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JOSE MARÍA VERGARA Y VERGARA A toda prisa va desapareciendo ya de nuestra sociedad el tipo de aquellas antiguas familias en el seno de las cuales se fortnaron mu- chos de los proceres de nuestra Independencia que salieron de impro- viso a los azares de la vida pública, sin preparación anterior, y que sin embargo ¡supieron legislar con acierto en los congresos, dirigir campañas y batallas corno expertos capitanes y morir como héroes en los patíbulos. La educación colonial, que parecía buena a lo más para formar comerciantes al menudeo, rutineros agricultores, aboga- dos y sacerdotes, produjo como por ensalmo, en el momento oportuno, generales como Nariño, sabios como Caldas, héroes como Ricaurte, tribunos como Acevedo. No es difícil la explicación de este interesante fenómeno: las antiguas y nobles familias del Nuevo Reino eran ante todo y sobre todo cristianas; y por tanto las virtudes severas y los grandes afectos se cultivaban por ellas con particular esmero. Quizá se descuidaba un tanto entonces el adorno de la inteli- gencia; pero en cambio se miraba mucho a la formación del carácter. Hacíase poco aprecio de las fórmulas de fingida cortesanía que prihan ' en los salones de hoy; pero se tenían en alta estima los sentimientos caballerescos y la benevolencia y mutuo respeto en el comercio social, que son las fuentes de la buena y genuina civilidad. No se enseñaba V a dudar y a discutir, sino a creer y a esperar. Buscábase poco el regalo de los sentidos; pero se aprendía por principios el arte de sufrir. Así se educaron nuestros abuelos; y con decir esto, queda explicado el porqué de lo que hicieron, puesto que no salen héroes los que saben mucho, sino los que aman mucho; no los cortesanos elegantes, sino los ciudadanos austeros; no los que dudan, sino los que creen; no los afeminados y sibaritas, sino los abnegados y sufridos. Aquellas de las antiguas familias coloniales que gozaban de bienes de fortuna, no vivían devoradas por la fiebre de la especulación, que ahuyenta la tranquilidad y hace casi imposibles los sencillos goces

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JOSE MARÍA VERGARA Y VERGARA

A toda prisa va desapareciendo ya de nuestra sociedad el tipo de aquellas antiguas familias en el seno de las cuales se fortnaron mu­chos de los proceres de nuestra Independencia que salieron de impro­viso a los azares de la vida pública, sin preparación anterior, y que sin embargo ¡supieron legislar con acierto en los congresos, dirigir campañas y batallas corno expertos capitanes y morir como héroes en los patíbulos. La educación colonial, que parecía buena a lo más para formar comerciantes al menudeo, rutineros agricultores, aboga­dos y sacerdotes, produjo como por ensalmo, en el momento oportuno, generales como Nariño, sabios como Caldas, héroes como Ricaurte, tribunos como Acevedo.

No es difícil la explicación de este interesante fenómeno: las antiguas y nobles familias del Nuevo Reino eran ante todo y sobre todo cristianas; y por tanto las virtudes severas y los grandes afectos se cultivaban por ellas con particular esmero.

Quizá se descuidaba un tanto entonces el adorno de la inteli­gencia; pero en cambio se miraba mucho a la formación del carácter. Hacíase poco aprecio de las fórmulas de fingida cortesanía que prihan '• en los salones de hoy; pero se tenían en alta estima los sentimientos caballerescos y la benevolencia y mutuo respeto en el comercio social, que son las fuentes de la buena y genuina civilidad. No se enseñaba V a dudar y a discutir, sino a creer y a esperar. Buscábase poco el regalo de los sentidos; pero se aprendía por principios el arte de sufrir. Así se educaron nuestros abuelos; y con decir esto, queda explicado el porqué de lo que hicieron, puesto que no salen héroes los que saben mucho, sino los que aman mucho; no los cortesanos elegantes, sino los ciudadanos austeros; no los que dudan, sino los que creen; no los afeminados y sibaritas, sino los abnegados y sufridos.

Aquellas de las antiguas familias coloniales que gozaban de bienes de fortuna, no vivían devoradas por la fiebre de la especulación, que ahuyenta la tranquilidad y hace casi imposibles los sencillos goces

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del hogar; y las de corto patrimonio no pretendían alzarse a niayores, sino que se resignaban a su condición. Las unas, por ricas que fuesen, vivían con modestia y economía, y el sobrante de sus rentas ni lo depo­sitaban en los bancos, que no se conocían, ni lo daban a usura: dis­tribuíanlo entre los pobres, y al tiembo de hacer el testamento, des­tinaban buena parte de sus bienes a los hospitales, hospicios, colegios, conventos y obras pías de diferentes especies, de los cuales han venido a ser herederos los filántropos modernos. Las de limpio y antiguo abolengo, guardaban con religioso respeto los pergaminos y las hon­rosas tradiciones de los abuelos; pero llanas y comedidas en su trato, a nadie menospreciaban por pobre, cual lo hacen hoy con frecuencia los parvenus de la nobleza monetaria. La tranquilidad de la concien­cia les permitía a toda hora aparecer joviales y expansivos, y sin recurrir a locas y ostentosas vanidades, ss divertían y solazaban a más y 7nejor. No tisaban en sus muebles adornos dorados y relumbrones; pero los anaqueles y arcas de cedro se veían atestados de vajillas de maciza y legítima plata labrada, las trojes estaban siempre bien pro­vistas, y el día en que se trataba de celebrar alguna fiesta religiosa o el natalicio de uno de los miembros de la familia, o de obsequiar a algún huésped, no faltaba nunca tampoco en la bodega alguna bote­lla, cubierta de polvo y de telarañas, de superior vino añejo. Reza­ban mucho, eran fieles en sus amistades, reverenciaban al rey y a sus representantes en la colonia; y en los ratos de ocio, especialmente por la noche, congregada la familia, mientras la buena mujer tomaba los puntos a las medias, se jugaba al tute y al fusilico, o el padre leía en alta voz algún libro piadoso, alternándolo a las veces con pasajes escogidos del Quijote. Adornaban las paredes de la sala en aquellas casas los retratos al óleo de los antepasados; y así podía siempre el padre, sentando al infante sobre las rodillas, decirle enseñándole los lienzos con el dedo: "Aquél, tu bisabuelo, fue un leal soldado de la patria, por la cual derramó su sangre en más de una ocasión; el siguiente, tu abuelo, un abogado distinguido que defendió siempre la justicia y el derecho; el de más allá, tu tío, un santo y docto reli­gioso. Tú eres, hijo, el heredero de esas glorias y de esos nombres; hazte digno de \ellos para que tus hijos no tengan que avergonzarse de ti." De este ?nodo se enlazaban unas con otras las generaciones; asi era como las nobles tradiciones se perpetuaban en una familia, y como el nuex'o retoño de un árbol lozano recibía en sí toda aquella

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savia de honor y de virtudes poderosa a inspirar las grandes acciones y los alentados propósitos. Hoy, merced a la demoa'acia bastarda que el liberalismo ha implantado, cada cual se siente solo y desligado en la batalla de la vida: ni sabe cuáles fueron sus abuelos, ni se cura de sus nietos. Se vive sólo para el día; y como el presente es en el tiempo lo que el punto geométrico en la extensión, aparece de su peso que todo lo que se pretenda que quepa en él, tiene que ser dimi­nuto por extremo. ¿Qué de extraño tiene, pues, que en nuestros dias sean menguadas y ruines las acciones de los hombres y apocados los caracteres?

La familia de los Vergaras, de esta ciudad de Bogotá, fue una de esas cuyo esbozo hemos tratado de hacer en las anteriores líneas. Sin apreciar esos antecedentes de familia, sería imposible formar idea del carácter de aquel cuya pérdida lloramos todavía y lloraremos siempre los que nos honramos con su amistad.

JOSÉ MARÍA VERGARA se crió, pues, con esa leche de los recuer­dos y de las tradiciones; y esto sólo basta para explicar el contraste permanente que se notó en toda su inda. Ligado a la colonia por sus abuelos, quedó vinculado a la república por sus padres; con un pie, por decirlo así, en el pasado y otro en el presente, sus afectos estu­vieron partidos entre todas las cosas españolas —la religión, la lite­ratura y las costumbres— y todas las glorias de la república. Se delei­taba con las leyendas, tradiciones y reminiscencias de la colonia, y al propio tiempo se entusiasmaba hasta el arrebato con las hazañas de Nariño, de Bolíx/ar, de Sucre y de todos los campeones de la Inde­pendencia. Quebraba lanzas contra cualquiera que hablara mal de la madre España, y su voz tomaba el acento de la indignación siempre que alguien era osado a ver alguna mancha en la conducta de los proceres de la repiíblica. Detestaba casi todas las costumbres moder­nas, y se consagraba con ardor juvenil a toda empresa, a todo proyecto, por utópico que fuese, que sonase como progreso. En literatura era amigo de lo clásico y al propio tiempo romántico; en política, con­servador por educación y sentimientos, con no poca dosis de liberal soñador.

Conocida ya la clave del carácter de JOSÉ MARÍA VERGARA, diga­mos ya lo que hubiéramos de haber dicho al principio, si fuera cierto que el orden cronológico es siempre el mejor en la narración histórica y el orden lógico en el discurso. JOSÉ MARÍA VERGARA Y VERGARA

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nació en Bogotá el jp de marzo de iS^i, y fueron sus padres el señor don Ignacio Manuel de Vergara y Santatnaria y la señora doña Igna­cia Calixta Vergara y Nales.

A unas cinco leguas de Bogotá, por el camino carretero de Serre­zuela (hoy Madrid, en memoria del ilustre huésped cuyos restos des­cansan en su humilde cementerio) alcanza a divisar el caminante, recostada contra las graciosas rocas de la serranía, una cajñllita pajiza, que trae inmediatamente a la memoria nuestros antiguos pesebres de navidad, y contigua a ella una cómoda, amplia y elegante casa, que siive de centro a la valiosa hacienda de "Casahlanca", antiguo solar de la familia de los Vergaras.

La infancia de nuestro amigo JOSÉ MARÍA se deslizó en esa mo­rada campestre, y fácil sería adivinar cuál debió ser allí su género de vida, si no nos lo contase él mismo en varias dc sus composiciones en prosa y verso. Correr todas las mañanas, apenas empezaba a oírse en el corral el concierto ruidoso pero apacible de las vacas y terne-rillos, a tomar parte en las variadas faenas consiguientes a la opera­ción de ordeñar, y cobrar luego, como indemnización de su trabajo, su porción de caliente y espumosa leche; trepar después por tas arris­cadas rocas a sorprender los nidos de los buitres y de las águilas; co­rretear por los llanos y oteros, acompañado de su fiel Carbunco; zabu­llir en el manso riachuelo que corre frente a la casa, y perseguir, entre los juncales de sus orillas, los huevos de las garzas y de las caicas; montar su potro y hacerle escarcear o galopar a la ventura por los prados de la hacienda, ya en busca del predilecto becerrillo, ya de la vaca que ha echado de menos por la mañana en la majada; meter grande alboroto con idas y venidas, confundido entre gañanes y mu­chachos, en los días clásicos de recogida del ganado; enlazar terneros en la corraleja y montar en ellos a escondidas de sus padres; echar por las tardes su corneta al iiiento; y por la noche, después de la merienda, rezar, entre dormido y despierto, el Santo Dios, la salve y la oración al ángel de la guarda, y en recibiendo la bendición del padre, cuya mano besa respetuoso, caer rendido de cansancio en el regazo de su piadosa madre, de donde pasa sin sentirlo a una camilla de blancas y sahumadas colgaduras, a dormir allí el siempre envidia­ble sueño de la inocencia.

Tales fueron los primeros años de JOSÉ MARÍA VERGARA cuando todavía tenía vivos a sus padres, cuando en torno de ellos se sentaba

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a la mesa una numerosa familia, como los renuevos del olivo alre­dedor del tronco, según la poética composición de la Escritura; cuando en las trojes y graneros reinaba la abundancia; cuando todo era holgura y paz y contento, y descuido del porvenir. Recuerdos de esta clase no se huyen jamás de la memoria, y menos de la de un hombre como VERGARA, de suyo tierno, soñador, extremado en sus afectos.

f ^ n personas como él, los recuerdos vienen a ser una segunda religión. Por eso VERGARA deliró siempre con su "Casablanca": cuando estaba en el colegio, cuando estaba en la ciudad, cuando estaba triste, cuando estaba alegre; en todas ocasiones su mirada, atraída como por miste­rioso imán, se tornaba hacia aquel techo de su predilección, objeto de sus cantos de poeta y causa de sus más hondos dolores. Mientras fue dueño de "Casablanca", las vida de VERGARA pudo llamarse feliz; pero desde que aquella propiedad de familia hubo de pasar a otras manos, que él consideraba profanas, su existencia fue una cadena no interrumpida de pesares y de sacrificios hechos para recuperar ese pedazo de su alma. Y si VERGARA no pudo consolarse nunca de la pérdida de "Casablanca", no era precisamente por la pobreza a que vino en consecuencia, ni por la idea de dejar a su familia sin un patrimonio. Nada de eso era jwderoso a abatir el ánimo de VERGARA,

ni él era hombre que supiese afneciar en lo que valen los bienes de fortuna. El sentia no ser dueño de "Casablanca", sólo porque allí había sido niño; porque veía la sombra de sus padres y abuelos —"siete generaciones de hombres buenos"— paseándose por las alcobas de aquella estancia; porque quería tener siempre delante el altar de la Virgen que había recibido sus primeras oraciones; porque no conce­bía que aquellas rocas donde anidaban las águilas y donde nadie más que él subía de niño n disputarles sus polluelos, pudieran pertenecer a otro dueño. Tal era su pasión por esas cosas, que si se hubiera visto en la necesidad de hacer una elección, habría renunciado gustoso a todos los pingües prados de la hacienda, a trueque de conservar la casa solariega, las rocas peladas y la capillita pajiza donde ayudaba a su madre a arreglar, con musgo y paja, el pesebre para la novena del Niño.

Necesario para destinar un párrafo siquiera a "Casablanca", al tra­tar de la vida de VERGARA, tanto para facilitar la inteligencia de casi todas sus poesías y de muchos y de SU'S mejores artículos en prosa, como el inmortal de Los Buitres, empapados y saturados de recuerdos

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de la infancia y de dolorosas comparaciones entre su felicidad de niño y sus desgracias de hombre, como para explicar no pocos acci­dentes de su vida, que de otra suerte habrían de ser muy mal com­prendidos y apreciados.

Aprendió JOSÉ MARÍA VERGARA a leer y a escribir cotí el bon­dadoso señor don Rafael Villoría, a cuya escuela entró en ISJjP. De allí pasó al Colegio de Nuestra Señora del Rosario, donde perma­neció sólo seis meses. En esos sus primeros estudios fueron escasos los adelantamientos, ya porque de niño fuese VERGARA poco aplicado y le gustase más pasarse largas temporadas en "Casablanca", ya porque los métodos de enseñanza entonces practicados fuesen más propios para entrabar su inquieta y voluble imaginación que para aficionarle a las asperezas del estudio. Su educación literaria escolar empezó y terminó en el colegio que los padres jesuítas, infatigables apóstoles de la virtud y de la ciencia, fundaron en esta ciudad desde el año de i8.f^ y que conservaron hasta su expulsión, durante la administra­ción liberal del general López. VERGARA permaneció por seis años al lado de aquellos inimitables institutores, cuyo mejor elogio lo for­man siempre los hombres que salen de sus escuelas. Condiscípulos de VERGARA fueron en aquella época, entre otros que sepamos, Carlos Holguín, Sergio Camargo, Antonio y José Joaquín Borda, Diego Fallón, Mario Valenzuela, Benjamín Pereira Gamba, y muchos más que después han dado prez y honra a la república, en la política, en la literatura y en la milicia.

Mientras estuvo al lado de los jesuítas, VERGARA formó parte de la aristocracia del colegio. Sus relaciones se hallaban entre los alumnos más conspicuos, y era muy querido de casi todos ellos, como siguió siéndolo después hasta su muerte. Ya entonces se distinguía por la amable travesura de ingenio y de genio qu£ hizo siempre su trato tan ameno y que supo despertar tan intensos y verdaderos afec­tos. Los superiores del colegio lo distinguían y lo mimaban particu­larmente, no sólo por su consagración al estudio, sino por la dulzura de su carácter y •hor las muestras que desde temprano dio de claro talento y de decidido amor a las letras. Para escribir estas Uneas hemos revisado una a una todas las matrículas de su.s cursos escolares, hechos en orden riguroso, y los premios y calificaciones que obtuvo en los numerosos exámenes por que pasó. En todas ellas se ve la nota de aprobación con grado de notable o de sobresaliente con aclamación;

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honor tanto mds significativo cuanto es sabido el rigor empleado en estas calificaciones en todos los colegios de los jesuítas. La conducta moral de VERGARA como estudiante fue siempre ejemplar, según consta de sus premios, que guardaba con religioso respeto, y según el voto unánime de sus condiscípulos. La castidad y la obediencia fueron en el colegio sus virtudes especiales; las que, unidas a la sua­vidad de carácter, a las inclinaciones poéticas y a una exquisita sen­sibilidad de alma, explican suficientemente el cariño que le cobraron sus maestros, los padres de la compañía, quienes, como se sabe, dan siempre tanta importancia en sus colegios a dotes de la especie de las que señalaban a VERGAR.4. Sólo una vez dio ocasión a que se le rebajasen puntos en una calificación, por un acto de soberbia. Y el acto de soberbia fue, como él mismo lo refiere en una nota puesta para sus hijos al pie del documento en que consta el cargo, el habér­sele subido los colores a la cara y saltádosele las lágrimas por la re­prensión del catedrático a quien no pudo contestar acertadamente' una pregunta.

Del colegio de los jesuítas pasó a la universidad central, donde completó el curso de retórica y poética, en el cual fue aprobado con plenitud después de un brillante examen que le hicieron, entre otros, el Ilustrísimo señor Arzobispo Mosquera y el doctor Rufino Cuervo. Terminada su carrera universitaria, permaneció VERGARA un año más en Bogotá con clases particulares.

VERGARA, como todos los jóvenes que reciben entre nosotros edu­cación literaria, tuvo que pensar, tan pronto como salió de las aulas, en trabajar para vivir. A este efecto se dirigió al sur de la república, parece que con el ánimo de entrar en la carrera comercial. VERGARA

fue siempre absolutamente inepto para los negocios, y así no es de extrañar que esas sus primeras especulaciones le salieran mal, no sola­mente en el ejercicio del comercio, sino también en algunas empresas agricolas, que igualmente acometió.

Fuera de esos reveses de fortuna, sólo sabemos que durante su permanencia en Popayán, entre los años de $o y 5/, regentó algunas cátedras de humanidades en el colegio Seminario y redactó dos perió­dicos, uno literario, La Matricaria, y otro político. El Sur.

Aunque sus opiniones políticas no estaban entonces todavía bien definidas, VERGARA, generoso y noble por carácter, no podía menos de rechazar con indignación el régimen de violencia y los salvajes

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desbordamientos democráticos de que fue víctima el Cauca durante la administración del general López. En algunos de sus escritos hubo de quejarse VERGARA de tan horrible situación, pues el hecho es que fue amenazado con el perrero (1), según lo dice él mismo en una nota que hemos encontrado entre sus papeles privados; circunstancia que explica por qué siendo él de suyo tan pacífico, participó del entu­siasmo político que lanzó al partido conservador a la guerra en el año de i8^i .

Todavía estaba VERGARA en Popayán cuando estalló en Bogotá el motín militar del 17 de abril de 1854; y 7io hay para qué decir que él, como todos los hombres de dignidad y de principios repu­blicanos, se puso resueltamente del lado de los constitucionalistas para debelar la rebelión. Esgrimió entonces el arma que encontró más a la mano, como dada por la naturaleza, y apeló a los verso.s para excitar el entusiasmo de los soldados de la república. No se contentó con eso y ocupó modestamente lo puestos que se le señalaron, no en los campamentos sino en las oficinas administrativas: fue contador de la gobernación, secretario de hacienda y luego de gobierno del de la provincia de Popayán, cuyos sueldos renunció en favor del colegio provincial de la mis?na ciudad.

Pero el suceso más importante de la vida de VERGARA en aquella época fue el haber hecho conocimiento con la distinguida señorita doña Saturia Balcázar, que después fue su esposa. En breves palabras refiere él mismo ese episodio: "El i¿f de marzo de i8 ¡ i , a las once de la noche, conocí a Saturia en la plaza de Popayán. Me separé al punto, pues estábamos despidiéndonos cuando la vi, y cuando llegué a casa, a una cuadra de distancia, ya tenía determinado casarme con ella."

Tal fue el principio del grande, santo y sublime amor que pren­dió en el corazón de VERGARA para no extinguirse sino con su último aliento. Amor raro aquél, no sujeto ni por un momento siquiera a los cálculos, a las vacilaciones, a los temores, a las flaquezas huma­nas; no empañado jamás por un mal pensamiento ni turbado por una idea extraña; amor inalterable, espiritual y sereno; amor cris-

(i) Perrero llamaban en el Cauca el látigo con que los negros liberales, azuzados por los socialistas de casaca, azotaban a los blancos^ Esas brutales veja­ciones eran calificadas entonces por el jefe del partido radical de simples retozos democráticos.

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tiano, en suma, que es el único que resiste la prueba del tiempo y de las adversidades; el único que no se extingue cuando .se sube de la carne al espíritu, según el pensamiento de Dante. Aquel casamiento, tan pronta y firmemente resuelto, no vino a verificarse sino algunos arlos más tarde, el i ) de febrero de iS^jf, en la misma ciudad de Popayán. f-

El año de 1856 encontramos ya a VERGARA en Bogotá, donde había empezado a darse a conocer como esaitor en La Siesta, perió­dico que redactó en compañía del señor don Rafael Pombo. No cono­cemos esa publicación, pero creemos que lo que allí dio VERGARA

a luz no sería otra cosa que articulos fugaces y algunos versos román­ticos de la escuela de Zorrilla y de Bermúdez de Castro, que eran por ese entonces los modelos predilectos de nuestra juventud. En ese mismo año, en una solemnísima y hermosa función del Liceo Gra­nadino, leyó La lámpara de Belén, poesía que se encuentra entre las de la colección publicada en i86p. No gustó, según hemos oído decir a quienes la oyeron tanto por ser un poco monótona como porque la leyó con voz llorona y sin animación alguna.

De todos los periódicos que VERGARA redactó (y fueron muchos), el que amó con cariño verdaderamente paternal, cl que más lo enor­gullecía, aquel a que consagró toda su alma y todo su generoso entu­siasmo y el que le dio su reputación literaria. Fue El Mosaico, que apareció a fines de J 8 ^ 8 . La historia de su fundación ha sido refe­rida por el mismo VERGARA en el prólogo de La Manuela de don Eugenio Díaz. VERGARA y sus compañeros se dieron a la empresa, no diremos que con ardor juvenil, porque eso estaría muy lejos de la verdad, sino con el ansia candorosa y ciega de un muchacho que persigue un antojo. Ni se pensó en cómo se harían los gastos ni en si tendrían o no tiempo para trabajar, ni en si faltarían o no mate­riales. Por fortuna dieron con el señor Cualla, que era el VERGARA

de la tipografía, y que tenía su imprenta en algunas de las piezas de una casa sita en la esquina abajo de San Buenaventura, que contenia, fuera de aquellas piezas, una fragua que daba notnbre a todo el esta­blecimiento. En efecto, sobre la puerta había una tabla con este letre­ro: Herraje garantizado.

Mucho de lo que se publicó en los primeros números, se escribió sobre las cajas de la misma imprenta, y pronto empezó a gravitar todo el peso de la redacción sobre los hombros de VERGARA. Don Eugenio

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Díaz no escribía artículos sueltos sino rarísimas veces; el señor Ca­rrasquilla creía, como lo ha creído siempre, que no podia ni debía escribir sino letrillas; el señor Borda (don José Joaquín) no cultivó nunca el tono juguetón y maleante que debía predominar en El Mo­saico; y el señor Marroquín, que tanto interés daba al periódico con sus preciosos artículos de costumbres, era y ha seguido siendo pere­zoso.

Es de notarse que al pensar en la fundación de El Mosaico, ni VERGARA ni nadie se propuso fines morales. Mucho más tarde fue cuando, mediante el ascendiente que don Ricardo Carrasquilla ejer­ció sobre él y todo su circulo, se tuvo, presente que de la literatura y de las publicaciones de todo género se podía sacar partido para pro­pagar buenos sentimientos e ideas. VERGARA amaba las bellas letras por lo bellas; y en la época a que nos referimos, sólo ellas le llamaban la atención, no obstante que, habiendo empezado desde mucho antes a formar su biblioteca, leía y estudiaba muchas cosas no sólo serias sino empalagosas y áridas.

El Mosaico, en su primera época, estuvo saliendo dos años segui­dos. La guerra de 1860 hizo suspender su publicación. Reapareció en enero de 1864, y estuvo año y medio a cargo de VERGARA. Este había adelantado inmensamente como escritor, lo cual no sirvió sino para que en esta última parte de El Mosaico fueran mejores los artícu­los que él dio, y no para conservarle al periódico el carácter que había tenido y que lo había distinguido. VERGARA no tenía entonces tiempo de sobra, ni hubo la cooperación que antes de parte de los otros pri­mitivos fundadores.

Mientras VERGARA estuvo al frente de la redacción de El Mosaico, fue su constante afán estimular y animar todo cuanto fuera progreso en las letras, en la música, en la pintura, en la arquitectura y en todas las bellas artes. Para él no había placer igual a descubrir algo digno de elogio. Su alma, entusiasta por todo lo bello, tenía por suyos los triunfos de sus compatriotas, de todos los colores políticos, en cualquier campo en que se obtuviesen, menos en los de batalla. Todo amor, todo generosidad, todo candor, xiivia siempre para los demás, descuidando sus propios intereses. Cuando VERGARA encontraba en algún periódico unos versos o un artículo de autor desconocido que revelaran talento y disposiciones para las letras, volaba en su busca y no descansaba hasta dar con el incógnito. Entonces, si el autor era

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Un principiante, lo daba a conocer, lo presentaba a sus amigos, y en pocas horas le improvisaba una reputación. No creemos que este sistema de elogios inmoderados sea provechoso para promover el ade-lento en ninguna materia, y mucho menos en la literatura, como lo ha comprobado la experiencia con alguno de esos jóvenes convertidos por nuestro amigo en literatos de la noche a la mañana; pero en todo caso él pone de manifiesto el carácter de VERGARA, que no gustaba de ver lunares en nadie..

Concluido El Mosaico, o lo que es peor, caido, y bien caído, en manos de don Felipe Pérez, VERGARA escribió aquellos lindos boce­tos biográficos que publicó La Caridad, unos de personajes eminen­tes, como el Ilustrísimo señor Mosquera, de imperecedera memoria; el doctor Rufino Cuervo, el general Nariño, el legendario coronel Osorio (alias Napoleón de panela); otros, de sujetos de quienes sólo a VERGARA (hábil en descubrir en los demás lo bueno que en ellos hubiera) se le podía ocurrir hacer biografía.

VERGARA, por carácter, no era apto para las luchas políticas, que exigen consistencia de ideas, unidad de propósito, energía en la acción y frialdad de juicio, condiciones todas de que él carecia en absoluto. VERGARA era voluble, caprichoso y ligero; se dejaba arrastrar de las impresiones, y ffor lo mismo, razonaba siempre con el corazón. El debió conocerse y huir de la politica; pero como entre nosotros eso no es fácil, porque la politica se ingiere en todo y lo domina todo, hubo de desempeñar también su papel en esta danza carnavalesca que estamos bailando desde que somos nación independiente y en la cual seguiremos entretenidos hasta que Dios quiera darnos el juicio que nos falta.

La carrera politica de VERGARA fue corta por fortuna, pero bas­tante larga para llenar su vida de sinsabores y acarrearle enemistades, algunas de las cuales pudieron parecer justificadas, pero que prove­nían todas de no- ser conocido su carácter, secreto en el cual estaban sólo sus íntimos amigos.

Durante los afros de 18^8 y i8¡g ocupó VERGARA un puesto en el congreso nacional. No sabemos que hiciera alli papel alguno nota­ble; pero sí debemos hacer constar en su honor que se opuso tenaz­mente al planteamiento de la federación y que no quiso firmar la

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Constitución de 18^8, la grande y solemne apostasía de l par t ido con­

servador. Manifestó en esta ocasión más previsión y solidez de con­

vicciones que muchos de sus conspicuos copartidarios, que por co­

bardía o ceguedad rindieron sin condiciones su bandera al enemigo.

E n el año de i8^p, VERGARA fue nombrado diputado a la asam­

blea legislativa de Cundinamarca y poco después entró a la secretaria

de gobierno del mismo estado, l lamado por el gobernador don Ulda-

rico Leiva. Quisiéramos pasar por alto este per íodo de la vida de VER-

GARA, po rque nos es tan grata su memoria, que n o quisiéramos encon­

trar lunar alguno en su existencia al trazar los presentes rasgos bio­

gráficos. Pero escribimos historia, y antes que las consideraciones de

la amistad, están los fueros de la verdad.

E l 2p de octubre de i8^p la c iudad de Bogotá presenció el más

atroz y escandaloso de los crímenes de que hay recuerdo en nuestra

historia. Jesús Malo Blanco asesinó alevosa y premedi tadamente , en

el atrio de la catedral, sin motivo ni pretexto alguno, a su hermano

mayor, a su protector, y podemos decir, a su padre , don José Mar ía

Mato Blanco, gobernador de Cundirtamarca. El delito fue público, y

las circunstancias agravantes tales y tan enormes, que la tarea de los

jueces fue sencillísima, y la disposición legal aplicable, clara e inelu­

dible. Sustanciada la causa, el fratricida fue condenado a la pena

capital. Señalóse el día para la ejecución, el reo entró en capil la,

opor tunamente recibió los auxilios espirituales, y todo estuvo listo

para el cumplimiento de la sentencia, hasta el banquil lo, colocado en

la plaza de Bolívar, con su tremenda inscripción, que recordamos

haber leído con pavoroso respeto. La hora designada para la ejecu­

ción pasó sin embargo; transcurrió u n a mds y el reo no parecía, sin

que nadie supiera la causa de la demora. Como a las 11 de la ma­

ñana (16 de diciembre de i8^p) se difundió la noticia de que la eje­

cución no tendria lugar ese día, y poco después se vio desclavar el

banquil lo. ¿Qué pasaba? Una cosa muy sencilla, pero muy grave. E l

defensor del reo, doctor Manue l Mar ía Madiedo, ocurrió al gober­

nador del estado diciendo que Jesús M a l o se habia vuelto loco y que

era preciso suspender la ejecución de la sentencia. E l gobernador v ino

en ello; el reo fue sacado de la capilla y conducido a un calabozo,

donde se le reconoció por los siguientes médicos, que parece acepta­

ron con vaguedades y reticencias el hecho de la enajenación menta l :

doctores Bernardo Espinosa, Ignacio Antorveza, Joaqu ín Maldonado ,

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HISTORIA DE LA LrrERA-ruRA EM NUEVA GRANADA ' j ^ '

Ignacio Pereira y Wenceslao Garzón Zabala. Pasados estos documen­tos al juez de la causa, él contestó que nada tenía que hacer en el particular, puesto que el reo estaba en su entero y cabal juicio cuando se le notificó la sentencia. El gobernador reunió entonces el consejo de gobierno para pedirle su dictamen, y el consejo contestó que en su concepto los documentos en que la gobernación habia fundado su resolución de suspender la sentencia no eran satisfactorios, y que debía procederse a hacer un nuevo reconocimiento del presunto loco por cinco médicos extranjeros. Fueron nombrados para este encargo los doctores Cheyne, Van-Arcken, Davoren, Dudley y Fergusson. Tres de estos facultativos dijeron que Jesús Malo no estaba loco, pero que no se hallaba en buen estado de salud; el doctor Cheyne informó que "estaba completamente bueno, es decir, que no padecía enfermedad ' alguna." Descubierta, pues, la farsa de la locura, se pidió al gober­nador la conmutación de la pena de muerte; convocó éste el consejo • de gobiemo para pedir su dictamen, y ese dictamen fue adverso a la conmutación. Sin embargo, el gobernador resolvió favorablemente al reo. Veinte dias después, a las seis de la tarde, sin disfraz alguno, sin violentar una puerta ni encontrar resistencia en ningún centinela, salía un hombre del presidio de Bogotá, con la misma tranquilidad con que pudiera salir de su casa: aquel hombre era el fratricida Jesús Malo Blanco.

Así terminó aquel espantoso drama. La justicia quedó burlada, la sociedad herida profundamente, y sentado un precedente cuyas consecuencias estamos deplorando hoy. Desde aquella causa célebre quedó establecida en la república la impunidad para el delito. Cree­mos más todavía: gran parte de las desgracias que han caido sobre el partido conservador, las atribuímos a aquella escandalosa violación de la justicia, porque faltas de esa naturaleza en los gobiernos y en los partidos, no las deja Dios sin castigo acá en la tierra.

Volviendo a nuestro querido amigo VERGARA, tenemos la pena de decir que él tuvo participación no escasa en la impunidad de Jesús Malo; y la tuvo, no guiado por ninguna pasión indigna, sino al contrario, por la excesiva benevolencia de su corazón. VERGARA

era enemigo de la pena de muerte y creyó candorosamente que el fratricida podía ser castigado mejor en un presidio. Esto explica su conducta; pero no destruye la responsabilidad que le corresponde por haber contribuido a que la ley quedara burlada. Si él encontraba:

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en conflicto sus convicciones con sus deberes oficiales, el camino claro y expedito que tenía que seguir, era renunciar la secretaria de go­bierno; pero nunca poner las influencias que le daba esa misma ele­vada posición para estorbar el fallo de la justicia. ¡Ahí si VERGARA

viviera hoy, al ver la espantosa multiplicación de los delitos, fruto de la impunidad, no dudamos de que se arrepentiría de aquella falta, que nosotros recordamos aqui sólo porque a ello nos obliga nuestra adhesión a la verdad histórica.

VERGARA estaba encargado de la imprenta de El Mosaico desde que se acercaba la guerra de 1860. Cuando don Pastor Ospina, don Liborio Escallón y otros conservadores de nota determinaron fundar El Heraldo, se entendieron con VERGARA, y éste vino a ser editor y a contraer compromisos con el público o con los suscriptores. Publi­cados ya muchos números en los que se habían sostenido opiniones absolutamente consei-vadoras y antirrevolucionarias, ocurrieron cier­tas desavenencias, de las que resultó que los fundadores del periódico se separaron de la redacción, y VERGARA se vio obligado a atender solo a la publicación. Sus opiniones, sin dejar de ser conservadoras y ad­versas a la inicua revolución de Mosquera, eran muy diferentes de las de los ministeriales: con él no se entendía aquello de qui non est m'ecum contra me est. Se opuso violentamente al cambio de la can­didatura del general Herrán por la de don Julio Arboleda, como se opusieron muchos conservadores notables, que juzgaron con razón que esa medida, tomada en los momentos en que más necesidad de cohesión tenia el partido conservador, era un triunfo implícito para la revolución. VERGARA estaba además por medidas conciliadoras, y quería que, a pesar de estar ya encendida la guerra, no se hiciera sino lo que parecía justo, humano y moderado. Reprobó sin contem­placiones algunos pasos del Gobierno, que sin dar vigor a la admi­nistración, sólo contribuían a exaltar más los ánimos. Esta conducta acarreó violentos ataques de parte de los conservadores militantes, que no veían en él, como sucede en tales casos con todo el que quiere colocarse en un término medio, sino un tránsfuga. Esto, y la circuns­tancia de haber más tarde su hermano José Antonio tomado armas con Mosquera, le atrajo simpatías de los liberales, lo que acabó de perderlo en el concepto de sus copartidarios.

El 7 de marzo de 1861 se fugaron los presos políticos que estaban en el Colegio del Rosario, atacando y desarmando la guardia que los

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HISTORIA DE LA LPTERATURA EN NUEVA GRANADA 2 1

custodiaba. Tomaron todos el camino del cerro de Guadalupe que conduce a los páramos de Oriente y en su persecusión salieron la corta guarnición de la ciudad y muchos particulares armados. Algunos de los prófugos, según se dijo entonces, opusieron resistencia; pero aun cuando asi hubiese sido, en ningún caso pueden justificarse los actos de violencia y crueles tratamientos con que los perseguidores oficio­sos, no la tropa de línea, que se condujo con mucha moderación, infa­maron aquella tarde la causa del gobierno. Muchos de los presos es­caparon, y a los que fueron alcanzados se les volvió a conducir a la prisión. Entre ellos cayó nuestro amigo VERGARA, que había subido al cerro, al tener noticia del suceso, sin otra intención que impedir desórdenes y auxiliar en lo que pudiera a los que resultaran heridos. Ya he7nos dicho que VERGARA era entonces muy mal querido de los conservadores; y asi bastó que increpara a un oficial el modo brutal como trataba a uno de los presos heridos, para que se le hiciera incor­poran en la partida y se le condujera con el resto de los presos al Co­legio del Rosario, donde se le mantuvo durante tres o cuatro días. No estará por demás recordar, como rasgo característico de VERGARA,

que en aquella noche fue su primer cuidado congregar a todos los presos, hacerles una especie de plática religiosa y comprometerlos a rezar el rosario, en el cual hizo coro, por instancias del mismo VER-GARA, un clérigo renegado, hecho prisionero con las armas en la mano en el combate del Oratorio.

No pararon aqui los sufrimientos de VERGARA en aquella época. Pocos dias después, hallándose en casa de su tia doña Inés Vergara, agente incansable de la revolución de Mosquera en esta ciudad, fue acometido y herido de una estocada en el vientre por un militar del gobierno. Ignoramos la causa de este suceso; pero sí debemos hacer constar que pocos días después, caído el gobierno constitucional. VER-GARA fue amparo y defensa de aquel su agresor, que hoy se complace, como caballero que es también, en publicar la hidalguía y noble pro­ceder de aquel a quien, en un momento de exaltación, juzgó su ene­migo.

Triunfante la revolución, las cosas estaban dispuestas para que, mediante la amistad que a VERGARA profesaba el señor don Justo Briceño y cierto cariño que le tenía Mosquera, fuera colocado. Lo fue en la secretaria de gobierno de Cundinamarca, y en ese puesto vino a ser una providencia para los prisioneros y para los conserva-

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dores oprimidos con exancion.es. Entre los papeles privados de VER-GARA hemos encontrado una comunicación del señor Rojas Garrido, secretario de Mosquera, dirigida al señor Justo Briceño, en la cual se queja duramente de que las enérgicas providencias dictadas contra los conservadores son continuamente contrariadas por el señor VER-GARA, en su calidad de secretario de gobierno de Cundinamarca. En los aciagos días siguientes al i8 de julio, sacó de esta ciudad a un oficial que estaba sindicado de haber quitado la vida al señor Patro­cinio Cuéllar; dio pasos para hacer que Mosquera perdiera de vista a don Sebastián Tovar, e hizo grandes esfuerzos, aunque no lo con­siguió, para recabar del doctor Sucre que se dejara esconder y sacar de la ciudad. Logró que mientras la secretaria estuvo a su cargo, el gobierno se ocupara en asuntos administrativos útiles para el estado e independientes del ramo de la guerra. En cuanto a hacer rebajar empréstitos y devolver animales expropiados hizo tanto, que aun algu­nos de los conservadores exaltados que más lo habian aborrecido, le quedaron agradecidos.

Otro motivo de quejas, odios y murmuraciones contra VERGARA,

fue el malhadado contrato que hizo con el gobierno de Cundina­marca, asociado con el señor José Camacho Roldan, para la forma­ción del catastro de riqueza raiz. El tal catastro, si tal nombre puede dársele, formado con extremada precipitación, no quedó (como no quedará nunca) a satisfacción de los propietarios, y todos sus defectos .se atribuyeron a mala fe o a ineptitud de VERGARA. La prevención que había contra él, hizo que nadie se acordara de su colega el señor Camacho.

A VERGARA le urgía en ese entonces la necesidad de allegar fon­dos para el objeto, de vital importancia para él y para su familia, de redimir a Casablanca. Habiendo su familia de tiempo atrás aban­donado sus negocios y cargádose con réditos, había sido necesario vender la hacienda con pacto de retroventa. Todos los esfuerzos he­chos por VERGARA para recobrar la finca fueron ineficaces. Cuando se aproximaba el término fatal, se pensó en ocurrir al medio de tomar los fondos de manos de un tercero, dando a éste la esperanza de venir a quedarse con la hacienda mds tarde, si no se le podía hacer el reembolso. El primitivo comprador lo entendió y lo llevó muy a mal, -y esto le procuró a VERGARA terribles sinsabores, que hicieron llegar

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HISTORIA DE LA LITERATURA EN NUEVA GRANADA 23

al último punto la atnargura que le causaba el ver pasar a manos ex­trañas aquella Casablanca que cantó tan sentidamente.

Consumada aquella desgracia VERGARA se prometió conservar algo del caudal de su familia, comprando otra posesión que a fuerza de trabajo y de cultivo viniera a ser valiosa. Pero la compra del Bos­que y los esfuerzos empleados en mejorar ese terreno no fueron sino un nuevo manantial de dificultades y de pesares. Tras un pleito, la finca volvió a poder del vendedor, y no le quedó a VERGARA más que la casita que en esta ciudad había edificado. Esta estaba pignorada cuando murió, por una suma casi igual a su valor. La venta de su rica y preciosa biblioteca dio al fin con qué libertarla.

En el año de i86.f estableció VERGARA una agencia de negocios, asociado con el señor Aníbal Galindo. Tampoco le dio esta empresa resultado alguno, entre otras razones porque VERGARA, que era muy escrupuloso en cuanto se rozaba con sus creencias religiosas, tuvo que renunciar a intervenir en todos los negocios conexionados con las ma­nos muertas, que eran los que a la sazón abundaban, y dejárselos a su socio. En el año siguiente estuvo de síndico o inspector del Hos­picio, y en i86y fue nombrado secretario de la asamblea constitu­yente de Cundinamarca, que se reunió después del golpe de estado dado por el gobernador Aldana, como consecuencia de la caída del general Mosquera el 25 de mayo del mismo año. VERGARA, como todos los conservadores, cegados por el aborrecimiento a Mosquera, aplaudió con entusiasmo esa evolución política, que la historia cali­ficará sin duda como una negra y vil traición, dictada no tanto por H propósito de dar en tierra con la dictadura de Mosquera, cuanto por la ambición de los llamados a sucederle en el poder y por el odio de los radicales al partido conservador, que sin el golpe del 2j de mayo habría sido el restaurador de las instituciones. VERGARA no se limitó a aplaudir, sino que tomó calurosamente la defensa del vacilante gobierno del general Acosta contra el mosquerismo caído, pero amenazador. En el periódico La Reptiblica, fundado con tal objeto, escribió entonces VERGARA varios articulos que hicieron gran­de impresión en todos los círculos políticos.

En el año de 1868, si mal no recordamos, fue nombrado archivero nacional, destino que desempeñó con gran consagración durante un año y medio. Nada podia ser más grato para él, que se alampaba por todos los papeles viejos, y se desvivía por cuanto tuviera relación con

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nuestra historia nacional, especialmente de la época de la conquista, que meterse de cabeza en aquel caos de expedientes que se llama nuestro archivo nacional. VERGARA encontró ese archivo en una con­fusión espantosa, y aunque trabajó con apasionada diligencia, no alcanzó sino a iniciar un arreglo que habria demandado muchos años para su terminación. Creemos que con su separación del destino, volvió ese rico depósito al estado de incuria y desgreño en que se encontraba antes, pues ni nuestros gobiernos se curan de otra cosa que de ganar elecciones y promover revoluciones, ni es fácil encon­trar para ese puesto hombres que tengan, como VERGARA, vastos conocimientos en historia patria, amor profundo por ese estudio y paciencia de anticuarios.

El deseo de no interrumpir el relato de la vida pública de VER-GARA, nos ha impedido dar cuenta de sus trabajos literarios en ese lapso. Volvamos, pues, un poco atrás para colmar este vacio.

En el año de i8^p compiló y dio a luz la colección de poesías del señor Mario Valenzuela, distinguido poeta y escritor politico que acababa de dejar el mundo, donde se le abría un brillante porvenir, para tomar la sotana de novicio en la Compañía de Jesús. Esa colec­ción está precedida de una noticia biográfica y un juicio critico de las poesías del joven jesuíta, escritos por VERGARA, y termina con La Corona del Novicio, formada con varias composiciones de despe­dida de sus amigos, la señora doña Silveria Espinosa de Rendón, don Ricardo Carrasquilla, don José Joaquín Borda y el mismo VERGARA.

Estaba éste en casa del señor Carrasquilla trabajando en la se­lección de las poesías de Mario Valenuela, cuando entró don Rafael Eliseo Santander a invitarlos a que cierto día de la semana se reu­niesen en su casa todos tres y el señor Marroquín, que también estaba presente, a tomar chocolate de media canela con mollete y a fumar y mentir de 4 a 6 horas, como decía el señor Saavedra.

Este fue el origen de las reuniones que poco después tomaron (por insinuación de VERGARA) el nombre de Mosaicos, ta7ito porque los que las formaban eran casi todos los escritores del Mosaico, como porque no tenían objeto determinado ni reglamento alguno. Eran reunioties de amigos, en las cuales se leía, se improvisaba, se cantaba, se tocaba, se hacían caricaturas, se fumaba y se cenaba con aquella deliciosa libertad que consiste en la ausencia de las fórmulas, pero dentro de los límites justos del recato, de la civilidad y del buen

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tono. Alli se congregaban personas de encontradas opiniones políti­cas y religiosas, y sin embargo jamás fue turbado el buen humor, que siempre reinaba en los Mosaicos, por una discusión agria o des­templada sobre politica o religión. Antes de la revolución de 1861 estas reuniones fueron muy frecuentes. En casa de Santander no duraron mucho: siguieron celebrándose alternativamente en las de VERGARA, Carrasquilla y demás individuos del círculo. Sin embargo no llegaron a ser numerosas e importantes sino después de la revo­lución, cuando el señor Samper, a su regreso de Europa, las hizo revivir. De entonces para adelante, tuvieron lugar, ya en casa del mismo Samper, ya en la de Quijano, y algunas veces en la de Ricardo Silva.

VERGARA fue siempre el alma de estas reuniones, sin embargo de que Quijano y su señora. Fallón, Carrasquilla, Marroquín, Silva y Manuel Pombo contribuían infinito a animarlas. A cada uno le parecía que no más que para él habia estado VERGARA presente y que a lo que se había ido era sólo a oir y ver a VERGARA. SU conver­sación era en efecto tan animada, tan voluble, tan salerosa, tan deli­cada y chispeante de imaginación y de ingenio, que disfrutar de ella causaba el mayor placer. Y no era VERGARA de aquellos que entretie­nen a costa de la reputación del prójimo o con dicharachos equívo­cos o groseros: jamás salió de sus labios una palabra mal sonante o que no pudiera oir una niña, ni sus agudezas afectaban el buen nom­bre de persona alguna. VERGARA hablando era una caja de música que nunca repetía sus melodías.

En los Mosaicos, especialmente si eran en casa de Quijano, era muy común que los concurrentes se pusieran a improvisar, y no menos común que, mientras los demás hacían una composición, VERGARA

concluyera dos o tres de géneros diferentes. Las de sus amigos eran generalmente medianas, y dudamos que alguna haya merecido salir a luz; las de VERGARA eran siempre excelentes, por la sencilla razón de que él era constante improvisador, y no escribía bien sino impro­visando. El mérito de la colección de todas esas travesuras de los Mosaicos casi está exclusivamente en las composiciones de VERGARA,

muchas de las cuales fueron publicadas después y figuran en su colec­ción de poesías. Recordamos entre ellas la titulada Recuerdos, que es para nuestro gusto la más delicada y sentida de las que salieron de su pluma.

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26 JOSÉ MARÍA VERGARA Y VERGARA

Un día vino a manos de Carrasquilla y Marroquín la primera parte del precioso poemita El cultivo del maiz, de Gregorio Gutiérrez González. Al punto convocaron el Mosaico para casa de Quijano, donde se exhibió con grande aplauso esa joya literaria del poeta an­tioqueño. VERGARA se puso inmediatamente a escribir y leyó luego una segunda parte que acababa de improvisar. Esta admiró más que la primera, porque además de tener (según pareció a los circunstan­tes) el mismo vigor, la misma viveza de descripción y la misma loza­nía de la escrita por Gutiérrez González, era una imitación perfecta del estílo de éste. Leída que fue, VERGARA la quemó.

Por ese entonces y aun de mucho tiempo atrás hablaba frecuen­temente a sus amigos de una novela que tenia inédita, titulada Mer­cedes. Era obra que había tomado muy a pechos, y miraba como cosa transitoria todo lo que emprendiera mientras no diese cima a aque­lla empresa. Sin embargo, los fragmentos que leyó a Marroquín y a Carrasquilla no tenían, según ellos, el mérito que hubieran debido tener para absorber tan gran parte de su atención. VERGARA no podía entonces escribir novela, porque aún no se había afiliado a escuela alguna. Poco después dio con Trueba y Fernán Caballero, de quienes se hizo ciego adorador, imitador y aun a veces afortunado rival. Los originales de esa novela Mercedes no se encontraron sin embargo entre sus papeles, como se perdieron también parte de un dicciona­rio geográfico, dos novelas más: Un chismoso y Un odio a muerte, los materiales del segundo tomo de la Historia de la literatura en Nueva Granada, Cuadros políticos o Días históricos, desde 1849 hasta 1864, sus viajes por España y otros papeles que figuran en un inven­tario de su puño y letra que tenemos a la vista.

En lo dramático hizo un ligero ensayo, componiendo, en colabo­ración con don Ricardo Carrasquilla, una piecesita que se publicó en El Mosaico, de cuyo mérito no se podría formar juicio sino vién­dola puesta en escena. Pero sea cualquiera el mérito de ese ensayo, es lo cierto que VERGARA no habria sobresalido si se hubiera dedi­cado a este género de literatura.

Junto con los señores Carrasquilla y Marroquín corrigió VER-GARA La Manuela, de don Eugenio Díaz, obra que estaba plagada de defectos. El lenguaje era por todo extremo incorrecto; el estilo vulgar y desaliñado; la narración estaba interrumpida a cada paso por disertaciones trivialisimas sobre política y moral; las descripcio-

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HISTORIA DE LA LITERATURA EN NUEVA GRANADA 27

nes de costumbres urbanas (que el autor no conocía) eran deplora­bles. Merced a los dilatados esfuerzos de Marroquín y Carrasquilla y sobre todo a los de VERGARA, que refundió el capítulo La muerte de Rosa, y arregló el desenlace, conservando el estilo de don Eugenio, la obra vino a quedar bastante buena para que en ella brillara el raro ingenio del autor, sin que se descubriese mucho su falta de letras y de gusto.

Cuando VERGARA tenía agencia de negocios, se presentó un día en su escritorio un joven desconocido que venía del Cauca, donde había lidiado en las huestes conservadoras a las órdenes del ilustre Julio Arboleda. El joven traía en mira cierto negocio de papeles, que se palabreó prontamente entre él y VERGARA. Del negocio pasaron a hablar de asuntos indiferentes, hasta que VERGARA, que nunca perdía de vista las letras, preguntó de repente a su interlocutor si no habia hecho versos. El joven contestó con modestia que tenia algunos borra­dores que no se atrevía a enseñar; VERGARA insistió en verlos, y al día siguiente tenía en sus manos el mamotreto solicitado. Leyólos con interés, descubrió en ellos mérito indisputable, e inmediatamente convocó a Mosaico pleno para darlos a conocer a sus amigos. El mismo autor leyó sus versos con voz trémula y ahogada por la emoción; los aplausos no tardaron, y la lectura terminó con la proposición, apro­bada con entusiasmo por todos los presentes, de hacer a escote una esmerada edición de las poesías leídas y regalársela al autor. Al día siguiente se repetía por todas partes que había aparecido, de la noche a la mañana, un poeta ya distinguido y que prometía mucho para el porvenir: ese poeta era Jorge Isaacs.

En pos de sus versos, el señor Isaacs publicó su célebre novela María, que completó su reputación literaria. Algunos de los amigos del señor Isaacs entonces, le ayudaron con el mayor interés a corregir los manuscritos. VERGARA era el más entusiasta, y cuando la obra se concluyó y publicó, fue él también quien se encargó de presentarla al público f}Or medio de un bellísimo articulo crítico que publicó La Caridad.

Razón tenía, pues, el señor Isaacs para hablar de él y demás ami­gos suyos de entonces en los términos en que lo hace en los siguientes párrafos de una carta que escribió de Santiago de Chile, en 1872, al autor de estas lineas: "No, no me he olvidado de los buenos amigos que dejé en Bogotá; yo creía que asi debian suponerlo, y usted me

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2 8 JOSÉ MARÍA VERGARA Y VERGARA

hizo mal al desengañarme. ¡Olvidarlos! ¿Y qué he encontrado aquí que pueda sustituirme tales afectos? ¿Qué hombre ha estrechado en esta tierra mi mano como usted, Caro, César, Carrasquilla, Samper, Vergara, Silva, Pombo y Quijano la estrechan?...

"¡Olvidarlos! En Bogotá, patria de mi alma, ¿no fueron usted y €llos mi familia? ¿Qué era yo en i86¿f? ¿A quiénes debo mi posición actual? ¿A quiénes deberán mis hijos llevar un nombre menos os­curo ya?"

En 1866 editó VERGARA, junto con el señor Marroquín, los Cua­dros de Costumbres, preciosa colección de artículos de viajes y cos­tumbres nacionales de nuestros mejores escritores en este género de literatura que casi podría considerarse propio de Colombia; empezó también la publicación del Parnaso Colombiano, del cual no salieron sino tres tomitos con las poesías de los señores Gutiérrez González, Caicedo Rojas y Marroquín; y antes había compilado y dado a luz también los escritos políticos de su ídolo, el general Nariño, cuya biografía publicó en La Caridad.

En el año de 1866 dio d la estampa un almanaque con guia de forasteros y un cuadro cronológico de los gobernantes de Nueva Gra­nada desde la época de la conquista hasta la presidencia del señor Murillo; interesantísimo trabajo en el cual está el compendio de nuestra historia política a grandes rasgos, cual se necesitaría para el aprendizaje en las escuelas. No es recomendable, sin embargo, por imparcialidad, al juzgar las últimas administraciones de la repú­blica, especialmente la de don Mariano Ospina, a quien VERGARA

tuvo siemfne mala voluntad; y en la época de la conquista incurre en graves equivocaciones, no por otra causa que por su ciego y faná­tico respeto a la autoridad de los cronistas, que sólo merecen crédito cuando dan testimonios de hechos precisos; pero no cuando se dan a hacer apreciaciones y comentarios. Por ejemplo, VERGARA, siguien­do a los cronistas, dice candorosamente que la población indígena de los chibchas alcanzaba a diez millones; aserción desprovista de todo fundamento y que va contra principios indiscutibles de la cien­cia económica. El señor don Carlos Holguin, redactor de La Prensa cuando VERGARA publicó su libro, lo atacó por este punto; VERGARA

se resintió, contestó con destemplanza y rudeza, y llevó su pasión hasta el punto de fundar periódico para sostener la polémica. Por fortuna ésta cesó pronto.

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HISTORIA DE LA LITERATURA EN NUEVA GRANADA 29

En el año de i86y apareció La Historia de la Literatura en Nue­va Granada, la obra más seria, más meditada y sin duda la más im­portante de las que salieron de la pluma de VERGARA. Para escribirla se preparó durante muchos años, allegando con gran paciencia, tra­bajo y costo, los materiales indispensables, que vinieron a formar una biblioteca nacional de raro mérito. A su muerte esa colección se descabaló notablemente, perdiéndose muchos ricos y preciosos ma­nuscritos y ediciones que hoy no se hallan a ningún precio. El go­bierno compró para la Biblioteca lo que pudo salvarse de aquella colección, y con eso logró la familia de VERGARA libertar su casa de habitación, lo único que le quedaba del rico patrimonio de sus mayores.

Olivos y aceitunos, todos son unos, es el titulo de una preciosa novelita trabajada en pocas noches, que VERGARA publicó en 1868. Los cuadros de costumbres que allí exhibe son acabados, la trama interesante y los caracteres, aunque en rasguño, bien delineados y sostenidos. El tono de toda ella es de travesura y ligereza, pero en el fondo se descubre la amargura de su alma por la triste situación a que han traído a la república las exageraciones poUticas.

El 24 de febrero de 1868 cayó sobre VERGARA un golpe espan­toso, que redujo a polvo en un segundo todo el edificio de su feli­cidad doméstica (única que tenía) y qtte lo llevó a él mismo al se­pulcro. ¡Aquel día, y después de sólo ocho de enfermedad, murió su esposa, la señora doña Saturia Balcázar, que formó su primero y único amor, la alegría de su hogar, la consoladora de sus infortunios, la que secaba sus lágrimas, la que velaba a su lado en altas horas de la noche mientras él trabajaba, la que nunca tuvo para él sino sonrisas y caricias, la que apartaba las zarzas y espinas de su camino, tendiéndolo de flores!

VEGARA quedó anodadado ante semejante desgracia; pero en el naufragio de su dicha tuvo la cruz, único madero de salvación en las catástrofes de las naciones y de los individuos, y a ella asióse, y bañóla con sus lágrimas, y ofreció consagrarle el resto de su existencia.

Y cumplió su voto. La lira de VERGARA quedó rota para el mun­do; aquellos cantares suyos tan alegres y festivos no volvieron a oírse. Enfermo, doliente, encornado bajo el peso de su dolor, viósele vagar por cuatro años sobre la tierra, como una sombra de lo que fue, asor-

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3 0 JOSÉ MARÍA VERGARA Y VERGARA

dando el viento con sus gemidos, buscando por todas partes a su Saturia.

Sólo una cosa le sacaba de sus tristes meditaciones, sólo un nom­bre le hacia levantar la cabeza: era el de Jesucristo. El recibía indi­ferentemente elogios y ultrajes; pero cuando veía escarnecer la cruz del Redentor, esa cruz que habia sido su salvación en el día de la prueba, entonces se erguía y recobraba el brío de la juventud, y su voz trémula se hacía oír distintamente, desafiando las cóleras de los enemigos de Dios.

Desde que VERGARA empezó a hacerse conocer como escritor, puso su pluma al servicio de la religión de sus padres; pero cuando se persuadió de que Dios le había privado del encanto de su vida para ligarlo más a El, desatendió todo otro asunto y fue su único afán. Como él mismo decia, santificarse y hacer fructificar su dolor.

"Creo y he creído", nos decía entonces en una carta, "que Dios ha tenido algún designio al quitarme a la mujer que amé tanto y por tantos años. Al lado de ella, que era mi vida y mi pensamiento, no hubiera atendido yo a mi salvación, no porque ese pobre y que­rido ángel me lo impidiera, sino porque yo no pensaba sino en ella, sin que por eso me hubiera olvidado totalmente de Dios. Hoy no pienso sino en mi Redentor: primero, porque ya no tengo en quién pensar sino en El; segundo, porque en El creo que está la madre de mis hijos, y aspiro a reunirme con ella otra vez.

"Creo que también fue su muerte un castigo, que declaro muy merecido, ut justificetur, Deus in sermonibus suis et vincat cum judi-catur. El perro no se rebela bajo el látigo de su dueño, sino que se tiende, se recoge y aulla para obtener perdón; y yo no tengo por qué ser más que el perro. Reconozco a Dios como mi amo; le debo el pan y las caricias que me hizo; no le morderé, no, porque me azota, ¡.aguar­do con paciencia a que se calme para que me deje besar su pie!

"No creo de ninguna manera que Su Majestad me necesite para nada, ni que me tenga prevenido para ser instrumento de su gloria. No creo que mi periódico le sirva, ni que yo pueda conseguir nada con él; pero yo satisfago un deber de amor al trabajar por El aunque no me lo agradezca. Harto hace en permitirme que escriba tomando su divino nombre.

"Creo, en suma, que si mi madre y mi Saturia me hubieran dejado alguna orden, seria la de que trabajara por Jesucristo, a quien ama-

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ron tanto; y ellas han sido lo que más amé en la tierra. Creo que escribiendo sobre religión haré que mis hijos se crean obligados a ser siempre discípulos de Cristo, no sólo por amor a El sino por res­peto a mi."

El periódico a que hace alusión en uno de los anteriores párra­fos fue La Fe, que fundó poco después de la muerte de su esposa, en los momentos cn que empezaba con toda violencia la guerra de­clarada por el liberalismo a la Iglesia en nuestra patria. Luchó allí como bueno, sin contemplaciones de ninguna clase, hasta que se le cayó la pluma de la mano.

VERGARA trabajaba entonces intelectualmente con verdadero fre­nesí, lo cual, unido a la profunda tristeza de su alma, le ocasionó una enfermedad que lo puso al borde del sepulcro. Sobrevínole, en efecto, un accidente apoplético, que lo tuvo por varios días entre la vida y la muerte; los médicos llegaron a desesperar todos de su curación; pero Dios no queria todavía poner punto a la prueba de su fiel sier­vo, y le mandó que viviera. Levantóse, pues, del accidente, mas no curado. Se temía que de un momento a otro viniera un nuevo ata­que, que sería decisivo. Lo único que podria prolongar su vida era un viaje al extranjero; pero VERGARA no tenia recursos para ello.

Varios de sus amigos liberales se interesaron vivamente con el general Santos Gutiérrez, presidente entonces de la república, para que se le diera una colocación en Europa. Grandes fueron las resis­tencias que hubo que vencer, no de parte del general Gutiérrez, sino de la de los muchos pretendientes al destino que se deseaba con­seguir para VERGARA. Al fin todo se allanó, y VERGARA recibió el despacho de secretario de la legación colombiana en Inglaterra y Francia. Partió de esta ciudad a mediados de julio de i86p, y como ofrenda de despedida a sus amigos y a la tumba de su esposa, publica un tomito con la colección de sus poesías bajo el título de Versos en Borrador.

Su permanencia en Europa no fue para él de ocio y descanso. Todo el tiempo que le dejaban libres los quehaceres de la Legación lo consagraba al estudio y al conocimiento y trato de los hombres notables. VERGARA era de suyo muy insinuante, y asi no le fue dificil hacerse amigo de personajes como Augusto Nicolás, Enrique Cons­cience y otros eminentes literatos. Visitó a Roma, satisfaciendo así el mayor anhelo de su vida, que era besar los pies de Pío ix; hizo

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romería a la tumba de Chateaubriand, su ídolo literario, y escribió con tal motivo una carta, que es sin duda su obra maestra, la más perfecta producción que salió de su pluma. Estuvo también en Ingla­terra, y terminó su correría con el viaje a España, que ponía el colmo a sus aspiraciones mundanas. En Madrid se hizo grande amigo de Hartzenbusch, Tamayo y Baus, Campoamor, Trueba, Fernández Guerra, Zorrilla, doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, y casi todos los académicos y literatos notables; y como no podía venirse de Es­paña sin conocer a Fernán Caballero, que era su autor español favo­rito, hizo viaje hasta Sevilla para ver y tratar a la ilustre y piadosa novelista.

VERGARA aprovechó su permanencia en Madrid para dar a co­nocer allí nuestra literatura, y contribuyó con ello sin duda a que la Academia Española pusiese resueltamente por obra el pensamiento de establecer en América academias correspondientes. VERGARA y los señores Caro y Marroquín fueron nombrados miembros corres­pondientes de aquel sabio cuerpo, y los tres sirvieron de núcleo des­pués ( i8 j i ) a la formación de la Academia Colombiana, tal cual hoy existe.

Mientras VERGARA estuvo en París llevó una vida ascética ejem­plar, que confundía a todos sus paisanos residentes alli, los cuales sólo buscaban el placer en aquella Babilonia moderna. Huía él de todos los lugares consagrados a la disolución, y en su lugar buscaba los templos, las bibliotecas y museos. Uno de sus primeros cuidados al llegar a Paris, fue inscribirse en una de las asociaciones de San Vicente de Paúl, y hacerse señalar una familia pobre a quien visitar y llevar la limosna semanal de la Sociedad.

La última y más bella porción de la vida de VERGARA fue sin duda el año transcurrido desde su regreso a Europa hasta su muerte. Aquel año fue pleno; presintiendo acaso su próximo fin, se propuso llenar la medida de sus merecimientos para poder ofrecerla, apretada y rebosante, a su Maestro y Señor.

Estaba entonces en lo más recio del combate empeñado aqui por el liberalismo contra la Iglesia. VERGARA no se hizo esperar entre los sostenedores de la causa fuerte, y se presentó con más armas de las que puede manejar un hombre, y todas, sin embargo, las manejó hábil y valerosamente. Fundó entonces La Unión Católica; y como las columnas de este periódico no bastasen para contener sus escri-

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tos, apeló a todos los que se publicaban en Bogotá y en el resto de la república en defensa de la causa de sus convicciones. Todos los días aparecían entonces los periódicos católicos con artículos de VER-GARA: en el uno atacaba a los adversarios en tono serio y mesurado; apelaba en el otro a la sátira mordicante; en unas partes se defendía, en otras retaba, y hubo ocasión de tener pendientes cuatro o cinco polémicas a la vez sobre asuntos diferentes, aunque todos conexiona­dos con la cuestión religiosa. La fecundidad, el brío, el valor de VERGARA en aquella ocasión le granjearon no sólo el aprecio sino la admiración de todos los católicos de Colombia; pero si entusiasta fue el aplauso de los suyos, los contrarios no se quedaron cortos por su parte en la diatriba y el insulto. Incapaces de luchar con el vale­roso campeón en el terreno de la razón, jugaron armas enherboladas y traidoras. VERGARA fue calumniado, escarnecido, herido en su ho­nor hasta por personas que habian sido antes sus íntimos amigos y que por consiguiente conocían los quilates de su puro y nobilísimo corazón. A todos ellos perdonó con cristiana mansedumbre, contra ninguno volvió en la polémica las armas prohibidas que ellos le arro­jaban; pero tampoco fueron parte a detenerle en su camino seme­jantes contrariedades y sinsabores. Habia hecho voto de consagrar su pluma a Dios, y no la soltó hasta que Dios mismo se la quitó de la mano. Sobre su escritorio se encontró comenzado el último edito­rial para La Unión Católica; de alli se levantó para pasar a dormir el sueño de la tumba.

Pero no por su consagración absoluta a la polémica religiosa desatendió VERGARA las letras entretanto. Da testimonio de ello la fundación de la Revista de Bogotá, primera publicación de este gé­nero en Colombia, pero de la cual no alcanzó a dar sino muy pocos números. Su amigo don José Joaquín Borda, la continuó hasta com­pletar el año.

Va haciéndose ya demasiado largo este trabajo, y es tiempo de ponerle término. Pero como no habremos de concluir sin tocar con un doloroso episodio, se excusará el que queramos dar todavía un rodeo antes de llegar allí.

VERGARA era no sólo hombre de fe viva sino de caridad ardiente. Extremado en el amor a la patria, a la familia, a sus amigos y a las letras, lo era también en el amor a los pobres. En aquel corazón ca-

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bían todos los amores santos. Jamás se le encontró sordo cuando se trataba de la miseria ajena. Si tenía que dar, daba cuanto tenia; si nada tenia; como sucedía casi siempre, salía a pedir para sus pobres, soportando con paciencia la dureza con que muchos reciben esta clase de solicitudes.

Fue miembro de la Sociedad de San Vicente de Paúl, de Bogotá, a la cual no cesó de prestar importantes servicios aun durante su re­sidencia en Europa. Cuando murió era director de la sección docente, a la que había consagrado un cuidado especial, pues conocía las tendencias de la secta anticatólica a apoderarse de la niñez.

En el día de su entierro una de las cosas que más conmovieron fue el espectáculo de unos cuantos huerfanitos, hijos de San Vicente, pobremente vestidos, que acompañaban llorando su cadáver. ¡Qué escolta aquella tan digna del soldado cristiano!

También era VERGARA cuando murió vicepresidente de la Ju­ventud Católica, sociedad de la cual había sido iniciador, fundador y entusiasta sostenedor.

Acometido por el accidente que le ocasionó la muerte, y obli­gado a recogerse en la cama, la familia descubrió que no la tenía. ¿Se quiere saber por qué? Porque dos noches antes, yendo para su casa, encontró tendida en la calle una pobre y desvalida anciana, que lloraba de hambre y de frío. La alzó, la llevó a su casa, le hizo tomar una refacción y le dio sus propias mantas para abrigarse.

El dia 8 de marzo de j8y2 circuló entre algunos de los amigos de VERGARA la noticia de que estaba enfermo de peligro, cosa que parecía increíble, pues la noche antes precisamente habíamos estado varios con él, en casa del señor José Maria Quijano Otero; con todo nos apresuramos a visitarle, pero le encontramos con el espíritu tan despejado, le oímos hablar con tanto entusiasmo de lo que pensaba hacer y escribir en esos dias, que nos retiramos consolados, juzgando pasajera su dolencia. El p por la mañana, a eso de las ocho, entró un amigo, el señor Teodoro Valenzuela, lo encontró sentado en su silla, rodeado de libros y papeles, y le preguntó cómo se sentía. "Yo me voy", contestó con voz clara, y un momento después agregaba: "Estoy acabando." Corrieron a buscar un médico y a su confesor, que pocos días antes le había confesado, pero cuando vinieron le encontraron ya cadáver. Ni una queja, ni un ¡ay!, ni un suspiro, ni un gesto de temor en aquel momento supremo.

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Imposible seria describir la impresión que produjo la noticia de la muerte de VERGARA, que circuló como un rayo por toda la ciudad. Lo único que podemos decir es que jamás hemos presenciado un duelo • más intenso y más sincero: los amigos, en torno de su cadáver, llo­raban a grito herido, cual si cada uno hubiera perdido un padre o un hermano, y hasta sus mismos enemigos políticos de la víspera, los que más lo habían herido y lastimado, se apresuraron a ir a la casa del duelo a ofrecer sus servicios a la familia.

El entierro fue pomposo por el acompañamiento y más que todo por el tributo de lágrimas que se rindió a su memoria. Todos los escritores públicos, comerciantes, hacendados, estudiantes, artesanos y gran número de señoras acompañaron el cadáver hasta el cemen­terio. La familia no tenía con qué pagar el entierro, e inmediatamente se colectó entre los del cortejo la suma necesaria para este gasto.

Pero no bastaba esto: era necesario proveer de cualquier manera a la alimentación de los cuatro huérfanos, todos pequeños, que de­jaba. Abrióse una suscripción nacional, y de varios puntos de la repiíblica, aun los más remotos, acudieron donativos cuantiosos que aseguraron la subsistencia de la familia, al menos durante el primer año. En casi todos los pueblos y aldeas se celebraron además solem­nes funerales por el descanso de su alma, obra espontánea del clero agradecido al que había sido en vida su leal, constante y desinteresado • defensor.

"Hoy es el hombre y mañana no parece, y en quitándole de la • vista pronto se va también de la memoria." Esta sabia máxima de filosofía cristiana con que el inspirado autor de la Imitación de Cristo-nos amonesta para desvanecer hasta la última sombra de vanidad, no • ha tenido hasta hoy cumplimiento, gracias a Dios, con nuestro amigo. Ocho años han pasado ya desde su muerte, y sin embargo, cada vez que nos encontramos dos siquiera de los que formábamos el círculo de sus estrechas relaciones, a poco andar la conversación recae sobre él, . y al nombrarle, todavía se humedecen nuestros ojos, y cada cual re­fiere algún nuevo rasgo de su vida o recuerda alguna de esas palabras de exquisita finura y delicadeza que tenía siempre para los que ama­ba. Su memoria es todavía la lámpara que alumbra las reuniones de sus amigos, tan animadas y alegres cuando él las presidía. ¡No hemos cesado de recordarle, no hemos cesado de llorarle, aún no nos hemos resignado a perderle!

CARLOS MARTÍNEZ SILVA

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PROLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN

Escribe el hombre para manifestar sus pensamientos en el asunto» de que quiere tratar, con el intento tínico de hacerlo patente tal como lo concibe; y cuando examinamos los escritos producidos en un espacio de tiempo, hallamos en ellos la expresión clara de algo en que los autores no pensaron, a saber: la disposición natural de los autores mismos para las ciencias y obras de ingenio, que nos sirve, en cierto modo, para estimar la del pueblo a que pertenecieron y pre­sentir el grado de cultura intelectual a que llegará; y el movimiento de la instrucción señalado por el ntímero y la índole de los escritos. Vienen a ser éstos, especialmente en los pueblos nuevos, el espejo en que se refleja por entero la vida de la sociedad en lo privado y en lo piíblico, y los pregoneros del linaje de ideas que en cada tiempo pre­dominan y se hacen populares.

Por eso es que el estudio de lo que han sido las letras es indis­pensable para entender bien la historia de un pueblo, puesto que ellas expresan las ideas que sucesivamente lo han agitado, y que de las ideas maduradas nacen luego los hechos, es decir, los sucesos his­tóricos. Cuando éstos son graves, lo sufidente para perturbar la iner­cia ptíblica y agitar los ánimos, suscitan, por reacción, nuevas y nume­rosas ideas hasta entonces dormidas, que hallan stt expresión en letras más abundantes y de varios géneros. Lo que fue arroyuelo se hace pronto raudal literario en los pueblos vivaces, y acaba por ser río caudaloso si la libertad política sobreviene.

Así la historia de la literatura con relación a un pueblo no es sino una faz, pero principalísima, de su historia política: se le ve nacer intelectualmente, crecer y caminar hacia la ciencia moviéndose por impulso propio, que es lo que forma la personalidad en la histo­ria: se ve cómo ha pensado, y allí se encuentra la razón y la medida de lo que ejecuta: porque no hará más de lo que ha jjensado, y como

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lo ha pensado, pues si bien se mira, en el movimiento de las nacio­nes no hay actos indeliberados por más que algunos lo parezcan.

La historia literaria de nuestro país, poco ruidosa y tan escasa en años como la historia nacional, no puede menos de interesarnos sobremanera, por cuanto nos demuestra la índole ingeniosa de los granadinos, tan inclinados a pensar, que apenas radicada la coloni­zación se ensayaban en crónicas rudimentarias relativas a la conquista y al gobierno de la colonia, sin perjuicio de sacar también a lucir sus pobres estudios en estirados sonetos laudatorios. Poco después ya se atreven a graves disertaciones sobre asuntos de escasa importancia, indicando la genial inclinación a investigar y disputar y así, de grado en grado, les vemos pasar de la tímida imitación a la originalidad, de la apología de los personajes a la crítica de los hechos, a la ex-

• presión de opiniones, a la audacia de pensamientos en materias socia­les; realizándose por grados una revolución intelectual que al fin,

- como era preciso, se hizo jx)lítica y tomó cuerpo en los sucesos de 1810. Es verdad que no fueron éstos netamente revolucionarios sino

• de aprendizaje; pero sí tuvieron bastante novedad y resonancia para sacudir la masa de los colonos, y bastante seriedad para poner en ejer­cicio toda la fuerza mental de los letrados de entonces, trocados ya en publicistas.

Véase cómo el movimiento intelectual que primitivamente apa­reció tenue y rastrero, fue creciendo y vigorizándose sin desmayar, porque era ingénito, hasta producir, a pocas generaciones, arengas revolucionarias y constituciones políticas: los pensamientos que em­pezaron por manifestarse vagos y abstractos, se aplicaron por fin a los sucesos que irmiediatamente interesaban, y tomando cuerpo pro­dujeron la independencia nacional.

Nadie, hasta ahora, se había tomado el trabajo de hacer el inven­tario de la riqueza intelectual de nuestro país; porque talvez nadie ha contado tantos materiales pacientemente reunidos como el autor de estas Memorias, en especial los relativos a los primeros tiempos de la colonización, tan ingratos para las letras, que no era lícito decir todo lo que se pensaba, ni era fácil imprimir lo que, sin bibliotecas que consultar y a virtud de meditaciones solitarias, se escribía.

Que hubiesen transcurrido algunos años más sin realizar este inventario, y ni rastro habría quedado, ni siquiera noticia de la mayor parte de las ohras, varias de ellas inéditas, que escribieron nuestros

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letrados desde 1580, en que asomó la vida intelectual en el Nuevo Reino de Granada, hasta fines del siglo pasado, en que comenzó a fundonar nuestra imprenta. Por esto el servicio que el señor Vergara ha hecho a la historia literaria y a la historia política de nuestra pa­tria, es inestimable; ha salvado, cuando estaban a punto de perecer, las reliquias del pensamiento de nuestros antepasados, que servirán a los futuros historiadores para explicar muchos sucesos preparatorios de los grandes acontecimientos de 1810, racionalmente inexplicables si no se conociera la tendencia de las ideas y la pujanza intelectual que, apenas instruidos, manifestaron los nativos de este suelo. Espí­ritus tan aptos para la investigación y la crítica, no eran los más ade­cuados al sufrimiento indefinido del régimen colonial.

Si hubiésemos de juzgar por su valor intrínseco las producciones de nuestros escritores antiguos, poco hallaríamos que decir; p>ero si se desea estudiar el creciente movimiento de las ideas en este país e imponerse del sesgo que sucesivamente iban tomando, allí se encon­trarán predosos testimonios del progreso intelectual, precursor de las transformaciones sociales y políticas porque hemos pasado, y servi­rán al historiador de hilo para conducir certeramente su narración.

Así, pues, no hay sino justicia en calificar esta publicadón, que con tanta labor preparó el señor Vergara, no sólo de curiosa sino de muy importante para la inteligencia de la historia nacional, que alguien escribirá como debe escribirse, diferenciándola de las rela­dones familiares y de las meras cronologías que por todo caudal his­tórico poseemos.

ALPHA

(Manuel Ancízar)

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INTRODUCCIÓN DEL AUTOR A LA PRIMERA EDICIÓN

El nombre de este libro puede parecer pretensioso; una historia debe ser completa, y la mía no lo es. La deterininadón de escribirla haría creer que me consideraba con fuerzas para emprender la obra, y no he pensado en esto.

Por lo que hace al nombre, no podía darle otro. El de Memorias, que le había dado en su principio, salvaba mi responsabilidad, pero no salvaba él plan que era forzoso seguir; y por lo que hace a lo^ motivos que tuve para escribirlo, la sencilla reladón que voy a hacer me disculpará ante el lector. Ella está relacionada con la segunda parte de este libro, que no sale a luz ahora.

El plan de estudios de 1843, obra del señor Mariano Ospina, y que fue imprevisoramente derogado en 1851, tenía una falta en mi humilde opinión: no consagraba al estudio de la lengua y literatura patrias sino un breve curso de gramática, que nunca se estudió sino en compendio. Así era que los que estudiamos bajos aquel plan, por otros lados excelente, salíamos de las clases sin más conocimiento de la literatura castellana que el que adquiríamos en la diminuta proso­dia de la gramática.

Durante los años que permanecí en el Colegio-Seminario, abrió el P. Fernández un curso extraordinario de literatura castellana; y los que asistimos voluntariamente a él adquirimos algún conocimiento de los autores españoles. Pedí en la Biblioteca del Colegio alguna obra de literatura, y se me fadlitaron las de Lampillas y Andrés. Al salir de interno, busqué en la Biblioteca Nacional obras en qué apren­der la historia de la literatura castellana hasta nuestros dias, y no encontré sino las de los autores ya nombrados y la muy extensa de Mohedano, que leí entonces. El señor Rufino Cuervo tuvo, entre otras finezas que le debí, la de hacerme leer una obra nueva que yo no había oído nombrar todavía: el Resumen histórico de la lite­ratura española, por don Antonio Gil de Zarate. A este conjunto de

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42 JOSÉ MARÍA VERGARA Y VERGARA

circunstancias casuales debí el pensamiento de buscar los materiales que son objeto de esta obra: porque una vez que conocí la historia de la literatura española hasta nuestros días, quise conocer la historia especial de la literatura americana para completar en mi memoria el desarrollo de las letras españolas, con el cultivo que de ellas se hubiera hecho en este Continente. Allí encallaron mis esfuerzos: por más que pregunté no hubo quién me diera noticia de obra alguna, por una razón muy sencilla, según lo he visto después: porque nada se había escrito en este ramo.

Yo había leído las obras de Alarcón y Sor Inés de la Cruz, dos de los primeros poetas españoles, y ambos americanos. Me parecía imposible que esos dos ingenios hubieran sido únicos en América, porque el aparecimiento de un grande escritor jamás es un fenó­meno: siempre es representante de una generación tan adelantada que sea capaz de produdrlo. Esta reflexión la confirmaba con la noti­cia de varios ingenios americanos, que había leído en las cartas eru­ditas de Feijóo.

Consulté estas obras con el señor Cuervo y con el señor Mosquera, Arzobispo de Bogotá, hombre muy ilustrado; uno y otro las oyeron con interés y las encontraron fundadas. Me dieron razón de algunos escritores de la época de la independencia; y el señor Cuervo me dijo que aguardara a que se imprimiese una obra que había visto ya anun­ciada: la Historia de la Nueva Granada desde la conquista hasta 1810, por el señor José Antonio de Plaza. "Plaza, me dijo el doctor Cuervo, es hombre erudito, muy estudioso y especialmente investigador de piuestras antigüedades. En su libro es seguro que usted encontrará muchas noticias curiosas sobre esas materias." Esperé, siguiendo el consejo, y un año después apareció la obra citada, cuyas páginas devoré casi en lectura seguida, para saciar mi doble curiosidad de conocer la historia civil de mi patria, que iba a leer por primera vez, pues en nuestros colegios jamás se enseñan estas cosas, y para estudiar la historia literaria, que era lo que principalmente buscaba. En lo primero nada tuve que objetar entonces: se abrió ante mis ojos un mundo desconocido. Respecto de lo segundo tuve un desengaño y un desconsuelo, al leer al fin del discurso preliminar estas palabras:

"La historia literaria de este país hasta 1800 no presenta un solo rasgo característico nacional ni un sabio de quien gloriarnos. Apenas el Obispo Piedrahita escribió la historia de la conquista

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HISTORIA DE LA LITERATURA EN NUEVA GRANADA 4 S

tomando buenas noticias de las vivas fuentes del Compendio historial de Quesada, obra inédita de este conquistador; de los recuerdos que dejó el licenciado Juan de Castellanos, coetáneo a la conquista, y de algunas tradiciones indígenas. . ."

Y más abajo añade hablando de 1810: "Entonces, como por encanto, descuellan sobre la turba hebetada

del pueblo, raros genios, que en el oscuro rincón de sus gabinetes agitaban las cuestiones de alta política, penetraban en los misterios de las ciencias y se adelantaban a formar proyectos grandiosos.. ."

Hé aquí cuanto encontré sobre la parte literaria de nuestra his­toria. Por fortuna aquella negativa era tan absoluta, que me conven-ti ció de que no podía ser cierta. Para mí era y es indudable que, con excepción de los profetas, todos los demás hombres notables por su genio son la síntesis y no el paréntesis de una generación. No hay fenómenos ni excepciones en este particular: el espíritu humano se desarrolla a pasos contados: llega a épocas en que hombres superiores precipitan su desarrollo, y a otras en que hombres medianos o nulos lo retardan, pero jamás lo estancan.

Para que hubiera habido entre nosotros esa admirable genera­dón de 1810 era preciso reconocer la existencia de una labor ante­rior, y muy anterior a ella; de un desarrollo del espíritu, lento si se quiere, pero que existió. Hombres como Caldas no improvisa la huma­nidad en ninguna parte del mundo. E¡ hombre cultiva en sí mismo el germen de las generaciones futuras: el que explota solamente las fuerzas físicas y las pasiones rudas tendrá por biznieto un bárbaro. El abuelo de Newton hizo algo en su espíritu, para que naciera en su raza aquel genio. Las generaciones anteriores a Caldas debieron ser muy intelectuales para poder producir aquel hombre excepcional.

Apoyado en tales reflexiones, no creí absolutamente la aserción del doctor Plaza ni los famosos tres siglos de ignorancia que campean por su respeto en todos los discursos patrioteros; pero no tenía prue­bas que exhibir en contra, y me dediqué a buscarlas. Leí las obras de nuestros historiadores antiguos, en las cuales encontré algunas refe­rencias a otras que eran desconocidas: me fatigué tras las tradiciones orales, inconexas e incompletas, pero que también me revelaban algo. No satisfecho con llevar apuntamientos, quise formar una colección y al cabo de seis años tuve una tal cual, cuyo estudio me puso en camino de adelantarla. Tras de una larga ausencia en las provincias

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del Sur, regresé a Bogotá con nuevas adquisiciones, tanto en noticias como en impresos, y encontré entonces (1857) de regreso de Europa a otro joven, el señor Ezequiel Uricoechea, que había tenido también la idea de reunir una colección nacional, en la cual hallé obras nue­vas para mí. Poco tiempo después quiso acompañarnos en igual labor el señor José María Quijano Otero, que empezó tarde y nos venció pronto, pues logró reunir una colección más rica que las nuestras. Apoyado en estos tres depósitos, adelanté rápidamente mis pruebas de que antes de 1810 había existido aquí un movimiento literario digno de mendón y de aplauso.

En este año conocí la historia universal de Cantú, esa maravilla del siglo XIX: al leer sus páginas las definí: la tierra vista desde la luna, y busqué ansiosamente en ellas lo concerniente al desarrollo de la literatura en el mundo. Encontré noticias raras, juicios completos en lo referente a la sabia antigüedad, y en los siglos posteriores hasta el siglo XVII. De allí para adelante, por completo que sea respecto de otras naciones, mengua en interés respecto de la española, y al llegar al aparecimiento en la vida del mundo de las repúblicas americanas, busqué y no encontré la parte intelectual de estas naciones, cuyas guerras resuenan en las páginas de este gigantesco libro, pero resue­nan aisladas y expósitas. No se conoce la causa del espíritu que movió a aquellos cuerpos que lidiaron desde el Plata hasta la Guayana: una simple insurrecdón material no podía producir aquella lucha. Estaba seguro de que si hubiesen llegado a manos del grande histo­riador obras americanas, hubiera hecho un estudio de nuestra vida intelectual y nos hubiera exhibido algo más que como heroicos p>ero simples insurrectos: la falta estaba, pues, en nosotros mismos, que no habíaiuos proporcionado a su inmenso archivo otros materiales que los boletines de nuestras guerras.

Tenía otro objeto al buscar los materiales concernientes a mi patria: esperaba que tarde o temprano se escribirían obras bajo el mismo plan en los otros pueblos de América, las que, reunidas, pue­dan hacernos conocer unos a otros los hijos de este vano Continente, y a todos juntos a los ojos de los historiadores europeos.

En suma, durante diez y seis años he hecho de esta idea una idea fija: la he seguido aun en medio de las guerras que con frectien-cia nos saltean; no he pierdido para mi pensamiento ni días de pri­sión ni días de campaña. A veces he recogido noticias interesantes

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que pasaban acto continuo a mi cartera, en medio de las angtrstias de un sitio o de la agitación de un campamento.

La obra que trabajaba yo era apenas, según mi intendón, un apunte informe que me sirviese de indicador para completar mi colec­ción y como memorándum para satisfacer mi curiosidad de conocer el desarrollo de nuestras letras hasta antes de 1810. Mis apuntamien­tos eran ya tan voluminosos y algunos de ellos tan interesantes, que los amigos personales que constituyen mi sociedad íntima y habitual me animaron a que los redactase y publicase; y no solamente rae animaban, sino que algunos de ellos pusieron por obra la de urgirrae y vedarme el paso en todas las demás empresas literarias que acome­tía, para reducirme a ocuparme solamente en la obra que hoy pre­sento al público, y dedico especialmente a los jóvenes de América.

Empecé a publicarla en 1861 y el encrudecimiento de la guerra me estorbó su continuación. Volví a tentar vado en 1865, y sobrevi­nieron otras turbaciones políticas que me lo impidieron. La he lle­vado por fin a efecto en este año; y la mayor parte de sus pliegos se han impreso no bajo las alas benditas de la paz, sino entre las inquietudes mortales de una nueva guerra.

He narrado adrede esta historia porque ella me disculpa del atrevimiento que presupone escribir una obra seria, no teniendo dotes de escritor sino para escribir fugaces artículos de periódico, que tienen la ventaja de que si son leídos hoy, son olvidados mañana. Si hubiera habido otro escritor que quisiese ocuparse en esto, le hubiera dado de buena voluntad mis apuntes, y hubiera puesto a su dispxjsición mi biblioteca nacional. A falta de otro, me he presentado yo como autor.

Y era tiempo, a fe mía. La generación de 1810 que nos explica el pasado más interesante, está acabando de desaparecer. Entre los pocos de ella que viven, está mi venerado padre, a quien tengo el honor de dedicar este libro. A él debo una multitud de datos histó­ricos interesantes, y, sobre todo, debo al calor de su palabra haber podido entender la letra que hubiera sido muerta para mí, de mu­chos impresos cuyo valor he podido apreciar, merced a que se me hacía conocer previamente a sus autores, como si estuviesen vivos. Por otra prte, hay un total desamor por los estudios históricos de la patria: la política, que se cultiva de preferenda a todo, causa displi­cencia, y despego por todo lo que no sea ella misma. Haré notar aquí

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un hecho histórico y crítico, que siempre que me he dirigido a los diversos gobiemos que se han sucedido desde 1857 hasta 1866 en alguna diligencia referente al estudio y fomento de nuestra historia en sus diversos ramos, he encontrado no sólo despego sino a las veces hostilidad, y en algunos empeño en que tal cosa no se hiciera. Hom­bres que en la vida privada cultivan las letras y apoyan los esfuerzos, en tal sentido,, al subir al poder rechazan y aun persiguen la inofen­siva tarea del historiador, de anticuario y del literato.

El viento tampoco sopla del lado de los estudios históricos. En todo el tiempo corrido del siglo xix no hemos tenido sino tres histo­riadores: el general Acosta, autor de la Historia de la conquista y colonización del Nuevo Reino de Granada; el señor Plaza, autor de la Historia de la Nueva Granada, desde la conquista hasta 1810, y el señor Restrepo, que escribió la historia de la revolución de Colom­bia. Yace en la sombra todavía una excelente Historia eclesiástica de la Nueva Granada, obra del señor José Manuel Groot.

De historiadores contemporáneos o memorias políticas, posee­mos, entre otras, las siguientes: Apuntes para la Historia, del señor José Maria Samper; la Historia de la revolución del 17 de abril, por el señor Venancio Ortiz; los Anales de la revolución de 1860, por el señor Felipe Pérez; y las Memorias histórico-políticas, del general Posada. El general López ha impreso el primer tomo de las memorias de su vida.

En cambio hemos tenido ocho revoluciones desde 1820 hasta la fecha; y en punto a escritos, una enorme cantidad de periódicos polí­ticos, hijos y padres de las revoluciones.

Los que nos ocupamos, pues, en estudios históricos, lo hacemos a pura p)érdida de tiempo, de dinero y de fama. En reemplazo de tan grandes estímulos, no es mucho si pedimos indulgencia.

Por lo que a mí toca, la reclamo, y casi tengo derecho a exigirla. Producir una obra de la poca extensión de ésta en Europa, no

sería gran cosa, aunque se refiriera a la más remota antigüedad. Allá existen tradiciones ordenadas; bibliotecas abundantes; archivos esme­radamente arreglados y fomentados; estímulos para sepultarse en ellos el gusano que se llama hombre, para salir de allí la mariposa que se llama escritor. Sobre la misma materia que uno quiera escribir, en­cuentra mil obras más. El periodismo inmenso da ecos a la voz: la abundante clientela de lectores de todas dases da al escritor coronas.

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no ya de laurel griego sino de oro de California. La movilidad del escritor viajero, que va a buscar en todos los rincones de una nación materiales y tradiciones, es barata y fácil.

Entre nosotros todo es al contrario. Hay que buscar los materiales dispersos, y casi siempre truncos. No hay sino una sola biblioteca pública en cada nación; es dedr, diez y siete para toda la América, de las cuales no puede visitar uno sino la de su nación. El que logre sepultarse en una de ellas a estudiar la antigüedad, no la encontrará sino a pedazos; y desde el gobiemo hasta los ciudadanos, excepción hecha del Brasil, Chile y Perú, todos le ponen trabas y a veces obs­táculos insuperables. Las obras son pocas; y siendo pocas, puede uno estar seguro de que en el ramo que va a estudiar no encontrará ni una pulgada del camino desmontada y andadera. Nuestro escaso perio­dismo está exclusivamente consagrado a la política de partido; y el libro que uno lanza a la arena, es recibido con indiferencia por sus copartidarios, que no le tributan más amparo que el silencio; al paso que los del partido opuesto lo recogen para hacer de él una arma que tirar a la cabeza del autor en cualquier día de lucha política. Por lo mismo que todas las obras concebidas en medio de tales difi­cultades, necesitan piedad y delicadeza, se les niega la piedad, por lo mismo que necesitamos críticos magistrales que dirijan a los escri­tores, somos críticos de corrillo, superfidales. Un artículo de crítica se zurce con la misma facilidad que uno de política; y uno y otro son la cosa más hacedera, pues basta prodigar nedos encomios por un lado, y necias inculpaciones por otro.

Últimamente, la movilidad del escritor es cara y difícil, para recorrer países inmensos y poco poblados; y estas razones juntas hacen que el drculo de lectores en cada nación sea en menos número que los lectores de una sola calle de Londres, de una plaza en Paris o de un distrito en España o Italia.

Mas, volviendo a la obra en que me ocupo, debo decir unas pocas palabras sobre el plan que he seguido. La materia y su pobreza no me daban derecho a vacilar: no podía hacer otra cosa que lo que he hecho, seguir el orden cronológico, poniendo la notida biográfica de cada autor y la de sus obras, y un breve juicio crítico sobre los escri­tos sobre el autor mismo; y mezclado todo esto con los sucesos refe­rentes a las letras. Solamente en la tercera parte de esa historia (1835-1866) permite la abundanda de la materia otra división.

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I

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Al remontar en mis investigaciones la corriente de los tres siglos que constituyen nuestra historia, he visto el paisaje al revés, sin pers­pectiva y sin explicación. Los materiales que iba encontrando me servían de piedras miliares para saber que ese y no otro era el camino. Pero una vez que estuvieron arreglados metódicamente y que des­cendí desde 1538 hasta 1820, encontré todo explicable; vi el paisaje al derecho. Un pueblo pequeño lucha por formarse su historia escrita, por civilizarse de una manera análoga a la vida salvaje que aún lo rodea, y a la vida europ>ea cuyos hábitos le enseñaron sus padres. Escribe primero una mala prosa que poco a poco mejora: ensaya algu­nos versos; tantea fortuna por el lado de las letras sagradas, y vuelve otra vez a las letras profanas, en las cuales se va enrobusteciendo día por día. La gran revoludón de 1810 se empieza a oír desde 1760, al principio sorda y lejana, poco a poco más cercana y resonante, hasta que al fin, como el Funza en el Tequendama, se lanza en el pavoroso y admirable cataclismo que la guarda. La organización colonial no nos convenía; los reyes mismos de Castilla, al haberse trasladado a este suelo, hubieran trabajado por la independencia. El espíritu no trae desde el principio de su desarrollo en Nueva Granada, otra ten­dencia que la de buscarse vida propia.

El lector encontrará al repasar las páginas que he trazado, una cosa que le sorprenderá desagradablemente si es espíritu fuerte: mi libro no viene a ser sino un largo himno cantado a la Iglesia. De este cargo no me disculparé. Quise escribir solamente una historia literaria; y si en ella hubiera encontrado algo que redundase en con­tra de la Iglesia, lo hubiera escrito francamente o hubiera renunciado a la obra. Mas, ya que lo que buscaba, las letras, lo encontré siempre en el seno de la Iglesia iriisma, no tenía para qué negar que me es muy grato reunir las glorias de la Iglesia a las de la patria. Descría que todas mis obras estuvieran al servicio de la causa católica, y me parecería perdido el tiempo que no emplease en tal objeto. Al tra­bajar para mi patria, este querido pedazo de tierra que Dios me señaló por cuna, no quiero olvidarme que también soy ciudadano de la eter­nidad. Así, pues, si el lector, que tome este libro, no gusta de escritos católicos, debe abandonarlo desde esta página; si a pesar de no gustar de ellos, no está reñido con los que profesamos fe sincera y ardiente, inofensiva como su divino autor, siga leyendo.

Cristiano, trabajo para mi religión; ciudadano, trabajo para mi patria.

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El primer soldado aventurero que se intrincó en una montaña impenetrable y desconocida a buscar algo más allá, y encontró uno de nuestros hermosos valles, no fue, por cierto, el que nos hizo el amplio camino que hoy transitamos. Sobre sus huellas vinieron las ciendas y el comercio, y trazaron el camino actual: talvez tuvieron que corregir en mucho la línea que el soldado viajero trazó vacilante y perdido, sin más guía que la luz de las estrellas vistas al través de la opaca arboleda. Talvez se le critique hoy que no hubiera faldeado un áspero monte a cuya dma llegó él porque buscaba un punto de vista para seguir explorando. Sin embargo, el desconoddo soldado que murió al fin de su viaje, fue el que dijo a los hombres que podían ir por ese lado porque encontrarían bellas comarcas: su memoria tiene derecho no a la admiradón por su genio, sino a la piedad p>or sus trabajos.

Yo soy en mi patria ese soldado desconocido: "nada hay tras de aquella montaña", dijeron hombres autorizados; yo he hecho el viaje, solo y a pie, a buscar la confirmación de su palabra o la solución de mi duda. Regreso diciendo que hay una vasta región, de la cual traigo muestras. El ingenio, las ciencias y el comercio pueden ir a ella. Mi senda está mal trazada: ¡que la corrijan! ¡Que la acorten, si la sole­dad y la ignorancia me obligaron a hacerla más larga 1

El explorador tiene derecho no a la admiradón sino a la piedad. No pide al pasajero un juicio crítico, que teme, sino un recuerdo afectuoso que desea.

JOSÉ M . VERGARA Y VERGARA

Bogotá, julio 20 de 1867.

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