Interculturalidad y mestizaje en Rubén...

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1 Interculturalidad y mestizaje en Rubén Darío María Amoretti Hurtado Profesora Emérita Universidad de Costa Rica Como todos sabemos, la independencia política de los pueblos hispanoamericanos no significó el final del colonialismo. La mentalidad americana siguió viviendo en la colonia porque la colonia había colonizado también su alma. Un fuerte anti-españolismo acompaña las primeras décadas de vida independiente, pero nuevos procesos de colonización, esta vez provenientes del norte del continente, hacen que la cultura mestiza enarbole lo latino como una marca de identidad, marca que la acercará a Francia y establecerá un factor diferencial con respecto a la cultura anglosajona de los Estados Unidos. Así, ni americanos ni españoles, las antiguas colonias hispanas, se reconocen como latinoamericanas para la mitad del siglo XIX. El segundo impulso colonizador proveniente del norte invade a las jóvenes repúblicas como un “destino manifiesto”. Según esta doctrina, la obvia ventaja industrial, económica y militar supone, a su vez, una obvia superioridad moral y racial de la cultura del norte sobre la del sur. Es pues una misión salvadora la que mueve a los Estados Unidos a invadir esos territorios, que están, según su visión, prácticamente “rogando” ser colonizados para mejorar su raza y sus formas de vida. Son los albores de un nuevo imperio que, como los anteriores imperios europeos, necesita alimentar su población no sólo de pan sino también de fe nacional. Normalmente el colonialismo se ha enfocado desde un estrecho punto de vista político y económico, que oculta las verdaderas dimensiones de un fenómeno cultural e identitario que tiene hondas y complejas repercusiones sociológicas y psicológicas para las comunidades humanas. El fenómeno colonial es más que un conglomerado de factores económicos y políticos, es, sobre todo, un fenómeno ideológico. Se coloniza algo más que un territorio, se coloniza el discurso, es decir, se establece toda una red de representaciones que expropian la identidad del otro en nombre de una diferencia que lo inferioriza para así poder dominarlo. La fórmula del poder colonial (Amoretti, 2002, 237) consiste en tres impulsos: objetivación, legitimación y justificación. En el primer impulso se define la otredad como inferior (primitivo, salvaje, bárbaro), el segundo legitima una relación de subordinación (amo-esclavo) sobre la base de la anterior definición y, finalmente, el tercer impuso establece la finalidad como un propósito ético-humanitario (todo esto se hace por el bien del otro, por su salvación material, espiritual o civilizatoria; este es el espíritu misionero que enmascara, como decía Nietzsche, el “mezquino e inconfesable propósito”). Como resultado de lo anterior, el sujeto colonizado desarrolla una subjetividad disociada en la que conviven conflictivamente dos imágenes de sí mismo, la suya y la que le ha sido introyectada durante la colonización. Esta estructura intrapsíquica se caracteriza, además, por generar figuras híbridas y por una constante búsqueda de identidad (Cros, 2003, 52).

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Interculturalidad y mestizaje en Rubén Darío

María Amoretti Hurtado Profesora Emérita

Universidad de Costa Rica

Como todos sabemos, la independencia política de los pueblos hispanoamericanos no significó el final del colonialismo. La mentalidad americana siguió viviendo en la colonia porque la colonia había colonizado también su alma.

Un fuerte anti-españolismo acompaña las primeras décadas de vida independiente, pero nuevos procesos de colonización, esta vez provenientes del norte del continente, hacen que la cultura mestiza enarbole lo latino como una marca de identidad, marca que la acercará a Francia y establecerá un factor diferencial con respecto a la cultura anglosajona de los Estados Unidos. Así, ni americanos ni españoles, las antiguas colonias hispanas, se reconocen como latinoamericanas para la mitad del siglo XIX.

El segundo impulso colonizador proveniente del norte invade a las jóvenes repúblicas como un “destino manifiesto”. Según esta doctrina, la obvia ventaja industrial, económica y militar supone, a su vez, una obvia superioridad moral y racial de la cultura del norte sobre la del sur. Es pues una misión salvadora la que mueve a los Estados Unidos a invadir esos territorios, que están, según su visión, prácticamente “rogando” ser colonizados para mejorar su raza y sus formas de vida.

Son los albores de un nuevo imperio que, como los anteriores imperios europeos, necesita alimentar su población no sólo de pan sino también de fe nacional. Normalmente el colonialismo se ha enfocado desde un estrecho punto de vista político y económico, que oculta las verdaderas dimensiones de un fenómeno cultural e identitario que tiene hondas y complejas repercusiones sociológicas y psicológicas para las comunidades humanas.

El fenómeno colonial es más que un conglomerado de factores económicos y políticos, es, sobre todo, un fenómeno ideológico. Se coloniza algo más que un territorio, se coloniza el discurso, es decir, se establece toda una red de representaciones que expropian la identidad del otro en nombre de una diferencia que lo inferioriza para así poder dominarlo. La fórmula del poder colonial (Amoretti, 2002, 237) consiste en tres impulsos: objetivación, legitimación y justificación. En el primer impulso se define la otredad como inferior (primitivo, salvaje, bárbaro), el segundo legitima una relación de subordinación (amo-esclavo) sobre la base de la anterior definición y, finalmente, el tercer impuso establece la finalidad como un propósito ético-humanitario (todo esto se hace por el bien del otro, por su salvación material, espiritual o civilizatoria; este es el espíritu misionero que enmascara, como decía Nietzsche, el “mezquino e inconfesable propósito”).

Como resultado de lo anterior, el sujeto colonizado desarrolla una subjetividad disociada en la que conviven conflictivamente dos imágenes de sí mismo, la suya y la que le ha sido introyectada durante la colonización. Esta estructura intrapsíquica se caracteriza, además, por generar figuras híbridas y por una constante búsqueda de identidad (Cros, 2003, 52).

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Pero en este proceso, el sujeto colonizador no queda incólume. Él también resulta afectado en su subjetividad a tal punto que no sabría ser él mismo, si no es por la imagen que el colonizado le proyecta.

Tenemos entonces el siguiente proceso: el sujeto cultural colonizado (entre otros: el indio, el mestizo, el negro, el mulato y hasta el criollo) es el resultado del fenómeno colonial. El fenómeno colonial es el resultado de los impulsos imperialistas de ciertas culturas; y el fenómeno imperialista es el resultado de un nacionalismo que desborda sus fronteras y se exporta a otros territorios.

Pero una vez trasplantados allí, esos valores culturales son evidencia de una desigualdad radical y son vividos diferentemente. El colono construye en “ultramar” un estilo de vida artificial, muy diferente del de la metrópoli, por lo que de alguna manera termina también colonizado por su propia colonización. Mutatis mutandi, a esta versión debilitada de la cultura originaria o cultura “adaptada” al nuevo contexto, Aimé Césarie la denominó “subcultura” (citado por López Heredia, 2004, 92-93).

En síntesis, en el colonialismo la ley es la dualidad, pero la dualidad genera la reversibilidad. El otro colonizado es objeto de deseo por su fuerza de trabajo y por las riquezas de su territorio; y al mismo tiempo es objeto de repulsión porque representa el compendio de los tabúes y los temores del colonizador (Carcaud-Macaire, 2007). En cuanto al colonizador, éste es también repudiado por invasor, y sin embargo, es al mismo tiempo objeto de deseo del colonizado, quien termina queriendo ser él y estar en el lugar de su verdugo (Fanon, 1974).

En la últimas décadas la teoría poscolonial y postoccidental se ha dedicado al estudio de estos fenómenos y no con un sentido arqueológico, sino como cuestiones de una gran pertinencia y actualidad, ya que el colonialismo es un fenómeno vigente. Revestido de nuevas formas continúa generando discriminación y marginalidad sin que se hayan ni siquiera resuelto las secuelas de las antiguas formas. A esta permanencia de la fórmula del poder estrenada con la conquista de América pero que sigue siendo la base de las actuales formas de poder y de discriminación cultural y racial, es a lo que Aníbal Quijano ha llamado “colonialidad del poder”.

La teoría poscolonial representa una crítica al discurso colonial y su manipulación ideológica, e intenta, además, evaluar las distintas formas de resistencia que se han generado hasta el momento, entre las cuales, la literatura es una de las más recurridas y eficaces.

Es dentro de este marco que quisiera inscribir mis reflexiones darianas, de ahí el título de mi conferencia: “Interculturalidad y mestizaje en Rubén Darío”. Mi conferencia se inscribe dentro de una línea ya definida por Carlos Midence, quien en su libro Rubén Darío y las nuevas teorías (2002) se esfuerza por leer al maestro en el marco de las nuevas epistemes de hoy. En ese libro se nos presentan tres nuevas focalizaciones de Darío: un Darío bajtiniano, heteroglósico y hasta carnavalesco, que informa su escritura de textos culturales tributarios de la sabiduría popular y la tradición oral; esta bajtinidad dariana es imprescindible para comprender su concepto de cultura. Un Darío posmoderno que confronta la crisis de la subjetividad en las formaciones sociales emergentes de su época, lo cual nos lleva obviamente al tercer Darío que se inscribe dentro de las teorías poscoloniales y postoccidentalistas. Dentro del último enfoque es que se enmarca mi participación, sin evitar el segundo, porque de eso se trata justamente, de la indagatoria de un tipo de subjetividad, la nuestra; ni ignorar el primero, porque el eventual poscolonialismo y postoccidentalismo de Darío

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sólo quiere promover una noción de cultura y una antropología moral que el poeta defiende y enarbola en su misma doctrina poética y que es producto de una subjetividad mestiza como la suya.

Nuestra cultura es la primera en sufrir lo que hoy conocemos como colonización y aunque esta palabra se remonta a las colonias romanas de aquel otro imperio europeo, la impronta que la aventura de Colón le va a imprimir a este proceso en América es completamente inédito por el simple hecho de desbordar el objetivo económico y político y convertirse en una conquista ideológica y, por ende, discursiva. En América se inaugura la era de la alienación tal y como la conocemos y teorizamos hoy. Las colonizaciones modernas, aquellas que se inician en el siglo XIX y culminan en el XX no hacen más que seguir la fórmula de poder afinada por España en este continente; bajo distintas denominaciones, la lógica hegemónica sigue siendo la misma y lo que es más, a esas alturas, mediados del siglo XIX, con el surgimiento de la antropología, ya se ha instituido en disciplina la capacidad universalista de Occidente, reforzada científicamente por las teorías darwinianas de la evolución. Surgida en el contexto mismo de los procesos de colonización del siglo XIX y del desarrollo de los mercados mundiales, la antropología convierte en reliquia y relega a lo marginal y a lo local a toda tradición cultural generada fuera de su marco; así:

“Cualquiera sea el papel histórico que hubiesen desempeñado alguna vez África, el Islam, el confucionismo, el hinduismo o el budismo (en realidad, cualquier corriente de origen no occidental) perdieron, como habría dicho Hegel, su iniciativa histórica universal contemporánea, y sólo podían entenderse si se les enmarcaba como partes subordinadas, como el Otro alienado, o como callejones sin salida dentro del único proyecto universalista posible, el de Occidente. Estas otras "tradiciones" no estaban, sencilla y lamentablemente, a la altura del rasero de Occidente”. (Robotham, 1996, p. 5)

De ahí que en el contexto histórico en que le tocó vivir a Darío, el proceso de modernización se entendía como algo idéntico al proceso de occidentalización. Toda cultura y hasta el mismo concepto de cultura, solo se comprendían desde el modelo occidentalista. Contra ese tipo de universalidad exclusivamente eurocéntrica y contra ese tipo de racionalidad bipolar, se encaminará el combate doctrinal de la poética política de Darío.

Después de la Segunda Guerra Mundial, por obvias razones, el occidentalismo pierde prestigio y vigencia y esto va a permitir un cuestionamiento directo de su universalidad y de su racionalidad. A partir de 1950 se generan las independencias de las colonias británicas y francesas de ultramar, iniciándose así lo que cronológicamente conocemos como post-colonialismo (con te), y que ideológicamente denominamos pos-colonialismo (sin te).

A partir de ese momento, junto a la problemática del sujeto colonial latinoamericano, se unen las voces de otros pueblos colonizados tanto en África como en Asia. Con los intelectuales surgidos de estas culturas coloniales (Césaire, Fanon, Said, Bhabha, Spivak, etc) se ha venido conformando una reflexión teórica y política que no se puede obviar en los estudios culturales, sobre todo en nuestras academias latinoamericanas; como tampoco el poscolonialismo puede obviar la previa experiencia histórica y humana de la descolonización latinoamericana y la contribución de los intelectuales de nuestro continente, entre ellos Mignolo, Quijano, Dussel, Fornet-Betancourt y otros.

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El poscolonialismo es una teoría crítica del colonialismo europeo, pero también, a la postre, de todo tipo de formas colonizadoras (neocolonialismo, colonización del imaginario, etc.) y constituye hoy por hoy una de las energías utópicas más importantes de la sociedad contemporánea. En América Latina tiene un desarrollo propio a partir de las ideas de intelectuales como Aníbal Quijano, quien ha logrado crear, como ya lo mencionamos, el económico y operativo concepto de “colonialidad del poder”.

El poscolonialismo surge inicialmente de los estudios y la crítica literaria, de la literatura comparada y de las investigaciones en imagología (representaciones del extranjero en la literatura), por lo tanto, desde que se inicia, es una especie de contradiscurso que denuncia las representaciones opresivas y ensaya imágenes liberadoras de las subjetividades coloniales, tanto de los colonizadores como de los colonizados. Es obvio, entonces, que en esa empresa descolonizadora, Rubén Darío es el primer antecedente y así lo señala puntualmente Midence cuando dice: “En Darío hay una reelaboración de las prácticas textuales en un contexto eminentemente poscolonial” (2002, p.76). En Darío encontramos hecho carne y doctrina poética lo que sólo medio siglo después se va a conceptualizar en Cesaire, Fanon, Said y, sobre todo, en Bhabha.

En esta conferencia analizaremos los primeros encuentros de Darío y su poesía con Europa e intentaremos mostrar cómo efectivamente las posiciones de sujeto que allí interactúan, tanto en la subjetividad colonizadora como en la colonizada, preconizan e ilustran cabalmente lo que hoy conocemos como poscolonialismo y postoccidentalismo.

La misión que se da a sí mismo Darío es la de crear todo un sistema representacional que confronte no las imágenes, sino el fondo indiscutido del colonialismo: su lógica y su concepto de cultura.

Es en los mismos avatares de la recepción de su obra que Darío va afinando su propia teoría poscolonial, hecho que podemos seguir en el curso mismo de la evolución de su poesía.

En el número de Ántropos 170/171, de enero-abril de 1997, Rubén Darío. La creación, argumento poético y expresivo, hay una colaboración de María Salgado (pp. 51-58) en la que revisa el “hispanismo ingénito de Rubén Darío” y ausculta los orígenes de la falsa dicotomía entre la americanidad y el hispanismo, tantas veces discutida alrededor de la figura del vate nicaragüense. Salgado encuentra precisamente en las críticas seminales de Juan Valera en España y en José Enrique Rodó en América, los discursos fundantes que hicieron de Darío un meteco en ambos lados del Atlántico. Cito:

“De este modo, un español, Valera, inaugura la “tradición” de cuestionar el derecho de Darío a ser considerado “un poeta español”. Pocos años después, un hispanoamericano, el prestigioso ensayista uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917), contemporáneo de Darío y profesado modernista, declaró que el nicaragüense no era el poeta de América, iniciando de esta manera la tendencia a negar a Darío el derecho de ser considerado “un poeta americano”. (1997, 53).

El propósito de Salgado es “examinar el sub-texto que yace bajo dicho discurso crítico” (p. 51); así, la autora le da seguimiento a la polémica desde su inicio hasta la contemporaneidad destacando la ambigüedad y la ambivalencia que caracteriza a ese

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discurso como parte del mismo proceso de lo que ella llama la aún vigente “transculturación américo-española”.

Conjuntamente con esas críticas primeras de Valera y Rodó, comenta ampliamente también la relación entre Miguel de Unamuno y Rubén Darío, la que describe como sigue:

“Las relaciones de Darío con Miguel de Unamuno (1864-1936) se caracterizaron por la misma reticencia observada con las de Valera y Clarín. Dichas reticencias pudo deberse a rivalidades de escuelas.” (1997, 54).

Para ilustrar la ambivalencia de esa relación trae a cuento el incidente relatado por Albareda (p. 54) en el que Unamuno comenta que a pesar del refinamiento de Darío, a éste se le salían las plumas por debajo del sombrero, menciona la carta que Darío le envía a Unamuno en relación con esto y, desconociendo la carta en la que Unamuno responde a Darío, pasa a comentar la elegía arrepentida y conmovedora que le dedica el español al morir el americano en 1916. Precisamente es la carta omitida de Unamuno en respuesta a la carta de Darío, el texto que nos permite observar las formas de la colonialidad del discurso, su ambivalencia y su reversibilidad. Las reticencias de estos críticos, más que a rivalidades de escuelas estéticas se deben, como lo intentaremos demostrar, a posiciones de sujetos en un contexto poscolonial; de modo que el sub-texto que subyace en ese discurso crítico es el de la colonialidad. Por la razón anterior, aquí preferiremos el concepto de interculturalidad al de transculturalidad, tal y como han sido distinguidos por Fornet-Betancourt:

“Tampoco debe confundirse la interculturalidad con otro término de moda y que se usa sobre todo para indicar una característica supuestamente típica de la condición cultural de los seres humanos en sociedades postmodernas donde cada persona puede escoger y construirse su identidad a su gusto y por el tiempo que quiera. Me refiero al concepto de transculturalidad. Si aquí se subraya el momento de la construcción individual, como expresión de la autonomía de los miembros de una sociedad compuesta por individuos, y por consiguiente la capacidad de pasar de una cultura a otra, la interculturalidad, sin negar esta posibilidad nombra más bien una dinámica de transformación de lo “propio”. (Destacado en el original. 2004, 98-99)

A continuación, nos vamos a ocupar, con mayor prolijidad, de esos tres discursos críticos, Valera-Rodó-Unamuno, representativos de la recepción de Darío en ambos lados del océano, pero remitiremos, además, a dos autores lastimosamente también omitidos por Salgado y que tienen merecida importancia en este tema, uno de ellos es el costarricense Abelardo Bonilla y el otro, el chileno Eduardo de la Barra.

Darío-Valera Como sabemos, Azul es la obra que lanza a Darío al conocimiento internacional,

sobre todo porque constituyó un verdadero parteaguas en la historia literaria hispánica.

Esta primera edición de Azul (Valparaíso: Imprenta y Litografía Excélsior, 1888) fue dedicada al millonario chileno Federico Varela, fundador de un certamen literario -el Certamen Varela i-, en el que Darío había participado con su Canto Épico a las

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glorias de Chile en agosto de 1887. En cuanto a la presentación, ésta iba a estar a cargo de José Victorino Lastarria, pero su muerte no lo hizo posible, así es que le correspondió al yerno de Lastarria y gran amigo de Darío, Eduardo de la Barra, redactar el prólogo.

En Valparaíso Darío había conocido al Cónsul de España, don Antonio Alcalá Galiano, cuyo padre era primo de Juan Valera; es gracias a esta amistad y por su intermedio, que Darío envía al famoso crítico un ejemplar de Azul debidamente dedicado. Como se sabe, Valera gozaba en ese momento de un gran prestigio como crítico y, gracias a sus Cartas Americanas, era el puente entre las literaturas de las dos Españas.

Tras de desempeñar varios cargos diplomáticos, Valera se había reintegrado finalmente a la vida madrileña en diciembre de 1887 y, tanto por la angustia económica como por el deseo de dar a conocer la literatura americana en España, había concebido la idea de publicar cada lunes en El Imparcial de Madrid, noticia sobre algún autor de la otra España. Escritas de prisa y sin consultar libros, como se lo declara en una epístola a su amigo entrañable, don Marcelino Menéndez y Pelayo (Carbonell, 2003, p. 158), esta información, como él mismo lo declara, sería ágil y periodísticamente accesible y liviana:

“Mis cartas carecen de verdadera unidad. Son un conato de dar a conocer pequeñísima parte de tan extenso asunto. Las dirijo a autores que me han enviado sus libros. No son obra completa, sino muestra de lo que he de seguir escribiendo, si el público no me falta. Como noticias y juicios aislados, sólo podrán ser un día un documento más para escribir la historia literaria de las Españas en el siglo presente” (Carbonell, 2003, p. 159)

Y el público no le faltó. La idea de acuñar esta información periodística en forma epistolar obedecía al deseo de Valera de dar cabida al diálogo periodístico con su autor, propósito que logró, pues en América fueron ampliamente difundidas y reproducidas en los periódicos. Pero, mientras Cartas Americanas lograron una gran proyección de este lado del Atlántico, en España no dejaron de suscitar una cierta polémica, como se verá más adelante.

Es en el mes de febrero de 1888 que inicia Valera su proyecto en la sección literaria de los lunes en El Imparcial de Madrid, en donde se publicará hasta el mes de diciembre una serie de colaboraciones que se recogerán en 1889 en un primer volumen titulado Cartas Americanas. El diálogo periodístico y epistolar que suscitó esta primera serie de cartas, estimuló a Valera la continuación de su proyecto, obligado también en parte a la continuidad que prometía y obligado también por la misma estrategia epistolar. Fue así como al primer volumen de Cartas Americanas, le sucedieron dos más: Nuevas Cartas Americanas (1900) y Ecos argentinos (1901).

Pues bien, dos de estas cartas de la primera serie serán dedicadas a Azul. Efectivamente, apenas cuatro meses después de que Darío le envió el ejemplar dedicado, Valera comenta el libro en sus cartas del 22 y del 29 de octubre de ese año de 1888.

Azul había salido a la luz pública el 23 de junio de 1888, pero el libro tuvo tan poco éxito en Chile que ni siquiera su dedicado, Federico Varela, se dignó hacer acuse de recibo del ejemplar que Darío le hizo llegar ii. En Historia de sus libros,

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Darío se lamenta: “Apenas se fijaron en él cuando Valera se ocupa de su contenido en una de sus famosas Cartas Americanas” (S.f., p. 7).

La recepción de Azul fue marcada básicamente por la voz autorizada de Juan Valera; es este aristocrático académico de la lengua, reputado novelista, político y diplomático, de sesenta y cuatro años quien se encarga de presentar ante el público español al joven poeta Darío, que a la sazón frisaba sus veintiún años. No obstante, no deja de pesar en él la introducción redactada por Eduardo de la Barra. De ahí la importancia de la segunda edición de Azul (Guatemala, Imprenta de “La Unión”, 1890) que, conservando todavía el prólogo de Eduardo de la Barra, incluye notas de réplica en relación con éste por parte de Darío (quienes se distanciarán después de esto) y agrega, además, las dos Cartas Americanas. Esta edición, sigue siendo, por ello, la más completa de las que se han dado del libro-blasón del modernismo, máxime que en ella Darío completa su galería poética, agregando textos líricos más auténticamente representativos de este movimiento.

El olvido del prólogo de Eduardo de la Barra como intertexto de la crítica valeriana es una omisión muy repetida de la que no se escapa Salgado. Es importante un análisis contrastante entre ambos textos –prólogo y Cartas Americanas- para poder calibrar con mayor precisión el implícito posicionamiento del español frente al texto inaugural del modernismo y comprender, al mismo tiempo, la otra polémica, la suscitada en España a raíz de la crítica de Valera a los poetas de América.

En Cartas Americanas se confundía un objetivo cultural con otro político. Valera buscaba dar conocer a los escritores de América, pero pensaba al mismo tiempo que “cualquiera que procure darlos a conocer, creo yo que presta un servicio a las letras, y contribuye a la confirmación de la idea de unidad, que persiste a pesar de la división política” (Carbonell, 2003, 2). A favor de esa unidad Valera practicó, según algunos, una cierta diplomacia estilística al criticar a los americanos, lo cual generó toda una polémica en cuanto a la sinceridad de la crítica valeriana. Así, comenta Antonio Vallbuena, uno de los zoilos de la época, en un artículo que tituló “Ripios ultramarinos”, la extremada benevolencia de Valera:

“Rubén Darío, en comparación el cual todos los malos poetas, por muy malos que sean, parecen buenos, o cuando menos regularcillos (…) hará cosas de 8 años publicó un librito de versos y prosa titulado Azul…y envió un ejemplar a nuestro eximio don Juan Valera. El cual D. Juan, en un exceso de benevolencia, o mejor dicho, en dos, de esos que suelen tener los ancianos, dedicó un par de aquellas Cartas Americanas soñolientas que publicaba en el Imparcial a encomiar y a ensalzar la obra, diciendo tantas y tantas excelencias del azul folleto y del joven autor que, en América, las personas de más juicio creyeron que D. Juan hablaba con ironía, y que todo aquello era una sátira. Se equivocaban ciertamente los que tal creían. Don Juan Valera hablaba en aquellas cartas con seriedad, aunque sin razón, por supuesto.” (Carbonell, 2003, 3)

Por su parte, Clarín, encarnizado crítico de Darío y cuya predisposición desdeñosa hacia la poesía hispanoamericana ha sido bien señalada, advertía que Valera se valía de su “diablillo crítico” al valorar a los americanos, de modo que su fina ironía admiraba y dañaba a la vez, era un arma de doble filo y engañaba al cándido lector.

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Al advertir sobre la ambigüedad del comentario crítico de las Cartas Americanas, los dos juicios anteriores ponen en tela de juicio no sólo la sinceridad de Valera sino también su iniciativa de “informar razonadamente” sobre las letras de la otra España.

Un análisis detallado de las dos cartas dedicadas a Azul, no dejan de manifestar lo siguiente:

1. La precariedad de la base documental y la prisa con que eran escritas, ya que los comentarios de Valera tienen como punto de partida fundamental el mismo prólogo del libro, escrito por de la Barra.

2. El ejercicio de la ironía de guante blanco, la cual tiñe de cierta ambigüedad ciertos pasajes y parece esconder un relativo escepticismo detrás de sus frases encomiásticas.

Advertido de esto, Darío comenta en Dilucidaciones, un texto escrito a solicitud misma de El Imparcial, que el entusiasmo de Valera por Azul fue “superior a su ironía” y en Historia de mis libros afirma: “Valera vio mucho, expresó su sorpresa y su entusiasmo sonriente –¿por qué hay muchos que quieren ver siempre alfileres en aquellas manos ducales?” (S.f., p. 7). Sin embargo, se lamenta Darío allí mismo que Valera no se diera cuenta de la trascendencia del libro en la futura revolución intelectual que se llamaría modernismo.

Procederemos a continuación a contrastar el prólogo de de la Barra y las cartas de Valera.

Darío-De la Barra-Valera Lo primero que hace de la Barra es definir el marco teórico-poético, las bases de

criterio para juzgar una obra de esta naturaleza y en esa parte inicial se dirige a “los jóvenes estudiosos que quieran comprender el libro en su valor artístico” (p. II); pero inmediatamente señala en un tono galante, que su verdadero destinatario son las jóvenes, las lindas lectoras curiosas, y que, por tanto, no aplicará esas reglas, sino las del corazón. De esa manera el tono galante se va a mezclar de aquí en adelante con uno didáctico y mayéutico. Su propósito es enseñar a ese público femenino interpelado como “lindas lectoras”, cómo se juzgan las obras a partir de la impresión subjetiva que ellas provocan: las reglas del corazón. Como se puede observar, el estilo de de la Barra está afectado por un romanticismo ya trasnochado y resulta demodé aún para su época cuando lo comparamos con el de Valera. A pesar de lo certero de sus juicios, lo mata la cursilería y la desafortunada escenografía que monta como marco a su crítica le resta seriedad. No extraña que Darío lo haya eliminado en la tercera edición de Azul.

De la Barra habla desde una concepción humanista de la literatura en la que se funde el areté griego:

“El poeta más original y filosófico de España, -Campoamor-, dice: que, la obra poética se ha de juzgar por la novedad del asunto, la regularidad del plan, el método con que se desarrolla y su finalidad trascendente. Y agrega: “a un artista no se le puede pedir más que su idea y su estilo, y generalmente, para ser grande le basta sólo su estilo”

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No pensaron así los griegos. Para ellos el mérito de la obra estriba en el asunto, antes que en el estilo, en la idea poética, no en su ropaje. La clámide no hace al hombre. (…) La obra que, deleitando, consiga dar a luz a la mente y palpitaciones al corazón helado, si aviva la conciencia, si mueve a las acciones nobles y generosas, si enciende el entusiasmo por lo bueno, lo bello y lo verdadero, si se indigna contra las deformidades del vicio y las injusticias sociales y hace que nos interesemos por todos los que sufren, decid que es obra elocuente y eminentemente poética.” (1888, p. II-III)

Según de la Barra, la manera adecuada de descubrir la valía de Azul es seguir ese precepto helénico ya citado: el asunto o la idea estética primero que la forma o el estilo. Paradójicamente Azul será recibido por una gran cantidad de lectores como un vano artificio sin referente alguno, una clámide vacía. Es la forma lo que va a impactar su recepción, más que el asunto.

Continúa el prologuista-maestro en un tono de cálida conversación con sus discípulas y señala en primer lugar la originalidad de Darío, a pesar de que detecta y señala afiliaciones poéticas claramente parnasianas; este fragmento es tan importante que debe citarse tal cual es:

“Son en verdad estilos y temperamentos mui diversos, mas nuestro autor de todos ellos tiene rasgos, y no es ninguno de ellos. Ahí precisamente está su originalidad. Aquellos ingenios diversos, aquellos estilos, todos aquellos colores y armonías, se aúnan y funden en la paleta del escritor centro-americano, y producen una nota nueva, una tinta suya, un rayo genial y distintivo que es el sello del poeta. De aquellos diferentes metales que hierven juntos en la hornalla de su cerebro, y en que él ha arrojado su propio corazón, al fin se ha formado el bronce de sus Azules. Su originalidad está en que todo lo amalgama, lo funde y lo armoniza en un estilo suyo…….” (1888, p. IV. El destacado es nuestro)

Resulta ahora muy obvia la fuente de la conocida metáfora metalúrgica que utiliza Valera para establecer la originalidad de Darío. Recordémosla textualmente: “Usted lo ha revuelto todo; lo ha puesto a cocer en el alambique de su cerebro, y ha sacado de ello una rara quintaesencia” ( P. 64). La diferencia estriba en que Valera deconstruye la metáfora original de De la Barra remitiéndola al discurso hermético de la alquimia y, en lugar de los neutros y positivos términos de la amalgama y la armonía usados por de la Barra, incluye el verbo “revolver”, vocablo culinario más propio de la marmita del aquelarre que del alambique. Valera también sustituye la palabra “hornalla”, utilizada por De la Barra para referirse al cerebro de Darío, con el de “alambique”, el cual denota, además de lo que el laboratorio del alquimista pueda connotar, no sólo la función química sino también la intoxicante destilación alcohólica. Como se observa, si las metáforas son muy semejantes, sus ligeras variantes imprimen connotaciones muy divergentes. En la de De la Barra la originalidad de Darío está en amalgamar y fundir variados estilos e interpreta la metáfora metalúrgica de la amalgama y la fundición con el concepto de la “armonía”, con lo cual inscribe esa originalidad dentro del discurso estético y artístico. Valera, por el contrario, remite la originalidad de Darío al discurso hermético e intoxicante del alambique y califica su originalidad de “rara”, vocablo de una semántica muy

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ambigua, que Darío retomará ocho años después para resemantizarlo por el lado de la genialidad al titular así, Los raros, al conjunto de medallones dedicados a sus poetas favoritos (Los raros, Buenos Aires, 1896). Este desplazamiento de la originalidad a la rareza, sumado con los comentarios de la segunda carta, que veremos en breve, facilitarán la posterior inscripción de Darío a la escuela decadente. Ya el mismo De la Barra se preguntaba si Darío era decadente, refiriéndose por este vocablo a la degeneración de la moda parnasiana. Para De la Barra, decadente es el poeta imitador bastardo de Víctor Hugo que sacrifica el valor ideológico de la palabra por el sonido. Se explaya ampliamente en la crítica contra el decadentismo y, muy especialmente, contra la sinestesia. En clara alusión a las “correspondencias” de Baudelaire el prologuista deplora esa “inversión de los sentidos”; transcribimos su comentario al que no le falta su toque de humor:

“Comprendo que la chispa eléctrica sea luz azuleja para el ojo, crepitación para el oído, escozor para la mano, acidez para el paladar, y aun concibo que tenga olor, si se la hace caer en los nervios del olfato (…) Pero, ¡lo que no comprendo es que, hombres despiertos y metidos en el estuche de su cuerpo vivo, me digan: que, el clarín suena rojo; que llega a herir su tímpano el aroma azul de las violetas, que ven con el paladar, y que oyen por la nariz!...!Y menos comprendo todavía ni admito la necesidad de amoldar la lengua a tan extravagante discordia de los sentidos a nombre de la divina instrumentación!” (1888, p. VII) Porque sabe de la admiración que el nicaragüense ya ha manifestado por

algunos de los poetas adscritos a esa escuela, De la Barra afirma que Darío “se cree decadente”, pero separa a Darío del decadentismo por las siguientes razones:

“Su admiración por los primores y rarezas de la frase, su inclinación y gusto por los pequeños secretos del colorido de las palabras y armonías literales, han hecho, sin duda, que él se crea decadente. No lo es dijimos, porque no tiene las extravagancias de la escuela. Sus mismas sorpresas, novedades, rarezas de forma, son tan delicadas, tan hijas del talento, que se las perdonarían hasta los más empecinados hablistas. Suele haber raíces exóticas en su vocabulario, suelen amoldar las palabras a su orquestación poética. No así en las cláusulas de su florido lenguaje. Ellas tienen más el corte francés moderno, brusco, breve, nervioso, que el desarrollo grave, amplio majestuoso de la frase castellana.” (1888, p. VII)

De la Barra, aunque señala el peligro de la moda y del abuso, afirma categóricamente que el uso que Darío hace de esa inclinación obedece a una necesidad personal, y no impuesta, de la búsqueda por la belleza. Advierte, además, que es imposible imitarlo porque su estilo es parte de su temperamento y es la respuesta natural de las nuevas ideas que quiere dar a luz, con lo cual De la Barra anuncia el nacimiento de una nueva estética en América (p. VI-VII), visión a la que Valera no alcanza o no quiere llegar en sus comentarios de Cartas Americanas, a pesar de que ha leído con suma atención el prólogo de de la Barra.

Pero en todo caso, aunque el prologuista De la Barra niega el decadentismo de Darío en favor de su individualidad, es el primero en dejar claro el galicismo parnasiano de Darío al que Valera se iba a referir como “galicismo mental”.

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En primer lugar es importante consignar que en una de las notas de la siguiente edición de Azul (Guatemala, 1890), Darío replicaría a de la Barra que él no se considera decadente. En segundo lugar también es importante resaltar la dicotomía afectación/naturalidad con que De la Barra justifica y alaba el parnasianismo de Darío, al juzgarlo hijo de un talento que le es propio al poeta nicaragüense. Igualmente Valera iría a comentar más tarde que el afrancesamiento de Darío es tan natural, “espontáneo y fácil”, que pareciera mental. Así pues, llega a concluir Valera que “no hay autor en castellano más francés” que Darío, y que Darío escribe en español pensando en francés. El insigne crítico español pasa a explicar este caso de “aculturación” (enajenación cultural, travestismo cultural) con el siguiente razonamiento:

“Yo no quiero que los autores no tengan carácter nacional; pero yo no puedo exigir de usted que sea nicaragüense, porque ni hay ni puede haber aún historia literaria, escuela y tradiciones literarias en Nicaragua. Ni puedo exigir de usted que sea literalmente español, pues ya no lo es políticamente, y está además separado de la madre patria por el Atlántico, y más lejos, en la república donde ha nacido, de la influencia española que en otras repúblicas hispanoamericanas. Estando así disculpado el galicismo de la mente, es fuerza dar a usted alabanzas a manos llenas por lo perfecto y lo profundo de ese galicismo: porque el lenguaje persiste español legítimo y de buena ley, y porque si no tiene usted carácter nacional, posee carácter individual.” (p. 63) Si en de la Barra el parnasianismo de Darío era hijo del talento y correspondía a

una búsqueda de renovación y de creación de una nueva estética, en Valera ese galicismo no era sino expresión de un vacío de identidad. En 1909, en Historia de mis libros, Darío todavía lamenta que don Juan Valera no haya logrado ver lo que era esencial en Azul: “(Valera) no se dio cuenta de la trascendencia de mi tentativa. Porque si el librito tenía algún personal mérito relativo, de allí debía derivar toda nuestra futura revolución intelectual.” (1909, p. 7).

Aunque de manera irónica, Valera le reconoce ciertamente a Darío el genio de la individualidad y de la originalidadiii, pero al precio de la falta de una identidad cultural. En otras palabras, Valera hace de Darío un meteco en ambos lados del Atlántico. Ni “chicha ni limonada”, porque Valera, a diferencia de De la Barra, habla desde su intensificada ideología nacionalista comprensible en la España finisecular que le ha tocado vivir. Por eso es objeto de reproche lo que hoy llamaríamos “interculturalidad” en Darío y que Valera describe en la siguiente jocosa e irónica manera:

“Usted es usted: con gran fondo de originalidad, y de una originalidad muy extraña. Si el libro, impreso en Valparaíso en este año de 1888, no estuviera en muy buen castellano, lo mismo pudiera ser de un autor francés, que de un italiano, que de un turco o un griego. El libro está impregnado de espíritu cosmopolita. Hasta el nombre y apellido del autor. Verdaderos o contrahechos y fingidos, hacen que el cosmopolitismo resalte más. Rubén es judaico, y persa es Darío, de suerte que, por los nombres, no parece sino que usted quiere ser o es de todos los países, castas y tribus.” (p.61) iv Así es que la lengua es española pero la expresión es multicultural y el espíritu

intercultural. Lo que en De la Barra es humanismo y universalidad helénica, en Valera

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es desarraigo apátrida. De esta falta de referencia nacional que le atribuye el crítico español va a partir el discurso crítico de Rodó y con él se genera una polémica afiliatoria y dicotómica que va a seguir como trágica sombra a la obra de Darío por muchos años.

Por otra parte, de ese estilo sin referencia de Darío, según Valera, éste pasa fácilmente a concluir lo que sigue:

“Si se me preguntase qué enseña su libro de usted y de qué trata, respondería yo sin vacilar: no enseña nada, y trata de nada y de todo. Es obra de artista, obra de pasatiempo, de mera imaginación. ¿Qué enseña o de qué trata un dije, un camafeo, un esmalte, una pintura o una linda copa esculpida?” ( p. 64) De esta manera sutilmente mordaz, Valera banaliza el libro de Darío, en abierta

contradicción con el prólogo de De la Barra quien, aplicando su poética helénica, considera que lo más sustancioso de Azul es el asunto, la idea y no la forma, el hombre y no la clámide, que la búsqueda de una forma sólo se justifica cuando hay una idea que perseguir. Y que en eso reside el numen del poeta y el velo de Mab, en fin, el azur.

Hay más coincidencias y contrastes entre De la Barra y Valera que demuestran lo que pesó el prólogo del chileno en el ánimo del español y cómo sus cartas dialogan con ese texto y lo deconstruyen a su manera. En la segunda carta, del 29 de octubre de 1888, Valera ya entra en materia. La primera reúne sus impresiones generales y en la segunda, cita y hace análisis de texto. Llama mucho la atención cómo sus evaluaciones también coinciden en gran medida con las de Eduardo de la Barra. Así, por ejemplo, en el caso de “Anagké”, suprime los ocho últimos versos porque los considera una blasfemia y una burla contra Dios. De la Barra había hecho otro tanto en su prólogo. Veámoslo:

“Pero, lo que sí debo confesar que encuentro inadmisible bajo todo punto de vista, es el siguiente desgraciadísimo final, que puede y debe suprimirse, por innecesario a la obra, por antiartístico y por blasfemo. Sí; notadlo bien, señoritas, yo, libre-pensador, yo, a quien sin conocer llaman ateo las buenas monjas de Dos Corazones, no acepto estas intemperancias dañinas al arte.” (1888, pp. XXXIII. El resaltado es nuestro)

Pero De la Barra va más allá, retoma los ocho versos finales y ensaya un comentario teológico en su contra. Cita el final de “Anagké” y comenta así:

“Entonces el buen Dios, allá en su trono (mientras Satán, para distraer su encono aplaudía a aquel pájaro zahareño), se puso a meditar.

Arrugó el ceño, y pensó, al recorrer sus vastos planes, y recorrer sus puntos y sus comas, que cuando crió palomas no debía haber criado gavilanes. ¿A propósito de esto, me permitís, amigas mías, una última digresión antes de despedirnos?-

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-¡Sea! Habéis de saber que don Alfonso el Sabio, rey mui dado a la astronomía, como que escribió las Tablas Alfonsíes que de los astros tratan, ofuscado por los errores a que lo indujo el sistema de Tolomeo, culpaba al Creador de los desórdenes e incongruencias que creía encontrar en el mecanismo del universo. La crítica que el buen rey creía hacer al Autor de los cielos, en realidad la hacía a Tolomeo, a quien él seguía, como los árabes sus maestros. Así quienes lo culpan del aparente desorden moral e injusticias de esta baja tierra, lo que en realidad condenan es su propia, falsa concepción de las cosas. No sabemos explicarnos por qué el halcón devora a la paloma, y nuestra ignorancia se retuerce contra el Creador del Cielo y de la Tierra, origen de la justicia y fuente de todo bien.” (1888, p. XXXIII)

Recordemos que en este poema una paloma que canta su felicidad en un himno interminable, es de repente interrumpida así:

“Porque no hai una rosa que no me ame, ni pájaro gentil que no me escuche, ni garrido cantor que no me llame. -¿Sí? dijo entonces un gavilán infame. (sic) Y con furor se la metió en el buche.” (1888, p. XXXIII)

Además del comentario teológico, que explica el intertexto dariano en este poema, De la Barra aborda la cuestión de la forma; le incomoda la introducción de la palabra “buche” en el último verso, le parece que es una disonancia inaceptable y se lamenta de ese último verso como se lamenta por la disonancia del “kanguro” que aparece en “Estival” en medio de la selva africana. En un caso es una disonancia “plebeya” en medio de versos tan refinados; y en el segundo, es una disonancia realísticamente inverosímil. A lo que De la Barra llama “versos plebeyos”, Valera considera “ salidas de tono” y son, según el insigne español, disonancias meditadas y buscadas por el poeta, lo que nos recuerda a Lorca, cuando en el famoso discurso al alimón enunciado con Neruda un día de octubre de 1933 en Río de la Plata, habla del mal gusto encantador de Darío y recuerda “sus ripios descarados que llenan de humanidad la muchedumbre de sus versos”, como es el caso del verso aquel: “León de hedionda melena, /meditabundo león”, del poema “Interrogaciones” en el Canto errante (2003, 66).

Lo anterior contradice lo que Rodó afirmará después en su prólogo a Prosas Profanas y según el cual el refinamiento de Darío le restaba humanidad a su poesía:

“Todas las selecciones importan una limitación, un empequeñecimiento extensivo; no hay duda de que el refinamiento de la poesía del autor de Azul la empequeñece del punto de vista del contenido humano y de la universalidad. No será nunca un poeta popular”. (1988, p. 17-18)

Todo lo contrario, observamos, pues, cómo desde su primer libro modernista, Darío es afecto a introducir lenguaje vernáculo y hasta americanismos sintácticos y léxicos que serán objeto de burla de parte de algunos autores españoles. En este respecto es interesante señalar que el grande e insigne dariísta nicaragüense, don Edgardo Buitrago (2005, p.106), se refiere incluso al náhual oculto en algunos trazos del estilo dariano.

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Al igual que De la Barra, quien profetiza que, “si el ala negra de la muerte antes no lo toca” (1888, I), Darío llegaría a ser una gloria americana; de la misma manera Valera le desea larga vida a Darío para que pueda “desenvolverse y señalarse más con el tiempo en obras que sean gloria de las letras hispanoamericanas,” (63) todo gracias a esa poderosa individualidad de escritor ya bien marcada en Darío.

El peso del prólogo de de la Barra en la crítica de Valera es, pues, bastante obvio.

Darío-Rodó Afectado por la misma ambigüedad y ambivalencia, el estudio que José

Enrique Rodó le dedica a Prosas profanas y que, sin embargo, Darío incluye como prólogo a la segunda edición del poemario en 1901, se abre con una declaración absoluta de que “indudablemente, Darío no es el poeta de América” (1899, p. 5. Las cursivas son nuestras).

Razón lleva Nicasio Urbina (2005, p.14) cuando comenta que Rodó se contradice inmediatamente. Efectivamente, después de afirmar contundentemente que en Darío no hay americanidad, manifiesta que el suelo de América es poco propicio para el arte y que esto obliga a los poetas que quieran expresar de manera universal “modos de pensar y sentir enteramente cultos y humanos” a que deban “renunciar a un verdadero sello de americanismo original” (Rodó, 1899, pp. 6-7). En otras palabras, América es todavía muy joven, está apenas en una época de formación. Por tal motivo, según Rodó, la originalidad americana sólo puede alimentarse de la monumentalidad de nuestra naturaleza y de la vida de los campos (1899, p.7), esta será la base del costumbrismo americano y del criollismo. El anterior punto de vista excluye nuevamente el americanismo de Darío ya que éste es, a todas luces un poeta urbano y así lo constata el uruguayo en su ensayo cuando dice que “el poeta revela ser amable con el ambiente de ciudad en que su figura literaria ha adquirido rasgos dominadores y definitivos” (1899, p. 35), es, pues, “un poeta civilizado” (1899, p. 67). No obstante, es a partir de la ciudad cosmopolita ideal que Darío va a tejer la identidad multicultural de América en el ícono de la gran cosmópolis de Buenos Aires. De ahí que tenga mucha razón Rodó cuando comenta que nuestra americana cosmópolis está toda hecha de prosa, ya que es precisamente en su heteroglosia y en su poliglotismo que Darío representa aquello que la caracteriza y diferencia de las grandes ciudades europeas y norteamericanas y aquello que hace al mismo tiempo la “quintaesencia” de su alambique poético, así lo demuestra la excelente contribución de Gabriela Chavarría U. en la edición colectiva dirigida por Nicasio Urbina (2005, pp. 81-94) y que en lo conducente dice:

“El cosmopolitismo dariano surge de su deseo de apertura y conocimiento del otro diferente, de lo extranjero universal, pero también del nuevo ambiente urbano hispanoamericano que él vive, el cual está marcado también por el fenómeno migratorio y la ideología cosmopolita de los nuevos estados modernos en Hispanoamérica.” (2005, p. 87) Esa ideología cosmopolita es la de la diversidad cultural y la de una identidad

negociada y construida en el intercambio con el otro, es decir, una subjetividad más que multicultural, intercultural.

La belleza monumental de París hace que se experimente como una ensoñación y su multiculturalidad arquitectónica parece contener a otras ciudades, como afirma

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Chavarría, por eso es la ciudad modelo y emblemática del modernismo, pero no es la ciudad ideal para Daríov porque era una ciudad excluyente en muchos sentidos. En la “Epístola” a la señora de Leopoldo Lugones, Darío afirma de París lo siguiente:

“Y me volví a París. Me volví al enemigo/ terrible, centro de la neurosis, ombligo/ de la locura, foco de todo surmenage/ donde hago buenamente mi papel de sauvage/ encerrado en mi celda de la rue Marivaux,/ confiando sólo en mí y resguardando el yo.”(2003. 49-50) Y Chavaría concluye que el ideal de la ciudad modelo “Darío lo inicia en Chile,

lo irá a buscar en París, pero lo encontrará solamente en Buenos Aires” ( 2005, p. 88).

En 1967, el pensador y crítico costarricense, Abelardo Bonilla Baldares, publica un libro lamentable y repetidamente omitido, no sólo por Salgado, sino también por la mayoría de los críticos que analizan el americanismo en Darío. En América y el pensamiento poético de Rubén Darío, Bonilla Baldares se refiere al fondo indiscutido de la polémica sobre la americanidad de la obra de Darío del siguiente modo:

“¿Qué hizo pensar y en qué se fundó José Enrique Rodó cuando afirmó que Darío no era el poeta de América? No es difícil suponerlo. Hizo el aserto –del cual derivó la serie de opiniones similares que han llegado hasta hoy- en una elogiosa referencia a Prosas Profanas y en la época en que existía empeño en separarnos culturalmente de Europa, cuando se procuraba crear dialécticamente una literatura americana, aunque nunca se definió con rigor lo que se entendía por tal.” (1967, p. 127. El destacado es nuestro)

La concepción de Rodó era una concepción realista de la literatura, pero ya Darío estaba muy por encima de eso; la suya era una literatura que si bien era producto del contexto, la presencia de éste sólo podía llegar al texto mediado por la poética.

Por otra parte, Bonilla Baldares señala que Rodó y los que compartieron su tesis “olvidaron, además, que es imposible desligar lo americano de sus raíces europeas.” (1967, p. 127). Y de esto se trata la siguiente contradicción que estipula Urbina, ya que en Ariel, Rodó basa la identidad latinoamericana en la herencia grecolatina y el humanismo, de modo que resulta imposible desarrollar un arte y un pensamiento propio prescindiendo de la cultura europea, mucho más cuando a Darío le corresponde vivir en uno de los siglos más enamorados de lo helénico (1899, 49) y, como lo veremos más adelante, América está en proceso de asimilar a su modo toda esa herencia en la propuesta estética de Darío.

Encuentra el uruguayo en Prosas Profanas atisbos de un cierto americanismo pero que él encuentra totalmente accesorio e incomprendido. Pero igualmente le resulta incomprensible por aislada, la torre ebúrnea en la que el poeta se aísla en su interioridad (1899, p. 8). Por la razón anterior, Rodó considera explicable la indiferencia del poeta con el mundo circundante y su antiamericanismo. Urbina considera que esta apreciación de Rodó es desmentida por el trabajo periodístico de Darío (2005, p.15) y el claro posicionamiento histórico y político de Cantos de vida y esperanza; no obstante, hay que tener en cuenta que la crítica de Ródó no se refiere a Darío sino a su poesía, no va orientada al periodista sino al poeta y que Cantos de vida y esperanza todavía no había nacido para el momento en que Rodó escribe este ensayo. Es nuestra opinión que con Prosas Profanas, Darío está construyendo una

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estética que ha de devenir cada vez más política en su maduración, pero ya en Azul el poeta analiza acre y desencantadamente la sociedad emergente del utilitarismo burgués y hay allí narraciones que se pueden catalogar como de crítica social, tal es el caso de “El fardo”, tan sólo para poner un ejemplo, relato que De la Barra liga contextualmente al trabajo de Darío en la Aduana de Valparaíso; de modo que es injusta la censura de Rodó al decir que la de Darío es una individualidad literaria ajena a todo sentimiento de solidaridad social (1899, p.11 y pp. 17-18). Es esta conciencia abierta al otro la que sueña precisamente la gran ciudad utópica para América Latina, un espacio sin exclusiones donde quepan todos. El azur de Darío implica un concepto de literatura con una clara finalidad cultural. Soñar y buscar respuestas es la función social del poeta. Los tristes y errantes y soñadores no tienen otra misión que la de crear significado y sembrar esperanzas. Una concepción realista de la literatura como la que maneja Rodó es incapaz de reconocer en Darío al poeta de América; por eso, aunque no lo buscó Darío, terminó convirtiéndose en un poeta popular, en un poeta de muchedumbres. Con plena conciencia de esta realidad es que Darío afirma en el Prefacio de Cantos de vida y esperanza que aunque él no se considera poeta de muchedumbres sabe que ineluctablemente tendrá que ir a ellas. En vista de lo anterior, se equivoca también Rodó cuando dice que Darío “no será nunca aclamado en medio de la vía” (1899, p. 18). Estamos, entonces, de acuerdo con Urbina en que la proyección popular que tuvo posteriormente la poesía de Darío, contradice esa opinión (2005, p.15).

Efectivamente, la popularidad de Darío y del sistema de representaciones estéticas que él creó, llegaron incluso a conformar muchos de los géneros musicales populares con los que la latinoamericanidad se sigue identificando hoy, tales como el bolero y el tango; por otra parte, algunos de los textos darianos se usaron como insumos escolares en la formación retórica y ética de las siguientes generaciones de hispanoamericanos, de modo que la arcilla de la que están hechos muchos latinoamericanos debe mucho al modernismo de Darío.

Este éxito de la proyección de Darío como poeta y prosista en la población latinoamericana se debió también, según nuestro criterio, a la base oral que le otorga su extraordinaria sonoridad. En ese sentido son formas que invocan de manera inequívoca la corporalidad, retornan al sentido primigenio de la poesía y contrastan con la experiencia sorda y visual de la literatura; por eso, Darío seguía la preceptiva de Verlaine de “la musique avant tout”, pero agregándole que la música venía de la idea, y el resto no era más que “pura literatura”, abominable y seca gramática académica.

De modo que Rodó se equivocó rotundamente, pues Darío fue más americano de lo que él imaginó, ya que con Darío inicia finalmente América su proceso de descolonización, a pesar de la dura resistencia que su poesía debió enfrentar en ambos lados del océano.

De este lado afirmó Rodó que Darío no era el poeta de América y de aquel lado Valera, aunque reconoce la originalidad de su poesía, dice que Darío padece de “galicismo mental”, es decir, que Darío no pensaba como español.

Darío era entonces un “meteco” en ambos lados del océano. Los de acá buscaban algo distinto que los separara de España y los de allá, algo semejante que les confirmara la paternidad del “bastardo”. Pero tanto los de acá como los de allá se contradecían internamente, porque los de aquí, como Rodó, buscaban afirmarse precisamente en la diferencia que el otro les había creado e introyectado (el

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exotismo); mientras los de allá, cuanto más la bastardía mostraba su semejanza, más extraño les parecía su propio yo.

Así, a Darío se le criticaba aquí porque no cultivaba una especie de contraliteratura que fijara los límites de nuestra diferencia con respecto a España; y allá se le rechazaba porque mezclaba otros elementos ajenos a la herencia hispana y no escondía su admiración por la cultura francesa. Pero para Darío no se trataba de diferencias ni semejanzas ya que lo que él buscaba era simplemente una subjetividad con derecho propio.

La poesía dariana trascendía esas compartamentalizaciones nacionalistas y planteaba toda una base filosófica y existencial que no debía ignorarse. El fundamento de la revolución lírica que Darío proponía era una nueva comprensión de la poesía. Ésta debía asumirse como experiencia total: como conocimiento, como filosofía, como religión pero, sobre todo, como consagración de vida. De este dogma se derivaba naturalmente que por la poesía hablaría el espíritu y expresaría sin dificultades la voz de su propio ser; pero el ser mestizo de Darío era un ser con un yo y un no yo que tenían la facultad de intercambiar posiciones, una razón más para que cualquier acercamiento a su poesía desde una perspectiva nacionalista o monocultural, estuviera destinada al fracaso interpretativo, lo mismo que un mestizaje entendido como síntesis cultural desproblematizada.

Porque por su poesía hablaría su espíritu, Darío no iba a renunciar a esta interna complejidad de su ser mestizo y esa va a ser la principal causa de la incomprensión que tiene que enfrentar.

La poesía de Darío es un claro esfuerzo, el primero y más grande de todos en la historia del arte latinoamericano, por la descolonización, por la autoafirmación de nuestra identidad y el derecho a nuestra cultura. Su literatura es un grito libertario de la identidad mestiza, asumida en toda su complejidad e interna y trágica contradicción.

El proceso de descolonización suele ofrecer diferentes estrategias, según los teóricos contemporáneos. He aquí tres de ellas:

1. Una es la creación de una literatura radicalmente diferencial con respecto a la literatura del colonizador, tal y como lo solicitaba Rodó. El propósito de esta contraliteratura sería la de contrarrestar las ficciones que habían creado el déficit identitario. En este caso, la literatura actúa como doble agente, ya que inicialmente actúa como aliada del colonialismo en el proceso de aculturación e inculturación del otro y luego asume el rol inverso como agente descolonizador (López Heredia, 2004, 92).

2. Otra forma de resistencia es, según Fanon, la violencia misma; según esta estrategia, la violencia es la única terapia verdaderamente liberadora, una especie de separación por el odio.

3. La tercera opción es la del mimetismo, que consiste en devolverle al colonizador la imagen viviente de su ficción: el híbrido. Esto generaría una especie de terapia existencial que abriría una opción psicológica y sociológicamente liberadora tanto para el colonizado como para el colonizador.

Esta última fue la estrategia empleada por Darío. Enríquez Ureña la describe muy bien con su metáfora del regreso de los galeones, ya que se trata de un reenvío.

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Según Homi Bhabha, el híbrido es ambivalente porque es yo y no yo tanto para el colonizador como para sí mismo. Es la aceptación gozosa de esta ambivalencia la que permitirá al mestizo reconocer con orgullo aquello que lo hace único.

La carta de Juan Valera, tan citada por Darío como por sus estudiosos, es uno de esos casos de ambivalencia. ¿Es la carta de Juan Valera un elogio? Pues es y no es, y a pesar de esta ambivalencia, Darío la incluye como prólogo en la segunda edición de Azul, bajo la excusa de que el entusiasmo de Valera por su libro “superaba la ironía”.

Valera reconoce la facultad hibridizante del mestizaje dariano y la reconoce primero que nadie porque es producto del colonizaje de su propia cultura sobre la de aquél; o sea, es parte suya, pero lo niega, mejor dicho, lo deniega cuando le dice “usted no imita a nadie” -y mucho menos a mí, pareciera decir en el fondo. A Valera le horroriza reconocerse en esa mezcla, por eso vuelve a proyectar su horror demonizando de algún modo al híbrido y a su producto por contaminados. De ahí el uso de la metáfora del alquimista, su redoma y la quintaesencia, símbolos que remiten al hermetismo heterodoxo. El híbrido representa el miedo del colonizador, su temor a perder la supuesta pureza de su inmaculada cultura, su temor a “revolver”, al “revoltijo”. Las culturas imperiales reprimen su propia impureza y crean a través del otro impuro la fantasía de su pureza. Las culturas híbridas, por el contrario, basan su potencial en el intercambio y en la mezcla.

La reacción de Unamuno es diferente.

Darío-Unamuno Si a Valera le aterra la impureza y la contaminación del híbrido, a Unamuno lo

horroriza su posible semejanza. Darío le asedia precisamente para que reconozca esa semejanza. Unamuno no quiere aceptar la proyección que el mestizo le envía de su propia imagen, porque el mimetismo del híbrido es tan perfecto que a Unamuno le asusta verse allí sin ser él. Por esa razón, en más de una oportunidad, Unamuno insiste en remitir a Darío a su representación colonizada: a su condición de indio, como una forma de exorcizar la amenaza de la analogía, como una forma de encadenarlo a la librea cultural, a la imago del estereotipo. Unamuno ignora por eso repetidamente a Darío, quien se esfuerza por recibir de él algún tipo de reconocimiento.

De todos es sabido la elegancia de Darío en su vestir, pero esto no impidió que Unamuno se burlara de él diciendo que debajo del sombrero se le veían las plumas. Como nos relata Torres Bodet (1966, 331), enterado de ello, Darío le reclama a Unamuno desde París en una carta fechada el 05 de setiembre de 1907 e irónicamente le dice que “con una pluma que se quita debajo del sombrero” le escribe para pedirle que sea justo y bueno y reconozca al fin sus esfuerzos de cultura, ya que una consagración de vida a la poesía como la suya merecería alguna estimación.

Ante el reclamo de Darío, Unamuno le contesta en otra carta con fecha 26 de setiembre del mismo año de 1907, lo que sigue:

“Si yo fuese otro me pondría a explicar eso de las plumas y a justificarlo como relativo elogio recordando algo muy exacto que de usted escribió el amigo Rodó. Sí, en usted le diré que prefiero lo nativo, lo de abolengo, lo que de un modo o de otro puede ahijarse con viejos orígenes, a lo que haya podido tomar de esa Francia que me es tan poco simpática y aun de esta mi querida España.” (Torres Bodet, 1966, 332)

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Unamuno acepta que lo ha llamado indio y no niega haberlo dicho, pero aclara que no intentará justificarse ni demostrarle que era un elogio. La negativa a justificarse se debe a tres razones fundamentales:

1. La primera es razón es muy simple; Unamuno no se va a justificar porque no es “otro”; es decir, él es quien es, sin ambivalencias. Con este gesto Unamuno se posiciona jerárquicamente ante Darío, no sólo repitiendo antiguos estamentos, sino también y además, recordándole su déficit identitario, su fragilidad ontológica. Más adelante, en su discurso elegíaco por la muerte de Darío, Unamuno se va a autodefinir como “un alma altiva” -epíteto todavía bastante eufemista para una actitud que es más bien arrogante- y va a aceptar, arrepentido, que no es posible encontrarse ignorando al otro, ya que éste habita en su propio interior.

2. No se va a justificar tampoco porque la naturaleza de lo dicho no es muy clara, ni él mismo afirma rotundamente que lo dicho sea un acto laudatorio, por eso lo llama “relativo elogio”, como relativo fue el elogio de Valera. Así, Unamuno deja en la penumbra de la indeterminación la posibilidad de que efectivamente lo dicho sea un insulto, un rebajamiento.

3. La tercera y última razón es, para nosotros, la más esencial. Para Unamuno, lo europeo, sea francés y aún español, es materia ajena para Darío; por medio de este gesto el filósofo español ejecuta un acto de impugnación de paternidad contra el mestizo. Unamuno le niega a Darío sus raíces hispánicas y lo conmina a que cultive lo que, según él, le es verdaderamente propio: su pasado indígena (el antiguo abolengo). Prácticamente le recuerda su obligación de ser congruente con el sistema de representaciones coloniales y que su deber es el de acentuar y actuar la diferencia y no buscar el mimetismo. Ahondando más la herida, se apoya en Rodó para fortalecer su argumentación y señala que, a diferencia de la ambigüedad de la suya, la opinión de Rodó es “algo muy exacto”. A Unamuno Rodó no le causa temor ni le amenaza porque el pensamiento de Rodó coincide con la representación fijada o estereotipada que del otro ha creado su cultura.

Al final de la carta, Unamuno intenta una conciliación de la siguiente manera:

“Yo estimo en más que usted pueda creer su genio poético -aún siendo él tan contrario a muchas de mis aficiones- pero acaso estimo más su carácter, aunque bien mirado de éste fluye aquél. En fin que no sé bien lo que me digo.” (Torres Bodet, 1966, 333) El problema de Unamuno está en que la ambivalencia mestiza de Darío, su

posible semejanza, le resulta tan inquietante, tan difícil de aceptar y comprender, que al final Unamuno simplemente pierde el habla: “En fin, que no sé bien lo que me digo”, y no teniendo más que decir porque descubre en él la misma ambivalencia, se despide y firma. La ambivalencia que descubre dentro de sí Unamuno es que hay, a pesar de todo, algo en la otredad, en el carácter de la otredad, que le seduce. Es el goce que le causa la proyección magnificada que de sí mismo le remite el híbrido.

Aunque tardíamente, las declaraciones de Unamuno en su homenaje póstumo a Darío, no pueden ser más reveladoras de la lección descolonizadora que le ha dejado el híbrido.

“De tal modo se tapa uno los oídos para no oír a los demás y que no le distraigan de sí mismo y le dejen así oír mejor la voz de sus entrañas, que acaba por no oírse ni a sí mismo. Y no comprende uno que esa voz

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que cree de sus entrañas es la voz de los otros, de aquellos a quienes no quiere oír, que por sus entrañas llega.” (Torres Bodet, 1966, 338) Lo que el híbrido ha mostrado es que el fundamento de toda identidad está en la

relación con el otro y que la voz ajena no es exterior a mí sino parte de mi propia voz, sobre todo en una situación de coloniaje. Por lo tanto, mi cultura no basta para comprender el mundo. La diferencia no tiene que dar paso a la exclusión y mucho menos a la inferiorización, sino todo lo contrario, la diferencia es y debe ser integradora por cuanto ilumina mejor mi propia voz.

Darío llega a España justamente a renovar la fe en la hispanidad, en su riqueza y valor universal. Precisamente cuando España había perdido la fe en sí misma, el mestizo llega a renovar una ancestralidad que les es común y por eso la suya era una salutación optimista llena de celeste esperanza para la sangre de Hispania fecunda en un continente y en el otro. En su segundo canto de vida y esperanza, el autor nicaragüense invoca a esta ancestralidad común;

“Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas, Muestren los dones pretéritos que fueron antaño su triunfo. Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente.” (Darío, 1905, 19)

Darío era consciente de que ninguna renovación era posible sino se insertaba en el discurso de los antepasados. Todo cambio debía ser referido a los orígenes. Y esto era válido no sólo para los americanos de España, sino también para los españoles de América, porque ya ambos eran parte uno del otro aunque para muchos, como Unamuno, fuera difícil aceptarlo.

La ancestralidad es materia mítica y en eso coincidía tanto el cristianismo como las culturas aborígenes de América. Para ninguna de ellas la muerte era un final, de ahí que los ancestros continuaban vivos, tan vivos que era incluso posible comunicarse con ellos, invocarlos y rezarles. Y así procede Darío en el soneto al Maestre Gonzalo de Berceo a quien se dirige como destinatario:“Amo tu delicioso alejandrino” y “Así procuro que en la luz resalte/ tu antiguo verso, cuyas alas doro/ y hago brillar con mi moderno esmalte”.

Y a don Quijote reza en las letanías de Cantos de Vida y Esperanza:

“¡Ruega por nosotros, hambrientos de vida, Con el alma á tientas, con la fe perdida, Llenos de congojas y faltos de sol, Por advenedizas almas de manga ancha, Que ridiculizan al ser de la Mancha, El ser generoso y el ser español!” (1905, 164-165)

Darío se comunica con Colón también en El canto errante, dedicado a “los nuevos poetas de las Españas”, en plural; allí Darío se dirige al Almirante como a un santo en una rogativa, implorándole que interceda ante Dios por el mundo que descubrió:

“¡Desgraciado Almirante! Tu pobre América, tu india virgen y hermosa de sangre cálida, la perla de tus sueños es una histérica de convulsivos nervios y frente pálida.

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Un desastroso espíritu posee tu tierra: Donde la tribu unida blandió sus mazas, Hoy se enciende entre hermanos perpetua guerra, Se hieren y destrozan las mismas razas.“ (2003, 10) También, en las “Palabras liminares” de su revolucionario poemario de Prosas

Profanas, antes de introducir la innovación, repasa con el abuelo español de barba blanca el retrato de sus ilustres antepasados:

“Éste, me dice es el gran don Miguel de Cervantes Saavedra, genio y manco: éste es Lope de Vega; éste Garcilaso; éste Quintana”. (1996, 75) Pero el nieto le demuestra al abuelo que los conoce a todos y le pregunta por los

que no ha mencionado: Gracián, Santa Teresa, Góngora, Quevedo…. Y sorpresivamente agrega ilustres y novísimos de otras culturas: Shakespeare, Dante, Hugo y hasta Verlaine, pero sólo en su interior, porque el joven no se atreve a tanto.

Darío se asume como la nueva generación, o como dirá más tarde, un cachorro del león español. No hay denegación de la madre y sus ancestros, antes bien, en el mismo poemario, junto a las formas tremendamente innovadoras recurre también a “los ecos y maneras de épocas pasadas” e incluye todo un apartado que titula “Dezires, layes y canciones” en donde utiliza y renueva formas poémicas y estróficas de un cancionero del siglo XV. Darío sabe que la continuidad de la tradición refuerza el orden y la cohesión de la comunidad y además da la sensación de que se hace lo correcto porque fue lo que los antepasados hicieron. Por eso le había asegurado al abuelo, al despedirse en las “Palabras Liminares”, que su querida es de París, pero su esposa es de su tierra, en otra palabras, que el contacto con las otras culturas no es más que para enriquecer y apreciar la propia.

Los ancestros americanos no se quedan fuera. Darío también canta a las glorias de nuestros líderes aborígenes: Caupolicán y Tutecotzimí y señala categóricamente en las mismas Palabras Liminares que: “Si hay poesía en nuestra América ella está en las cosas viejas, en Palenke y Utatlán, en el indio legendario, y en el inca sensual y fino, y el gran Montezuma de la silla de oro…” (1996, 75).

Recurrir a los ancestros, actualizarlos, traer su presencia, es un acto mítico, ritual y mágico de afirmación de la tradición, de cierre identitario; sin embargo, la misma energía mítica le va a permitir a Darío simultáneamente la apertura que busca, ya que el mito no se limita a lo propio. Al ofrecer una explicación de la naturaleza, de lo humano, de lo divino y del cosmos en general, el mito acepta lo ajeno, da cabida a una relación de la individualidad con el exterior, con lo que lo rodea. Por eso, al mismo tiempo que el mito otorga especificidad a las culturas, las abre hacia lo diverso. Esto le permite a Darío insertar el misterio y hacer de su poesía una interrogación por lo universal, pero partiendo, como ya dijimos de lo propio ancestral.

En otras palabras, su poesía es ciertamente afirmación identitaria y para ello debe acudir a sus raíces, pero comprende que si bien la cultura es la situación de la condición humana, no es la condición humana en sí misma (Fornet-Betancourt). En su cultura como en las demás, Darío busca un ideal y este ideal va a hacer de su poética una política y una pedagogía que, en sílabas contadas, se expresa de la siguiente manera: “Ama tu ritmo y ritma tus acciones bajo su ley”.

Darío comprendió perfectamente lo que hoy son los fundamentos de la filosofía de la interculturalidad, que la vocación del hombre es llegar a ser lo que él puede ser y para ello la condición sine qua non es precisamente la libertad; que al realizar esta

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vocación dentro de una cultura dada el ejercicio de su libertad estará siempre en tensión con los límites de su cultura, pero paradójicamente de ello dependerá también la vitalidad misma de su cultura. Las culturas no son más que un punto de apoyo, la herencia recibida y a partir de la cual el ser humano deberá tomar la trascendental decisión de confirmarla o superarla (Fornet-Betancourt).

Para Darío el ideal de perfección lo encarnaba el atleta en su olímpico afán de superación constante y por eso celebra con Píndaro toda areté.

Según García Berrio (citado por Rocío Oviedo Pérez de Tudela, 2001, 424), hay una espacialización imaginaria que presenta dos tipos de líneas: una línea especial diurna, vertical, de elevación y constitución y otra negativa, nocturna, de caída y disolución. Podríamos decir que en Darío se da una espacialización imaginaria del tipo diurno, por eso la constante búsqueda celeste, la ominipresencia de la luz y de la estrella como guía en este tránsito de la caravana de la vida por el desierto del mundo. Igualmente ante la colonización, Darío elige un proceso descolonizador que implique creación y unidad más que disolución.

A finales del siglo XIX una caravana recorre las tierras americanas, va rumbo a Belén y sigue una estrella. Esa estrella venusina y rutilante se llama Rubén Darío, y señala la llegada del tiempo mesiánico para nuestra cultura mestiza, tiempo de un nuevo nacimiento, tiempo de liberación y resistencia.

Con Rubén el sujeto colonizado detiene su balbuceo y manifiesta la absoluta proficiencia de la lengua que le había sido impuesta, y con ella, un dominio de su cultura, enriquecida, además, por la heteroglosia de su diversidad originaria.

Con Darío inicia finalmente en América su proceso de descolonización.

La colonización la había despojado de todo, hasta el punto de no tener nada que ofrecer, ni siquiera una historia. De ahí la imagen de la caravana que obsesiona a Darío, la caravana de los reyes magos, la caravana de los dones, la caravana del presente.

La palabra clave para Darío es “cambio”, “renovación”; por eso él inicia un tiempo mesiánico, tiempo de adviento, no sólo para la historia de América, sino también para la cultura hispánica como un todo.

No es casual esta imagen obsesiva de la caravana que va hacia Belén en la escritura Dariana, a ella se asocia la presencia insistente de la estrella y la condición errante o peregrina del poeta soñador.

Esta imagen aparece ya en Prosas profanas en el significativo poema titulado “La página blanca”. En horas de ensueño, el poeta mira la página blanca y ve desfilar por ella diversas visiones. Una caravana de tardos camellos atraviesa la página blanca como si fuera un desierto. Cada uno de ellos lleva una carga. El primero conduce “dolores y angustias antiguas,/ angustias de pueblos, dolores de razas;/ ¡dolores y angustias que sufren los Cristos/ que vienen al mundo de víctimas trágicas!” (1996, 156). El segundo va cargado de ensueños. El tercero lleva la caja en que va dolorosa y difunta la pobre Esperanza y el cuarto es un dromedario en el que cabalga, la Muerte. Sin embargo, el poeta a quien estas visiones asaltan ve en el dromedario de la caravana el mensajero que conduce la luz que ha de llenar la página blanca.

Años más tarde, Darío recurre de nuevo a la famosa imagen de la caravana utilizándola nada menos que como título de un volumen que publica en 1902 bajo la rúbrica de La caravana pasa.

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Luego, en su poemario de Cantos de vida y esperanza, de 1905, Darío regresa dos veces a la imagen de la caravana. Una de ellas en el poema inaugural “Yo soy aquel...”, cerrándolo significativamente. La vida es camino y, como en el Dante una selva oscura, llena de alegrías y sinsabores, de amargos desengaños y de horrores, pero en la ruta de Darío siempre está la estrella que guía la caravana hacia Belén.

En este mismo poemario regresa otra vez la caravana en el poema titulado “Los tres reyes magos”. Allí, como una especie de pequeño teatro, imitación de un auto medieval, cada rey se presenta y habla tan sólo para afirmar y asegurar uno tras otro, la existencia de Dios. El poema termina con una voz que celebra el advenimiento de Cristo y lo que Él representa: amor, luz y vida.

Para Darío la historia no es pasado, la historia es acción, es su misión en el presente: llevar un cántico nuevo y bello aunque el sátiro sea sordo o el rey burqués lo deje helarse en sus jardines. Aunque le cueste la cabeza como a Garcín, de ella saldrá el pájaro azul que señale la nueva aurora para América.

En su país como en otros del continente, eran tiempos de cierres identitarios, tiempos en los que el costumbrismo creaba representaciones nacionales nativistas todavía en moldes coloniales llamados Mesoneros o Larras. Lejos de este realismo, del naciente criollismo, el libro Azul de la fantasía dariana imaginaba otros tiempos y cosmópolis tan extensas, que en ellas las lenguas y las culturas se confundían en un cordial y babélico saludo. En esos espacios de los ensueños darianos las culturas se iluminaban unas a otras y encontraban entre ellas admirables correspondencias, porque las culturas eran tan solo la situación de la condición humana pero no la condición humana misma. Así, las diferencias no separaban sino que más bien tenían la capacidad de integrar lo diverso en lo uno. Por eso allí Babel no era una condena, sino una bendición. Darío desdogmatizaba la diferencia en sus “Divagaciones” poéticas.

Con Plotino, la mente del mestizo enriquecida por la hibridez -una dinámica de envío y reenvío de la forma y del contenido-, estaba familiarizada con la diversidad de lo uno. La compresión de que cada cultura, igual que la suya, era diversa en sí misma hacía que la diversidad de las otras no le resultara extraña a su lógica.

Eso mostraba su poesía, pero en la realidad la sordera estaba muy generalizada y nadie oía esta armonía nueva de las nuevas ideas, a la que tanta atención otorga De la Barra en su prólogo desglosándola en cuatro fases y afirmando que “Darío tiene el don de la armonía bajo todas sus formas” (1888, X). Así, una fraternidad simbólica descubría correspondencias cósmicas por encima de las barreras culturales. Lo mítico era a un tiempo místico. Pero todo esto no sólo era nuevo, era raro, muy raro para el común de la gente, por eso hasta las ocas protestaron con tremenda gritería y los rastacueros academizaron.

El mimetismo de este Orfeo mestizo, que imitaba a todos para ser original, resultaba contradictorio, ambiguo y ambivalente, y eso era un escándalo. Ese mimetismo es lo que de la Barra denomina “armonía imitativa”.

La estrategia poética de Darío era profundamente política, aunque detestaba la política; y era profundamente pedagógica aunque se creía el ser menos pedagógico del mundo (Tünnermann, 1997, 268).

La política poética de Darío consistía en cuatro principios y un dogma.

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Los cuatro principios están en el prólogo de la segunda edición de Los raros (Barcelona, España. 1905). No debe sorprender que aparezcan en esta obra, ya que ella es más que una exhibición de su virtuosismo intertextual, es un despliegue deslumbrante de su capacidad intercultural. De modo que estos cuatro principios constituyen a su vez una pedagogía de la interculturalidad. Ellos son:

1. Entusiasmo. La virtud de abrirse y dejarse poseer por el espíritu de las otras culturas.

2. Admiración sincera. Saber reconocer la originalidad de cada una y el aporte que nos pueden dar.

3. Lectura, es decir, búsqueda del diálogo. Leer al otro y dejarse leer por el otro.

4. Buena intención. Acercarme al otro con un espíritu dispuesto a recibirlo con fraternal afecto. Esta buena voluntad, esta buena fe, respondería a la figura del tercer interlocutor bajtiniano ante el que se dirige implícitamente cada conciencia lingüística.

El dogma de Darío era también un producto híbrido dialogante, una mezcla de Pan y Apolo, carne y espíritu. En la poesía el verbo se hacía carne y en la vida la carne se hacía verbo. Ese era el más importante de sus secretos Eleusinos. La religión de este hombre de letras era así de simple y honda a la vez. Por eso la palabra nacía juntamente con la idea en un ritmo que era donación personal; de las cuatro armonías que describe De la Barra esta era la que él consideraba “la más artística de todas”.

Adelantándose a su tiempo, Darío perfila una filosofía de la interculturalidad tal y como la entendemos hoy. Él comprendió el relativismo de cada cultura, mejor dicho y empleando el acertado y fructífero concepto de Xavier Zubiri, la “respectividad” de cada cultura; por tal razón, Darío fue capaz de negociar y optar entre diferentes alternativas, sin sufrir estrés emocional o trauma de identidad, sin sentirse traidor, porque era consciente de que solo estaba obligado a ser él mismo en su completa complejidad. De ese modo rompía Darío la fragilidad ontológica del mestizaje y lo asumía celebratoriamente en todo su peso específico.

Darío revaloriza así con orgullo el sentido constructivo del mestizaje sin obviar su interna complejidad, y revela que la base bicultural del híbrido le ofrece una disposición especial de apertura hacia los otros. El mestizaje es entonces una virtud, no una deficiencia. Pero la fuerza de ese pasado que nos constituye nos ha sido revelada tan solo para prevenir el futuro. La colonización debe dar paso a la interculturalidad. La colonización fue un desencuentro y un despojo entre culturas, cuando las culturas, dice Darío en las “Dilucidaciones” de su Canto errante, están para dar y no para quitar; por eso fue su lucha, por esta amplitud de las culturas y de la libertad. Darío no solo soñó una síntesis, sino que la vivió y de ahí la imcomprensión que sufrió su obra, pero de ahí también su fuerza y su impronta imperecedera.

Notas

i El millonario Federico Varela era el padre del poeta Abelardo Varela. El

concurso de 1887 fue organizado por José Victorino Lastarria: el premio fue otorgado precisamente al yerno de Lastarria, Eduardo de la Barra, cuyo modelo retórico era el de Bécquer. Darío obtuvo un premio secundario en la sección “Cantos épicos”.

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ii En un interesante artículo sobre la significación del Certamen Varela en Chile,

Dieter Oelker considera que este fue el certamen literario más importante del siglo XIX en Chile por la polémica que suscitó sobre todo la presencia de Darío, que vino a intensificar y fortalecer las nuevas tendencias poéticas caracterizadas por “una independencia del espíritu para pensar y producir con libertad.”

iii Es importante señalar que de la Barra recalca en su prólogo esta individualidad de Darío con un “él es él”, que Valera traduciría con un “usted es usted” en su epístola. Lo anterior muestra la sutil contaminación entre los dos textos que estamos contrastando.

iv Siguiendo esta definición que le proyecta Valera, Darío se va a auto-representar en la crónica sobre “María Guerrero”: “Yo soy de los países pindáricos en donde hay vino viejo y cantos nuevos. Yo soy de Grecia, de Italia, de Francia, de España. ”

v Tampoco lo fue para otros poetas. En uno de los cuentos de Julián del Casal, “La última ilusión”, Arsenio, el protagonista decadente del cuento, que no es más que un doble de Casal, afirma que en París hay dos ciudades, una execrable y otra fascinadora y prefiere morir sin conocer el París real con tal de no perder su última ilusión: el París simbólico-literario.

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