José Martínez Suárez

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Encuentros con José Martínez Suárez

Rafael Valles

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Autoridades Nacionales

Presidencia de la Nación

Presidenta: Dra. Cristina Fernández

Vicepresidente: Lic. Amado Boudou

Ministerio de Cultura

Ministra: Sra. Teresa Parodi

Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales

Presidenta: Sra. Lucrecia Cardoso

Vicepresidente: Lic. Juan Esteban Buono Repetto

Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica

Rector: Sr. Pablo Rovito

Biblioteca: Sr. Adrián Muoyo

Valles, Rafael Fotogramas de la memoria - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : el autor, 2014. 368 p. ; 21x15 cm.

ISBN 978-950-43-3038-7

1. Cine Argentino. I. Título CDD 778.53

Primera edición: noviembre de 2014

© 2014 Rafael Valles

ISBN: 978-950-43-3038-7

Agradecemos a José Martínez Suárez, al Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken y al Festival de Cine de Mar del Plata por las fotografías reproducidas en este libro.

Se hizo el depósito que establece la ley 11.723Impreso en Argentina. Printed in Argentina

La primera edición de Fotogramas de la memoria se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2014 en Artes Gráficas Integradas S.A. William Morris 1049, Florida, Provincia de Buenos Aires

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Prólogo, por David Oubiña

Introducción

Agradecimientos

01. Infancia y juventud

02. Lumiton

03. Trabajando con...

04. José cinéfilo

05. El crack

06. La Generación del 60

07. Dar la cara

08. Punto de inflexión

09. Los chantas

10. Los muchachos de antes no usaban arsénico

11. Dictadura militar

12. Noches sin lunas ni soles

13. Intentos, colaboraciones y revisiones

14. La enseñanza

15. Festival de Cine de Mar del Plata

Consideraciones finales

Anexos

Filmografía

Bibliografía

Índice onomástico

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Índice

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Introducción

En un mismo estante, reposan en apacible armonía películas tan dis-tintas entre sí como Tiempos violentos (1994), Dios se lo pague (1948), El aco-

razado Potemkin (1925) y Drácula (1931). No muy lejos, es posible encontrar desde comedias como Max y sus dos mujeres (1986), Piso de soltero (1960), hasta dramas como Muerte en Venecia (1971), y la colección completa de El

decálogo (1989). Más arriba, cortos de los alumnos del Taller MS se reparten el espacio con la ópera prima de los hermanos Coen.

“Me acuerdo del día en que me avisaron que se estaba pasando una película que se llamaba Simplemente sangre en el cine Sarmiento y fui co-rriendo a verla. Era un miércoles, y al día siguiente la bajaban de cartel. Así que, cuando la vi, me quedé maravillado y traté de avisarle a la gente para que vayan a verla antes de que saliese de cartelera. La gente no fue, la película pasó desapercibida, y hoy los hermanos Coen son dos grandes de la historia del cine”, afirma José, mientras retira de la estantería el VHS de Simplemente sangre (1984).

Diálogos inusitados, recorridos que cuentan la historia del cine en sus más diversas generaciones, nacionalidades y géneros, pero que en última

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instancia revelan algo más: una estantería puede abrir caminos inespera-dos para entender la pasión de José Martínez Suárez por el cine. La cues-tión se torna aún más profunda cuando se tiene en cuenta que esta misma videoteca, ubicada al lado de la puerta de entrada del escritorio particular de José, no representa más que un décimo de la totalidad de su acervo.

“¿Cuántas películas hay acá, José?”. “El doble de las que usted ve”, trata de aclarar, una vez que la falta de espacio lo obligó a crear una doble fila de películas en cada estantería.

En este espacio se concentran películas en VHS y DVD, y cientos de libros que van desde El capital (1867), de Karl Marx y Noticia de un secuestro (1996), de Gabriel García Márquez, hasta un sector –muy especial para José- colmado por textos de y sobre Jorge Luis Borges, pasando además por obras más técnicas como el Manual de estilo de La Nación (1998) y Santa Fe:

el paisaje y los hombres (1971). Otros escritos, como agendas que registran minuciosamente sus actividades diarias a lo largo de los años y una caja con diversas tarjetas postales recibidas de amigos y familiares, acentúan el caracter personal de este archivo.

Conocer su escritorio también es una posibilidad para descubrir otras pasiones que traspasan el ámbito artístico, como los banderines de Rosario Central y Newell’s Old Boys, equipos de fútbol rosarinos que remiten a sus orígenes y, obviamente, el de Racing, su equipo del corazón. Otra particula-ridad que se encuentra sobre los estantes es su colección de búhos, regalo de sus amigos, hechos de distintas formas y medidas que terminan por revelar un significado más profundo para José: “Siempre me interesaron los búhos. Cuando era pequeño e iba con papá a visitar algún pariente en un pueblo vecino a Villa Cañás, me llamaba la atención ver a los búhos en los postes de alumbrado, con sus ojos brillantes. Era atemorizante y a la vez cautivante. Ese búho que estaba solo, sin hacer nada, parado en la cumbre de ese poste, me llamaba tremendamente la atención”.

Distribuidos por todo el escritorio, retratos y fotos enmarcadas narran fragmentos de la trayectoria de José acompañado por personas que marca-ron su camino. Desde una imagen con el equipo de fútbol de Lumiton hasta fotos de su esposa, Nené Lovera, y de sus nietos, pasando por amigos como el Negro Fontanarrosa y alumnos de su taller. En vez de guardarlas cómoda-

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introducción

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mente en álbumes fotográficos, José las mantiene en su entorno, como un modo de sentirse acompañado de sus seres queridos, en este espacio de intimidad.

“Mirar estas fotos me hace revivir todo, estoy rodeado del pasado y del presente a través de ellas. Nadie está muerto mientras uno se acuerde de él. Tengo acá al lado una foto de mi bisabuelo y otra de mi bisnieto: los puse juntos porque nunca se cruzaron, pasaron cien años entre la muerte de uno y el nacimiento del otro. Lo que nunca sabrán es que en alguna parte están juntos, y es aquí”.

Entender este escritorio no es solamente una forma de empezar a des-cubrir a José, sino también la posibilidad de imaginar los momentos vivi-dos en este espacio, ya sean situaciones que merecen ser guardadas en la memoria o, en su defecto, ser olvidadas.

“Hubo mucha gente que se paró en esa puerta y me dijo que tenían un guion que solo yo podía hacer, cosa que yo sabía que era mentira. Rechacé las tres ofertas que comenzaban con esa frase”.

Pero imaginar la historia de este espacio también es empezar a visualizar la historia del Taller MS. En este escritorio nacieron muchos cortometrajes, se aplicaron muchas de sus enseñanzas, se construyeron muchos caminos. A lo largo de veinticinco años, desde las ocho de la mañana hasta las nue-ve de la noche, de lunes a viernes, en clases individuales y semanales de una hora, José les proporcionó a sus alumnos la posibilidad de recorrer un proceso en el que las equivocaciones y los logros formaban parte del apren-dizaje que los ayudaría a encontrar su rumbo como profesionales, pero fun-damentalmente como seres humanos. No es casualidad que hayan pasado por este escritorio nombres como Juan José Campanella y tantos otros que hoy son responsables directos de la construcción del cine argentino.

“Leonardo Di Cesare, un alumno brillante que tuve, un día se paró en la puerta del escritorio y le pregunté qué le pasaba. Me dijo que le habían robado. Venía en el tren y un hombre se sentó a su lado. Entonces ese hombre le preguntó si podría darle diez pesitos. ‘No’, le dijo Leo. ‘Mirá lo que tengo’, el tipo se levantó el saco y le mostró un revólver. ‘¿Pero usted estaba solo?’, le pregunté. ‘Sí, pero la gente estaba en el pasillo y no se metía. Así que le di la billetera con treinta pesos, que era lo que yo tenía

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para vivir hasta fin de mes’. El tipo le sacó la billetera, la abrió, tomó diez pesos y se la devolvió. Puso los diez pesos en su bolso, sacó una foto con su hija y se la mostró. ‘¿Sabés el puchero que voy hacer hoy a la noche con los diez pesos que te saqué?’, y volvió a guardar el bolso. ‘¿En qué trabajás?’, le preguntó el asaltante. ‘Estoy buscando trabajo’, dijo Leo. ‘¡No! ¡Hacé lo mío! ¿Vos creés que el revólver que tengo es de verdad? Estás loco. Con esto te arreglás, y una vez que ganás lo suficiente para comer te vas a tu casa… Me voy al vagón de al lado. Chau, y que tengas suerte’. Leo me hablaba todavía asustado por lo que había pasado. ‘Pero Leonardo, ¡usted compró por diez pesos un guion excepcional!’, le dije. Entonces él lo pensó, lo pensó, y dos o tres semanas después, mientras seguíamos encontrándonos en las clases empezó a moverse la realización de este corto”.

No es casualidad que este mismo escritorio donde lo conocí cuando quise ingresar en su Taller MS en 2007, sea el mismo en el cual ahora es-temos comenzando este recorrido. Sentado cómodamente en su sillón de cuero negro reclinable, frente a un grabador que no parece intimidarlo y a una amplia ventana que enmarca el sol de las diez de la mañana del 21 de mayo, José se muestra tranquilo y receptivo frente al camino que estamos por comenzar a transitar a lo largo de sus ochenta y siete años de vida. Asu-mir riesgos, tocar temas arduos, aceptar digresiones, así como disfrutar de hermosas anécdotas que nos posibilitan realizar un intenso viaje sobre su trayectoria y lo que esta implica dentro del cine argentino. Como en una película, estamos por conocer los fotogramas que componen su memoria. Nada más acogedor que realizar esos encuentros en el lugar que tanto lo identifica.

“Yo diría que acá vivo. Pasando el escritorio, camino”.

Rafael Valles, 04/08/2013

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Agradecimientos

Quiero dejar registrado mi más profundo agradecimiento a José Mar-tínez Suárez, por proporcionarme esa oportunidad única en mi trayectoria y por apoyarme incondicionalmente en todas las etapas del trabajo; a Pablo Rovito y a la ENERC por haberen sido tan determinantes en la publicación de este libro; a David Oubiña, Hans Garrino, Javier Garrido, Mario Sábato, Miguel Pérez y Pablo Conde por sus aportes, críticas y sugerencias funda-mentales para que el libro haya alcanzado su versión final. A Hans Garrino, Julio Crespo, Nora Pérez Blanchet y Micaela Berguer por el preciso traba-jo de correcciones y revisiones que hicieron. Mi agradecimiento también para Aída Bortnik, Alberto Borello, Bernardo Arias, Carlos Bobeda, Facio Asenjo, Gustavo Reján, David Oubiña, Gustavo Taretto, Humberto Ríos, Javier Garrido, Jorge Camarda, Jorge Luz, Juan Pablo Lacroze, Leonardo Di Cesare, Lucas Lovera, Manuel Antín, Mario Sábato, Máximo Berrondo, Miguel Pérez, Nene Lovera, Olga Zubarry, Osvaldo Castro, Pablo Moret, Roberto Sales, Rodolfo Denevi, Ruben Tizziani y Silvia Legrand, no solo por el registro de sus testimonios, sino, sobre todo, por el interés e incentivo que me proporcionaron para concretizar ese proyecto.

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Mi agradecimiento a Fernando Martín Peña y Sergio Wolf, por la entre-vista y análisis que hicieron sobre la obra de José para la revista Film; a Da-vid Oubiña y Quintín, por la entrevista realizada con José para la revista El

Amante; a la publicación de la revista Inconscientes, que transcribió la charla con José realizada en el MALBA; a Mario Gallina, por su entrevista con José para Argentores; a Adriana Caiazza, Adrián Muoyo y a los compañeros de la Biblioteca de la ENERC, fundamentales respectivamente en este proce-so de finalización e investigación; al Museo Pablo Ducrós Hicken por su importante colaboración; y a las más diversas publicaciones de prensa y de estudios sobre el cine argentino que desde el principio fueron esenciales para que este proyecto se volviera realidad.

Este libro está dedicado a mis incansables padres, Alda Helena Rosi-nato Valles y Horálio Figueira Valles; a mi gran hermana Luciane Rosinato Valles; a mi gran amigo de toda la vida, Breno Ruschel; a Simone Paixão de Oliveira, Suzete Manfron, Isolde Bosak, Santos Alberto Platini, Fernando Romero, Ricardo Dominguez, Flora Bojunga, Conceição Beltrão y Miguel Pérez; personas a quien quiero tanto y que fueron claves en todo este reco-rrido. Sin ustedes hacer cine no sería más que un sueño para mí.

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Capítulo 01.

Infancia y juventud

Nosotros –vos y yo– continuamos la amistad que tuvieron nuestros padres. Hasta hoy me acuerdo ver a tu padre llegar en la tardecita al negocio

de mi papá, con saco livianito gris, el paso lento y la infaltable pipa en la boca. Se sentaban en el mismo negocio,

en sillones de mimbre, y se formaba una pequeña reunión de amigos en la cual estaba también don Humberto Bianchi.

Eran alrededor de dos horas en las que charlaban sobre las cosas del pueblo, del país y las noticias que habían leído en el diario La Prensa,

que había llegado en el tren de la tarde. Yo trataba de rondar entre ellos para aprender algo sobre lo que conversaban.

Carta de José Martínez Suárez a Juan C. Mogni

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Tengo bien grabado en mi memoria que Pepe Areso me contó que sus mayores decían que el noviazgo de Rosita Suárez con el “anarquista”

José Martínez Fernández había sido muy resistido por familiares y allegados. Pero ellos se casaron el 30 de agosto de 1924, y empezaron

a conformar una familia que hizo historia en el pueblo.

Facio Asenjo, amigo de la infancia de José

Rafael Valles: ¿De dónde provienen los Martínez?

José Martínez Suárez: Los Martínez provienen de una localidad que se llama Uleila del Campo (en la provincia de Almería, en Andalucía, al sur de España), con la cual mantengo contacto porque lleva un registro de sus viejos habitantes. Vinieron a América alrededor de 1906. Mi padre se lla-maba José Miguel Martínez Fernández, nació el 25 de marzo de 1900 y era el menor de cuatro hijos. Él y su familia llegaron a una localidad de la provin-cia de Buenos Aires llamada Arribeños, cerca del límite con Santa Fe. Era una familia pobre; todos trabajaban, tenían una quinta para subsistir de la verdura, las gallinas, los cerdos.

Alcancé a conocer a mi abuelo José. Tengo un vago recuerdo de él en nuestra casa en Villa Cañás, porque yo debía tener cinco o seis años cuando falleció. Recuerdo que era muy anciano y tembleque, vacilante para cami-nar, usaba bastón. Con mi padre se trataban de “usted”, como se usaba en aquella época. Siempre usaba sombrero, lo tenía en el asiento de atrás del auto que manejaba mi padre. Es lo único de lo que me acuerdo.

Y los Suárez, ¿de dónde provenían?

Mi familia materna era de Santander, España. Mi abuelo, Antonio Suárez, comerciaba cereales: compraba grano acá en Argentina y lo car-gaba en barcos que lo llevaban a España. Tenía una buena posición en Santander. Mi madre, Rosa Suárez, era secretaria de un tío que era obispo de esa ciudad.

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Debo aclarar que mamá nació en Coronel Dorrego, una localidad del interior de la provincia de Buenos Aires. Pasó su infancia y juventud en Santander, y regresó definitivamente a la Argentina unos años después.

En Santander, mi madre estaba de novia con un joven marino llamado Antonio. Cuando mi abuelo se enteró de eso, no dijo nada, pero el día en que él iba a viajar a América, durante el almuerzo le dijo a mi abuela: “Au-relia, prepara la ropa a Rosita, que hoy se va conmigo”. Eso fue una sorpresa en la familia, porque no estaba previsto. Mi madre, por medio de una com-pañera del colegio que se llamaba Jesús Aristizábal, alcanzó a mandarle una nota a Antonio: “Mi padre me lleva a América en el barco que parte esta tarde”. Cuando llegaron al puerto, Antonio había contratado un bote, mientras partía el barco con mi madre. Ella se fue a la popa a despedirse de él, mientras Antonio remaba, presumo que desesperadamente, detrás del barco. Me dice mi madre que en esos momentos mi abuelo le dijo: “Salú-dalo, salúdalo, que no lo vas a ver nunca más en la vida”. Ellos deben haber viajado definitivamente para Argentina un poco antes de la Primera Guerra Mundial, alrededor de 1914.

Al llegar a Buenos Aires, tomaron el tren que los llevó al sur de la provincia de Santa Fe, a Villa Cañás. Mi abuelo Antonio habló con unos chacareros que tenían hijos que no iban al colegio, y dejó a mi madre en esa chacra para que les enseñara a todos a leer y a escribir. Mamá nos habló poco de esta familia, lo que me hace creer que no le tuvo afecto ni simpa-tías. Debe haber sido gente poco instruida, que no conocía otra forma de vivir. Lo que sí reclamaba mamá era que, por más esfuerzo que hizo, ningu-no de los chicos de esa chacra alcanzó a aprender las primeras letras, por-que cuando iba a comenzar el horario de clases los padres los mandaban a trabajar en el campo, hiciera frío, calor, lluvia o viento. Ella no hablaba demasiado de esta modificación fundamental que tuvo su forma de vida.

Los Gastón, una familia de Villa Cañás, no sé en qué circunstancias la conocieron y la llevaron a vivir con ellos. Era una familia distinguida de es-pañoles, y como percibieron esta situación tan dura en que estaba viviendo una compatriota, se la llevaron. Poco después ella ingresó como docente en la Escuela 178.

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¿Qué tipo de comentarios solía hacer ella sobre su vida en España?

Una gran remembranza.1 Siempre estaba muy interesada en lo que pa-saba en España, tanto es así que el primer libro que me dio para leer en mi vida fue El sabor de la tierruca (1882),2 de José María de Pereda, un escritor santanderino que mi madre leía. Ella quería que yo conociera la obra de Pereda para que me sintiera interesado en cómo eran Santander y sus alre-dedores en la época en que se situaban los libros. Creo que hacer que a los siete u ocho años yo leyera eso no fue un acierto de mi madre, porque yo no entendía demasiado, había muchas palabras españolas que no se utilizaban en Argentina. De todas formas, guardo ese libro con mucho afecto. Nunca hay un solo motivo para que una historia se desarrolle de determinada ma-nera, pero este también es uno de los motivos por los cuales la lectura fue una de mis pasiones, satisfacciones y alegrías (y lo sigue siendo).

¿Su madre siempre mantuvo el acento español?

Siempre. Ella nos trataba de “tú”. Para mis hermanas y para mí era extraño, pues papá, que era español, nos trataba de “vos”, y mamá, que era argentina, nos trataba de “tú”.

Creo recordar que mamá me dijo que en algunos viajes que el abuelo An-tonio hacía a la Argentina, cuando venía por mucho tiempo, venía con la fami-lia. Después, todos ellos recorrían las zonas de compra de grano, que eran el centro de la provincia de Buenos Aires y todo el sur de la provincia de Santa Fe.

¿Estos distintos acentos llegaban a confundirlos a ustedes, en ciertos momentos?

Formaba parte de una especie de historia literaria; era como vivir en un cuento. Porque, ¿cómo es posible que una persona que nació en Argentina

1. A mí me fascinaba cuando mamá me contaba que una vez que fueron a Madrid vieron pasar una motocicleta a toda velocidad. Y la sorpresa fue al día siguiente, al leer el diario que infor-maba que a Alfonso XIII, hijo del Rey, se le había multado por conducir una moto en el medio de la ciudad, a una velocidad excesiva.

2. El sabor de la tierruca. Copias del natural. Ilustraciones de Apeles Mestres. Grabados de C. Verdaguer, Barcelona, Biblioteca Artes y Letras, 1882.

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vaya a España, y una persona que nació en España viva en Argentina, y después ambas se encuentren en Argentina? Yo era demasiado pequeño para elucubrar historias, pero intuía que ahí había cuestiones en las que la casualidad había obrado con gran potencia, con situaciones insólitas. Des-pués la vida me enseñó que la respuesta es siempre: “¿Y por qué no?”.

¿Qué recuerdos tenía su madre de su abuelo?

Ella lo trataba de “usted”; él era muy severo. Creo que mi madre le guardó un temor y un desagrado por aquella actitud del mediodía en que ella tuvo que preparar la ropa para venirse a América. Mi abuelo murió seis meses antes de que yo naciera, así que no alcanzó a conocerme. Había puesto una librería en Villa Cañás, que quedó para mi padre.

¿Cómo veía su abuelo esta unión entre sus padres? ¿Existía algún prejuicio de la

familia hacia el origen humilde de su padre?

Mi abuelo Antonio no lo quería a mi padre, porque él venía de una con-dición inferior. En lo que se refiere a la familia, tener prejuicios en relación con esa unión… presumo que no, pero no lo sé. No se habló mucho sobre eso. Considerando el valor de la palabra con relación a la época, supongo que mi abuelo era un presunto intelectual. Un hombre cuya mujer sabe que va a viajar a América porque advierte que está llenando de libros una maleta de mimbre, para tener lectura en el viaje, debía ser un hombre bas-tante difícil de tratar. A veces me doy cuenta de que tengo algunas actitudes que no son demasiado simpáticas en la convivencia con los demás, y es posible que provengan de este abuelo.

¿Sabe cómo se conocieron sus padres?

No. La única posibilidad que existía para conocerse era en un baile, en las reuniones que se realizaban en el pueblo. Mi padre no era una persona que sería bien recibida en la casa de los Gastón, que era donde vivía mi madre (es más, supongo que nunca entró). Así que presumo que en algún

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baile popular, un 25 de Mayo, un 9 de Julio, un día de los italianos o un día de los españoles… En una romería, se pueden haber conocido.

¿Cómo era la relación entre ellos?

Muy buena. No recuerdo haberlos visto discutir nunca. Mamá trabaja-ba porque concurría al colegio, que quedaba a una cuadra, más el cruce de la plaza. Papá trabajaba todo el día en el comercio; era muy trabajador y em-prendedor. Mamá tenía una frase que decía mucho después de que murió papá: “Veía la gramilla nacer”. Gramilla es el césped, que parece que crece muy despacito. Alababa las condiciones de mi padre para sacar adelante a la familia; y de hecho la sacó, porque el abuelo no dejó una gran fortuna. Mi padre, luchando con tesón, logró alquilar frente a la plaza (contigua al cine) la habitación donde yo nací. Después compró un terreno, construyó la casa familiar y nos fuimos a vivir allí.

¿Su padre era un anarquista?

Un anarquista borgeano. Nunca dio un discurso, nunca manifestó su condición de tal y tampoco admiró la violencia.

Hablando con su amigo Roberto Sales, él me decía que aquí la situación de los

españoles anarquistas era muy difícil, trabajaban como peones.

Antes de tener la librería, papá era hombreador de bolsas en el ferroca-rril. Descargaba bolsas de camiones y carros y las cargaba en los vagones. Mamá pensaba que esa debía haber sido una época muy difícil para él, porque papá era un hombre alto y delgado: debía medir 1,78 y no pesar más de 70 kilos. Me acuerdo de que mamá decía: “¿Tú sabes, hijo, lo que debe ser que te pongan una bolsa de 75 kilos y tengas que subir una rampa, para después acomodarla en un montón?”.

¿Tiene algún recuerdo sobre el hecho de que su padre también fuera presidente

de la Comisión de Ayuda a la República Española de la Provincia de Santa Fe?

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Sí, por supuesto. Nosotros teníamos un galpón grande en la parte de atrás de la casa, y allí se almacenaba lo que nos traían para el Ejército Re-publicano. Argentina no estaba industrializada, así que podía haber, por ejemplo, doscientas latas de sardinas, cincuenta litros de aceite italiano, mucha tricota, mucho pulóver, mucha media tejida por las señoras, mucho colchón, ropa, zapatos. Y cuando el galpón estaba más o menos lleno, papá contrataba uno o dos camiones y los traía a Buenos Aires, a un lugar al que distintas provincias también mandaban recursos. En uno de esos viajes lo acompañé. En este tiempo no existía la Policía Federal, entonces, una vez que se cruzaba de provincia, los policías dejaban de tener mandato. Como era una zona de mucha delincuencia, y una época en que toda esta zona estaba plagada de asaltantes, papá siempre tenía que llevar una pistola Colt 45 con un cargador de repuesto, para ir custodiando los camiones. Creo recordar que el lugar al que íbamos en Buenos Aires era un patio muy grande, con niveles de atraque para que los camiones llegasen de culata a determinada altura; después cargaban todo en barcos y lo llevaban a España.

¿También viene de su padre el interés por la Guerra Civil Española?

Sí. Papá, por supuesto, era republicano, y teníamos un mapa muy gran-de donde íbamos siguiendo los avances de las tropas con unos pinchos de colores. Era común en casa hablar del General Mola, Sanjurjo, del General Franco, del Presidente Manuel Azaña, de Calvo Sotelo, de Largo Caballero, e ir viendo los desplazamientos.

Me imagino que otro factor que lo acercaba mucho a su padre era la librería que

él tenía, heredada de su abuelo. ¿Cómo era la convivencia entre ustedes allí?

El piso era de mosaico; al frente había un mármol, que no sé si todavía sigue estando, donde se encontraba el nombre de mi padre. Había una vidriera a cada lado, que mi padre cambiaba cada mes, más o menos, po-niendo las cosas nuevas que habían llegado. No era mi sitio de juego, pero era mi estadía de la tarde, cuando llegaba del colegio. Volvía a casa y me

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quedaba escuchando la conversación de los mayores, porque me enrique-cía. Escuchaba cosas que desconocía, que no sabía qué eran.

Cuando llegaba el diario, lo tiraba en el piso, me ponía boca abajo y leía, tal vez a los cuatro o cinco años. La gente que venía al negocio a comprar se admiraba al ver que un chico de mi edad ya estuviera leyendo. Decía mamá que uno le preguntaba al otro: “¿Es verdad lo que lee el pibe?”, como si yo imaginara cosas.

Un día le digo a papá: “¿Por qué acá en el diario dice ‘submarino’ y no se habla sobre un submarino?”. Yo estaba tirado en el piso, y él me dijo: “Lee bien, lee despacio”. Lo que decía era la palabra “sumario”, no “sub-marino”. El diario La Prensa traía palabras cruzadas para niños, y un día yo estaba con unas palabras cruzadas que sabía que estaba haciendo bien, pero que no me salían. Entonces fui a hablar con papá y le pregunté por qué no me daba. Era una palabra horizontal, una palabra extensa, creo que eran once o doce letras, y a mí me faltaba una letra. Era “Pueyrredón”, y yo escribía “Puyrredón”.

¿Se preguntó alguna vez de dónde venía ese interés por el conocimiento?

Me lo pregunté varias veces, pero no lo supe contestar. Un día la maes-tra le dijo a mi madre: “Joselito se está portando mal y lo tengo que mandar continuamente a la dirección”. Mamá me preguntó qué me estaba pasando. Le digo: “Mamá, la cooperadora compró El tesoro de la juventud,3 entonces, cuando me mandan a la dirección, yo lo leo”. Los chicos en el recreo venían a la puerta de vidrio de la dirección y la golpeaban y me hacían burla. Pero yo los miraba y les hacía burla a ellos, porque estaba leyendo El tesoro de la

juventud, ¡que eran veinte tomos! Podía leer cosas sobre cómo se formaban las estrellas, la vida y el milagro del cruce de Los Andes. Me quedaba asom-brado cuando leía todo eso.

Por esa época, Juanito Ardiaca, el bibliotecario del pueblo, me pasó una obra que se llamaba Motín a bordo (1932), de Charles Nordhoff y James Nor-man Hall, que yo leí a los diez años, y me acuerdo de que lloraba cuando

3. El tesoro de la juventud es una enciclopedia editada por W.M. Jackson Inc. en la primera mitad del sigo XX.

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la leía. Cuando leí Las aventuras de Tom Sawyer (1876), de Mark Twain, no podía creer lo que estaba leyendo. La mayor alegría que tenía era cuando descubría por mi cuenta a un autor desconocido, averiguaba quién era y me informaba que tenía una innumerable cantidad de libros. Yo pensaba lo magnífico que era eso. Una vez descubrí, por ejemplo, a Arístides Gandolfi Herrero,4 un hombre que conocí cuando viejito. Lo leí a los diez años y lo conocí a los cincuenta. Leí su primer libro, que se llamaba No hay vacacio-

nes, y después me enteré de otro que se llamaba 13 años. Era maravilloso descubrir al autor y encontrar todo lo que había escrito este hombre. Me daba el regalo de ir metiéndome adentro de edificios que a mí me intere-saba recorrer.

Era como construir un mundo imaginario.

El caso es que cuando llegué a Buenos Aires yo era muy “pajuerano”: siempre muy respetuoso, muy callado. Una tarde de verano, en una Vas-congada de la Diagonal Norte casi Florida en la que hacía mucho calor –y por ende habían apagado las luces del interior para que no subiera la tem-peratura–, pedí, como era mi costumbre, un vaso de leche con crema y un paquete de vainillas. De repente vi que en un taburete se sentaba un señor mayor y reconocí que era Manuel Gálvez,5 que se pidió un vaso de leche tibia. Mientras lo veía a mi lado, pensaba: “¿Le hablo o no le hablo? ¿Le digo o no le digo que lo conozco? No, ¡cómo le voy hablar!”. Al final no le hablé. Ahora me doy cuenta de lo que le hubiera agradado a este hombre –autor de treinta novelas y de cinco biografías, entre las cuales hay una muy emo-tiva sobre Juan Manuel de Rosas– que en un momento un chico de doce o trece años le dijera: “Señor Gálvez, yo leí Hombres en soledad (1938) y La

maestra normal (1914)”.

Eso viene a propósito para preguntarle sobre algo que me sorprendió al enterarme

en algunos archivos que he leído. ¿Usted es tímido?

4. Que escribía con el nombre de Álvaro Yunque.

5. Manuel Gálvez (Paraná, Entre Ríos, 18 de julio de 1882 - Buenos Aires, 14 de noviembre de 1962), narrador, poeta, ensayista, historiador y biógrafo argentino.

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Sí, soy tímido. Una de las actividades más difíciles que tengo en el festival de cine es concurrir a las reuniones sociales. Quiero trabajar en mi escritorio con dos o tres personas y nada más.

Por ejemplo, mi hermana Chiquita,6 que tenía una casa en Punta del Este, no había verano en que no nos invitara. Una vez ella me dijo: “Vení, vení, que no vamos a ir a ninguna fiesta, te aseguro que no vamos a ir a ninguna fiesta”, y al final nos fuimos a Punta del Este con Nené, mi esposa –yo medio como “va-mos a ver”, un poco indeciso–. A las seis de la tarde Chiquita me dijo: “Bueno, José, esta noche no salimos”, pero sin embargo a las siete me dijo: “La noche está linda para salir, ¿no?”, y a las ocho: “Vos sabés que se inaugura un hotel esta noche, va estar tan lindo, tan agradable”, y a las nueve: “¿Me acompañás?”. Entonces, me fui con ella a la inauguración de un hotel importante en el que estaba el presidente de la República, en un evento con más o menos cuatro-cientas personas. Acompañé a mi hermana, y en la primera recorrida que hice vi que había una habitación que estaba en semipenumbra y que no formaba parte del sector en que se hacía el acto. Una vez que dejé a Chiquita con sus amigos, silenciosamente me corrí a esa habitación, giré el sillón de alto respal-do para que se pusiera de espaldas a la puerta de acceso, y allí me senté y me quedé leyendo como tres horas. En un momento escuché algo que parecía mi nombre y, efectivamente, me estaban llamando por los altoparlantes porque mi hermana, que me había llevado para que la acompañara, no sabía dónde estaba. Para mí, la mejor noche era aquella en la que me la pasaba leyendo.

¿Esa timidez le hacía encontrarse a sí mismo en la lectura?

A ver si nos entendemos, porque ahora me estoy dando cuenta de que se contradice eso con lo que me agrada hablar con desconocidos. Me agrada hablar con desconocidos en un banco de plaza, en el supermercado, en una cola del banco. Prefiero hablar con un desconocido auténtico que siempre me proporciona informaciones, datos extraños.

Pero no me gusta ir a un cóctel, a un acto; esas reuniones me parecen muy ficticias, donde la gente se arregla, se pinta, se perfuma y no muestra

6. Mirtha Legrand.

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su auténtica realidad. Hay un cuento que leí hace muchísimo tiempo y que viene a justificar mi actitud. Dicen que había un hombre que vivía en una pensión y estudiaba taquigrafía. Para practicar, todos los mediodías, cuan-do iba a comer a la pensión, anotaba todo lo que se decía, porque era una forma de hacer la práctica de lo que él estaba estudiando. Una vez que se puso hábil, verificó las notas y comprobó que los últimos cuatro meses, en las comidas, nadie había dicho nada interesante. Eso es lo que siento que pasa en este tipo de reuniones.

Ser cañaseño

Joselo no pudo escribir su historia acá en Villa Cañás, pero su corazón está acá. Son cosas que uno no puede

explicar, porque están en la sangre.

Roberto Sales, periodista y amigo de José

En Villa Cañás, usted es conocido como “Joselo”…

Nunca se supo por qué, si fue alguna de las niñeras que tuve o alguno de los amigos quien me puso ese apodo.

¿Cuál es el recuerdo más lejano que tiene de su infancia?

No sé si es imaginación mía o realidad. En el patio de mi casa, que es-taba bajo una galería techada, había como un banco de plaza para sentarse, de pasada. Estaba frente al patio, que no era demasiado grande, era un patio de tierra donde había una bomba de mano, y creo recordar que allí viví los momentos nerviosos del nacimiento de mis hermanas, con gente que iba y venía, corría, mientras yo estaba ahí, en esa galería. Eso significa que tenía entonces un año y medio.

Es reconocido su cariño y el de sus hermanas por Villa Cañás. ¿Qué es lo que

hace de Villa Cañás un lugar tan especial para ustedes?

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En general, en aquella época, las comunidades tenían un interés muy profundo por su propia localidad, como creo que lo sigue teniendo el interior del país. A mí me parece que todos los habitantes de un pueblo del país quie-ren a su tierra natal, pero me permito suponer que los de Villa Cañás somos un poco más reminiscentes, cariñosos con el pueblo. Nosotros, por ejemplo, hacemos una comida anual acá en Buenos Aires a la que vienen de sesenta a setenta personas de Villa Cañás, en auto y en ómnibus. Nos juntamos alrede-dor de doscientas cincuenta personas y celebramos ese momento.

Había también un muchacho que tenía una gomería saliendo de Buenos Aires en una ruta para Villa Cañás, donde tenía un “depósito de material” que enviábamos al pueblo. Yo iba a la editorial de un amigo y le decía: “Por favor, cuando tengas libros que dejen de circular, dámelos que los envío a la biblioteca de mi pueblo”. Este muchacho me llamaba y me daba cien, dos-cientos libros de distintos títulos, y yo los llevaba a ese sitio. Otro iba a ver a un amigo que tenía una fábrica de guardapolvos y hacía lo mismo, por ejem-plo. Llevábamos libros, medicamentos, ropa. Es posible que otros pueblos lo hagan, y ojalá que así sea, porque hay que respetar la solidaridad. Pero creo que Villa Cañás tiene esa particularidad, no sé debido a qué, conforma-da en cada uno de los que nacieron, vivieron o pasaron parte de su vida en este pueblo, y genera ganas de quererlo, apoyarlo y hacerlo mejor. Al menos sentimos el orgullo de poder decirlo. El ferrocarril ayudó mucho, pues era el medio de transporte que salía por la mañana a Buenos Aires y regresaba por la tarde a Villa Cañás con los elementos que necesitábamos. Es por eso que tiendas como Harrods y Gath & Chaves enviaban los catálogos a sus clientes. Entonces la gente del pueblo anotaba este vestido, este zapato, este mueble, este instrumento, y el comisionista los iba a buscar. Así es como Villa Cañás siempre estuvo aggiornada. Había una gran confraternidad.

En otros testimonios suyos sobre Villa Cañás, siento que lo que está más presente

en sus recuerdos es la gente, los personajes del pueblo.

Seguro. Ellos eran los que formaban la Sociedad Italiana, el cine Dante,

la Escuela 178, porque sin ellos estos espacios vacíos para mí no significa-rían nada. Allí era donde yo encontraba a Alberto Mariani, a Enrique Fer-

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nández, a Soio Bianchi, a Facio Asenjo; allí encontraba a Ardiaca, que era responsable de la biblioteca. Él, por ejemplo, se quedaba todas las noches trabajando en la biblioteca, incluso en las noches de invierno, con un cale-factor y un goteo de querosene que hacía una especie de zumbido. Pero era un placer abrir la puerta de esa biblioteca y encontrarse con una buena luz y un ambiente cálido. Yo buscaba los libros y, a veces, cuando elegía uno, Juan me miraba y me decía: “No, ¿vos leíste tal cosa antes? Primero leé aquello y después llevás este”.

Era una especie de maestro de lectura.

Sí, además yo vivía a cien metros de la biblioteca. Cuando ya había anoche-cido, desde mi casa miraba hacia la izquierda y, si veía que en la otra cuadra estaba el trozo trapezoidal amarillo de luz en la vereda, que indicaba que estaba encendida, me iba. Agarraba la bicicletita que tenía e iba corriendo, porque era oscuro, había luz cada cincuenta metros, y llegaba allá, donde me encontraba con Juan. Cada uno encontraba en la persona mayor a alguien que le indicaba el afecto y el respeto que se tenía a los maestros y a las personas de cierta edad, que, supongo, existía en todo el resto del país.

Me acuerdo de una vez que vine a Buenos Aires (debía tener doce o trece años) y le pregunté a un vigilante: “¿Qué hora es?”, y el hombre me miró y me dijo: “Buenos días”. Yo le dije: “Buenos días”. Y él me dijo: “Pregúnteme ahora, ¿qué hora es?”. Nunca más volví a hablar con alguien sin antes decir “buenos días”.

O la vez en que mi madre me vio cruzar el patio con un vaso con agua y me preguntó adónde iba. “A llevar el agua a un hombre que me pidió”, le contesté. “¿Y por qué lo llevas sin plato?”. “Porque es un hombre pobre”, le dije. “Vas a la cocina, tomás un plato y lo ponés debajo del vaso”, me dijo ella. Nunca más volví a entregar un vaso sin un plato debajo.

Me gustaría que me hable un poco de algunas de esas personas que marcaron su

infancia. Empecemos por Humberto Bianchi.

Era un hombre a quien quise mucho. Un bohemio, un hombre muy elegante, empresario del cine Dante, que quedaba frente a casa y al cual yo

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iba a todas las funciones. Él era muy amigo de mi padre. Don Humberto era un hombre particular porque su trabajo era pedir por teléfono las pe-lículas para el domingo, o irse a Rosario para elegir el programa, así que trabajaba el sábado a la noche y todo el domingo, y durante la semana no tenía nada que hacer. Su hijo era uno de mis mejores amigos; él se llamaba Soio, y su hermana se llamaba Soia.

¿Es verdad que usted y Soio llegaban a mirar el último rollo de la película para

conocer el final antes que todos?

Sí. Soio sabía proyectar. Me acuerdo de que un día me dijo: “¡Qué lindo debe ser vivir al lado del sitio donde se hacen las películas!”. Le pregunté por qué. “¿Te acordás de la película de un tipo que tenía un cortaplumas? Este cortaplumas después lo tiran, entonces te vas a la basura y te encontrás con estas cosas”. Era la imaginación que teníamos, porque no sabíamos llamar “estudio” a ese lugar donde se hacían las películas.

Ahí empezó un poco la fantasía de que ustedes pensaran: “¿Y si hacemos cine…?” .

Soio, cuando se fue de Villa Cañás a Río Cuarto, era el que más me pedía ir a Lumiton para ver un rodaje. En algún momento también fueron Enzo Reali y Enrique Fernández, pero el que más interesado estaba era Soio, porque el estudio estaba plagado de elementos que, mirando y obser-vando, él sabía exactamente qué función cumplían.

Me acuerdo asombrado de la vez en que Soio le puso una radio a galena a mi bicicleta. Por supuesto que había que ponerse auriculares, porque no había altoparlantes. Pero tener en el año 1934 una radio en una bicicleta era para pocos. En esta bicicleta íbamos cinco personas y la manejaba Enrique Fernández, porque tenía que arrastrar a los que venían atrás. Iban Soio, Paty, Albertito Mariani y yo.

Otra persona muy recurrente en su infancia era don Ambrosio, que distribuía en

el puebo las revistas en un carro a caballo.

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Era un hombre que manejaba una chata (“chata” es el carro que no tiene bordes). Don Ambrosio, cuyo apellido desconozco, era el que iba a buscar los paquetes y los cajones que llegaban en el tren de la tarde a Villa Cañás. Entonces, lunes, martes y miércoles, yo iba para estar especialmen-te con don Ambrosio, porque el lunes bajaba El Tony,7 el martes Tit-Bits,8 y el miércoles El Purrete,9 y los poníamos en la chata. De la estación del ferrocarril, yo me subía al pescante con él y veníamos a lo de los hermanos Caffa, pues su casa estaba a cincuenta metros de la primera entrega que hacía de ese material recién llegado de Buenos Aires. Allí, con un cuchillo, abrían los cordeles y yo me tiraba al piso a leer: no podía aguantar hasta llegar a casa.

¿Francisco García Garabal?

Es el hombre que le compró el negocio a mi madre. Era un muchacho del campo, muy exaltado y anarquista. Él me paraba en la mesa del come-dor y me enseñaba a decir discursos anarquistas, pero nunca me llevó a un acto en que yo tuviera que hablar (menos mal, ¿no?). Pero se decían cosas como: “La tea de la cultura y la hermandad de los pueblos hará que la luz del mundo brille para siempre y no se extinga en manos del capitalismo…”. Murió muy joven, a los cuarenta años.

¿Y Alberto Mariani?

Fue mi gran amigo. Con él soñábamos el futuro. Era verano, cuando iba a Villa Cañás, en la época de mis vacaciones de la escuela en Buenos Ai-res. Desde el mediodía hasta las tres de la tarde nos quedábamos acostados en un banco de la plaza. Yo le ponía la cabeza en el hombro y pensábamos: “¿Qué será de nuestras vidas, qué será lo que vamos a hacer?”.

7. El Tony fue una revista de historietas publicada en la Argentina por Editorial Columba desde 1928 hasta 2000.

8. Tit-Bits era una revista de aventuras que solía publicar historietas.

9. El Purrete fue una revista creada por el periodista y poeta Francisco Bautista Rímoli (1903-1938), más conocido por su seudónimo de “Dante A. Linyera”.

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¿Cómo era soñar el futuro en aquellos momentos?

A mí una vez se me ocurrió que iba a ser médico, pero no duró dema-siado porque nunca me agradó el dolor, ni propio ni ajeno. Era una decisión muy superficial. A veces yo pensaba: “Qué raro haber pensado en tomar esa decisión, cuando no atendía a ninguno de mis conceptos. Ayudar, sí, pero cortar o hacer sangrar… todo eso no va conmigo, me lastima hacerlo”. Era lo que pensábamos con Alberto, él me decía que quería irse a Buenos Aires porque en Villa Cañás no había posibilidades.

Abro un pequeño paréntesis para contar una historia que leí hace poco en una revista y que cuento muy a menudo. Había un muchacho en un pueblo que vio que no tenía porvenir. Entonces un día preparó una vali-jita de cartón y se fue a Buenos Aires. Bajó en Retiro y no veía a ningún conocido, porque no podía haber ninguno. Estaba caminando por Retiro y se paró en la vidriera de una pizzería, hasta que un hombre lo vio desde adentro y le golpeó el vidrio, diciéndole que entrara. “¿Vos venís de afuera con esa valijita? ¿De dónde venís?”, preguntó el hombre. “De Villa Cañás”. “¿Y dónde queda eso?”. “En Santa Fe”. “Ah… ¿Y comiste?”. “No”. Entonces se sentó, y el hombre le llevó comida. “¿Y dónde vas a dormir?”. “No sé”. “Tengo una piecita acá, en el fondo”. Y ahí empezó a trabajar. El hombre se hizo viejo y le dejó el negocio al muchacho. Le fue muy bien, hasta que un día reflexionó: “Y pensar que me fui de Villa Cañás con una mano atrás y otra adelante. ¿Qué será del pueblo?”. Buscó, buscó, y encontró la maletita que había traído a Buenos Aires. Agarró la valijita, tomó un tren y se fue a Villa Cañás. Cuando llegó, bajó y cruzó al hotel donde estaban reunidos los vagos de siempre. Los vagos le dicen: “¿Qué hacés, Carlitos, con esa valiji-ta? ¿Te vas del pueblo?”. Nadie se había dado cuenta de que él se había ido hacía veinticinco años. Eso era lo que pasaba en el pueblo, había alguno al que le daban ganas de irse.

¿Qué puede decirme de don Juan Liborio?

Me acuerdo poquísimo. Era verano, a la hora de la siesta, y estábamos sentados en lo que se llamaba el anexo de la escuela, al lado de la casa de

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Soio. Ahí estábamos Alberto Mariani, Omar Garavano, el Soio, Mogni, Paty, Brunito y yo. De repente alguien va en frente a lo de don Juan Liborio,al almacén que tenía (el más pobre del pueblo), y donde no había nadie en aquel momento. Se veía por detrás de estas cortinillas de fleco que Juan Liborio estaba durmiendo, porque se le alcanzaban a ver los pies. Nos que-damos toda la tarde cruzando y robando caramelos, mientras él seguía dur-miendo. Así fue hasta que de noche nos agarró un susto tremendo cuando vimos mucha gente en el almacén. Don Juan Liborio se había suicidado, tomando cianuro. ¿Por qué hizo eso? Su negocio había quebrado. Era un almacén que debía costar 120 pesos, pero en aquel tiempo quebrar era una vergüenza, era aprovecharse de la confianza de los amigos. Existía un ho-nor, una dignidad, no se podía defraudar al amigo. Hoy, por ejemplo, se roban 120 millones de pesos y el delincuente lo disfruta en las Bahamas.

¿Roberto Sales, con su imprenta?

Roberto me llevaba cuatro años, y eso ya era mucho, estábamos despa-rejos. Él trabajaba en la imprenta que quedaba a un terreno de distancia de mi casa. Lo que a mí me apasionaba era agarrarme a la reja que daba a la ca-lle, poner los pies sobre un peldaño de ladrillo que tenía la pared y ver traba-jar esa máquina de imprenta, que tenía un ritmo excepcional. Chupaba la hoja, la levantaba, la trasladaba, la ponía allí, un cilindro entintado pasaba sobre un círculo metálico que ennegrecía, bajaba una plancha que oprimía la hoja sobre la tinta, la absorbía y la ponía, la corría y la amontonaba entre las que ya estaban impresas. Me quedaba horas viendo todo esto, era como un rito africano, todos esos golpes y ritmos que tenía. Ahí lo veía a Roberto.

Olor a celuloide

¿Se acuerda de su primera sesión de cine?

Fui de tan pequeño al cine que no tengo idea. Cada tanto había algunas películas que don Humberto hacía repetir, porque sabía que tenían mucho

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éxito. Había una película francesa que se llamaba Los dos pilletes, sobre dos niños de la calle; uno de ellos era tuberculoso y moría. Una frase común en el pueblo era: “Don Humberto pasa el domingo Los dos pilletes. ¡Qué lindo, cómo vamos a llorar!”. Y yo también quería ver Los dos pilletes. Nosotros, los chicos, nos sentábamos entre las filas tres a diez, porque decían que era malo para la vista sentarse muy adelante. La gente nos decía: “Chicos, siéntense más atrás”. Nadie les hacía caso. Lo que queríamos era “comer” la película.

Las exhibiciones en Cañás también tenían una particularidad por el hecho de que, como había un solo proyector, la película se cortaba acto por acto. Entonces el proyeccionista, Tino Tombolini, proyectaba un acto y sa-caba a un lado el rollo, ponía el segundo, rebobinaba el anterior y lo ponía en la lata.

¿Era costosa una entrada de cine?

No, podía costar veinte centavos para las criaturas y treinta para los mayores. Pero había días en que ni siquiera se podían realizar funciones. Cuando se escuchaban estas conversaciones nocturnas que decían que ha-bía llovido en Chovet, por ejemplo, la gente se quedaba contenta (porque la lluvia era buena para el campo), pero yo pensaba que, si había llovido, no iba a poder llegar la camioneta con las películas, porque eran 204 km de camino de tierra desde Rosario hasta Villa Cañás. Hay pantano, y si hay pantano no hay película. Tres o cuatro domingos por año nos quedábamos sin cine.

Siempre quedaba la expectativa de la llegada de la camioneta…

En el álamo de entrada del pueblo nos quedábamos esperando la ca-mioneta los sábados después del almuerzo, alrededor de las dos de la tar-de. Nos juntábamos con Facio, Soio Bianchi, Mogni, Alberto Mariani. Y de pronto, allá a lo lejos, veíamos una nubecita de polvo, y por ahí llegaba la camioneta. Subíamos atrás, donde estaban las latas envueltas en la bolsa, e íbamos al cine. Como digo siempre, simulábamos que ayudábamos a bajar

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la bolsa con la película para llevarla a la cabina de proyección, que llamába-mos “la casilla”.

¿Le llevó algún tiempo acceder a “la casilla”?

No, porque de lunes a viernes el cine era nuestro, entrábamos con Soio y jugábamos en todas las partes del cine, atrás del decorado, del telón, en las plateas, en los palcos, en la casilla (que era donde más me gustaba quedarme). Y sobre todo recuerdo el olor a película, el olor a celuloide del que habían quedado restos en el piso. Ese olor todavía lo recuerdo.

¿Hasta qué punto tenía conciencia de estar ante la materialidad del cine, no solo

mirando películas sino tocando esos rollos, sintiendo su olor?

La maravilla era ver el proyector cuando tenía que hacer el rulo de vein-te cuadros, que lo hacía perfecto; y cómo abría la ventanilla para insertar la película en el engranaje y volvía a cerrarla. De repente, cuando verificaba que estaba todo listo, tocar los carbones, encender el polo negativo, daba un chispazo... Estaba tapado porque, si no, la película se quemaba. Pero a veces, cuando había un problema y la película quedaba detenida por al-gún motivo, se incendiaba, era peligroso. Eso se ve con mucha claridad en Cinema Paradiso (1990). Me causó una gran sorpresa cuando medio siglo después lo vi en una película.

Hablando con su amigo Facio Asenjo, él incluso me dijo que algunas películas

llegaban falladas por ese mismo tema, faltaban algunos metros.

Claro. En principio porque, si había una película de Carlos Gardel, lo primero que faltaba eran las canciones. Las tijereteaban, las dejaban aparte. Después, con estas tijereteadas, armaban y pegaban. En un determinado momento alguien sugirió al proyeccionista, Tino Tombolini, una forma de no cortar la proyección cuando se estaba por terminar el rollo. Había que darle un tirón a la película, y tener listos unos cinco o seis metros, agarrar

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el comienzo del próximo acto, pegarlo, y seguir así la proyección, sin cor-tes. Pero para hacer eso había que cortar un poco. Así que la película era cortada veinte veces, lo que le sacaba tres o cuatro segundos. Y otro aflojaba un poco la ventanilla, la agarraban con una grampa metálica, con lo cual después, al poner cada rollo en su lata, había que cortar. Pero para nosotros importaba poco. Veíamos cine.

¿Qué significaba para la gente de Villa Cañás “ir al cine”? ¿Tenía un sentido

de ritual?

Era un espectáculo. Me acuerdo de que cuando el inolvidable padre Llonch se enteraba por medio de Criterio (una revista católica que empe-zaba a difundirse) que una película era prohibida, ponía un altoparlante dirigido hacia el lado donde estaba el cine, y entonces decía: “¡Serán exco-mulgados los que concurran al cine, porque pasan una película prohibi-da!”. Pero esto iba en contra de los intereses de don Humberto, porque le quitaba público, así que entre ambos tenían una pequeña guerra particular, respetuosa y pueblerina.

En aquellas sesiones de Villa Cañás, ¿qué películas lo marcaron?

Las distribuidoras de Rosario a cada pueblo les daban sellos; no les daban la RKO a dos cines, por ejemplo, sino solo a uno. Otro daba la War-ner, otro la Metro, otro la Fox. Tuve la suerte de que don Humberto Bian-chi consiguiera la Warner Brothers, que producía películas que trabajaban situaciones duras, como gangsters, justicia, pandilleros, cárceles y demás. Humphrey Bogart, George Raft, Edward G. Robinson, ese fue el cine que me interesó, películas de presidio, de juzgados. Ahí conocí los nombres de Al Capone, de Dillinger.

¿Qué le llamaba la atención en estas películas?

Siete de cada diez eran dramas duros, densos. Recuerdo que yo no sa-bía por qué, pero ya existía el código Hays, por el cual el crimen no com-

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pensa. Si en cualquier acto un personaje mataba un policía, este tipo era ajusticiado o moría en un enfrentamiento, nunca iba a caminar hacia la felicidad o hacia un rancho en Kansas. Era la época de J. Edgar Hoover, así que los finales eran siempre más o menos lo mismo, el crimen no paga, la justicia gana, el preso es condenado y, el inocente, liberado. Esto también me dio una especie de filosofía de vida, de enseñanza, de conocimiento, de información. Este tipo que tenía esa casa, con ese auto tan poderoso, con ese jardín, con esa piscina, con esa servidumbre, al final iba preso, porque el tipo era el que daba el dinero para que hicieran los atracos.

También me gustaban las películas de cowboys, porque siempre tenían un sentido honorable. Hasta que después llegó Conciencias muertas (1943), de William Wellman, una película en que un grupo de justicieros busca a unos cuatreros (ladrones de ganado). Los justicieros capturan a cuatro inocentes y los ahorcan, hasta que descubren que se han equivocado. Ahí me quedó grabado el nombre del director, William Wellman, como un hombre a quien seguir, porque él había roto la cuestión moral. Era cuando yo ya comenzaba a pensar por mí mismo, a sacar conclusiones, a saber, por ejemplo, quién era buen actor o mal actor. Hasta ese momento, yo no podía distinguir ese aspec-to; para mí, el buen actor era el que hacía el papel de bueno, el mal actor era el que hacía de malo, y ahí se terminaba la consideración estética. Me acuerdo de don Humberto me decía: “Joselito, el domingo pasamos una película de presidio”, porque yo debía haber comentado algo.

Había también muchas películas de trenes en aquel momento. Yo sentía fascinación por la velocidad del tren, la organización del tren. Me llamaba la atención que el camarero, el que ponía el banquillo para que los pasajeros se subieran al tren, siempre era negro. El maquinista tenía un reloj especial. Y las películas siempre se relacionaban con un robo, un asalto que se iba hacer en el tren y del que alguien se enteraba. Siempre veíamos a los tipos agarrán-dose a balazos arriba del tren, a ochenta o noventa kilómetros por hora.

¿El cine Dante también pasaba otro tipo de películas?

Sí. Me acuerdo de que durante un tiempo estuve en el antepecho del escenario; eso tiene que haber sido en 1938 o 1939. La película era Olympia

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(1938), de Leni Riefenstahl, pero estoy absolutamente seguro de que fue un fracaso, porque nadie quería ir a ver películas alemanas, casi no había alemanes en la zona. Don Humberto prácticamente no pasó películas ar-gentinas, no recuerdo haber visto una sola en aquella sala. Puede haberla pasado, pero no la recuerdo. Tampoco había películas italianas o españolas en el Dante. Don Humberto pasaba noventa y nueve películas norteameri-canas y una europea. Incluso el público ya estaba acostumbrado al sonido del hablar norteamericano. Escuchar hablar alemán, para uno, era insólito.

¿Y cómo era el tema del cine en su entorno familiar? ¿A las funciones usted iba

solo o con ellos?

Íbamos con mis hermanas, pero ellas entraban con sus amigas y yo con mis amigos. El cine no comenzaba hasta que llegara la señora Carlita Arteaga, esposa del doctor Arteaga, que era el caudillo político del pueblo, un hombre muy querido. Él estaba casado con una mujer de alcurnia, una Castex, aristócrata. Así que el domingo, cuando la señora Carlita invitaba a sus amigas con un té en su casa, el cine esperaba a que terminara el té de la señora para comenzar la sesión. Cuando sabíamos que se retrasaba la sesión, nos sentábamos con mis hermanas en el mármol de la entrada de casa. Cuenta mi hermana Goldy10 que por ahí veíamos a la señora del doc-tor y ella decía: “Mamá, ahí viene la señora Arteaga”. “Bueno, vayan enton-ces”, decía mamá. Goldy nos hacía esperar a que pasara la señora Arteaga e íbamos detrás de ella para aspirar el perfume que usaba. Era un perfume llamado Arpège, que todavía recuerdo por lo maravilloso que era. Ella tenía un asiento reservado, se sentaba y recién ahí empezaba la función.

Para cerrar este capítulo sobre Villa Cañás, y a partir de lo que hablamos hasta

ahora, me llama la atención –habiendo conversado además con Facio Asenjo

y con Roberto Sales, y leyendo lo que usted comentó–, el tono distinto que us-

ted utiliza cuando habla de Villa Cañás en relación con el de ellos. Es como si

sus recuerdos tuvieran una calidez diferente, pues mientras ellos siguen viviendo

10. Silvia Legrand.

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allá, usted tuvo que cultivar la memoria por haber vivido alejado de su pueblo.

¿Existe, en cierto sentido, una Villa Cañás solo suya?

Es posible, porque a mí me arrancaron de Cañás. Mis padres, que tenían el concepto del padre europeo de que el hijo debía estudiar en la ciudad, a los nueve años me llevaron a Buenos Aires a la casa de mi abuela, que en realidad no era mi abuela sino mi tía abuela. Pero, como mi madre había perdido a la suya muy joven, la crió esta señora, a quien llamábamos “abuela Francisca”.

Villa Cañás estaba todos los días presente en mí. Yo vivía a cuatro cua-dras de la estación La Paternal, en Buenos Aires, y me iba caminando a la estación, me sentaba en un banco, miraba las vías del ferrocarril y me decía: “Esas vías de acero llegan a Villa Cañás, y yo no puedo llegar a Villa Cañás”. El cartero pasaba dos veces por día en aquellos tiempos, y por la mañana yo me sentaba en el mármol de la casa de mi abuela y miraba hacia la izquierda, a la avenida San Martín, para ver si venía. Cuando aparecía doblando la esquina, venía mirándome y me hacía una seña con la cabeza, confirmando si había llegado o no una carta. Yo mandaba dos o tres cartas por semana, costaba cinco centavos la estampilla, y sabía ir solo a los co-rreos para enviarlas a mis padres y amigos. Esto establecía una necesidad, yo pensaba en Villa Cañás, a veces volvía del colegio y decía: “Bueno, papá estará cruzando Pilar, estará cruzando la alameda, ahora papá está viniendo por allí, así que cuando llegue a la casa de abuelita y tome el café con leche papá va a llegar, a la tardecita”. Siempre había una necesidad. Y luego, el re-gresar a mi pueblo cuando eran vacaciones de verano o de invierno, estaba la alegría de saber que tres días después yo volvería. Esa noche no dormía, hasta que me llevaban al tren para volver a Villa Cañás.

La madurez prematura

¿Por qué se fueron para Rosario?

Mamá había sido trasladada a Rosario, y nosotros fuimos a estudiar allá. Papá, que siguió viviendo en Villa Cañás, iba todos los sábados hasta

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Rosario a vernos. Había un rudimentario banco en un punto en que ter-minaba el recorrido de un tranvía en las afueras de Rosario, en el que nos sentábamos los cuatro para esperar a papá. Veíamos el camino y por ahí, nada, hasta que venía un auto haciendo señas con las luces y era papá que llegaba. Íbamos adonde estábamos viviendo, hasta que el lunes por la ma-ñana él se iba temprano, al amanecer. Nos despedíamos la noche anterior. En el verano volvíamos a Cañás y nos quedábamos allá.

Papá siempre tenía problemas de estómago, por más que no fuera be-bedor ni comiera en exceso. Así fue hasta que un día el doctor Arteaga lo revisó y le dijo: “Usted tiene una úlcera en el duodeno, tiene que operarse. Si lo operan en Buenos Aires, esta operación será tan fácil como cortar una uña”, una frase que guardamos en la familia. Papá vino a Buenos Aires, yo me quedé en Villa Cañás, eran mediados de enero. Mamá fue con mis hermanas, y él se operó en el Hospital Español. El caso es que papá murió y quedamos todos desamparados, porque él iba a cumplir treinta y siete años, le faltaban dos meses para cumplirlos. Todo el mundo me decía en el pueblo: “¡Qué joven murió tu padre!”, y yo pensaba: “¿Cómo joven? Si se murió, mi papá no era joven, era grande”.11

La cuestión es que después de que mi padre falleció, lo enterramos y mi madre nos trajo a Buenos Aires. Nos llevó a un consultorio a ver al cirujano que había operado a mi padre, que se llamaba Enrique Jauregui. Nos aten-dió el doctor Jauregui con delantal blanco, un hombre robusto, más bien calvo, con unos anteojos que me llamaron la atención por lo gruesa que era la armazón. Nosotros estábamos sentados a la espalda de mamá, los tres her-manos en un sillón de cuero, no alcanzábamos a tocar el piso con los pies. Hoy todavía me acuerdo de lo que mamá le dijo al doctor Jauregui aquel día: “Vengo a presentarle a los tres huérfanos que usted acaba de hacer”.

11. Veinticinco años después, en un momento en que estaba viajando a Europa, advertí que tenía 36 años y algunos meses, entonces saqué una cuenta muy precisa de cuántos días había vivido mi padre (por supuesto, contando los años correspondientes a los febreros, que tenían 29 días), y me di cuenta de que dentro de poco tiempo yo iba a concluir la misma cantidad de días que vivió mi padre. Cuando llegó ese día, me di cuenta de que mi padre había fallecido de-masiado joven, porque sentí que a la edad en que había muerto yo todavía no había empezado a vivir, y mi padre se estaba muriendo ese día. Yo me decía: “¿Y si hoy me muero?”, pero no podía morirme, yo tenía tres hijas, como tenía papá en su época. Ahí me di cuenta de lo joven que había muerto mi padre, e incluso ahora veo que tengo alumnos que superan esta edad, y son muchachos.

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Su madre tenía una personalidad fuerte.

Sobre todo en 1937, cuando era impensable que alguien fuera a encarar a un médico. El médico decía: “Tuvimos mala suerte, encontramos lo que no esperábamos encontrar” y adiós, no había más. Estaba bien dicha esa frase de que los médicos tapan sus errores con tierra. Y así fue, nos queda-mos sin papá.

Sin embargo, sucedió un hecho muy particular mucho tiempo des-pués. Pasaron los años, y en un momento, gracias a Guillermo Rodríguez, escritor y amigo mío, conocí a un señor anciano encantador que vivía en las barrancas de Belgrano. Me invitó con un cafecito, él vivía solo, y se sen-tó a conversar. “Dígame, señor, ¿cuál era su profesión?”, le pregunté. Era médico. “Ah, no me diga. ¿Y ahora está retirado?”. “Sí”, me dijo. “¿Y dónde ejercía?”. “En el Hospital Español”. “¿En qué años?”. “Entre los años 30 y los 60”. En un momento me dijo que había estado en el equipo del doctor Jauregui. “¿Enrique Jauregui?”, le pregunté sorprendido. “Sí, trabajé con él. Pero usted no puede haberlo conocido. Murió hace más de cincuenta años”. Le dije que lo conocí porque había operado a mi padre el 19 de enero de 1937. Me preguntó de qué lo operaron, le dije que de una úlcera en el duodeno, y que había fallecido aquella misma noche. “Derrame interno”, me respondió sin vacilar, casi señalándome con el dedo. Se lo confirmé y le pregunté si él se acordaba de eso. “¿Cómo no me voy a acordar? Jauregui cosía muy mal. Lo que pasa es que llegó un momento en que él estaba terminando una operación, estaba suturando, y vi que había una cosa im-propia en su forma de coser. Me bajé el barbijo y le dije: “Profesor; ¿por qué cuando usted cose…? Y él sabía lo que yo iba a decir, se irritó, se molestó y me reprochó”. “Jauregui cose así”, me dijo en aquel momento. Así que nunca más volví a preguntarle nada, ahí estaba la respuesta. Saqué conclu-siones de que fue un derrame interno por estar mal cosido a la noche.

¿Se acuerda de la última vez en que vio a su padre?

Sí, me acuerdo. Papá venía en el tren a Buenos Aires porque, como iba a estar internado, no le convenía venir en auto. Entonces le dije: “Papá,

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¿mañana te puedo acompañar a la estación?”. “No, porque es muy tempra-no”. Pero yo insistía en que quería acompañarlo, y al final aceptó. El tren creo que salía a las seis y cuarenta de la mañana, así que debe haber salido seis y cuarto de casa. Yo estaba en la cama y me desperté, pero me dio frío, a pesar de que era verano. Entonces me vino a ver, me dio un beso y llegó a la puerta. Él se recostó en la puerta de la habitación, donde había una clara-boya desde arriba que lo iluminaba con la luz del día, recortando su silueta. “¡Chau, galopín!”, me dijo antes de irse. “Galopín” es una palabra española afectuosa que significa ‘pícaro, travieso’. Fue lo último que me dijo mi padre.

Cuando me trajeron a Buenos Aires el día en que había fallecido, yo venía con varios tíos, una mañana que lloviznaba. Llegaron varios primos y otros parientes a Cañás, y yo preguntaba: “¿Qué pasa, por qué vienen todos ustedes?”. “Venimos ver a Joselgrande”, me decían, pues había dos Josés en la familia: el mayor era Papá, a quien llamaban Joselgrande, y el otro era Joselchico, sobrino de mi papá. Cuando llegué a la casa de mi abuela, ya de noche, contento y feliz, entré y crucé el sendero que tenía el jardín, llegué a las escalinatas que subían a la casa y me recibió la tía, que era a la que tenía más cerca cuando estudiaba en Buenos Aires. Entré gritando: “¿Dónde está la gente, dónde está la gente?”, y ella me agarró fuerte, me oprimió sobre su vientre, sin soltarme. Ahí me di cuenta de que papá se había muerto. La muerte de papá modificó absolutamente todo el sentido de la familia. Mamá se quedó sin compañero, nosotros sin nuestro padre, la familia se quedó sin su unidad. Había algo que estaba faltando, estábamos atolondra-dos, fue un golpe muy fuerte que nos desmayó, nos dejó mucho tiempo desmayados. El pueblo también lo sintió mucho, hubo una linda nota en El

Orden por la muerte de papá y la sorpresa del pueblo.

¿Cómo fue para usted enfrentar esta pérdida?

Me sentí otra persona, era otra persona. Fue duro vivir sin padre. Hay como una orfandad más allá de la orfandad física. Es una orfandad emoti-va, una orfandad social.

Siempre en un conjunto de chicos estar sin padre es distinto, como que si uno es el más vulnerable nadie te va a defender. Me sentí distinto porque

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no tenía padre. Eso me llevó definitivamente a la lectura, porque en las cuatro o cinco horas en las que leía me olvidaba de mi papá. Pero cuando terminaba de leer era cuando me decía: “Papá no está, papá ha muerto, nunca más lo volveré a ver”, y esa era la realidad. Viví siempre con eso.

De allí en adelante, ¿cuánto definió este acontecimiento en su personalidad?

Siempre estuve buscando a un padre, y todas las personas mayores se dieron cuenta. Tuve muchos padres en mi vida. Juanito Ardiaca, por ejemplo, que no me llevaba demasiados años. Eduardo Borrás, guionista español, fue para mí un padre. El doctor Guerrico, en Lumiton, fue un padre. José Arturo Pimentel. Mario Benigno, el primer amigo que tuve en Buenos Aires ya de mayor. Saqué varias conclusiones, no sé cuál de todas es acertada. Por ejemplo, ya en Buenos Aires, si alguien me veía con un libro y me daba consejos de que antes de leer tal libro había que leer tal otro, yo a los tres días le decía: “Ya compré el libro, ya lo estoy leyendo”. Entonces se me ocurría que cuando alguien me daba un consejo, una sugerencia, yo la seguía. Yo pensaba que la gente no perdía el tiempo hablando conmigo.

Me acuerdo de que había un hombre en Lumiton que yo quería mucho, que se llamaba Peke Oyarzábal; era una especie de jefe de producción, porque en aquella época no existía tal cargo. Un día Peke se encontró conmigo en el patio de Lumiton, que era inmenso, como de sesenta por treinta, y yo debía tener en ese momento unos dieciocho o diecinueve años. Veníamos caminan-do por el patio y el Peke me puso la mano sobre el hombro. En ese momento, yo me decía: “Ojalá todo el estudio esté viendo que Peke me puso la mano en el hombro, que Peke me considera su amigo”. Era Peke que me estaba poniendo la mano sobre el hombro, un hombre clave en Lumiton. El único que le hacía fren-te al doctor Guerrico. Pero no tanto por esto, y sí porque lo respetaba, lo quería.

Como hermano mayor, ¿sentía la responsabilidad de ocupar una posición de

padre frente a sus hermanas?

No. Más que el padre, el responsable. Mis hermanas siempre fueron muy bonitas y yo quería evitar el agravio, la falta de respeto y demás. Me

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acuerdo de una noche que estaba parado en una esquina de casa y había un muchacho que no me gustaba mucho. Él vino y me dijo: “José, el sábado hay una fiesta”, y me preguntó si quería ir. Yo le dije: “¡Qué lindo, claro que sí!”, pero al final me dijo: “No te olvides de llevar a tus hermanas”. “¿El sábado, dijiste? Vos sabés que no puedo ir”. Yo estaba muy precavido. Siempre fui muy desconfiado de quién se acercaba a mí y a mis hermanas (por supuesto, no fue la única vez que me pasó esto).

¿Hasta qué punto las amistades fueron claves para su trayectoria a partir de ese

momento?

No tiene más que verse en las películas, todas mis películas tratan so-bre la amistad, todas. Nunca hice terapia, así que tal vez eso se hubiera descubierto allí. No tuve padre, no tuve abuelo, me refugié en los amigos y me sigo refugiando en ellos.

El período de Rosario fue muy doloroso y tenebroso. No estaba papá, mamá seguía ejerciendo. Entonces, ¿qué hacía con los tres hijos? Ella puso a mis dos hermanas medio pupilas en el colegio María Auxiliadora, y a mí, pupilo en el Sagrado Corazón, en Rosario. Desde la terraza del colegio, a la derecha, si uno mira de frente, a siete cuadras ve el edificio Campodónico, donde vivíamos nosotros. Su cúpula era la que yo veía desde la terraza del colegio. Si me pescaban en la terraza, era un castigo muy serio, pero cuan-do no tenía nada que hacer, yo iba a hacer piquete. ¿Sabe lo que es piquete?

No.

Piquete era el castigo, quedarse de pie, callado, sin leer, con los brazos para abajo. Cada quince minutos el sacerdote que nos custodiaba sacaba de su bolsillo una cajita que tenía un sello, y daba un papelito que significaba que había cumplido quince minutos de piquete. Así que a veces, cuando yo andaba por ahí sin hacer nada, me iba a hacer piquete por una hora o dos y me guardaba las hojas. Cuando me daban treinta minutos de piquete por haber caminado después de que había sonado la campana, yo me adelan-taba, sabiendo que me iban a castigar. Eso me hizo pensar mucho sobre la

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culpa, en cómo yo pagaba antes de cometer el “delito”, sabiendo que iban a encontrarme culpable de algo que, a veces, no había hecho. Sin haber leído todavía a Kafka, ya estaba protagonizando sus historias.

Tengo entendido que ahí, desde arriba, usted miraba la cúpula de su casa y se

emocionaba esperando la hora de salir.

Sí, yo salía los sábados al mediodía y regresaba los domingos al caer la tarde. Fue muy duro: levantarse a la madrugada o de noche, esos dormitorios inmensos para sesenta alumnos, muchos chicos del interior de la provincia y ese cura que se deslizaba con zapatillas, leyendo el breviario, con una luz muy atenuada, que uno de pronto se despertaba a la noche y veía una sombra que pasaba caminando, como un murciélago. Muy tétrico todo.

Se percibe que en Rosario, en cierto sentido, usted no conseguía despegarse de

su situación personal. Digo esto porque siento que en Villa Cañás está la gente,

están las anécdotas, pero en Rosario no.

No hay. No hay ningún amigo en Rosario. De esa época no hay ningún amigo. Del colegio, tampoco.

Al mismo tiempo, está la paradoja de que usted siempre toma el período de vaca-

ciones de 1939 a 1940 en Rosario, como uno de los más hermosos que ha vivido.

Creo que vi como setecientas películas, porque en aquella época eran más breves. De tarde se pasaban cuatro. A mí me causa gracia cuando la gen-te dice que de tarde se pasaban tres películas, porque en mi época se pasaban cuatro (y por la noche pasaban tres más). Había tres formas de pedir la entra-da: matiné, que eran las dos primeras sesiones; vermut, las dos siguientes; y completa, que eran las cuatro. Yo, para ver las cuatro, pedía completa. En la matiné desalojaban la sala y después entraban los que mostraban la entrada de la vermut. En Rosario, mi madre ya había advertido mi pasión por el cine. En Villa Cañás, cuando me portaba mal, la peor amenaza de castigo era que el domingo no iría al cine, entonces me convertí en el niño más bueno del

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pueblo, quizás de la provincia. En aquel momento, en el año 1938 o 1939, Rosario tenía cincuenta y dos cines, de los cuales tal vez cuarenta y cinco cambiaban la programación todos los días. Pero Rosario era extenso; para ir de un extremo a otro, de Saladillo hasta Arroyito, había que hacer unos diez o doce kilómetros. Para aquel momento en que había tranvía, yo hacía ese recorrido. Además, era un placer programar el itinerario por la mañana.

¿Qué películas de esa época lo marcaron?

Todas las películas clásicas de los años treinta e inicios de los cuarenta. Huracán (1937), Historias de dos ciudades (1935); Lo que el viento se llevó y El

mago de Oz (ambas de 1939); Murieron con las botas puestas (1941); entre otras.

Rosita Suárez

Nuestra madre era una mujer muy inteligente e independiente, se manejaba sola y era muy firme en sus decisiones.

Ella fue una luchadora incansable para que siguiéramos una carrera artística, porque amaba todo lo relacionado al arte y tenía muy claro lo que quería hacer de su vida y de nosotros.

Silvia Legrand, hermana de José

En Rosario, mamá, que estaba muy preocupada por la soledad en que vi-víamos, siempre trataba de llevarnos al centro, salíamos a caminar. Me acuer-do de que cuando recién había muerto papá todavía era verano, y mamá a la tardecita nos llevaba a la peatonal Córdoba, de paseo. Yo siempre iba con un libro en la mano. Cruzaba la calle con ellas, me iba corriendo hasta la esquina y me sentaba en alguna puerta a leer, mientras ellas iban caminando despacito, mirando las vidrieras. Cuando llegaban, mamá me decía: “Vamos, nene”. Le daba la mano, cruzábamos la calle y me iba corriendo a la esqui-na siguiente para seguir leyendo. Siempre había un motivo para que mamá nos distrajera; no quería quedarse en casa porque con la caída de la tarde, al anochecer, nos tocaba pensar más en papá. Después llegábamos a casa, comíamos, dormíamos e íbamos al día siguiente al colegio.

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No sé si me puede confirmar esto. Pero me parece que, en el contexto de esa épo-

ca, los padres buscaban que los hijos se formaran para convertirse en profesores,

médicos o abogados. Es un hecho muy particular el que su madre incentivara a

los tres para seguir un camino artístico.

Mi madre había estudiado en un colegio de monjas en España, donde le habían enseñado a bordar muy bien. Ya en Villa Cañás, en las fiestas de fin de curso del colegio y en Rosario, los mejores disfraces eran sin duda los que mamá había bordado a mis hermanas.

Cuando nos fuimos a vivir a Rosario, mis hermanas concurrieron a un sitio que tuvo mucha influencia, la Escuela de Arte Rosarino. Ellas apren-dieron baile clásico con una bailarina famosa llamada Lida Martinoli, que luego fue primera bailarina del Colón. Mamá también me hizo aprender piano a partir de los cuatro o cinco años, cuando papá me compró un exce-lente piano Zeitter & Winkelmann.

¿Influyó ese aprendizaje en su formación?

Tengo mucho sentido musical, tengo oído musical. A mí, si me tocan una nota, digo si es un fa sostenido, por ejemplo. Me paso imaginando me-lodías muy a menudo. En Los chantas (1975), cuando estábamos haciendo la grabación de la música, el magnífico Tito Ribero ensayaba el número 28 con la orquesta, y le pregunté: “Tito; ¿qué es esto, para qué momento es?”. “Para el robo del caballo”, me contestó. “No”, le respondí con res-peto. “¿Pero por qué no, José?”. “El robo del caballo es esto”, tratando de mostrarle en el sintetizador. Al escuchar, me propuso que tocara yo. “No, estás loco”, le dije, delante de todos los maestros que tenía la orquesta. Al final quedó lo que toqué como música de fondo en la secuencia del robo del caballo. No porque fuera una buena interpretación, sino porque había sentido, le daba incógnita, le daba misterio, suspenso, preocupación. No era un vals de una pareja que iba paseando junto al río. Era una noche en la que cuatro tipos se metían donde no debían meterse para robar un caballo, y cualquier ruido los asustaba.

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¿Su madre alguna vez expresó la idea de que tenía que aprender alguna profe-

sión para defenderse en la vida?

No, era como un conocimiento más que adquiríamos para la vida. Lo que sí, mamá estaba muy preocupada de morirse, porque si se moría nos quedábamos huérfanos con doce o trece años. Era como la sensación que debe tener el tuerto al proteger mejor su ojo sano.

Y además estaban en Rosario, ya no era quedarse en un pueblo como Villa Cañás.

Es por eso que nos trajo a Buenos Aires, porque ahí estaba la tía que la había criado, a quien, como ya le dije, la llamábamos “abuela Francisca”. Allí fui a estudiar cuando la familia estaba en Villa Cañás –antes de ir a vivir a Rosario–, a la casa de la abuela Francisca, y ahora yo volvía con toda la familia. Los primos eran como hermanos para ella, se habían criado juntos.

¿Cómo fue para ella percibir, a lo largo de los años, que ustedes poco a poco esta-

ban logrando construir sus trayectorias personales y profesionales?

Ella lo vio con el tiempo, porque me acuerdo de que Chiquita siempre cuenta que fuimos al estreno de Los martes, orquídeas (1941) en el Teatro Broadway, en el tranvía 86, y nos trajeron en remisse a casa. Ese es el giro que dieron nuestras vidas.

¿Qué reconoce de su madre en ustedes?

Mucho. Muchos dichos, muchas formas de hablar, muchas canciones españolas de inicios del siglo pasado, una pasión por todo lo que esté relacio-nado con la música, el cine, el teatro, la literatura. Una gran perseverancia, una ética, un respeto, una discreción. Hay varios factores que provienen, sin duda, de mi madre. Mientras que lo de mi padre no alcanzo a descubrirlo.

¿Llegó a imaginar cómo sería ahora si se hubiera quedado en Villa Cañás o en

Rosario, sin haber venido a vivir en Buenos Aires?

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Sí, si me hubiera quedado en Cañás tendría un campito, que me rendi-ría sus frutos, me permitiría vivir en el pueblo, iría a tomar un café al club o al hotel Colón, tendría un auto, cada tanto me iría a Rosario, me hubiera casado con una chica de Cañás. Si me hubiera quedado en Rosario no tengo claro lo que me hubiera pasado. Es posible que hubiera creado un sitio y me hubiera jubilado como empleado de comercio.

¿Nada relacionado con el cine?

No, porque en Rosario en aquel momento se estrenó una película rosa-rina del año 1937 que se llamó Viejo barrio, que fui a ver, y era una película horrible.

¿Y tampoco pensó en hacer cine?

No hubiera tenido posibilidades, ni fuerza suficiente. En Rosario hu-biera sido una vida gris. Pero seguro que hubiera fundado un cineclub. ¿Cómo? No lo sé. Un cineclub no se forma por lo que se sabe, se forma por lo que se quiere.

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Capítulo 02.

Lumiton

No sé cómo fueron los primeros pasos de José en Lumiton, pero me imagino lo que él sintió por lo que también pude pasar.

Cuando entré en Lumiton por primera vez y vi lo que era hacer cine, me quedé asombrado. Fue un cambio en mi vida, como otro nacimiento

que uno tiene. Cuando me metí por primera vez en un set y vi lo que hacían, el silencio, la oscuridad y el prenderse los reflectores, ver todo armarse y

desarmarse, yo descubría lo lindo que era eso. El cine se hacía de una manera artesanal. Incluso viniendo del ámbito del teatro,

yo nunca había encontrado una hermandad como la que pude encontrar ahí, una solidaridad por parte de todos. Había una riqueza de la gente que estaba ahí, con una calidad humana única, y esa fue

una de las cosas que más nos unieron a José y a mí.

Bernardo Arias, ayudante de dirección y compañero de José en Lumiton

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Llegar a Buenos Aires

La relación con Buenos Aires es anterior al momento en que vinieron a vivir a

la capital, ¿verdad?

Viajé varias veces a Buenos Aires, porque entre 1935 y 1936 hice el tercer y el cuarto grado, mientras vivía en casa de la abuela Francisca. Des-pués volvía a Cañás en vacaciones, hasta que fuimos a vivir a Rosario, luego del fallecimiento de mi padre. Mamá veía que estábamos muy tristes en Rosario, y como ella tenía una familia a la cual quería mucho que era la de su tía, decidió que nos fuéramos a vivir a Buenos Aires. No dejé nada en Rosario, sino en mi memoria personal. Pero del Rosario de aquel entonces no tengo memoria colectiva, no hay amigos, no hay clubes, no hay equipos de fútbol, no hay familias a las que visitáramos. Acá en Buenos Aires era distinto, porque era un sitio que yo conocía mucho y había pasado años acá.

Entonces no fue un cambio brusco el hecho de vivir en Buenos Aires.

No. Además a Buenos Aires la quería porque tenía muchos amigos, cuando iba al cine podía ir acompañado. ¿Sabe una cosa? Creo que en Ro-sario no fui nunca al cine con nadie, habiendo visto en un verano, como ya le dije, alrededor de setecientas películas. Nunca nadie me dijo: “Mirá, José, que en tal parte van a pasar tal película”, o nunca pasó que yo le propusiera a alguien ir al cine. No recuerdo haber ido al cine con ninguna persona allá. Increíble.

Quizás su mayor compañía era el propio cine…

Bueno, pero en Buenos Aires era lo mismo, solo que íbamos con los amigos del barrio y podía ir el que tenía tiempo. Por lo menos dos de cada tres veces íbamos dos o tres muchachos juntos al cine.

¿Y cómo fueron esos primeros tiempos en Buenos Aires?

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El hecho de vivir en la manzana de enfrente de donde vivía la abuela Francisca nos ayudó mucho. Mamá estaba muy a menudo con ella, se daba una escapada a conversar, los fines de semana lo pasábamos juntos, y eso nos cambió la vida, nos dio un entorno de afecto que no habíamos tenido. Podíamos acudir a estos tíos mayores que teníamos, con los cuales nos sentíamos cómodos, porque todos tenían una característica artística: el que no era pintor era pianista, maestro, inventor, todos tenían algo que ver. Nos encontramos con un tipo de vida más afectuosa, donde el afecto no se res-tringía solamente a nosotros cuatro sino que se expandía a toda una familia y al grupo de amigos también. Fue todo muy beneficioso.

¿Y su inicio cinéfilo en Buenos Aires? ¿Cómo era ir a los cines? ¿Qué veía? ¿Era

un público distinto al de Villa Cañás y Rosario?

Por lo general, los chicos hablábamos de dos tipos de películas: las de amor y las de acción. De las películas de amor nos escapábamos. Es más, recuerdo que en algún momento, cuando el muchacho y la chica comenza-ban a enamorarse, algunos de los que estábamos en el cine decía: “Uh, ahí viene la parte de amor, hasta que vuelva la acción…”. Tampoco decíamos así, pero era lo que sentíamos, nos aburría esa parte. No se olvide de que yo venía de Villa Cañás con mi pasión por las películas de la Warner, que hacían producciones de cierta violencia, con las cuales aprendí a ver cine.

¿Había un clima distinto en los cines de Buenos Aires?

No. Únicamente que los acomodadores de cine eran personalidades y tipos muy peligrosos. Había mucha gente que quería entrar sin pagar la entrada. En Rosario ellos cumplían una función mucho más apaciguada, más contemplativa con los jóvenes.

Me acuerdo de una vez que estaba conversando con un chico de la fila de adelante, que, en lugar de darse vuelta para sentarse con nosotros, pasó por encima de la butaca. Vino el acomodador, lo agarró de la oreja y simplemente lo sacó del cine. (Risas). Mejor dicho, “me” sacó del cine… yo era ese chico.

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¡Lo echaron!

(José se pone colorado) Debo admitir que sí. La gracia que me causa aho-ra recordar cuando me cruzaba con una persona mayor y me decía: “Dale, pibe, que ya empezó a tocar el timbre”. Cinco minutos antes de empezar la función, se tocaba el timbre avisando a los que estaban por allí tomando un helado, o a los mayores que fumaban. El hombre que venía del lado del cine me avisaba que ya había empezado a sonar el timbre. Es decir, me veían vestido de ir al cine.

Era literalmente un “vivir de cine”.

Absolutamente. No había chico que no supiera de memoria el número de teléfono de los cines de la zona, para preguntar qué tipos de películas exhibían aquel día. A medida que íbamos creciendo, expandíamos la zona a la que concurríamos. Íbamos al Sena, al Oeste, al Tarico, al Parraviccini, al Río de la Plata, que eran cines que estaban a lo largo de veinticinco cuadras sobre la avenida San Martín, pero llegó un momento en que empezamos a ir a los cines de Villa del Parque y otras localidades que era un barrio donde había que ir en tranvía.

Cuando me hice adolescente no iba a ningún baile, porque significaba que no iba al cine. Y luego, cuando me hice mayor y trabajaba en Lumiton, los sábados podía ir al cine y veía películas a la una, a las tres, a las cinco, a las siete, a las nueve, a las once y trasnoche, veía siete películas seguidas. La chica que salía conmigo en aquel momento no aguantaba ese tren, nos encontrábamos a las siete o a las nueve. “A las siete voy estar en tal parte”, le decía. Siendo una chica joven, ¿en qué cabeza cabía que un tipo vaya a ver siete películas en un día? En esa época yo no podía ver muchas películas porque estaba en Munro, trabajando en Lumiton. El horario del comienzo de rodaje era a las 12:45, pero Bernardo Arias, José Arturo Pimentel, Pepito Herrero y yo llegábamos como a las nueve y media de la mañana. El roda-je terminaba a las 20:45, teníamos que quedarnos preparando el plan de trabajo para el día siguiente, y veíamos cuestiones como si viene tal actor, si hay que conseguir un auto, si hay que buscar un traje de bombero. Lo

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hacíamos, y yo llegaba como a las 22:30 a dormir a mi casa. Así que de lu-nes a viernes no se iba al cine. Pero el viernes había un cineclub en el cine Biarritz que se llamaba Gente de Cine, de Roland, donde la capacidad ya estaba agotada y no podía aceptar más socios. Yo siempre llegaba, la ven-tanilla estaba llena de gente que estaba tratando de entrar, pero no había más localidades. Todo esto a la una de la mañana, porque era trasnoche. Entonces me colaba, no sé cómo pero me metía en el tumulto, no podía es-tar fuera de una sala donde se estaba pasando una película, no era mi sitio.

Ingresando en Lumiton

¿Cuánto tiempo pasó entre su llegada a Buenos Aires y su primera participación

efectiva en el cine, en La casa de los cuervos (1941)?

No, no fue participación… Decir que fue participación llega a ser de-masiado. Yo estaba acompañando a mis hermanas porque era de noche, y debe haber faltado gente, porque por ahí me dijeron: “Pibe; ¿querés ganar cinco pesos?”. “Sí, claro”. “Bueno, andá, que te van a dar un pantalón y una boina, y lo hacés”.

Lo mismo sucedió cuando estuve como extra en Si yo fuera rica, de Car-los Schlieper, en 1941 (eso en los estudios EFA). Me acuerdo de que acom-pañaba a mis hermanas y allí también me dijeron: “¿Vos venís mañana a acompañar a tus hermanas?”. “Sí”, les dije. “¿Tenés un saco blanco?”. “Sí”. “Entonces venite con un saco blanco, que hay una boîte y te ponemos de extra”.

En cuanto al tiempo que transcurrió entre haber llegado a Buenos Ai-res y aquellos sucesos, pasaron dos años, más o menos.

¿Cómo eran esos momentos en que acompañaba a sus hermanas?

Hubo un prolegómeno de alrededor de veinte días en el cual contrata-ron a Chiquita. En ese momento, cuando hizo Los martes orquídeas (1941), ella debía tener trece años. Yo la acompañaba, y el primer día tuvimos que tomar el colectivo número 31, pues la parada estaba cerca de la puerta de

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Lumiton, a dos metros y medio. Bajamos y entramos allí. El primer día, a mi hermana le hicieron maquillaje, se la llevaron al peinador a hacer prue-bas, y mientras yo me quedé sentado con un libro en la portería. Desde allí vi lo que pasaba durante todo el día, porque llegamos a las once y nos fui-mos a las tres o cuatro de la tarde. El segundo día crucé esa puerta hacia el patio, que daba directamente a un gran espacio abierto que tenía Lumiton. Alguna película estaba en rodaje (me parece que Embrujo, de Enrique Susi-ni), y vi que las puertas que daban directamente al set tenían el sistema de luz roja para indicar “cerrado”, y luz verde para “abierto”. Así que en algún momento me metí en silencio, cuidadoso de no hacer ruido, de que nadie se diera cuenta, hasta que alguien me vio ahí, sin hacer nada. Era verano y hacía un calor insoportable, sobre todo cuando encendían los focos. La película tenía poca sensibilidad, así que había que mandar mucha carga de luz para que imprimiera bien, podría hacer 42 o 43 grados allí. Alguien me pidió que le fuera a comprar una Coca Cola, y fue así como empecé. Yo salía, atravesaba el patio, la portería, cruzaba la avenida Mitre, caminaba hasta la despensa y venía con la Coca Cola, que costaba unos veinte centavos, creo recordar.

Hablando de La casa de los cuervos, es muy particular su debut en el cine,

porque usted empezó justamente teniendo que “morir”.

(Risas) Y, además, teniendo que morir cuatro veces. Por ahí yo tardaba y me tiraba con los brazos abiertos. Al terminar la cuarta toma, el director Carlos Borcosque, con la bocina, decía: “Ese chico con la camisa a cuadros, ese que ya murió cuatro veces delante de cámara, ¡que no se muera más!”. Al final tuvieron que designar quién era el que se moría, porque todo el mundo quería morir. (Risas).

Lo imagino delante de esas luces y la cámara, pensando: “¡Estoy haciendo cine!”.

“Estoy haciendo cine… y ojalá que toda esa parte se vea”, porque yo an-daba con la gente y decía muy contento: “¡Hice una película!”. Y me decían: “Ah, sí, yo la vi. ¿En qué parte estás?”. “Estoy a lo lejos, no se me ve”. Y yo me decía: “Qué desilusión, estuvo y no estuvo. Estuvo y no está”. “¿Y por

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qué no está?”. “Porque se corta, a veces es muy larga”, y yo pensaba: “¿Y si cortan la parte en que me estoy muriendo? Capaz que…”.

Una vez a un muchacho le pasó eso. Se llamaba Nino Persello, después hizo una interesante carrera. Buena figura, italiano, buena persona, agrada-ble. Iba al estudio y un día, con Bernardo Arias y otros amigos, pensamos: “Vamos a darle algo a Nino en una próxima película, porque es un buen muchacho, pone mucho empeño y tiene pasión por lo que hace”. Le dimos un pequeño papel en Un hombre solo no vale nada (1949). En la noche del estreno llevó al papá al cine, pero la secuencia en que él participaba fue cortada. Me contaba Nino que, cuando el papá vio la película, le dijo: “Vos valés menos que nada, porque no sos ‘ni un hombre solo’” (risas). Pobre Nino, no estaba en la película. No sé por qué lo cortaron, posiblemente al director le pareció innecesario.

¿Cómo era esta forma de conocer cómo se hacía cine, descubrir la “ingeniería”

que existe detrás de una película?

Estar viendo cómo se hacía una película era un descubrimiento, por-que todo aquello a lo que yo asistía después en la pantalla había pasado por este proceso de realización. Es decir, todo aquello a lo que asistía cuando era chico, de un tipo que estaba tomando en un bar de un almacén de campo, ahora me daba cuenta de que atrás no estaba la gente tomando café, atrás estaban los operadores. Lo que a mí me parecía tan real era, en verdad, filmado en partes, sin un orden cronológico como se veía en la pe-lícula terminada. No era que en un bar un tipo tomaba, el otro tipo comía, el otro tipo fumaba. Era nada más que un tipo que estaba bebiendo (porque alguien se lo había pedido), mientras que los demás actores estaban des-cansando, haciendo otra cosa. Juntar todo ese material en la película me hacía creer que este era un ambiente donde transcurría todo, pero ahora me daba cuenta de que cada cosa estaba separada de la otra. Era la sorpresa de este rompecabezas en el que uno iba diciendo: “¡Cómo me engañaron!”, pero era un engaño hermoso, porque me regalaba una historia. Para una cosa que yo veía continuada, una conversación entre dos personas, se tar-daba toda una tarde. Y la cámara cambiaba de sitio, las luces, el sonido, la

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repetición, la pizarra… Yo me preguntaba: “¿Por qué la hacen de nuevo? ¿Habrán cambiado la letra? ¿El director habrá creído que podría poner más o menos énfasis en algún momento?”. Eran descubrimientos empíricos, que uno hacía a través de la práctica, no había nadie que me dijera: “Bue-no, Josecito, ahora la cámara se pone acá o se pone de ese lado…”. Yo de lo posterior no sabía. Después, en la noche del estreno, percibía: “Ah, sí, acá es cuando él entra en tal lugar”.

Imagino que había una atmósfera y ciertos códigos que había que entender para

insertarse en “el medio”…

Sí, había un clima particular. Además era un estudio muy aristocrático, una persona nueva no era bien vista, no caía bien, costó trabajo. Bueno, siempre le costaba trabajo a alguien que entraba, pues llevaba no menos de cuatro a cinco meses hacerse miembro de la “cofradía”. Había una re-sistencia, un distanciamiento, no se ofertaba la amistad inmediata. Tenía que ganarse la confianza, ganar el sitio en el estudio, el derecho a estar ahí, como estábamos nosotros.

¿Lo miraban distinto por ser el hermano de las Legrand?

Eso me ayudó muy poco. Al principio me habían puesto un sobrenom-bre: “Mirtho”, obviamente por mi hermana. Yo me di cuenta de que, si me enojaba, iba a quedarme ese apodo para toda la vida. Entonces les decía: “Sí, ¿qué pasa?”, respondiendo cuando me llamaban, hasta que se cansa-ron de llamarme de Mirtho y me llamaron Josecito.

Lo interesante es que, teniendo conciencia de esto, usted quiso empezar desde

abajo, aunque fuera buscando una Coca Cola.

Lo que pasaba era que yo era un muchacho distinto al resto. Creo que casi todos los chicos del estudio, la gente joven, era gente del pueblo de Munro, que vivían en las cercanías y consiguieron trabajo porque tenían conocidos, amigos, porque vivían en la vecindad. Yo, a esa edad, ya me

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había leído 1500 libros, había visto 1500 películas, me quedaba sin dormir para ir a Gente de Cine en la función de los viernes de Roland. En el año 1941 fui a ver el estreno de El ciudadano (1941) en el cine Ideal, por ejem-plo. Vestía distinto, vestía un poco mejor, era un personaje a quien le había costado más trabajo entrar, pero después ya me metí en el equipo de fútbol, me gané la confianza de ellos, porque al fin y al cabo los amigos que había tenido en Villa Cañás y en La Paternal tenían más o menos las mismas ca-racterísticas que estos. Yo sabía cómo se hablaba, cómo se jugaba, así que una vez que pasé este primer filtro, que duró unos tres meses, posiblemen-te, la cosa fue natural. Así fue hasta que llegó el momento sublime en que Peke Oyarzábal12 le dijo a mi mamá: “Mire, vamos a empezar una película que se llama Paso a la juventud,13 se va a filmar en el Delta, en verano, ¿qué le parece si viene Josecito?”. Fui como oyente.

Además de Peke, ¿qué otras personas de Lumiton han sido importantes para

usted en este período inicial?

Alfredo Traverso, muy buen director de fotografía y muy buena per-sona, que enseñaba todo lo que sabía, cosas como por qué se ponía este diafragma, cómo se usaba el fotómetro, qué sensibilidad tenía la película, qué filtro era conveniente usar en este exterior con nubes.

También puedo citar a José Arturo Pimentel, que después dirigió dos películas. Fue un hombre a quien quise mucho, debía llevarme cinco o seis años, y era quien me indicaba los libros que tenía que leer, como Vida de

Jesús, de Ernest Renan, por ejemplo. Podría mencionar a Hilario Castaño; a los tres hermanos García; a los

dos hermanos Cottella; a Pepe Herrero, que era asistente; a Nelo Melli, montajista. Hay que señalar también que había una muy buena voluntad para enseñarles a los chicos, por eso les tengo ese cariño. Uno se metía en la oficina de ellos cuando no estaban haciendo nada, y hacía algunas pre-guntas que ellos prontamente le respondían.

12. José comenta más sobre Peke Oyarzábal en los Anexos.

13. Que al final se tituló Se rematan ilusiones (1944), de Mario Lugones.

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Eso sin hablar del doctor Guerrico, hombre a quien veíamos a la dis-tancia y al que después aprendimos a conocer. Era bajito, debía medir 1,65 y pesar 60 kilos, fácilmente. Él fue quien manejó el auto donde el General Uriburu, el 6 de septiembre de 1930, hizo la revolución contra el presiden-te Hipólito Yrigoyen. Él siempre contaba que, al llegar al Congreso, unos diputados que se habían refugiado en los altos de la confitería El Molino empezaron un tiroteo y desde abajo les respondían. Quien manejaba el auto en medio de todo eso era el doctor Guerrico, que en ese momento debía tener poco más de veinte años. Luego, su padre fue intendente de la Ciudad de Buenos Aires.

Cuénteme un poco más sobre esa persona tan particular que fue Guerrico.

El doctor Guerrico era medio loco, yo lo vi cruzar en calzoncillos la Avenida Mitre para ir a tomar un café con leche en un restaurante. Eran los calzoncillos de Gath & Chaves, pero lo mismo podrían pasar por pan-talones de jugador de fútbol de aquella época, con el torso desnudo y un sombrero de paja que ya no daba más, y en ojotas. Al doctor Guerrico podía darle un ataque de furia y empezar a gritar, en el medio del patio, que se suspendía el rodaje que se estaba realizando. Salíamos de la portería, del laboratorio, de la administración, de los sets, todos a mirar al doctor Gue-rrico insultando a Dios y a María Santísima cuando sucedía algo. Era un personaje que yo amaba.

En un momento, él percibió que yo tenía un vendaje en el rostro y me dijo: “Josecito, vení”. “No, no pasa nada”, le decía. Me levantó el ven-daje, lo olió y sintió que había un mal olor, que quería decir que el oído estaba infectado. “¿Cómo no pasa nada?”, me dijo, “Vamos”. “¿Adónde? Si estoy trabajando en el rodaje”, le dije. “Vamos, subí al coche. ¿Dónde te hicieron esto?”. Le expliqué que me habían curado, pero yo tenía un dolor tremendo e iba igual al rodaje. Bajé con él en la Cruz Azul (en la ca-lle Uruguay, junto al Registro Civil) y pasé la vergüenza del siglo, porque desde el mostrador él gritaba: “¿¡Quién es el ignorante que atendió a ese chico!? ¡Ustedes son una manga de asesinos, merecerían que los echaran, que esto, que lo otro, porque lo que le han hecho a él no es posible, voy a

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denunciarlos…!”. Y nadie decía una palabra. “Vení, vamos”, dijo él. Subi-mos al coche y fuimos a su casa. Empecé a escuchar ruidos metálicos en la cocina. Pensé: “¿Qué me espera ahora?”. Estaba en una habitación y de repente vi un cuadro con un escrito. Me acerqué, y era el recetario de un médico en el que decía algo así como “Certifico que el día tal, del año tal y cual, asistí de parto a la señora tal de Guerrico, que dio a luz a un niño al que pondrá por nombre César José Guerrico”. Entonces vino el doctor, y le pregunté: “Doctor, ¿a qué se debe que tenga esto?”. “Eso es para que no digan que soy un hijo de puta” (risas). Era el certificado de que no era un hijo de puta. Me curó como los dioses, me limpió la herida, me desinfectó sin causarme ningún dolor y nunca más volví a sentir nada. ¡Cómo no voy a querer a ese hombre!

Leyendo también sobre Guerrico, veo que era la persona dentro de Lumiton que

tomaba la delantera cuando alguien trataba de confrontar al estudio como, por

ejemplo, el sindicato, que surgía en aquel momento.

Él fue el único, pero debía de haber un acuerdo interno de que él tenía que salir a discutir con el sindicato. Es importante señalar también que Guerrico era un hombre muy exigente, él quería que el empleado progresa-ra, creciera. Me acuerdo de un muchacho que se llamaba Zanzi, era un tipo muy grandote, jugaba en nuestro equipo de fútbol como número nueve (no porque jugara bien, sino porque cuando corría la gente se iba cayendo a los costados: pesaba unos 110 kilos y, a menos que la pelota se le fuera, siempre convertía el gol porque era casi como un ómnibus de grande). Me acuerdo de que una vez Zanzi se acercó al doctor Guerrico y le dijo: “Doctor, hace ya tres años que estoy trabajando como electricista, pero me gustaría entrar en sonido”. “Ah, muy bien”, dijo el doctor Guerrico, pero enseguida le preguntó a Zanzi: “¿Qué es un ohm?”. “Oh, doctor, usted siempre con esas preguntas complicadas”, contestó Zanzi (risas). Ahí terminó la carrera de Zanzi en el área de sonido.

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José, asistente de dirección

Su primera participación efectiva en el cine fue en Se rematan ilusiones (1944),

de Mario Lugones. ¿Cómo fue ese proceso?

Fue hermoso, porque ya me sentía parte de un equipo, había dejado de ser un visitante. Al principio no había un horario muy decidido, no había sindicato. Trabajábamos de once a doce horas por jornada, pero contentos y felices, porque nos dábamos cuenta de que estábamos aprendiendo. No era un trabajo demasiado pesado, fue algo muy agradable. Fue una película en que debutó mucha gente, como José Olarra, un señor mayor que repre-sentaba su primer protagónico, así como Tito Gómez y Virginia Luque, que hacían de la pareja joven. Debutaban también el director Mario Lugones y el guionista Wilfredo Jiménez, un uruguayo que después hizo muy buena carrera, con cerca de cincuenta guiones para cine. Y debutaba yo, como oyente…

Había entonces un sentido conjunto de “estamos haciendo una primera película”…

Sí, y además con características más dificultosas, porque estábamos fil-mando en el Delta del Paraná, no estábamos filmando en el estudio donde había un teléfono cerca para pedir lo que se necesitaba (ni nos imaginába-mos que alguna vez iban a existir los celulares). Era un argumento muy promisorio desde el punto de vista de los anhelos industriales argentinos. Trataba sobre unos chicos que vivían allí y descubrían que había una fibra especial que servía para una determinada cosa, y querían poner una fábrica para trabajar con ese producto, pero un capitalista lo impedía, hasta que conseguían una persona que confiaba en ellos. Era una propuesta con la cara de Wilfredo Jiménez, y él lo hizo bien. Incluso los dos títulos son bue-nos: el primero, que era Paso a la juventud, y después el que fue definitivo, Se rematan ilusiones. Es decir, tenemos tantas ilusiones que no podemos guardarlas.

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Este proyecto también fue especial para usted por el hecho de que, por primera

vez, participó del proceso de elaboración de una película y después la vio proyectada.

Era emocionante, era como que en poco tiempo, en pocos años, ya ha-bía logrado hacer eso que yo no sabía cómo se llamaba, pero que quería hacer. Acuérdese cuando en Villa Cañás mi amigo Soio decía: “¡Qué lindo debe ser vivir cerca de un estudio!”. Bueno, yo ya estaba “levantando el cortaplumas”.

¿Y cómo fue su relación con Mario Lugones? Él fue el director con el que más

trabajó, ya que después fue su asistente de dirección en Un pecado por mes (1949), Un hombre solo no vale nada (1949), Miguitas en la cama (1949) y

Abuso de confianza (1950).

Bien. Mario no era un hombre demasiado exigente, incluso con su mis-ma profesión, así que llegó un momento en que me dejó bastante campo a mí. Por ejemplo, los encuadres para el día siguiente los comenzábamos en la noche con Mario en su casa, pero los terminaba yo en la madrugada. Mario se iba a dormir y yo seguía trabajando. Él vivía en las calles Córdoba y Uruguay, y yo sabía a qué hora pasaba el último colectivo 29 para ir a mi casa en Palermo, así que diez minutos antes me iba porque si no tenía que caminar treinta cuadras.

Al día siguiente seguíamos el guion que yo había planteado. De todas formas, le diría que no había ningún destello de novedosa actitud, sino lo más ortodoxo, como plano y contraplano, plano de los dos, plano con uno con referencia del otro, plano del otro con referencia del uno… hasta ahí llegaba la cosa. También calculaba más o menos dieciséis posiciones de cámara como promedio por día, lo que más o menos permitían las ocho horas de trabajo.

Es interesante lo que usted menciona sobre la libertad que tenía al trabajar con

Lugones, porque me imagino que con directores como Carlos Hugo Christensen,

Francisco Mugica o Manuel Romero todo quedaba más marcado, le darían me-

nos libertad de acción como asistente.

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A Christensen el único que le tocaba los libros era José Arturo Pimentel, quien en algún momento figuró en algunos títulos como colaborador en la adaptación. Christensen trabajaba mucho las adaptaciones. Si miramos su carrera, los únicos que podrían hacer sugerencias de esa naturaleza eran Pepe Herrero –antes de Pimentel– o el propio Pimentel.

Romero venía con el libro escrito, y el libro no se movía. Augusto César Vatteone venía con el libro escrito, no se movía. Con Antonio Ber Ciani, con quien hicimos Martín pescador (1951), lo podíamos charlar. Con Juan Carlos Thorry también se podía hablar. Con Kurt Land se podría hablar mucho, pero eso ya es en una época pos-Lumiton. Incluso con Torre Nilsson se podría hablar mucho del libro, cuando hicimos El protegido (1956).

Pero todos estos matices iban cambiando de director a director, permi-tían que uno tuviera distintos conocimientos y formas de estilo. Después uno tenía que tener la virtud, la particularidad de elegir la buena, la que correspondía como la mejor para seguir el tipo de rodaje.

Con Daniel Tinayre aprendí mucho, también. Con él era difícil, pero lo que más aprendí a su lado fue producción y técnica, no tanto el libro, porque era mucho menos amplio para trabajar.

Carlos Hugo Christensen

Usted trabajó como ayudante de dirección en una película de Christensen: La señora de Pérez se divorcia (1945).

Fui pizarrero. Fue una comedia muy divertida, como una secuela, por-que Christensen ya había realizado una película llamada La pequeña señora

de Pérez (1944), con Chiquita, Juan Carlos Thorry y Tito Gómez. La señora

de Pérez se divorcia es una secuela de la anterior, con la adaptación de Julio Porter y César Tiempo, dos excelentes adaptadores y literatos.

¿Cómo era visto Christensen desde dentro de Lumiton? Porque imagino que era

como un niño prodigio, por haber empezado muy joven…

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Sí, pero, atención: había un hombre superior en el concepto general que era Francisco Mugica.14 Él había hecho Así es la vida (1939), que fue la gran película de Lumiton, con un elenco excepcional, con Enrique Muiño, Elías Alippi, Arturo García Buhr, Sabina Olmos, Enrique Serrano y tantos otros, en una película que quedó en la historia del cine argentino.

Después de Mugica, digamos que fue la “época Christensen”, con Safo,

Historia de una pasión (1943), El ángel desnudo (1946), La muerte camina en

la lluvia (1948) –una película policial muy bien hecha–, y La trampa (1949). Christensen trabajaba muchísimo la literatura extranjera. Debe tener unas treinta películas basadas en eso.

No sé cómo sería para el público de aquella época, pero intuyo que lo que atraía

en el cine de Christensen eran esas zonas de oscuridad que tienen gran parte de

sus películas, con personajes de cierta perversidad, como en El ángel desnudo,

por ejemplo. ¿Hasta qué punto el cine argentino de aquel momento tenía ese

toque que tanto define a Christensen?

No lo tenía. Podía haber alguna película que extemporáneamente toca-ra un tema fuera de lo común, pero si no las películas eran más o menos parecidas: el hombre bueno, el hombre malo, el final feliz y demás. Chris-tensen trajo un poco la sorpresa al cine argentino, trajo el desnudo de Olga Zubarry (que no es tal, pero fue considerado como tal), además de traer la buena comedia. La pequeña señora de Pérez y La señora de Pérez se divorcia

fueron sucesos. ¿Pero qué ocurría? Christensen era un muy buen lector, un apasionado por la literatura, y conocía sobre toda la literatura, en general.

¿Cómo era el proceso de rodaje con Christensen?

Era muy severo, trataba con cierta dureza al equipo. Hice una sola pe-lícula con Christensen, no puedo hablarle mucho más. Pero me acuerdo de un día en que estábamos en la oficina y de repente vi, desde el ventanal que daba al patio grande, que todo el equipo de Christensen salía al patio

14. José comenta más sobre Francisco Mugica en los Anexos.

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y estaba corriendo. Christensen los habían sacado a correr durante cinco minutos.

Para entender un poco la dinámica de los equipos de Lumiton: ¿usted, por ejem-

plo, podría haber seguido trabajando con Christensen? ¿Él lo convocaba o dejaba

de convocarlo, o alguien lo nombraba para trabajar con él?

Por lo general, mientras estaba el Peke Oyarzábal, era él quien definía los equipos: si la luz para tal película va con Traverso, el montaje va con Nelo Melli, asistencia siempre va con José Arturo Pimentel y Pepe Herrero va para trabajar con Christensen, para camarógrafo va Pedro Marzialetti, para jefe de electricistas va Pascual Giudici, y así en adelante. El Peke asu-mía esa función porque los conocía a todos.

¿Es cierto que en Lumiton tenían hospedaje en los estudios, y muchas veces usted

llegó a quedarse de noche planificando el rodaje?

Después de terminar el rodaje, entre las 20:30 y las 20:45, preparába-mos la citación para el día siguiente. El problema que teníamos era con las telefonistas, porque no había discado automático. Había que llamar a la telefonista y, cuando llamábamos más de tres o cuatro veces, ella no nos atendía. Un día necesitábamos llamar a la gente para avisarle la hora del rodaje. Entonces le digo: “Señorita, no es una conversación de novios la que hago, estoy trabajando y tengo que citar a alguien”. “Sí, pero están llaman-do mucho”, me dijo. “Bueno, deme con su supervisora”, hasta que escucho en la línea: “Che, atendé a este tipo, que está tirando la bronca”. No me pasaron para hablar con la supervisora.

Después de hacer eso, nos íbamos enfrente, a comer en La Cuchara de Palo,15 o en El Tano. Volvíamos a los estudios e íbamos al set que utilizaría-mos al día siguiente. Encendíamos las luces, agarrábamos el carrito (no la cámara, porque estaba guardada en el cuarto de cámaras), veíamos el plan de trabajo y más o menos marcábamos las posibles posiciones de cámara.

15. José comenta más sobre La Cuchara de Palo en los Anexos.

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Con Bernardo Arias, Tito Sontag y algunos colegas más nos quedábamos ahí un rato practicando: “Si la mujer camina desde allá y viene para este lado, la cámara la sigue, después vamos a contracuadro de este lado…”.

En aquellos momentos, ¿usted pensaba en lo que significaba vivir de eso, tenien-

do en mente a aquel chico de Villa Cañás? ¿O sentía que ya era una cuestión

profesional y natural para usted, el día a día en el estudio?

Yo pensaba en el futuro. Era un misterio el futuro. ¿Hasta dónde voy a llegar? Creo que nunca me había planteado la posibilidad de dirigir, nunca. Me acuerdo de una noche que volvíamos en colectivo Bernardo Arias, Tito Sontag y yo. El colectivo venía medio vacío, y estábamos hablando de la filmación que íbamos a hacer al día siguiente. Nos divertíamos pensando: “No, va a poner una lente cincuenta porque le gustan los planos cortos, que tenga difuso el fondo y que no haya profundidad de campo”. Entonces Tito Sontag dijo en un momento: “¿Y vos, José, cuándo vas a dirigir?”. “¿Cómo?, si estamos hablando de otra cosa”, le dije. Me llamó la atención. “¿Dirigir?”, pen-saba, “no lo sé, solo quiero tratar de ser un buen asistente. ¡Qué sé yo, Tito!”.

La crisis en el cine argentino

La década de 1940 fue un período complicado, por la falta de película virgen y

por el boicot americano a la posición argentina en la Segunda Guerra Mundial.

¿Cómo los afectó la crisis?

Llegó un momento en que Argentina no cumplió con lo que se había comprometido: ayudar al país americano que fuera agredido por una po-tencia extranjera. En verdad, eso estaba dirigido a que Estados Unidos iba a entrar en cualquier momento en guerra con Alemania, como entró en diciembre de 1941. Argentina hizo un “corte de manga”. Brasil mandó una expedición con un mariscal, pero Argentina no mandó nada, entonces los Estados Unidos tomaron represalias. Llegaron, incluso, a no enviar más medicamentos, y tampoco se mandaba película virgen. Con esto, en Lumi-

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ton se pensó en la posibilidad de fabricarla, pero llegaron a la conclusión de que hacer negativo era muy difícil. Así que decidieron hacer positivos, que nos permitían al menos hacer copias para que continuáramos distribuyen-do las películas que nosotros y los demás estudios habíamos realizado, al menos como una forma de seguir vendiendo material.

Lumiton nunca despedía a nadie. A mí me mandaron a la fábrica Delta; me resultó tremendamente enriquecedor saber cómo se hacía el produc-to en el cual estaba trabajando, porque también se elaboraba celuloide y se emulsionaba. Era hermosísimo. La fábrica era dirigida por el ingeniero Noiyeaux, que había sido director de la fábrica Kodak en Francia. Se les vendía el material a otros estudios como Argentina Sono Film, San Miguel, hasta que después se arreglaron las cosas.

¿Ya le he contado que el negativo también se contrabandeaba? De Chile, Uruguay, Brasil y Paraguay, muchas veces nos engañaron cuando al abrir las latas solo había arena adentro; siempre me resultó muy extraño que nadie se diera cuenta, porque era una cuestión de apagar las luces, meterse adentro del placard, y al menos tocar el material para ver si era película.

Para citar otra referencia a la crisis, Bernardo Arias me comentó que había car-

teles en las paredes que decían: “¡Por favor, ahorrar película!”.

En ese momento yo había pasado también a la administración, y se entregaba la película a quien la pidiera, por eso recuerdo que en el último film de Christensen en Lumiton se gastó lo equivalente a 32.000 metros, mientras que nosotros estábamos teniendo un promedio de 7000 a 12.000 metros por película. Cuando Mario Gallina16 fue a entrevistar a Christensen en Brasil, él le preguntó sobre esto. Nosotros pensábamos o creíamos que Christensen había gastado todo eso porque él se estaba yendo disgustado del estudio y quería dejar un tendal detrás de él. “¡No, cómo voy a gas-tar 32.000 metros! ¿Quién se lo dijo?”, le preguntó Christensen a Gallina. “José Martínez Suárez”, contestó Gallina. “No, Josecito era un menino, no sabía de esto”, dijo Christensen. “Josecito era un menino”, pero anotó que

16. Autor del libro Carlos Hugo Christensen. Historia de una pasión cinematográfica (1998).

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le había dado 32.000 metros de película para hacer su film. Llegó un mo-mento en que todos nos agarrábamos la cabeza.

Estando en la administración, supongo que empezó a conocer un poco más sobre

la estructura administrativa, tener que pensar el estudio como un todo y los costos

que esto generaba.

Si bien era cierto que las cuentas finales llegaban a la oficina de la calle Cangallo, partían de esta administración, con Franz Prjal. Ahí aprendí tam-bién sobre ese lado administrativo. Lumiton tenía esta particularidad. No estuve en sonido ni en laboratorio, pero después estuve en todo.

Retomando su cronología, ¿usted trabajó en El complejo de Felipe (1951), de

Juan Carlos Thorry?

Sí, esa se llamó en un comienzo Liceo de señoritas. Cuando se terminó y se exhibió a la junta calificadora, como el relato sucedía en un colegio y había un lío entre profesores y alumnas, le prohibieron el título. Así que le pusieron El complejo de Felipe.

¿Cómo fue el proceso de realización de esa película?

Muy agradable. Allí trabajaba una joven que se llamaba Elina Colomer, que en ese momento era la novia de Juan Duarte, hermano de Eva Duarte. Un día estábamos trabajando cuando alguien avisó, hablando bajito: “Juan Duarte está en el patio”. Todo el mundo salía con una excusa cualquiera para verlo. Estaba ahí parado con el auto y acompañado por tres o cuatro personas. Muy bien vestido, muy elegante, venía a buscar a Elina. Pero es importante señalar que Elina nunca hizo valer esa condición para conse-guir algo en particular dentro de Lumiton, ni de ningún otro estudio (según tengo entendido).

¿Cómo era trabajar con Thorry?

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Un encanto. Me acuerdo de que Thorry siempre me contaba: “Yo le enseñé a tu hermana a caminar con tacos altos”, cuando ellos hicieron Los

martes, orquídeas (1941) y Chiquita todavía tenía trece años. Era diciembre cuando hacíamos El complejo de Felipe y, en un momen-

to, cuando terminó el rodaje, Thorry dijo: “¡No se vayan, no se vayan! Acá le dejo a Josecito un entero de lotería para el premio de Navidad. Les guste o no les guste, este es el número, ya está comprado”. No sacamos nada. (Risas). Pero Thorry regaló un billete de lotería para todo el equipo. Muy cordial, fuimos amigos hasta su fallecimiento.

Al poco tiempo, usted estuvo en Martín pescador (1951), de Antonio Ber Ciani.

Era la primera vez que Antonio trabajaba en Lumiton. Era un director independiente, venía del cine mudo, había sido ayudante del Negro José Agustín Ferreyra.17 Antonio quería mucho al Negro Ferreyra, siempre le hacía referencia a alguna anécdota que le había ocurrido, alguna dificultad que habían tenido o cosas de esa naturaleza. Antonio era muy bohemio.

Me acuerdo de que un día era la una menos cuarto y Antonio no había lle-gado. ¡Ya era la hora de comenzar el rodaje y él no había llegado! Vino alguien de la portería y avisó que me llamaban por teléfono. Le pregunté quién era y me dijo que era Antonio Ber Ciani…“Hola, pibe”. “Antonio, ¿qué pasa?”. “Estoy pre-so”, me dijo. “¿Cómo preso?”. “¡Sí, me agarraron en el tren sin boleto!”. (Risas). Subió sin boleto. Al final alguien lo fue a buscar. Antonio era encantador, un tipo divertidísimo. Muy buen amigo, muy buena persona; todos lo quisimos mucho.

En una entrevista para Argentores, usted dijo una vez que Antonio Ber Ciani era

el hombre más soñador que había conocido…

¡Ah, sí, sí! Un día Antonio llegó al estudio y me dijo, asustado: “Pibe, pibe…”. Le pregunté qué pasaba. “Mañana llega Adriana Benetti”. Yo me

17. José Agustín Ferreyra (Buenos Aires, 28 de agosto de 1889 - 29 de enero de 1943), cuyo apodo era El Negro Ferreyra, fue un reconocido actor y director de numerosas películas en las primeras etapas del cine argentino. Se inició en el cine mudo y continuó después de la llegada del cine sonoro; dirigió películas entre 1915 y 1941, la mayoría de las veces con recursos econó-micos y técnicos muy modestos.

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preguntaba: “¿Cómo Benetti?”. Ella se había consagrado haciendo Cuatro

pasos por las nubes (1942), era la gran figura del cine italiano. “Hace dos me-ses que le envié una carta preguntando si podría venir a la Argentina para hacer una película, ¡y ella llega mañana!”, me dijo Antonio. (Risas). “¡No tengo plata, no tengo libro, no tengo nada, no sé qué hacer con ella!”. Pero como Hugo del Carril se enteró de que ella iba a llegar, consiguió salvar a Antonio. Claro que no lo salvó por salvarlo… Hugo le dio el protagónico en Las aguas bajan turbias (1952), una de las mejores películas del cine argen-tino. En esos tres meses y medio que pasaron, Antonio consiguió capitales e hizo una película que se llamaba Donde comienzan los pantanos (1952), en unos cangrejales que hay en la zona de San Borombón. ¡Qué loco que era Antonio! Envió una carta direccionada a Roma, Cinecittá,18 ¡y llegó! ¡Y esta señora avisaba que llegaba el día siguiente!

Una vez Antonio me dijo: “Josecito, de noche filmamos en la Plaza Congreso”. “¿Pero cómo? Si no hemos avisado el horario a los eléctricos”, le dije. “¿No viste que en la Plaza Congreso la gente estaciona el coche? Vamos a decirles que enciendan todas las luces”. “Pero, Antonio, la gente no se queda sentada arriba del coche. La gente estaciona y se va”. Mien-tras, el iluminador ya lo quería matar: “No, esto yo no lo hago”, me decía. Llegamos allá, cincuenta coches estacionados, ¡y había dos tipos! Lo pri-mero que dijeron es que “se les iba a gastar la batería”. Él quería ver, no sé si a don Enrique (Serrano) o a otro personaje, caminando por la Plaza Congreso.

Martín pescador fue una película realizada con guion de Arturo Cerre-tani y César Tiempo. No era un buen guion, no teníamos un buen elenco, era medio rejuntado.

Se siente como si la película dependiera de y estuviera hecha para Enrique Serra-

no, actor que era como un patrimonio de Lumiton.

18. Cinecittà (en italiano, ciudad del cine) es un complejo de estudios de cine y televisión em-plazado en la parte oriental de Roma, en la Vía Tuscolana. Se encuentra a nueve kilómetros del centro de la ciudad y tiene una superficie aproximada de 600.000 metros cuadrados.

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Sí. Enrique Serrano había sido payaso de circo, con el nombre de “Tranquerita”, porque parece que su papá había sido el payaso Tranquera. Después, en la época de la fundación del Teatro Argentino de los herma-nos Podestá, él entró en esta compañía y empezó a hacerse un nombre como actor cómico, hasta que se convirtió en el actor emblemático de Lumiton. Creo que hizo 33 películas en Lumiton, lo que sería un tercio de las que realizó el estudio. Era un hombre muy encantador, de muy buen carácter. Estuvo en Así es la vida, en las películas de Romero… El doctor Guerrico y nosotros lo queríamos mucho. Los viernes de noche, cuando yo iba al centro, que andaba solo, a veces bajaba las escaleras del teatro Astral y me metía en su camarín a esperar a que llegara. Tomábamos un cafecito en el entreacto.

El final de la carrera de don Enrique no fue bueno, porque comenzó a declinar y a tomar papeles menores, películas de segunda o tercera ca-tegoría. Un día me lo encontré en la calle Corrientes y fuimos a tomar un café. Yo estaba tratando de pensar cómo hacerle la pregunta. “Don Enrique, ¿qué pasa con sus últimas películas?”. Entonces, él me dijo: “¿Sabe lo que pasa, José? En las barbas del pobre, aprende el barbero su oficio”. Es decir, agarraban su nombre porque tenía cierta importancia, y él lo hacía porque necesitaba el dinero que le pagaban.

Manuel Romero

Usted también fue asistente de dirección en Valentina (1950), de Manuel Romero.

En Valentina hice un pequeño papel. Yo había visto una obra de teatro en el Cervantes en la que trabajaba un hombre que me pareció buen actor. Entonces, con ese afán de progresar, de traer gente nueva, de descubrir gente, de romper con el elenco estable –porque eran los mismos de siem-pre– le propuse realizar un pequeño papel en Valentina. El actor se llamaba Fausto Paredes, y tenía que representar un papel entre varios periodistas y hacerle una pregunta al protagonista. En el relato, Juan José Míguez, que era el protagonista junto con Olga Zubarry, había inventado un carburador

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especial y se lo iba a presentar a la prensa. El tema es que, cuando le tocaba el turno a Fausto Paredes, él preguntaba antes de tiempo o no preguntaba cuando debía hacerlo. Romero, que era rapidísimo, después de dos o tres fracasos preguntó: “¿Quién lo llamó?”. “Fui yo, don Manuel”, le dije, lo que ya era suficiente para asumir la culpa. “Bueno, está bien”, dijo. Enseguida me acerqué al grupo de actores, agarré mi saco que tenía colgado por ahí, me lo puse y le dije a Paredes: “En esta toma descanse”, y ocupé su sitio. Me paré delante del protagonista e hice la pregunta del periodista. Me mi-raron con un poco de extrañeza, porque no lo habíamos ensayado, hasta que me respondió el otro personaje y terminó la secuencia. Romero dijo: “Gracias, Josecito. Pasemos a la siguiente toma”. Empezaron a preparar la otra toma y vino Coca Bordenabe, hija del sereno y ayudante de maquillaje. “¿Qué hiciste?”, me preguntó alarmada. Como el asistente siempre queda asustado con cualquier problema que suceda a cien metros a la redonda, considerando que la culpa es de él, le respondí preocupado: “¿Qué hice?”. Coca, masticando las palabras, me contestó: “Te pusiste al lado de toda la gente que estaba maquillada, ¡y vos eras el único que no estaba maquilla-do!”. Mientras tanto, Romero ya estaba preparando la otra toma. Fui a ver a Alfredo Traverso y le pedí sacar la última toma que había sido filmada para llevarla al laboratorio y ver cómo había quedado. Él dijo que no se po-día, porque recién estaban empezando el rollo. “Tenés que aguantar hasta mañana”. Esa noche no dormí, pensando que tenía que hacer una retoma. Hasta imaginaba cosas absurdas, como que todos salían en negro y yo salía en blanco. Al día siguiente, cuando estábamos en proyección, pude ver lo que habíamos hecho. Al final, los maquillados y el no maquillado es-tábamos todos iguales. Y como digo siempre, desde ese día, cada vez que hago una película y me preguntan “¿Quién va de maquillador?”, les digo: “Llamen al más barato”. ¿Usted se dio cuenta de que estoy sin maquillaje en esa toma?

Para nada.

Exacto. Para nada.

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En Valentina hay una secuencia muy particular en la que el personaje de Va-

lentina sube las escaleras de su casa y, contrariando a toda su familia burguesa,

dice, eufórica: “¡Viva el carburador Valentina!”. Eso me hizo pensar que ahí se

podría encontrar la esencia de Romero. Donde Christensen, por ejemplo, pondría

este personaje en conflicto existencial, o Mugica diría que estas cosas no entran

en sus películas, Romero consigue arrancar risas de lo inusitado. Donde se podría

esperar un teléfono blanco, aparece un carburador.

Así es. Romero dominaba tanto el libro que ya veía en proyección tem-poral la película y sabía cuándo la gente se iba aburrir o a cansar. En un mo-mento, había una secuencia entre Juan José Míguez y Severo Fernández, donde Míguez tardaba mucho en dar una réplica, y en los ensayos la pausa era muy larga. Y Romero no corregía nada. Entonces, me atreví a acercar-me a él y decirle: “Don Manuel, después que habla Severo Fernández, Mí-guez tarda mucho en responderle”. Él me contestó: “Claro, claro, después le explico, José”. Se hizo la toma y Romero me dijo que me acerque. Me pidió el libro: “Léame la parte de Severo Fernández”, y me preguntó: “¿Es un chiste?”. Le dije que sí: “Es una broma que le hace a él el otro persona-je”. “Entonces la gente se va a reír, déjele tiempo a la gente para que se ría, porque si le habla en seguida, van a empezar los chistidos para que la gente se calle, dele tiempo a la gente”.

En un determinado momento, les hice una entrevista a Arturo García Buhr y su esposa, Aída Olivier (que había sido bailarina en la compañía de revistas de Romero). En un punto, se entabló una conversación sobre Romero, y ella me dijo: “Romero sabía todo, José.

Él sabía todo. En el teatro él me decía: ‘Acá, en este número, no te can-ses porque te van a aplaudir poco. En este, hacé lo que quieras porque se te va a venir el teatro abajo’”. Y, efectivamente, Romero “olía el teatro”, por eso conocía mucho de la índole popular.

De todas formas, le digo una cosa que extrañé. Yo quise estudiar la vida de Romero y empecé a investigar hasta llegar a su nuera, la mujer casada con el hijo de él, que vivía en el sur, por Lomas de Zamora. Ella me mostró el libro que Romero estaba leyendo la noche en que murió. Era un clásico: Los doce Césares, de Cayo Suetonio Tranquilo. Romero parecía un hombre

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que leía el diario Crítica, u otro diario popular. No, él podía ser tan erudito como los demás. Había sido director de teatro de revistas durante muchos años, conocía mucho del sentir de la gente. Había sido periodista, y de allí llevó al cine todo ese conocimiento de la clase popular argentina. Se podrá percibir que en todas sus películas se burla de la aristocracia, después las redime al final, deja que la hija se case con el obrero o que el hijo se case con la mucama, pero siempre hay como un enfrentamiento. Era un anar-quista que no sabía que lo era.

¿Cómo era el proceso de rodaje de Romero?

Todo el mundo quería trabajar con él. Porque, como con otros directo-res, uno preparaba el plan de trabajo de quince, dieciséis, diecisiete posicio-nes de cámara. Romero, cuando venía, comenzaba tarde el rodaje (nunca llegaba tarde, pero él no se levantaba temprano). Él venía de sus noches de teatro, pues las funciones podrían terminar a la una de la mañana, después iba a comer, a tomar algo, a bailar, y se acostaba cuando salía el sol. El ro-daje de Romero no comenzaba nunca antes de la una de la tarde. Pero lo interesante es que toda la gente quería trabajar con él, porque si a las cuatro terminaba su plan de trabajo previsto, todos se iban temprano.

En Valentina, por ejemplo, en un momento había un ambiente de gara-je automovilístico. Además de los coches que teníamos alquilados durante seis a siete horas en el set, alquilábamos coches por todo el día en Vicente López, a una empresa que se llamaba Caligari. Un día, Romero dijo: “Úl-tima toma, José”. Él fue, abrió la puerta de atrás del coche, se sentó, bajó la ventanilla y dijo: “Cámara, sonido, pizarra, acción, y corte. ¿Todo bien, Alfredo?”. “Todo bien”, indicó Alfredo Traverso. “¿Qué tal estuvo, José?”. “Estuvo bien”, le dije. “Bueno, abran el portón. ¡A casa, chofer! ¡Hasta ma-ñana!”, decía él, adentro del taxi. Y desde donde estaba sentado se fue a su casa. (Risas). Era un impaciente tremendo. Eso lo vi yo, no me lo contaron.

¿La impaciencia de Manuel Romero acaso creaba cierto ambiente de tensión en

el rodaje, por hacer las cosas rápidamente?

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Por supuesto. Todo era muy rápido, y por eso las películas de Romero eran muy veloces. Tal vez porque no daba tiempo a que el público pensara que no había hilaciones entre un momento y otro, o porque él ya estaba en otra cosa.

Tenía ritmo, y además manejaba muy bien las líneas de diálogo. ¡Para qué le voy a decir cuando trabajaba Paulina Singerman, con Florencio Pa-rravicini, que era una garantía, o con Severo Fernández, Niní Marshall, Enrique Serrano, Tito Lusiardo! Traía grandes libros, necesitaba poco mon-taje, que se lo daba a Nelo Melli, el compaginador.

Existía la fama de que en Lumiton cada uno cumplía su función, pero había

un clima de familia, todos buscaban ayudarse. Eso era un tanto diferente a lo

que pasaba en otros estudios, donde había una postura más “profesional”, en el

sentido de que cada cual se limitaba a su función.

Es posible que eso se debiera a varias cuestiones, pero siempre consi-deré que una de las razones era que muy pocos estudios tenían laboratorio, necesitaban revelar en Alex. Nosotros, en Lumiton, veíamos todo en el es-tudio, lo que volvía el hecho más familiar. Claro que tampoco entraba todo el mundo en la proyección en Lumiton. Me acuerdo de que, cuando me permitieron entrar por primera vez, era como subir un escalón muy alto. Igual, si te descubrían en la cabina de proyección espiando sin autoriza-ción, le daban un reto al proyeccionista y a uno mismo, por colarse.

Había otra particularidad en Lumiton: que Romero, Christensen y Mugica,

como directores, llegaron a ser tan prestigiosos como los actores.

Seguro, llegó un momento en que sí. Tenga en cuenta que primero era “Voy a ver una película de Luis Sandrini, voy a ver una película de Parra-vicini, voy a ver una película de Hugo del Carril”, y después fue “Voy a ver una película de Amadori, de Demare, de Tinayre, de Schlieper, de Soffici”. Hubo un intermedio en determinado momento. Es más, la Generación del 60 motivaba tanto a que se fueran a ver las películas de los directores porque no se conocía a los actores. Nosotros inventamos a Leonardo Favio,

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a Emilio Alfaro, a María Vaner, a todos los inventamos. En Lumiton pasaba lo mismo.

¿Se llegaba al punto de que el espectador percibiera que tal película era de Lumi-

ton o de otro estudio? ¿Había un sello que distinguía una película de Lumiton

de las demás?

La diferencia era sutil, eran películas argentinas. Nosotros podíamos darnos cuenta de si la película era de Sono, de EFA, de San Miguel o de Lumiton. No porque supiéramos dónde se había hecho, sino por las carac-terísticas de rodaje, por la escenografía, por el tipo de luz, pero más que nada por el elenco. Sono trabajaba con un elenco, Lumiton trabajaba con otro. Pero cuando Christensen pasó a dirigir en Sono nos quedamos me-dio desconcertados, pensando: ¿cómo él, Romero y Mugica se habían ido a Sono? ¿Se puede hacer eso? Sí, claro que se podía hacer.

Su último trabajo en Lumiton fue también como asistente de dirección, en Cinco locos en la pista (1950), de Augusto César Vatteone.

En un momento, Vatteone llegó a Lumiton para hacer una comedia con Los Cinco Grandes del Buen Humor, que se llamaba Cinco locos en la pista. La cuestión es que cada cual tiene su forma de ser, de dirigir, de filmar, y cuando llegaba un director nuevo al estudio, estábamos todos interesados en saber cuáles eran sus características. Vatteone era un hombre que tenía la particu-laridad de que quería filmar con cierta distancia de la escena, siempre quería alejarse un poco más con la cámara. En un momento, recuerdo que él tomó el visor de la cámara, lo apuntó hacia donde transcurría la escena y comenzó a caminar para atrás. Siguió hasta tropezar con algo y dijo: “¿Qué es esto?”. Era un sillón. “¡Vuela!”, nos dijo. Siguió caminando hacia atrás, tropezó nue-vamente. “¿Qué es esto?”. “Un panel”. “¡Vuela!”. Siguió caminando hacia atrás: “Esto también vuela”, nos dijo. “No se puede, señor”. “¿Cómo que no se puede?”, preguntó alterado. “Es la pared del estudio, señor”. (Risas).

Vatteone había hecho una muy buena película que se llamaba Ju-

venilia (1943), pero no tenía demasiado sentido del humor. Él no era el

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hombre indicado para una película disparatada como las que hacían Los Cinco Grandes del Buen Humor.

Salida y cierre de Lumiton

¿Qué factores fueron responsables del cierre de Lumiton?

El enfrentamiento del doctor Guerrico con el sindicato. Primero fue un sindicato radical que armamos en Lumiton, que se llamó AGICA (Asocia-ción Gremial de la Industria Cinematográfica Argentina). Las reuniones eran los viernes a partir de las veintiuna, en la calle Bernardo de Irigo-yen 116, primer piso. Es posible que los estudios hubieran sido demasiado exigentes en la forma de proceder con el personal, como no respetar los horarios de trabajo. A mí me contaban los camaradas que para la película Carnaval de antaño (1940), cuando pusieron las luces en un salón de baile que había por Palermo, las pusieron un viernes y los técnicos solo volvie-ron a sus casas un miércoles, porque los faroles eran tan pesados que no se podían poner y sacar todas las noches. Esa era una de las cosas que se contaban, no como agravio, sino como sacrificio.

Por otro lado, empezó a surgir una frase muy desagradable que de-cía: “Eso no me corresponde”. Es decir, nosotros estábamos registrando en exteriores y teníamos que corrernos a otra cuadra. Si yo pasaba y veía un trípode, lo agarraba y lo llevaba. Pero en aquel momento de fines de los años cuarenta, ya no era más así. Decían: “Dejá eso ahí, que venga uno de cámara. Vos sos de dirección”.

¿Lumiton podría haberse adecuado a las nuevas situaciones del ámbito cinema-

tográfico local para seguir produciendo, como hizo Argentina Sono Film?

El giro que ocurrió en Lumiton fue cuando Guerrico se la vendió a Nés-tor Maciel Crespo, un personaje siniestro que tuvo problemas con la justicia. No es casualidad que, en la primera película bajo ese nuevo comando, uno de los personajes de Los Cinco Grandes del Buen Humor toque el gong, que

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era el símbolo de Lumiton, y lo rompa, porque era de yeso. Fue metafórico eso, del momento que vivía el estudio. Lumiton dejó de ser lo que era, perdió la línea, no logró quedarse como una entidad viva. Era como si el propietario ya no fuera dueño del estudio, era otra gente la que dirigía. No latía Lumiton.

Usted salió antes del final de Lumiton, ¿cómo fue ese proceso?

A Lumiton en un momento había llegado un hombre a quien apreciamos enseguida: se llamaba Jean de Bravura, era francés y un gran escenógrafo, ade-más de ser increíblemente igualito a Charles de Gaulle, hasta por la altura (y él lo sabía). Ricardo Conord, el escenógrafo de Lumiton, se sintió muy hostigado por su presencia, porque Bravura traía ideas muy buenas, ideas modernas de escenografía, y era una persona muy querible; trabajó en muchas películas de Christensen. En determinado momento, una empresa que se llamaba Cine-matográfica Interamericana, cuyos dueños eran unos capitalistas llamados los hermanos Guthmann, compró algunas películas mexicanas, entre ellas algunas de Cantinflas, y les fue muy bien; llegaron a ganar fortunas por eso. Como eran connacionales con Bravura, lo llamaron para que hiciera la producción. Bravura llevó alguna gente de Lumiton y me invitó a mí para que fuera como asistente a Interamericana para hacer una película. Como Lumiton había dejado de ser Lu-miton, acepté el ofrecimiento. Encontré entonces en Interamericana un porve-nir; allí se trabajaba con directores muy sólidos. Incluso económicamente, cosa que no me preocupaba mucho, pasé a ganar en Interamericana por semana lo que ganaba por mes en Lumiton (pero con el peligro de que, cuando terminaba el rodaje, yo no cobraba, mientras que en Lumiton yo seguía recibiendo el pago después del rodaje). En Interamericana se dio incluso la situación de que una película se retrasó algunas semanitas para esperar a que yo terminara la película anterior.

¿Cómo fue la sensación de irse de Lumiton?

Yo ya no quería trabajar más en Lumiton. Ya no estaban Alfredo Tra-verso, Pedro Marzialetti, Guerrico, Aníbal González Paz, el gerente general don Julio Lofiego… Ya era otra cosa.

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Es muy lindo lo que les declara a David Oubiña y a Quintín en la revista El Amante,19 cuando usted afirma: “Me gusta recordar que todos nosotros creíamos

que la película que estábamos haciendo era la mejor del mundo, aunque no lo

fuera; que creíamos que el estudio que nos albergaba era nuestra propia casa, y

que esa era la mejor de todas”.

Lumiton fue mi segundo hogar. Allí me hice hombre, aprendí a vivir, me enseñaron muchas cosas. Me enseñaron a ser respetuoso, a ser solida-rio, me incitaron a la lectura, al teatro. Acuérdese de que yo no tenía padre. En Lumiton ya tenía seis padres: Franz Prjal, Alfredo Traverso, Peke Oyar-zábal, el doctor Guerrico, José Arturo Pimentel, Pepito Herrero.

Allí también me di cuenta de que hacía lo que después iba a ver un chico en el cine de Villa Cañás… ese ruidito de la cámara al rodar, esas luces que se encendían, esos actores que repetían dos o tres veces la misma letra, el correr que la cámara hacía del otro lado con el carrito, cargar la cámara porque se estaba cerrando la película, el micrófono que hacía sombra y que, si disgustaba al cámara, este hacía bajar al jefe de sonido para ver qué po-sición del micrófono podría tener. Era hermosísimo, todos esos problemas que uno iba encontrando y consiguiendo solucionar en conjunto. Mientras tanto, el maquillaje seguía a pleno, el peinado, el vestuario: si había un bigote postizo no debía despegarse. Y el foquista debía estar atento, porque la graduación de la distancia era de una rayita, que se veía a veces en el sector en que estaba la cámara. Era todo tan complejo y armónico, era tan peligroso cometer un error que había que inventar nuevos sentidos, porque los cinco que nos había dado la naturaleza no eran suficientes.

¿Podría citar algunos momentos clave que tuvo en su trayectoria dentro de Lumiton?

Me acuerdo de que cada tanto llegaba alguna persona recomendada por las relaciones que tenía el doctor Guerrico. Generalmente aparecían para hacer alguna prueba, gastando poca película. Una vez me encargaron hacer una de esas pruebas. Fue la primera vez que dije “cámara” y “corte”,

19. Oubiña, David y Quintín. “El cine según... Martínez Suárez”, El Amante, mayo de 1992.

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pero a mí me parecía que estaba filmando El ciudadano. Fue un momento importante para mí.

Es importante lo que dice, sobre todo teniendo en cuenta la diferencia que existe hoy

con la gente que está empezando. Con las escuelas de cine, un alumno tiene mu-

chas más posibilidades de hacer su propio cortometraje o tocar una cámara desde

las primeras clases. Pero en aquella época usted tuvo que hacer todo un recorrido

dentro del estudio para llegar a ese punto, aunque fuera con una simple prueba.

Sí, claro. Si bien era cierto que era una acción simple la que se realiza-ba, era una responsabilidad la que me habían concedido. Habían supuesto que yo estaba capacitado para hacerlo, si bien yo le daba más importancia de la que en realidad tenía. Pero, de todas formas, era una responsabilidad. Sentí que si me habían concedido una función que no se otorgaba a cual-quiera, era porque tenía méritos para recibir esa orden.

Otro momento que recuerdo especialmente fue cuando hice por pri-mera vez la asistencia de dirección, al tener los deberes correspondientes. El asistente es el hombre que carga sobre sus espaldas toda la película. Me acuerdo de haberme reprochado una vez que un actor no había podido venir porque se había resfriado. Me reprochaba por no haber llamado a este actor el día anterior para decirle que iba a refrescar y se abrigara, para que no le pasara nada. O, si el tren se estaba retrasando y el actor llega-ba tarde al estudio, ¿por qué no le avisé que tomara el colectivo 31? Uno era muy culposo como asistente, existía un exceso de responsabilidad que nos tomábamos. No podíamos admitirnos ningún tipo de error, o que los demás cometiesen un error que nosotros no pudiéramos haber advertido previamente.

En Un hombre solo no vale nada, que es la primera película que hice como asistente, me encontré con que tenía un ayudante, un pizarrero y un meritorio, que estaban bajo mis órdenes. Yo armaba mi trabajo y colabo-raba mucho en la constitución del elenco artístico (el técnico no, porque era hecho por el estudio). Verificaba que los actores supieran la letra, hacía sugerencias relacionadas con el libro, con las posiciones de cámara, con las lentes que había que utilizar, y ahí me encontraba con que estaba siendo el

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ayudante general y que por momentos las responsabilidades empezaban a depender directamente de mí. A pesar de que no fue una buena película, para mí tuvo su importancia porque fue la puerta por la cual entré. La puer-ta no era grande, no era demasiado bonita, no tenía alfombras, pero era la puerta por la cual entré.

¿Cuánto siente de Lumiton en su trayectoria pos-Lumiton?

Tengo una frase que siempre repito: “A mí, en Lumiton, me enseñaron que esto se hace así. El día en que alguien me demuestre una forma mejor de hacerlo, yo lo cambio. Mientras tanto, hago lo que me enseñó Lumiton”.

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Capítulo 03.

Trabajando con...

Una vez estábamos preparando un elenco con Daniel Tinayre, y él me preguntó: “¿Qué le parece si convocamos a Guillermo Battaglia

para hacer el jefe de policía?”. “Pero en la película anterior Battaglia hizo de jefe de los mafiosos”, le dije. “Son lo mismo, José”.

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trabajando con...

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Lucas Demare

Me imagino que en Interamericana usted encontró otro mundo, otra infraestruc-

tura, códigos distintos a los de Lumiton.

Absolutamente. Era distinto, pero igual de agradable. No teníamos estudio, alquilábamos los de Mapol, que quedaba a trescientos metros de donde estaban los estudios de Argentina Sono Film. Me encontré con gente encantadora como Miguel Ángel Lumaldo, a quien había conocido en Lu-miton, porque él había sido ayudante de escenografía de Álvaro Durañona y Vedia. Allí la vida también me regaló un hermano: Alberto Parrilla, que fue ayudante de producción en ese momento; con él fuimos socios y nos hicimos tan amigos que fue padrino de mi tercera hija. Había mucho espíritu de cola-boración, de amistad, de afecto. La pasamos muy bien en Interamericana.

También estaba Rubén Cavallotti. Con él compartimos la asistencia de dirección en Mi noche triste (1952), porque Rubén era, digamos, el asisten-te oficial de Demare, ambos se entendían muy bien. A mí me pusieron porque era una película muy difícil y necesitaban dos asistentes. Allí logré formar una gran amistad con Rubén.

¿Cómo fue el rodaje de Mi noche triste?

Muy difícil, era una película de época. La acción transcurría antes de 1920, cuando Pascual Contursi escribió la primera letra de tango, de un tango que se llamaba “Lita” (nombre de una novia que él tenía), pero al final cambió el nom-bre por “Mi noche triste”. La película tenía como protagonistas a Jorge Salcedo, Diana Maggi y Pedro Maratea. Me acuerdo de que todo el vestuario fue diseñado y confeccionado especialmente para esa película. Deben haberse hecho unas 150 vestimentas para hombres y mujeres; se elegían los modelos, los colores, los diseños, los zapatos, los cortes de pelo, las patillas, los bigotes. Era tremendo.

Hay además una escena muy compleja, cuando se quema la casa…

Sí, cuando se quema el almacén de Rafetto. Teníamos miedo con eso,

porque no había muchos antecedentes. Cuando había un incendio en una

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película se contaba “anoche se incendió algo”, pero no se decía “vamos a ver el incendio que hay acá a diez cuadras”. Fue difícil el uso de bomberos y demás, y para colmo era una escena nocturna, lo que siempre dificulta un poco más. Pero Demare tenía mucha fuerza para dirigir, era un hombre que no se amilanaba ante nada. Me acuerdo de que lo encontré un día en los Laboratorios Alex después de haber filmado Hijo de hombre, que fue he-cha en Paraguay. Él había llegado al laboratorio rengueando, y le pregunté qué le había pasado. Había estado haciendo un ensayo, una prueba, hubo un descuido y se pegó un escopetazo en el pie –¡con lo que debe doler eso!–, y siguió adelante con la película.

Contando en su filmografía con La guerra gaucha (1942), Demare era un director

que estaba hecho para estas películas grandiosas, épicas, con muchos personajes.

Él tenía esa característica. Había viajado a España cuando joven con su hermano Lucio, porque el trío del que era parte, que se llamaba Trío Irusta-Fugazot-Demare, fue a Europa a comienzos de los años treinta. Allá los tres participaron de una película que se llamó Boliche. Lucas formaba parte de la orquesta de acompañamiento de este trío, creo que tocaba el violín. Cuando estuvo en rodaje, le gustó la cosa. Así que empezó a pensar cómo se podría meter en el cine cuando volviera a la Argentina. Creo que su primera pelí-cula se llamó Dos amigos y un amor (1937), con Pepe Iglesias y Juan Carlos Thorry. Fue filmada en Pampa Films, en lo que después fue Emelco, a unas diez cuadras de Argentina Sono Film, en la localidad de Martínez.

Pude leer y escuchar algunos comentarios de personas que trabajaron con Dema-

re, que decían que era un director que imponía cierto distanciamiento, con el que

no se sentían muy cómodos durante un rodaje.

Nunca sentí eso. Era muy grato hablar con él. En los últimos años se hizo muy amigo mío, vivíamos a cinco cuadras uno del otro. A veces, a las seis de la tarde, sonaba el timbre de casa. Como yo no tenía teléfono, mira-ba por el balcón y veía a Demare abajo. Charlábamos un rato, él bebía uno o dos vasos de whisky; yo no bebía, pero lo tenía por si llegaba Demare, o

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don Mario (Soffici). Muchas noches salíamos a comer al centro y a escuchar tango. Lucas era un hombre cordial, pero también un hombre exigente. En sus rodajes no se jugaba, se iba a trabajar con empeño, con seriedad, y él daba el ejemplo.

De las películas en las que usted trabajó, Mi noche triste parece ser la más tan-

guera de su trayectoria.

Sin duda. A mí me gusta mucho el tango, lo conozco, soy músico y asi-duo concurrente a presentaciones de tango desde los dieciocho, diecinueve años; acompañé también la época de oro del tango de los años 1944-45 a 1950. En un momento, Julio Márbiz, cuando era director del Instituto, me ofreció hacer una película sobre tango y la rechacé. Le dije que no, porque no estaba demasiado seguro de hacerla bien, prefería seguir trabajando una temática de tipo literaria con una búsqueda social, que era lo que a mí me interesaba. En varias oportunidades me volvió a insistir, y eso significaba que el proyecto tenía todas las posibilidades de conseguir un crédito. Sin embargo, le agradecí y le dije que no.

Daniel Tinayre

Llegamos a la que quizás haya sido una de las películas más difíciles de realizar

en la historia del cine argentino, en la que usted trabajó como director asistente:

Deshonra (1952), de Daniel Tinayre.

Todas las mañanas, cuando vengo a la oficina con el colectivo de la línea 67, paso frente a un edificio moderno y hermoso que fue la mansión de una familia aristocrática argentina, los De Ridder. Daniel ya conocía esta casa, era un palacete rodeado por un jardín, diseñado por un arquitecto francés. Y lo pidió prestado para hacer la secuencia del inicio de Deshonra, donde hay una lluvia torrencial (porque, si Tinayre quería dar la impre-sión de que llovía cincuenta milímetros, ¡él pedía quinientos milímetros!). Así que llamamos a los Bomberos Voluntarios de La Boca. Empezamos a

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filmar ahí y le pedían “¡más agua, más agua!”, con agua contra la pared, porque la acción transcurría en la parte exterior de la casa. De repente, ya en la madrugada, salió alguien corriendo de la mansión y dijo que la casa estaba inundada porque habían dejado abiertas las ventanas del segundo piso. Cuando se tiraba el agua contra la parte de arriba, entró toda el agua, inundó el segundo piso y el agua fue cayendo por la escalera. Se sumó el hecho de que al jardín entraron los camiones con tanques de agua de los bomberos. Fue un descalabro. No sé si hubo pleito, o si hubo un arreglo, una compensación, pero siempre que paso frente a la casa de los De Ridder –que ya no existe más– no dejo de acordarme de aquella noche de la casa inundada.

Antes habíamos estado filmando otra secuencia a la salida del Teatro Colón, también con una lluvia torrencial y con alrededor de doscientos o trescientos extras vestidos de gala y una limusina con un chofer que abría la puerta.

En Deshonra, cuando la protagonista escapaba de la cárcel por las cloa-cas, tuvimos que utilizar las cloacas pluviales y de aguas servidas. El sin-dicato, para nuestra seguridad, había pedido que lleváramos máscaras. Al tercer día estábamos comiendo un asado abajo, en las cloacas, espantando a las ratas que acudían al olor de la carne…

¡Dificilísimo el rodaje! Llevó unos siete meses, sumados cuatro o cinco meses de tocar el libro, y posiblemente tres o cuatro meses de edición, por-que nadie tocaba un fotograma sin que Daniel estuviera al lado del editor (Nicolás Proserpio). La música era de Julián Bautista, un gran músico, pero un dodecafónico; no creo que fuera el hombre indicado para esta película, no atendía al “gusto del espectador”. La noche en que concurrimos a la grabación de la música y escuchamos el leitmotiv por primera vez, Daniel me dijo que no le había gustado, pero ya estaba “jugado”: había sesenta músicos contratados.

Al hablar de Deshonra, inevitablemente hay que tocar cuestiones políticas, por-

que se comentó mucho acerca de eso: la elección de Fanny Navarro para el papel

protagónico; la visión dicotómica de lo malo y lo bueno en el cambio directivo de

la cárcel, donde se inserta el contexto peronista…

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En verdad, el gobierno de Perón había hecho, a través de un hombre que se llamaba Pettinato,20 un muy buen trabajo con las cárceles. Había dignificado a los presos, les había enseñado una profesión: eran encuader-nadores, albañiles, carpinteros, panaderos, si salían de la cárcel tenían su oficio y además ganaban su dinerito. Me acuerdo –porque vivía a cinco cua-dras de allí– de que para la Navidad el mejor pan dulce de la ciudad venía de la penitenciaría, y la gente hacía cola sobre la vereda en la avenida Las Heras (colas de ochenta a noventa personas). Pettinato promovió además las llamadas “visitas higiénicas”, y que el preso tuviera su departamento, su sala, su habitación para estar con su mujer por dos o tres horas, con cama, sábanas limpias y discreción.

Pero en la película se ve un poco grosero todo eso, la anterior directora de la penitenciaría era severa, maltratadora, desagradable, hasta que llegó de repente la solidaridad, el respeto, el afecto, el discernimiento, la psico-logía positiva y cosas por el estilo. Eso quedó muy poco creíble. Y como siempre digo, de ahí aprendí de Tinayre el armado del elenco, porque en esta película estaba medio cine argentino: Tita Merello, Mecha Ortiz, Fanny Navarro, Alberto de Mendoza, Aída Luz, Rosa Rosen, George Rigaud y tan-tos otros, un elenco excepcional.

Es increíble la primera parte de la película, que muestra no solo la cárcel sino

también a las mujeres encarceladas. Le pregunto si, para aquella época, fueron

un impacto estas escenas que muestran a la mujer de una forma distinta, brutal,

violenta, muy alejada de la imagen que el cine de los estudios había buscado

anteriormente, basada en la belleza femenina y las grandes estrellas.

Sí, fue muy duro. Creo que le conté de un momento en que hubo una pelea por una mujer entre dos penadas, interpretadas por Aída Luz y Myriam de Urquijo, me parece. Daniel les dijo: “Péguense, castíguense, porque si ustedes pegan livianito lo vamos a hacer diez veces y va a ser

20. Roberto Pettinato fue Director Nacional de Institutos Penales durante el segundo gobierno de Juan Domingo Perón (1952-1955) y creador de la Escuela Penitenciaria de la Nación. Obtuvo el grado de Inspector General del Servicio Penitenciario Federal Argentino, y se desempeñó como Director Nacional de la Penitenciaría.

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peor”. Comenzó el rodaje, comenzó la pelea, se lograron dos minutos y medio, fácil, y se destrozaron las mujeres, se quedaron con mechones de pelo en la mano. Iba todo bien hasta que llegó Jorge Prats, el ayudante de cámara, y me dijo: “José, se me terminó la película en la mitad de la toma”. Yo le dije: “Jorge, lo siento, pero yo no se lo digo a Tinayre”. Al final se lo tuve que decir, porque era su asistente. “Bueno, muy bien, felicito a las mujeres. Que llamen a alguien para limpiarlas”, decía Tinayre. “Daniel”, yo lo llamaba. “Sí, un momento… Y los brazos, ¿todo bien?”, él exageraba un poco, pero creo que era para no sentirse muy culposo por el hecho. “No sa-ben lo bien que quedó, no es muy lindo hacer esto pero es necesario”, decía. “Daniel”, insistí. “Sí, José. Un momento, por favor”, con su voz ya alterada. “¿Qué pasa, José?”. “Se terminó la película en la mitad de la toma”, le dije. “¡La puta madrrre que los parrrió, la puta madrrre que los parrrió!”, con aquel acento afrancesado inconfundible de Tinayre. Tuvimos que decírselo a las dos actrices y hacerlo de nuevo (risas). Pero es una secuencia de una efectividad tremenda, se ve que se destrozan a trompadas, eran bifes, bofe-tones, arrancarse el pelo, cruzar la pierna por encima del cuerpo de la otra.

Esta secuencia y la primera parte de la película me gustaron mucho por esa

contundencia. Pero claro, cuando se empieza a asociar con lo que viene después,

en la segunda parte de la película, como usted dijo, falta esa sutileza para hacer

el “quiebre”.

Ahí pasó una cosa muy divertida. Usted recordará que la primera direc-tora de la cárcel era española y hablaba con un tono español (la hizo la actriz Antonia Herrero). Se hizo la película, hasta que en el montaje Daniel me dijo: “Escuche esto, ¿usted no se dio cuenta de algo?”. Yo no había notado nada. “No vamos a poder vender la película en España”, me dijo. “Pero ¿por qué?”. “¿No ves que ella dice que es española y es la hija de puta más gran-de del mundo? Tenemos que buscarle otra nacionalidad para suplantarla”, decía Tinayre. Entonces, si usted escucha en la película, dice: “Hace veinte años, cuando llegué de… Escocia” (risas). ¡Ella era “escocesa”, con el más profundo tono hispano!

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Debe haber sido una experiencia novedosa para usted trabajar a lo largo de siete

meses de rodaje, mientras que en Lumiton se hacían películas como locomotoras,

cuyos rodajes no pasaban de los cuatro meses…

No, cuatro meses no. ¡Dos meses como máximo, en una película larga en Lumiton! Ya le dije que se gastaban alrededor de 12.000 metros como máximo. Es más, creo que hicimos Un pecado por mes (1949) con unos 6.500 metros. Usted sabe que una película de 100 minutos lleva 2745 me-tros. En Lumiton hacíamos películas de 82 a 84 minutos, así que se queda-ba con 2500 metros, tras haber gastado no mucho más que 6.000 metros, promedio de 2,7 a 1, o sea, de cada 2,7 metros usábamos un metro defini-tivo. En las películas más cuidadas, en que llegábamos a la proporción de 12.000 mil metros, la proporción quedaba 4 a 1 o 4,5 a 1.

¿Cómo era salir de películas de un proceso de realización rápida para pasar a

películas que llevaban más tiempo de producción?

Era otro tipo de cine, aquel cine que había hecho en Lumiton era otro. Yo podía tomar un taxi si estaba apurado, mientras que en Lumi-ton nadie tomó un taxi, se iba en el colectivo 31… Una vez se gastó en taxi, en una película de Antonio Momplet. La acción la llevaba a cabo un actor que se llamaba Raúl Luar, que tenía que dar un tiro sobre la cá-mara. Pero cuando Raúl lo hizo se le disparó el trozo de cera que estaba comprimido, se convirtió en proyectil y le pegó en el pecho a Pedro Mar-zialetti, el camarógrafo. Ahí sí hubo una reunión del cuerpo directivo y se autorizó a que fueran en taxi al hospital (risas). Pedro estaba blanco, todos estábamos blancos, porque en lugar de salir el proyectil de plomo salió el proyectil de cera, que se había metido tal vez medio centímetro en su pecho.

No digo que en Interamericana haya habido displicencia, pero si se necesitaba algo se compraba, se gastaba, había una forma completamente distinta. Habían ganado tanto dinero con las películas mexicanas de Can-tinflas que habían comprado –Los tres mosqueteros (1942) y El gendarme des-

conocido (1941)– que la situación allí estaba muy dulce.

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La bestia humana (1954), la segunda película de Tinayre en la que usted tra-

bajó como asistente de dirección, también pertenece al contexto de las que fueron

hechas durante el gobierno de Perón pero cuando cayó su gobierno no pudieron

estrenarse. Llevó tres años poder presentarla.

La prohibieron durante un tiempo porque en la estación Retiro se al-canzaba a ver, muy al fondo, un afiche de Perón, ya que se había filmado en aquel momento. Entonces alguien descubrió ese afiche, pero era muy difícil verlo. El revanchismo que hubo en aquel momento se hizo práctica. Este problema que tuvo La bestia humana también lo vivió Carlos Borcos-que, que a fines del gobierno de Perón hizo una película llamada Pobres

habrá siempre (1954), sobre un dirigente comunista (José Peter): al cambiar el gobierno no permitieron que se estrenara porque era una película pero-nista. Don Carlos se quedó en la ruina porque había puesto todo su dinero, pues la producción era suya.

En La bestia humana tuvieron, además, ciertos problemas relacionados con la

actriz Ana María Lynch y el gobierno de Perón.

Sí, porque ella había tenido una amistad particular con Antonio J. Be-nítez, el presidente de la Cámara de Diputados, y debido a esta relación se había conseguido el crédito del Instituto de Cinematografía. Ana María Lynch, que había sido la mujer de Hugo del Carril, tuvo problemas.

Por lo que pude averiguar, La bestia humana también tuvo problemas en el

rodaje, porque las escenas de Ana María Lynch se hicieron separadas de las de

Massimo Girotti.

Eso se debía a que Girotti tenía contrato en Italia y las fechas de ellos no encajaban en un mismo cronograma. Me acuerdo de que estábamos en Ro-sario y cuando se terminó su parte en la filmación de la película, fui el úni-co que lo acompañó a la estación de ferrocarril. Me quedé en el andén, él abrió la ventanilla. Estuvimos charlando, despidiéndonos, y cuando el tren se puso en marcha se asomó y me dijo: “Riccordame, José”, y se fue. Un

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hombre encantador, muy grato de tratar, y además yo, que era cineclubista de muchos años, lo recordaba de la película Obsesión (1943), de Luchino Visconti.

Hablando todavía de La bestia humana, ¿le conté el tema de la vaca en una vía de ferrocarril? Era una cosa extemporánea, porque Daniel quería atropellar una vaca. Fuimos al ferrocarril Roca para averiguar las posibili-dades de hacerlo. Es muy peligroso que una locomotora atropelle una vaca, porque el animal no es destrozado, se hace una pelota de cuero y puede volcar la locomotora. Hay que tener una locomotora muy pesada, y la más pesada que teníamos en Argentina era una Caprotti. Pusimos una Caprotti y nos dieron un segmento de ferrocarril que quedaba a cerca de setenta ki-lómetros de una estación, llamada Jeppener. Teníamos un día para hacerlo, ir y volver. Daniel no fue, fui yo al rodaje. Con Alberto Parrilla, jefe de pro-ducción, compramos una vaca enferma y nos acompañó un inspector de ferrocarril llamado Rodríguez. Él nos explicó todo, nos dijo que tenía que ser una máquina especial. Pusimos la vaca en la vía, la atamos, nos fuimos mil metros, vinimos a ciento veinte kilómetros por hora y lo hicimos… Lo que faltó ahí fue, más que ver la vaca desde la locomotora, la posibilidad de ver la vaca desde el campo, para observar cómo se le acercaba la locomo-tora, pues ver la situación desde el campo traería un poco más de efecto.

Este hecho se tornó en un asunto público, y la Sociedad Protectora de Animales hizo una enérgica y lógica protesta. Dijo que, si la secuencia se iba a realizar, que se hiciera sin el efecto, pero la secuencia ya se había he-cho. Al final, no quedó en la película.

Lo que dice confirma esa búsqueda de Tinayre de realizar algunas escenas límites

en sus películas. Seguramente, otros directores buscarían otras soluciones.

Eso en realidad es de acuerdo con la relación que el director tenga con la película. Primero: ¿nos conviene gastar veinticinco mil pesos en esto? Si es importante, voy a restar plata de otras partes para hacerlo. ¿Pero me conviene hacerlo? Cada toma tiene su valor, su necesidad, o no. En este caso, la toma no quedó en la versión final de la película y no pasó nada. Si la locomotora atropella a la vaca, quién sabe si el espectador se acuerda. Ade-más, y sobre todas las cosas, si hay un grupo de gente en la vía, presumo

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que el maquinista de alguna forma frenaría, aunque se produzca dentro del comboy un despelote. Pero si es una vaca, en un tren expreso que viene de Rosario, no lo haría.

¿Cómo fue la realización de Tren internacional (1954), su tercera película como

asistente de Tinayre?

Tren internacional es una película que se hizo para una empresa lla-mada Cinematográfica Cinco. ¿Por qué se llamaba Cinco? Porque estaba formada por cinco directores que se asociaron: Hugo del Carril, Luis César Amadori, Mario Soffici, Lucas Demare y Daniel (Tinayre). Ellos mismos lo hicieron, no me acuerdo si había un capitalista que los financiaba. También trabajé allí como asistente. Tren internacional quedó como una película flo-ja, la acción ocurría en el tren de Buenos Aires a Chile. Fue además una pe-lícula muy cara, con rodaje en Valparaíso por mucho tiempo, con un elenco importante, con Gloria Guzmán, Chiquita, Alberto Closas. Había un actor que se llamaba Mario Mario que era muy parecido a Sydney Greenstreet, el hombre gordo de El halcón maltés (1941). Cuando Daniel lo vio, dijo: “Este es el Sydney Greenstreet argentino”. Entonces lo llamó para hacer una película, pero le dijo que ese nombre, Mario Mario, no le gustaba. Al final le cambió el nombre y pasó a llamarse Jack Petersen, porque Mario Mario remitía a las malas películas que este hombre había hecho; Daniel no quería que hubiera una línea de empatía o relación con lo que había hecho.

Hablando de créditos, en las películas de Tinayre es interesante notar que, al

presentar a los actores, ellos no son nombrados como “actores” sino como “estre-

llas”. Él ponía literalmente la palabra “estrellas” en los créditos para referirse a

los actores.

En la publicidad, por contrato, el nombre de Amadori tenía que figurar como “el director de los grandes éxitos”. Entonces, también por contrato, Tinayre figuraba como “el director más internacional”.

¿Cómo era Tinayre frente al equipo técnico?

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Daniel procuraba tener mucha fuerza sobre el equipo. Guardaba una rela-ción con el director de fotografía, con el asistente y con el jefe de producción, y casi no hablaba con el resto. Él era muy severo en rodaje; a veces, demasiado. Esto yo no lo imité nunca, porque, sin duda, siempre es preferible que te ten-gan respeto y no temor. Hay que trabajar en un clima de cordialidad y afecto.

¿Es cierto que Tinayre llegaba a hacer algunas groserías con algunas personas

frente a todo el equipo?

No es cierto; más que algunas groserías, eran situaciones violentas. Él trataba de entrar con cierta violencia para que se le temiera, y lo conseguía. Ahora, cuando terminaba el rodaje, era un hombre más que correcto. Pero en el rodaje, implacable.

Supongo que eso creaba mucha tensión…

Mucha tensión.

Por el hecho de conocerlo bien, dentro del medio cinematográfico y en el ámbito

familiar, al ser su cuñado, ¿cómo era la relación entre ustedes?

Fuera del set, si Daniel quería ser divertido, era el hombre más diverti-do del mundo. Era encantador, tenía sentido del humor. Pero cuando que-ría joder era muy jodido. Por ejemplo, cuando nosotros hacíamos el libro, el guion, lo aguantábamos, podíamos tardar tres meses en hacerlo y yo iba a trabajar a su casa. Pero a la hora del té, venía la criada y traía scons, una jarra de leche caliente, otra de leche fría, una jarra de crema, o sea, él ya había ordenado todo para cuando fuera la hora del té, que era sagrada. Era una persona muy organizada y atenta con el invitado. Sabía hacerlo.

Una vez, incluso, usted declaró que era “mejor ser cuñado de Tinayre que ser su

asistente”.

Toda la vida.

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Leopoldo Torre Nilsson

Usted también fue asistente de dirección en El protegido (1956), de Leopoldo

Torre Nilsson.

Esa fue una película muy agradable. La hicimos para la productora Ge-neral Belgrano. Me llamaron y me sorprendió, porque conocía a los her-manos Carreras, que eran buena gente, sobre todo Enrique, pero nunca habíamos trabajado juntos. Me llamó Nicolás, el encargado de la produc-ción, para decirme que iban a hacer una película con Torre Nilsson y me habían pedido a mí como asistente. La filmamos en los estudios de Argen-tina Sono Film (o sea, trabajé en Sono Film, pero no para Sono Film, hecho que ya había sucedido en Deshonra).

El protegido tenía un buen libro, en ese momento era cuando Torre Nilsson estaba desarrollando su noviazgo con la escritora Beatriz Guido. Teníamos muchos exteriores diurnos, así que terminábamos temprano las jornadas, tipo seis de la tarde. En muchas oportunidades íbamos a mi casa, en la esquina de Arenales y Malabia, frente al Botánico, a preparar el plan de trabajo para el día siguiente. Me acuerdo de que un día Torre Nilsson se sentó en un sillón grande que yo tenía en el living, donde había una mesa en la que trabajábamos. De repente lo miré y se había dormido. Estaba rendido porque de noche estaba con otra cosa y de día estaba en el rodaje.

¿Cómo era el trabajo con Torre Nilsson?

Muy agradable de trato. No fuimos amigos, porque cuando terminó la película él me regaló un libro de poemas que había editado, y en la dedica-toria puso: “A José. ¿Amigo?”.

¿Le parece que sucedió algo durante o después de la película?

Cuando lo pensé, llegué a una conclusión personal que no estoy dis-puesto a asegurar, es nada más que una posibilidad: todavía éramos los dos asistentes más respetados que no habían debutado. Le dije que en algún

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momento una película suspendió el comienzo del rodaje para esperar que yo quedara libre de otra. Y Torre Nilsson era muy considerado, a través del trabajo que hizo con su papá, Leopoldo Torres Ríos, que era una persona excelente, y que también llevaba a su hijo como asistente. Nunca en el ro-daje me demostró el más mínimo celo; al contrario, me consultó. Pero des-pués pensé que podría haber quedado un resabio de competencia. Ahora, pensándolo bien, creo no es así; todo lo contrario. Feliz con el rodaje, con el equipo, con el libro… Me hice muy amigo del protagonista, que se llamaba Guillermo Murray, un actor que estaba haciendo primeros papeles en el cine mexicano y vivía en México. Después, con Torre Nilsson seguimos manteniendo una correcta amistad, pero nunca vino a visitarme a mi casa y yo nunca a fui a la suya, excepto en el momento en que David Viñas y yo estuvimos en desacuerdo con el guion de Dar la cara (1962), y se lo lleva-mos a Torre Nilsson para ver si él sentía que estaba terminado o si tenía objeciones.

Siguiendo con El protegido, se trata de una película singular en la obra de Torre

Nilsson, porque él la defiendía.21 Tenía un cariño especial por ella, pero quedó casi

olvidada dentro de su filmografía, no fue bien recibida por el público y la crítica.

Creo que a la película no le fue bien por dos motivos: primero, porque el elenco no era convocante pues tenía un protagonista debutante, Guiller-mo Murray, una muy buena actriz de teatro que se llamaba Rosa Rosen y un gran actor que se llamaba Guillermo Battaglia, pero que no protago-nizaba las películas en las que participaba. El segundo motivo es que fue realizada por la productora General Belgrano, que no se caracterizaba por hacer ese tipo de películas (si se verifica la filmografia de la productora, su fuerte eran las comedias). Hacía películas superficiales, entonces era un poquito raro. Pero a mí me gusta mucho esa película.

21. “He descubierto que, cuando trabajo con más intensidad creativa, la cosa se resiente. Por ejemplo, El protegido, que es una idea mía desde la primera línea hasta el último momento del montaje, pero que está muy resentida en su filmación, porque estaba tan compenetrado con los diálogos y las situaciones planteadas que llegaba pesado. Me parecía tan importante lo que se estaba diciendo o ocurriendo que no llegaba a tener esa situación obsesiva de mejorar di-chas situaciones con gestos, con matices, con ubicación de cámara, con estilo”. Torre Nilsson, Leopoldo. Tiempo de Cine, núm. 3, octubre de 1960.

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Y en un ámbito más amplio, dentro de la historia del cine argentino ¿cómo en-

cuentra a Torre Nilsson?

Fue un empeñoso, un hombre que nació con el cine independiente y pasó por todas las penurias de ese tipo de cine. Su padre era director y su tío, Carlos Torres Ríos, iluminador. Muy buen lector, trataba de intelectua-lizar su formación, cosa que consiguió. Hizo más bien una carrera despa-reja; hay muy buenas películas y algunas concesiones, pero él llevó el cine argentino a otro nivel, porque era un intelectual y no había muchos intelec-tuales en nuestro cine. ¿Qué otros intelectuales había? ¿Tinayre, Demare, Amadori? Soffici era un intelectual marxista, un defensor de los pobres, de lo nacional. Pero después, creo que los intelectuales terminaron fracasando como cinematografistas. El intelectual que existió y permaneció fue Torre Nilsson.

Kurt Land

Otro de sus trabajos como asistente de dirección fue en Alfonsina (1957), de Kurt Land.

La filmamos en los estudios San Miguel, el guion era de José María Fernández Unsáin y Alfredo Ruanova. La empresa que la hizo se llamaba D’An-Fran. Me llamaron, la producción la hacía Parrilla, por lo cual nos divertía mucho porque nos ayudábamos mutuamente: si él se había olvida-do de algo, yo lo hacía por él y viceversa, sabíamos cubrirnos muy bien las espaldas. Me pasaron el guion, lo leí y pensé: “Esta no es Alfonsina Stor-ni”. Busqué material sobre Alfonsina y descubrí otros datos. “¿Qué hago?”, pensé. Le hablé a Ruanova y le marqué, punto por punto, los errores. Y él me contestó: “Mirá, pibe, el libro ya está vendido y pagado. Así que vos…”.

…Así que sería otra película.

Es verdad que también soy un exagerado por la realidad, por los he-chos. Quizás no eran errores tan groseros como a mí me parecían, pero yo

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era una especie de abogado del diablo. Cuando agarraba un guion, en reali-dad, más que encontrar las buenas situaciones, buscaba encontrar los erro-res para que se corrigieran, y después miraba las buenas situaciones. Pero primero yo veía: “Esta mujer no viaja a los tres años a Italia, ni se casa con un abogado a los diecinueve. No”. Cuidado con esto, porque si no estamos mostrando informaciones que se confunden y ahí va a ser completamente distinto de la realidad.

Es importante lo que usted dice, porque confieso que conozco muy poco de la his-

toria de Alfonsina, y me estaba dejando llevar por el relato cuando vi la película.

Kurt no conocía a Alfonsina Storni, no la había leído, ni sabía quién era, ni la sentía. Es como si a mí me encargaran la biografía de un poeta austríaco. Para hacer eso necesito cuatro años, leer toda su obra, después recurro a su tierra, sus parientes, sus conocidos, averiguo sobre su vida. Y recién entonces estoy como para hacer una primera versión del guion. Esta situación refleja un poco cómo se hacía cine en aquel momento.

¿Y cómo fue el rodaje de Alfonsina?

Bien. La escena del mar la hizo un bañero de Mar del Plata vestido con ropas de mujer…

¿Un hombre haciendo de Alfonsina, justo en la escena final, cuando ella se in-

terna en el mar?

Sí, era una mañana de frío, lloviznaba un poco, el mar estaba embravecido.

Además hay un registro de imágenes de exteriores que ambientan Córdoba. Y

después, las escenas que se hicieron en estudio, como supongo que hicieron con

París…

¿París? (Risas). ¿Cómo va a París? ¡Kurt agarra un diccionario ilustrado y filma! Kurt no va a París.

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Pero se generó todo un clima, por ser la primera película en Cinemascope de Argentina.

Exacto. Había un muchacho ingeniero que se llamaba Duclout, que in-ventó un sistema basado en lo que hizo el francés Henri Chretién con esos lentes anamórficos que deformaban y volvían a recomponer la imagen a la normalidad. La película es en blanco y negro, y se hicieron muchas pruebas porque ese lente anamórfico no andaba bien. Duclout siempre estuvo en el rodaje y le consiguió una imagen en formato Cinemascope a la Argentina. No hicimos temblar las acciones de Cinemascope norteamericanas, no ba-jaron un solo centavo de dólar por eso. Creo que fue la única película que se hizo con este sistema por acá. Duclout era un ingeniero, un hombre que estaba investigando los ovnis. Había conseguido autorización del edificio Kavanagh para estar en las noches con tres personas más que conformaban su equipo, sentados en cuatro sillones de lona, en la terraza del edificio, mi-rando hacia el cielo para investigar el firmamento. Escribió un libro sobre los extraterrestres en el que anunciaba las próximas fechas de llegada, y ha-bía transcripto los diálogos que había tenido con las tripulaciones marcia-nas. Pero él no era loco. En aquel tiempo se veían muchos platos voladores, casi siempre en la cercanía de las aguas (océanos, ríos, lagunas, bañados).

Con Alfonsina usted logró trabajar por primera vez en los estudios San Miguel.

A esto se suma el hecho de que también trabajó en los estudios de Argentina Sono

Film, lo que se sumó a sus vivencias anteriores en Lumiton. Quisiera que me

hable un poco sobre las diferencias y semejanzas entre dichos estudios, que fueron

tres de los más importantes que tuvo el cine argentino.

Los tres estudios eran altamente profesionales, con gente muy capaci-tada, iluminadores de primera categoría, buenos montajistas, escenógrafos y demás. Pero después está el afecto que uno siente particularmente por un determinado sitio. En varios bares de Buenos Aires se hacen buenos cafés, pero uno prefiere ir a uno en especial a tomarlos. ¿Por qué? Por la ventana, por el mozo que atiende, por el afecto, por los recuerdos que trae. A mí eso me ocurría con Lumiton. Para mí es inolvidable el recuerdo de Lumiton. A los demás estudios los tenía por conocimiento, es como ir un día a una

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iglesia y otro día a otra, uno sabe cómo y qué se hace en la iglesia. Pero uno conoce dónde le gusta más sentarse, la voz del párroco y demás. En la época de los estudios no había mucha relación porque la gente de tal estu-dio trabajaba en tal estudio y allí se quedaba por años, diez, doce, quince años. Ir de un estudio a otro era entrar en territorio desconocido, códigos desconocidos, gente desconocida. Después, cuando llegó el cine indepen-diente, vino una integración más general. Venía un iluminador que había trabajado en Emelco, un editor que había trabajado en Sono Film, un ca-marógrafo que había trabajado en Río de la Plata; empezamos a conocernos más, porque además estaban las reuniones de los viernes en el Sindicato. Se hizo más ecuménica la circunstancia, al conocernos en el Sindicato, al hacer películas independientes, cuando los estudios habían dejado de tener la potencia que tenían. A la gente de Baires, por ejemplo, la conocíamos poco o nada. Cuando yo entraba a otro estudio, sabía lo que tenía que hacer, pero no tenía claro qué iban a hacer los demás. En los demás estudios yo sabía que estaba de paso, era una circunstancia que había nacido del hecho de que el capitalista, inversor o productor había alquilado esos estudios con ese fin, pero yo no me sentía un hombre de esos estudios.

... Y algunas equivocaciones bibliográficas

Hay también dos proyectos que algunas fuentes bibliográficas citan equivocada-

mente al decir que usted ha trabajado en ellos: Ayer fue primavera (1955), de

Fernando Ayala, y Caballito criollo (1953), de Ralph Pappier.

No trabajé en ninguna de las dos. Es un viejo error que se viene repi-tiendo porque éramos homónimos, es decir, teníamos el mismo nombre con un asistente de dirección que se llamaba José A. Martínez. Era un mu-chacho que trabajaba por lo general en producciones independientes. Al-gunos historiadores se confundían y me adjudicaban películas suyas, pero no recuerdo que le adjudicaran a él películas mías, no sé por qué razón.

Hasta Ralph Pappier se equivocó. Un día recibí un llamado en casa en el que me pedían que fuera a ver al señor Pappier a la mañana siguiente en

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la calle Libertador, frente al Hipódromo, donde él vivía. Eran alrededor de las once. A mí particularmente me extrañó esa convocatoria pero, como era mi profesión, pensé que Pappier estaba preparando una película y había pensado en mí. Cuando fui y toqué el timbre, vi una cara de sorpresa en él. Me dijo: “Ah, cómo le va, adelante”. Yo le dije: “Usted dirá”. Él me contestó: “Bueno, lo que le puedo decir es que cometí un error. Yo pedí que llamaran al asistente José Martínez…”. “Ah, ¿usted quería hablar con el Flaco Martí-nez?”, le pregunté. “Sí, es un hombre con quien trabajé en varias películas y ya tenemos una forma de trabajar muy cómoda, nos llevamos muy bien”. “Excelente, Ralph, ningún problema”. Nos dimos la mano y a partir de ese momento nos hicimos amigos.

Aprovechando, me gustaría que pudiera hablar un poco más de Ralph Pappier,

porque su trayectoria personal es muy particular.

Ralph ya era particular de nacimiento. A veces probábamos a ver si alguien, en cien oportunidades, podía adivinar su nacionalidad. ¿Chileno? ¿Paraguayo? ¿Nicaragüense? ¿Irlandés? Nadie lograba adivinar. ¡Su nacio-nalidad era china! El padre era representante de unas máquinas alemanas en Shanghái, y Ralph nació allá y nunca cambió su nacionalidad. Cuan-do hacía viajes o contratos, o cuando necesitaba presentar su pasaporte y preguntaban por su nacionalidad, él decía que era chino, aun cuando era un hombre con características muy occidentales (alto, rubio, muy blanco). Había cierta sorpresa, pensaban cómo podía estar haciendo una broma de esa naturaleza. Pero no era broma, sacaba el documento que decía que era chino. Ralph escribió un libro que se llamaba Del Yang-Tsé al Río de la Plata, que no se editó nunca. Yo tengo el original, se lo presenté a varias edito-riales pero no se logró publicarlo. En este libro él narraba su periplo desde China al Río de la Plata, pasando por Alemania y Francia. Había estudiado, nada más y ni nada menos, que en la escuela del Louvre, en Francia, y des-de allí proviene ese conocimiento tan particular sobre lo artístico que Ralph transmite en sus películas.

Digo con absoluta convicción que, si entro en un cine y veo la película sin saber quién es el director, y la película es de Ralph, no tardo ni tres

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minutos en saber que es de él. No porque la recuerde, sino porque los encuadres, la utilería, la posición de cámara, el sentido de la luz, la profun-didad de campo marcan bien que se trata de una película de Pappier. Es uno de los hombres que, junto con Tinayre, impusieron su personalidad en la pantalla.

Él también tiene importancia en la historia del cine argentino por haber creado, en

los estudios San Miguel, el primer departamento de efectos especiales de Argentina.

Le gustaba mucho. Empezó como escenógrafo y practicaba formas de realizar trucos. En un reportaje que le grabé, Ralph cuenta cómo hizo la estampida de caballos en La guerra gaucha (1942), y narra con precisión cómo la imaginó y cómo conversó con el director, Lucas Demare. Ellos lo-graron hacerla, y después el montajista, Carlitos Rinaldi, la acopló como correspondía. La gente cree realmente que hay una tremenda cantidad de caballos que irrumpen en el campamento español y motivan el desbande del ejército imperialista. Es una secuencia muy linda.

Antes de ir a otro tema, permítame contarle una anécdota más sobre Pappier y sus particularidades. Una noche yo estaba en el centro, era invier-no, hacía frío y viento, me estaba viniendo para casa, y me llamó mi mujer para comunicarme que había muerto Ralph, y que lo estaban velando en la calle Carlos Calvo al 3800. Eran como las nueve de la noche, así que podía ir para ese lado de la ciudad, y me fui. Esa cuadra era muy oscura, caminé por una vereda, por la otra, y no me di cuenta de que no había ninguna casa de velatorios. Pero de pronto advertí que había una puerta de vidrio de la que salía una luz violácea. Miré y vi que había un living. Entonces toqué el timbre y, al ratito, una señora abrió la puerta, pero no la abrió del todo, la contuvo como para que no entrara nadie. “Perdón, señora, ¿esta es una casa de velatorios?”. Ella afirmó que sí, que lo era. “¿Acá están velando al señor Pappier?”. “¿Usted es pariente?”, me preguntó. “Soy más que pariente, soy amigo”. Ella me permitió entrar. El hall estaba vacío, me hizo subir una es-calera, me señaló desde abajo cuál era la puerta. Abrí la puerta y me encon-tré con una sala también vacía, casi en penumbras, dividida por una arcada. Y el féretro, con Ralph… Me senté en una posición de la sala de manera que

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solo veía la parte inferior del féretro. Estaba solo y sentía cierta aprensión. La situación llegó a un punto en que me decía: “Lo único que falta es que ahora, estando solo, Ralph se mueva”. Recién pensaba eso, hasta que me pareció que la mortaja tenía un movimiento… “Estoy alucinando, la morta-ja no se mueve. Quedate tranquilo, José”, trataba de decirme. Pero miré y la mortaja, efectivamente, se movía. Cerré un ojo e hice un hilo de conducto visual, con un punto al fondo, y la mortaja se movía. Marqué el teléfono y llamé a Nené. “¿Dónde estás?”, me preguntó. Le contesté que estaba en el velatorio de Ralph. “¿Por qué no te venís?”. “No, porque hay un problema”. “¿Qué problema?”. “Que estoy viendo que la mortaja de Ralph se mueve”. “¡Vení inmediatamente para acá, no te quedes ahí!”, me dijo Nené. “No, no me puedo ir porque acabo de entrar y la señora se va a dar cuenta de que me asusté, y me da vergüenza que pase eso”. “¡Venite inmediatamente para acá!”, decía Nené, con la voz alterada. Me quedé dos o tres minutos más y, de pronto, cuando me incliné hacia adelante y vi el total del féretro, advertí que a la altura de la cabeza había una ventanita abierta por donde entraba una brisa, que era la que hacía mover la mortaja. Cerré la puerta, me fui para abajo, y cuando iba a salir noté que la puerta de calle estaba cerrada con llave. Entonces grité: “¡¿Señora?!”, y no me contestaba nadie. La llamé nuevamente y no me contestaba. Así, una vez más. Entonces vi un pasillo y me metí por ese pasillo. Abrí la puerta y había un féretro con otro muerto. Cerré enseguida, seguí a la segunda puerta, la abrí, y había otro féretro con un muerto. No sabía qué hacer, y volví de donde había venido. Cuando estaba volviendo, como lo hice desde un ángulo distinto –primero había bajado la escalera desde una posición y ahora venía desde otra–, advertí que la mujer me había dejado en la puerta las llaves puestas, pero cuando bajé la escalera no las había visto, porque yo mismo daba sombra. Salí y me fui para casa.

A la mañana siguiente, cuando fui al sepelio en Chacarita, me encontré con la hija de Ralph y le dije: “Cristina, anoche estuve en el velatorio de tu papá”. “¡Pero cómo se le ocurrió ir, José! Ya no se va más a los sepelios. ¿Cuánto se quedó?”. “Me quedé unos cinco minutos”. “Bueno, le agradezco mucho”, dijo ella. Enterramos a Ralph, y ahí se acabó la historia.

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Capítulo 04.

José cinéfilo

Un día, una chica que se llama Gisela Benenzon, que ahora está escribiendo muy buenos guiones para televisión, estaba por hacer una película sobre

el hombre que había inventado el cine. Escribimos el libro en casa, hasta que le sugerí una idea: “¿Por qué no hacemos una cosa, por qué

no jugamos un poco, por qué no pensamos quién puede ser el cinematografista del futuro?”. Ella ya sabía de mi admiración por

los hermanos Coen, y solo había visto la primera película de ellos. Después vinieron Educando a Arizona (1987), De paseo a la muerte

(Miller’s Crossing) (1990) y Barton Fink (1991). Entonces le dije a Gisela: “¿Qué le parece si hablamos

de los Coen, que los cinematografistas del mañana pueden ser los Coen?”. Ella me dijo: “Pero no los conoce nadie, José, hicieron solo una película”.

“¡Ese es el mérito!”, le dije. “Hablar de Billy Wilder es fácil, de Orson Welles, de Chaplin… Pero ¿quiénes serán los cinematografistas del mañana?

¿Los Coen, tal vez?

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Comité de defensa del cine argentino

Quisiera que me hable de un evento muy importante en el que usted participó: la

creación del Comité de Defensa del Cine Argentino, que trató de actuar directa-

mente en este nuevo panorama post “época de oro” del cine de estudios, donde se

intentaba mantener la obligatoriedad de exhibición de al menos una semana en

cartelera a las películas argentinas.

Esta fue una anécdota muy extraña y muy poco conocida. No había trabajo en el cine argentino, estaba todo parado. Un día pensamos en la posibilidad de ver si podíamos hacer un movimiento. Nos reunimos muy temprano en casa, alrededor de las ocho. Estábamos Alberto Parrilla, Al-berto Tarantini, Armando Rodríguez, Gilberto Sierra y yo. Aquella maña-na pensamos: “¿Por qué no hacemos una citación general para hoy, en el Sindicato, y vemos qué se puede hacer?”. Empezamos a llamar a la gente conocida, gente de segundo o tercer nivel, porque no nos daba para llamar a los importantes. Al final no conseguimos nada. Me acuerdo de que yo les decía: “Hagamos una cosa, hablamos cinco minutos y dejamos el teléfono libre otros cinco minutos, por si alguno de los que hemos llamado quiere hacer alguna pregunta, para que no encuentre el teléfono siempre ocu-pado”. Entonces hablábamos con alguien, pero siempre nos preguntaban: “¿Y quién va a ir?”. Les decíamos: “Bueno, todavía no tenemos a nadie”, a lo que contestaban: “Bueno, llámenme, cualquier cosa”. Así fue hasta que Alberto Parrilla, que había hecho recientemente una película con Olga Zubarry, sugirió llamarla. La llamó, y Olga prontamente dijo: “¡Pero claro que sí, cuenten conmigo!”. Así que la siguiente persona que llamamos nos preguntó quién iba a la manifestación, y le dijimos: “Olga Zubarry, y algu-nas personas más…”. En realidad, esas personas no existían, además de no-sotros. Tras varias llamadas, decidí comunicarme con Ernesto Arancibia,22 director de cine y gran amigo. Le conté la situación, y Ernesto me dijo, con toda serenidad: “Mire, Josecito, yo creo que lo que hay que hacer es recorrer la ciudad de Buenos Aires hasta encontrar una estación de servicio en la

22. José comenta más sobre Ernesto Arancibia en los Anexos.

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que estén descargando un tanque con nafta, apropiarse de ese tanque con nafta, meterlo en el cine Ópera e incendiarlo, para que sepan que hay un movimiento”. Cuando Ernesto nos dijo eso, nos dimos cuenta de lo que podríamos encontrar. Y así fuimos avanzando. Cuando seguían preguntán-donos quién iba, ya decíamos que estaban Ernesto Arancibia, Olga Zubarry, y empezamos a tener gente importante. Tal fue nuestra sorpresa que, al mediodía, estábamos los cinco en casa y me llamó mi hermana Chiquita. Me preguntó si yo estaba haciendo un movimiento, y le dije que, en cierto sentido, sí. “¿Vos tenés algún problema con Sandrini?”, me preguntó ella. “¿Por qué me preguntás eso?”. “Porque él se enteró y dice que todavía no lo han llamado”, dijo mi hermana. Yo no lo conocía a Sandrini, pero Alberto Parrilla había hecho una película con él y lo llamó.

Después nos dimos cuenta de que estábamos organizando un movi-miento. Pero, en el sitio donde íbamos a estar, el Sindicato, no estaban enterados. Y menos que lo haríamos a las seis de la tarde, en un horario impropio para estar en el Sindicato, porque no había nadie. Así que tuvi-mos que buscar a Ángel Zavalia, Horacio Cantaluppi y Ramón Martínez –los tres dirigentes importantes de SICA– para confirmar en el Sindicato nuestro encuentro al final de la tarde. Para nuestra sorpresa, cuando empe-zó el acto alrededor de las siete de la tarde, ya éramos docientas cincuenta personas que estábamos ahí, todos de acuerdo en que el cine argentino estaba parado y que había que hacer algo al respecto. Como estábamos a cincuenta metros de la Dirección General de Espectáculos Públicos, que todavía no se llamaba Instituto Nacional de Cinematografía, alguien hizo la moción de que tomáramos la oficina. Así que las doscientas cincuenta personas nos fuimos caminando por la calle, a contramano, dimos vuelta la esquina, entramos y dijimos: “¡Esto está tomado!”. Ahí estaba el doctor Guerrico, que era uno de los cinco miembros de la Dirección General de Espectáculos Públicos. Entonces Guerrico me dijo: “Josecito, vení, dame una mano”. Subimos al primer piso, donde estaba su oficina. Me pidió que trajera “a un pibe para ayudarme”. Fui a buscar a Bernardo Arias. Entonces Guerrico pidió: “Comuníqueme con el diario La Nación”. Pronto lo hicimos y le pasamos el teléfono: “Deme con el sector de Espectáculos”, hablaba Guerrico. “Hola, habla el doctor Guerrico de la Comisión General de Espec-

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táculos Públicos. ¡Hemos sido tomados por una horda de gente! Dame con…” y cortó la llamada. Con eso la gente empezó a llegar. Me acuerdo de que justo pasó un amigo con el auto, el guionista Ariel Cortazzo, y nos tocó bocina. Me hizo llamar a mí, bajó la ventana y preguntó: “Josecito, ¿necesitan comida, fra-zadas, algo?”. “No, Ariel, si recién tomamos café con leche, qué sé yo”. (Risas).

Uno de los empleados administrativos del Sindicato se llamaba Devoto, y era concuñado de un oficial de la Marina llamado Francisco Manrique, que había sido nombrado jefe de la Casa Militar (esto sucedió en la época a la que se llamó Revolución Libertadora). Se le pidió a Devoto que se comunicara con Manrique. La entrevista con Manrique se hizo de noche; se seleccionó un grupo de gente para hablar con él. Sé que fueron Tinayre y Mentasti, y es posible que haya ido Torre Nilsson. Y volvieron con la promesa de que se iba a obligar a los cines a que exhibieran películas argentinas. Claro que eso necesitó de cierto tiempo, no fue al día siguiente, por cuestiones de pro-gramación. A los cuatro, cinco días, al reanudarse la exhibición de películas argentinas, las que estaban paradas empezaron a ser proyectadas.

Combinamos una cita que se realizó en la dirección de Carlos Pellegri-ni y Lavalle, donde comenzaba la calle de los cines, y que tenía de quince a dieciséis salas. Se hizo el acto. Había otros cines que pasaban en simul-táneo, mientras que otros se negaron a proyectar las películas. También fuimos al Gran Rex –donde hubo una especie de toma del hall– y, cuando ya estaba haciéndose de noche, fuimos hasta el cine Gran Rivadavia (otro de los que se negaban). Después nos trasladamos a Villa Ballester, donde nos fue bien. Con este esfuerzo y esta desorganización general, porque no había mucho orden o conocimiento sobre la mejor forma de proceder, el cine argentino fue exhibido. Después se armó una comisión que se llamó Defensa del Cine Argentino, cuyo presidente, si no me equivoco, era Sixto Pondal Ríos, guionista que había trabajado mucho para Lumiton en pelícu-las como Los martes, orquídeas (1941).

Con lo que acaba de decir, me quedo pensando en hasta qué punto había llegado la

situación del cine argentino si se tiene en cuenta que, de cinco a diez años antes, el

cine nacional tenía cartelera, tenía éxito con las películas que hacían los estudios.

¿Qué factores hicieron que esto cambiase y llegase a este punto?

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Fue una crisis, uno de los altos momentos de crisis que sufrió el cine nacional, en el que, por un motivo u otro, el capitalista no invertía en el cine argentino, o las películas se realizaban y no eran exhibidas. Fue un momen-to duro, uno de los momentos más duros que tuvo el cine argentino. Se trataba de solucionarlo de alguna forma, porque además había un descon-cierto político en el país, era la caída de Perón, y esto fue conmocionante por el momento histórico que representó. Fueron años turbios, grises, años en que era difícil trabajar y el cine argentino ya no era demasiado respeta-do. La presión del cine norteamericano, como siempre, también era muy importante y este copaba las salas, las exhibiciones, los estrenos. Aquel movimiento fue el que permitió que por algún tiempo el cine argentino volviera a ser exhibido. El público nos acompañó, las películas fueron bien recibidas, había como un deseo e interés. Y había una especie de sorpresa, al ver que un grupo de cinematografistas dejaba de estar detrás de la cáma-ra para estar delante de un conjunto de gente, presionando personalmente a los exhibidores, propietarios de los cines, distribuidores y entidades gu-bernamentales para que se solucionara el problema.

¿Durante aquel período fue creado el Instituto Nacional de Cinematografía?

Claro, en el año 1957. Como le dije antes, lo que luego fue el Instituto hasta ese momento tenía el nombre de Dirección General de Espectáculos Públicos, y estaba ubicado en una pequeña casona que ya no existe, en la calle Junín. Después se convirtió en el gigante que es actualmente, pues un Instituto Nacional de esta naturaleza requiere de una gran cantidad de gente. El cine argentino no solo se hizo grande, sino que también agrandó el sitio donde se atendía el cine.

Me imagino que con la creación del Instituto empezó un nuevo ciclo, en el que el

Estado asumió una posición clave para el cine, ya que no había más estudios que

se autosustentaran financieramente.

Por supuesto. El apoyo gubernamental al cine comenzó en la época de Perón, primero por algún banco oficial que daba el crédito, como todo

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el movimiento traslativo en cuanto a su forma de proceder. Se cometieron errores, se hicieron algunos convenios que no fueron cumplidos. Se apoya-ba al cine argentino porque se pedía su presencia en las salas y se abogaba por la programación de una película argentina por cada seis extranjeras que se estrenaban. Por otro lado, también había gente que no hacía buenas pe-lículas, las hacía para llegar a contar con esa película que se necesitaba para exhibir. Esto motivó que algunos pícaros no hicieran películas por hacer películas, sino para cumplir con la ley para que le permitieran la exhibición. Pero, a su vez, los exhibidores también tenían una maniobra. Se cuenta que el cine Ópera, cuando tenía la obligación de pasar la película argentina que exigía la ley, elegía la peor que había entre ellas. El objetivo era demostrar ante el Instituto Nacional de Cinematografía que en esa semana en que habían pasado, por ejemplo, una película norteamericana que había tenido cien mil espectadores, se pasó al mismo tiempo una película argentina que no llegó a sumar dos mil quinientos espectadores.

Es como cuando viene un tsunami: es grave, es dramático, es tremendo, pero después las aguas se apaciguan, las cosas quedan distintas y uno ya ha pasado. Con el tsunami, creo que no se puede hacer una contención, al menos por un momento, con un muro de tal altura que detenga esa ola criminal. Pero con el cine, sabiendo que existían ciertas argucias, más o menos se podían ir to-mando medidas para que no quedaran las películas agolpadas en la estantería.

Cineclubismo

En ese contexto, los cineclubes estaban generando un nuevo fervor en el cine

argentino…

No. Ya le dije a usted que, en el año 1946, yo me colaba al cineclub que se llamaba Gente de Cine, de Roland (Rolando Fustiñana), que se lo facilitaba una distribuidora que repasaba películas francesas. Después estuve con el Negro Salvador Sammaritano, desde los primeros momentos que empezó el Cineclub Núcleo, en un lugar donde no había asientos, con dos soportes a los costados y tablas donde nos sentábamos, y el Negro proyectaba en 16mm.

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El Cineclub Núcleo debe haber pasado por lo menos por diez sitios: uno en la calle Díaz Vélez, otro en Diagonal Norte, en fin, pasó por varios lugares.

El cineclub ya venía con fuerza, porque un grupo de gente, entre la cual se encontraba León Klimovsky, hizo lo que puede ser considerado como el gran antecedente del cineclub argentino (si bien es cierto que tenía caracte-rísticas de cineclub, era un formato comercial, ya que al cobrarse la entrada no se posicionaba como un cineclub al que uno se asociaba y esa cuota le servía para todo el mes). Klimovsky trabajaba, o posiblemente programaba amistosamente, las funciones artísticas que se daban en el cine Lorraine (cita obligada de todo cinéfilo de Buenos Aires), hasta el extremo de que, como no era un cine demasiado grande –unas trescientas butacas–, a veces no encontrábamos entrada, así que teníamos que concurrir a otra función que venía después. Pero Klimovsky ya había tenido un antecedente hacien-do funciones especiales en una entidad que se llamaba Amigos del Arte, que funcionaba en la esquina de Córdoba y Maipú. Allí exhibían películas clásicas: de Eisenstein, de Greta Garbo, las primeras de Von Stroheim, todo era material clásico en aquel momento.

No es menos cierto también que Klimovsky, en las proyecciones del cine Lorraine, fue el que enseñó al cineclub que el programa no podría consistir en un papel donde solo figuraba una ficha técnica, sino que se daban informaciones históricas acerca de la época en que se había hecho la película, y algún extracto de crítica de alguna revista, diario o periódico extranjero. También se hizo una especie de costumbre muy agradable ir conservando esos volantes, porque ahí existía una información muy valio-sa. Es importante señalar que estamos hablando de una época en la que en Argentina no había libros de cine. Y claro, mucho menos Internet. Porque hoy tecleamos y encontramos informaciones que parecen completas hasta que encontramos otros sitios que son más completos todavía.

El cineclub tuvo un gran momento en la época peronista, cuando se produjo un hecho muy extraño, pues se prohibían películas. Sin embargo, se permitía que el cineclub las pasara. Y ahí era cuando la gente se avalan-zaba sobre el Núcleo hasta llenar las localidades. Dábamos dos funciones, los lunes a las ocho y a las diez, diez y media, de acuerdo con la duración de cada película. Pero usted me preguntará: si la película estaba prohibida,

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¿cómo se pasaba en el Núcleo? Sí, esta también era una forma de poder decir para que “vayan a verlas al Núcleo”; para asistir a la proyección de películas prohibidas que no se daban en salas comerciales. Claro que en el Núcleo, la noche en que lo completábamos, seríamos entre mil cuatrocien-tas y mil quinientas personas, mientras que había veinticinco millones que no podían ver la película. En los cineclubs se encontraban “luchadores” del cine: primero fue León Klimovsky, después Roland, y después Tito Vena y el Negro Sammaritano. Se escribió, incluso, una revista que se llamaba Tiempo de Cine, que tuvo veintitrés ediciones, y no tenía periodicidad natu-ral (aparecía cuando se podía, a veces cada tres o seis meses, hasta agotar-se). Era una revista muy bien fundamentada en la que escribían el Negro Sammaritano, Homero Alsina Thevenet, Antonio Salgado y, en los últimos tiempos de la revista, Fernando Martín Peña. Además, cuando el Negro viajaba al exterior, traía muchos artículos con firmas importantes, desde Georges Sadoul hasta Henri Langlois.

Pensando en lo que es actualmente el cineclub, es difícil comparar las dos épocas, por-

que hoy ya no se percibe tanta intensidad, ni el interés que existía en aquel momento.

No. Creo que la intensidad de aquella época se daba por dos cuestiones: primero por el conocimiento que tenía sobre cine Salvador Sammaritano, que hacía retrospectivas; y segundo, porque exhibían películas que, si no se veían ahí, no se veían en ninguna parte. Hoy en día, los tiempos han mo-tivado a los cineclubes a mostrar películas antes del estreno. La excelente relación que dejó el Negro a su hijo Alejandro se ha modificado porque las cosas se han modificado. Como Alejandro, hoy en día, tiene el apoyo de las empresas distribuidoras, el fuerte del cineclub de hoy es que el espectador tiene el esnobismo de decir: “Mañana voy a ver una película que se va a estrenar dentro de un mes”.

Es interesante lo que usted menciona sobre el esnobismo, porque aquella era una

época de inquietud, de discusiones, de transformaciones…

(Se ríe).

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¿Por qué se ríe, José?

Me río porque usted está encendiendo la mecha: era exactamente lo que pasaba. Cuando el cineclub anunciaba la programación del año, y el 13 de junio decía El ciudadano (1941), todo el mundo agarraba su agenda y marcaba el 13 de junio para no tomar ningún compromiso. Si un tipo tenía que operarse y el médico lo citaba para el 13 de junio, enseguida se poster-gaba la operación, porque ese día pasaban El ciudadano, y solo la pasaban una vez al año. Si no conseguía verla, se quedaría dos años sin ver El ciu-

dadano. Ahora, usted puede llevar una copia de El ciudadano en el bolsillo.

¿Y cómo era usted en ese ámbito del cineclubismo?

Era una linda oportunidad para encontrarse y charlar con amigos como Fernando Birri, Enrique Dawi, Ricardo Alventosa, Enrique Juárez, Raymundo Gleyzer, David José Kohon, Rodolfo Kuhn y tantos otros. Como había dos funciones, una a las ocho y otra a las diez, si no nos encontrába-mos ahí los lunes, alguien por lo menos iba a decir por dónde andaba uno.

Hay que señalar también la disposición que el Negro siempre tuvo de pasar cortos argentinos: acudía mucho al cortometrajista porque se había dado cuenta de que eran la antesala del largo. Si hacemos una revisión so-bre los nombres de los excelentes directores que teníamos y que seguimos teniendo en Argentina, vamos a ver que todos provienen del cortometraje. Y hace cincuenta años, alguien se había dado cuenta de eso.

Es importante citar los nombres de Dawi, Alventosa, Birri, y los cortometrajistas

en el cineclub Núcleo, porque ahí está el germen de lo que más tarde vendría a

llamarse la Generación del 60.

El Negro exhibió y estrenó todas las películas de la Generación del 60, les daba espacio y, es más, agregó una función los domingos a la diez y media de la mañana, que se llenaba. Ahí vimos los primeros cortos de Dawi, Raymun-do Gleyzer, Enrique Juárez, Rodolfo Kuhn, Alventosa, Becher, entre otros.

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¿Qué me diría acerca del “José espectador”? Porque si lo ubicamos en aquel con-

texto de los cineclubes, usted ya no era más aquel “chico de Villa Cañás”. Seguía

siendo un apasionado por el cine, pero ya era una persona que también hacía

cine, lo que ampliaba su percepción como espectador. ¿Cómo se sentía con esta

madurez que iba logrando como tal?

Uno tarda en dejar de equivocarse, no es que uno aprende cine y ya lo único que va a ver son buenas películas. Yo veía el cine con pasión, y le he dicho que perdí novias porque no me aguantaban el tren, pues, como sába-do y domingo eran los días que tenía libres, yo iba al cine desde la una de la tarde hasta la trasnoche. Tuve amigos que me acompañaban en esto, que me seguían en esta carrera enloquecida. En Mar del Plata, por ejemplo, cuando yo era solo espectador, una vez un amigo me dijo: “Es muy divertido verlo a usted en Mar del Plata, porque siempre lo veo en la vereda de enfrente comiendo un sándwich, con una gaseosa en la mano, y cuando estoy por acercarme, ya se va apurado hacia el cine antes de que comience la película”. Hay una sola persona que vio más películas que yo, Duilio Marzio, porque él duerme menos que yo, entonces ve la trasnoche. Yo estoy a la una en la cama para despertar a las siete.

¿Cuáles considera usted que han sido las referencias cinematográficas más influ-

yentes en su gusto por el cine, en su formación cinematográfica?

El neorrealismo italiano tuvo la particularidad de convocar al público ar-gentino y al público de varios países del mundo. Particularmente, en lo que a mí respecta, ha sido muy importante. A tal punto que se estrenaba una película y uno no averiguaba quién era el director, el intérprete, pero sabía que era italiana e iba a verla porque no lo defraudaba. Aprendimos a conocer los nombres de Visconti, Fellini, Rossellini, De Sica, Monicelli, y nos quedá-bamos maravillados porque se hacía realidad auténtica aquella frase famosa y popular de Tolstoi: “Si quieres ser universal, habla de tu aldea”. Veíamos las películas italianas y pensábamos que acá lo único que había de diferente era la construcción de las casas y la forma de hablar de la gente. Pero esto podría haber ocurrido en Venado Tuerto, Neuquén, Bariloche, o en las afueras de Buenos Aires. Lo que nos estaban mostrando era un problema universal.

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En Ladrones de bicicletas (1948), por ejemplo, un hombre roba una bici-cleta porque es un elemento imprescindible para su trabajo (pegar afiches en la calle). Este es un hombre que podría vivir en Villa Crespo, en el fondo de un conventillo, con su mujer y su hijo, y un día se da cuenta de que en una cancha de fútbol la gente deja estacionada la bicicleta. Es maravilloso eso. ¿Cómo este cine no nos iba a llegar a nosotros, si, aunque estuviera hablado en otro idioma, en otra geografía, al mismo tiempo mostraba lo mismo que nos pasaba a nosotros? ¿Cómo no voy a apoyar este cine? Nos identificábamos con eso. Esa era la pasión que teníamos nosotros en la Generación del 60: nada más y nada menos que modificar la Argentina. Queríamos que la Argentina fuera mejor, hacerla mejor, más solidaria, que fuera más grato vivir aquí.

Sumado a lo que usted dice sobre el neorrealismo, también está el elemento social

del “cine negro”, otro género que le resulta entrañable.

El cine negro tenía la particularidad de que nos hacía descubrir (y eso pasa muy a menudo en los guiones de este género) que el ladrón muchas veces tiene más honor, justicia, códigos y ética que el policía. Nosotros no podíamos entender cómo era posible que una profesión que tenía que estar al servicio de la sociedad también pudiera ser la profesión que la castigaba. Lamentablemente, estamos viendo esto muy a menudo, el “gatillo fácil”, el castigado en la cárcel, el policía que utiliza su arma de trabajo para fines delictivos. No digo que nosotros lo descubrimos, pero aseveramos que efecti-vamente eso pasaba, eso ocurría. Pasaba en los Estados Unidos y pasaba acá.

Por lo que pude escuchar y leer acerca de sus preferencias cinematográficas, veo

que la nouvelle vague casi nunca está presente.

No. Porque acá en Argentina había dos grandes movimientos que es-taban separados por sus preferencias cinematográficas. Incluso nos negá-bamos el saludo. De un lado estábamos nosotros, los “neorrealistas”, y del otro estaban los “antonionistas”.23

23. Los admiradores de la obra del cineasta italiano Michelangelo Antonioni.

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Tito Vena, que era la mano derecha de Sammaritano en el cineclub Nú-cleo, hablando de la nouvelle vague y del “antonionismo” que había acá en Argentina, dijo una vez: “Si a todos esos personajes se les diera un pico y una pala para que trabajaran diez horas al día, al rayo del sol, a la noche no tendrían esos problemas de los que se pasan hablando en esas reuniones sociales”.

El ciudadano y Ocho y medio

Existe un listado de películas que usted admira, pero me gustaría que nos detu-

viéramos sobre dos en especial: El ciudadano (1941) y Ocho y medio (1963).

Es un viejo dilema que no me preocupa demasiado, cuando me pre-guntan (lo que es una ridiculez) cuál es la mejor película que he visto. No es fácil decirlo. Pero hay dos películas que veo a menudo y me siguen con-moviendo: El ciudadano y Ocho y medio.

Hablando de Ocho y medio, de Fellini, me habían contratado de Italia para hacer unos cortometrajes, y después el Partido Socialista me llevó para dar unas charlas con gente diversa, entre los que estaban un literato, un crítico cinematográfico, un escultor, un pintor, un arquitecto. Llegamos a una localidad que se llama Piombino. En aquel momento, Ocho y medio ya había pasado y salido de cartelera en Roma, pero en Piombino la estaban dando, así que después del almuerzo les avisé a los camaradas de la delega-ción que me iba al cine a verla. Cuando la vi, lo primero que me pregunté fue: “¿Quién espió mi vida?”. Terminó la función y saqué una segunda en-trada. Terminó la función, salí y volví a entrar, por tercera vez. Al salir, tomé una cuarta entrada. Había empezado la película y de repente sentí que me iluminaban con una linterna. Era alguien de la organización, que me dijo, preocupado: “José, dentro de cinco minutos va a comenzar la charla”. Me levanté y tuve que salir sin terminar de verla.

Lino Micciché, que después hizo el festival de Pesaro, incluso se asom-bró de mi entusiasmo por la música de Nino Rota. Me dijo una frase infaus-ta: “¿Ese ta-chin ta-chin te gustó?”. Eso llevó a que lo “cargara” por el resto de nuestras vidas.

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Acerca de la sensación de que, en Ocho y medio, alguien “espió su vida”, ¿qué

puntos puede relacionar entre su propia trayectoria y el estado de crisis que atra-

viesa el personaje de Guido, interpretado por Marcello Mastroianni?

La duda constante. Lo recuerdo todavía, cuando escribía un guion, cuando había dos personajes importantes que estaban conversando en un café y se despedían. Mi duda era: ¿a cuál sigo? Después me di cuenta de que podía seguir a los dos al mismo tiempo. Se podía volver a hacer la secuencia que hizo uno, mientras el otro hacía otra cosa o, si no, ir alter-nando, pero eran hermosas esas dudas. En Ocho y medio estaba esa duda continua, esas imaginaciones que empiezan a crearse. Él está mirando la realidad, está hablando con alguien y, de repente, se baja los anteojos negros y ya es cuando imagina todo, que su mujer y su amante charlan, sonríen y hacen un paso de baile en ese patio vacío de confitería, a pleno rayo del sol.

¿Y en el caso de El ciudadano, de Orson Welles?

Me deslumbró la complejidad del relato, lo compleja que era la es-tructura y, a la vez, lo fácil que era entenderla. Por eso me llamó mucho la atención y advertí que era cierto que el espectador norteamericano no era demasiado avispado, pues la película fue reprochada allá, porque la consideraban compleja de entender. Para mí fue de una lucidez y de una claridad meridianas. No me di cuenta, pero fue la primera vez que vi una película con un racconto dentro de un racconto, y sin embargo se entendía claramente. Me apasionó saber que ese hombre, Kane, que supuestamen-te consiguió todo, lo único que añoraba era aquel juguete –el trineo– que tuvo en su infancia. Eso es verdaderamente dramático, Kane tuvo todo, pero no tuvo lo que quiso. Y lo que tenía más valor para él era un objeto de madera que en aquellos tiempos debía estar costando, quizás, un dólar.

Y no nos olvidemos del momento final, tan sublime, donde un hom-bre, entre esa cantidad de bultos, paquetes y cajones, recoge algo y lo va llevando hacia el fuego. La cámara hace un travelling y nadie más que nosotros alcanza a leer la palabra…“Rosebud”. Es decir, los únicos que sa-

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bemos el secreto de la vida de este hombre somos los espectadores. Ni este hombre, ni todas las personas que fueron sus amigos, ni sus amantes, colaboradores, socios y enemigos lo supieron. Kane lo comenta un poco lateralmente en una escena, cuando está parado en la esquina y pasa un carro que lo embarra. El hombre empieza a limpiarse, y una muchacha sale de una farmacia vecina y se ríe. Él se molesta un poco con esta se-ñorita porque se ríe de un inconveniente que ha tenido. Después ella le pregunta qué estaba haciendo en ese barrio. Y Kane le dice que vino a buscar “algunos elementos de su infancia”. Quiere decir, evidentemente, que vino a buscar su trineo.

Es contagiosa la pasión que usted transmite al hablar de El ciudadano, e ima-

gino cómo debe haber sido la primera vez que la vio, y cuando le comentó a su

amigo, Ricardo Pezzutti, lo que había visto.

Yo estaba muy fervoroso. Es posible que me abalanzara, que, en lugar de ir dando las explicaciones como correspondía, se las tirara todas enci-ma, tal vez sin orden. Contaba: “Entonces resulta que el tipo contrata a un grupo de periodistas del diario adversario, y de repente hay una fotografía y los tipos se empiezan a mover… ¿No te quedás sorprendido, Ricardo? Y de repente el tipo se pone a bailar y ha hecho una fiesta con mujeres y qué sé yo, y en lugar de verlos directamente hay dos conversando con una ventana abierta y por la ventana abierta, por el reflejo, está mirando al tipo. ¡Maravi-lloso! ¡Nunca lo hemos visto!”.

Y él no entendía nada…

Ricardo me miraba, tratando de entender. “Debe ser buena, entonces, qué querés que te diga”, me decía.

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Primeros pasos como realizador

El trabajo que hicimos en Altos Hornos Zapla (1960) fue durísimo, no sé si quedó reflejado en la película, pero accedimos a zonas de mucho riesgo. Llegamos a los lugares de donde se extraía hierro,

lugares muy peligrosos en los que si tocaba una piedra podría venir una avalancha sobre nosotros. Después nos enteramos de que

el que nos hizo bajar ahí recibió una reprimenda feroz, porque no era un lugar para descender, era muy peligroso.

La filmación fue bastante brava.

Bernardo Arias, asistente de dirección en Altos Hornos Zapla

Hay algunos proyectos que anteceden a la realización de El crack (1960). Tengo

entendido que usted realizó uno para Siderurgia Argentina, en San Nicolás.

Un día 9 de julio se hizo un documental en colores en Argentina por primera vez; era un momento en que las empresas que estaban fabricando película en colores querían ganar mercados. Entonces, no sé cómo, la em-presa italiana Ferrania hizo una propuesta al gobierno de Perón, diciendo que estaban dispuestos a enviar un equipo con cámaras especiales y con película suficiente para hacer un documental sobre el 9 de Julio, y que iba a venir el presidente de Chile, el general Ibáñez del Campo. El mediometraje después se llamó Argentina de fiesta, y a mí me llamaron como coordina-dor junto con Parrilla. Vino gente italiana y nos hicimos amigos de esos muchachos, que tenían más o menos nuestra edad. Nos dijeron que ellos estaban en una revista que editaba Ferrania, en la que se daba mucha in-formación técnica sobre cine;24 era bimensual, se recibía cada dos meses.

En un momento, leyendo la revista, advertí un artículo que decía que, en Italia, el registro de las grandes construcciones de diques, puertos y plantas industriales, en general, ya no se hacía más en fotografía, sino que ahora los avances se registraban en cine. Cuando leí este artículo, yo, que guardaba el diario La Prensa por si quería hacer alguna revisión, miré los treinta ejemplares que tenía. Empecé a buscar datos sobre lo que se estaba

24. Sobre cuestiones como profundidad de campo, sensibilidad de la película, filtros, entre otras.

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construyendo en Argentina en aquel momento. Se hablaba de una fábrica a orillas del río Paraná, sobre San Nicolás, provincia de Buenos Aires, muy cerca del límite con Santa Fe, que se llamaba Siderurgia Argentina. Mandé cartas a las empresas, entre ellas a la Siderurgia, de la cual me contestaron. Me encontré ahí con una persona que se llamaba Pedro Francisco Castiñei-ras, a quien yo había conocido cuando hice la conscripción, y que después llegó a teniente general, el cargo más alto que hay en el ejército. Ya era el gobierno de la Revolución Libertadora. Él me dijo: “Mire, José, hagamos una cosa, vaya a la mesa de entradas y pida todos los prospectos que hay sobre la planta. Hágame un bosquejo, una idea de lo que se podría llegar a hacer para su proyecto”. Me dieron el material, fui a casa e hice un proyec-to. Hablé por teléfono, le pedí la entrevista y le entregué la propuesta. Él la miró y se empezó a reír. “José, no hay nada de esto hecho todavía. Esto es lo que se va a hacer”, me dijo. “Usted puede ir a San Nicolás, hay un avión que sale mañana, por si quiere conocer en qué punto anda todo”. Le confirmé que sí, traté de llevar gente conmigo, y nos fuimos Alberto Parrilla, Alberto Tarantini y yo en el Aero Commander…

Al llegar, lo único que encontramos fue un campo que daba contra el río. ¡No había nada! Solo barro, pantano y el río.

O sea que ustedes llegaron antes que la propia planta siderúrgica…

Sí, con los prospectos que me habían dado yo suponía que ya estaba funcionando todo. Empezamos registrando a los que miden los terrenos (los agrimensores). Después, lo primero que se empieza a construir es el puerto, por lo que fuimos a registrarlo. Cuando se terminó el puerto, fil-mamos la grúa de cargadores que saca el material del barco y la llegada del primer barco, y luego se empezaron a sentar las bases de los altos hornos y se empezó a construir el barrio para empleados y obreros, enseguida el hotel para los extranjeros asesores que venían… así que nos quedamos de cinco a seis años registrando todo esto. No se hizo la película, pero yo les entregué a ellos los informes sobre el avance de las construcciones. No sé dónde estarán esos registros, esos informes que eran una barbaridad de material, ya que cada toma tenía su nota de aclaración.

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También hizo un trabajo similar, un cortometraje documental que se llamó Altos Hornos Zapla (1960).

Lo que pasa es que ya existía un alto horno en el país, en Zapla, Jujuy, y los militares son muy celosos entre sí. Los de Zapla hicieron una licitación y también la ganamos nosotros. Hicimos una película de treinta y tres mi-nutos para Zapla. Cuando terminamos la película fue gracioso, porque toda la plana mayor de militares vino al laboratorio Alex, y estaban generales, brigadieres, almirantes, capitanes, tenientes. Alex tenía un hall muy gran-de, de doce por siete y lleno de gente. Estábamos Parrilla y yo, en medio de todo esto, con los amigos tocándonos el culo y riéndonos al ver todo este escenario de militares (risas).

El caso es que hicimos todo como unos apasionados, como todo chico cuando tiene una camarita de cajón. La gente de Zapla se puso muy conten-ta, y me dijeron que querían verse en el cine. Les dije que no se podía por-que, como la película había quedado con treinta y tres minutos, no había cine que pasara un corto con esa duración, porque le restaba tiempo de un largometraje. Me preguntaron qué se podría hacer y les dije que habría que reducirla a once minutos. Así que hicimos una reducción a once minutos.

¿Cómo fue la realización? Porque hubo situaciones muy particulares en ese rodaje.

Tontera, tontera nuestra. El director de la fábrica se enojó mucho por-que se enteró de que, después de una explosión, nosotros habíamos entra-do al sector donde había ocurrido. Eso es muy peligroso, porque después de una detonación entra el obrero que hace el trabajo más peligroso de todos,25 en el medio del socavón, que debe medir un metro y medio por dos metros, más o menos. El obrero va con una vara de hierro golpeando las paredes y, de acuerdo con el ruido, sabe si la piedra está sostenida o si está a punto de desmoronarse. De repente si la toca puede caerse una piedra de dos to-neladas. En verdad, ¿qué necesidad teníamos de estar a trescientos metros de profundidad? ¿Cómo sabe el espectador que estamos a dos metros de

25. Había un promedio de dos muertos por año entre los obreros que realizaban ese tipo de operación.

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la entrada, si hacemos un simulacro de explosión o si estamos trescien-tos metros abajo? Una barbaridad mía de la que me arrepiento hasta hoy, porque podría haber pasado cualquier cosa. El teniente coronel se enojó mucho, por la responsabilidad de que a nosotros nos hubiera pasado algo.

Pero la situación también muestra el instinto que uno tiene cuando quiere hacer

un trabajo documental, tratando de llegar hasta donde sea posible.

Sí, pero yo no iba solo, iba con cuatro o cinco personas, con el cama-rógrafo, con el ayudante, los puse en riesgo sin necesidad. Siempre me acuerdo de eso porque después me costaba darme cuenta de lo que había hecho. Yo pensaba “José, eso no se hace”, porque si hay una explosión, caen las piedras y se vienen dos toneladas sobre nosotros.

Dentro de su filmografía, me llama la atención que Altos Hornos Zapla figure

como su único documental. ¿Hubiera deseado hacer más documentales, o no

eran de su preferencia?

No había demasiados documentales en aquel momento, pues en gene-ral eran realizados y producidos por el gobierno, por la Dirección de Turis-mo, y eran concedidos a personas que se acercaban a ellos. Se hacían enton-ces documentales sobre la siembra del algodón o sobre árboles argentinos, por ejemplo. Deben haber existido, pero no me acuerdo, documentales que estuviesen solventados por inversores privados. Pero a mí nunca me ofer-taron un documental.

Existe un registro que usted hizo en 1956 sobre el grupo de jazz Los Dixielanders…

Eso fue muy lindo, porque empezó cuando todavía estábamos invo-lucrados con los registros de Siderurgia Argentina. Nosotros cobrábamos cada vez que íbamos a la planta de la siderúrgica, y no sabíamos cuándo nos iba a llegar el cheque. Pero por generación, por edad, por simpatía y tal vez por el hecho de que era un muy buen pianista, me acerqué a un muchacho que era el secretario de la presidencia de la empresa, y le dije: “¿Le molesta

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si le pregunto cuándo vamos a cobrar?”. “No, para nada. Ustedes pregun-tan y yo les digo cuándo sale el cheque”. Y así fue durante mucho tiempo, era una gauchada que nos hacía. Frente a eso, nos quedamos pensando qué podíamos hacer para retribuirle. Nosotros sabíamos que él tocaba en una orquesta que se llamaba Los Dixielanders, que tenía cierto éxito. Un día, Alberto Parrilla comentó: “¿Por qué no les filmamos un corto a Los Dixielanders?”.

En aquel momento estábamos haciendo Alfonsina, así que le dije que dentro de unos días íbamos a tener un rodaje por la mañana y que termi-naríamos temprano. Le pregunté sí él podría venir con la orquesta al estu-dio. Hablamos con Vicente Cosentino, director de fotografía de Alfonsina, y después del rodaje nos metimos en un decorado con unos paneles, como si fuera un ensayo. Para evitar la falta de elementos que tenía ese corto, lo titu-lamos Esta noche graban Los Dixielanders, como si fuera una grabación. Así que mostramos en cuadro al sonidista, con su máquina y todo. La canción que tocaron se llamaba “¿No es ella dulce?” (Ain´t she sweet?), una canción muy conocida y pegadiza. Después le regalamos la película como agradeci-miento a Walter. Pasaron cincuenta o sesenta años en los que no imaginaba dónde podría estar esa película, hasta que una persona me dijo que la iba a encontrar. Se metió en una de esas casas donde venden películas antiguas y, para mi sorpresa, la encontró.

¿Se llegó a realizar un proyecto que tuvo con Alberto Parrilla en 1954, para

una serie de películas cortas de habla inglesa, que producía el dibujante Carlos

Ochagavía?

Ochagavía era un buen dibujante argentino que había viajado a Estados Unidos y había hecho tapas de la revista Time. Consiguió un capitalista y regresó a la Argentina con trece capítulos y un actor para hacer un per-sonaje que se llamaba Jethro Adams, a quien Alberto Parrilla sacó de las comisarías de casi todas las localidades donde estuvimos, porque se embo-rrachaba una noche sí y la otra también, y no quería pagar las borracheras que había tenido.

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En un momento, cuando estábamos en Bariloche, habíamos mandado a hacer un puente colgante, y Parrilla me dijo la noche anterior al rodaje: “Si mañana hacemos el puente colgante, tenemos una sola cámara, ¿y si se nos raya?”. Entonces me dijo que iba a ver si alguien tenía una cámara de 35mm. Yo le dije: “Pero Alberto, ¿cómo, en 1956 y en pleno Bariloche, vas a encontrar a alguien con una cámara de 35mm?”. Él agarró el sobre-todo, se vistió, y yo lo acompañé. Fuimos a una radio, tratamos de explicar la situación de que teníamos un rodaje muy difícil y necesitaríamos una segunda cámara de 35mm. Yo ya quería irme, hasta que Alberto me pidió que nos quedáramos un poco más. De pronto sonó el teléfono, con un señor alemán que comunicaba que podría ayudarnos. Fuimos a visitarlo, era un señor con una cara muy severa, bajito, hablaba con acento alemán. Tenía una Eyemo, una cámara de 35mm alemana, movida a cuerda. Al día siguiente del rodaje, se la entregamos, le pagamos, y ahí quedó. Se llama-ba Guzzi Lantschner, nos causó gracia el nombre. Nos quedó el nombre de Guzzi Lantschner para siempre. Cualquier cosa que pasaba, era Guzzi Lantschner, quedó como un folklore personal mío y de Parrilla.

Pasaron los años y apareció la biografía de Leni Riefenstahl, la directora que había hecho películas de propaganda de la época de Hitler en Alema-nia, y que filmó las Olimpíadas de 1936 para su documental Olympia. Leí la biografía y de repente llegué a la página de las fotografías. Encontré ahí una foto en cuyo epígrafe decía: “El famoso travelling de cien metros que cons-truyó Albert Speer, el arquitecto de las Olimpíadas, el carro a motor para seguir la marcha de los cien metros en que ganó el atleta norteamericano Jesse Owens. En la cámara, mirando por el visor, está Leni Riefenstahl, y a su lado, el camarógrafo predilecto de la directora…, ¡Guzzi Lantschner!”.

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Capítulo 05.

El crack

A los dieciocho años perdí a mi padre y dejé de jugar al fútbol, pero por esas cosas que suceden en la vida, leyendo El Nacional, un diario que era muy famoso en esa época, vi que se anunciaba una convocatoria a actores de dieciocho a veinte años

que supieran jugar al fútbol. Como mi pasión ha sido, es y será el fútbol, fui a esa prueba. Yo antes jugaba como defensor en un equipo que se llama All Boys, pero

cuando me preguntaron en qué posición jugaba, tuve que decir que jugaba con la nueve, como delantero, pues, como la película tocaba la situación de un “crack”, no podía decir que jugaba como defensor. Ahí creo que puse la picardía del potrero contra la preparación y la interpretación que asumían los actores. Había incluso un actor

que ya estaba por hacer el papel, pero había una escena en que quizás un actor que no supiera jugar al fútbol no sabría desarrollar, y como hice dos goles en un partido de prueba, me acerqué al productor Alberto Parrilla y le pregunté

si podría hacer el papel, asumiendo que lo haría bien. Detrás del arco, él le gritó a José y le dijo: “¡Este chico dijo que lo va a hacer bien!”. De ahí a dos días me citaron

a firmar el contrato y me sentí como en las nubes. No pasaron ni treinta días, que yo ya estaba en televisión y compartiendo una película con nombres como Jorge

Salcedo, Aída Luz, Marcos Zucker. Pero, además, pude encontrar a José como un segundo padre. Y eso quedó para la vida.

Santiago Abel Amezua (Osvaldo Castro), actor futbolista de El crack

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La academia

Me gustaría que hiciéramos un paréntesis deportivo. ¿De dónde proviene su pa-

sión por el fútbol?

Proviene del hecho de que en los pueblos –sobre todo a comienzos de los años treinta– no había demasiados temas sobre los cuales se pudiera hablar. Recién había aparecido la radio, así que este era nuestro contacto más directo con Buenos Aires. Llegaban los diarios de la capital, el fútbol se tornaba profesional en ese momento y se hablaba mucho de ello.

Había un hombre muy querido en el pueblo que se llamaba Antonio Soto, que era simpatizante de Racing. Era un muchacho mayor, yo en ese momento debía tener siete u ocho años. Al mediodía, cuando Antonio iba para su casa, pasaba por enfrente de la nuestra. Siempre se acercaba y me preguntaba: “Josecito, ¿de qué club sos?”. “De Racing”, le decía yo. A partir de esa insistencia cotidiana de Antonio, de hacer a todo el mundo hincha de Racing, me hice de Racing. Me quedó muy grabado. Después, de peque-ño, cuando vine a Buenos Aires, iba a ver los partidos. Imagínese la alegría que era para mí, a esa edad, ir a ver a Racing. Mi pasión por la Academia viene desde hace más de setenta y cinco años. Seguí a Racing a todas partes. ¡Y todavía lo sigo!

Como hincha de Racing, ¿qué momentos lo marcaron?

Muchos. A mí me gustaba ir temprano a la cancha. Me iba con Ricardo Pezzutti, el primer amigo que tuve en Buenos Aires, que vivía frente a la casa de mi abuela, y que también era hincha de Racing. Mire las vueltas que tiene la vida: Ricardo se casó, tuvo un hijo, y este hijo le dio un nieto llamado Gastón. Ese chico, nieto de Ricardo, fue arquero de Racing.

Lamentablemente, Ricardo falleció antes de ver a su nieto jugar en el arco de Racing. ¡A ver si cuando éramos niños íbamos a pensar que uno de nuestros nietos iba a llegar a ese punto! Hoy en día, es uno de los arqueros más importantes de América Latina, está jugando en el Atlético Nacional de Colombia.

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Ricardo y yo hemos venido varias veces llorando de la cancha de Racing, caminando hasta La Paternal, lo que podría llevar una hora y veinte. Tomá-bamos a veces un camión que nos cobraba veinte centavos. Si se llenaba con cuarenta personas, nos llevaba a Constitución, y de Constitución teníamos los ómnibus 69 y 53. Cuando llegábamos nos estaban esperando los chicos del barrio, que eran de Independiente, de Boca, de River, para cargarnos, porque fueron años muy duros para Racing. No había descenso, pero Racing estaba casi siempre en los últimos puestos del campeonato. Hasta que lle-garon 1948, 1949 y 1950, cuando ganamos tres campeonatos seguidos. Fue la gloria para nosotros. La última vez que ganamos el campeonato, en 2001, compré entradas para platea y llevé a todos mis nietos, pues los hice a todos hinchas de Racing. Empatamos con Vélez y salimos campeones.

Lo que me intriga, como alguien que viene de afuera, es lo que significa ser un

hincha de Racing. La primera imagen que se me viene es cuando veía desde

Brasil a Racing a punto de decretar quiebra hace una década y la hinchada

aguantando al club con movilizaciones por la calle. ¿Cuál es la particularidad

del hincha de Racing?

Hemos adoptado una filosofía de vida. El hincha de Racing es el más sufrido, aguanta las bromas, aguanta las derrotas, festeja los empates, nun-ca se da por vencido. Hemos llegado a irnos al descenso, y yo seguí yendo a la cancha. Pero pasamos años difíciles, como cuando estuvimos en peli-gro de volver a descender. Siempre he considerado que es una filosofía de vida ser hincha de Racing, y eso lo expresó directamente Juan José Cam-panella en El secreto de sus ojos (2009), donde además hay una secuencia hermosísima que hizo en la cancha de Huracán. Alguien le preguntó a Juanjo si él era hincha de Racing, porque nombra a jugadores de distintas épocas del club. Él dijo: “No soy hincha de Racing, soy hincha del hincha de Racing”. Es decir, es como alguien que se quita el sombrero y dice: “¿Pero cómo? ¿Todos los domingos pierden y cada vez hay más hinchas de Racing?”.

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¿Es cierto que dentro de Racing, en la sede del club, usted se encontró con un

empleado que trabajaba allí y que había sido compañero suyo de Lumiton?

Sí, Carlitos Mordasini, que trabajó de eléctrico en Lumiton, lo quería-mos mucho. Resulta que Carlos, que ya había abandonado el trabajo en cine, vivía por la zona sur, conocía mucho de botánica y trabajaba como canchero. Un día me dijo una cosa que nunca esperaba que me ofrecie-ran: “¿Te gustaría ver el partido desde adentro de la cancha?”. Yo no había entendido muy bien la propuesta. “Es que ahora soy canchero de Racing”, me dijo. Me hizo entrar, puso dos sillas en determinado sector de la cancha y nos sentamos junto con un amigo, Julio Cavalli. No disfrutamos mucho de este primer partido, porque temíamos que apareciera un dirigente y nos echara. Pero al final no vino nadie. Así que en algunos momentos llegamos a estar a tres metros de los jugadores adentro de la cancha, o del réferi, del entrenador, del masajista. Increíble. Carlitos nos hizo entrar varias veces a la cancha.

Y el “José hincha”, espectador de fútbol, ¿cómo es, comparado con el espectador

de cine? ¿Las emociones son distintas?

Nunca en el cine, cuando grite un gol, voy a tirar la radio por el aire. Porque a mí me gusta ver el partido escuchando la radio para tener más información. Una vez en Chile, con la cancha llena, la víctima fue la radio. Lo que pasó es que grité un gol y me abracé con el amigo que estaba al lado, y cuando miré mi mano estaba vacía (risas). Nunca más supe qué había pasado con la radio. Al día siguiente, mirando en el diario El Mercurio, traté de averiguar si había habido algún herido por una radio que había caído del cielo. Por suerte no pasó nada. En cine soy mucho más sereno y cuidadoso. Pero nunca digo malas palabras en la cancha (en el cine tampoco). Puedo decir alguna mala palabra con algún amigo, pero en la cancha de fútbol, por más exaltado que esté, soy respetuoso, sin ofender al adversario ni al referí y así les enseñé a mis nietos. Nosotros nos quedamos hasta el final del par-tido y, aunque haya perdido por cinco a cero, lo aplaudimos.

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Descubriendo la otra cara del fútbol

¿Cómo fue su primer acercamiento a la obra de teatro El crack?

Un amigo que sabía mucho de teatro dijo que había, en la calle Diago-nal Norte y Cerrito, una obra de teatro que se llamaba El crack, que valía la pena ver. Cuando la vi, salí muy entusiasmado porque encontré una obra que desnudaba con bastante actitud una visión muy ácida sobre el fútbol y sobre lo que eso generaba en la sociedad. Tanto es así que fui a verla tres o cuatro veces, porque cuando llegaba algún amigo de mi pueblo, en vez de llevarlo al cine, lo llevaba a ver esa obra de teatro. Era una obra hecha por actores independientes, y la comenté mucho con mis amigos.

Cuando ya estaba dando clases en la Escuela de Santa Fe, una noche un alumno me preguntó si yo iba a dirigir una película. Le dije que no. Mi ne-gación le pareció extraña porque había leído aquel día en el diario la noticia de que yo iba a dirigir una película llamada El crack. Me quedé sorprendido y con desagrado, porque a veces había algunos grupos de capitalistas que andaban buscando apoyo económico, y entonces lanzaban este tipo de no-ticias falsas para que, cuando fueran a conversar con alguien, comentaran que ya se estaba hablando sobre la película en el diario.

Pero la verdad fue que Alberto Parrilla había estado en una reunión con un grupo de gente que quería invertir dinero en el cine, pensando en quién podría dirigir. Alberto dijo que yo, como asistente durante todos aquellos años, ya estaba capacitado para dirigir una primera película y que, incluso, ya tenía la obra que me gustaría dirigir. La obra se llamaba El crack. Estos inversores, que se llamaban Juan Pelich y Alfredo Merkin, fueron a ver la obra y les gustó mucho. Así que la noticia que salió en el diario era verídica. Cuando llegué a Buenos Aires, Alberto me dijo: “Mirá, estoy metido en unas reuniones porque me parece que vamos hacer la primera película”. Y así fue.

Al ver la pieza de teatro, ¿se imaginaba cómo podría adaptarla al cine?

Sí, la dimos vuelta a la pieza, porque verdaderamente era buena, pero era teatral, requería adaptaciones. Obviamente que en la pieza no había un

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solo partido de fútbol, tampoco un vestuario, y por eso tratamos de acen-tuar el medio futbolístico en el que estaba inserta. No digo que yo conociera este mundo desde adentro, pero tenía información suficiente como para hacer la adaptación. Hicimos una muy buena escritura con Parrilla. Ahora observo a la distancia lo que hicimos, y veo que los diálogos son auténticos.

En relación con el texto original, ¿qué elementos o situaciones agregaron y qué

dificultades tuvieron en la adaptación?

Las dificultades para hacer la adaptación no fueron demasiadas, fue un trabajo menos difícil que Dar la cara, donde hicimos doce versiones del guion. En El crack todo era más directo, estábamos más seguros de lo que estábamos haciendo, porque me resultaba más fácil conocer a los perso-najes. Lo que pasaba era que, cuando yo hablaba de un personaje, era uno que conocía. Y si no lo conocía, lo iba a conocer. En el medio futbolístico, por ejemplo, no sé si usted sabe que los dirigentes y jugadores denominan a la hinchada como “la gilada”, es decir, los giles, los tontos. Alguna vez un futbolista profesional con quien conversé me dijo: “El domingo me pega-ron una patada, nada grave. Pero cuando me iba a levantar, un compañero me dijo: ‘Quedate ahí tirado, para la gilada’”. Esas cosas me hacían pensar sobre la droga que era el fútbol para la gente. Pueden estar a punto de des-tituir a un presidente, pero si se juega la final del campeonato, la gente le presta más atención al campeonato. Acá se siguió jugando al fútbol durante la guerra de las Malvinas, por ejemplo.

¿Cómo fue su aproximación a este “lado sucio” del fútbol? ¿Sabía de otras histo-

rias relacionadas con eso, acompañaba lo que sucedía en el medio futbolístico, o

ustedes siguieron lo que planteaba el texto original?

Esos comentarios ya se hacían. En aquellos años, cuando el referí san-cionaba a un equipo y los hinchas de ese equipo no estaban de acuerdo, le decían: “¿Ya te dieron la cajita de fósforos?”. Yo, que era un pibe, no sabía qué era eso. La cajita de fósforos surgía en el entretiempo de los partidos, donde los dos equipos tenían que compartir un mismo pasillo hacia los

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vestuarios, junto al salón donde se cambiaba el referí. Entonces, el referí sa-caba un cigarrillo y preguntaba si alguien tenía un fósforo. Uno de los diri-gentes le daba una cajita y decía: “Sírvase”. El referí agradecía, y el dirigente le decía que se quedara con la cajita. Adentro de la cajita iban quinientos pesos. Uno sabía lo que sucedía.

En algún momento un arquero había hecho un buen campeonato, pero al año siguiente no estaba en ninguna parte. Hablando con un muchacho que era redactor deportivo y quería hacer cine, me dijo: “Era un hombre que se dormía, José”. “¿Cómo que se dormía?”. “Se dormía, José, le paga-ban y se dormía”, me dijo. Uno tenía información relacionada con eso. Se sabía, por ejemplo, que un jugador había quebrado a otro y este se había quedado como cuatro o cinco meses sin jugar. Al campeonato siguiente, se volvieron a encontrar los dos equipos y estaban los dos jugadores, el que-brador y el quebrado. ¿Sabe cuánto tiempo duró en la cancha el quebrador? Dos minutos. En dos minutos lo fue a buscar al otro y le rompió la pierna. Fue expulsado, pero se tomó revancha por la quebradura, que podría haber-le costado su carrera.

Antes de El crack, en el cine argentino ya había películas que abordaban el

medio futbolístico, como Pelota de trapo (1948) y El hijo del crack (1953), de

Leopoldo Torres Ríos; Escuela de campeones (1950), de Ralph Pappier; y El hincha (1951), de Manuel Romero. ¿Hasta qué punto usted tomó como referen-

cia esas películas u otras para la realización de El crack?

Podríamos citar también otra película de Manuel Romero, El cañonero

de Giles (1937), acerca del jugador Bernabé Ferreyra, que tenía una patada impresionante y terminó como canchero de River, porque en aquella época los sueldos eran bajos.

No tomé estas u otras referencias para la película, porque estaba tratan-do otra temática, por eso es que la película se llama La otra cara del fútbol, cosa que pocos recuerdan, porque nadie había tocado este tema de forma tan decidida, todas las suciedades e incorrecciones que existían en ese me-dio. Era un tema del que se sabía, pero del que no se hablaba.

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La elección de Osvaldo Castro –que era jugador de fútbol pero no era actor– para

encarnar al personaje del futbolista debe haber sido todo un desafío.

Él tenía la cara simpática que yo necesitaba, para que el espectador tuviera una buena disposición hacia él. Yo sabía lo que tenía que indicarle a Osvaldo y él fue muy dúctil, le indicaba: “Camine despacio, cierre los ojos”, y él lo seguía. Fue muy convincente en su rol.

Conseguimos también el apoyo de uno de los mejores jugadores que vi en mi vida: José Manuel el Charro Moreno, un jugador de River que ya estaba retirado y que había participado en el legendario equipo “millona-rio” al que llamaron “La Máquina”, en la famosa delantera demoledora: Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau. Hablé con Moreno para que hiciera el papel del jugador veterano que alienta al chico joven, y le di sugerencias y consejos. Moreno lo hizo muy bien, con mucha prestancia.

Al mismo tiempo que usted tenía a estos jóvenes que estaban empezando, trataba

de mezclar el elenco con nombres experimentados, como Aída Luz, Jorge Salcedo

y Domingo Sapelli.

Lo que ocurría era lo siguiente: todavía no era el momento de armar un equipo de gente desconocida porque el distribuidor rechazaba la película. Si les digo que vengo con chicos del teatro independiente, me niegan la pe-lícula. Costó mucho trabajo esto, sin embargo la Generación del 60 impuso los nombres de toda esta gente: Lautaro Murúa, María Vaner, Leonardo Favio. Efectivamente, creamos una nueva gama de elenco artístico.

La experiencia de más de diez años que tenía como asistente de dirección, ¿le dio

seguridad al dirigir su primera película?

Es relativo… Las inseguridades no pasan solamente con las óperas pri-mas. Por lo general, cuando un director termina una película, no sabe, en líneas generales, lo que ha logrado. Eso lo marca muy bien Fellini en Ocho

y medio, cuando se hace la conferencia de prensa antes de comenzar el rodaje, y hay una secuencia imaginada por Guido, en la cual se esconde

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debajo de la mesa de los periodistas, porque está frente a una situación que no sabe manejar.

Al respecto, le puedo citar una anécdota de uno de los grandes directo-res del cine argentino, Luis Saslavsky, que realizó una película que se llamó Historia de una noche (1941), según la obra teatral Mañana es feriado, de Leo Perutz. Cuando terminó la película y la vio, Saslavsky se tomó un avión y se fue para Estados Unidos, avergonzado de lo que había hecho. Así fue hasta que lo llamaron y le escribieron para comunicarle que la obra había sido un suceso. Y hasta el día de hoy sigue siendo una maravilla.

Pero, más allá de que cada película tenga sus dudas e inseguridades, una ópera

prima es distinta. No solo por ser el debut del director, sino por la responsabilidad

de dejar una buena impresión.

Digamos que es la primera incógnita, la gran incógnita. Pero esta in-cógnita no desaparece nunca, usted hace la décima película y no sabe exac-tamente lo que ha conseguido, no sabe qué van a opinar los críticos, no sabe lo que va a opinar el público, es una situación que siempre persiste. Pero como usted bien dice, eso existe sobre todo en la primera, en el debut.

En una entrevista, usted declaró que uno de los puntos que más le costaron en

esos primeros momentos fue la dirección de actores, por el hecho de que en los

estudios no se profundizaba ese trabajo y, en consecuencia, afirmaba que no tuvo

la preparación adecuada…

Absolutamente. El caso es que nosotros, cuando llegamos a ser asisten-

tes de dirección, podíamos pasarle la letra al actor para que cuando fuera a enfrentarse con la cámara no cometiera errores. Pero lo que no podíamos hacer era marcarle un tono, porque si ese tono se le “pegaba” era muy difí-cil que se lo pudiera quitar para hacer el tono que buscaba el director. Así que, cuando nosotros llegábamos a dirigir nuestras primeras películas, la dirección de actores era intuitiva, una intuición que nosotros habíamos for-jado a través de nuestro conocimiento, pero que no habíamos practicado. Nunca le habíamos dicho al actor que hable más despacio, o que mire de

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tal forma. Sin embargo, cuando escribíamos el libro lo hacíamos sintiendo qué era lo que podría pasarle a ese hombre, que venía, por ejemplo, de que un perro le había mordido la pierna y en el bar se había corrido la voz de que el perro estaba rabioso. Entonces, este hombre llegaba a casa y le decía a su mujer: “Hola, ¿qué tal?”, como si nada hubiera pasado. Pero decía un “Hola, ¿qué tal?” que hacía extrañar a la mujer sobre qué le estaría pasando a su esposo. Entonces íbamos conformando los matices, los silencios, las miradas, hasta que le reprochaba y él se daba cuenta de que el problema era mayor de lo que imaginaba. Entonces iba saliendo la película en lo que habíamos imaginado.

Cincuenta mil extras gratis

Al ver El crack por primera vez tuve cierta dificultad, en los minutos iniciales,

para saber quién era el protagonista del relato. Pero después me fui dando cuenta

de que el protagonismo de estas secuencias está en el medio, en la gente, y no en

un personaje, a medida que usted muestra esa atmósfera de las canchitas barria-

les, y logra la secuencia en que ellos atraviesan la ciudad.

No olvidemos que en este viaje se produce una degradación social. Al inicio, pasamos por casas hermosas, grandes mansiones, y chicas que es-tán aprendiendo a andar a caballo. Hasta que, al cruzar el puente sobre el Riachuelo, se entra en el marco del proletariado absoluto. Es decir, hemos hecho un recorrido demográfico social, que era lo que quería marcar (in-cluso la música se vuelve distinta, cuando entra un bandoneón). Esta gente que, casualmente, vino a jugar en este sitio y ha cruzado la ciudad ha vuelto a su reducto absolutamente menesteroso en relación con los demás.

Eso también me permite hablar de una ironía que fue muy criticada. Cuando ellos vienen en el camión por la avenida Libertador, viendo esas casas tan hermosas, alguien mira y dice: “¡Estos ricos tienen de todo!”. La cámara va desde arriba a un octavo, noveno piso, donde hay un nene que los saluda. Este nene tiene parálisis infantil, porque está en una silla de ruedas. O sea que esta gente “no tiene de todo”. Tienen la comodidad pero

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no tienen otras cosas, así que no seamos insensatos en suponer que el rico es malo y el pobre es bueno. Hay de todo en la vida. Es nada más aceptar que esta gente vive muy bien, pero no tiene de todo.

Después hay un momento en que pasan frente a la casa de gobierno (era en la época del gobierno del doctor Frondizi). “¿Estará?”, se preguntan al pasar por la Casa Rosada. Después pasan por el Monumento al Trabajo y lo miran, pasan por ese monumento de la avenida Paseo Colón, y dicen: “Che, ¿por qué están tirando esa piedra?”. El otro contesta: “No lo sé, pero deben ser los únicos que están trabajando en este país”. Ese viaje me per-mite ir marcando el tono que va a tener la película, un tono de crítica, de que no se pierda lo que está siendo planteado, porque será importante para el entendimiento de lo que sigue. Y a su vez evidencia que había gente que no estaba acostumbrada a salir de la Isla Maciel.

¿Cómo fue la elección de la Isla Maciel para ambientar la historia?

Alberto Parrilla había trabajado en una película que se llamó Barrio gris

(1954), que ocurría en un lugar muy peligroso, “El Farolito”, que estaba en la Isla Maciel, entre los años 1954 y 1955. Una noche fui, pero al día siguien-te me dijeron: “¡Te salvaste porque sos grande! Un desconocido no puede cruzar la Isla Maciel solo, y menos de noche. Llegaste vivo de casualidad”. Yo no lo sabía. Me quedó grabada la Isla Maciel. Así que una vez fuimos a recorrer con Parrilla ese lugar y encontramos un café en la esquina.

Filmamos la película, pasaron los años, y los domingos que me tocaba un poco de remembranza agarraba el coche y me iba a la Isla Maciel. Yo sa-bía que era peligroso, pero en auto era un poco menos. Un día vino Lucas, mi sobrino de Rosario, y me preguntó si podíamos ir a visitar los sitios en los que yo había filmado, para que le enseñara algo. Le propuse que fuéra-mos a conocer el café de la Isla Maciel, aunque le había avisado que estaba cerrado. Pero él insistió con ir a conocer, y de repente lo vimos abierto. Pa-ramos el coche enfrente y nos bajamos para tomar un café. Nos sentamos, hasta que vino un hombre para atendernos. Para mi sorpresa, era el mismo hombre de la época en que habíamos hecho la película (¡habían pasado treinta años!). “¿Usted no es Martínez?”, me dijo. Le confirmé y lo saludé.

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Cuando pregunté sobre las veces que había venido y había encontrado ce-rrado el café, él me contestó que los domingos no abría. “¿Ese coche que está enfrente es suyo?”, me preguntó. Le confirmé. “¿Y lo va a dejar ahí?”. “Sí, ¿algún problema?” “No, no. ¿Pero no ha visto que recién pasó el bom-bero?”. “¿Qué bombero?”, le pregunté. ‘Bombero’ viene de una expresión indígena. El indio bombero era aquel que se adelantaba a la noche para ver cómo estaban las posiciones del ejército argentino cuando avanzaba. Era el que daba la información. En el caso de mi automóvil, acá se le decía bom-bero al tipo que recorría la zona e iba a avisar que había un auto allí que no era del barrio. Enseguida, el hombre del café nos sugirió que nos fuéramos de ahí porque era peligroso. Me preocupé porque era responsabilidad mía, llevaba a Lucas, que debía tener unos veinte años. Y seguimos viaje.

Le mostré a Lucas el club donde filmamos, llamado Tres de Febrero (así se llamaba también en la película). Pasamos por el Tres de Febrero, era mediodía, y enfrente estaba la plaza, donde había un grupo de muchachos conversando, que ni miraban el coche (porque ese era el sistema, hacer como que no miraban, pero sabían todo lo que pasaba). Dimos la vuelta, cruzamos, le pregunté a Lucas si él se acordaba de la toma en que seguía-mos el camión y, cuando se hacía el movimiento de cámara, ya estábamos en la Isla. Fuimos y paramos junto a los pilotes del puente. Habían pasado cuatro minutos desde que habíamos cruzado el Tres de Febrero, y Lucas me dijo: “Tío, allá en la esquina vienen cuatro personas”. Era una calle muy larga, como de ciento cincuenta metros, frente al Riachuelo. Miré y los vi, caminando despacio, pateando una latita, como quien no quiere la cosa. Le dije a Lucas que se subiera al coche. Subimos rápido y traté de arrancar pronto, mientras ellos empezaron a correr en nuestra dirección, haciendo gestos amenazantes. ¡Logramos huir, pero venían por nosotros!

¿En 1959, cuando ustedes filmaron la película, la Isla Maciel era un sitio peligroso?

No, en absoluto. Allí solo encontramos cordialidad, afecto, simpatía, colaboración, y no tuvimos ningún problema con nadie.

¿Cómo fue el rodaje de las dos escenas de partidos?

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La primera de estas escenas es la prueba que se supone que le hace el club que va a comprar a Osvaldo, y el hombre que interviene –que lo hace Jorge Salcedo– le paga al defensor del equipo adversario para que lo deje jugar y se destaque. El personaje de Salcedo lleva un periodista que le dice: “¿A qué partido de madrugada me hizo venir?”, como diciéndole: “Yo ya sé que está todo arreglado”. No hay gente en la tribuna, es un partido de práctica. Es gracioso porque están los amigos, los hinchas, y cuando dan la constitución del equipo no anuncian a Osvaldo Castro. Todos se extrañan, pero uno dice: “Le pusieron otro nombre para que no aviven a los otros equipos, que lo quieren levantar”, cosa que sucedía, porque si el pibe venía de la tercera división no lo conocía mucha gente.

Después conseguimos la autorización de la Asociación del Fútbol Ar-gentino para que nos dieran los quince minutos que había entre la finaliza-ción del partido de reserva y el partido de primera. En esos quince minutos tuvimos que hacer toda la secuencia relacionada con la película. Además, teníamos ¡cincuenta mil extras gratis allí! En ese momento, San Lorenzo había salido campeón, nadie lo alcanzaba, había ganado el título en la can-cha de Chacarita. Así que acá lo recibían como campeón. Entonces, cuando nuestro equipo entró a la cancha, tiraron todos los globos, banderas, palo-mas que tenían pintadas de azul y colorado, hasta que los espectadores se dieron cuenta de que los jugadores que entraban no eran los de su equipo, sino que eran los nuestros, ficticios. Nos empezaron a putear, pero al fin conseguimos filmar lo que estaba previsto. Habíamos planificado toda la acción y alcanzamos a hacerla en solo quince minutos.

¿Cómo fue planificar esta escena?

Para ese día de rodaje teníamos siete equipos de trabajo. Un equipo con un camarógrafo había ido con los actores a la tribuna, con la barra, adonde llegaron temprano porque después no había cómo subir hasta allí, a última hora. Otro equipo estaba en la cancha, otro en la platea, otro en el sector de mujeres. El director de fotografía era Humberto Peruzzi, que tenía un pe-culiar sombrero amarillo. Desde el centro de la cancha, Humberto hacía se-ñales dando indicaciones para que todos los equipos de filmación tuvieran

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el mismo diafragma, o cuando ocurría el cambio del sol indicaba el cambio de diafragma. Durante el partido, yo estaba con los actores Víctor Martucci –el señor de pelo blanco que hace del presidente del club que compra al ju-gador– y Jorge Salcedo. Pero los demás equipos estaban filmando durante todo el partido. Quince minutos estuvimos dentro de la cancha, pero para registrar los alrededores estuvimos de tres a cuatro horas.

¿Haber realizado esta secuencia fue más difícil de lo que ustedes habían imaginado?

Estuvo dentro de lo que imaginábamos. Logramos lo que queríamos porque estaba bien organizado. De allí saco una hermosa toma que había visto en una película que se llamaba El triunfador (1949), de Mark Robson. Era la historia de un boxeador –que hacía Kirk Douglas–, que sale de su camarín y va al ringside, corriendo por un pasillo larguísimo, iluminado cada tanto por un farol cenital. Yo hice la misma toma (que filmamos otro día), con todos los jugadores corriendo y la cámara que los precedía por un túnel de cincuenta o sesenta metros iluminado cada cuatro o cinco metros por una lámpara cenital. Quedó muy bien la toma, pero está copiada de la película de Robson. Después ya sabían todos que, cuando salía el equipo “trucho” de la cancha, todos tenían que fotografiar la alegría del público, porque iban a creer que era el equipo verdadero. Después hicimos los pla-nos cortos, donde el Charro Moreno está con el pibe y lo lleva al túnel.

En el inicio de esta secuencia del partido final, recuerdo quizás uno de los mo-

mentos más poéticos y lindos de su obra: el ritual –previo al partido–, de la pre-

paración y la llegada a la cancha.

Los zapatos colgados, las camisetas secándose, los que guardan las bi-cicletas, el que vende choripán, el que vende entradas a sobreprecio. Quedó muy bien esa secuencia.

Pero antes de esa escena hay una particularidad: primero agarramos a los once personajes que están involucrados en esta situación: el padre, la madre, el chico, la novia, el representante y Violi, el jugador que había sido “comprado” para la práctica. Terminamos con el plano del chico pero,

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como son once personajes, nosotros comenzamos con once travellings. Yo marcaba cada uno, esto venía de once metros a diez, de diez a nueve, y así progresivamente para cada personaje, hasta que el último travelling des-enfoca hasta la cara del chico. Es como si fuera un travelling hecho a cada personaje para que cada uno fuera la continuación del otro, con la misma altura de cámara para todos. Es decir, “esta noche están todos despiertos porque mañana se juega su porvenir”.

Lo que usted dice confirma una particularidad que siento en la película, de que el

protagonista Osvaldo Castro parece funcionar más como un hilo conductor para

hablar del imaginario popular y del drama de esos personajes que de su propio

drama personal, como si el personaje sirviera más para hablar del contexto que

de sí mismo.

Sin duda, está muy claro lo que usted dice, porque eso me daba matices para trabajar ese entorno. Es lo que pasa, por ejemplo, cuando el padre del chico –que es el cantinero– dice que él era peón en una estancia, la hija del dueño quedó embarazada y se la encajaron a él. Ella lo repudia, porque él no es el padre del chico. ¿Quién habrá sido? Después también está el borra-cho que canta una canción rusa, hasta que el personaje de Marcos Zucker le dice que acabe con esa canción, “¡Todo el día cantando lo mismo!”. Es ciego el hombre. Él dice: “Mí, canta. Vos, jugá fútbol. Hacé lo tuyo que yo hago lo mío”. Y el personaje de Zucker le contesta: “Pero usted se queda acá, y yo el domingo voy a insultar al jefe, que me manda a limpiar los baños, a los bajos sueldos que me paga, a ir todas las madrugadas a la estación, colgado en el colectivo”. Todo guarda una relación social y de información social, trata de mostrar la Argentina de los años sesenta, y creo que lo consigue, incluso con los diálogos que escribimos con Alberto Parrilla, utilizando las palabras justas que se hablaban en ese momento.

Es reveladora también la escena final, donde el padre rompe la televisión.

Ahí está la solidaridad de la gente que le pone la mano en el hombro, se ve un plano fijo cuando él está llorando, diciendo: “¡Qué se va a hacer!”.

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Después lo vemos al chico, a quien están sacando de la cancha en una am-bulancia, mientras el partido sigue.

Pero si vamos a pensar el acto de destruir la televisión, tal vez podría interpre-

tarse como un acto de destrucción de las ilusiones. Y, sobre todo, de la ilusión del

padre, que tiene un punto de giro importante en la película…

Efectivamente. Tanto que el padre dice: “¿Adónde lo van a llevar a ju-

gar?”. “Al Vigo, al Vigo de La Coruña”. “¿Y cuánto le van a pagar?”, pregunta el padre sorprendido. “Dos millones de pesos”. “Pero no me mientan, si no hay en vivo tanta plata junta”. Hay una serie de comentarios que hacen que nunca nos despeguemos de la crítica social. Siempre estamos hablando de algo que está pasando y es necesario que pensemos.

¿Le sorprende que los temas que planteó aún sigan vigentes?

No, siguen peor, dentro y fuera de la cancha. En aquel tiempo yo podía filmar en la Isla Maciel y la gente se iba caminando desde el café hasta el club Tres de Febrero, a la una de la mañana, y no había ningún problema.

Hay un texto importante que escribió Sergio Wolf para la revista Film,26 en el

que define a El crack como una película de transición en su carrera, donde hay

ciertas marcaciones que vienen de la época del cine de los estudios, pero al mismo

tiempo está ese deseo de salir a la calle. ¿Cómo ubica usted a El crack dentro de

su trayectoria?

Nunca he sido un devoto de la técnica. Nunca nadie va a salir de una pe-lícula mía diciendo: “¡Qué linda fotografía, qué lindo movimiento que hizo la cámara en tal escena!”. Regocijarme con la técnica, nunca. Yo expongo, planteo que tal plano tiene que ser así porque hacerlo de otra manera no me dice nada. No encarezco una película por una toma, porque creo que es más importante el contenido que la forma. Pero, obviamente, cuidando la forma.

26. Wolf, Sergio. “La empecinada convicción. El cine de Martínez Suárez”, Film, núm. 19, abril-mayo, 1996.

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La película no tuvo demasiado éxito, si pensamos que trataba un tema tan con-

vocante y popular como el fútbol. ¿Qué le parece que le faltó a El crack para

lograr ese apego popular?

Faltó conocimiento del nombre del director. Estábamos también rom-piendo con estructuras muy tradicionales. No teníamos a un Luis Sandrini, a una Mecha Ortiz, a un Ángel Magaña, a una Mirtha Legrand. Nosotros teníamos a Jorge Salcedo, Aída Luz y Marcos Zucker, y los demás no se sa-bía de dónde venían. A esto se suma el hecho de que, como era común en aquella época, no nos quedó dinero para hacer publicidad al final. Desde el punto de vista ético, si el inversionista recuperaba su dinero, yo me queda-ba tranquilo. Me sentía un caballo al que habían apostado que corría bien y que trataba de alcanzar la meta. Si se ganan premios o reconocimiento, es otra historia. Yo buscaba ver cuánto se había recaudado, para cubrir la inversión.

¿De dónde viene este sentido “pragmático” frente a su trabajo?

En un momento de la película se dice que la publicidad es la mentira organizada. Cuando van a hacer esa gira por el interior del país, el persona-je de Osvaldo Castro lee en el diario y dice: “Pero si yo jugué mal el partido y el diario dice que jugué bien”. En realidad, la redacción la estaba haciendo el personaje de Salcedo en el hotel. Yo veía todo eso, y es por eso que hago mía la frase de una famosa letra de tango27 que dice que “la fama es puro cuento”. Después, la vida me mostró que había acertado. Cuando pienso en eso, siempre se me viene a la cabeza Sabina Olmos, una actriz que admiré tanto, protagonista de tantas películas, que terminó suicidándose en un complejo habitacional de Villa Lugano. Es lo que me dijo una vez Mecha Ortiz: “¿Te diste cuenta Josecito? Todos te enseñan a vivir, pero nadie te enseña a morir”.

27. La canción se llama “Vieja viola”.

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Capítulo 06.

La Generación del 60

Creo que nuestra generación fue un fracaso en un aspecto y un éxito en otro. Fue un fracaso desde el punto de vista industrial, porque no produjo éxitos,

produjo películas impopulares. Si el cine se mide por el éxito, esa generación no existió. Sin embargo, así se cambió el cine argentino.

Desde ese punto de vista cinematográfico, fue una revolución;el cine argentino fue totalmente distinto a partir de entonces, hasta el

punto de que desapareció la generación anterior. Tal vez, la ventaja que tuvo nuestra generación es que hubo simultáneamente una cantidad

de críticos cinematográficos importantes, y eso nos alimentó mucho, nos dio fuerzas para seguir. Los cineclubes, además, eran actos de amor, pues más allá de esos problemas de fracasos comerciales y problemas de

relación entre nosotros, fue una generación que amó el cine. El cine fue un instrumento de riqueza, de cultura. Tanto es así que hoy el cine argentino está todo apoyado en la Generación del 60, desde el

punto de vista intelectual, temático y de contenido de las películas. Nuestra generación generó otras, cosa que no había ocurrido

con la anterior a la nuestra.

Manuel Antín, director de cine y escritor

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Dividir la frazada

En el diario La Nación del 30 de junio de 1960, cuando le preguntaron si había

una nueva generación en el cine argentino, Enrique Dawi dijo creer que no la

había; David José Kohon no lo sabía; y Simon Feldman –aun cuando escribió,

años más tarde, un libro fundamental sobre este tema– afirmó en aquel momen-

to que no existía. Sin embargo, usted dijo que, efectivamente, había una nueva

generación.28 ¿Qué es lo que le hacía creer que estaba surgiendo esta renovación?

Las películas eran distintas, se hablaba de otra cosa y de otra forma. La cámara había salido a la calle, era inquieta, se metía en cualquier parte, no había decorados, ya no se montaba un dormitorio, se tomaba una casa y se la alquilaba para utilizar el dormitorio. Estábamos hablando de que había una realidad dramática en Argentina, habían dejado de ser las películas con finales felices. El padre se jubilaba, la madre intentaba conseguir un empleo tras el que había perdido, el hijo cometía un robo e iba preso.

Supongo que el espectador también vivía, a inicios de los sesenta, un momento de

transición. Aquel espectador que todavía buscaba los finales felices estaba empe-

zando a encontrarse con un cine distinto, ampliaba su visión.

Recuerdo haber seguido a El crack por algunas salas del interior. Yo estaba en Tucumán, en una función de la noche. Terminó la película, me levanté y salí. Estaba solo, hasta que escuché en la salida a un muchacho que estaba delante de mí, diciendo: “¡Qué amargado que debe ser el di-rector de esta película!”. Me acerqué a este hombre y le dije que yo era el

28. LA NACIÓN: “¿Cree que hay una nueva generación de realizadores en el cine nacional? En caso afirmativo, ¿quiénes la componen? JOSÉ M.S.: “Realizar: verificar. Hacer real y efectiva una cosa (del Diccionario de la lengua española). Hay una nueva generación de gente que dirige pelícu-las. De ahí a que las realice hay un paso grande. Sería un error considerar como realizadores a todos los que dirigen. Lo que creo es que hay una nueva lista de nombres en el cine nacional, y que por los antecedentes de algunos de ellos puede pensarse que llegarán a constituir una nueva generación de realizadores. La Generación del 60 la componen los nombres nuevos, conceptuando como tales a los noveles con seriedad de verdaderos profesionales: Vlasta Lah, Birri, Rodolfo Blasco, Cunill, Dawi, Feldman, Kohon, Kuhn, Minnitti, René Mugica, Lautaro Murúa, M.S.”. La Nación, 30/06/1960.

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director de la película. Ya me estaba por pedir disculpas, cuando le agradecí haber expresado su opinión y le propuse que tomáramos un café. Fuimos al café de la esquina y le pregunté por qué no le había gustado. Y me dijo: “Yo vine al cine para distraerme, y cuando vi la película descubrí que había problemas que yo no conocía”. Al final, ¿sabe lo que hizo? Se quedó toda la noche hablando conmigo y esperando a que saliera el diario La Gaceta, que hizo una muy buena crítica. Nunca supe su nombre y tampoco lo volví a ver, pero se quedó esperando hasta el amanecer en el café para leer la crítica.

Estos “nuevos cines” que florecieron en muchos países y culturas a partir de los se-

senta presentaban ciertas particularidades. Pensando, por ejemplo, en el cinema novo surgido en Brasil, había una clara intención de romper con el cine que se

hacía hasta entonces, el cine de “las chanchadas”.29 ¿Este nuevo cine argentino

también buscaba romper con el cine que se hacía? ¿O, más que romper, buscaba

proponer nuevas estéticas?

Fue una necesidad. Teníamos frío y “la frazada era para dividir entre el grupo de gente que se abrigaba”, mientras nosotros seguíamos sintiendo frío. Es decir, nuestra generación quería por lo menos dividir la frazada con los reali-zadores más experimentados. Luchamos para conseguir un espacio, teníamos algo para decir, distinto de lo que ellos decían, y eso al público le interesó. Pero hay una manifestación anterior a la nuestra y que siempre considero como el punto de partida de este nuevo cine. Para mí, la película Apenas un delincuente

(1949), rodada por Hugo Fregonese casi completamente dentro de una cárcel, fue un punto de giro del cine argentino. Fregonese decidió auténticamente, y no por cuestiones financieras, salir con la cámara a la calle. Al abrir la ventana se ve una callecita, mientras que hasta aquel momento en el cine argentino al abrirse la ventana se veía un árbol de mentira. Yo pensaba que era eso lo que quería hacer en cine: quería que adentro de un café se pudiera mirar por la ventana hacia la calle, los autos que pasaban, la gente, no solo para que el pú-blico sintiera que esto era realidad, sino también porque lo que les estábamos diciendo era real. Estábamos dando nuestro punto de vista al espectador.

29. Películas cómicas y musicales brasileñas de los años treinta y cuarenta, realizadas por la productora Atlántida.

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En el ámbito de la DAC (Directores Argentinos Cinematográficos), ¿cómo era

vista esta nueva generación por los directores más tradicionales?

Hubo un momento en que no nos aceptaban como socios con voto, solo nos aceptaban como socios con voz. Ellos tenían mucho miedo, pues en ese año, 1959, debutaron dieciséis directores. Si se hubiera hecho una suma de votos solo de estos debutantes, se habría ganado cualquier elección. Así era la situación hasta que, en un momento, Ernesto Arancibia fue elegido presiden-te. Arancibia un día nos llamó y dijo que aquel que había realizado una película era director, lo que quería decir que tendríamos voz y voto. Nosotros entramos casi todos, y nunca hicimos una votación que estuviera dirigida a obtener un beneficio, o alguna actitud que fuera reprochada por los tradicionales. Tanto es así que, en 1965, me eligieron como Secretario de la DAC (donde figuraban directores con mucho peso, como Tinayre, Soffici y Demare).

De estos directores llamados “tradicionales”, ¿cuáles fueron los que más incenti-

varon a esta nueva generación?

Mario Soffici, Ernesto Arancibia, Lucas Demare. Me acuerdo de que una vez Demare había hecho una película con un fuerte contenido político, sobre una explosión que había sucedido en un edificio de la calle Posadas. Nos invitó a los jóvenes a ver una proyección en los Laboratorios Alex. Nun-ca nadie había hecho eso antes, nos mirábamos sorprendidos.

Entre la indiferencia y la enemistad

Teníamos puntos de vista distintos: el cine que hacía José no se parecía al cine que hacía yo, y tampoco nos parecíamos con el cine que hacía Birri

(yo jamás haría una película de las que hizo Birri y él tampoco haría las mías). Creo que no nos gustaban las películas de nuestros colegas y ni siquiera los

directores anteriores a nosotros. Éramos como hijos sin padres ni hermanos, no formábamos una familia porque éramos individualistas. Creo, por ejemplo, que nunca hablé dos palabras con David José Kohon, teníamos caracteres muy distintos. Esas diferencias llegaron a tal punto

que hice una declaración en una revista que decía: “Soy un individualista,

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que sabe que va a morir en una epidemia junto a cincuenta mil personas”, lo que trajo reacciones totalmente opuestas, como la que tuvo José.

Manuel Antín

En la bibliografía sobre la Generación del 60, se puede advertir que es una ge-

neración que se define mejor por sus diferencias que por sus semejanzas. Había

cierta división entre sus realizadores: un grupo buscaba indagar en aspectos más

realistas y sociales, y el otro grupo trabajaba desde cierta introspección y forma-

lismo. Además, había otra distinción entre los directores que ya tenían experien-

cia previa en los estudios –como usted, René Mugica, Rubén Cavallotti– y los que

empezaron en el cortometraje, como Rodolfo Kuhn, Manuel Antín y David José

Kohon. ¿Qué puntos positivos o negativos podría señalar sobre esas divisiones?

El hecho negativo es que no logramos establecer un movimiento pro-piamente dicho. Nos saludábamos, pero nunca nos sentábamos a pensar juntos para discutir qué podríamos hacer en conjunto. No íbamos a ver las películas de ellos, y ellos no iban a ver nuestras películas, no establecíamos contactos de amistad, no hacíamos reuniones; es más, por momentos hasta nos retiramos el saludo. Llamábamos “antonionistas” a los que filmaban a la manera de Antonioni, como Manuel Antín, Ricardo Becher. Nuestro movimiento podría haber sido mucho más sólido si hubiéramos tenido la adultez de darnos cuenta de que teníamos que unirnos para después separarnos, si así fuera necesario. Pero mientras estábamos luchando con los tradicionales, esto nos traía muchos problemas, porque los productores empezaron a usarnos, pues éramos más baratos y hacíamos películas de más o menos la misma calidad. Al mismo tiempo, el público empezaba a agradecer esta nueva información, ya veía que en el país empezaban a pasar otras cosas, mientras que lo que antes se veía en el cine no era la represen-tación de la realidad en Argentina, era un mundo de fantasías. Usted no tiene más que buscar en el libro de Domingo Di Núbila,30 que está organizado

30. Di Núbila, Domingo. La época de oro. Historia del cine argentino I, Buenos Aires, Ediciones del Jilguero, 1998.

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por años, y ver que en los años cuarenta y cincuenta se adaptó a la pantalla a escritores como Guy de Maupassant, Émile Zola, Edgar Allan Poe, Henrik Ibsen, nombres que nada tienen que ver con nuestra realidad.

En una entrevista que usted le realizó a Manuel Antín para Argentores, llegó a men-

cionar que hubo envidias y situaciones olvidables dentro de la Generación del 60…

Más que envidias hubo enemistades, motivadas por razones demasiado juveniles, poco adultas, que es un poco lo que acabo de relatar. Si dos personas se ponen a charlar, pueden llegar a un punto de acuerdo, pero a nosotros por muchos momentos nos divertía más estar en conflicto. No fue bueno, hubiera sido mucho más potente y beneficioso para el futuro del cine que nos hubié-ramos detenido en esta “guerrilla” que estábamos poniendo en práctica, y que hubiéramos hecho un planteo un poco más sereno, más adulto.

Pero también existieron ciertos personajes que fueron en contra de ustedes. Hablo

de ciertos productores, distribuidores y exhibidores.

Es posible, mirándolo así, a la distancia. Nosotros no íbamos a aumen-tar la cantidad de películas por año, pues si se hacían de cuarenta a cin-cuenta, se seguirían haciendo de cuarenta a cincuenta. Pero nuestra pre-sencia significaba que, de estas cuarenta o cincuenta películas que seguían haciendo los tradicionales, hacíamos nuestras diez o quince películas y les quitábamos un veinticinco por ciento de sus oportunidades de trabajo. Es posible que la cosa viniera por allí… Pero, en líneas generales, los capitales seguían trabajando, hasta que encontraban el punto de vista económico que les parecía más adecuado, donde uno podría hacerlo más barato.

Nos pasaba también que, cuando terminábamos la película, no tenía-mos dinero para hacer publicidad. La película ya nacía huérfana, mientras que los estudios tenían su organización, su jefe de publicidad que cobraba todo el año, su gacetilla que era enviada a los diarios y publicada.

René Mugica, Rubén Cavallotti y yo habíamos dejado de ser empleados de los estudios para trabajar por nuestra cuenta. No es que no supiéramos hacer lo que hacían los estudios, es que ya nos estábamos dedicando a otras

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cosas, otras búsquedas más personales. Pagamos un precio por eso, pues no había cómo cobrar un sueldo, y al mismo tiempo necesitábamos pagar nuestras cuentas y mantener a nuestras familias. Visto desde lejos, es difícil determinar cuáles fueron los motivos, pero algunos de ellos ya los comenté.

También había una posición muy desfavorable del Instituto de Cine hacia us-

tedes, como el tema polémico de la categorización de las películas en clase A o

B, como de estreno obligatorio o no. Lautaro Murúa, por ejemplo, también pasó

muchas dificultades con Shunko (1960) y con Alias Gardelito (1961), que que-

daron en la categoría B.

¿Ah, sí? De eso no me acordaba. Es una barbaridad, no hay ningún ci-nematografista con dos dedos de frente que le ponga categoría B a Shunko y a Alias Gardelito. Es decir, las calificaciones que hicieron no eran acertadas.

Se siente que no había una buena sintonía entre esta nueva generación y la gente

que dirigía el Instituto. ¿Usted llegó a tener algunos de estos inconvenientes con

El crack o con Dar la cara?

Habíamos exhibido Dar la cara en un cine durante el Festival de Cine de Mar del Plata de aquel año, alquilándolo por nuestra cuenta entre varios directores principiantes, e invitábamos a las delegaciones extranjeras. Así fue hasta que apareció un muchacho italiano que se llamaba Lino Micciché, que pidió mi dirección. Me dijo que iba a llevar Dar la cara a Europa. Una mañana, para mi extrañeza, llamó Lino desde Italia y me preguntó qué pa-saba que no le contestaba los mensajes que me había enviado (obviamente no había e-mails en aquel momento). Le dije que no había recibido ningún mensaje. El tema es que él intentaba contactar a la dirección de la calle Lima 319, que era la dirección del Instituto. Fui hasta la sede del Instituto, y allí estaba la correspondencia, detenida, encajonada, nadie había tenido la cortesía de avisarme. Les pregunté qué había pasado, pues estaban invi-tando a la película al Festival de Sestri Levante, y no me habían comunicado sobre eso. Ellos me dijeron: “No conviene que salga, porque hemos consi-derado que esta película muestra una faceta negativa del país”.

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¡No me habían avisado antes sobre eso, y tampoco a Lino! Entonces busqué una copia de la película y se la llevé a un hombre que hacía con-trabando de sábanas al Uruguay. A las nueve de la noche, me llamó Walter Achugar para decirme que ya tenía la película en sus manos en Monte-video, y así él la envió a Italia. La película llegó al festival y la delegación argentina, que venía de Cannes, se encontró con una película más, Dar

la cara, que no integraba la programación argentina. Al final, fue la única película que sacó un premio de toda la delegación. Me encontré con Mi-guel Ángel Asturias, a quien había conocido en Buenos Aires y con quien veíamos la programación dedicada al cine latinoamericano, hasta la noche en que pasaron nuestra película. También llevé un corto de Oscar Kantor, llamado Tierra seca, que también obtuvo un premio. Pero ninguna de las dos películas fue acreditada como de nacionalidad argentina. Me emocioné al recibir el premio, porque yo había ido en tren a una localidad que estaba internada entre las montañas, viajando casi como un clandestino, sin estar representando oficialmente a mi país. Cuando volví a la tarde, me llamó la atención que estuvieran varios amigos en el andén, eufóricos, diciéndome que había ganado el segundo premio. El primer premio se quedó con una película mexicana que se llamó En el balcón vacío (1961), de Jomi García Ascott, que fue la persona a quien Gabriel García Márquez dedicó su libro Cien años de soledad.

Pero, además, se dio una situación incómoda, por la distancia que mantuvo con

usted la delegación argentina, ¿no es así?

Fue mutuo, porque la noche en que se pasaba Dar la cara el presidente

de la delegación argentina me llamó al hotel y me ofreció sentarme en la sala junto a ellos. Le dije que no, porque durante todas las noches anterio-res me había quedado en la oscuridad con un grupo de amigos, y simple-mente no podría “hacer el feo” de irme a la fila especial que se concede a la delegación cuya película se exhibe, si no estaba acreditado.

¿Cómo se posicionaba la crítica cinematográfica argentina frente a esta nueva

generación?

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La crítica era buena, había tres críticos muy sólidos en el diario La Na-

ción: Tomás Eloy Martínez, Rolando Rivière y Ernesto Schoo. Inicialmente, sus artículos eran anónimos, después figuraban sus iniciales, hasta que empezaron a firmar con sus nombres completos. Podemos citar otros nom-bres importantes, como Roland, Di Núbila. Había una crítica muy perspi-caz, de gran calidad.

Sin embargo, accediendo al material periodístico que surge de los años 1964 y 1965

en adelante, la prensa parecía ofrecer la visión de que la Generación del 60 había

sido un fracaso, o una generación perdida, lo que subestimaba su importancia.

Estoy completamente en desacuerdo con esa visión de que fracasamos. Nosotros no gastamos dinero del Estado porque hicimos películas baratas, fuimos honestos y no tomamos dinero o crédito para hacer cosas que no habíamos dicho que íbamos a hacer. Creamos una generación de técnicos excelentes, una generación de actores que renovaron el plantel de intérpre-tes argentinos. De allí salieron de ocho a nueve directores que siguieron persistiendo, y aún hoy se los recuerda.

Con la Generación del 60 –sin saber que así nos llamábamos, porque no sé quién nos nombró– cumplimos una función muy beneficiosa para el cine argentino.

Los compañeros de generación

¿Recuerda cuándo leyó o escuchó por primera vez la denominación “Generación

del 60”?

No lo tengo muy claro. Pero tal vez fue a partir del libro La Generación

del 60 que escribió Simón Feldman,31 un precursor de esta lucha, el hombre que nos abrió las puertas.

31. Feldman, Simón. La Generación del 60, Buenos Aires, Editorial Legasa, 1990.

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Aprovechando que mencionó a Simon Feldman, quisiera que me hable de algu-

nas personas clave de aquella generación, y de su relación con ellas. Empecemos

por Manuel Antín.

Un luchador infatigable, aun cuando a veces estuviéramos en des-acuerdo.

¿En qué circunstancias?

Acuérdese de la infausta frase que respondí en la revista El Escarabajo

de Oro, relacionada con Manuel. La revista hacía una especie de reportaje paralelo donde, en dos páginas –una frente a la otra–, se entrevistaba a dos personalidades del medio artístico. En una edición nos tocó el turno a Manuel y a mí. Cuando le preguntaron a Manuel sobre José Martínez Suárez, él declaró que no opinaba sobre colegas. Cuando me pregun-taron sobre Manuel, yo dije: “Un país que necesita vidrios de ampollas para inyecciones no puede gastar estos vidrios en hacer floreros”, rela-cionado con el cine de Manuel. Fue una falta de respeto juvenil, pero do-lorosa, grosera de mi parte. Abrí ahí una herida que Manuel no merecía. Armé una metáfora demasiado grosera, tendría que haber sido mucho más respetuoso.

David José Kohon…

El intelectual más lúcido que tuvimos entre nosotros, y uno de los me-jores amigos, más allá de que no tuvimos la oportunidad de disfrutar de esta amistad.

¿En qué sentido?

Vivíamos muy lejos uno del otro, y él era retraído. Vino a casa unas tres o cuatro veces. Además era un muy buen cuentista, escribió un cuento her-moso que se llama “La mosca”. Era el hombre que unificaba los respetos.

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Rodolfo Kuhn…

Excelente persona, luchador, trabajador. Creo que estaba en el punto intermedio, no se internaba en ninguno de los dos grupos que había en nuestra generación, porque él utilizaba elementos de ambos, podía utili-zarlos en distintas películas.

Sin embargo, me parece que Los jóvenes viejos (1962) es la más “antonionesca”

de las películas de la Generación del 60.

No estoy seguro de haberla visto.

Lautaro Murúa…

Una potencia, un hombre que en determinado momento fue muy re-chazado por el cine argentino. Yo le vi coherencia, afinidad con sus ideas, tanto es así que creo que trabajó en cuatro de mis películas. Era una perso-na para respetar como actor y como director.

Por lo que pude averiguar, era una persona con posiciones muy firmes. Cuando

tenía que confrontarse, lo hacía.

Efectivamente, Lautaro no vacilaba.

Alguna vez usted hizo una declaración muy interesante sobre Lautaro como ac-

tor, en la que sostenía que él pertenecía a una generación de actores “hecha para

el cine”, con una forma de interpretación que se aleja de lo teatral y que marcó

al cine de los estudios.

Absolutamente. Como actor, Torre Nilsson le encomendó los trabajos más difíciles, sacando un gran partido de Lautaro. Él hace un papel muy di-vertido como padre de Elsa Daniel en Los chantas (1975), donde interpreta a un productor de televisión medio sinvergüenza. Me gusta mucho también Lautaro como el comisario Maidana de Noches sin lunas ni soles (1984).

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Enrique Dawi…

Gran sentido del humor, hizo películas muy divertidas, y él también lo era. Verlo a Enrique era empezar a sonreír, porque seguro que se venía con alguna broma, con algún chiste. Muy ágil en el rodaje, hacía películas muy rápidas y, si tenía algún problema, inmediatamente lo solucionaba. Si en lugar de traer un auto le traían un colectivo, modificaba la cosa y la ac-ción transcurría en el colectivo, permaneciendo coherente con la propuesta original.

René Mugica…

Fue el intelectual más sereno, el que miró con más claridad el futuro del cine. Llevó durante años su empeño para que se determinara la Ley de Cine. Presentaba escritos, nos llamaba para pedirnos nuestras firmas y, por supuesto, lo hacíamos, lo apoyábamos. Fue no solo una de las personas más talentosas, sino también una de las más éticas. Muy criterioso.

Como admirador de Jorge Luis Borges, ¿qué le pareció la adaptación que René

hizo para Hombre de la esquina rosada (1962)?

Entre las adaptaciones que se hicieron de su obra, Hombre de la esquina

rosada es la película que Borges más defendió.

Ricardo Alventosa...

Ricardo se fue demasiado temprano. Hizo una película que se llama La

herencia (1964), que es un referente del humor negro. Cuando me dicen que Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976) es la primera película de humor negro, trato de aclarar que La herencia la antecede. Y, antes de La

herencia, hubo una que se llamó El extraño caso de la mujer asesinada (1949), de Boris Hardy.

Rubén Cavallotti…

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Rubén, tal como René y yo, había venido de la época del cine de los estudios. Durante muchos años fue asistente de Lucas Demare. Hizo muy buenas películas, pero nunca lo consideraron como merecía. Hizo una pe-lícula que se llama Procesado 1040 (1958) y otra titulada El romance de un

gaucho (1961). Yo le tengo mucha consideración, no solo como amigo, sino también como realizador.

Humberto Ríos…

Hizo un documental llamado Faena (1961), y después una película que produje en Chile, Eloy (1969), sobre una novela que había ganado el Premio Nacional de Literatura, escrita por el chileno Carlos Droguett. Humberto es un fervoroso trabajador, optimizador de todo lo que sea el documental. Es un luchador infatigable.

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Capítulo 07.

Dar la cara

Hay una anécdota de la que José dice no acordarse, pero lo que pasa es que, como él es tan gentil, prefiere que me olvide de ese

contratiempo. Cuando yo estaba filmando Dar la cara, estaba filmando dos películas más –cosa por la que José poco menos que

me mata–: Una jaula no tiene secretos y Los que verán a Dios. Un día fui al estudio para seguir con las filmaciones de Dar la cara,

y no me salía la letra. Para complicar más las cosas, era la última escena de la película que yo tenía, y era muy complicada. Intentamos,

pero seguía sin que me saliera bien la letra. José, como el director que debía ser, comunicó a todos: “Se suspende la filmación hasta mañana”.

No me dijo nada más, lo que ya era suficiente para decirme todo.

Pablo Moret, actor en Dar la cara

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El trabajo con David Viñas

¿Cómo surgió la oportunidad de realizar Dar la cara (1962)?

Me llamó la atención que me telefoneara David Viñas para conversar conmigo. David ya era un escritor muy reconocido, había sido premiado en importantes concursos literarios y había realizado películas de muy buena calidad como guionista. El caso es que David y un amigo suyo, Kehoe Wilson (que era el capitalista de la película y tenía contratadas va-rias terrazas de la avenida 9 de Julio, pues su negocio era colocar carteles luminosos de publicidad), al ver El crack advirtieron que tenía un lenguaje porteño y natural, y a raíz de ello determinaron quién podría realizar este guion que había escrito David. Entonces me llamaron, hablaron conmigo y me ofertaron ese trabajo. Yo les dije que antes quería que tocáramos el libro, lo estudiáramos, lo modificáramos. David aceptó y empezamos a trabajar juntos en el guion.

En un momento le sugerí a David que podríamos cambiar el título del libro, porque con Salvar la cara –el título original– era como si uno fuera a darle un puñetazo a alguien y ese alguien se escondiera para que no se lo den. Creo que, aunque reciba un puñetazo, tengo que dar la cara para decir lo que tengo que decir. David, que era un hombre muy amplio y no era un necio para nada, me dio la razón. Así llegamos al título de Dar la cara.

En los momentos iniciales, ¿cómo encontró el guion cuando David le presentó el

proyecto?

Me interesó mucho por el estudio que hacía sobre tres clases argenti-nas: la aristocrática industrial (con el hijo de un productor de cine); la de un exiliado que pertenecía a una colonia judía en la provincia de Santa Fe y se venía a Buenos Aires para estudiar; y la de un comerciante de cierto poder adquisitivo, que tenía uno de los kioscos más codiciados de Buenos Aires, ubicado frente al Obelisco. Su hijo era ciclista de carreras y ambicionaba llegar a los Juegos Olímpicos. La propuesta también me interesó por los distintos problemas que tienen esas tres personas que recién salen de la

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conscripción y establecen una amistad. A partir de ahí vamos ampliando un panorama general de la ciudad y de las funciones que desempeña.

¿Cómo fue el proceso de construcción del guion junto con David Viñas?

Empezamos a trabajar con David y nos sintonizamos de inmediato. Me acuerdo de que él me preguntó qué posición política tenía. Le dije que soy liberal. “¿Y eso qué significa?”. “Creo en las cosas buenas, soy un cándido, creo en la honestidad, en la ética, en el trabajo”, le dije. Me acuerdo de que me preguntó eso de partida, para ubicarme (David estaba muy politizado). Yo en ese tiempo ya podría haber leído cuatro o cinco mil libros sin haber-me preparado para algo, así que ya me sentía capacitado para dialogar con él.

Además, me agradaba mucho escuchar a la gente en la calle, pues aprendí a valorar las palabras. Había visto Pigmalión (1938), una película con Leslie Howard basada en la obra teatral de George Bernard Shaw, que trataba sobre la situación de un lingüista que determinaba, con solo escu-char el hablar de la gente, a qué sector de Londres pertenecía cada persona. Eso me llamó mucho la atención. Si bien es cierto que no alcancé ese nivel tan exquisito, por lo menos yo sabía cómo hablaba la gente de cierta parte de la ciudad, y trataba de transponer eso al texto. Es por eso que siempre digo que, si uno quiere saber cómo se hablaba en la Argentina de los años sesenta, debería ver El crack y Dar la cara.

Por lo que usted me contó alguna vez, el trabajo de escritura fue bastante intenso…

Hicimos doce versiones del guion. Fue entre la séptima y octava ver-sión cuando David me dijo que, para él, el guión ya estaba finalizado. Le dije que no, que todavía faltaba corregir cosas, que había ciertas debilidades que se podrían modificar. “Hay algo”, le decía, “hay algo que todavía falta”. Pero David sentía que el libro ya estaba. Se creó con esto una situación conflictiva: ninguno aceptaba la posición del otro. Entonces, lo que tuvi-mos que hacer fue tratar de buscar una tercera persona para que lo leyera y dijera qué le parecía. Unos cinco minutos después de salir de casa, David me llamó desde un café y me propuso que le pasáramos el libro a Torre

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Nilsson. Acepté, y enseguida fuimos a la casa de Torre Nilsson. Le dijimos que teníamos una duda en cuanto al guion. Se lo entregamos y en dos, tres días nos llamó por teléfono. Yo tenía de once a doce objeciones con el libro, y Nilsson marcó diez cuestiones, siete de las cuales yo ya las veía. Entonces, David al final me dijo: “José, usted tenía razón”, y seguimos trabajando hasta alcanzar la versión final.

Durante el proceso de escritura, ¿ustedes sentían que estaban hablando de una

generación?

Lo que más nos interesaba era que, así como una gran cantidad de jóve-nes argentinos, habíamos visto en la presidencia de Frondizi la posibilidad de que Argentina fuera lo que nosotros queríamos que fuera: un país culto, cumplidor, con porvenir, con políticos honestos y capacitados. Veíamos eso, teníamos esperanzas en la presidencia del doctor Frondizi. Había asumido uno de los intelectuales más clarificados que tuvo Argentina, pero que du-rante su gobierno soportó veintinueve planteamientos militares. Eso signi-fica que, ¡veintinueve veces!, los militares se pararon frente a él y le levanta-ron el dedo, hasta que terminaron por llevarlo preso a la Isla Martín García.

Sin embargo, en ciertos materiales de la época se habla de “la traición de Frondi-

zi”, debido a los rumbos que tomó su gobierno.

No estoy demasiado seguro de que la palabra sea “traición”. Frondizi sabía lo que hacía y por qué lo hacía. Lo que se le reprochaba era que, al llegar al gobierno, modificó su política petrolera. Tanto es así que hay un momento –que desgraciadamente no filmé bien– en el que el personaje de Bernardo Carman (Luis Medina Castro) se está preparando para retornar a su tierra y agarra un famoso libro de Frondizi que se llama Petróleo y políti-

ca. En lugar de ponerlo en su valija para llevárselo, lo tira en un tacho de ba-sura (aunque no se alcanza a leer con claridad el título). Era el sentimiento que este personaje tenía: “Frondizi me defraudó”. Y, cuando va a comprar cigarrillos antes de llegar a la pensión, el almacenero está escuchando un discurso del presidente, y no logra entender lo que le pide el personaje de

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Carman (para dar la idea de que él es quien baja la voz a Frondizi, a quien, metafóricamente, “no quiere escuchar”).

¿Hubo algunas situaciones o personas reales del entorno de ustedes en las cuales

se basaron para escribir este relato?

No. Nos inspiramos más en los hechos históricos, por eso la película comienza con la noticia de que “Fidel Castro lucha en la Sierra Maestra”, y termina con la noticia de que “Argentina compró un portaaviones”. Así que, históricamente, es para que el espectador tenga noción de lo que pasó en el país, que sepa sobre el período histórico del que estábamos hablando, de 1959 a 1962.

La apilada

Es muy significativo ese primer plano, tomado con la cámara desde dentro del ca-

mión, que capta al personaje de Beto Cattani (Leonardo Favio) mientras entrega

los diarios. Es como si ahí estuviera plasmado el concepto de la película, de “dar

la cara”, junto a lo que viven los personajes. Ustedes podrían, tranquilamente,

haber registrado esta acción desde fuera del camión, pero de ese modo no hubie-

ran logrado reforzar la búsqueda que proponía la película.

Bueno, estuve de seis a siete días andando en ese camión para ver cómo se repartían los diarios. Tenía un amigo que hacía ese recorrido, y le pregunté si podía ir con él en el camión, acompañándolo. Salía de la calle Leandro N. Alem al 100, todas las madrugadas a las tres de la mañana. Me enteré de cosas que no quedaron en la película, pero que eran interesantes; por ejemplo, que en la entrega de los diarios no se cobra cuando se va, se cobra cuando se vuelve. Lo hacen así porque, si se cobra cuando se va, se pierde tiempo en la cobranza y uno va retrasándose para el próximo puesto, y una vez que el cliente pasa a buscar el diario y el diario no está, va y lo compra en otro lado. El recorrido de ida es muy rápido, se tiran los diarios en los kioscos y se sigue, pero la vuelta es lo más lento, porque se hace la

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cobranza. Eso no fue necesario ponerlo en la película, pero también mues-tra las particularidades que uno empieza a conocer.

¿Los actores tuvieron ese tipo de preparación para los personajes?

Me acuerdo de que Luis Medina Castro me preguntó si su personaje iba a tener algún acento judío, por venir de una colonia judía del interior de Santa Fe. Le dije que no, porque los únicos que podrían tenerlo eran su padre y su abuelo, pero él ya lo habría perdido. Con el personaje de Pablo Moret no tuvimos mayores dificultades porque era un personaje que yo manejaba muy bien, por tratarse del ámbito del cine de estudios.

El que nos exigió un poco más fue el personaje de Leonardo Favio, porque al trabajo de composición se agregaba mucho trabajo físico. Todo el mundo sabe andar en bicicleta, pero solo el dos o tres por ciento sabe andar en bicicleta de carrera. Así que me fui al KDT, un estadio de ciclismo, y lo llevé a Favio. Contratamos al campeón argentino de velocidad, que se llamaba Carlos Alberto Zarlenga, para que salieran juntos pedaleando en bicicleta desde allí –a diez cuadras del Obelisco– hasta el Tigre, ida y vuelta, todas las mañanas durante un mes. Me acuerdo de que se iban muy tem-prano a la mañana y Favio volvía reventado, porque hasta el Tigre deben ser, fácil, unos veinticinco kilómetros, y otros tantos para volver. Pero con eso logramos cuestiones importantes como el “apilarse”, lo que se llama “la apilada”, que es el modo en que el ciclista coloca su cuerpo sobre la bicicleta para el sprint final de la carrera.

Aprovechando que mencionó la cuestión de Favio y de su preparación, quisiera

que usted hable sobre cómo fueron realizadas las secuencias de las carreras de

ciclismo, pues hay una suma de factores que las tornan muy intensas y particu-

lares dentro de la película.

Las prácticas las hicimos en el KDT. Es muy gracioso, porque ahí tenía-mos que hacer la recorrida de los ciclistas y la carrera final. No sé si usted sabe, pero las tres vueltas forman un kilómetro, porque cada vuelta era de trescientos treinta y tres metros, pero solo se toma el tiempo en los últimos

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doscientos, así que en los primeros seiscientos metros pueden ir a paso de hombre. Lo que hacen es, cuando llegan a la última vuelta, subir a lo alto de los peraltes lo más que pueden y hacer surplace (mantenerse en equilibrio sin moverse, pues si tocan el piso con el pie están descalificados).

Teníamos que seguir esa carrera, y la seguimos desde el baúl de un auto que manejaba Alberto Tarantini, donde nos pusimos el camarógrafo y yo, recorriendo el óvalo. Quedaron secuencias hermosas, con los detalles de los puños, las caras, las ruedas, las zapatillas pedaleando con todo el furor.

Hay también una secuencia en que ustedes hicieron una carrera de bicicleta

atravesando la ciudad.

Es una secuencia muy particular porque sucede una cosa que solo de-tectaron los italianos, la crítica italiana. El locutor dice: “…vienen por Ge-neral Paz, cortan por la avenida Figueroa Alcorta, avanzan por General Ca-bral, siguen por Comandante Las Heras…”. Todas las calles con nombres de militares, y solo los italianos se dieron cuenta. Eso fue intencional, yo quería hacerlo.

Es además una escena muy difícil de hacer, no solo porque atraviesa la ciudad,

sino por la cantidad de gente involucrada.

No solo eso, hay un mérito que pasa desapercibido. Zarlenga trajo a sus amigos, que eran todos campeones de ciclismo. Hoy el ciclismo no tiene la importancia que tenía en aquella época, pero sería como tener hoy, en una escena, a los diez mejores tenistas argentinos juntos.

¿Tuvieron que hacerla una sola vez, con varias cámaras, o consiguieron repetirla

más de una vez?

Tuvimos que repetirla.

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¿Cortaron calles?

Nunca. Yo no corto calles. Solo corté una calle un domingo a la ma-ñana en Perú al 200, frente a la facultad, cuando hicimos la secuencia en la que viene la policía a confrontarse con los estudiantes. Soy muy respetuoso con esto. Una vez estaba en Rosario, cuando una alumna iba a filmar. Era un domingo por la tarde, y pensé en ir a visitarla. Iba a ser una filmación nocturna. Pero cuando pasé, vi la calle cortada, ¡a las cuatro de la tarde! Le pregunté qué estaban haciendo y me dijo que estaban ha-ciendo pruebas. Le dije que no hiciera eso, que no incomodase a la gente, que todavía faltaban tres horas para empezar el rodaje. No corté ninguna calle con esa carrera, no usaba nada más que el semáforo. Estábamos parados a cincuenta metros del semáforo, y cuando abría para nosotros, avanzábamos.

¿Cree que hay alguna relación entre los temas de El crack y Dar la cara?

Sí, muchas… La amistad, las frustraciones, los éxitos, los sueños, el deporte… hay muchas relaciones.

Es interesante pensar en la trayectoria del ciclista, Beto Cattani (Leonardo Fa-

vio), comparándola con lo que le sucede al jugador de fútbol en El crack, y en

la forma en que usted cierra ambas historias. Mientras que El crack termina

con la tragedia del sueño perdido, en Dar la cara la misma derrota personal que

sufre el ciclista –no asistir a las Olimpíadas– se convierte en una defensa de sus

principios, cuando la chica le viene a decir que le habían conseguido un puesto

para las Olimpíadas.

“¿Y por qué voy a ir, por bonito y bien peinado? Cuando vaya a Roma, voy a ir por mis propias piernas, vaya a decirle. Arrancá ese coche, viejo”, dice el personaje de Favio, dándole la orden a su padre en la película (el actor Ubaldo Martínez). Me gusta mucho esa primera frase. Es una frase de David que hace mucho tiempo, acá en Argentina, se había olvidado.

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Dando la cara

A las escenas de conjunto, con muchos extras, a veces ni siquiera hace falta trabajarlas mucho, porque se pierde la espontaneidad de la gente.

Lo bueno es conversar con los extras, aclararles de qué se trata, hacerlos partícipes de la cosa, que se sientan protagonistas. Y cuando lo

lográs, te los ganaste a ellos y gana la película. Ese es el gran mérito de José, haberlo logrado en Dar la cara, él conoce la medida justa para situaciones

como esas. Pero no lo logró porque sí. José lo logró por la experiencia de “la calle” cinematográfica que tenía, él sabía dónde y cómo apretar el

botón, por la trayectoria que ya tenía dentro del medio, y eso no te lo da ninguna academia.

Máximo Berrondo, asistente de dirección en Dar la cara

Otro ámbito de la película es el universitario, que usted me dijo que no lo conocía.

¿Cómo fue el acercamiento a ese medio?

Solo hubo una mayor necesidad de consultar a David, que era profe-sor universitario en Buenos Aires y en Rosario, cuando el personaje de Medina Castro va a denunciar al secretario y en ese momento escucha a los compañeros y se da cuenta de la traición que está a punto de cometer. Ahí me hice asesorar con David, porque nunca fui un estudiante universi-tario. Pero fíjese la ironía que trajo el tiempo, porque fui profesor univer-sitario sin haber estudiado en una universidad. Incluso soy jubilado como profesor universitario, porque las universidades son las únicas entidades en las que trabajé que me depositaron los aportes que necesitaba para mi jubilación.

Quizás, de los tres ámbitos que aborda la película, el medio universitario sea

el que más coloca al personaje (Luis Medina Castro) ante una encrucijada. Al

inicio no asume una posición frente a los conflictos estudiantiles, pero al final

necesita realizar un giro frente a los hechos que se van sucediendo.

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Ese personaje era el más débil de los tres, el más débil en sus conceptos programáticos. Solo se produce el cambio por el cual Medina Castro decide quedarse cuando, luego de preparar su maleta para irse, alguien viene con el vespertino La Razón, donde se descubre que vendieron títulos en la uni-versidad (cosa que fue cierta, pues nosotros no usamos ningún argumento que no haya sido parte de la historia argentina). Entonces él va a ver a unos de los compañeros, que está acabado porque descubrieron su falacia. Le empieza a pegar con el diario y termina abrazándolo. “¡Vos, que las tenías todas, que sacabas buenas notas, que ibas triunfar en la vida! ¿Cómo hiciste eso?”. Cuando vuelve a su habitación, lo primero que hace es volver a colgar en la pared el retrato de Lisandro de la Torre, un famoso dirigente político de la provincia de Santa Fe, luchador infatigable. De la Torre fue prota-gonista de un hecho de sangre en el Senado, porque un sicario en plena sesión intentó balearlo, pero otro senador (Enzo Bordabehere) se interpuso y murió para salvarlo. Esa es otra de las grandes debilidades que tiene la pe-lícula, porque yo creía que, tan solo al poner la figura de Lisandro de la To-rre, la gente iba a saber quién era. La gente no lo conocía o no lo recordaba demasiado, pensaban que esa figura que ponía ahí era el padre de Medina Castro y, sin embargo, era un político que defendió al gobierno alrededor de 1935, y que al poco tiempo se suicidó porque no pudo lograr su empeño, y porque había muerto su compañero para evitar que lo balearan a él.

¿Cómo filmaron las escenas de las manifestaciones estudiantiles?

Para conseguir a los extras, Alberto Parrilla tuvo la excelente idea de contactar al centro de estudiantes de la Facultad de Ciencias Exactas, y les dijo que iba a darles un pequeño pago –que no era lo que correspondía en el ámbito profesional–, pero que, al final del rodaje de esa noche, íbamos a rifar un televisor entre el conjunto de estudiantes que colaboraran con no-sotros. Al final se rifó el televisor (¡imagínese lo que era ganar un televisor en el año 1962!). La gente colaboró muy bien.

El rodaje fue muy dificultoso, con muchas locaciones, muchos persona-jes, secuencias muy difíciles, con una gran cantidad de extras en movimiento. Pero yo ya sabía lo difícil que iba a ser. Ya había trabajado con Tinayre, y con

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él ese tipo de dificultades las teníamos todos los días, por uno u otro moti-vo. Ya habíamos vivido estas situaciones y las habíamos superado. Tinayre me enseñó a dominar un equipo, pero por las buenas, no con violencia o amenazas, sino con el parlamento, explicándoles.

Me acuerdo de que, cuando estábamos filmando en el patio de la facul-tad, había que explicarle todo claramente a esta gente, que necesitaba saber lo que estábamos haciendo porque, como nunca habían hecho cine, no tenían la más mínima idea de cómo se hacía. Además, no era necesario que todos fueran estudiantes, podrían haber sido compañeros, amigos. Lo que necesitábamos era tener una gran cantidad de público. En un momento en que teníamos una secuencia muy amplia y necesitábamos las seiscien-tas personas que teníamos, había tres balcones muy grandes que daban al patio interior, y en el tercer balcón la gente empezó a ponerse “graciosa”, a incomodar. Yo subí corriendo las tres escaleras y los encaré. Cuando lo hice, me di cuenta de que estaba a más de cincuenta metros del tipo que me po-dría defender, nadie se había dado cuenta de venir conmigo. Pero les hablé con tanta vehemencia y con tanta seriedad, que los muchachos empezaron a pedir disculpas. Lo que hay que hacer en situaciones como esta es agarrar el toro por las astas.

El final de la secuencia, cuando la policía se enfrenta con los estudiantes, tiene

un momento bastante particular, cuando la acción alcanza su desenlace en el

baño…

Fue algo muy lindo, extraño y difícil de creer lo que voy a contar. Resulta que yo le pedí a la producción: “Quiero esos baños que son compartimen-tos y que tienen unas paredes hasta un determinado punto”. Me dijeron que no habían podido encontrarlos. “Pero tiene que haber”, les dije. Lle-gamos a la facultad, y Parrilla me propuso que fuéramos a orinar. Fuimos y… ¡ahí encontramos el baño que buscábamos desde hacía más de un mes! Entonces, ¿cómo hacemos esto? Muy fácil, por arriba de las cabinas pusi-mos dos tablones e hicimos unos rieles de madera. “Muy bien, pongamos la madera arriba de las divisiones de las cabinas, y pongamos el carrito”. “¿Quién tiene un carrito para mover heladeras?”. “Yo tengo en mi casa”, me

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dijo Tarantini. Fueron a buscarlo y lo pusimos arriba, sobre las maderas. El camarógrafo se puso en ese carrito junto con la cámara. Ubicamos a los ac-tores en la última cabina y empezamos a hacer el travelling desde la primera cabina. El carrito venía con la cámara cenital, registrando el travelling, hasta que llegaba al último compartimento, donde estaban ellos (los personajes de Luis Medina Castro y Guillermo Bredeston). “¿Hay alguien aquí?”, pre-guntaba el personaje que llegaba al baño. Daba una patada en la puerta, que chocaba contra un mueblecito que tenía el papel higiénico.

Esta secuencia es muy particular por las elecciones que usted hizo, porque empie-

za justo con una subjetiva del policía que viene...

Así es. ¿Sabe por qué empiezo con una subjetiva? ¿Por qué nunca se ve al policía? Porque nunca entró un policía a la universidad. Así que, si alguien dice que es un policía, no lo es, es un civil. Hasta la Noche de los Bastones Largos nunca había entrado un policía en una universidad, por-que eran autónomas. Entonces la película arranca con una subjetiva, se hace una panorámica y se escucha “¿Hay alguien aquí?”. Nadie contesta. En el plano siguiente, la cámara viene desde arriba y empieza a correr. El tipo patea la primera puerta. Nada. Patea la segunda. Nada. Patea y abre la tercera. Nada, pero la puerta no se abre del todo.

La cocina es la cocina, el dormitorio es el dormitorio

La primera secuencia en Dar la cara que aborda más directamente el ámbito ci-

nematográfico es cuando tiene lugar el estreno de la película que produce el padre

del personaje de Mariano (Pablo Moret).

La escena fue rodada en el cine Ocean, adonde invitamos a todos nues-tros amigos. Creo que había una función homenaje esa noche. Y como agradecimiento les dijimos que, una vez estrenada la película, podrían ver-la gratuitamente. Ahí movimos fácilmente a cuatrocientas personas en el hall del Ocean, y quedó muy bien. Cuando digo “muy bien” no quiero decir

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que fue mérito mío, quiero decir que lo que se ve es verídico, la gente lo da como auténtico, le hace a uno pensar que un estreno es eso. Hay ade-más un momento gracioso de esa secuencia, cuando el personaje de María Vaner –que hace de la “estrellita”– está en el medio de la gente y tiene un sobresalto. ¿Por qué? Porque alguien le tocó la cola. La gente iba a los estre-nos a tocarles la cola a las actrices.

Es revelador que, en esta secuencia, los personajes de Beto (Leonardo Favio) y

Bernardo (Luis Medina Castro) no se queden para asistir al estreno.

Sí, pero también aparece ahí la solidaridad, porque ellos no tienen su-ficientes entradas para ingresar. Es la solidaridad de la comparecencia, es decir, “si no hay entradas para todos, no entra ninguno de nosotros”.

Pero también se percibe cierta incomodidad en ellos, como si estuvieran visitando

un mundo distinto de su propia realidad.

Sobre todo en lo que son los estrenos de cine. En este caso, esta gente no tenía nada que hacer ahí adentro, no se sentía cómoda, pertenecía a otra clase social.

La película, poco a poco, va acentuando la crisis del personaje de Mariano frente

a ese cine de los estudios, tanto en la escena en que discute con su padre en la sala

de proyección como en la que, en el escritorio del estudio, rechaza a una chica

que busca un papel.

La chica que venía recomendada por el doctor Zampini. Era muy co-mún eso, yo mismo cumplía ese papel, recibía a esas personas en Lumiton. A lo mejor el doctor Guerrico, para sacarse de encima algunas personas, me llamaba para hacerlo. Yo trataba de hacer estas cuestiones. “¿Qué ha hecho usted?”, le preguntaba. “Yo estudié con Borges”, me contestaba. “Ah, muy bien. ¿Dónde?”. “En una charla que él dio en el club del barrio”. “¿Y qué más?”. “Zapateo americano, bailes españoles…”. “¿Por cuánto tiempo?”. “Mucho, ¡como dos meses!”. Y yo iba descubriendo que ahí no había nada.

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Es una burla un poco desagradable de mi parte, porque la secuencia termi-na casi con una grosería. Cuando el personaje de Pablo Moret le dice: “Bue-no, señorita, vamos a ver qué podemos hacer con usted”, y ella dice: “Pero, señor, me dijeron que yo iba a tener un papel importante, algo como… el protagónico”, Mariano le contesta: “Señorita, comprenda. El personaje pro-tagónico… es virgen” (risas). Es una grosería.

Observe que, después de terminar esta charla con esa chica, él sale, va hacia el decorado, y hay unos extras que están esperando, sentados en la calle. ¿Y de qué están vestidos? Están vestidos de conquistadores y de in-dígenas, pero están escuchando un partido de fútbol por la radio. Cuando Mariano sale, encuentra a estos tipos, pero también se encuentra con una mujer que había tenido una relación con él. Con esta misma mujer me había pasado una cosa cuando hice El crack. Me vino a ver y me preguntó si había algún papel para ella. Yo le dije que iba a ver. Ella me dijo que un amigo suyo, miembro de Cronistas, le había propuesto auspiciar el estreno si yo le daba un papel a ella. “Este es el principal motivo por el cual no le voy a dar un papel”, le dije. Digamos que ella se llamaba “señorita Domin-go”. Entonces la puse en Dar la cara, donde se llamaba “señorita Sábado”. Cuando se encuentra en ese pasillo con Mariano, le reprocha: “¡Me dijiste que ibas a darme un papel importante, yo soy la señorita Sábado, ya tengo mi nombre! ¡Y además me dijo el presidente de la Sociedad de Críticos que iba a auspiciar la película!”. “No me importa”, dice Mariano. Es decir, repito una realidad que había pasado conmigo dos años antes.

Es muy interesante el giro que da el personaje de Mariano al romper con su padre

y querer hacer un nuevo cine. Pero, al darse cuenta de lo que era hacer un nuevo

cine, decide retroceder, resaltando así su lado conservador.

Así es, porque era un joven que quería salir de algo pero no le convenía. Y, en el fondo, no tenía mayor necesidad de salir. “¿Pero qué se creen uste-des que es el cine? ¿Andar por estos barrios malolientes? ¡El cine es esto!”, dice él, golpeando un árbol que en realidad es un poste que está decorado como un árbol. “No, el cine no es esto. Este es un estudio de cine. El cine es cuando la cocina es la cocina, el dormitorio es el dormitorio”, le responden

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los muchachos a quienes había acompañado para hacer un “nuevo cine”. Cuando han filmado lo que hoy es la Villa 31, que se estaba formando en aquel momento, Mariano pregunta: “¿Pero qué es esto que están filman-do?”. Y cuando están en la quema de Flores, y él se queda dentro del coche, se pone un pañuelo en la nariz. Mariano quería hacer un cine verdadero, pero no en condiciones verdaderas. Para hacer un cine verdadero hay que meterse en las cloacas, en los sitios donde vamos a hacer la investigación de lo que queremos modificar. La presunción que tenía este personaje de cambiar el cine era demasiado débil. No se puede ir a un basural para fil-mar un basural, y quedarse adentro del coche con un pañuelo perfumado tapándose la nariz. Hay que saber que eso que nos ocurre durante los diez minutos en que estamos caminando es lo mismo que vive la gente las vein-ticuatro horas del día.

La película tiene también una secuencia que asume un fuerte tono de inflexión,

que es cuando los personajes de Mariano y Bernardo se encuentran y hablan

sobre el miedo al fracaso.

Todos tienen miedo de fracasar, por una razón muy simple: la conscrip-ción era la barrera que uno tenía hasta los veinte años. Cuando se levantaba esa barrera, no había ninguna excusa para no trabajar, para no estudiar, para no hacer algo positivo. “¿Y si yo no puedo estudiar o no sé trabajar?”, se preguntaba uno después de la conscripción. Ya era un fracaso, o sea, ya había perdido la excusa.

¿Usted llegó a plantearse una continuación de Dar la cara?

Sí. David Viñas acostumbraba concurrir a un café de la calle Corrien-tes, en la entrada de la librería Losada. Cada vez que yo pasaba por allí, echaba un vistazo, y a veces lo encontraba y nos sentábamos a tomar un café. No sé a quién de los dos se le ocurrió pensar sobre qué destino tuvie-ron estos mismos personajes cuarenta y cinco años después. Me acuerdo de que sacamos las siguientes conclusiones: Mariano se queda a cargo del estudio y está haciendo cine porno chanchadas; Bernardo es representante

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de empresas extranjeras, pero al final es vencido por el capitalismo; Beto Cattani, al morir su padre, se hace cargo del kiosco de la calle Corrientes, tiene empleados y va poco. Es muy gordo, le gustan los caballos y el depor-te. Hasta ahí habíamos llegado. Era una especie de juego intelectual lo que estábamos haciendo, pero no avanzamos más que en unas charlas de café.

¿Y cómo serían sus hijos? ¿Volvería a repetirse este ciclo de “dar la cara” a través

de sus hijos?

No habíamos llegado a eso. Ahora que usted me lo dice, advierto que no llegamos a plantear si Mariano se había casado con una actriz de cine, si Bernardo había ido a vivir a otro país, o si hacía su labor desde acá. Veía-mos que el personaje de Beto se había quedado en el barrio, había tenido la suerte de heredar ese kiosco tan importante, pero se había dedicado al dolce

far niente, a “la dulzura de no hacer nada”.

Una cosa que me llamó la atención desde que vi por primera vez Dar la cara es

la intensidad que tiene la película. Sea por la cuestión de la dramaturgia, por el

trabajo con los actores, por el découpage, por el montaje, es como que todo con-

fluye a una intensidad y a un ritmo muy especial. ¿Ustedes al escribir el guion

pensaban que alcanzarían tal intensidad con la película?

No. Nadie está demasiado seguro de lo que ha hecho. Cuando terminé Los muchachos de antes no usaban arsénico, por ejemplo, tampoco sabía a qué nivel había llegado.

Me acuerdo de la reacción que tuve cuando volví a ver Dar la cara en un cine, hace unos veinticinco años. Simplemente me quedé sentado después de verla, hasta que un señor vino a decirme que había terminado la proyec-ción. ¿Sabe por qué me quedé sentado? Porque me preguntaba: “¿Nosotros hicimos esta película? ¿Nosotros hicimos todo esto?”.

El tiempo ayuda mucho a sacar conclusiones, lo que se creía que es-taba bien estaba mal, o viceversa. Cuando salí esa tarde del cine, agarré el teléfono, llamé a Antonio Ripoll y le dije que recién había visto Dar la

cara en la sala de la SHA (Sociedad Hebraica Argentina). “Quería decirte

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que hiciste un tremendo trabajo de montaje, Antonio”, eso ya habiéndoselo dicho varias veces a él. Antonio me dijo: “Sí, José, es verdad, hice un buen montaje. Pero no podría haberlo hecho si vos no me hubieras dado un buen material”. Nosotros habíamos trabajado muy bien.

Algunas particularidades

Una particularidad en Dar la cara es el hecho de que David Viñas llegó a escribir

una novela basada en el guion de la película, lo que en teoría sucede siempre al

revés: el guion se adapta de una novela previamente escrita.

Cuando terminamos de rodar la película, David me dijo que había un concurso en la editorial Sudamericana y que le gustaría intervenir. “¿Qué le parece si hago una novela a partir del guion?”, me consultó. Al final la hizo. Tengo el libro, lo compré por afecto a David, pero nunca lo leí.

Como amante que es de la literatura, suena casi como una indiferencia el hecho

de no haberlo leído. ¿Qué es lo que le hizo no querer leer la novela?

Tenía dos sentimientos absolutamente antagónicos: primero, que en la novela hubiera material bueno que hubiera conocido tarde y no lo hubiéra-mos puesto en la película. Segundo, que la novela no me gustara, en rela-ción con el guion que habíamos hecho. Más bien había un poco de cobardía de mi parte al no leer la novela. No quería pasarla mal.

Ustedes pasaron por un momento muy singular cuando les faltó dinero en medio

del rodaje…

Sí. Empezamos a buscar dinero, y Parrilla encontró a un matarife –un hombre que trafica carne, ganado– en el barrio de La Boca. Yo no fui con Alberto porque ese día estábamos por filmar. Él volvió asombrado. Me dijo: “Mirá, José, llegué al sitio, toqué el timbre y abrió la puerta. Fui hasta el fondo, crucé unas habitaciones, un patio, y abajo del techo de chapa de

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un galpón estaba ese tipo trabajando. Me preguntó cuánto necesitábamos y empezó a meter la mano en un tonel y… ¡fue tirando la plata sobre los tablones de madera! Me decía: ‘Vaya contando, Parrilla’. Además… ¡tenía la plata guardada en un barril!” (risas).

Otro dato curioso que tiene Dar la cara es que su elenco ha contado con “extras” de

lo más inusitados: Fernando Birri, Adolfo Aristarain y Fernando “Pino” Solanas.

Fernando Solanas era actor, y había dirigido un cortometraje que se lla-maba Seguir andando (1962), una película muy tonta. Me acuerdo de que le dije: “Pino, ¿cómo se te ocurre hacer una cosa de estas, con todo lo que está pasando en el país?”. Algunos años después, me dijo: “¡Y pensar que vos me metiste en el cine político, y me impediste hacer nimiedades!” (risas). Además, Solanas pertenecía al grupo de izquierda, y su frase de la película era: “Contra Perón no, bajo Perón no, después de Perón no. ¿Cuándo?”.

A Fernando Birri lo encontramos en Alex, porque estaba con un pro-yecto. Alex era un modelo de laboratorio y tenía en el primer piso un res-taurante que era una maravilla de comodidad y calidad. Así que nos íba-mos ahí a desayunar o almorzar, y un día en que íbamos a hacer una toma busqué en los pasillos de Alex a algún amigo. Encontré a Birri y a Adelqui Camusso y les propuse que participaran en ella.

Adolfo Aristarain fue uno de los extras en la escena de la asamblea bajo techo, en la facultad. Es muy difícil reconocerlo porque estaba muy joven y delgado. Él no era cinematografista en aquel momento, no sé si era estudiante de Ciencias Económicas, o si lo llevó algún amigo para hacer número.

En nuestra película, entre pitos y flautas, debe haber unas doce o trece personas que luego se convirtieron en directores, porque Máximo Berron-do, que fue mi asistente, después dirigió películas, Oscar Kantor dirigió, Lautaro Murúa dirigió, Federico Padilla dirigió. Y también Francisco Vasa-llo, Carlos Orgambide, además de Leonardo Favio y otros que se me pue-den estar escapando.

La banda sonora de Dar la cara también es muy particular dentro de su obra.

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Elegimos a un muy buen músico: Leandro “Gato” Barbieri, que años después hizo la banda sonora ¡nada más y nada menos! que de El último

tango en París (1972). Este músico me lo sugirió Wilson, el productor de la película, y como había visto los films en los que Barbieri había hecho las bandas sonoras y estas me habían parecido verdaderamente buenas, lo acepté. De todas formas, es una de las pocas películas mías que no tiene la música con una tonalidad muy reconocible. De El crack uno puede salir silbando la música, lo mismo sucede con Los chantas y con Los muchachos

de antes no usaban arsénico. Pero con esta, no. Es un tratamiento musical distinto el que tiene.

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Capítulo 08.

Punto de inflexión

Yo veía a José en Buenos Aires como un hombre de esperanzas. Pero creo que sus esperanzas se quedaron en Buenos Aires cuando se

fue para Chile. Al volver a verlo en Chile, cuando hicimos Eloy, había como una resignación, hablar del exilio era hablar del trabajo.

Humberto Ríos, realizador de Eloy

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Hacer publicidad

De 1962 a 1965 pasaron tres años en que no se tiene registro de las actividades

que usted realizó.

Hice mucha publicidad. Había una empresa formada por un grupo de amigos, Antonio “Tito” Cunill, Antonio Ripoll y Alberto Borello, con la que hice una gran cantidad de publicidades.

¿Fue su ingreso en el ámbito publicitario?

No me acuerdo, pero creo que sí. La publicidad era un trabajo que me parecía bastardo, pero nosotros mismos nos convencíamos de hacerlo cuan-do nos enterábamos de que cineastas como Bergman o Fellini también ha-bían hecho publicidad. Cuando fui a Italia con Dar la cara, me asombré de ver que había actores muy importantes que lo estaban haciendo, cosa que después pasó acá en Argentina. Eso lo justificaba un poco, porque confieso que me daba un poco de vergüenza hacer publicidad. Llegamos a realizar algunas de cierta importancia.

Me acuerdo de que Cunill, Borello y Ripoll habían ganado la posibili-dad de hacer una publicidad para el diario La Nación, y me convocaron para hacer un guion con distintos personajes y distintas profesiones, relacio-nados con la publicación de avisos clasificados. Para filmarlo, tenían unos decorados muy ficticios y artificiales. Les sugerí: “¿Por qué no lo hacemos directamente en el diario La Nación?”. Me dijeron: “No se puede, José, por-que uno de los avisos es sobre un domador de leones que oferta sus leones. ¿Cómo vamos a llevar leones en plena calle Florida?” (Ahí en aquel mo-mento estaba la sede de La Nación). Yo les dije que podíamos hacerlo, que íbamos a poner esos leones en Florida. Ante tamaño desafío, empezamos a preparar el asunto. Buscamos a un hombre que se llamaba Jorge Cutini (que después abrió un zoológico importante por el lado de Luján, a unos cincuenta kilómetros de Buenos Aires), donde los animales andaban suel-tos. Hablamos con Cutini y le preguntamos si se podía llevar un león por la calle Florida. Me preguntó qué era lo que yo quería hacer. Al explicarle la

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propuesta, concordó con que se podía. “Primero hay que tener el león en una camioneta, tapado, y una camioneta al lado con una leona para que la pueda oler”, decía Cutini. “Si el león huele a la leona, se queda más tranqui-lo. Entonces sacamos al león, yo lo llevo, caminamos esos cincuenta metros por Florida, y nos vamos”. Le comenté que íbamos a poner varias cámaras: una cámara en mano para seguirlos, una fija para la situación general, otra desde el balcón de una casa en la esquina de Sarmiento y Florida. Lo que nosotros esperábamos era hacerlo rápido, para que la gente, al ver el león, no se espantara y dejara la calle vacía, invalidando la toma. Hasta hoy me acuerdo de una frase que me dijo Carlitos Pujol, uno de los camarógrafos que habíamos contratado. Él jura que una madre le dijo a un chico: “¡Nene, no le tires de la cola al león!” (risas). Cuando bajó el león, en la esquina de Sarmiento y Florida, con Cutini vestido a la manera de un cazador australia-no… ¡¿puede creer que la toma no sirvió?! Tuvimos que levantar todo ¡porque el león no se veía! El león simplemente se quedó cubierto de gente que lo miraba, espantada por encontrarlo en plena calle Florida (y él con la cabeza metida en-tre sus dos patas delanteras). Así que, en otro momento, contratamos a ciento cincuenta extras y nos fuimos a primera hora de la mañana de un domingo, cuando el sol entra por Florida, y pudimos hacer la toma con gente nuestra.

Lo interesante es lo que pasó cuando entramos con el león en el predio de La Nación, con el ancho mostrador de mármol que tenía, donde los clientes po-nían sus anuncios. Ahí estaba Cutini con su león, pero el león era medio arisco y hacía lo que se le daba la gana (debía pesar unos doscientos kilos). Tengo una imagen que parece de historieta, que me quedó grabada en la cabeza, de un momento en que Cutini se acercaba con el león al mostrador, mientras noso-tros estábamos en el sector donde se supone que están los empleados tomando nota del anuncio que van a publicar. Entonces, Cutini me dijo: “José, ¿no le gustaría que el león también pusiera las manos sobre el mostrador, como si fuera un cliente?”. “¡Eso sería excepcional, Cutini!”, le dije. Entonces nos pusi-mos a filmar, Cutini le dio las indicaciones al león, pero este, en lugar de poner las manos sobre el mostrador, ¡pegó un salto y se vino para nuestro lado! (risas). No se comió a nadie, no lastimó a nadie, ¡pero el león saltó para nuestro lado! Y Cutini saltó inmediatamente para controlarlo. Parece que le dio demasiadas indicaciones y el león entendió que tenía que dar un salto (risas).

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Digamos que usted encontró un mundo bastante diferente en la publicidad, por

lo inusitado y por el ritmo de trabajo…

Sí, pero observe que, cuando me ofrecieron un decorado, les dije que fuéramos al escenario natural. Yo llevaba también a la publicidad mi deseo de autenticidad. En lugar de poner cuatro tablas como si fuera una oficina con un fondo negro, les dije que fuéramos directamente adonde corres-pondía. La cosa en publicidad era distinta, pero estaba rodeado de amigos, porque la empresa era de amigos que tenían la misma edad, como Ripoll, Casal, Borello, Pujol, Cunill. La pasamos muy bien.

Es importante lo que usted dice, pues, si vemos el período de 1959 a 1962 o 1963,

existía ese fervor en esta generación que surgía de los cineclubes, de empezar a

hacer sus óperas primas y afirmar una nueva estética. Pero, pasada esta euforia

inicial, la mayor parte de esta generación tuvo que involucrarse con la publicidad

para sobrevivir.

No había trabajo, todo el mundo estaba haciendo publicidad. Mucha gen-te hizo su empresa, hasta yo hice mi empresa con Alberto Parrilla, que se lla-maba Martínez Suárez - Parrilla - Cinematografía. Casi no hubo director que no hiciera su propia empresa de publicidad, porque era la forma de subsistir.

Viaje de una noche de verano

En 1965 usted realizó Viaje de una noche de verano. ¿Cómo se acercó a ese proyecto?

Yo no me acerqué, ellos se acercaron a mí (desgraciadamente, se acer-caron a mí). Había un muy buen guionista y escritor que se llamaba Rodol-fo M. Taboada, y que escribía muy bien para la radio, era muy respetado. No éramos conocidos, pero un día me llamó y me dijo que tenía un libro que le gustaría que yo hiciera. Me lo pasó, era un libro que se llamaba Viaje de una noche de verano y que tenía seis sketches. Lo leí, y no me gustó demasiado. Le dije que no me sentía capacitado para hacerlo. Me pidió que

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lo pensara. “No lo veo, Rodolfo”, le dije. Me insistió, y tanto es así que me propuso una cosa: elegir lo que más me gustaba de los seis sketches para hacerlo. Ya teniendo uno, él podría hablar con los demás realizadores para dirigir los otros sketches. Efectivamente, así se hizo. Hice el sketch que creía que tenía la propuesta más interesante, que se llamaba La salamanca (o, mejor dicho, La tragedia). Y Carlos Rinaldi, Rodolfo Kuhn, René Mugica, Fernando Ayala y Rubén Cavallotti hicieron los demás.

Veía que lo que hacía no me estaba saliendo bien, pero ponía todo mi empeño. Terminé mi parte, hice el montaje, pero no sabía cómo era el trabajo realizado por los demás. Un día me avisaron que a la noche se iba a pasar la película en privado en los Laboratorios Alex. Fui a los laborato-rios, estaban todos los colegas, había mucha gente porque habían sido seis equipos. La película se proyectó en la sala siete, con capacidad para setenta y cinco personas, y hasta había algunos sentados en los pasillos. Cuando vi la película no me gustó absolutamente nada. Así que, antes de que se encendieran las luces, me fui caminando del laboratorio hasta mi casa… (pausa). Me levanté del asiento, no saludé a nadie, salí como escapándome, y caminé por la noche las sesenta cuadras que separaban el laboratorio de mi casa. Me fui llorando todo el camino. Hacía frío (pausa). Iba por el Bajo Belgrano, cerca de la cancha de Ríver, llorando avergonzado por lo que ha-bía hecho. Cuando giré en Santa Fe para doblar por Malabia, advertí que frente a mi casa había un auto con las luces encendidas, alguien me estaba esperando. Era Carlitos Rinaldi, que se había dado cuenta de lo que había pasado y había ido a buscarme. “¿Qué te pasa, José?”. “Es que hemos hecho una pésima película, Carlos”. “¡No, cómo se te ocurre! Esta película le va a gustar al público, estás confundido, José”. Desgraciadamente, yo tenía razón, la película fue un fracaso. A tal punto que Fernando Ayala pidió que su nombre no figurara, y Taboada lo aceptó.

¿Usted llegó a pensar en hacer lo mismo que Fernando Ayala?

No, no se debe hacer eso. Una vez que uno ha hecho algo, se la tiene que aguantar. Eso va en el carácter de cada uno, no lo critico para nada a Fernan-do, pero no es mi forma de proceder. Si cometo un error, lo tengo que aceptar.

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El hecho es que comenzó una depresión profesional muy grande en mí, porque estaba avergonzado, en razón de que soy un hombre muy dialogador con la gente, con los jóvenes, con los estudiantes. Siempre me traían guiones, ideas, cortometrajes. Y, a partir de haber hecho esa pelícu-la, me encontré con que había perdido la autoridad de hacer crítica. ¡Con qué cara le podría decir a un hombre que no me gustaba lo que estaba presentando!, ante la posibilidad de que el hombre me dijera: “¿Usted no es uno de los que hizo Viaje de una noche de verano?”, y me lo habría tenido que aguantar.

Yo estaba muy deprimido, no quería hablar de cine, no quería que la gente se acercara a mí para hablar de cine. De todas formas, todavía había alguno que decía que el sketch que hice era el mejor, lo cual no era ningún beneficio.

Por lo que relata, y conociendo algunas de sus declaraciones –como la que hizo,

por ejemplo, al diario La Nación de que “sería un error considerar como realiza-

dores a todos los que dirigen”–,32 empecé a entender que, más que sentir el fracaso

de la película, usted tuvo su orgullo herido.

No me incomodaba ser polémico, decía lo que pensaba y después po-díamos discutir. Mostraba que un hombre que había dirigido una película no era necesariamente un director, ya sea por no saber manejar el guion o a los actores. Partí de varias situaciones que sucedieron para haber dicho eso.

Creo que le dije a usted, en una oportunidad, que me siento un caballo a quien pusieron en una carrera para que corra y gane. Si no gano me siento mal. Si salgo segundo, bien. Pero si salgo cuarto, salgo avergonzado ante quienes apostaron por mí, por haber defraudado a los que confiaron en mí. Esto siempre ha sido una actitud en mi vida, no me permito fracasar. No sé si eso se llama “orgullo”… Más bien creo que se llama “ética”. La ética es cum-plir con lo que uno debe hacer. Y si a uno lo han llamado para hacer algo, es porque se supone que lo va a hacer bien. Si no lo hizo bien, el responsable no es el que lo llamó, el responsable es uno, por no haberlo hecho bien.

32. La Nación, 30/6/1960.

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¿En el ámbito profesional, fue el mayor golpe que tuvo?

Sí, sin duda. Me costó cinco años de autoexilio, fue duro para mí. Yo me burlo de mí mismo en Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976), cuando el personaje de Mecha Ortiz habla de una película en que actuó la hermana, dirigida por un joven realizador: “¡Así le fue al estúpido ese, se tuvo que ir a Chile!”.

En Viaje de una noche de verano, sentí que me había dejado llevar un poco por el pedido que me había hecho Taboada –excelente persona–, pero no éramos suficientemente amigos como para que yo me jugara por él. Además, no le hubiera resultado difícil conseguir un director que hiciera la película mucho mejor que yo, y con más convicción. De todas formas, la hice porque creía que la iba a hacer bien.

Al tener necesidad, para sobrevivir, de hacer publicidad y películas que no los

conformaban, ¿usted siente que los principios de la Generación del 60 se estaban

perdiendo?

Usted lo dijo: “sobrevivir”. Pero, si se refiere a que hice esa película para llevar un poco de dinero a casa, la respuesta es no, porque en muchas oportunidades –con la luz cortada, porque no había podido pagarla– re-chacé películas que no me gustaban o para las que no estaba capacitado. No fue demasiado tiempo el que estuve con la luz cortada –quince a veinte días–, y no lo digo como haciendo alarde de valentía y sacrificio, sino como una referencia directa. Recuerdo que mi hija mayor me preguntó por qué nosotros no podíamos ver televisión, cuando las chicas del piso de arriba la veían. Tal vez, no dejo de reconocer el hecho de que mi mujer tuviera un buen puesto en un banco importante, y eso ayudaba más o menos a que la casa se mantuviera. Pero llegó un momento en que el sueldo de mi mujer no alcanzaba, y si yo no llevaba dinero a casa, la situación no era muy có-moda. Tenga en cuenta que esa difícil situación era, en un todo, compartida con mi mujer, que en ningún momento me sugirió –y menos exigió– que hiciera una película con la cual yo no estuviera de acuerdo. Pero eso no nos quebraba, yo no hacía cualquier cosa para ganar plata, con lo cual sacrifi-

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caba a mi familia, y creo que en cierto sentido no era correcto lo que hacía. Primero tendría que haber pensado en mi familia, después en mi orgullo…

Entiendo que usted sienta cierta frustración con Viaje de una noche de verano.

Pero también es oportuno señalar que, incluso con ese fracaso, la obra evidencia

su búsqueda de lo argentino, frente a los demás sketches, que buscaban hablar

de otras culturas.

Acuérdese de que Taboada me dijo: “José, hay seis sketches. Elija el que usted quiera dirigir”. Así que, de todos esos, evidentemente elegí La sala-

manca. La elegí porque me interesaba como leyenda, es una antiquísima leyenda del norte. La historia era linda, y habían contratado nada menos que a don Atahualpa Yupanqui, un hombre admirable por su conocimien-to, su sabiduría y su posición política. Tenía varias razones para querer trabajar con él.

¿Este fue su único trabajo en el ámbito gauchesco? ¿Tuvo ganas de retomar el

tema del gaucho en algún otro proyecto?

No, de ninguna manera. No conocía gauchos, porque los gauchos des-aparecieron hace mucho tiempo. Existen los paisanos. El gaucho propia-mente dicho forma parte de una hermosa historia antigua. Tal vez en el norte se puedan encontrar gauchos. Pero en mi pueblo, en la Pampa hú-meda, existían los paisanos. Los conocí, era gente agradable, muy solidaria, se puede confiar en su palabra, y por eso es fácil engañarlos, porque son cándidos, buenas personas. Ese medio lo podía manejar hasta cierto punto, pero no me resultó nada creíble la escenografía del grupo de paisanos que están junto al personaje que se está muriendo. Es decir, es posible que la película no sea tan mala como creo. Pero nadie me quita de la cabeza que es muy mala…

Más allá de lo difícil que ha sido para usted ese proyecto, al menos hay un punto

del que debe tener buenos recuerdos: haber trabajado con Alberto Etchebehere, un

referente en la dirección de fotografía dentro del cine argentino.

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Cuando hicimos la película, Alberto ya estaba en silla de ruedas, pero con el humor y el espíritu de siempre. Era muy divertido trabajar con él, siempre tenía una broma en la punta de la lengua. Para mí fue un orgullo y un honor trabajar con Alberto. Quizás, una de las razones por las que yo pueda entrar en la historia del cine sea porque fui el último director que trabajó con Alberto. Era un placer compartirlo con él, era un hombre con una trayectoria de cuarenta años en el cine; trabajó en las grandes películas de Argentina Sono Film, y estuvo entre los mejores iluminadores de Lati-noamérica.

Autoexilio en Chile

Un día, Alberto Parrilla me trajo de Buenos Aires un Mantecol, pues allá en Chile no existía. Eran dos barras grandes de Mantecol,

y yo las puse en la heladera, comiéndolas con los ojos. A la mañana siguiente, abrí la heladera y no las vi. “iPatricio, Patricio!”, llamé al chico

que trabajaba en la productora. Él vino pronto. “¿Y el Mantecol?”, le pregunté. “Me lo comí, yo solito”, me dice con cara de satisfacción.

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¿Cómo surgió la oportunidad de ir a Chile?

Algún tiempo después de Viaje de una noche de verano, estuve traba-jando con Alberto Borello en los Laboratorios Alex, en la realización de un tráiler para un amigo distribuidor que tenía en su stock una película que se llamaba Gestapo. En determinado momento fuimos a almorzar, y como Alberto tenía su cabina en el subsuelo de Alex, subimos para comer algo en el bar, que estaba dos pisos arriba. Al subir, la telefonista me vio y me dijo: “Ah, usted está llegando”. “¿Cómo que estoy llegando?”, le dije, “hace rato que estoy acá, desde las nueve de la mañana”. “Ah, usted debía estar trabajando abajo, y no había línea general. Lo está buscando este señor…”. Y me dio un papelito con el número de telé-fono de Carlos Ducci Claro, un abogado chileno que dirigía la Emelco

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chilena. Entonces lo llamé por teléfono, y él me respondió que se estaba yendo en el avión de las seis, y no podríamos vernos. Le pregunté dónde estaba, y él me contestó que se hospedaba en un hotel de Santa Fe y Li-bertad. Le pregunté a Alberto Borello si estaba con el coche, Alberto me dijo que sí, y le indiqué a Ducci que podría llegar en veinte minutos. Él me dijo: “Bueno, lo espero”.

Aclaramos el desencuentro, hasta que me propuso que yo manejara los estudios Emelco, una empresa que había estado en Argentina y que ahora estaba asociada a una familia muy importante en Chile, los Campos Menéndez. Me dijeron que les gustaría trabajar conmigo, pero que nece-sitaban probarme por un mes. Yo les dije que sí, porque también los iba a probar a ellos durante ese mes. El 15 de septiembre de 1965 tomé el avión y me fui a Chile. Daniel Tinayre y mi hermana Chiquita me llevaron al aeropuerto de Ezeiza para despedirme. Fui, llegué, y al cabo de un mes me dijeron que estaban satisfechos con mi trabajo (y yo con el de ellos). Continué quince meses más trabajando allí, y después puse una empresa por mi cuenta.

¿Le costó mucho tomar la decisión de irse?

No. Me fui de Argentina por haber cometido el delito de haber hecho un sketch en una película mala. Me daba vergüenza estar en Buenos Aires. A pesar de que en ese momento tenía a mi mujer y a mis tres hijas acá, esa misma tarde en que me llamó ese hombre quedamos en que yo me iba el 15 de septiembre para allá.

Al día siguiente de mi llegada a Chile, ya fui al estudio. Lo encontré en no demasiado buenas condiciones, con gente capacitada pero que no tenía un nivel de calidad en las producciones lo suficientemente alto. Por otro lado, ellos tenían espacio en los cines, pues hacían la película y aseguraban la exhibición, tenían un cierto número de minutos por contrato con los ci-nes. Del 15 de septiembre de ese año al 15 de septiembre del año siguiente, hicimos doscientos cortos publicitarios –casi un promedio de un comercial por día hábil–, porque cuando llegué en el estudio se trabajaba sábado y do-mingo, hasta que les dije que no se trabajaría más esos días (si se trabajaba,

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se pagarían horas extra, cosa que ocurrió excepcionalmente un domingo en que tuvimos que filmar una carrera de autos).

Me da la impresión de que fue una época “congelada” dentro de su trayectoria

cinematográfica. Hacer una publicidad por día durante todo el año es casi como

si quisiera olvidarse de sí mismo…

Usted lo ha dicho. ¿Sabe lo que hacía los sábados a la mañana? Agarra-ba una camioneta que tenía, me iba a la ruta que va desde Arica (extremo norte del país) a Punta Arenas (extremo sur), paraba el coche y me decía: “¿Para dónde agarro, para la derecha o para la izquierda?”. Me iba para uno de esos lados, hasta que se hacía de noche y buscaba una hostería. Dormía, me levantaba a la mañana siguiente, desayunaba y volvía a Santiago.

La situación debe haber sido muy difícil para su familia…

El primer mes en Santiago pagué una cuenta de teléfono a Buenos Ai-res… ¡de mil dólares! Por esa actitud mía, yo había producido una eclosión tremenda en mi familia. Mis tres hijas tenían quince, trece y doce años. En un momento, una de ellas me llamó para decirme que la otra hermana no quería cambiar el canal de televisión. Seguíamos viviendo como una fami-lia, pero a 1642 kilómetros de distancia. Fue duro para ellas, fue duro para mi mujer, fue duro para mí. Intentamos seguir como se podía. Cada tanto, venían mis hijas a Santiago y la pasábamos muy bien.

Al mismo tiempo, había asumido el riesgo de que se olvidaran de usted en la

Argentina…

¡Se olvidaron! Cuando volví, cinco años después, yo ya estaba olvidado. Llegaba a Chile una revista argentina muy bien informada que se llamaba Primera Plana, una de las mejores revistas semanales que se han editado. Llegaban unos veinticinco ejemplares a un kiosco ubicado en la calle Ahu-mada, donde estaba el Café do Brasil, un sitio donde la colonia argentina se encontraba, por lo general, al mediodía. Creo que los martes llegaba la re-

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vista a Santiago de Chile, así que había que ir y hacer cola frente al kiosco, y si usted era el número veintiséis, váyase a tomar café porque ya no alcanza-ba la revista. Yo seguía comprándola, y eso me mantenía informado de todo lo que ocurría en Argentina. Me acuerdo de una vez en que Rodolfo Kuhn fue a Chile a filmar una película, y yo le preguntaba cosas como: “¿Qué está haciendo Alventosa ahora?”. “Alventosa está haciendo tal cosa…”, me decía él. “No, no, él ya lo dejó de lado”, le corregía. Yo estaba casi tan enterado como ellos de lo que estaba pasando en Argentina, a través de Primera Pla-

na, de cartas, llamadas telefónicas y demás. Ocurrió un hecho muy particular. En aquella época había una entidad

llamada FAEDA (Federación Argentina de Entidades Democráticas Antico-munistas). Cuando me fui a Chile, a los pocos días salió en primera página del diario La Razón –el diario vespertino más leído– un recuadro grande en el centro de la página, que hablaba sobre el enquistamiento de los comu-nistas en algunas entidades. Me nombraban a mí como el Secretario de la DAC (Directores Argentinos Cinematográficos), función que efectivamen-te ejercía, pero agregaron que yo era miembro del Partido Comunista, cosa que no era cierto, nunca lo fui. Entonces, mis amigos me dijeron que este era un asunto serio y bastante peligroso. No pensé en mí, pensé en la DAC, en el problema que iba a traerles a mis colegas. Así que le mandé de inme-diato una nota a Lucas Demare –que en aquel momento era el presidente de la entidad– que decía: “Querido Lucas: le hago llegar mi renuncia al car-go de Secretario, para que usted diga que dejé de pertenecer a la entidad” (la nota estaba fechada seis meses atrás). A la semana recibí la respuesta de Lucas, acerca de mi propuesta: “Josecito, ¡metétela en el culo!” (risas). Como diciendo: “Estamos contigo, te apoyamos”. ¡Ese era Lucas Demare!

Pero aquellos infundios eran peligrosos en aquel momento. No solo se podía perder el trabajo, sino que se podía perder la vida. Y hubo algu-nos que la perdieron. Además me acuerdo de que, en algún momento, en un trabajo en que me contrataron me dijeron: “¿Podemos hablar a solas, José?”. Me preguntaron si yo era miembro del Partido Comunista. Les dije que no. “Es que nos informaron, y eso puede causar muchos problemas”. “¿Qué quiere que le diga? No soy miembro del Partido Comunista. Pero no lo digo con orgullo, sino como información”, contesté.

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¿Cómo era para usted ver Argentina desde Chile?

Una noche llegué a la casa de unos amigos con quienes nos reunía-mos, muy cerca de donde yo vivía. En aquel momento empezó a haber un jolgorio tremendo, y les pregunté qué había pasado. “¡Lo voltearon a Illia!”, me decían eufóricos. “¿Pero de qué se están alegrando? ¿Qué es lo que están festejando? ¿Quién lo volteó?”. “Onganía”. “¡Pero no puede ser! ¿No se dan cuenta de lo que puede pasar?”. No soy un político adiestrado, soy un ciudadano común, pero sabía que era un desastre haber sacado a ese hombre, Arturo Illia. Aunque usted no lo crea, lo respetaba por un motivo muy simple: porque siendo el presidente de la República, a las seis de la tarde, cuando le llegaba el diario La Razón a la Casa de Gobierno, se lo metía bajo el brazo, cruzaba la calle Balcarce y se sentaba en un banco de la Plaza de Mayo a leerlo. ¡Yo amo a un presidente que pueda hacer eso! ¡Lo quiero, lo respeto, lo necesito! Es un hombre que puede abstraerse y que sigue una vida común, como ocurría con el presidente Alvear, que se iba caminando de la Casa de Gobierno a la suya, en Barrio Norte. ¡Y esa gente estaba contenta porque habían derrocado a Illia esa mañana! Uno de los hombres más honestos, que acabó con la Ley de Medicamentos, por ejemplo, porque, como era médico, él sabía que los medicamentos eran y siguen siendo productos que multiplican su precio a una cantidad as-tronómica, ante la necesidad que tiene el ciudadano de curarse. Yo estaba alterado frente a todo eso.

¿Cómo fue su adaptación al medio audiovisual chileno?

Me miraban como un bicho raro, porque el argentino que había estado antes no era un hombre demasiado agradable y los trataba con mucho ri-gor. Yo no trato a la gente con rigor, trato a la gente con respeto.

Había una particularidad por el hecho de que el chileno era muy su-bordinado al argentino en aquella época. En un momento alguien me dijo: “José, cada vez que vamos a una fábrica, el jefe es argentino, el gerente es argentino, el jefe de electricistas es argentino. ¿Por qué?”. “Porque nosotros sabemos más que ustedes, estudiamos más, nos dedicamos más”, le dije,

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“Yo acá no veo gente con libros en la mano y, sin embargo, acá hay buenas editoriales y usted no me va a ver sin un libro en la mano”. Pero eso en Chi-le se modificó, ahora ha pasado a ser un país competente, de competencia, un país con moneda fuerte. El proceso Pinochet fue durísimo, sanguinario, pero después Chile supo sobresalir.

En Chile, usted fue responsable de la creación de un cineclub…

El cineclub Nexo. Alquilé un cine por mi cuenta. La primera noche pa-samos –como sigue siendo mi costumbre– un corto y un largo argentinos. El corto fue Buenos Aires (1958), de David José Kohon, y el largo fue Shunko (1960), de Lautaro Murúa. La función, anunciada para las diez, comenzó como a las once y media, porque la cola de gente de la colonia argentina daba la vuelta a la manzana del cine, a tal punto que, cuando fui a contratar la sala para una próxima función, el hombre me quiso multiplicar por diez la cifra del alquiler. Le dije que no, y nos fuimos a otro lado. Nunca había tenido tanta gente ese cine. Me acuerdo de un detalle muy agradable: en un determinado momento fui al frente, con la sala llena, y todavía había gente comprando la entrada, haciendo cola. Fui al frente a pedir disculpas por la demora. El público me silbó con desagrado, golpeando el piso. Así fue has-ta que se levantó un señor que estaba sentado a tres metros de mí, que era el Secretario de Educación de la ciudad de Santiago. El hombre explicó por qué se debería respetar el momento, y aplaudir lo que estaba ocurriendo, que la sala se estaba llenando. La gente se vino abajo aplaudiéndolo y, por ende, creo que algún aplauso me tocó a mí.

No quiero exagerar, pero luego del trauma que vivió con Viaje de una noche de verano, volver a acercarse de esa forma al cine, aunque fuera con proyecciones, ¿no

era como volver “por las buenas” a su relación con el cine, a retomar su lado cinéfilo?

Es que allá no habían visto Viaje de una noche de verano (risas). No sa-bían que había cometido un crimen con aquella película, entonces me sen-tía más libre. Tanto es así que me acuerdo de que mucha gente me decía: “¿Usted dice todo lo que sabe, José?”, y yo les contestaba: “Claro que sí”.

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“¿Pero usted no tiene miedo de que le saquen el puesto?”. “No, porque, mientras el otro aprende lo que le dije, yo sigo aprendiendo. Así que, aun-que sea por eso, siempre llevo ventaja”.

¿Es cierto que en Chile, además, realizó un corto documental sobre el Mundial

de Esquí?

Sí, pero no tiene demasiada importancia, habrán sido diez o doce días

que estuvimos en Portillo. Llevé un equipo muy reducido, creo que éramos cuatro personas: camarógrafo, director de fotografía, sonidista y yo. En un momento pensé que sería lindo hacer una toma desde un avión. En lugar de hacerlo, le pedí al camarógrafo que con todo cuidado preparáramos un sector de nieve y tiráramos una piedrita que fuera cayendo muy lentamen-te. Cuando la vimos en montaje quedó muy bien, esa miniatura que tira-mos y que estaba a sesenta centímetros del piso, y no a seiscientos metros. Quedó bien, me divirtió, sobre todo porque no me gusta jugar con trucos, pues la técnica la respeto, pero hasta ahí nomás. No la venero. Nunca vas a encontrar una toma en mis películas que salga del reflejo del ojo de al-guien, o la cámara que hace tal movimiento. Yo expongo, muestro –tal vez porque no sé hacerlo de otra forma–, me gusta ese tipo de cine.

Y usted también participó en la producción de Eloy (1960), un film de Hum-

berto Ríos…

Yo era una persona interesante para todo argentino que llegara, porque el argentino que venía a Chile sabía que mi oficina estaba abierta para lo que necesitara y porque, además, conocía a la gente de allí (y el hombre de cine chileno también me conocía). Hice un convenio con Patricio Kaulen, presidente de Chile Film, en el que acordaba que podía filmar en Chile Film cuando lo necesitara, y ellos podrían llevar el material mío cuando les hiciera falta. Yo tenía el mejor trípode, la mejor cámara Arriflex, un buen micrófono, un proyector de 16 mm y un zoom de buena calidad.

Teniendo eso en cuenta, cuando se realizó Eloy, hablé con Chile Film para que le facilitaran el estudio, mientras les presté la cámara que necesitaban. Fui

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una especie de productor asociado de la película. Incluso arreglé precios con el autor de la novela, Carlos Droguett (pues ya lo conocía, solíamos encontrarnos para tomar un café y conversar sobre literatura). Droguett era abogado de los ferrocarriles chilenos, y había ganado el Premio Nacional de Literatura como autor de obras fundamentales. Él cobró muy cara la obra, pues Eloy era una no-vela muy clásica, clave para Chile. El personaje de Eloy había sido un bandido verídico, el típico bandido rural, el hombre que la gente cree que es bondadoso porque da dinero, pero en verdad lo hace para que la gente no denuncie que estuvo ahí. Se hizo la película, quedó muy bien, en blanco y negro, con Ignacio Souto en iluminación y Antonio Ripoll en montaje.

¿No le dieron ganas de volver a hacer una película?

No. Estaba cumpliendo otra función. No creo que estuviera ansioso por volver a dirigir. De ser así, habría escrito un libro, le habría sacado ocho copias y habría salido a buscar una productora. Recuerde que al volver a la Argentina hice Los chantas, pero muchos años después.

Mientras vivía en Chile, ¿pensaba siempre en volver?

Yo vivía mentalmente en Argentina. Me acuerdo de que, cuando juga-ba Racing los domingos, había una sola forma de que pudiera escuchar el partido, y era asomándome a un balcón y teniendo medio cuerpo afuera de la ventana para poder sintonizar la frecuencia de radio, estirando el brazo lo más que podía hacia el vacío. Los noventa minutos del partido –más los quince para escuchar los comentarios– me los pasaba asomado al balcón. Estaba apasionado por volver. Los amigos que llegaban a Chile, ya fuera para filmar o que estuvieran de paso, eran una alegría para mí. Las cartas a Buenos Aires me causaban mucha gracia, pues a cincuenta metros tenía un buzón, ya me conocía el precio, los franqueos, todo.

Durante mi larga estadía chilena, también me aconteció algo muy tris-te… en Chile murió mi madre. Ella me fue a ver y se encontró con un gran amigo mío, Héctor Petty, un rosarino que vivía allá desde hacía veinte años. Mi madre le pidió que no me avisara que estaba en la ciudad, porque quería

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darme la sorpresa de aparecer en mi casa el día de mi cumpleaños, el 2 de octubre. Claro que la primera cosa que él me dijo fue que mamá estaba por Chile. Al saber eso salí a caminar por el centro y, de repente, vi a mamá haciendo lo mismo. Venía caminando despacito, hasta que me puse frente a ella. Como era bajita, miró para arriba y se dio cuenta de que era yo. Po-cos días después falleció de un infarto. La encontré tendida en el piso, fui a pedir auxilio a unos vecinos, a una señora. Fue infarto de miocardio. Llamé a algunos amigos que me ayudaron. Al día siguiente, al mediodía, la traje en avión a Buenos Aires. Lo difícil fue llamar a mis hermanas, que casual-mente estaban comiendo juntas con sus maridos esa noche. Se lo tuve que decir, y la enterramos en Buenos Aires el 17 de septiembre de 1967.

¿Esta situación dificultó aún más su permanencia en Chile?

Yo tenía una empresa, había cuatro o cinco muchachos que dependían de mí, y era una empresa que funcionaba muy bien, teníamos trabajo todos los días. Fue la época de mi vida en que más dinero gané y, a la vez, la época más infeliz que tuve en toda mi existencia.

Volver a la Argentina

¿Por qué decidió volver?

Voy hacer breve la historia… Yo vivía en el hotel Santa Lucía, estaba haciendo un documental, y me hice amigo de un hombre que tenía una asociación de ahorro y préstamos, don Sergio Eguiguren. Él me preguntó dónde vivía, y le dije que estaba en el Santa Lucía. “¿Desde cuándo que usted vive allí?”, me preguntó. Le dije: “Desde hace casi dos años”. “¿Usted sabe cuánto ha gastado por vivir en el Santa Lucía? Con lo que gastó podría haberse comprado un departamento… Mire, ahora se remata el hotel Carlos Quinto, del sexto piso para arriba son departamentos. Le concedo a usted un crédito y no va a haber ningún problema”, me sugirió. Era un depar-tamento hermoso, en las calles Ahumada y Huérfanos (lo que serían las

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calles Florida y Corrientes en Buenos Aires), había espacio para mis hijas. Así que compré el departamento. Se hicieron los trámites, todo bien, empe-cé a vivir en ese departamento, hasta que Sergio me dijo que teníamos que terminar de completar algunos papeles para el seguro de vida y otras cosas más. Acepté sin problemas, pero tenía que ir al cardiólogo. A los cuatro o cinco días me llamó el médico y me dijo: “Hay un error en la máquina, ¿podría volver nuevamente?”. Le dije que sí, sin problema. “¿Usted vive solo acá?”. Le confirmé que sí, y me pidió que fuera con un amigo, lo cual me extrañó. Me hizo el segundo electrocardiograma y al rato me llamó don Sergio, diciendo que no podía hacer el crédito por cinco años, solo podrían hacerlo por dos años, porque el electrocardiograma no había salido bien. Me preguntó si yo ya tenía algún problema de corazón, cosa que nunca tuve. Con eso empecé a pensar. Para Navidad vine a Buenos Aires. Era ami-go del subdirector de un hospital por Parque Patricios, Juan Carlos Martini. Le comenté la situación, y me pidió que fuera al hospital. Fuimos a ver al jefe de cardiología, me hizo un electro, me pidió el que había hecho en Chi-le, los comparó y dijo: “Estos electros no se los hicieron a la misma persona. ¿Qué ha pasado?”. Yo le dije: “Mire, doctor, lo único que le aseguro es que, si hay una profesión seria en Chile, es la de médico. En Chile el médico no miente, no macanea ni engaña”. Hay una ley en Chile, por ejemplo, por la cual el empleado que falta el lunes tiene que trabajar toda la semana gratis para compensar esa falta. Así es que, hasta el día de hoy, no sé qué pasó con esos electrocardiogramas, pero que me los hicieron fue verídico, no tengo ninguna duda. Y así me convencieron de volver a la Argentina.

Pero antes viajé a Chile para avisarles a los muchachos de mi empresa que iba a iniciar mi regreso. Les dije que había pasado una cosa extraña con la cuestión de los electros, y que tenía tres hijas en Buenos Aires. Traje la cámara, la vendí, repartí el dinero con ellos, les dejé la camioneta, y la empresa siguió funcionando.

¿Cómo fue volver a vivir en Buenos Aires?

Cuando volví a Buenos Aires no tenía dónde vivir, me quedé un tiem-po en la casa de Petty, ese amigo rosarino que fue el que se encontró con

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mi madre en Chile. Él me había dado un dinero para que le comprara un departamento, y le compré uno frente a la Plaza Libertad. Me quedé ahí, mientras él vivía en Chile. Mientras tanto, mi hija mayor me consiguió un departamento alquilado en Juncal y Bustamante, sin teléfono. No tenía muebles, dormía con un colchón en el piso, la mesa de luz era el cajón del placar, que había puesto boca abajo, y ahí ponía los cigarrillos, el cenicero, un libro y el velador. Los libros estaban todos a lo largo del piso, y el primer día me desperté con toda la luz, porque era de esos departamentos baratos que no tenían cortinas, entraba el sol justo enfrente. Me acuerdo de un amigo que tenía mucho dinero, que un día fue a Maple –posiblemente la mueblería más cara de Buenos Aires– y me compró un sillón. Pagó la primera cuota, solo que ese sillón valía… ¡cuatro mil pesos! Cuando llegué a casa, me encontré con un sillón de cuero, negro, sensacional. Le pregunté qué había hecho. “Te lo compré para que te dejaras de joder, ahí, durmiendo en el piso. Te pagué la primera cuota de cuatrocientos pesos”. “cuatrocientos pesos! ¿De dónde saco cuatrocientos pesos por mes para pagar eso?”. Entonces vino un amigo, miró el sillón y me dijo: “¡Qué lindo sillón! ¿Es de plástico?”. Yo, dolido y lastimado porque pagaba una fortuna, le dije: “No… ¡imitación de plástico!” (risas).

Me costó comenzar esta nueva etapa, la gente se había olvidado de mí. Seguía teniendo los mismos amigos, seguía yendo al cineclub Núcleo, pero nunca hice sala de espera para que alguien me leyera un guion, porque una vez, cuando era joven –antes del El crack–, alguien me pidió que le entregue un guion. Lamentablemente, pegué la página dieciséis con la diecisiete, y la persona encargada de leer el texto me contestó diciendo que era muy lindo, pero no era lo que ellos estaban buscando. Le pregunté si había leído todo el guion y me dijo que sí. “Mire”, le dije, “acá está pegada la página dieci-séis con la diecisiete”. “Uh, perdón, capaz que me pasé…”. “No, es que acá siempre tengo la previsión de que hay una frase sin terminar en una de las páginas”. Le hice pasar vergüenza a ese hombre. Nunca hice sala de espera por un guion, si alguien me pidió se lo mandé, y después esperé a que me respondiera. Nunca me fui a sentar para que me dieran una respuesta. Y tal vez a eso se deba el hecho de que he trabajado menos de lo que me hu-biera gustado trabajar, y de que he rechazado muchos guiones, pues tengo muchos más ofrecimientos que rechacé de los que hice.

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Lo que llama la atención en su filmografía es que gran parte de su obra surgió

más por invitaciones que por iniciativa propia.

Así fue. En El crack fue gracias a Parrilla. En Dar la cara, gracias a David Viñas. En Los chantas me vino a buscar Héctor Báilez. En Los muchachos de

antes no usaban arsénico, también fue por Báilez, cuando me enteré de que habían contratado a Narciso Ibáñez Menta para hacer el protagónico. Re-sulta incluso que Báilez ya la tenía para mí, pero no me había dicho nada, hasta que un día me preguntó: “José, ¿cuándo empezamos la de Narciso?”. En Noches sin lunas ni soles me llamó Horacio Casares; esa era una película que habían tenido Tinayre, y después David José Kohon, hasta llegar a mí.

Eso me hace pensar que quizás, si no hubiera tenido esas invitaciones, su fil-

mografía prácticamente no habría existido, o podría haber sido completamente

distinta, si usted se dedicaba a otros proyectos…

Sí, pero no es menos cierto también –y en eso vamos a coincidir– que,

con la excepción nefasta de Viaje de una noche de verano, mi filmografía es sólida. Y si fuera de otra forma, ¿quién sabe si lo hubiera sido?

La Mary

En 1974 usted escribió en conjunto con Gius el guion de La Mary, una película

de Daniel Tinayre.

Tinayre debía tenerme más respeto y admirarme más de lo que me de-mostraba, porque era muy receloso de los guiones. En ese momento, Eduar-do Borrás –que era el hombre con quien solía trabajar– se había ido a Es-paña. Tinayre me pidió que coescribiera el guion de La Mary con Augusto Giustozzi, más conocido como Gius. Yo me llevaba muy bien con Gius, nos reíamos mucho, teníamos el mismo sentido del humor. Así fue hasta un determinado momento en que estábamos trabajando al atardecer en casa, cuando de repente me quedé con los dedos detenidos sobre la máquina de

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escribir. Gius me preguntó qué pasaba. “Estoy pensando de dónde le viene a Daniel la amabilidad de venir a buscarnos las hojas del guion y llevárselas al copista, hacer de mandadero, cosa que Daniel nunca hizo”, comentaba con Gius. “Daniel las viene a buscar porque las lee y las corrige antes de dárselas al copista”, llegué a la conclusión. Bajamos y fuimos al copista. Cuando el co-pista nos alcanzó las hojas, las vimos todas llenas de tachaduras y correccio-nes en tinta verde, que era la que usaba Tinayre. Fui a ver a Tinayre y le dije que no tenía que hacer eso, tenía que decírmelo a mí, porque había incluso una disposición de Argentores que decía que, si el director corregía el libro, yo como guionista podía impugnar la película en el estreno. Claro que no iba a hacer eso, porque parar una película en el estreno era como ejecutarla, teniendo en cuenta que se gastaban no menos de cieto cincuenta mil pesos solo en publicidad. Pero por eso no quise ir a ver la película. Solo la vi tres o cuatro meses después del estreno, y no me gustó.

¿Hubo muchos cambios entre el guion y la película, o Tinayre trató de seguir lo

que estaba en el guion?

Tinayre habrá seguido un noventa por ciento el guion. Pero modificar un diez por ciento sin mi conocimiento para mí es como modificar toda la obra. No se debe hacer eso. Además, pasaba lo siguiente: la historia ocurría en un ambiente proletario, un ambiente que Daniel desconocía. Me acuerdo de que en un momento el Cholo (Carlos Monzón) ya había tenido contacto con la Mary (Susana Giménez), y un compañero de trabajo le pregunta: “¿Ya te la moviste?”. Y Daniel no sabía qué quería decir eso de “te la moviste”. Daniel no conocía la jerga que hablaba esa gente de frigorífico, que era gente de cuchillo en la cintura, pero no en las horas de trabajo, sino después del trabajo. Vaya a saber qué cantidad de cosas él no sabía. Creo incluso que Daniel nunca viajó en un subte, tranvía o colectivo, así que no sabía cómo hablaba esa gente, cómo pensaba, cómo se comportaba.

¿Cómo era el trabajo con Gius33 en la elaboración del guion?

33. José comenta más sobre Gius y Mary, su esposa, en los Anexos.

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Con Gius era muy agradable trabajar. Lo hacíamos en su casa de la calle Charcas, entre Esmeralda y Suipacha. Gius tenía un gran sentido del humor. Ambos, en conjunto, lo teníamos.

Lo que más me gusta de la película es una cosa que no estaba en el libro, que pusimos con Gius. Hablo de la secuencia en que ella quiere ha-cer el amor con él en el ascensor del hotel. Eso es lo que más me gustó. Es decir, su negación llegaba hasta salir de la iglesia. Cuando salía de la iglesia –luego de haberse casado–, ya se tenía el campo libre. No llegaban todavía a la habitación y ella quería hacer el amor. Con Gius nos pusimos muy con-tentos al escribir esa escena.

Yo no creía en nada de esas escenas del comienzo, cuando le viene un dolor a la pequeña y entonces el padre se retrasa, pierde el tranvía que toma todos los días, y que será el tranvía que sufre el tremendo accidente en el cual mueren to-dos aquellos trabajadores en la madrugada, en aquel puente que estaba abierto. Gius y yo no creíamos en la película, pero tratábamos de hacer lo mejor posible.

Es interesante percibir que a usted siempre le ha gustado coescribir los guiones

junto con otra persona.

Siempre. Necesito lo que llamo el “rebote”, que es lo que nosotros ejercita-mos al plantearnos, por ejemplo, la siguiente situación: un hombre llama a la puerta. Se trata de un indio, que está vestido de indio, pero con una gorra moder-na. Entonces, al abrir la puerta, dice: “Perdón, ¿el rodaje no es acá?”. “No, debe ser arriba, donde hay ruido”. En ese caso, Gius me diría: “Es un poco forzado, José. Qué le parece si ponemos un cura que diga: ‘Buenas tardes, ¿acá es donde tengo que dar la extremaunción?’”. Ese es el “rebote”. De un “error”, empezamos a mejorar y vamos convirtiéndolo en un acierto. Entonces, yo le digo: “No, Gius, hagamos una cosa… no es un sacerdote. Es un hombre que trae un féretro: ‘Bue-nas tardes, ¿dónde está el cadáver?’. ‘¿Qué cadáver? Acá no hay ningún cadáver’. ‘¿Este no es el tercero C?’. ‘No, este es el segundo C’. ‘Ah, perdón’, y se va…”.

Los “rebotes” nacen de una sugerencia, para luego ir mejorando, “re-botando”. Otro elemento que me gusta que exista en los guiones son las extemporaneidades comunes pero naturales, como en la vida. Situaciones como, por ejemplo, cuando alguien va caminando por la calle y de repente

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un perro le ladra y salta para el costado, aunque ese perro no tenga nada que ver y el tipo no le cuente a nadie qué pasó con ese susto. Yo nunca vi una película donde alguien contesta un teléfono y le diga “equivocado” a la persona, que simplemente se equivocó. En las películas, si alguien llama “equivocado”, es para saber si yo estoy acá, para entrar o no entrar a robar-me. Pero equivocarse por equivocarse, yo nunca he visto. Por eso me divier-te tanto cuando Bárbara Mujica, en la escena del veneno de Los muchachos

de antes no usaban arsénico (1976), pregunta: “¿Y por qué iba a hacer eso?”. Y Narciso le dice: “Bueno, si esto fuera una película, lo haría porque usted vino sola, no tiene novio. Pero si esto fuera una película…”. Luego hago una pausa para que el espectador piense, y ahí sigo…

Esos pequeños detalles son lo que llamo “la argamasa” que une los ladrillos. Un ladrillo encima de otro se cae cuando llega a una cierta altura. Pero cuando pongo la argamasa, eso va a quedar sólido, y lo sólido en la ar-gamasa son esas pequeñas cosas. Es una forma de enganchar al espectador sin que sepa que lo estoy enganchando. Admito que hay que ser hábil para eso, y no siempre consigo hacerlo. Pero cuando lo consigo, me regocijo.

En lo que se refiere a su proceso de escritura, ¿tiene otras claves que también le

parecen necesarias de proyecto a proyecto?

Las claves son las más simples y las más respetuosas: saber de qué se está hablando. Acuérdese de aquel día en que fui a ver a Eduardo Borrás y me dijo que había rechazado una película. Le dije: “¡Pero Eduardo, cómo la va a rechazar si está sin trabajo!”. “La rechazo porque es una película de gauchos. Yo no sé lo que hace un gaucho un domingo a las cuatro de la tarde”. Uno tiene que hablar de lo que sabe, no puede hablar de un gerente de fábrica sin saber lo que hace un gerente de fábrica. No se puede hablar de un tornero si no sabe lo que hace un tornero. Hay que saber de qué se habla.

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Capítulo 09.

Los chantas

En uno de los afiches de promoción de la película, sobre la letra “n” de Los chantas, el dibujo hacía un corte de mangas. Eso, para mí, aunque

sea un detalle casi insignificante, tiene un valor extraordinario, porque José tuvo una osadía poco habitual en aquella época.

Además, el humor que tiene la película, la cercanía que alcanza con la vida real, lo que hacían esos personajes era lo que vos podés encontrar

en la gente, los tipos que hacen cualquier cosa para no trabajar. Y lo que me parece más importante es que la película

no ha hecho solamente reír, ha hecho emocionar.

Alberto Borello, compaginador de Los chantas

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Entender los códigos

¿Cómo surgió la posibilidad de realizar Los chantas (1975)?

Un día, el Flaco Norberto Aroldi vino a decirme que le estaban recha-zando un libro por todos lados, y quería que yo lo leyera para entender lo que estaba pasando. Lo leí, y le dije que se lo rechazaban porque estaba escrito muy apurado, era una hermosa idea que había sido escrita en una noche. A los tres días, me tocó la puerta –porque yo no tenía teléfono– y me dijo que Héctor Báilez quería verme esa misma noche. “Mire, José, vengo a verlo porque el Flaco Aroldi me dijo que le había gustado mucho su obra”. “No, no me gustó nada la obra”, le dije, “lo que me gustó fue la idea”. La situación quedó un poco confusa. Hablé con el Flaco y le dije: “Mirá, Flaco, vamos a hacer una cosa. Si Héctor quiere hacer esta película y también quiere que yo la dirija, hago el desarrollo del guion con Gius y vos podés firmar el argumento”. El Flaco, poniéndose pálido, me preguntó: “Pero el protagonista voy a seguir siendo yo, ¿no?”. “Sí, sin ninguna duda. El libro está escrito por vos y hecho para vos”.

¿Cómo fue el proceso de escritura?

Los chantas tiene dieciséis personajes protagónicos, y lo que teníamos que solucionar con Gius era que cada personaje tuviera su prólogo, su desa-rrollo y su epílogo. Lo conseguimos. Fue un bordado literario que nos costó mucho trabajo, pero quedamos satisfechos. No quería llegar a esos finales corales donde de repente todo se soluciona porque sí, sino que fuimos so-lucionando particularmente la trayectoria de cada uno de los personajes, y qué era lo que les pasaba. Fue, además, un guion en el que trabajamos una temática picaresca porteña muy típica, que los dos ya conocíamos. La película tiene cierta candidez: en secuencias como la que roban un caballo de noche, y roban la línea telefónica de una vecina para no pagar la cuenta, tienen un poco de ingenuidad que se corresponde con el momento. Tenga en cuenta que ese era el año 1975, cuando no se había llegado a los niveles de delincuencia actuales. Pasando los años, nos dimos cuenta de que esos

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chantas no eran ni siquiera ladrones de gallinas, comparados con lo que vino después. Eran tipos a quienes sacaban de la comisaría porque ocupa-ban espacio en la cárcel, pero los dejaban porque no podían –o no querían– meter presos a los verdaderos delincuentes.

En cuanto a los diálogos, al “habla” de los personajes, creo que, de toda su obra,

esta viene a ser quizás la película en la que más se siente ese hablar porteño.

Es que son personajes auténticamente porteños, de los barrios donde más se difunde ese tipo de expresión. Es más, es donde incluso subsisten expresiones de diez a doce años atrás, que ya se han olvidado en otros ba-rrios. Eso lo cuidamos mucho con Gius, porque todos los personajes tenían una forma de expresarse: aunque vinieran del interior, traían el uso de sus palabras.

Lo que dice me hace pensar que su forma de mirar al porteño como la de alguien

que vino desde afuera es distinta en relación con alguien que ya nació en esa

cultura. Por más que usted haya venido muy joven a Buenos Aires, pasó por un

proceso inevitable de tener que encajarse en esta cultura porteña, lo que le trae

una percepción distinta del “ser porteño”.

En mi barrio impuse una palabra, y mi barrio me impuso cien. Impu-se la palabra “refucilo”. “Está refucilando”, decía, y los chicos porteños no sabían qué era eso. “¿No viste cuando el cielo se ilumina de repente?”, les decía. “Pero eso es relámpago”, me decían. “Sí, sé que es relámpago, pero en el campo nosotros decíamos refucilo” y los chicos empezaron a decir refucilo. Es una palabra más linda que relámpago.

De mis películas, El crack también era muy porteña, aunque esos trein-ta y cinco metros que separan la Capital Federal de la Isla Maciel son mu-cho más que treinta y cinco metros, para el concepto de la forma de hablar, de vestirse, de obrar, de proceder. Cruzando el Riachuelo se está en otro ambiente, con otros códigos, y nada más que en tres minutos de travesía.

Pero, efectivamente, Los chantas es mi película más porteña, porque es-tamos hablando de un grupo de gente específica del barrio porteño de Villa

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Crespo. Ninguno de ellos tiene un oficio, excepto el italiano, que es fotó-grafo (hasta cierto punto), y Tincho Zabala, que vende café (aunque a veces lo vende como excusa para efectuar pequeños hurtos). Por eso me divierte mucho cuando tienen la mala suerte de asaltar a Ringo Bonavena.34 Ellos se quedan tan asombrados y tan agradecidos con su presencia, que Cacho Espíndola dice: “¡Ringo! ¡Ringo! ¡Yo también soy hincha de Huracán!”, que era el club del cual Bonavena era devoto. “Pero ¿qué es esto?”, dice Bonave-na, “¿Un afano o Almorzando con Mirtha Legrand?” (risas). Habían comen-zado un diálogo que no tenía por qué producirse.

Allí le hizo un guiño al programa Almorzando con Mirtha Legrand. Pero ade-

más hay varias citas, por ejemplo, al doctor Guerrico y a la película El caballo del pueblo (1935), de Manuel Romero.

El caballo del pueblo era una película que iba a hacer Carlos Gardel para Lumiton, pero murió en el accidente de Medellín. Así que la hizo Juan Carlos Thorry. El personaje de Ángel Magaña, del viejo actor que está en la barra, de-cía: “Pero es claro, El caballo del pueblo, el mismo tema que íbamos a hacer en nuestra gloriosa Lumiton, con Pepito Guerrico… Robamos un caballo...”. Creo que también lo nombró a Romero, que era un hombre a quien quería mucho.

Está citado también “El memorioso”, Ireneo Funes.

Ireneo Funes es el personaje de Borges que, para recordar un día de su vida, tardaba todo un día, pues distinguía un perro que había visto a las tres y catorce del perro que había visto a las tres y dieciséis, porque, al cambiar un poco la dirección del sol, el pelaje tenía un color y un sombreado distintos. La referencia que la película hace a Borges se da porque, cuando ella le pregunta el nombre al Flaco en Los chantas, él dice que se llama Ireneo. “¿Como Funes?”. “No, como Leguisamo” (por un famoso jockey llamado Irineo Leguisamo).

34. Oscar Natalio Ringo Bonavena (Buenos Aires, Argentina, 25 de septiembre de 1942 - Reno, Nevada, Estados Unidos, 22 de mayo de 1976), fue un boxeador argentino de peso pesado. Se inició como boxeador en el Club Atlético Huracán, y en 1959 fue campeón amateur. Inició su ca-rrera profesional en Estados Unidos, la meca de este deporte, adonde regresó con frecuencia.

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El “chanta” es aquel tipo vago y atorrante que a veces lleva a cabo pequeños robos.

Pero es interesante que la película ponga el acento en la cuestión de los principios,

el “tener códigos”. Si pensamos en los personajes de Jorge Salcedo o Elsa Daniel,

vienen de ámbitos diferentes y ya no comparten esos mismos códigos.

Efectivamente. Es lo mismo que sucede en Noches sin lunas ni soles

(1984), y lo admite el comisario que hace Lautaro Murúa, cuando dice: “Cairo es un chorro derecho”. Eso quiere decir que Cairo es un hombre decente, respetuoso de los códigos, a pesar de que esos sean códigos plan-teados por ellos. Hasta el propio comisario no quiere detener a Cairo, sino recuperar el dinero que tiene Cairo. “¿Dónde está la guita?”, le pregunta, cuando Cairo se está muriendo.

Los chantas me hizo pensar en Nueve reinas (2000), de Fabián Bielinsky.

Y le habrá hecho pensar también en Los desconocidos de siempre (1958), de Mario Monicelli, porque estaba muy influenciada. Nosotros lo sabíamos y nos había gustado mucho esa película. A mí no me da vergüenza decirle que Los chantas es una suerte de Los desconocidos de siempre porteña.

Además, tiene el espíritu de las películas de Monicelli, si nos remitimos a ese gru-

po de amigos pícaros y juguetones, como los de Amici miei (1975).

Ah, sí. ¿Se acuerda cuando les dan bofetadas a los que están asoma-dos a la ventanilla del tren? Temáticamente, el cine italiano me afianzaba muchísimo (y a Gius también). Siempre había “una de cal y otra de arena”, una película de sonrisas y otra de lágrimas. Nos gustaba hacer también esa mezcla, porque sabíamos hacerla.

No quiero comparar las películas, pero sí señalar ciertos diálogos y situaciones

que se asemejan entre Los chantas y Nueve reinas. Si tomamos la primera esce-

na del colectivo en Los chantas y la primera escena del kiosco en Nueve reinas,

vemos que dialogan mucho para hacer una especie de prólogo, y muestran que

algo raro está pasando, aunque no se sabe exactamente qué. Además, en ambas

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películas se pone en juego “el arte de la trampa”, del ingenio, a la hora de cometer

una estafa, un engaño o un atraco.

No había advertido eso. Pero puede ser, en el sentido de que ambas rea-lizan el arte del robo sin hacer uso del “gatillo fácil”. Cuando en Los chantas usan el revólver y alguien lo reprocha, el tipo dice: “Era de mi viejo, para asustar a la gente, nomás”, como un juguete que ellos incluso mal saben manejar. Era simpática la cosa, con gente que tenía un código delincuente, pero dentro de otro nivel. No como ahora, que no hay día en que no apa-rezca un muerto a las tres de la tarde por evitar el robo de su vehículo. Ya no se roba el vehículo, se mata y se roba el vehículo. En aquel momento, hubieran robado una bicicleta.

En cuanto a Nueve reinas, me gustó muchísimo la película de Fabián Bielinsky. Fui presidente del jurado en el concurso que hizo Patagonik, donde la película ganó el premio a mejor guion. La empresa daba también la opción de que el autor del guion dirigiera o no la película. Cuando abri-mos el sobre y vimos que el ganador era Bielinsky, descarté de inmediato que la empresa fuera a buscar otro director, porque él era uno de los me-jores directores asistentes que tenía la cinematografía argentina, y además había hecho muy buenos cortos.

¿Será que se nos pinchó el bandoneón?

En Los chantas, usted retoma el tema de la amistad. Pero es como si el tema

asumiera un protagonismo mayor, comparándolo con El crack y Dar la cara.

En verdad, nosotros habíamos trabajado con una barra de amigos en El crack, en Dar la cara y también en Los chantas. El grupo de amigos de El

crack era de los alrededores de Buenos Aires, una clase social particular. En Dar la cara, es un conglomerado que mezcla tres grupos, representantes de distintos ámbitos sociales. En Los chantas, decidimos encerrarlos en una casa, su reducto, su refugio, con una mirada más piadosa, más simpática; ellos nunca lastiman a nadie, nunca pegan una trompada.

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Al ser dieciséis protagonistas, cada uno de ellos tenía sus características, su entorno, su problemática. A mí me gusta mucho, por ejemplo, el personaje de Elsa Daniel con su padre, productor de televisión, andando en un coche abierto, haciendo esos juegos más peligrosos de lo que hubiera supuesto el Flaco. Se percibe en ese personaje la diferencia que tiene frente a lo de Aroldi, cuando él cree que la lleva a un hotel alojamiento con un fin, pero ella quiere llevarlo para asaltar ese hotel, para ver hasta dónde llega su predisposición. Otra situación in-teresante es cuando Olinda Bozán –cuyo hijo, el personaje de Cachito Espíndo-la, le hace las mil y una– le va a cobrar al Turco, a quien la señora le hace la ropa. Hay un momento muy lindo en el que ella se confiesa con el Flaco, al atardecer, y le dice: “Pero las madres también tenemos que ser un poco chantas”. Hay planteamientos de esa naturaleza que son verdaderamente divertidos. Todos esos pequeños detalles conforman una realidad particular en cada uno de ellos.

Por momentos, la película asume un tono de nostalgia, como en esa escena en

la que el personaje de Juanita Hidalgo le propone a su pareja –interpretada por

Héctor Pellegrini– volver a Villa Cañás.

“Allá nos conocíamos todos, vivíamos mejor”, dice el personaje de Jua-nita Hidalgo, cuando hablan de volver a su pueblo. “¿Para qué? ¿Para ir a la ruta donde se mató Alberto?”, le dice el personaje de Héctor Pellegrini, lo que era una verdad, pues mi amigo Alberto Mariani murió en esa ruta, que iba en dirección a Villa Cañás. “¿Para seguir esperando la llegada del tren?”. Los dos tienen puntos de vista distintos. En otra secuencia hay un momen-to en que el personaje del Flaco le pregunta al de María Concepción César: “¿Por qué te viniste a esta ciudad?”. Y ella dice: “Para comerme a Buenos Aires”. No se la comieron, no le dieron ningún mordisco. Buenos Aires los fagocitó a ellos. Sí, acá hay una nostalgia más marcada.

Otro punto que la película marca mucho es que esos personajes están dolidos por

la vida, como si la vida los hubiera llevado por adelante. Eso me hizo pensar has-

ta qué punto todas esas vivencias que tuvo en Chile y la crisis personal de Viaje de una noche de verano empiezan a surgir acá de fondo en Los chantas, en el

fondo de esos personajes.

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Puede ser. Este tipo de conversaciones que estamos teniendo lo be-neficiaron a usted, porque le dan asunto para escribir un libro, pero me benefician a mí porque me hacen recordar o descubrir cosas que no me he dado cuenta que las estuve viviendo.

Hay otro momento muy lindo, al final, cuando el personaje de Tincho Zabala le

dice al Flaco: “¿No será que se nos pinchó el bandoneón?”.

Es la secuencia de la despedida frente a la comisaría, cuando el Flaco reencuentra al personaje de Elsa Daniel, que está en el auto llorando por-que él descubrió la verdad (que ella lo había engañado). Cuando el Flaco la rechaza, sigue caminando por la vereda, hasta que encuentra a los persona-jes de Tincho Zabala y María Concepción César. Entonces, Tincho Zabala le dice: “Flaco, ¿será que se nos pinchó el bandoneón?”. Esa hermosa frase es de Gius.

Tincho Zabala nos parecía un buen partenarie de Norberto Aroldi, por-que eran el gordo y el flaco, el alto y el bajo, el tonto y el vivo, que encarna-ban como dúo. Sin embargo, yo necesitaba tener mucho cuidado con eso, para que nadie supusiera –ni ligeramente– la posibilidad de homosexua-lidad, por el hecho de que ambos dormían en la misma habitación, eran dos hombres, y uno reniega por no tener éxito con las mujeres. Necesitaba tener mucho cuidado para que eso no enturbiara la película. Afortunada-mente, en más de treinta años, nadie me preguntó acerca de eso. Porque acá lo que tratamos es la apología de la amistad. Entre una mujer que le falló y el amigo que lo ayudó en las buenas y en las malas, el tipo se queda con el amigo. Las mujeres pueden aparecer. Pero a los buenos amigos a veces uno se pasa la vida entera sin encontrarlos.

Recuerdo una expresión muy interesante que usted dijo en un reportaje sobre

Noches sin lunas ni soles, que creo que viene al caso: “el amor de la amistad”.35

35. Ruben Tizziani –autor de la novela Noches sin lunas ni soles– narra la historia de dos amores: el amor de la amistad –un amor auténtico entre dos amigos, cosa a la que no hay que tenerle miedo–, y un amor entre un hombre y una mujer”. Tiempo Argentino, 1 de febrero de 1984.

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Nunca he tenido una insinuación sexual de parte de ningún amigo. Y, por supuesto, nunca la he motivado. Pero, sin embargo, a los amigos los he amado. Decir “querido” es una palabra menos potente. Pero “amado” también es una palabra peligrosa. Si le digo a un amigo “te amo”, estoy cru-zando una línea que no se debe cruzar. Pero, verdaderamente, mis amigos se han jugado por mí, y yo me he jugado por mis amigos. Para qué vamos a hablar de eso, si ya lo manifiesto en todas mis películas.

Un aspecto interesante en el reportaje36 que Fernando Martín Peña y Sergio Wolf

hicieron sobre el tema de la amistad en su obra es que no existe un conflicto interno

propio de la amistad, mientras que sí lo hay en las relaciones familiares o amorosas.

No creo que uno busque la amistad para estar cubierto cuando tiene un problema, sino que simplemente, cuando tenga un problema, esa amis-tad –que ya existe– también podrá servir de ayuda. La amistad sirve para la alegría, para el conocimiento de las cosas, porque genera diálogo. Si us-ted elige a un amigo, lo elige con características que le den cierto tipo de “beneficios”, es decir, buenos diálogos, buenos chistes, sentido del humor, solidaridad, salir a tomar un café (que es mucho mejor que tomarlo solo). Un amigo es el hermano que te regala la vida. La vida te da un hermano.

Dificultades

Quisiera que me hablara sobre un hecho que antecedió al rodaje de Los chantas,

relacionado con el director de fotografía, Ignacio Souto.

Estábamos haciendo pruebas de luces con Ignacio, antes de empezar el rodaje propiamente dicho. En un momento estábamos filmando, haciendo pruebas en la locación de la casa, e Ignacio empezó a sentirse mal. Nos movimos, lo llevamos a un sanatorio en San Isidro –cerca de donde vivía–, y a los pocos días falleció.

36. Dossier “José A. Martínez Suárez, el memorioso”, Film, núm. 19, abril-mayo, 1996.

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Fue suplantado por Humberto Peruzzi. Después, Humberto también tuvo un problema de salud, y Aníbal Di Salvo lo reemplazó por cuatro o cinco días. Pasados esos días, Humberto volvió al rodaje y siguió como nuestro director de fotografía. A Ignacio Souto le hago una dedicatoria al inicio de la película.

Su muerte nos afectó mucho, no solo porque se estaba por hacer la película, sino porque era un muchacho a quien todos queríamos. En varias oportunidades tratamos de organizar una lista opositora para que dirigiera el sindicato. Confiábamos mucho en Ignacio, era un hombre honesto, de muy buen carácter. Sentimos mucho su pérdida, sobre todo porque ocurrió súbitamente, en menos de una semana.

¿Cómo seleccionaron a los actores? ¿Escribieron el guion pensando en posibles

actores para interpretarlo?

Sabíamos que teníamos al autor del libro como protagonista –Norber-to Aroldi–, pero no teníamos a la actriz Elsa Daniel, tampoco teníamos a María Concepción César. A Olinda Bozán la tenía más o menos pintada, porque de alguna forma ella tenía que representar a mi madre (no por nada el personaje se llama Doña Rosa, como se llamaba mi madre).

¿Tuvieron dificultades para coordinar la agenda con los actores?

Yo era el que sufría las consecuencias, pero la gente de producción era la que sufría el problema. Los buenos productores nunca hablan de los pro-blemas hasta que no tengan solución. Ningún buen jefe de producción va a decir que tal actor está retrasado, porque el director tiene que estar en una burbuja de cristal donde está haciendo lo suyo, no hay que crearle más pro-blemas de los que naturalmente le van a llegar. Así que, en Los chantas, sabía que íbamos a tener problemas con eso, como que tal actor no iba a poder es-tar la semana siguiente porque tenía que grabar un unitario para televisión.

En un momento, un actor me pidió permiso para hacer unos ensayos en el teatro Presidente Alvear. Le dije que no podía liberarlo porque tenía-mos rodaje. Llegó ese día, y me dijeron que ese mismo actor no podía venir

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porque estaba enfermo. Llamé a Parrilla, y en voz baja le dije: “Te juego lo que quieras a que ese muchacho está en el Alvear”. Parrilla fue al teatro, lo vio ensayando en el escenario, le habló al oído y lo trajo al rodaje (no lo trajo de una oreja, pero casi).

En ese entonces había una efervescencia general, con mucho cine, mu-cho teatro, mucha televisión, mucha radio, mucha gira por el interior, y había que jugarse. Teníamos un elenco fabuloso. ¿Quién no quería tener un elenco como ese? Eso es lo que me enseñó Daniel Tinayre: a buscar un elenco sólido, que convocara al público, que el nombre de los que dividían el reparto fuera motivo para querer ir a ver la película, porque eran actores queribles, recordados.

¿Cómo fue el trabajo con Norberto Aroldi?

El Flaco era tan divertido como peligroso. Me acuerdo de que, cuan-do estábamos haciendo un guion –que después no funcionó–, él siempre llegaba tarde o no podía venir. Como yo vivía en ese departamento en que todavía no tenía teléfono, me asomaba al balcón y aguardaba la llegada del Flaco. Un día vi que se detenía un taxi en la vereda de enfrente y él se bajaba de ese auto. Me quedé muy sorprendido porque estaba llegando a las tres en punto, como habíamos combinado. La cosa iba bien hasta que vi que el taxi se quedaba esperando. Sonó el timbre de calle, oprimí el botón para que subiera, y él me dijo, hablando serio: “Vengo con un problema, José. A mi suegra le dio un ataque. Un ataque porque hoy es el cumpleaños de mi hija y no la quiero invitar. Cuando se entere, le va a dar un ataque”. “¡Ah, le va a dar un ataque! O sea que todavía no le dio el ataque…”. Era simpatiquí-simo. Tan simpático como peligroso.

Los chantas fue la última película suya con Alberto Parrilla como Jefe de Pro-

ducción, quizás la persona más importante en su recorrido profesional.

Sí, seguro. En Interamericana me encontré con Alberto –que estaba como ayudante de producción en Apenas un delincuente (1949), de Hugo Fregonese–, mientras nosotros estábamos preparando en esa empresa la

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preproducción de La simuladora, que después no se hizo. Alcancé a hacer Mi noche triste, con Demare, y a continuación vino Tinayre, que presentaba Deshonra. Ahí nos encontramos con Parrilla y nos sentimos muy a gusto trabajando juntos.

¿Qué cualidad tenía Parrilla que a usted le costaba encontrar en otros productores?

El impulso que me daba: “¡Dale, que lo hacemos!”. Para una película en que trabajó, debe haber librado unos dos millones

en cheques voladores, sin fondos. Él decía: “Ese cheque no tiene fondos, pero lo doy como reserva. Tenga seguro que le voy a pagar ese dinero”. La gente lo aceptaba. Y, cuando el Instituto devolvía el dinero, Parrilla devolvía el dinero. Pero no es menos cierto que, si alguien venía y no cumplía con lo que había pactado, Parrilla lo agarraba a trompadas. Eso lo vi, no me lo contaron.

Usted dijo una vez que Alberto –como todo buen productor– trataba de resolver

los problemas de producción sin que usted se distrajera de su trabajo. Pero, una vez

resueltas las situaciones, ¿él le comentaba los problemas por los que había pasado?

Yo lo sabía. Después nos reíamos de noche. Él decía, por ejemplo: “¿Viste cuando quisiste hacer la toma de la puerta? ¿No te dije que se estaba ocultando el sol, y lo mejor era hacer la escena del árbol?”. “Sí, Alberto, pero me da lo mismo”. “Hacé la del árbol antes”, me aconsejaba. Y eso porque no tenía la puerta, todavía no la había conseguido. Pero él no me decía que no había llegado la puerta, para no alterarme. Él me “trabajaba” sin que yo lo supiera, pero después nos reíamos de lo que pasaba.

Una película popular

¿Usted imaginaba que Los chantas iba a tener el éxito que tuvo?

¿Usted recuerda la cantidad? ¡222.222 espectadores! Imposible de olvi-darse, los seis dos. Pero atención, esos doscientos veintidós mil espectado-

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res fueron en salas de estreno, con simultáneas. Después, la película siguió recorriendo los cines del interior. Es mi película más exitosa. Realmente no me lo esperaba.

El preestreno de Los chantas tiene un valor afectivo muy particular, porque lo

hizo en Villa Cañás.

Llevamos una delegación sensacional a Villa Cañás. Fueron los actores sin cobrar nada, a beneficio del hospital y de la Escuela 178, a la que yo había con-currido y en la cual mi madre había sido maestra. Pasamos el sábado en Villa Cañás, y al día siguiente nos fuimos a Vedia, el pueblo de Báilez –el produc-tor–, ubicado a sesenta y cinco kilómetros, donde también la proyectamos a beneficio. Fue sensacional.

¿Y cómo se sintió al retornar a su pueblo, con una película propia bajo el brazo?

No se puede describir, no hay palabras. Estar sentado en una butaca frente a la misma pantalla en que había visto cerca de mil películas, donde jugaba cuando era chico, y ahora haber logrado mirar una película mía. ¿Cómo podía ser eso?

Hicimos dos funciones, y las dos a sala llena, porque era un precio distinto, un acto de solidaridad para dos entidades. Fue verdaderamente hermoso, llega-mos alrededor de las cuatro de la tarde, fuimos a la confitería del hotel Colón, con cien personas agolpadas en la ventana del hotel mirando, haciendo lo mismo que yo hacía cuando era chico y llegaban los basquebolistas de Junín. Cuando llegamos, fue todo un acontecimiento. Pero eso no alcanzó a compensar el agra-decimiento que le tengo a mi pueblo. Eso fue un granito de arena, nomás. A mi pueblo le debo muchísimo, a todas las maestras y maestros que tuve, a los bi-bliotecarios, a los curas Antonio Llonch y Juan Riganelli –quienes, aunque yo no he sido un católico practicante, fueron queridos amigos–, y a las personas mayores que respetaban a los chicos y les enseñaban ese sentido solidario.

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Capítulo 10.

Los muchachos de antes no usaban arsénico

José tiene una manera de relatar con un ritmo que cambia según lo que se propone la historia, pero que nunca es frenético ni demasiado pausado,

que sigue siempre la necesidad interior de la historia y revela a los personajes con detalles muy sutiles, suficientes para que sepas más de ellos y

que tornen esa experiencia más rica. José no es parecido a ningún otro director argentino, pues sus películas son como él: inteligentes, sutiles,

capaces de generar afecto y reacciones sorpresivas en el público. José tiene una capacidad de contar con una aparente sencillez que, sin embargo, es

muy pensada, equilibrada, precisa, y cuando te das cuenta ya estás atrapado.

Aída Bortnik, guionista

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Lo negro por detrás del humor negro

En testimonios de la gente que me habló sobre usted, ha sido recurrente la referen-

cia al humor refinado, con fuertes toques de acidez, que caracteriza su personali-

dad. Si intentamos trasladar esto a su obra, Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976) parece ser la película que más se acerca a ese “tono” de humor.

Es posible que esa gente, sin darse cuenta, advierta que hay un paralelo con la situación que se estaba viviendo en aquel momento en Argentina. La gente simplemente desaparecía, y el mundo seguía andando. Yo marco ese gesto en la película. Creo que la gente, sin darse cuenta, sintió que se estaba tocando ese tema de la única forma en que se podía tocar: haciendo creer que nos estábamos riendo y, sin embargo, tendríamos que estar llorando.

Lo interesante es el “tono” que usted encontró para hablar del tema. Porque po-

dría haber optado por lo satírico, o lo testimonial.

No me lo hubieran permitido. Sobre todo me causaba mucha gracia que se usara la Biblia para defender a los asesinos, porque de acuerdo con cómo se interpreta un versículo, puede servir para una cosa u otra.

La película trata un poco de eso, muy subrepticiamente. Tanto es así que esas mismas personas que hacían lo que la película denuncia la eligen para que represente al país en el Oscar (pausa). No se dieron cuenta, pero después la gente empezó a enterarse. Es posible también que mi crítica haya sido tan sutil que sin duda pasó desapercibida. Porque, si no, no la eligen. La película hablaba de gente desaparecida para la que no existía tumba, no existía cadáver, desaparecieron, no están. Van al cementerio y no la encuentran, tiene el nombre de otra persona.

Lo increíble de eso es pensar que hiciste la película dentro del contexto de inicio

de la dictadura, pero, al mismo tiempo, el miedo y la desaparición de personas

ya existían mucho antes de esa fecha.

En ese momento ya había desaparecido gente de mi familia, amigos míos; ya se sabía lo que estaba ocurriendo. Era tenebroso, la “Triple A”

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se movía ejerciendo un poder absoluto, sin darle cuenta a nadie de lo que hacía. Es verdad que en Argentina se sabía menos que en el exte-rior, pues en el exterior sabían dónde estaban los centros de detención, y acá en Argentina no lo sabíamos. Podría haber un centro de detención en el taller mecánico al lado de nuestra casa, o en una fábrica cerrada, y nosotros no lo sabíamos. La situación política estaba muy alterada. Eran momentos verdaderamente dramáticos, muy peligrosos, mucha gente se jugó.

Nos dieron fecha de estreno en el cine Ocean. Entonces Héctor Bái-lez –productor de la película– me dijo: “Pésimo momento para estrenar, José. Voy hablar con la señorita Ortiz (dueña de la cadena de salas) para que cambiemos la fecha de estreno”. Al día siguiente, Báilez me comu-nicó: “Me dijo la señorita Ortiz que, si cambiamos la fecha, el estreno va a ser recién para el año que viene. Así que vamos a tener que mantener la fecha”. Aceptamos la imposición, mientras Buenos Aires estaba alte-radísima, asustada, temerosa. Había acciones de violencia, y el gobierno emitía comunicados que decían: “Reina absoluta calma en todo el país, se aconseja a la población no salir de casa a partir de las veinte horas”. En este marco, nosotros teníamos la película en cartel. Estuvo por dos sema-nas en el cine Ocean, y desapareció.

A su vez –por la gente que he podido entrevistar–, se siente que esta es la película

más querida de su filmografía.

A mí también me ocurre lo mismo, a pesar de que, cuando veo Noche

sin lunas ni soles, advierto que también es una película muy sólida, con muy buenas secuencias y muy buenas interpretaciones.

¿Dónde cree que se originó su gusto por el humor negro?

Hay tres autores innegables en el humor negro: G. K. Chesterton,37

37. Gilbert Keith Chesterton (Londres, 29 de mayo de 1874 - Beaconsfield, 14 de junio de 1936) fue un escritor británico de inicios del siglo XX. Cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la narra-ción, la biografía, la lírica, el periodismo y el libro de viajes.

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Jorge Luis Borges y Saki.38 Los tres fueron escritores que leí a lo largo de toda mi vida –y releo– continuamente.

¿Y tenía referencias cinematográficas?

Sí, por supuesto. Acuérdese de que don Humberto pasaba películas de la Warner, que hacía tanto cine negro como de pistoleros. Por lo general, no había tantos códigos en aquel momento, el asesino era el asesino y el policía era el policía. Después vino un momento en que el asesino era el policía y el honesto era el pistolero.

Pero dentro del cine negro también había cierto humor negro…

En Scarface (1932), la primera versión de Howard Hawks sobre la vida

de Al Capone, ocurren dos situaciones muy particulares: hay un persona-je –de segundo orden en la pandilla de mafiosos– que nunca entiende los números de teléfono. En un momento suena el teléfono, el tipo atiende y pregunta: “¿Qué teléfono?”. Al entender todos los números, justo en ese momento, una ráfaga de ametralladora lo mata. Segunda circunstancia: Boris Karloff es el jefe de la banda contraria y está jugando al bowling. En el momento en que va a tirar la bola, lo acribillan a balazos. Pero la bola alcanza a salir de su mano y, cuando llega a los palotes, los voltea a todos. El jugador ya estaba muerto, ¡y sin embargo había hecho un strike!

Más que humor negro, en el cine negro había una advertencia de que no todo es lo que parece. Yo iba sacando conclusiones de eso, y de las lectu-ras que me apasionaban, como Guy de Maupassant,39 que es muy sarcásti-co. Esos nombres fueron conformándome en un ser lector, un espectador no cándido, un espectador que le agradecía al autor que lo sorprendiera en el final. Que, por ejemplo, la asesina fuera la abuelita que se quedaba

38. Hector Hugh Munro, conocido por el seudónimo literario Saki (18 de diciembre de 1870 - 14 de noviembre de 1916), fue un cuentista, novelista y dramaturgo británico. Sus agudos y, en ocasiones, macabros cuentos recrearon irónicamente la sociedad y la cultura victorianas en que vivió.

39. Henry René Albert Guy de Maupassant (Dieppe, 5 de agosto de 1850 - París, 6 de julio de 1893) fue un escritor francés, autor principalmente de cuentos.

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tejiendo todo el día y preparando la torta a los nietos, en lugar de que fuera ese tipo petiso, sucio y grasiento que, cuando subía al colectivo, era el que empujaba a la gente y el primero en subir.

Jaque mate

¿Los muchachos…nació de la convicción de realizar una película más simple y

sencilla que Los chantas?

Con Gius estábamos pensando en hacer una película con dos personajes, en una isla frente a Puerto Montt –en el sur de Chile–, donde vivía el actor Pa-blo Moret. Pero pocos días después nos dimos cuenta de que había pocas pelí-culas con dos personajes, y menos todavía que fueran exitosas, lo que nos hizo desistir de la idea. Después surgió otro proyecto para hacer algo con Narciso Ibáñez Menta, aunque él ya estaba contratado para el primero que tuvimos. La segunda idea era que el personaje había sido un minero asturiano, de aquellos de la Guerra Civil española que se ponían el cartucho de dinamita en la boca, encendían la mecha, salían corriendo y la tiraban en la trinchera enemiga. Con la decisión de venir a Buenos Aires, el minero se casa por estos lados, pero más tarde advierte que ha sido un tremendo error formar esa familia, pues no se lleva bien con su mujer ni con su suegra, y el hijo es un vago y le roba plata. Entonces decide pasar a la acción, y hace desaparecer a los miembros de su fa-milia, uno por uno. Al final, llegando la tardecita y cuando empieza a refrescar, el viejito, solo y feliz, termina sentado en una sillita de paja en la puerta de su casa, mientras los vecinos le llevan tortitas y otras cosas, porque es conocido por todos como el viejito que se quedó solo.” Héctor Báilez se horrorizó cuando le pasamos la idea, por hablar del tema de la destrucción de la familia. Era cine negro. Hubiera quedado divertida esa película…

¿De dónde proviene el título Los muchachos de antes no usaban arsénico?

De ninguna parte. No teníamos el título definido con Gius, el coautor. Habíamos pensado en ponerle Las comadrejas, pero a Báilez –que era hombre

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de campo– no le gustaba la idea de ese título, porque la comadreja es un animal muy dañino, mata a las gallinas y les chupa la sangre. Entonces llegó un día en que Báilez necesitaba urgente un título para la película. Le dije que todavía seguíamos sin tenerlo. Volvió a llamarme otro día y me dijo que lo necesitaba, pero seguíamos en la misma situación. “No importa, deme cualquier título, lo pongo como provisorio porque tengo que hacer el contrato con Argentores”. “Póngale… póngale… Los muchachos de antes

no usaban arsénico”. Y se produjo un silencio… “¿¡Pero cómo no me lo dijo antes!?”, contestó Báilez. “No, por favor, Báilez, ¡ni se lo ocurra ese título! Es como los títulos de las películas de Olmedo y Porcel, Los gordos prefieren

las flacas, los ricos prefieren las rubias”. “¡Pero, José, es sensacional!”. Y así quedó. Fue una equivocación mía.

¿Le parece?

Sí, porque no es un título ingenioso. Me hubiera gustado un título más ingenioso y divertido. Pero nunca lo encontré.

Pero es un título interesante, acorde con el “tono” de la película.

Es que la idea de ese título trae un encaje antiguo, como la película

Arsénico y encaje antiguo (1944), de Frank Capra. Entonces, engrampa la película.

¿Ustedes se plantearon el riesgo de que el título se relacionara demasiado con Los muchachos de antes no usaban gomina (1937), de Manuel Romero?

De ahí proviene, el decir “el cine de antes”. Pero eso me ocurrió cuando tuve el teléfono en la mano, porque no podía encontrar un titulo.

Las citas bíblicas también asumen un protagonismo en el relato. ¿Cómo llegó a

esa idea? ¿Leyó la Biblia especialmente para buscar esas citas, o ya las conocía

de antes?

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En un momento de gobiernos duros, en que se detenía a mucha gente por alguna actitud sospechosa –o porque sí, o porque se había olvidado el documento–, yo había escuchado que el único libro que no se quitaba en la cárcel era la Biblia. Tengo en casa diversas Biblias de distintas ediciones y traducciones, y hasta un Nuevo Testamento, muy pequeñito, que me ca-bía en el bolsillo. Siempre leí la Biblia. Así me fui dando cuenta de una particularidad que tiene: de acuerdo con el punto de vista desde el que se la enfoca, un versículo puede tener varios significados, puede redimir al culpable o culpar el inocente. Me gustó jugar con eso. Hay secuencias muy divertidas, como cuando la chica va a ver a Mara, después de haber jugado a las bochas con los muchachos. Cuando ella se va, uno de los muchachos le dice: “Ve donde mejor y más cómodo te parezca ir…”. La muchacha se vuelve extrañada ante esta frase que le suena extemporánea, hasta que otro de los muchachos le aclara: “Matías, capítulo tal, versículo tal”. O también la secuencia en que ella toma el veneno y escucha a Narciso, sentenciando: “…Y mueren sin haber adquirido sabiduría”. Jocosamente, el personaje de Mario dice: “Job, capítulo tal, versículo tal”, como un juego para ver quién se acordaba primero.

Nosotros trabajamos esos tres personajes como si fueran la Santísima Trinidad: “uno es tres, tres es uno”. Uno pensaba la frase, el otro seguía, y el último la concluía. Marcamos todos los detalles. Por ejemplo, cuando en el final se ha servido el supuesto veneno y Arturo se va a llevar el vaso a la boca, Narciso se lo saca y Arturo se da cuenta de que algo está pasando. Él no pregunta por qué se lo saca, pues siempre hay una razón para hacerlo.

Pensando en la estructura del guion, me parece que el libro asume una cons-

trucción como si fuera un juego de ajedrez, donde las piezas se van moviendo,

marcando territorio.

Lo es. Es una gran expresión la suya, pues en algún momento creo haber dicho que movíamos las piezas para hacer un jaque mate, aunque no lo fuera hasta determinado momento. Cuando el adversario mueve la pieza y hace jaque, sabe que el otro es quien en realidad lo golpeó con el jaque mate.

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Es como que también existe acá una elaboración del guion distinta en compara-

ción con sus trabajos anteriores, una vez que se tiene una estructura que trabaja

más con la idea de lo enigmático y las dobles intenciones.

La idea era que las situaciones se fueran desarrollando y produciendo como casualmente. Yo tenía el interés de que el espectador de repente se viera metido sin darse cuenta, en una incógnita dramática.

Además, nos divertimos mucho con Gius haciéndolo. ¿Le conté que un día mi mujer llamó a la de Gius –porque estábamos trabajando en su casa–, para preguntarle si realmente estábamos trabajando? “No sé si están trabajando”, le dijo, “pero los escuché reír toda la mañana”. Si estábamos pensando en hacer reír o sonreír a la gente, ese era el motivo por el cual nos reíamos, porque estábamos haciendo y deshaciendo ese guion, que es como un escarabajo en un pozo húmedo: de día sube tres metros y de no-che, cuando se duerme resbala dos, por la humedad de las paredes.

Confieso que, la primera vez que la vi, no conseguí captar las intenciones de la

película. Pero al volver a verla empecé a disfrutarla, a entender sus intenciones y

el trabajo minucioso de los detalles que la componen.

Eso lo estudiamos con Gius. No sé quién dijo entre nosotros: “¡Ojo! No digamos por tanto tiempo las cosas por la mitad, porque va a llegar un momento en que el espectador va a decir: ‘¡Váyanse al diablo, señores, ya no aguanto más tanta incógnita, porque no sé qué pasa!’”. Calculamos que acá ya teníamos que empezar a aclarar cosas, y es cuando la mujer se va con el auto, cuando ellos desenchufan el carburador. Es una clave que tuvimos que poner para que el espectador entienda y entre en las intenciones de la película.

Siempre menciona que fue un error el hecho de no haber agregado un galán en

la historia.

Eso me lo dijo el control del cine Ocean. Me dijo que la película no iba bien, pues “la gente que sale se va contenta. Pero es difícil que entren en

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la sala, porque miran el afiche y no ven la posibilidad de romance”. No hay nadie que se pueda enamorar de Barbarita, no hay un galán. Ahí me di cuenta de que tendría que haber puesto un muchacho que después se pega con los viejos.

Despegándose del público, de la cuestión comercial y de tener que hacer dinero

para pagar a la gente que patrocinó la producción, ¿no se hubiera sacrificado

la película agregando otro personaje? ¿No empezaría a ser “otra” película, por

hacer concesiones a la idea del galán y la parejita de jóvenes?

No desprecie nuestra capacidad de autores. Gius y yo hubiéramos sa-bido ponerlo de tal forma que usted no se hubiera dado cuenta, a tal punto que luego diría que no sería posible sacar ese personaje. Hubiéramos bus-cado la vuelta y la habríamos encontrado.

Erizar la piel

Como jefe de eléctricos, que lo veía desde afuera, yo observaba la agilidad mental y la seguridad que tenía José para resolver los problemas. Ante

cada conflicto, yo descubría cómo lo resolvía, cedía y no cedía, pues para plantear lo que quería llevaba a los actores para que comprendieran por qué

quería eso. José tenía la película pensada como un todo, detalle a detalle; en una conversación que parecía trivial entre los tres muchachos,

se estaba encerrando todo un mensaje.

Rodolfo Denevi, jefe de eléctricos en Los muchachos…

En lo que se refiere al rodaje de Los muchachos…, ¿cómo encontraron esa

locación?

Buscábamos una casa que estuviera alejada de todo tipo de edificio, que no hubiera nada en los alrededores, ni el sonido de una fábrica, ni el silbato del tren. Buscábamos esa casa como si fuera la única que existe en el mundo. Incluso, en la secuencia del cementerio, tuvimos cuidado para

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que no se viera a ninguna señora cruzar al fondo, ni mucho menos un cortejo. No queríamos nada que no fueran esos cinco personajes, aparte de los animales que aparecen.

El espacio, en este caso, también asume particularidades, por el hecho de que no

hay referencias de la calle, de la Buenos Aires física. Más allá de imaginarse que

están en el Tigre, no hay más referencias locales.

Pero no se sabe tampoco si es el Tigre. Nos abocamos a llevar adelante una propuesta literaria y visual de lo que nosotros considerábamos que po-dríamos convertir en una buena película. La intención de la toma que abre la película –un travelling desde una barca que nos prestó un vecino– era instalar en el espectador, a la manera clásica, la idea de que ese es el sitio, el escenario donde va a transcurrir la acción. Por eso dejé que la toma durara alrededor de cuarenta y cinco segundos, porque si la hubiera hecho en un plano general hubiera sido solamente una información. Pero si hacía que el espectador sintiera que estábamos en ese sitio y que se iba desplazando lentamente, ya sabía la importancia que iba a tener eso que estaba mos-trando. Por suerte, la corriente de agua era suave en ese momento, y nos permitió hacer un movimiento casi imperceptible para que el espectador, sin pensarlo, sientiera que la casa era protagonista de la película.

Además del travelling, la entrada de la banda sonora logra marcar desde la

introducción el “tono” de la película.

Claro, la banda sonora es muy lánguida, crea ese clima muy misterio-so, con mucho semitono, que genera cierta incomodidad. “Acá me están queriendo decir algo”, dice la banda sonora. Tito Ribero hizo una de las me-jores músicas del cine argentino. Siempre digo que las dos mejores músi-cas que se han hecho en el cine nacional son la de Boquitas pintadas (1974), compuesta por Waldo de los Ríos, y la que compuso Tito Ribero para Los

muchachos…, donde la melodía es un ritornelo eterno: cuando parece que va a terminar, vuelve a comenzar.

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Y pensar que Tito Ribero quería dejar de lado ese material…

Tito me había llamado para que yo fuera a su casa, porque creía que había encontrado la melodía del tema base. Tenía un piano vertical donde la tocó, y tuve que decirle que no era lo que yo buscaba. Después de varios encuentros, Tito, que era una muy buena persona, se debe haber molesta-do, porque me dijo: “Mirá, pibe, hagamos una cosa, vas a tener que buscar otro músico. ¿Vos creés que cada vez que te llamo es cuando encuentro una melodía? No, te llamo cuando, de todas las que hago, hay una que me parece buena”. “Ah, Tito, ¿entonces usted hizo otras?”. “¡Claro que hice otras!”. Puso las manos en la parte superior del piano, con las partituras en frente, y empezó a tocar la primera de las que había descartado. Sentí que me corría un golpe de ansiedad, sorpresa y alegría por todo el cuerpo. Tito había encontrado la melodía y no se había dado cuenta. “¡Esa es la melodía, Tito! ¡No tengo ninguna duda!”. “¿Estás seguro, pibe?”. “¡Sí, absolutamente seguro!”. Era una melodía inolvidable, turbulenta sin ser turbulenta, ame-nazante sin ser amenazante, peligrosa sin ser peligrosa. Y, sin embargo, tenía todo eso, hacía que al espectador se le erizara la piel.

¿Las otras versiones eran distintas, con otras búsquedas?

Completamente distintas.

El rodaje de Los muchachos… demandó once semanas, lo que parecería mucho

teniendo en cuenta que la película está centrada en cinco personajes y una sola

locación. Incluso se demoró más tiempo que para rodar una película tan com-

pleja como Dar la cara.

En Dar la cara, el noventa y cinco por ciento de los actores eran personas menores de treinta años. En Los muchachos…, el ochenta por ciento eran mayo-res de setenta y cinco años, la única joven era Barbarita (Bárbara Mujica). Así que el ritmo de trabajo en Los muchachos… fue muy tranquilo. Le dije a Báilez que quería hacerla despacito, no por mí, sino por ellos. No quería cansar a los actores. Sin apurarse, porque no tenía que ser apurada, tenía que ser tranquila.

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Fue uno de los rodajes que más disfruté. No había nerviosismo por parte de nadie. Porque, como usted sabrá, quien pone el nerviosismo en un rodaje es el director. Si alguien que no sea el director está nervioso, es el director el que tiene que tratar de tranquilizarlo.

¿Hay escenas cortadas que no entraron en Los muchachos…?

No me acuerdo si son escenas cortadas propiamente dichas. Creo que son ajustes que hicimos con Alberto Borello de las escenas que están.

A lo largo de su obra, ¿algunas de sus películas tuvieron escenas cortadas que no

quedaron en la versión final?

Acuérdese de que le dije que, cuando terminé el libro, dije: “Tengo la película hecha, solo me falta rodarla”. Es muy difícil que haya escrito algo que después no vaya en la película. Lo máximo que puedo llegar a hacer son ajustes, nada más. No recuerdo ninguna película mía de la que haya levantado alguna secuencia.

Arturo, Bárbara, don Mario, Mecha, Narciso y Juanita

Soffici, que tenía un gran humor, al ver que el film se prolongaba más de lo previsto, un día tuvo una salida acorde al tono de lo que estábamos haciendo.

–Si Martínez Suárez no se apura, se puede quedar “rengo” en cualquier momento, porque nosotros cuatro sumados alcanzamos los tres siglos.

Me sonreí… por compromiso. Me parecía de fino humor que hablara de ellos tres, pero ¿por qué me tenía que meter a mí, que era

la más joven del cuarteto?

Mecha Ortiz en el libro Mecha Ortiz por Mecha Ortiz40

40. Ortiz, Mecha. Mecha Ortiz por Mecha Ortiz, Buenos Aires, Editorial Moreno, 1982, págs. 371-373.

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Los muchachos… cuenta solamente con cinco personajes. ¿Hasta qué punto

buscó eso?

Acuérdese de que veníamos de muchos personajes en Los chantas, y después la idea inicial era hacer una película con dos personajes, en una isla desierta.

En la etapa previa al rodaje tuvimos días de reuniones en un departa-mento que tenía Báilez arriba de su oficina, en la calle Lavalle al 1900. Nos encontrábamos después del almuerzo con el asistente, el director de foto-grafía y los cinco actores. Y allí fuimos delineando cada uno de los perso-najes y sus diversos matices. Analizábamos cómo caminaban, si fumaban, qué enfermedades habían tenido, cuáles eran sus deleites, si usaban boina, sombrero, peluca, o sea, lo analizamos, pues ellos ya tenían en las manos el guion desde hacía una semana.

Me gustaría que nos detuviéramos un poco más en cada uno de esos cinco acto-

res. ¿Cómo fue el trabajo con Mecha Ortiz?41

Ella estaba preocupada, nerviosa, asustada, y yo le decía que no podía estar así. “Es que me puedo olvidar de la letra”. “Quédese tranquila. Si se olvida la letra volvemos a hacer la toma, no hay ningún problema”. Fue un placer. Mecha se supo la letra sin problemas y trabajó muy cómoda.

Imagino que trabajar con Mecha le revivió aquel imaginario con el que usted

había crecido, mirando las grandes películas que ella filmó para Lumiton.

Sí, claro. Varias veces le abrí el portón en Lumiton para que entrara su auto, porque estaba por ahí en el patio, en la administración o en la portería conversando con alguien (a nadie se le “caían los anillos” por hacer lo que

41. “Cuando Martínez Suárez me llamó para hacer una película de humor negro, imaginada y dirigida por él, mi felicidad no tuvo límites. Se propuso y logró reunir un elenco de todas primeras figuras, para hacer algo distinto. (…) Todo el argumento era insólito e inesperado hasta el final y, si bien la película tardó mucho tiempo en estrenarse, yo creo que fue un film de esos que cierto día algún periodista va a rescatar. Para mí fue otra magnífica experiencia y me dio mucha alegría porque volvía a un film importante, con grandes compañeros y un excelente equipo”. Ibíd.

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tenía que hacer). Siempre había quince o veinte personas del barrio en la vereda del estudio, que iban a ver llegar a los actores y actrices, porque se sabía que ellos llegaban alrededor de las diez y media u once de la mañana.

¿Cómo fue la situación de proponerle realizar esa secuencia inicial donde ella,

en la pantalla, contempla no solo el pasado del personaje, sino también su propio

pasado, el pasado de Mecha como actriz?

Es muy oportuna su pregunta, porque soy un apasionado de Sunset

Boulevard (1950), de Billy Wilder, que también trabaja con una gran remi-niscencia. No es la primera vez que una actriz está en su casa cincuenta años más tarde, mirando un material que ha filmado cuando era joven. Al hacer esa película, Billy Wilder también tenía antecedentes de la actriz, Glo-ria Swanson. Yo también utilicé los antecedentes, al mostrar fragmentos de las películas de Mecha Ortiz. La quería filmar contemplando su propia imagen en Safo, historia de una pasión (1943), pero no pudimos encontrar ninguna copia que estuviera medianamente visible, porque estaban muy rayadas. Así que utilizamos imágenes de Mecha en Madame Bovary (1947), de Carlos Schlieper.

Estábamos en la etapa de preproducción, en la casa donde se iba a rea-lizar el rodaje, y aprovechamos para hacer una prueba de luces porque el iluminador –Miguelito Rodríguez– estaba preocupado por la sincronización de la cámara que íbamos a usar, en relación con las imágenes proyectadas de la película que Mecha estaría mirando. Entonces, como Mecha estaba ha-ciendo una prueba de vestuario, con un batón que iba a usar en la película, preparamos un pequeño sector de la casa con el proyector, ella fumando, y la cámara que da “acción” a través de una botonera. Cargamos el rollito, que te-nía diez u once metros en 16mm –unos veintiocho o veintinueve segundos–, la cámara giraba en panorámica, y en un mantel como pantalla que ella había puesto –de unos dos o tres metros– se veía su imagen, en Madame Bovary.

Pero el tema es que Mecha no sabía lo que iba a ver en esa pantalla. Cuando empezó a verse a sí misma, treinta y cinco años antes, mientras nosotros estábamos filmándola, todavía no habíamos empezado con la pa-norámica izquierda, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Mecha se puso

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a llorar. Lo dejamos un momento así, y recién giramos la cámara cuando supuse que se estaba por terminar el rollito. Cuando, al día siguiente, vi-mos el material en el laboratorio, había salido perfecto. Tanto es así que lo que dejamos en la película fue esa prueba, nunca más filmamos esa toma, nunca íbamos a conseguir que la emoción de Mecha se trasluciera tanto como esa primera vez en que ella se vio cuando era joven.

Hay una anécdota muy particular que Mecha cuenta en su biografía,42 sobre un

incidente que tuvo durante el rodaje…

Estábamos filmando muy lejos, como a ciento veinte metros del río, exactamente en el portón de entrada a la finca. Mientras tanto, el maqui-llador estaba recostado en una cama del primer piso, que tenía la casa que estaba junto al río, cuando empezó a escuchar unos gritos. Al asomarse por la ventana encontró a Mecha ¡en el medio del río! Y nos pegó un grito a nosotros, que estábamos del otro lado, para que fuéramos a socorrerla. Al escuchar los gritos de ese muchacho, todos salimos corriendo a rescatarla. Fui el primero en llegar a la orilla, y vi que Mecha estaba en el medio del río, atrapada en la corriente, que por suerte no era demasiado rápida, pero igual se la estaba llevando…

Cuando llegué junto a Mecha, el batón que llevaba puesto, de un géne-ro que se llama pirineo, una especie de lana que cuando se moja se vuelve muy pesada, provocó que Mecha –que debía pesar unos cuarenta y cinco ki-los– no solo fuera arrastrada, sino que ¡se estuviera hundiendo! Uno de los técnicos del equipo se tiró al agua, alguien tiró una soga, y así nos fuimos acercando a la costa, donde fuimos rescatados. Por supuesto que tuvimos que concurrir a la casa de un amigo que quedaba por los alrededores, nos bañamos y nos cambiamos de ropa. Llamamos a un médico para que aten-diera a Mecha, que estaba bien, pero el médico nos dijo que se tenía que dar una serie de inyecciones, porque ese era un río que tiene una infectividad absoluta, casi una cloaca. Lo hicimos. Con toda esa situación, se suspendió el rodaje por un rato largo, como por tres o cuatro horas.

42. Ibíd.

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De un hecho como ese, uno se puede sonreír ahora, a pesar del dramatis-mo. Le pregunté a Mecha a qué se debía lo que le había pasado. “Mirá, Joseci-to, resulta que, como estaba descansando, me fui a caminar por el borde del río, y me llevé la cartera. Entonces me di cuenta de que tenía muchos papeles que no me servían, y comencé a romperlos y a tirarlos. Pero después recordé un dicho popular que aconseja no tirar papeles, porque trae mala suerte. Cuando me agaché a recogerlos, me vino como un vahído, y me caí…”.

Entonces le dije: “Mecha, era absolutamente cierto ese dicho popular de que trae mala suerte, porque usted se cayó al río…”.

Es interesante el modo en que ella y usted relatan ese evento, porque nos da una

idea del buen clima de trabajo que reinaba entre ustedes.

Cierto día, percibí la presencia en la locación de Arturo García Buhr, y me pregunté qué estaba haciendo allá, dado que ese día no le correspondía filmar. Me fijé en el plan de rodaje y, efectivamente, él no estaba citado. Entonces me dirigí a Arturo, lo saludé, hablé de bueyes perdidos y en un momento le pregunté qué había pasado. “Bueno, estaba en casa aburrido y resolví venir para conversar con los muchachos”, me dijo Arturo. Pero ese “conversar con los muchachos” estaba alejado unos treinta kilómetros, no era como ir al café de la esquina. Eso quería decir que habíamos conseguido crear un ambiente grato de compartir.

¿Tal vez fue el ambiente más placentero que usted tuvo en un rodaje?

Posiblemente sí. Siempre trato de que el rodaje sea placentero. Ya había aprendido, practicado, y no me había gustado trabajar en un ambiente ner-vioso, intemperante. No grito en filmación, no digo malas palabras y, si lo hiciera, lo haría a solas, conmigo mismo. Rodar esa película fue un deleite.

Hábleme un poco más sobre Arturo García Buhr…

Arturo era un hombre muy respetado en el ambiente, por su señorío y su capacidad. Además, porque los papeles que hacía Arturo no los podría hacer otra persona.

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Siempre vi a Arturo en ese papel, después de que lo fui a ver a Pedro López Lagar. Hablé con la joven que estaba viviendo con él y me encontré con un Pedro excepcional, de traje, camisa y peinado excelentes, pero con un problema que hacía que su voz saliera como en susurros. La joven le entendía todo, pero yo no entendía nada. No podía utilizar esa deficiencia de él para ponerlo en la película. Es más, alguien podría haberse reído de que Pedro hablara así, lo que era una falta de nobleza mía, hacerle eso a una persona como López Lagar, que por años fue ¡el número uno en América Latina! No lo compartió con nadie, ¡fue el número uno! Con esa situación, lo llamé a Arturo, nos encontramos a tomar un té cerca de su casa, y él aceptó la oferta.

Cuando aparecieron las cámaras de video, yo tenía una gran cantidad de alumnos que las tenían, así que me iba con ellos a grabar actores, técnicos, directores, guionistas, para que relatasen sus memorias y anécdotas perso-nales, para que no se perdieran. Cuando fui a grabar a Arturo, fue muy grato hacerlo, y él pudo relatar momentos importantes de su trayectoria. Cuando estábamos terminando la charla, me dijo: “Pero hay una película de la que no hablamos, José”. “¿Cómo? Si hablamos de todas”. “No, no hablamos de la que hicimos juntos”, me dice él. “Ah, es verdad. Tiene razón, Arturo, pero…”. “¡No, no, no! ¡Ningún ‘pero’! Para mí fue un verdadero deleite hacer esa pelí-cula. Y quiero decirlo públicamente acá, en esto que va a quedar grabado. Fue un placer hacer esa película y, por ende, trabajar con usted”. A mí me dio un poco de vergüenza, pero eso es lo que me dijo Arturo.

¿Y Narciso Ibáñez Menta?

Me parece que lo conocí a los cinco o seis años, cuando mi madre me hablaba de “Narcisín”, apodo que él repudiaba, porque era su sobrenombre de niño. Ella venía a Buenos Aires a verlo, en una obra que después me contaba, que se llamaba El pibe del corralón.43 Más tarde seguí toda su carrera,

43. Sainete en un acto y tres cuadros de Vergara y Estevanez (Julio A. Escobar y Antonio Viérgol, respectivamente), con música del maestro José Padilla. Escrito expresamente para Narcisín (Narciso Ibáñez Menta). Estrenado en el Teatro de la Comedia (Carlos Pellegrini 248, Capital Federal) el 4 de octubre de 1920.

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lo fui a ver al teatro, lo vi en el cine. En Lumiton se lo recordaba por dos películas que había hecho y que él odiaba, porque salía del teatro a la una de la madrugada en la calle Corrientes y tardaba más de una hora para llegar a Munro. Llegaba al estudio a las dos de la mañana, se quedaba seis horas maquillándose, y a las nueve de la mañana, cuando comenzaba el rodaje, él reclamaba que lo ponían de espaldas a la cámara. Nuestra relación en Los

muchachos… fue óptima.

¿Estando en filmación, era una persona difícil de tratar?

No. ¿Sabe con quién era difícil? Con los mediocres. Éramos dos del mismo palo. Con Narciso fue un placer trabajar. A mí me llamaron dos per-sonas preguntando si iba a hacer una película con Narciso. Les confirmé y me dijeron que me iba a volver loco. No me volví loco, fue un placer trabajar con él, todo estaba racionalizado.

En un momento, cuando les había dado el veneno a las mujeres, el per-sonaje de Narciso sacaba el reloj y hacía que la cadena quedara pendulando. “Las cinco menos diez”. ¿Qué tendrá que ver la hora con eso? “Tanto”, decía él. Me acerqué y le pregunté: “¿Por qué cuando sacás el reloj dejás que la cadena quede pendulando?”. “José, ¿no te das cuenta de la incógnita que se despierta ahí? Es el tiempo que pasa, de eso estamos hablando”. Él lo hizo, no yo. Es decir, de entre miles de espectadores, solo uno se da cuenta de que hay una metáfora directa con el péndulo. Pero nosotros también esta-mos haciendo la película para ese hombre. Estamos haciendo la película para que todos la vean, pero también la estamos haciendo para los perspi-caces. Entonces, era eso que molestaba a ciertos directores al trabajar con Narciso. Ese era Narciso, estaba en todo, sabía todo, miraba todo.

Por lo que dice, me parece que la propuesta de Los muchachos… encajaba per-

fectamente en la búsqueda personal de Narciso por ese tipo de papeles.

Con Gius escribimos pensando que Narciso era quien iba a hacer el personaje. No era Francisco Petrone u otro actor, era Narciso. Fíjese usted que Narciso cumplió setenta y cinco años, y en España le hicieron un homena-

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je. Entonces la Gobernación de Asturias le pidió que, de todas las películas que había hecho, eligiera la que más lo representaba. Y Narciso eligió la nuestra. Y eso que él había trabajado con grandes directores. Por ejemplo, tiene un gran papel en Almafuerte (1949), que hizo con Luis César Amado-ri, y en Cuando en el cielo pasen listas (1945), de don Carlos Borcosque. Para mí es un gran orgullo que haya elegido a Los muchachos…, porque, además, Narciso fue un hombre a quien yo respetaba muchísimo.

Hay una anécdota divertida que cuenta el hijo de Narciso. Dicen que una vez pasaba un escarabajo por el patio de los estudios Lumiton y alguien que iba caminando por el patio estuvo a punto de pisarlo, hasta que le dijeron: “¡Cuidado, que puede ser Narciso Ibáñez Menta!”. ¡Y se salvó el escarabajo!

Hay también una participación especial en la película: la actuación estelar de

“Juanita”.

Ah, sí. “Juanita”, la araña pollito, tiene una fama tremenda en Argentina, porque tiene el tamaño de un pollito y es una araña que salta. Pero no es ve-nenosa, puede causar picazón en cierto tipo de piel, nada más. Nos fuimos al Instituto Malbrán –donde se tratan infecciones causadas por insectos y víbo-ras venenosas– y hablamos con el director, el señor Ibarra Grasso. Él dijo que no habría problema en hacerlo con la araña pollito, pero nos sorprendió que llamaran del Malbrán para ver si el director de dicho instituto podría asistir al rodaje el día en que llevaríamos la araña. Vino el doctor Ibarra a ver el rodaje, y lo dejamos trabajar tranquilo para explicar cómo era la araña. Al principio hubo cierta repulsión, grititos de las mujeres, distanciamiento por parte de los hombres. Pero al final todos se peleaban para que la araña caminara por sus brazos, sus manos, incluso por la cabeza, se pusieron a jugar como chi-cos con la araña. Menos yo. No la quise tocar, ni quise que me la dieran. La verdad es que podía vivir el resto de mi vida sin tocar una araña (risas).

Suena lógico, pues el tamaño de “Juanita” parecía bastante considerable…

Es una buena secuencia esa que encontramos, en la que el personaje de Mecha había dejado de pagar los impuestos, ni sabía dónde los tenía, hasta

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que encuentra esa caja con planos. Es muy divertido cuando mete la mano y no saca nada. Sin embargo, cuando se empieza a mover la tapita, lo único que ve es a “la chica”, a la que pisotea cuando se cae al piso. Y Narciso mira la situación desde el fondo, y dice, condolido: “¡Pobre Juanita!”.

¿Cómo fue trabajar con Bárbara Mujica?

Para ese papel yo quería a Thelma Biral, pero ella empezaba a trabajar en una película y se le superponían las fechas. Entonces busqué a Bárbara Mujica. No había trabajado nunca con ella, estaba casada con un muchacho que se llamaba David Stivel, posiblemente el mejor director de televisión que pasó por Argentina, pero que en ese momento estaba perseguido por la Triple A. Ella tenía dos hijos, y había muy poca gente que conocía la di-rección de su domicilio, porque era peligroso. Yo trataba de hacer que cam-biara de auto todos los días, que fueran a buscarla de distintas agencias. Ella vivió esa película bajo una gran presión, con el marido perseguido, ella ocultándose, y dos criaturas que tenían que llevar de un lado para otro. Bárbara era encantadora, muy capaz, hizo un papel de maravilla, entendió absolutamente todo. Pero donde más me asombra es en el final. Cuando llegó el final –en la escena en que ella bebe el veneno creyendo que es el antídoto, sale corriendo y llega alrededor de aquella mesa donde están sentados todos–, ella me dijo: “José, es la escena más difícil de la película, y yo no tengo claro cómo hacerla”. Yo sabía cómo la quería, y traté de mos-trársela. “Y ahora, pobres imbéciles… ¡qué se creen!…¿Inteligentes?… ¿Qué nueva idea se les ocurre?… Ann…tes que ll…amme… a…la … po…licía”. ¡Y Bárbara la hizo igual! Cerró los ojos como yo los había cerrado, extendió la mano como yo la había extendido, levantó la voz igual que cuando yo la había levantado. La hizo igual, era una escena de alrededor de cuarenta y cinco segundos. Registró todo lo que yo le había marcado.

¿Y qué me puede decir del trabajo de don Mario Soffici?

Don Mario era un hombre admirado en el cine argentino, porque era un luchador. Se lo quería mucho, en el “ambiente” se lo respetaba. Don

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Mario vivía a la vuelta de mi casa, en la calle Austria, entre Beruti y Arena-les, y cuando yo volvía a la noche a casa y veía luz en la casa de don Mario, le tiraba una moneda al balcón. Si estaba despierto, me tiraba la llave y nos quedábamos hablando hasta la madrugada. Si estaba dormido, a la mañana siguiente encontraba la moneda –que indicaba que yo había pasado–, se corría hasta casa y venía a charlar.

Cuando estábamos escribiendo el libro, don Mario cumplía la función de presidente del Instituto Nacional de Cinematografía. Al cumplir ese car-go, yo consideraba que don Mario no podría hacer la película. Pero también sabía que no se llevaba bien con un hombre que era secretario de Prensa del Gobierno, un exboxeador. Cuando don Mario renunció al cargo, me puse más contento por el hecho de que él no tuviera que aguantar más a ese desagradable sujeto que por el que me facilitara que lo pudiéramos contratar para la película. Cuando me comunicó la decisión, le dije: “Don Mario, me alegro muchísimo de que no esté más en ese cargo, porque no le hacía bien. Pero ahora le digo: tengo una película que está escrita para usted, este es el libreto…”.

Cuando lo leyó, me dijo que iba a ser un gusto trabajar conmigo. Me quedé muy contento con la posibilidad de contar con don Mario para esa película, pues desde el inicio había pensado que él podría participar. Cuan-do empezamos a hacer el libro con Gius, dijimos: “Este papel es para don Mario”.

Por eso el personaje se llama Martín. ¿Usted se dio cuenta de que la mayoría de los personajes tienen las mismas iniciales que el nombre de los actores que los interpretan?

No.

Esto exceptuando a dos personajes: Pedro –que iba a hacer Pedro López Lagar, pero que después hizo Arturo García Buhr– y Laura Otamendi, que interpretó Bárbara Mujica.Narciso Ibáñez Menta era Norberto Imbert. Me-cha Ortiz fue Mara Ordaz, y Mario Soffici se llamó Martín Saravia.

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Lo que recuerdo es aquella escena en que los tres están hablando frente al río,

y el propio Mario comenta sobre una película que “un tal Mario Soffici” había

hecho…

Ya se sabe que la casa va a venderse, y ellos van a tener que dejarla para irse a vivir, posiblemente, a la Casa del Teatro. Pero también saben que Pedro, el marido de la que vende la casa, va a sufrir mucho. Entonces dicen: “¿Cómo se llamaba aquel muchacho, tan buen actor, que trabajó en una película que dirigió Soffici?” (se trataba de un amigo mío). “Mario Benigno, se llamaba”. “¿Dónde estará?”. “Y, estará en la Casa del Teatro…”. Están hablando para que los escuche Arturo y se quede tranquilo, porque ellos están dispuestos a irse a la Casa del Teatro. Y Arturo dice: “Sí, pero sin Martín y sin Norberto…”, refiriéndose a sus compañeros. Me gusta mucho ese momento por el desconcierto que ocasiona en el espectador, la frase del mismo Soffici nombrándose a sí mismo, comentando sobre un tal director llamado Mario Soffici.

Don Mario tenía la particularidad de que durante el rodaje andaba siempre con un termo. Pero, en lugar de llevar un mate, como hacen los uruguayos, llevaba una tacita y se servía. Así iba la cosa hasta que, al cabo de un tiempo, me di cuenta de que no salía ningún humito del termo cuan-do don Mario lo abría. Un día resolví preguntarle: “Don Mario, ¿me convida con un poco de té?”. “Sí, pero es un poco fuerte para usted, que es abste-mio”, me dijo sonriente. Me di cuenta de que lo que estaba tomando no era té, sino un whiskicito (risas). El mismo color, pero distintas materias.

Cuando Los muchachos… fue seleccionada en un festival en Irán, fui-mos don Mario y yo como invitados para la presentación. Me acuerdo de que, cuando íbamos en el avión para Teherán, en un momento pasó la aza-fata y me preguntó –pues estaba más cerca del pasillo que don Mario– si yo quería un whisky. “No, gracias”, le dije. Don Mario me miró con un aire de reprobación, y me dijo severamente: “¡José, es la última vez en el viaje que niega un whisky! ¡La última vez!”

Le repaso acá un material que creo que le va a interesar. Se trata del origi-nal de una carta manuscrita que me envió don Mario en mayo de 1976, a pocos días del estreno de Los muchachos… en Buenos Aires. En aquella oportunidad,

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ante el fracaso comercial de la película, envié mis disculpas a cada uno de los cinco intérpretes y también a los principales técnicos, por sentirme responsa-ble de haberlos convocado a formar parte de un proyecto que no había logrado ni el comentario crítico ni el apoyo de boletería que esperábamos.

No habían pasado veinticuatro horas de remitida la carta cuando se hizo presente en mi casa don Mario, en otro de esos gestos suyos, tan típi-cos por lo solidarios, y a los que estábamos acostumbrados los que éramos sus amigos. Vino a traerme esta carta:

Buenos Aires, 5 de mayo de 1976

Mi buen amigo Josecito:

Si yo intentara buscar palabras de consuelo para el mal momento que le ha tocado pasar, cometería el más craso error.Usted trató de romper la rutina de una cinematografía castigada por dentro y por fuera. Los muchachos… lo demuestra; hay en ella inquietu-des y logros suficiente –a mi juicio– para obtener buenos resultados. No ha sido así, pero no hay culpables (salvo que consideremos que todos los somos), el medio no favorece a nadie. Nuestro cine vive un caos frente a una encrucijada de caminos y resulta difícil elegir uno para seguir adelante. Me parece buena su posición: hacer una pausa en el camino y resguardarse hasta que pase el temporal.La película es buena y más que buena si la comparamos con nuestra producción. Las circunstancias que rodearon su estreno fueron desas-trosas: cambio de gobierno, cambio de sala, aumento de precios y, lo que es peor, un estreno anunciado con cuatro días de anticipación… sin contar que la película había quedado dormida en las latas por más de un año. Y, por si esto fuera poco, los “críticos” (quizás porque el mate-rial lo fomenta) se encubren para juzgarlo…Amigo Josecito: a lo largo de más de cincuenta películas, yo experimen-té en varias oportunidades estas amarguras que hoy le toca sobrellevar. Dice usted en sus líneas que necesita una pausa… ¡Yo también lo creo! Su posición material y espiritual es la justa. Solo espero, y créame que

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lo deseo de corazón, que esta pausa no sea excesivamente larga. Le sobran condiciones para reemprender el camino.

Un afectuoso saludo para usted y Nené. Su amigo de siempre, Mario Soffici

“Romper la rutina de una cinematografía castigada por dentro y por fuera”.

Lo que dice don Mario me hace pensar que, al contar con un elenco que tanto

ha marcado al cine argentino en períodos anteriores, la película podría haber

apelado a la nostalgia como recurso. Sin embargo, su tono de humor negro, con

esos personajes tan juguetones y con ciertas perversidades, convierte a Los mu-chachos… en una obra al mismo tiempo graciosa e inquietante.

Por supuesto, la elección del tono fue una decisión tomada con Gius, lo sabíamos claramente. Nosotros no queríamos caer en lo fácil, no hay un solo golpe bajo en la película, como me enseñó Eduardo Borrás, ese hombre al que quiero y admiro tanto. Me dijo: “José, si usted quiere impre-sionar al espectador, ponga un niñito desnudo en Siberia, en el medio de la nieve. ¿Quién no se va a conmover? Pero eso es un golpe bajo. A los monos los puede conmover, pero al espectador no”.

Queridos muchachos

Había una especie de simbiosis entre José y yo, de pensar lo que él también pensaba, en una sintonía total que no alcancé a tener con otros directores. Yo captaba que José había hecho tal o cual cosa, lo sentía, y así me sentía

parte del proyecto. Cuando yo armaba solo, lo hacía como él hubiese querido. Y cuando nos poníamos a trabajar juntos, se alcanzaba la sintonía fina que

el director tiene para elegir lo que queda del montaje.

Alberto Borello, compaginador de Los muchachos…

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Usted siempre otorga un reconocimiento especial a los técnicos y actores de sus pe-

lículas, lo que se comprueba en la recurrencia de muchos nombres. Citemos, por

ejemplo, el caso de Gius (Augusto Giustozzi), coguionista de Los muchachos…,

la última película en que trabajaron juntos.

Gius hacía un programa que se llamaba Yo soy porteño, por Canal 13, que era una maravilla, un muy buen programa, un sainete muy bien hecho sobre los “tipos” porteños. Empecé a trabajar con Gius, no con desconfian-za, pero con cierto recelo. Inmediatamente me di cuenta de que Gius era muy amplio, pero él tenía una cosa que yo no aceptaba, y se lo dije. Si le decían, por ejemplo, “Che, en esa escena en que él se emborracha, no lo haga emborracharse, que siga normal”, él aceptaba cambiar sin siquiera preguntar por qué tenía que cambiar. En la misma situación, yo hubiera dicho: “¡Un momentito! Hice que el tipo bebiera, porque después llega a la casa y la mujer se da cuenta y lo abandona”, por ejemplo. Gius no; él era mucho más contemporizador que yo, porque venía de la televisión, donde las cosas tenían que salir. Tuve que decirle a Gius: “Conmigo no se trabaja así. Acá todo se mentaliza, se estudia, y recién se define. Eso de cambiar porque sí, porque nos piden, no. ¿Esta secuencia no va porque se gasta mu-cho? Hagamos la secuencia de tal forma que no se gaste tanto”.

Hay una anécdota de un autor que le estaba leyendo el guion de una película a un productor –era una película de gauchos, de paisanos, ambientada en un bo-liche de campo en 1890–, y entonces un paisano, asomándose a la ventana, tenía que decir: “¡Cúbranse, que vienen como doscientos indios!”. Le están leyendo al productor esa escena –porque en general se les leía el guion a los productores–, y este productor dijo: “¡Uhhh, no! ¡Doscientos indios son doscientos caballos, dos-cientos jinetes, doscientas pelucas!”. “No, señor. Solo se escucha el ruido…”. “Ah, entonces ponga quinientos indios”. Hagamos eso, Gius. Hagámoslo nosotros, que no lo hagan los demás.

Otra persona importante en su trayectoria fue el productor Héctor Báilez…

Yo sabía quién era Báilez. Era un hombre que tenía seis o siete cines en la línea del sur. Tenía tres en Lanús, otros cines en Lomas de Zamo-

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ra y otras localidades. Los Báilez eran cinco hermanos. Héctor tenían una muy buena fama, apareció medio de golpe, no hacía películas demasiado importantes, películas populares. Cuál fue mi sorpresa –cuando yo estaba viviendo en Juncal, en aquel departamento que no tenía teléfono– en el momento en que encontré un papelito que pedía que me contactara con Báilez. Combinamos para encontrarnos, en aquella situación con el guion de Aroldi para Los chantas.

Báilez era un tipo muy particular, muy grato, muy amable. Me acuerdo de que una vez me dijo que para él había sido un orgullo que su productora hubiera hecho Los muchachos… (hasta hoy, sus hijos la recuerdan como la mejor película de las ciento y tantas que hicieron).

Dos o tres años después de haber hecho Los muchachos…, Báilez me preguntó si podía ir a verlo. “Quiero que me haga una película, José”, me dijo. Le dije: “Bueno, lo hablamos”. “Ya la tengo, José”, me dijo él. “¿Cuál es?”. “Vestir al desnudo, de Pirandello”. “¡Héctor, hace cinco años que usted me la ofertó y no la acepté!”. “¿Yo se la oferté?”. “Sí, y la rechacé porque yo no sé hacer Pirandello. Y para hacerlo tendría que estudiar unos cuatro o cinco años, por lo menos. Pirandello no se toca”.

Más allá de esos descuidos, Báilez era un hombre muy honesto. No era ne-cesario firmar un contrato con él, la palabra bastaba. A veces uno tenía que ser muy cauto con los contratos, con la gente con quien trabajaba, porque después no pagaban, decían que el Instituto no había pagado la cuota, y uno siempre se quedaba rezagado para el final. Pero Báilez sacó esa patente de hombre hones-to que mantuvo durante toda su carrera, y doy fe de que fue así.

Cabe destacar también su trabajo con Alberto Borello, en el montaje de Los chantas y Los muchachos….

Alberto es un fervoroso del montaje. Él provenía de una buena escuela. Había sido durante años ayudante de quien se consideraba el mayor mon-tajista argentino antes de que apareciera Antonio Ripoll, que se llamaba Nicolás Proserpio. Proserpio era muy riguroso, muy prolijo en lo que hacía, compaginaba dos películas a la vez, era lo que solía hacer, una de día, otra de tarde o a la noche. Incluso mandaba a pintar las latas con un pintor es-

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pecializado, y cuando entraba en la cabina de montaje veía latas pintadas de verde, azul, colorado o negro, porque cada película tenía un color. Eso le enseñó una forma de trabajo verdaderamente buena. Me acuerdo de una mañana en que llegué temprano a trabajar con él, antes de las nueve. Cuan-do iba bajando por las escalinatas del subsuelo de los Laboratorios Alex, que me llevaban hacia las cabinas donde estábamos nosotros, escuché el diálogo de mi película. Llegué a la puerta de la cabina y dije: “Alberto, ¿qué estás haciendo?”. “¿Sabés una cosa, José? ¿Viste que anoche terminamos una secuencia? Cuando llegué a casa estuve pensando, y creo que la pode-mos modificar. Fijate, a ver cómo quedó, si te gusta”. Y, efectivamente, es-taba mejor. Ese era Alberto, se había levantado una hora antes para darme la sorpresa de que cuando yo llegara ya tuviera hecha la secuencia, para ver si me gustaba. Es decir, él tenía la disposición de irse una hora antes para que, cuando yo llegara, pudiera mostrarme una propuesta. Esos son los colaboradores que uno quiere tener para siempre, ¿no es cierto?

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Capítulo 11.

Dictadura militar

Nos llamaban “los chinchorros” (aquellos pequeños botes que se amarran a una embarcación y navegan detrás de ella). Los chinchorros éramos

Enrique Juárez y yo, por entonces dos jovencitos entusiastas del cine. Y la embarcación mayor era José Martínez Suárez. Ahí estábamos,

siguiéndolo por los pasillos de los Laboratorio Alex, atentos a todo lo que dijera, tratando de entrometernos cuando compaginaba, cuando hablaba con sus

colaboradores, de estar cerca cuando estaba de buen humor, y prudentemente alejados cuando detonaba uno de sus habituales ataques

de furia. Es obvio que detrás de su dureza, a veces feroz, se escondía un tipo tierno, capaz de dedicarles tiempo a dos chicos como nosotros.

Tanto es así que, años después, cuando Enrique ya estaba cercado por los represores, José, que no compartía sus ideas políticas,

arriesgó todo para ayudarlo.

Mario Sábato, director de cine

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Martín Cañás

Entre 1976 y 1983, por lo que tengo entendido, usted solamente realizó los guio-

nes de un teleteatro que se llamaba Nosotros, en el que firmaba con el seudóni-

mo de “Martín Cañás”.

Sí, las audiciones realizadas para un programa hecho por Canal 11, con dirección de David Stivel. Uno se llamaba Escorpianas y el otro se llamaba La otra vida, que ganó el premio de Argentores como Mejor Programa Uni-tario. También gané un premio como Mejor Guion por Los muchachos de

antes no usaban arsénico. La verdad es que, en esa edición, tuve que subir tres veces al escenario de Argentores cuando entregaban los premios. Al-guien llegó a decirme en un momento: “¡No baje, quédese arriba, así no se la pasa bajando y subiendo!”.

¿De qué se trataban esas historias?

Escorpianas es la historia del hijo de una viuda de buena posición –in-terpretado por Federico Luppi–, que es una especie de vago que no tiene trabajo. La madre consigue que el hijo ingrese en un diario tradicional, y lo ponen en cualquier sección. El tipo hace su trabajo, pero hay un hom-bre muy simpático que trabaja a su lado –Ubaldo Martínez–, con quien establece contacto. Un día se acerca al escritorio para conversar con él y advierte que el hombre cubre lo que está escribiendo. El personaje de Luppi pregunta: “¿Qué pasa, no se puede leer?”. “No, son poesías”. “No me digas, ¿y estás haciendo ese trabajo acá?”. “No me gano la vida con la poesía. Me gano la vida con una revista femenina en la que escribo el horóscopo”. “¡Ah, sí! ¿Y qué sabe de eso?”. “Nada, para eso no se necesita saber nada, la imaginación queda puesta”.

Un día, supe que el diario La Nación recibía, como beneficio de la carte-lera de cine, dos entradas por función. Así que La Nación las vendía a mitad de precio, o se las daba a los empleados. En la obra puse que una tarde uno de los empleados está haciendo cola para comprar entradas para el sábado o el domingo, para una función de teatro. Luppi ve que están conversando

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allá, y se acerca. “¿Algún problema?”, pregunta. “No, es que no hay dos entradas para platea”. “¡Hay solo un palco para cuatro personas! ¡Tómelo, vamos con mi mujer!”. Efectivamente, van los cuatro, y ya en el hall del teatro, cuando Luppi ve a la mujer de Ubaldo Martínez –que era Luisina Brando–, se queda encandilado. Mientras ellos van a pagar la entrada en la boletería, Luisina le dice a la mujer de Luppi (interpretada por Norma Aleandro): “Acompañame al kiosco. No quiero que mi marido me vea com-prar una revista. Hoy debe haber aparecido en Fémina el horóscopo, que son sensacionales”; esos son los horóscopos que escribe el marido, pero ella no lo sabe. Después del teatro, llegan a la noche a la casa, y Luppi le pregunta a su mujer si la pasó bien. Su mujer confirma que sí. “¿Y qué tal la mujer de mi compañero de trabajo, que nos acompañó?”. “Una mujercita rara. Se vuelve loca por unos horóscopos de una revista…”, dice ella. A la mañana siguiente, cuando él va al trabajo, le pregunta al colega en qué re-vista escribía. Luppi se da cuenta de que era la misma revista que la esposa de su colega leía, y así empieza a hacer que el marido vaya mandando men-sajes a través de la revista, de cosas como “el amor no es para siempre”, “las nuevas relaciones engrandecen”, y otras cosas de ese estilo. “¿Pero en qué signo ponemos eso?”, pregunta Martínez. “En Escorpio”, contesta él con convicción. Sigue así, hasta que llega un momento en que Luppi y la mujer del colega empiezan a encontrarse. Surge algo entre ellos. Luppi empieza a mentirle a su mujer, diciendo que ha conseguido un segundo empleo, y que por eso llega más tarde. Mientras tanto, Luppi le pregunta a su colega: “¿Y cuándo será el golpe final?”. Pero Martínez empieza a escribir cosas como: “Piense en su hogar. El amor y el afecto están en la familia”. Ense-guida, la mujer del colega le dice a Luppi: “Mirá, no es bueno que sigamos juntos, porque tengo una carga de conciencia que me quita el sueño”, hasta que se separan. Luppi llega a la casa un poco más temprano, y su mujer está frente al tocador, quitándose unas pestañas postizas. A ella le extraña que él haya llegado temprano, y él le contesta que se aburrió del trabajo que venía haciendo. El personaje de Luppi se tira en la cama, y ve que el rimel de ella se va corriendo por la mejilla, con alguna lágrima. Hay algo que le incomoda en eso. Hasta que él saca de la bolsa de ella la revista Fémina, donde Martínez escribía el horóscopo. Le pregunta si ella lee esa revista, y

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ella confirma que sí. “¿De qué signo sos?”. “De Escorpio, ¿no te acordás?”. Él, sin querer, se estaba haciendo el juego en contra.

¿Cómo quedó el programa?

Muy bien. Un día, cuando tenía que entregar un material y llamé a Gius, él ya se había ido de su casa. Lo llamé al canal, lo encontré, pero al final él no podía acercarse donde yo estaba, porque venía con mucho traba-jo. Como yo al canal no entraba, nos encontramos en un café vecino para entregárselo. En ese intermedio vino a saludarme Norma Aleandro, que estaba en otra mesa. Me preguntó qué hacía ahí, en el café. Le dije que iba a visitar a un amigo. Hasta que ella se dio cuenta de que yo era un tal Martín Cañás. Me dio un beso más fuerte que antes, y se fue.

Me agradó mucho ese trabajo, porque me salió muy bien. Escribí cua-tro guiones. Dos se dieron, uno se ensayó, pero no se alcanzó a dar porque Norma Aleandro tuvo que exiliarse cuando encontraron una bomba en la boletería del teatro donde ella estaba trabajando. El otro no alcancé a entre-garlo. Es más: nunca nadie me preguntó en televisión si yo estaba intere-sado en escribir algo.

¿A qué se debe el seudónimo “Martín Cañás”?

Siempre preferí cierto distanciamiento con la televisión. Y como ese programa lo hacían varios autores, uno por semana, Gius me había pro-puesto participar. Yo decía que no me metía con la televisión. “Pero dejá que voy, lo entrego, y podés ponerle un nombre ficticio”, me decía Gius. “Martín Cañás” es “Martínez, de Villa Cañás”.

Además de ese trabajo, entre 1976 y 1983 hubo un intervalo muy grande en su

obra.

Ni yo me ofertaba, ni nadie me llamaba. Hay un artículo, un reportaje extenso que me hicieron una vez, en el que me preguntaron: “¿Qué hizo usted en esos cuatro años?”. Estábamos en mi casa, y dije: “¿Sabe que no

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me acuerdo de lo que hice en esos años? ¡Nené!”, le pregunté a mi esposa, que estaba en otra habitación de la casa: “Yo viví de vos en esos años, ¿no?”. Yo viví de ella.

Enrique Juárez y Raymundo Gleyzer

Teniendo en cuenta el contexto de la dictadura, cuando mucha gente era perse-

guida, ¿usted supo si los militares o grupos como la Triple A llegaron a monito-

rear sus pasos en aquellos años?

No, pero pasó una cosa muy extraña. Un grupo de chicos a quienes yo no conocía –y no recuerdo por qué motivo se acercaron a mí– me pidieron si podía conversar con ellos sobre cine y les dije que sí. El padre de ellos te-nía una mueblería en la avenida Belgrano al 1400. Me dijeron que su padre cerraba a las seis de la tarde, pero podríamos ir al fondo de la mueblería a charlar sin ningún problema. Eran cinco o seis chicos. Con algunos sigo en contacto, e incluso uno de ellos llegó a convertirse en director de cine, y otro se volvió guionista. Charlábamos de cine por dos, tres horas, un de-terminado día de la semana. Yo vivía en la calle Juncal, no tenía teléfono, y una noche llegué a casa y encontré un papel debajo de la puerta que decía: “¿Qué va a hacer usted con ese grupo de jóvenes, todos los jueves, en la calle Belgrano, número tal…?”. Bajé, agarré un teléfono, los llamé y les dije: “Muchachos, acabo de recibir un papel muy jodido”. Se los leí, porque yo después pensaba que si estábamos allí reunidos –la habitación estaba en un subsuelo, como a cuarenta metros de la entrada– y entraban con una ametralladora, nos matarían a todos y se irían… Y nadie escucharía nada. ¿Quién detectó que, después de cerrado el negocio, entrábamos, uno por uno?

Usted tuvo amigos que, lamentablemente, murieron o desaparecieron. Uno de

ellos fue Enrique Juárez...44

44. Enrique Juárez (12/10/1944 - 10/12/1976) fue el realizador de Argentina, mayo de 1969: los caminos de la liberación (1969) y del mediometraje Ya es tiempo de violencia (1969).

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Enrique Juárez era un muy querido amigo mío, quería mucho a mis hijas. Era mayor que ellas, y junto con Cacho Espíndola iban al balneario municipal sur, donde hoy está Puerto Madero. A mí me gustaba ir a la casa de Enrique porque su papá era un trabajador, un obrero muy actualizado en cuanto a política. La mamá era una señora muy encantadora, que para todas las navidades me hacía un pan dulce especial. Ayudé un poco a En-rique en las cosas que necesitaba, no me acuerdo qué cosas serían, pero me acuerdo de haber estado en los Laboratorios Alex con él, ayudando en algún montaje.

Un día, Enrique entró en una organización y desapareció (él era muy peronista). Una noche fui a ver a mis hijas, pues yo ya estaba separado de mi mujer. Toqué el timbre de calle para que me abrieran, y de pronto se acercó un señor que se paró al lado mío, peinado a la gomina, con bigote, camisa, corbata, traje, anteojos, muy bien vestido… “¿Qué decís, José?”, me dijo esta persona. Yo lo miré y dije, sorprendido: “¿Sos Enrique?”, ni lo reconocí. “Sí, estoy hace un rato esperando en la plaza de enfrente, porque me dijeron que ibas a venir. No tengo dónde quedarme esta noche”. “Bueno, Enrique, como comprenderás, acá arriba no te puedo dejar porque están mis hijas. Esperá que subo, las saludo y bajo”. Enrique se quedó en la plaza. Volví, y él se subió a mi auto. Le dije que tenía un lugar donde podía dormir, una ofi-cina en la calle Independencia y Paseo Colón. Nos fuimos en el coche, y de repente se produjo un congestionamiento de autos. Ya eran como las ocho y veinte de la noche y, en una de esas casualidades que a veces se rechazan en el cine, como si no pudieran suceder en la vida, quedamos a la par con un coche de la policía. Lado a lado. Si el policía estiraba la mano, lo tocaba a Enrique. “¿Qué hacemos?”, le pregunté. “Absolutamente nada, quedate tranquilo”, contestó Enrique. Efectivamente, se descongestionó el tráfico y nos fuimos. Llegamos al edificio y subimos al piso veintidós. En el escri-torio había un sillón donde él podía dormir, y un teléfono. Me preguntó si podía venir a buscarlo al día siguiente, porque iba a tomar un tren a Rosario para ir a ver a sus hijos. Le dije que sí, en un horario como a las seis o siete de la mañana. Esa noche yo tenía que ir a cenar con un matrimonio amigo y con mi mujer. Combiné con Enrique que la señal que le iba a hacer era sonar tres veces el timbre del teléfono, luego cortaría y volvería a llamar, lo

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que significaba que era yo quien estaba llamando. Esa noche, en la cena, me levanté por lo menos cuatro veces de la mesa con alguna excusa, para ir a hablarle por teléfono, porque estaba muy preocupado.

A la mañana siguiente, fui con el auto y estacioné al lado de un lugar que se llamaba El Viejo Almacén. Estacioné y subí. Le hice una señal para que me abriera, y Enrique ya estaba vestido, impecable, con una maletita. Salimos del departamento en el piso veintidós, y cuando fuimos a tomar el ascensor escuchamos unos gritos y ruidos. Llegó el ascensor, pero le grité a Enrique: “¡Ni se te ocurra subir a ese ascensor, nos vamos a quedar ence-rrados! ¡Hay que bajar por la escalera!”. Seguíamos escuchando más gritos, más ruidos. A medida que íbamos bajando por la escalera, tratábamos de adivinar qué pasaba, pero no encontramos nada, además de los gritos que venían de la planta baja y subían por el hueco de la escalera. En el segun-do piso, Enrique ya tenía una pistola en su mano derecha, y me dijo que me pusiera detrás de él. Bajamos, haciendo el menor ruido posible. En los últimos peldaños de la planta baja, sentimos que los gritos ya tenían carac-terísticas de discusiones. Enrique se asomó muy despacio y, al percibir lo que pasaba, giró la cabeza hacía mí y me miró sonriente, indicando que no pasaba nada. Llegamos a la planta baja y vimos a dos porteros que estaban discutiendo porque uno le había ensuciado la vereda al otro.

Salimos, y dejé a Enrique en la plaza Retiro. Él cruzó la plaza y se fue a tomar el tren. Pero después supe que no se fue a Rosario. Primero, había combinado con los hijos que iba a la estación Florida del ferrocarril, donde los hijos estarían en el puente que cruza la estación. En el andén, desde lejos, se saludaron y todos se fueron a Rosario. Creo recordar que Enrique, en uno de sus desplazamientos en Rosario, tuvo la desagradable sorpresa de que el colectivo en que estaba fue detenido en una de las frecuentes ope-raciones que realizaban las patrullas policiales en toda la república. En ese colectivo hubo un tiroteo del cual Enrique logró salir vivo, por lo que pudo regresar a Buenos Aires. Una de esas noches –no puedo precisar cuántas pasaron después de ese tiroteo en Rosario–, estaba en su casa con la mamá y le dijo: “Vuelvo en quince minutos, preparame la comida”. Salió y nunca más volvió.

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A la mañana siguiente recibí el diario muy temprano, y cuando escu-ché que lo pasaban por debajo de la puerta, sentí que era el momento de despertarme. Leí el diario y vi que habían matado a Enrique Juárez. Me fui inmediatamente a la casa de sus padres, donde estaba Nemesio, hermano de Enrique, también director de cine. Llegué a las dos de la tarde, y Neme-sio me dijo: “¿Qué hacés acá? Esta casa está vigilada”. “¿Pero qué querés que haga? Era Enrique, mi amigo. Si me agarran les digo que Enrique era mi amigo, hombre de cine, lo quise, era como un hermano mayor para mis hijas”. Nemesio me dio el último libro que estaba leyendo Enrique: Histo-

rias de Pat Hobby, de F. Scott Fitzgerald, que por supuesto aún conservo en mi biblioteca.

Otra persona muy cercana a usted fue Raymundo Gleyzer...45

Raymundo tenía más o menos las mismas características que Enrique, pues solía venir a casa por María Fernanda, mi hija mayor, a pesar de que él ya estaba de novio con Juanita. Hice Dar la cara para una productora que se llamaba Pan América Nuestra, donde trabajaba un hombre que era amigo de la mamá de Raymundo. En aquel momento, ese hombre me preguntó si me incomodaba que Raymundo fuera al rodaje de la película, y acepté inmediatamente. Ahí nos hicimos amigos con Raymundo –a pesar de la diferencia de edad–, quince años antes de la última vez que lo vi. Durante ese tiempo nos encontrábamos a menudo en el bar más mugriento que había en la ciudad, en Riobamba y Corrientes.

Raymundo estuvo la noche en que destituyeron al presidente Illia, por-que él era camarógrafo de Telenoche, un excelente programa de noticias de Canal 13. Él hizo una muy buena cobertura de los hechos, junto a otros colegas que se quedaron a registrar los acontecimientos, y pasó la noche en el despacho de la presidencia y adyacencias. Después, Raymundo hizo una película que se llamó México, la revolución congelada (1970), por la cual in-cluso le reproché que la hubiera hecho en México, en lugar de haber pues-

45. Raymundo Gleyzer (Buenos Aires, 25 de septiembre de 1941 - desaparecido el 27 de mayo de 1976) fue un director de cine especializado en el género documental, y también realizó actividades como periodista.

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to todo el esfuerzo en lo que nosotros necesitábamos en Argentina. “Los problemas de América Latina son solo uno, tienen el mismo problema”, me decía. “Poné todo tu esfuerzo en los problemas que tenemos nosotros, después lo ponés en los de México”, le contestaba yo. Y más tarde filmó Los

traidores (1973).Desgraciadamente, fue mi despedida de Raymundo. La noche en que

ganó Cámpora, yo estaba en mi casa de Juncal y Bustamente, donde se-guía sin tener teléfono. Al ganar Cámpora, hubo grandes manifestaciones que se dirigían a la sede del Partido Peronista, en Santa Fe y Oro. Nené me propuso que fuéramos a la calle Santa Fe a ver la manifestación. Yo le dije que no, porque eso me deprimía mucho. Pero ella me convenció con una frase muy oportuna: “Es que eso es historia, José”. Nos fuimos desde Juncal a la calle Canning –actual Scalabrini Ortiz– y Santa Fe, caminando despacito por donde iba la gente. Ya eran como las once de la noche, cuando nos detuvimos en una esquina, mirando a la gente pasar. Sin que me diera cuenta, vino un coche por la calle y dobló para tomar Santa Fe hacia el cen-tro, pasando al lado mío. En la ventanilla de atrás del coche iba Raymundo. Pasó con el coche, sacó medio cuerpo por la ventanilla y, muerto de risa, me gritó: “¡Viva Perón, Martínez Suárez, carajo!”. Como respuesta, le alcancé a hacer un corte de manga, mientras él se alejaba. Riéndonos, cargándonos, fue la última vez que lo vi…

Él hizo Los traidores, y se enfrentó con cuestiones muy duras. Un día me llamó Gius y me dijo que tenía un problema y necesitaba hablar conmi-go, pero que no podía hacerlo por teléfono. Llegando a su casa, me dijo que un amigo –que había trabajado en Los traidores– había tenido que escaparse del país y había dejado su coche estacionado en Lavalle al 1600. Gius, que había quedado con la llave del coche, me dijo que había que sacarlo de ahí, porque hacía una semana que estaba estacionado en ese local, y podría pasar algo, pues no se sabía si el coche estaba vigilado o no. Me preguntó si lo sacábamos esa noche. “Por la noche, no. Vamos de día. Si nos agarran, decimos que es el coche de un amigo que está acá. Si lo sacamos de noche, es como si estuviéramos tratando de ocultarlo”, le dije. Nos fuimos de día, sacamos el coche, no vino nadie y nunca pasó nada. Pero persiguieron a todos los que participaron en Los traidores.

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Para el ámbito cinematográfico, lo que pasó con Enrique Juárez y Raymundo

Gleyzer debe haber sido un golpe muy duro.

Fue una sensación muy difícil, pero el argentino es muy particular. El argentino llora, por ejemplo, la muerte de un amigo. Y como se está jugan-do el mundial de fútbol en España, se va a la calle Corrientes a celebrar. Es decir, es bastante ambivalente en lo que hace a los dolores y las alegrías. Pero no es menos cierto que también estábamos luchando con las manos y la cabeza contra los fusiles, las pistolas, los secuestros, los Falcon verdes.

La cuestión es que tanto el padre de mis nietos como otras tantas perso-nas desaparecieron. Mi nieta, cuando era muy pequeñita –debía tener siete u ocho años–, en un momento me dijo: “Abuelo, ¿alguna vez voy a poder ver a mi papá?”. “No, Julieta”, tuve que decirle. “¿Algún día voy a poder poner flores en la tumba de mi papá?”. “Creo que sí, Julieta”.

No poder expresar en palabras

¿Cómo vivió aquellos días terribles de la desaparición de María Fernanda, su

hija mayor?

Yo estaba viviendo en la calle Juncal y, de repente, por la noche, sonó el timbre de calle. Era Marta, mi exmujer, la madre de mis hijas. Bajé presuro-so porque imaginé que algo serio había ocurrido. Me preguntaba qué había pasado para que ella viniera a mi departamento. “Acaban de secuestrar a Julio y a Fernanda”, me dijo ella, muy desesperada, atemorizada y llorando.

Un grupo de gente había estado a la tarde preguntando, casa por casa, si en esa manzana vivían los Martínez Suárez, lo que ya evidenciaba poca inteligencia de parte de ellos, por no haber abierto la guía telefónica (don-de figuro dos veces). Ellos se quedaron esperando en la plaza de enfrente. Fernanda se había quedado en casa porque estaba con gripe, mientras que Julio había ido a trabajar. En la casa estaban nada más que Fernanda y la abuela, con Julieta (de cuatro meses) y Juan Pablo (de dos años). Los delin-cuentes llevaron a la abuela y a los dos niños al otro dormitorio, mientras

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seguían custodiándola. A Fernanda le empezaron a preguntar cuándo lle-gaba el marido, y ella dijo que él estaba trabajando y estudiando, lo cual efectivamente sucedía. La cuestión es que apagaron todas las luces de la casa y se quedaron agazapados en la puerta de entrada del departamen-to. Cuando entró Julio, se abalanzaron sobre él y le cubrieron la cabeza –como ya la tenía Fernanda– con unos pulóveres. Después supe que los secuestradores estaban nerviosos y asustados. “Allá hay un tipo que nos está mirando”, decía uno. “Fijate en ese que cruza la calle”, decía el otro. Al final, abrieron la puerta de calle y los metieron en el piso del sector trasero de coches distintos. Los llevaron –no se sabía a dónde– y, durante el viaje, que duró veinte minutos, nadie habló. Siempre con la cabeza envuelta, los bajaron en un sitio donde se escuchaba una música estruendosa. La cues-tión es que Fernanda escuchó toda la noche que torturaban a su marido, mientras tenía una venda en los ojos. Julio, en el delirio, decía: “¿Qué hora es? Tengo que ir a trabajar”. Hasta que escucharon unas voces que decían: “Che, parece que el pibe se nos va. Llamen a alguien para que venga”, como que se estaba muriendo.

Frente a eso, me fui inmediatamente a la comisaría, en la calle Gurru-chaga y Santa Fe, y empecé a averiguar. Hablé con el oficial principal, que me preguntó qué andaba pasando. “¿Cómo qué está pasando? ¡Hace una hora secuestraron a mi hija y a mi yerno!”. “¿Dónde?”. “Arenales y Mala-bia”. “¡Qué raro!”, dijo él. “¿Por qué raro?”, le pregunté. “Porque no me pidieron zona libre”. “¿Qué es zona libre?”. “Fíjese usted que, si pasa un auto de la policía y ve sacar a dos personas a la fuerza, es un secuestro, y empiezan los balazos entre nosotros” (mire usted lo que decían).

Enseguida llamé al padre de Julio, que vivía en Lomas de Zamora, y pasamos la noche haciendo lo que se podía hacer. Yo sabía dónde vivía el almirante Massera, que formaba el triunvirato de la junta militar. Le escribí una carta: “Señor almirante, pongo a su conocimiento que en el día de hoy han secuestrado a mi hija y a su marido. Pongo a su conocimiento que en muchas oportunidades he representado a la Argentina en otros países, y siempre he tratado de darles una buena imagen. Le ruego, en todo el senti-do que tenga la palabra, que mi hija y su marido sean restituidos a su hogar, donde, además de los padres y los abuelos, los aguardan los hijos de tal y tal

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edad…”. Cuando llegué con el padre de Julio al edificio donde vivía Masse-ra, una guardia custodiaba la planta baja. Me dijeron que no se podía subir, y entonces les entregué la carta, que me aseguraron que sería entregada al destinatario. De allí fuimos al Departamento de Policía, que ya estaba cerrado, pero logramos hablar con una persona jerárquica. Le entregamos esa segunda nota al jefe de policía. Volvimos a casa y pasamos esa noche aguardando a ver si ocurría algo. No ocurrió nada. A la mañana siguiente, llamé al Departamento de Policía, y me respondieron: “Por esa persona ya pidieron”. Así que supuse que alguna de las dos cartas que dejamos había llegado allí para que averiguaran.

Entonces había que presentar un hábeas corpus. Nos vinimos a la zona de Tribunales, donde empezamos a recorrer bufetes de abogados. Todos se negaban a tomar el caso, hasta que supimos por qué: “Todo el periodismo extranjero está mirando la cantidad de secuestros que hay en Buenos Aires, y el gobierno argentino lo sabe. Entonces han prohibido que los abogados presentemos hábeas corpus, porque los corresponsales extranjeros van a Tribunales y ven que se han presentado doscientos veinticuatro distintos, y saben que hubo por lo menos doscientos veinticuatro denunciados…”. Seguimos buscando alguien que lo hiciera, hasta que encontramos a un abogado que también dijo que no presentaría el hábeas corpus, pero que nos presentó otra solución. “Voy a hacer una cosa”, me decía el abogado, “y usted se olvida de mi cara, de mi nombre y del sitio donde usted estuvo… Yo le voy a dar el texto del hábeas corpus, porque cualquier ciudadano puede presentarlo”. Yo me olvidé de su nombre, y nunca pude agradecerle. Nos dio el texto, lo anotamos, y después nos fuimos y lo presentamos en la calle Viamonte al 1100. No pasó nada.

Hasta que una noche, a la madrugada, apareció Fernanda. Estaba asustadísi-ma, no sabía dónde estaba Julio. No la habían lastimado. Julio no apareció nunca.

¿Cómo fue enfrentar como padre esos días sin tener siquiera una noticia sobre ellos?

Lo que viví no se puede expresar en palabras ni en pensamientos, por-que hay una confusión de sentimientos muy grande. Yo no podría haber creído que eso fuera a suceder.

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Me acuerdo de que un amigo, miembro de la Agencia Internacional de Energía Atómica, con sede en Viena, vino para Argentina muchos años después de vivir afuera, y me dijo: “José, qué mal está la Argentina. Anoche fui al teatro y no había dónde dejar el sombrero. Imaginate, comparar eso con Austria, donde vos llegás a un negocio, te ofertan una silla, después te ofertan un licor. Fijate que nadie ni siquiera sabe el nombre del presidente en Austria”. No habían pasado tres meses cuando balearon al presidente de Austria en la calle. Entonces, lo llamé a mi amigo y le pregunté si se acor-daba de lo que me había dicho sobre Austria.

Eso que creíamos que solo podía pasar en Argentina podía pasar en cualquier parte. Sobre todo la impotencia, el no saber, el cometer la niñería de llevarle una carta al almirante Massera. ¿Qué les importaba a esos tipos, si eran impunes? Esos tipos… no es que asaltaban, no es que robaban. Ellos mataban, torturaban. ¿Cómo podría entrar en mi cerebro que eso se estaba viviendo acá, que yo podía pasar por una pared atrás de la cual estaban matando a un tipo? ¿Qué es eso? ¿Dónde estamos? ¿Qué es lo que está ocurriendo? Y fueron muchos. Después, Ernesto Sábato tuvo la valentía de ser el hombre que hizo el informe Nunca más, donde se levantaron las informaciones de todos los secuestrados, muertos, desaparecidos que hubo durante todo ese tiempo.

¿Cuál fue el sentimiento al tener a su hija de vuelta?

(Larga pausa) ¿Por qué cree usted que liberaron a mi hija?

Supongo que porque ellos querían llevarse a Julio…

Yo creo que no. Creo que a mi hija la liberaron porque era la sobrina de Mirtha Legrand. Si saliera a la calle y dijera que secuestraron a mi hija, yo sería un hombre más a quien le secuestraron a su hija. Pero si Mirtha Le-grand dice que secuestraron a su sobrina, todos hablarían sobre eso, desde Formosa hasta Catamarca, pasando por Santa Cruz. Creo que fue eso lo que salvó a mi hija, ser sobrina de una personalidad importante, cuya palabra iba a ser escuchada. Mi reclamo no tenía peso. El comentario de ella sí lo tenía.

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Capítulo 12.

Noches sin lunas ni soles

Hay un personaje que me encantó cómo quedó en la película, y al que no le encontraba la vuelta en la novela, que es el personaje

del falsificador anarquista. Yo necesitaba que él estuviera agarrado a algo más que a su función en el relato, que tuviera una particularidad

que le diera cierta identidad, pues es un personaje que está en el medio de todo, ayudando y protegiendo a Cairo.

José –quizás queriendo rendir un tributo a sus antepasados–logró traer una emoción y una encarnadura que ese personaje no tenía,

al incorporar la historia de un anarquista que huye de la Guerra Civil española, de las señales que tenía para identificar que era Cairo quien lo buscaba.

La película enriqueció mucho a ese personaje. Y, por otro lado, me mostró que, aunque los personajes aparezcan una sola vez,

deben tener una encarnadura tan o más consistente que los protagónicos que conducen el relato. Eso se lo debo a José. Y por eso le hago una

dedicatoria en la tercera edición de la novela.

Rubén Tizziani, escritor y coguionista de Noches sin lunas ni soles

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La adaptación

Llegamos a Noches sin lunas ni soles (1984), su última película hasta este

momento.

Yo había leído la novela Noches sin lunas ni soles, y me parecía una de las mejores novelas policiales argentinas. Me había parecido excepcional, notable. Además, tenía la particularidad de que el personaje se llamaba Cai-ro, como se llama un personaje de El halcón maltés (1941), de John Huston, una de mis películas predilectas. Entonces, todo eso se conjugaba. Hacer un auténtico cine negro en Argentina.

Como lector de la novela, ¿llegó a pensar que algún día podría adaptarla y dirigirla?

No conocía al autor, Rubén Tizziani, pero me había parecido un es-critor muy potente, un hombre que sabía de qué estaba hablando y cómo se contaba eso. Primero me enteré de que los derechos del libro los tenía Daniel Tinayre. Después, que se los había pasado a David José Kohon. Y me agradó mucho que los tuviera, aunque sabía que él hubiera hecho una película completamente distinta de la que hice yo. Hasta que una noche me llamó Horacio Casares, un muchacho con quien habíamos trabajado antes de irme a Chile en 1965. Él era un periodista que escribía para una revista automovilística, donde hacía una sección que se llamaba Road Test, el test de rodaje. Como tenía contactos con las empresas automovilísticas, le daban un nuevo modelo de coche y él recorría el país. Colaboré con él e hice varios trabajos para la empresa Kaiser, en la localidad de Santa Isabel, provincia de Córdoba. Nos hicimos amigos. Así que, cuando Horacio me encontró por teléfono esa noche, le dije: “Bueno, al fin me encontraste”, pues le había pedido a mi mujer que cada vez que me llamara le dijera que yo no estaba. “¿Qué pasa?”, me dijo, “¿te estabas escapando?”. “Sí, me estaba escapando”, le contesté, porque no quería hacer publicidad, pues lo acomodaba a Horacio en el capítulo publicidad, que era en lo que habíamos trabajado mucho.

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Entonces me dijo: “No te llamo para hacer publicidad… te llamo para hacer un largo”. Eso me interesó, le pregunté qué obra era. “Noches sin lu-

nas ni soles”, me contestó. “Pero esperá un momentito, Horacio. Ese libro lo tiene David”. “No, no lo tiene más, hoy se abrió”, dijo Horacio. Yo le dije que antes quería hablar con David, para que no hubiera confusiones. Llamé a David y le pregunté qué había pasado con él, con relación a Noches sin lu-

nas ni soles. “Tiene vía libre, José. No la voy a hacer”, me dijo David. Llamé a Horacio y le aclaré que no había dudado de lo que él me había dicho, pero que me había parecido necesario hablar antes con David.

Nos encontramos para cenar, pero traté de decirle algunas cosas de entrada. “Me gusta muchísimo la novela, pero no hago películas ya empe-zadas. No hago películas que ya tengan el guion y que ya tengan el elenco”. “Antes de hablar de los problemas, vamos a hablar de las soluciones”, me propuso Horacio. Me dijo que guion no había, pero había elenco. “¡No seas gallego cabeza dura!”, me dijo cuando percibió que yo ya estaba contraria-do. “La chica es Luisina Brando”. “Mejor no podrías haber conseguido”, le comenté. “El comisario Maidana es Lautaro Murúa”. “Mejor no podrías ha-ber conseguido… Pero ¿quién es Cairo?”. Él, dudando y vacilando, me dijo “Cairo es Alberto de Mendoza”. Me quedé un momento callado y le dije: “¡Al fin y al cabo, te gané por dos a uno!”.

¿Qué quiere decir ese “uno”? ¿Por qué no Alberto de Mendoza?

No me gustaba demasiado Alberto, era un hombre de televisión, con características no adecuadas para el personaje que yo quería. La lucha que tenía con Alberto era sacarle todos los alberto-mendocismos que él tenía para actuar, todos esos gestos que en televisión funcionaban pero en cine no. Más o menos lo logré…

El día del estreno, a media tarde, me llamó Alberto. “Yo no voy a ir al estreno de la película hoy por la noche”, me dijo. Lo acepté. “Pero no voy porque no me gustó mucho cómo quedó la película, ¿sabés?”. Efectivamen-te, él no fue al estreno. No lo volví a ver. Un día me envió por correo el recorte de una nota de una revista española, de la cual me decía: “Fijate qué lindo”. La película a la que se refería el recorte era Presos del olvido, como

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se llamó Rosarigasinos 46 en España. Y me decía: “Fue la película argentina más solicitada en esta semana en los videos de España”. No le contesté por-que no me interesaba la enemistad. Vino a Buenos Aires tiempo después e hizo una obra de teatro con Chiquita. Un día, mi hermana me comentó que Alberto estaba extrañado conmigo porque no había ido a saludarlo al teatro. “Decile que siga extrañado, porque no voy a reanudar la relación con él”, le comuniqué a mi hermana. Y, efectivamente, así fue.

¿Esa fue la única vez en su filmografía que el escritor de la obra original partici-

pó junto con usted en la adaptación del guion?

Así es. Se sumaba el hecho de que habían realizado dos películas de sus libros, pero que no le habían gustado. Tizziani vivía en la calle Brasil, cerca de Constitución. Cuando fui a conocerlo, le pregunté si sabía quién era yo. Enseguida me contestó que sí, que era director de cine. Le dije que era más que eso: “Yo no soy peronista, no soy gay, no tomo drogas, y soy muy jodido en rodaje, pues en rodaje se hace lo que yo digo o no se hace”, le dije. Enseguida nos conectamos. Me preguntó si podía participar de la adaptación del libro, para conocer cómo se hacía una adaptación al cine. Lo acepté y lo hicimos.

Así empezamos a trabajar el guion, en las oficinas de Horacio Casares. Era un placer trabajar con Tizziani, porque ese proceso le trajo incluso una oportunidad para pensar su propia novela. Por eso, en la tercera edición del libro puso una dedicatoria: “A José Martínez Suárez, que me enseñó otra forma de contar esta historia”. ¡Vaya un elogio como ese! Sobre todo si se tiene en cuenta que los autores en general siempre reclaman ciertos cam-bios mínimos que ocurren en las adaptaciones.

¿Cómo fue el proceso de adaptación?

Quise mostrar a un hombre encerrado en una ciudad, un hombre que busca acercarse a aquel hermoso cuento de Borges en el cual un poderoso príncipe

46. Leer más sobre Rosarigasinos en el capítulo 13, en el apartado “José, productor”.

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invita a otro a visitar su palacio y luego lo lleva a un jardín –que es un laberinto–, y lo deja allí durante un rato, hasta que lo manda a buscar. Pasan los años y ese otro príncipe, en reconocimiento, invita al que lo había invitado. Entonces lo lleva a visitar el desierto. En un momento bajan del camello y le dice: “Aquí te dejo en mi laberinto”, y lo deja solo en el desierto, mientras se va con ambos came-llos. El laberinto era el desierto. Yo quería que la ciudad fuera una prisión, esa ciudad era una prisión. No podía moverse, no podía hacerse ver, no podía salir.

Es interesante notar que Noches sin lunas ni soles y Los muchachos… son

películas esencialmente diurnas. Mientras que, en las películas del cine negro,

habitualmente se solía trabajar dentro de un estilo más oscuro y sombrío…

Me encantan las películas inglesas sobre asesinatos que transcurren mientras una lady les está sirviendo el té a sus amigas, con quienes fue al colegio hace veinticinco años, y los hijos están jugando al tenis. Sin em-bargo, una de las tazas está envenenada… Prefiero ese tipo de asesinato, antes que el asesinato nocturno, con una puerta que se abre a patadas, con una ventana por la que entra alguien con la cara cubierta. Me parece que es mucho más divertido y real que se escape de lo que se espera que sea. Todo se hace por medio de la sonrisa, de una placidez, de una simpatía, de una cordialidad. Y, sin embargo, abajo está la muerte.

Además, en Noches sin lunas ni soles se evidencian elementos de la vida diur-

na, como la mujer que hace la comida en el departamento, Cairo que mira con

un aire de sospecha al policía disfrazado de basurero.

Eso está trabajado. La policía sabía que él iba a ir a una casa a visitar a una persona. Ahí pusimos a un tipo con el carrito de la basura. Mira la vereda desde lejos, hay dos personas que están conversando, y uno de ellos, aparentemente, está limpiando sus anteojos, pero mirándolo a él en el reflejo. A la izquierda, unos hombres están bajando cosas de un camión, visten un delantal blanco de trabajo. Luego, se ve que hay tres obreros mu-nicipales con el típico overol azul. Están desplazando una boca de tormen-ta. ¿Recuerda qué pasa allí?

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Él se da cuenta de esas miradas, y corre…

¿Y por qué se da cuenta? Porque la cámara baja por los “obreros” y ad-

vierte que los tres tienen zapatos negros lustrados.

No había percibido eso.

Es que el delincuente ve más que nosotros. Yo, si llego a mi casa y veo un coche que desconozco, eso es indiferente para mí; entro a mi casa. Si soy un delincuente y veo un auto que no conozco, sigo hasta la esquina y me oculto para ver quién es, qué hace ahí. Y como no sé quién es, preparo la pistola. El delin-cuente vive una vida distinta. Muy poca gente se dio cuenta de eso en esta escena.

Cairo

Cairo me parece el personaje más enigmático de toda su obra, por no saber de su pasa-

do, ni qué delitos cometió, ni de dónde viene. En el libro original de Tizziani se revelan

cuestiones de su pasado, de las torturas que sufrió en la cárcel. Pero esto no aparece en la

película. ¿Ustedes querían mantener ese carácter enigmático del personaje?

Sí, lo buscamos. Pero fíjese usted que es un hombre que siempre lleva traje, camisa, corbata, zapatos lustrados, está afeitado. Puede ser un pis-tolero, pero es un pistolero elegante. Y quien más lo justifica es Maidana, que dice: “Cairo es un chorro derecho”, queriendo dejar en claro que es un hombre con códigos. ¿Por qué? Porque conozco una anécdota de un comisario famoso que era implacable, era el primero que entraba en una casa y sacaba la pistola. Cierta vez este comisario entró a un bar y encontró al hombre a quien estaba persiguiendo, tomando un whisky y acompañado por una mujer. El comisario entró y se sentó a la barra. El perseguido lo vio y se acercó. “Buenas noches, comisario”, le dijo. “Estoy con una señora, ¿me puedo quedar una hora más?”. “No hay problema”, dijo el comisario. Es más, cuando la pareja se levantó para irse, el mozo le dijo al pistolero: “Esa mesa ya está paga”. El hombre miró hacia donde estaba el policía. Se

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saludaron levantando la mano, y el pistolero se fue con su mujer. Es decir, el comisario no aceptó la casualidad.

¡Guau! Ya no se hacen más pistoleros ni comisarios como antes.

Hermoso, ¿no? Ese era el tipo de personaje que queríamos para Cairo. Por otro lado, si Cairo estuviera con una mujer en un bar y Maidana lo vie-ra, el comisario lo agarraría en seguida, pues lo que Maidana está buscando es el dinero que sabe que le dejó Bertozzi, que está en Paraguay. Maidana sabe que Cairo es amigo de Bertozzi desde pequeño, y que los padres son las personas a quienes él va a ver.

Una cosa que me gustó mucho es el hecho de que Bertozzi –el amigo que está

en Paraguay– no se ve nunca en la película, se lo intuye solamente a través de

huellas, de la carta enviada a Cairo, de los padres, de la fotografía de la primera

comunión. Eso también me hace pensar que, más que mostrar una amistad, se

muestra acá la evocación de una amistad.

Hay una sola cosa que no me gusta y que pasó desapercibida, que es cuando la radio policial está encendida y da la noticia de que por la noche, en Paraguay, el argentino Juan Ángel Bertozzi apareció muerto. La noticia entra justo en el mismo momento en que se está produciendo el tiroteo final de la película. Creo y defiendo las casualidades en el cine, pero es muy peligroso poner ese tipo de casualidades.

Hay una escena que se comentó mucho y que es clave en la película: la escena del

baño, en la que Cairo lee en voz alta la carta de Bertozzi.

Todo el mundo la reprochó. Si usted supiera la cantidad de películas que he visto en que un tipo recibe una carta, la guarda en el bolsillo y después, cuando está solo en su casa, la lee en voz alta… Hay por lo menos doscientas películas así.

Y me cuestionaban: “No se puede leer una carta así”. ¡Sí, se puede! Nadie defendió esa carta. “¿Cómo el tipo se va a meter en el baño y va a leer la carta en voz alta?”, me decían. Y yo defiendo mi postura ¡porque el

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personaje hace eso! Si vuelvo a hacer la película, la carta la leo. Yo creo en esa secuencia. Pero no por necio, no soy necio (o por lo menos así lo creo). Si alguien me indica que hay un error, no niego que haya un error si lo veo. Pero en ese caso, no lo es. ¿A usted qué le pareció?

Siento que no es solo leer. Es un sentir que tiene el personaje en ese momento.

Quizás, si la cámara solo mostrara una imagen –o un detalle– de lo que dice la

carta, no lograría la misma potencia dramática. Es una escena clave. Y usted,

como director, debe haber tenido mucha convicción para filmarla así, porque es

la única escena en la que Bertozzi “está físicamente”, a través de la carta, y el

espectador entra en complicidad con Cairo.

No dudé, no dudo. Y si la hiciera nuevamente, no dudaría. Lo hice por-que creo que es lo que el personaje haría cuando se queda a solas. Es una despedida del amigo en voz alta. No solo la leyó, puede saberla de memoria, pero la va a leer porque es la carta del amigo.

Además, el baño es el único refugio que tiene Cairo frente a toda esa gente que no

quiere que él se escape.

Sumado al hecho de que, cuando abre la puerta, la chica lo está mi-

rando desde la ventana, estableciendo el contacto. El primer contacto en-tre ellos ocurre cuando lo meten en el aguantadero y tropieza con la ropa colgada. ¿Con qué ropa tropieza? Con una bombacha. Y cuando aparta la bombacha, descubriendo el escenario, ¿qué es lo que ve? Que ella lo está mirando. Cairo “le sacó la bombacha a Ana” (Luisina Brando).

Es interesante lo enigmático que hay en ella en ese inicio: no habla, y solo obser-

va lo que sucede. Incluso en la novela, nos enteramos de que su nombre es Ana

mucho tiempo más tarde.

Porque ella no pesa en ese conjunto, a ella no se le da pelota, es la mujer del jefe, hasta cuando el jefe la banque. Ana es como Báez la veía, como “una mina para fifar” y nada más. Antes, cuando los cuatro están comiendo, Báez

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le dice a Ana: “Che, vamos”. Y después le habla a Cairo, aludiendo a los años que este pasó en la cárcel: “Las paredes son finitas, te vas a tener que aguantar. ¿Cuánto hace que estás sin hacerlo…?”. Entonces van a hacer el amor y Báez empieza a gemir; lo hace a propósito para que Cairo sufra (todavía me acuerdo de cuando hicimos el doblaje, que nos cagamos de risa con esos gemidos). Cai-ro era un tipo físicamente más agradable que Báez. Ella se va con quien elige, porque no le gusta ese tipo. Pero, sobre todo, lo que no le gusta es que vayan a mejicanear a Cairo. Ella lo sabe, pues ha escuchado la conversación.

Justamente en la secuencia en que Cairo y Ana se escapan de esos tipos que lo van

a mejicanear, hay una diferencia sutil pero importante entre la novela original y

la película. En el libro, uno ya sabe que ellos logran escaparse y que los tipos se dan

cuenta. En la película se crea suspenso con un montaje paralelo. Los tipos se dan

cuenta, pero, mientras tanto, los espectadores nos quedamos sin saber si Cairo y

Ana van a lograr escapar. Es muy bueno el desenlace, cuando los tipos salen a bus-

carlos en el coche, y ellos dos se esconden al lado del edificio, en la puerta contigua.

Eso lo descubrimos allí, en la puerta del edificio vecino. Los tipos tie-nen toda Buenos Aires para buscar, pero ellos están escondidos en la mis-ma vereda. Luego, cuando se van los otros y ellos salen, están caminando. De repente, ella lo agarra y le da un beso. ¿Por qué? Porque por la esquina está pasando un auto de la policía. Cuando ellos se separan, el auto de la policía sirve para que se inicie el romance.

Hay también una cosa muy linda cuando, a la mañana siguiente, el per-sonaje de Boy Olmi se está afeitando, el de Cacho Espíndola está tomando sol en el patio, y Báez está al lado del teléfono. En un momento, Báez se levanta, va a donde está la soga con la ropa colgada, y toca la bombacha de Ana…

Es interesante la curva descendente que sigue Báez, por haber querido romper los

códigos del medio al que él y Cairo pertenecen.

Fíjese usted que, cuando Cairo se escapa de la policía y llega a ese edi-ficio en construcción donde está la mujer a la que después le va a robar la camioneta, Ana ha ido a buscarlo. Ella se pone al costado, entre la multitud

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expectante, para ver qué pasa, hasta que ve detenido a Báez en el auto de la policía y le dice, con un movimiento de sus labios: “La p… que te parió”. Y Báez, como no puede hacer otra cosa, se la traga.

Secuencias como esa que usted citó parecen reflejar muy bien el hecho de que

todos los personajes tienen su momento dentro de la película. Otro personaje

significativo es el del español falsificador, que ayuda a Cairo a conseguir los docu-

mentos falsos para escapar del país.

“En el tren que va a Madrid se engancharon dos vagones, uno para los fusiles, y otro para los cojones”: esa es la contraseña entre Cairo y el falsifi-cador anarquista, para que le abra la puerta.

Yo había llamado por teléfono al actor José María Gutiérrez, y él muy contento me preguntó a qué se debía la llamada. Le dije que quería darle el papel con el que ganaría el premio al Mejor Actor de Reparto (que, de hecho, después ganó). Al ver esas escenas, cuando él falsifica el pasaporte, lo plancha y lo seca, muchos amigos –sobre todo Parrilla– me dijeron: “¡Al fin te diste el gusto de poner al falsificador anarquista!”.

Estar encerrado en la ciudad

¿Cómo fue el rodaje?

La película era hermosa de hacer, porque la tenía muy clara. Armé, como siempre, un buen elenco, con Cacho Espíndola, Arturo Maly, Boy Olmi, Diana Ingro, Eva Franco, Guillermo Bataglia. Pero también hubo una situación delicada, como cuando estábamos filmando en el tiempo previsto, y en un momento me vino a ver Horacio y me dijo: “Mirá, José, el contador estuvo analizando el presupuesto, y tendríamos que bajar una semana del rodaje”. Le dije que no podía bajar una semana de rodaje. “Si me lo hubieras dicho de partida, posiblemente se hubiera podido. Pero ahora que me que-dan tres semanas, bajar el treinta y tres por ciento… no puedo”. Más allá de eso, tuvimos un muy buen rodaje, muy divertido, y lo terminamos bien.

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¿Cómo hicieron la escena en que Cairo se escapa de la policía con la camioneta?

El productor Horacio Casares era un especialista en filmaciones con autos. Así que sabía que podíamos conseguir un piloto de pruebas de la Ford (que murió un mes después del rodaje, en otro trabajo que hizo en San Juan, cuando se iba a presentar el Ford Sierra). Le pregunté a Horacio si podíamos hacer esa secuencia y él dijo pronto que sí. La preparamos toda. Buscamos una casa en construcción. Este muchacho puso exacta-mente la cantidad de nafta que necesitaba –medio litro, para que no se incendiara–, y le puso bolsas de cemento atrás para que pesara. El portón quedó trucado y atado con un cable de acero en la parte baja, porque me dijo: “Si yo choco el portón y me lo llevo puesto, tengo que frenar porque no sé adónde voy, y puedo pasar por encima del portón”. Entonces, cuando chocaba, lo volcaba, agarraba la calle y se iba. Habíamos combinado que él atropellaba a un auto y una camioneta se desviaba. Y combinamos con ese hombre que, cuando volcaba el portón, venía y chocaba contra el Peu-geot. “¿Dónde quiere que choque, José, en la puerta de adelante o en la de atrás?”, me preguntó el piloto. “Atrás”, le dije, tratando de cuidar un poco las cosas. Subió a la vereda. “Es muy alto para subirla. Vamos a poner tierra dura para que yo pueda subir”.

Hicimos la toma –teníamos dos o tres cámaras puestas–, pero, como se retrasó el Peugeot, el piloto del Ford lo buscó, chocó donde dijo, aunque ya se había pasado de la subida, y de todos modos consiguió pasar entre los dos árboles. La toma salió muy bien.

Vino Alberto Parrilla –que no estaba en la película pero vino a ver el ro-daje– y me dijo: “José, hacé una cosa, reventá de una vez el Peugeot e incen-dialo”, una vez que el Peugeot ya estaba todo reventado. Tenía razón Parrilla. Pedí que llamaran a los bomberos por un coche que se estaba incendiando (cosa que todavía no era cierta, pero que llamamos con antecedencia para no causar más perjuicios en la zona). Los utileros le tiraron un litro de nafta y después un fósforo al coche. Entonces, desde arriba, el comisario Maidana –que estaba mirando eso– se lamentaba. Mientras tanto, los bomberos toda-vía no habían llegado y no llegaron nunca, el coche se consumió enteramente (risas). Y pensar que les avisamos antes de que se produjera el incendio…

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Otra secuencia clave está cerca del final, cuando Cairo y el comisario Maidana

están lado a lado, separados por una puerta, en la casa de los padres de Bertozzi.

Los dos están separados por la puerta, hasta que Cairo intenta escapar-se de la casa de los padres de Bertozzi, mientras el padre de Bertozzi está forcejeando con Maidana, tratando de darle tiempo a Cairo para que pueda escapar. La cámara –ubicada en el pasillo– lo ve venir a Cairo, que en un momento se vuelve hacia la puerta pero no puede disparar porque el pa-dre de Bertozzi cubre la salida. Mientras Cairo sigue su carrera, la cámara hace una panorámica vertical hacia arriba, y se ve al ayudante del comisa-rio bajando muy lentamente el brazo y disparando el tiro. Me gusta esta situación, porque es como que ese hombre no tiene que estar ahí, pero sin embargo está, pues, cuando el comisario y este entran en la casa –mientras Maidana está hablando con los padres de Bertozzi–, el otro sube y va a la terraza para ver si encuentra algo más.

Cairo ya está llegando a la salida, cuando la bala que viene desde arri-ba le da en la espalda. Nosotros habíamos consultado a un cirujano sobre cuántos minutos sobrevive un hombre con un balazo en el pulmón, y su respuesta fue que no más de cinco o seis minutos. Ese era el tiempo que teníamos para relatar la acción hasta que Cairo muriera en el puente. Él sale corriendo, lo siguen los otros dos, hasta que él sube al puente. Me gus-ta mucho esa escena en que él se refugia en esa entrada, en la escalera del puente, y los balazos revientan en la pared.

Tuve la idea de realizar esa secuencia porque me acordaba de lo que me había sucedido una noche en que yo había salido a comer con un amigo en Palermo. Después de la cena, él me propuso llevarme a mi casa, pero le dije que quería irme caminando. De repente, en el medio del camino me encontré con un puente, a la una y media de la mañana. Decidí subir. Una vez que subí por el puente, me quedé pensando: “¿Y si yo de acá no salgo porque del otro lado me están esperando? ¡Qué boludo que soy, estoy encerrado en la ciudad!”.

El puente medía como ochenta metros y estaba oscuro. Cuando crucé al final, no había nadie, pero siempre me quedé pensando que ese puente era una celda en la ciudad.

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Para lograr sobrevivir, hay que recordar absolutamente todo

David Oubiña y Quintín, en la revista El Amante,47 publicaron una nota en

la que destacaron que, en dos de sus películas, aparece la siguiente cita: “Para

lograr sobrevivir, hay que recordar absolutamente todo”. ¿De dónde proviene esa

frase?

De mi mujer. Fue mi mujer, Nené Lovera. Al principio, cuando esta-blecimos la relación, estábamos conversando y me dijo esa brillante frase: “Para lograr sobrevivir, hay que recordar absolutamente todo”. Yo la puse en una película y después en otra, varios años más tarde. En Noche sin lunas

ni soles, el personaje de Ana (Luisina Brando) comenta que en una película alguien decía eso. Es decir, me cito a mí mismo, pero sin decir que era yo quien había hecho esa película.

¿Podemos decir que la cita plantea el desafío que todos tenemos frente a nuestros

recuerdos?

Bueno, digamos que también puede provenir de esa frase común que dice: “El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”. Pues, si se lograr recordar absolutamente todo, se va a recordar que hay una piedra ahí, y no se va a tropezar con ella.

¿Usted a nivel personal también trata de plantearse ese desafío?

No, es absolutamente natural. Es como si, en lugar de diez dedos, yo tuviera once. Este décimo primer dedo es la memoria, y ya me he acos-tumbrado a tenerlo. La gente se asombra de que yo tenga once dedos, es decir, que el décimo primero no se ve, pero se advierte: es la memoria. Mis dos hermanas son tan memoriosas como yo, una de ellas posible-mente sea la más memoriosa de nosotros tres. Incluso hacemos algunos juegos de memoria, a veces son extremadamente exagerados, y lindan

47. Oubiña, David y Quintín. “El cine según… Martínez Suárez”, El Amante, mayo de 1992.

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con lo bizarro o el ridículo. Por ejemplo: “¿Cómo respiraba el heladero de nuestro pueblo cuando nos servía el helado?”. Había una sola confitería que hacía helados, y el dueño –que debía tener treinta y dos o treinta y tres años– era asmático. El tema es que, cuando se inclinaba sobre esas grandes vasijas de metal para sacar uno de los tres únicos sabores (crema, frutilla o chocola-te), respiraba con dificultad, el pecho le silbaba y nosotros nos asustábamos con esa extrema dificultad que tenía para respirar. Hasta hoy nos acordamos de esa respiración. No me niegue –o niéguemelo, si cree que debe negar-lo– que es una barbaridad acordarse de cómo una persona respiraba hace ochenta años.

Pero ustedes tomaban un remedio para la memoria, que vuestra madre les daba

diariamente. Me parece que los efectos del brebaje siguen vigentes…

Ah, sí. Ante mi sorpresa, y habiéndolo comentado tanto, un alumno encantador y buen amigo que tengo, Sebastián Hermida, entró en Internet y descubrió que se sigue vendiendo ese remedio, pero ya no es efervescente y granulado como en aquella época, ahora son pastillas. Mi madre nos lo daba cuando éramos muy pequeños, al mediodía antes de comer. Era muy agradable porque era efervescente, hacía picar la nariz y era muy dulce, había que tomarlo con agua fresca. Así que a veces, cuando mamá se re-trasaba, le decíamos: “Mamá, hoy no nos diste la fitina”. Éramos nosotros los que pedíamos el brebaje. Es un remedio que todavía hoy se recomienda para la memoria.

El cine policial argentino

¿Por qué motivo le dedicó la película a Manuel Romero?

Porque Romero hizo en Lumiton una película consagratoria, que se llamó Fuera de la ley (1937), con José Gola, Irma Córdoba, Luis Arata y Pe-dro Maratea. Fue una de las primeras películas policiales argentinas, y tuvo mucha importancia, desbordó las boleterías. Fui asistente de Romero en

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Valentina (1950), lo admiré y lo quise, porque era una persona encantadora, sumado a la obra que realizó y a sus letras de tango. Junto con Cadícamo y algunos otros como Ferrer, José María Contursi y los hermanos Expósito, fue de los mejores letristas que hubo en Argentina. Cuando vi por primera vez Fuera de la ley, me conmovió todo (porque si digo “mucho” es poco). Una película notable. La dedicatoria era un homenaje que le debía a Ma-nuel Romero, y pude cumplirlo cuando tuve la oportunidad de hacer un policial.

Existe una tradición importante del género policial en el cine argentino: el propio Ro-

mero, Christensen, Tinayre, Apenas un delincuente (1949, de Hugo Fregonese) y

Saslavsky, entre otros.

Hay buenas películas, otras no tanto. Pero no es un género que se practique demasiado acá, y a veces se confunde el cine policial con el cine de violencia. No es fácil lo que se puede encuadrar como cine policial propiamente dicho. Es más, a lo mejor se podría considerar a Los muchachos…, además de cómo cine negro, como cine policial, porque allí se cometen cinco crímenes, hay una incógnita. Pero no sé si es cine policial. Y el cine policial tampoco es todo aquel en que aparece un policía. Las circunstancias temáticas, el guion propiamente dicho, las situaciones que se van integrando lo convierten en un policial. A mí me gustaría que se hiciera más cine policial en Argentina, pero tampoco tene-mos mucha literatura de ese género. Hay algunos buenos escritores, pero no tantos como se podría desear. Sé que, como todo género, nunca está agotado, siempre hay una o diversas variantes que todavía no se han abierto.

¿Usted, como admirador del cine policial, asumió como un desafío el hecho de

hacer una película de ese género?

Yo ya había leído el libro y me había apasionado. Con la experiencia que tenía (escriba eso en minúscula) sobre literatura y cine policial, sabía que estaba capacitado –para llevar el proyecto adelante. Antes de la colección El Séptimo Círculo –que tengo completa hasta la edición número ciento once, cuando dejaron de dirigirla Borges y Bioy Casares–, me había leído todo lo

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que se había editado en Hachette, una colección de cuatro colores, todos libros de bolsillo. El color rojo eran las novelas policiales.

Otra editorial importante era Poseidón, que en su colección amarilla editaba obras policiales donde figuraba La trampa (1949), de Anthony Gil-bert, que Christensen también leía, porque era muy buen lector de poli-ciales. Quizás él me haya inducido a que persistiera en esa línea, ahora que me doy cuenta, pues cuando entré en Lumiton me encontré con las conversaciones que tuve con Christensen, que era un tremendo lector de ese género. Le apasionaba, e hizo por lo menos tres películas policiales: La muerte camina en la lluvia (1948), La trampa (1949) y Si muero antes de

despertar (1952). Fregonese hizo la que considero la gran película policial argentina: Apenas un delincuente.

Otro director que trabajaba muy bien el género y con mucho estilo era Daniel Tinayre, pues manejaba con maestría las sombras, los sonidos, las profundidades de campo (el uso del lente 25 mm, gran angular, era de uso continuo). Ahora el cine policial ha dejado de ser cine policial para ser cine de terror o cine de violencia, simplemente. Aquel cine llevaba una incóg-nita, y cosas que nos había enseñado el cine norteamericano: que el elenco secundario era muy sólido, que el segundo de la banda era un tipo impor-tante, que el policía era un tipo sagaz, violento, inteligente, intuitivo… eran todos personajes muy lindos. Las películas policiales que he visto ahora son demasiado superficiales y se han quedado en las reglas, no han innovado.

Para finalizar, quisiera que me cuente un hecho muy particular que sucedió muchos

años después de Noches sin lunas ni soles, referente a los negativos de la película.

Pasaron los años y, una mañana, Héctor Olivera me invitó a ver una privada en la sala de una distribuidora. Fui con Juan Pablo Lacroze, amigo y alumno del Taller. Siempre tengo la costumbre, cuando termina la pro-yección, de ir a agradecerle al proyeccionista, a quienes por lo general los conozco de tantos años de ir a las salas. Ese día, cuando fui a saludar al pro-yeccionista, me dijo: “¿Usted sabe, José, que yo tengo los negativos de una película suya?”. Yo me dije por dentro: “Qué raro, un proyeccionista que no sabe distinguir entre un negativo y un positivo, debe tener una copia de una

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película mía, y no un negativo”. Sorprendido, le pregunté dónde los tenía. “Ahí”, me dijo, señalando a un costado. Cuando miré, vi que había una cantidad enorme de latas sobre el piso de la sala de proyección. “Pasé por acá a la vuelta, por Riobamba y Lavalle, donde había un laboratorio, y esta-ban sacando las latas a la calle. Pasé, miré, ¡y era Noche sin lunas ni soles! Yo las agarré y me llevé las copias. Me iba a comunicar con usted, pero como vino hoy…”.

¿Usted puede intentar entender la emoción de alguien que encuentra a un hombre con un negativo de una película suya, que estaba tirada en la calle, y el tipo la recogió? Estaba como a doscientos metros del laboratorio. ¿Y cómo hizo para llevar esas doce latas, que debían pesar siete kilos cada una? Ahí había una pila tremenda de latas, porque cada lata tenía seiscien-tos metros. Empecé a mirar bastante tenso la primera lata, porque si estu-viera faltando una ya no serviría. ¡Estaban todas las latas de imagen, todas las latas de sonido, absolutamente completas! “¡Qué barbaridad!”, pensaba yo frente a eso. Como estaba sin coche ese día, le pregunté si podía pasar con el auto al día siguiente. “¡Claro, cómo no!”, me dijo el proyeccionista. Salimos hablando con Juan Pablo: “¿Qué le parece, Juan?”. “¡Increíble, un milagro!”. “¿Y cuánto será que me va a pedir este hombre?”. “¡Qué sé yo, eso no tiene precio!”. “¿Dos mil dólares? Yo no tengo dos mil dólares”. “Qué sé yo, dígale que se lo va a pagar en cuotas”.

La cuestión es que al día siguiente fui con el coche hasta allí para llevar-me las latas. “Espere que lo ayudo”, y el proyeccionista me ayudó a poner las latas en el coche, hasta que le dije: “¿Cuánto le debo?”. “¿Por qué me dice eso?”. “Bueno, por el negativo”. “No, nada, ¡cómo me va a deber algo!”. “No, pero usted lo encontró. Ahí en Lavalle, cien tipos podrían vender estos negativos”. “Pero esos negativos eran suyos, José”. Al final, no aceptó un solo centavo. Así que el negativo –como yo no tenía espacio para guardarlo, y el negativo requiere estar en condiciones de humedad y temperatura ade-cuadas a su preservación– lo tiene guardado Fernando Martín Peña junto con El crack y Dar la cara.

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Capítulo 13.

Intentos, colaboraciones y revisiones

Confieso que me sorprendí al rever ahora las películas de José, porque fue como reencontrarme con un mundo que hacía tiempo que no encontraba,

y creo que debería estar más presente no solo para mí, sino para todos. A mí me parece que José representa a un cine nacional que encuentra su identidad

como tal, como pocas veces yo he visto, con personajes y con una propuesta muy porteña, muy de Buenos Aires. Hay en sus películas una fuerte tendencia a

valorar lo argentino, a no inscribirse dentro de esa tendencia –tan argentina– que es el menosprecio de nuestra cultura. Su obra es un

ejemplo de lo más nacional y menos colonizado que conozco. Siento que él tiene una identidad muy sólida y original, con un sentido muy criterioso, donde

hay una elaboración que no solo pasa por escribir un guion y hacer una película, sino por observar un criterio estético muy elaborado.

Miguel Pérez, compaginador

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Proyectos no realizados

Me gustaría que hablemos de algunos proyectos que usted no logró realizar. Em-

pecemos por La tregua, adaptación de la novela de Mario Benedetti.

Con La tregua me pasó una cosa particular. Cuando leí la novela, corrí a Montevideo para hablar con Benedetti y pedirle la autorización para hacer la película. Eso debe haber sido en 1963 o 1964. Benedetti me la concedió porque conocía mi obra, habíamos visto juntos Dar la cara en el cine uni-versitario de Uruguay, y le había gustado mucho.

En 1965 me fui a Chile y Benedetti se fue a París. Yo no conseguía capitalis-tas para hacer La tregua. Entonces le pasé el libro a Tinayre y le consulté por qué no conseguía quien pudiera patrocinar el proyecto. Tinayre leyó la novela y me dijo: “Porque se muere la protagonista, José. A nadie le gusta que se muera una muchacha joven y bonita”. Un día recibí una postal en Chile desde París, de Be-nedetti, que me decía: “¿Y, José? ¿Para cuándo? Un abrazo. Mario”, mientras yo seguía sin conseguir capitalistas. Cuando leí en el diario que la obra la iba a hacer Sergio Renán me puse muy contento, así como me puse contento cuando supe que Fernando Birri iba a hacer Los inundados (1962), una obra en que yo estaba trabajando, sobre el cuento de uno de los grandes escritores santafecinos, Miguel Ángel Correa, que escribía con el seudónimo de Mateo Booz.48

¿Pero no se lamentó por no haberlas hecho?

No, no me lamenté. Porque quería, por encima del placer de hacerlas, tener la alegría de que se hicieran. Si yo no las podía hacer, que las hiciera otro, pero que se hicieran. Y ahí están Los inundados, que ganó un premio en Venecia como Mejor Ópera Prima (fue el primer gran premio de im-portancia que ganó una película de Argentina a nivel internacional) y La

tregua (1974), nominada al Oscar, con una gran adaptación de Aída Bortnik y Sergio Renán, y con un gran elenco.

48. “Era un cuento hermoso, sarcástico, porque había una burla a la sociedad, a los políticos, a la Iglesia. Birri la hizo verdaderamente muy bien, una película hermosa, y supo mantener el sarcasmo y la burla a las instituciones”.

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Otro proyecto fue El cielo entre los durmientes.

El cielo entre los durmientes es la continuación de La promesa, veinte años después; ambos cuentos son del escritor y amigo Humberto Costantini. En El cielo entre los durmientes, dos chicos que van al colegio primario siempre cruzan por debajo de un puente por donde pasa el tren, a la altura de sus cabezas. Ambos se prometen que, el día en que terminen el sexto grado, se quedarán colgados de los durmientes, mientras pasa el tren por sobre sus cabezas. El día que terminan, van allí. Están dubitativos, temerosos, pero deben cumplir con su palabra. Antes, hay un diálogo entre ellos: “¿Vos te atrevés?”. “Sí, yo me atrevo”. “¿Nos colgamos?” “Sí, nos colgamos”. “Pero no te soltás”. “No, ¿y vos?”. “Yo tampoco”. Escuchan que está llegando el tren… se aferran a los durmientes… saltan… y el tren pasa estrepitoso a quince centímetros de las manos, que estaban aferradas a los durmientes. Cuando uno de ellos abre los ojos, ve que el otro se ha soltado, le ha fallado. El cuento de Costantini termina con que el que se quedó colgado se aguan-tó como había prometido, y se queda desalentado porque el amigo le falló. Ese es el final de El cielo entre los durmientes.

Costantini también escribió un cuento que se llama La promesa, sobre dos amigos de barrio. Uno es de izquierda y el otro es policía. Un día, el mu-chacho de izquierda es detenido –como tantas veces sucedió en los gobiernos que tuvimos en los últimos ochenta años–, y la madre –que en un princi-pio iba a ser interpretada por Tita Merello– va a ver al amigo que es policía: “Mirá, detuvieron a Carlos, está en tu seccional, ¿vos podés hacer algo por él?”. Él se siente con una obligación dolorosa, antipática, incómoda, y dice: “Sí, señora, voy a ver lo que puedo hacer”. Y, efectivamente, esa noche va a la comisaría, averigua, y el compañero está detenido en esa seccional. Hay una decisión que él no conoce, pero la escucha, de que tendrán que sacar a ese hombre y llevarlo al costado del río, pues ese muchacho no puede volver. A la madrugada, se llevan al amigo, mientras el policía compañero no habla, para que no le reconozca la voz. Cuando vuelven a la comisaría, hay una persona de menos, después de haberse escuchado unos balazos… Al día siguiente, la madre vuelve a buscarlo y le pregunta si él supo algo de su hijo. “No, señora, le aseguro que no está en la comisaría”. Fin del cuento.

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Entonces, me di cuenta de una coincidencia: en El cielo entre los dur-

mientes, y en La promesa, eran los mismos personajes. Quince años des-pués, uno le vuelve a fallar al otro. Cuando se lo digo a Costantini, él se queda asombrado. “Tenés razón, José. No me había dado cuenta, son los mismos personajes años más tarde, y el otro le vuelve a fallar”. Con este cuento trabajé el libro, la adaptación. Uno de los chicos lo haría Alberto Argibay, y el otro, Luis Medina Castro. Y la madre sería Tita Merello.

Pero no pudo realizarse. ¿Qué pasó?

Si tengo una ineptitud, es la de no poder conseguir dinero. Parrilla era quien lo conseguía, me organizaba todo, me decía: “José, este libro que tanto te gusta… hablá con este hombre, que está interesado”.

¿Y qué me puede decir acerca de Domingo en el río?

Domingo en el río, de Bernardo Kordon, después la hizo Sergio Renán, y se estrenó como Tacos altos (1985). Era muy linda la obra, íbamos a hacerla con Ubaldo Martínez.

Había también un proyecto que se llamaba Dos.

Dos en el mundo, que en un principio iba a hacerse con Elisa Galvé y Carlos Estrada. A medida que iba avanzando la obra, yo estaba cada vez más desilusionado, la adaptación era cada vez más desagradable, porque el autor insistía en colaborar, y no coincidíamos en ningún punto de vista. Una noche pedí una reunión en la casa de Elisa Galvé, y les dije que no podía hacer esa película. Yo no conseguía creer en la obra, no le encontraba la vuelta. Me acuerdo de que cuando bajé de allí, que eran como las once de la noche, crucé la plaza Belgrano, frente a la iglesia “La Redonda”, cantando alegremente a grito pelado. Fue la única vez en mi vida que canté, porque me había sacado un peso inmenso de encima. Después me fui a Chile y allá me enteré de que la película había sido hecha por el autor de la obra. Pronto recibí una postal de Juan Berend, buen cortometrajista, que desgraciadamente hizo

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pocos largos. La postal decía: “José, Dos en el mundo se estrenó con gran afluencia... de acomodadores…”.

También hubo un guion llamado Los sobrevivientes, compartido con Alfredo Oroz…

Tengo ese guion en casa. Me gusta la propuesta. Trata sobre los refu-giados españoles en Buenos Aires, que se habían jurado no volver a España mientras Franco estuviera en el poder, lo que de hecho sucedía por acá. Había algunos que se decepcionaban, no podían aguantarse y volvían a Es-paña. Alberto Closas me ofertó hacer una película sobre un libro de Ramón Pérez de Ayala que se llamaba Luz de domingo. En el momento en que íba-mos a empezar, Closas recibió una propuesta de España y se fue para allá, a filmar Muerte de un ciclista (1955), con Juan Antonio Bardem. Habíamos conseguido hacer una buena adaptación.

¿Y la novela Cumboto, de Ramón Díaz Sánchez?

No pasó de ser un proyecto conversado.

¿Últimos días de la víctima?

Con Últimos días de la victima faltaban solo semanas para hacer la pe-lícula, estábamos esperando el sí de algunos productores. Tito Cunill me pasó la novela. La leí y me quedé asombrado por la calidad que tenía. Lla-mé a la editorial Hachette para pedir la dirección del autor, pero ellos me pidieron al revés, que dejara mi dirección para que el autor se comunicara conmigo. Así fue, y nos encontramos en la confitería Ritz, en Lacroze y Cabildo. Entonces él me dijo más o menos lo mismo que me había dicho antes Tizziani, que le gustaría colaborar conmigo para aprender a adaptar al cine. Acepté sin problema y trabajamos en casa. Él, mientras tanto, es-taba trabajando en una novela que se llamaba Ni el tiro del final. Entonces, me preguntó si me molestaría leer lo que él había escrito la noche anterior sobre esa novela, así que nos quedábamos hablando por una hora, una hora y media, sobre lo que él había escrito –que después vendría a ser la

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primera película que Campanella hizo en Estados Unidos–, y después trabajábamos en Últimos días de la víctima. Estábamos sacando una muy buena adaptación.

Llevé la adaptación a Héctor Báilez. Pero, mientras tanto, el autor se puso ansioso por la espera de capitales para hacer la película. En un mo-mento sonó el teléfono, un mediodía, y él me dijo: “Hola, José”, en un tono frío. “Mire, José, tendría que hablar con usted”. “¡Véndalo, venda el relato!”, le dije. “¿Quién se lo dijo?”, preguntó sorprendido. “Su voz”; él nunca me había hablado así, tan lánguidamente. Enseguida corté la llamada.

Entonces recibí una carta de él, donde trataba de explicar que alguien le había conseguido un capitalista, pero exigieron que la dirigiera otra per-sona, con una empresa muy importante, donde era segura la oportunidad de adaptar como guionista y otras razones de ese tipo, pero para mí fueron decisiones que no coincidían con lo que consideraba la ética profesional. La productora compró el argumento y me sentí muy mortificado con todo eso. Nunca más nos hablamos.

Un día, Campanella, que había trabajado con él en otra adaptación, me dijo: “Acá lo tengo, diciéndome que no es posible que usted le guarde tanto rencor”. Pero eso no lo perdono, fue muy desagradable para mí, me quitaron un hijo que estaba naciendo…

¿Hay algún otro proyecto que no hayamos nombrado y que le hubiera gustado

realizar?

Creo que son esos seis o siete. Hay algunos que tienen cincuenta años o más. He recibido muchos proyectos que rechacé. En dos o tres oportunidades empezaron el ofrecimiento de la misma forma, el hombre que vino a mi casa se paró frente a la puerta del escritorio y me dijo: “¡Vengo a ofertar una película que solo usted puede hacer!”, con lo cual me quitó todas las ganas de hacerlo, porque eso no es cierto, no es cierto que solo un hombre pueda hacer una película.

Percibo en usted cierta tranquilidad por haberse conformado con sus cinco lar-

gometrajes, frente al riesgo de asumir otros compromisos que quizás hubieran

afectado la integridad de su obra.

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Sí, acerca de eso ya me había dado un consejo en contra Juan Antonio Bardem –que estaba parando en casa–, en uno de los viajes que hizo a la Argentina. Me acuerdo de que me dijo: “Nunca dejes pasar un ofrecimien-to. Pero, una vez que digas que sí, vas cambiando el guion hasta lograr lo que quieres”. Escuché ese consejo, pero no lo seguí. Cuando un guion no me gustaba de entrada, decía que tenía otra cosa por hacer.

Sin embargo, en una entrevista que realizó con Manuel Antín para Argentores,

usted dijo: “Siempre nos va a faltar una película por hacer”.

Una de las que siento que me falta es Cita a ciegas49 sobre la obra teatral de Mario Diament, un hermoso homenaje a Borges, una película muy difí-cil de hacer, sobre todo en la forma en que la quiero realizar. Quiero hacerla donde transcurre gran parte de la acción, en la plaza San Martín. El tema es que la plaza tiene coches, colectivos, pájaros, subterráneos que hacen ruido en la superficie, y una enorme cantidad de gente que cruza, pasea y circula; tiene todos esos sonidos que complican realizarla allí. Pero la quiero hacer en plaza San Martín, en el banco donde transcurre la situación de Cita a

ciegas. Es una obra excepcional, hay cinco personajes que, sin saberlo, están unidos unos con los otros. El protagonista no se llama Borges, se llama El Escritor.

Nunca le pregunté a María Kodama, pero tendría que haberle pedido permiso, porque si ella me dijera que no, yo no podría hacer la obra. Pero es un riesgo, porque es Borges. Es ciego, tiene bastón, piensa como Borges, camina como Borges. Es una obra que puede resultar muy barata o muy

49. Me acuerdo de que fui a verla una noche al teatro y quedé tan encantado que volví a verla y volví a verla y volví a verla, creo que la vi cinco veces. La quinta vez, cuando me estaba retirando del teatro, un acomodador me preguntó: “¿Usted es el señor José Martínez Suárez?”. Le confir-mé que sí. “Los actores quieren verlo”, me dijo. A mí me extrañó eso, volví sobre mis pasos, y allí estaba el conjunto de actores, los cinco actores. Nos saludamos y me dijeron: “Perdón, nos hemos visto continuamente, usted ha venido cuatro veces acá”. “No, no”. “¿Pero cómo no?”. “Vine cinco, de tanto que me encanta la obra”. Les había llevado una caja de bombones, en agradecimiento por las seis o siete horas que me habían hecho pasar en todas esas funciones que había visto, donde cada presentación me asombraba más que la anterior, porque iba des-cubriendo matices, detalles, subtemas que eran verdaderamente apasionantes. Después me puse en contacto con el autor Mario Diament, que estaba viviendo en Estados Unidos, pero no encontré capitales para hacerla.

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costosa. Si pudiéramos encontrar el recurso que nos permita evitar esos ruidos parásitos que pueden interferir sobre el diálogo, y si esos elementos son baratos, la podríamos filmar en tres fines de semana, con poco perso-nal, no más de diez personas, y los cinco actores.

Otra obra que también vengo arrastrando en el deseo y no se da la circunstancia que logre convertirla en realidad es la adaptación de una no-vela de Humberto Costantini, intitulada De dioses, hombrecitos y policías. Es una alegoría de la triste época de la dictadura, a través de un conjunto de escritores barriales que se reúnen en un determinado día de la semana en una casa para leer los trabajos que han realizado, y la policía cree detectar en ese conjunto que se reúne a una célula terrorista. Creo que es una de las grandes novelas argentinas, y también es una de las grandes incógnitas, pues no ha tenido la repercusión que merece. En homenaje a la amistad, al afecto que le tengo a Costantini y a su capacidad, y en memoria de quien fue, si no la hago yo, que aparezca alguien que la haga cuanto antes.

José, productor

En 1960 usted fue jefe de producción de Buenos días, Buenos Aires, con Fer-

nando Birri.

Sí, efectivamente. Fue una producción que hizo el INC (Instituto Na-cional de Cinematografía, que todavía no llevaba la doble A). Fernando Bi-rri les presentó un proyecto muy lindo, que él ya había realizado en Santa Fe, pero en fotografías, con el título de Buenos días, Santa Fe, sobre cómo se despierta una ciudad. El Instituto nos encargó a Alberto Parrilla y a mí la producción de la película. Fue un mediometraje hermoso de realizar y muy extraño. Nos encontrábamos a la madrugada en el Kentucky, entre Santa Fe y Godoy Cruz –a una cuadra del Puente Pacífico, estación Palermo–, nos reuníamos y ya teníamos todo preparado. Esperábamos a que empezara a salir el sol, y cuando estaba por aparecer hacíamos la primera toma.

Registrábamos un tranvía que salía del sitio donde estos pernoctaban en Primera Junta, el barrendero, el hombre que entrega el paquete de diarios,

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el placero… Buscábamos una plaza que tuviera llaves y se abrieran las rejas –como hay tantas ahora–, o al policía que hacía el cambio de guardia. Fue una película muy hermosa, un muy buen trabajo de Fernando.

¿Es cierto que usted tuvo una participación importante en Este es el romance del Aniceto y la Francisca… (1966), de Leonardo Favio?

Luego de haber realizado esa gran película que fue Crónicas de un niño

solo (1965), Favio estaba por realizar su segunda obra, Este es el romance del

Aniceto y la Francisca… Él me pidió que lo ayudara a hacer la producción y, como Alberto Parrilla estaba en otra película, hice contratar a su ayudan-te, Alberto Tarantini, un profesional muy eficaz. Comenzamos entonces a realizar la producción, y ahí fue cuando Leonardo me dijo que se le estaba haciendo difícil encontrar al protagonista masculino.

Había un teatro en la calle Riobamba al 100, con una obra que se llamaba Nuestro fin de semana, de Roberto “Tito” Cossa. Fui a verla y encontré a un muchacho, que por el programa de la pieza decía llamarse Federico Luppi. El lunes le dije a Favio: “Creo que acá tenemos al Aniceto”. Así que el sábado siguiente fuimos con Favio y Tarantini a verlo y le llevamos el guion de la película. A la salida de la función, efectivamente Favio quedó encantado con la figura de Luppi y me dijo: “Es verdad, ese muchacho es el Aniceto”. Lo es-peramos en la salida del teatro y le entregamos el guion. A mitad de semana, nos reunimos en un café, que era nuestra “oficina” (un tugurio de la calle Libertad, casi llegando a Lavalle). Él nos dijo que le había gustado muchísi-mo el libro. Le preguntamos cuánto pensaba ganar para hacer la película. Él arriesgó, como titubeando: “¿Seis mil pesos… les parece bien?”. “No…”, le dije. “¿Cinco mil…?”. “No…”. Entonces me dijo: “Mire, José, tengo hijos y voy a faltar dos meses en mi casa”. “Federico, no le estoy diciendo para abajo, le estoy diciendo para arriba…”. Le mostré el presupuesto y él reaccionó, sor-prendido al mirar el renglón correspondiente al personaje de Aniceto: “¡Y me van a dar diez mil pesos!”. Efectivamente le confirmé: “Diez mil pesos para su papel”. Y Federico asumió el personaje de Aniceto.

Una situación similar se dio cuando hice la producción para Rosarigasi-

nos (2001), y cité a Federico, cuando ya habían pasado treinta años de nuestro

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encuentro por Aniceto. Federico en ese momento estaba ganando noventa mil pesos en Argentina y ciento veinte mil en España. Para Rosarigasinos, él trabajó por casi la mitad de esos valores –seguramente recordando lo de Aniceto–; en su caso era una cifra casi “simbólica”.

¿Cuál fue, posteriormente, su colaboración en El exilio de Gardel (Tangos) (1985), de Fernando “Pino” Solanas?

En un momento se iba a presentar en Argentina un auto que se llama-ba Fiat Europa. Entonces, una empresa publicitaria me pidió que viajara a Europa para ir a filmar, porque ese modelo de coche era el mismo que había en Argentina. Tenía que filmar en París, en Niza, y como Pino estaba viviendo allá, lo llamé por teléfono para que colaborara con la parte europea del trabajo, pues él conocía Francia mucho mejor que yo. Al final, realiza-mos un buen trabajo y nuestra amistad se fue acrecentando.

Pino no podía volver a Argentina, porque su situación política era deli-cada. Luego de volver del exilio, Pino tenía un proyecto que se llamaba Tan-

gos de papel, que era un lindo título, pero que después modificó por El exilio

de Gardel. Fui el presidente de la empresa que produjo la película, pero no tuve ninguna función en la película propiamente dicha (excepto contratar gente y firmar cheques).

La primera semana de exhibición no anduvo bien de público, pero Solanas, al advertir que las personas concurrentes eran mayores, tuvo la perspicacia de modificar la publicidad. “Exilio”, “Gardel”, “tango”, esas pa-labras no atraían a la juventud. Como buen publicitario que era, preparó un nuevo avance, una cola con dos chicas, con un cantito lindo que se impuso inmediatamente. La película subió de público nada más y nada menos que por eso, y fue un verdadero éxito; incluso ganó el gran premio cuando fue presentada en el Festival de Venecia. Después, Solanas hizo Sur, pero en ese trabajo no estuve.

¿Cómo empezaron a surgir las diferencias entre usted y Solanas?

Eso queda entre Solanas y yo…

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Otro trabajo en el que usted participó –esta vez como asesor– fue el documental

Permiso para pensar (1988).

Eso fue hermoso. El muchacho que hizo esa película se llamaba Eduardo Meilij, y hasta aquel momento nunca había hecho cine. Eduardo era un tipo muy extraño, muy divertido, un tipo sensacional. Me contó Carlitos Pujol –que era muy amigo de él y lo ayudaba– que un día la policía lo paró y Meilij escapó con el coche a ciento diez kilómetros por hora, con la policía atrás con la sirena prendida. Así fue hasta que llegó a los Laboratorios Alex. Cuando la policía fue a detenerlo por la infracción, Meilij bajó del coche y mostró sus documentos, comprobando que, como abogado, era profesor de la escuela de policía (risas). Era una broma que les había hecho a los colegas policías.

Él hizo una película muy entretenida, una especie de puzzle donde demostraba, a través de todos los cortometrajes oficiales realizados por el peronismo, que no todo lo que decían era del todo cierto. Lo particular que tuvo la película fue el hecho de que no se filmó un solo metro, todo estaba absolutamente compuesto por imágenes y bandas de sonido de las pelícu-las que había realizado la Subsecretaría de Informaciones y Prensa –que dirigía Raúl Alejandro Apold– y por otros cortos de algunos ministerios o secretarías de la época.

Es una película que se ha perdido –o que se ha procurado que se pierda–, una película tremendamente valiosa. Tendría que haber sido histórica, no porque sea antiperonista, sino porque demuestra todas las falacias que puede realizar la política mediante la publicidad y los medios de comunicación.

Hice el trabajo de asesor, pero no llegué a firmar ningún contrato y tampoco cobré un centavo. Es más, permítame creer que me sorprendí al ver que en los títulos figuraba como asesor, porque solamente había hecho una colaboración con alguien que estaba haciendo una película y necesita-ba ayuda. Eduardo a veces me consultaba por los pasillos de los Laborato-rios Alex, mientras yo estaba haciendo algún trabajo en publicidad. Pero fui un simple consultor, y por supuesto lo hice con mucho gusto.

Por otro lado, usted tuvo una experiencia muy difícil como productor y coguio-

nista de la película Rosarigasinos, de Rodrigo Grande…

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Fue la única vez que saqué un crédito oficial en el Instituto, y no fue para mí, sino para un alumno, un prometedor alumno que me había pre-sentado un buen boceto de guion. Después seguimos trabajando juntos el guion. Debimos haber estado elaborando el libro un mes y medio, de tres a cuatro horas por día.

Cuando me mandó el libro final, leí la primera hoja y no lo pude creer. Decía: “Rosarigasinos, de Rodrigo Grande”, en letras de tamaño gigante que ocupaban todo el ancho de la página, solamente con su nombre en los cré-ditos. Rodrigo me quiso decir: “Si usted me niega eso, vamos a tener pro-blemas”. Me quiso decir que eso no tenía corrección.

Pero quería que me hable sobre las dificultades y desilusiones que tuvo a lo largo

del proceso, pues supe por la gente que este trabajo se fue volviendo algo muy

difícil y conflictivo para usted.

Tuve una desilusión con el comportamiento de ese chico. Pero quizás mi comportamiento también haya sido una desilusión para él, eso nunca se sabrá. Son cosas dolorosas para mí. Los que vivieron y estuvieron cerca de eso que comenten, o que lo comente ese muchacho, si quiere comentarlo. Prefiero no hacerlo porque, en lo cinematográfico, fue uno de los momen-tos más dolorosos de mi vida, desilusión tras desilusión. Pero son puntos de vista distintos de personas de distintas generaciones. Él debe haber creí-do que estaba procediendo bien. Mientras que yo creí –y sigo creyendo– que él no procedió correctamente. Pero así quedó la cosa. No sé si alguna vez se elucidará eso. Pero ocurrió así como se lo relato…

¿Hasta qué punto lo sucedido en Rosarigasinos influyó en su alejamiento de

producciones mayores, para concentrarse en las producciones independientes del

Taller MS y en la enseñanza?

Me trajo una vez más esa pena, esa desilusión, ese desencanto por la falta de Alberto Parrilla. Porque, si él hubiera estado, seguro que eso no habría sucedi-do, habría procedido de otra forma. Sentí no solo la falta de un colaborador, mi socio, sino de un amigo. Como dije antes, un hermano que me regaló la vida.

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Todo eso se debió a una forma de proceder que ya se había terminado en el cine: la confianza, dejar que el director trabaje tranquilo. Eso se con-siguió después de mucho tiempo, y ese muchacho estaba haciendo su pri-mera película. Pero había hecho un gran cortometraje por el que, sumado al libro, me había decidido a colaborar con él.

Revisiones de una trayectoria

Me gustaría que hiciéramos una breve revisión de su obra hasta el momento.

¿Cuál de sus películas le parece que está mejor lograda desde la idea original

hasta el montaje final?

Vamos a ver, nunca lo pensé… El crack es lo que quise. Dar la cara es lo que quise. Los muchachos… es lo que quise. Los chantas es un poco lar-ga. Había un momento en que la gente comenzaba a pararse en el cine, cuando ellos se revuelcan en el barro y aparece la policía diciendo: “¡Se dieron con la buena, muchachitos!”. La gente creía que ahí se terminaba la película porque se levantaba la música, pero ahí me equivoqué. Noches

sin lunas ni soles la logramos. Excepto en la escena del juzgado, al principio, cuando consiguen sacar a Cairo, que se nota mucho que es un decorado, ¿no se dio cuenta?

Confieso que no, porque estuve tan concentrado en la acción de los personajes, por

ser una escena tan efectiva, que no reparé en ese detalle.

Lo de afuera del juzgado está lindo, cuando están esperando en el café.

Cacho Espíndola corre la cortina y dice: “¡Cagamos, Maidana!”. El persona-je de Boy Olmi pregunta: “¿Pero quién es Maidana? ¿Batman?”. Es decir, eso les dificulta la acción, pues iban a hacer lo planeado y de repente apare-ce Maidana, llevándose al preso. Sin Maidana es una cosa; con Maidana, es otra. Me gustan esos detalles que tiene la película, cuando por ejemplo el comisario baja del coche, ve que hay un bar enfrente y cruza. Pero, cuando llega, ellos ya se ocultaron. Al llegar al bar, Maidana pide un cigarrillo. No

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hay cigarrillos, solo en la avenida. Entonces, el comisario vuelve al coche policial donde lo está esperando el compañero, que le pregunta si pasa algo. “Los vicios”, dice Maidana. ¿Qué quiere decir “los vicios”? Son los vicios del oficio, el vicio del policía de querer saber más de lo que la gente sabe, la particularidad de ver que el cargador esté completo, mirar si en esa habita-ción hay alguien, averiguar si no hay nada fuera de lo normal. Pero la gente cree que es haber ido a buscar cigarrillos. Muy pocos entienden que son los vicios profesionales. Me gusta también cuando Cairo sale del camión que lo transporta y está enceguecido. Ha estado un largo tiempo en la oscuridad, y de repente Maidana pregunta: “¿Qué tal, Cairo?”. “Acá estamos”, dice él. No es decir un “bien” o “mal”, sino “acá andamos”. Maidana está más pre-ocupado, porque ahí pasa algo…

De los actores con los que trabajó, ¿cuáles le llamaron la atención, por el modo

en que componían sus personajes?

Narciso. Me llamó mucho la atención el trabajo de composición de Nar-ciso Ibáñez Menta. Ubaldo Martínez (el que hace de padre de Favio en Dar

la cara)… No me extrañó el trabajo de Lautaro Murúa, pues ya sabía que iba a rendir mucho. La naturalidad de hombre de pueblo que tenía Cacho Es-píndola, el acartonamiento de Jorge Salcedo, que se lo marqué bien en Los

chantas… El trabajo de composición de don Enrique Serrano también me gustó muchísimo, cuando trabajé con él como asistente. Guillermo Batta-glia y Eva Franco, notables. De las actrices, me gustó mucho el trabajo de Luisina Brando, Mecha Ortiz, María Concepción César, Bárbara Mujica…

¿Qué es lo que más marcaba en el trabajo de esos actores?

Acuérdese de que, cuando escribo un libro, hago muy profusa, muy amplia la que se puede llamar “columna de la izquierda del guion” (que ahora, en cine, ya no se usa tanto, es a texto corrido, mientras que el diálogo queda centrado). Con todos los detalles marcados en el guion, esos actores hacían esos personajes con una naturalidad exquisita. No es menos cierto que ellos ya sabían que yo quería que fuera así; llegaban al decorado con la

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letra y la acción aprendidas. No sabían dónde estaba la puerta, dónde estaba el sillón, pero sabían que tenían que llegar a la puerta y mirar para el otro lado, por ejemplo. Ellos ya sabían todo, porque así figuraba detallado en el libro, y después lo afinábamos durante el rodaje. A mí no me gusta hacer ensayos, porque creo que con el ensayo llega un punto en que se puede mecanizar la acción, y se puede perder ese frescor que tanto se necesita para el rodaje.

Algunos actores que filmaron con usted confirmaron que es un director que hace

pocas marcaciones, es más directo en lo que se necesita hacer.

Las indicaciones ya están escritas en el libro, por eso le dije que ellos no

llegan al decorado solo sabiendo la letra: llegan sabiendo los movimientos y las acciones que van a hacer. Pero cuando veo que eso está mecanizado, lo voy corrigiendo de a poco, lo suavizo, como si le pasara una lija. Hace unos diez años, leí que alguien hacía una cosa que yo también hacía, sin haber leído eso antes. Y es que, en un momento, hago el ensayo cerrando los ojos y escuchando si es cierto lo que dicen. Porque, si los abro, estoy pensando en las posiciones de luz, en la cámara. Si cierro los ojos, puedo percibir si esa frase no es verídica o si no está dicha con naturalidad. Un simple “bue-nas tardes” puede tener una variedad de formas de ser dicho, y si uno no encuentra el sentido al expresarlo, no va a convencer al espectador. Estoy atento a todo eso, sé de dónde viene y hacia dónde va el actor.

Para llegar a ese punto de seguridad, hay que tener un gran dominio del oficio.

Bueno, pero tengamos en cuenta que me tomo de tres a cuatro meses

para escribir el guion. Y si me conceden un mes más, lo voy aceptar.

Supongo que habrá mucha gente con la que le hubiera gustado trabajar pero no

tuvo oportunidad de hacerlo…

Sí, claro. Por ejemplo, me hubiera gustado trabajar con Hugo del Ca-rril, lo hubiera hecho hacer un papel completamente distinto a los que in-

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terpretó. Me gusta mucho meter la mano en la media para sacarla al revés, me gusta mucho sorprender con eso. Con Roberto Escalada me hubiera gustado mucho trabajar, era muy buen actor y buena persona. Pero me hubiera gustado trabajar con él para sacarle mucho más de lo que se pudo sacar, a pesar de que él haya hecho buenas películas y buenas interpretacio-nes. Me hubiera gustado trabajar más con George Rigaud, con quien tuve oportunidad de hacerlo como asistente en alguna película, en Lumiton e independiente. Él terminó haciendo spaghetti westerns en España, pues ade-más tenía muy buena presencia. Hay también tres actores a quienes ver-daderamente admiro: Miguel Ángel Solá, Eduardo Blanco y Julio Chávez. Cuando dan una película con ellos, voy a verla porque sé que es una inter-pretación de primera calidad.

De las actrices, me quedé con ganas de trabajar con Thelma Biral (que iba a hacer el papel de la chica en Los muchachos…, el cual luego fue inter-pretado por Bárbara Mujica, quien me dejó más que satisfecho).

¿Sabe con quién me gustaría trabajar? Con Moro Anghileri. Es una actriz que hizo con nosotros, en mi taller, el corto Medianeras (2004). Tam-bién actuó en Buena vida delivery (2004), hizo una película con Edgardo Cozarinsky y estuvo en Aballay (2010), de Fernando Spiner. Es una buena actriz.

De los técnicos, trabajé con los buenos, como Aníbal González Paz, Al-berto Etchebehere, Humberto Peruzzi, Ricardo Younis, Miguelito Rodríguez…

Obviamente, usted dio todo para hacer lo mejor en cada una de sus películas.

Pero si tuviera que elegir una secuencia de su obra en que sintió que alcanzó el

nivel más alto como director, ¿qué secuencia elegiría?

(Larga pausa) Creo que puede ser el final, en la pérgola, de Los mu-

chachos…, cuando se dilucidan todos los problemas que han quedado pen-dientes. Cuando Narciso está sirviendo el presunto veneno y le va a dar de beber a Arturo, Narciso le retira el vaso. Arturo lo mira. Pero como ellos son la “Santísima Trinidad”, si le ha sacado el vaso, es porque algo estaba planeado. Es muy importante también todo lo que viene después acerca de ese momento, que es la secuencia principal de la película. Si yo fallaba ahí,

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la película se desmoronaba completamente, porque era una base invertida, un vaso dado vuelta. Allí era donde estaba toda la película. La firma, la con-trafirma del contrato, cuando dice: “Firme eso como cesión para nosotros”. Ella firma y pregunta: “¿No saben ustedes que cualquier firma hecha bajo violencia no tiene valor?”. El público también piensa lo mismo: ¿de qué les servirá eso? Lo que no saben es que hay un veneno. Pero nadie me cues-tionó si el arsénico no tiene antídoto, porque ese momento lo paso rápido –cuando beben y cuando miran–, y no le doy tiempo al espectador para pensar. Porque, si piensan, me descubren el MacGuffin.50

Y después hay otra secuencia, de Noches sin lunas ni soles, que me mar-có. Es cuando, separados por un pequeño muro de ladrillo, de un lado está el personaje del comisario Maidana con el arma en la mano, y del otro lado está Cairo.

A usted le gusta mencionar citas, no solo en su obra sino también, por ejemplo,

en una simple charla. ¿Hay alguna cita en especial que le hubiera gustado poner

en alguna película y nunca pudo hacerlo?

(Pausa) “Quiero ignorar en dónde y de qué modo encontraré la muerte. Sorprendida, sepa el alma, a la vuelta de un recodo, que un paso atrás se le quedó la vida”. Este fragmento corresponde a un poema que se llama Lo

imprevisto,51 de Conrado Nalé Roxlo.

50. Un MacGuffin es un elemento de suspenso que hace que los personajes avancen en la trama, pero no tiene mayor relevancia en ella. MacGuffin es una expresión acuñada por Alfred Hitchcock, que designa a una excusa argumental que motiva a los personajes y al desarrollo de una historia, y que en realidad carece de relevancia por sí misma.

51. Lo imprevisto (Conrado Nalé Roxlo): Señor, nunca me des lo que te pida./ Me encanta lo imprevisto, lo que baja de tus rubias estrellas, que la vida me presente de golpe la baraja con-tra la que he de jugar./ Quiero el asombro de ir silencioso por mi calle oscura, sentir que me golpean en el hombro, volverme, y ver la faz de la aventura./ Quiero ignorar en dónde y de qué modo encontraré la muerte./ Sorprendida, sepa el alma, a la vuelta de un recodo, que un paso atrás se le quedó la vida.

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Capítulo 14.

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Nosotros teníamos un grupo que se llamaba “El Grupo Pintada”, compuesto por David Oubiña, María Inés Pacecca, Esteban Rubinstein y yo.

Pero necesitábamos, además de juntarnos, encontrar a un coordinador, una persona que nos guiara, que nos ayudara a producir, porque entramos en

el taller siendo completamente ignorantes de lo que era un guion (yo, por lo menos). El plan era que contrataríamos a alguien, escribiríamos el guion en un fin de semana, y al otro fin de semana lo filmaríamos. Al final, esa idea que teníamos de filmar todos los fines de semana se convirtió en seis meses

de escritura de un guion. Me acuerdo de que José nos planteó un primer ejercicio que consistía en buscar un artículo de un diario que nos pareciera interesante

para armar un guion. Discutíamos para ver cuál hacíamos, cómo lo hacíamos, y fue muy estricto con nosotros, nos enseñó a buscar la intensidad del guion,

a estructurar las escenas, a profundizar la descripción de un lugar, fue todo un aprendizaje que después uno lo entiende.

Yo sentía que José nos estaba enseñando a narrar.

Javier Garrido, realizador y alumno de José

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Convirtiéndose en maestro

Recuerdo bien el día en que José llegó a Córdoba. Fue a principios de septiembre de 1972. Manuel Pesara, el Secretario Administrativo,

me comentó que había llegado el nuevo profesor de Realización y que se encontraba conversando con el coordinador de la carrera, Juan Oliva.

Pasé por la dirección y, como estaba la puerta abierta, pude verlo… Fumaba en pipa, tenía puesto un saco de tweed, un pantalón

de franela gris y unas botitas de descarne muy de moda en esa época. Pero me acuerdo sobre todo de sus clases, pues, como no se le determinó un

aula o lugar fijo, las reuniones solían ser en una zona vecina al bar de la escuela, donde nos sentábamos sobre unos troncos secos.

Carlos Bobeda, alumno de José

En 1959 usted fue invitado por Fernando Birri para dar clases en la Universidad

del Litoral, en Santa Fe. ¿Cómo fue darse cuenta de que estaba asumiendo la

docencia?

Birri había fundado en 1958 la Escuela Documental de Santa Fe, y llevó a mucha gente de Buenos Aires. No sé si nos llevó porque confiaba o por-que nos quería. Creo que fue mitad y mitad, porque ninguno de nosotros había practicado la didáctica, éramos todos empíricos. Al inicio me daba vergüenza que me llamaran profesor, porque yo no era profesor. No había cursado nada, no me habían dado ningún título. Yo, simplemente, era un hombre que sabía un poco más que quienes estaban sentados frente a mí, y tenía la obligación de responder con claridad a lo que ellos me pregunta-ban. Pero fue ahí cuando me di cuenta de cuánto me gustaba hacer esto. Me gustaban las clases porque era hablar de cine durante dos o tres horas con la gente y enseñar cosas que los chicos todavía no sabían demasiado. También estaba la preocupación, cuando uno no sabía qué responder, de anotar algo para después tratar de averiguarlo al regresar a Buenos Aires, para volver a contestarles correctamente, sea por una cuestión técnica o sobre alguna película en particular que yo no había visto.

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Algo que pude descubrir hace poco, y que es lo lindo de la docencia, es cuando un

alumno da una respuesta y empieza a existir una sintonía y una retribución de

su parte. ¿Cómo fue para usted descubrir eso en la enseñanza?

Cuarenta años después, cuando comencé con el Taller MS, me pregun-taban por qué no dirigía más. Yo les decía que estaba dirigiendo todos los días en conjunto con mis alumnos, sentía como si lo que ellos estaban ha-ciendo también fuera mío. Si fracasaban, estaba fracasando yo, por partida doble, porque no les había enseñado que eso no se debía hacer, y encima se había hecho de esa forma. Pero cuando teníamos una buena recepción de una película que habíamos hecho, la compartía con el alumno sin que el alumno lo supiera, y la satisfacción era mía.

Además de la Universidad del Litoral, durante los años sesenta usted tuvo una

trayectoria como docente en la carrera de cine de La Plata y en Chile (Universi-

dad de Chile y Universidad Católica). ¿Cómo fue ese recorrido?

En La Plata casi se repitió la gente que había participado en Santa Fe,

pues había nombres como Antonio Ripoll y Alberto Parrilla. Tuve la suerte de ser invitado por las universidades, y logré seguir una trayectoria docente en esos años. Debo incluso señalar que de esas instituciones salieron muy buenos técnicos.

También llegué a realizar algunos cursos muy lindos en Uruguay, para la Cinemateca Uruguaya. Hay una anécdota que me pasó allá, el día que terminaba el curso. Después de las dos semanas de clases, no quería que la despedida fuera sentimental. Había un avión que partía a las diecinueve del aeropuerto de Carrasco hacia Buenos Aires, así que me iban a buscar a las dieciocho en Paso Molino. Cuando vi que eran las seis menos diez, fui cerrando la charla, ya estaba de pie, y me fui acercando a la puerta hacién-dome el tonto, como que caminaba. Y cuando vi que eran las seis menos un minuto, dije: “Y con eso doy por terminada la charla, muchas gracias”, y me fui a las corridas. Bajé las escaleras, y cuando llegué a la vereda con el auto esperándome, escuché a todos gritando asomados al balcón, aplaudiéndome desde arriba, despidiéndose. Uno no puede olvidarse de eso. Fue hermoso.

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Una particularidad en su método de enseñanza –y que pude percibir no solo a

nivel personal como alumno suyo, sino también al hablar con algunos de sus

alumnos– es que antes de las cuestiones técnicas están los principios éticos, de

respeto al otro, la disciplina y el trabajo en equipo.

Absolutamente. Es una condición ineludible, rígida; una cuestión defini-tiva. Tenga en cuenta que eran principios humanísticos, éticos, y que ellos de-bían transportar eso a la pantalla. De técnica se hablaba muy poco. ¡Trabaje el guion! No me venga con que “ángulo tal…” o con qué lente va a hacer la toma. Eso lo vamos a ver en el momento oportuno. Porque antes usted necesita saber por qué tal hombre está parado allí, por qué no se refugia debajo del techo, qué tipo de zapatillas tiene ese hombre, si está fumando un cigarrillo. Dígame eso y después dígame por qué. ¿Por qué uno robó dinero del gerente? ¿Tiene el hijo enfermo y no tiene dinero para comprar un remedio? ¿Ha perdido el empleo y no tiene estudios o condiciones para conseguir otra cosa? Hábleme de eso, eso es lo que vale, muéstremelo, para que yo me dé cuenta de lo que está pasando.

¿Cómo fue su experiencia docente en la Universidad de Córdoba?

El otro día falté a mi promesa, porque conté que el día que me fui de Córdoba dije que, si un día me encuentran en esa provincia, es porque es-toy en camino yendo a otra. Pero me pidieron que el Festival de Mar del Pla-ta Itinerante fuera allí, y accedí. Me fue tan mal como me había ido antes.

En la primera época en que concurrí a Córdoba, había cuatrocientas per-sonas que gritaban: “¡Perón, Perón!”, y yo me decía: “¿Pero no se dan cuenta de que ese gobierno se está cayendo?”. No me callaba la boca. El tema es que yo nunca tenía aula, pues cuando llegaba a la universidad siempre me daban una excusa de que estaban pintando, o desinfectando la sala, o que se había roto la llave de la cerradura, o que le habían dado la sala a otro profesor. La situación llegó a un punto en que no fui más a la secretaría.

Los alumnos ya sabían que a las dos de la tarde, si había sol, yo estaba por el parque esperándolos. Y cuando hacía frío o llovía, los esperaba en la biblioteca. Yo incluso me llamaba a mí mismo “el profesor peripatético”, porque las clases las hacíamos caminando.

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Lo gracioso de esto es que, al terminar mi segundo año –después de fi-nalizar el curso y los exámenes correspondientes–, dije que no podía seguir más allí. No debía seguir, iba contra mis principios. Tomé el último examen, fui a la secretaría, presenté mi carta de renuncia y regresé a Buenos Aires. Cuatro meses después, recibí una carta de la misma universidad: “Señor profesor, ponemos en su conocimiento que hemos decidido no renovarle el contrato para el presente año…”. Y yo, con todo orgullo, les respondí: “Estimados señores: Si ustedes verifican en vuestros archivos, advertirán que en el mes de diciembre presenté mi renuncia”. Y ellos contestaron: “Sí, hemos revisado nuestros archivos y encontramos una carta –aparentemen-te suya–, pero que no tiene firma…” (risas). ¡Me había olvidado de firmarla! Así que se dieron el gusto de despedirme.

Al ser despedido, ¿dónde continuó trabajando?

Acá, en el CERC (que actualmente se llama ENERC, Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica). Tenía gente valiosa. Tuve, por ejemplo, alumnos como Hans Garrino, Leandro Martínez (di-rector de fotografía de Medianeras), Juan Vera, Ana Poliak, Beda Docampo Feijóo, Lucrecia Martel y Rolando Pardo (que llegó a ser vicedirector de la escuela de cine de Cuba). De los alumnos que tuve en el CERC, la gran mayoría se convirtieron en profesionales.

Usted conoce el perfil de los estudiantes de cine desde los años sesenta hasta hoy en

día. ¿Cambió a lo largo de esos cincuenta años de su trayectoria como docente?

Sí, ha cambiado. Pero a mí me importa más el individuo estudiante que el grupo de estudiantes como un todo. Me acuerdo de que en el Instituto hubo un momento de cierta anarquía, en el mal sentido de la palabra. La gente llegaba a las tres, a las cuatro, cuando la clase empezaba a las dos. Hasta que llegó un punto en que me cansé, y dije: “El alumno que llegue después de las dos ni siquiera entre a la clase, porque será retirado”. Así que, al principio, cerraba la puerta con llave. Hasta que fueron dándose cuenta de que hablaba en serio.

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En una oportunidad me preguntaron si era yo quien seleccionaba los guio-nes que iban a ser filmados. Ellos querían nombrar un representante de los alumnos para que estuviera conmigo para hacer ese trabajo. Les dije que no; ellos reaccionaron indignados y me preguntaron por qué. Mi simple respuesta fue: “Porque estoy sentado acá, y ustedes están sentados ahí. ¿Y por qué estoy sentado acá? Porque todavía sé más que ustedes…”. En otra oportunidad me dije-ron que querían hacer una asamblea para “reivindicar los derechos del alumno”, y les dije que me parecía una excelente idea, hasta que ellos empezaron a levan-tarse para irse. Les pregunté adónde iban. “A la asamblea”, me contestaron. “¡No, no, no! ¡La asamblea, después de clase!”. No se hizo la asamblea… (risas).

Y eso que nosotros teníamos una buena relación, manteníamos diálo-gos inteligentes y divertidos, en los que por lo general imperaba un sutil sentido del humor, ese granito que le da buen gusto a una charla entrete-nida. Ellos se divertían conmigo, no me puteaban, me aceptaban porque advertían que el rigor que yo imponía era beneficioso para ellos. Era un rigor y un ordenamiento intelectual que creo que les sirvió.

Una vez me llamó un padre –yo no lo conocía– y me dijo: “Disculpe que lo moleste. ¿Usted le dijo a mi hijo que tenía que hacerse la cama?”. “No”, le respondí sorprendido. “Sabe que mi mujer y yo estamos extrañados, porque ahora está haciendo su cama cuando se levanta”. Yo le dije: “Es posible que eso se deba a que, si estoy caminando y veo un papelito tirado en el piso, lo levanto y lo pongo en la basura”. Estas son cosas que van dando una pauta de conducta. Otra vez llamó un padre que quería agradecerme porque él y su mujer jamás habían supuesto que iban a ver a su hijo con un libro bajo el brazo. La verdad es que mi forma de vida era un ejemplo, pero no es que fuera un ejemplo para que yo lo hiciera y ellos lo siguieran. Yo seguía viviendo mi vida, y ellos la veían.

¿De dónde viene su preocupación por la puntualidad?

Es muy simple. En Lumiton, el rodaje comenzaba a la una menos cuarto, es decir, en ese horario teníamos que estar todos en el decorado preparando las cosas para comenzar a la una. Teníamos la convicción de que, cuanto antes se comenzara la toma, mejor iba a ser el rodaje, porque significaba que la máquina se había puesto en marcha. Si empezamos a

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conversar, a preguntar dónde compró ese par de zapatos o cómo salió Ra-cing ayer, el comienzo del rodaje se dilata. Los horarios deben ser estrictos porque es una forma de respetar el tiempo de los demás y el dinero que se está gastando. En cine un minuto sale carísimo, sobre todo si el dinero no es suyo. Eso era el rodaje, trasladado a la escolástica.

Otra cuestión que siempre tuve en cuenta es que en el rodaje no se sienta nadie, todo el mundo tiene que estar haciendo algo. Parto de la idea de que el que está sentado no hace nada, ni piensa. Cuando llegaba a nues-tros rodajes del Taller MS, yo veía que muchos se levantaban presurosos de donde estaban sentados. No hacía esa visita con la intención de vigilar. Me gustaba llegar de imprevisto para no crear expectativa y que ellos se dis-trajeran. Cuando después hacíamos los encuentros individuales con cada alumno, les hacía una devolución sobre lo que había visto: si se habló de-masiado en el rodaje, si no se puso orden en determinado momento, si se cumplió el plan establecido, o elogiarlo por cómo llevó adelante al equipo.

El Taller MS

José estaba colaborando con Sabina Siegler en la producción de El exilio de Gardel (Tangos). El lugar de la cita fue en las oficinas de producción:

un departamento ubicado arriba de la vieja Confitería del Molino. Teníamos que estar allí a las quince. A las quince y cinco, cuando llegamos

a la puerta del edificio, encontramos a José parado en el umbral, impaciente, mirando su reloj, ofuscado por la demora. “Como no venían, bajé para ver qué pasaba. Temí que les hubiera sucedido algo. ¿Están bien?”, dijo con ironía. Un poco sorprendidos –porque no considerábamos que esos cinco minutos pudieran

ser calificados como impuntualidad–, respondimos que sí, que estábamos bien. José preguntó: “¿Y por qué llegaron tarde, entonces?”. Era una pregunta

retórica, claro. Enseguida nos explicó que el cine era una actividad colectiva, y que la puntualidad era la primera regla que debíamos conocer: “Si

alguien llega tarde a una filmación, demora a todo el equipo”.

David Oubiña, escritor y alumno de José

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¿Cómo se inició el Taller de Realización MS?

Me acuerdo de que la primera vez que vi a mi primer alumno, Jorge Camarda, fue un poco particular. Yo estaba sentado en la parte de atrás del taxi que él manejaba, y observé que ese muchacho me miraba por el espejo, extrañado. Hasta que me preguntó si yo era director de cine. Le dije que sí. Él me dijo que en algún momento le gustaría conversar conmigo, y accedí sin problema. Me debe haber llevado a casa, porque sabía dónde yo vivía. Así que a la semana siguiente sonó el timbre. Él subió y nos quedamos charlando. Le pregunté por qué había venido a verme. Me comentó que, cuando llevaba un pasajero cerca de Cabildo al 100, había pensado en acer-carse a mi casa. Así siguió sucediendo, hasta que le dije que pusiéramos un poco de orden en eso, que en lugar de venir a las diez de la mañana, a las tres de la tarde o a las ocho de la noche, determináramos un horario fijo para hacerlo. Él aceptó. Pusimos un precio mensual, eran veinte pesos por mes en aquella época, mientras Jorge también concurría a una escuela de cine que estaba en la calle Azcuénaga, entre Charcas y Santa Fe. Entonces me propuso traer a unos compañeros de aquella escuela. Al final, trajo a tres muchachos: Jorge Tsópelas, Fernando Ejberowicz y Gustavo Reján. A partir de ahí empezaron a venir, y esa escuela en que estudiaban se volvió subsidiaria, pues antes de irse a la escuela ellos habían estado conmigo. Así empezó a tomar forma el Taller MS, con esa gente.

¿Qué sintió al tener alumnos por su cuenta, sin depender de las instituciones?

Ese día, cuando almorcé con mi esposa Nené, le comenté que estaba contento porque tenía mis primeros alumnos. Esos muchachos después vinieron con una chica más, y cuando quise darme cuenta ya tenía cinco alumnos. Enseguida ya eran ocho, y así se fue creando el Taller, que llegó a tener cuarenta y cinco alumnos, en clases individuales y semanales.

Como antes había hecho clases colectivas, nunca quise tener más de dieciséis alumnos en una clase, aunque era una cifra un tanto arbitraria, porque podrían ser quince o diecisiete. Pero también me daba cuenta de que, por lo general, la gente que concurría a los cursos se dividía en tres

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tipos de alumnos: los que tenían mucho interés en conocer, los que querían conocer, y a los que les daba lo mismo conocer o no conocer. Eso me pasaba al encontrar a esos tres tipos de alumnos en las clases de las universidades; era muy clara esa división. Había momentos en que tenía cuarenta alum-nos, y era imposible conceder todo lo que uno les quería dar, porque unos escuchaban, otros miraban para otro lado, y otros ni siquiera escuchaban. Me acuerdo de una vez que estaba dando clases en la Universidad del Sal-vador y vi que un alumno estaba sentado en el fondo leyendo el diario. “Per-dón, ¿qué está haciendo?”, le pregunté. “Leyendo el diario”, me contestó. “En clase no, el diario se lee en un café. Yo lo voy a anotar como presente todas las veces que no aparezca, pero acá no venga más. Acá no se viene a leer el diario”. Les dije a los alumnos que, si alguien más quería leer el dia-rio, podía irse al café de enfrente. Entonces descubrí que, cuantos menos alumnos tenía, más podía dedicarme a cada uno de ellos.

Empecé el Taller MS con cinco alumnos que me venían muy bien, que podía manejar muy bien. Pero después dije: “No, vamos a bajar, vamos a hacer una innovación: clases individuales… No me va a convenir económi-camente, pero es algo relacionado con el conocimiento. Y si me alcanza para pagar las cuentas de gas, luz y teléfono –y tener un poco de reservas por si mi mujer o yo nos enfermamos–, con eso ya es suficiente”. Debo admitir que me quedaba muy ajustado con eso.

Hubo incluso casos muy desagradables, como el de una chica que dijo que no podía pagarme sesenta pesos por mes. Le pregunté cuánto podía pagarme. Me dijo veinte pesos. Le dije que veinte pesos no, que viniera becada, sin pagar. Vino becada todo el año, y en diciembre me dijo que en enero y febrero no iba a venir porque se iba de vacaciones a Chile, ya que había estado ahorrando durante todo el año… Entonces le dije que el año siguiente no volvería a las clases, porque mientras ella estaba ahorrando yo no había podido cobrar lo que necesitaba para vivir. “Me parece excelente que viaje, pero no me parece conveniente que continúe estudiando conmi-go”. Para colmo, cuando le dije eso, llegué a comentar lo lindo que era cru-zar el oeste de Argentina, por Mendoza, por la Cordillera. Y para terminar de darme el mazazo en la cabeza, la chica me dijo: “No, no voy en micro. Viajo en avión…”.

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¿Era distinto ser profesor en el Taller MS que en una universidad?

No, yo no era profesor. Yo era y sigo siendo un maestro. Argentina está llena de profesores y falta de maestros. No sé si usted entiende la diferen-cia. Profesor es el que recibe un título en alguna universidad, aun habien-do sacado un cuatro. Yo pensaba que todos esos años en que había hecho cine, visto cine y leído cine me facultaban a que, si estaba equivocado y me corregían, yo iba a ser el primero en aceptar la corrección y agradecerla. Pero, mientras tanto, el que sabía de lo que estaba hablando era yo. Esa es la diferencia entre un profesor y un maestro.

Pero no olvide, a su vez, que yo seleccionaba al alumno que entraba. No tomaba al que venía porque sí. Al mismo tiempo, el alumno también hacía una prueba conmigo, es decir, si a él le gustaba o no mi sistema de trabajo. Antes armaba una charla, tenía absoluta necesidad de conversar con él, conocer qué cine había visto, qué libros había leído, y ver su forma de comportarse. En un momento alguien no había visto El ciudadano, y se la di para que la viera. Cuando me la devolvió, le pregunté qué le había parecido. “Es visible, se puede ver”, me dijo, como perdonándole la vida. “Yo no puedo tomarlo en el Taller. Porque a usted le falta leer, ver y conocer mucho, antes de decir una barbaridad como esa”, le dije.

Como maestro que fue en universidades, ¿cree que el taller le trajo un aire de

renovación, de revelación sobre una forma distinta de enseñar?

En cierto modo, el ejercicio de la docencia es pagar una deuda que tenía. En alguna oportunidad le he comentado que, habiendo perdido a mi padre cuando yo tenía once años, sentí a través de mi infancia, a través de mi adolescencia, que la gente me ayudaba. Le debía a esa gente lo que me había dado. Por eso quise tanto a la gente de Lumiton. Así que llegó un momento en que tuve que empezar a ayudar a la gente que estaba comen-zando. Cuando Fernando Birri nos invitó, en 1959, a dar clases en Santa Fe, fue verdaderamente delicado, porque estábamos cumpliendo una fun-ción riesgosa. Yo no podía confundir a esos chicos, no podía llevarles más preguntas de las que ellos tenían, necesitaba llevar respuestas. Pero eso, al

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final, me ayudó mucho a enriquecerme a mí mismo.

Hace poco tiempo tuve mi primera experiencia docente, y creo entender a qué se

refiere cuando habla de “enriquecerse”. Pues convertirse en docente es un modo

de evaluarse a sí mismo y de ser evaluado por los demás, de ver hasta qué punto

uno es capaz de transmitir conocimiento.

Fíjese, Rafael, lo importante que es tener esa idea en la cabeza. Y no como un tonto que decidió escribir un aviso en el diario, cuyo recorte llevé conmigo durante mucho tiempo: “Sea director de cine en tres meses…”.

Creo que toda la vida no es suficiente para serlo. Pero estoy seguro de que alguien se lo creyó, los padres creyeron y anotaron a su hijo, porque también había alumnos que querían ser directores en tres meses, para que saliera su foto en el diario y su romance con una chica bonita. No le miento si le digo que todos los días estoy aprendiendo. No le miento si le digo que, cada vez que veo El ciudadano, le encuentro alguna cosa nueva. Creo saber-la, pero sin embargo hay un gesto, una mirada, un corte, un ángulo que se me escapa y que está buscado por alguna razón.

En algún momento dijimos que sus películas surgieron de invitaciones para reali-

zarlas. Sin embargo, el Taller MS nació por iniciativa exclusivamente suya. ¿Ese

es el proyecto más personal de su trayectoria?

Absolutamente. Un proyecto extraño, insólito. Tenga en cuenta que tal vez sea el único taller que existió en el que las clases eran individuales. Los amigos me decían: “¡Pero José, poné cinco alumnos por hora, no uno!”. Yo les decía: “Pongo cinco por hora, les cobro a los cinco. Pero el alumno se va con el veinte por ciento de lo que yo le digo. Porque lo que le digo a Juan no puede servirle a Diego, si están realizando películas distintas, de caracterís-ticas distintas”. Las primeras clases pueden ser un ambiente general, pero después vienen las particularidades.

Además, verdaderamente era un taller de tipo anarquista, porque noso-tros casi no alquilábamos material, el que tenía una cámara se la prestaba al que no la tenía y, hecho el trabajo, se la devolvía más limpia que cuando la

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había recibido. Nadie cobraba. En algún momento tuvimos que pagar islas de edición, porque no las teníamos. Llegamos a hacer películas por treinta pesos en el Taller MS, que era el costo de alguna comida y una cinta de VHS. Pero le estoy hablando de buenas películas, porque malas películas se pueden hacer con mucho más que treinta pesos.

¿Cuántos cortos hicieron en el Taller MS?

Debemos haber hecho unos doscientos cincuenta cortos, de los cuales solo en dos no pude concurrir al rodaje. Uno, porque se filmó en la Patago-nia y no me avisaron cuándo empezaba. El otro se filmó en Córdoba, pero me pasé el día en el Aeroparque, el avión no salió por mal tiempo, y me tuve que volver a casa.

Quizás cometa una injusticia al no citar la extensa lista de alumnos suyos que

lograron hacer carrera en el medio audiovisual. Pero me gustaría hablar sobre

una persona en particular, no solo por la importancia que tiene para el cine

argentino, sino por las vivencias entre ustedes, que sintetizan la relación maestro-

alumno. Me estoy refiriendo a Juan José Campanella…

A Campanella lo conocí dando clases de cine en el Instituto de Arte Ci-nematográfico de Avellaneda (IDAC). Él era alumno, y en la primera clase decidió hacerme una pregunta: “¿Qué le parece ¡Qué bello es vivir! (1946), de Frank Capra?”. “¡Una de las películas más hermosas que vi en mi vida!”, le dije. “¡Vieron, vieron!”, Campanella se desató como loco frente a sus colegas, que la rechazaban.

Usted me hace recordar lo que pasó algunos años después, cuando le dije a Campanella: “Bueno, Juanjo, no nos vemos más. Ya no tengo nada más para enseñarle. Usted está perdiendo su dinero, usted sabe todo”. Él se fue, y a la media hora llamó Delfor, su papá. Me dijo: “¿Qué pasa, José? Acá lo tengo a Juanjo caminando por las paredes, que dice que usted no lo quiere en el Taller”. “¡Cómo no lo voy a querer en el Taller!”. Al medio-día, fuimos a comer juntos y le aclaré la situación. Y Delfor me preguntó: “¿Entonces qué hacemos?”. “Mandémoslo a estudiar afuera”, le sugerí.

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“¿Pero adónde?”. “Yo sé que hay una escuela acá, otra allá, otra más allá, pero no sé cómo andan ahora, no sé si han cambiado”, le comenté. Él me dijo: “Yo tengo un departamento en Nueva York, y Juanjo habla muy bien inglés…”.

Entonces decidimos que el próximo destino de Juanjo era la escuela de cine de la Universidad de Nueva York. Pero averiguamos y vimos que, de doscientos cincuenta ingresantes, solo veinticinco eran extranjeros, y pedían mucho conocimiento del cine americano, que Juanjo ya lo tenía por-que era un apasionado de ese cine (John Ford, Frank Capra, John Huston, Orson Welles…). Reforzamos esto. Juanjo entró en la escuela y el papá pagó alrededor de quince mil dólares el primer año. El segundo año, por haber intervenido en cuantas producciones podía –como sonidista, camarógrafo, montajista, utilero y otras funciones–, fue becado. El tercer año, hizo El

contorsionista, un cortometraje de veintidós minutos, en blanco y negro. Cuando lo vi por primera vez me quedé asombrado. Hoy, ese cortometraje se utiliza para que lo vean los alumnos que ingresan a la escuela de cine de la Universidad de Nueva York para demostrarles qué niveles pueden conseguir.

Fíjese el riesgo de lo que dije, en esa conversación que tuve con el pa-dre de Juanjo, hace más de treinta años: “¿Sabe una cosa, Delfor? Su hijo va a entrar en la historia del cine…”. Y Juanjo ya está en la historia del cine, porque figura entre los ganadores del Oscar.

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Capítulo 15.

Festival de Cine de Mar del Plata

José todavía no era el presidente del Festival de Mar del Plata en la edición a la que concurrió mi corto, Medianeras (2004). Llegué tarde al festival, la conferencia de prensa era a la mañana, y a la tarde era la función con

el público. El corto, como siempre, acompañaba a un largo. José estaba desde la mañana, y casi respondiendo a las preguntas por mí, porque el corto estaba

hecho en el contexto del Taller MS. Llegó el momento de la función, a la tarde. Fui al escenario a presentarla, y el director del largo que sucedía a Medianeras comentaba incluso más sobre el corto que iban a ver antes que sobre su propia

película (y yo pensaba en la presión que me había metido). En mi presentación, comenté el orgullo que era estar presentando en el Festival mi película con mi

maestro, José Martínez Suárez, cuando todo el teatro empezó a aplaudirlo. Nos fuimos del escenario, me llevaron a la fila que estaba reservada para

los realizadores, bajaron la luz de la sala y empezaron a proyectar la película. El tema es que, como mi corto tenía dos rollos de película, empezaron a

proyectarlo por el segundo rollo, o sea, por la mitad. Y yo no podía creer, con toda la expectativa que generaron, que todo empezara tan mal. Yo no sabía

cómo reaccionar, estaba con la chica del festival que acompañaba a los realizadores y le dije, tímidamente: “Mirá, hay un problema, empezó

la película por la mitad, no sé cómo se maneja eso”, hablando, además, en voz baja. Hasta que, de repente, escuché a alguien gritando…

Gustavo Taretto, realizador

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José, espectador

…“¡Paren la proyección! ¡Paren la proyección!”. “¡Callate! ¡Silencio! ¡Sa-quen a ese loco!”, gritaba la gente sin entender nada. “¡Están pasando el se-gundo acto!”, seguí gritando. Entonces vino una acomodadora a preguntar qué pasaba. Le expliqué que estaban pasando el segundo acto. “¿Cómo lo sabe?”, preguntó la chica. “¡Porque soy el productor de la película!”, tratando de encontrar un justificativo, mientras la película seguía pasando. Por suerte ese día llovía, y yo llevaba un impermeable que tenía en el brazo. Me subí al escenario y empecé a agitar el impermeable en la oscuridad, mientras seguía pasando la película. “¡Corte! ¡Corte!”, le gritaba al proyeccionista, hasta que el operador abrió la ventanilla para saber qué pasaba. “¡Está pasando el segundo acto!”, yo seguía gritando desde el escenario. “¡Pero acá la lata dice primero!”, gritó el proyeccionista. “¡Pero el primero es el segundo!”, grité yo.

Después se arregló todo, y Gustavo Taretto me agradecía, desconcer-tado: “Yo no sabía qué se hacía en estos casos”. “Yo tampoco, pero lo hice porque había que hacerlo”. Imagínese, una película de esas características, de esa naturaleza, que había costado un esfuerzo tremendo, ¡y pasarla en una sala importante, con todo al revés!

Eso trae una idea clara de lo intenso que era para usted vivir, como espectador, el

Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.

Yo era un espectador insaciable. En diez días de festival solía ver treinta y dos o treinta y tres películas. Veía cortos, escuchaba conferencias, debates. El festival para mí era el circo más lindo del mundo (en el buen sentido de la palabra, de espectáculo, de lo divertido y novedoso). Era divertido, sobre todo, por encontrarme de golpe con tanta gente, pues como ya no existían los Laboratorio Alex y yo ya no concurría tanto al Cineclub Núcleo, me en-contraba con veinte amigos por día. También era un verdadero placer escu-char los comentarios de personalidades extranjeras de primerísima calidad, desde Errol Flynn hasta Mary Pickford, pasando por Toshiro Mifune, Pier Paolo Pasolini, María Callas, Mario Monicelli, Cesare Zavattini. Creo que debe haber venido el ochenta por ciento del estrellato mundial.

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Mirando la historia del Festival, se ven tanto esos momentos significativos como

etapas difíciles a lo largo de su trayectoria; por ejemplo, las veces en que el Festival

fue a Brasil o dejó de existir. ¿Cómo fue para usted ser testigo de esos altibajos

de la historia del Festival?

El Festival fue creado por la Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina, con la cual nunca vamos a estar lo suficientemente agra-decidos, por haber llevado ese primer festival con el apoyo del gobierno. Anteriormente se había hecho otro –organizado por la Secretaría de Prensa y Difusión–, que después continuó realizando la Asociación de Cronistas. ¿Pero qué es lo que pasaba? Los cronistas seguían siendo los mismos, pero los gobiernos cambiaban, así que había algunos gobiernos que estaban más de acuerdo que otros en que se gastara un determinado dinero para el Festi-val. Sobre todo, usted sabe que es muy difícil que la cultura rinda beneficios económicos, rinde otro tipo de beneficios que no pueden ponerse en una balanza o llevarse a un banco para depositar. Es un beneficio que tiene más valor, pero que no se ve, se desconoce o se niega. Llegó un momento en que no había más dinero y se suspendió el Festival por mucho tiempo. Hasta que se reinauguró cuando asumió como su presidente Julio Márbiz, quien se metió en “camisa de once varas”, porque una cosa es poner en marcha la locomotora que acaba de detenerse hace un año, y otra es poner en marcha una que se detuvo diez o quince años atrás. Además, se hizo muy difícil la cuestión con la gente en Europa, pues allá, para ir de un festival a otro, se tar-daban cuarenta y cinco minutos. Y para venir para acá se tardaban dieciséis horas, y cuatro horas más, con destino a una ciudad balnearia que no sabían cómo se llamaba, a cuatrocientos kilómetros al sur de la capital del país.

El Festival se hizo una vez en Brasil, tratando de emular lo que hacen Moscú y Karlovy Vary: un año en una ciudad y otro año en la otra. Después, hubo otra edición que se llevó a cabo en Buenos Aires, que no anduvo bien, en el Teatro General San Martín. Luego, regresó a Mar del Plata y desa-pareció, hasta que Márbiz pudo moverse, consiguió el dinero suficiente, y el Festival volvió. Aquella edición del retorno fue un festival que tuvo que abrirse con las dos puertas y todas las luces encendidas, porque era cuestión de vivir o volver a morir. Se gastó dinero, pero trajeron a todas las

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estrellas. A partir de allí se fue desarrollando el Festival, que actualmente es de una gran competencia en el mundo, pues se dice que hay alrededor de tres mil quinientos festivales anuales –casi unos diez festivales diarios–, algunos grandes, otros pequeños, algunos buenos, otros malos.

La decisión de asumir la presidencia

¿Cómo fue convocado para dirigir el Festival?

Jorge Álvarez era el presidente del Instituto en aquel momento. Un día me llamó por teléfono, lo cual me sorprendió porque no nos conocíamos mucho. Jorge me preguntó si podía venir a verme. Nos encontramos en la fecha combinada, a las dos de la tarde, en mi casa. Le comenté a mi mujer lo extraño de la situación, porque, en general, uno es quien va a encontrarse con el director del Instituto y no que él venga a visitarlo…

“Vengo a invitarlo para que asuma la presidencia del Festival de Mar del Plata”, me dijo Jorge. Yo me quedé anonadado. “Acá, en esta casa, en este piso, no vive otro cinematografista. Así que no creo que se haya equi-vocado de piso, por ahí no va la cosa… ¿Qué pasa, Jorge?”. “Me interesa esa posibilidad, creo que usted lo puede hacer muy bien”, me dijo él. “Tengo un Taller del que estoy muy satisfecho, estoy trabajando muy bien”, contesté. Me preguntó con cuántos alumnos estaba trabajando, y le dije que tenía alrededor de cincuenta alumnos durante toda la semana, en clases indivi-duales, excepto los sábados y domingos, pues el viernes terminaba agotado.

No recuerdo muy bien, pero el día que vino Jorge Álvarez debe haber sido un martes, y le pedí que me diera unos días para pensar su propuesta. Él aceptó y lo acompañé a la puerta. Me acuerdo de que mi mujer me dijo: “No lo tomes, José, te vas a volver loco”. Le respondí que a mí me gustaba mucho esa posibilidad. “Hay una sola cosa que me parece desagradable: que voy a tener que decirles a los chicos que no sigo con el Taller”. Nené me insistió para que no aceptara. Decidí pensar. Vacilaba. Llegó el viernes y no había tomado ninguna resolución. Me fui al centro, a mirar libros viejos a la avenida Corrientes, que es una distracción que me agrada muchísimo.

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Corrientes era un bullicio esa tarde, había una marcha con gritos por todos lados, con tambores y todo. Iba caminando por la vereda, hasta que sonó el teléfono. Era Jorge, que me preguntaba por la decisión. “Mire, Jorge, es-toy pensando”. “¿Qué? No lo escucho…”, me dijo, por todo el barullo de la marcha. Entonces me metí adentro de una casa con la puerta abierta, pero el ruido de la calle seguía, se escuchaba muy mal, hasta que le dije: “Tiendo a pensar que sí…”. Y escuché a Jorge decir a los gritos: “¡Dijo que sí! ¡Dijo que sí!”. “No, Jorge, digo que tiendo a pensar que sí”, señalé. “¡Dijo que sí! ¡Dijo que sí!”, seguía Jorge. “¡Sí, Jorge! ¡Sí!”.

Me imagino que usted también tuvo que tener en cuenta muchas cuestiones en

esa decisión, porque asumir un festival es como profundizar su lado cinéfilo, pero

también es tener que lidiar constantemente con cuestiones burocráticas y políti-

cas frente a una actividad realizada por el Estado.

Yo le dije a Jorge: “Mire, acepto, pero necesito una persona que me controle, porque no quiero formar parte de una equivocación mayúscula. Necesito un control de cuentas continuo que me haga saber cómo estoy con los gastos”. Jorge me dijo a todo que sí. Le puse como condición que tenía que viajar poco. Estoy intentando acordarme, porque no le quiero mentir: creo que el único viaje que hice pago por el Instituto fue al Festival de San Sebastián, porque había una reunión de la Federación Internacional de Festivales. Los demás viajes siempre procuré que fueran a cargo del país que me invitaba.

Cuando entré en el Festival había doce programadores (la gente en-cargada de seleccionar las películas, y que las solicita a los productores, distribuidores y embajadas). Me enteré de que Cannes tenía solo seis. Les dije a todos que nos íbamos a quedar con seis, pero que ninguno iba a ser despedido, porque yo hablaría con el Instituto para que fueran reubicados en otros sitios. Me quedé con seis programadores, que son suficientes. Te-niendo en cuenta eso, y que no tengo vicepresidente, usted saque la cuenta del ahorro anual que representa para el Festival.

¿Cómo fue su primer año en la presidencia del Festival?

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No hay un libro que aconseje cómo manejar un festival de cine. Había que recordar, cuando uno era espectador, qué era lo que no le gustaba para corregirlo, cuál era la mejor forma de atender a la gente y cuál era la mejor manera de hacer publicidad. En una oportunidad, por recomendación de alguien, contraté una empresa de publicidad. Y cuando me presentaron una nómina de posibles invitados, el primer nombre que aparecía era el de un actor que ¡había fallecido hacía dos años! Tuve que aprender sobre la marcha, con un grupo de gente que se comportó muy bien conmigo, fue-ron muy solidarios. La particularidad es que le había pedido a Jorge Álvarez que las películas las eligiera yo.

Entonces, los programadores me dan el material, seleccionan el mate-rial, pero las películas las elijo yo, pues sé lo que el espectador quiere, sé ver una película. No sé sobre sus potencialidades comerciales. Pero si es buena o mala, no tenga usted ninguna duda. A veces pasa que una película es rechazada por los programadores, pero yo la acepto. Otras veces, la gente me viene a decir que tal película que yo he rechazado es buena, y lo acepto. Soy árbitro de seleccionar o no seleccionar, pero no desde un rigor absoluto, porque también sé escuchar si me estoy pasando con alguna película.

El Festival de Mar del Plata pertenece a un grupo selecto de festivales clase A,52

como Venecia, Berlín, Cannes, San Sebastián y otros. ¿Qué significa ser un fes-

tival de clase A?

52. La FIAP (Federación Internacional de Asociaciones de Productores Cinematográficos) regula los principales festivales de cine y los agrupa en: competitivos, competitivos especializados, no com-petitivos, documentales y de cortometrajes. Los competitivos son considerados clase A y deben cumplir con ciertos estándares como, por ejemplo, la calidad de la organización del festival durante todo el año, una selección original de películas y de los jurados, instalaciones apropiadas para la prensa internacional, apoyo a la industria de cine local. La mayoría de estos festivales solicitan que las películas seleccionadas sean estrenos mundiales y que no hayan participado de ningún otro festival. Por cuidado y regulación de la FIAP ninguno de estos festivales se realiza al mismo tiem-po. Los trece festivales clase A son: el Festival de Cine de Berlín (Alemania), el Festival de Cannes (Francia), el Festival de Shanghái (China), el Festival de Cine de Moscú (Rusia), el Festival de Cine de Locarno (Suiza), el Festival de Cine de Montreal (Canadá), el Festival de Cine de Venecia (Italia), el Festival de Cine de San Sebastián (España), el Festival de Cine de Mar del Plata (Argentina), y los festivales realizados en Karlovy Vary (República Checa), Varsovia (Polonia), Tokio (Japón), Goa (India) y El Cairo (Egipto). Datos obtenidos de www.fiapf.org/intfilmfestivals_sites.asp.

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Hay trece festivales de esa categoría, pero no saco ningún tipo de ven-taja por estar en ese grupo. Hago el festival como si buscara hacer el mejor festival del mundo. Nunca lo he logrado. Pero es el punto al cual apuesto, y la gente que está conmigo también. Hemos hecho buenos festivales. El pú-blico tiene el concepto de que el Festival de Mar del Plata ofrece una buena programación. En el Festival, las estrellas son las películas. Estamos en un promedio de poco más de doscientas películas por festival, lo cual significa que son veintidós películas por día.

Aprovechando que usted visitó algunos festivales y que está en contacto con otros

tantos, ¿cómo es visto el Festival de Mar del Plata desde el exterior?

Puedo decir con orgullo que, en 2011, estuve en el Festival de Shanghái, China, donde estaban los presidentes de casi todos los festivales impor-tantes del mundo. Estábamos en una mesa cuadrada en la que había casi cuarenta personas. En el centro estaba el presidente del festival, que me tenía a su lado derecho en todas las reuniones. Mientras, a su lado izquier-do, estaba el presidente del Festival de Venecia. No es que tenía sentado a su lado a José Martínez Suárez –cuyo nombre seguramente no conocía–, sino que estaba sentado al lado del presidente del Festival de Mar del Plata. Eso no significaba, por ejemplo, que el Festival de Berlín fuera inferior o mucho menos, sino que me habían dado una distinción –posiblemente por venir de tan lejos, o por mi edad–, que considero un verdadero orgullo para mi país. Fue, además, muy placentero, pues el presidente del Festival de Shanghái era un hombre de una cordialidad notable, simpatizó mucho conmigo, a tal extremo que la última noche, cuando ya se estaban levan-tando las mesas del comedor, tomó una servilleta, me pidió que me sentara cerca de él e hizo un dibujo de mi rostro, que tengo guardado en casa.

Dentro del ámbito local, quisiera que me cuente sobre los Festivales Itinerantes,

una iniciativa que usted tuvo para acercar las películas y sus realizadores a las

distintas provincias.

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Cuando iba al Festival como un simple espectador, veía las salas llenas y me preguntaba: “mil doscientas… mil trescientas personas, ¿y los treinta y nueve millones de habitantes que restan, que también pagaron sus im-puestos, con cuyo dinero se hizo el Festival…?”.

Así que, cuando asumí la dirección del Festival, utilicé los primeros meses del año –que son más tranquilos, más apaciguados– para hacer lo que denominé Festival Itinerante. Hablaba con las municipalidades, con la gente con cierta disposición para tomar decisiones en las provincias y poblaciones del interior, y, efectivamente, comenzamos a realizarlo. Invi-tamos a una persona, un director, actor o actriz de alguna de las películas que llevamos (cortos o largometrajes), nos pagan el pasaje y la estadía, nos quedamos de jueves a domingo en tal localidad y pasamos cuatro largome-trajes acompañados de cuatro cortos. Y, al final, hacemos un debate sobre cine argentino. Así hemos recorrido desde Ushuaia hasta Jujuy. A mí me gusta ir a poblaciones que no tengan salas de cine, donde siempre se puede conseguir un cañón de video para pasar material. Y así hemos ido a Trelew, Tierra del Fuego, Villa Cañás, Santa Lucía, Mendoza, Catamarca, Córdo-ba… En Neuquén fue tan bueno el Festival del año pasado que me hicieron prometerles al público y al intendente que allí comenzaríamos el Festival Itinerante todos los años, promesa que seguimos cumpliendo.

Otra actividad de difusión que llevamos a cabo es la publicación de libros sobre cine. Creo mucho en el libro, pues la película pasa y queda en la cabeza, en la memoria. Pero el libro usted lo tiene y lo consulta. Tengo el orgullo de decir que hemos editado cuatro tomos, de mil hojas cada uno, de las críticas cinematográficas de Homero Alsina Thevenet, verdaderas biblias cinematográficas. También editamos material sobre Luis García Berlanga, Jean-Pierre Melville, los cómicos en el cine argentino, Jorge Luis Borges y el cine, un libro acerca del descubrimiento de Metrópolis (1927) acá en Argentina, y hasta la biografía de David Lean, de casi cuatrocientas páginas… Ahora estamos preparando dos o tres tomos que investigan la historia del Festival de Mar del Plata, un trabajo que hicieron Julio Neve-leff y Miguel Monforte, dos historiadores marplatenses. Además, estamos haciendo algo que me gusta mucho: las Charlas con los Maestros. Cada personalidad importante que viene da una charla que dura entre sesenta y

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ciento veinte minutos, que después editamos y distribuimos a las escuelas de cine, universidades, bibliotecas, para quien más lo necesite. Y, por su-puesto, para aquellas personalidades que participaron.

Las estrellas

¿Existe algún recelo hacia el Festival por parte de la prensa? Digo esto por el hecho

de que algunos medios no parecen prestarle al evento la atención que merece…

Es absolutamente cierto, usted lo ha advertido. Creo que no somos de-masiado simpáticos para la prensa.

¿Ese conflicto tendrá acaso que ver con el tema de las estrellas? Para usted, las

estrellas son las películas. Pero parece que cierta prensa sigue aferrada a aquella

imagen de las primeras ediciones, en que el Festival era una excusa para traer a

las grandes figuras de la cinematografía.

¿Sabe lo que pasa? En aquellos momentos en que yo era espectador, es-taba sentado en mi butaca, se atenuaban las luces y entraba el presentador para dar la bienvenida a Sophia Loren. La señora Sophia Loren ingresaba al escenario, llegaba al micrófono, el público la aplaudía –porque se lo mere-ce, porque es querida, porque ha hecho películas notables–, pero ella decía algunas palabras simpáticas y se iba por el lado opuesto al que había entra-do. ¿Sabe cuál era mi pensamiento? “Ahí se van ciento cincuenta mil dóla-res…”. Y pensaba en cuántas mantas podríamos comprar para albergues, o cuántas personas podríamos ayudar, que duermen a la noche en los bancos de plaza. Yo pensaba que teníamos que manejar de otra forma ese dinero.

Cuando leo en el diario sobre las estrellas que llegan a Cannes, veo que están todas. Robert De Niro fue en un avión particular, especialmente para promocionar su película. Es decir, Europa tiene un punto de vista distinto al nuestro. El respaldo económico con que cuentan las películas norteame-ricanas que van a Europa permite que ese dinero no sea gastado por el go-bierno francés, sino por el productor de la película, que sabe que llevando

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a Robert De Niro aumenta la posibilidad de tener más espectadores en la película en que él interviene y que vino a promocionar.

Me acuerdo de que en una oportunidad, hace unos diez años, a al-guien se le ocurrió, para tener noción de los precios, consultar cuánto esta-ba cobrando una actriz norteamericana para venir al Festival. Ella cobraba cincuenta mil dólares, más cinco pasajes en primera, que salían doce mil dólares cada uno. Los pasajes eran para la secretaria, la masajista, la peina-dora… ¡Una fortuna!

Luego de estos años en la dirección del Festival; ¿le parece más difícil de lo que

imaginaba cuando asumió, en el año 2008?

Siempre es difícil, porque siempre se presenta un problema parecido, pero distinto. No es exactamente lo mismo, no es la misma solución, puede ser similar, pero con una variante, porque son distintos los directores, los actores, los productores, los países con que nos relacionamos, y son distin-tas las películas que seleccionamos. Un ejemplo que sucedió el año pasado fue que teníamos el catálogo impreso, y el director de una película argenti-na –que ya había aceptado las condiciones y todo lo demás– a última hora decidió no mandar su película a Mar del Plata (y dentro de cuarenta años van a decir que de esa película no hablaron…). Siempre surgen ese tipo de problemas, y otros tantos, como el costo de los pasajes, por ejemplo.

No solo como presidente del Festival sino también como espectador, ¿cuáles invi-

tados lo marcaron más en esos cinco años?

Hay dos que me gustaron mucho. Me gustó mucho la charla que hici-mos con el actor Tommy Lee Jones, y la que tuvimos con el director Bruce Beresford, por video conferencia, él en Nueva York y nosotros en Mar del Plata. Ambas fueron muy buenas. El realizador ruso Victor Kossakovsky dio una buena charla, el español Javier Fesser dio una charla exquisita, divertidísima. Otra muy buena fue la del catalán José Luis Borau.

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¿Qué momentos lo marcaron en el Festival en estos cinco años como presidente?

Aunque usted no lo crea, me acuerdo de un momento que tuvo lu-gar varios meses después del Festival. Nosotros lo abrimos con una pelí-cula de Kathryn Bigelow llamada The Hurt Locker (2008). Fue una noche que se nos fue de las manos, porque llegó la presidenta de la República, y eso motivó que hubiera charlas, discursos. Además, esa noche había una cena importante en el Hotel Provincial, a cien metros del auditorio.

Yo siempre suelo sentarme muy adelante en el cine, en la fila dos o tres. Y aquella vez también lo hice. Cuando terminó The Hurt Locker, miré para atrás y advertí que gran parte del público había abandonado la sala (¡se fueron a comer…!). Seis meses después, The Hurt Locker ganó el Oscar a la mejor dirección y a la mejor película. Y me acordé de aquella gente que estaba mirando a la futura ganadora del Oscar, ¡pero eligió salir a comerse un sándwich o degustar un canapé!

¿Qué legado espera dejar como presidente en la historia del Festival de Cine de

Mar del Plata?

Quisiera que, cuando el público recuerde las buenas películas que vio en su vida, muchas de ellas sean las que se exhibieron en el Festival.

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Consideraciones finales

A lo largo de todos estos encuentros, debo admitir que me quedó pendiente una in-

quietud. ¿De dónde viene su sentido tan marcadamente detallista de la ubicación?

Porque, si uno lee este relato, es como si tuviera un mapa particular, propiamente

suyo, de Buenos Aires.

Yo leí mucho a Gurdjieff54 y a su discípulo Ouspensky,55 que incluso creo que fue superior al maestro. Ellos, en medio de las teorías esotéricas

54. Georges o George Ivanovich Gurdjieff (Alexandropol, 14 de enero de 1872 - París, 29 de octubre de 1949) fue un maestro místico, filósofo, escritor y compositor armenio, quien se au-todenominaba “un simple maestro de danzas”. Nacido a fines del siglo XIX en la Armenia rusa, su principal obra fue dar a conocer y transmitir las enseñanzas del Cuarto Camino en el mundo occidental. Tenía una personalidad misteriosa y carismática, con un agudo sentido crítico, y una elevada cultura tradicional. Acaparó la atención de muchos, guiándolos hacia una posible evolución espiritual y humanitaria.

55. Piotr Demiánovich Ouspensky (Moscú, 5 de marzo de 1878 - Surrey, 2 de octubre de 1947) fue un filósofo y escritor ruso con orientación mística. Fue el autor de varios libros de temática espiritual y filosofía esotérica. También dio conferencias y seminarios sobre las enseñanzas de George Gurdjieff y sobre el Cuarto Camino, y fue uno de los principales difusores de este tipo de conocimientos en el ámbito occidental.

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que postulaban, manifestaban que el hombre debe saber a cada momento qué está viviendo, no tiene que estar distraído. Partiendo de esa filosofía, cuando hablo de algo que me ha pasado, recuerdo la luz, la temperatura que había, la cantidad de gente que había en la calle, si la ventana estaba abierta o cerrada, si hacía calor o frío, si había un perro a lo lejos que la-draba. Vivo cada momento con total intensidad, como si lo esculpiera. Y si necesito recordar, simplemente voy hacia esa “piedra esculpida”, y ya la encuentro escrita.

Si pudiera recomenzar su trayectoria, ¿cambiaría alguna cosa?

Sí. Hay algunas maldades que no haría, algunas venganzas que no to-maría. Otras sí las haría, las seguiría haciendo, pero algunas no.

¿Se siente orgulloso de estar en su oficina como presidente del Festival y de seguir

trabajando a pleno?

No. Siento que estoy cumpliendo con lo que debo hacer. Tomé un com-promiso y lo hago. Si usted me pregunta si me agrada, le respondo que muchísimo. Pero orgullo, no.

Ayer, por ejemplo, un amigo uruguayo me mandó un e-mail en el que decía que su hija venía dos o tres veces por semana a Buenos Aires a tomar clases. Me preguntó si ella podría tener el honor de ser recibida por mí. Le dije: “Parece mentira que hace tantos años que nos conocemos y que llame ‘honor’ al hecho de que yo la reciba”. No era ningún honor. Era un placer y una obligación moral que tenía con alguien que me quería ver, tal como a mí me recibían cuando joven, al pedir una entrevista. Esto es lo que debe hacer el ser humano, ayudar al otro. La vida no nos ha enseñado nada mejor que la solidaridad, el respeto, la puntualidad (que también es una forma de ser respetuoso). Puedo sentirme satisfecho, contento, feliz. Pero orgulloso, no.

A lo largo de dos semanas hicimos once encuentros que totalizaron veintiséis

horas de conversaciones. ¿Qué sensación tiene frente a las charlas que tuvimos,

al tener que condensar y rememorar sus ochenta y siete años de vida?

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No creí que fuera a ser tan duro, que fueran a aparecer tantas respues-tas a preguntas, hechos y situaciones que tenía ocultos (por no decir que estaban olvidados…). Usted me hizo emocionar con algunas preguntas, me hizo revivir ciertas situaciones. Debe ser más o menos lo que pasa en la sesión de un analista, cuando uno sale como castigado, herido, lastimado. Pero le aseguro que fue un gusto hacerlo, porque también esos momentos me hicieron revivir épocas de mi vida. Dicen que todo tiempo pasado fue mejor. Eso no es cierto. La memoria es selectiva, uno no puede acordarse solamente de lo malo, porque no podría vivir. Hay una defensa natural que tiene el ser humano, por la cual oculta lo malo y deja a flor de piel lo bue-no, porque si no sería imposible vivir. Cuando ingresamos en algunos re-cuerdos tenebrosos, inmediatamente encontré algo que me rescataba para seguir conversando y rehacerme, reanimarme, recomponerme. Y volver a la sonrisa, a mis padres, a mis hermanas, a mis amigos, a Lumiton, a mi primera película, a los compañeros de trabajo, a los amigos que se fueron, a mis hijas, a mis mujeres, a mis nietos.

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Anexos

Los paquetes de revistas

Cuando volví de Chile, yo había pasado de moda. Nadie me recordaba.Todos los puestos profesionales de largos y cortos estaban tomados. Me ofrecieron una cátedra en la Universidad de Córdoba (Realización IV), a ochocientos kilómetros de la Capital. Un lunes llegué a Córdoba y la es-tación de micros estaba casi vacía. Pero vi a Norberto Romero, uno de los mejores alumnos que tenía, buscando a alguien por el andén. Me buscaba a mí. Había huelga general en la provincia y no me habían avisado que no viajara.

–Vamos en el trencito diesel a mi casa en Cosquín”, me dijo. –La esta-ción está a cien metros”.

Allá fuimos. Almorzamos en la casa con el padre y el hermano.En un momento se me ocurrió preguntarle al papá si conocía Buenos

Aires.–Yo trabajé allá hace muchos años –me dijo–. En la editorial Láinez.–¡Ah! –le respondí–. ¿Y qué hacía?

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–Los paquetes de revistas para los agentes del interior del país.–¡Entonces usted mandaba la revista El Tony a Villa Cañás!–¡Claro! –recordó–. A los hermanos Caffa.Y allí lo sorprendí, porque le dije:–¿Y sabe quién abría los paquetes que usted hacía la noche anterior en

Buenos Aires? Yo, en Villa Cañás, a la tarde siguiente. Porque todos los lunes iba a esperar el tren con el charretero don Am-

brosio que me llevaba en el pescante. Desde el furgón del tren recién lle-gado le daban los bultos, y el primero que bajaba del charrete era el de los diarios y revistas para los Caffa, a cincuenta metros de la estación.

Yo “ayudaba” a cortar el hilo, me tiraba de barriga al suelo y era el pri-mero en leer la revista recién llegada: El Tony los lunes, El Purrete los martes y Tit-bits los miércoles. No me nieguen que la vida tiene senderos torcidos que llevan a destinos insólitos. Esa noche en Cosquín, la vigilancia de los gremios fue menos severa, y en la madrugada partió un micro al que pude subir y el martes estaba nuevamente en Buenos Aires.

La Cuchara de Palo

La Cuchara de Palo quedaba sobre una calle (creo que se llama Ma-quinista Carregal) que venía desde la estación Munro, a unos quinientos metros de ahí, y finalizaba en el estudio Lumiton.

Era de la familia Stanzani y constaba de un pequeño hall con mostra-dor. Al frente del mostrador estaba el comedor de los directores con una mesa ovalada y una ventana que daba al pequeño patiecito de entrada, lue-go a la derecha estaba el comedor de empleados, y al fondo, el comedor de obreros. Al propietario lo había llevado Manuel Romero pues era hermano de Vicente Forastieri, un actor de teatro al que Romero tenía en casi todas sus obras. Atendía su sobrino Paquito (Stanzani) y luego también María, la muchacha con la que se casó Paquito.

Almorzábamos y merendábamos, además de atender algún pequeño servicio durante el día. La casa persiste, así que se puede fotografíar.

Paquito era muy divertido, pues hablaba una jerga ininteligible con

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alguna palabra que hacía que el que lo escuchaba supusiera que le estaba hablando de algo pero no se sabía bien de qué. Esa jerga es lo que se de-nominaba la “sanata”. Por ejemplo, te decía seriamente y a gran velocidad: “¿Ef jobinamo la peliculata martico subaldoba de Mugca?”. Y uno, vacilan-do, le respondía: “Sí… La película de Mugica termina en dos días”, supo-niendo que le había preguntado algo relacionado con eso.

Los circunstantes se mataban de risa ante el interlocutor, que descono-cía esa broma y “entraba” en la respuesta sin saber claramente qué era lo que se le había preguntado, aunque sí había escuchado dos o tres palabras que le hacían suponer cuál era el tema desarrollado.

La muerte de Peke Oyarzábal

La muerte del Peke fue en un verano en Punta del Este. Acongojó a todo el mundo. No lo podíamos creer, como sucede con esas muertes abso-lutamente imprevistas.

Habían aparecido las motonetas que se alquilaban para pasear. Tomó una, tuvo un pequeño accidente y creo que fue un coágulo de ese golpe lo que le produjo una embolia y la muerte.

En los títulos de las películas a menudo figuraba como “Encuadre: Francisco Oyarzábal”. Pero lo que había hecho era una especie de produc-ción ejecutiva. Era muy amigo del Dr. Guerrico, y lo aconsejaba en las reunio-nes nocturnas que se realizaban casi diariamente en el departamento del doctor, en Juncal y Cerrito, edificio que desapareció cuando se construyó la Avenida 9 de Julio.

El Peke (o Peque, tal vez apócope de “pequeño”, pues era de un físico un poco mayor que el de un jockey) se encargaba de sugerirle las produc-ciones al Dr. Guerrico (obras de teatro o novelas o técnicos propiamente dichos).

Entre todos pagamos una placa de bronce con un texto muy afectuoso y la pusimos en la pared que daba al patio del estudio 4; el día que me en-teré por Pedro Marzialetti de que estaban demoliendo Lumiton, me fui con el auto y no me dejaron entrar. Pero alcancé a ver desde la portería que la

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placa ya no estaba. Le pedí permiso al capataz para que me dejara llevarme la manija de la puerta de maquillaje (daba al patio), esa manija que ha-bían tocado José Gola, Mecha Ortiz, Zully Moreno, Alippi, Lola Membrives, Muiño, María Duval, Luis Sandrini, Christensen, Sabina Olmos, Luis Ara-ta, Thorry, Roberto Escalada, Susana Freyre… Pero me dijo que el seguro le impedía la presencia de cualquier extraño, pues si le ocurría algún acciden-te eran ellos los responsables.

Vi un montón de ladrillos a un costado y le pregunté si me podía llevar uno.–Todos los que quiera –me dijo.Saqué dos, y uno ahora está conmigo y el otro en el Museo del Cine. Los

últimos que quedaron de Lumiton…

Francisco Mugica

Francisco Mugica fue el primer director que conocí, con quien conversé más de un “buenos días, buenas tardes y hasta mañana”, porque era el director de Los martes orquídeas, primera película importante que hizo mi hermana.

En este momento yo escribía en un diario de la ciudad de Dolores que se llamaba El Nacional, en la parte de Informaciones Cinematográficas. Tenía un amigo, Rodolfo Falcone, que trabajaba en este diario, y yo le pre-gunté qué le parecía si le enviaba críticas de películas. Era verdaderamen-te innecesario que al día siguiente la ciudad de Dolores recibiera críticas de películas, pero era una forma de hacer cosas; yo no sabía que no tenía importancia lo que hacía, me gustaba hacerlo porque era una función re-lacionada con el cine. Entonces se me ocurrió hacer veinte preguntas a las personas importantes que conocía. Eran preguntas típicas como “¿Cuál es la película que más le agradó?”, “¿Qué le hubiera gustado hacer si no fuera director de cine?”, “¿Cuál considera usted que es el punto indispen-sable para que uno sea director de cine: ser inteligente, sano o paciente?”. Pedí en varias oportunidades a Mugica hacerle esa entrevista. Nos fuimos a un decoradito donde había una mesa y agarró el papel donde yo tenía las preguntas escritas. Me fue contestando. Una cordialidad de un profesional como era Mugica.

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En un momento, muchos años después, Manuel Antín estaba al frente del Instituto de Cine y supe que Francisco Mugica se encontraba en una deficiente situación económica, además de estar enfermo. Entonces fui a ver a Manuel y le pregunté qué podríamos hacer por Mugica. Manuel me comentó que estaba muy difícil conseguirle algo dentro del Instituto. Cuan-do llegué a casa recibí una llamada de Manuel en la que se corregía y decía que no me había dado una buena respuesta, que teníamos que hacer algo por Mugica. Me comentó que, como era indispensable presentar los guio-nes para la solicitud de créditos en el Instituto, se necesitaba de alguien capacitado para leerlos. Quién mejor que Mugica para realizar esa función, y entonces me pidió que hablara con él. Fui a verlo y le dije que el Instituto necesitaba rellenar ese cargo. “No, Josecito, no lo puedo hacer. Miré cómo estoy”, me dijo; estaba realmente muy debilitado. Pero traté de calmarlo di-ciéndole que se haría de todo para que pudiera hacerlo, y que podría traer los libros a su casa. Él aceptó, combinamos con un muchacho llamado Álvaro Durañona, hijo de un escenógrafo y funcionario del Instituto, para que le llevara los libros. Cuál fue nuestra sorpresa cuando, a los dos o tres días, Mugica devolvió los guiones todos evaluados con dos o tres hojas cada uno solo de anotaciones. Así que hasta su muerte Mugica siguió trabajando y recibiendo este sueldo digno.

Laboratorios Alex

Los Laboratorios Alex los conocí cuando estaban todavía en la calle Sarmiento al 2100. Eran propiedad de los hermanos Connio Santini: uno se llamaba Alex y el otro se llamaba Carlos. El laboratorio se llama Alex porque Alex murió y don Carlos decidió llamar así a su laboratorio. Cuan-do compró una manzana en Bajo Belgrano, ese era un sitio inhóspito, al lado de una villa que era bastante peligrosa, así que hubo que habilitar un lado de la manzana que estaba vacío para hacer una especie de estaciona-miento, porque había robos de autos, gomas y todo lo demás. Laborato-rios Alex era el mejor laboratorio de Latinoamérica, era común ver dos o tres veces por mes que de repente paraba un coche y bajaba un personaje

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extraño, porque venían también de Perú, Colombia o Venezuela a hacer un trabajo.

El punto de encuentro era en el gran hall central, donde al mediodía llegaban los equipos de los estudios que no tenían laboratorio, como Sono, EFA, Mapol, Emelco. El que llegaba se anotaba por orden para ver el ma-terial en la sala 7, mientras que los demás tenían que quedarse esperando. Entonces ahí se conocía la gente, pero nosotros de Lumiton no aparecía-mos mucho porque teníamos nuestro propio laboratorio. Solo concurría-mos cuando teníamos la necesidad de realizar alguna truca, porque no te-níamos buenas trucas en Lumiton.

El personal en Alex trabajaba muy bien, era gente encantadora, muy capacitada. Después el laboratorio amplió su campo y puso FonAlex en un subsuelo muy bien provisto, donde se podrían hacer doblajes y las regra-baciones de las películas con dos técnicos. Debía haber de doce a catorce compaginadores. Las cabinas de Alex no eran un solo cuarto, pues estaban conectadas con otras donde se guardaban los negativos, así que algunos compaginadores llegaban a tener tres cabinas o una cabina de tres cuartos. Me acuerdo de que Gerardo Rinaldi, por ejemplo, tenía varias. Por ahí algu-na quedaba vacía y alguien la tomaba por un mes, un mes y medio. Había varias salas de proyección de distintos tamaños. La sala que todos querían y por la que se quedaban esperando era la 7, que también se usó en Dar la

cara, en la escena del disgusto del padre productor con el hijo.

Carlos Connio Santini

Le voy a contar una anécdota de don Carlos para mostrarle lo honesto que era. Nosotros para hacer El crack alquilamos una cámara de Alex. El primer día que utilizamos la cámara, se percibía que la lente se movía, es decir, que la ventanilla tenía alguna especie de problema. Mandamos a llamar al jefe de laboratorio, que vino con dos o tres ayudantes. Al ver proyectado el material, determinó: “No se mueve”. Empezaron a venir los otros técnicos del laboratorio, que también decían que no se movía. Traté de comprobarles en la pantalla que se estaba moviendo, pero ellos seguían

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diciendo que no. Salí y fui a buscar a don Carlos, que estaba caminando por allí, le expliqué el problema y le pregunté si podría tomarlo tres minutitos. Él vino, se paró junto a la pantalla de proyección, puso un lápiz en el ángulo inferior izquierdo de la imagen proyectada, y comprobó que esa imagen entraba y salía del lápiz. Él se volvió hacia el conjunto de gente y dijo: “Se mueve, sin ninguna duda. Buenos días”. Nadie más habló, nadie más dijo nada. Alguien podría haber dicho que no se movía y seguir cobrándome el alquiler de la cámara, pero don Carlos era un hombre honesto, íntegro.

McCann Erickson

Usted sabe que McCann Erickson es una de las empresas de publicidad más importantes del mundo. Cuando me fui de la Emelco chilena, había die-ciséis empresas publicitarias en el país, de distintos niveles, y mandé una carta a cada una de ellas: “Pongo en su conocimiento que he formado una nueva agencia llamada TeA, tenemos buenos elementos técnicos, ustedes me cono-cieron en el tiempo que estuve a cargo de la Emelco chilena”. De las dieciséis empresas, quince me contestaron. McCann Erickson no lo hizo. Empezamos a trabajar muy bien, y como a los seis o siete meses apareció una carta de McCann Erickson en la que pedía presupuesto por un trabajo. Llamé a los socios, que eran todos jóvenes, y les comenté sobre el pedido de esa empresa. Todos teníamos en cuenta que había sido la única que no nos había contestado, entonces enviamos una carta que decía: “Sentimos no poder acceder a su pedi-do, porque tenemos completa nuestra agenda de trabajo”. Debe haber sido la única vez que alguien rechazó una oferta de McCann Erickson. Las dos cartas las pusimos en un cuadro con marco en la oficina para que la gente viera que nosotros habíamos rechazado trabajo (y así supiera nuestra forma de proceder).

Jorge Luis Borges

Lo vi a Borges tres o cuatro veces en mi vida, y en alguna oportunidad conversé un poco con él, no demasiado (creo que nunca hubiera hablado

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demasiado con él, porque siempre faltaba decir algo). Como lector, co-nocí de muy joven a Borges, en una librería que se llamaba MacKern’s, en la calle Corrientes al 500. Yo debía tener dieciséis o diecisiete años cuando empecé a escuchar de Borges y quise saber quién era. Me resul-tó tremendamente difícil leerlo, hasta que me di cuenta de que había que leerlo sin prejuicio, aunque no se entendiera, porque la reiteración y la suma de lectura motivaban a que uno supiera lo que estaba dicien-do. Así me ocurrió.

Es el escritor más importante de la lengua castellana que hemos tenido en el siglo pasado. El valor que tiene Borges para mí es el conocimiento que tiene del idioma, su pasión por conocer, las características de su vida, que parecía tan gris y sin embargo fue tan luminosa, sus anécdotas, que mar-can más que cualquiera de sus ensayos. Por ejemplo, cuando está parado en una esquina para cruzar una calle y un señor lo ve para ayudarlo, le dice: “Perdón, ¿usted es Borges?”. “Creo que sí”.

A Borges lo he estudiado más que leído, porque no solo he estudiado su obra sino que he estudiado la mayoría de los trabajos que se han escrito sobre él. Tengo no menos de cinco mil artículos sobre él de diarios y revis-tas y unos ciento veinte libros de análisis sobre su obra, lo cual no significa demasiado, significa que los tengo. Leí y volví a leer esos ciento veinte li-bros, pero no me siento un especialista en Borges; soy, apenas, un ferviente admirador. No es que quiera ser modesto; soy sensato, todavía me falta saber mucho sobre Borges, porque él es insondable. Cuando comienza di-ciendo en un cuento: “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche...”. Todavía hoy todo el mundo, entre los cuales me incluyo, se pregunta qué significa “unánime”. “Nadie lo vio desembarcar en esa unánime noche”… Unánime… Unánime es todos, de acuerdo… Esas cosas que nos deja pen-dientes Borges, que a veces debe decirse a sí mismo: “Voy a poner esa pa-labra simplemente para que tenga una incógnita, que no tenga respuesta para los lectores que me estudien”. Porque es un juego borgiano.

Él tenía un sentido del humor incalculable. En un momento, estaba dando una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras y le dijeron: “Pro-fesor, vamos a suspender la clase porque vamos a hacer un acto político”. “No, no, no”, dijo Borges, “Mi clase no se suspende porque todavía no ha

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terminado la hora”. Le dicen: “Entonces vamos a apagar la luz”, y Borges dice: “Ya he tenido esa previsión, soy ciego” (risas).

Mary y Gius

Mary, la mujer de Gius, se aterraba de pensar que cuando muriera no la iban a cremar de inmediato. Así que a menudo le rogaba a Augusto que, si ella moría antes que él, la incinerara inmediatamente.

Mary se sentía mal un domingo al mediodía en una quinta que Gius tenía pasando Escobar (unos sesenta kilómetros al norte de Buenos Aires). Incomunicado (no había celulares todavía), la llevó al hospital de Escobar, luego a Buenos Aires, y en el camino Mary murió.

Gius me llamó para que le diera una mano. Estaba con el cuerpo de su mujer en el Hospital Español, y hacia allá fui. Lo encontré desconsolado y sin saber qué hacer. Los chicos (Guillermo y Silvana) eran jovencitos y no sabían cómo podían ayudar al papá. Así que organicé que dejáramos el ca-dáver en el depósito, y a primera hora del día siguiente lo retiraríamos para llevarlo al crematorio de la Chacarita. Así hicimos.

Llegamos a Chacarita, y cuando nos enfrentamos con el crematorio, se me ocurrió comentar: “Debe haber muerto alguien muy importante. Fíje-se, Gius… Hay casi cien personas esperando en lo alto de las escalinatas”. Cuando bajamos nos enteramos de la verdad: ¡los hornos no funcionaban! ¡Las cremaciones estaban suspendidas no se sabía hasta cuándo!

Gius estaba desconsolado. Era, justamente, lo que le había prometido a Mary, y no iba a poder cumplirlo. Le dije que me iba a la administración a ver qué se podía hacer. Agarré el coche (estábamos a unos mil metros de las oficinas), llegué a la administración en el primer piso, me atendió un ordenanza y le pedí hablar con el director.

–¿Quién lo manda? –me preguntó.–Nadie –le respondí.–¿Pero no tiene la recomendación de algún político, alguien?–No. No tengo nada.Hizo un gesto como de que “poco va a conseguir”. Se metió en la puerta

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de un despacho y a los segundos salió, se me acercó y me dijo:–Dice el señor director que lo disculpe, pero tiene mucho trabajo. No

va a poder atenderlo.Se iba a ir, pero yo lo detuve:–Un momentito… Espere que le hago una nota.Saqué una tarjeta que tenía y le escribí: “Señor director, necesito verlo

solo un minuto por una cuestión importante de humanidad”.Se la entregué al empleado: –Llévesela, por favor.Entró, y de inmediato se volvió a abrir la puerta y me pidió:–Pase, por favor.Adentro estaba un señor de pie tras su escritorio estirándome la mano.–Buenos días. Usted dirá–Muchas gracias por recibirme, señor director. El caso es que ha muer-

to la mujer de un querido amigo y la queremos cremar.–Ajá.–Y ahora nos encontramos con este problema.–No me diga que alguien de la familia se niega a…–No, señor. Para nada. Es que él le había prometido que la cremación

iba a ser inmediata, y ahora nos encontramos con este problema.–¿Qué problema?–Bueno… Usted sabe el problema que tiene el crematorio. El director me preguntó, incómodo:–¿Y qué problema tiene el crematorio?–Los quemadores del crematorio no funcionan. Hay como cien perso-

nas esperando.Se puso pálido. Agarró el teléfono y en voz baja, como para que yo no

escuchara (lo tenía a un metro, así que era difícil no oírlo), dijo:–Pedro… ¿Qué pasa con los quemadores del crematorio?…–¡Pero cómo no me avisaron! Tiene que venir una persona ajena para

que yo me entere…Colgó y me dijo:

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–Discúlpeme. Le agradezco mucho que me haya hecho saber, pero ¿en qué puedo ayudarlo?

Entonces le conté lo de la promesa que le había hecho Gius a Mary de incinerarla antes de que el cuerpo se descompusiera.

–Me agradaría, señor director, que tuviera la amabilidad de permitir-nos poner el cuerpo en la cámara frigorífica, hasta que se arregle lo de los quemadores.

–¿En qué cámara frigorífica?–Y… En la que tienen los cementerios…–¡No! Eso sucede en las películas norteamericanas. Acá en Chacarita

no tenemos nada de eso. Pero no se preocupe. Me voy a encargar personal-mente de que todo se solucione y su amigo no sufra.

Se puso un sombrero y un abrigo y nos fuimos para el crematorio, cada uno en su auto. Al llegar ya había como cincuenta personas más. Entró y al rato salió para anunciar que los trabajos ya habían comenzado y que en tres o cuatro horas empezarían con las cremaciones.

Gius hizo poner la ambulancia con Mary bajo unos árboles y nos que-damos a la espera.

Llegó nuestro turno; entró el féretro de Mary por los carriles, la des-pedimos, y a las dos horas nos llamaron y nos entregaron en una bolsa de plástico, tipo supermercado pero sin propaganda, las cenizas de Mary. Al tomarla, Gius soltó la bolsa, que casi cayó al suelo.

–¡Mary está hirviendo!– me dijo.Tomé la bolsa, y efectivamente estaba recién sacada del horno.Lo tranquilicé a Gius, fuimos a su casa y desde allí combinamos con

un sobrino que era piloto civil, para que tirara al día siguiente las cenizas sobre un prado de El Palomar, donde la pareja se había conocido. Ese era el segundo compromiso que había tomado Gius con su mujer.

A la mañana del día siguiente fuimos al aeropuerto de Don Torcuato. Yo me había llevado un libro pues no me parecía bien estar presente en ese viaje tan íntimo. Estaba ya el sobrino, y partieron con Gius (y Mary). Los esperé sentado en una destartalada confitería junto a una ventana donde el sol calentaba un poquito. Tardaban mucho. Una hora, una hora y media, dos horas…

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Al fin vi aterrizar la avioneta, cuya matrícula había tomado para indivi-dualizarla. Me aproximé y lo vi bajar a Gius llorando, y su cabeza, su traje y sus zapatos como si le hubieran tirado encima una bolsa de harina.

–¿Qué pasó, Gius? Pensé que les había ocurrido algo…–Nos pasó de todo, José. Primero Aeronáutica Civil no permitió que

sobrevolemos El Palomar porque es zona militar. Así que decidí ir para el lado de Escobar, donde tenemos la casita. Y cuando estábamos allí, abrí la ventanilla lateral, el aire embolsó al viento, tiré las cenizas y la cabina se llenó con las cenizas de Mary… No podíamos ni ver ni respirar. Pero algo alcanzó a caer afuera. El resto de Mary lo tengo en el pelo, en el traje y en los zapatos…

Ernesto Arancibia

Era de noche, no demasiado tarde, y estábamos Enrique Dawi, Ricardo Alventosa y yo en el living del departamento de Ernesto en Las Heras, entre Bustamante y Billinghurst, conversando junto con Alexis, la mujer de Ernesto. En un momento, ella entró al cuarto de Ernesto y salió para decirnos: “Ernesto quiere verlos; vayan entrando de a uno”. Nos miramos los tres y entró Enrique. A los dos minutos salió y entró Ricardo. Me daban tiempo para pensar qué diálogo se podía mantener con un moribundo. Me tocó entrar a mí.

Una lamparita en la mesa de luz, atenuada por un pañuelo de gasa, era toda la iluminación del cuarto. Ernesto tenía su cama de una plaza sobre uno de los ángulos del cuarto.

Me senté a su lado en una sillita, le dije buenas noches, me quedé en silencio y luego, para hacer el diálogo más cotidiano, le dije:

–Qué raro, Ernesto…–¿Qué es lo raro, Josecito? –me preguntó.Y yo:–Tantos años que lo conozco y es la primera vez que lo veo con la barba

crecida, sin afeitarse.Hizo un leve gesto con la cabeza como disculpándose. Le tomé la mano

y salí del cuarto.

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En el living seguían sentados en el sillón grande Dawi y Ricardo. Alexis entró a la habitación de Ernesto, tardó un momento en salir, y cuando lo hizo me llevó aparte y me preguntó:

–¿De qué hablaron, José?–Nada importante, Alexis… Generalidades sin importancia.–Qué raro… Porque me pidió los elementos de afeitar. No me atreví a decirle que en mi comentario le había despertado a Er-

nesto una incomodidad. Al minuto, Alexis volvió a entrar al cuarto con una bandeja cubierta con una pequeña toalla blanca. Descontamos que eran los elementos para afeitarse. A los cinco minutos volvió a salir y me dijo:

–José… Ernesto quiere verlo.Entré por segunda vez, y Ernesto me estiró su mano derecha para que

la tome. Cubrió las dos manos con su mano izquierda y me dijo en voz baja, sentenciosamente:

–Todo hay que hacerlo con buen gusto, José.Dejó caer las manos y entornó los ojos.Salí llorando y nos fuimos a tomar un café enfrente, al Caballito Blan-

co. Cuando regresamos a la media hora, Ernesto ya había muerto. Aquella frase pronunciada hace casi medio siglo me acompaña hasta hoy. Ernesto me enseñó que no hay nada que no se pueda hacer con buen gusto, con elegancia. Incluso morir.

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Filmografía de José Martínez Suárez

El crack (Argentina, 81’, 1960)

Guion: José Martínez Suárez, Carlos Alberto Parrilla y Solly (según obra teatral de Solly). Fotografía: Humberto Peruzzi. Banda sonora: Víctor Schlichter. Escenografía: Federico Padilla. Montaje: Antonio Ripoll y Ge-rardo Rinaldi. Intérpretes: Jorge Salcedo, Aída Luz, Domingo Sapelli, Mar-cos Zucker, Carlos Rivas, Fernando Iglesias “Tacholas”, Enrique Kossi, Os-valdo Castro, Claudia Laforgue y José Manuel Moreno. Producción: Alithia Cinematográfica.

Dar la cara (Argentina, 111’, 1962)

Guion: David Viñas y José Martínez Suárez (sobre argumento de David Vi-ñas). Fotografía: Ricardo Younis. Banda sonora: Leandro “Gato” Barbieri. Escenografía: Federico Padilla y Hugo Haberl. Montaje: Antonio Ripoll y Gerardo Rinaldi. Intérpretes: Leonardo Favio, Luis Medina Castro, Pablo Mo-ret, Nuria Torray, Ubaldo Martínez, Daniel de Alvarado, Lautaro Murúa, Gui-llermo Bredeston, Walter Santa Ana, Cacho Espíndola, Dora Baret, Augusto Fernández y Héctor Pellegrini. Producción: Cinematográfica Novus - P.A.N.

Viaje de una noche de verano (Argentina, 105’, 1965)

Dirección: Rubén W. Cavallotti, Rodolfo Kuhn, José Martínez Suárez, René Mugica, Carlos Rinaldi y Fernando Ayala (no acreditado). Guion: Rodolfo M. Taboada. Episodio de José Martínez Suárez: La salamanca. Fotografía: Alberto Etchbehere. Intérpretes: Luis Medina Castro, Atahualpa Yupanqui. Producción: Cruz del Sur. Distribución: L.B. (Landini, Báilez).

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Los chantas (Argentina, 127’, 1975)

Guion: José Martínez Suárez y Augusto Giustozzi (Gius). Fotografía: Hum-berto Peruzzi y Aníbal Di Salvo. Banda sonora: Tito Ribero. Escenografía: Miguel Ángel Lumaldo. Montaje: Alberto Borello. Intérpretes: Norberto Aroldi, Olinda Bozán, Alicia Bruzzo, María Concepción César, Ángel Ma-gaña, Elsa Daniel, Cacho Espíndola, Lautaro Murúa, Héctor Pellegrini, Da-río Vittori, Jorge Salcedo, Tincho Zabala y Oscar Bonavena. Producción: Cinematográfica Victoria. Distribución: Del Plata S. A.

Los muchachos de antes no usaban arsénico (Argentina, 90’, 1976)

Guion: José Martínez Suárez y Augusto Giustozzi (Gius). Fotografía: Mi-guel Rodríguez. Banda sonora: Tito Ribero. Escenografía: Miguel Ángel Lu-maldo. Montaje: Alberto Borello. Intérpretes: Mecha Ortiz, Arturo García Buhr, Narciso Ibáñez Menta, Mario Soffici, Bárbara Mujica. Producción y distribución: Cinematográfica Victoria.

Noches sin lunas ni soles (Argentina, 95’, 1984)

Guion: Rubén Tizziani y José Martínez Suárez (según novela homónima de Rubén Tizziani). Fotografía: Alberto Basail. Banda sonora: Roberto Lar. Escenografía: Carlos T. Dowling. Montaje: Jorge Pappalardo. Intérpretes: Alberto de Mendoza, Luisina Brando, Lautaro Murúa, Arturo Maly, Cacho Espíndola, Boy Olmi, Eva Franco, Guillermo Battaglia, José Maria Gutié-rrez, Diana Ingro y Nelly Tesolín. Producción: Horacio R. Casares S. A. Distribución: Vicente Vigo SRL.

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Bibliografía

Libros

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Page 340: José Martínez Suárez

anexos

343

Entrevistas y reportajes

Bernades, Horacio. “El olor del celuloide”, Página 12, Radar, 20/01/2002. Fernández, Flavia. “Ordenado, prolijo, puntual y coleccionista de búhos”, La Nación, 16/ 04/2005.Guerschuny, Hernán. “Diga, Maestro”, Haciendo Cine, n. 75, octubre de 2008. Oubiña, David y Quintín. “El cine según... Martínez Suárez”, El Amante, mayo de 1992.Llorens, Carlos. “Si puede contarles a sus amigos lo que vio, la película es buena”, Raíces, n. 2, noviembre de 2002. Martin, Jorge Abel. “Volver a una pasión que nunca se apagó”, Tiempo Ar-

gentino, 01/02/1984. Martin, Jorge Abel. “El director de Dar la cara echa una mirada sobre su carrera”, Tiempo Argentino, 09/01/1984. Peña, Fernando Martín; Wolf, Sergio. “Dossier José A. Martínez Suárez, el memorioso”, Film, n. 19, abril-mayo de 1996.Saidon, Gabriela. “Creo en la obra”, Clarín, 08/10/2002. Wolf, Sergio. “Entrevista. David Viñas y José Martínez Suárez”, Film, n. 13, abril-mayo de 1995.

Artículos y ensayos

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Wolf, Sergio (comp.). Cine argentino: la otra historia, Buenos Aires, Letra Buena, 1992. España, Claudio. “El modelo institucional. Formas de representación en la edad de oro”, en España, Claudio (comp.). Cine argentino. Industria y clasi-

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ANEXOS.indd 343 28/10/14 23:31

Page 341: José Martínez Suárez

fotogramas de la memoria

344

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Page 342: José Martínez Suárez

345

Aballay 295

Abuso de confianza 64

Achugar, Walter 155

Adams, Jethro 126

Aguas bajan turbias, Las 72

Aleandro, Norma 250-251

Alfaro, Emilio 78

Alfonsina 100-102, 126

Alias Gardelito 154

Alippi, Elías 66

Almafuerte 238

Alsina Thevenet, Homero 115, 319

Altos Hornos Zapla 122, 124-125

Álvarez, Jorge 315, 317

Alvear, Marcelo Torcuato de 194

Alventosa, Ricardo 116, 159, 193

Amadori, Luis César 77, 96, 100

Amezua, Santiago Abel 129

Amici miei 210

Ángel desnudo, El 66

Anghileri, Moro 295

Antín, Manuel 147, 152, 153, 157, 286

Antonioni, Michelangelo 118-119, 152

Apenas un delincuente 150, 216, 276, 277

Apold, Raúl Alejandro 290

Arancibia, Ernesto 109-110, 151, 338-339

Arata, Luis 275

Ardiaca, Juan 25, 30, 44

Areso, Pepe 19

Argentina de fiesta 122

Argibay, Alberto 283

Arias, Bernardo 51, 55, 58, 68, 69, 110, 122

Aristarain, Adolfo 179

Aristizabal, Jesús 20

Aroldi, Norberto 207, 212, 213, 215, 216, 245

Arsénico y encaje antiguo 225

Arteaga, Carlita 39

Asenjo, Facio 19, 30, 35, 36, 39

Así es la vida 66, 73

Asturias, Miguel Ángel 155, 238

Ayala, Fernando 103, 186, 284

Ayer fue primavera 103

Azaña, Manuel 24

Bailez, Héctor 201, 207, 218, 222, 224-225,

230, 232, 244-245, 285

Barbieri, Leandro “Gato” 180

Bardem, Juan Antonio 284, 286

Barrio gris 140

Barton Fink 107

Battaglia, Guillermo 85, 99

Bautista, Julián 90

Becher, Ricardo 116, 152

Benedetti, Mario 281

Benenzon, Gisela 107

Benetti, Adriana 71-72

Benigno, Mario 241

Ber Ciani, Antonio 65, 71

Berend, Juan 283-284

Beresford, Bruce 321

Bergman, Ingmar 183

Berrondo, Máximo 170

Bestia humana, La 94-95

Bianchi, Humberto 17, 30-31, 34, 35, 37, 38,

39

Bianchi, Soia 31

Bianchi, Soio 30, 31, 34, 35, 36

Bielinsky, Fabián 210-211

Bigelow, Kathryn 322

Bioy Casares, Adolfo 276

Biral, Thelma 239, 295

Birri, Fernando 116, 149, 151, 179, 281, 287,

299, 307

Blanco, Eduardo 295

Bobeda, Carlos 299

Índice onomástico

indice onomastico.indd 345 28/10/14 23:50

Page 343: José Martínez Suárez

346

Bogart, Humphrey 37

Bonavena, Ringo 209

Boquitas pintadas 229

Borau, José Luis 321

Bordabehere, Enzo 171

Bordenabe, Coca 74

Borello, Alberto 183, 185, 190-191, 205, 231,

243, 245

Borges, Jorge Luis 159, 174, 209, 223, 265,

276, 286, 319, 333-335

Borrás, Eduardo 44, 201, 204, 243

Bortnik, Aída 219, 281

Bozán, Olinda 212, 215

Brando, Luisina 250, 264, 269, 274, 293

Bravura, Jean de 80

Bredeston, Guillermo 173

Buena vida delivery 295

Buenos Aires 195

Buenos días, Buenos Aires 287

Caballito criollo 103

Caballo del pueblo, El 209

Cadícamo, Enrique 276

Callas, María 313

Calvo Sotelo, José 24

Camarda, Jorge 305

Campanella, Delfor 309-310

Campanella, Juan José 285, 309-310

Cámpora, Héctor José 236

Camusso, Adelqui 179

Cañonero de giles, El 136

Cantaluppi, Horacio 110

Cantinflas 80

Capra, Frank 225

Carnaval de antaño 79

Carril, Hugo del 72, 77, 94, 96

Casa de los cuervos, La 56-57

Casares, Horacio 201, 263, 265, 272

Castaño, Hilario 60

Castiñeiras, Pedro Francisco 123

Castro, Fidel 166

Castro, Osvaldo 129, 137, 142, 144, 146

Cavalli, Julio 133

Cavallotti, Rubén 87, 152, 153, 159-160, 186

Cerretani, Arturo 72

César, María Concepción 212, 213, 215, 293

Chantas, Los 48, 158, 180, 197, 201, 205-218,

224, 232, 245, 292, 293

Chaplin, Charles 107

Chávez, Julio 295

Chesterton, G. K. 222-223

Chiquita (Mirtha Legrand) 27, 49, 56, 65, 71,

96, 110, 191, 265

Christensen, Carlos Hugo 64-69, 75, 77, 78,

80, 276, 277

Cinco locos en la pista 78

Cinema Paradiso 35

Ciudadano, El 60, 82, 116, 119-121, 307, 308

Closas, Alberto 96, 284

Coen, hermanos 107

Colomer, Elina 70

Complejo de Felipe, El 70, 71

Conciencias muertas 38

Connio Santini, Alex 331

Connio Santini, Carlos 331, 332-333

Conord, Ricardo 80

Contorsionista, El 310

Contursi, José María 276

Contursi, Pascual 87

Córdoba, Irma 275

Correa, Miguel Ángel 281

Cortazzo, Ariel 111

Cosentino, Vicente 126

Cossa, Roberto “Tito” 288

Costantini, Humberto 282, 283, 287

Cottella, hermanos 60

Cozarinsky, Edgardo 295

Crack, El 122, 129-146, 163, 164, 169, 175,

180, 200, 201, 208, 211, 278, 292

Crónicas de un niño solo 288

Cuando en el cielo pasen lista 238

indice onomastico.indd 346 28/10/14 23:50

Page 344: José Martínez Suárez

347

Cuatro pasos por las nubes 72

Cunill, Antonio “Tito” 149, 183, 185, 284

Cutini, Jorge 183-184

Daniel, Elsa 158, 210, 212, 213, 215

Dar la cara 99, 135, 154, 161-180, 183

Dawi, Enrique 116, 149, 159

De Gaulle, Charles 80

De Niro, Robert 320, 321

Demare, Lucas 87-89, 96, 100, 105, 151, 160,

193, 217

Denevi, Rodolfo 228

Desconocidos de siempre, Los 210

Deshonra 89

Di Núbila, Domingo 152-153, 156

Di Salvo, Aníbal 215

Diament, Mario 286

Díaz Sánchez, Ramón 284

Docampo Feijóo, Beda 302

Donde comienzan los pantanos 72

Dos amigos y un amor 88

Dos pilletes, Los 35

Douglas, Kirk 143

Droguett, Carlos 160, 197

Duarte, Eva 70

Duarte, Juan 70

Ducci Claro, Carlos 190-191

Durañona, Álvaro 87

Educando a Arizona 107

Eguiguren, Sergio 198

Eisenstein, Sergei 114

Ejberowicz, Fernando 305

Eloy 160, 181, 196-197

Embrujo 57

En el balcón vacío 155

Escalada, Roberto 295

Escobar, Julio A. 236

Escuela de campeones 136

Espíndola, Cacho 209, 253, 270, 271, 292

Esta noche graban Los Dixielanders 126

Estrada, Carlos 283

Etchebehere, Alberto 295

Exilio de Gardel (Tangos), El 289, 304

Expósito, hermanos 276

extraño caso de la mujer asesinada, El 159

Faena 160

Favio, Leonardo 77, 137, 167, 169, 179, 288,

293

Feldman, Simón 149, 156, 157

Fellini, Federico 117, 119, 137, 183

Fernández, Enrique 31

Fernández Unsáin, José María 100

Fernández, Severo 75, 77

Ferreyra, Bernabé 136

Ferreyra, José Agustín 71

Fesser, Javier 321

Flynn, Errol 313

Ford, John 310

Franco, Eva 271, 293

Franco, General 284

Fregonese, Hugo 150, 216, 276, 277

Frondizi, Arturo 140, 165, 166

Fuera de la ley 275-276

Gallina, Mario 69

Galvé, Elisa 283

Gálvez, Manuel 26

Gandolfi Herrero, Arístides 26

Garavano, Omar 34

Garbo, Greta 114

García Ascott, Jomi 155

García Berlanga, Luis 319

García Buhr, Arturo 66, 75, 235, 240

García Garabal, Francisco 32

García Márquez, Gabriel 155

García, hermanos 60

Gardel, Carlos 36, 209

Garrido, Javier 297

Garrino, Hans 302

Gendarme desconocido, El 93

Giménez, Susana 202

Girotti, Massimo 94

indice onomastico.indd 347 28/10/14 23:50

Page 345: José Martínez Suárez

348

Giudici, Pascual 67

Giustozzi (Gius), Augusto 201-203, 207-208,

210, 213, 224, 227, 228, 237, 240, 243, 244,

251, 256, 335-338

Gleyzer, Raymundo 116, 252, 255, 257

Gola, José 275

Gómez, Tito 63, 65

González Paz, Aníbal 80

Grande, Rodrigo 290-291

Grasso, Ibarra 238

Greenstreet, Sydney 96

Guerra gaucha, La 88, 105

Guerrico, César José (Doctor Guerrico, Pepe

Guerrico) 61-62, 73, 79, 80, 81, 174, 209

Guido, Beatriz 98

Guthman, hermanos 80

Gutiérrez, José María 271

Guzmán, Gloria 96

Halcón maltés, El 96, 263

Hall, James Norman 25

Hardy, Boris 159

Hawks, Howard 223

Herencia, La 159

Hermida, Sebastián 275

Herrero, Antonia 92

Herrero, Pepe 55, 60, 65, 67, 81

Hidalgo, Juanita 212

Hijo del crack, El 136

Hincha, El 136

Historias en dos ciudades 47

Hombre de la esquina rosada 159

Hombre solo no vale nada, Un 58, 64, 82

Hoover, J. Edgar 38

Howard, Leslie 164

Hugh Munro, Héctor (Saki) 223

Huracán 47

Huston, John 263, 310

Ibáñez del Campo, General 122

Ibáñez Menta, Narciso 201, 224, 236, 238, 293

Ibsen, Henrik 153

Iglesias, Pepe 88

Illia, Arturo 194, 255

Ingro, Diana 271

Inundados, Los 281

Ivanovich Gurdjieff, George 323

Jauregui, Enrique 41-42

Jiménez, Wilfredo 63

José, Peter 94

Jóvenes viejos, Los 158

Juárez, Enrique 116, 247, 252, 253, 255, 257

Juárez, Nemesio 255

Kantor, Oscar 155, 179

Karloff, Boris 223

Kaulen, Patricio 196

Kehoe Wilson, Ernesto 163, 180

Klimovsky, León 114, 115

Kodama, María 286

Kohon, David José 116, 149, 151, 152, 157, 195,

201, 263

Kordon, Bernardo 283

Kossakovsky, Victor 321

Kuhn, Rodolfo 116, 149, 152, 158, 186, 193

Lacroze, Juan Pablo 277

Ladrones de bicicletas 118

Land, Kurt 65, 100-101

Langlois, Henri 115

Lantschner, Guzzi 127

Largo Caballero, Francisco 24

Lean, David 319

Lee Jones, Tommy 321

Legrand, Mirtha 27, 59, 146, 260

Legrand, Silvia 39, 47, 59

Liborio, Juan 33-34

Llonch, Antonio 218

Lo que el viento se llevó 47

Lofiego, Julio 80

López Lagar, Pedro 236, 240

Loren, Sophia 320

Lovera, Nené 274

Luar, Raúl 93, 308

indice onomastico.indd 348 28/10/14 23:50

Page 346: José Martínez Suárez

349

Lugones, Mario 60, 63, 64

Lumaldo, Miguel Ángel 87

Luppi, Federico 249, 250, 288

Luque, Virginia 63

Lusiardo, Tito 77

Luz, Aída 91, 137, 146

Lynch, Ana María 94

Maciel Crespo, Néstor 79

Madame Bovary 233

Magaña, Ángel 146, 209

Maggi, Diana 87

Mago de Oz, El 47

Maly, Arturo 271

Manrique, Francisco 111

Maratea, Pedro 87, 275

Márbiz, Julio 89, 314

Mariani, Alberto 29, 31, 32, 34, 35, 212

Marshall, Niní 77

Martel, Lucrecia 302

Martes, orquídeas, Los 49, 56, 71, 111

Martín pescador 65, 71, 72

Martínez Fernández, José 19

Martínez, José A. 103-104

Martínez, Leandro 302

Martínez, Ramón 110

Martínez Suárez, María Fernanda 255, 257-

260

Martínez, Tomás Eloy 156

Martínez, Ubaldo 169, 249-250, 283, 293,

340

Martini, Juan Carlos 199

Martinoli, Lida 48

Martucci, Víctor 143

Mary, La 201-203

Marzialetti, Pedro 67, 80, 93, 329

Marzio, Duilio 117

Massera, Almirante 258-259

Mastroianni, Marcello 120

Maupassant, Guy de 153, 223

Medianeras 295, 302, 311

Medina Castro, Luis 165, 167, 170, 173, 174,

283, 340

Meilij, Eduardo 290

Melli, Nelo 60, 67, 77

Melville, Jean-Pierre 319

Membrives, Lola 330

Mendoza, Alberto de 91, 264, 341

Merello, Tita 91, 264, 341

Merkin, Alfredo 134

Metrópolis 319

México, la revolución congelada 255

Mi noche triste 87, 89, 217

Micciché, Lino 119, 154

Mifune, Toshiro 313

Míguez, Juan José 73, 75

Miguitas en la cama 64

Miller’s Crossing 107

Mogni, Juan C. 17, 34, 35

Mola, General 24

Momplet, Antonio 93

Monforte, Miguel 319

Monicelli, Mario 117, 210, 313

Monzón, Carlos 202

Mordasini, Carlos 133

Moreno, José Manuel 137, 143, 340

Moreno, Zully 330

Moret, Pablo 15, 161, 167, 173, 175, 224, 340

Muchachos de antes no usaban arsénico, Los 159,

177, 180, 188, 201, 204, 219-246, 249, 266,

276, 292, 295, 341

Muchachos de antes no usaban gomina, Los 225

Muerte camina en la lluvia, La 66, 277

Muerte de un ciclista 284

Mugica, Francisco 64, 330-331

Mugica, René 149, 152, 153, 159, 186, 340,

344

Muiño, Enrique 66, 330

Mujica, Bárbara 204, 230, 239, 240, 293,

295, 341

Murieron con las botas puestas 47

indice onomastico.indd 349 28/10/14 23:50

Page 347: José Martínez Suárez

350

Murray, Guillermo 99

Murúa, Lautaro 137, 149, 154, 158, 179, 195,

210, 264, 293, 340

Nalé Roxlo, Conrado 296

Navarro, Fanny 90, 91

Neveleff, Julio 319

Noches sin lunas ni soles 158, 201, 210, 213,

261-278, 292, 296, 341

Nordhoff, Charles 25

Nueve reinas 210-211

Obsesión 95

Ochagavía, Carlos 126

Ocho y medio 9, 119-120, 137

Olarra, José 63

Oliva, Juan 299

Olivera, Héctor 277

Olivier, Aída 75

Olmi, Boy 270, 271, 292, 341

Olmos, Sabina 66, 146, 330

Olympia 38, 127

Onganía, Juan Carlos 194

Orgambide, Carlos 179

Oroz, Alfredo 284

Ortiz, Mecha 91, 146, 188, 231, 232, 233, 240,

293, 330, 341

Oubiña, David 10, 81, 274, 297, 304

Ouspensky, Piotr Demiánovich 323

Owens, Jesse 127

Oyarzábal, Peke 44, 60, 67, 81, 329-330

Pacecca, María Inés 297

Padilla, Federico 179

Padilla, José 236, 340

Pappier, Ralph 103-105, 136

Pardo, Rolando 302

Paredes, Fausto 73-74

Parravicini, Florencio 77

Parrilla, Alberto 87, 95, 100, 109, 110, 122,

123, 124, 126, 127, 129, 134, 135, 140, 144, 171,

172, 178, 179, 185, 190, 201, 216, 217, 271,

272, 283, 287, 288, 291, 300, 340

Pasolini, Pier Paolo 313

Pecado por mes, Un 64, 93

Pelich, Juan 134

Pellegrini, Héctor 212, 340, 341

Pelota de trapo 136

Peña, Fernando Martín 115, 214, 278

Pequeña señora de Pérez, La 65, 66

Pereda, José María de 21

Pérez de Ayala, Ramón 284

Pérez, Miguel 279

Permiso para pensar 290

Perón, Juan Domingo 90, 91, 94, 112, 122,

179, 256, 301

Persello, Nino 58

Perutz, Leo 142, 215, 295, 340, 341

Peruzzi, Humberto 142, 215, 295, 340, 341

Pesara, Manuel 299

Petersen, Jack 96

Petrone, Francisco 237

Pettinato, Roberto 91

Petty, Héctor 197, 199

Pezzutti, Gastón 131

Pezzutti, Ricardo 121, 131

Pickford, Mary 313

Pigmalión 164

Pimentel, José Arturo 44, 55, 60, 65, 67, 81

Pobres habrá siempre 94

Poe, Edgar Allan 153

Poliak, Ana 302

Pondal Ríos, Sixto 111

Porter, Julio 65

Prats, Jorge 92

Prjal, Franz 70, 81

Procesado 1040 160

Proserpio, Nicolás 90, 245

Protegido, El 65, 98, 99

Pujol, Carlos 184, 185, 290

¡Qué bello es vivir! 309

Quintín 81, 274

Raft, George 37

indice onomastico.indd 350 28/10/14 23:50

Page 348: José Martínez Suárez

351

Reali, Enzo 31

Reján, Gustavo 305

Renán, Ernest 60

Renán, Sergio 281, 283

Ribero, Tito 48, 229, 230, 341

Riefenstahl, Leni 39, 127

Riganelli, Juan 218

Rigaud, George 91, 295

Rinaldi, Carlos 105, 186, 340

Rinaldi, Gerardo 332, 340

Ríos, Humberto 160, 181, 196

Ríos, Waldo de los 229

Ripoll, Antonio 177, 183, 185, 197, 245, 300,

340

Rivière, Rolando 156

Robinson, Edward G. 37

Robson, Mark 143

Rodríguez, Armando 109

Rodríguez, Guillermo 42

Rodríguez, Miguel 233, 295, 341

Roland (Rolando Fustiñana) 56, 60, 113, 115,

156

Romance del Aniceto y la Francisca, El 288, 289

Romero, Manuel 64, 65, 73-78, 136, 209,

225, 275-276, 328

Romero, Norberto 327

Rosarigasinos 265, 288-291

Rosas, Juan Manuel de 26

Rosen, Rosa 91, 99

Rossellini, Roberto 117

Rota, Nino 119

Ruanova, Alfredo 100

Rubinstein, Esteban 297

Sábato, Ernesto 260

Sábato, Mario 247

Sadoul, Georges 115

Safo - Historia de una pasión 66, 233

Salcedo, Jorge 87, 129, 137, 142-143, 146, 210,

293, 340, 341

Sales, Roberto 23, 28, 34, 39

Salgado, Antonio 115

Sammaritano, Salvador 113, 115, 119

Sandrini, Luis 77, 110, 146, 330

Sanjurjo, José 24

Sapelli, Domingo 137, 340

Saslavsky, Luis 138, 276

Scarface 223

Schlieper, Carlos 56, 77, 233

Schoo, Ernesto 156

Scott Fitzgerald, F. 255

Se rematan ilusiones 60, 63

Secreto de sus ojos, El 132

Seguir andando 179

Señora de Pérez se divorcia, La 65, 66

Serrano, Enrique 66, 72-73, 77, 293

Shaw, George Bernard 164

Shunko 154, 195

Si muero antes de despertar 277

Si yo fuera rica 56

Sica, Vittorio De 117

Sierra, Gilberto 109

Singerman, Paulina 77

Soffici, Mario 77, 89, 96, 100, 151, 231, 239,

240, 241, 243, 341

Solá, Miguel Ángel 295

Solanas, Fernando “Pino” 179, 289

Sontag, Tito 68

Soto, Antonio 131

Souto, Ignacio 197, 214, 215

Speer, Albert 127

Spiner, Fernando 295

Stanzani, Paquito 328

Stivel, David 239, 249

Storni, Alfonsina 100-101

Suárez, Antonio 19

Suárez, Rosa 19, 47

Suetonio Tranquilo, Cayo 75

Sunset Boulevard 233

Susini, Enrique 57

Swanson, Gloria 233

indice onomastico.indd 351 28/10/14 23:50

Page 349: José Martínez Suárez

352

Taboada, Rodolfo M. 185, 186, 188, 189, 340

Tacos altos 283

Tarantini, Alberto 109, 123, 168, 173, 288

Taretto, Gustavo 311, 313

The Hurt Locker 322

Thorry, Juan Carlos 65, 70-71, 88, 209, 330

Tiempo, César 65, 72

Tinayre, Daniel 65, 77, 85, 89-97, 100, 105,

111, 151, 171-172, 191, 201-202, 216, 217, 263,

276, 277, 281

Tizziani, Rubén 213, 261, 263, 265, 267, 284,

341

Tolstoi, Leon 117

Tombollini, Tino 35, 36

Torre Nilsson, Leopoldo 65, 98-100, 111, 158,

165

Torre, Lisandro de la 171

Torres Ríos, Carlos 100

Torres Ríos, Leopoldo 99, 136

Traidores, Los 256

Trampa, La 66, 277

Traverso, Alfredo 60, 67, 74, 76, 80, 81

tregua, La 296

Tren internacional 96

Tres mosqueteros, Los 93

Triunfador, El 143

Tsópelas, Jorge 305

Twain, Mark 26

Último tango en París, El 180

Últimos dias de la víctima 284-285

Uriburu, General José Félix 61

Urquijo, Myriam de 91

Valentina 73, 75-76, 276

Vaner, María 78, 137, 174

Vasallo, Francisco 179

Vatteone, Augusto César 65, 78

Vena, Tito 115, 119

Vera, Juan 302

Viaje de una noche de verano 185-190, 195,

201, 212, 340

Viejo barrio 50

Viérgol, Antonio 236

Viñas, David 99, 163-165, 176, 178, 201, 340

Visconti, Luchino 95, 117

Welles, Orson 9, 107, 120, 310

Wellman, William 38

Wilder, Billy 107, 233

Wolf, Sergio 145, 214

Younis, Ricardo 295, 340

Yrigoyen, Hipólito 61

Yupanqui, Atahualpa 189, 340

Zabala, Tincho 209, 213, 341

Zanzi 62

Zarlenga, Carlos Alberto 167, 168

Zavalía, Ángel 110

Zavattini, Cesare 313

Zola, Emile 153

Zubarry, Olga 66, 73, 109, 110

Zucker, Marcos 129, 144, 146, 340

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Page 350: José Martínez Suárez

José Martínez Suárez, 1927

José Martínez Suárez, sus hermanas y Rosa Suárez de Martínez

José Martínez Suárez y sus hermanas, en Villa Cañás

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Page 351: José Martínez Suárez

María Rosa Martínez Suárez, María Aurelia

Martínez Suárez, Rosa Suárez de Martínez,

José Martínez Fernández y José Martínez Suárez

en La Copelina, Provincia de Buenos Aires,

18/01/1935

José Martínez Suárez y sus hermanas en Mar del Plata (1935-1936)

De Izquierda a derecha: José Martínez Suárez,

Roberto Sales y Bonifacio Asenjo, frente a la

terminal de tren, en Villa Cañás, 1979

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Page 352: José Martínez Suárez

Primera filmación solo de José Martínez Suárez (el director Ma-rio Lugones estaba enfermo ese día) en Un pecado por mes. Con

gorra, Gonzalo “Chino” Palome-ro, el utilero Juan Coscarelli (de

espaldas), José Martínez Suárez (perfil), Alberto Scarinci (con la

pizarra), Sebastián Broggini (ex-trema derecha). En la plazoleta

de Libertad y Av. Alvear

José Martínez Suárez (primero desde la izquierda) y el equipo de Miguitas en la cama, en los estudios Lumiton

Equipo Lumiton de fútbol. José Martínez Suárez (quinto desde la izquierda), Pascual Giúdici, Eduardo Castaño, Miguel Barrionuevo, J. M. González, NorrickAbajo: Carlos Mordasini, Hilario Castaño, Zanz, Lorenzo Cotella

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Page 353: José Martínez Suárez

De izquierda a derecha: José Martínez Suárez, Carlos Alberto Parrilla, Orlando Viloni (maquillador). Vía del ferrocarril transandino, filmación de Tren internacional, enero de 1954

Mario Roque Benigno (primero a la izquierda), Leopoldo Torre Nilsson (anteojos oscuros) y José Martínez Suárez.

Filmación de El protegido, febrero de 1956

Filmación de Tren internacional, 1954. De pie: José Martínez Suárez,

Domingo Sierra, Alberto Quiles (con sombrero), Hedy Crilla, Mirtha Legrand, Alberto Closas, Alejo Ulla,

Florindo Ferrario (de sombrero), Virginia Romay, Julio Errazti, Pedro

Decio (el último). Abajo: Joaquín Petrosino, Martín Lujan, Foquita.

El resto es personal técnico chileno relativo a la coproducción.

Las Cuevas, Mendoza.

José Martínez Suárez (izquierda) en la filmación de Tren internacional, Playa Quinteros, Chile, 1954

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Page 354: José Martínez Suárez

De izquierda a derecha: Osvaldo Castro, José

Martínez Suárez, Claudia Laforgue y Jorge Prato (en la cámara). Filmación de El crack en la Isla Maciel.

De izquierda a derecha: Ricardo Capizzi, Osvaldo Castro, Carlos Rivas, Mirko Alvarez, Pacheco Fernández. Filmación de El crack, en la Isla Maciel.

J. Prat (sobre la cámara), Raúl Filippelli (junto a la

cámara). A su derecha Omar Grauch (ayu-

dante), trás él, Antonio Salcedo. Antonio Carlos Rivas y Ricardo Capizzi. Abajo, en primer plano

Juana C. de Aguiar y José Martínez Suárez (de

espaldas). Primer día de filmación de El crack en

Parque Saavedra.

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Page 355: José Martínez Suárez

Fernando Iglesias y Aída Luz en El crack

Fotogramas de El crack

José Martínez Suárez, (tras la camara). Abajo se asoma Antonio Vecchione (cameraman 2, con la mano sobre el trípode), Humberto

Peruzzi (de anteojos), Pablo Duñá (asistente personal de MS). Abajo, sentada de espaldas, Nelly Haviera y Arturo García de la Vega

(ayudante de escenografia), con la remera negra. Filmación en la cancha de San Lorenzo de Almagro.

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Page 356: José Martínez Suárez

María Vaner (al centro), Daniel de Alvarado (al fondo)

Guillermo Bredeston y Luis Medina Castroen Dar la cara

Ubaldo Martínez, Dora Baret (al fondo)

y Leonardo Favioen Dar la cara

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Page 357: José Martínez Suárez

Lalo Gomez, Ignacio Souto (con la cámara) y José Martínez Suárez, 19/07/1964

Nuria Torray y Pablo Moret

José Martínez Suárez, penúltimo a la derecha. Segundo a la izquierda, en sillón ortopédico, Alberto Etchebehere (iluminador), en su último trabajo para el cine argentino. A su izquierda, con poncho os-curo, Atahualpa Yupanqui. A la derecha, de blanco y con las manos tomadas adelante, Luis Medina Castro. Tras la cámara, el camarógrafo Carlos Pujol. Julio Doyenart (eléctrico), primero a la derecha.

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Page 358: José Martínez Suárez

De izquierda a derecha: Cacho Espíndola, Tincho

Zabala, Hector Pellegrini y Norberto Aroldi

en Los chantas

Norberto Aroldi y María Concepción César en Los chantas

De izquierda a derecha: Cacho Espíndola (de espaldas),

Ángel Magaña, Norberto Aroldi (de pie), Darío Víttori, Tincho Zabala

(de pie) y Hector Pellegrini en Los chantas

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Page 359: José Martínez Suárez

Jorge Salcedo, Norberto Aroldi y Alicia Bruzzo en Los chantas

De izquierda a derecha: Héctor Pellegrini, Ángel

Magaña, Tincho Zabala y Cacho Espíndola

en Los chantas

Olinda Bozán y Ángel Magaña en Los chantas

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Page 360: José Martínez Suárez

Bárbara Mujica, Mario Soffici y Arturo García Buhr en

Los muchachos de antes no usaban arsénico

Mecha Ortiz y Bárbara Mujicaen Los muchachos de antes...

Narciso Ibáñez Menta en Los muchachos de antes...

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Page 361: José Martínez Suárez

De izquierda a derecha:Mario Soffici, Bárbara Mujica (de espaldas), Narciso Ibáñez Menta, Arturo García Buhr y Mecha Ortiz en Los muchachos de antes...

Luisina Brando y Alberto de Mendoza. José Martínez Suárez en la cámara. Filmación de Noches sin lunas ni soles.

Luisina Brando y Alberto de Mendoza en Noches sin lunas ni soles

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Page 362: José Martínez Suárez

De izquierda a derecha: Horacio Casares, Alberto de Mendoza, José Martínez Suárez y Horacio Turner. Bastidores de la filmación de la secuencia de la fuga de la pick-up.

De izquierda a derecha: Arturo Maly, Alberto de Mendoza, Hilario Castaño, Fernando Castets, Eduardo Blanco y José Martínez Suárez. Bastidores de la filmación de Noches sin lunas ni soles.

Bastidores de la filmación de Noches sin lunas ni soles

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Page 363: José Martínez Suárez

José Martínez Suárez en el escritorio de su departamento, lugar de los encuentros del Taller MS

José Martínez Suárez en el escenario del Teatro

Auditorium, Festival de Cine de Mar del Plata

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Page 364: José Martínez Suárez

José Martínez Suárez en su escritorio

José Martínez Suárez es homenajeado por su trayectoria

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Page 365: José Martínez Suárez

Protesta por la liberación de la cárcel del realizador iraní Jafar Panahi. Festival de Cine de Mar del Plata, 2011.

Juan José Campanella realizó la “charla con maestros”, en la 270 edición del Festival de Mar del Plata, 2012

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Page 366: José Martínez Suárez