vi en la enorme tienda de discos que hay en Oxford Street uno que tenía en
la cubierta la foto en blanco y negro y anticuada de una señora gorda con un traje ridículo de
lamé de plata y unas alas de ángel en la espalda. La promoción del disco era chocante, un
cartelito que anunciaba: «La peor cantante de ópera del mundo.» Vaya alhaja de grabación,
pensé, gorda, fea, cursi, se dedica a cantar y desafina, ¿quién le habrá editado el disco, a qué
sector del mercado se dirige, quién será el tipo tan raro que lo compre? Bien, pues me en-
contré en el hotel con el disco en la mano. No lo tiré, lo tengo todavía.
Al contrario que el fragmento de pez sierra, esta grabación la he podido utilizar alguna
vez a lo largo de los años. Comprendo que el lector se pregunte que para qué se puede
emplear semejante esperpento. Lo usé, por ejemplo, para iniciar la educación musical de mis
hijos, reproduciendo un fragmento y alternándolo con la misma canción bien cantada por
otra soprano. La gorda insensata no atacaba cualquier cancioncilla, se enfrentó con alguna de
las arias de ópera más sublimes y difíciles, como las de «la reina de la noche» en la Flauta
Mágica de Mozart. No puede haber una caricatura más disparatada. Los niños escuchaban
con los ojos como platos; comprendí que había logrado un golpe de efecto, y quise acentuar
el aspecto didáctico. ¿Veis, hijos, la diferencia entre hacerlo bien y hacerlo muy mal?
El tiro salió por la culata. En vez de solicitar con lágrimas de vibración estética en los ojos:
«Papá, por favor, quita ésa y pon otra vez la de Elisabeth Swarzkopf», los niños pedían:
«Papá, papá, pon otra vez la de la señora gorda», se desternillaban de risa, aplaudían y al
final mendigaban otro bis. Igual que con el cuento de la Caperucita.
Seguía perplejo sobre cómo enmendar tan catastrófica iniciación musical de mi prole,
cuando entró Fernando Zobel, que acudía con mucha frecuencia a casa. Reconoció
inmediatamente a la cantante.
-¡Anda, pero si es Florence Foster Jenkins!, ¿cómo tienes este disco?
-Lo acabo de comprar en Londres -dije un tanto solemne-, se conoce que en esa tienda
guardan algunos fósiles musicales, algo así como el rincón del bibliófilo en una librería.
-No creo -cortó Fernando, que siempre chafaba esos faroles-, está agotado hace muchos
años, será una reimpresión.
Echó un vistazo a la funda del disco y lo comprobó, era una reimpresión. El problema de
Fernando Zobel resultaba el mismo de algunos personajes de las películas de gángsters:
sabía demasiado. No había modo de darle una sorpresa en el ámbito de la cultura. Si en-
contraba en las quimbambas un libro que me parecía una exquisitez, lo compraba para
brindarle un regalo insólito.
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-Mira, Fernando, creo que te puede interesar este libro, se llama La fascinación de la
ruina, y es un análisis histórico del curioso fenómeno de la atracción que desde fines del
siglo xv al XIX produjeron las ruinas, como objeto específico de delectación estética.
¿Verdad, amigo lector, que suena impresionante? Pues la respuesta de Zobel lo era más:
-¿Qué edición has encontrado, la original alemana con los aguafuertes, la facsímil
americana o la última inglesa?
Ya lo digo, con Fernando no había modo. En ocasiones como ésta me daban ganas de
hacerle lo mismo que los gánsters. De la dichosa gorda desafinada no es que conociese el
disco y recordase el nombre, que ya estaba bien, es que ¡la había oído cantar!
Casi todos hemos tenido en nuestras pandillas juveniles un tipejo al que agobiaban con
bromas más o menos pesadas, pero al que simultáneamente se le mostraba cariño, una
especie de bufón-mascota-chivo expiatorio. El mundillo artístico-intelectual norteamericano
reaccionó de esta forma con la señora Foster Jenkins. La historia es muy curiosa. Antigua
corista con frustrados sueños de gloria en el bel canto, se casó con un multimillonario, a
entera satisfacción de ambos. Contrató al mejor maestro para convertirse en diva. Tenía un
obstáculo que parecía insuperable: en los agudos no llegaba ni a la mitad de la escala.
Iba a renunciar cuando ocurrió el «milagro». Su limousine tuvo un accidente. El grito de
Florence pudo dejar sordos al chófer, al del otro coche y al guardia de la esquina. Un chillido
penetrante, agudísimo, en el límite de la escala. Al pasar el susto pensó que había saltado
airosamente el obstáculo que se interponía entre su voluminosa presencia y los escenarios de
ópera. El mucho dinero embota la capacidad de autocrítica, y la antigua corista, apoyada en
el nuevo alcance de sus chillidos, contrató teatros para sus recítales. Al principio con
invitados, luego consiguió llenarlos, incluso el Carnegie Hall. Me lo explicó Fernando:
-Cuando estudiaba en Harvard iba con mis amigos a escucharla a Boston, incluso a Nueva
York; era una gozada el ambiente del recital salpicado de risas y aplausos, y leer al día
siguiente las críticas en los periódicos.
Los grandes críticos musicales americanos, tan feroces habitualmente, hicieron con
Florence Foster Jenkins un convenio tácito de ambigüedad. Rivalizaban: «... Pocas veces he
sentido emociones tan vigorosas en un recital.» «,.. Una noche inolvidable.» «... Experiencia
nunca antes vivida y que quizá no vuelva a experimentar...»
El público, casi todo de auténticos melómanos, participaba en el juego con sus sonrisas y
ovaciones. Un año tras otro a partir de 1943. De algún modo esta extraña mujer transmitía la
intención, el entusiasmo por encima del resultado melódico, un fenómeno parecido al de los
buenos pintores naifs, y los críticos y espectadores neoyorquinos supieron apreciarlo.
Estaba sumido en estos recuerdos -en la conversaciones aburridas siempre procuro
aislarme y navegar por mi mundo interior-, cuando me recuperó para el entorno el vigor del
tono de un interlocutor. Decía enfáticamente algo tan original que lo escuchamos a diario:
«Estos americanos son unos incultos y unos borricos, todavía están subidos al cocotero.»
(Blanco y Negro, junio de 1988.)
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ÓPTIMO, PÉSIMO, EXTRAVAGANTE
Desde la infancia me han atraído las rarezas y también las condiciones extremas. El más
listo del pueblo y el más tonto, la más guapa y la más fea, el más caradura y el más tímido
presentaron para mí un interés inusitado precisamente por su situación distal de la norma; y
todo lo estrafalario fue un imán para la atención, quizá por eso elegí la profesión de
psiquiatra y encima me sentí en ella como pez en el agua.
Puede imaginar el lector mi curiosidad cuando en una librería de viejo en Nueva York
encontré un volumen que tiene estas preferencias por tema. No lo escribió un autor sino dos,
Felton y Fowler (Best, Worst and Most Unusual, House Books, N. Y., 1975), que tal como
indica el título se dedicaron a coleccionar noticias de «lo mejor, lo peor y lo más inusual» en
distintos terrenos: literatura, música, política, gentes, estilos de vida, cine, periodismo,
etcétera.
Es un libro extravagante y los autores explican en el prólogo que escribieron a muchas
personas ilustres pidiéndoles datos, y preguntaron también su opinión sobre la idea de
escribir un libro de este tipo. Entre los pocos que les contestaron está Leon Uris: «Es la peor
idea para un libro de la que tengo noticia.»
Ante dictamen tan desconsolador recurrieron a los clásicos, por si tenían mejor opinión
de quienes se dedican a la valoración en buena o mala de la obra de los demás; en suma, de
los críticos. Leonardo da Vinci destaca por la rotundidad de su punto de vista: «Me interesa
tan poco el viento que sale de la boca de los críticos, como el que sale bajo su espalda.» Con
tan buenos estímulos tiene mérito que terminasen el libro.
Los críticos sin duda les preocupan mucho a los autores, pues entre las rarezas citan al
crítico de pintura más original, sobornable y parcial de que se tiene noticia. Lo utilizó
Cézanne en su etapa inicial, cuando el mismo dudaba de su talento como pintor y precisaba
elogios. Le sobornó con pagos en una moneda singular, con chocolate, pues el «crítico» era
un precioso loro verde al que Cézanne enseñó a decir una frase y sólo una: «Cezanne es un
gran pintor.»
La mayor sorpresa en la lectura de este libro me la lleve en el capítulo de la música, que
demuestra que no hay nada nuevo bajo el sol. En mi rebusca de datos sobre las aficiones
musicales de los contemporáneos de Beethoven (del que intento escribir un perfil psicológi-
co), encontré un ingles de lo más pintoresco, que a fines del XVIII construyó un aparatoso
instrumento musical con materiales insospechados, con cerdos vivos. El artilugio pretendía
funcionar como un órgano, y el organero y a la vez organista que se llamaba Halligan en
lugar de tubos de estaño para crear las notas seleccionó machos apáticos, cerdas en celo,
verracos, lechoncillos, guarros vetustos, marranetes de mediana envergadura... y los colocó
en jaulas estrechas adosadas en orden de gravedad y agudeza de los gruñidos y chillidos
lacerantes de los animales. Una especie de teclado estaba conectado con unas palancas con
pincho o escobilla al final, y cada una de ellas al accionarla «estimulaba» a uno de los
guarros. El cosquilleo de la escoba o el pinchazo provocaban como respuesta el gruñido o el
grito penetrante del animal, y al tener una cierta regularidad en su reacción acústica, el
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ingenioso señor Halligan lograba que las audiencias reconociesen las notas de alguna
melodía popular, con gran júbilo de los asistentes.
El organero-organista y su piara melódica se ganaron el sustento de una feria rural a otra
por la Inglaterra de fines del XVIII, hasta que una epidemia porcina dejó sin instrumento y
en la ruina al músico.
En el libro citado compruebo que el órgano guarril tiene precedente. Luis XI de Francia
para divertir a sus cortesanos encargó al abate de Baigne que interpretase un concierto con
instrumento nunca antes escuchado, y el buen clérigo construyó uno muy similar al que
acabo de describir, con la misma distribución de los animales de voz grave a la izquierda del
teclado, y los lechones a la derecha. Como la audiencia no era de rudos campesinos sino de
refinados palaciegos, en lugar de usar jaulas abiertas se escondió a los animales bajo una
tienda de terciopelo, nobleza obliga. Este concierto no se celebró al aire libre, como los de
las ferias inglesas, sino en el gran salón del castillo. ¿Y el olor? Parece que era idéntico al de
los asistentes, así que el recital resultó un gran éxito.
Los críticos musicales tienen una larga tradición de ferocidad en el sarcasmo: «... dio ayer
un recital de piano en la sala Pleyel, ¿por qué?», «... parece música, suena como si fuese
música, incluso puede saber a música; pero es tozudamente una no-música», «... el público
sintió vehementes deseos de aplaudirle... en la cara», «... su música es tan repulsiva como su
persona», «... esa pseudopieza maestra tiene tanto sabor como un pavo trufado hecho con
pasta de madera», «... el concierto parecía describir con fidelidad el progreso de un terrible
incendio en el más poblado de nuestros parques zoológicos», «... era tan grato al oído como
el sonido de la sala de laminado de una siderúrgica, combinado con el rugido de los leones
que piden la comida, el chirrido de un tranvía que toma una curva y un cuco borracho en
medio de todo el barullo».
Es la fuente de consuelo cuando lamento no tener dotes musicales.
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DESAMOR
En los tratados de psiquiatría que se estudiaban en mi juventud, no había un capítulo de
remedios terapéuticos para cortar un amor indeseado. Ahora lo tienen, sería un argumento
para los que piensan que el mundo no ha mejorado gran cosa en los últimos decenios, si no
estuviese invalidado por la antigüedad de la búsqueda de remedio para matar un amor
ardiente y no correspondido. En la Edad Media tuvo larga tradición el «mal de amores». El enamorado no satisfecho
languidecía hasta la muerte. Brujas y hechiceros nutrieron su clientela con buscadores de
filtros y bebedizos en las dos direcciones: para encender la llama del amor en la persona que
lo bebía, o para tomarlo ellos mismos y librarse de un enamoramiento que se convirtió en un
martirio.
En las consultas no nos piden el bebedizo para seducir (quizá porque saben que no
tenemos la receta), pero alguna vez acuden para remedio del «mal de amores». También
carecemos de «pócima antiamorosa», pero existen técnicas derivadas de las de modificación
de conducta y de descondicionamiento, que se usan para recuperar jóvenes tras el lavado de
cerebro de una secta explotadora, y para algunas drogodependencias: supresión de
pensamientos, sustitución, distorsión del recuerdo, reflejos condicionados negativos,
aborrecimiento, etc. Pueden utilizarse para el desamor científico.
¿Quiénes solicitan ayuda terapéutica de desamor? En general adultos que, entrados en la
treintena o una etapa posterior, «padecen» un enamoramiento no correspondido, y ya sin
esperanza. Lo que debió ser ilusión y entusiasmo se convierte en obsesión martirizante.
Un caso típico es el de la mujer madura, perdidamente enamorada de un jovencito que la
explota. Otro el del cincuentón prendado de una joven, que le corresponde, y que en difícil
superación de su pasión amorosa quiere no romper círculo de deberes y afectos hacia su
mujer y el resto de la familia; preferiría olvidar el nuevo amor pero no lo consigue: «La he
cambiado de despacho, pero noto que contra mi voluntad acudo una y otra vez al suyo, busco
cualquier pretexto para llamarla por teléfono, estoy como un adolescente, así no podemos
vivir ni ella ni yo, creo que es un trastorno mental, vengo a que me ayude.»
Los médicos tenemos que auxiliar a nuestros pacientes, aunque no nos guste, y las pocas
veces en que lo consideré un deber ineludible me amargó ese papel de bombero que trae
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cubos para apagar la hoguera de un amor indeseado, pero amor, ¡caramba! Nunca me entu-
siasmó el consejo de Juan de Mena: «Pues que me ficieron del mal que vos facen, sabed del
amor desamar, amadores.»
Hay pocas situaciones tan antipáticas como la de proponerse «desamar» apoyado en
recursos científicos, pero hemos de reconocer que los que anhelan el desamor no lo suelen
buscar por capricho o frivolidad (como tantas veces ocurre en los amoríos), sino con
desesperación y angustia.
Se ha pensado y escrito mucho más sobre el enamoramiento, sus delicias y sinsabores,
que sobre la pérdida de la capacidad o inclinación a amar, el desamor. Una de las
excepciones más notables la tenemos en los místicos castellanos, a quienes preocupa
sobremanera el tema de la congelación de los afectos. Un aspecto que les atañe
especialmente a ellos, y es fuente de sus mayores amarguras. Lo designan con un precioso
nombre, que señala su infinita pesadumbre: «desolación espiritual.
En la «desolación espiritual», o «desconsolación espiritual», la mente se mantiene clara y
comprende que debe seguir amando; en cambio, el corazón se congela y pierde la resonancia
sentimental del objeto amado. En los místicos lo anulado es nada menos que la vivencia del
amor de Dios, el que da significado a toda su vida y sacrificios. Quedan colgados en el vacío,
con sensación abrumadora de abandono, desconsuelo, incertidumbre y vacío de sentido. Lo
consideran una prueba de Dios, o una maquinación del enemigo, con torturantes dudas de fe,
de vocación, y sin el apoyo de su habitual armazón de sentimientos y emociones positivas.
Hoy consideramos que estos episodios de desolación, o «desconsolación espiritual»,
pueden ser crisis espirituales o ideológicas, crisis de fe o tratarse simplemente de una fase
patológica de la vida emocional.
En algunas formas de depresión y en otras dolencias psíquicas, la víctima nota ese vacío
de amor. Queda como espectador asombrado de su propio estado del ánimo, percibe que no
«siente» el cariño a sus hijos, a su pareja, etc. Resulta especialmente desconcertante cuando
le ocurre a un enamorado, ya que le es difícil aceptar que se trata de una enfermedad del
ánimo y que curada ésta brotará con la misma pujanza el interrumpido enamoramiento.
En el curso de la vida hay un desamor biológicamente normal y explicable, en la fase que
hoy consideramos madurez y que para los clásicos era el ocaso de la vida, sus «viejos» tenían
de cuarenta a sesenta años. Los entusiasmos amorosos de la pareja original quedan atrás.
Tirso de Molina lo explica: «Por lo que tiene de fuego suele apagarse el amor.»
El instinto de protección a la prole se atenúa con el crecimiento de los hijos. El
escarmiento tras reiterados desengaños y golpes de la vida provoca un reflejo de despego
sentimental de los demás, aumento del egoísmo y disminución de la entrega. Cuando los
místicos orientan su atención hacia la moral, consideran que en la juventud son los afectos y
la pasión los que apartan de la norma, y, en cambio, en la edad madura el pecado viene por
defecto, por frialdad sentimental, y suelen hacer una severa advertencia: «En el atardecer de
la vida Dios te examinará de amor.»
(Blanco y Negro, julio de 1988.)
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APLAUDIR CON EL SILENCIO
La risa es privilegio del género humano. El aplauso lo comparte con otras especies, son
muchos los animales con expresiones sonoras de aprobación y de apoyo a uno de sus
congéneres. Paradójicamente, los que con más frecuencia vemos «aplaudir», las focas y
chimpancés de los circos, no lo hacen en ese momento, sólo responden a una orden del
adiestrador.
Una forma expresiva y poco frecuente de aplauso es hacerlo con el silencio. El silencio es
mucho más que una ausencia de sonidos, es una importante forma de comunicación, que en
ocasiones sustituye a las palabras, en otras las refuerza en un mutis.
«Así habló Toro Sentado, y una vez que hubo hablado guardó silencio.» En el Antiguo
Testamento encontramos frases casi idénticas que no pudo conocer el cronista siux de Sitting
Bull. Tiene que haber un radical psicológico común para que se repitan en culturas tan
diferentes. Beethoven quiso expresar del modo más vehemente su condolencia a una mujer
que acababa de perder a su hijo. Acudió a la casa; sin saludar se sentó al piano, dijo con la
música cuanto tenía que decir y luego marchó en silencio...
Las muestras de aprobación por parte de un grupo o multitud congregados para presenciar
un espectáculo suelen ser ruidosas. Las hay de variada índole, entre nosotros se usan el
palmoteo y gritos, o en circunstancias más discretas murmullos de aprobación. Los
anglosajones mezclan las palmadas con silbidos laudatorios y los alemanes patean; en el
fondo utilizan las plantas de los pies en lugar de las manos para el palmoteo de rigor.
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En la cultura occidental cuando se pide un minuto de silencio suele tener significado de
honra fúnebre, o de homenaje al ausente en desgracia.
Recuerdo mi profunda emoción en dos excepciones importantes, una singular y otra
institucionalizada. La primera fue en la despedida del gran músico Gerald Moore, en su
último concierto en el Albert Hall de Londres en 1967. Fue un memorable homenaje en que
cantaron, acompañados al piano por él por última vez en público, Victoria de los Ángeles,
Elisabeth Swarzkopf y Dietrich Fisher-Dieskau.
Se grabó en directo para editar un álbum insustituible, que recientemente he visto
reproducido en compact disc.
Cada solo, dúo o trío de aquel concierto fue seguido de ovaciones delirantes que crearon
una tensión creciente que debía culminar con la dedicada a Gerald Moore, pero éste al final
del recital se dirigió a los presentes para advertir que en los minutos siguientes iba a inter-
pretar la que sería su última sonata en público, y les rogó que permaneciesen mudos,
inmóviles mientras él, tras las últimas notas, abandonaba el local.
Ninguna manifestación sonora de entusiasmo hubiese podido igualar la carga emocional
de la muestra de respeto y entusiasmo, patente en aquel silencio que sigue sonando en el
corazón de quienes contribuyeron a crearlo.
La otra excepción, la del silencio institucionalizado en forma de costumbre, ocurre todos
los veranos durante las cinco semanas que dura el festival de música de Salzburgo.
La tradición impone que todos los domingos haya una representación teatral, la misma
desde hace muchos años, en la plaza de la catedral. Es la mascota del festival. Se trata de un
auto sacramental del siglo XV, reescrito por Hugo von Hofmannsthal, y que desde 1920 es el
único acontecimiento fijo del festival.
Los mejores actores austriacos y alemanes se disputan el incómodo y antieconómico
honor de actuar en estas cinco sesiones dominicales al aire libre, durante las que se desvía el
tráfico rodado de Salzburgo para que el ruido no moleste.
El estrado se coloca ante la fachada principal de la catedral. Desde todos los edificios que
encuadran la plaza se participa de la acción. Campanadas premonitorias de muerte suenan en
la torre de San Francisco, en el lado opuesto de la plaza, y trompetas desde otra fachada. El
público en un graderío provisional que ocupa toda la plaza sigue, con la tensión de quien
participa en un rito, este espectáculo deslumbrante con los trajes medievales en una
explosión de formas y colorido desplegados en su propio ambiente arquitectónico, en el que
puntúan cromáticamente las fases de la tragedia.
Al terminar el drama que por su índole de auto sacramental y el lugar de la representación
se considera religioso, la multitud se levanta pausadamente, con orden y respeto sale por las
calles laterales sin hablar. Esperan a alejarse para intercambiar las primeras frases, al
principio en voz baja, luego en tono entusiasta para comentar lo que tanto han admirado.
Hasta ese instante tienen la cortesía suprema de aplaudir con el silencio.
(Blanco y Negro, julio de 1988.)
JUANA LA LOCA Y LAS REVISTAS DEL CORAZÓN
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¿Hubiese merecido Juana la Loca espacio en las portadas de las revistas del corazón? Por
supuesto que sí. Hemos de reconocer que su duelo no es de menor magnitud que el de la
Pantoja. El ímpetu pasional superior al de toda la jet-set reunida. Imaginamos los grandes
titulares: « ¿Indicios de que doña Juana olvida su amor por don Felipe?» « ¿Se encuentra
unida sentimentalmente al gobernador de la fortaleza de Tordesillas?»
Aunque la respuesta resultase siempre negativa, y decepcionante para el lector, doña
Juana, a quien correspondía haber sido «la persona más importante del mundo» de su
tiempo, con belleza, porte majestuoso y disparates cotidianos, podría acaparar portadas y un
«amplio reportaje en el interior» semana tras semana, durante decenios.
Hay personas y personajes con atractivo intrínseco, otros carecen de magnetismo. Lo
tienen muy en cuenta los directores de las revistas del corazón, por eso hacen tan buen
negocio.
Padezco una amiga pesadísima (a los amigos de la infancia se les aguanta casi todo),
empeñada en ocupar huecograbado en una de esas publicaciones. Intentó utilizarme para tan
trivial capricho, y se colocó adherida como una lapa cada vez que me enfocaba la cámara de
un fotógrafo de prensa.
Alguna de esas fotos se publicó... sin su imagen, siempre la recortaban. Es perseverante y
perfeccionista, afinó la estrategia. Comprendió que acompañar mi imagen en solitario no
bastaba y esperó agazapada como un tigre en la selva.
Llegó la ocasión propicia en un acto en el Museo del Prado en que actué con Fernando
Fernán-Gómez, Amparo Rivelles y Antonio Mingote. Nada más terminar, en el momento en
que se formaba el semicírculo de fotógrafos, antes del destello del primer flash pegó el salto
del tigre, para eso estaba agazapada en postura felina; se nos colocó en medio y recibió con
sonrisa de anuncio de dentífrico la cegadora ducha de los flashes.
Al fin lo ha conseguido y me dejará en paz, pensé ingenuamente. Publicaron un reportaje
del acto incluida la foto del grupo... sin ella. Ignoro qué milagros del retoque tuvieron que
emplear para eliminarla, pero los utilizaron. Me lamenté al director de la revista.
-Hombre, hubieses ahorrado trabajo y ella sería feliz, podías haber puesto ese pie de foto
tan socorrido: fulano y fulano y una amiga. ¡Mira que privarla de esa migaja de gratificación
narcisista!
-Déjate de historias -contestó un tanto molesto-, conozco bien mi profesión y a ver si de
una vez se entera esa amiga tuya de que aunque ella y su marido se divorcien no son noticia.
Con los personajes históricos ocurre lo mismo que con los contemporáneos: unos son
noticia y otros no. Un escritor reiteradamente fracasado hizo confidencia de su próximo
proyecto: «Voy a escribir la biografía de un peón de brega de Joselito, es un representante
del pueblo y el pueblo también merece...» Pues estás lucido, pensé yo, te sería mucho más
gratificante escribir la de Joselito, y si deseas tranquilizar tu conciencia social dedícale un
capítulo al dichoso peón. Se lo insinué con delicadeza, pero no, el tío quería la del peón. Así
le fue.
La obstinación en elegir lo que les será desfavorable está muy arraigada en ciertas
personas. En mi cuarto de *siglo de docencia universitaria tuve que dirigir las tesis
doctorales de muchas «jóvenes promesas» de mi especialidad.
-¿Me querría usted orientar en mi tesis doctoral? -¿Cuál es el tema elegido?
-Soy de Valladolid y trabajo en el manicomio de esa capital. He revisado los ficheros del
siglo XIX, y encontré un enfermo que permaneció cincuenta y tres años, pienso rehacer su
historia clínica.
-¿De verdad cree que ese tema va a interesar a alguien?
-Cincuenta y tres años en un hospital debe de ser un récord.
Intenté disuadirle. Le expliqué que una tesis doctoral no tiene nada que ver con el
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Guinnes de los récords. Además, cuando en 1957 gané las oposiciones de director del
hospital de Leganés, me encontré entre otras sorpresas con un pobre enfermo que estaba
ingresado desde 1895, 62 años. El final del imperio español en el 98, la primera guerra
mundial, las de Marruecos, la dictadura, la República, la guerra civil, la segunda guerra mun-
dial, el descubrimiento de la penicilina y de la bomba atómica... todo ocurrió sin que él
prestase atención, aislado en el triste recinto de un hospital psiquiátrico.
-Ya ve que no le sirve ni como campeonato de hospitalización. ¿Por qué en lugar de esa
historia clínica anodina no rehace usted la de doña Juana la Loca?
-¿Cómo dice, profesor?
No se lo confesé al muchacho, pero comparé mentalmente el atractivo para los posibles
lectores entre psicótico del XIX y Juana la Loca. No había parangón posible con el recluso
de los 53 años. Me sentí obligado a insistir ante el joven investigador.
-Creo que le dará más satisfacciones dedicar sus esfuerzos al estudio de la reina Juana.
Me ha dicho que es usted de Valladolid, pues tiene la historia a sus puertas, la reina estuvo
cuarenta y siete años encerrada en Tordesillas. Fíjese bien, cuarenta y siete años, casi como
ese enfermo que tanto le ha impresionado.
»De doña Juana la Loca hay un detallado informe durante esos cuarenta y siete años.
Todos los gobernadores de la fortaleza tuvieron que describir la conducta de la reina.
Primero el antipático Luis Ferrer, que durante ocho años escribe a Fernando el Católico y
reconoce «haber usado de violencia» con doña Juana, incluso llegó a «darle cuerda» «para
preservarle la vida, pues se negaba a tomar alimentos». Ahí tiene otra observa ción curiosa:
doña Juana fue precursora de las huelgas de hambre.
»Luego se ocupó de Tordesillas el amable Hernán Duque, bajo cuyos cuidados mejoró
tanto la enferma que se «temió» que recuperase la salud. Carlos V sustituyo a Hernán Duque
por el marqués de Denia, y muerto el marqués, por su hijo.
»El emperador Carlos exigía una carta diaria de los Denia. Se conservan en el archivo de
Simancas. Tienen tanto el padre como el hijo una caligrafía descifrable. Al enfermo mental
se le diagnostica por lo que dice y por lo que hace. Jamás se redactó y conservó un material
clínico tan rico; puede usted recomponer la historia psiquiátrica más completa que nunca
haya existido. ¿Qué le parece?
No le pareció gran cosa. Prefirió la del manicomio de Valladolid, así no necesitaba
desplazarse unos kilómetros. Hay personas que no tienen remedio.
(Blanco y Negro, agosto de 1988.
«DOCTOR, ¡QUÉ DESCANSO!»
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Es muy difícil predecir las reacciones humanas a una misma situación. La mayoría de las
personas responde de forma similar, pero no hay modo de adivinar si el que tenemos
enfrente va a quedar englobado en ese tipo habitual de respuesta.
Una de las mayores sorpresas la disfruté en mi consulta. El paciente parecía de lo más
corrientito, un catedrático de Literatura del instituto de una capital costera, próximo a su
edad de jubilación.
En una primera consulta psiquiátrica, por muy prolongada que sea, siempre falta tiempo
para la evaluación total de la personalidad del entrevistado. Tendemos a iniciar el análisis
desde el momento de la entrada del paciente: si tarda en atravesar la puerta, si se despide o no
de la enfermera, la forma de saludar y de sentarse, de mirar a los ojos o de esquivarlos, etc.,
todo es revelador y debe tenerse en cuenta, no nos podemos distraer ni un segundo.
Por todos estos datos y la primera parte de la conversación, consideré provisionalmente a
don Francisco como tímido, sensitivo, educado, pulcro, minucioso con tendencia a la
prolijidad, susceptible, cumplidor tanto de las normas como de los convencionalismos, de
buen nivel intelectual y cultural.
En conjunto, una persona agradable sin ningún rasgo extraordinario. Tampoco
presentaba nada excepcional el motivo que le traía a la consulta, una depresión de intensidad
media que había comenzado a mejorar espontáneamente. La discreción parecía ser un rasgo
fundamental de don Francisco, hasta para enfermar.
El matiz cumplidor-prolijo de su personalidad sin duda era muy útil en las clases del
instituto, pero resultaba una pesadilla para un interlocutor impaciente como yo.
Don Francisco había leído en algún sitio que al psiquiatra había que contárselo «todo», y
venía dispuesto a cumplir; traía una larguísima relación escrita, para no olvidar nada, y
¡vive el cielo que no lo olvidó!
Con la cuarta parte de lo que me había contado ya tenía completo el diagnóstico y
resuelto el problema clínico, que era muy sencillo, pero no había modo de pararle.
Imaginaba mi paciente que cualquier situación traumática del pasado podía influir en su
dolencia actual; así me detalló sus avatares desde la primera infancia, y la reacción que tuvo
ante cada uno de ellos.
Yo miraba con disimulo el reloj, y pensaba en los nuevos visitantes que se iban
concentrando en la sala de espera mientras don Francisco desgranaba recuerdos de los tres
intentos fallidos antes de ganar las oposiciones a su cátedra, del enamoramiento adolescente
con larguísima espera en un noviazgo interminable hasta la boda, tras la que se aburrió
muchísimo con su mujer hasta que le dejó viudo inconsolable, los cambios de residencia y el
efecto de los distintos climas, etcétera.
Al fin me contó, en el mismo tono de voz delicado y monótono, que unos tres años
antes, sin previo aviso, perdió repentinamente y de modo absoluto la capacidad y la
apetencia sexual.
El machismo tiene grandes inconvenientes. Los varones suelen aceptar muy mal la
involuntaria jubilación de la libido, y una de las consecuencias es que se ponen pesadísimos
en la consulta buscando remedio, y cuando se convencen de que no lo hay eficaz, siguen
hechos unos pelmas con protestas y lamentos.
El tema en un prolijo como don Francisco podía ser de campeonato de aburrimiento para
el interlocutor, y cuando yo esperaba el consabido rosario de lastimeras recriminaciones a la
decadencia viril me miró a los ojos, hizo una pausa, tomó aire y exclamó enfáticamente:
«Doctor, ¡qué descanso!»
Quedé mudo por la sorpresa, era la primera vez en mi vida que escuchaba algo semejante.
Don Francisco interpretó el silencio como invitación a profundizar en el tema, y volvió al
tono monótono: «Soy un hombre con poco éxito con las mujeres, las pocas conquistas que
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logré me costaron enormes esfuerzos y pérdida de tiempo, tengo una moral estricta y a la
frustración se añadían sentimientos de culpa. La relación sexual mercenaria, a la que acudí
alguna vez, me provoca repugnancia, aprensión al contagio de enfermedades y me resulta
humillante. Ahora me encuentro con más tiempo y menos amarguras e insatisfacciones, con
una paz y una tranquilidad que no disfruté en muchos años. Se lo repito, doctor: ¡qué
descanso!»
He utilizado esta anécdota con fines psicoterápicos en muchas ocasiones. Algunas
medicaciones, por ejemplo ciertos tratamientos antidepresivos, producen impotencia
masculina transitoria. Los enfermos se alarman y es preciso advertirles previamente. La
reacción de don Francisco suele provocar una carcajada si se cuenta con énfasis, y luego el
interesado comprende el enorme respaldo de sentido común que contiene, y le sirve de
consuelo para aceptar una etapa transitoria de olvido de las vehemencias instintivas. Quizá
sea útil recordarla en el declinar ineludible por la edad, y en lugar de los lamentos, o junto a
ellos, decir: ¡qué descanso!
LA PALABROTA DE DIOS
Durante algunos lustros la televisión en España alcanzaba a una zona muy reducida, y una
escena permitía averiguar si la instalación de un nuevo repetidor hacía llegar la señal al
pueblo que atravesábamos.
-Supongo que te refieres a la aparición de las antenas en los tejados.
No, me refiero a una señal mucho más fiable. La floración de antenas fue gradual, el
nivel adquisitivo era muy inferior al de hoy, y en cada pueblo sólo el casino, los bares y unos
pocos manirrotos se lanzaban a la compra del televisor. Quizá las antenas no eran visibles
desde nuestro coche. Había una indicación muy fiable que aparecía preferentemente al
cruzar el pueblo de noche.
Por el día los pueblos parecían deshabitados, parte de la población trabajaba en el campo
y el resto en el interior del hogar. Al anochecer, de modo especial los días festivos, la
juventud paseaba por la calle principal que, casi sin excepción, era precisamente la carretera.
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La dignidad del habitante rural le aconsejaba moverse con circunspección, no era de esperar
que ante los bocinazos o los faros se apartasen apresuradamente. La rebeldía a ceder el paso
aumentaba con las luces largas, era mejor cambiar a las de cruce y entonces se averiguaba si
al pueblo llegaba la televisión.
-¿De noche en la calle abarrotada de gente?
Sí, por las piernas. Si no había televisores, las viejas iban vestidas de negro hasta los
tobillos y las mozas con un traje de colorido discreto que bajaba hasta media pantorrilla. En
el pueblo siguiente los faros del coche iluminaban un bosque de muslos, todas las jóvenes
con minifalda: había llegado la televisión.
Entre la población masculina el cambio centrado en los pantalones vaqueros fue menos
repentino, los hombres no son tan rápidos en someterse a la moda.
Tuvimos que parar por avería en un austero pueblo castellano no alcanzado aún por el
repetidor más próximo. En el café jugaban al dominó en varias mesas rectangulares de
mármol. El deslizar de las fichas al entremezclarlas para el reparto y el posterior golpeteo
producen sonidos que al parecer resultan para muchos jugadores más gratos que los
equivalentes sobre una tabla. El atuendo de los clientes del café mantenía la vieja estampa de
boina y pana, con una excepción: uno de los jugadores estaba en vaqueros y camisa de
colorines desabrochada por la que asomaba una abundante pelambrera pectoral.
En aquel pueblo era raro que parase algún viajero, por lo que al cabo de un rato nos dieron
conversación, y así supimos que el de los vaqueros era el nuevo cura, llegado un año antes
con atuendo y conducta que tenían desconcertados a sus feligreses.
-El que era muy bueno era el anterior, don Fermín, un santo, estaba como un grillo pero
era un santo. Tendría usted que oír los disparates que decía desde el púlpito, ya le digo, como
una chiva, se lo tuvieron que llevar al manicomio de Leganés, pero un santo.
Pegué un respingo, pues acababa de ganar las oposiciones a director de ese hospital, y el
viaje era para un breve descanso y reponerme del esfuerzo extenuante de las oposiciones.
El día que tomé posesión de mi puesto, en la primera inspección de los pabellones de
hombres sentí curiosidad por el «santo-grillo-chiva-santo» y busqué una sotana entre los
pacientes que paseaban por los patios y jardines. Ni una. La verdad es que tampoco había
unos vaqueros en todo el hospital, así que esperé a momento más oportuno para preguntar
por «don Fermín)) a la enfermera-jefe del departamento.
-Hermana, ¿tenemos algún paciente sacerdote?
-Sí, don Fermín, es uno de los que usted saludó en el parque.
-Es el que busco, ¿qué diagnóstico tiene?
-Esquizofrenia paranoide, padece el delirio de que habla directamente con Dios y que
recibe órdenes de reformar la Iglesia, también presenta alucinaciones visuales y auditivas,
cree ver a Nuestro Señor y le habla.
- ¿Quiere llamarle?
Don Fermín era un anciano afable, que vestía un traje raído que con toda evidencia no se
cortó para una persona de su tamaño. Simpatizamos desde la primera entrevista y me ofrecí
al despedirnos:
-¿Hay algo que pueda hacer por usted?
-Sí, por favor, que me devuelvan la sotana, me la quitaron al entrar y me dieron esta
chaqueta; toda la vida he llevado la sotana con devoción y con cariño, me siento desnudo y
ridículo, como con un sambenito.
Asunto resuelto, pensé, si no aparece la de don Fermín le podemos pedir la suya al de los
vaqueros, que está en su puesto y no la usa. El tema resultó mucho más complicado de lo que
imaginaba. El Derecho canónico prohibía terminantemente que los sacerdotes vistieran la
sotana durante su internamiento en un manicomio; en un período en que colectivamente se
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despojaban de su tradicional atuendo.
Durante mi gestión como director de hospital psiquiátrico, defendí ardientemente el
derecho del enfermo a vestir como guste, ¡son tan pocos los gustos que pueden satisfacer! En
mi libro Concierto para instrumentos desafinados, relato el pintoresco incidente que tuve con
las autoridades militares por una gorra de «teniente de tranvías». No resultaron menos
incómodos los roces con las autoridades eclesiásticas por la sotana de don Fermín; en el
obispado consideraron que me había puesto muy pesado.
Todo inútil. Don Fermín siguió de paisano y yo escocido por el fracaso de mis gestiones.
La frustración nos unió, teníamos largas charlas en las que comenzó a hacer confidencias
sobre algo que no había detallado a nadie, la iniciación de su relación verbal con Jesucristo.
Estaba de profesor en el seminario y una noche sentí la llamada y me levanté.
Parecía venir la voz del primer piso, y bajé al refectorio, allí sentí la Presencia con tal
intensidad que me temblaban las piernas y la voz al preguntar: Señor, Señor, ¿dónde estás?,
y oí su voz: «Aquí, Fermín, aquí», pero yo aunque notaba como una luz espiritual no veía
nada y pregunté otra vez: ¿dónde, Señor? La voz se hizo más fuerte, y así como enfadada y
dijo: «Aquí, ¡coño!, Fermín, aquí, ¿es que no me ves?» Entonces le vi, y caí de rodillas...
La voz de don Fermín se rompía en la rememoración, y a los espectadores nos llegaba de
algún modo el eco sentimental de aquel diálogo alucinatorio. Mientras le durase la
enfermedad no podía administrar los sacramentos ni decir misa, pero conseguí que le
dejasen actuar de monaguillo.
El capellán estaba enfermo, y era un aleccionador contraste el de la rutina del suplente y
la unción del acólito senil y alucinado. Las palabras de don Fermín al contestar al oficiante
resonaban en la capilla del hospital vigorosas y solemnes; se le notaba extasiado en la
conversación directa con Dios, sin distraerse si en alguna frase surgía, inesperada, una
palabrota.
(Blanco y Negro, septiembre de 1988.)
¿CURAR O NO CURAR?, ÉSTA ES LA PREGUNTA
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Al profano le parecerá que en la lucha contra la enfermedad los médicos tenemos muy
claro de qué bando estamos. Las normas sí están claras; por el contrario, la dramática
realidad de algunos casos excepcionales desdibuja las líneas de conducta. Con
independencia del planteamiento de la eutanasia, que es un tema distinto pese a su aparente
semejanza; los enfermos terminales con sufrimientos terribles y pérdida irrecuperable de la
capacidad intelectual, pero no de la de padecer, plantean problemas delicados tanto en el
plano técnico como en el ético: ¿hasta qué momento hay que prolongar la tortura?, ¿con qué
nivel de asistencia?, ¿con qué medios?, ¿quién está capacitado para decidir?, ¿en nombre de
quién?, ¿con qué criterios?...
«Le sería mucho mejor terminar de una vez.» En mi larga vida profesional lo he
escuchado repetidamente. Todos lo hemos oído. Con demasiada frecuencia comprobé que si
tras esta tajante afirmación de «los que le quieren» el enfermo logra dar su opinión, nos
enteramos de que no desea morir. Los que tienen prisa son «los que le quieren». Algunos sí
anhelan de verdad llegar pronto al final, y quienes los arropan con su afecto comparten
vehementemente el deseo, en una encrucijada de sentimientos contrapuestos que
comprendemos todos los que hemos acompañado a un ser querido en una larga agonía.
El peligro de decidir por otras personas se expresa caricaturizado en el viejo chiste negro:
-¿Cómo está tu suegra? -¿No sabes?, la pobre murió.
-Pero ¿qué ha ocurrido, si la vi hace poco tan campante?
-Chico, fue terrible, se hizo un corte en un dedo y... la tuvimos que rematar.
Es una parodia grotesca, pero refleja lo difícil que es la delimitación de fronteras. La
cruda realidad lo confirma a diario.
Siempre que se discute este tema recuerdo el caso de un amigo al que tengo mucho
afecto. Padece una parálisis cerebral, que no afecta a su clara inteligencia, que ha
demostrado ampliamente en sus logros intelectuales y artísticos por encima de todas las
barreras. A los ocho o nueve años de edad le paseaba su madre en la silla de inválido, con la
cabeza colgante, las manos torcidas en movimientos espasmódicos, la mandíbula deplazada
lateralmente, la mirada perdida en lo alto, un hilo de baba... Una mujerona que se topó con
ellos en la calle paró, miró y dijo en voz alta:
-Pobrecillo, más valía que se muriera.
La madre quedó muda de pena y de irritación y mi amigo, con la voz distorsionada por
sus movimientos espasmódicos, pero con toda claridad, contestó:
-Muérete tú, idiota, que yo no quiero.
Han pasado más de treinta años y todavía no quiere.
Hay manifestaciones extremas en sentido contrario, algunas casi grotescas. Hace ya
muchos años, una enferma majadera y antipatiquísima a la que salvé la vida tras un intento
de suicidio me amenazó con demandarme por «meterme en sus asuntos sin su permiso». La
mayoría de los que intentan la autoeliminación nos dan las gracias después, por haberlos
librado de la muerte, pero no todos. Algunos lo lamentan, tanto si deciden ensayarlo de
nuevo a la primera ocasión como si se «resignan a vivir» tras el fracasado intento. Es una de
las experiencias profesionales más tristes, y desconcertantes, para un médico.
Cuando acabé mis estudios en el año 49 había, como ahora, plétora profesional y era
imposible encontrar puesto de trabajo salvo ganando alguna oposición. La primera en
convocarse fue la de médicos de la Beneficencia Municipal, por lo que pasé varios años de
médico de guardia en una de las «casas de socorro» que había repartidas por Madrid. En la
de la calle Velázquez. ¡Qué escenas se presenciaban en estos centros de urgencia ru-
dimentarios! Creo que alguno de mis colegas debería animarse a escribir sus memorias de
médico de «casa de socorro».
No todo eran tragedias; entre otras visitas teníamos las de las fulanitas que hacían la calle
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en la nuestra de Velázquez. Entraban en busca de calor, café y conversación, y para hacer
amistad «por si algún día nos necesitaban». Eran muy simpáticas; el gremio no tenía el si-
niestro carácter actual dominado por explotadores matones. El mundillo de Madrid era
reducido hasta extremos que hoy parecen irreales; en el descanso de los cines se saludaba a
un montón de amigos y gran parte de los asistentes se conocían, al menos de vista o de oídas.
El nivel de entonces era tan menguado y ramploncillo que disponíamos para toda la capital
de un solo masoquista notorio, un conde. Al menos la sangre azul daba un tono elegante a su
peculiar uso de las fuentes de placer. «Yo soy decente, yo no hago lo del conde.» El sufridor
aristócrata había logrado dividir a las pelandusquillas en dos grupos: las que aceptaban
cobrar por darle latigazos en las nobles posaderas y las «decentes que no hacían lo del
conde». Se enzarzaban en calurosas discusiones del tema. Era otro mundo.
Las guardias nocturnas de la casa de socorro no tenían la catarata ininterrumpida de
ambulancias con aullidos de sirena, que hacen cola en los centros de urgencia actuales.
Había muy pocas ambulancias y no usaban la sirena. Apenas había tráfico y eso reducía el
número de accidentes. Ciertas noches podíamos mantener un rato de tertulia con las
visitantes que he mencionado, leer o dormitar alguna de las doce horas de guardia. En otras
se acumulaban los problemas. Tengo grabada en la memoria una en que nos trajeron a un
joven al que un tranvía acababa de destrozar una pierna a la altura del muslo. El equipo de
guardia lo formábamos
el portero, un médico y un practicante, con un quirófano rudimentario. Mientras hacíamos
milagros para cortar la hemorragia y que llegase a tiempo la ambulancia para trasladarle al
equipo quirúrgico y allí lograsen salvarle la vida, el pobre chico me gritaba: «¡Doctor, díga-
me que podré seguir jugando al fútbol, dígame que podré jugar!»
Nada más salir la ambulancia con el chico con una sola pierna, entraron a una mujer
prácticamente muerta por una intoxicación voluntaria con barbitúricos. La conocía; era la
esposa de un amigo mío al que destrozaba la vida, pues era la mujer más perversa y dañina
que he tratado. La ambulancia acababa de salir y tardó una eternidad en regresar. Extremé
celo e ingenio, luché con pasión, hice filigranas con los escasísimos medios de que disponía;
si alguien me debe el haber seguido con vida fue esa persona, y mientras la arrancaba de las
garras de la muerte pensaba: «Pero ¿qué estoy haciendo yo?, ¡qué disparate!, si es una
serpiente de cascabel!, aniquilo la oportunidad de rehacer su vida de mi amigo... si no estoy
tan activo y ocurrente...» Me sentía como si a los de la película Alien los obligaran a salvar al
monstruo.
Por fortuna mis maestros me habían enseñado que la misión del médico «es muy
importante, y a la vez muy modesta; consiste en salvar vidas, sin preguntarnos sobre su
significado. No somos árbitros del destino, somos sus servidores y en una única dirección: la
de evitar muertes y sufrimientos».
(Blanco y Negro, abril de 1988.)
LA ENFERMEDAD AMABLE
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La renuncia a la plena salud mental más graciosa que conozco es la de María C., persona
de gran sentido del humor como toda su familia. Hace años comenzó a perder memoria e
incluso, según ella, agilidad mental. Como casi todos los profanos son tan aficionados a
recomendar medicinas, la abrumaron parientes y amigos con elogios de un arcaico
compuesto de fósforo que, sin ninguna razón, gozaba de gran fama. Lo tomó y quienes se lo
recomendaron, por supuesto sin usarlo ellos por si acaso, preguntaban sobre los efectos. Para
que la dejasen en paz mintió una mejoría e inmediatamente empezaron a decirle que la
encontraban más espabilada, y lo agradecida que debería estar por tan buena receta.
Al cabo de unas semanas llegó a una reunión que agrupaba a casi todos sus consejeros de
salud. Al unísono saludaron varios con la sonrisa de quien espera elogios:
-Cuéntanos, María, ¿qué tal te va con la medicina que te recomendamos?
-La verdad es que he tenido que dejarla.
-Pero ¿por qué?, si te sentaba tan bien.
-Pues por eso mismo. Me hizo tanto efecto que os encontraba a todos idiotas.
Este despliegue de ingenio tiene su eco sombrío en la realidad clínica; hay enfermos que
no desean mejorar, al menos de algunos de sus síntomas.
Marañón utilizó para el ex libris un fragmento de un verso suyo: «Si la pena no muere, se
la mata.» No conozco mejor expresión del arrebato que nos debe invadir a los médicos
cuando luchamos contra la enfermedad y sus sufrimientos. También nos beneficia a noso-
tros; anestesia las fatigas y sinsabores de nuestra profesión y la hace más plena de sentido.
Por eso nos desconciertan tanto los pacientes que no quieren mejorar. Nos pillan a
contrapié. Algún lector se preguntará qué clase de extraños sujetos pueden reaccionar así.
Más de los que imagina, por de pronto la mayoría de los histéricos, que obtienen lo que se
llama «la ganancia con la enfermedad». Gracias a sus aparatosos síntomas reciben la
atención, curiosidad, lástima y a veces afecto de quienes antes no les hacían caso. Suelen ser
unos hambrientos de la estimación ajena, y a la vez unos pelmas que la dificultan. Es lógico
que prefieran no desprenderse de los beneficios adquiridos a través de la dolencia.
Reaccionan como todos nosotros de chiquillos, cuando maldecíamos la curación de una
gripe o unas anginas, porque había que volver al colegio.
Tanto en estos casos como en los de intentos de suicidio que comenté en un artículo
anterior, el médico no atiende al deseo momentáneo del paciente. El instinto y el código del
médico le obligan a salvar vidas y a curar. No siempre quedamos aplaudiéndonos desde el
fondo del corazón.
En estas reflexiones se me enreda siempre la rememoración de Leocadio. Lo tuve a mi
cuidado al estrenarme, muy joven, como director del «manicomio» de Leganés (era un
manicomio).
Antes y después de Leocadio he conocido multitud de enfermos mentales con delirio de
grandezas. Ninguno con un goce tan pleno y merecido de las fantasías patológicas. La
mayoría exigen sus «derechos» (que es más o menos lo que intentamos todos). Leocadio era
distinto: aceptaba resignado, y con permanente sorpresa, los privilegios que en catarata le
brindaba su delirio. Ni los buscaba, ni los imponía.
La historia real de este paciente era triste. Poco inteligente, muy feo, inocentón, era el
hazmerreír de su pueblo, en el que acaban de morir arruinados sus padres, modestísimos
comerciantes rurales. Ninguna mujer aceptó de buen grado su compañía
La historia delirante de mi paciente era una maravilla. Se consideraba el hombre más rico
de Europa, debido a que varias mujeres de enorme fortuna se enamoraron de él (entre otras
citaba a la princesa Margarita de Inglaterra), y «se habían empeñado» en donarle todos sus
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bienes. «Fíjese usted qué cosa más rara, pero ¿qué le voy a hacer yo?, los abogados dicen que
no tengo más remedio que aceptar.»
Entre las enamoradas-donantes estaba una «archiduquesa de Austria», con lo que
Leocadio era, al parecer también sin poder evitarlo, archiduque. Lo curioso es que disfruté
del trato de varios archiduques en aquel hospital, era como una epidemia; uno de ellos
también memorable fue don Ataúlfo, el propietario del «orinal de plata» que dio título a un
capítulo de mi libro Concierto para instrumentos desafinados.
Lo deslumbrante en Leocadio era la humildad con que aceptaba sus grandezas. «Fíjese,
doctor, qué cosa más curiosa, di un donativo al Vaticano y el Papa me ha concedido dispensa
para casarme con ochenta y seis mujeres, y doce de ellas monjas.» Pensé haber encontrado la
brecha en una apariencia intachable, y pregunté con malicia: «¿De modo que usted dio el
donativo al Vaticano para conseguir esos matrimonios?» La amplia sonrisa del archiduque
consorte iluminó la estancia. «¡Qué va!, doctor, yo di el dinero por las buenas, sin pedir nada,
y Su Santidad me ha salido con esa dispensa, y yo le digo a Su Santidad: ¿pero para qué
tantas?, si con diez o doce tengo de sobra.»
Ninguna sombra oscurecía aquel panorama de bendiciones sin límite. Si se le preguntaba
por las preocupaciones que trae la administración de tan enorme fortuna iniciaba la respuesta
por su típico «¡Qué va!», y añadía radiante: «Si lo hacen todos los administradores...», y se
marchaba al patio a comer cacahuetes tan contento.
Simultáneamente con mi llegada al hospital, dispusimos por vez primera de nuevos
tratamientos que curaban a muchos pacientes similares a Leocadio. La tentación de no
dárselos era enorme. Si le curo, me decía en las largas cavilaciones con su historia clínica en
la mano, convierto al hombre más feliz conquistador y afortunado que conozco en el tontito
del pueblo, bufón involuntario, huérfano, solitario y arruinado... Por suerte para él los
nuevos tratamientos no eran infalibles, y no se curó.
(Blanco y Negro, abril de 1988.)
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LA VIDA ES DEMASIADO BREVE PARA TENER
BUENA CALIGRAFÍA
«La vida es demasiado breve para tener buena caligrafía.» La sentencia carecería de interés
si no la hubiese pronunciado Beethoven. Tenía en efecto mala caligrafía, y razón en no
gastar en mejorarla un tiempo útil para componer.
Todos lamentaríamos que la Novena quedase incompleta por dedicar Beethoven
demasiadas horas a la estética de sus grafismos. ¿Qué más da? Eso es también lo que él
pensaba, pero, para su desgracia, aplicó el criterio con tanta amplitud y en tan diversos
terrenos, que a sus contemporáneos sí les comenzó a importar... y se lo mostraron.
La actitud desdeñosa hacia destrezas que consideraba triviales la manifestó desde la
infancia, en una mezcla de orgullo y rebeldía; antes de poder tomar conciencia de su
genialidad. Muy niño contestó a una vecina que le recriminaba el desaliño en el vestir y la
suciedad del rostro: «Cuando yo sea un dios, eso no tendrá la menor importancia.»
Es una chulada bastante graciosa... ahora que sabemos quién es Beethoven, pero en vida
sólo fue un dios para unas pocas personas; a los demás no les hizo gracia.
Espero publicar en el otoño un libro que tengo casi terminado sobre perfiles psicológicos
de personajes ilustres, entre ellos Beethoven, y en su elaboración he rebuscado en las
memorias de quienes lo trataron íntimamente, y confirman que mi venerado músico siguió
durante toda su vida vistiendo con desaliño y mal gusto, y sin peinarse. En cambio se bañaba
y lavaba la cabeza mucho más de lo habitual en su tiempo. El lavado del pelo se consideró
hasta hace muy poco una tarea peligrosa, casi temeraria. Recuerdo de mis tiempos de estu-
diante de medicina que al hacer la historia clínica a aquellos pobres enfermos, analfabetos y
desnutridos, que nos llegaban a San Carlos, con mucha frecuencia relacionaban el comienzo
de la enfermedad con ese riesgo. De modo especial si eran mujeres y elegían mal el momen-
to: «... se lavó la cabeza, y estaba con el período y...» Lo que nunca comprendí es por qué lo
hacían si estaban convencidas de que una catástrofe biológica seguiría a tan imprudente
inmersión capilar. Por tanto en el caso de Beethoven no extraña que alguno de sus amigos
atribuyese a tanta limpieza del cuero cabelludo la sordera del portador de la melena leonina y
despeinada.
Lo malo de Beethoven era que la pulcritud la reservaba sólo para el cuerpo, no para la
envoltura y ambiente. El traje lo llevaba sucio, en su habitación tenía sobre las sillas platos
con restos de comida de días anteriores, y bajo el piano un orinal que no siempre
permanecía vacío, para eso estaba allí. Además escupía por la ventana y, como era muy
distraído, a veces hacía diana en el espejo. Algunas personas remilgadas encontraban el
ambiente poco acogedor.
Simultáneamente el «dios de los tonos» componía melodías sublimes, inteligentes,
sutiles, que acarician el alma y, de forma más directa que en ningún otro músico, inducen
amor a la naturaleza, a la humanidad, al refinamiento espiritual y a pensamientos elevados.
Algunos artistas son pulcros, otros presentan esta dualidad que es extrema en Beethoven;
por ejemplo Picasso, de quien hablaré en un próximo artículo.
De jóvenes todos nos hemos preguntado quién sería la Elisa de la sonata Para Elisa (ahora
nos cuentan que se llamaba Teresa, son ganas de fastidiar), o la destinataria de La apasionata
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o la del Claro de luna. Imaginábamos que al escucharlas aquellas jóvenes darían la voltereta
como un conejo al recibir el tiro, rendidas de amor, pasión y gratitud; y volaba la fantasía con
el secreto anhelo de escribir una melodía semejante, o al menos poder interpretarla al piano y
recibir similares tributos de amor. Supuso una importante decepción saber que ni una sola
correspondió a sus fervores juveniles. La única dispuesta a entregársele, la famosa Amada
inmortal (¡qué nombre!), llegó casada, histérica y con cuatro hijos, con años de retraso a un
Beethoven bien entrado en la treintena, y fue él quien, quizá por desentrenado, rehuyó
rematar el lance.
Si hacemos la prueba de preguntar a un amigo por qué cree que las mujeres no se
enamoraban de Beethoven, casi siempre responde: «No me extraña nada, era sordo, feo y
pobre, que son tres elementos de disuasión.» Pero la realidad es que antes de los treinta años
no estaba sordo, no era tan feo ni tampoco pobre. El amigo se revuelve: «Ten en cuenta que
Beethoven aspiraba a demasiado para las costumbres de la época, se enamoró de una
condesa.» Podría ser una explicación aceptable si la condesa no se hubiese casado con otro
músico, sin talento y en tan precaria situación económica que el propio Beethoven le tuvo
que prestar dinero. La afición a la música era tal en la sociedad europea, que los músicos
tenían muchas posibilidades para un matrimonio desigual, en su favor. La mayoría de las
mujeres de las que se enamoró Beethoven eran alumnas suyas, que le admiraban.
En las veladas musicales vienesas era frecuente que partidarios fanáticos de dos pianistas
les enfrentasen en un mano a mano, igual que hacemos en España con los toreros y con el
mismo apasionamiento. Un rival frecuente del Beethoven juvenil (luego no aceptó estos
duelos musicales) era otro joven pianista, Hummel, al que muchos consideraban superior
como intérprete a Beethoven. El aspecto físico era por lo menos tan desafortunado como el
del coloso. En lugar de virtuoso del desaliño a lo Beethoven, Hummel era un hortera de
campeonato con los dedos repletos de anillos y el traje siempre inadecuado para la ocasión.
No estaba picado de viruelas como Beethoven, pero padecía un grave tic de la musculatura
facial que, en sus espasmos, le desfiguraba constantemente el rostro. Se apoyó en la
fascinación que produce el talento: Hummel no tuvo dificultad en casarse con una joven muy
bella y simpática. ¿Por qué no Beethoven? Su vida no fue corta, pero quizá descuidó
en exceso «la caligrafía».
(Blanco y Negro, mayo de 1988.)
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LOS PANTALONES CORTOS DE PICASSO
Y LUIS MIGUEL DOMINGUÍN
En aquella época llevaban pantalones cortos en Europa los bañistas, oficiales ingleses
destinados a un cuerpo de ejército colonial, Picasso y algunos tiroleses de medio pelo. De
noche sólo Picasso.
Mi primer encuentro personal con Picasso, y sus pantalones cortos, ocurrió hacia el 52 o
53 en un festival de, cine de Cannes. ¿Qué pintaba yo, medicucho que se ganaba la vida
haciendo guardias en la casa de socorro, en un festival de cine de la Costa Azul? Pintaba de
gorrón. Me había convidado Luis Miguel Dominguín (convaleciente de una terrible cornada
y que aún no podía torear) a compartir la mejor suite del hotel Carlton de Cannes.
Tentación irresistible, busqué un sustituto para mis guardias, pedí unas pesetillas
prestadas, hice la maleta aguanté una bronca descomunal de mi padre que consideró el
asunto una frivolidad, y ¡a volar!
No estaba muy claro lo que allí hacía Luis Miguel. Daba igual, Luis Miguel era un dios.
Un dios griego, héroe y triunfador, que ocupaba páginas de todas las revistas del mundo
fotografiado con Ava Gardner, Rita, Hemingway y presidentes de cualquier país.
En el aeropuerto de Niza le esperaba un enjambre de fotógrafos, que le acompañó sin
cesar durante el festival. Era invitado de honor de todo festejo apetecible, y en las galas y
cenas protocolarias ocupaba puesto en la mesa presidencial, y le seguía ese foco que destaca
a los que ya están destacados sin necesidad de que los iluminen.
Luis Miguel es un colosal amigo de sus amigos (si no se le peina contrapelo y está de
malas), y se las arregló para conseguirme invitación en su vecindad en casi todos los sitios; y
en los restantes me coló por las buenas o por las malas. Así hice todas las cenas del festival,
de una mesa presidencial a otra, en esas sillas supletorias que colocan de muy mala gana en
el último momento en una esquina.
Permanecer en el corrillo de iniciados, aunque fuese colado, permitía ver la función entre
bastidores, con sus intrigas y mezquindades.
A un pardillo, como era yo, le extrañó mucho ver el extraordinario interés de los
directivos en llevar a Picasso a presidir uno de los actos solemnes. Conocía pocas cosas de
Picasso y encima no las entendía. Además, ¿qué tenía que ver Picasso con el cine? No voy a
presumir ahora de que una especial intuición me hizo callar tan torpes reflexiones, por
suerte todos iban a lo suyo y nadie escuchaba; además, muchos compartían esas opiniones,
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eran las comunes en aquella época.
El asombro llegó a la cumbre al saber que Picasso, que yo en mi inocencia suponía
halagado con el honor de presidir el festival, lo desdeñaba negándose a asistir. Los que hoy
llamamos «relaciones públicas» iban presurosos y regresaban con expresión desolada. El
maestro se negaba, al parecer con una actitud a lo Diógenes: «... que te apartes y no me quites
el sol». Los directivos recurrieron a resortes oficiales, ministerio, ayuntamiento, etc.
Rechazo de Picasso. Utilizaron a supuestos «íntimos amigos» del pintor que los mandó a
paseo por que no eran «amigos». Al fin el director bajó del Olimpo: «Tendré que ir yo
mismo, ¿alguno de ustedes conoce íntimamente al maestro para acompañarme?» Arrancó
Luis Miguel Dominguín tras un silencio incómodo de los organizadores: «Si quieren yo
puedo llamarle por teléfono, pero no respondo del resultado.» «¿Pero usted le conoce?, ¿no
es mejor que vayamos a verlo juntos?» Ante el tonillo cargante del francés el torero se
engalló y sacó a relucir su temible mordacidad: «Sí, y lo que es más importante, también él
me conoce a mí.» El personajillo no se dio por enterado. «¿Podría usted llamarlo ahora
mismo?»
Regresó Luis Miguel del teléfono con máscara de preocupado y un brillo guasón en los
ojos. «Acepta venir a la clausura, pero dice que tal como esté, que no puede dedicar tiempo a
componerse.» «Oiga, ¿y cómo cree usted que estará?» «Bueno, ya saben cómo suele estar.»
«Bien, bien, que venga como quiera pero, ¡por mil diablos, que venga!»
Logró Luis Miguel que acudiese Picasso a la entrega de premios «como estaba»: en
camiseta arrugada, sandalias y pantalón corto. A las funciones nocturnas del festival asistían
las señoras de traje largo y enjoyadas, y los hombres todos de esmoquin, menos un
corresponsal portugués que iba de frac y nos miraba por encima del hombro. Hoy las
costumbres son diferentes, y tenemos más conciencia de quiénes eran Einstein y Picasso, y
aplaudimos que no hayan perdido un minuto de su precioso tiempo en formalismos de
guardarropía, pero entonces... fue una bomba. Se escuchaban murmullos: «Es un desprecio,
un insulto.» «¡Qué se ha creído!»
Picasso no explicó lo que se creía, en cambio dijo que tenía frío. El aire acondicionado de
la sala resultaba excesivo para su atuendo. Cuchicheos entre los directivos que se pasaban la
pelota en escala descendiente, y al final un relaciones públicas hercúleo entregó su chaqueta
al pintor, a quien llegaba casi al borde inferior de los pantalones. Así recibió una larguísima
ovación y repartió los premios tan contento.
En un artículo anterior comenté que a Beethoven no le perdonaron sus contemporáneos
unos desplantes equivalentes, aunque menos osados. ¿Por qué? La explicación es
«multifactorial», como dicen los pedantes, y con los elementos ambientales es decisiva la
personalidad del implicado. Picasso desdeñó asistir al festival como he relatado, pero una
vez que aceptó estuvo simpatiquísimo con todos aquellos figurones a quienes despreciaba,
encantador con los premiados, y hasta tuvo la cortesía de fingir una cierta gratitud por los
aplausos. Captó inmediatamente al público. Otro día hablaremos de lo importante que es
«parecen» simpático. No existe mejor negocio que conseguir que digan con sonrisa
benévola: «Son cosas de...»
(Blanco y Negro, mayo de 1988.)
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SÓLO LA VEO EN VAQUEROS
La frase completa: «¿Para qué demonios gasta tantos millones en vestidos, si luego la veo
sólo en vaqueros?» Salió con rabia y despecho de los labios de Aristóteles Onassis, la
reprodujo la prensa y me hizo gracia. Había contemplado poco antes, desde otra
embarcación, al naviero y a su mujer en la cubierta del Christina, solos y empapados en un
aburrimiento tan palpable que se percibía desde una distancia de media milla. Luego apare-
cía Jackie en la galería de tiendas de Cala di Volpe, con pañuelo en la cabeza y las gafas de
sol sobre el pañuelo, sonrisa radiante de oreja a oreja y brillo en los ojos, rodeada de un
pequeño séquito que cargaba con la catarata de trajes, joyas y objetos carísimos, que en un
breve arrebato de actividad recolectaba en las tiendas más caras del Mediterráneo (millón y
medio de dólares en el primer año sólo en «caprichos»). En la cubierta del barco, sin sonrisa,
una camiseta de dos perras gordas y los famosos vaqueros. Enfundada en ellos aparecía en la
mayoría de las fotos que a diario nos prodigaba la prensa.
El comentario dio la vuelta al mundo, y en París a una persona le dio un vuelco al
corazón. María Callas vio renacer la esperanza de un amor perdido. Nuevas noticias de la
decepción de Onassis avivaron el rescoldo de ilusiones. Una revista publicó la carta de
Jackie ex Kennedy a un «intimísimo amigo» durante el viaje de bodas con Onassis: «... debí
contártelo (el precipitado matrimonio con Onassis), pero leí algo que habías dicho y quedé
profundamente herida, querido Ros. Espero que sepas todo lo que has sido, eres y serás para
mí». La lectura de estas frases, repetidas en toda la prensa amarilla, no es lo más adecuado
para poner contento a un' marido griego.
Onassis intentaba siempre no desprenderse de ninguno de sus negocios ni de ninguna de
sus mujeres. Comenzó a tender puentes de nuevo a la Callas, a la que, en frase de su
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magnífica biógrafa Ariana Stassinopoulos, «había despojado de fama, fortuna y amigos».
Al enamorarse de Onassis inició María Callas su declinar. Cuando aún dudaba
abandonar a su marido, que seguía en la luna, para unirse a Aristóteles, comentó la
indecisión con un confidente que, asustado del conflicto que se avecinaba, exclamó: «Pero
María, esto es un melodrama», y ella con un deje de ensoñación melancólica contestó: «No,
nada de melodrama, ¡es un drama!» Lo fue, teñido de infidelidades y mezquindad por parte
de Onassis.
Formaban mala combinación. Onassis tenía envidiosos en todo el mundo; María,
adoradores. En la pareja era él quien llevaba el bastón de mando, y lo usaba para dar palos.
En 1960 María dijo en público que se iban a casar, y al día siguiente él lo desmintió a la
prensa: «Era una broma de María.» En pleno idilio, si invitaba a Winston Churchill o a su
esposa a un crucero en el Christina, desembarcaba a María para no herir los sentimientos de
los Churchill, que apreciaban a Tina, la ex esposa de Onassis. Un día de julio tuvieron la
siguiente conversación, iniciada por Onassis:
-Te convendría marchar unas semanas a París.
-¿A París en agosto?, estás loco.
-Tengo invitados incompatibles contigo, y necesito que abandones el barco.
Tras nueve años de actuar como anfitriona y ama de casa en el Christina con sus sesenta
tripulantes, María tuvo que marchar con lágrimas, amargura y despecho. En el hotel se
enteró por la televisión de quién era el huésped incompatible: Jackie, viuda de Kennedy,
que la iba a sustituir en el navío y en el corazón del griego. Ahora María parecía tener una
nueva oportunidad de revivir el viejo amor.
La diva suprema reconocía desde su soledad en París el abandono colectivo. En busca de
una explicación dijo de sí misma : «Es muy difícil ser amigo de una estrella.» En realidad
ella lo hacía difícil, estaba inaguantable.
Quedaba un pequeño grupo de amigos incondicionales de la Callas. George Moore, el
gran financiero americano, vive parte del año en Sotogrande, el lugar en que paso las
vacaciones. Fue presidente de la Metropolitan Opera de Nueva York, y la compartida
melomanía resultó un motivo de unión entre nosotros. Me llamó por teléfono a Madrid:
-¿Podrías acudir este fin de semana a Sotogrande? Tendré en casa a María Callas.
Acudí a la casa de Moore. George disfruta con objetos un tanto estrafalarios que le sirven
de puente sentimental con sus buenos recuerdos. Antes de entrar en la casa se tropieza con el
primero, el felpudo para limpiarse los pies. Usaba por entonces uno que le había regalado
Onassis, el del Christina, con el nombre del barco estampado. Onassis y el yate serían
lógicamente de rememoración amarga para la Callas.
Veintinueve de mayo de 1970. Decididamente el felpudo del Christina no era el mejor
recibimiento. Moore, en un gesto de delicadeza, cambió la alfombrilla por otra no menos
extravagante. En la habitación destinada a la diva había tres inmensos ramos de rosas rojas.
En el magnetófono la grabación del aria de Norma «Casta diva» cantada por María, para
que sonase a su llegada.
-Por cierto, María debería estar aquí hace más de una hora, ¿llamamos al aeropuerto de
Málaga para averiguar el retraso?
No nos dio tiempo. El servicio escuchaba su transisstor, y el mayordomo entró con aire
sombrío.
-Señor, acaban de decir por la radio que la señora Callas se ha intentado suicidar.
Moore logró hablar con la casa de María en París. No hubo tal intento de suicidio; se
desbocó en la dosis de tranquilizantes y somníferos de la noche anterior. Con el susto la
ingresaron en el hospital americano de Paris y olvidaron avisar a Sotogrande. Seguía
estupurosa, pero ya fuera de peligro.
Rumiaba la mezcla de alivio por la última noticia con la decepción por no haber
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coincidido con mi admirada Callas, y Moore intentó animarme: «Cuando se reponga,
necesitará aún más que antes unos días de descanso aquí; te avisaré de nuevo. George
cumple siempre sus promesas.»
(Blanco y Negro, diciembre de 1988.)
EL CANTO DE UN PÁJARO TRISTE
María Callas comentó: «Sólo un pájaro feliz es capaz de cantar», y ya no era un pájaro
feliz. Pasaba los días, los meses, solitaria, amargada y hosca en su apartamento de París.
Embotada por los tranquilizantes y somníferos, miraba, ¿veía?, durante horas y horas la
televisión, o escuchaba sus antiguas grabaciones, las legales y las piratas, con una mezcla de
embeleso, nostalgia y amargura. Aceptaba de tarde en tarde una cita a salir a cenar o al cine
con algún amigo, para casi siempre darle plantón a última hora, y seguir con la televisión y
las píldoras.
Mortecina en su vida real, era para sus muchos adoradores una leyenda viva, y una
añoranza. La Callas tuvo el mayor nivel de popularidad cuando empezaba a no merecerlo. Al
abandonar su carrera por Onassis canjeó el talento y la justificada fama por popularidad. Se
interesaron por ella, en curiosidad apasionada, millones de personas a las que la mejor
soprano del mundo dejó previamente indiferentes. La escasez de sus actuaciones las
convertía en acontecimientos sensacionales, y los melómanos no lograban localidades para
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la sesión, agotadas por los buscadores de sensaciones, que aplaudían «el espectáculo» sin
percatarse de la calidad.
María intentaba de vez en vez, como en los antiguos programas de rehabilitación de
penados, «la redención por el trabajo», y luchaba contra su tedio vital, ¿mortal?, con ensayos
de horas ante el piano.
El entrenamiento de una gran soprano es tan riguroso como el de un atleta para las
Olimpiadas, no puede hacerse a rachas. El mero adiestramiento de la musculatura
diafragmática, para impostar y colocar adecuadamente la voz, y conseguir el milagro de que
los susurros se escuchen con claridad desde la última localidad de gallinero, es un logro
prodigioso que debe reconquistarse a diario, no de forma intermitente.
La Callas llevaba seis años sin apenas cantar, y con un pánico creciente al fracaso, que la
martirizaba ante cada aparición pública. Para la Norma de París de 1967 tuvieron que
administrarle tranquilizantes e inyecciones tónicas. En 1973 George Moore me comunicó
muy preocupado que María, contra toda previsión razonable, sin voz, sin entrenamiento, sin
estado de ánimo apropiado, se disponía a reaparecer. ¿Por qué?
Es muy difícil penetrar en la raíz de una decisión tan importante. Nunca se hace por un
solo motivo. María seguía enamorada de Onassis, que la utilizaba como fuente de consuelo y
de apoyo a la vanidad quebrantada, tras cada desavenencia conyugal con Jackie. Después de
un brote de esperanza renacida recibía la Callas otra amarga decepción. Comprendió al fin
que Onassis usaba a la mujer, pero que años atrás quedó prendado sólo del relumbrón de la
«diva suprema», para presumir con el trofeo. Imaginó María que precisaba volver a ser una
gran estrella con luz propia, y así fijar la atención del griego. Fantasías irrazonables de una
enamorada.
La Callas fue una artista de técnica irreprochable, y con sentido crítico certero y sutil.
Debiera ser la primera en percatarse de su incapacidad presente. La adulación es un poderoso
anestésico de la autocrítica, de modo especial cuando lo que escuchamos corresponde a un
anhelo vehemente. En cuanto María salía de su escondite, y despejaba la neblina
farmacológica, quedaba envuelta en el aroma del entusiasmo fanático de sus viejos admi-
radores.
Es difícil dar idea hoy, a quienes no conocieron su gloria, lo que fue la Callas para sus
miles de entusiastas. Cuatro años más tarde, en su entierro en 1977, la multitud aplaudirá
todavía al paso del féretro, entre gritos de «¡brava! bravíssima!», y «¡Las diosas nunca
mueren!». Naturalmente María no podía predecir tan extraña apoteosis póstuma, pero
paladeó en esos meses decisivos antes de la reaparición de 1973 la pervivencia de la antigua
idolatría de sus fanáticos.
Impartió unas clases en la Julliard School of Music de Nueva York, y además de los
alumnos asistieron, cada día, todas las grandes figuras del mundo musical neoyorquino,
entre ellas un joven tenor español que iniciaba su vuelo, Plácido Domingo. Eran clases y
estaba prohibido aplaudir; sin embargo en cuanto María, para orientar a un alumno, cantó
una breve frase, los espectadores rompieron la norma con un aplauso frenético, electrizados
con la magia de la presencia escénica de María. La Callas comenzó a ensayar en secreto.
Unas semanas más tarde asistió a una representación en la Scala de Milán. En el descanso la
reconocieron algunos espectadores, y al instante todos los del patio de butacas en pleno
vueltos hacia su palco comenzaron a aplaudir y a gritar enloquecidos: «Ritorna, Maria,
ritorna, ritorna!...» «Vuelve, María, vuelve», era lo que ella deseaba con toda el alma.
Un antiguo triunfador en pareja con María también retirado, Giuseppe di Stefano, tuvo la
peregrina idea de reverdecer conjuntamente los marchitos laureles; y reapareció en la vida de
María con cantos de sirena para empujarla a una gira «triunfal», de ambos, por Europa y
Estados Unidos.
No es extraño que Moore, que tanto quería a la Callas, estuviese preocupado.
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-Pero, George -le pregunté-, ¿cómo es posible que ninguno de los dos se percate de que se
encaminan hacia una catástrofe?
-El fin de semana próximo tendré a los dos en mi casa de Sotogrande, ¿por qué no vienes,
lo averiguas y me lo cuentas?
Era un desafío, y a la vez una proposición muy tentadora. Soy frágil ante las grandes
tentaciones.
(Blanco y Negro, diciembre de 1988.)
ES MÁS FÁCIL ADMIRARLA QUE QUERERLA
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Uno de los empresarios de la Callas, entusiasta de esta artista singular, y que había luchado
durante meses para convenir con ella un óptimo contrato, se encontró con que María, ¡otra
vez!, lo canceló a última hora echándole a perder esfuerzos, negociaciones, viajes, gastos... y
le dejaba en ridículo. Con ejemplar señorío no discutió, y al salir de la habitación de la diva
le escucharon lamentar: «Es más fácil admirarla que quererla.»
Recordaba este desahogo al esperar el encuentro con la Callas, en el mismo lugar al que
tres años antes no llegó por su falso intento de suicidio. Vino puntual, con enormes gafas
negras graduadas, poco equipaje, y acompañada de Giuseppe di Stefano.
Fuerte contraste con la última imagen física que guardaba de ella en Madrid y Milán,
radiante en su gloria de diva suprema. La Tigresa que se atrevió a dejar plantado a media
función a todo el auditorio de la Scala de Milán, que incluía al presidente de la República
italiana y a su esposa en un palco; que al menor siseo aprovechaba una frase del libreto para
cantarle desafiante al público « ¡Cruel!», en giro iracundo de la cabeza para hacer flamear la
melena de luminoso caoba... era en aquel día de 1973 un velero que regresaba desarbolado
tras sufrir una serie de tormentas. Pelo mate, con las raíces grises sin teñir y las puntas
abiertas; tobillos hinchados; atuendo insípido y desganado, probablemente elegido de forma
rutinaria por la doncella; sin un adorno con la excepción de un interesante reloj masculino
del XVIII que llevaba pendiente de una cadena de oro. Expresión de abatimiento y cansancio
infinito; con sus cincuenta años y todos los esfuerzos, triunfos y amarguras acumulados
pesándole en el alma.
Giuseppe di Stefano, a quien no había tratado personalmente hasta ese momento, era la
otra cara de la moneda. Blazier azul cruzado con botones dorados de un club elegante,
pantalón de gabardina, corbata llamativa y bien entonada, pañuelo de seda a juego erguido
en el bolsillo de la chaqueta. Fornido, bronceado, sonriente, locuaz, gracioso, ocurrente,
sintónico. Cautivó de inmediato a todos los presentes, incluido el servicio de la casa; dio un
abrazo de despedida al chófer que los había traído del aeropuerto de Málaga, y además de las
personas sedujo a toda la jauría de perros de la más rara especie que siempre tiene George
Moore circulando por la casa y que, por suerte para los restantes huéspedes, ya no se querían
subir más que a las rodillas del tenor. Sospecho que lo mismo les ocurría a algunas invitadas.
En verdad, es uno de los hombres más simpáticos que he conocido.
Cristina, una de las hijas de los Moore y ahijada de la Callas, salió a recibirla con un ramo
de rosas rojas, la flor preferida de la soprano. Como en la fallida visita anterior, otros tres
grandes ramos esperaban en el dormitorio de María, y la grabación de su «Casta diva» de
Norma preparada en el magnetófono, para timbrar con gloria pretérita la cálida acogida.
En la manipulación apresurada se atascó el aparato y no sonó el aria que había traído de
mi discoteca para la ocasión. Después he comprendido que aquel contratiempo fue una
suerte. No recordaba que una de las broncas del público que la indujeron al retiro ocurrió du-
rante la Norma de París del 65. Al terminar la representación se desahogó con un amigo: «...
¿cómo es posible que no comprendan que soy también un ser humano, con mis angustias y
un miedo terrible al fracaso... Al verme sola en escena, con trajes deslumbrantes y joyas que
brillan bajo los focos, creen que soy una heroína insensible, y me tratan despiadadamente...».
María tenía la voz alterada por una faringitis y quedaban otras tres representaciones; en ellas
una joven rival con la que cantaba el famoso dúo, Firenza Cossoto, vio su oportunidad de
empinarse sobre el pedestal roto de la garganta enferma de la Callas, al vencerla en el duelo
vocal. Lo consiguió. Al caer el telón tras la última representación no pudieron levantarlo por
la sonora ausencia de aplausos; detrás del telón María se desmayó, aún en el escenario. No
volvió a cantar Norma. He de reconocer que «Casta diva» no hubiera resultado el
recibimiento más oportuno. Probablemente debo al atasco del magnetófono que fuese
posible la relación cordial que en los días siguientes establecí con la prima donna absoluta.
«Es más fácil admirarla que quererla.» No se cumplió durante aquellos días; la vi rodeada
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del afecto entrañable de sus anfitriones Sharon y George Moore, y de la atención de Di
Stefano en un empeño permanente de alegrar el espíritu decaído de María. Formábamos un
pequeño grupo optimista y relajado que se completó a la llegada de mis buenos amigos Lula
y Alberto. Alberto es ingenioso, rápido, y con un descaro cordial que convierte la
conversación en un desafío divertido. La Callas reconoció que le gustaban las personas que
piensan con rapidez y hablan de prisa y que, al menos en ese sentido, no se sentía
defraudada. Lo malo era que de vez en cuando, incluso a mitad de una anécdota apasionante,
la soprano se ponía en pie y abandonaba por. unos instantes la habitación. Exactamente cada
dos horas.
Cada ciento veinte minutos se ponía en marcha la sonería del reloj del siglo XVIII que
llevaba colgado la Callas. Era la advertencia de que debía ponerse unas gotas de colirio en
los ojos, por el glaucoma que le habían diagnosticado pocas semanas antes, justo en los días
en que falleció su padre. Hay un viejo dicho castellano: «Las desgracias nunca vienen
solas.» A María acudieron a visitarla las desdichas en grupo nutrido. Al ensayar seriamente
se recrudeció la antigua sinusitis crónica que hacía doloroso el canto de las notas agudas. La
hinchazón de tobillos que percibimos a su llegada era una de las múltiples manifestaciones
psicosomáticas que en los últimos años inexorablemente desencadenaba el estado de tensión
emocional, verdadera crisis de pánico, que la invadía antes de sus actuaciones.
En esa situación la empujaban al retorno a los escenarios. Quienes la acompañamos en
aquellos días temíamos hacerle un flaco servicio al avivar la vieja energía, aún latente bajo
su manto de melancolía y abandono.
(Blanco y Negro, diciembre de 1988.)
DISTINTA A TODAS LAS DEMÁS
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María Callas fue distinta a las restantes grandes sopranos de su período. Es muy aventurada
la comparación con las de siglos pasados, de las que no queda testimonio acústico, sólo la
referencia verbal de sus contemporáneos, pero parece que existió alguna similar.
Antes del cine no disponían de estrellas cinematográficas, en las que plasmar fantasías de
amor y deseo, como ocurrió a las generaciones de los primeros sesenta años de este siglo
(ahora está pasado de moda); previamente las mujeres expuestas a la admiración colectiva
eran las grandes cantantes, las actrices y las bailarinas. Al ir a la ópera no se pretendía sólo
asistir a un concierto escenificado; los espectadores acudían a una obra de teatro, cómica o
dramática, sublimada por la música.
Las prima donnas del pasado intentaban ser también actrices, representar las pasiones de
las heroínas, y hacerlo de una forma seductora. El mundillo musical era reducido, de grupos,
no de multitudes como hoy; por tanto contaban mucho las personas asistentes, y las can-
tantes aprovechaban al máximo su potencial de seducción personal, erótico-emotiva, al
encarnar las venturas y desdichas amorosas de las protagonistas.
En una etapa posterior, al contar con los sistemas de reproducción sonora, los gramófonos
y la radio, los factores de encanto personal importaban menos, y se llegó en un purismo
musical excesivo a desdeñar, como impurezas o trucos histriónicos, las facultades dramáti-
cas de tenores y sopranos; sólo interesaba la fidelidad melódica, el timbre de voz, etcétera.
El esquema funcionaba bien en la audición casera de unos discos, pero la ópera comenzó
a resultar un espectáculo excesivamente aséptico y frío; era un concierto con disfraces,
malos disfraces, pobres decorados y pésimos actores. Para colmo de calamidades la voz se
impulsa desde el diafragma más fácilmente con las piernas abiertas que con los pies juntos,
y al descuidar la figura los cantantes comenzaron a navegar por los escenarios bam-
boleándose como marionetas espatarradas; es una imagen muy repetida en las
representaciones de ópera y que hacía preguntarse a los espectadores: «Pero ¿por qué de-
monios caminan así?»
La desgracia de la ópera está en que no tolera el notable alto; exige la matrícula de honor.
Aunque hayan contratado a unos solistas excelentes, si el coro es pobre, las figuras
secundarias son de cuarto orden, la orquesta mediocre, los decorados ramplones (que es lo
que ocurría con más frecuencia)... es mejor oírla en casa; la ópera se escucha
magníficamente en discos. Muchos aficionados comenzaron a preferir la versión de
concierto, o la poltrona casera con ópera enlatada y cómoda lectura del libreto.
Por supuesto este esquema resulta caricaturesco, lo empleo deliberadamente para marcar
lo que significó la aparición de la Callas; una pregunta que nos hacen a veces los jóvenes
melómanos de hoy y que es muy compleja de contestar.
María Callas era una perfeccionista total. En lugar de aspirar sólo a la perfección vocal y
melódica, se propuso añadir potencia dramática a sus interpretaciones; a expresar con pasión
las pasiones. Lo consiguió.
Cuando la Callas cantaba una aria cuyo texto contenía palabras de odio, la ira y el rencor
vibraban en el aire del teatro; si las palabras eran de ternura, entrega o de indecisión,
comunicaba estos sentimientos. Por ejemplo, en el final de La Traviata la muerte de Violetta
Valery se suele escuchar con deleite musical, y sólo una participación distante en el tema. Al
cantarla la Callas muchos espectadores lloraban, inmersos plenamente en la intensidad de la
tragedia. Eso ocurría «sólo» con la Callas; era una vivencia melódico-estético-sentimental
irrepetible. En cierto sentido resucitó la ópera. Es lo que convirtió en adictos delirantes a
quienes supieron entenderlo; era lo que le agradecían, lo que nunca olvidaron y que explica
la reacción del público en su última gira de recitales, para la que se disponía en los días en
que coincidí con ella en Sotogrande.
Existe un equívoco muy difundido: imaginar que la Callas actuaba, que «ponía caras y
posturas». Por supuesto lo hacía, y magníficamente, pero no era la clave. Lo explicó ella
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misma en las últimas lecciones que había dado, unos meses antes, en la Julliard School of
Music en Nueva York. Un joven tenor interpretaba ante ella un aria de amor apasionada; lo
hizo correctamente pero con frialdad. María le preguntó:
-¿Sabes lo que significan las palabras que cantas?
-Sí, « ¡eres mía!»
-¡Pues dilo así!
El tenor, aturdido, repitió el fragmento exactamente igual, y apretó el abrazo a María, que
le advirtió irritada:
-Con las manos no, hombre, ¡con la voz!, ¡con la voz!
Es lo que María supo hacer como nadie, su sello de marca. En otros aspectos la superaba
por ejemplo la voz cristalina, placentera de escuchar de Victoria de los Ángeles, o el estilo
elegante y musicalmente impecable de Renata Tebaldi. El interrogante ante el proyecto de
reaparición era si dentro de la Callas, mermada de voz, quedaba el fuego interno con el que
incendiaba los auditorios.
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UN SILBATO QUE YA NO CHIFLA
La buena educación se nota en los malos momentos. Onassis, en los malos momentos, era de
una rudeza brutal con María Callas. En una de las broncas, al palidecer la estrella de María, y
resultar menos envidiable como trofeo, le espetó: « ¿Quién te crees que eres? No eres nada,
no eres nadie; sólo tienes un silbato en la garganta y ya no chifla.»
Era atroz la invectiva y reflejaba en parte la realidad. A la Callas la abandonaron a la vez
su voz y su amante, las dos cosas que daban significado a su vida.
María recibió los halagos más extremados de la crítica. Entre la catarata de loas
comenzaron a aparecer esporádicamente críticas adversas, y alguna feroz. El timbre de voz
de María, a partir de un tiempo era más opaco, fallaba ocasionalmente las notas altas. La
pérdida del control absoluto de las cuerdas vocales la llevaba a desafinar alguna vez.
Existen intérpretes exactos pero fríos, que nos dejan también indiferentes, y otros con
fallos y que sin embargo emocionan. Arturo Rubinstein equivocaba alguna nota, y en otros
momentos lograba ponernos la carne de gallina; siempre le preferí a los pianistas sin errores
pero insípidos, que suenan a pianola. Por suerte para Rubinstein, no tenía a la mitad del
público en espera del fallo para darle un pateo; no habría logrado terminar los conciertos. En
cambio María Callas, en la premiare de cada ópera, sabía que allí estaba un amplio grupo
impaciente, que aguardaba el menor desliz para mostrarle con siseos, pateos y silbidos su
desaprobación, en las broncas más fenomenales que se escucharon en los teatros de ópera.
¿Quiénes eran aquellos reventadores, y por qué lo hacían? Eran los «tebaldistas», los
fanáticos de su rival Renata Tebaldi, y de la «otra forma» de cantar, y estaban seguros de no
recibir represalias porque la Tebaldi jamás fallaba una nota. Es lógico que María Callas
sufriese un pánico progresivo a subir al escenario.
La Callas, menguada de voz, ¿con qué resorte lograba en una misma representación entre
críticas adversas los aplausos delirantes? Contaba con su milagrosa capacidad de fascinar,
que es la esencia del gran actor.
Al entrar en una sala de un museo que visitamos por primera vez, de repente entre todos
los cuadros destaca uno, «tiene presencia» que quizá se desvanezca luego al analizarlo, pero
por el momento es el que se impone. Ocurre lo mismo con las personas en una reunión de
cualquier tipo; da igual que sea de empresa, sindical, asamblearia, procesión devota, motín o
turba sanguinaria. En el grupo que desconocemos suele haber alguien que nos impresiona.
¿Quién será?, nos preguntamos. Tiene «presencia».
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Tal capacidad de destacar con su sola aparición la poseía en grado sumo María Callas. En
algunas óperas, por ejemplo en Las vísperas sicilianas, la protagonista sale al escenario entre
un grupo de mujeres con atuendo similar, y en silencio. Cuando la intérprete era María, una
intuición cargada emotivamente brotaba al unísono en los espectadores: «¡Es ella!» Los
actores de rango supremo cambian el clima psicológico de toda la sala con sólo una mirada o
un gesto.
Al llegar a la casa de Sharon y George Moore en Sotogrande en el 73, María había
perdido la fuerza interior que es el motor de la «presencia». La recuperó en los días
siguientes. La vimos vitalizarse por horas, caldeada con las atenciones de todos y el
optimismo desbordado de Giuseppe di Stefano.
Las biografías de la Callas suelen ser muy duras con Di Stefano al analizar esta etapa. Le
acusan de haber seducido a María para aprovechar la leyenda de la Callas y reaparecer él,
que de otra forma no lo hubiese logrado, aun a costa de destrozar la imagen de María con
esa última gira injustificada. Le censuran haberlo realizado de forma fríamente calculada.
El haber convivido con la pareja en aquellos días decisivos me hace pensar que se
equivocan. La admiración, el cariño, la dedicación devota de Di Stefano por la Callas,
incluso un cierto espejismo de enamoramiento, eran auténticos, no una ficción calculada en
provecho propio. El gran tenor retirado tenía también ilusiones y esperanzas; se engañó a sí
mismo con un sueño irrealizable, y envolvió a María en las fantasías consoladoras.
Recobró la Callas aplomo y pasó al extremo contrario. Comenzó a combinar los restos de
inseguridad que la inducían a realizar por teléfono supresiones de las arias más difíciles en el
programa ya convenido con el empresario, con alardes de osadía, casi de desfachatez.
Llegaba de una larga conversación-discusión telefónica con el empresario:
-Protesta porque he abreviado el programa. Le he dicho que no se preocupe, que las
lagunas las llenarán los aplausos.
En ese tono festivo-desafiante marcharon a enfrentarse con las salas de concierto de
varias naciones. Los auditorios se compusieron de fanáticos de la Callas, dispuestos a
perdonarle cualquier disparate vocal con tal de verla otra vez, y de papanatas de los que
asisten a todo acontecimiento sensacional con localidades compradas en la reventa y que no
se enteraban de si cantaba bien o mal.
El pronóstico megalómano de la Callas se cumplió: casi todos los conciertos en Europa
en los que cantaban una hora, duraron dos por los prolongados aplausos y las ovaciones. El
espejismo de gloria se mantuvo algún tiempo, hasta que la acumulación de críticas negativas
preparó el desplome final en Estados Unidos.
El clima de admiración deliroide de sus fanáticos creo que se expresa perfectamente por
la reacción de su pianista acompañante en esos conciertos, Ivor Newton, que tenía más de
ochenta años. Por la edad de Newton llevaban otro pianista suplente. En Berlín el anciano
tuvo un leve desvanecimiento antes del recital, y le dijo a joven:
-Si durante el concierto, cuando Maria navegue gloriosamente por las notas altas,
percibes que tengo un infarto, no me ayudes, ¡arrójame del taburete y sigue acompañando a
la Callas!
Ésa era María Callas.
(Blanco y Negro, enero de 1989.)
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TEMAS DE CONVERSACIÓN
Los hombres de mi generación no hablaban nunca de sus empleadas del hogar; era un tema
reservado a las conversaciones femeninas, en las que se combinaba con la ginecología y las
tendencias del momento en vestuario y peluquería. En cuanto en una reunión comenzaban a
barajar este interesante repertorio las mujeres, los hombres formaban otro grupo para hablar
precisamente de mujeres, de las que no estaban allí. Era el tema más socorrido y facilón.
¡Cómo han cambiado las cosas! En la vida social de la clase media española, hoy por lo
general resultan más interesantes y variadas las charlas con las mujeres. Los maridos se
interesan por la política y los negocios, dos temas que me aburren mortalmente. Sus esposas
se han cultivado y tienen un caudal de intereses amplísimo, del que forman parte los maridos
de sus amigas, lo que a su vez aporta nuevas emociones a la vida de relación.
Tardamos mucho en percatarnos de los cambios graduales. La verdad es que no me di
cuenta de las posibilidades actuales de la conversación femenina hasta que un amigo me dio
la clave, durante una charla de hombres en la que, como en los viejos tiempos, se hablaba de
mujeres. Los comentarios se orientaron hacia las de los amigos ausentes, y a lo fácil que
ahora resulta reclutar entre ellas una o varias como amantes.
Fue unánime el reconocimiento de tal posibilidad si se selecciona bien y no se pierde el
tiempo con las virtuosas, «estrechas» dijeron, pero no todos estaban de acuerdo en sus
ventajas. Era un grupo formado por cincuentones, y la mayoría hizo comentarios
desdeñosos:
«... Sí, sí, es divertido, pero, por otra parte, ¡menudo latazo tenerse que adaptar a otra
persona!, la edad me ha vuelto comodón...», «... Es verdad, qué tostón tener que
acostumbrarse a los gustos y manías de otra persona...»
Siguieron de este talante hasta que uno, que no parecía demasiado interesado en el tema y
había estado timándose desde lejos con la mujer del que acababa de hablar, prestó atención
momentánea y exclamó: «Pero ¿os habéis vuelto locos?, ¡qué idioteces estáis diciendo!, si
no hay que acostumbrarse a nada, no hay que cambiar nada, no da tiempo, ¡siempre tienen
prisa!, o las está esperando el marido, o necesitan llegar a una clase a la que se han apuntado.
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Pero, ¿no veis que siempre están dando clases? De tenis, de golf, cursillos de restauración, de
cerámicas medievales, de teología superior, de cocina con microondas, de yoga, de
paisajismo, de ballet clásico, de sevillanas, ¡del infierno en cebolleta! No has terminado, y ya
se están vistiendo a toda mecha, un toquecito en el pelo, y salen despendoladas para no llegar
tarde a clase. Ya me contaréis cuándo da tiempo para acostumbrarse uno a nada, aunque
quieras, que yo tampoco quiero.»
Fue una revelación en dos aspectos, uno clarísimo: de todo el grupo, ése era el único que
ligaba, los demás hablaban de oídas... de los amigos de sus padres. El otro aspecto también
indudable: las nuevas posibilidades de conversación.
Desde ese día pregunto siempre a la señora que tengo al lado, ¿de qué das clases
últimamente? No es fácil imaginar los horizontes de la iniciativa femenina. «Hago un curso
sobre maderas, para reparación de ebanistería del siglo XVIII, que, como sabes, es el período
de mayor sutileza en la elección de maderas.» «A uno de ingeniería genética.» «Voy a dos
cursos, uno de arqueología submarina y otro de sánscrito.» «Yo a uno de semiótica y a otro
de caligrafía en la Córdoba de Abderramán, porque, como tú sabes, el período de oro de la
caligrafía árabe...» El «como tú sabes» es una muletilla que han introducido para no humillar
el amor propio viril. Funciona. Al otro lado de la mesa el marido intenta explicar a una
distraída comensal la fusión de los bancos, las opas y todo eso tan interesante.
-¿Ya no hablan del servicio doméstico?
Sí, alguna vez, pero adiestradas en su formación suprauniversitaria polivalente dan giros
cosmopolitas al tema: «Los polacos son magníficos, tuve un matrimonio durante un mes.»
Escucha, si son tan magníficos, por qué sólo un mes. «Se marchan, tanto ellos como ellas son
ingenieros o algo por el estilo, se colocan aquí mientras les llega el visado para Canadá.»
«Yo he tenido unas peruanas, pero los patrones socioculturales...»
Uno de los aspectos más curiosos es que hoy se puede hacer una clasificación de la
ideología política del ama de casa por cómo expone el motivo de que nos tenga que servir
ella misma la mesa, después de habernos explicado las ventajas e inconvenientes de un
matrimonio portugués, dos marroquíes, seis parejas sucesivas de filipinas... Si dice «es que
hoy he dado libre al servicio» es una conservadora cavernícola, si explica «es que hoy libra
la chica» estamos ante una progre de narices. Así, al adivinar su postura ideológica por este
test tan cómodo, nos evitamos tener que hablar de política, que es un latazo de muy señor
mío.
(Blanco y Negro, enero de 1989.)
SERVICIO ORIGINAL
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Cuentan que durante un concierto se rompió una de las cuerdas del violín de Paganini. No
se inmutó el virtuoso, y tampoco luego al saltar otra, y después una tercera. Paganini fue
capaz de seguir el concierto con la única restante. Escribió como rúbrica de este episodio una
composición para una sola cuerda.
Guillermina recuerda a Paganini. No toca el violín, pero es intérprete a «una sola cuerda»
de otro instrumento: el de la conversación.
Aparece por la esquina y ya sabemos de qué nos hablará: de sus empleados del hogar.
Contra todo pronóstico logra tener prendidos a los auditorios más predispuestos en contra de
un tema tan manoseado. ¡Qué variaciones y sutilezas!
- He tomado a una vietnamita tuerta, de las de los barcos, a la pobre la ametrallaron. No
habla una palabra de español y tropieza un poco al servir por la izquierda, pero sonríe con
tanta amabilidad...
En cada encuentro, sobre el mismo paisaje cambian los protagonistas:
-Ahora tengo a dos mafiosillos.
-¡Guillermina!, en ese submundo no existen diminutivos.
-No creas, estuvieron metidos en un lío en un bar de Torremolinos, pero quieren
reformarse. No sabes lo amables que son con las visitas y lo bien que contestan al teléfono.
El siguiente encuentro fue en casa de la propia Guillermina. Nos invitó a cenar y notamos
la ausencia del magnífico servicio de plata y de la cubertería que tanto envidiaban sus
amigas. Nuestra anfitriona sigue la filosofía del «yo nunca me arrepiento de nada»; cancela
el pasado y se enfrenta ilusionada con el presente:
-¿Os habéis fijado en la chica tan alta que nos ha servido a la mesa?
-Sí, y no tiene los ademanes volátiles de tu anterior equipo.
-Claro -rió Guillermina-, y eso que no la habéis visto con el traje de cuero... Para ser clara
de una vez: he tomado a dos lesbianas. Creo que una de las causas de la inestabilidad del
servicio, es que hoy nada los retiene en la casa; pero si tienen una sensación de hogar
propio...
-Pues, hija, contrata a un matrimonio -intervino una invitada con fama de aguafiestas.
-No es lo mismo, tendrías que traerlos de novios o de recién casados y eso no lo
encuentras nunca; en cambio estas chicas están en su luna de miel, y eso les dará la sensación
de que éste es su nido, su hogar.
La revelación despertó, no sé por qué, una inusitada curiosidad entre los comensales, y
Guillermina se lanzó a cantar las excelencias de la pareja.
-La que conocéis fue la primera que contraté, y a los pocos días me preguntó si no quería
otra interna, que ya sabéis lo difícil que es; dijo que tenía una conocida, buena chica, fina, de
pelo largo, modosita. En efecto, era todo eso y cocina bien y se la nota enamoradísima. Es la
que hace el papel de sumisa, pero la adquisición es la enérgica. Como os dije, tendríais que
verla con el traje de cuero; tiene las piernas largas y los pantalones le sientan
estupendamente. Conduce el coche y lleva las niñas al colegio, y cuando las va a buscar a la
salida de clase espera de pie, con un codo apoyado en el techo del automóvil y tiene
revolucionados a todos los chicos del cole, mis hijas presumen que se matan.
Intervino otra vez la aguafiestas, que expuso su preocupación por un posible contagio a
las niñas de la variante erótica de la pareja, y eso deslució un tanto la velada, porque enfrió
a la narradora.
Quince días después Guillermina pretendía alabarme a una moza rústica, analfabeta y
recién llegada «de un pueblecito perdido en el fin del mundo, en las montañas de ...». No
estaba dispuesto a que unas tediosas precisiones geográficas me dejasen en la ignorancia
sobre el destino de las anteriores.
-Guillermina, ¿qué ha sido de tus encantadoras lesbis?
-Agua pasada no mueve molino.
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Insistí, y de mala gana resumió el episodio.
-Resultó que no eran tan encantadoras. La alta salía los jueves. Salió, y nosotros también.
Al regresar de noche, las encontramos en el portal, hablaban con vehemencia. No caímos en
la cuenta de que ni nos saludaron. Jacobo marchó a la oficina a las ocho, y la chica llevó las
niñas al colegio. Todo normal, pero a eso de las diez estaba yo en la bañera, como se está en
la bañera, y escuché unos golpes tremendos en la puerta y una voces que no entendí bien: «...
amos... nos... mos»; pregunté «¿Qué pasa?», y gritaron: «¡Que nos vamos!», y oí un portazo.
Salí envuelta en una toalla y encontré la ventana entreabierta, la aspiradora en el suelo. El
cuarto de servicio estaba absolutamente vacío de sus pertenencias. No parecía faltar nada de
la casa. Llamé a Jacobo y me dijo la secretaria que estaba reunido. Le desreuní y me mandó
a paseo. Chico, cómo se puso. Todavía peores humos cuando llegó al mediodía y no había
comida en casa. Al regresar las niñas fuimos a un restaurante y nos aclararon el misterio,
porque a ellas sí les contó la enérgica lo que había pasado.
-Y la modosita, ¿no les dijo nada?
-La modosita no habla, hijo, por eso es modosita. Resulta que la alta fue al bingo. Ganó
cuarenta mil pesetas. En el portal discutían si «todo o nada». Se largaron al casino y ¡tres
millones seiscientas mil pesetas! Dijo a las niñas: «Ya hemos hablado con un vendedor de
coches usados, nos espera un Escort descapotable, y como somos marxistas-leninistas nos
vamos de vacaciones a Rusia.»
Guillermina estaba arrebolada, tomó aliento:
-Lo que me molesta y no comprendo es por qué se marcharon de esa manera y sin
despedirse. Si me lo explican las habría felicitado, e incluso creo que habría descorchado una
botella de cava para celebrarlo con ellas. Parece mentira, ¡qué desagradecidas! Deberías es-
cribir un artículo en Blanco y Negro y contarlo, para que se enteren.
-Si te empeñas lo hago, pero tiene un riesgo: que ellas escriban explicando por qué no se
quisieron despedir de ti.
(Blanco y Negro, enero de 1989.)
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«BONITO DE LEJOS...»
«Bonito de lejos... y lejos de ser bonito.» Se refería a un villorrio perdido en las montañas de
Luzón, con sus casas de madera sobre postes, techo de paja, un corral en cada vivienda y los
habitantes en majestuosa semidesnudez.
En los corrales, cerdos y perros, principales fuentes de proteínas para sus pobladores. Son
comedores de carne de perro que para resultar sabroso, dicen, debe estar muy delgado.
Se expreso en inglés: «Nice from far... and far from nice.» Parece un juego de palabras
trivial, y en realidad lo es, pero su tono distaba mucho de sugerir cualquier tipo de juego.
Fue difícil llegar hasta allí. Catorce horas en coche todo-terreno, gran parte al borde de
precipicios. Además me obligaron a llevar escolta, dos soldados con metralleta. Era zona de
cortadores de cabezas; ilustre tradición muy enraizada, que meses antes privo de su remate
corporal a unos turistas americanos.
Ocurrió en mi primer viaje a Filipinas, hace más de treinta años. Quise conocer a fondo el
país y había escuchado alabanzas de los igorrotes, habitantes de las montañas y raza muy
distinta a la de los tagalos de la costa. Es una estirpe brava e independiente.
Desde Manila, con varios millones de habitantes y nueve emisoras de televisión, se sube
en unas cuantas horas por una carretera sinuosa hacia paisajes distintos, flora diferente y... al
pasado.
Quedé prendado de la gallardía, la natural dignidad de estos hombres y mujeres. Me
empeñé en visitar alguno de los poblados más aislados y puros.
Llegamos al último villorrio en que, junto a las chozas, había una pequeña plaza con un
cuartel, correos y un local en que daban cama y comida.
Era la noche de Navidad. Durante la cena a la luz de una lámpara de petróleo, se presento
un misionero católico belga con sotana blanca y dijo en inglés:
-Disculpen, me han dicho que uno de ustedes es español.
-Sí, soy yo.
-Tengo una buena sorpresa para usted.
Abrió la puerta y dio paso a una docena de igorrotes de ambos sexos en su atuendo
habitual. En Europa no existía entonces el top-less y hacía muy extraño ver al sacerdote
rodeado de aquellas mujeres. Formaron corro y cantaron villancicos en castellano arcaico.
Quedé sobrecogido de asombro y emoción. Les dirigí unas palabras.
-Disculpe, no le entienden. Hace muchas generaciones que perdieron el uso de su lengua.
Sus antepasados aprendieron de memoria las palabras y se las han transmitido con la música
de padres a hijos. Saben perfectamente lo que cantan, aunque no comprendan los vocablos.
Conservan estas canciones y la fe.
Expliqué donde me encaminaba al día siguiente. Mi escolta solo admitía llegar a un punto
desde el que pudiese regresar en la misma jornada.
-En el último poblado encontrará a dos compañeros míos, también belgas.
Salimos de madrugada. Un camino estrecho colgado del abismo a mitad de la ladera de
montañas ciclópeas. Cada diez kilómetros un ensanche en el que se pueden cruzar dos
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coches y un teléfono para preguntar al próximo puesto si hay alguien en camino. En ese caso
se debe esperar; sería un drama hacer cinco kilómetros marcha atrás en riesgo permanente de
despeñarse.
El último pueblecito es el que inicia este relato. Al lado de una cascada y un pequeño
lago. Intocado, tal como está desde hace siglos en toda su pureza primitiva. Un regalo para
mis aficiones de fotógrafo.
Salieron a nuestro encuentro los dos misioneros belgas. Tras los saludos, eufórico por las
sensacionales fotos que había logrado, comenté:
-¡Qué pueblo tan bonito!
Fue entonces cuando a uno se le escapó en tono de amarga melancolía:
-Bonito de lejos y... lejos de ser bonito.
Quedó incómodo el sacerdote por su desahogo. Explicó que llevaban siete años en el
poblado, sin haber logrado ni una sola conversión al cristianismo.
-Son una gente intachable. Cumplen estrictamente sus normas religiosas y sociales; no
aceptan otras. Detestan a los extraños. A nosotros nos toleran, sólo eso. Se acostumbraron a
que vivamos aquí. Apenas conseguimos otra relación que algún encargo cuando viajamos al
mercado de Baguío.
¡Siete años!
-¿Cómo siguen aquí, siete años, en vez de intentar en otro lugar más receptivo?
-El obispo nos aconseja seguir.
Miré sus rostros. Eran dos hombres próximos a los cuarenta años, de facciones finas y
expresión inteligente. Uno me contó que casi había terminado la carrera de medicina antes
de iniciar la nueva vocación. Pensé en sus estudios, su nivel cultural. Sabían al menos cuatro
idiomas: francés, inglés, latín, igorrote... Todo malgastado en aquel rincón del mundo; en un
aparente disparate, enterrados en soledad y fracasos. Casi inconscientemente repetí en voz
alta lo que pensaba:
-¿Cómo es posible que el obispo sea tan rígido, y que ustedes aguanten estar aquí solos
los dos?
Sonrió el misionero y contestó en voz baja, como si fuese una confidencia:
-Es que no somos dos, somos tres, porque aquí está también Jesucristo.
(Blanco y Negro, enero de 1989.)
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MARÍA ANTONIETA NO LO DIJO
«Si no tienen pan, que coman pasteles» va unido al nombre de María Antonieta como un
apellido. La asociación de ideas antes que a la guillotina camina automática hasta esa frase
desdichada, que en cierto modo sirve de justificación de su trágico final. No existe la menor
evidencia de que María Antonieta dijese nada parecido. La frase comenzó a circular durante
su cautiverio para desacreditarla. Hoy es inseparable de su recuerdo, y sirve para la trama del
latiguillo en discursos de ínfima calidad.
¿De dónde viene la frase?, ¿la pronunció alguna figura histórica en situación equivalente
a la de María Antonieta? Aparece por primera vez en las Confesiones de Juan Jacobo
Rousseau, que se refiere a un episodio ocurrido en Grenoble dieciséis años antes de nacer
María Antonieta, y atribuye el comentario a «una gran princesa». Rousseau fue un autor muy
leído durante todo el XVIII, por los pocos que sabían leer. La humanidad copia del arte, y
pocos años después de escritas esas palabras se le escaparon con notoria inoportunidad a una
gran duquesa de Toscana, no a María Antonieta.
Tampoco Galileo exclamó: «E pur si muove», ni inventó el telescopio, ni fue torturado o
encarcelado por la Inquisición (sufrió lo que hoy se llama un breve arresto domiciliario), ni
dejó caer ningún cachivache desde la torre inclinada de Pisa para demostrar que la velocidad
de descenso no cambia con el peso.
La canción «ojos negros» que consideramos más rusa que el Volga fue escrita por un
alemán, Florian Hofmann, y a los avestruces jamás se les ha ocurrido una idea tan idiota
como enterrar la cabeza en la arena ante el peligro. John F. Kennedy no fue quien acuñó: «...
no preguntes lo que tu patria puede hacer por ti, pregúntate lo que puedes hacer por tu
patria». Luis XIV no afirmó: «El estado soy yo»; se lo atribuyó Voltaire muchos años
después de muerto, y lo repitió Napoleón ante el senado francés en 1814, por su afán de
parecerse al «Rey Sol).
Edison no es el inventor de la bombilla, que puso en función el físico inglés J. W. Swan
dieciocho años antes que el americano.
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Celebro que nadie haya cometido la descortesía de preguntarme en público cuál es el
punto de la Tierra más distante de su centro, ya que me habría tirado un notable planchazo al
contestar que la cumbre del Everest. La cima de esa cordillera es efectivamente la más alta
sobre el nivel del mar, pero la Tierra no es redonda sino tal como nos decían en la primera
enseñanza, «achatada por los polos», y por tanto abultada en el ecuador, y el nivel del mar
está allí más distante del centro de la Tierra. La cumbre del Chimborazo en los Andes es la
portadora de la medalla de oro de distancia del centro de nuestro planeta, aunque ni ella ni
casi ninguno de nosotros nos hayamos enterado.
Los «errores admitidos» están estampados con tal fuerza en la conciencia colectiva que se
atornillan en nuestras mentes, y es muy difícil desprenderse de ellos. Aunque hayamos leído
las aclaraciones precedentes, tanto ustedes como yo cada vez que escuchemos lo de los
pasteles, «el estado soy yo», «pero se mueve», etc., pensaremos automáticamente en María
Antonieta, Luis XIV y Galileo. Precisaremos un esfuerzo de memoria crítica para romper la
asociación de ideas, y seguiremos comentando que ese amigo nuestro se ha arruinado por
utilizar la técnica del avestruz.
Además de las frases lapidarias existen complejas imágenes mentales arrinconadas en la
conciencia y en el subconsciente. Es lógico que esté tan difundida la suposición de que
madame de Pompadour -«Pom-Pom» para sus amigos, cuando ella no estaba delante, claro
tenía prendido en sus redes a Luis XV por el atractivo físico y sabias maniobras de
excitación erótica.
La imaginación refuerza la idea al enterarnos que las copas de champagne deben el
cambio de su forma de la cónica profunda del XVII a la relativamente aplanada del XVIII,
que persiste en nuestros días, a que su cuenco es un molde del busto de la Pompadour. ¡Pobre
Pompadour!, resulta que era frígida. Juana Antonia -lamento añadirle otra decepción, amigo
lector, pero se llamaba Juana Antonia, qué le vamos a hacer, también yo llevo esos dos
nombres y no lo convierto en un drama- luchó desesperadamente contra la privación
enfermiza de placer sexual, que temía decepcionase al rey.
Acudió la Pompadour a médicos y curanderos. Su médico, el doctor Quesnay, era un
hombre prudente y recomendó dieta sana y ejercicio suave, pero apremiado por la falta de
éxtasis eróticos de la paciente aplicó el remedio oficial: sangrías. La atribulada «Pom-Pom»,
pálida y anémica, confesó a una amiga: «Adoro al rey, y daría mi vida por complacerle, pero
sigo fría como el hielo.»
Entraron en escena los curanderos con recomendaciones disparatadas. Una dieta
rigurosa de apio, trufas y vainilla estuvo a punto de acabarla. Otro insensato mandó que la
marquesa levantase grandes pesos. No repuesta de las sangrías y de la dieta extravagante, la
Pompadour desfalleció y... «Sigo con mi incapacidad para responder».
La mengua de virtuosismo sexual de la Pompadour no disminuyó nunca su capacidad de
fascinación, basada en la inteligencia, amabilidad, alegría contagiosa y una conversación
chispeante. Conviene que lo conozcan los actuales apóstoles del sexo, que es un aspecto muy
importante de la relación humana, pero ni el único, ni tampoco en todas las parejas el más
importante.
(Blanco y Negro, octubre de 1988.)
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EL SUTIL ARTE DE HACERSE ENEMIGOS
The gentle art of making enemies es el título de un libro de J. A. M. Whistler, uno de los
grandes talentos pictóricos del siglo pasado.
Whistler pasó por la vida incomprendido, los críticos le atacaron despiadadamente y él, en
lugar de permanecer impotente como otros pintores, respondió con feroz mordacidad en
cartas a los periódicos, panfletos y ante los tribunales.
El «público cultivado» no apreció sus cuadros pero sí sus ironías y sarcasmos, con lo que
Whistler, sin salir de apuros económicos, fue estrella en las reuniones de la alta sociedad
inglesa. En banquetes y reuniones compitió con Oscar Wilde y Swinburne, en sátiras y
agudezas que le enemistaron con todos los aludidos. Sólo le daban a cambio la fugaz ovación
de las risas de unos comensales de situación social privilegiada, que lo utilizaban como
ilustre bufón y aplaudían su ingenio, cuando lo empleaba contra otros, sin ser capaces de
captar su excepcional talento de pintor y dibujante.
Whistler vivió en Estados Unidos, donde nació, en San Petersburgo, en Francia e
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Inglaterra, y realizó numerosos viajes a otros países, con lo que tuvo la oportunidad de
enemistarse internacionalmente. La aprovechó a fondo y desde edad temprana. Un dato
sorprendente en la vida de este artista es que estudió en West Point, y queda memoria del
combate verbal con uno de sus profesores. En un examen le preguntaron la fecha de la
batalla de Bella Vista en la guerra con México. No tenía la menor idea y el profesor se lo
recriminó de un modo original por su esnobismo: « ¿Se da usted cuenta del mal efecto que
haría si en una cena de gala se lo preguntan y no lo sabe?» A Whistler le podían dar lecciones
de fechas pero no de esnobismo; en tono despectivo contestó: « ¿Yo? ¡Por favor!, rehúso en
absoluto codearme con gente que mantiene ese tipo de conversación durante la cena.»
En Francia los artistas mediocres dieron en «vestirse de artista», lo que sacaba de quicio
al elegante Degas. Durante una etapa de trabajo en Francia, Whistler, inseguro y desafiante,
se vestía del modo más estrafalario con presunción de suprema elegancia. Degas, que supo
apreciar el talento del americano, le dijo: «Si usted no fuese un genio, resultaría el hombre
más ridículo de París.»
Años más tarde, en Londres, arruinado pero aceptado por su ingenio en los círculos más
distinguidos, encontró incómoda la presencia de otro norteamericano que para colmo de
coincidencias había nacido en su mismo pueblo, y jubiloso se lo comunicó en voz alta: «Yo
también he nacido en Lowell, Massachusetts.» Whistler enderezó el espinazo, colocó bien el
monóculo para mirar de arriba abajo al compatriota y replicó en tono incisivo: «Señor mío,
yo no elegí nacer en Lowell.» Logró la enemistad de todo el grupo de poderosos y refinados
estadounidenses que residían en Londres.
Conoció y admiró a los impresionistas, pero siguió un sendero distinto, aún más
vanguardista; en lugar de «impresiones» pretendía pintar la esencia de las cosas, no su
aspecto. En una polémica con los pintores que defendían el realismo afirmó: «Si el hombre
que reproduce sólo el aspecto externo de un árbol o una flor fuese un artista, el rey de los
artistas sería el fotógrafo.»
Desesperaba a Whistler la rigidez de conceptos de los críticos y se dedicó a escribir contra
ellos: «Se afirma que el crítico es necesario para guiar el gusto del público y de los propios
artistas, que se desmandarían sin el látigo de los críticos. Es falso, el crítico es un invento
reciente, no lo padecieron los grandes maestros del pasado a los que ellos hoy tanto alaban, y
que no se desmandaron a pesar de la ausencia de ese látigo. Algunos artistas conceden
resignadamente que los críticos son un mal necesario. También falso, los críticos son un mal
absolutamente innecesario, aunque con toda certeza un mal.»
El más famoso de los críticos, John Ruskin, arremetió cruelmente contra el pintor
aprovechando la exposición de un cuadro ultravanguardista de Whistler, casi abstracto y por
tanto inaccesible al público de 1877, el Nocturno en negro y oro: «... He visto y oído muchas
cosas; pero jamás esperé escuchar a un fatuo la demanda de doscientas guineas por arrojar un
bote de pintura al rostro del público... No deberían en la galería admitir obras en las que la
desorientada presunción del artista se aproxima tanto a la consciente impostura.»
Hoy la venenosa y petulante majadería de Ruskin nos parece una blasfemia artística, pero
correspondía a los criterios de la época en la que no se concebía un cuadro sin todos los
detalles minuciosamente rematados.
El pintor inició una acción legal contra el crítico y ganó el pleito «a pesar» de su ingenio.
Un letrado le preguntó si sería capaz de hacerle ver la belleza del cuadro objeto del litigio. El
pintor se encampanó, caló el monóculo, miró alternativamente el cuadro y la cara del letrado,
hizo una pausa y dijo: « ¡No! Temo que sería tan inútil como si un músico intentase meter
sus notas en el oído de un sordo.»
Los magistrados se vengaron al darle la razón y concederle una indemnización simbólica
equivalente a una peseta, pero le hicieron pagar las costas, y así consumaron su bancarrota.
El ingenio empleado de forma inoportuna puede convertirse en un arma eficaz de
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autodestrucción.
REFINADA POBREZA
«Vive en refinada pobreza.» Me extrañó la frase al escucharla por primera vez en Japón hace
muchos años. En Occidente la pobreza puede asociarse con dignidad, incluso con señorío,
como el de algunos de nuestros campesinos, pero no con refinamiento, parece una incon-
gruencia.
Es un extraño e interesante concepto japonés, que no creo tenga equivalente entre
nosotros, pero al que ellos dan suma importancia y valoran como una virtud, por tanto hacen
el comentario respetuosamente siempre que viene a cuento. Por ejemplo, al recibir en 1968
Yasunari Kawabata el premio Nobel de Literatura, casi todos los comentaristas locales
centraban la reseña biográfica en el estilo de vida del escritor «en refinada pobreza»; las
agencias occidentales copiaron como papagayos la frase sin saber exactamente a qué se
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refería.
Por supuesto yo tampoco lo sabía. Creí haber escuchado mal, o ser un defecto de
traducción, pero nuestro interlocutor insistió: vive en refinada pobreza. La destinataria de la
alabanza era una famosa profesora de caligrafía, que Fernando Zobel tenía mucho interés en
conocer. Yo sentí curiosidad por presenciar el encuentro y me apunté a la entrevista que
había logrado concertar el pintor japonés amigo de Fernando, que antes de llevarnos
aclaraba el estilo de vida de la calígrafa, no sabíamos si para prevenir una posible decepción
o para llamar la atención hacia algo que debíamos valorar, y que podía escaparse a un
occidental.
Pregunté al japonés:
-¿Qué se entiende exactamente por refinada pobreza?
Meditó un rato antes de responder:
-Es difícil de explicar, trataré de hacerlo con un ejemplo. En una novela que acabo de leer,
y que le recomiendo, el protagonista describe el calor de la persona amada, como el de las
brasas recogidas en una exquisita vasija de porcelana. El escritor ha querido señalar que el
personaje es un nuevo rico, fatuo y carente de sensibilidad. Las brasas no tienen por qué
presentarse en una vasija de porcelana, eso es una ostentación y una cursilada. Deben
recogerse en un recipiente de cerámica; si la cerámica es popular, antigua y bien elegida,
estamos ante una muestra de refinada pobreza, ¿comprende?
En el taxi, camino de la casa de la profesora de caligrafía que vivía en el quinto demonio,
el pintor tuvo tiempo sobrado de perfilar el concepto:
-Los japoneses que actualmente viven «en refinada pobreza» pertenecen a estratos
socioculturales muy delimitados. Poetas, escritores, actores de teatro clásico, profesores,
filósofos, artistas, etc. Como radical común presentan estrechez económica y riqueza
estética e intelectual con desdén para los productos y hábitos de la sociedad de consumo. Es
un modo de vivir repleto de convencionalismos y en cierta forma heroico...
Llegamos a nuestro destino, y en verdad el hogar de la calígrafa correspondía a la imagen
esperada: una casa diminuta de estilo tradicional, con paredes corredizas de papel, sin
calefacción, televisión ni electrodomésticos. La habitación austera y al mismo tiempo
exquisita. Un solo adorno floral, muy técnicamente elaborado para armonizar con el único
cuadro, un kakemono caligráfico del maestro de la profesora, las maderas sin barnizar pero
impecablemente pulidas.
La propietaria nos atendió con gran cortesía y toda la parafernalia de buenos modales de
su rango, interminable ceremonia del té incluida, que no lograba disimular del todo su
indiferencia hacia unos visitantes que había recibido por compromiso y con disimulada
desgana.
Entonces vi funcionar una vez más la «magia Zobel).
Fernando, con la sencillez que era tan suya, y que contrastaba con la solemnidad un tanto
pomposa de su colega el pintor japonés, hizo un análisis magistral de la caligrafía del
maestro de la anfitriona.
La anciana le escuchó perpleja al principio, luego con expresión admirativa, al final con
embeleso. Cambió de gesto, brillo en los ojos y frescura en la voz.
-Si es usted capaz de mirarlas así, me gustaría enseñarle otras caligrafías, ¿me lo
permite?
Fue un espectáculo emocionante, y también conmovedor, ver entrelazarse los talentos y
el entusiasmo de dos desconocidos, de razas, edades y culturas tan distantes, que apenas se
entendían en el rudimentario inglés de la profesora. Desplegó la noble dama un rollo
caligráfico sobre el suelo, luego otro, y otro, guardando siempre los anteriores y en
gradación de peor a mejor, como hacen los japoneses. Fernando, arrebatado por el
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entusiasmo, sugirió las posibles variantes de algún trazo. Como impulsada por un resorte la
anciana se acercó a un mueble con cajoncillos y sacó los instrumentos para el dibujo.
Fernando comentó su admiración por la piedra labrada en la que se frota la barra humedecida
para obtener la tinta, que identificó como china y del siglo VIII, y el pincel de mango de jade
imperial, período Nara. La profesora le hizo un homenaje que jamás se le habría ocurrido a
un occidental: no mostró la menor sorpresa por la asombrosa erudición de Fernando.
Comenzaron a dibujar trazos caligráficos, se alternaban ante el papel, la profesora
corrigió la postura de los dedos del español, ovacionó alborozada el resultado, se pasaban el
pincel como los corredores hacen con el testigo, sin perder una décima de segundo, reían, se
jaleaban... La escena, para mí inolvidable, tenía el ritmo melódico y el vigor de un buen
concierto de cámara barroco.
Casi todo el suelo de la estancia estaba cubierto de papeles, los dos testigos, olvidados,
nos apretamos en un rincón para no estorbar. Pasaron las horas sin sentir, y faltó luz. La
anciana se levantó para sacar una lámpara del armario de puertas corredizas, sobrias y ele-
gantes y... ocurrió la catástrofe. Al separar las puertas, como de los bordes de una herida
infectada surge el pus a presión, brotaron un flexo colorado, una muñeca de peluche, un
almohadón bordado en colores chillones, un transistor, un teléfono...
Utilizaron la luz del flexo poco tiempo. El encanto se había roto. En el taxi de regreso al
hotel rompió el pesado silencio un esbozo de excusa del pintor japonés. Zobel, aún
arrebolado por las emociones de la velada, le cortó:
-No se preocupe, siempre le agradeceré haberme presentado a esta maravillosa artista.
Y tras una pausa y una mirada de reojo en mi dirección para que no me burlase de su
«japonada»:
-También la más hermosa luna llena puede quedar velada, unos instantes, por una nube
indiscreta.
(Blanco y Negro, septiembre de 1988.)
PINTORES, MÚSICOS Y POETAS
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Al hombre de vida prosaica los músicos, pintores y poetas le parecen envueltos en una
aureola romántica, desde siglos antes de surgir el romanticismo, en una singular anticipación
histórica.
Lógicamente el romanticismo potenció este manantial latente de ensoñaciones. Ocurrió
tanto en la vida real como en la ficción. Pintores, músicos y poetas tuvieron estrecha relación
en los cenáculos, tertulias de café y reuniones en el estudio de los pintores (en la vivienda de
los poetas no había sitio ni para ellos mismos, y hacía mucho frío).
Muchas de estas reuniones quedaron plasmadas en cuadros de gran tamaño, bastante
aburridos y abarrotados de señores con levita. Figuran en los museos con una reproducción
en silueta a un lado, en la que las cabezas aparecen numeradas y debajo están los nombres de
personajes que siguen siendo famosos y de otros completamente olvidados. Los médicos
también disponemos de este homenaje pictórico colectivo, pero mis colegas del pasado,
como si fueran imbéciles o aves de rapiña, suelen rodear en el cuadro a unos restos humanos
destrozados en la autopsia que acaba de realizar el más eminente del grupo. En el museo
colocan también enmarcada la lista de retratados, pero nadie se molesta en leerla, no
contiene ningún nombre que pueda recordar el visitante de la galería, y tampoco siente la
menor envidia de estos señores de levita de inclinaciones morbosas y de tan mal gusto al ele-
gir el escenario de su retrato.
La envidia del espectador de vida prosaica brota en la contemplación del otro cuadro, pues
en un rincón aparece retratada de pie una modelo desnuda, que le parece al mirón un
espectáculo sumamente estimulante, completamente olvidada por los señores vestidos de
levita que escuchan embelesados a uno de ellos que toca el piano. En otros lienzos atienden
al poeta que lee unos versos. «¡Menuda vidorra! -piensa el de la existencia prosaica y
encarrilada-, ¡qué apasionante tenía que ser el poema o la sonata, para desdeñar de esa forma
a la señorita encuerada!, ninguno la mira ni de reojo. ¡La bohemia, eso era vida!
Los ejércitos en su repliegue dinamitan puentes y fortificaciones. En la retirada del
romanticismo Puccini realizó la voladura de los últimos bastiones de frialdad crítica frente a
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la imagen ilusoria de un estilo de vida. Utilizó la potenciación que brinda la música a la
transmisión de ideas y de emociones. Las melodías arrebatadoras de La Bohéme
entrelazaron las fantasías engañosas de dos generaciones, en un batiburrillo de poetas,
músicos, pintores y alegre pobreza en buhardillas en las que «por fortuna es noche de luna, y
aquí la luna la tenemos siempre vecina». En el timbre glorioso de los agudos de un tenor
privilegiado... no hay quien resista.
Es habitual que las gratas ensoñaciones sobre poetas y pintores las asociemos con el París
del XIX. Sabemos que la vida real de nuestros poetas, músicos y pintores fue casi sin
excepción tan dura que rechaza la menor fantasía de una apetecible bohemia. Si superamos
la localización en el romanticismo francés, viajamos con la mente al renacimiento italiano.
Olvidamos de forma injusta una moda, verdadera epidemia, de nuestro siglo XVII, la del
«pintor poeta», que combina dos de estas imágenes gratas. La lista de nuestros «pintores
poetas» es larga y brillante: Francisco de Quevedo, Francisco de Pacheco, Mohedano,
Céspedes, Juan de Jáuregui.
Es muy difícil que una persona logre destacar en ambos terrenos, pero facilísimo
cosechar elogios, en una especie de carambola a dos bandas, como en el billar. Los otros
poetas lo alaban cuando pinta, y los pintores lo cubren de loas cuando escribe: «... Pluma
valiente / si pincel fecundo», «Si en el pincel singular destreza, / si en la pluma ingenio /
divida su laurel en dos laureles», etcétera.
En realidad tales alabanzas duplicadas se hacen con desgana. La lectura atenta de los
comentarios de nuestros clásicos sobre los pintores-poetas resulta decepcionante. Se limitan
a repetir una pocas ideas, y es la más frecuente una tan facilona como que pintan con las imá-
genes poéticas y en sus cuadros hacen poesía. Nos lo cuenta, por ejemplo, Francisco de
Calatayud: «... o muda poesía en tus pinceles / o pintura espirante en tus escritos...».
No sabemos muy bien lo que quiere decir con «espirante», pero parece que la intención es
laudatoria. Encontramos excepciones en esta moda de alabanzas rutinarias y desganadas. En
la crítica chispea mejor el ingenio de nuestros clásicos, les sale del alma.
Góngora no pintaba y lo sacó de quicio que Quevedo fuese capaz de manejar los pinceles.
La verdad es que lo ponía fuera de sí cualquier logro de Quevedo. Que yo sepa, no ha
sobrevivido ningún óleo de Quevedo, y es lástima, pero sí el comentario que mereció a
Góngora en un famoso soneto: «¿Quién se podrá poner contigo en quintas / después que de
pintar, Quevedo tratas / tú escribiendo ni atas ni desatas / y así haces lo mismo cuando pintas
/... ambas cosas son en ti poco gratas /... bajos los versos, tristes los colores.»
Lope de Vega había adulado muchas veces el doble talento literario y pictórico de Juan de
Jáuregui, que era un personajillo con influencias en la corte. En una «justa poética», las
influencias que Lope había solicitado a Jáuregui las aplicó a sí mismo el cortesano, y obtuvo
el galardón. Lope, furioso, escribe en el Antijáuregui: «Aciago fue el día que V. M. tomó la
pluma y los pinceles, tan aborrecido de los poetas como chacoteado de los pintores.»
A quienes desean ejercer ambos oficios, conviene que consideren que las alabanzas tibias
quedarán olvidadas de inmediato por todos menos el interesado. En cambio, los comentarios
mordaces repetirán su eco burlón a través de los tiempos.
(Blanco y Negro, septiembre de 1988.)
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¿PSIQUIATRA O CONFESOR?
Suena a anacronismo. Lo es. Hoy nadie lo plantea así, pero me parece interesante un
repaso a esta desfasada alternativa.
El ideal sería no tener que acudir nunca al psiquiatra, pero si hace falta y está asequible
uno competente es insensato renunciar a su ayuda. Uno de los problemas es averiguar
cuándo hace falta. Otro, adivinar si es competente. No siempre resulta fácil.
He pasado tantos años en el ejercicio de mi dura y hermosa profesión, que la he visto
cambiar de aspecto varias veces. Hace casi cuarenta años, en los primeros viajes al
extranjero, en cuanto se enteraban de que era psiquiatra preguntaban en su lengua (por algún
motivo no se tropezaba con nadie que hablase español), algo que me parecía una solemne
majadería: « ¿Es verdad que en España casi no hacen falta los psiquiatras, porque tienen
ustedes los confesores, y se descargan con ellos?, además son gratis, ja, ja.»
Solía templar mi respuesta, quizá por tímido, que entonces aún lo era. Lo curioso es que
ahora ya no me parece una tontería tan grande la pregunta; tampoco la observación final.
Por la inercia y el retraso en la copia de las ideas y frases extranjeras, ahora preguntan
algo parecido en España: «¿No estaréis haciendo los psiquiatras lo que antes nos resolvían
gratis los confesores?» Antaño se podía hacer un ejercicio mental de comparación; ahora es
difícil porque casi no hay confesores.
Si hacemos la prueba de preguntar a los jóvenes, comprobaremos que pocos conocen la
diferencia entre un confesor y un director espiritual. El primero se limita a administrar el
sacramento de la penitencia; escucha las culpas, y si hay arrepentimiento da la absolución. El
penitente se marcha aliviado y, desde el punto de vista psicológico, se puede beneficiar de
una catarsis de sentimientos de culpa. No es poco.
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Solicito del lector licencia para intercalar una anécdota: siendo yo muy joven nos envió el
Instituto de Cultura Hispánica a dar conferencias a Brasil a un profesor de literatura, a un
físico y a mí. Extraña combinación. Tuvimos circuitos lectivos distintos, pero viajamos
juntos a la ida y lo íbamos a realizar al regreso; para lo cual nos citamos el último día en Río
de Janeiro. Los españoles vivíamos en un clima de austeridad moral estricto; y en los viajes
nos entraba una obsesión un tanto ridícula de compensar las oportunidades perdidas de
juerga erótica. Esas cosas, con prisa, salen mal; así nos iba.
El de literatura, que era un pardillo, al parecer se desorejó de lo lindo, mulata va, mulata
viene; no salió de las sábanas más que a dar sus conferencias. Lo relató con muchos más
detalles de los necesarios, contento y orgulloso, al encontrarnos en el hotel para desayunar.
El vuelo era nocturno y disponíamos de ese único día libre. A lo largo de la mañana se tornó
mustio y silencioso. En el almuerzo no dijo ni palabra. Estalló durante el café:
-Necesito buscar una iglesia.
Sonaba irreal a las cuatro de la tarde soporífera y embalsamada, en la terraza del
Copacabana.
-Pero hombre, ¿para qué necesitas ahora una iglesia?, estarán cerradas.
-Quiero confesarme.
-No nos fastidies la tarde, ya te confesarás mañana en Madrid.
-No, ahora.
- Espera a mañana.
-No puedo, tengo la corazonada de que nos vamos a matar esta noche en el avión.
La convicción del cenizo nos dejó «nerviosus» al físico y al psiquiatra, quizá por eso le
acompañamos en la caminata sobre el asfalto reblandecido por el sol tropical hacia una de las
iglesias cuya cúpula veíamos desde la terraza. Como era lógico, estaba cerrada, y la
siguiente, y la siguiente. Al fin una con la puerta abierta. Vacío el interior. Al lado del
confesionario un timbre. Lo pulsamos varios minutos. Apareció un hombrecillo en chaqueta
de pijama, que contenía a la vez su irritación y un bostezo.
Dormía la siesta, ¿qué es lo que quieren con tanta urgencia?
Impaciente, se adelantó el físico.
-Que éste quiere confesarse.
-Las confesiones son por las mañanas, vuelvan mañana.
-Esta noche volamos a España, y tengo el presentimiento de que nos vamos a matar en el
avión.
Y dale, el muy cenizo.
El sacerdote cambió de expresión.
-No se preocupe, ahora mismo le confieso.
Desde un banco en la penumbra vimos a nuestro amigo arrodillarse en un lateral del
confesionario. Fue rápido. Se enderezó tras recibir la absolución e inició la retirada. En ese
momento el cura asomó por la puerta del confesionario.
-Oiga, voy a rezar para que no les pase nada.
-Padre, ¡ahora YA no me importa!
Quedamos pasmados ante el alarde de egoísmo del gafe. ¿Y nosotros qué? El sacerdote
exclamó:
-¡Qué fe tan rara tienen ustedes los españoles!
Miró unos segundos a los dos que seguíamos perplejos en el banco.
-Ya que me han estropeado la siesta, ¿no querrían ustedes también...?
Quisimos.
Los confesores no tenían apenas áreas de superposición con la tarea del psiquiatra. Los
directores espirituales, sí. El director espiritual pertenece a una especie en peligro de
extinción, y creo conveniente preservarla. En este momento lo comento desde el punto de
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vista psiquiátrico. No nos pueden sustituir a los psiquiatras, pero tampoco nosotros a ellos.
Son funciones distintas, que se complementaban en el alivio de ciertos pacientes neuróticos.
El odio a la religión es tan intenso en quienes manipulan ciertos medios de difusión, odio
que ellos mismos califican con presunción y mal gusto de «visceral», que han hecho a la
sociedad española un verdadero lavado de cerebro antirreligioso. En televisión, cine,
novelas, en la prensa y en el teatro, se presenta ininterrumpidamente una imagen del modo
de vivir la religión hace unos decenios como traumatizante, opresora, privadora de libertad
y valores esenciales; y a los sacerdotes católicos como una colección de barraca de feria de
sadomasoquistas cretinos, morbosos sexuales, que neurotizaban a sus feligreses.
Esta imagen, como tantas que nos brindan sobre nuestro pasado, no sólo está
distorsionada, sino que forma parte de una estrategia de indoctrinación; por eso la estampa es
siempre idéntica. Calculan que acabará convenciendo por acumulación, como los anuncios
de los detergentes. Saben lo que hacen, las nuevas generaciones comienzan a creer que era
así. Por supuesto, en un «colectivo» tan numeroso había de todo; y algún energúmeno podía
aproximarse a la caricatura que nos brindan como prototipo. Eran excepciones.
Los sacerdotes, de modo particular quienes se dedicaban a. la «dirección espiritual),
aceptaban la responsabilidad de asesorar no sólo en el terreno estrictamente religioso, sino
en el «espiritual», y por tanto actuaban como consejeros psicológicos; también en las
desviaciones enfermizas. Ahí surgieron las áreas de posible conflicto con los psiquiatras. En
pacientes que consideraban fundamental en su vida el factor religioso, nos vimos inducidos
muchas veces a colaborar con sus «médicos del alma». En cada grupo brotaron suspicacias
sobre el potencial intrusismo del otro. Un repaso a estas viejas historias será objeto del
próximo artículo.
RELIGIÓN O PSIQUIATRÍA
La psiquiatría fue asignatura independiente en las facultades de medicina españolas mediada
la década de los cuarenta. En 1949 los psiquiatras éramos 103 para todos los millones de
españoles. Parece irreal, pero es así. La mayoría de los neuróticos no podía ni plantearse la
alternativa que encabeza estas líneas.
La patología mental es muy variada, y uno de los sectores que puede afectar es el de las
vivencias religiosas. En realidad los distintos credos forman de por sí climas psicológicos
diferentes; por ejemplo, los fieles budistas se inclinan a ejercer su fe en un temple de paz
interior, y los devotos musulmanes tienden a hacerlo con pasión. Dentro de unas mismas
creencias, las cristianas, la religión se puede vivir en temor de Dios o en amor de Dios. El
resultado subjetivo es opuesto; unos padecen la religión (escrúpulos, remordimientos,
angustias, dudas...), otros la disfrutan (iluminación interior, proselitismo, caridad, plenitud
de significado, celo, consuelo, esperanza...). Es habitual una combinación de los dos grupos
de factores, y el dominio de uno de ellos procede a veces de la formación que ha recibido, y
en otras ocasiones de factores personales (masoquismo psicológico por sentimientos
inconscientes de culpa y necesidad de autocastigo, etc.). En ocasiones las circunstancias
acorralan despiadadamente al creyente y le amargan la vida espiritual, como en la
incompatibilidad de un amor duradero con las normas (recuerdo una narración de Kawabata
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que en su precioso título esboza uno de estos conflictos: «El Gran Bonzo y la concubina
imperial»).
Las enfermedades mentales pueden revestir expresión religiosa: delirios místicos,
mesiánicos, ideas de culpa descabelladas... y en ocasiones son contagiables en forma de
epidemia psíquica, recuérdese la tragedia de Guyana con el suicidio colectivo inducido por
el «reverendo Jones». En ocasiones los delirios se manifiestan de forma trágico-cómica, al
combinarse la grandiosidad patológica con la mezquina visión personal; recuerdo un pobre
esquizofrénico que se creía nueva encarnación de Jesucristo, pero no quería decirlo, y al
preguntarle el motivo de su discreción estallaba indignado:
-¡Por lo de la cruz, hombre, por lo de la cruz!
Cuando encaja en el cuadro clínico de una enfermedad mental definida, como una
esquizofrenia con alucinaciones e ideas delirantes, es fácil el diagnóstico diferencial. Resulta
más arduo el deslinde entre lo sencillamente excepcional y lo patológico en casos de
«revelaciones», «apariciones», estigmatizados, endemoniados, extremistas en el rigor,
etcétera.
No he podido olvidar un caso al que atendí hace muchos años. Un chico normal,
trabajador y simpático que inició su brote psicótico mientras cumplía el servicio militar en
una ciudad distinta de la suya. El primer síntoma le costó ir a la comisaría.
-¿Qué había hecho?
-Regalar su bicicleta.
-¿Y por eso le metieron en la cárcel?
-Sí, unas horas.
-Pero ¿por qué?
- Lo denunciaron. -¿Quiénes?
-Los gitanos a los que había regalado la bicicleta.
-Pero bueno, ¿por qué diablos regaló la dichosa bici?
Eso es precisamente lo que le preguntaron en la comisaría, y contestó que por amor a
Jesucristo. Regresaba al atardecer a su domicilio cuando percibió al grupo en un solar: «Noté
que estaban apurados, los niños tenían cara de hambre; lo único que yo tenía era la bicicleta,
vi que les hacía más falta que a mí y se la di. Es el mandato de Cristo atender al más
necesitado, tenía obligación de hacerlo.»
A los gitanos les extrañó el regalo y la forma de entrega; al cabo de un rato sin
comprender lo que había ocurrido tuvieron miedo de que fuese robada y que el donante
intentase pasarles la papeleta; ante la probabilidad de verse en un conflicto llevaron la bici a
la comisaría y le denunciaron. El chico se aferró a su versión, carecía de documento de
propiedad de lo regalado (¿quién tiene la documentación de su bici?). Pasó unas horas en la
celda mientras comprobaban domicilio, conducta y propiedad. Comenzó a manifestar
síntomas de anormalidad, como disgregación e incongruencias, y le pasaron al hospital
psiquiátrico con dudas de si era un simulador.
Lo excepcional de este caso es que desaparecieron rápidamente los síntomas claros de
enfermedad, como el trastorno de pensamiento y de la coherencia, y quedó como variante
única de su conducta previa el sentido extremo de la caridad, llevada al límite. Por ejemplo,
al decirle que podía ir a pasar el fin de semana a su casa respondía:
-No puedo, no hay sitio.
-Claro que lo hay, tienes tu habitación, te esperan tus padres.
-No, mi habitación estará ocupada; hay gente muriendo de frío en bancos de la calle,
¿cómo van a ser mis padres tan duros de corazón como para no haber salvado por lo menos
uno dejándole mi cuarto?
Se argumentará que podía ser un santo, la madre Teresa dice algo parecido. Sí, pero hay
diferencias esenciales. Los santos dicen en efecto estas cosas, pero por una parte las cumplen
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todo el día, todos los días, y el resto de su comportamiento es coherente con el
desprendimiento, es ardiente y pleno de sentido; con la generosidad entrelazan otras virtudes
y a la vez se percatan de que la meta de perfección la alcanzan muy pocas personas. El joven
que comento tenía un pensamiento insípido, pasaba el día inactivo, carecía de valoración
crítica. De todos modos resultaba desconcertante que la más llamativa «anormalidad» fuese
la práctica de la norma cristiana del amor al prójimo. Era muy amargo, y en cierto modo
siniestro verle clasificado como «enfermo». Nos tuvo perplejos tanto a sus médicos como a
quienes intentaban hacer una valoración moral de su conducta.
Estos casos limítrofes nos inducían a colaborar, tanto en su análisis como en su manejo, a
los psiquiatras y a los directores espirituales, y a vencer nuestras mutuas suspicacias
iniciales.
(Blanco y Negro, marzo de 1988.)
DIFERENCIAS DE OPINIÓN
En los primeros lustros de ejercicio profesional me encontré, como todos los psiquiatras de
entonces, con que gran número de mis pacientes acudían también a un confesor. La mayoría
nos planteaban problemas distintos y trabajábamos ambos grupos en compartimentos
estancos sobre la misma persona; pero en ciertos neuróticos creyentes surgió una
conveniencia de colaboración entre sus dos fuentes de ayuda.
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Existen pocas formas de tortura psicológica más eficaces que la de padecer la más extraña
de las enfermedades: la neurosis obsesivo-compulsiva. Consiste en padecer una idea
dominante (idea obsesiva), o un impulso (compulsión), en contra de la propia voluntad. Se
entiende mejor con ejemplos: una madre teme «perder la razón y tirar a su hijo recién nacido
por la ventana»; sabe que no hay nada más lejos de sus deseos, pero queda desazonada. La
angustia crece, comenta ese miedo con el marido y amigos. Se sorprenden, critican lo ri-
dículo de sus temores y la tranquilizan unos minutos. Inmediatamente vuelve a subir el nivel
de angustia, « ¿y si lo hago?». Manda poner cerraduras en las ventanas y que la llave no esté
nunca a su alcance, exige estar siempre con alguien, etc. Vive esclavizada por esa idea ab-
surda, y complica la vida a cuantos la rodean; no goza del cariño a su hijo, éste se convierte
en el núcleo de su tormento. La paciente «sabe» que no existe motivo razonable de temor,
encuentra ridículas, absurdas y patológicas sus ideas; sin embargo no puede evitar portarse
como si existiese una amenaza real para el niño. En eso consiste la enfermedad.
En otros casos, sobre la idea obsesiva domina un impulso, compulsión, a realizar
determinado acto. Una compulsión frecuente es la de lavarse las manos. Nada más normal,
dirá el lector. Sí, es normal, pero no cuando se hace setecientas veces al día.
- ¡No es posible!
Por desgracia sí lo es. Sufren lesiones dérmicas importantes en las manos por la acción
repetida del agua y el jabón. Pierden el puesto de trabajo, porque no llegan a tiempo ninguna
mañana, pese a levantarse horas, antes que sus compañeros para tener oportunidad de rea-
lizar sus ceremoniales. «Es que me tengo que lavar las manos treinta y tres veces; y si me
distraigo un segundo y no estoy seguro del número que llevo, tengo que volver a empezar, y
si me equivoco otra vez, ya tengo que lavármelas treinta y tres veces treinta y tres.» Si se
subleva contra este impulso interno, al cabo de un rato nota una angustia creciente, con tal
desazón y temor que al fin se doblega, y retorna al complejo ceremonial de lavados
sucesivos. Llora de rabia y desesperación, sabe que no hay ningún motivo razonable para
someterse. El obsesivo no es un «enfermo mental», nunca pierde la capacidad de razonar,
discurre perfectamente, «sabe» que su impulso es enfermizo, pero la tragedia es que
permanece esclavizado a sus compulsiones. Es un espectador, desesperado, de su
comportamiento anómalo.
En todos y cada uno de los cientos de casos que han acudido a mi consulta con esta
enfermedad, he sentido una reacción interna de protesta un tanto pueril: «¡No hay derecho!
¡Es una canallada del destino!» Lo es. El aspecto que más me duele es que nunca, ni en un
solo caso, he visto padecer esta enfermedad a un sinvergüenza. Siempre la sufren personas
con un alto sentido del cumplimiento del deber. Por su propia dinámica, la neurosis obsesiva
se enclava, como un cáncer psicológico, en tipos de personalidad con un superego muy
desarrollado, que en líneas generales corresponde con lo que llamamos «una buena
persona». Los bellacos son inmunes. Lo repito, ¡no hay derecho!
La enfermedad obsesiva consiste en los temores irrazonables y los ceremoniales de
evitación. Da igual el tema, tanto el de los ejemplos citados como otro cualquiera. La clave
está en sufrimiento innecesario y en que el enfermo está consciente de la injustificación de
sus impulsos, pero siempre con carácter de duda. En el siglo pasado se la llamó «la
enfermedad de la duda». ¿Y si me descuido (abandono los ceremoniales) y como con-
secuencia mato a mi hijo, o me contagio de rabia, o sífilis, o quedo embarazada, etcétera?
El obsesivo cristaliza en sus síntomas precisamente lo que más teme. Por tanto no es
extraño que personas con intensa vida religiosa, si padecen esta enfermedad, la expresen a
través de «escrúpulos religiosos». Les entra la duda patológica de haber pecado en
pensamiento, que es tan difícil de delimitar, y acuden al confesor. Siempre quedan con la
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«duda» de haberse expresado bien, de haber transmitido al confesor claramente la idea de la
gravedad de su pecado. El pobre confesor los ve marchar con alivio... para verlos regresar a
los pocos minutos, «es que me ha entrado la duda de si le expliqué bien...». Al cabo de un
rato interrumpe su tarea en la oficina, y vuelve angustiado (y pesadísimo) al confesionario, y
otra vez, y otra, y así bloquean durante varias horas al día la actividad del sacerdote-víctima.
Algunos confesores, por buena formación psicológica, y otros creo que por
desesperación, comenzaron a enviarnos a sus obsesivos a los psiquiatras.
Así se inició el contacto de trabajo entre mis colegas y quienes ejercían el ministerio
sacerdotal, relación que pronto tuvo una alternativa en dirección contraria. Cuando un
obsesivo resultaba demasiado martirizante en la consulta (al ver su nombre en la lista de la
tarde nos entraban sudores fríos), si tenía firmes creencias y el contenido de las obsesiones
era de tema religioso le insinuábamos:
-¿No le sería útil también la orientación con un buen director espiritual?
Temo que este hábito, al que en seguida nos aficionamos muchos psiquiatras, hizo
tambalear algunas de las menos firmes vocaciones del otro grupo y, al tiempo, nos obligó a
trabajar en contacto con ellos para lograr un apoyo multidimensional al obsesivo y entre
todos librarle de su tormento. El trabajo en equipo obliga al conocimiento y profundo respeto
mutuo de los expertos que lo forman, para lo que, en este caso, hubo que superar múltiples
diferencias de enfoque.
(Blanco y Negro, abril de 1988.)
LA INICIACIÓN CON LAS DROGAS
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En España hace algunos lustros no existía problema de drogas entre los jóvenes (excepto
con el alcohol). Muchos se preguntan, con perplejidad y amargura, por qué la situación es
ahora tan diferente.
En los años sesenta hubo una epidemia mundial de uso de drogas, especialmente entre
jóvenes, que llega a nosotros con retraso pero con notable virulencia y con una curiosa carga
ideológica que persiste, más o menos modificada.
En el contacto con la droga se imbrican una serie de factores socioculturales, en realidad
forman toda una filosofía de la vida, que se les ha inculcado por los «apóstoles de la droga»
y que en sus posiciones extremas se sintetiza así: el trabajo es una explotación del hombre,
sólo tiene justificación cuando apetece y es creativo (en el sentido de autorrealización
espiritual, no de creación o adquisición de bienes materiales que dan por supuesto que
«tiene» que proporcionárselos (la sociedad»). La generación de sus padres está
irremisiblemente corrompida por las falsas premisas de la sociedad de consumo, y es inútil el
diálogo con ellos. Lo único que importa es el placer «hoy», y el afecto a los demás libre y ge-
nerosamente expresado a través de relaciones sexuales promiscuas y desinhibidas. Esta
libertad sexual es imprescindible para la «sinceridad», premisa básica de su ética, y la única
conducta inteligente es la de la potenciación de las fuentes de placer por cualquier sistema.
Uno de los trampolines que permiten saltar a niveles superiores de placer, de conocimiento
de sí mismo y del cosmos, y de la autorrealización, es el uso de las drogas. Las drogas han
tenido tal importancia en esta subcultura que se la denomina «la de la droga».
La consecuencia es que hoy casi todo adolescente tiene que enfrentarse, como un
ceremonial de pubertad, con este fenómeno y adoptar una postura ante él, precisamente
cuando no está capacitado por falta de experiencia, y no puede saber qué es cierto y qué falso
entre lo que escucha repetido como dogma.
La edad en que están expuestos a este influjo es la misma en que hace unos años lo
estaban al tabaco: en los primeros cursos escolares, hacia los diez años de edad.
La iniciación suele ocurrir con el Cannabis (hachís, marihuana, «chocolate», etc.). Sus
apóstoles predican a los jóvenes que: «El alcohol es la droga de los adultos, la nuestra es la
hierba. Los médicos hacen terrorismo intelectual afirmando que la hierba es peligrosa; es
mucho más inofensiva que el alcohol y, además, en vez de ponernos violentos, da paz, es la
droga de la paz, la paz es buena, haz el amor y no la guerra», etc.
No siempre se les realiza el proselitismo de la droga bajo este esquema. Por supuesto, el
cannabis no tiene los peligros de los opiáceos y la cocaína, y son multitud los adolescentes
que tras probarlo por curiosidad, o por presiones del grupo (para ser «aceptado») o por
inducción de un habituado (el fenómeno del proselitismo es una constante en todas las
drogas), son capaces de abandonar la droga sin más consecuencias. Un grupo, cuyo número
va en vertiginoso aumento, queda prendido en el hábito, que no es al principio una
«dependencia de la droga», sino básicamente una «dependencia del grupo» y de sus patrones
de comportamiento.
Poco a poco la situación cambia, mezclan el cannabis con otras drogas (incluido el
alcohol pese a las afirmaciones de rechazo) y con cualquier fármaco o sustancia que sus
amigos cuentan que da más vigor a la experiencia (generalmente anfetaminas, barbitúricos,
LSD y medicamentos que contienen codeína). Los «viajes alucinatorios» con LSD tienen
para ellos especial atractivo inicial (hasta que se hacen monótonos), pues presentan un
contenido de vivencias pseudomísticas, de «iluminación interior», que les sirven para
sentirse superiores al «rebaño» de los no iniciados y para atenuar sus sentimientos de culpa y
fracaso, pues ya en este período bajan de rendimiento escolar y tienen conflictos con sus
padres. Abandonan el estudio y cualquier esfuerzo continuado (por ejemplo, una seria
preparación deportiva). El consumo de droga lo van haciendo en grupo, con relaciones
sexuales (para muchos las primeras), y las «sesiones» tienen un lógico magnetismo, y al
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hacerlas frecuentes están poco motivados para renunciar a ellas y volver al esfuerzo de
estudiar. Al poco tiempo toda su actividad gira en torno a la adquisición de drogas y ex-
perimentación con ellas.
Si logran terminar los estudios preuniversitarios, fracasan en la universidad. Para
autojustificarse suelen adoptar una de dos posturas ideológicas: o el que en España llamamos
«pasotismo» («pasan» de las mezquinas ambiciones comunes) o un ideario ideológico ra-
dical (el trabajo, una explotación; la sociedad, alienante, etc.), pero en estos últimos casos su
vinculación es sólo verbal, pues ya son incapaces de prestar una colaboración eficaz a los
grupos políticamente activistas, y en cuanto se les requiere algún esfuerzo y dedicación, se
limitan a la exhibición de símbolos y frases y a la participación vociferante en alguna
manifestación extremista (si ésta no se convoca a una hora incómoda), por lo que los líderes
radicales los rechazan, acusándolos de haber «sustituido la acción idiotizante de la televisión
por la televisión química» y de ser unos parásitos sociales; extremo en el que todos los que
los rodean parecen estar de acuerdo, menos los demás miembros del grupo, al que se aferran
como única salida de autojustificación.
La propia dinámica del grupo, en el que varios miembros son ya drogadictos graves, los
lleva a la emulación, como «experiencias más valientes», con heroína o sus equivalentes, y
entran rápidamente en una drogadicción, con todas sus consecuencias. ¿Cuál es la acción
individual, familiar y social más eficaz para ayudarlos a que no caigan en la celada? Es una
de las preocupaciones que ensombrecen el horizonte de cada familia, y de toda persona
responsable del futuro de una generación.
(Blanco y Negro, marzo de 1988.)
AMISTAD TRAS EL DIVORCIO
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El divorcio entre personas responsables no ocurre por capricho, siempre sucede a
prolongadas e intensas tormentas emocionales. La ruptura añade nuevas tensiones a la
pareja, centradas en dos temas de conflicto: el dinero y los hijos (visitas del padre y la
educación).
El proceso legal tal como se realiza en España es largo y deficiente, y complica siempre la
relación, incluso la de los esposos que se separaron en relativa buena armonía, o al menos en
situación de armisticio y rectas intenciones para el futuro.
No contaban con las argucias de los abogados de la parte contraria, y por desgracia tienen
que padecerlas en nada menos que los tres pleitos habituales: «medidas provisionales»,
«oposición a estas medidas», y «pleito principal.
Durante estas pruebas, como dice Zarraluqui, «interesados y testigos mienten como
bellacos en la mayoría de los casos, sin que se proceda contra los segundos penalmente por
falso testimonio».
Cada uno de los ex cónyuges interpreta la conducta en las «pruebas» como una nueva
traición del otro y de los antiguos parientes políticos y de los amigos. Resulta sumamente
amargo notar con sorpresa que personas en quienes se confiaba y a quien se conserva afecto
toman partido «por el otro» y actúan como enemigos. Se provoca una división en dos
bandos, y consideran enemigos a personas con las que hubiese sido deseable contar para la
ayuda a la pareja separada y a los hijos (abuelos de los niños, amigos comunes, etc.).
«Siempre me he llevado muy bien con mis suegros; en el fondo creo que me dan la razón,
aunque es lógico que no lo digan, creo que me ayudarán para librar a los niños de muchos
traumas»; ahora se desmoronan tales esperanzas, los aliados forman parte del bando hostil.
Tras esta tempestad de resentimientos y desengaños, el vínculo sentimental con la
antigua pareja, de modo especial si es «padre o madre de sus hijos», no desaparece como
por ensalmo, y queda un subfondo de odiocariño vestigios del antiguo amor y deseos de
revancha que complica aún más la situación.
Los hijos ya sufrieron muy importantes traumas durante el período de falta de amor y
de hostilidad que provocó el divorcio, y que ahora pueden agravarse, por lo que es
indispensable restablecer cuanto antes un tono de relación cortés, «civilizado».
Es curioso cómo cambia nuestra mentalidad colectiva en poco tiempo; hace unos
lustros cuando en una película o directamente en la conducta de unos amigos «extranjeros»
observábamos entre la pareja divorciada muestras de cordialidad, de atenciones y simpatía
mutuas, de cortesía, «si hasta le envía flores el día de su santo», la reacción era de sorpresa,
e incluso de indignación: « ¡¿Cómo es posible?! Me parece que ese tío tiene una vocación
de cornúpeta como una catedral.»
Hoy sabemos que dentro de la situación posdivorcio es la meta deseable. Para lograrla
es imprescindible dar por zanjado el cúmulo de pleitos previos. Hay que aceptar la
situación tal como ha quedado, aunque se la considere el colmo de la injusticia (pensión y
reparto del cuidado de los hijos), y tratar de mantener una relación distante pero amistosa,
dominada por el respeto mutuo y la conciencia de lo difícil que es también la situación del
otro.
Es importante no olvidar el matiz «amistosa-distante»; conviene mantener las distancias
y la asepsia sentimental; vemos entre quienes exageran la persistencia de vínculos, «mi ex
marido sigue siendo mi mejor amigo, y mi confidente», esperanzas ilusorias, o el deseo
más o menos consciente de herir a la nueva pareja del otro, y por tanto las raíces de nuevos
conflictos entre los cuatro implicados principales.
El dinero es una carga de dinamita que explota al menor choque. Por ello el hombre debe
enviar puntualmente la pensión, y la mujer no exigir su aumento sin motivo muy justificado.
El ideal es no tener «ni que hablar» de este tema en el futuro; considerarlo asunto ya zanjado.
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El otro tema peligroso es el de las visitas y estancias de los hijos con el padre. Ambos ex
cónyuges tienden a dramatizar el menor incidente y, quizá sin darse cuenta, a usar los hijos
como arma arrojadiza para herir al otro, con olvido de que el más dañado es «el arma
arrojadiza».
La recogida y entrega de los hijos debe ser puntual («Me has hecho perder la tarde
esperando a que vengas por ellos», (llevo horas angustiada, creí que al niño le había pasado
algo, además tiene que hacer los deberes y aún no se ha bañado», etc.).
Las escenas de recepción y despedida son espinosas; si los hijos demuestran mucha
alegría al ver al padre, la madre se siente defraudada y celosa («Con el daño que éste nos ha
hecho a ellos y a mí, resulta que ahora es el simpático; claro, como soy yo la que les tiene que
reñir», etc.).
La información que padre y madre se transmiten sobre los hijos en estas situaciones debe
ser aséptica, libre de reproches al otro. Informar sobre el estado y problemas de los hijos sin
añadir: «Naturalmente, como tú le consientes todo», « ¿Cómo quieres que salga contento
contigo, si le llevas donde te divierte a ti, no donde le gustaría a él», «Los estás
maleducando, los vas a hacer unos desgraciados», etc.
Es distinto el tono de advertencia del de reproche. Conviene extremar todas estas
precauciones, para lograr un vínculo de comprensión y apoyo mutuo en la ruptura, al menos
en cuanto a la protección sentimental de los hijos, sin la que éstos sufrirán nuevos traumas y
amarguras que pueden evitarse.
(Blanco y Negro, marzo de 1988.)
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LA APTITUD PARA GANAR PODER O DINERO.
ESA CLASE DE INTELIGENCIA
QUE NO MIDEN LOS TESTS
Las tareas escolares que tienen que superar los niños y adolescentes actuales son arduas. Sus
progenitores comentan con frecuencia: «No soy capaz de auxiliar en los deberes del colegio
ni a mis hijos pequeños. Creo que a mí me suspenderían.» Lo mismo les ocurre si les caduca
el carnet de conducir, creen que no lograrán pasar de nuevo las pruebas de aptitud, y luego lo
consiguen; por tanto hay un cierto espejismo en la valoración de las dificultades de
aprendizaje cuando están oxidados los reflejos de estudio en un cierto terreno: «Antes
multiplicaba y dividía mentalmente, ahora sin la calculadora no logro sumar dos cifras»; a
los pocos días de entrenamiento reaparece la vieja aptitud.
Hay que reconocer que en todos estos casos se cuenta con aptitudes dormidas pero que
existen; en cambio la alarma está justificada cuando llega del colegio una nota: «Rogamos
pase el jueves a las seis para hablar de su hijo con nuestro psicólogo», y éste, tras ciertos
rodeos y eufemismos, expone que el chico, a través de lo que indican los tests que le ha
realizado, tiene pocas posibilidades de salir airoso en los estudios. Probablemente el
psicólogo y sus test están en lo cierto... en el terreno académico.
Es una observación común que aparte de los triunfadores inteligentes, que es la
asociación más frecuente, hay muchas personas que, por ejemplo, han levantado una gran
fortuna desde la nada, y no eran precisamente los primeros de la clase en el colegio. Por el
contrario, es raro que «el primero de la clase» se enriquezca. En cambio observamos con
frecuencia que no fueron capaces de completar los estudios personas destacadas en campos
tan diversos como algunos políticos, jefes de bandas de delincuentes, guerrilleros, actores,
músicos, modistos, líderes sindicales, etc., y quedan en la lucha por la vida en superioridad o
claro dominio sobre personas más brillantes intelectualmente.
Si se les realizan a este tipo de triunfadores los tests de cociente intelectual (IQ), el
resultado en ocasiones es alto, pero en otras mediocre o bajo. Son estos últimos el objeto de
mi reflexión, pues pese al mal resultado en los tests, destacan sobre otras personas por su
capacidad excepcional en ciertos terrenos. No es la suya una inteligencia «académica» que
permite gran rendimiento en los estudios, pero no cabe duda de que forman parte de una
selección de superdotados y disfrutan de «otro tipo de inteligencia», que hasta hoy no
medían los tests.
Los tests se han utilizado masivamente para selección de candidatos a puestos de
empresa, y también por los ejércitos en las dos guerras mundiales. Las empresas siguen en el
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uso de los tests para elegir aspirantes y los ejércitos para decidir rápidamente entre la enorme
masa de reclutas cuáles están más capacitados para que aprovechen el adiestramiento y
convertirlos en suboficiales u oficiales, y así no perder el tiempo en el intento de entrenar a
soldados ineptos intelectualmente. Pero si en un grupo de jóvenes no buscamos un empleado
o un sargento sino un socio para hacer una fortuna, no nos valen los tests convencionales, no
miden tal capacidad. Hasta recientemente no se intentó una valoración técnica de estas y
otras variantes de aptitudes superiores.
R. Sternberg hace poco desarrolló en la Universidad de Yale un nuevo concepto de la
medida de la inteligencia por tests que tengan en cuenta tales aptitudes para el triunfo no
académico, como por ejemplo (si queremos mencionar alguno extravagante) la capacidad de
comunicación de los mimos profesionales y la de sobrevivir de los timadores hábiles. En otra
universidad, la de Harvard, Howard Gardner ha trabajado en la detección de doce tipos de
«inteligencia práctica» que no suelen valorarse en colegios y universidades, entre ellos los
de manipulación de personas, esencial para los líderes, y la aptitud creativa clave en los
escritores y artistas.
La importancia de estos conceptos, que no son nuevos pero que al fin reciben una vía de
aplicación real, no sólo está en el diagnóstico precoz de talentos escondidos, sino también en
una reorientación a los pedagogos para estimular en las aulas estas aptitudes tan útiles para el
triunfo en la competitividad que, como todas las variantes de capacidad excepcional, son una
zancadilla a la igualdad de oportunidades.
Por tanto, si su hijo da un rendimiento decepcionante en los tests de laboratorio de
psicología escolar, esté alerta para ayudarlo, ese chico precisará un tipo de apoyo y de
orientación diferentes al del resto de sus hijos, pero no está fatalmente destinado a la base de
la pirámide en la estructura jerárquica de triunfo-fracaso, que configura el resultado de la
lucha por la vida.
REACCIONES DE NIÑOS CON PADRES RECIÉN
DIVORCIADOS
Parece una perogrullada, pero los niños reaccionan al divorcio «antes» de que ocurra,
excepto en los raros casos en que no habían sospechado que hubiese desarmonía entre sus
progenitores.
Lo dañino para los hijos, en especial si son menores de diez años, no es la nueva
situación legal, sino inicialmente el clima de hostilidad y falta de cariño y respeto mutuo, y
luego la desaparición de uno de los seres queridos: «Ya no está con nosotros.»
Por supuesto, la pérdida del padre o la madre es mucho más dramática en la muerte de
uno de ellos. La orfandad es un trauma psicológico terrible y he conocido a muchas personas
a quienes marcó para toda la vida. La muerte no se elige, el divorcio sí, y la repercusión
traumática en los hijos tiene matices específicos que conviene revisar, por si pueden
atenuarse.
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En ocasiones los hijos salen ganando con el divorcio. Son casos excepcionales en los que
uno de los progenitores es tan anormal, perturbador o malvado que el resto de la familia vive
su desaparición del hogar como una esperanza de paz. Es como la amputación de un
miembro gangrenado, salva la vida pero nadie deseamos que nos ocurra.
Las reacciones a la situación predivorcio o divorcio varían según la madurez, que en los
niños va relacionada con la edad. Los niños en edad preescolar no comprenden lo que ocurre
en la familia, y tienden a interpretarlo como siempre que les riñen: ha ocurrido algo
indeseable, es que ellos han sido «malos», por tanto cargan con sentimientos injustificados
de culpa y tienden a responder con irritabilidad (rabietas desmesuradas) y excesiva
dependencia («enmadrados»).
En las etapas iniciales de la edad escolar buscan ayuda en las tareas y el calor de hogar al
regreso de la escuela. Ahora se sienten solos y desvalidos. Repercute en cuadros depresivos,
y deterioro del rendimiento escolar y de la relación con amigos. Tienden a pedir o a fantasear
sobre ir a vivir con el otro, creen que allí sería mejor su vida y tienen la secreta esperanza de
volver a unir a la pareja.
Entre los adolescentes las dos reacciones más frecuentes son: o una madurez prematura
aceptando responsabilidades de adulto con un superego hipertrófico o, por el contrario,
conducta antisocial y refugio en las drogas.
Entre los menores de diez años los síndromes (grupos de síntomas) más frecuentes son:
retirada, apatía, depresión, regresión, angustia de separación-fobia a la escuela, fugas para
buscar al otro.
Retirada. El niño rehúye el contacto y conversación. Puede hacerlo sólo en el hogar o
también en la escuela (no habla con los amigos, juega solo, no hace preguntas).
Apatía. Desgana, pereza, ausencia de iniciativa. Es más acusada en las tareas que no le
gustan, como los deberes escolares (baja de rendimiento), lavarse, ordenar sus cosas.
Depresión. La depresión se caracteriza por tristeza, llantos, inhibición, desgana y
angustia. En la infancia existen también depresiones que pueden coincidir con el divorcio y
no estar relacionadas. Cuando el trauma desencadenante es el divorcio pero se establece una
auténtica depresión, se nota al poco tiempo un cambio en el tema de sus pesares, deja de ser
la falta del padre o de la madre y se orienta a otros motivos; el niño no se entristece «cuando
se acuerda de... », sino que «está triste»; ya no sirve como en la primera fase el consuelo,
cariño, comprensión, seguridad; la depresión ya no cede ante estímulos psíquicos, precisa
tratamiento.
Regresión. El niño «regresa» (retrocede) a una etapa previa del desarrollo. Vuelve a no
comer ni vestirse solo, habla más infantilmente. Demuestra con su conducta el rechazo de la
situación actual y el deseo inconsciente de «regresar» a una etapa en que era feliz.
Angustia de separación-fobia a la escuela. Se llama «angustia de separación» a la
ansiedad de la primera ruptura prolongada del contacto con la madre; la manifiestan también
los cachorros en las primeras horas de pérdida de la madre. En situaciones de conflicto
(como el divorcio y separación del padre o la madre) el niño revive esa angustia, y la
actualiza cada vez que se aparta de la madre. La manifestación más típica está en que el niño
que ya iba a la escuela sin problemas vuelve cada mañana a convertir el momento de la
partida en un drama con llantos y lamentos.
Fugas de la casa a buscar al otro. Con la esperanza ilusoria de que al ver su desolación
regresará al hogar.
Si estos síntomas no son muy intensos y desaparecen en unos tres meses, se considera
«normal)).
Otro tipo de respuestas son más graves, y anormales.
Resultan más alarmantes las reacciones de: Negación, indiferencia, conducta antisocial.
Negación. Consiste en que el niño «niegue» de forma irrazonable que existe el problema,
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dice que el ausente no se ha marchado, que vendrá a cenar, etc., pese a las veces que se le ha
explicado la situación. Es un mecanismo neurótico de defensa.
Indiferencia, calma. Aparenta que no le importa, «no se ha quejado ni una sola vez».
Tiene el mismo significado que la negación.
Conducta antisocial, acting-out. La delincuencia infantil tiene en ocasiones el
simbolismo de ganar poder compensador. El haber contemplado a sus padres en lo que a él
le parece cruel hostilidad mutila el superego y le permite actuar sin sentimientos de culpa.
Existe un grupo de reacciones normales que hay que vigilar pues son patógenas si no se
ayuda al niño.
Sentimientos de culpa injustificados. Ha escuchado tantas veces «Si eres tan malo papá
nos va a dejar» o «Das tantos disgustos a mamá que se va a marchar)), que cuando ocurre
piensa que él es el culpable. Puede provocar reacciones de masoquismo, en busca
inconsciente de autocastigo y también por dirigir contra sí mismo la hostilidad que siente
contra sus padres y no reconoce conscientemente. Es el origen de la propensión a accidentes
(accident-prone) de algunos niños psicotraumatizados.
Acusaciones falsas al padre o la madre contra el otro. Así consigue que se relacionen,
aunque sea para recriminarse.
Explotación de los padres. «No voy a ser yo la que siempre le riña», «Para unas horas
que paso con él, no pienso pedirle cuentas por los suspensos, como quiere la madre; que lo
haga ella, que es la encargada de su educación». El niño se percata y utiliza la situación. En
ocasiones añade proyección de culpa («No puedo estudiar porque os habéis divorciado»,
etc.).
Errores frecuentes de las madres (o padres) bienintencionados cuando hablan al niño del
ausente, con la intención de mantener una buena imagen de la figura paterna o materna:
a) Que el ausente le quiere pese a no demostrarlo. El niño se pregunta: si me quiere, ¿por
qué no viene a por mí?
b) El ausente tiene muy buenas cualidades. El niño se pregunta: si es tan bueno, ¿por qué
lo dejaste?
Conviene explicar con claridad al niño su situación, dentro de lo que a cada edad puede
soportar; dejarle expresar su frustración, irritación y angustia. Debe tener una imagen
realista (aunque atenuada) de lo que puede esperar, y darle apoyo compensatorio.
«Eso no es asunto tuyo», cuando pregunta sobre la separación. Sí es asunto del niño,
tiene necesidad de explicación. Recomiendan hacer un ritual, a hora fija, de hablar con el
niño a diario unos minutos sobre este tema.
(Blanco y Negro, marzo de 1988.)
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REACCIONES DE LOS HIJOS AL DIVORCIO
En el artículo anterior repasamos las respuestas habituales de los hijos, en particular los de
corta edad, al divorcio de sus padres. Recordemos que son casi inevitables, y se consideran
normales si no duran más de tres meses y no presentan intensidad desmesurada, las reac-
ciones de: retirada, apatía, depresión, regresión, angustia de separación y fobia a la escuela, y
alguna fuga de la casa con el propósito de ir a buscar «al otro».
Con afecto, tacto, y el paso del tiempo, el hijo encaja el nuevo estilo de relación familiar.
Uno de los peligros está en que la forma de adaptación, aunque a él de momento le parezca
útil, puede perjudicarlo a la larga (por ejemplo, la astuta explotación de la ruptura de sus
padres para abandonar sus estudios, deberes: « ¿Cómo voy a estudiar si no pienso más que en
mi padre?», etc.). Otras modalidades de reacción manifiestan anomalías psicológicas.
Entre las que resultan alarmantes están las reacciones de negación, indiferencia y
conducta antisocial.
La negación consiste en que el niño «niega» de forma irrazonable tanto verbalmente
como con sus actos que existe el problema, y dice que el ausente no se ha marchado, y
vendrá a cenar: «Estoy haciendo este dibujo para que lo vea papá cuando vuelva de la
oficina», etc., pese a las veces que se le ha explicado: «Ya no vive con nosotros.» Es un
mecanismo neurótico de defensa.
Indiferencia, calma: inicialmente tranquiliza a la familia, pues el niño aparenta que lo
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ocurrido no lo afecta, que no le importa: «No se ha quejado ni una sola vez.» Sin embargo, es
un síntoma de alarma. Tiene el mismo significado que la negación.
La conducta antisocial (acting out): es conocido que todo niño normal algunas veces se
porta de modo destructivo, como una llamada de auxilio; por ejemplo, rompe
deliberadamente y con estrépito un jarrón, y así recibe la atención que echa de menos aunque
pague el precio de la bronca o los azotes. En una etapa posterior la delincuencia infantil
ocasionalmente esconde en su iniciación este mecanismo; en otras ocasiones busca el sim-
bolismo de ganar poder compensador. Así puede ocurrir como respuesta a la desintegración
de la familia. Uno se pregunta muchas veces con sorpresa cómo es posible la conducta
despiadada de los delincuentes infantiles. El haber contemplado a sus padres en lo que a él le
parece cruel hostilidad mutila el superego y le permite actuar sin sentimientos de culpa.
Además de las tres señaladas, existe un grupo de reacciones normales que hay que vigilar,
pues son patógenas si no se ayuda al niño.
Sentimientos de culpa injustificados: ha escuchado tantas veces «Si eres tan malo papá
nos va a dejar» o «Das tantos disgustos a mamá que se va a marchar», que cuando ocurre
piensa que él es el culpable. Puede provocar reacciones de masoquismo, en busca
inconsciente de autocastigo y también por dirigir contra sí mismo la hostilidad que siente
contra sus padres y no reconoce conscientemente. Es el origen de la propensión a accidentes
(accident-prone), o a buscarse conflictos innecesarios que es típico de algunos niños
psicotraumatizados.
Acusaciones falsas al padre o la madre contra el otro: «Este niño miente por maldad.»
No, lo que busca es que así se relacionen, aunque sea para recriminarse. El hijo imagina, en
sus fantasías irreales, que tras la discusión, al verse de nuevo, harán las paces.
Explotación de los padres: «No voy a ser yo la que siempre le riña», «Para unas horas
que paso con él, no pienso pedirle cuentas por los suspensos, como quiere la madre; que lo
haga ella, que es la encargada de su educación». La madre se resiste a desempeñar sólo ella
el papel de la severidad. El niño se percata de la tensión que existe entre sus padres y la
escasez de comunicación, utiliza la situación e intenta manipularlos a su conveniencia. En
ocasiones añade «proyección de culpa: «No puedo estudiar porque os habéis divorciado, y
ha sido por mi culpa», etc.
Es muy frecuente un tipo de errores en las madres o padres bienintencionados cuando
hablan al niño del ausente. Con el propósito de mantener una buena imagen de la figura
paterna o materna, suelen afirmar, contra toda evidencia:
a) Que el ausente lo quiere pese a no demostrarlo. El niño se pregunta: si me quiere, ¿por
qué no viene a por mí?
b) El ausente tiene muy buenas cualidades. El niño se pregunta: si es tan bueno, ¿por qué
lo dejaste?
Conviene explicar con claridad al hijo su situación, dentro de lo que a cada edad puede
soportar; dejarle expresar sus frustraciones, irritación y angustia. Debe tener una imagen
realista (aunque atenuada) de lo que puede esperar, y darle apoyo compensatorio.
Hay una frase que todos hemos dicho a un hijo: «Eso no es asunto tuyo.» Pero cuando
pregunta sobre la separación, entonces sí es asunto del niño, tiene necesidad de explicación.
Recomiendan hablar a diario del tema con el niño durante unos minutos, a hora fija, en una
especie de ritual de descarga de tensiones. Dialogar sobre los aspectos que desee averiguar
de su pasado, presente y futuro familiar.
(Blanco y Negro, marzo de 1988.)
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LA MODA ESBELTA Y LA ANOREXIA MENTAL
«La reina ha engordado, y está mucho más hermosa.» Es frase de un embajador veneciano en
la corte de Felipe IV. Corresponde a criterios estéticos que se han mantenido durante
milenios. Por primera vez en la Historia existe la preocupación colectiva de mantenerse
delgado. ¿Por qué? Es demasiado facilona, y descortés, la habitual respuesta de que hoy la
moda femenina la dictan hombres, a los que en general no les gustan las mujeres. El tema es
más complejo.
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Hubo períodos de exageración en sentido contrario, que en la cultura occidental
asociamos con los retratos femeninos de Rubens y Rembrandt. Se puede argumentar que en
las figuras del XV dominan personajes esqueléticos. Sería convincente como argumento de
moda, si no tuviesen todos signos de raquitismo, como la «tibia en forma de sable» que hace
las piernas curvadas en paréntesis, o en las venus un rasgo que apreciaban mucho como
signo de belleza todavía en tiempo de Botticelli, lo que ahora llaman en los estudios de
desnutrición «vientre en cristal de reloj», un abombamiento que es residuo del «vientre de
batracio», expresión del raquitismo infantil grave, que vemos en tantas representaciones del
Niño Jesús en la época. Los pintores representaban lo que veían, fue un período de
hambrunas terribles. Sería tan impropio hablar de «moda» como si lo hacemos ahora con los
niños y madres de Etiopía.
Si nos preguntan cuál es el canon estético ideal para la figura humana, responderíamos
que el helénico. Pocas personas caen en la cuenta de que ni a la venus de Milo ni a la
afrodita de Cnido las podrían contratar para un pase de modelos. En la pasarela parecerían
desgarbadas debido a su «obesidad».
No nos percatamos de la progresiva acentuación de la tendencia a moldear una figura
humana distinta, que se ha experimentado en los últimos veinte años. Las piernas de Bo
Derek, mujer de calificación oficial de 10 sobre 10, no las habría aceptado jamás como
modelo para una estatua un escultor de antaño; los muslos deben ser cónicos, no cilíndricos.
¿Nos estamos deformando?
Un incidente trivial me lo puso de manifiesto. En casa de un amigo veíamos por televisión
un reportaje sobre películas de Ava Gardner y Rita Hayworth, diosas absolutas de belleza
para toda mi generación. Estaban presentes las hijas del anfitrión, e intentamos presumir ante
ellas de que en nuestro tiempo las mujeres eran más guapas; una de las chicas exclamó:
«Pero papá, si son unas vacas, ¡qué trasero!» Sin tiempo a reflexionar, mi amigo dio una
orden: «Niñas, ¡hay que tener trasero!» Sólo entonces me percaté dé que sus hijas no lo
tienen. ¿Caminamos hacia una aberración estético-fisiológica?
Es difícil valorar la influencia que estos patrones socioculturales han tenido en el
reciente aumento de una enfermedad muy extraña. Se trata de la anorexia mental o anorexia
nerviosa que es un síndrome psiquiátrico que se centra sobre la negativa de la enferma a
comer, y una alarmante pérdida de peso. Aparece en mujeres jóvenes, solteras, entre la
pubertad a la adolescencia. Hay casos tardíos y alguna excepción masculina. La frecuencia
de la enfermedad ha subido hasta un nivel de una adolescente entre cada 200. No se trata de
una verdadera anorexia (inapetencia); es todo un trastorno positivo de la conducta
alimenticia. Las enfermas no quieren comer.
Al hacerse alarmante la delgadez la familia suele obligarlas. Recurren entonces a toda
clase de estratagemas para no alimentarse. Fingen haber comido o con habilidad de
prestidigitador esconden la comida en la servilleta. Cuando se las obliga a ingerir alimentos,
van inmediatamente al cuarto de baño a vomitar, etc. Seleccionan los pocos alimentos que
aceptan entre los que
tienen menos calorías. Aseguran que no toleran los demás. Toman laxantes y diuréticos. Las
pacientes están muy activas (algunas caminan durante horas para «consumir calorías y
adelgazar»), rinden bien en los estudios o profesión con una energía que sorprende en su
estado. Pierden el interés por los temas sexuales.
Los síntomas somáticos alcanzan equivalencia con una caquexia orgánica. Las jóvenes
anoréxicas parecen tener muchos años más, quedan esqueléticas, huesos y piel arrugada y
deshidratada; el aspecto es de foto siniestra de campo de concentración. La paciente juzga
con acierto el aspecto físico de las demás mujeres, pero no el suyo, que asegura que es
«normal», y si engorda unos gramos cree haberse deformado por la obesidad. La negativa a
alimentarse es tan tenaz que se provocan caquexias y la mortalidad se calcula entre el 10 y el
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20 de los casos.
No está claro el origen de esta anomalía. Los psicoanalistas lo atribuyen a un rechazo
inconsciente a la femineidad o a fantasías de fecundación oral, pero la realidad es que
muchos casos sólo se inician tras un período de obesidad y la preocupación de la familia o de
la paciente por recuperar la línea. El conflicto con la familia, especialmente con la madre, es
uno de los elementos constantes, que dominan el cuadro clínico. Los organicistas atribuyen
la anorexia mental a un trastorno hormonal previo o a un déficit hipotalámico. Los
conductistas, a que «no han aprendido»» la sensación de hambre y sencillamente no comen.
No está comprobada ninguna de estas interpretaciones.
Por la gravedad de la enfermedad y el mal pronóstico ambulatorio, el tratamiento suele
ser hospitalario, para romper el círculo vicioso de hostilidad con la familia, y realizar
alimentación controlada y tratamientos biológicos junto a psicoterapia. Son pacientes que
protestan de su ingreso, se consideran normales y creen injustificada cualquier terapéutica,
que hacen todo lo posible por evitar.
Es un tema de reflexión inexcusable y urgente preguntarse si no estamos todos
contribuyendo inconscientemente con la evolución de nuestro gusto a cargar a las
adolescentes con este drama, antes casi inexistente, y que ahora perturba con gravedad
extrema la vida de muchas adolescentes y de sus familias.
Bulimia. Bulimorexia. La Bulimia se manifiesta por crisis de apetito voraz e
incontrolado. Es frecuente que se combine con actitud anoréxica en la Bulimorexia, y la
paciente después de cada ingestión desordenada intenta vomitar, toma laxantes, diuréticos,
etc. Excepto las crisis de bulimia, la conducta global es parecida a la de una anorexia
nerviosa, con la preocupación obsesiva por no engordar un gramo. La lucha entre la
atracción accesional por la comida y el rechazo posterior se vive con ansiedad, sentimientos
de culpa y de autodesprecio. La vida de la paciente se centra en la comida, comer o expulsar
lo comido por medio de vómitos y laxantes y domina su campo de intereses.
Los atracones de comida los inician como compensación por un disgusto o fracaso,
como «gratificación oral». Se convierte en hábito y ya responden a cada situación de estrés
con la comida; de modo indiscriminado, pueden comer medio kilo de mantequilla o de
tocino.
Una diferencia llamativa con las anoréxicas estriba en que éstas desde el principio
rechazan su femineidad y no manifiestan interés erótico ni sexual. Las bulimoréxicas, por el
contrario, hacen los sacrificios de no comer para estar más atractivas, buscan el galanteo casi
obsesivamente. Procuran mantener en secreto sus problemas de alimentación, que dominan
su vida tanto como la de las anoréxicas.
El tratamiento es psicoterápico, difícil y prolongado. Responden mejor a la terapia de
grupo que a la individual.
(Blanco y Negro, marzo de 1988.)
«COSÍ FAN TUTTE»
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La emigración del campo a la ciudad ha invertido su curso histórico. Muchas profesiones
pueden desarrollarse desde cualquier lugar con un ordenador y los sistemas de
teletransmisión. Uno de mis conocidos especula en el mercado de granos de Chicago desde
un pueblecito de Albacete. Hay personas que prefieren alejarse de la tensión de la gran
ciudad y residir en el campo o en un lugar tranquilo. Es difícil predecir la dimensión que
adquirirá esta nueva tendencia.
La opción rupestre se ha convertido en tema frecuente de discusión.
- ¿Y tú que puedes hacerlo, por qué no te marchas de Madrid, que se ha puesto
insoportable con la polución y los atascos de tráfico?
No lo suelo traer a colación para no complicar las cosas, pero inevitablemente asocio con
esta polémica el recuerdo del viejo chiste del amoniaco. Un chico pasa apuros en el examen
de química que no ha preparado. Le preguntan sobre el amoniaco: «Es un líquido, muy
fluido, de color amarillento, de olor agradable.» Interrumpe el catedrático: «Sospecho que
no ha asistido usted a las prácticas, si opina que es agradable el olor del amoniaco.»
Agobiado por la amenaza del suspenso, el estudiante argumenta a la desesperada: «A mí... a
mí me gusta.» Me ocurre lo mismo con Madrid.
¿Qué tiene Madrid para compensar sus asperezas? Nos brinda situaciones que no se
producen en casi ninguna otra parte. Una reciente y llamativa ha sido la representación en
privado de la ópera Cosi fan tutte de Mozart.
Parece casi imposible lograrlo en un nivel de gran calidad. Es a lo que me refiero: en
Madrid ocurren cosas casi imposibles.
Jacques Hachuel, financiero internacional con residencia en nuestra ciudad, es nieto de
una cantante de ópera. «De niño adoraba a mi abuela paterna, guapa y alegre, que me sentaba
frente al piano con el que ella se acompañaba para cantar arias de su obra predilecta: Cosi fan
tutte. Es también mi ópera preferida, y la asocio con esa persona querida con la que me siento
en deuda por haberme iniciado en el mundo sublime de Mozart. Su recuerdo me ha movido a
gozar nuestra pieza favorita con un grupo de amigos, tal como ella lo hacía, acompañada
sólo por un piano.» .
Fácil de decir, pero no de realizar. Hachuel trajo desde Inglaterra a Madrid seis solistas de
primer rango, especializados en este tipo de representaciones, con todo el vestuario y el
pianista adecuado, y la dirección de escena capaz de adaptar los movimientos de los
cantantes a la situación que voy a describir.
El salón de la casa tiene forma de cruz, recuerda una iglesia con sus naves laterales. Las
cuatro galerías contienen importantes obras de arte contemporáneo. Trasladaron las
esculturas, muebles e instrumentos de música antiguos para dejar espacio, y colocaron el
piano en el punto de confluencia. Dispusimos de unos estrados escalonados en los cuatro
brazos de la cruz, y allí nos apiñamos los invitados, más de doscientos, y quedaba en el cruce
de las galerías un amplio espacio central para los seis cantantes, impecablemente vestidos al
modo del XVIII. Sobre las pelucas blancas pendía un móvil de Calder. La iluminación sólo
con velas de cera, en multitud de candelabros repartidos por el suelo y los muebles, borraba
como por ensalmo las arrugas de los rostros y caldeaba las figuras.
Cosi fan tutte es la mascota del festival de Salzburgo, cierra cada año el ciclo de óperas,
por lo que he tenido la suerte de escucharla muchas veces interpretada por los mejores
cantantes del mundo.
Me preguntaba cuál sería la cadena de sensaciones al oírla en otro nivel de ejecución. El
resultado fue equivalente a la contemplación de un cuadro poco importante en un hogar. Se
aprecia mejor que en el museo, donde tendría excesivos competidores. El arte, apeado de su
pedestal, es más entrañable.
No estoy de acuerdo con la repetida afirmación de que los museos son cementerios de
cuadros y estatuas. Las grandes obras de arte, si se tiene la cortesía de escucharlas
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atentamente, dialogan con los visitantes, pero nunca en forma tan confidencial como en una
casa. Lo mismo ocurre con la música.
Cosi fan tutte es una ópera cómica en la que Mozart hace constantes bromas con las
melodías, sin rebajarlas del nivel de sublimidad. En una representación habitual, el
escenario y el foso de la orquesta nos distancian del pálpito vital de los personajes y de los
intérpretes.
El gran regalo de nuestro anfitrión fue permitirnos disfrutar de la sensación de formar
parte de la trama. Los cantantes circulaban entre el público, entraban cantando en el salón
por una puerta a nuestras espaldas, se dirigían en los apartes a algún espectador de la pri-
mera fila, nos daban a todos la ilusión de participar en las discusiones. La magia de
integrarse en los sentimientos de los protagonistas, sublimados en unas melodías que están
entre las más hermosas que se han escrito, no se rompió un instante, hasta el final de la
ópera.
Al regresar en la noche madrileña persistían los atascos de tráfico, las luces lejanas se
difuminaban en la neblina de la polución, pero no lo percibía, creo que no hubiese notado ni
el olor del amoniaco.
(Blanco y Negro, octubre de 1988.)
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EL ENIGMA PSICOLÓGICO DE SALVADOR DALÍ
La persona de Dalí ha tenido a nuestra generación sumida en un mar de dudas y
cavilaciones. Hoy nos preocupan su estado de salud y el tono siniestro del implacable cerco
de aislamiento (¿voluntario?) del pintor. Durante muchos años la pregunta dominante fue:
¿está loco Dalí, o se trata de una farsa publicitaria?
Salvador Dalí entra de lleno, casi como buque insignia, en lo que los críticos de arte
estadounidenses suelen llamar «genios extravagantes». Por definición son personas de gran
talento pero con chocantes formas de conducta, que desconciertan a sus contemporáneos.
Desde el principio quedó claro el buen rendimiento publicitario de los arrebatos
estrafalarios de nuestro pintor. Alcanzó tal virtuosismo en la excentricidad y el desenfado
que logró convertirlo en otra forma de creación artística, mas ¿era sólo eso? Resultaban
inseparables la obra y la persona y, a mi juicio, igualmente interesantes. Disfruté de forma
similar al contemplar sus cuadros en los museos y al escucharlo, de modo especial en las
entrevistas televisadas. Por ambos regalos le estoy agradecido, los dos fueron gratis y
reconfortantes.
En general se lo admira en los cuadros y se ríen sus ocurrencias. Pueden perfectamente
invertirse los términos: reír con la ironía sutil y desgarrada de muchas de las pinturas y
quedar en embelesada admiración ante alguna de las payasadas geniales.
El agigantamiento actual de la figura del pintor de Cadáqués hace difícil aceptar que Dalí
fuese un completo desconocido para casi todo el público artístico español, cuando ya era
muy popular al otro lado de los montes y de los océanos. Surgió de repente, como una apa-
rición fantasmal en pleno aislamiento de los años cuarenta, en una exposición en la
Biblioteca Nacional, simultánea con los decorados y vestuario dalinianos que consiguió Luis
Escobar para unas representaciones de Don Juan Tenorio y una
conferencia-escándalo-alboroto que el artista pronunció, con su habitual fórmula de im-
pávido desgarro y sabia torpeza verbal, en el teatro María Guerrero de Madrid.
Las mentes simples tienden a deformar las interpretaciones de los hechos complejos
simplificándolas en exceso. Además de existir personas simples, hay «épocas simples».
Una de ésas fue entre nosotros la década de los cuarenta; al estar abrumados por
necesidades apremiantes se tendía a interpretaciones radicales... No pudo librarse el
fenómeno Dalí.
La incertidumbre del espectador aguijoneada por las provocaciones del artista no quedó
en duda pasiva, las gentes tomaron partido apasionado: «Es un genio.» «Es un farsante.» «
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¿Y qué me dice del Cristo y del cesto de pan?», argüía el primero. «Eso lo hace cualquier
estudiante aventajado de Bellas Artes», replicaba airado el otro. «Dígame el nombre de uno
y le compro toda la producción.» Resultaba un punto de vista incómodo para el detractor,
que insistía: «El colorido es de náusea.» Contraatacaban: «Es un dibujante fabuloso.» «Es
un pésimo dibujante con trucos y coartada literaria.» «Está loco.» «Es un genio que se hace
el loco.» «Vende mucho mejor de lo que pinta»...
Al principio resultaba divertido escuchar las encendidas polémicas, pero a los seres
humanos nos cuesta mucho trabajo resultar originales y, en consecuencia, una vez lanzadas
unas pocas ideas tendemos a repetirlas estereotipadamente, sin demasiada reflexión. Dalí
ha seguido cortejado por tales afirmaciones rotundas y hueras durante los últimos decenios,
con un deslizamiento progresivo hacia la admiración sin crítica empujadas por la sanción
oficial y la de mercado.
Naturalmente, no pretendo inclinar al lector en su juicio sobre el mérito intrínseco de la
obra daliniana, prefiero comentar el interrogante que aún flota en el aire: ¿estaba Dalí loco,
simplemente condicionado por pulsiones neuróticas o era todo mera teatralización
publicitaria?
Para enfocar el enigma conviene recordar algo que Dalí nos contaba ya en su primera
autobiografía: Dalí tiene unos calamitosos errores ortográficos. Hoy existe una mayor
tolerancia en el tema, pero en la época de su juventud una falta de ortografía era objeto de
anatema académico y social. Dalí era probablemente disléxico, y por tanto incapaz de
superar esta grave desventaja que esquivó de forma tan original como inteligente: todos sus
escritos, tanto los privados como los destinados a publicación, los plagaba deliberadamente
de los más graves disparates ortográficos. Ni él mismo sabía ya cuándo eran conscientes y
cuándo involuntarios, menos podía adivinarlo el lector. Automáticamente dejaron de ser
faltas de ortografía para convertirse en «cosas de Dalí)).
Si encontramos una fórmula para resolver un problema difícil, tendemos a aplicarla en
otros terrenos, y es lo que hizo nuestro gran personaje. Profundamente neurótico, con
imposiciones esclavizantes del subconsciente, se impuso otra serie de rituales y actitudes
hasta crear todo un edificio en el que se combinan originalidades y extravagancias
estrechamente entrelazadas con anomalías, trazando un laberinto indescifrable: el enigma
psicológico de Dalí.
Dos observaciones de 1968 quizá ayuden a matizar el proceso interno del pintor: le visité
en su casa de la Costa Brava con un pequeño grupo en el que venía otro psiquiatra, el doctor
Lartigau. Nos recibió con gran amabilidad. «Nada más fácil» era una frase con la que
accedía a cualquier petición, como dejarse retratar para lo que inmediatamente mordía un
clavel y hacía una mueca feroz. Mientras nos enseñaba el jardín acentuó las afirmaciones
chocantes: «Éste va a ser el corral para los rinocerontes.» Le dije en voz baja: «No se
moleste, Dalí, dos de los seis somos psiquiatras.» Me miró, enarcó una ceja y pasó
afectuosamente el brazo por encima de mis hombros y dijo solemne: «Ah, entonces
llevaremos la velada por terrenos más convencionales.» Lo cumplió, con acusada cortesía e
ingenio, pero de vez en vez con afirmaciones incongruentes o absurdas. En ocasiones
miraba como diciendo: «Perdón, se me ha escapado.» En otras era un automatismo sincero,
inevitable. Igual que con la ortografía.
Meses después nos encontramos de nuevo. Entró majestuoso en el hall del hotel Rítz de
Barcelona, en una de cuyas mesas estábamos sentados López Ibor y yo con unos colegas
extranjeros. Se acercó portando ostentosamente un paquetito colgado del lazo de la atadura.
Alguno del grupo anticipó con malicia: «No le preguntéis lo que lleva en el paquete, seguro
que viene a impresionarnos.» En efecto, saludó a los que conocía y dijo: «Se preguntarán qué
llevo en este paquete.» Intenté echarle un capote: «No, no nos hemos preguntado nada, pero
estamos encantados de verlo.» Inútil, Dalí era imparable: «Pues llevo un grillo, porque
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habrán de saber que en este hotel viven los mejores grillos del mundo.» Se me anticipó
Socorro López Ibor, que le advirtió: «Dalí, que TODOS son psiquiatras que han venido a un
congreso.» Acarició el bigote, miró con ojos desorbitados. «Hombre, TAMBIÉN es mala
pata», y al marchar navegó por el hall con el empuje de una fragata con todas las velas
desplegadas.
El aroma sutil de esta personalidad extraordinaria y entrañable ha enriquecido nuestras
vidas, con emociones estéticas y tambíén con sonrisas que sin él no hubiéramos tenido.
Gracias, Dalí.
(ABC, julio de 1988. Este periódico
lo publicó de nuevo el 24 de enero de 1989,
al fallecimiento de Salvador Dalí.)
HE VISTO LLORAR A UN LABRADOR
«He visto llorar a un labrador.» El amigo que me hizo este comentario estaba muy
impresionado, «ver llorar a un hombre siempre afecta, pero éste era un joven campesino, me
dijo su familia que tenía una depresión, ¿es posible?» Por lo visto sí hubiera sido un
dependiente de ultramarinos, o un empleado, habría afectado menos a mí amigo el atisbo de
la tragedia, quizá a la mayoría nos hubiese ocurrido lo mismo, y también nos impresionaría
más en un minero o en un forzudo de circo. El vigor físico y la rudeza provocan en el
espectador el espejismo de embotamiento o resistencia a los embates sentimentales. No es
así.
La pregunta « ¿es posible?» referida a una depresión en el medio rural la he escuchado
muchas veces. Está muy difundido el error de que la depresión es un producto exclusivo de
la sociedad industrial. Para comprender que es falso basta recordar: «El tío Eufrasio se tiró a
un pozo»; «Su madre se suicidó, se tiró al pozo».
Estas frases y otras parecidas probablemente evocarán en el lector recuerdos infantiles,
casi olvidados, que nos enfrentan con una versión tristísima y tercermundista del suicidio
pueblerino hasta hace muy pocos años. Todavía se escucha alguna vez. El estigma del
suicidio hacía modificar la noticia: «Se ahogó en un pozo.» Así, la familia quedaba libre de
la mancha de tener un suicida.
El pozo; el poeta Juan Ramón Jiménez nos dirá en Platero y yo: «El pozo. Qué palabra
tan honda, tan fresca, tan verdinegra.» A la víctima debía provocarle otras asociaciones de
ideas. Es un modo terrible de morir. ¿Por qué lo hacían? Prácticamente todos eran víctimas
de una depresión.
¿Por qué precisamente el pozo? No tenían muchas alternativas. La escopeta no estaba al
alcance de todos, las casas de pueblo no tienen altura suficiente para tirarse desde una
ventana, la torre de la iglesia (recurso ocasional) añade una nota «sacrílega».
Esta última reflexión nos acerca a las angustias culpabilizadoras del deprimido en trance
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suicida. He escuchado infinidad de veces en mi consulta que «si no fuese por mis creencias
me mataría». Es verdad, lo hubiesen hecho. En la pérdida o entibiamiento de las
convicciones religiosas está una de las explicaciones del aumento de suicidios. También una
mejor cultura religiosa; los creyentes intuyen certeramente que la enfermedad los exculpa.
Es frecuente encontrar en la nota del suicida a su familia: «Dios me comprende y me
perdonará.» Hace unos lustros, y mucho menos en el medio rural, carecían de este alivio.
He estudiado a muchos suicidas frustrados con píldoras, cortes de venas, etc. Incluso
ahorcados a los que se logró salvar la vida. La mayoría dan las gracias al destino y a nosotros
los médicos que los sacamos adelante; otros nos maldicen. Recuerdo una paciente que me
quiso poner pleito por haberle salvado la vida sin su permiso, «metiéndome sin ningún
derecho en sus asuntos». Renunció al pleito, pero como vive en Madrid la veo de vez en
cuando; sigue sin saludarme. No he tenido ocasión de investigar las vivencias de un intento
de suicidio en el pozo, mueren todos. No ignoraban su espantosa agonía, pero precisamente
por ser prolongada les daría ocasión de arrepentirse, así no morían en pecado que lleva a la
condenación y al mismo tiempo no los libraría de la muerte. Creo que ésos eran los dos
motivos combinados de la elección de este procedimiento atroz.
Pertenecemos a una generación de lamentadores profesionales, nos quejamos
constantemente de todo. Suponemos ser víctimas de un «estilo de vida» nefasto, cada uno
cree ser el más castigado. Muy pocos reflexionan que los bellos «tiempos pasados» fueron,
casi sin excepción, peores. El ejecutivo presume del tributo que su opulencia paga al estrés,
no suele pensar en el estrés del obrero en paro con cuatro hijos en la centésima intentona
fracasada de lograr trabajo; le parece una palabra demasiado elegante para que el otro se la
apunte.
La realidad es que la «igualdad de oportunidades» aparece singularmente evidente, en la
posibilidad de sufrir una depresión.
DOS ENAMORADOS PLATÓNICOS
DE LUCRECIA BORGIA
Los grandes amadores dejan una estela que fascina a generaciones futuras. En cambio, no
sé de nadie que se haya enamorado de un personaje del pasado del que sabemos que no fue
capaz de amar.
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Lucrecia Borgia tuvo amores, amoríos, pasiones, galanteos y una curiosa
correspondencia sentimental de mero ejercicio lírico con varios poetas. Hay donde elegir.
Además de su auténtica vida sentimental, la leyenda negra de los Borgia cultivada sin
pausa durante cuatro siglos, añadió fantasías eróticas morbosas asociadas con una imagen
falsa de su persona y vida, que adquirió tal pujanza que es la que habitualmente se nos
brinda.
Mentes luminosas como las de Victor Hugo y Alejandro Dumas se sometieron
servilmente al tópico y han contribuido a cimentar la cadena de errores. Por tanto, atrae todo
el que ha sido capaz de saltar sobre las mentiras establecidas y acercarse a la persona.
Resulta más atractiva la aproximación si se ilumina con un espejismo de enamoramiento.
Lord Byron recibió el flechazo de Cupido, con tres siglos de retraso, al contemplar un
mechón de pelo de Lucrecia Borgia. El aturdimiento amoroso disculpa la pequeña villanía
que cometió en Milán. En la biblioteca Ambrosiana fue autor de un hurto, mínimo es cierto,
el de uno de los cabellos: «Rubios, sedosos, los más bellos que nunca me ha sido dado
contemplar.» La sustracción fue de sólo una hebra, pero la conservó como el más preciado
de los tesoros, en un gesto entre fantasía romántica para contar a los amigos y concesión
fetichista, propia de su personalidad neurótica.
Byron, en ese viaje por Italia, para deleite de su egolatría fomentó al máximo la
intensificación de vivencias de evocación del pasado, con cualquier tipo de recurso, cuanto
más extravagante mejor. Por ejemplo, se hizo en cerrar dos días y dos noches en la celda en
la que supuestamente había estado recluido Torcuato Tasso, en un alarde histriónico muy del
gusto de la época, con el que pretendía «impregnarse del pensamiento de Tasso». No explicó
de qué pretendía impregnarse con el cabello de Lucrecia.
Un famoso bibliófilo francés del XVII, Grolier, empleó a los mejores encuadernadores
de su tiempo, galos y venecianos, e hizo estampar a los artesanos en la cubierta de sus libros
la inscripción que hoy buscan con afán en las subastas o anticuarios todos los coleccionistas
que pueden permitírselo: lo Grolieri et Amicorum (Soy de Grolier y de sus amigos).
Era una baladronada, jamás prestó un volumen de su librería, así la colección
permaneció entera y mereció la fama con que llega a nuestros días. Las grandes bibliotecas
actuales manifiestan la misma alergia a perder un solo documento y llaman a gritos a la
Interpol a la menor sustracción de sus fondos. Extraña que la Librería Nacional de París, en
la sección de manuscritos y documentos, conserve con presunción el producto de un hurto
de biblioteca: el de otro cabello de Lucrecia.
Un erudito francés del XIX se amparó en el precedente de lord Byron, ya que sintió la
misma tentación ante el mechón rubio de Lucrecia Borgia adherido durante trescientos años
a una carta. Igual que el poeta inglés, quedó prendido en el mágico atractivo de esa mujer
singular. Con idéntica parsimonia en el hurto se llevó un solo cabello, que es el que se
conserva en París.
Por suerte, hizo algo más interesante: copió las siete cartas de amor, cinco en italiano y
dos en español, que Lucrecia escribió a un poeta, Pietro Bembo, autor de unos famosos
diálogos de amor: Gli Asolani.
Las cartas de Lucrecia son discretas, salpicadas de referencias en clave, «enigmas» los
llamaban en los jugueteos amoroso-literarios a que eran tan dadas las damas cultivadas de
finales del Renacimiento. No convenía hacerlo de otro modo. El nuevo marido de Lucrecia,
Alfonso de Este, era hombre enamorado y celoso. En Ferrara persistía la tradición de
abandonar cosido a puñaladas en un callejón a quien turbase la paz sentimental de un
miembro importante de la familia ducal.
La correspondencia con Bembo proporciona a Lucrecia un lugar destacado en los
epistolarios poéticos. Las cartas conservadas muestran la evolución de un juego intelectual,
que se transforma en cariño y al final en pasión. Hasta este punto Lucrecia se desenvolvió
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con soltura literaria, no en vano fue discípula de los mejores maestros de su tiempo. En la
carta final, aquella que lleva prendido el mechón de cabellos, la vehemencia de los
sentimientos no encuentra expresión en palabras propias y ha de usar las ajenas. Toma
prestada una estancia del español López de Estúñiga:
Yo pienso si me muriese Y con mis males finase
Desear, Tan grande amor feneciese
Que todo el mundo quedase
Sin amar.
Al parecer, Lucrecia se apropió para sus amoríos la esencia del mote de su hermano
César: «O de Lucrecia o de nadie.» No se cumplió el egocéntrico anhelo y bastó su recuerdo
para impedir que «todo el mundo quedase sin amar».
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EL CURA DE PIXEIROS
El cura de la aldea se niega a dar los consuelos de la Iglesia a la difunta, y dispara contra
los asistentes al entierro: hay un herido. Al escuchar la noticia pensé: ¡Dios mío, un pobre
enfermo mental, empujado por las ideas delirantes, ha provocado una tragedia!
Los medios de difusión fueron proporcionando los detalles. Inicialmente algunas crónicas
transparentaban el odio a la religión y al clero, que es distintivo de ciertos informadores
actuales. Proyectaron una imagen de intransigencia cerril y despótica, ¿mercantilizada
quizá?, de un sacerdote «ultraconservador», seguidor de las orientaciones de la Iglesia
«oficial», que insultó en el sermón a la difunta y a su hijo, se negó después a asistir al
entierro y a pronunciar las oraciones porque la fallecida, inválida desde hacía años, no
acudía habitualmente a la iglesia. «El pueblo» protestó indignado por el alarde de «caridad
cristiana» y, en ese momento, el cura sacó un revólver escondido bajo la sotana...
Otros informadores actuaron con objetividad. En pocas horas, pues el episodio era muy
llamativo, nuevos detalles permitieron perfilar la conducta del protagonista. Desarmado por
los asistentes al duelo, corrió a su casa, sacó una metralleta y amenazó con «matarlos a
todos». Huida de los campesinos, fuga a un pueblo próximo «que tiene teléfono», aviso a la
Guardia Civil, detención del cura y hallazgo en su domicilio de «un arsenal» un tanto
incongruente: pistola «de fabricación casera», una metralleta portuguesa, etc. Comienza a
hablarse de «trastorno mental).
Parecía evidente. Los antiguos tratados de psiquiatría explican que al enfermo mental se le
diagnostica «por lo que dice y por lo que hace». En parte lo seguimos realizando así y el
«cura de Pixeiros», si los datos proporcionados eran objetivos, encajaba claramente en una
esquizofrenia paranoide, al menos como probabilidad diagnóstica. Con gran sorpresa
escuché, leí, que el psiquiatra que le reconoció el mismo día de su detención determinó que
era responsable de sus actos. El juez opinó de otro modo al escuchar las declaraciones
incoherentes del detenido, y ordenó un nuevo examen psiquiátrico.
¡Qué tema para una novela! Por desgracia, el sacerdote y los vecinos de la aldea están
envueltos, desde hace mucho tiempo, en una triste realidad. Los micrófonos y las cámaras
acudieron al remoto villorrio. Los vídeos se esmeraron en grabar únicamente entrevistas con
personas muy hostiles hacia el párroco. Las radios y la prensa comunicaron la opinión de
otros vecinos, movidos a compasión por la aparente enajenación mental de aquel hombre
extravagante y solitario. Una gran parte de los habitantes mostraron vehementes deseos de
seguir con normalidad sus prácticas religiosas, que ya han reanudado.
Las religiones, casi sin excepción, imponen códigos de conducta incómodos; a cambio,
proporcionan un hondo sentido a la vida y consuelo ante la adversidad. ¿Quién daba el
mensaje cristiano de amor y esperanza a estos feligreses, agobiados por el aislamiento y la
estrechez de una economía agrícola de subsistencia?: un hombre hosco, sucio, solitario,
amenazador, víctima de un delirio de persecución.
Los delirios de persecución y prejuicio inducen a que el enfermo, creyéndose víctima,
proteste y ataque. Para defenderse, hostiga. Quienes reciben sus agresiones, sin comprender
lo que ocurre, contraatacan. El paciente lo interpreta como una confirmación de sus temores
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y reanuda las hostilidades. Los agredidos arrecian su respuesta, cerrándose un círculo
vicioso de acumulación de actos hostiles, de temores y resentimientos que forma el núcleo
del «síndrome del perseguido-perseguidor» que, como bola de nieve, aumenta al rodar por
la pendiente.
Este cuadro patológico aniquila cualquier posibilidad de convivencia armoniosa entre el
enfermo y los integrados en su delirio. Es una tragedia en cualquier situación, pero
imaginémosla en el círculo cerrado de una pequeña aldea sin teléfono. Aunque algunos
sospechen que el agresor está perturbado, es muy difícil que soporten los insultos desde el
púlpito a sus mujeres y a sus hijas, a sus madres, y la falta de asistencia en el momento
dramático de la muerte de un ser querido. En esta guerra civil dentro del microcosmos de la
aldehuela, uno de los dos bandos tiene un solo militante; precisamente el que tiene que
cuidar la salud espiritual del otro bando.
A este velador de la armonía con el más allá de sus feligreses, a este cuidador de almas,
¿quién le cuida la suya?
La excelente crónica de Ricardo Domínguez, enviado especial de ABC, nos permitió a
sus lectores atisbar el fondo del drama. El triste sino del protagonista, el «cura pistolero» de
otras crónicas, se perfila: cuarenta y siete años. Lleva dieciocho en la parroquia. Fue uno de
los primeros de su promoción.
La cabeza mejor dotada intelectualmente de la comunidad se deteriora, víctima de un
proceso patológico de evolución insidiosa. «Al principio, cuando llegó, era un hombre
normal, pero poco a poco...», «Con la camisa y los zapatos rotos vagaba, huraño y
desconfiado...», «En una ocasión llevaba una linterna en la boca y en sus manos dos pistolas,
dijo que eran para defenderse...», «Apenas comía...», «Dormía sobre un somier».
La acentuación de la enfermedad es lenta y paulatina, los observadores se van
acostumbrando, y eso explica que se pudiesen dar a su conducta interpretaciones distintas a
la de la psicosis paranoide, sin prestarle la debida ayuda.
Qué desamparados están en ocasiones quienes, por vocación y generosidad, dedican sus
vidas a ocuparse del prójimo.
El párroco de Pixeiros desde la cárcel ha pasado al hospital psiquiátrico de Orense. ¡Que
Dios lo bendiga!
(ABC.)
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AGRESIVIDAD EN EL AUTOMÓVIL
En mi consulta de psiquiatra me ha llamado la atención que al regreso de las vacaciones
los pacientes que habitan en una gran ciudad no lamentan demasiado el regreso al trabajo,
algunos están incluso impacientes; en cambio, todos exclaman con angustia: ¡otra vez a ese
odioso tráfico!
La realidad es que en muchas ciudades el tráfico resulta una verdadera pesadilla, además
de los atascos padecemos el comportamiento de conductores agresivos, con llamadas
impertinentes de claxon, pasadas rozando, el morro metido apresuradamente para impedir el
paso a otro, un acelerón para frenar bruscamente detrás y demostrar que algo ha hecho mal.
Los forasteros son los que más padecen de sobresalto por esta gratuita violencia de los
conductores. Hay ciudades en que es muy llamativa, una de ellas es la mía: Madrid. Los
taxistas españoles suelen ser amables con el pasajero (al contrario de los de París, por
ejemplo); aquel de Barcelona también lo era conmigo, y muy parlanchín. De repente cambió
de tono y dijo: «Ese coche es de Madrid.» La matrícula pertenecía a otra provincia, por tanto
le pregunté por qué le atribuía el madrileñismo. Contestó: «Porque conduce antipático.»
Los mismos individuos que nos hostilizan desde su vehículo, si los encontramos luego
son amables. Ante el volante se enfadan. Enfadarse y conducir de modo antipático son dos
matices complementarios de un tipo de conducta que no resulta inofensivo.
En casi todas las grandes ciudades del mundo el tráfico es incómodo. Que resulte
«odioso» depende de la actitud de los conductores. En las carreteras este tipo de
comportamiento al volante aumenta mucho el riesgo de accidente.
En el estrés del conductor se acumulan pequeños traumas de impaciencias, irritaciones,
sobresaltos, frustración. Cada uno aislado no importa, la suma es agotadora. El tráfico
impone una serie de molestias inevitables; en cambio, la mayoría de los «disgustos» se pue-
den esquivar.
En psiquiatría llamamos neurosis al sufrimiento innecesario. En este sentido, el modo
de conducir de muchos automovilistas es neurótico. Sufren y hacen sufrir más de lo que la
situación en sí misma les impone.
Por supuesto, los rasgos neuróticos que la persona ya tenía en otros terrenos se
manifiestan también ante los mandos del automóvil. Existe el conductor ansioso, el
obsesivo, el irresponsable... Una de las manifestaciones más frecuentes es la de los
complejos de inferioridad, que se intentan compensar con la artificial superioridad de un
motor más potente, del acelerón que deja a otros atrás. Este esquema de compensación
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inconsciente es una de las causas del irracional aumento de potencia de todos los coches,
que con una pisada a fondo del acelerador lleva en unos segundos a velocidades prohibidas
en cualquier código de circulación.
Si el acomplejado lleva el coche de menor cilindrada, lo que hace es caminar
tozudamente por la izquierda de la carretera, sin dar paso por nada del mundo.
Una buena medida de convivencia sería la educación cívica del conductor; adiestrarle al
buen temple, al respeto a los demás, incluso la cortesía que mantiene en otras ocasiones y
que pierde al volante. Un viejo dicho castellano afirma que «las penas con pan son menos»,
también los atascos de tráfico sin enfado «son menos». Todos saldremos ganando.
EL ESCRITOR Y SU RINCÓN
Decía Baudelaire que «el trabajo creativo es el único milagro que los dioses permiten hacer
al hombre». Este anhelo, adormecido en el ciudadano común, despierta en cuanto vislumbra
el estudio de un artista o la mesa del escritor, porque irradian un aroma especial. La máquina
de escribir desvencijada, la vieja estilográfica, el grupo de pipas en un vaso de cerámica...
parecen aureoladas de una magia que brinda gratuitamente la inspiración.
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« ¡Cómo me gustaría poder tener un rincón así en mi casa para trabajar!», es la típica
exclamación del visitante irreflexivo. Los escritores, aun los destacados, viven con
frecuencia en la estrechez y su «rincón» suele consistir en un pequeño espacio atiborrado de
libros, los útiles de escribir, una pipa o un montón de colillas en un cenicero. Los japoneses
dan gran importancia a un concepto que me entusiasma y sobre el que ya he escrito otras
veces: el «vivir en refinada pobreza». Es frecuente en los escritores nipones; entre nosotros
el intento puede desviarse hacia un estilo de vida más bien cochambrosillo. Sin embargo, la
exclamación del recién llegado fue sincera, le «gustaría» disponer de un ambiente semejante.
No suele percatarse de que el clima psicológico, lo que en realidad le atrae, está vinculado a
que sabe que allí se realiza una labor creativa, en ese rincón se escribe. En el escenario
equivalente de un contable, el visitante no habría tenido la misma reacción.
En raras ocasiones el escritor logra hacerse con un ambiente envidiable; una casita en la
montaña o al borde del mar, colgada del paisaje. En estos casos, casi sin excepción, ha
volcado el entusiasmo en la amplitud y decoración del recinto en el que escribe y que, un
tanto solemnemente, llama «mi estudio». El deslumbramiento del visitante llega al delirio:
«Aquí sí que se puede escribir», y si es de natural envidioso añade: «Bueno, aquí escribe
cualquiera.»
Lo escucho en verano, porque disfruto de una escenografía de este tipo en mi lugar de
descanso en el que termino casi todos los libros: «Qué maravilla escribir aquí, se siente uno
inspirado.» La verdad es que tras esta reflexión generalizadora no suelen decir nada espe-
cialmente inspirado. Ese tipo de huéspedes respira hondamente, contempla la habitación,
mira el panorama y añade: «Esto es vida.» Me lo dicen personas que están de vacaciones sin
dar golpe en todo el día, mientras yo trabajo allí durante mis vacaciones, de cuatro a seis
horas diarias. De todos modos, no lo lamento, reconozco que «eso es vida».
La verdad es que resulta estimulante disponer de un hermoso escenario. Mientras escribe,
el autor no levanta la vista del papel o el teclado de la máquina o del ordenador, a veces
durante horas seguidas y da igual lo que le rodea, no lo ve. Es en el respiro para soportar la
fatiga, en el estirarse para aminorar el dolor de espalda o de cervicales, es cuando los ojos
quedan prendados de la belleza del panorama que penetra en el alma, como un bálsamo que
alivia y reconforta.
Tengo una actitud esteticista. Me importa mucho la belleza, temo que excesivamente. En
Madrid, donde vivo, no puedo disponer de un paisaje. Las calles que rodean mi casa son un
monumento a la vulgaridad de cierta arquitectura contemporánea, prefiero no verlas. He
dispuesto la mesa de trabajo de espaldas a la ventana en las dos habitaciones en las que
escribo. El «paisaje» es interior. En una de ellas, mi despacho profesional, el placer visual lo
proporciona la biblioteca. Creo que no existe un ambiente más acogedor, mas cálido para el
espíritu, que el enmarcado por libros; mucho más cuando el amor y el respeto al libro se ha
mostrado en arroparlo dignamente con una hermosa encuadernación. Más de la mitad de los
libros de las estanterías que contemplo desde la mesa de trabajo están encuadernados por mí;
fue mi afición predilecta hasta que hace unos años comencé a pintar.
Mi pintura rodea por completo la mesa de trabajo en la otra habitación. En ella me
encierro para escribir o para pintar. Lo último es más agradable. Cuando tengo que iniciar un
libro guardo bajo llave los pinceles (si comienzo con ellos no soy capaz de abandonarlos);
sirve de consuelo notarme rodeado, del techo al suelo, por cuadros en cuya ejecución he
disfrutado tanto. «¿Cómo? ¿Cómo dice? ¡No lo entiendo! Ah, que es un alarde narcisista. Sí,
sí, ya lo sé, ¡qué le vamos a hacer, todos tenemos algún defecto!)
« ¿Que para qué necesito dos habitaciones?» No es que las «necesite», durante muchos
años escribí en el rinconcito de una habitación compartida con mis hermanos bajo la luz de
un flexo en un pupitre. En realidad es suficiente. Ahora los artículos o trabajos breves los
hago en mi despacho y a la vez puedo atender el teléfono. Si necesito concentrarme para una
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tarea prolongada me aíslo en la otra habitación, la de los cuadros, donde está el ordenador. «
¿Cómo, que dice usted que soy un maniático? Bueno, la verdad es que todos tenemos... más
de un defecto.»
(ABC, noviembre de 1987.)
¿OBRA MAESTRA O FALSIFICACIÓN? LOS
QUE SABEN Y LOS QUE SIENTEN
Hace unas semanas me mostraron con solemnidad presuntuosa la casa de un afamado
coleccionista de arte. «Este es un Murillo -dijo mi acompañante-, éste es el Greco -ambos
más que discutibles-, y éste es el Goya; bueno, del Goya hay algunas dudas.» Sin poderlo
evitar se me escapó: «No puedo comprender por qué existe la menor duda.»
Para mí no la había, es tan falso como los otros dos.
En circunstancias similares suelo mantener secretas mis objeciones, pues ya sé lo que me
van a decir: «Es que está firmado.» Recuerdo que ante esta afirmación -tan habitual en
anticuarios de antaño-, Fernando Zobel solía comentar: «Claro, como todos los falsos; los
que a veces no están firmados son los auténticos; los falsos siempre tienen firma. Lo difícil
es imitar un ojo o un dedo del maestro, la firma la hemos falsificado todos en las notas del
colegio y de vez en cuando colaba.»
Sorprende la frecuencia con que nombres grandiosos figuran en la plaquita en el marco de
cuadros mediocres. No ocurre sólo en las mansiones de ricos presuntuosos, también nos los
encontramos en los principales museos del mundo.
En el Metropolitan de Nueva York hace pocos años descolgaron un cuadro que figuraba
en el catálogo como de Goya porque, según el director, «bien analizado, tiene algunas
pinceladas innecesarias, y la clave diferencial del talento de Goya está en que jamás sumaba
elementos que no fuesen indispensables».
Como puede sospechar el lector, esta sutileza un tanto extravagante del director despertó
una intensa polémica, y al final le costó el puesto, pues el «falso Goya» se vendió a un museo
japonés, y ahora la mayoría cree que es auténtico.
Tanto en el Prado como en el Louvre o en el National Gallery comprobamos un
desconcertante bailoteo de asignaciones -«Van der Weiden»... «Escuela de Van der
Weiden», etc.-, y con frecuencia están divididos en dos bandos, en uno los expertos
historiadores del arte y los pintores en el otro.
Ocurre por ejemplo con el retrato del duque de Lerma por Rubens adquirido hace pocos
años para el museo del Prado. Es un cuadro perfectamente documentado, se conserva todo el
papeleo del encargo a Rubens por el convento de Toledo donde ha permanecido siglos hasta
su paso directo a la pinacoteca nacional. Las facturas, recibos, descripciones de época, etc.
Los eruditos afirman su autenticidad, «saben» que es auténtico. A casi todos los pintores
importantes que conozco les parece falso, «notan que es falso»; me decía uno de ellos: «Pero
hombre, ¿cómo va a pintar Rubens ese caballo con los cascos empotrados en un cielo
capitoné?»
No es el único caso. Se le parece mucho el de un discutidísimo dibujo de Rembrandt. Es
Juan Antonio Vallejo-Nágera Vallejo y yo
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el único que ha salido a subasta seis veces en este siglo. Figura reproducido a página entera
en algunos de los libros de más prestigio sobre dibujo. ¿Por qué los museos o los colec-
cionistas que, lo han tenido una temporada acaban desprendiéndose de él? Normalmente un
dibujo de Rembrandt, si puede conservarse no se vende. Éste tiene su historial claro, desde la
primera venta por un discípulo de Rembrandt, el papel es el utilizado por el maestro, el
análisis químico de la tinta muestra que es la del taller. Sin embargo los propietarios, al cabo
de un tiempo, sospechan o se cansan. El test del tiempo es muy certero tanto para el amor
como para las obras de arte. Por algún motivo su contemplación prolongada no satisface y lo
venden.
Asistí a una discusión sobre este dibujo (un desnudo femenino, la mujer está sentada en
un taburete con las piernas cruzadas) la víspera de su penúltima subasta hace siete años (era
la penúltima porque lo han vuelto a vender). Ocurrió en Londres y recuerdo en el grupo al
director de la casa Colnaghi, a uno de los conservadores de dibujo del Museo Británico y a
Fernando Zobel, que era a quien yo acompañaba. Fue Zobel quien resumió: «A fin de
cuentas resulta que no hay un solo historiador de arte que no afirme que es auténtico, y no
hay un solo pintor que no diga que es falso, lo mismo que el duque de Lerma de Madrid;
claro, los historiadores se fijan en los documentos y los análisis, no miran ni con tanta crítica
ni con tanto amor el dibujo o el cuadro, y los pintores no toman en consideración los docu-
mentos; pero bueno, ¿cómo va a ser de Rembrandt esa pierna que parece de escayola?» Tal
como antes decíamos: unos «saben» que es auténtico, otros «notan» que es falso. ¿Quiénes
tienen razón?
Una posible interpretación del caso del Rembrandt: fue dibujado en el taller del maestro...
por un discípulo. Rembrandt hizo unas correcciones, pues hay toques magistrales en la
cabeza y torso. El discípulo en lugar de destruir el dibujo fallido lo conservó, y a la muerte
del maestro hizo la primera venta de las muchas que ha tenido. El papel es auténtico, la tinta
también, la procedencia exacta, algunos de los trazos del maestro y... acaba cansando porque
no es «totalmente» auténtico.
Puede que todos estén un poco en lo cierto, y a la vez todos se equivoquen, especialmente
yo al hacer estos comentarios, pero no olvidemos que, como dice Wittkower: las
interpretaciones rpretaciones erróneas son también un modo interesante de revivir el pasado.
(Divina, marzo de 1988.)