JaCInTo FoRTunaTo DomínGuEz ToRRES Testigo del … · “Unos me dicen que habrá nuevas casas en...

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Testigo del vaivén en la Santay Tiene 61 años, nació un 17 de agosto en la Isla Santay. Sus padres fueron Juan Bau- tista Domínguez Cruz, nacido en Chanduy (Santa Elena) y Rosa Peregrina Torres Quimí, originaria de Cerecita (Gua- yas). Creció en la Isla con sus cinco hermanos. Trabaja desde los siete años, pesca desde los 10 y pudo viajar solo a los 14. A los 17 conoció el amor, es- poso de Marilu Melgar, con quien tiene seis hijos. Fue al- fabetizado por los estudian- tes del Colegio Politécnico a sus 50 años. Todos sus hijos estudiaron en el Puerto Principal y fue- ron inscritos en Durán. Las cuatro primeras residen en Pascuales por la cercanía a la Universidad de Guayaquil, fue en ese sitio donde cono- cieron a sus esposos; los dos menores viven junto a él en la Isla. Su último hijo, Kevin de 14 años, es el único que cursó la primaria en la escuela Jai- me Roldós Aguilera, ubicada en Santay. Los demás estu- diaron en la escuela fiscal Dr. Francisco Falquez Ampuero, en el sur de Guayaquil. Su mayor orgullo es su hija Ka- tty, quien está por graduarse de parvularia. Es abuelo de nueve nietos, incluida una pareja de mellizos. Con el fútbol rememora sus viajes de joven. Jugó como centro-izquierdo desde los 15 hasta los 38 años. “Iba a donde me llevaran a jugar, ahí salían las admiradoras”, dice sonriente. Esos años le dejaron medallas doradas, ahora sin brillo. Ganó tanto en el barrio La Saiba, en el sur de Guayaquil, como en la antigua hacienda Matilde, en la Isla Santay o en Taura (Naranjal), ubicado a unas dos horas de la Isla. on una gorra blanca deshilachada, don Jacinto se cubre el rostro arrugado y los ojos achinados del sol que cae so- bre la Isla Santay. Como corbata lleva un ro- sario, de esos que brillan en la oscuridad, que cierra sutilmente el cuello de su camisa, dejando entrever su piel tostada. Don Jacinto tiene tantas canas como viajes por el río Guayas. Lo atraviesa desde los 10 años. Al inicio acompañado pero siempre por necesidad. “Pescar an- tes era bueno, en dos días hacía lo que ahora en un mes”, comenta. De joven se sentía millonario con cinco sucres; ahora aho- rrar es una ilusión. Con sus zapatos deportivos enlodados recorre un mue- lle flotante que lo lleva a la canoa de su hermano. “De Jesús” lleva escrita en la popa. Viaja en esta porque la suya usa remos y su es- posa “va de apuro”. “No he sacado motor porque en- deudarse es un problema”, dice mientras se alista para salir al mercado Caraguay. Cuando sus manos medían la mitad que lo de ahora, cargaba cubetas repletas de leche que vendería en Guayaquil junto a su pa- dre. Era un niño de 7 años que no conocía los libros, pero sí cómo operar una finca. El ser el hijo del capataz de la hacienda San Francisco, en el sur de la Santay, no le daba ninguna ventaja más que sudar como todos. Las haciendas Florencia, Matil- de, Puntilla y Pradera re- cibían a decenas de peones a diario. Esos tiempos acabaron a sus 21 años, cuando el Banco Ecuatoriano de la Vivienda se hizo cargo de la Santay y obligó a los hacendados a irse. Así también zarparon las plazas de empleo. Ya con dos hijas, don Jacinto tuvo que dedicarse al oficio de todos: pescador. “Prometí que mis hijos no crecerían así”, cuen- ta apretando el puño con 2000. “Ellos me decían que decida entre mis animales o quedarme en la Isla ¡nunca entendieron que los vendía sólo en emergencias!”, ex- presa indignado. En los viejos corrales de los hacendados, don Ja- cinto guardaba 50 chivos, 120 gallinas y 80 cerdos. Vendía a USD 1.50 la libra de carne en el mercado. “Había días que ni salía a pescar”, comenta. Al final, se quedó con solo un par de cada especie. A los 50 años conoció el abecedario. Mientras su hija mayor iba a la universidad, él terminó la primaria con el programa de alfabetización del Colegio Politécnico. Desde enero pasado la isla Santay es área protegida, nuevamente administra- da por el Estado. Don Ja- cinto divide sus días entre la pesca y los cursos para construir eco-viviendas, Rostros de la isla Santay RETRATO C Universidad Casa Grande Jueves, 28 de octubre de 2010 Sus ojos han visto todos los cambios en la Isla Santay. Escuchando el murmullo del río Guayas nació, conoció el amor, crió a sus hijos y desea morir. fuerza. A diferencia de él, sus seis hijos han cursado la secundaria. “Todos los días los llevaba a remo hasta Guayaquil y luego los recogía”. Una tarde, sus tres hijas re- gresaron con su tío a la Isla, de pronto una embarcación mayor los chocó. La canoa se viró. Aunque cayeron al frío río Guayas, ninguno acabó en el hospital. “Fue la última vez que las dejé venirse solas”, dice. El segundo milenio trajo a Santay nuevos administra- dores: la Fundación Malecón ofrecidas por el Ministerio de Vivienda. Su ansiedad por construir se nutre con la ilusión de que su viejo hogar de caña, de la fundación Hogar de Cristo, acoja a sus hi- jas cuando lo visiten en la Santay. “Unos me dicen que habrá nuevas casas en dos meses, otros el próxi- mo año”, duda mientras moldea una tabla golpean- do el cincel con su puño. TEXTO Y FOTO: Carolina Pilco Ruiz [email protected] JACINTO FORTUNATO DOMÍNGUEZ TORRES

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Testigo del vaivén en la SantayTiene 61 años, nació un 17 de agosto en la Isla Santay. Sus padres fueron Juan Bau-tista Domínguez Cruz, nacido en Chanduy (Santa Elena) y Rosa Peregrina Torres Quimí, originaria de Cerecita (Gua-yas). Creció en la Isla con sus cinco hermanos.

Trabaja desde los siete años, pesca desde los 10 y pudo viajar solo a los 14. A los 17 conoció el amor, es-poso de Marilu Melgar, con quien tiene seis hijos. Fue al-fabetizado por los estudian-tes del Colegio Politécnico a sus 50 años.

Todos sus hijos estudiaron en el Puerto Principal y fue-ron inscritos en Durán. Las cuatro primeras residen en Pascuales por la cercanía a la Universidad de Guayaquil, fue en ese sitio donde cono-cieron a sus esposos; los dos menores viven junto a él en la Isla.

Su último hijo, Kevin de 14 años, es el único que cursó la primaria en la escuela Jai-me Roldós Aguilera, ubicada en Santay. Los demás estu-diaron en la escuela fiscal Dr. Francisco Falquez Ampuero, en el sur de Guayaquil. Su mayor orgullo es su hija Ka-tty, quien está por graduarse de parvularia. Es abuelo de nueve nietos, incluida una pareja de mellizos.

Con el fútbol rememora sus viajes de joven. Jugó como centro-izquierdo desde los 15 hasta los 38 años. “Iba a donde me llevaran a jugar, ahí salían las admiradoras”, dice sonriente. Esos años le dejaron medallas doradas, ahora sin brillo. Ganó tanto en el barrio La Saiba, en el sur de Guayaquil, como en la antigua hacienda Matilde, en la Isla Santay o en Taura (Naranjal), ubicado a unas dos horas de la Isla.

on una gorra blanca deshilachada, don Jacinto se cubre el rostro arrugado y los ojos achinados del sol que cae so-bre la Isla Santay.

Como corbata lleva un ro-sario, de esos que brillan en la oscuridad, que cierra sutilmente el cuello de su camisa, dejando entrever su piel tostada.

Don Jacinto tiene tantas canas como viajes por el río Guayas. Lo atraviesa desde los 10 años. Al inicio acompañado pero siempre por necesidad. “Pescar an-tes era bueno, en dos días hacía lo que ahora en un mes”, comenta. De joven se sentía millonario con cinco sucres; ahora aho-rrar es una ilusión.

Con sus zapatos deportivos enlodados recorre un mue-lle flotante que lo lleva a la canoa de su hermano. “De Jesús” lleva escrita en la popa. Viaja en esta porque la suya usa remos y su es-posa “va de apuro”. “No he sacado motor porque en-deudarse es un problema”, dice mientras se alista para salir al mercado Caraguay.

Cuando sus manos medían la mitad que lo de ahora, cargaba cubetas repletas de leche que vendería en Guayaquil junto a su pa-dre. Era un niño de 7 años que no conocía los libros,

pero sí cómo operar una finca.

El ser el hijo del capataz de la hacienda San Francisco, en el sur de la Santay, no le daba ninguna ventaja más que sudar como todos. Las haciendas Florencia, Matil-de, Puntilla y Pradera re-cibían a decenas de peones a diario.

Esos tiempos acabaron a sus 21 años, cuando el Banco Ecuatoriano de la Vivienda se hizo cargo de la Santay y obligó a los hacendados a irse. Así también zarparon las plazas de empleo. Ya con dos hijas, don Jacinto tuvo que dedicarse al oficio de todos: pescador.

“Prometí que mis hijos no crecerían así”, cuen-ta apretando el puño con

2000. “Ellos me decían que decida entre mis animales o quedarme en la Isla ¡nunca entendieron que los vendía sólo en emergencias!”, ex-presa indignado.

En los viejos corrales de los hacendados, don Ja-cinto guardaba 50 chivos, 120 gallinas y 80 cerdos. Vendía a USD 1.50 la libra de carne en el mercado. “Había días que ni salía a pescar”, comenta. Al final, se quedó con solo un par de cada especie.

A los 50 años conoció el abecedario. Mientras su hija mayor iba a la universidad, él terminó la primaria con el programa de alfabetización del Colegio Politécnico.

Desde enero pasado la isla Santay es área protegida, nuevamente administra-da por el Estado. Don Ja-cinto divide sus días entre la pesca y los cursos para construir eco-viviendas,

R o s t r o s d e l a i s l a S a n t a yRETRATO

C

Universidad Casa GrandeJueves, 28 de octubre de 2010

Sus ojos han visto todos los cambios en la Isla Santay. Escuchando el murmullo del río Guayas nació, conoció el amor, crió a sus hijos y desea morir.

fuerza. A diferencia de él, sus seis hijos han cursado la secundaria. “Todos los días los llevaba a remo hasta Guayaquil y luego los recogía”.

Una tarde, sus tres hijas re-gresaron con su tío a la Isla, de pronto una embarcación mayor los chocó. La canoa se viró. Aunque cayeron al frío río Guayas, ninguno acabó en el hospital. “Fue la última vez que las dejé venirse solas”, dice.

El segundo milenio trajo a Santay nuevos administra-dores: la Fundación Malecón

ofrecidas por el Ministerio de Vivienda.

Su ansiedad por construirse nutre con la ilusión de que su viejo hogar de caña, de la fundación Hogar de Cristo, acoja a sus hi-jas cuando lo visiten en la Santay. “Unos me dicen que habrá nuevas casas en dos meses, otros el próxi-mo año”, duda mientras moldea una tabla golpean-do el cincel con su puño.

TEXTO Y FOTO:Carolina Pilco [email protected]

JaCInTo FoRTunaTo DomínGuEz ToRRES

El 12 de marzo pasado cumplió 65 años. Nació en la Isla Santay pero fue inscrito en Santa Elena, porque sus padres nacieron allá. Ellos se enamoraron en la Santay mientras trabajaban en la hacienda de los Guzmán. Sus nombres eran: Luis Parrales Banchón y Lucía Domínguez. Tuvo una hermana por parte de padre que nunca cono-ció.

a sus tres meses de edad su madre falleció. “Que fuerte era que no me morí”, comenta. Primitiva Lindao, prima de su mamá y popu-lar en la Isla por ser la “me-jor partera”, le dio de lactar. Casi al año, sus abuelos Froi-lando Dominguez y Clemen-cia Cruz Lindao decidieron criarlo como su hijo.

Casado con Dora Cruz desde 1970, tiene cinco hi-jos, todos varones, el mayor tiene 35 y el menor 24 años. “Mi mujer tuvo dos abortos en sus primeros embarazos”, cuenta. Si hubiesen nacido, Don Benito tendría una hija y un hijo más.

En 1998, por la construc-ción de la escuela Jaime Roldós Aguilera, se creó la Asociación de Pobladores San Jacinto de Santay. Don Benito fue el presidente de la primera directiva, por cuatro años.

ahora es presidente de la Asociación de pescadores artesanales de la Santay, con los que está planeando las primeras fiestas de San Pedro para el próximo año. Ahora solo celebran a San Jacinto y a María de la Mer-ced.

además es guía turístico, cobra USD 1,25 por turista, y cuidador de cocodrilos, por lo que recibe USD 300 que le pagan mes a mes en la caja del Ministerio de Medio Ambiente. De allí saca para alimentar los 11 ejemplares que viven en la Isla.

El hombre orquesta de la Santay

R o s t r o s d e l a i s l a S a n t a yRETRATO

S

Universidad Casa GrandeJueves, 28 de octubre de 2010

Es un líder que vive para

aprovechar las oportunidades. Se dedica a la pesca,

es guía turístico y gana más del

sueldo básico como cuidador de

cocodrilos.

TEXTO Y FOTO:Carolina Pilco Ruiz

[email protected]

u brazo derecho ex-tendido da la bien-venida a los turistas. Con la fuerza de un roble, los ayuda a saltar desde la canoa hasta la orilla de la

Isla Santay. Sus uñas am-ari-llentas y el reloj dorado en su muñeca, dan una idea de lo que don Benito es: un poco de todo.

No aparenta la edad que tiene, de espaldas ni se le ven canas, mas de frente las arrugas de su rostro bronceado, situadas espe-cialmente en el contorno de sus ojos, le ganan la partida. Hace alarde de sus múltiples encuentros con tiburones en altamar y de su experiencia con los 11 cocodrilos de la costa que cuida en la Isla.

En la palma de su mano izquierda lleva cicatrices hechas por dientes de rep-til. “¿Y cómo así lo soltó?”, pregunta una de las visi-tantes, a lo que hábil res-ponde “era chiquito cuando me mordió”. A ese cocodrilo lo llama “Lagarto Juancho”, por ser el más grande del grupo con casi dos metros de largo.

Hace doce años es político en la Isla. Lo que le per-mitió tener contactos en Guayaquil. Por ejemplo, cada vez que el Discovery envía turistas a la isla, don Benito recibe una llamada

a su celular para que los reciba. Cuando no es guía, está pescando, dándole bife de carne o pescado freso a los cocodrilos o reunido con sus 50 compañeros de la Asociación de pescadores artesanales.

Una tarde celebraba la buena pesca de grupo asando lisas en su canoa. A las 17:00 se aparecieron unos hombres hambrien-tos. “Comieron los malditos y se encapucharon para ro-barnos”, recuerda con im-potencia. Con armas los pi-ratas les quitaron anzuelos, redes y hasta la pesca del día.

“Ahora estamos pensando en las fiestas de San Pe-dro, él puede estar bravo por eso no hay pesca”, explica sobre su labor de presidente de la Asocia-ción. Las fiestas en la Isla, que comienzan paseando al santo homenajeado por el río, duran cuatro días. Nadie pesca, se dedican a bailar, jugar fútbol y beber cerveza o whisky nacional.

Aunque las paredes de la sala de su casa de caña tengan decenas de imá-genes de santos, él es católico por costumbre. “Cuando Dios quiera me arrepiento y me hago cris-tiano”, comenta. Un grupo de evangélicos visita la Isla de vez en cuando en busca de nuevos “hermanos”, así

que deja su conversión en manos de Dios.

Camina delante del grupo como jefe de la manada. Un pantalón crema que combina con sus zapatos deportivos, se mezcla con su camiseta de algodón desgastada y una gorra anaranjada, de esas “mar-cas” que se encuentran en los puestos de la Bahía en Guayaquil. Va abriendo camino con su machete, los turistas lo siguen.

“Llegamos”, dice de pronto acercándose a una celda metálica que alberga a los cocodrilos. Sus cuerpos es-tán llenos de fango. Cuando la marea está baja, como hoy, don Benito camina una y otra vez el sendero de 4 metros con baldes lle-nos de agua a cuestas. “El gobierno debe darme una bomba, ellos necesitan res-pirar agua”, asegura.

“Eran 12 hermanos, pero su madre se comió uno, entonces los mandaron del Parque Histórico a la Isla”, cuenta a la vez que entra por una puerta metálica al hogar de los cocodrilos. Por la firmeza de sus movi-mientos, parece que fuera a cargar alguno y a alzarlo como trofeo, pero solo posa sobre un delgado madero cerca de los reptiles sin mirar a la cámara.

BEnITo PaRRaLES DomínGuEz