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101 Islandia Parecía como si estuviera acostado allí, en el agua, de cara, meciéndose en la corriente; como si estuviera mirando atento algo del fondo. WILLIAM FAULKNER, Mientras agonizo Su hermano siempre fue mejor haciéndose el muerto. La ima- gen, curtida por la sal de la memoria, le viene a la mente en los pasillos del aeropuerto —desembarque del último vuelo, de ma- drugada, atravesando un silencio desvalido, casi de hospital—, al observar su propio reflejo en los ventanales, una versión borrosa de sí mismo deslizándose al otro lado del vidrio, sobre una cinta sucia de escarcha en la noche amarilla: su hermano pequeño ha- ciéndose el muerto, flotando, con la cara blanda de satisfacción. A la salida del aeropuerto, la luz de los fluorescentes reverbera en las aceras y parece conservar en un halo de formol las figuras de los viajeros, que siguen en solitario su propia inercia hasta desaparecer uno a uno en la cáscara de cada taxi. El último libre es para él, y una tarjeta con la dirección del hotel basta para po- nerse en marcha. Cruzar Reikiavik de madrugada, encogido en el asiento trasero y contemplando las calles desiertas, es ensayar un poco la quietud de la muerte, adentrarse en ella en un ataúd rodante o a la deriva en un bote, marca Volvo, que se hunde en el légamo del silencio.

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Cuento del escritor catalán, Sergi Bellver, de su libro Agua Viva.

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Islandia

Parecía como si estuviera acostado allí, en elagua, de cara, meciéndose en la corriente;

como si estuviera mirando atento algo del fondo.william faulkner, Mientras agonizo

Su hermano siempre fue mejor haciéndose el muerto. La ima-gen, curtida por la sal de la memoria, le viene a la mente en los pasillos del aeropuerto —desembarque del último vuelo, de ma-drugada, atravesando un silencio desvalido, casi de hospital—, al observar su propio reflejo en los ventanales, una versión borrosa de sí mismo deslizándose al otro lado del vidrio, sobre una cinta sucia de escarcha en la noche amarilla: su hermano pequeño ha-ciéndose el muerto, flotando, con la cara blanda de satisfacción.

A la salida del aeropuerto, la luz de los fluorescentes reverbera en las aceras y parece conservar en un halo de formol las figuras de los viajeros, que siguen en solitario su propia inercia hasta desaparecer uno a uno en la cáscara de cada taxi. El último libre es para él, y una tarjeta con la dirección del hotel basta para po-nerse en marcha. Cruzar Reikiavik de madrugada, encogido en el asiento trasero y contemplando las calles desiertas, es ensayar un poco la quietud de la muerte, adentrarse en ella en un ataúd rodante o a la deriva en un bote, marca Volvo, que se hunde en el légamo del silencio.

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Todavía es muy pronto y tiene que hacer tiempo en el hotel hasta recoger las cenizas de su hermano. El suelo de la habita-ción es de moqueta verde y las paredes están revestidas de lamas de madera color hueso. El cansancio le abotarga los ojos, pero con el amanecer ya en ciernes es incapaz de dormir. Sin encen-der la luz, se acerca hasta la ventana y contempla los tejados de la ciudad, con aquella iglesia que se levanta tras ellos, un raro órga-no de piedra que al alba empieza a perfilarse contra el fondo de suaves montañas más allá de la bahía. Pegada a una oscura losa de agua, Reikiavik es una ciudad blanquecina y dispersa, como el esqueleto de una ballena varada al que le hubiera quedado el cráneo en vertical, clavado en la tierra.

No está acostumbrado a estar ocioso a estas horas, por lo que decide aprovechar el tiempo y darse un baño caliente. Hacía mu-cho tiempo que no amanecía fuera de casa. Mientras se llena la bañera, observa su rostro deformado por el vaho del espejo y ese fantasma le refleja una idea: cómo podría haber llegado a ser su hermano en diez años más, si no fuera en este momen-to un puñado de cenizas a retirar de un tanatorio. Se introduce en la bañera hasta embutir en ella su cuerpo fláccido y grueso, que la hace rebosar un poco. Siente el frío de las baldosas de la pared mientras su brazo resbala por ellas y de repente, no sabe por qué, piensa en cangrejos y se siente un poco tonto. Ese mo-vimiento del brazo buscando apoyo y cayendo al agua, junto al lento goteo del grifo, arma una especie de reloj acuático en su mente hasta desbordarla, hasta llenar por entero la habitación del hotel, envolver la ciudad varada, humedecer el mapa de Eu-ropa y llevarle de vuelta al Madrid de sus rutinas diarias. A esta misma hora, como de costumbre, estaría subiendo la persiana de la pescadería, piensa. A esta misma hora encendería las luces y picaría el hielo, se dice, y cae en la cuenta de que nunca llega a contemplar el alba, de que el día en Madrid le nace siempre bajo la techumbre del mercado, con el delantal de hule y el ruido de la goma en sus dedos, haciendo equilibrios entre la soltura del

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trabajo y el tedio mientras otra mañana le resbala de las manos.Cuando se incorpora, aturdido, el estrépito del agua que clo-

quea en la bañera y cae a chorros de su cuerpo le devuelve la no-ción de estar en una habitación de hotel. Camina descalzo sobre la moqueta y ésta le parece musgo. Se seca deprisa y mal, como si cobrar conciencia del propio cuerpo le hiciera repeler la toalla cuanto antes. Abre la maleta, saca un pequeño cofre de hojalata y retira la tapa, dejando a la vista un talego de cartas ligado con una goma. Después extiende con cuidado un traje negro sobre la cama. Justo cuando el sol, todavía tibio, empieza a revelar las huellas de sus pies sobre el musgo postizo de la moqueta, co-mienza a vestirse.

De todas las cosas que se le hacen extrañas en estos días —ni que sea en el otoño ya frío de esta isla, colgada del Círculo Po-lar—, amanecer bajo la luz del sol le parece un traje de otra talla y le confunde tanto como el que ahora mismo se abrocha de pie, en una habitación forastera a miles de kilómetros de casa. No se ponía un traje desde el entierro de su padre. El mismo traje, en realidad, con unos hombros que no son los suyos, zurcidos por la madre anfibia, quien el día antes del sepelio lo mismo enhebraba la aguja y remendaba la camisa del muerto que maldecía la vida echada a perder junto a aquel hombre. Ese traje, además del luto, tiene algo de embajada, un trozo de país cosido al forro, una pa-tria invisible de la que es imposible exiliarse. Del velatorio todavía guarda algunos fogonazos: el aliento anisado de la madre que apremiaba a los hijos a besar la frente del padre y aquella frigidez de estraza en la piel del muerto, que se pegaba a los labios hasta la náusea, y que sólo se desvanecía al acercarse al cochecito de la hermana pequeña para rozar sus mejillas dormidas. Recuerda con nitidez, sobre todo, la mirada furiosa del hermano, entonces adolescente, aferrado al borde del ataúd con las dos manos y el delirio de un náufrago resentido que intentara volcar un bote.

Quiere acabar pronto. Esta vez será un acto tranquilo, así lo pide la carta al menos, y así lo prefiere él mismo, sin la cohorte

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de plañideras y acreedores, sin escenas y sin la madre, sobre todo sin la madre. Hay cosas que, aunque vengan dadas de una manera tan insólita, con una última voluntad por correo certifi-cado, deben hacerse con aplomo, incluso la que le trae a esta isla, aunque suponga el último desmán del hermano.

Baja a la recepción con el pequeño cofre de las cartas bajo el brazo y aflojándose el nudo de la corbata con dos dedos. El coche le espera en la puerta del hotel, trata de decirle en un correcto inglés la mujer que le devuelve el pasaporte. Your car, insiste. Sus ojos hienden un rostro ancho, marcado, y le desafían con el brillo de la grava cuando se moja. Él apenas acierta a interpretar las señas de la mujer, el islandés suena muy raro, piensa, al in-glés que tampoco habla o a cualquier otra cosa, mientras trata de vocalizar mentalmente la inscripción de la plaquita metálica que la mujer lleva prendida en el uniforme: «Mrs. Olafdottir». Pero los ojos minerales de la mujer se explican lo suficiente y todavía le despiden sin calidez cuando le abre la puerta de la recepción. No hace tanto frío, la verdad es que hay más luz de la que espera-ba, se dice, mientras se acerca al único vehículo apostado ante la puerta del hotel, un todoterreno con unas ruedas enormes, que le parecen de camión. De detrás del vehículo aparece el conduc-tor —un tipo robusto, un coloso—, quien le saluda sin formali-dades y con una seña le indica que suba.

No tardan más de cinco minutos en llegar al tanatorio. El aparcamiento es lo más fúnebre del lugar, con todas esas plazas vacías, encajonadas entre siluetas blancas y numeradas en un solar gris, a la espera de ataúdes y vehículos. Cuando entran en el edificio, sin embargo, todo es espartano y funcional, con unas pocas oficinas de atmósfera bancaria por las que el conductor le acompaña hasta el mostrador indicado. Se sorprende a sí mismo más tranquilo de lo esperado al firmar los papeles y recibir las cenizas de su hermano, en una urna metálica que le ofrecen dentro de una bolsa de lona. Si le hubieran expendido dos kilos

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de pienso para peces en una lata no hubiera cambiado en nada la expresión de su cara. Es casi un milagro que no bostece. Ni el lugar, ni el momento ni el ánimo le invitan a otra cosa. Sin em-bargo, en el trayecto de vuelta al vehículo, al caminar de nuevo por el aparcamiento entre los nichos vacíos, trazados en blanco sobre el cemento, el silencio le perturba y a cada paso le embota las sienes una ebriedad lúgubre, la misma por la que deben de transitar los vagabundos y los sepultureros cuando se emborra-chan a solas.

Una vez en el todoterreno, y sólo cuando enfilan una avenida con pocos semáforos, no lo piensa demasiado y abre la bolsa en su regazo. Finge no darse cuenta de que el conductor le ha mi-rado de reojo. Comprime la lona hasta dejar a la vista casi todo el volumen de la urna. Sostiene el cilindro plateado con la mano izquierda mientras pasa la derecha por la placa de la tapa, de un metal distinto, más dorado que el resto. Con el dedo índice lee al tacto la inscripción y se detiene en el apellido, su apellido, que deletrea mentalmente. Diez años más, quizá, y entonces será él quien llegue a parecerse al hermano muerto, resumido ahora en una urna metálica, con unas letras grabadas que encajan un nombre y una vida entre dos fechas. Mete el cofre de las car-tas en la bolsa de lona, junto a la urna, y cierra la cremallera. Al frenar en el último semáforo, nota que el metal de la urna y el cofre golpean sordos en el interior de la bolsa y contra su vientre, como guijarros bajo el agua del mar. Cuando reanudan la marcha, baja la ventanilla y ladea la cabeza hacia fuera para despejarse.

Salen de la ciudad y, tras una media hora de viaje, mientras avanzan por una carretera perfecta, de un asfalto que tiene la ca-lidad del grafito, todavía permanece un buen rato con la cabeza vuelta, siguiendo con la mirada los vapores que se enredan con la claridad de la mañana. Un borbotón de espesas nubes blancas aflora junto a las enormes cañerías exteriores de lo que recuerda

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a una fábrica. El todoterreno va ganando una curva que le abre la perspectiva y le hace girarse un poco más, hasta inclinarse so-bre la puerta del vehículo, y ahora los cúmulos de vapor parecen brotar desde la orilla de un pequeño lago de intenso azul eléctri-co, donde algunas cabezas rubias con ojos de alfiler comienzan el día flotando en una especie de sopa caliente con algodón de feria. Qué lugar tan extraño, piensa, mientras se acomoda de nuevo en el respaldo del asiento y vuelve la vista al tizón de la carretera.

En realidad, extravía la mirada más allá de cuanto le rodea y en ello le regresa a la mente una imagen, ineludible, en la que su hermano vuelve a hacerse el muerto en la caleta del pueblo. Allí, el hermano pequeño se abandonaba con una sonrisa al vaivén de las olas, dejándose ir hacia el centro del océano, hacia países lejanos y playas remotas, mientras la madre graznaba desde la orilla para llamarle y su padre oteaba el horizonte con severidad. Siempre había un punto en el que a él le angustiaba la quietud del cuerpo de su hermano, la callada victoria, su lejanía aun tan cercano, flotando a su lado. Llegaba ese instante en el que el idioma inútil de la madre le irritaba, pero lo que realmente se le hacía insoportable era el gesto censor del padre y su amenaza implícita sobre el hermano pequeño, tanto, que terminaba por tirarle del brazo, anda, vamos, no les hagas enfadar. Emergía entonces ceñudo el hermano pequeño, arrancado de repente de sus expediciones y derivas imaginarias. Sus ágiles zancadas le hacían salir aprisa del agua y, en un momento, le dejaban de nuevo al sol, a espaldas de la perorata de la madre y del acecho sobrenatural del padre. En cambio se recuerda a sí mismo lento y torpe, él, el hermano mayor, cuando tardaba en llegar a la som-brilla y en encontrar la mejor manera de tenderse en la toalla sin volver a embadurnarse de arena los talones ni mancharse el bañador. Él, el hermano mayor, el que nunca recibía una voz ni un reproche, había intentado alguna vez lo de hacerse el muerto,

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pero siempre fue demasiado lento para eso. Nunca le salía, el titubeo le hacía rozar el fondo con el fardo del trasero o le llenaba de moco salado la nariz, y al final se sentía una ostra pesada y viscosa dando tumbos sobre el limo. Para hacerse bien el muerto —comienza a sospecharlo ahora, después de tantos años— hay que saber cuándo dejarse ir y confiar en que el agua haga su tra-bajo. Hay que decidirse rápido a tomar la horizontal, aunque la corriente pueda llevarnos lejos. Para hacerse el muerto —cuan-do conviene— hay que dedicarle más atención a lo que uno mis-mo desea en realidad, a ese silencio intransferible que, con la tenacidad de las mareas y en torno a un grano inconformista, moldea poco a poco una perla de rebeldía. Pero hay gente que, como él —se da cuenta ahora, después de tantos años—, sim-plemente vive en vertical y se ciñe el traje del padre, y todo está bien, y hay que hacerse un camino, tener algo en la vida, tener cabeza y llevarla ahí, arriba, entre los hombros, aunque no sea de nuestra talla y nos convierta en herederos ermitaños, aunque nos condene de por vida a la opacidad de una concha prestada.

El conductor se ha vuelto a fijar en la bolsa de lona y la mira un tanto incómodo, se diría que hubiera visto un gran pez inútil fuera del agua y pensara en devolverlo al mar, pero enseguida adopta una expresión grave y, a la vez, de aceptación, y se con-centra en la pista de tierra. Hace rato que han dejado la carretera y ahora los neumáticos hacen un ruido distinto que en el asfalto, ahora sobre los charcos, la nieve embarrada y el musgo, sobre la gravilla negra —muy negra, con el brillo de los mejillones lavados bajo el grifo— las grandes ruedas se deslizan con una extraña suavidad. De vez en cuando el conductor le toca en el hombro y le señala algo en el paisaje. Una iglesia de madera pintada de rojo y blanco, un farallón de piedra erguido junto a la pista —troll, refunfuña el conductor—, o una bandada de patos que la cruzan a ras de suelo, a punto de amerizar en una laguna cercana. El todoterreno rebasa muy despacio a una familia de

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granjeros en plena mudanza y el conductor le hace entonces un gesto con la barbilla en esa dirección, para que se fije en la esce-na: una mujer con el pelo azul acarrea unos aperos mientras no deja de hablar por el móvil y un hombre con una barba exagera-da —una auténtica bala de heno que le cuelga del rostro— unce varios perros a un trineo con ruedas de caucho; sobre el trineo, una bañera antigua de cuatro patas, con el esmalte verde glauco muy cuarteado —un verde parecido al del moho en el pan de leche—, y en su interior dos niños rubios y sucios que interrum-pen sus juegos y les saludan alegres al pasar.

La pista continúa, vadea algunos torrentes y se sumerge cada vez más en la tundra, mientras el conductor señala cada cosa sin vanidad. No le parece que haya arrogancia en los gestos secos de ese hombre, sino la honra humilde de la sangre y, tal vez, una fa-lla en su reserva ante el extranjero, como si dudara entre seguir ocultando un incómodo secreto de familia o revelarlo de una vez a cualquier extraño al que no le importe. Le ve conducir, observa su aspecto con detenimiento y, por un instante, tiene la extraña impresión de que ese hombre —ese coloso— ha tallado de la roca volcánica la isla entera o ha plantado con sus propias ma-nos la hierba que crece en los tejados de turba de esas casas que acaban de dejar atrás con el todoterreno. Apostaría a que conoce el nombre de todos los caballos —macizos y menudos— que se quedan un segundo observando el vehículo y luego se reagrupan para desaparecer al trote tras una loma. Es como si ese hombre inmenso condujera por los territorios de su clan y supiera de todo lo que está ya cumplido y escrito en el hielo primigenio de los glaciares. Ahora mismo, con su ademán de abarcar el paisaje en cada gesto, el conductor —lleva un jersey blanco crudo, muy grueso, que le hace las manos aún más recias— le parece un tre-mendo oso polar que midiera con sus garras el témpano sobre el que va a la deriva en la desolación del Ártico.

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Su hermano le hablaba de Islandia, del trote peculiar de esos caballos tenaces, de volcanes entre el hielo y de ese tipo de cosas arcanas que, ya de chicos, el hermano mayor apenas alcanzaba a comprender, abrumado por la hirviente imaginación del pe-queño, pero que tampoco podía dejar de escuchar. Le hablaba ya entonces de que un día iría a conocer Islandia, cuando juga-ban en una tienda de campaña improvisada con las literas, bajo la luz verdosa de un reloj de plástico y en la clandestinidad de aquel iglú de sábanas a salvo del padre. Su hermano pequeño, mucho tiempo después, continuó hablándole de todo ese mun-do durante años, en sus cartas, pero él nunca lo supo hasta que leyó la última. Hasta que una tarde de la semana pasada, a punto de recoger ya en la pescadería, tuvo que quitarse los guantes y secarse a medias las manos para firmarle aquel papel oficial a un tipo con casco de motorista. La cosa aparentaba ser de veras urgente por una vez, de modo que se sentó en las cajas vacías de las nécoras, se quedó allí un rato y poco a poco le fue calando un silencio amargo, mientras la mirada huía temerosa del sobre y buscaba cualquier escondite hasta arrobarse en la expresión de un gran rape, todavía extendido sobre el hielo con la boca abierta y triste como un buzón vacío. El temblor se contagiaba de su mano al sobre, ya reblandecido y con la tinta borrosa, hasta que de nuevo en silencio le sobrevino un vértigo atroz, cuando supo que debía abrir aquella carta, aquella sí.

Hasta entonces no había leído ninguna, nunca, ni abierto si-quiera los sobres, desde que su hermano decidiera largarse, en otro de sus delirios rebeldes. Nunca le perdonó que se fuera, que se hiciera el muerto precisamente entonces, aunque fuese para ignorar las retahílas de la madre, cuando su padre ya no estuvo, les dejó la pescadería y llegó de repente tanta faena, y por fin tendrían, y ya verás como en un par de años, en este mercado, y luego el del pueblo si volvemos, trabajando mucho, seguro que podremos. Pero esos nunca fueron los planes del hermano menor y en cuanto pudo se fue a recorrer mundo, a

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hacerse el muerto en mil playas y a gastarse los cuatro duros que le ha dejado tu padre, decía madre, y ya verás como luego vuelve con el rabo entre las piernas, decía madre. Pero madre, siempre tosiendo doliente y ahogada por una pena aceitosa, madre con sus branquias siempre en guardia y los ojos licuados de tragedia, madre nunca tuvo razón, o no tuvo tiempo de tenerla, porque su hermano ya no lo tendría para volver.

Islandia. Era lo único que se le quedaba de aquellos remites. Antes habían venido otros, pero cambiaban cada cierto tiempo, países lejanos, casi siempre postales de paso en sobres delgados y sin abrir, que cabían todos juntos en el cofre de hojalata del pimentón. Porque no quería leer, pero tampoco podía deshacer-se sin más de todo aquello. Más tarde empezó a repetirse la di-rección desde la que llegaban las cartas, que ya lo eran, porque cada vez los sobres venían más gruesos, y siempre Islandia en el remite durante los últimos años. Esas cartas las lleva ahora en la bolsa de lona, en el cofre de hojalata contra el metal de la urna, papel contra ceniza, una voz contra el silencio en un todoterreno que atraviesa el páramo. Desde la semana pasada, desde la noti-ficación oficial de la muerte y la última voluntad de su hermano pequeño, las viene leyendo con el mismo cuidado con el que un forense extrae vísceras del formol, sacando las cartas una a una de su cáscara de hojalata, despacio, a ratos, como sin que-rer acercarse demasiado, estudiando el cebo para no herirse la carne con el anzuelo de la mala conciencia, dando rodeos por si estuvieran escritas en un lenguaje embarazoso, por si vinieran a embadurnarle de arena los talones y a salpicarle de una espuma ya gastada.

En una de esas cartas —la ha leído estos días a trozos— su hermano le contaba que los islandeses llevan el nombre de pila de su padre de por vida en el apellido y que todo el mundo en-cuentra siempre algún pariente en cualquier parte. Que no hace tanto que han descubierto que, a veces, suceden cosas extrañas

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en las familias más aisladas y los niños vienen al mundo por hornadas, como si migraran en bandadas infantiles desde al-guna parte, desde donde quiera que nazcan los niños antes de que se les endurezcan los ojos y se les gaste la alegría. Que las mujeres son fuertes y resueltas, atletas con la mirada afilada y el regazo amplio, y los hombres tan grandes que se suben al coche las cajas de salmón de dos en dos. Que el pescado es in-creíble aquí, y que hasta el interior de la isla el viento lleva un rumor de océano, un murmullo vivo de agallas y espinas. Que he visto ballenas bramar como terneras al pie de los acantilados, decía, y orcas persiguiéndolas hasta arrinconarlas en cualquier bahía. Las madres se lanzan primero sobre la presa, exhausta, y después empujan a las orcas más jóvenes para que le devoren la lengua y las aletas, mientras el ojo de la ballena se enturbia y el arco de la bahía se tiñe de rojo. Que nunca he visto la vida y la muerte tan trenzadas como lo están en esta isla. Que he viajado días enteros sin ver un alma por los páramos, forrados por una moqueta natural de musgo y líquenes. Que en verano el sol es una cometa pesada que planea sobre el horizonte y no se pone nunca. Que en invierno cierro los ojos para recordar la luz y no perder el juicio. Que la tierra aquí rasga su corteza entre montañas para forjar un paisaje lunar, y que un día brotó del océano una isla de lava que ni siquiera estaba en los mapas. Que aquí hay almejas que viven hasta cuatrocientos años, cuánta vida, hermano, y que lo saben por los anillos de su concha, como los troncos de los árboles, que aquí no hay muchos árboles, pero hay tanto espacio que los besugos de ciudad se vuelven locos, y que el aire está tan limpio que te escuece cuando bostezas. Que hay peñascos de roca aquí y allá que la gente no se atreve a tocar, y que dice un vecino que son trolls que se convirtieron en piedra porque la luz del día les sorprendió rezagados tras sus fechorías nocturnas. Que a veces le hago una visita a uno de esos trolls, mi favorito, una mole de basalto en uno de los acantilados del sur, y pienso en qué andaría haciendo el pobre hombre ahí o si tal vez

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no fuera un troll melancólico. Que a lo mejor era tan dramático, el troll, que se dejó alcanzar por el sol en aquel paisaje y no en cualquier otra parte, para que el maleficio le pillara justo en ese brazo de playa, sobre la arena negra, entre las olas negras del océano y la quietud de la laguna negra a su espalda, como si el troll no fuera ahora más que un farallón negro de agua dura que tiene todo el tiempo del mundo para meditar por qué no dejó mucho antes aquella manía suya de hacer las cosas por inercia. Que aquí puedes quedarte en cueros y bañarte en el agua calien-te de pozas que se abren en la nieve y que es como volver a casa, de chicos, cuando padre y madre estaban fuera y pasaba toda la tarde en la bañera, arrugándome hasta quedarme dormido, o cuando jugabas conmigo y llenábamos la bañera de cangrejos, y nos reíamos tanto al verlos resbalar una y otra vez, tan tontos, ¿te acuerdas? Que aquí por fin he encontrado mi lugar en el mundo, que te encantaría esta tierra, hermano, que si no fueras tan terco, que a ver si de una vez me escribes, que si alguna vez vinieras.

Pero nunca leyó a tiempo todas esas cartas, nunca hasta que se hizo ya demasiado tarde, y a lo más que llegó durante estos últimos años fue a escudriñar un día en el mapa dónde demo-nios quedaba exactamente esa Islandia de los remites. Alguna que otra vez llegó incluso a dejar que, en el momento más ines-perado, por un resquicio abierto en la obstinación de un rencor casi fingido, resbalara el recuerdo tibio del hermano y asomara la cabeza en la soledad del domingo en su casa del extrarradio, mientras hacía números sobre la mesa del salón o le practicaba la autopsia a otra tarde muerta. O esos otros domingos de visita en casa de la madre, después de haber cruzado a oscuras las tripas de Madrid para hincarle aburrido el diente al pescado que él mismo había traído para la comida familiar. Y entonces otra vez, como tantas, el reproche salado y la costra implacable de la memoria. Otra vez los grifos descuidados y el agua dura, capaz de corroer todo a su paso, el agua dura que obstruía las cañerías

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e impedía que las cosas fluyeran, entre el fantasma del padre, la cháchara del cuñado, las mejillas voraces de la hermana, las riñas de los sobrinos y los rosarios majaderos de la madre, con ese entierro y esa lápida que ella misma se preocuparía de pagar, aquella carga que no deseaba ser para nadie y las veces que lo decía, hasta la beatitud, y la breve paz cuando al fin callaba, dor-mida en el tresillo, rendida sobre sí misma, con la boca abierta y la saliva sólida en la lengua, la madre por fin vulnerable, como una perca que nadie quiere llevarse a casa, arrinconada y quieta en la esquina del tanque.

Tras alguno de sus madrugones, antes de que la mañana lo fuera, al llegar a solas a los pasadizos del mercado —siempre húmedos— y apurar el vaso de café con leche sobre la barra de la cantina, le venía el nombre de la vieja caleta a los labios. Lue-go, en plena faena, después de rajar y limpiar el vientre de un cabracho o envolverle a cualquier clienta unos lomos de bacalao —bacalao de Islandia, apostillaba siempre, como si lo trajeran de otro tiempo y no de otro país— y dejarles la piel, notaba cómo aquellas escamas aceitosas le mordisqueaban más allá de los guantes, notaba la boca dentada de un gusarapo que le recorría el cuerpo, bien adentro, y le excavaba galerías de nostalgia en las entrañas, hasta hacerle jirones cualquier atisbo de rencor. La sal de la memoria a veces forma una gelatina bajo la piel de todas las cosas y no hay manera de quitarse su olor, aunque uno pase el resto de su vida lavándose las manos.

El todoterreno ahora cabecea un poco, mientras asciende un repecho y el conductor parece empujar el volante con sus ma-nos de oso, mientras los dos hombres dan bandazos de lado a lado dentro del vehículo y él, un poco molido ya tras varias horas de viaje, se agarra con una mano a un asidero sobre la puerta y mantiene la otra sobre la bolsa de lona, asegurándola y sin-tiendo el peso de las cenizas y las cartas sobre sus piernas. ¿Por

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qué querría acabar ahí, en medio de la nada?, se dice. Sin una lápida, sin una tumba, tan lejos de todo. Siente el peso de la urna y el cofre sobre sus piernas, como de chicos, tanto tiempo atrás, cuando aún jugaban, él, el mayor, sentado en una silla en la terraza de la casa del pueblo, y el hermano pequeño brincan-do en sus rodillas y señalando, como un dios del Génesis, islas imaginarias y vírgenes tras el horizonte del mar. Y ahora, piensa, toda aquella promesa de vida convertida en polvo y papel moja-do, empacada en esa urna de metal y esa hojalata del cofre que, a cada sacudida del todoterreno, golpean sordas contra su vientre, como los guijarros de aquella caleta.

Deben de estar cerca. En verdad parece un paisaje lunar, si es que en la luna hay también lamparones de nieve sobre monta-ñas sombrías y lagunas del color de las bañeras. Deben de estar muy cerca, en la última carta hablaba de un lugar como en el que ahora se adentran las luces del todoterreno. Trazan una curva muy despacio y se detienen a espaldas de una pared de roca ne-gra. Cuando bajan del vehículo se fija en las roderas y le parece que hubieran venido de las mismas tripas de la montaña. Hace frío de veras, y el paño barato del traje no le ayuda demasiado a dejar de tiritar. El conductor le apoya una de sus manos de ogro en el hombro y eso le hace sentir vulnerable y a la vez a salvo. Es una sensación que le aturde, se siente un pez inútil que aún co-lea frenético en cubierta y al que, de repente, el pescador sujeta con firmeza para inmovilizarlo, quitarle el anzuelo y devolverlo al mar. El conductor le hace una seña con la mirada, es allí. Allí, en mitad de la nada, hacia donde se dirigen en silencio los dos hombres, a los que la distancia del idioma les parece aún más inhóspita que cualquier otra y para quienes apenas alcanzan los gestos. Caminan hacia el crepúsculo, difuso tras una humareda rojiza. Hay charcos aquí y allá, entre la nieve y la tierra oscura, en los que se refleja la areola encendida del sol, ya muy bajo, y que le hacen pensar en la sangre del pescado, cuando cae al fondo de las cubetas y embota de rojo el hielo. De nuevo ese vértigo atroz,

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amargo, cuando por fin llegan a una poza —una bañera natural color azulejo lechoso—, colgada de una repisa de basalto sobre el horizonte. El conductor gruñe cualquier cosa y se queda atrás, sentado sobre sus talones y sin mancharse, con la pericia de un gran oso que conoce su terreno y se sienta a dejarse batir por el viento.

Ya en solitario, camina un trecho hasta el borde de la laguna y se arrodilla cerca del agua, tan caliente que el vapor le empaña el reloj. Abre la bolsa de lona, aparta el cofre de las cartas y saca la urna de metal. Retira la tapa, la deja en el suelo con la ins-cripción a la vista y vuelca despacio las cenizas. Mecidas por el hervor del agua, se van aglutinando en una silueta casi humana y giran con lentitud sobre la superficie turquesa, dejándose ir hacia el centro de la laguna. Algo en su cabeza le susurra que le gustaría atreverse, o eso cree, por un segundo, quitarse el traje y meterse en el agua humeante, y quizá flotar, sin memoria, tan sólo flotar por una vez junto a su hermano, pero lo único que acierta a hacer es restregar ansioso el reloj contra el puño del traje, frotarlo con rabia hasta rasgar la costura de un hombro y maldecir cualquier cosa, mientras le rueda un goterón de sal hasta los labios.