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1 IRONIA E IDEOLOGIA EN LA CHARCA DE MANUEL ZENO GANDIA Dr. Luis Felipe Díaz Departamento de Estudios Hispánicos Universidad de Puerto Rico Recinto de Río Piedras Espa 4231. Literatura Puertorriqueña I. Volver a armar lo que Dios, el tiempo, el hombre o la naturaleza han arruinado es una delicada cuestión técnica, pero también de ética profesional. Es la responsabilidad de los vivos hacia quienes los predecedieron. Hyden White. Uno de los aspectos que resaltan en La charca (1894), de Manuel Zeno Gandía, 1 es la capacidad del novelista para entender y captar literaria y problemáticamente su época. Requerido resulta comenzar más allá de un análisis de contenido o de los temasidentificando 1 Manuel Zeno Gandía (1855-1930), La charca (1894), San Juan: Club de Lectores de Puerto Rico. Barcelona: Editorial Vosgos, S. A., 1978. Todas las citas referentes a esta obra serán ofrecidas en nuestro texto. Otra edición cercana a la primera es la de El Instituto de Cultura Puertorriqueña, San Juan, 1971. Importante estudio es: Manuel Zeno Gandía: estética y sociedad, de Ernesto Álvarez (San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1987). Si bien los críticos han estudiado la parte naturalista de La charca, ya sea apoyándola o criticándola, y otros han apreciado la corriente poética e idealista que se impone a la larga y contradice aquélla (y que señala que Zeno no se mantuvo únicamente en el materialismo zoliano), no han tratado estas dos tendencias como una unidad, con sus contradicciones que, después de todo, le confieren organicidad a la novela en cuestión. Efraín Barradas es de los primeros en fijarse en este aspecto: “Mientras que para el mundo natural emplea un estilo poético e innovador, para describir al hombre y la sociedad se utiliza el estilo naturalista...” (“La naturaleza en “La charca”: tema y estilo”, Sin Nombre, San Juan, Vol. 5, No. 1, julio-sept, 1974 (pp. 30-42), p. 39.

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IRONIA E IDEOLOGIA EN LA CHARCA

DE MANUEL ZENO GANDIA

Dr. Luis Felipe Díaz Departamento de Estudios Hispánicos

Universidad de Puerto Rico Recinto de Río Piedras

Espa 4231. Literatura Puertorriqueña I.

Volver a armar lo que Dios, el tiempo, el hombre o la naturaleza han arruinado es una delicada cuestión técnica, pero también de

ética profesional. Es la responsabilidad de los vivos hacia quienes los predecedieron.

Hyden White.

Uno de los aspectos que resaltan en La charca (1894), de Manuel

Zeno Gandía,1 es la capacidad del novelista para entender y captar

literaria y problemáticamente su época. Requerido resulta comenzar

—más allá de un análisis de contenido o de los temas— identificando

1 Manuel Zeno Gandía (1855-1930), La charca (1894), San Juan: Club de Lectores de Puerto Rico. Barcelona: Editorial Vosgos, S. A., 1978. Todas las citas referentes a esta obra serán ofrecidas en nuestro texto. Otra edición cercana a la primera es la de El Instituto de Cultura Puertorriqueña, San Juan, 1971. Importante estudio es: Manuel Zeno Gandía: estética y sociedad, de Ernesto Álvarez (San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1987). Si bien los críticos han estudiado la parte naturalista de La charca, ya sea apoyándola o criticándola, y otros han apreciado la corriente poética e idealista que se impone a la larga y contradice aquélla (y que señala que Zeno no se mantuvo únicamente en el materialismo zoliano), no han tratado estas dos tendencias como una unidad, con sus contradicciones que, después de todo, le confieren organicidad a la novela en cuestión. Efraín Barradas es de los primeros en fijarse en este aspecto: “Mientras que para el mundo natural emplea un estilo poético e innovador, para describir al hombre y la sociedad se utiliza el estilo naturalista...” (“La naturaleza en “La charca”: tema y estilo”, Sin Nombre, San Juan, Vol. 5, No. 1, julio-sept, 1974 (pp. 30-42), p. 39.

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la ironía (la conciencia posible) que lo definió como creador frente a

la cultura liberal decimonónica, inmersa en complejas disparidades y

pugnas. Primeramente cabe distinguir las declaraciones científicas

(según se concebían mediante el positivismo naturalista de la época)

que pueblan tan alternadamente la obra. Y luego, tendríamos que

distinguir el discurso de las trascendencias poéticas (el romanticismo,

lo lírico) tan recurrente en el texto. Estos dos estilos y entrecruces

discursivos e hilvanados (lo naturalista y lo romántico) se presentan

en una intermitente tensión estructural que hacen de esta novela, en

su alcance discursivo, la más cabal y compleja pieza de la

modernidad literaria de fines del siglo XIX y principios del XX.

Sabemos que la novela, más allá de los diálogos entre los personajes

mismos, las descripciones del narrador sobre el carácter de los

personajes y sus problemas psico-sociales, acude constantemente a

largas disquisiciones (tesis) sobre la problemática cultural

(empleando muchas veces a Juan del Salto) y sobre la belleza de la

naturaleza. Esta es la parte menos novelesca y mimética de la obra y

por eso ha sido rechazada por varios críticos curiosamente exigentes.

Pero el aspecto que más nos incumbe es cómo mediante la

suspicacia irónica Zeno Gandía logra trascender muchos de los

postulados materialistas del naturalismo positivista (incluyendo el

realismo mismo). No muestra similar ironía, sin embargo, ante las

contrarias perspectivas idealistas que exhibe en muchas ocasiones en

la descripción tan idealizada de la naturaleza o en las tesis sobre los

defectos de la raza y la cultura popular.

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El proceder narrativo ante la belleza natural parece más bien una

respuesta (o escape) a lo feísta e inmoral del mundo social que en lo

bajo asedia a los personajes y los lleva, además de la enfermedad y a

las peores conductas humanas. Por eso el que más allá de la fealdad

del medio ambiente social, concibiera que la belleza de la naturaleza

permitía establecer contacto con la divinidad salvadora. Será un

criterio que lo retendrá a la larga dentro de las corrientes estéticas y

filosóficas propias del idealismo y religiosidad de muchos llamados

“realistas” de su época (como lo son en España, Benito Pérez Galdós

y Emilia Pardo Bazán). No deja de sorprender, sin embargo, que

Zeno fuera capaz de enfrentarse mediante su novela a algunas de las

propias ideas que lo habían formado como médico naturalista y que

dominaban el pensamiento de la época, ante todo en Europa, de

donde en general provenían estas ideas naturalistas y positivistas.

Distinguimos inicialmente en La charca, por una parte, la corriente

naturalista que muestra la sociología de un pueblo enfermo,

sumergido en una charca de miseria y estancamiento social. Se nos

muestran las patologías (enfermedades) en la herencia y las

conductas de algunos personajes y las descripciones del medio

ambiente sucio y degradante. Estos aspectos funcionan como

metáforas propias de la ideología del autor para concebir en el plano

de la representación a un pueblo en rampante miseria y enfermedad

debido a la herencia y al egoísmo. Y frente a esta perspectiva

materialista del pueblo (“la charca”) se contrapone la mediación

idealista de una salubre y exuberante naturaleza que demarca la

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presencia de la belleza y lo divino. Se revela así la coyuntura de un

intermitente fluctuar entre el crudo y naturalista reconocimiento

sociológico de la desdicha de la enfermedad de un pueblo (todo

mediante la metáfora de “la charca”) y la contemplación de una

mítica y poética naturaleza que muestra la imagen del espacio de la

belleza y la trascendencia espiritual que en el fondo quisiera

encontrar el autor como explicación última de la existencia.

Entre ambos planos se infiltra la ironía que coloca al autor (según

lo concebimos hoy día)2 en el umbral de interesantes disparidades y

2 En este trabajo no le prestaremos tanta atención al autor real (Zeno Gandía) y biográfico, sino al autor estructural que la semiología literaria reconoce como el autor implícito. Este autor o hablante implícito es quien manipula a su vez al narrador y sus diversos modos de narrar, sus puntos de vista y perspectivas (diégesis) frente a los personajes y las situaciones o eventos ficticios. Persigo, en ese sentido, muchas de las ideas de Wayne Booth en The Rhetoric of Fiction (Chicago: University of Chicago Press, 1979,) y de Saymour Chatman en Historia y discurso. La estructura narrativa en la novela y el cine (Taurus: Madrid, 1980). El autor (o hablante) implícito debe entenderse como una categoría abstracta del autor en su capacidad de proyectarse a sí mismo en el texto como sujeto enunciante de la lengua (del Orden Simbólico y del Orden Imaginario lacanianos), inmerso en la cultura y sus valores y dominios implícitos, capaces de estructurar la consciencia (el habla) de los sujetos. El autor implícito es un enunciante por encima del narrador, quien marca los movimientos discursivos no previstos inonscientemente por éste. El narrador es una voz discursiva manejada por criterios tanto explícitos y conscientes como implícitos y subconscientes del autor real, quien deja su huella en lo implícito del discurso. Mientras los personajes son en gran medida manipulados por el narrador, éste a su vez es controlado por el autor estructural de la obra, el enunciante del discurso en su totalidad (el autor implícito). Estos aspectos se relacionan con la ironía, pues el autor (implícito) de una obra narrativa puede mantener distancia irónica de sus personajes y lo deja saber mediante el tono (ya satírico o seriamente disimulado) del narrador, puede incluso guardar distanciamiento irónico del lector al reconocer que éste podría interpretar el discurso de una manera distinta a la suya (Wayne Booth es, sobre todo, quien atiende estos aspectos).

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suspicacias ante esos dos mundos. Pero en el argumento que se va

desatando en la obra habrá actos sorpresivos para el lector y para el

autor mismo. Al Juan del Salto que se nos presenta tan en control

desde un principio, y tan prometedor, lo veremos (al igual que lo ve

el autor, mientras escribe su novela), decaer como posible héroe de

esa estancada sociedad. Él también termina cayendo en “la charca”,

mientras que a finales de la obra Silvina caerá cuesta abajo al río.

Esto nos pide destacar la posición ideológica que a finales de la

obra se infiere de las acciones del héroe, Juan del Salto. Sobre todo,

sus reflexiones finales resultan patentemente conservadoras y

escapistas dentro del liberalismo que en la obra misma sustenta. Más

si bien podríamos adjudicarle esta ideología al personaje, no

necesariamente debe ser así, y de manera tan inequívoca, con el

autor. Para finales de la obra, este autor alcanza cierto

distanciamiento narrativo respecto de su protagonista, a pesar de que

a lo largo de casi todo el relato ha estado identificado

fundamentalmente con las posturas políticas e ideas en general del

mismo. Tendríamos que tener presente que desde principios del

relato el autor se vale de Juan del Salto para justipreciar y superar, en

lo ideológico y moral, el miserable mundo del jíbaro puertorriqueño.

El autor busca exponer y encontrar explicaciones de la salvación de

ese vulnerable pueblo en las acciones e ideas de su héroe-

protagonista, Juan del Salto. No obstante, para finales del relato ese

mismo autor —y esto es a nivel del autor implícito, pues no

tomamos en cuenta la biografía del autor real— se ve precisado a

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distanciarse definitivamente de su protagonista al ver que éste no

cumple con sus propios y categóricos mandatos iniciales de

redención social. Sabemos que finalmente, frente al asunto del crimen

(capítulo VII), el paternal hacendado también calla, y antes que

dedicarse a intervenir en proyectos de redención social termina

ocupándose de las ganancias personales y de la protección del

patrimonio del hijo ausente. A finales de la obra el narrador nos dice:

Y Juan sumó mentalmente las partidas de café recolectadas aquel día; calculó las que aún le faltaba por recoger; pensó en las probabilidades de buenos precios. Luego pensó en Jacobo. (218) 3

El laconismo que el autor (implícito) le impone al narrador (el no

enjuiciar abiertamente las posturas escapistas del personaje) ofrece la

mayor ironía 4 y ambigüedad de la obra. En este sentido, el

3 Poca atención se le ha prestado al narrador en La charca, y mucho menos a la relación de éste con el autor implícito. Al menos no lo ha sido en términos de una visión amplia de este narrador como portador de la ironía del autor ante las circunstancias del contenido de la novela o hacia el aparato formal de la misma. Sí hay ironía satírica hacia algunos personajes abyectos, como se verá más adelante, como también parodia hacia el propio naturalismo y sus pretensiones cientificistas. De ahí, el que se muestre en la obra, la incapacidad de las autoridades para dilucidar claramente el crimen. Sobre estos aspectos véase el capítulo “Teoría y práctica del crimen”, en el libro de Ernesto Álvarez, antes citado. El autor del texto se revela cual naturalista para algunas cuestiones, para otras se muestra altamente idealista, lírico, romántico y simbolista (incluso modernista, como señala Efraín Barradas en “La naturaleza en La charca”, ya citado). 4 La ironía debe ser aquí entendida como un tropo discursivo. No se trata sólo de la ironía verbal (alguien dice algo e implica disimuladamente todo lo contrario), o de la ironía situacional (alguien se ve sorprendido por todo lo contrario de lo que inicialmente ha planeado o concebido —como Edipo), o de la ironía filosófica o socrática (alguien que se enfrenta consciente o desprevenidamente a

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distanciamiento irónico del autor ante su personaje no es tan patente

y se maneja con cierto disimulo, porque está en juego el enjuiciar la

constitución simbólica e imaginaria de la clase hacendada a que

pertenecen tanto el personaje hacendado como el autor real.5 Rebasar

el horizonte ideológico y estético que confiere sentido a su propia

clase social es algo a lo cual el autor se acerca mediante su novela,

pero no logra traspasarlo en todas sus implicaciones.6 En este sentido,

un universo que le impone disparidades, contradicciones, incongruencias o alteridades inevitables). También nos referimos aquí a la ironía que se establece en un texto cuando el autor implícito desprevenida o conscientemente elabora o alcanza un disimulado o inesperado punto de vista adverso al del narrador y a los personajes (y a sí mismo). Este aspecto, tan del gusto de los críticos literarios actuales, tiene sus orígenes en la “ironía romántica”: el reconocimiento de que la novela se propone representar el mundo, pero entendiendo que esto sólo puede darse mediante la mirada (humorística) del creador en su subjetividad. Uno de los mejores trabajos sobre la retórica de la ironía sigue siendo el de Douglas C. Muecke, The Compass of Irony, London: Methuen, 1969. Importante también es, de Wayne Booth, A Rhetoric of Irony, Chicago: Chicago University Press, 1979; y de Joseph A. Dane, The Critical Mythology of Irony, Athens: The University of Georgia Press, 1991. Este tipo de ironía de un autor implícito, que más allá de su propio narrador, crea un universo ficticio en que se infiltra irónicamente el posible punto de vista o ideología del autor real (y donde incluso se ironiza o parodia la perspectiva del autor mismo) es la que encontramos en las novelas que superan el realismo crítico. Niebla (1914)de Miguel de Unamuno y Los de abajo (1916) de Mariano Azuela son un buen ejemplo. Se trata de las novelas de la modernidad literaria de principios del siglo XX, en las cuales el autor interviene como hablante implícito que sabe disimuladamente manejar las contrariedades e su propio discurso, del narrador y de los personajes. La charca no se acerca a éstas, pese a que Zeno parodia en ocasiones el realismo naturalista en general, pero no creo que llegue a parodiar su obra misma. 5 Para un perfil ideológico de Juan del Salto véase: “Estudio preliminar: una interpretación de La charca”, en la edición de Juan Flores (San Juan: Ediciones Huracán, 1999). En este prólogo, Flores también atiende los aspectos de las dualidades estructuradoras en la obra de Zeno, quien procede de familias hacendadas y burguesas. 6 Este horizonte ideológico estará más teñido de ironía y distanciamiento ideológico del “héroe” del relato, en las dos posteriores novelas: El negocio (1922)

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y más allá de la novela como mímesis externa (y más como relato que

irónicamente rinde cuentas de la subjetividad propia del autor), hay

conflicto y tensión en la estructura profunda del relato y sólo el lector

avisado se puede percatar de ello (el menos espero que con este

análisis que aquí expongo así se logre).

Como novela naturalista, La charca exhibe un autor que se ubica en

el espacio de la mirada oficial del hacendado criollo de fines del siglo

XIX. Esta posición le permite concebir, con todos los prejuicios

positivistas7 de la época depositados en el cuerpo enfermo del “otro”

de la cultura puertorriqueña (el jíbaro). En La charca es Silvina quien

cobra gran espesor narrativo como símbolo del eros necesitado de

redención social y moral en el mundo narrado sin héroes posibles. A

principios de la novela advertimos cómo el narrador aprovecha la

mirada simple pero amplia de Silvina, quien, “asida a dos árboles

para no caer”, contempla toda la comarca que definirá los espacios

del mundo representado en La charca. Esta yuxtapuesta mirada cubre

desde la privilegiada e higiénica hacienda de Juan del Salto hasta los

oscuros y abyectos espacios de la tienda de Andujar y la casucha de

y Redentores (1925). Se percata de que las decisiones políticas de la burguesía colonial están muy ligadas al desarrollo del capital local y extranjero. 7 La noción de un pueblo enfermo debido a la herencia biológica de la raza (híbrida) y al medio ambiente supuestamente poco favorable (la isla tropical), son prejuicios del autor, provenientes de la sociología decimonónica inspirada en la ideas de Carlos Darwin, Comte y Hume , llevadas al campo de la “ciencia” (de este primer autor: Del origen de las especies (1859). Todavía una obra de 1934 como Insularismo de Antonio S. Pedreira es víctima de estos prejuicios de raza y subalternidad territorial impuestos desde las ideas positivistas del Otro dominante (Europa).

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la vieja Marta, quien guarda el dinero y deja morir de hambre al niño.

Mas en amplia medida, estas valoraciones las obtenemos desde la

mirada del narrador, quien, más allá de la ingenuidad e incapacidad

de su personaje, contempla con óptica tanto de “científico”

naturalista como de poeta romántico-simbolista la baja escatología

social del mundo encharcado, por una parte, y la alta y poética

naturaleza. A su entender, esta última (la hermosa naturaleza) es

obra de la creación divina; reconocerla y representarla líricamente

permite superar la estética naturalista y determinista que ocupa gran

parte de la novela. Así mismo es Silvina, quien no tendrá un héroe

real que pueda salvarla. Sólo el poético río finalmente, después de la

literal y simbólica caída, podrá recibirla y rescatarla (limpiarla) de la

inmunda charca.

Se entiende pues, cómo más allá del crudo naturalismo social, el

autor (implícito) de la obra percibe en la naturaleza un espacio de

expresión divina (mediante el río) que termina rescatando a la

heroína, y a la novela como expresión estética en general que no se

queda en el crudo naturalismo del positivismo social. La charca de

aguas estancadas (la sociedad nativa) se supera con la pureza del

agua límpida del río (la esperanza liberadora nacional). En ese

sentido, la obra fluctúa intermitentemente entre la inmanencia

naturalista (positivista) y la trascendencia romántica, venciendo

idealmente la última.8

8 Algunos críticos a lo largo del tiempo, desde que surgió la novela, han exaltado o criticado el valor naturalista y positivista (de tesis) de esta obra; otros han

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En el primer capítulo se aprovecha la mirada de Silvina y se nos

narra una imagen amplia del escenario visto. No obstante, se nos dice

que “Silvina miraba sin ver”, lo cual establece una segunda mirada

de autoridad interpretativa del narrador (y el autor que lo anima),

quien se precia de reconocer la cultura dentro de una alegoría amplia

de significación na(rra)cional.9 Desde esos espacios ideológicos se

destacado el valor estético y poético de la misma. Margarita Gardón Franceschi en su libro Manuel Zeno Gandía vida y obra (San Juan: Editorial Coquí, 1969) hace un sucinto resumen de ambas tendencias en los críticos (pp. 46-48). Un estudio más completo y agudo (más montado en análisis o hermenéutica textual y contextual, que en crítica del gusto personal) sobre la tendencia naturalista frente a la contraria poética lo encontramos en el ya citado libro, Manuel Zeno Gandía: Estética y sociedad de Ernesto Alvarez. Entiende Álvarez que, sin dejar de ser naturalista, Zeno también era conocedor y cultivador de las corrientes parnasianas, simbolistas, modernistas de fines del siglo XIX, y las sabe aplicar (Zeno) a su obra con gran habilidad. Son estas últimas corrientes poéticas las que he enmarcado dentro del idealismo romántico, sin que con ello se entienda específicamente el movimiento romántico de principios del siglo XIX, sino esa tendencia de búsqueda de lo trascendente, sublime e inconmensurable que tanto domina la poesía hasta la ruptura que trae el vanguardismo de los años 20 del siguiente siglo. 9 Lo na(rra)cional se entiende como el relato que se crea a partir de la idea o construcción discursiva de la nación, que anima especialmente a la burguesía ilustrada de la modernidad. Jean-François Lyotard en La condición postmoderna (Madrid: Cátedra, 1984) discute cómo la cultura letrada occidental ha visto la historia como proceso en el desarrollo, evolución y alcance de un progreso material y ético (los “grandes meta-relatos”), cuyo superior estadio sería el de algún tipo de trascendencia dentro de la nación y la historia. La incredulidad hacia estos meta-relatos de las culturas imperialistas (europeas) ha llevado a otros teóricos postcoloniales más actuales a reconocer cómo estos meta-relatos arrojan una carga semántica hacia las periferias como una “otredad” que debe ser “perfeccionada” o ya “salvada” de la barbarie y el retraso cultural. Se trata del meta-relato que define también a los grupos dominantes de las periferias coloniales (el colonial), quienes perciben al subalterno (casi siempre indio, negro o mestizo) desde sus proyectos de dominio en la práctica histórica. Para el (post)historiador actual el pasado no existe independiente de su representación discursiva (la historia es metáfora). Gayatri Chakravorty Spivak (1942) y Homi K. Bhabha (1949), dos teóricos de los estudios postcoloniales, persiguiendo de

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distingue la enfermedad, la maldad y la ignorancia que se demarcan

fundamentalmente mediante todos aquellos que no actúan o laboran

para el adelanto económico de la hacienda o para salvaguardar a

Silvina (símbolo del eros nacional) de las fuerzas del mal. De aquí

que a lo largo de la novela el autor (implícito) y el narrador, también

aprovechen la mirada ideológica y moral de Juan del Salto para

mostrar esa alegoría de la enfermedad social y la patología humana.

Y como es de esperar, más allá de esmerarse en los ideales y

proyectos de redención social y en el trabajo material de la hacienda,

Juan del Salto también posee la capacidad para contemplar la belleza

de la naturaleza. En este aspecto se demarcan los signos de identidad

afirmativa y de alianzas entre el protagonista, el narrador y el autor

implícito, e inferimos que entre el autor real también. La ironía, en su

máxima expresión situacional que después de todo se cristaliza a

partir de la actitud final de Juan del Salto, establecerá la contrariedad

que conforma la situación de que estamos hablando. A partir de aquí

se expresa esa ruptura en que el autor y el narrador no pueden

continuar apoyándose en el personaje de Juan del Salto como ser de

manera crítica las ideas de Michel Foucault y Jacques Derrida, apuntan que la identidad debe ser vista de manera relacional, como un signo que funciona dentro de un sistema de diferencias en el que no hay un “otro puro”, originario o esencial. No lo hay ni en el discurso del Poder ni en el discurso del “otro subalterno” que suele ser copia de una copia. De Spivak: “Can the Subaltern Speak?” (Gary Nelson y Lawrence Grossberg, Marxism and Interpretation of Culture, Bloomington: University of Illinois Press, 1988: 271-312). De Bhabha: “Introduction: Narrating the Nation” y “DissemiNation: Time, Narrative, and the Margins of the Modern Nation” (Nation and Narration (Ed.), London y New York: Routledge, 1990: 1-7 y 291-322).

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redención social y como actante ejemplar (héroe) de la obra. Se crea,

de esa manera, el distanciamiento irónico entre el creador de la obra y

su personaje que representa inicialmente la ética del esfuerzo y el

trabajo pero a finales el personaje que él ismo ha creado le falla.

En este sentido, Zeno Gandía, a lo largo de casi toda la obra, se

mantiene ideológicamente aferrado al paradigma del trabajo

burgués.10 Se deprecia en la obra al jíbaro por ser vago, “aplatanado”

y mal trabajador. El autor, sin embargo, como veremos, no establece

desde un principio un notable distanciamiento crítico e irónico hacia

el hacendado aburguesado y los intereses de su mundo de ganancias.

No deja de ampararse en los los mandatos conservadores que ofrece

ese espacio de inteligibilidad social y de imaginaria organización

nacional del hacendado. En la trama que persigue el autor, vemos

que sujetos como el ecuánime Juan del Salto, el materialista médico, y

el supersticioso sacerdote, pueden ofrecer ni siquiera el potencial, tras

sus autoritarias y fanáticas deliberaciones, para aportar mediante sus 10 El paradigma del trabajo como móvil de los deseos y el imaginario de los letrados puertorriqueños del siglo XIX, y como representantes de la clase hacendada y de los grupos sociales que la articulaban, lo define Ángel Quintero en Patricios y plebeyos, donde nos dice: "Entre los países de América Latina, Puerto Rico pertenece al grupo de aquéllos que se iniciaron tardíamente en unos procesos económicos que habrían de generar clases sociales en posiciones antagónicas, de conflicto. Todavía a principios del siglo XIX la Isla vivía básicamente una economía natural. Durante ese siglo fue atravesando una importante transformación: de una economía caracterizada por la producción familiar para la subsistencia pasa a una economía propiamente de haciendas (en particular de tipo señorial, aunque hasta la década del '70 también de tipo esclavista)...", págs. 190-191). Véase: Conflictos de clase y política en Puerto Rico (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1977) y Patricios y plebeyos: burgueses, hacendados, artesanos, y obreros. Las relaciones de clase en el Puerto Rico de cambio de siglo. (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1988).

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acciones, ya sean prácticas o idealistas, intervenciones de redención

social que puedan asistir al desamparado jíbaro. De aquí que no se

ofrezca en la novela un espacio de superación posible ante las fuerzas

del mal (el hambre, las enfermedades, la ignorancia, Andújar,

Gaspar, Galante) y que se recurra a una visión poética y mística (nada

realista) de la salvación. Esta situación se nos evidencia, ante todo, a

finales de la novela. Ahí Silvina es simbólicamente rescatada por el

mítico y poético río, ese cuerpo opuesto a la inmunda y estancada

charca. La naturaleza divinizada (como la fluidez del río), cual mito

poético, se convierte entonces el espacio primigenio que debe ser

emulado y copiado por el artista. La naturaleza humana, por su

parte, parece haberse desprendido fatalmente de ese espacio

originario y vital; de ahí emerge la perspectiva naturalista que adopta

en ocasiones la obra y en otras la abandona. Las ambivalencias de

Juan del Salto son muestra de ello.

Sobresalen en La charca, primeramente, y desde la mirada

prejuiciada del hacendado, las cualidades morales y de conducta

reconocidas en los habitantes jíbaros dados a la vagancia, el

alcoholismo y la concupiscencia, o en las de aquellos otros que se

dedican a las labores “ilícitas” (Andújar, Gaspar, Galante), fuera de

las exigencias e intereses del mundo del patriarcal protagonista (en

este fluctuar, el narrador asume el punto de vista y la perspectiva de

hacendados como Juan del Salto). No debe sorprender el desprecio

del narrador (y el autor implícito) por los pequeños comerciantes

como Andújar, los cuales no respondían a la mentalidad burguesa

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europeizada de Juan del Salto (ni de Zeno Gandía, quien era hijo de

un hacendado que había perdido sus bienes debido a un abogado

tramposo).

Juan del Salto (y al principio, su narrador cómplice) es quien nos

instala en el ámbito del criollo con conciencia y saber europeizantes,

del hacendado patriarcal, liberal, bondadoso y riguroso a la vez, de

“buenas” intenciones para con el jíbaro, el hijo de su amada patria, la

que anhela libre e independiente, para alcanzar un mayor control

político, social y moral del país (entendiendo que el plano de la

representación ficticia corresponde al Puerto Rico de la época, tal y

como lo concibe el Zeno Gandía de fines del siglo XIX). En su espíritu

emprendedor, Juan del Salto se esmera, sobre todo, en mantener la

unidad de “la gran familia puertorriqueña” (en la que ya falta la

matriarca, como se desprende de la obra), que a la larga es la gran

familia nacional del proyecto burgués decimonónico. Pero en este

familiar proyecto el personaje falla al no poder dedicarse al ideal de

redención y liberación, y tener que ocuparse de las faenas gananciales

de la hacienda y, sobre todo, al hacerse cómplice de aquellos que

callan ante el crimen (que es más bien una ulterior metáfora de la

enfermedad y homicidio social). Sólo le queda al fracasado Del Salto

desvelarse por el hijo residente en el extranjero, a quien, como es de

esperar, se propone dejar su legado y fortuna y en quien deposita sus

esperanzas de continuidad de casta y clase. Todo parece observarlo,

con irremediable ironía, el autor implícito a finales del relato, quien,

si bien desde inicios de la obra ha participado de la ideología amplia

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del protagonista, entiende a finales la misma, que Juan se encuentra

limitado por el egoísmo que le impone su propia clase social. Mas

todo ello queda inmerso en cierta ambigüedad, pues el autor de la

obra no puede rebasar con ironía los horizontes de expectativas

sociales que le ofrecen las condiciones espirituales (simbólicas e

intelectuales) de su época. Esta incapacidad para manejar y arrojar la

ironía consistentemente sobre el protagonista-héroe es lo que

mantiene al autor dentro de los límites del crudo naturalismo unas

veces o del escapista idealismo romántico, en otras. La incapacidad

de ir más allá de esta frontera no le permite al autor crear un nuevo

nivel de inteligibilidad (de vigilancia) o punto de vista superior que

atraviese las significaciones amplias de su propia ficción. Este

superior nivel de inteligibilidad lo conduciría a cobrar mayor

conciencia de la ironía como efecto del acontecer humano y como

mecanismo retórico en la creación del discurso (tal y como ocurre en

Niebla (1914) de Unamuno en España o en Los de abajo (1911) de

Mariano Azuela en México). Pero no es así. Nuestro autor se

mantiene inmerso en la fronteriza mirada romántico-positivista del

siglo XIX.

Como he señalado, importa el que a finales de la obra, Juan del

Salto —personaje que, por su amplio reconocimiento de la

problemática del jíbaro, resulta, durante casi toda la novela, tan

privilegiado por el narrador y el autor—, y quien se cree moralmente

superior a todos los que le rodean, se convierte ante la sorpresa del

propio narrador, en un ser silencioso más, inmerso en “la charca” de

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la complicidad y el miedo que él mismo denuncia. Es después de este

irónico suceso que Juan del Salto termina abandonando sus

idealismos redentores, se dedica a aunar el capital e irse a España a

visitar su hijo. Y en este aspecto del distanciamiento que ejerce el

autor frente al protagonista que desde un principio ha admirado

tanto, obtenemos la conciencia irónica de Zeno Gandía ante lo que

sería la ideología y moralidad de su propia clase social (la clase

hacendada realmente conservadora, pero de un imaginario más

reformista que radical). Logra así escribir esta socialmente atinada

obra, que problematiza el simple naturalismo de su época, para

cerrar el ciclo del pensamiento liberal decimonónico con un gran

pesimismo e incertidumbre. Un poco después vendría la invasión

yanqui (1898).

Sobresalen en La charca dos actantes como sujetos del deseo, que

ponen en contacto con la belleza y el ideal: Silvina y la naturaleza. La

primera, que como símbolo del eros de la obra goza de amplias

simpatías del narrador, se encuentra inocentemente inmersa en “la

charca” del mundo social, sin un actante masculino que pueda

rescatarla (como es de esperarse en ese mundo estrictamente

androcéntrico y de abuso bestial hacia la mujer y el “otro”), lo cual la

dirige hacia la pulsión de muerte. La naturaleza, por su parte, es

actante presentado líricamente por el narrador, y se muestra como el

espacio de lo ideal, de la belleza, la armonía (el Eros o pulsión de

vida) que contrasta dramáticamente con el feo y naturalista escenario

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social que rodea a la enferma pero “bella” protagonista.11 Se muestra

también la naturaleza como arquetipo maternal que suple la ausencia

de ese significante familiar en el plano de lo social. A finales de la

obra, y a nivel ampliamente lírico, sólo la naturaleza (el río opuesto a

la inmunda charca) puede rescatar al símbolo del eros ideal de la

obra (Silvina) y acogerla en su “seno materno”. El exceso de

masculinidad que se encuentra en La charca (y en esto es

continuadora de La peregrinación de Bayoán) marca el desbalance en

que se fundamenta el proyecto de identidad nacional decimonónico.

Pese a su capital, y en su soledad, el patriarca Del Salto no cuenta en

el plano realista con la presencia de la sensibilidad diferenciada de lo

femenino. En este desbalance se encuentra de manera similar la

rudeza exageradamente masculinizante de Montesa, en contraste con

la sutileza de Ciro, quien es vulnerable ante las (simbólicas) fuerzas

del mal y quien termina siendo exterminado por su propio hermano.

El arquetipo de “la gran familia puertorriqueña” se encuentra

entonces en gran desequilibrio y su peor crisis autodestructiva

(infanticidio, fratricidio, suicidio, homicidio).

Enajenados de la poética naturaleza, se representan las acciones de

unos personajes que, además de estar enfermos en el sentido más 11 Pese a que el narrador representa a Silvina baja la lupa del naturalismo positivista (esta fisiológicamente, en el capítulo V, tratándose de la celebración en Vegaplana, nos dice: “Silvina está sencilla, muy sencilla. De su atavío, ceñido con gracia, desprendíase aura de atrayente juventud. Estaba bella, con sus ojos negros y sus pestañas largas y suaves. Su cuerpo delgado, esbelto, lucía galas encantadoras, mostrando el atractivo de finas líneas curvas en el dorso...” (p. 93). Se revela en la caracterización de Silvina la constante intermitencia entre idealismo poético y naturalismo de la novela en cuestión”. P. 93.

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biológico y patológico, se muestran incapaces de acciones de

redención social y de movilidad ideológica firme (según la ideología

del narrador).12 Son personajes que traman el acto criminal o se hacen

cómplices del mismo mediante su silencio e inacción. Se trata de seres

que, según lo propone el narrador, en el momento de la pesquisa

sobre el asesinato, callan, lo cual es para el autor señal de la

incapacidad de éstos seres para el compromiso ético y moral y la

búsqueda de una verdad redentora. Y en este importante evento se

expresa el máximo punto de inflexión en la obra, pues como hemos

ya señalado, Juan del Salto, quien a través de toda el relato le había

servido de modelo moralizante al narrador que constantemente pide

acción e intervención del individuo en la esfera pública, ante los

acontecimientos del asesinato, también calla, y se retira privadamente

a pasar una feliz temporada con su hijo en España. Es decir,

fácilmente el liberal y burgués Juan del Salto, de una exigencia tan

cívica y moral, salta a otra más desprendida y de egoísmo personal.

El hombre que tanto se preocupara por alcanzar el ideal de la

redención social termina dominado y sujetado, por la falta de

compromiso social, y siendo parte de “la charca” social que él mismo

tanto criticara.

12 En el capítulo VI, el autor sale del determinismo al ofrecer el relato en que el

jíbaro Inés Mercante salva a un niño de ser llevado por la corriente del río (129). Si bien para el autor, nadie se escapa de la charca, para el autor implícito hay posibilidades de que alguien noble salve al niño nacional, del torrente del río. En ese sentido el río tiene dos acepciones: salvador y destructor.

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En este aspecto estamos frente a una obra plenamente moderna en

cuanto el autor reconoce el triunfo de la fetichización y la reificación

de la mercancía (del capital). Y esto resulta por encima de las

aspiraciones y proyectos ya humanistas o redentores del sujeto-héroe

(en este caso, Juan del Salto).13 Se trata, entonces, de una de las

iniciales críticas isleñas al humanismo idealista occidental.

La charca, en ese sentido, somete a la mayor prueba las ideas

liberales (de búsqueda de libertad y dignidad humanas) de la cultura

letrada de mentalidad patriarcal decimonónica —que vemos en su

más optimista aparición en El gíbaro de Manuel Alonso y en su más

pesimista declinar en La cuarterona de A. Tapia y Rivera y en crisis ya

en La peregrinación de Bayoán de Eugenio María de Hostos. 14 La obra

de Zeno, no obstante, se nos revela como signo de una cultura que ha

alcanzado su problemática modernidad, en la medida de lo posible,

para fines del siglo XIX. Y lo es no sólo en cuanto capta las

contradicciones sociales del momento, sino en la forma irónica a que

13 Todos en la obra parecen sucumbir a la fuerza del capital y la esfera de egoísmo que la misma provoca (la reificación según los marxistas). El hijo de Juan del Salto, quien permanece fuera de la trama, es un sujeto sumamente idealista, según el padre y el propio narrador, en lo que se refiere a emprender un proyecto liberador para la patria. Véase en el capítulo VI la carta de Jacobo. En este sentido, el idealismo extremo del hijo contrasta con el idealismo lleno de incertidumbre del padre, y que incluye una visión positivista y pesimista de la cultura. En el momento en que escribe la obra Zeno Gandía puede verse a sí mismo como el joven idealista del pasado, y es por esa razón que en el presente en que escribe (1894) posee una óptica más paradójica y problemática de la situación colonial de Puerto Rico. 14 Ver mi ensayo “El discurso liberal de Tapia y Rivera, Hostos y Zeno Gandía”, en La na(rra)ción en la literatura puertorriqueña, San Juan: Ediciones Huracán, 2008: 54-80.

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se acerca, pues esa es la forma discursiva más compleja de la

sociedad burguesa.15

Sabido es que la novela, desde sus inicios en la modernidad

cervantina, ha estado muy ligada a la ironía como recurso de

estructuración del discurso. Como género, la novela se vale de la

ironía al pretender separarse disimuladamente del mundo ficticio

que ella misma narra. No sólo lo realiza mediante el control que debe

asumir el autor para desprenderse de los valores defendidos por los

personajes e incluso por el narrador, sino también en cuanto a

mantenerse distante de la ideología que de ella misma

inevitablemente se desprende. Y ello por cuanto la novela es el

género social y burgués por excelencia; se vale de la adopción

distanciada de algún tipo de criterio sobre la problemática histórica,

pues sin esta cautela no se cumpliría cómo género idóneo del

logocentrismo de la modernidad.

Más habría que distinguir dónde específicamente se manifiesta la

ironía en La charca. Primeramente, habría que localizarla en la visión

satírica que posee el narrador frente a todos aquellos que rodean la

hacienda de Juan del Salto, y que con sus egoístas prácticas de

acumulación de capital (la vieja Marta y Andújar) y acaparamiento 15 La ironía es parte de la novela, el género burgués por excelencia que surge en el siglo XVIII con el vencimiento idológico que obtiene esa clase social. La novela se propone presentar la problemática del mundo con sentido dialéctico y con una problemática social concreta (un héroe problemático en busca de lo auténtico). Contraria era la visión histórica anterior, incluso en el teatro del siglo XVI, en que el enemigo o adversario en la obra literaria no era necesariamente la aristocracia sino el destino o una fuerza inexplicable y superior. Ver, del teórico seguidor de G. Lukacs, Lucien Goldmann, en The Gidden God, London: Routledge, 1964.

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ilegal y despiadado de tierras (Galante) se presentan como lo peor de

los valores de esa sociedad. Son contrarios a los valores burgueses de

Juan del Salto, aunque bien podríamos afirmar que asumen prácticas

capitalistas, no son tan éticas y lícitas, pero que resultan similares a la

larga a las de Del salto, en cuanto a la acumulación de capital; y ello

sin que irónicamente el narrador así lo reconozca.

Pese a que en lo intelectual el narrador simpatiza con su

protagonista, como hemos señalado, a finales de la obra se ve

obligado a distanciarse del mismo, pero sin hacer referencia explícita

a esta nueva disparidad e incongruencia. Casi a finales de la obra,

luego de que Juan del Salto ha discutido elocuentemente con el

médico Pintado y con el sacerdote Esteban —tras la penosa muerte

del nieto de Marta, y respecto de lo que se debe realizar para rescatar

al pueblo de la miseria y la enfermedad— el narrador se limita a decir

(lo que ya citamos antes): “Y Juan sumó mentalmente las partidas de

café recolectadas aquel día; calculó las que aún le faltaba recoger;

pensó en las probabilidades de buenos precios. Luego pensó en

Jacobo” (p. 218). Si bien el narrador ha sido explícito al ironizar,

tratándose de otros personajes que callan y se hacen cómplices de la

corrupción y el mal, y que por egoístas (como Andújar, Gaspar,

Galante y la vieja Marta) son culpables (y a la vez víctimas) de la

enfermedad social, no lo es tan patentemente aquí cuando de

enjuiciar al protagonista y su actitud se trata. La ironía que se

encuentra en este aspecto es más bien situacional, creada por la lógica

del relato ficticio (Juan del Salto salta por encima de “la charca”), y no

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es lo que se entiende como ironía verbal y literaria, la empleada

deliberadamente frente a un objeto (en el caso, Juan del Salto) con

cualidades incongruentes o contradictorias. Es decir, la ironía ha

sorprendido al narrador mismo y éste no ha optado por llevarla a

mayores límites, que sería lanzarla contra su propio protagonista y

sus ideales. El agente de superior inteligibilidad narrativa, el autor

(implícito), tampoco es capaz de manejar con cabal ironía al

protagonista, y mucho menos al narrador de la obra. Y ello porque el

autor real (Zeno Gandía) forma parte de la conciencia social de su

protagonista y no está del todo capacitado para superarla y verla con

suspicacia. La ironía se detiene en el nivel de lo que acontece en el

relato, sin que el narrador y el autor implícito se muestren muy

conscientes de las implicaciones escriturales de ello y mucho menos

sin que trasciendan a nivel formal del discurso (el metatexto). La

novela no es capaz de verse a sí misma en su novelar.

En este sentido, La charca se detiene en un espacio de

inteligibilidad colindante con la ironía profunda, pero sin llegar a sus

mayores límites. Es precisamente esta situación discursiva la que no

le permite a la obra reconocerse a sí misma, no la lleva a alcanzar el

metadiscurso (como muchas de las novelas más complejas de la

burguesía europea). Esta contención nos lleva a considerar que La

charca no es una obra polifónica o metadiscursiva. Para serlo tendría

que conversar e manera crítica y problemática, aunque fuera

inclinada y disimuladamente, con las propuestas que le serían

propias al autor de la obra. En verdad, la novela ironiza en algunas

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ocasiones al propio Juan del Salto y satiriza a los personajes que

representan las fuerzas del mal, pero no expresa una visión orgánica

que inmiscuya el sentir irónico, ya sea hacia el mundo que la ocupa o

hacia la escritura y el ejercicio de representar.

Pero es en el plano del contenido de La charca donde en realidad se

ironiza. Adviértase que, en gran medida, la perspectiva idealista de

deseo de redención social fracasa, pues en el fondo no hay

explicaciones realistas o sociológicas que permitan intervenir y

superar en el conflicto humano que transcurre en el mundo de la

charca. De ahí surge, y por consecuente oposición, la visión idealista

y romántica del autor (implícito), que domina a lo largo de todo el

relato, frente a Silvina y la naturaleza como actantes. Se trata de un

mundo en el cual, para el autor implícito, existe una poética divina, y

no un mundo sin Dios, según lo conciben los novelas propiamente

positivistas (Zola). Para el autor, el ser humano se ha desprendido de

esa inteligibilidad poética y desde lo bajo de la charca social es

incapaz de reconocerla y alcanzarla por medio de la acción social. Tal

vez, por eso son muchos los críticos que no conciben esta obra como

una novela naturalista en el sentido estricto. Mas no tiene por qué

serlo.

Podemos decir, en este sentido, que a Zeno Gandía, como autor, le

ha sorprendido la ironía situacional que se da en el plano de las

acciones y los eventos de la obra. Este mismo hecho nos indica que,

como autor, no estuvo tan consciente de la capacidad desarticuladora

de la ironía como recurso literario y estético. Lo que tiende nuestro

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autor a controlar es más bien la metáfora, que suele ser aditiva y

hurgadora de un nivel superior (ideal) de inteligibilidad. Se explica

así la mentalidad diletante a finales de la obra, cuando se concibe al

pueblo (o a Silvina) como una estatua hermosa y bella creada por el

artista, pero sin movilidad alguna, sin un artista que le pueda

conferir real vida y sensibilidad. Pero más allá de la metáfora, como

tropo ideológico, la ironía es, por su parte, restrictiva y destituyente,

y está más relacionada con el disimulo, la incongruencia y la

contradicción. En un nivel inicial en la novela se reconoce que el darle

vitalidad a dicha estatua se hace imposible debido a la enfermedad

de la raza y su incapacidad creadora. En un nivel más profundo, y tal

vez preconsciente, se concibe que la reificación y enajenación a la que

somete el trabajo de la hacienda (dominada ulteriormente por la

ganancia egoísta) no permite llevar el arte alcanzar una ética

plenamente humana.

En La charca, la ironía sorprende al autor en el plano de los

acontecimientos inmersos en su propia obra, sin que la reconozca por

completo como un tropo manipulable en y desde el discurso. Una vez

agotado el caudal de la metáfora ya realista (la charca) o romántica

(Silvina, el río), la misma es detenida (paralizada) por la aparición de

la ironía y el “detente” en la búsqueda de significado por esos lares

tropológicos. Se ve precisado entonces el autor a acudir a lo clásico

por medio de la analogía de la estatua, la cual resulta ser

precisamente Silvina, extraída del contexto del mundo encharcado,

que sólo se puede encontrar en el imaginario del arte. Silvina es un

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signo del ideal de redimir la patria en su constitución más hermosa,

rescatada de la enfermedad social, pero no es posible. En sus

próximas dos obras, El negocio y Redentores, Zeno se torna más irónico

y paródico respecto a la posibilidad de encontrar un héroe que pueda

redimir de la degradación en el mundo y alcanzar la salvación de la

patria. La visión mítica y salvadora que se mediatiza mediante la

naturaleza, desaparece en estas obras y es el plano de intriga social el

que domina en las obras.

Como actante, Juan del Salto fluctúa entre el personaje romántico

(en cuanto es, en general, superior en grado a otros hombres) y el

altamente mimético (superior a los hombres, pero no al medio

ambiente). De ninguna manera se podría considerar un protagonista

irónico ya que el autor no se dispone decididamente a presentarlo

como inferior a nadie o con incapacidad para entendimiento de lo

superior. El hecho de que termine adoptando la conducta que tanto

critica (el silencio y la inacción redentora) implica que el deseo del

autor por representar la realidad es traicionado por la lógica que

alcanza el discurso en su proceder, con un potencial héroe que pierde

autoridad y capacidad heroica. La ironía situacional termina

desarticulando el texto. Recuérdese que para los teóricos de la ironía

romántica, incluso para el propio Lukács, la novela alcanza su

madurez sólo cuando deviene consciente de sí misma como objeto de

representación e interviene en su aparato formal; cuando es irónica,

como bien ya lo demostrara el Quijote (tal y como lo entiende el

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formalismo ruso16). Si bien el autor de La charca es en ocasiones

irónico, lo es contra aquellos agentes que no actúan de acuerdo al

proyecto de trabajo y de higiene que respalda la mentalidad

burguesa y que muy bien identifica, en general, a Juan del Salto.

Los seguidores de Georg Lukács (1885-1971) entienden que la

ironía representa un proceso involutivo en que un sistema discursivo

viene a reflexionar sobre sí mismo. Se trata del momento en que la

representación deviene consciente de sí misma y se convierte en

metatexto (en hermenéutica). Según un teorizante más

contemporáneo, Hayden White (1928- ), la ironía representa un

estado metatropológico en que la naturaleza problemática de la

capacidad representativa del lenguaje es reconocida y en la que

emerge un nuevo paradigma cuya mirada es de autocrítica.17 Se trata

de uno de los mayores alcances de la novela moderna y que la novela

postmoderna continúa con mayor conciencia deconstructiva y

paródica. Podemos decir, en ese sentido, que Zeno se asoma a uno de

los mayores alcances estéticos de la modernidad de fines del siglo

XIX y principios del XX. No alcanza, sin embargo, la ironía ya

plenamente moderna que identificamos en Niebla de Unamuno o Los

16 Victor Shklovski y Boris Eichenbaum sostienen que más allá del simbolismo y el realismo el arte literario es mecanismo formal de extrañamiento, desfamiliarización del lenguaje mismo. Sus mayores muestras de este proceso son Tristam Shandy y Don Quijote. Del primero: Theory of Prose (1919), traduc. de Benjamin Sher, Illinois: Dalkey Archive Press, 1990. 17 De Georg Lukács, Teoría de la novela (1916), Barcelona: Grijalbo, 1975 y de Hayden White, Metahistory, Baltimore y London: Johns Hopkins University Press, 1973; Tropics of Disourse: Essays in Cultural Criticism, Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1973.

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de abajo de Mariano Azuela. En estas novelas encontramos a un autor

implícito como sujeto de la enunciación, plenamente consciente de su

irónica “presencia” en el texto. Son obras dotadas de un autor

consciente de que el mundo representado no tendría por que ser (no

es) como ellos lo desean; su perspectiva resulta en una de la múltiples

miradas en el texto y no es impuesta con autoritarismo ingenuo. La

charca, aunque ve con ironía muchos de los aspectos de los que trata,

no se sospecha o se ve a sí misma como objeto de esa misma mirada.

La óptica de Zeno está demasiado apegada a las construcciones que

le brinda su propia clase social. La novela no puede, desde esa

inteligibilidad ideológica, alcanzar el nivel de autonomía requerido

para criticar la sociedad burguesa y proporcionarle al arte su esfera

de libertad “espiritual”. No obstante, es la mejor obra del realismo

(tal vez latinoamericano en general), porque tolera este tipo de crítica

tan deconstruccionista, contrario a la mayoría de las otras obras de su

tiempo, las cuales son sumamente mediocres (incluyendo también las

del resto de Latinoamérica).

Para el deconstruccionista Paul de Man, el emerger de la novela

como género moderno debe ser visto como el resultado del cambio en

la estructura de la conciencia humana; el desarrollo de la novela

refleja las modificaciones en la manera en que “el hombre” se define

a sí mismo en relación con otras categorías de la existencia. Si bien así

se conducen las novelas realistas, son los marxistas de la modernidad

(como Lukács, Adorno, Goldmann) quienes más adelante pueden

darle expresión ya propiamente teórica (de mayor consciencia

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cognoscitiva) a estas pretensiones del novelar burgués. En sus

teorizaciones se reconoce plenamente que la concepción de la

relación entre la conciencia y el mundo, y los modos de representarlo

mediante el arte, es de carácter dualista en su manera de concebir la

oposición objeto/sujeto. Esta concepción marxista de la

contemplación del mundo se explica dentro de las relaciones que

impone el modo capitalista de producción y la reificación del

individuo inmerso en la sociedad del capital.18 Luego de esta posición

marxista está la noción de que sólo nos ponemos en contacto con la

realidad a través de algún tipo de signo, de lenguaje, de metáfora.19

Pese a que Zeno repudia tanto la presencia del capital en lo social,

sí estamos con La charca frente a una novela típicamente burguesa

dominada en su codificación semiótica (del dominio del lenguaje) por

estas dualidades que conducen en el fondo al binarismo y la

reificación que impone el mundo capitalista. Zeno reconoce algo muy

importante en el novelar, según las ideas que aquí nos animan: que

en la lucha entre el bien y el mal está el lenguaje que la concibe y la

representa (la lucha).

Dentro de este contexto, para los lukacsianos, la conciencia irónica

es la más alta expresión de libertad en un mundo sin Dios (esto como

metáfora del céntrico ordenamiento en el mundo moderno). Un poco

18 De J. M. Bernstein, The Philosophy of the Novel. Lukács, Marxism and the Dialectics of Form, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1984. 19 Los alemanes seguidores de Marx y Freud, los de la Escuela de Frankfurt, lo reconocen así antes que los postestructuralistas. Ver mi libro Modernidad, postmodernidad y tecnocultura actual (San Juan: Publicaciones Gaviota, 2011): 181-207; 254-274.

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antes de estos pensadores materialistas, los teóricos románticos

creyeron que a través de la ironía se podía trascender el dualismo del

sujeto-objeto (antes señalado), la antinomia de la relación entre el

sujeto y el mundo finito que lo rodea mediante la “ironía romántica”,

con la cual el artista aspira a lo infinito y trascendente, una superior

subjetividad en un mundo reificado (ordenado por el capital). En el

mundo moderno de la alienación y la reificación, donde el sujeto está

formado por la necesidad del trabajo y por su habilidad de crear y

producir, este adquiere sentido, primeramente como mercancía. De

ahí que exista una tendencia a separar el ser definido desde la inercia

de la mercancía y lo que se cree que es el Ser en el reino de la libertad.

Tanto los románticos como muchos novelistas de la modernidad

industrial consideran que la ironía atrapa el momento de reflexión

cultural en que se quiere trascender el mundo de la necesidad y de lo

empírico para alcanzar el distanciamiento espiritual del ser frente a la

materialidad del existir.20

20 Friedrich Schlegel (1772-1829) creó junto a su hermano August W. Schlegel el concepto clásico de “ironía romántica”, ampliado de la ironía socrática, en el sentido de que más allá de la contradicción y la tragedia se encuentra el “humor” humano (el distanciamiento risible de sí mismo y del mundo). La ironía permite al artista colocarse por encima de toda finitud y limitación para alcanzar una conciencia plena. El artista debe anularse en su genio creador y elevarse a la síntesis que disuelve la finitud y la inadecuación. Véase el capítulo siete (“Friedrich Schlegel”) de Joseph Dane, en su libro The Critical Mythology of Irony, Athens: Georgia University Press, 1991, pp. 100-118. Esta es la labor superadora del novelista, no apegarse por completo a los valores burgueses y trascenderlos mediante el distanciamiento irónico del autor frente a las contradicciones del mundo narrado. El arte, para cumplirse como tal, debe superar los signos contradictorios que ofrecen la lucha social en el mundo, y ello mediante una

Page 30: IRONIA E IDEOLOGIA EN LA CHARCA DE MANUEL ZENO GANDIAsmjegupr.net/wp-content/uploads/2012/05/La-charca-4.pdf · adelante, como también parodia hacia el propio naturalismo y sus pretensiones

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Pese a su contención, y en su incapacidad de representar más allá

de la ideología de su “héroe” Juan del Salto, y de manejar formas que

superaran el realismo idealista, Manuel Zeno Gandía en La charca

logra mucho del proceder irónico que se acaba de señalar. Estamos

ante la novela que los críticos llaman “flor del novelar isleño”21, la

cual sigue todavía interpelando a los lectores puertorriqueños con sus

arquetipos del eros en Silvina, la necesidad de sobrevivir, la lucha

ante la injusticia, la muerte (Tanatos) como fenómeno que afecta a los

individuos y que atemoriza la estabilidad cultural del ethos de un

pueblo. Así también la novela llama la atención del ser nacional

puertorriqueño en cuanto también clama a la esperanza de salvar el

niño, la mujer abandonada, de superar “la charca” mediante el

alcance del río, y de admirar el ser artístico que inspira la exuberante

naturaleza isleña.

mirada irónica y distanciada que permita el alcance de la forma, de lo estético, y de la novela como un objeto artístico difícil de articular. 21 Así la llamó Francisco Manrique Cabrera en su Historia de la literatura puertorriqueña (Río Piedras: Editorial Cultural, 1986), p. 180. Todavía para la década del 80, muchos estarían de acuerdo con Josefina Rivera de Alvares en que: “Como obra de narración que profundiza en los conflictos humanos y sociales de Puerto Rico, muestra La charca una armoniosa trabazón arquitectónica general, lo que unido a sus otros méritos, le da rango indiscutible de máxima creación en el campo de la novela insular del XIX, incorporándola a su vez, como uno de los relatos mejor contados en Hispanoamérica, según juicio de Ciro Alegría, el rico caudal de la novelística hemisférica de lengua española” (Literatura puertorriqueña: su proceso en el tiempo (La Habana, Madrid: Ediciones Partenón, 1983, p. 243).