Instituciones y Desarrollo Politico de America Latina

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FEDERICO G. GIL INSTITUCIONES Y DESARROLLO POLITICO DE AMERICA LATINA INSTITUTO PARA lA INTEGRACION DE^AMERICA LATINA (INTAU B. I. D.

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La obra del profesor Federico Gil que el Instituto para la Integración de América Latina (intal) incluye en su colección, está basada en el ciclo sobre ''Instituciones y Desarrollo Político de América Latina’’ que el autor dictó en el Primer Curso sobreIntegración Latinoamericana organizado por el INTAL en 1965.

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FEDERICO G. GIL

INSTITUCIONES Y DESARROLLO POLITICO DE AMERICA LATINA

INSTITUTO PARA lA INTEGRACION DE^AMERICA LATINA (INTAU

B . I. D .

INSTITUCIONES Y DESARROLLO POLITICO DE AMÉRICA LATINA

B A N C O IN T E R A M E R IC A N O D E DESARROLLO

FEDERICO G. GIL

INSTITUCIONES Y DESARROLLO POLITICO DE AMÉRICA LATINA

Con un estudio de Gustavo Lagos sobre ^^Factores externos e internos en la política latinoamericana”

INSTITUTO p a r a LA INTEGRACION DE AMÉRICA LATINA (INTAL)B. L D.

Revisión técnica a cargo del IN TA LDiagramación: Silvio Baldessari© INTAL, 1966Instituto para la Integración de América Latina Banco Interamericano de Desarrollo Cerrito 274, Buenos AiresImpreso en la Argentina.Hecho el depósito que previene la ley Níq 11.723.

PRÓLOGO

La obra del profesor Federico Gil que el Instituto para la Integración de América Latina ( i n t a l ) incluye en su colección, está basada en el ciclo sobre ''Instituciones y Desarrollo Político de América Latina’’ que el autor dictó en el Primer Curso sobre Integración Latinoamericana organizado por el INTAL en 1965.

No obstante ser una apretada síntesis, la obra del profesor Gil constituye un útil marco de referencia y una rica fuente de análisis y sugerencias para la comprensión de la situación polí­tica e institucional vigente en América Latina. Además, los capí­tulos dedicados a los partidos y a los grupos de presión, describen con precisión los actores del actual proceso político latinoameri­cano y, en tal sentido, constituyen una guía para la comprensión del presente y una orientación con respecto a las perspectivas futuras.

El ciclo dictado por el profesor Gil en el curso organizado por el INTAL fue complementado por otros en que se analizaron los aspectos sociológicos de América Latina considerada como un grupo de países en proceso de integración, y las actitudes de los distintos grupos sociopolíticos con respecto a dicho proceso. No obstante publicarse este libro independientemente de las ex­posiciones mencionadas, que unidas constituían una unidad didác­tica más amplia y coherente, la obra conserva, en sí misma, esencial unidad.

Concebido y destinado a un público no especializado en Ciencia Política, el libro del profesor Gil se enriquece con una amplia bibliografía actualizada que ayudará al lector a ampliar la infor­mación sobre temas de su específico interés.

En esta obra se incluye también un estudio del doctor Gusta­vo Lagos, Director del i n t a l , sobre los ‘'Factores externos e internos en la política latinoamericana”. Dicho estudio ayudará, sin duda, a los lectores de este libro a situar en una perspectiva internacional, muchas de las observaciones y análisis del profesor Gil, particularmente los formulados en los capítulos en que se trata del papel de los partidos políticos y de los grupos de presión en los procesos políticos.

El profesor Federico Gil es Director del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Carolina del Norte (EE. UU.). Entre sus obras cabe destacar la que escribiera en colabo­ración con William W. Pierson, Governments of Latin America, publicado por McGraw-Hill Corp. en 1957 que se utiliza como texto en diversas universidades norteamericanas. Particularmente importante por su penetrante análisis es su reciente estudio The Political System of Chile, publicada por Houghton Mifflin Co. Boston, 1966.

No obstante la necesidad vital que estadistas, políticos, inte­lectuales y en general el ciudadano común tienen de comprender la naturaleza profunda de los fenómenos políticos, son muy pocos los libros existentes que, con una visión de conjunto, analicen la realidad política latinoamericana. Ello demuestra no sólo el éstado incipiente de la Ciencia Política en la región, sino también la existencia de un peligroso ‘‘vacío de conocimientos políticos” en la opinión pública que, sin duda, no contribuye a fortalecer los procesos democráticos.

El INTAL espera que la claridad de la exposición y la riqueza de análisis y sugerencias que caracterizan el libro del profesor Gil, contribuya a llenar dicho vacío.

INSTITUTO PARA LA INTEGRACIÓN DE AMÉRICA L A T IN A (IN T A L )

INTRODUCCIÓN

PROBLEMAS METODOLÓGICOS EN EL ESTUDIOd e l a s i n s t i t u c i o n e s p o l í t i c a s

Antes de adentrarme en la compleja tarea de describir las ca­racterísticas del desarrollo político latinoamericano, quisiera, a manera de introducción, hacer unas reflexiones sobre el concepto general de desarrollo político. Las dificultades de generalizar y de comparar cuando se trata de las veinte naciones que compo­nen el mundo latinoamericano son de sobra conocidas.

Un sistemático estudio de un grupo de países con caracterís­ticas comunes, puede adoptar uno de los métodos siguientes: 1 ) poner énfasis sobre las similitudes; 2 ) acentuar las diferencias fundamentales. Cada uno de estos métodos tiene sus virtudes y sus desventajas. En el segundo caso no queda otro recurso que considerar una por una las naciones que integran el grupo, con lo que se pierde en gran parte el verdadero valor del estudio com­parativo. Si se emplea el primer método al enfocarse sólo las similitudes, se pueden olvidar fácilmente variaciones que tienen importancia vital, y el resultado puede adolecer de una superfi­cialidad peligrosa. Resulta obvio entonces que la solución ideal consiste en el empleo de ambos métodos, es decir, complementar el estudio por tópicos que acentúa las características comunes, puramente comparativo, con el análisis sistemático e individual de cada país componente del grupo. En nuestro caso, por la na­turaleza de este estudio, no nos será posible aplicar esta solución. Debido a consideraciones prácticas, por tanto, nuestro enfoque será comparativo y concentraremos nuestra atención sobre aque­llas características que integran el común denominador de Amé­rica Latina desde el punto de vista político. Quiero agregar que nuestro esfuerzo se diferenciará de otros, de tono académico más acentuado, por el énfasis que pondremos sobre la vida política informal, sobre lo que efectivamente existe en el plano político de América Latina, en vez de dedicarnos a la descripción de las

instituciones jurídicas y políticas desde un punto de vista pura­mente formal. Y es aquí donde el concepto de desarrollo político resulta de aplicación práctica a nuestro intento.

EL CONCEPTO DE DESARROLLO POLÍTICODesde el punto de vista político, los países latinoamericanos

ofrecen al observador un cierto número de características comu­nes básicas. En primer lugar, todos tienen una experiencia co­lonial común, o sea, todos fueron regidos por una potencia extra- continental cuyos agentes representativos monopolizaron todo el poder político. Con excepción del Brasil y de Haití, las institu­ciones que se desarrollaron durante la época colonial en las dis­tintas áreas bajo dominación española fueron similares. En gene­ral, todas las repúblicas latinoamericanas tienen en común, desde el punto de vista geográfico, el hecho de que las comunicaciones están dificultadas por obstáculos naturales tales como cadenas montañosas, zonas desérticas o selvas impenetrables, con la con­secuencia de que, por lo general, la población de las zonas rurales tiene poca participación en la vida política, la cual transcurre esencialmente en las grandes ciudades. En lo económico, los sis­temas de todos estos países se basan en mayor o menor escala en la producción de materias primas (agrícola o minera) desti­nadas a la exportación, y por lo tanto son susceptibles en grado extremo a las fluctuaciones de los mercados mundiales. A estas condiciones podríamos agregar la existencia de una cierta con­ciencia política común, la cual tiene como consecuencia que determinados acontecimientos en cualquier país latinoamericano puedan influir directa o indirectamente el curso de la política nacional en el resto del continente. De sobra conocemos la especie de reacción en cadena que parece caracterizar el ritmo del surgi­miento y decadencia del militarismo dictatorial o de los movi­mientos democráticos en la América Latina.

A todas estas características comunes podría añadirse la de que todos estos países se encuentran, en general, en etapas de desarrollo político comparables. En efecto, todos ellos han expe­rimentado una primera etapa, que siguió al movimiento de la independencia, durante la cual se establecieron principios consti­tucionales y se construyó el andamiaje formal de las estructuras gubernamentales. Asimismo, un poco más tarde, todas estas naciones experimentaron un proceso —en unas pacífico, en otras

marcado por tonos de violencia— dictado por la necesidad de alcanzar un entendimiento que regularizase las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Aun más tarde, todos estos países tuvieron que resolver nuevos problemas institucionales y políticos derivados del surgimiento y desarrollo del movimiento obrero sindical. Igual­mente, hoy día, la mayoría de estas naciones se encuentran enfrascadas de lleno en resolver aquellos problemas que se derivan de la necesidad de conciliar los procesos democráticos con la estabilidad política, y sobre todo con los impostergables requeri­mientos del desarrollo económico.

Esta última consideración, bajo la cual se puede concebir la política latinoamericana contemporánea como la política de un grupo de países que se encuentran en distintas etapas de un proceso evolutivo comparable con el que han experimentado otras naciones en áreas geográficas distintas, nos servirá de tema conceptual para enmarcar nuestros análisis de manera sistemá­tica. Para nuestros propósitos,,definiremos el desarrollo político como el proceso evolutivo de prácticas políticas y sociales a través de etapas estrecha y continuamente relacionadas con el funcionamiento efectivo de la democracia y con la estabilidad. En algunos casos esta evolución habrá podido acelerarse como resultado de factores demográficos o económicos, por ejemplo, grandes movimientos inmigratorios o ciclos de gran prosperidad económica. En otros, el proceso evolutivo podrá deberse a la acción deliberada de líderes políticos empeñados en la tarea de introducir cambios estructurales con el fin de promover dicho desarrollo.»ESTABILIDAD POLÍTICA Y LEGITIMIDAD

Aclarado ya cuál será nuestro rumbo en los próximos días, desearíamos antes de entrar en materia, emplear unos minutos en algunas disquisiciones de orden teórico y hasta si se quiere filo­sófico. Estas observaciones que haremos se refieren al enfoque o perspectiva de la dinámica política latinoamericana, partiendo del principio de queda estabilidad de un sistema de instituciones políticas descansa sobre la aceptación general de dichas institu­ciones como legítimas: En un sistema político estable, el mante­nimiento del orden, por ejemplo, no descansa por lo general en el uso de la fuerza. Ésta es utilizada sólo en caso de emergencia. La vida política se desarrolla dentro de cauces claramente deli­mitados de acuerdo con ciertas pautas de comportamiento. En

sentido inmediato, el cumplimiento de ‘‘las reglas del juego”, la inclinación a mantenerse dentro de los cauces delimitados, es cuestión de hábito. A la larga, sin embargo, cuando se producen circunstancias extraordinarias y se hace necesario encontrar nuevos métodos para resolver problemas en situaciones que tam­bién son nuevas, se crean jiuevas pautas de comportamiento,*pero estas pautas deben conformarse a las ideas de legitimidad. Estas, ideas podrán ser peculiares a la época y a la sociedad, y podrán ser muy diferentes según se trate de ingleses, argelinos o poli­nesios, pero el caso es que son aceptadas como naturales y legítimas. Y podemos llevar esta idea aún más lejos: se obedece a alguien que ocupa un cargo de autoridad porque esa persona ha arribado a ese cargo de manera correcta; correcta porque se basa en principios de legitimidad que son generalmente aceptados.

Según este punto de vista hay estudiosos de la política latino­americana, como Needier^, que mantienen que las características tradicionales de la vida política de nuestro continente se derivan de la existencia de lo que puede llamarse “vacío de legitimidad”. Según esta teoría, los estados latinoamericanos atraviesan una época de transición entre una serie de principios de legitimidad y otros nuevos y distintos que están todavía en plena elaboración. Como en todo período de transición, ciertos caracteres de la antigua legitimidad sobreviven todavía, mientras que ya han aparecido otros, como precursores de los nuevos principios. ^Lo esencial es que en su gran mayoría, las instituciones existentes carecen de legitimidad.' Ante la falta de pautas estables de legitimidad para el comportamiento político, no existen otras alternativas que la frecuencia del personalismo, la ausencia del espíritu cívico, y el predominio de la fuerza. Según señala acerta­damente Needler, el eje de la legitimidad del sistema colonial ibérico fue el hecho de que el poder político y el status social derivan de derechos adquiridos con el nacimiento. Esto valía tanto para el monarca colocado en el hereditario ápice del sistema^ como para los funcionarios designados por aquél. Así, en Amé­rica los cargos de responsabilidad eran exclusivos de aquellos ciudadanos nacidos en la Península. Dentro del sistema, la auto­ridad y el poder, desde lo más alto hasta lo más bajo, se basaban sobre derechos de nacimiento y en último término se derivaban

1 Véase M artín Needler, “P u tting Latin American Politics in Perspec­tive” in The D inam ics o f Change in L a tin A m erican P o litics , J . D. M artz, ed. (Englewood Cliffs, N. J .: Prentice-H all, Inc., 1965), pp. 21-26.

de la gracia divina. Este principio era el que prestaba estabilidad y continuidad al orden político.

En nuestro tiempo, desaparecidos los privilegios de nacimien­to, los sistemas políticos modernos se basan sobre el principio de que la autoridad suprema tiene legitimidad sólo cuando es pro­ducto de la voluntad popular. La soberanía popular presume y robustece la igualdad de todos ante la ley, así como la igualdad de oportunidad social. Así, las instituciones políticas modernas se aceptan como legítimas porque ellas sirven en lo posible los intereses de la mayoría de la población. La voluntad popular es entonces la más alta autoridad del Estado.

Prosiguiendo con la aplicación de esta teoría a la escena lati­noamericana, puede decirse que las luchas por la independencia tuvieron como efecto la eliminación del antiguo principio de legitimidad sin reemplazarlo por el sistema cuyo funcionamiento descansaba sobre la convicción general de que toda autoridad legítima provenía de la voluntad popular. Cierto que las cons­tituciones políticas adoptadas en todos los países invariablemente incorporaron el concepto de soberanía popular, pero la realidad social y política imperante era muy distinta. Miradas de este modo, las constituciones son simplemente declaraciones de ideales, pero están muy lejos de regir efectivamente el sistema. La vida política muévese entonces en el ‘‘vacío de la legitimidad” ya mencionado. Aquellos que usufructúan el poder se mantienen en él indefinidamente por la fuerza de las armas. Sin una serie de principios operativos ideales que oriente las pautas de com­portamiento en la vida política diaria, lo que puede predominar es el cinismo, la corrupción administrativa y el nepotismo. Si en el sistema colonial español el criterio para la selección de personal era el nacimiento, y en una democracia debe ser el mérito, en el caso que nos ocupa, o sea en una situación de vacío de legitimidad, el factor determinante es la lealtad personal. Ya que las bases del poder son inseguras, se confían los cargos importantes sólo a los propios partidarios y a los parientes. A falta de convicción en principios fundamentales toda lealtad se canaliza hacia la figura del líder. Así se desarrolla el personalismo. Inevitablemente, don­de no se respeta la autoridad se hace necesaria la fuerza, y de esta manera aparece otro factor concomitante, el_militaris_mo.

Si aceptamos esta teoría, las características comunes a la política de los países latinoamericanos pueden considerarse típi­cas de un cierto nivel o etapa transicional, en la que existe este vacío de legitimidad. Si éste es el caso, otros países, hoy día más

avanzados políticamente, atravesaron también en su momento este mismo período de transición, y Needler menciona como ejemplos, Europa en el momento de transición de los principios feudales de la Edad Media a los postulados de la monarquía absoluta y el de Roma entre la caída de la República y el advenimiento del Imperio. Si esta tesis que hemos explicado tiene validez, los sistemas políticos latinoamericanos necesariamente carecerán de estabilidad hasta que sean reestructurados sobre la base del concepto contemporáneo de legitimidad, o sea, la soberanía popular y la igualdad jurídica y social. En algunos de estos países, como hemos de ver, esta reestructuración se encuentra en proceso de realización.

INESTABILIDAD POLÍTICA Y EVOLUCIÓN SOCIALDebe recordarse también que la estabilidad per se no puede

ser el objetivo perseguido. La estabilidad de las instituciones políticas no lleva consigo mérito alguno si el precio de esa esta­bilidad es la libertad o el inmovilismo. Si se logra a expensas del ideal democrático es siempre ilusoria. En el segundo caso la estabilidad supone inmovilidad, y por tanto una sociedad estan­cada.

Como bien lo han señalado muchos observadores, una causa evidente de las perturbaciones que se producen en la América Latina es el hecho de que en nuestro continente se están efec­tuando en muy pocos años cambios que en Europa o en Estados Unidos se han llevado a cabo a lo largo de varios siglos. O sea que la América Latina está sufriendo una serie de cambios o revoluciones simultáneamente debido a una contracción de la his­toria. Una nueva revolución llega antes de que la precedente se haya terminado debido a este ritmo acelerado del proceso histórico.

A este respecto, el escritor francés Jacques Lambert hace una sagaz observación:

En la época en que la América L atina adquirió su independencia, el capitalismo triun faba ya en la Europa Occidental y en los Estados Unidos, m ientras que el dominio ibérico y la naturaleza de una sociedad de conquis­tadores en la que aún perduraban la esclavitud y el trabajo forzoso, habían mantenido unas estructuras arcaicas desaparecidas desde hacía siglos en los países más avanzados. Desde el momento de su independencia, la América

2 Jacques Lam bert, A m érica L atin a : E stru ctu ra s sociales e instituciones políticas (Barcelona: Ediciones Ariel, 1964), pp. 49-50.

Latina ha debido soportar primero las revoluciones que habían acompañado, en el curso de la Edad Media, la reunificación de las soberanías dispersadas por el feudalismo, igualmente las revoluciones burguesas que, en el siglo xvu y en el XViri, habían arrebatado a la nobleza el monopolio de las funciones pú­blicas, y finalmente las revoluciones del siglo x ix que introdujeron al proleta­riado en la vida política, y por último, las revoluciones sociales del siglo x x . . . Los países de la América Latina han sufrido perturbaciones políticas mucho más frecuentes que Europa, pero, si se tiene en cuenta el retraso de su punto de partida en la evolución iniciada en el siglo xix, no es cierto que estas per­turbaciones hayan sido más numerosas. Las perturbaciones políticas parecen continuas porque, habiendo sido constreñidas durante tres siglos, se han acu­mulado en algunos años.

ESTADO DE LA CIENCIA POLÍTICA E N AMÉRICA LATINA

Antes de iniciar nuestro estudio debemos hacer otra observa­ción. Se relaciona ésta con el estado actual de los estudios sobre las instituciones políticas de América Latina. Resulta evidente que hasta este momento dichos estudios se han caracterizado por un énfasis legal, filosófico o histórico. Tal como ha sucedido hasta época muy reciente con los estudios políticos en Europa, los estudios de la política en nuestro continente, herederos de una excelente tradición legalista, han manifestado una fuerte ten­dencia a mantenerse aislados de la realidad, dirigiendo toda su atención únicamente hacia los aspectos formales de instituciones y procesos políticos. Resulta realmente sorprendente que rio existan estudios con un punto de vista realista y no jurídico y legalista de las instituciones políticas. Aún más sorprendente que la ausencia de tales estudios es la extraordinaria escasez de trabajos meramente descriptivos de la estructura y aparato gu­bernamental de todos y cada uno de los países de América Latina. Lo que pudiéramos llamar la literatura política de Latinoamérica se compone por una parte de estudios jurídico-filosóficos, cier­tamente valiosos, pero de utilidad limitada para un conocimiento efectivo de la vida política, y por obra de un vasto número de libros y panfletos de tono polémico y partidario de muy escaso o de ningún mérito científico.

El estudio de los fenómenos políticos como ciencia, o sea la Ciencia Política, prácticamente no existe, y con algunas ex­cepciones se cultiva sólo accidentalmente en las facultades de Derecho o Economía de la Universidad latinoamericana. El estado actual de la Ciencia Política en nuestros países es compa-

rabie con la situación de dicha disciplina científica hace cuarenta o cincuenta años en los Estados Unidos y Europa. Cabe esperar que a medida que se desarrolle el cultivo de esta disciplina cien­tífica, tal como ha ocurrido con la Economía durante las últimas décadas, la aplicación de enfoques funcionales, necesario comple­mento de los métodos histórico-legalistas de enraizada tradición, sirva para descubrir nuevas vistas e insospechados ángulos del funcionamiento de los sistemas políticos en América Latina. Has­ta ahora hay que lamentar que, en su mayoría, los esfuerzos hechos en esta dirección hayan sido obra de estudiosos extranje­ros, y que con algunas salvedades meritorias, lo poco que se ha realizado en los ambientes nacionales se haya visto confinado a material incidental de sociólogos y antropólogos. Tan necesario como ha sido para América Latina el producir economistas idóneos, capaces de resolver los problemas del desarrollo econó­mico, lo es el promover y estimular el estudio científico de la fenomenología política, si es que ha de lograrse un mayor grado de desarrollo pólítico.

Es posible que para algunos sectores muchas de las observa­ciones que hagamos durante este estudio parezcan obvias, y hasta banales en naturaleza. Anticipándome a tal juicio, quisiera ob­servar que para el hombre de ciencia político, o politicólogo como se dice ahora en Francia, apenas si hay hecho político que pueda considerarse dentro de esa categoría, puesto que a él le interesa todo lo que directa o indirectamente afecte al proceso político del país que es objeto de su estudio, desde lo que se gasta en carteles de propaganda electoral o en las formas caprichosas que pueda asumir el fraude, hasta los grupos de intereses económicos que actúan en política o el mecanismo de determinada ley electo­ral. En países como los de América, tan intensamente politizados, donde se vive inmerso en politiquería, no en política, existe el peligro de perder el sentido de perspectiva y con extrema faci­lidad se cae en el error de pasar por alto aquellas cosas que por estar ante nuestros ojos, por lo cotidiano y repetido de ellas, se consideran superficiales o intranscendentes. Y sin embargo, estos elementos, debidamente analizados en forma sistemática y con criterio científico pueden — y así resulta casi invariablemente— arrojar luz sobre determinados aspectos fundamentales del orden político.

PRIMERA PARTE

PRIMERAS ETAPAS DEL DESARROLLO POLÍTICO

CAPÍTULO I

ESPAÑA EN EL SIGLO X V IEn el estudio de las instituciones políticas de América Latina

es imposible ignorar la poderosa influencia de tres siglos de do­minio colonial. El estudio de las instituciones y actitudes políticas del período colonial, de las implicaciones de pautas de comporta­miento social que se trasmitieron casi intactas, y de ‘‘rol” desem­peñado por ciertas estructuras, es un antecedente necesario para comprender las posibilidades del desarrollo político latinoame­ricano.

Es necesario notar, primero, que las formas políticas traídas por los colonizadores eran producto de una época y un lugar particulares. En el momento del descubrimiento, España com­pletaba el proceso de su unificación nacional. La unión matri­monial de Isabel, reina de Castilla, con Fernando, rey de Aragón, resultó en la unión de dos estados; pero ambos conservaron sus propias instituciones, leyes, asambleas, etc. Este hecho tiene im­portancia, ya que al conceder Isabel la autorización legal y la financiación de la empresa colombina, queda explicada la subor­dinación política del Nuevo Mundo a la corona de Castilla, y la transferencia de las leyes e instituciones castellanas a los nuevos territorios. Terminada la Reconquista, el mismo año del descu­brimiento, Castilla transformó su estructura feudal para con­vertirse en una monarquía absoluta que concentró en la Corona la plenitud de la potestad política y administrativa. Esto hizo que las colonias, parte del dominio de Castilla, se considerasen como de propiedad exclusiva y directa de la Corona.

Como es de esperar, el principio de unidad nacional trajo consigo una fuerza ideológica propia, un concepto de meta u objetivo nacional, y un sentimiento de vigor nacional. Cumplida la tarea unificadora en la Península, España comenzó a mirar más allá de sus fronteras en busca de nuevas tareas para afirmar su destino. Este factor ideológico, nacido de la larga lucha contra

los infieles, se manifestó en el fuerte contenido religioso, católico y cristiano de la conquista, con sus aspectos militares y misio­nales.

Si consideramos la conquista de América como una extensión de la empresa militar de la Reconquista en la Península, resulta lógica la extensión al Nuevo Mundo de instituciones surgidas du­rante este proceso histórico. Así, la fusión de la autoridad polí­tica con la militar, resultado de las necesidades del gobierno de regiones fronterizas, a medida que avanzaban las fuerzas cris­tianas, se reflejó también en América, en los cargos de adelan­tado, capitán general y gobernador que se confirieron a los primeros conquistadores. Esta fusión de la autoridad política y la jurisdicción militar dejaría una huella profunda en nuestro continente, donde todavía hoy se hace difícil separar las ins­tituciones del poder político.

EL SISTEM A AD M IN ISTRATIVO ESPAÑOL E N AM ÉRICA L A T IN A

Pasemos ahora a una descripción somera de los órganos prin­cipales del sistema colonial, con el propósito de poder señalar luego más claramente aquellas características principales del sis­tema que habían de perdurar aun después de su desaparición form.al. No habían pasado 30 años desde el descubrimiento del Nuevo Continente y ya España había puesto en marcha un siste­ma completo de administración colonial. En la Península, los dos órganos principales para el gobierno de las colonias fueron: la Casa de Contratación de Sevilla, encargada de la aplicación de las muchas leyes y ordenanzas que regían la navegación, la emigración y el comercio, y el Consejo de Indias. Este último, instituido por Carlos V en 1524 a imagen y semejanza del anti­quísimo Consejo de Castilla, se convirtió en la expresión más auténtica de la autoridad del monarca en su dominio sobre las colonias. Su autoridad se extendía a todos los ámbitos de la ac­ción gubernativa, legislativa, financiera, militar, eclesiástica, comercial y judicial. Debe recordarse sin embargo, que la princi- pal función del Consejo era la de dar expresión legal a las ideas y pautas generales formuladas por el monarca. Al dictar todas las leyes y decretos pertinentes a los dominios de ultramar, el Consejo actuaba por tanto siempre en nombre del rey y con la aprobación real. Siglos más tarde las reformas administrativas

EL SISTEMA ADMINISTRATIVO ESPAÑOL 13que había de introducir la dinastía borbónica disminuyeron el poderío de esta institución, que, abolida por las Cortes de Cádiz, después de una breve restauración por Fernando vii, fue liqui­dada definitivamente en 1934.

En el Nuevo Mundo, como era lógico, los órganos de gobierno eran más complejos. El virreinato era la circunscripción superior entre las divisiones administrativas. Sin embargo, ante la impo­sibilidad de gobernar tan vastos territorios con los medios de comunicación de la época, pronto se crearon unidades adminis­trativas más reducidas. Así nacieron las Capitanías Generales y las Presidencias. Virreyes y capitanes generales eran represen­tantes directos de la Corona, con poderes civiles y militares, judiciales, económicos y de control de los asuntos eclesiásticos. Las Avdiencias, originalmente tribunales de justicia como lo eran en la Península, pronto fueron investidas del desempeño de otras funciones, además de las judiciales. Estas funciones comprendían, además de la supervisión sobre los tribunales inferiores, la inves­tigación del mal trato a los indios, la recaudación del diezmo, amplia autoridad eclesiástica y el ejercicio de ciertas facultades legislativas. Además, en lo político, la Audiencia actuaba como un consejo asesor del virrey o capitán general que la presidía. Esta falta de delimitación de poderes, esta falta de certeza, deli­berada por parte de la Corona, en la definición de facultades y jurisdicciones, dictada principalmente por desconfianza real en sus representantes coloniales, demuestra que no existía en Amé­rica una separación neta de los poderes públicos. No es posible hablar en el régimen colonial español de potestades ejecutivas, legislativas y judiciales con las atribuciones inherentes a esta rama de la administración y que hoy son una base fundamental de la organización del estado representativo. Esta confusión deliberada de atribuciones, que establecía un verdadero sistema de pesos y contrapesos, fue el método usado por la Corona para evitar la concentración de poder en manos de funcionarios y por ende la posibilidad de que llegase a ignorarse la autoridad real. Hay quienes mencionan esta confusión de atribuciones como el origen remoto de la misma confusión que han padecido los poderes de las naciones latinoamericanas en la vida independiente re­publicana.

El sistema judicial era no sólo complejo, sino altamente jerar­quizado. El más alto tribunal de apelación se encontraba en España, en la persona del rey, representado por el Consejo de Indias, autoridad inaccesible para la mayoría de los colonos. E a

América, el más alto tribunal era la Audiencia, establecida en Jas grandes ciudades, y en seguida, en orden descendente, venían los gobernadores, corregidores, alcaldes mayores, y los jueces locales, como tribunales de primera instancia. Al lado de estos tribunales abundaban los tribunales especiales, eclesiásticos, mi­litares, de comercio, aduanas, minas, etc. El sistema fiscal colonial, simple en un principio, fue cobrando complejidad hasta que se hicieron indispensables ciertas reformas, finalmente introducidas por los Borbones en el siglo xviii. La hacienda fiscal fue el fruto de la acumulación de impuestos creados para afrontar deter­minadas necesidades, pero que continuaban creciendo indefini­damente; por último, el mecanismo de su cobro llegó a ser suma­mente complejo y costoso, situación que en cierto modo ha persis­tido en algunas naciones de Hispanoamérica.

El sistema de comercio, basado sobre las ideas mercantilistas en boga, hacía que todo el comercio colonial fuera encauzado hacia la metrópoli y que se prohibiese el comercio entre las colonias. El aislamiento de las colonias americanas fue de este modo promovido, también de manera deliberada, por si fuera poco el efecto de las formidables barreras naturales que se oponían a la comunicación entre tan vastos territorios. Así quedó casi ase­gurado el surgimiento, con la independencia, de veinte naciones separadas, cuyas fronteras coinciden generalmente con las de las divisiones administrativas coloniales creadas dos siglos antes, en vez de dos o tres, o quizá de una sola gran nación, como habíade ser el caso del Brasil.

Antes de terminar esta brevísima descripción de instituciones hay que agregar unas palabras sobre el Cabildo, ya que de hecho era el único órgano representativo al que los criollos tenían acceso. La importancia y significación de las municipalidades coloniales es materia de controversia. Mientras para algunos el cabildo fue una escuela preparatoria de democracia, una institu­ción que gozaba de una independencia considerable con respecto al poder central — y hasta hay algunos que encuentran en el ca­bildo los primeros gérmenes del federalismo latinoamericano— , para otros, en cambio, fue una institución débil, más oligárquica que representativa, ya que el estrecho ámbito de sus facultades no era propicio al desarrollo de hábitos democráticos. En nuestra opinión el error de ambas tendencias reside en olvidar que notodos los cabildos desarrollaron o ejercieron el mismo grado depoder. Algunos eran fuertes mientras otros eran débiles. Algunos cabildos estaban situados en ciudades aisladas, con exiguos medios

de comunicación, lo que impedía el control de la Audiencia o del gobernador; otros cabildos estaban situados en el campo o en algún centro minero, y de hecho dependían del encomendero del lugar; otros, en las fronteras de territorios de indios que los convertían en verdaderos campamentos armados, y finalmente, otros situados en las capitales virreinales, veían sus poderes apocados por la proximidad de las más altas autoridades colo- niales. En la práctica, entonces, no es posible hablar del cabildo como institución homogénea, ya que su eficacia o impotencia estaba subordinada a una serie de factores que a veces no se tienen en cuenta. Además, el cabildo castellano fue trasladado al Nuevo Mundo, cuando en la misma Península esta institución iba ya convirtiéndose en un cuerpo de vida anémica, ahogado por la supremacía de la Corona. Así en América, aunque en la etapa inicial de la conquista los cabildos cobraron temporariamente un nuevo vigor, reminiscente de la edad de oro de los municipios españoles, pronto se convirtieron en agentes inferiores ejecutores de las disposiciones emanadas de las instituciones colocadas en el ápice del sistema donde residía todo el poder político. Aunque hubo casos en que el cabildo ejerció poderes efectivos, éstas fueron situaciones excepcionales. En ocasiones, él fue el órgano de expresión de crítica al desgobierno; hubo casos dramáticos en Paraguay, Alto Perú y Nueva Granada, en que los cabildos diri­gieron la resistencia armada contra los funcionarios reales. Más tarde examinaremos las circunstancias especiales que determi­naron su actuación en el movimiento de la independencia.LA IGLESIA EN EL SISTEMA COLONIAL

Pasando ahora a la posición de la Iglesia dentro deL ámbito político colonial, empezamos por observar que el clero disfrutó) en América de la misma posición prominente que . ocupaba en la* Península. Constituido a través de concesiones pontificias, el; Real Patronato de las Indias, título con el que. eran coniocidíosjo^) principios legales que regulaban las relaciones . de la Iglesia coñí las autoridades civiles, fue una de las prerrogativas reales niá&í celosamente defendidas. El derecho principal ejercido por la. Corona fue el de presentación, o sea la facultad de designar ,can-i didatos para ocupar cargos eclesiásticob, y de pedir al .Papa sri) instalación canónica. Esta última en la práctica se redujo a unai mera, formalidad. Así el clero quedó sometido a la aut,9;ri.íiad regia, constituyendo una jerarquía administra^tiva, y

como organismo, se convirtió en una rama de la administración colonial española. A pesar de la supremacía de la jurisdicción civil, la Iglesia, como corporación, pronto obtuvo gran influencia y poderío en la esfera económica, dando origen con ello al pro­blema más agudo en las relaciones entre la Iglesia y el Estado. En algunas zonas del Imperio, la Iglesia llegó a obtener un excep­cional poder económico a través de donaciones, compras o hipo­tecas. Su considerable riqueza, representada por tierras produc­tivas, capital prestado con interés y rentas de edificios de su propiedad, constituyó un serio problema. En México, por ejemplo, según el historiador Alamán, al concluir la época colonial la Iglesia poseía no menos de la mitad del valor total de todos los bienes inmuebles de la nación. El aspecto peor de la acumu­lación de riqueza en manos del clero era el hecho de que las tierras eclesiásticas se hallaban bajo el derecho de mortmain o de vincu­lación, y por lo tanto no podían jamás cambiar de propietario o ser divididas y distribuidas. De tal manera el volumen de estas propiedades sólo podía incrementar, y nunca disminuir. Al mismo tiempo hay que observar que la Iglesia, aparte de cumplir una función valiosa como institución bancaria y crediticia, tenía a su cargo prácticamente todos los servicios sociales, tales como hospitales, escuelas y misiones. La secularización de muchos de estos servicios había de convertirse más tarde en causa de luchas enconadas entre la Iglesia y el Estado con el advenimiento de la República.^

EL PROBLEMA INDÍGENAEl problema de la mano de obra fue uno de los más difíciles

del sistema imperial. Después de la primera revuelta indígena en La Española, Colón impuso en 1494 un tributo a toda la po­blación indígena comprendida entre los 14 y 20 años de edad, consistente en una suma determinada de oro y algodón. Se dispuso que los indios incapaces de pagar este tributo podrían satisfacerlo mediante su trabajo personal. Más tarde, diversas modificaciones de esta legislación condujeron a la sistematización del trabajo forzado de los indígenas, mediante la constitución de las llamadas encomiendas, que consistían en la asignación de un lote de indígenas en favor de un colono. Éste a su vez se

W. W. Pierson y Federico G. Gil, G ovem m ents o f L atín A m erica (Ne^í York: McGraw-Hill Book Co. Inc., 1951), pp. 50-53.

comprometía a instruir a los indios en la fe católica y a defender su persona y sus bienes. Los abusos de este sistema convirtieron la institución prácticamente en simple subterfugio para someter a los indios a la esclavitud. Aunque es cierto que la Corona, preocupada por los aspectos éticos y teológicos se esforzó siempre por proteger los derechos de los indígenas, sus medidas fueron siempre resistidas por los colonos quienes a veces recurrieron hasta a las armas para evitar que la protección real se hiciese efectiva.

CONFLICTO ENTRE EL IDEAL Y LA PRÁCTICAEs alrededor de este problema del trabajo indígena que surgió

casi inmediatamente después del descubrimiento una contradic­ción fundamental entre el ideal y el interés, entre dos tendencias opuestas que habrían de enfrentarse durante siglos de dominación colonial: la de los colonos, que habrían emprendido la conquista para enriquecerse y gobernar, y para los cuales la explotación de los indios significaba su propia supervivencia, y la de la Co­rona y una parte del clero que, inspiradas por una misión evan­gélica, deseaban sustraer a los indios de la esclavitud denigrante. En el transcurso de esta lucha, que a veces como hemos indicado tomó caracteres violentos, las colonias españolas se acostumbra­ron un poco a vivir en la ilegalidad; en unos casos porque la resistencia de los colonos paralizó efectivamente la acción de la ley, y en otros porque la autoridad real claudicó en sus principios a causa de intereses inmediatos. En ambos casos el resultado fue el mismo, lo disociación entre principios de elevado sentido ético y su aplicación práctica; sin embargo, no hay por esto que condenar en términos absolutos a la colonización española, como lo hicieron los mantenedores de la llamada “leyenda negra”, promovida principalmente por las potencias rivales. Pues si es cierto que abundaron las iniquidades, es preciso reconocer a España un continuado esfuerzo en favor de los indios oprimidos a través de principios notablemente humanitarios para el marco de época, y sin precedentes hasta la era contemporánea. La política española de buenas intenciones, como la llamaba Lambert, enfrentó siempre la resistencia enconada de los conquistadores y las de aquellos que les siguieron, dando origen al fenómeno que aún en nuestros días afecta tan profundamente la vida políí^ica latinoamericana, o sea la proliferación de medidas legislativas de naturaleza refor-

mista, que manifiestan buenas intenciones, pero ante las cuales la respuesta es generalmente la de su evasión por parte de la mayoría. Esta evasión de la ley, esta contradicción que señala­mos, lejos de desaparecer con la independencia, habría de acen­tuarse como hemos de ver más tarde.

ESTRUCTURA DE LA SOCIEDAD COLONIALLa época colonial se caracterizó por la estratificación social.

En las colonias las diferencias de clase se traducían en diferendos de status legal, a su vez suplementados por hábitos sociales muy arraigados. No puede considerarse esta estratificación de la América colonial como fenómeno único de la colonización española, puesto que fue un fenómeno común a la sociedad europea, pero cabe observar que, a las distinciones clasistas que existían en la Pe­nínsula, se sumó en América otro sistema de estratificación social que tendría como basamento las diferencias sociales. En 1811, el barón Von Humboldt reconocía la existencia de 7 castas dife­rentes en las Indias: 1) los españoles nacidos en España; 2) los criollos, o sea españoles nacidos en América; 3) los mestizos o descendientes de blancos e indios; 4) los mulatos o descendientes de blancos y negros; 5) los zambos o descendientes de indios y negros; 6) los indios; y 7) los negros. Esta lista no consideraba, por cierto, todas las posibilidades de mezclas entre subgrupos raciales.

Los españoles y criollos constituían casi exclusivamente el grupo de personas de distinción y fortuna y se encontraban en el nivel superior de la pirámide social, posición ésta que les era reconocida por la ley. Los peninsulares eran la clase privilegiada, a causa de su migración y residencia en las colonias y no porque en España perteneciesen a la aristocracia. Como funcionarios reales gozaban de posición prominente y aunque la ley no esta­blecía en todos los casos diferencias entre ellos y los criollos, estos últimos sólo por excepción lograban ascender a los altos cargos administrativos. Igualmente, en el comercio, la industria y la agricultura, los españoles emigrados desplazaban frecuente­mente a los criollos. La aristocracia criolla estaba fundada en la riqueza, así como en el status social. Descendía de los conquista­dores y de ricos hacendados a quienes se habían otorgado títulos o cargos honorarios. En la elección de una profesión las prefe­rencias de los criollos se concentraban en la abogacía, y las

carreras eclesiástica y militar. Aficionados a los títulos y hono­res, los criollos siempre ambicionaron crear mayorazgos para disfrutar de los privilegios inherentes a esta institución. No siempre seguros de la fuerza de su sangre, los criollos trataban de probarla por todas las investigaciones genealógicas posibles, aunque muchos eran en realidad mestizos.

Dentro de este esquema estructural la antigua nobleza indí­gena gozaba de privilegios y consideraciones especiales. Los caciques indios fueron, por lo general, tratados con algún respeto; las leyes autorizaban el carácter hereditario de los cacicazgos, y los jefes eran eximidos del tributo impuesto al resto de los indí­genas. Más aún, algunos fueron ennoblecidos con títulos espa­ñoles. Formando la masa de la población, por debajo de penin­sulares y criollos, y con algunas diferencias de status, se hallaban indios, mestizos, negros y mulatos. Los blancos miraban con recelo y temor a los mestizos, cuyos intentos de mejorar su con­dición social fueron siempre resentidos por las clases superiores. Muchos mestizos, al comenzar las guerras emancipadoras se alis­taron en los ejércitos patriotas precisamente para escapar a esta estígmatización social.

COMPARACIÓN DE LAS COLONIZACIONES IBÉRICA Y ANGLOSAJONA

Luego de este simple bosquejo del sistema colonial español nos parece útil, para mejor comprender el impacto que las institu­ciones y prácticas coloniales han ejercido en la vida independiente de ambas Américas, señalar los rasgos principales que diferen­ciaron la colonización española de la inglesa. Las diferencias en instituciones, motivos, objetivos y elementos humanos sirven para explicar las variantes en los regímenes políticos que se des­arrollaron en el Hemisferio Occidental. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que estas comparaciones, hechas a menudo en detri­mento de la obra de España en América, no siempre son fruc­tíferas debido a la disparidad y contraste en la evolución social de las colonias de Norte y Sudamérica. Sólo en el caso de las Antillas españolas y las colonias agrícolas inglesas de Virginia y Carolina del Sur, existieron condiciones similares; la realidad es que las colonias inglesas de la costa norte del Atlántico no tenían nada en común con las posesiones españolas. En estas últimas la tarea de transmitir la cultura y civilización europeas

se logró mediante el establecimiento de un dominio imperial y nocomo fue el caso de la América inglesa por el desarrollo de pequeñas comunidades de inmigrantes que actuaban por impulso propio. Es por tanto importante observar, para no caer en falsas generalizaciones, que existieron muchos otros factores geográficos e históricos. Es necesario considerar, si se quieren explicar con criterio científico, las variaciones del desarrollo político de la América Latina y el de los Estados Unidos.

Como hemos observado, España, en el momento de la colo­nización, era una monarquía absoluta que había logrado impo­nerse sobre la nobleza y las municipalidades, y que había hecho de la Iglesia su aliado y su instrumento. España estaba por tanta en situación de crear —y así lo hizo— un sistema imperial que no se debía a nadie sino a ella misma, a la Corona. Si ésta estableció en América estructuras políticas bajo un sistema complejo de pesos y contrapesos con cierta autonomía jurisdiccional, y si concedió a las ciudades y a los gremios una cierta medida de au<- tonomía, lo hizo por voluntad propia y no por mandato de una autoridad superior. Inglaterra, por el contrario, aunque muy lejos todavía de poseer un sistema democrático, había sembrado para el siglo XVII la semilla de las instituciones representativas, e ini­ciaba el proceso que había de convertirla en una monarquía limitada. En este siglo, ya eran plenamente respetados los dere­chos individuales, el hábeas corpiis, y la supremacía del Parla­mento. Estos derechos se extendían por igual a los habitantes de las colonias y de la metrópoli, disfrutando, además, las colonias de un alto grado de autonomía en su gobierno. Hubo también diferencias notables en cuanto a motivaciones y objetivos básicos de ambas colonizaciones. Para los españoles, animados por el fervor religioso y el ardor militar, el Nuevo Mundo les abría nueves horizontes donde iniciar una cruzada para la conversión de los infieles, satisfaciendo al mismo tiempo el deseo de con­quistar y de enriquecerse rápidamente. Así, en la búsqueda de los metales preciosos, estuvieron presentes, de modo paralelo, el celo religioso y el deseo de aventura. En cambio, los ingleses que emigraban a América buscaban en las colonias un mejora­miento de su condición económica o un refugio contra la perse­cución religiosa. Como no encontraron riquezas minerales, las colonias inglesas comenzaron como comunidades agrícolas, y sólo más tarde se desarrollaron el comercio y la pequeña industria. Aunque España no fue totalmente indiferente al establecimiento

de coloríias agrícolas, México y el Perú, con sus fabulosas mi­nas de oro y plata, habían de ejercer una atracción superior.

Tampoco es posible ignorar las diferencias existentes entre las poblaciones autóctonas que habitaban el continente. El elemento indígena en las áreas inglesas de colonización se encontraba en un nivel primitivo de civilización. Siendo éste el caso, los indios opusieron resistencia física a los conquistadores, pero no crearon im conflicto de culturas. Por el contrario, las grandes masas indí­genas de Hispanoamérica —altamente organizadas en llamados imperios en México y en el Perú— influyeron considerablemente en la cultura europea, y al mezclarse con sus conquistadores crea­ron nuevas castas. Tanto el español como el portugués vivió con el indio, lo utilizó, y lo convirtió a su fe. Los nativos, desde un principio, fueron considerados como súbditos de la Corona es­pañola, mientras que en las colonias inglesas eran tratados como naciones independientes, amigas o enemigas, según las circuns­tancias. Sus relaciones con las autoridades inglesas eran diplo­máticas y no las de gobernantes y súbditos. Abandonados a su suerte en la lucha por la existencia, los indios fueron exterminados, o en el mejor de los casos, forzados a refugiarse en regiones remotas. En los dominios españoles, la supervivencia de los indígenas fue propósito esencial de la política colonial, pues ade­más de los objetivos espirituales de la colonización, éstos propor­cionaban la mano de obra necesaria para la explotación de los minerales.

Mientras España impuso una reglamentación severa para la inmigración en sus colonias, Inglaterra fue indfierente a la canti­dad y calidad de las personas que se refugiaron en sus colonias. Ambas naciones aplicaron las teorías de colonización que eran universalmente aceptadas en esa época. La idea de que una colonia existía para exclusivo beneficio de la metrópoli fue un principio adoptado por todas las potencias colonizadoras. Las diferencias surgieron en la aplicación de estas teorías. España, por razón de su poderío y de sus condiciones internas, pudo llevarlas a la práctica, mientras que Inglaterra, forzada por las circunstancias, permitió a sus colonos autogobernarse en gran medida. Este autogobierno con su consecuente bagaje de expe­riencia política fue negado en los dominios españoles debido al monopolio de las funciones administrativas ejercido por los peninsulares. Los criollos, desprovistos de experiencia práctica en los asuntos públicos, debieron comenzar su arduo aprendizaje político una vez lograda su emancipación de la madre patria.

EL SISTEMA COLONIAL PORTUGUÉSNo es posible concluir esta exposición de la herencia colonial

sin referirnos, aunque más no sea a grandes trazos, a los carac­teres esenciales de la otra gran tarea colonizadora que tuvo lugar en nuestro continente: la empresa portuguesa en el Brasil. A pesar de que las expediciones que siguieron a la de Cabral en 1500, exploraron la costa del Brasil, Portugal —que tenía entonces sus energías empeñadas en la colonización y explotación de la India— descuidó durante casi 30 años su nueva posesión de América. Un ensayo de colonización por el sistema de capitanías fue iniciado en 1533. La costa se dividió en 15 capitanías que se distribuye­ron entre un número de donatarios. Cada uno de éstos recibió 50 leguas a lo largo de la costa, y su potestad se extendía indefi­nidamente hacia el oeste. Los donatarios fueron investidos con poderes políticos y económicos de índole feudal, análogos a los ya existentes en las Azores. Para 1549, una serie de circunstan­cias determinó el abandono del sistema de capitanías (conside­rado por algunos como germen del federalismo brasileño), y el establecimiento de un nuevo esquema administrativo centralizado en Bahía. Tanto el gobernador general Thomé de Souza como sus sucesores hasta 1572 debieron resolver el problema de las intrusiones extranjeras, y muy en especial, combatir la penetra­ción francesa.

Una nueva época empezó para Brasil, en 1580, con la unión de Portugal y España, realizada durante el reinado de Felipe ii y que perduraría hasta 1640. El sistema colonial portugués, a partir de entonces, adquirió cada vez más los rasgos salientes del imperio español. La unión con España, al mismo tiempo significó un largo conflicto con los holandeses, que habría de tener importantes derivaciones para el Brasil. Como conse­cuencia de este conflicto, el control holandés se extendió, perdu­rando por 25 años, sobre una de las zonas más ricas y desarrolla­das del Brasil, desde el río San Francisco hasta casi el Amazonas. Fuera de otras consecuencias menos trascendentales, la lucha contra la dominación extranjera marcó el inicio de un proceso de integración nacional al unir a blancos, indios y negros contra un adversario común.

Los cambios en la estructura colonial que ocurrirían más tarde se deberían en parte a factores no políticos. Los portugueses, en el siglo XVI, se establecieron sólo en la costa. La marcha hacia el

INSTITUCIONES ESPAÑOLAS Y PORTUGUESAS 23oeste y la penetración del exterior empezó en gran escala en el siglo siguiente. En el sur, San Pablo fue el centro de expansión y los mestizos paulistas fueron los pioneros del movimiento para hacer coincidir las fronteras económicas del país con sus límites políticos. La penetración fue realizada principalmente por expe­diciones de cazadores y de esclavos y buscadores de minas. Cuando se descubrieron los yacimientos de oro en Minas Gerais en 1693, se provocó un nuevo ímpetu en la penetración del inte­rior. A la conclusión del Tratado de Madrid entre España y Portugal, quedaron fijadas aproximadamente las fronteras del Brasil actual. Las bandeiras y las misiones jesuítas habían tripli­cado prácticamente la extensión de la colonia. Los factores econó­micos determinaron el movimiento fronterizo durante la era colonial, del mismo modo que estos factores serían causa de nuevos cambios políticos después de la independencia. La decadencia de la industria azucarera y el descubrimiento de oro y diamantes fueron las causas del nuevo poder político de Minas Gerais, en detrimento de Bahía y Pernambuco. El centro de la vida política quedaba a partir de entonces situado en el sur, y el gobierno colonial concentró sus esfuerzos en el desarrollo de Goiaz, Matto Grosso y Minas Gerais. En 1763 se elevó la colonia al rango de virreinato y se estableció la nueva capital en Río de Janeiro. La unificación de Brasil, así como todas las importantes reformas introducidas en el período de 1750 a 1777, fueron obra del mar­qués de Pombal, ministro de José I. Muchos autores aseguran que, de no haber adoptado Pombal estas medidas de unificación, con el advenimiento de la independencia el Brasil actual se habría fragmentado en varias repúblicas.

COMPARACIÓN DE LAS INSTITUCIONES ESPAÑOLAS Y PORTUGUESAS

En conclusión, indicaremos algunas de las analogías entre los dos sistemas ibéricos. Debemos señalar, en primer lugar, que, aunque los portugueses desarrollaron también un sistema impe­rial, éste se caracterizó siempre por una uniformidad sistemática mucho menor que el sistema utilizado por España en sus colonias. Podría añadirse que el sistema portugués, aunque mucho más flexible que el español, fue también en proporción menos eficiente. En términos generales, la similitud de ambos sistemas es nota­ble. En Portugal, como en España, se elaboró una legislación,

en muchos aspectos poco práctica, que fue ignorada por los funcionarios coloniales, hecho que atestigua una vez más la con­tradicción entre el ideal y la realidad política que señalamos anteriormente. En ambos imperios se desarrolló una burocracia extensa, así como también se estableció un monopolio en virtud del cual los cargos políticos más altos y responsables fueron creados en favor de los peninsulares.

Sin embargo las diferencias son también notables. En las colonias españolas se conoció un desarrollo cultural más amplio que en el Brasil. Asimismo las municipalidades hispanoamerica­nas mostraron siempre más vigor sustancial que las brasileñas. Además la motivación religiosa tuvo un papel menor en la colo­nización portuguesa. Aunque la idea de la asimilación religiosa de las masas indígenas también estuvo presente en el caso por­tugués, siempre tuvo menos intervención en las medidas de gobierno, y la política portuguesa se distinguió por un sorpren­dente grado de tolerancia religiosa. Hubo entre los portugueses, quizá, menos preocupación por los problemas éticos, y por ende, una más franca aceptación y tolerancia de la explotación de la población indígena. En su política mercantil, el sistema portugués, fue mucho menos exclusivo que el español, y Brasil abrió más fácilmente sus puertas al comercio exterior, y este acceso fue amplio, sobre todo para los ingleses, a causa de la alianza secular que unía a Inglaterra con Portugal.

Por último, la sociedad colonial portuguesa fue siempre menos permeable a la estratificación de carácter legal o social, basada sobre razones étnicas, que la española. Esto no quiere decir que en el Brasil colonial no existiese una sociedad basada en clases, sino que la discriminación existente era de naturaleza informal o social, y no impuesta por un plan sistemático traducido en disposiciones legales.

Los sistemas de administración colonial que hemos descripto de manera tan breve sobrevivieron más de tres siglos de domi­nación europea de las colonias de América. Muchas de las prácti­cas e instituciones que hemos señalado han perdurado a través de la vida republicana, aunque algunas instituciones se hayan transformado o hayan perdido muchas de sus funciones. Las audiencias, por ejemplo, despojadas de sus atribuciones consul­tivas y administrativas, aún funcionan en algunos países como órganos estrictamente judiciales. Los procedimientos judiciales han sufrido sólo cambios insustanciales desde la época colonial;

INSTITUCIONES ESPAÑOLAS Y PORTUGUESAS 25las intendencias sobreviven en la estructura provincial de algunas repúblicas; los cabildos 3 sus tradiciones aún influyen en el go­bierno municipal contemporáneo: los métodos coloniales de con­trol han ejercido alguna influencia en los intentos contemporáneos para remediar la corrupción administrativa, por ejemplo, en cierto sentido la práctica constitucional de la acusación del jefe del ejecutivo y sus ministros, y la declaración de bienes antes de asumir sus cargos, tiene su origen remoto en el juicio de residencia, y en otras prácticas vigentes durante la colonia.

Ciertos fenómenos políticos contemporáneos, como la posición predominante del poder ejecutivo y la consiguiente debilidad or­gánica de los poderes legislativo y judicial; la falta de un gobier­no autónomo local eficiente; la tendencia a depender de elementos externos para la solución de problemas; el excesivo papeleo y la continua proliferación de una burocracia sin imaginación y que busca eludir sus responsabilidades, pueden explicarse de manera convincente, como debidos, al menos en parte a los hábidos y tradiciones arraigados en tres siglos de denominación hispánica. Por si esto fuera poco, el período colonial dejó como herencia a la América Latina una infraestructura económica y social arcaica, formas de propiedad, y también a menudo, una psicología de élites, que no responden a las necesidades de naciones independien­tes. La persistencia de estas estructuras arcaicas, incompatibles tanto con las actividades económicas diversificadas de las naciones desarrolladas como con las ideologías igualitarias y las institu­ciones democráticas, ha sido la causa de que América Latina haya visto su evolución económica, política y social notablemente retardada en relación con Europa y los Estados Unidos.

CAPÍTULO II

INDEPENDENCIA POLITICA Y SUPERVIVENCIA DEL COLONIAJE

Durante el período de 1810 a 1826 los grandes imperios es­pañol y portugués del Nuevo Mundo, que habían durado tres si­glos, se desintegraron casi completamente. España perdió todas sus posesiones continentales, y Portugal, el Brasil. Ya antes Fran­cia había perdido Haití. No vamos a adentrarnos en el proceso que condujo a la desintegración de estos imperios y nos limitaremos a señalar, en forma muy esquemática, algunas de sus causas, y lue­go las principales consecuencias para el futuro latinoamericano.

CAUSAS DEL MOVIMIENTO EMANCIPADORUna de las causas permanentes de descontento contra el go­

bierno español era el antagonismo existente entre peninsulares y criollos, antagonismo provocado principalmente por el monopolio integral de los altos cargos ejercidos por los españoles. No es ex­traño entonces que la mayoría de los líderes del movimiento de la independencia pertenecieran al grupo social criollo.

A esto hay que agregar los vicios del sistema mercantilista en sus formas extremas, que oper&áan en desmedro de los intereses legítimos de los colonos. Aunque se introdujeron importantes re­formas en el siglo xviii, estas reformas modificaron dicho siste­ma pero no lo abolieron, y es posible que por otra parte contribu­yeran a crear una mayor conciencia de sus iniquidades económi­cas entre los criollos. La política mercantilista continuó aplicán­dose, dando preferencia a los productos minerales en detrimento de la agricultura y ganadería. En estas condiciones es comprensi­ble que dos colonias marginadas o abandonadas como el Río de la Plata y Venezuela se convirtieran en focos activos de rebelión. En tercer lugar, él sistema político, social y eclesiástico, con sus seve­ras restricciones a la libertad individual, su censura, sus injus­ticias, y su rígida estratificación de la sociedad, llegó a ser consi­derado por los criollos como una tiranía injustificable. Aún más, se

empezó a acusar a la metrópoli de mantener a las colonias en un estado de aislamiento intelectual e ignorancia. A pesar de la vida cultural de las capitales virreinales, relativamente floreciente, Es­paña había rodeado su imperio de una especie de “cortina de hie­rro'', para impedir la entrada de influencias dañinas a la ortodoxia y a ia lealtad dinástica.

A lo anterior hay que sumar el hecho de que con la relajación de algunas restricciones, introducida por las reform.as borbónicas, la censura fue menos severa, y los colonos viajaron al extranjero, e ideas foráneas comenzaron a permeabilizar el ambiente colonial, aunque fuera sólo esporádicamente y de manera clandestina. Las ideas políticas de los Estados Unidos y sus instituciones se citaban como ejemplo. E Ipensamiento de la revolución francesa y de la era napoleónica fueron fecundas fuentes de inspiración revolucionaria. Inglaterra ofrecía no sólo sus ricas tradiciones políticas, sino tam­bién la posibilidad de apoyo externo para obtener la independen­cia. Hay que observar sin embargo, que estas causas de descon­tento no provocaron un efecto uniforme a través del imperio es­pañol. En la Argentina y en Venezuela, por ejemplo, el antagonismo entre peninsulares y criollos se hacía sentir agudamente, mientras que en Chile estaba casi ausente. El descontento económico era intenso en la Argentina y en Venezuela, mientras que no constituía factor de consideración en Chile o Nueva Granada. Por otra par­te, la causa de los indígenas desempeñó un papel trágico y signi­ficativo en los comienzos de la lucha en México, al paso que tuvo poca importancia en Sudamérica. También en México, la Iglesia y varios personajes del clero fueron factores significativos en la revolución, mientras en Sudamérica no sucedió lo mismo. Este disparejo efecto de las causas del descontento sin duda contribuyó en notable medida a dar un carácter decididamente regional a las luchas por la independencia.

CARACTERES DE LA LUCHAComo es sabido, los eventos que precipitaron la lucha se pro­

dujeron en Europa e, inicialmente, no fue posible prever sus efec­tos. Estos eventos habían de afectar a ambos imperios ibéricos, pero con muy distintos resultados. No es necesario a nuestros pro­pósitos relatar esos hechos ni tampoco describir el curso que si­guió el movimiento de la independencia. Sólo es oportuno señalar algunas de sus características generales. En primer lugar las an­tiguas colonias no se unieron en un esfuerzo común para obtener

CARACTERES DE LA LUCHA 29la independencia. En algunos casos, ni siquiera era evidente que la independencia fuera el objetivo final. En efecto, en sus comien­zos, junto con la declaración de lealtad a Fernando vil, la lucha tendía a sustituir las autoridades existentes por juntas locales. Los grandes centros de actividad política y militar, ubicados en el extremo sur de Sudamérica, en el norte del mismo continente, y en México, tuvieron liderazgos independientes, y actuaron por motivos y principios diferentes, y la guerra siguió, en cada caso, un curso separado. Los contactos durante el período de 1810 a 1820 fueron meramente regionales, esporádicos y sin intención ni ánimo de crear alianzas permanentes. Esto no quiere decir que dentro de cada una de estas zonas geográficas no se estableciesen lazos y auxilios recíprocos. El más importante fue, sin duda, el prestado por la Argentina para la liberación de Chile, y luego la cooperación de ambos en la campaña militar del Perú. Igualmente, en el Norte se constituyó una alianza que constituyó el germen de la empresa libertadora de Simón Bolívar y de la futura Gran Colombia, o unión política entre Colombia, Venezuela y Ecuador.

En la segunda década de la lucha por la independencia ocu­rrieron cambios que presagiaban una futura colaboración entre las naciones americanas. Se establecieron contactos entre San Mar­tín y Bolívar; la Gran Colombia participó en la liberación de Perú y Bolivia; se negociaron varios tratados de alianza y se reconoció la doctrina de uti possedetAs juris de 1810. Se reunió, además, el primer Congreso Americano de Panamá en 1828, y las nuevas re­públicas fueron reconocidas por Estados Unidos, Inglaterra, y otros países.

Conviene aclarar que los bandos que se opusieron en la lucha de 1810 a 1826, no estuvieron compuestos simplemente el uno por peninsulares y el otro por criollos. Entre las fuerzas leales a la Corona española abundaban los criollos. En Sudamérica, los jefes militares realistas reclutaron sus tropas entre todas las clases so­ciales. En México, los patriotas, especialmente bajo el liderazgo de Hidalgo y de Morelos, alistaron en sus filas a masas de indios y mestizos, lo que probablemente explica por qué la mayoría de los criollos en aquella colonia se mantuvieron fieles a España. Así, entonces, la clase criolla que fue la que encabezó la insurrección, era al mismo tiempo una clase dividida. Aun aquellos que acepta­ban como último objetivo la independencia de las colonias, esta­ban divididos acerca de la eficacia de los medios que debían em­plearse. Estas consideraciones y especialmente el hecho de que un gran porcentaje de los colonos militó en las filas españolas, ha

servido de base a muchos autores para hacer la afirmación de que las guerras de la independencia fueron esencialmente guerras civiles. En apoyo de esta teoría se citan frecuentemente las decla­raciones de Bolívar, quien en diversas ocasiones lamentó, en tér­minos amargos, la división de los elementos criollos. Desacuerdos entre la clase criolla llevaron prematuramente al faccionalismo político. El problema de la forma de gobierno, monárquica o re­publicana, federal o unitaria, dividió profundamente a la nueva clase dirigente. Estas escisiones y divergencias de criterio se ex­tendieron a todos los segmentos de la sociedad, y afectaron por igual a la Iglesia, a los terratenientes, a la nueva clase militar, y aun a aquellos miembros de las clases inferiores que habían ad­quirido conciencia de los cambios políticos.

EFECTOS POLÍTICOS INM EDIATOS DE LA IND EPEND ENCIA

Para concluir estas observaciones debemos referirnos a los efectos inmediatos de la independencia sobre la herencia colo­nial. Los años transcurridos desde 1810 a 1830 vieron los primeros esfuerzos para obtener la liquidación del sistema colonial. Si es cierto que algunas medidas fueron prematuras, visionarias y drásticas, en cambio otras, se aceptaron como definitivas y nece­sarias. Entre estas últimas las que tuvieron mayor significación fueron: la abolición de la Inquisición; la supresión del tributo indígena; la restricción o abolición de la esclavitud; la disminu­ción de las atribuciones del cabildo; la restricción de las funciones de la Audiencia a la administración de justicia; la extinción de los gremios o la disminución de sus derechos, la supresión de la es­tratificación jurídica de castas; la apertura de todos los puertos al comercio internacional, y la promoción de la inmigración y adop­ción de leyes de naturalización.

En este período presenciamos la aparición de los primeros sín­tomas de anticlericalismo, así como también vemos el surgimiento de las fuerzas armadas como poder político. Todavía, existía un sentimiento favorable a la monarquía, en grandes sectores de la población, pero los experimentos con dinastías criollas en México y en Haití, fueron fallidos y de corta duración. El caso del Brasil fue diferente puesto que la monarquía brasileña era producto de la continuidad histórica y se trataba de una dinastía de tradición secular que ya residía en el país.

EL CASO PARTICULAR DEL BRASIL 31

EL CASO PARTICULAR DEL BRASILEs oportuno referirnos al Brasil para señalar las diferencias

que caracterizan al movimiento de la independencia en aquella nación. El traslado de la corte de los Braganza al Nuevo Mun­do, y el hecho de que desde América se gobernase un país europeo como Portugal, estaban llamados a tener consecuencias importan­tes, tanto para el Brasil como para la metrópoli. Para el primero, significó no sólo un renacimiento intelectual, económico y cientí­fico, sino un despertar del sentimiento nacionalista y patriótico. En 1815 el Brasil entró a formar parte, en igualdad de derechos, del ‘‘Reino Unido de Portugal, Brasil y las Algarves’’, con lo que desaparecía su status colonial. El proceso emancipador brasileño se desenvolvió de manera pacífica, casi sin derramamiento de san­gre, y tuvo lugar en un corto espacio de tiempo: dentro de un mismo año, 1822. El joven príncipe Pedro se colocó a la cabeza del movimiento separatista, y fue proclamado emperador. La in­dependencia del Brasil, lograda de modo tan diferente al de las colonias españolas, no dejó así ni la estela de destrucción y pos­tración económica, ni el resentimiento y el odio que fueron inevi­table y triste secuela de la lucha en el resto del continente.

SUPERVIVENCIA DE LAS ESTRUCTURAS COLONIALESAntes de pasar al análisis de esta supervivencia, debemos de­

cir a riesgo de repetirnos, que aunque el movimiento emancipa­dor, tuvo causas lejanas, tales como las que hemos señalado al re­ferirnos al descontento de los colonos contra la política económica de la metrópoli y a la susceptibilidad de las élites a ideologías foráneas de libertad política, este movimiento fue provocado es­pecialmente por el desmoronamiento de las monarquías ibéricas ante el empuje de las fuerzas napoleónicas invasoras. Esto ocurrió en momento en que el sentimiento de la independencia no era com­partido, todavía, de modo general en las colonias. La necesidad de la independencia fue poco sentida en las clases inferiores de la sociedad, las cuales, relativamente, tuvieron poca participación activa en el movimiento. Solamente Haití, fue escenario en 1804 de una verdadera revolución de raíz popular dirigida por los es­clavos contra los colonizadores. También, como hemos sugerido anteriormente, en México, las primeras insurrecciones se apoya­ron de modo excepcional en las poblaciones indígenas, aunque es­

ta primera tentativa de revolución social fuese reprimida por la alianza de criollos y españoles. Sin embarg-o, en el resto del con­tinente las revoluciones fueron esencialmente un problema entre europeos, entre los colonos y sus seguidores frente a los gobiernos, y no entre colonizadores y colonizados. Las clases inferiores, in­diferentes a las luchas, tomaran parte en ellas solamente cuando fueron obligadas a ello o porque se sintieron atraídas por la vio­lencia y el botín de la guerra. La emancipación de la metrópoli, obtenida en estas condiciones, no llevó consigo, por tanto, ningu­na modificación fundamental en la condición de las clases inferio­res, y en particular de las masas que habitaban las zonas rurales. No hubo ruptura con el espíritu de colonización, y sí sólo cambios, por lo general superficiales, en el marco formal de las institucio­nes políticas. Las más arcaicas estructuras sociales continuaron subsistiendo en este cuadro político apenas transformado. Las re­formas que constituyeron los efectos inmediatos de la independen­cia, y que enumeramos con anterioridad, afectaron poco o nada el destino de las clases inferiores. El acceso al comercio interna­cional fue sólo beneficioso a un segmento de la clase criolla; la abolición de la Inquisición carecía de gran interés para las clases inferiores, puesto que los indios legalmente estuvieron siempre fuera de su jurisdicción; las medidas anticlericales fueron más bien desfavorables a los indígenas, ya que éstos habían sido ge­neralmente protegidos por una parte del clero, y la apertura a la inmigración produjo pocos efectos en aquellos países con pobla­ción indígena numerosa. ^

Lo cierto es que, en gran medida, el igualitarismo legal pro­clamado con el advenimiento de la república, tuvo en muchos as­pectos resultados adversos a los indios. Con la igualdad ante la ley, desapareció una legislación que, aunque discriminatoria, los protegía contra la explotación excesiva. La libertad política de ios criollos significó también la libertad de repartirse muchas de las tierras que España trató siempre de conservar para los in­dígenas, con lo que éstos se convirtieron en las principales vícti­mas del desarrollo económico de la América Latina en la segunda mitad del siglo xix. Generalizando, puede decirse que, con ex­cepción de la Argentina y el Uruguay, la estructura social ar­caica con su rígida estratificación, fundada en la propiedad de la tierra y en el patronazgo sobre los que la trabajan, no sufrió transformación alguna antes del siglo xx. Es más, estas estruc-

Lam bert, op, cit,, pp. 112-120.

turas de la sociedad colonial, producto de los siglos xvi y xvii, se consolidan aún más en algunos casos, al principio del siglo xx, constituyendo todavía hoy el mayor obstáculo al desarrollo lati­noamericano.

Estas estructuras supervivientes, aunque de naturaleza varia­da, coinciden todas, sin embargo, en una institución que es uno de los grandes denominadores comunes de la América Latina: el sistema de propiedad de la tierra, caracterizado por el latifundio y la servidumbre del trabajador rural. De ahí que gran parte de los esfuerzos latinoamericanos en su lucha por la modernización se hayan encaminado hacia lo que muchos consideran la más ur­gente necesidad de estos tiempos: la reforma agraria.

PROBLEMAS POLÍTICOS Y ECONÓMICOS DE LA EMANCIPACIÓN

Las décadas que siguieron a 1820 han sido frecuentemente lla­madas ‘‘la edad m.edia'' de nuestra historia, ya que se caracteri­zaron por una extrema inestabilidad institucional. Todas las na­ciones experimentaron un largo período de anarquía en que las revueltas fueron frecuentes. Venezuela, por ejemplo, tuvo cerca de 50 revueltas en el decenio 1820-1830. En México, la caída del imperio de Iturbide, en 1823, fue seguida de una serie de luchas caóticas entre las fuerzas liberales y las de la reacción, entre fe­deralistas y unitarios, y entre caudillos ambiciosos. Según Emilio Rabasa :

Una de las causas que contribuyeron a este desorden fue la prolongada indecisión con respecto a la forma de gobierno que deb'a adoptarse. Como hemos señalado, a pesar del fracaso de la monarquía en México y Haití, subsistió el debate en^re os par­tidarios de es^e sistema y los defensores del sistema republicano. Una vez establecida la república, la lucha entre federalistas y unitarios, y entre liberales y conservadores prestó al diálogo po­lítico caracteres de aún mayor violencia. Otra causa de disensión

2 Emilio Rabasa, La organización política de M éxico (M adrid, 1913), p. 1.‘ . . e n los 25 años después de 1822, la nación mexicana tuvo 7 congresos

constituyentes que produjeron un acta constitutiva, tres constituciones y un acta de reform as, y como consecuencias, dos golpes de estado abortados, levantam ientos en nombre de la soberanía popular, muchos planes revo­lucionarios frustrados y una infinidad de protestas, peticiones, m anifiestos, declaraciones, y todo lo que el hombre ha podido inventar para promover el desorden e incitar la imaginación hum ana.’'

profunda, fue la cuestión de si se debía o no romper definitiva­mente con todos los moldes coloniales, liquidándolos paulatinamen­te institución por institución, o bien mediante medidas drásti­cas. En aquellos casos en que se intentó modificar algunas de estas instituciones, el efecto fue un exacerbamiento de la lucha entre conservadores y radicales. Aunque más adelante hablare­mos del problema del caudillismo que tan profundas consecuen­cias ha tenido en la evolución política de América Latina, debe­mos referirnos ahora a lo que se dio en llamar el conflicto entre el ‘‘personalismo” y el “legalismo”, términos con los que se ca­racterizó la lucha por el control político por una parte de los sec­tores militares, cuyo surgimiento fue en parte resultado de las largas guerras emancipadoras, y por otra de los elementos civi­les. A este respecto, la denominación no es justa, ya que el perso­nalismo no fue una característica exclusiva del poder militar, y el respeto de la legalidad no siempre fue observado tampoco por los gobiernos civiles.

En el aspecto económico, la independencia aportó serios pro­blemas. En primer lugar, perdieron las colonias las compensacio­nes derivadas del sistema mercantilista, que representaban los derechos de mercado en la madre patria, los ventajosos fletes ma­rítimos, y la absorción por España de los gastos de defensa. En segundo lugar, la abolición del tributo indígena, así como la emancipación de los esclavos africanos, afectó profundamente la productividad. Si a esto se agregan la devastación material de amplios territorios y el costo de mantención de los ejércitos, se comprende que las nacientes repúblicas se vieran obligadas a depender de ayuda externa para subsistir. Por otra parte, existía la creencia general de que los recursos naturales de las antiguas colonias eran inagotables y que sólo esperaban su desarrollo y explotación. De este modo, no fue difícil obtener créditos y em­préstitos del exterior. A los empréstitos se sumaron inversiones extranjeras en sumas considerables. Chile, por ejemplo, obtuvo un préstamo de un millón de libras esterlinas en Inglaterra, aun antes de que ésta hubiese reconocido su gobierno, y las inversio­nes inglesas en México antes de 1830 ya sumaban más de 70 mi­llones de dólares. Bajo estas condiciones, los nuevos gobiernos pronto confrontaron agudas crisis económicas que a veces des­embocaron en verdaderas bancarrotas nacionales.

FEDERALISMO Y UNITARISMOComo sugerimos anteriormente el problema que dividía más

hondamente a la clase dirigente era el de federalismo o unitaris­mo. Los defensores del primero, pretendían demostrar que este sistema se hallaba profundamente arraigado en la historia, ale­gando que en España, bajo una Corona común, los diversos Esta­dos o reinos habían conservado sus derechos locales aún después de la unificación; que existía una tradición de autonomía munici­pal que se había trasplantado a las colonias; que la administra­ción colonial, había sido de hecho descentralizada, y que el sec- cionalismo geográfico era una realidad en la mayor parte del te­rritorio del Imperio. Señalaban, además, el hecho de que algunas de las nuevas repúblicas, como la Argentina y Venezuela, ha­bían sido unificadas sólo poco antes de la independencia bajo un virrey y un capitán general. Los unitarios a su vez sostenían que el respeto español hacia el derecho y las prácticas administrativas locales, difícilmente podía merecer el nombre de autonomía. La tradición autónoma municipal, según ellos, era simplemente un sentimiento rara vez materializado, y que por tanto no podía ser­vir de base sólida para un sistema ignoto para las colonias como era el federalismo.

Es indudable que al comienzo de las luchas emancipadoras, el sentimiento federalista se había desarrollado notablemente en Venezuela, Nueva Granada, Argentina y México, debido en gran parte al exitoso ejemplo de los Estados Unidos. En efecto, no se preveía que en el caso de los Estados Unidos, el federalismo había servido para unir antiguas colonias establecidas y administradas separadamente, mientras que el federalismo latinoamericano pre­tendía dividir lo que previamente había sido gobernado como uni­dad administrativa. Por otra parte, en algunos países, especial­mente en México y Colombia, el federalismo se identificó con el liberalismo. Se sostenía que la autonomía de las provincias era un contrapeso a la opresión y, por tanto, una garantía de libertad, aunque es evidente que el federalismo, por lo menos en teoría, no implica necesariamente el liberalismo. Uno de los más consisten­tes críticos de la aplicación del federalismo a la América Latina fue Bolívar, aunque ciertamente no lo condenase como sistema. Así en el Manifiesto de Cartagena se refirió al sistema federal, quizá como el más perfecto y el más apto para proveer a la fe­licidad de la sociedad, pero también como el más contrario a los

intereses de las nacientes repúblicas de América. Sus argumentos eran la inaplicabilidad del sistema en pueblos inexpertos en el autogobierno y recién emancipados del despotismo, y la debilidady complejidad de estructura de dicho sistema que lo convertía en instrumento poco eficaz para mantener la paz y refrenar lafragm entación en facciones internas.

LA CONSTITUCIÓN FORMAL Y LA REALID AD POLÍTICAEs de sobra conocido el hecho de que los países latinoamerica­

nos, con algunas excepciones, han adoptado en el curso de su vida independiente un número considerable de constituciones. Algunos han tenido más de 20 leyes fundamentales (Venezuela) mientras que otros no han introducido cambios constitucionales durante largos períodos (A rgentina, 98 años; Chile, 92 años; Uruguay, 89 años). Por regla general se ha advertido siempre la tendencia a redactar nuevas constituciones en vez de enmendar las exis­tentes, como se ha hecho en los Estados Unidos. Ha existido asi­mismo el hábito en caso de regímenes surgidos de revoluciones, de crear una nueva Constitución antes de correr el riesgo de per­der prestigio gobernando bajo un instrumento identificado con el partido opositor derrocado. Estos hábitos políticos unidos a la obsesión de los constituyentes por adoptar doctrinas e institu­ciones impracticables dentro del ambiente latinoamericano ayu­dan a explicar la efímera vida de muchos textos fundamentales. Es oportuno recordar la descripción desdeñosa de Bolívar de aque­llos pensadores refiriéndose a los primeros constituyentes, que “en lugar de atender a las normas prácticas del gobierno, siguen las máximas de visionarios que imaginando repúblicas en el aire, tratan de alcanzar la perfección política partiendo de la base de la perfectibilidad de la humanidad’'.

Es también de sobra conocido que en América Latina a me­nudo impera el divorcio más completo entre la “constitución for­mal’’, y lo que podría llamarse la “constitución real” ; con esto úl­timo queremos significar la serie de principios y reglas del juego no escritas que regulan el sistema político tal como éste funciona en la realidad. Las razones para estas divergencias entre lo ideal y lo práctico, a las que nos hemos referido ya en otras ocasiones desde otros puntos de vista, son, en lo que al régimen constitucio­nal se refiere, principalmente: 1) el hecho ya señalado de que las constituciones adoptadas en el siglo que siguió a la independen-

EL CONSTITUCIONALISMO MODERNO 37cia se inspiraron en principios e instituciones importados desde Es­tados Unidos o Europa y ajenos a los intereses hábitos y expe­riencias de América Latina; 2) el hecho de que muchas de estas leyes contienen normas que en verdad anticipan el tiempo en que su aplicación es factible, sea porque establezcan aspiraciones o ideales del futuro o porque dependan de una legislación comple­mentaria que será de difícil promulgación; 3) la frecuencia con que estas constituciones son producto de una victoria en la guerra civil, sirviendo a la facción triunfante para insertar en la Consti­tución sus propias aspiraciones y su programa partidario; y por último, 4) el hecho de que a pesar de que toda Constitución inclu­ye cláusulas que garantizan al ciudadano una serie de libertades básicas, tales derechos tienen poca o ninguna vigencia para gran­des segmentos de la población, acentuando así la diferencia entre la ley fundamental y la realidad política y social del país.

EL CONSTITUCIONALISMO MODERNOSin embargo en el siglo xx, y más concretamente a partir

de 1917, fecha en que nació la Constitución mexicana de Queré- taro, comenzó una nueva etapa en la historia constitucional lati­noamericana. Al abandonar los modelos extranjeros, se manifestó una nueva tendencia en favor de instituciones autóctonas mejor avenidas con la realidad social, tendencia que reflejaba al mismo tiempo la aparición de nuevos conceptos políticos que comenzaban a ganar aceptación universa!. El principio tradicional que garan­tizaba inviolabilidad de la propiedad privada y prohibía la inter­vención del Estado en las actividades económicas, en opinión de muchos había servido para asegurar en manos de minorías pri­vilegiadas la casi totalidad del poder económico. Se consideró ne­cesario reemplazar el concepto del Estado como un fenómeno de espíritu predominantemente social, definición según la cual el Es­tado y las leyes se justifican racionalmente en cuanto contribu­yen a garantizar, facilitar y mejorar las condiciones generales de la sociedad. El constitucionalismo moderno, aspira, así, a ase­gurar un mayor nivel de justicia en las relaciones sociales, ga­rantizando a cada individuo la mejor oportunidad para el alcance de su felicidad. ®

De acuerdo con este pensamiento, las innovaciones más signi-3 Juan C. Zamora, “New Tendencies in American Constitutions’’, Jour­

nal o f P olitics, agosto, 1941, vol. 3, pp. 277-278.

ficativas introducidas en las constituciones latinoamericanas son las siguientes: 1) se reconoció la propiedad privada atendiendo, especialmente, a su función social; lo cual implica que los derechos individuales derivados de ella están sujetos a limitaciones que pueden llegar hasta la expropiación por causa de utilidad públi­ca; 2) la protección y organización del trabajo ha limitado el de­recho tradicional de la libertad del contrato. Así aparecen las clásulas relativas al derecho del trabajo, salario mínimo, jor­nada máxima, derecho de huelga, etc.; 3) estas cláusulas van acompañadas de otras que protegen la familia, regulan la asis­tencia social, etc .; 4) el nacionalismo político y económico se ma­nifiesta en varias formas, tales como medidas proteccionistas re­lacionadas con la producción, restricción de la inmigración e in­versiones extranjeras, etc. El objeto de estas medidas es alcanzar la autosuficiencia económica con la consecuente independencia política.

La Constitución mexicana de 1917 señaló la meta al nuevo constitucionalismo. Aunque producto específico de la situación mexicana y de su revolución, este documento planteó soluciones que interesaban a todos los países de América, y aunque las reac­ciones no fueron uniformes ni inmediatas, ejerció una influencia positiva entre todas aquellas que aspiraban a reformas políticas, sociales y económicas. Existen pocas constituciones escritas en América desde 1917 que no sean deudoras de la mexicana en al­gún aspecto.

CAPÍTULO III

CAUDILLISMO, DICTADURA Y REVOLUCIÓNDurante el período colonial la administración española logró

con mayor o menor éxito equilibrar las tendencias anárquicas in­herentes a una sociedad, cuyos elementos constitutivos, demasiado aislados, se bastaban a sí mismos. Desaparecida la autoridad de la metrópoli, se creó un vacío, causante del período de “edad me­dia" experimentado por toda la América con excepción del Brasil, y que ya mencionamos, en el que las fuerzas centrífugas tendían a provocar una división de los territorios en pequeñas soberanías.

CACIQUISMO Y COPMNELISMOLa fuerza política más sólida estaba constituida por la élite

terrateniente, los dueños de latifundios, verdaderos señores feu­dales, quienes proclamaban su deseo de orden, pero que en la prác­tica no estaban dispuestos a someterse a una autoridad. Esta fuer­za política, como todas las otras que surgieron en la América in­dependiente, se canalizó a través de la fidelidad personal: la obe­diencia ciega al jefe hereditario o improvisado. En el ejercicio de su fuerza, estos grupos de señores feudales utilizaron a su vez la fuerza poderosa de grupos sociales, es decir aventureros de to­da especie, indios, mestizos, negros, y todo elemento hostil a la sumisión que les imponía la organización social. De estas condicio­nes surgió el fenómeno que ha dominado por largos años la vida política de América Latina, el caciquismo, o coronelismo, como se denomina en el Brasil. El caciquismo, a su vez, llevó a la Amé­rica española al caudillismo y a la dictadura. El problema de la dictadura es frecuentemente tratado en la literatura política de América Latina. Se encuentran apologistas y detractores de esta institución. Algunos elogian a un particular dictador, generalmen­te coetáneo, mientras que otros defienden la dictadura como la única institución que parece adecuada y realista solución de los desórdenes característicos de la política latinoamericana. Otros

han condenado objetivamente —con la misma energía con que se ha hecho en otras partes del mundo— la dictadura como un mal terrible que ha perturbado el camino de ia libertad, la democracia, la justicia y la civilización. El caso es que nuestro continente ha abundado en dictaduras, y que muchos países han sido gobernados por dictadores durante la mayor parte de su historia. Así, por ejemplo, México hasta 1910 tuvo tres largas dictaduras: las de Santa Ana, Benito Juárez y Porfirio Díaz; Guatemala con ante­rioridad a 1944, tuvo a Rafael Carrera, Justo Rufino Barrios, Estrada Cabrera y Jorge Ubico; Paraguay hasta 1870, tuvo a Francia y a los dos López, padre e hijo; Venezuela, con anteriori­dad a 1935, tuvo a Páez, los hermanos Monagas, Falcón, Guzmán Blanco, Crespo, Castro y Gómez. En el transcurso de un siglo, el régimen caudillista en Venezuela no se interrumpió más que durante los 7 años que van de 1868 a 1870, que fueron precisa - mente 7 años de guerra civil.

TIPOS DE DICTADURAAmérica Latina ha sido víctima de distintos tipos de dicta­

duras. Si se describiesen las características de todas las dictadu­ras latinoamericanas el resultado ofrecería una variedad inusi­tada, aunque sujeta a cierta clasificación. Sin embargo, han exis­tido dictadores que no pueden ser encasillados de acuerdo con un tipo, porque han sido únicos en su especie. Tal fue el caso de Santa Ana, que dominó la escena política mexicana de 1823 a 1855. Dramático y espectacular en la acción, nueve veces presi­dente, poco afortunado en la guerra, contradictorio en su línea política y en su carácter. A pesar de que no le faltó la oportuni­dad, no fue capaz de consolidar su poder sobre una base perma­nente. El porqué se lo toleró tanto tiempo, y, cómo habiendo sido rechazado, pudo una y otra vez recuperar el poder, todavía no ha sido explicado satisfactoriamente.

Un primer tipo de dictador fue el caudillo transitorio, lo su­ficientemente fuerte como para usufructuar el poder al punto de la tiranía, pero lo bastante débil como para convertirse en ridícu­lo instrumento de quienes lo explotaban a él y al pueblo para sus propios fines.

La permanencia ^e este tipo de dictador es siempre breve y su historia es de interés sólo para las anécdotas y lo transitoria­mente notorio. Vargas Vila los describía como aquellos que ‘‘en­tran en la cronología pero no pertenecen a la historia”.

TIPOS DE DICTADURA 41La escuela en que se formaron los dictadores que perduraron,

fue siempre dura en extremo, y de ella surgieron con frecuencia hombres inteligentes, si no de erudición, de acción, firmeza, as­tucia y de juicio equilibrado. Muchos de ellos fueron, sin duda, rudos e ignorantes y permanecieron como tales, pero otros, como Páez en Venezuela, llegaron a adquirir algo de estadistas y un cierto apego por la respetabilidad y la legalidad. Muchos filóso­fos, entre ellos Alberdi, han observado que a veces, hombres in­feriores y de poca cultura se ennoblecen y preparan para el ma­nejo de los asuntos públicos a través de la experiencia. Según Alberdi: “Gobernar por diez años es equivalente a toda una edu­cación formal en política y en administración".

Otro tipo fue el caudillo sangriento que, con una guardia de espías y delatores, instauró un régimen de terror. Entre los mu­chos que se hicieron merecedores a esta clasificación se encuen­tran los nombres de Rosas, en la Argentina; Estrada Cabrera y Ubico, en Guatemala; Zelaya, en Nicaragua, y Trujillo, en la Re­pública Dominicana. Encontramos también lo que podría llamar­se señor feudal, que se sostiene en el poder por un sistema de alianzas, en el que los amigos de hoy se convierten en los enemi­gos de mañana, y viceversa.

Otro tipo lo constituyó el soldado de cierta fama, a veces po­seedor de gran heroísmo personal, quien gozaba con las proezas de las armas y la conducción en el campo de batalla, y que considera­ba, como Crespo en Venezuela, los beneficios del poder como un botín de guerra para repartir entre sus seguidores.

Aún podemos encontrar otro tipo: el dictador fanático que con celo religioso y mediante el uso de métodos inquisitoriales en­tregó a la Iglesia el control del pensamiento y de la conducta. És­te fue el caso de García Moreno en el Ecuador, que había sido pro­fesor de ciencias naturales.

Existieron también las personalidades bastante comunes del constructor de grandes obras públicas y autor de mejoramientos internos, así como la del llamado “déspota ilustrado" que se pre­ocupó por desarrollar un plan constructivo en educación, las ar­tes, industrias, el comercio y la cultura.

Con referencia a la inmensa variedad de tipos de caudillos, un autor, Carrancá y Trujillo, ha hecho la siguiente observación:

‘‘No todos, sin embargo, ofrecieron las mismas características. Existe una enorme distancia entre el bruto y el refinado; entre el sanguinario y el pro­gresista; entre el semisalvaje de Páez y Guzmán Blanco, culto y observador de los buenos modales; entre el indio Carrera, que no sabía qué uso darle al

reloj p ara que llegase a tiempo a la Catedral p ara celebrar su triunfo, y el otro indio, Juárez, discípulo de Conte y sincero republicano; entre el borra­cho y tem erario M elgarejo o el sangriento Rosas, y el asceta F rancia o el místico García Moreno; entre A rtigas y Lavalle, caballerosos combatientes; Santa Cruz, confiado en la providencia y am ante de las ceremonias colonia­les, y Santander, asesino sin grandeza; entre Facundo Quiroga y Porfirio Díaz. En unos violencia prim itiva, en otros astucia refinada.’ ^

El sistema dictatorial de gobierno no siempre ha descansa­do en la América Latina en la toma violenta del poder o en la ar­bitrariedad y crueldad en el uso del poder. Aunque muchas de estas actitudes y manifestaciones de conducta que hemos seña­lado sean evidentes en muchos casos, existen otros en los que la dictadura encontró su fundamento en elecciones legales o en el uso del plebiscito. Muchos regímenes dictatoriales se han ori­ginado en elecciones más o menos legales en que el procedimiento electoral ha sido respetado. De esta manera, el régimen de natu­raleza legal al ser instaurado se convierte en despótico en su ac­tuación posterior.

Con tales variaciones en los tipos de régimen así como en el apoyo en que se sustentan, una definición de la dictadura latino­americana basada en hechos históricos, resulta prácticamente imposible. Si como hemos visto los gobiernos dictatoriales pue­den ser legales en su origen y en su funcionamiento, expresiones tales como “presidente constitucionar' pueden a veces ser sinó­nimo de dictadura.

Los escritores de la generación que siguió a la independencia y aquellos de las últimas décadas del siglo xix han ofrecido una serie de explicaciones sobre la dictadura. Aquellos que pertenecen a los albores del siglo xx, reconocen una cierta evolución en la dictadura y adelantan interpretaciones psicológicas y sociológicas, y concluyen por diferenciar entre distintos tipos. Los escritores contemporáneos, al tanto de la habilidad de los dictadores para encubrir su conducta y acción con un lenguaje democrático y de identificar sus regímenes con la causa de las masas, y en especial con los segmentos obreros, han reconocido la existencia de nue­vos tipos de dictadura, productos de las circunstancias ambienta­les de este siglo.

Raúl C arrancá y Trujillo, Panoram a crítico de nuestra A m érica (Mé­xico, 1950), pp. 162-163.

LA ^VAERERA^’ DEL DICTADORPero, si existe variedad y diferenciación, también se puede

hablar de similitudes. Es posible trazar un esbozo comün de las dictaduras, si uno se atiene a la forma en que los dictadores lle­gan al poder, en los planes de acción utilizados por ellos para consolidarse y eliminar a los enemigos, así como en su estilo en la conducción de la administración pública, y finalmente, en el pro­ceso mediante el cual se produce su caída. Estos elementos co­munes hacen recordar algunas de las famosas dictaduras sufridas por otros pueblos, tales como las de César o Napoleón. Estas con­diciones más comunes a que nos referimos, incluyen por regla ge­neral las siguientes: una demanda imperativa de orden; un esfuerzo para mejorar la eficiencia administrativa, dirigido gene­ralmente a la recaudación de impuestos; apoyo en las fuerzas armadas; un programa de construcción de caminos, puentes, mo­numentos y obras públicas; una política exterior calculada para despertar el patriotismo, y en algunos casos, una política favora­ble a deí:erminados sectores oprimidos. Estos famosos dictadores no toleraron críticas y se inclinaron a limitar la participación po­pular en los asuntos públicos. Finalmente, existe una notable similitud histórica en los respectivos procesos de obtención del poder así como en los de perderlo. Estas observaciones han dado lugar a especulaciones sobre si los tipos de dictaduras latinoame­ricanas participan en los rasgos de una categoría universal.

Un escritor reciente, apuntaba que “la carrera del tipo caudi­llo" ofrece tres momentos cumbres: aquel de la fascinación del pueblo, el del establecimiento de su dominio político por medio de la fuerza, y el de la consolidación de su poder hasta el punto de control ilimitado. El instinto del predominio personal es lo que resalta sobre todo; de esto derivan la manifiesta voluntad del cau­dillo de arriesgar la vida en el cumplimiento del deber cívico, su culto al heroísmo, su vanidad y autoritarismo, y su osadía cuando se encuentra en la oposición.

En la primera fase para alcanzar el poder, el aspirante a dic­tador obtiene el apoyo de un grupo local, a través de la fascina­ción, la osadía, la oratoria, el dinero u otros medios. Tiene que estar dispuesto siempre a luchar para asegurar y retener este apo­yo. El lazo que míe al líder y a sus seguidores se llama usual­mente “prestigio", con lo cual se significa las cualidades, poder

de magnetismo y sugestión comunicativa que caracterizan al lí­der carismático. Para algunos escritores estos seguidores, se con­vierten en un séquito comparable a los súbditos y vasallos de la época medieval, que seguían al señor feudal. Un jefe local se de­nomina algunas veces ‘‘caudillo de pago”, y la localidad donde ejerce su influencia es una especie de feudo.

La segunda etapa en la carrera del cacique tiene lugar cuando establece su calidad de líder sobre un grupo de caciques vecinos, convirtiéndose en un jefe regional.

En tercer término, asumiendo un rol de libertador, vengador, restaurador, según convenga, el caudillo desafía a la autoridad central, y gana el control del poder después de una contienda que puede demorar años y que puede culminar en una revolución ar­mada.

En la cuarta fase, el cacique, convertido en “caudillo nacio­nal”, líder de un grupo de caudillos regionales y nacionales, debe consolidar su poder realizando convenios con posibles enemigos o eliminándolos de la escena política. Esto puede llevar a luchas fu­turas, marcadas por purgas y operaciones de limpieza, hasta que el orden se restablece y el caudillo coloca a sus partidarios en to­das las posiciones claves. Cumplido este proceso de ascensión al poder, el dictador está en disposición de desarrollar su propio es­tilo y manera de gobernar,. Para investirse de legitimidad, se rea­lizan elecciones o se adopta una nueva Constitución. Una vez que el sistema cristaliza, las variaciones de método son insignifi­cantes. Se sucede un período de gobierno más o menos prolonga­do. La resistencia puede emerger y llegar a ser periódica. Llegado este punto, el dictador debe adoptar una decisión importante relacionada con los métodos a emplear para dominar a su opo­sición. Durante la última etapa de este proceso, el dictador pierde prestigio y “cancha” entre sus partidarios, y eventualmente ten­drá que ceder a los empujes de una nueva y exitosa revolución, que ha seguido el mismo curso de la que le llevó al poder, o puede envejecer y morir en el cargo, en cuyo caso el país deberá reco­rrer el mismo camino de nuevo. Solamente en casos excepciona­les han podido los dictadores traspasar el mando hereditaria­mente o por donación política.

Algunos dictadores demostraron una habilidad maquiavélica para hacer frente a la oposición; en cambio, otros encontraron graves dificultades y terminaron por sucumbir a una contrarre­volución. Hombres como Portales, en Chile; Castilla, en Perú;

Guzmán Blanco y Gómez, en Venezuela, y Díaz, en México, hicie­ron gala de una gran capacidad a este respecto. Guzmán Blanco eonstitu3 ó un ejemplo notable de habilidad para tratar a los ene­migos. Este dictador fue capaz de neutralizar una combinación de líderes de la oposición, aun cuando ocurrieron una serie de re­vueltas y contrarrevoluciones. El general Porfirio Díaz (1877- 1880, 1884-1911) en México, fue asimismo uno de los más hábiles sujetos para lidiar con la oposición. Compró a muchos de sus enemigos con favores y cargos, varios fueron desterrados, envia­dos al exilio o enrolados en el servicio militar, otros fueron derro­tados o muertos en el campo de batalla, y el resto fue sencilla­mente asesinado. Maestro en el arte de dividir para reinar, supo también someter a la prensa, eliminando físicamente a algunos periodistas cuando fue necesario, controlar las elecciones y uti­lizar todo tipo de intimidación y de fraude.

Juan Vicente Gómez (1909-1935), de Venezuela, estuvo siem­pre dispuesto a aplastar toda resistencia antes que cundieran sus primeras expresiones, con la ayuda de un ejército incondicional y eficiente. Por otra parte, el gobierno de Guzmán Blanco es un ejemplo de cómo el período de consolidación del poder, en su caso, el septenio de 1870-1877, se convirtió en una época de desarrollo de grandes planes '‘reformistas’' y ‘'civilizadores'’. Logró en pri­mer lugar colocar a la Iglesia bajo su dominio. Introdujo reformas fiscales y económicas y comenzó la construcción de muchas obras públicas. También se estableció la enseñanza obligatoria y gratui­ta y se inició el movimiento a favor de la introducción de la cul­tura francesa.

Como es bien sabido, la actual generación de latinoamericanos no desconoce esta forma de gobierno. En la trayectoria de los dictadores contemporáneos en nuestro continente es indudable que se encuentran muchas de las caraterísticas que hemos esbo­zado, aunque también hay que puntualizar que han aparecido al­gunas nuevas modalidades. En algunos casos, por ejemplo, el dictador moderno, bien haya ascendido al poder por una elección popular o a consecuencia de una revolución armada, se considera intérprete directo de la voluntad popular, se identifica con la causa de los sectores sumergidos, y gobierna con poca o ninguna intervención de los otros poderes públicos, buscando la sanción directa del pueblo a través de grandes manifestaciones de masas.

TEORÍAS PARA EXPLICAR LA DICTADURAEste somero bosquejo que hemos hecho de la dictadura coma

institución nos lleva lógicamente a plantear la búsqueda de las causas de la frecuencia y continuidad de los regímenes dictatoria­les en nuestro continente. A este efecto resulta útil que señalemos algunas de las explicaciones que han sido difundidas, advirtiendo que nos restringiremos en especial a aquellas que han sido dadas por los propios latinoamericanos y no por observadores extranje­ros. También es necesario advertir que estas explicaciones no son necesariamente exclusivas, y que algunos analistas pueden ser defensores de más de una explicación o conjunto de causas.

1) Una explicación de las dictaduras acentúa el factor racial y hereditario. Se sostiene que los españoles, portugueses, indios o negros, han empleado periódicamente la violencia como medio normal de acción política, y están acostumbrados a la sumisión a un jefe, caudillo o cacique, cuya regla es análoga a la de un dictador.

Los que sostienen esta opinión acusan al sistema colonial por haber perpetuado estas debilidades raciales y por la herencia de problemas sociales, políticos y económicos, que estimulan las revo­luciones y la anarquía, y que en último término hacían imperativa la dictadura. Los que así opinan reconocen su gratitud a autores tales como Taine, Le Bon, Renán, Sighele, Spencer, y Gobineau. Los discípulos de Taine constituyeron en la América Latina una verdadera escuela “tainista''. En resumen, la tesis central de esta explicación es que ciertas razas en su conjunto poseen hábitos y costumbres — tales como la disposición a la anarquía y la sumi­sión al gobierno personalista y autoritario— adquiridos en una larga evolución y que constituyen en ellas una especie de patri­monio. El proceso de cambiar estos hábitos, necesariamente es lento. Éste grupo de autores no niega la posibilidad del progreso de estos pueblos de este estadio cultural y político, pero piensa que tales cambios no han ocurrido todavía.

2) íntimamiente ligado al grupo anterior, encontramos una serie de autores que han utilizado ia psicología, la sociología y la antropología para explicar las causas patológicas de la dicta­dura. Este grupo también insiste en el complejo racial como factor explicativo de las condiciones y costumbres de una sociedad de­terminada, pero también adjudica una importancia decisiva a las malas costum.bres de las que el sistema colonial fue en parte res-

ponsable. Sostienen que los pueblos latinoamericanos arrastran debilidades y enfermedades que resumen estos hábitos, tales como apatía, indolencia, palabrería, arrogancia, exagerado sentido de la dignidad, sentido teatral del heroísmo e impulsividad. Condi­ciones tales como anarquía política o desorden, gobierno persona­lista, indiferencia ante el régimen constitucional, los grandes lati­fundios y el monocultivo, la influencia exagerada de los genera­les y “doctores”, y el gran porcentaje de analfabetos, constituyen los síntomas de un “pueblo enfermo” que necesita tratarse con «n médico inteligente. Al estilo del pensador español Joaquín Costa, autores latinoamericanos como Álvarez, Bunga, Colmo, Ar- guedas, Ingenieros, Mendieta, Zumeta y otros, han utilizado un lenguaje médico para referirse al pueblo como un enfermo sujeto a prognosis y diagnosis, a prescripción de remedios y a tratamien­to. La terapia y la cirugía política, según aconseje el caso, se ofrecen como medidas para curar las enfermedades del cuerpo político. En vez de esperar que actúe un lento proceso de evolu­ción social, se requieren remedios científicos en forma de tera­péutica política. La invalidez de este enfoque resulta obvia, ya que por desagradable que parezca la idea, lo más probable es que la aplicación de tal plan terapéutico requiera la presencia del dic­tador como el único instrumento capaz de realizar la intervención “quirúrgica”.3) En un tercer grupo es posible situar a muchos que ven en la falta de educación y el analfabetismo predominante, la explica­ción adecuada al problema del caudillismo. Como es de sobra co­nocido, América Latina se encuentra relativamente atrasada en lo que se refiere a la educación popular, y el porcentaje de anal­fabetismo ha sido y continúa siendo indebidamente alto. La con­clusión es que una población con un nivel educacional bajo y con un gran sector de analfabetos no participa inteligentemente en la vida pública, no puede tener sentido de responsabilidad de sus derechos y obligaciones cívicas, y se desinteresa de un siste­ma de gobierno que no comprende. Un pueblo en estas condiciones, cuando es estimulado para la acción política, según afirma este grupo, lo hace generalmente para apoyar a un caudillo enérgico y con magnetismo personal, que lo podrá gobernar con prejuicios y supersticiones.La tesis de que la falta de educación y el nivel cultural defi­ciente de un pueblo son elementos cruciales para explicar la dic­tadura, ha sido muy discutida. Los que combaten esta tesis pun­tualizan, con cierta ironía, que la gran mayoría, si no todos los

dictadores, han podido contar con la colaboración de algunos miembros de la clase intelectual que a veces han expresado su apoyo a hombres fuertes en términos exageradamente adulatorios. Así también, recuerdan el hecho de que Alemania e Italia, países con índice de analfabetismo relativamente bajo, conocieron regí­menes totalitarios en época reciente. Aquellos que sostienen la falta de educación como causa primaria de los males políticos, afirman que el género de educación que se pretende como remedio es la educación de base que comprende la higiene, nutrición, la formación profesional y elementos de educación cívica. Este tipo de educación sería el más adecuado para las condiciones econó­micas, sociales y raciales de estos pueblos.

4) Un cuarto grupo de explicaciones sostiene que el feuda­lismo político y económico es la causa fundamental del caudillis­mo y la dictadura. Esta idea era ya familiar en el siglo pasado para autores como Sarmiento y Alberdi. Esta tesis se deriva y surge de la idea de la herencia racial. Sus mantenedores afirman que las grandes haciendas o estancias, en la mayoría de los casos autosuficientes, aisladas, y verdaderas comunidades semifeudales, constituían unidades políticas y económicas bajo el control del terrateniente o jefe político. Estas haciendas fueron fecundas en la producción de caudillos, y en ellas se reclutaban los parti­darios, quienes se convertían en grupos de combatientes o elec­tores que servían de apoyo al caudillo. Este feudalismo tal como lo concibe este grupo de autores, está revestido de otros aspectos tales como la relación entre el propietario y el trabajador rural, la relación entre los caciques y sus partidarios, y la de éstos con el caudillo regional. Se sostiene que prácticas sociales tales como el “compadrazgo”, derivado de relaciones de parentesco arti­ficial también contribuyeron notablemente al desarrollo de esta clase de feudalismo. Invariablemente se cita el caso de la Argen­tina de Rosas, como el mejor ejemplo de la existencia de dicho feudalismo político-económico.

5) El grupo de pensadores que pone énfasis sobre las causas y condiciones económicas ofrece una inmensa variedad. El énfa­sis más común es el de la extrema desigualdad en la distribución de la riqueza, y la ausencia de un sector intermedio en la sociedad entre la minoría que lo tiene todo, y las grandes masas que no tienen nada. La minoría, para conservar sus privilegios, trata siempre de retener el poder político, sin preocuparse de las for­mas en que éste se ejerza, apoyando por tanto a la dictadura si ésta es favorable a sus intereses. Otros autores se refieren espe-

cialmente a la excesiva dependencia económica sobre el capital extranjero como factor de gran significación. Aparte de las gran­des inversiones en la minería, medios de comunicación, y activi­dades industriales, al producir principalmente materias primas para la exportación, muchos países latinoamericanos se hicieron dependientes, fatalmente, de los mercados y precios mundiales para su prosperidad. Crisis económicas y depresiones comerciales, originadas siempre en el exterior, y sobre cuyas causas los países latinoamericanos no ejercían ningún control, tenían inmediata­mente repercusiones financieras, políticas y aun institucionales. Así, con frecuencia, dictaduras y revoluciones, han resultado en parte del estado de las relaciones con países extranjeros. En mu­chas ocasiones, los dictadores favorecieron el ingreso del capital extranjero a cambio de privilegios exorbitantes representados por grandes concesiones. Es indudable también que han existido mu­chos casos en los que estas grandes compañías extranjeras han apoyado a determinado gobierno dictatorial que las favorecía, uniéndose a aquellos sectores que servían de base de poder a un régimen que exaltaba el ‘‘orden y la estabilidad''.

6) Los politicólogos, o más justamente, los juristas latino­americanos, también han aportado algunas explicaciones al fenó­meno que nos ocupa.

Algunos han puesto de relieve el conflicto entre personalismo y legalismo. Florencio González, de Colombia, y Muñoz Tébar, de Venezuela, son quizá los representantes más notorios de aquellos que estimulan el personalismo como el factor básico. Ambos dis­tinguen entre el dominio del legalismo por un lado y el persona­lismo por otro, como la principal diferencia entre anglosajones y latinoamericanos, señalando el contraste entre un gobierno de leyes y uno de hombres; entre un gobierno en el cual la ley es suprema y respetada, y otro bajo el control arbitrario de los hombres.

Aunque esta tesis se apoya en gran documentación, carece ae mucha validez como explicación, ya que su falla radica en la facilidad con que el personalismo y la dictadura pueden legitimarse.

Han existido gobiernos defacto que ejercieron poderes otor­gados por la Constitución. A menudo el Poder Legislativo se ha apresurado a conferir funciones legislativas al Ejecutivo y ha con­validado con posterioridad el ejercicio de tales funciones. Las funciones ordinarias del Ejecutivo pueden también ser amplias por haber sido así estipuladas en la Constitución. El gobierno personalista entonces está legalizado.

7) Por último hay un grupo de autores que pertenece a lo que pudiera llamarse una “escuela realista’’. Son éstos los que con­sideran a la dictadura como la única alternativa a la desintegra­ción social. García Calderón, por ejemplo, defendía a la dictadura en los siguientes términos:

‘‘La dictadura me parece el único régimen apto p a ra las inciertas con­diciones actuales. El buen tirano es el ideal para los pueblos del trópico, esto es, el civilizador enérgico que impone el orden, previene la desintegración social, desarrolla la industria y el comercio. Los reyes europeos, imponiéndose a la anarquía feudal y al conflicto de razas con mano fuerte, form aron na­ciones.

Nuestros dictadores, cuando no han sido exponente de un analfabetism o barbárico han realizado una labor semejante. Nadie que analice la historia am ericana puede negar el hecho de que hombres como Rosas, Portales, García Moreno, Castilla y Santa Cruz, fueron bastos instrum entos de progreso y de paz.” 2

Otros que militan en esta escuela, como Vallenilla Lanz, afir­man que los países latinoamericanos han estado condenados a una vida turbulenta, y que en estas circunstancias el dictador se convierte en una necesidad social. Si el desorden político lleva al autoritarismo, sólo cabe confiar en que el autócrata sea tan bueno como fuerte, y a los pueblos no les queda otra alternativa que correr este riesgo. Este autor reconoce que algunas veces, la dic­tadura beneficiosa e ilustrada puede hacer al pueblo insensible a sus defectos y llevarlo a olvidar que “un Augusto puede ser sucedido por un Tiberio’’ ; pero, en cambio, afirma, el “buen’' dictador, tiene a su alcance la oportunidad y poder para instaurar un régimen que él llama de “cesarismo democrático”, y que otro autor, Emilio Rebasa, califica de “dictadura democrática”. A estas consideraciones cabe añadir la reflexión hecha por Lambert, cuan­do afirma que los que generalmente se levantan contra el poder arbitrario de los caudillos son casi siempre las élites, y no el pueblo, y que cuando persisten en la actualidad supervivencias del caudillismo, los que se rebelan en la mayoría de los casos son los miembros de sectores sociales medios, como los estudiantes. Según Lambert, con el cesarismo latinoamericano ha ocurrido algo parecido a lo que ocurrió en el Imperio Romano; no era la plebe la que se quejaba de la arbitrariedad de los emperadores, sino la clase patricia. Hay que reconocer que hay cierto funda­mento en la afirmación de que en ocasiones el pueblo se ha sen-

2 Prólogo a Enrique Pérez, V icios 'políticos de A m érica (P arís, s. f .) .

tido más cómodo bajo el poder arbitrario y autócrata del caudillo, que bajo regímenes liberales y de legitimidad jurídica presididos por las élites conservadoras.

FUNCIÓN Y LEGADO DEL CAUDILLISMOTales son algunas de las explicaciones ofrecidas por los mis­

mos latinoamericanos. Ninguna es convincente si se la considera aisladamente, y si existe explicación valedera, por necesdiáá ésta debe combinar muchos de los elementos que hemos mencionado. Sin detenernos demasiado en consideraciones sobre la función que pueda haber cumplido esta institución en muchos países, resulta indudable que, a pesar de la diversidad de sus efectos, el caudi­llismo y la dictadura pueden haber cumplido en etapas'^determina­das de la evolución política del continente, una función necesaria, análoga a la que cumplieron las monarquías europeas llevando a cabo en la época feudal ciertas etapas de la integración nacional para sentar así los cimientos de los Estados nacionales. Es necesa­rio también añadir que, a pesar de la persistencia del caudillismo en algunos países, este proceso de integración nacional de los países latinoamericanos se encuentra en una etapa demasiado avanzada como para que esta institución subsista en sus formas clásicas. Como bien afirma Lambert®, las dictaduras del futuro no pueden ser absolutamente personales, porque en la época con­temporánea los problemas se plantean dentro de un marco na­cional. Estos regímenes cuando surjan, serán consecuencia qui­zá de la aparición de nuevas fuerzas políticas correspondientes a unas sociedades en vías de desarrollo, y no dependerán de las mismas fuerzas políticas tradicionales o arcaicas sobre las que descansaba el típico caudillismo latinoamericano. Esto no quiere decir, sin embargo, que no puedan subsistir por largo tiempo algu­nos de los vicios derivados del caudillismo simbolizados principal­mente en la necesidad de personalizar las luchas políticas y en la tendencia a considerar como normal el enriquecimiento de aque­llos que ocupan el poder.

Las supervivencias del caciquismo perturban la vida política de esta América Latina en vías de desarrollo. Si en el pasado el caciquismo dio origen a la dictadura del caudillo, también, un poco más tarde, el gobierno de las élites, oligarquías, o de los notables, según la terminología que se prefiera, se derivó también

3 Lambert, o'p. cit,, pp. 273-276.

del caciquismo. ÍEn muchos países la supervivencia del caudillis­mo en las arenas rurales facilitó a las oligarquías el estableci­miento de regímenes ordenados y eficaces, aparentemente com­patibles con los principios de la democracia representativa, bajo los cuales pudieron realizarse progresos económicos de importan­cia. A cambio de su apoyo, los caciques rurales, defendiendo intereses tradicionales en el plano local de la sociedad rural, exigieron y obtuvieron del gobierno oligárquico una participación en el botín de la victoria política para mantener satisfecha a su clientela personal. Las transformaciones sociales que tuvieron lugar en las estructuras de la sociedad nacional en evolución no afectaron así, en muchos casos, a las comunidades tradicionales o arcaicas. En muchos países, aún hoy día, estas supervivencias rurales del caciquismo son lo bastante poderosas para forzar a los partidos políticos a establecer alianzas con los patrones ru­rales, y a morigerar su programa de reformas de estructura nece­sarias para el desarrollo; ejemplo típico de este problema es el caso dificultoso de llevar a cabo la reforma agraria.

Dado el control del sufragio por parte del patronazgo rural que persiste todavía en muchos países, la democracia política fun­dada sobre el sufragio universal aparece impotente para lograr los cambios necesarios en las estructuras tradicionales donde radica el poder de los caciques. Si sumamos a esto el hecho de que en América Latina el desarrollo económico tiende, con fre­cuencia a ser demasiado localizado, difundiéndose solamente de una manera muy lenta en las zonas rurales, puede muy bien lle­garse a la conclusión, que comparten muchos observadores, de que los gobiernos, si es que se empeñan en realizar estas trans­formaciones, se verán a menudo obligados a prescindir de una ortodoxia pura en la aplicación de los principios democráticos y a recurrir a veces a procedimientos no muy auténticamente de­mocráticos. Al mismo tiempo hay que considerar que en aquellas sociedades en que la legalidad y el orden político pueden signifi­car un cierto grado de inmovilismo, pueden aparecer versiones más sofisticadas y formas modernizadas del caudillismo, como una alternativa de instrumento valedero para la introducción de cambios drásticos estructurales.

Tanto el idioma español como el portugués abundan en térmi­nos aplicables a distintos medios ilegales y violentos de lograr cambios políticos. E s amplia la gama de significados entre estos términos, que van desde la asonada, las revueltas, el cuartelazo, el levantamiento, la sublevación, el motín hasta la montonera y el pronunciamiento/El término revolución usado genéricamente pue­de prestarse a equívocos ya que en Europa tiene una connotación de algún elemento doctrinario, de un cambio profundo del orden político y social que trasciende a las personas, y en América Latina sólo a tres revoluciones, la mexicana, la boliviana y la cubana, puede atribuírseles esta significación. Tan extraordinario ha sido el número de “revoluciones con minúscula'' en la América Latina que el emperador del Brasil don Pedro II, en ocasión de su visita a la exposición de Filadelfia en 1876, según una anécdota famosa, afirmó que muchos países latinoamericanos tenían más revoluciones por minuto que las máquinas que le habían mostrado en dicha exposición.

¿Qué es una verdadera revolución, y cómo difiere entonces de la llamada típica revolución latinoamericana? Resulta curioso observar que el autor de uno de los estudios más penetrantes que se han escrito sobre la revolución, Grane Brinton, decidiese omi­tir todo intento de definición en su famosa obra “Anatomía de la Revolución''. Otros autores más decididos, han ofrecido dis­tintas definiciones. Según unos, una revolución implica un cambio fundamental en la organización política de una nación, y la trans­ferencia del poder mediante la violencia de una clase o grupo, a otra. Según otros, las transformaciones fundamentales caracte­rísticas de una verdadera revolución implican largos procesos mediante los cuales se efectúa una distribución de la riqueza, se modifican las relaciones sociales y nuevos grupos sociales ascien­den a una posición dominante dentro del Estado. En un intere­sante estudio sobre el tema, Alfred Meusel señala que en una revolución “un cambio profundo en el orden político, y no sim­plemente un cambio de personal en el gobierno o una reorienta­ción de política gubernamental, tiene que ir precedido, o por lo menos acompañado, de una transformación drástica en las rela­ciones entre los diversos grupos y clases de la sociedad. De este modo, la refundición del orden social es. . . una característica mu­cho más importante de las revoluciones que el cambio en la

constitución política o el uso de la violencia para la consecución de es^os fines”.

Existen gran número de estudios comparativos sobre la re­volución. Aunque con diferentes enfoques, la mayoría de estos trabajos sugieren que toda revolución en el curso de su des­arrollo atraviesa una serie de etapas más o menos definidas, que pueden ser siete o ocho.-

La primera de éstas es siempre un período de descontento social, generalmente atribuible a causas económicas. De esta etapa inicial se pasa a otra en la que se efectúa lo que ha dado en llamarse la “deserción de los intelectuales”. Durante esta segunda fase, los grupos intelectuales de la sociedad en crisis se dedican a criticar y atacar el orden existente.

Esta segunda etapa de carácter negativo, es seguida por una tercera que se caracteriza por una actitud más positiva por parte de los intelectuales. Durante esta fase comienza a crearse el mito social, o la ideología de la revolución, o sea el período en que nace el elemento doctrinario que dará justificación al derroca­miento del orden establecido.

La cuarta etapa se distingue por el fracaso, por una razón u otra, de las fuerzas armadas en la defensa del régimen existente. Este proceso puede deberse a ineficiencia, pérdida del espíritu combativo y desm.oralización, o a la deserción de segmentos im­portantes del ejército.

Durante la próxima fase, la quinta, tiene lugar la ascensión entre las fuerzas revolucionarias y el viejo régimen que se tambalea.

Con las etapas finales entra en escena la violencia. Durante la sexta etapa se realiza un cambio físico de gobierno que general­mente va acompañado de derramamiento de sangre. La revolución desemboca entonces en una séptima etapa, la cual ha recibido dis­tintos nombres. Se ha llamado unas veces, el “triunfo de los ex­tremistas”, el “reinado del terror”, la “época de la virtud”, o la “dictadura revolucionaria”. Cualquiera que sea su denominación, éste es el período en que el poder está en manos de los revoluciona­rios dedicados fanáticamente al mito social o a la filosofía polí­tica de la revolución. Rigiéndose por normas estrictas en extremo, estos hombres rechazan todo lo que compromete el mito revolucio-

4 Alfred Meusel, “Revolution and Counter-Revolution”, Eyicyclopedia of the Social Sciences (New York: The Macmillan Co., 1937), VII, 367.

5 George I. Blanksten en su “Revolutions”, capítulo 5 de Harold E. Da­vis, ed., Governm ent and P o litics in L a tin A m erica (New York, The Ronald Press Co., 1958), pp. 119-146, describe acertadam ente estas etapas.

nario y consideran inmoral la transacción de los principios polí­ticos. Todos los que ponen en duda estos principios son liquidados sin contemplaciones, porque durante esta etapa la pureza filosó­fica de la revolución es sagrada y no puede atacársela con impu­nidad. Finalm.ente, la revolución alcanza la etapa Termidoriana. En este período, los extremistas o puros son derriÍDados y reem­plazados por un nuevo grupo de revolucionarios moderados. Bajo el liderazgo de éstos, la revolución comienza a transigir y a rein- terpretar su contenido doctrinario. Esto no quiere decir que nece­sariamente se claudique de los principios revolucionarios, sino que se acepta la necesidad de transacciones. La revolución no se des­hace, sino que se transforma a sí misma.

Resulta obvio que el esquema que acabamos de describir, fuera de las excepciones señaladas, no puede aplicarse a la mayoría de las llamadas revoluciones latinoamericanas. La típica revolución en nuestro continente podría definirse como la que efectúa un cambio de gobierno por medios extraconstitucionales, pero sin que este cambio vaya acompañado de transformaciones en el orden social. Sus causas son esencialmente las mismas que son respon­sables de la instauración de gobiernos dictatoriales y por ello no nos parece necesario insistir de nuevo sobre ello. Sin embargo, el esquema ofrecido por Lambert, resulta útil para puntualizar las razones fundamentales que explican la frecuencia de este fenó­meno político. Lambert señala la existencia de tres categorías primordiales de contradicciones que actúan significativamente so­bre la vida política. La primera comprende aquellas contradic­ciones entre elementos culturales de índole diversa, o sea, el contraste entre ideologías y formas políticas relativamente avan­zadas, y estructuras demasiado tradicionales o arcaicas, contraste que necesariamente es fuente de inestabilidad. La segunda cate­goría incluye aquellas contradicciones entre los efectos que debie­ran producir los métodos empleados para gobernar y adminis­trar el país y aquellos efectos que en realidad se producen.

Ésta es la contradicción entre el ideal proclamado como obje­tivo y los hechos, o sea, la diferencia entre la constitución for­mal y la vida política en la realidad, contraste éste a que nos hemos referido ya anteriormente.

La tercera categoría de contradicciones, y la más importante, proviene directamente de la influencia de la estructura social, la cual tiene como producto la desigualdad del desarrollo económico y social de acuerdo con los distintos estratos sociales, desarrollo que adquiere en cada uno de estos estratos un contexto distinto. Es

lógico que el funcionamiento de las mismas instituciones políticas en el seno de sociedades de composición tan heterogénea sea tam­bién íuente de inestabilidad política. ®

En conclusión, puede afirmarse que la “revolución latinoame­ricana típica” no es una revolución genuina en ningún sentido. Es más, en cierta forma, es un síntoma de que la verdadera re­volución está todavía por venir. En nuestros días abudan las predicciones sobre el advenimiento de la revolución social a los países latinoamericanos, y no hay duda de que en muchas de estas naciones se distingue ya, claramente, la presencia de sus ingredientes básicos.

Es conveniente, sin embargo, señalar que la reestructuración de la sociedad, objetivo fundamental de la revolución del siglo XX no es necesariamente producto de una conmoción violenta en todos los casos, y que el mismo proceso revolucionario es siempre lento y laborioso.

Fuera de los casos señalados de México, Bolivia y Cuba, ejem­plos claros de revoluciones genuinas, otros cambios sociales de alguna profundidad y trascendencia han tenido lugar en otros países de América Latina, tales como Argentina, Uruguay o Chile, a través de un proceso evolutivo en el que la violencia ha sido un factor esporádico dentro de un marco más o menos pací­fico. Esta posibilidad parece reforzarse con el surgimiento de grandes movimientos reformadores y revolucionarios que abogan por las transformaciones necesarias, pero que mantienen que éstas pueden realizarse de manera pacífica y sin los dislocamientos y distorsiones que caracterizan los grandes procesos revolucionarios de la historia. Ejemplo típico es el caso de los demócrata-cristianos chilenos y su “Revolución en Libertad'’. Si logran su objetivo, ello sin duda representará un hecho sin precedentes en la historia de las naciones en vías de desarrollo que no han sido capaces hasta ahora de introducir, sin acompañarlos de violencia, los cam­bios sociales y políticos que reclama nuestro siglo.

® Lambert, op. cit., pp. 183-191, y Blanksten, op. cit., pp. 141-145.

SEGUNDA PARTE

LA ETAPA TRANSICIONAL:EL CAMBIO, SU NATURALEZA Y SUS AGENTES

TIPOLOGÍA DE LOS PAÍSES LATINOAMERICANOSAunque todo intento de clasificación o definición per se es, por

regla general, un ejercicio intelectual un poco estéril, una tipo­logía general de los veinte países latinoamericanos puede tener alguna utilidad práctica. Aunque no se puede hablar en términos universales de veinte países tan profundamente distintos como los de la América Latina, es al mismo tiempo cierto que la com­prensión cabal está ligada a lo universal, y que hay formas posi­bles de estudiar fructíferamente cierta clase de problemas que sobrepasan las fronteras nacionales. En este sentido, y teniendo en cuenta que ya hemos tenido ocasión de examinar lo que pu­diéramos llamar la situación de base, o sea los problemas comu­nes a estos países, creemos de utilidad presentar cuatro de las tipologías elaboradas más recientemente, basadas esencialmente en variables socio-económicas. Juzgamos que este momento es oportuno para mayor elucidación de los problemas que hemos tra­tado hasta ahora.

LA CLASIFICACIÓN DE LAMBERTSi tomamos la clasificación ofrecida por Lambert, encontra­

mos una tipología relativamente simple, de acuerdo con la cual se dividen estos países en tres grupos, según predomine en ellos una estructura social evolucionada de tipo nacional, una estruc­tura social tradicional o arcaica de pequeñas comunidades aisla­das, o una estructura social dualista \

Las variables utilizadas por Lambert son los índices de anal­fabetismo, de natalidad, la renta per capita, y el porcentaje de la población dedicado al cultivo de la tierra. Sobre esta base, Lam­bert sugiere la hipótesis de que aquellos países con un analfabe­tismo mayor del 60 %, un ingreso per capita inferior a 150 dó-

1 Jacques Lambert, ‘América Latina’' (Barcelona-Caracas: Ediciones Ariel, 1964), pp. 73-103.

lares, un porcentaje de natalidad de más del 40 % y una gran mayoría de la población activa en labores agrícolas, indican un auténtico estado de subdesarrollo socio-económico. Prosiguiendo con la hipótesis, se sugiere que porcentajes de alfabetización de 75 % o más, menos de 35 % de la población dedicada a la agricul­tura y un porcentaje de natalidad menor del 30 %, indican la pre­sencia de países de estructura social evolucionada, y por tanto cercanos a un estado de integración nacional. Entre estas dos amplias categorías, Lambert coloca a todos aquellos otros países que poseen un desarrollo desigual y que se caracterizan por unaestructura social de carácter dualista, queriendo decir con elloque en estas naciones se encuentra la población repartida entre estructuras arcaicas y formas evolucionadas de organización social.

Prosigue Lambert refiriéndose entonces a los casos excepcio­nales en que el encasillamiento de acuerdo con estas categorías, resulta difícil, si no imposible. Entre estas situaciones de excep­ción coloca a Costa Rica, por la falta de coincidencia en estepaís de los índices económicos y sociales. Mientras de acuerdocon ciertos índices, como por ejemplo el del alfabetismo, o el del grado de participación política de sus habitantes, Costa Rica po­dría colocarse entre los países más desarrollados, si se siguen otros índices de índole económica, como renta per cápita o nata­lidad, habría que incluirlo entre los países de menor desarrollo. Menciona también a Panamá como caso de excepción, conside­rándolo de difícil clasificación, por la situación anómala que sig­nifica la presencia del canal interoceánico y la consiguiente in­fluencia de los Estados Unidos sobre las condiciones de vida y las actividades de sus habitantes. Por último, también excluye Lam­bert a Cuba, ante la dificultad de evaluación de un proceso de desarrollo que tiene lugar en plena fermentación de un movimien­to revolucionario.

Entre los países de estructura social evolucionada homogénea, Lambert coloca tres países: Argentina, Uruguay y Chile, y señala en el caso de los dos primeros, sus semejanzas con respecto a la desaparición de las poblaciones indígenas, el desarrollo de la ganadería y cultivos extensivos y la renovación demográfica ex­perimentada en ambos por la masiva inmigración europea de fines de siglo. Se refiere también a la importancia del crecimiento urbano como factor incompatible con la supervivencia de estruc­turas sociales arcaicas, y al estado de la instrucción pública que considera análogo al de los países de Europa Occidental. No obs­tante, señala también que tanto Argentina como Uruguay, en los

Últimos años, se encuentran en estado de estancamiento y aun de regresión económica y, sobre esta base, llega a la conclusión de que aunque ambos países se asemejan mucho a países desarro­llados, tienen dificultad en mantener las ventajas adquiridas. Menciona como causas, entre otras, el hecho que las preocupacio­nes sociales hayan predominado sobre las económicas y el desinte­rés de los grupos urbanos mayoritarios en la agricultura y gana­dería sin un concomitante interés en la creación de la gran in­dustria.

Duda Lambert si se debe incluir o no a Chile en esta cate­goría de países relativamente desarrollados por razones diversas. Encuentra que Chile, como los dos países anteriores, tiene índi­ces favorables, aunque también sobrelleve el costo de ventajas so­ciales que excede lo que permite el desarrollo económico del país y su tasa de crecimiento haya sido sólo del 0,6 % anual. Sin embargo, sus dudas se originan ante la presencia en Chile no sólo de este estancamiento, sino de indicios de una supervivencia del dualis­mo social, representado por la influencia de la aristocracia rural en el ámbito local, la persistencia de un sistema agrario anticua­do, los problemas de la nutrición y una tasa de natalidad ele­vada. Termina Lambert indicando que este primer grupo de paí­ses de estructura social evolucionada incluye sólo unos 30 millo­nes de habitantes, o sea, apenas el 11 o el 15 % de la población total latinoamericana.

Los países con predominio de estructura social arcaica son todos pequeños con respecto a su población, con la sola excepción de Perú. En este grupo incluye Lam bert a Guatemala, El Salva­dor, Honduras, Nicaragua, Haití, la República Dominicana, Perú, Ecuador, Bolivia y Paraguay, a pesar de que este último ofrece ciertas particularidades. Señala Lam bert que este grupo se distin­gue por su composición étnica, en la que predomina el indio o el mestizo, poniendo énfasis en el hecho de que en ellos una gran parte de la población continúa aferrada a formas de vida y orga­nización social que impiden su integración a la sociedad nacional. Aunque Lambert admite que con el surgimiento de clases urbanas meáias y un proletariado emergente existen ya vestigios de dua­lismo social, señala también que ei tos segmentos evolucionados permanecen estrictamente localizados en los centros urbanos y que hay gran diferencia en las condiciones de vida entre esta reducida sociedad urbana y las grandes masas de la población agrícola, en la que predominan formas arcaicas.

Titubea Lambert en colocar al Paraguay en este grupo por las condiciones peculiares de aquel país. La existencia de una po­blación india en Paraguay no plantea en su opinión problemas de asimilación, ya que ha conservado poco de su herencia guaraní y su homogeneidad la hace susceptible de asimilar una cultura nacional. Añade Lambert que la situación geográfica del Paraguay le es beneficiosa por su proximidad a los países más avanzados de América Latina; además, encuentra beneficiosa la ausencia de diferencias extremas con respecto a la distribución de la riqueza y de la propiedad agrícola.

Pasa entonces Lambert a referirse a aquellas repúblicas que se encuentran en una situación intermedia entre los extremos de los países más evolucionados, como Argentina, y los más atrasa­dos, como los andinos o centroamericanos. Estos países desigual­mente desarrollados y de estructura social dualista contienen la mayor parte de la población latinoamericana: Brasil, con 70 mxi- llones de habitantes; México, con 34 millones; Colombia, con 14 millones; Venezuela, con 7,5, aproximadamente. Confiesa Lambert que es riesgoso reunir en un mismo grupo cuatro naciones que como éstas, se hallan separadas por tantas características, pero insiste en que la homogeneidad reside en su nivel intermedio de evolución y en el equilibrio relativo entre los segmentos evolu­cionados y arcaicos de sus sociedades. Pasa entonces a señalar ciertas particularidades en el caso de México, tales como sus ca­racterísticas geográficas y su crecimiento demográfico distintos en sus efectos a los de los otros países, y menciona como diferen­cia fundamental el hecho de que, desde el punto de vista étnico, México ha realizado desde hace ya medio siglo un proceso de asi­milación de la cultura precolombina e incluso ha tratado de adoptar formas de dicha cultura a las necesidades modernas. Atribuye la posición relativamente ventajosa de México dentro de este grupo, desigualmente desarrollado, al dinamismo de su población indígena, así como a los contactos más íntimos con los pueblos desarrollados del norte, especialmente con los Estados Unidos, aduciendo que si bien es cierto que esa vecindad ha com­portado ciertos peligros, también es cierto que ha servido para acelerar la aparición de una conciencia nacional.

Con relación al Brasil, Lambert se refiere con ciertos deta­lles a las nítidas diferencias regionales que existen en aquel in­menso país, ilustrando su aseveración sobre la coexistencia de grandes ciudades y zonas rurales prósperas que reúnen todas las características de una evolución socio-económica avanzada, y de

otras regiones en las que persisten las estructuras sociales más rudimentarias. Señala el hecho de que en estos cuatro países caracterizados por el dualismo social, la proporción de analfa­betos y de aquellos que poseen instrucción rudimentaria es casi igual, pero, que el analfabetismo está desigualmente repartido, y se concentra en las zonas rurales.

Con respecto a la distribución de la í^ctividad económica, los cuatro países se caracterizan por una población activa de la cual, más o menos, la mitad es agrícola, aunque esta proporción es un poco menor en Venezuela debido a la presencia de la indus­tria petrolera. En cuando al ingreso per cápita, éste resulta toda­vía bajo, salvo el caso de Venezuela; estos ingresos están tam­bién desigualmente repartidos entre las distintas regiones así como entre los diferentes estratos de la población.

Termina Lambert su descripción tipológica señalando que este último grupo de países de desigual desarrollo son los que se están transformando más rápidamente en América Latina. En •efecto, a pesar de las naturales diferencias entre estos cuatro países, la tasa de crecimiento anual del producto nacional en ellos muestra un ritmo que no confirma la creencia muy genera­lizada de que el desarrollo latinoamericano se efectúa muy lenta­mente, aunque esto sea exacto en relación con la mayoría del continente.

TIPOLOGÍA DE SILVERT BASADA EN EL NACIONALISMOOtro agudo observador y distinguido especialista de asuntos

latinoamericanos, el profesor Kalman H. Silvert, es el autor de otro interesante intento de clasificación de los países latinoame­ricanos. Adoptando como índice temático el nacionalismo, o para expresarlo de otro modo, el proceso hacia una conciencia de identidad nacional, el profesor Silvert, utilizando variables tales como la integración étnica de la población, los indicadores políti­cos de cohesividad, la movilidad social, y otros, distingue las siguientes categorías :

Un primer grupo formado por aquellos países que se encuen­tran cercanos a lograr su integración nacional, entre los que in­cluye a Uruguay, Argentina, Costa Rica y Chile. En segundo lugar

2 K. H. Silvert, ‘Political Change in Latin America” in The United States and Latin America (New York: The American Assembly, Columbia Univer­sity Press, 1959).

se refiere a un grupo de países que se acercan rápidamente a una política nacional con la aprobación de una sólida mayoría del cuerpo social, y coloca en este grupo a México, Colombia, Brasil, Venezuela y Cuba. En tercer lugar se encuentran aquellos países donde, como dice Silvert, los segmentos superiores marchan casi violentamente hacia una política nacional de integración, pero con una respuesta tardía de parte del resto de la sociedad. En esta categoría se encuentra Perú, Bolivia, Guatemala, Ecuador, El Salvador y Panamá. Finalmente hallamos el grupo de países que bajo regímenes autoritarios avanzan hacia la integración muy lentamente en medio del estancamiento de todos los sectores so­ciales. Este grupo está constituido por Honduras, Paraguay, Nicaragua, República Dominicana y Haití.

Esta clasificación de Silvert se basa en la suposición de que el proceso político hacia una auténtica integración nacional re­quiere dos condiciones esenciales que hasta cierto punto se han reunido en los países más desarrollados de Occidente. La primera es que el pensamiento político aclare la problemática existente en la realidad total del país. La segunda condición consiste en que lo elaborado por el pensamiento político sea, en términos gene­rales, comprendido y aceptado como valor por toda la población nacional, es decir que exista un consensus social con respecto a una política nacional. Partiendo de esta base, se puede decir de la clasificación anterior, que en los países de la primera categoría existe una política elaborada en función de los problemas y de las posibilidades en el ámbito nacional. En el segundo grupo, esos países se encuentran próximos a lograr ambas condiciones, y en la tercera categoría, en cambio, si bien se da la primera condición, es decir el pensamiento político tiene una orientación nacional, en cambio falta la segunda, ya que gran parte del cuerpo social responde de manera lenta y poco comprensiva. En el cuarto grupo de países, de regímenes autoritarios y personalistas se encuentran ausentes ambas condiciones aunque intervengan en su política ideas y valores precursores de una evolución ulterior.

CLASIFICACIÓN SOCIO­ECONÓMICA DE LA OEA

En un documento de trabajo preparado por el Departamento de Asuntos Sociales de la Organización de Estados Americanospara ia reunión sobre aspectos sociales del desarrollo económico.

efectuada en México en 1960, el padre Vekemans redactó una síntesis en la que se incluye una clasificación de los países latino­americanos por grupos basada en los problemas principales a que estos países están abocados. ^

En esta clasificación, que contiene seis tipos de países, el primer grupo incluye la mayoría de los países centroamericanos: El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua y la Repú­blica Dominicana. Son todos países que económicamente dependen de la agricultura a la que está dedicada una proporción muy elevada de la población activa. Su economía, basada sobre el mo­nocultivo, influye poderosamente en la estructura social. Dos de estos países. El Salvador y Nicaragua, por la presencia de ciertos factores humanos, se encuentran en una situación relativamente más favorable con respecto al resto del grupo. El ingreso per cápüa varía dentro del grupo de 165 a 64, pero los índices que mejor señalan un nivel primitivo de desarrollo son los étnicos, demográficos y culturales. Desde el punto de vista étnico, Haití tiene un 95% de negros y la República Dominicana el 15% y un 75% de mulatos. En el resto de los países del grupo el elemento indí­gena oscila desde el 15% en Nicaragua al 54% en Guatemala, pero siempre con una proporción grande de mestizos, que va del 65 al 85%. El analfabetismo tiene también altos porcentajes: el 57% en la República Dominicana y el 89% en Haití. La clase media de los países del grupo es prácticamente inexistente, con la excepción de pequeños grupos en los centros urbanos. De la combinación de estos factores se deriva la característica común más distintiva del grupo: una gran falta de coherencia o inte­gración nacional y un alto grado de inestabilidad política.

En el segundo grupo encontramos dos países: Bolivia y Para­guay. Aunque si nos guiáramos por índices económicos y etno- demográficos estos dos países podrían ser colocados dentro del primer grupo, el estudio los considera separadamente sobre la base de que ambos han empezado a superar la inmovilidad de sus estructuras sociales a través, en el caso del Paraguay, de un proceso de aculturación, y en el de Bolivia por la vía de la revo­lución social. El hecho de que en Paraguay la proporción de anal­fabetismo sea del 30 al 35 %, y que la proporción de inscripciones en la enseñanza primaria sea muy elevada, parece indicar que se está iniciando un proceso que puede llevar a una mayor movi-

3 Roger Vekemans y J. L. Segundo: “Síntesis de la Tipología socio-eco­nómica’’ en Tipología socio-económica de los países latinoam ericanos (W ash­ington: Unión Panam ericana, 1963), pp. 3-82.

lidad social, y, por tanto, a un mayor grado de integración nacio­nal. En el caso de Bolivia, su revolución ha tenido como uno de sus objetivos principales la integración de la masa indígena en una unidad política nacional. No obstante, se hace notar que tanto la aculturación como la revolución social tienden a incre­mentar el nacionalismo y la hostilidad con respecto a la influencia extranjera.

El tercer grupo, constituido por los países andinos del Pací­fico : Colombia, Ecuador y Perú, ofrece algunas dificultades. Para comenzar, Colombia se encuentra en un nivel, por lo general, superior a los otros dos países, y, en realidad, debe constituir un subgrupo. Mientras Colombia tiene un ingreso per cápita mayor de 200 dólares, el Ecuador y Perú llegán sólo a 150 y 120, res­pectivamente, pero en cambio las diferencias son menores con respecto a otros índices económicos y demográficos.

La característica más sobresaliente del grupo, común a todos, es la gran heterogeneidad entre las distintas regiones de cada país. Aunque existen numerosos grupos medios en los centros urbanos mucho más poderosos y coherentes que los de los países del primer grupo, existen también regiones enteras marginadas que no participan de una economía nacional de mercado. Desde el punto de vista político hay una gran diferencia entre estos dos grupos, ya que los países del segundo se hallan cerca de haber superado el período caudillista. Al mismo tiempo, el mayor des­arrollo relativo de sus sistemas políticos aumenta la posibilidad de conmociones sociales de mayor o menor violencia.

El cuarto grupo incluye dos países: México y Brasil, geográ­ficamente remotos. Se caracterizan estos países, a pesar de sus extraordinarias diferencias, en que ambos parecen haber entrado en un proceso de rápido y constante progreso. A primera vista las diferencias con los países del grupo anterior son insignificantes. Por ejemplo, ambos países tienen prácticamente el mismo ingreso per cápita que Colombia (250 Colombia, 220 México, 230 Brasil). Desde el punto de vista étnico encontramos también una hetero­geneidad parecida: en México hay 15% de blancos, 30% de indios y 55% de mestizos, y en el Brasil, aproximadamente, 62% de blancos, 26% de mulatos y mestizos y 11% de negros. Así como ocurría en el grupo anterior, este factor de diferenciación se localiza también geográficamente en regiones muy heterogéneas. Hasta aquí las similaridades. Existen una serie de factores de diferenciación que justifican la inclusión de Brasil y México en .una categoría separada. Demográficamente am.bos países tienen

grandes centros urbanos en los que actúan un número considera­ble de extranjeros o al menos personas familiarizadas con la vida «n el exterior. De este modo, los grandes centros urbanos no pueden considerarse, como en los casos anteriores, simples islotes ■de modernismo. También característico de los dos países es el alto grado de industrialización urbana, con el consiguiente efecto de diseminación del modernismo y el incremento de la movilidad social. Asimismo, en ambos países existen factores políticos dife­renciales, con la existencia de reacciones violentas o progresivas por parte de los sectores más sumergidos. Esta oposición política se considera como una garantía de que el ingreso nacional se invierta en objetivos también nacionales. Por último se señala que «n el plano cultural estos dos países han realizado una obra signi­ficativa, ya que en México el analfabetismo se redujo del 74 % en 1900 al 51% en 1940, y en Brasil, del 65% al 56% durante el mismo período.

El quinto grupo, está constituido por varios países del Caribe que están evolucionando a ritmo irregular y desordenado, como resultado de la influencia de determinado factor. En estos cuatro países este factor específico es, en el caso de Venezuela, la indus­tria petrolera; en el de Costa Rica, la uniformidad básica de su población blanca; en el de Panamá, el canal interoceánico, y en «1 de Cuba, la revolución social de Fidel Castro.

Entre estos países de desarrollo desproporcionado, el caso de Cuba es de difícil análisis debido a la carencia de datos sobre los cambios introducidos por la revolución. Sobre la base de índices económicos anteriores a la etapa revolucionaria, Cuba co­rrespondía a un grupo medio alto, junto con Venezuela. El país se caracterizaba por un desarrollo económico desequilibrado pero notable, una composición étnica con un 72% de blancos, y un índice de alfabetización de más o menos un 25%. Por otra parte, el país se distinguía por el monocultivo, basado sobre una indus­tria cíclica, como la de la caña de azúcar, y un pronunciado desnivel social entre la población urbana y la agrícola, así como también por una dependencia económica exagerada con respecto a los Estados Unidos.

El desarrollo desequilibrado se hace aún más patente en el caso de Venezuela, país que tiene el más alto ingreso per cápita de la América Latina: 540 dólares, pero cuya posición, en cam­bio de acuerdo con otros índices, y debido a características étnicas, -culturales y sociales, resulta notablemente inferior. Sobre esta

base, sus condiciones se asemejan a las de los países del tercer grupo. En Venezuela, por ejemplo, la población se compone de un 20% de blancos, 8% de negros, 7% de indios, y 65% de mestizos, y el analfabetismo llega casi al 50% de la población. Este desequilibrio, causado por la explotación del petróleo, cuya riqueza no se ha filtrado aún a todo el país, es lógicamente causa de una gran inestabilidad política, que posiblemente perdurará hasta que la política de “sembrar el petróleo'' produzca efectos apre- ciables.

Los otros dos países del grupo, Costa Rica y Panamá, son tam­bién difíciles de catalogación. Ambos tienen un alto ingresa per cápita (Panamá, 250, y Costa Rica, 181). La presencia del canal representa un índice excepcionalmente favorable en el casa de Panamá; mientras que Costa Rica se favorece por la homo­geneidad de una población blanca, la relativamente insignificante desigualdad social, y un relativo grado de desarrollo político. En ambos casos la pequeñez geográfica y la falta de recursos econó­micos y humanos son adversos a su desarrollo.

El sexto y último grupo, constituido por los países del extrema Sur del continente: Argentina, Uruguay y Chile, se caracterizan por un nivel de desarrollo que, si no es igual, por lo menos se acerca al de otros países del mundo occidental.

Los tres tienen un ingreso per cápita elevado (Argentina, 460 r Uruguay, 440, y Chile, 306). Asimismo, los otros índices económi­cos están dentro de un nivel superior con relación al resto de la América Latina. Étnicamente, la población es casi totalmente blanca en Argentina 3?' Uruguay, y en Chile se ha completado el mestizaje desde hace muchos años. La inmigración europea da también un carácter modernista a estos tres países diferentes a los del resto de América Latina. El grupo muestra los índices de analfabetismo más bajos y los más altos de población inscripta en las escuelas primarias. La gran característica común a estos países es el nivel de desarrollo social, con la existencia de autén­ticos sectores medios de la sociedad que tiene un mayor y menor grado de participación política y que se expresan en partidos políticos organizados.

A pesar de todo lo anterior, los tres países muestran síntomas de un serio estancamiento, que se atribuye a dificultades en adaptarse a nuevas situaciones económicas que trajeron consiga serios desequilibrios. En este estudio que acabamos de examinar se indica que precisamente en estos países que confrontan una

disminución en el ritmo de su desarrollo es donde se manifiesta más vigorosamente el propósito de la integración continental como un factor de solución para el retardamiento.

ETAPAS EN LA TRANSICIÓN Y TIPOLOGÍA DE GERMANI

Un sociólogo argentino, Gino Germani, en su obra Política y Sociedad en una Época de Transición, ha ensayado también una tipología de los grados de desarrollo y de movilidad social en América Latina.^ An^es de proceder a su clasificación, el pro­fesor Germani describe la evolución política de los países latino­americanos como una serie de seis etapas sucesivas, de modo que el estado actual de cada país puede definirse con referencia a la etapa alcanzada dentro del proceso de transición. Las seis etapas en que está dividido el proceso son las siguientes:

1) Guerras de liberación y proclamación formal de la inde­pendencia.

2) Guerras civiles, caudillismo, y anarquía.3) Autocracias unificadoras.4) Democracias representativas con participación limitada y

oligarquía.5) Democracias representativas con participación total;y como una posible alternativa a estas formas de democracia an­teriores : “Revoluciones nacionales-populares".

Las dos primeras etapas se caracterizaron por la prevalencia del molde tradicional o arcaico de la estructura social. Como hemos visto con anterioridad, la clase criolla, que llevó a cabo la revolución emancipadora, trató de superponer a la sociedad colonial las instituciones modernas de un estado nacional bajo el sistema democrático representativo. Con el fracaso de este intento, siguió una segunda fase caracterizada por la desintegra­ción y fragmentación política, marcada por el surgimiento de los clásicos caudillos. Ya hemos hecho referencia anteriormente al hecho de que el caudillismo, en esencia, contribuyó a la super­vivencia de la estructura social arcaica. En la tercera etapa, llamada de las autocracias unificadoras, continuaron intactas las estructuras tradicionales, pero al mismo tiempo tuvieron lugar ciertos cambios económicos y sociales, tales como la inmigración,

4 Qino Germani, ‘'Política y Sociedad en una Época de Transición” (Bue­nos Aires: Editorial Paidós, 1965), pp. 147-176.

las grandes inversiones foráneas, el desarrollo de las comunica­ciones y la integración de cada país a la economía mundial.

En el desarrollo hacia la etapa siguiente —democracia con participación limitada o lo que Lambert en su obra denomina ‘‘gobierno de los notables''— hubo variantes extremas; en Chile,, por ejemplo, tuvo lugar tempranamente; en Uruguay, después de tres dictaduras entre 1870 y 1903, y en Brasil, se entró en esta etapa después de la caída de Pedro II y el establecimiento de la República. En Costa Rica la transición ocurrió después de 1889, y en Colombia, el régimen de democracia limitada, aunque inte­rrumpido esporádicamente, se mantuvo desde fines de siglo.

La democracia representativa con participación limitada, según Germani, aparece con cierta estabilidad en aquellas naciones con una capa media urbana que, aunque sea pequeña en relación a la población, ha logrado adquirir participación en el proceso polí­tico en grado suficiente como para, por lo menos, acompañar en el poder a las oligarquías. Estos sectores medios, estimulados por la urbanización y el desarrollo industrial, aunque al principia mantengan cierta identificación con la oligarquía, terminan por adquirir autoconciencia de su existencia y poder. Sin embargo, los países que se encuentran en esta etapa de su evolución se caracterizan por el dualismo social, es decir, están divididos en dos “países": por una parte, áreas evolucionadas, con todas las características de la modernización, y por otra, regiones perifé­ricas, que constituyen la gran mayoría del país, donde subsisten las instituciones y mecanismos tradicionales. Esta gran mayoría de la población no tiene participación en el proceso político.

La etapa de la democracia con participación limitada no sólo implica pasividad de los habitantes de las áreas periféricas, sino que también supone una relativa marginación política de los estratos populares que viven en las áreas evolucionadas, es decir del incipiente proletariado urbano.

La transición a la etapa que sigue de democracia con parti­cipación ampliada, se produce precisamente cuando, en virtud de una unión implícita o explícita entre los sectores medios y los estratos populares, la clase media urbana adquiere mayor poder y el proletariado industrial obtiene posibilidades reales de partici­par y de influir en el proceso político. Así como la estabilidad del régimen de participación limitada requiere la pasividad política de las zonas periféricas, así como también la relativa margina- lidad política del proletariado urbano, el régimen con participa­ción ampliada descansa en la existencia de un consensiis entre todos

los grupos de las regiones o zonas evolucionadas, esto es, tanto de las clases altas y medias como de la popular, pero, al mismo tiempo también descansa en el mantenimiento de la exclusión de la población periférica. Solamente cuando desaparece esta exclusión de las capas periféricas se puede decir que se ha entrado en la sexta etapa de democracia con participación total. Concluye Germani que los veinte países latinoamericanos se encuentran en distintas etapas de este proceso de transición de la sociedad tra­dicional a la participación total, y que, en este sentido, reflejan el dualismo característico derivado de la coexistencia de diferentes sistemas sociales. Naturalmente que a los distintos grados de desarrollo hay que añadir, en cada caso, las peculiaridades de cada país que son causales de importantes divergencias.

En su intento de clasificación, el profesor Germani ha seguido los siguientes criterios: 1) Estructura ocupacional, o sea, distri­bución en actividades prim arias, secundarias y terciarias, y discri­minación en dos niveles, bajos y medios. Este criterio es fácil de aplicación en cuanto se pueden utilizar ‘‘datos censales'’. 2) EJxistencia de una clase media y autoidentificación de los estratos ocupacionales medios con dicha clase. 3) Existencia, así como proporción, de grupos aislados o marginales desde el punto de vista del sistema económico, características culturales, identifi­cación nacional, y participación política. 4) Coexistencia en un mismo país de regiones con diferentes grados de desarrollo.

Sobre esta base y guiándose por estos criteriors, Germani cla­sifica los países latinoamericanos en cuatro tipos de estratifica­ción Gcciai. La prim era categoría está constituida por países en los que los estratos medios forman un 20% o más de la población y donde la clase media tiene existencia cultural, psicológica y política. Existe además homogeneidad étnica y cultural; un grado elevado de identificación nacional y un considerable nivel de par­ticipación política por parte de los distintos estratos. Aunque existen diferencias entre las zonas urbanas y las rurales, así como diferentes grados de desarrollo regional, éstas son menores que en el resto de los países del continente. En esta prim era cate­goría se incluyen Argentina, Uruguay, Chile y Costa Rica.

En la segunda categoría, que se compone de sólo dos países, México y Brasil, los estratos medios representan entre un 15 y 20% de la población. La clase media tiene existencia cultural, psicológica y política, pero existen notables desigualdades regio­nales con respecto a la urbanización y la industrialización, con predominio rural en la mayor parte del país. Estos países poseen,

además, heterogeneidad étnica y cultural y pronunciados desni­veles en el grado de participación en la vida nacional.

La tercera categoría, formada por Cuba, Venezuela y Colombia, se caracteriza por la existencia de estratos medios en su población, de un 15 a un 20 % aproximadamente. También tienen en común la presencia de una clase media emergente; es decir, con un nivel inferior de autoconciencia; heterogenidad étnica y cultural; desniveles pronunciados en el grado de participación en la vida nacional, y de discontinuidad pronunciada entre áreas rurales, así como fuertes desniveles regionales.

La cuarta y última categoría incluye los once países restantes de América Latina. Todos estos países se caracterizan por tener estratos medios que todavía constituyen menos del 15% de la población. Asimismo, aunque existen clases medias emergentes en algunos de los países del grupo, hay una clara supervivencia, en todos ellos, en mayor o menor grado, del patrón tradicional de estructuras. Casi todos ellos se caracterizan también por una gran heterogeneidad étnica y cultural, y en todos ellos existen nume­rosos segmentos de la población que se mantienen al margen de la vida nacional. En general, las áreas rurales predominan sobre las urbanas y existen también notables desniveles regionales.

Un examen más detallado de los índices utilizados por los autores de estas clasificaciones permitiría comprobar de inmedia­to la constancia con que se relacionan entre sí los diferentes datos estadísticos, sobre todo en los grupos de países colocados al co­mienzo y al fin de la escala de desarrollo. Fuera de los casos excepcionales que fueron señalados en su oportunidad, la unifor­midad con que todos los índices señalan ambos extremos del proceso evolutivo resulta evidente. La conclusión lógica que se deriva de la observación general de todos los cuadros de clasifi­cación presentados es que estamos en presencia de un continente en proceso de evolución desde una situación de base, o sea, una serie de condiciones muy similares en todos los países, hacia un tipo de nación cuya semejanza en las últimas etapas del proceso evolucionista se deriva simplemente del acercamiento al tipo de vida económica, social y política de las naciones desarrolladas del mundo occidental.

LA ESTRUCTURA GUBERNAMENTAL Y EL PROCESO POLÍTICO

Antes que nada, queremos advertir que el análisis que nos proponemos hacer de la estructura gubernamental de América Latina, consistirá esencialmente en señalar algunos de los rasgos más característicos de dichas estructuras sin pretender adentrar­nos en descripciones detalladas y tediosas de la organización del aparato gubernamental en cada país. Esto último, dada la natu­raleza de alto nivel de este grupo, lo consideramos innecesario, aparte de que en vista del tiempo limitado de que disponemos sería impráctico. Concentraremos, por tanto, nuestra atención, solamente sobre caracteres generales y muy principalmente, sobre los contrastes que existen entre la organización formal del go­bierno y el funcionamiento real de estos resortes del sistema po­lítico.

Basándose en la experiencia y conscientes de dos necesidades imperiosas: una, la de establecer un ejecutivo lo suficientemente fuerte como para prevenir la desintegración de naciones jóvenes y en proceso de desarrollo, y otra, la necesidad de restringir la esfera de acción de dicho poder, a fin de contrarrestar la fuerte tendencia histórica hacia el autoritarismo, los constituyentes lati­noamericanos adoptaron el principio de la separación de los poderes públicos.

Sin embargo, el sistema —tal como ha funcionado siempre en América Latina— no ha sido nunca un auténtico régimen de sepación de poderes. Esencialmente, el sistema de separa­ción consiste en que el jefe del poder ejecutivo no tiene res­ponsabilidad política ante las cámaras y consecuentemente, tanto él como sus ministros no están obligados a dimitir cuando pierden la confianza del legislativo; al mismo tiempo, la rama ejecutiva carece de control directo sobre el Congreso, el cual no puede ser disuelto. La independencia de uno respecto del otro se deriva esencialmente del hecho de que ambos reciben su autoridad a

través de un proceso eleccionario. Asimismo, la independencia del tercer poder, el judicial, es asegurada por medios diversos, tales como la inamovilidad de los jueces, su selección por consulta popular o el sistema cooptativo. En América Latina esta separa­ción no ha sido observada nunca estrictamente. Por el contrario, los años transcurridos desde la independencia no han hecho sino acentuar el predominio del poder ejecutivo. En estas condiciones, la mayoría de los autores considera más apropiado referirse al sistema que impera en América Latina como un régimen de pre­ponderancia presidencial.

En efecto, no es difícil hallar ejemplos ilustrativos de impor­tantes desviaciones del principio de separación. El problema se agudiza, si consideramos el hecho de que la misma Constitución permite infracciones al principio de la separación de poderes, de manera que la ley fundamental no constituye siempre un freno al predominio de la potestad ejecutiva. Basta recordar que en muchos Estados se permite la suspensión de las garantías cons­titucionales y la concesión de facultades extraordinarias. Abun­dan los casos en que el ejecutivo, a través de la delegación de poderes, ha llegado a ser copartícipe del poder legislativo, aunque exista el requisito de la aprobación ulterior del Congreso.

Es necesario señalar que en algunos países se han hecho interesantes experimentos encaminados a atenuar el predominio del ejecutivo. Las constituciones ecuatorianas de 1945 y 1946, por ejemplo, hablan de funciones y no de poderes, poniendo énfasis en la coordinación y no en la separación de funciones, y quizá con falta de realismo, concedieron supremacía formal a las fun­ciones legislativas sobre las ejecutivas y judiciales. La Constitu­ción de Cuba de 1940 incorporó también un novedoso concepto de las funciones de los tres clásicos poderes, estableciendo que el presidente actuaba como un poder moderador y directivo encar­gado de la conservación de la solidaridad nacional. De todos los experimentos, el uruguayo es, sin duda, el más interesante. Este país ha sido un verdadero campo de experimentación dirigida a limitar el poder del órgano ejecutivo. Una figura de gran presti­gio y excepcionales condiciones fue José Batlle y Ordóñez, el líder en el Uruguay del movimiento para abolir la presidencia reemplazándola por un ejecutivo colegiado. Tras una experiencia fallida, que duró de 1919 a 1934, Uruguay retornó al ejecutivo colegiado como resultado de un acuerdo entre las dos grandes fuerzas políticas del país en 1952. Bajo este régimen el poder ejecutivo se halla confiado a un Consejo Nacional de Gobierno

compuesto por nueve miembros, que incluye obligatoriamente a tres representantes de la oposición, y presidido sucesivamente por los miembros de la mayoría. La sustitución del ejecutivo indi­vidual por el colegiado ha generado muchos problemas, principal­mente en el campo de las relaciones del gobierno con el Congreso, y existen ciertas dudas, a pesar de la peculiar situación del Uru­guay, con respecto a la eficacia de un sistema que lleva inherentes un cierto grado de lentitud e indecisión. *EL PODER EJECUTIVO

Un presidente latinoamericano ejerce poderes políticos, admi­nistrativos, legislativos, y, en algunas ocasiones, hasta judiciales. De acuerdo con la ley y de hecho, es el jefe del gobierno y de la administración. El poder legislativo es generalmente maleable a sus orientaciones y raramente muestra una independencia efectiva. El presidente puede ejercer la facultad de imponer tributos en circunstancias extraordinarias y, utilizando su autoridad amplí­sima, puede dictar no sólo reglamentos y directivas administra­tivas, sino también decretos cuyas materias son esencialmente legislativas. El poder judicial, aunque en general es más indepen­diente que el Congreso, es a menudo vulnerable también a la influencia del ejecutivo. El gabinete es un simple instrumento de su voluntad. Y el poder presidencial de designación y remoción de los funcionarios administrativos es prácticamente ilimitado. Además, es comandante en jefe de las fuerzas armadas, y a menudo, en virtud de facultades extraordinarias, puede ejercer la fuerza como un arma política, sin apartarse por ello de la ley.

De hecho, la acumulación legal de tantas atribuciones convierte a veces al presidente de una república en el entero gobierno. Quizás estaba predestinado que los gobiernos latinoamericanos se caracterizaran por la supremacía del poder presidencial. Ya nos hemos referido al hecho de que el autoritarismo de la era colonial inspirase, en parte, el sistema de gobierno que habría de desarrollarse en América Latina. No cabe duda que las nuevas instituciones y normas políticas, después de la independencia, se aceptaban más fácilmente si encarnaban actitudes mentales y hábitos afirmados a través de los siglos. El mismo Simón Bolívar había previsto esta tendencia y aceptó el autoritarismo como la

* N. del E.: El 27 de noviembre de 1966 se sancionó una reforma consti­tucional por la que se implanta nuevamente el régimen presidencial, que entra­rá en vigencia el 1® de marzo de 1967.

Única alternativa al caos y la anarquía. Hay que recordar siempre que el problema fundamental de América Latina, en su primera etapa republicana, fue el de sentar las bases de una sociedad viable y ordenada. De esta manera, el gobierno presidencial fuerte podría considerarse como el inevitable producto de antecedentes históricos y circunstancias políticas.

No debemos caer en el error, sin embargo, de pensar que estos factores fueron los que exclusivamente determinaron el papel asig­nado al ejecutivo en la organización del gobierno. Existen otros factores de importancia fundamental tales como: la concesión constitucional de amplios poderes al ejecutivo, con igualmente amplia facultad para su interpretación y aplicación; un sistema administrativo altamente centralizado con amplia potestad presi­dencial de designación de funcionarios; la influencia fundamental que aún disfrutan las fuerzas armadas en la vida pública de los países; la imagen o concepto que de la presidencia tiene gran parte de la población; la naturaleza peculiar del sistema de partidas políticas; y finalmente, las nuevas responsabilidades eco­nómicas incumbentes al poder ejecutivo como resultado del des­arrollo. Nos parece útil hacer unos cuantos comentarios acerca de cada uno de estos factores.Poderes constitucionales

En lo que respecta a las funciones legislativas, la diferencia más importante en las modalidades del régimen presidencial lati­noamericano y el de otros países, reside en las facultades consti­tucionales que permiten al presidente intervenir activamente en la confección de las leyes, y con frecuencia, incluso elaborarlas .sin el concurso del Congreso. Es de todos sabido que en nuestro ^continente una legislación numerosa e importante procede de los decretos presidenciales, y no por la vía ordinaria del Parlamento. Además, las constituciones latinoamericanas autorizan al presi­dente para tomar la iniciativa de la legislación, proponiendo proyectos de ley al Congreso. De hecho, el presidente tiene com­petencia exclusiva para proponer la legislación referente al pre­supuesto nacional, crear nuevos cargos administrativos, aumentar los sueldos de personal gubernativo y proponer reorganizaciones en las fuerzas armadas. En el ejercicio de la potestad reglamen­taria el presidente decide, muchas veces, en materias que perte­necen al ámbito esencialmente legislativo. Estas medidas, llá­mense decretos, reglamentos, ordenanzas, o instrucciones, conce- .didas teóricamente para la implementación de la acción legisla-

tiva del Congreso, son en realidad utilizadas con frecuencia por el ejecutivo para modificar las leyes tanto en su letra como en su espíritu.

La facultad de declarar el estado de sitio es, por supuesto, una de las más importantes atribuciones constitucionales del presi­dente. El ejercicio de los amplios poderes inherentes a esta insti­tución, contribuye considerablemente a colocar al ejecutivo en una posición privilegiada; además, en las repúblicas federales el derecho de intervención es fuente de extraordinaria influencia presidencial en el gobierno estatal. El poder presidencial, en materia presupuestal, también tiende a robustecer su autoridad. El control del presupuesto, sea por prescripción constitucional,, por ley del Congreso o resultado de su acción política, permite al presidente la utilización de amplios medios financieros en mayor cantidad de la autorizada por el Congreso. La subordinación eco­nómica del resto de las entidades políticas o administrativas, pro­vincias y municipios, al gobierno central, haciendo que éstas dependan del ejecutivo para sus gastos, contribuye asimismo, a aumentar la influencia y autoridad del jefe del Estado.E l presidente y el sistema administrativo

La autoridad del presidente sobre el sistema administrativo se deriva también de preceptos constitucionales. Su facultad de designación de los funcionarios es amplísima y puede removerlo» a voluntad, salvo en aquellos casos en que se requiere una acusación ante el Congreso. En Colombia, Chile, Ecuador, Panamá y Vene­zuela, el presidente designa también a las autoridades provinciales. En todas las naciones centroamericanas el jefe político es asimis­mo designado libremente por el presidente. Entre otras atribu­ciones asignadas al presidente, se cuenta la facultad de negociar contratos administrativos para el funcionamiento de los servicios y la ejecución de los trabajos públicos. Aunque, en algunos países, se establezca la obligación de dar cuenta al Congreso de la nego­ciación de estos contratos, no hay duda de que esta atribución extiende la influencia presidencial como dispensadora de favo­res políticos.La “imagen paternal” del presidente

Más tarde nos referiremos a la influencia de las fuerzas ar­madas en la vida política. En esa ocasión haremos referencia a aquellos aspectos que repercuten en el ámbito de los poderes pre­

sidenciales. Pasaremos, por tanto, a referirnos ahora a la imagen que de la presidencia tiene gran parte de la población latinoa­mericana. No hay duda de que esta imagen en aquellos países latinoamericanos donde predominan grandes masas de indios y mestizos se asemeja a la de un gran padre, benévolo y compren­sivo, pero al mismo tiempo todopoderoso. Es una imagen que salvando las distancias, se asemeja a la concepción que tenía el campesino ruso del zar como padre de todas las Rusias. Este papel de gran padre es a veces impuesto al presidente por las fuerzas de las circunstancias. Como ha dicho un escritor: “Existe una sumisión implícita que inconscientemente impone al presidente al ejercicio de un poder arbitrario. Sólo él puede tomar la decisión final. No hay otro poder, ni otra autoridad. El que gobierna debe también mandar o no será capaz de gobernar.” ^

Esta imagen popular hace que el presidente deba ejercer su autoridad personalmente y no por intermediarios; atender en detalle a todas las cuestiones, sean éstas importantes o supérfluas; y tomar todas las decisiones. De no actuar en esta forma, el presidente corre el riesgo de perder su prestigio y autoridad. La versatilidad requerida de un presidente latinoamericano en razón de esta imagen popular del ejecutivo, aparece claramente en una anécdota contada por Galo Plaza, presidente del Ecuador desde 1948 a 1952. Durante las operaciones del censo de 1950, un gran número de indios de una remota comunidad serrana rehusó coope­rar con las autoridades; se produjeron disturbios de consideración y los funcionarios del censo llegaron a ser agredidos físicamente. Al ser informado de esta situación, el presidente Plaza voló hacia ese pueblo y habló a los indios explicándoles, en sencillos términos, el significado del censo. Sólo cuando el presidente prometió que­darse con ellos durante las operaciones, los indígenas aceptaron someterse y responder al cuestionario.El 'presidente y los partidos

El fuerte personalismo inherente a la política latinoamericana y la ausencia de una concepción institucional de los partidos polí­ticos ha contribuido, también, a fortalecer la posición del presi­dente. Como veremos más tarde, es frecuente el que estas organi­zaciones sean controladas por un grupo leal al líder, y es evidente

1 Frank Tannenbaum, “Personal Government in México”, en Asher N.Christensen (ed.), The E volution of A m erican Governm ent (New York: Holt, 1951), p.417.

que este control se intensifica cuando el partido está en el poder y su jefe se ha convertido en presidente de la República. Sería extraño que alguien intentara desafiar su autoridad como ‘‘gran elector” para seleccionar candidatos y trazar la política del partido.El desarrollo económico como fuente de poder presidencial

Como es sabido, las actividades gubernamentales se han exten­dido apreciablemente como consecuencia del desarrollo económico. Programas de nacionalización y fomento de la producción han llevado a la creación de importantes entidades del Estado que ejercen una amplia supervisión sobre las actividades económicas. A este respecto, hay que señalar que en muchos países el poder legislativo ha desempeñado un papel relativamente insignificante en la expansión de los servicios públicos y la consiguiente crea­ción de nuevas agencias administrativas, y que esta responsabili­dad ha recaído mayormente sobre el jefe del ejecutivo. No cabe duda, entonces, que este crecimiento y expansión de las opera­ciones gubernamentales ha debido contribuir en cierto grado a incrementar los poderes del ejecutivo, que, en muchos casos, se ha convertido en casi un árbitro de la vida económica del país.

Métodos y técnicas de control presidencialUna gran parte de la autoridad presidencial que no se deriva

de fuentes constitucionales tiene su origen en el empleo del poder político de que dispone el presidente. Los métodos y técnicas empleados por los presidentes para el ejercicio de este control político son múltiples y variados. Si el ejecutivo, por ejemplo, persigue la sumisión del Congreso, este objetivo puede lograrse mediante la utilización de determinadas armas políticas. Éstas, por ejemplo, pueden consistir en el manejo de la maquinaria elec­toral para asegurar la elección de determinados miembros del Congreso. Se ha dicho de la Argentina que a un miembro del partido del presidente le es casi imposible ser elegido sin el consentimiento de éste. Este control del personal del Congreso, común a gran parte de los países del continente, es responsable en parte de la debilidad del Parlamento en la defensa de sus prerrogativas. El presidente tiene a su disposición, además, otros medios de control sobre la actividad legislativa. No sólo convoca al Congreso a sesiones ordinarias más allá del período proscripto por la Constitución. La facultad del presidente de abrir las sesio­

nes del Congreso argentino, por ejemplo, le ha permitido en el pa­sado determinar el comienzo de estas sesiones, ya que la tradición y la doctrina han sostenido que el Congreso no puede comenzar sus actividades hasta que el presidente haya presentado su mensaje. De este modo, algunos presidentes han podido posponer toda acti­vidad parlamentaria hasta que les resultase conveniente.

Con respecto al poder judicial, puede decirse que, aunque hay por lo general poca interferencia presidencial en los grados infe­riores de la escala judicial o en materias estrictamente jurídicas^ a menudo los tribunales superiores han estado sometidos al influjo presidencial con finalidades políticas. En estos casos, no han fal­tado medios al presidente para lograr este control, bien sea mediante la facultad de designación de los jueces, que es su prerrogativa en algunos países, bien sea mediante nombramientos judiciales cuando el Congreso no está en sesiones, en aquellos países en que dichos nombramientos requieren acción del poder legislativo. El traslado de jueces ha sido también un arma política muy usada para desterrar miembros del poder judicial que son adversos a la voluntad presidencial.

Los gobiernos provinciales y municipales, susceptibles a in­fluencias del poder central debido a su falta de independencia económica, son víctimas frecuentes del control político presidencial, ejercido a veces a través de otros órganos del Estado. En 1935, por ejemplo, el Senado mexicano, presionado por el presidente Cárdenas, sustituyó a los gobernadores de tres Estados. Poste­riormente, el presidente Alemán, utilizando técnicas análogas, logró en dos años la remoción de seis gobernadores cuya lealtad perso­nal era dudosa. En otras ocasiones se ha recurrido a la técnica de la intervención federal establecida bajo algún pretexto. El presi­dente Vargas, del Brasil, mostró cierta predilección por este mé­todo, habiendo llegado a ordenar en 1937, la sustitución de todos los gobernadores de los Estados, con la excepción de uno, y dis­poniendo la disolución de todas las legislaturas estatales y de todos los concejos municipales.

Entre otros métodos de control ejecutivo se utilizan también con mucha frecuencia el establecimiento de la censura de los medios de información, así como la organización de cuerpos de agentes secretos y espías, particularmente en el caso de regímenes de dictadores y hombres fuertes. Finalmente, en algunos casos tam­bién se ejerce control sobre la vida política nacional mediante la manipulación de ciertos monopolios públicos sobre productos

básicos. El mejor ejemplo de este tipo de control fue el ejercido por el dictador Trujillo durante muchos años, a través de su monopolio personal de la sal y el tabaco, y de las compañias de seguros en la República Dominicana. Durante la era trujillista era muy frecuente que los privilegios económicos detentados por el dictador fueran utilizados con el fin de destruir a sus enemigos políticos.

Conclusión. Como hemos visto, los inmensos poderes que resi­den en el ejecutivo, unos derivados de preceptos legales y otros de tradiciones y hábitos políticos, casi por necesidad, convierten en un “presidente fuerte” a todos los jefes de Estado latinoame­ricanos. Si por una causa o por otra un presidente deja de utilizar los instrumentos que están a su disposición, es casi seguro que no podrá mantenerse en el poder. La realidad es que el sistema está concebido en tal forma que resulta incompatible con la existencia del “presidente débil”. Bajo esta concepción del sistema político, sólo el jefe del ejecutivo puede prestar estabilidad y permanen­cia al gobierno, y si éste no está dispuesto o no es capaz de cumplir esa tarea, su derrocamiento es casi inevitable. Los presidentes débiles, desde un punto de vista realista, no tienen cabida dentro de un sistema tan vulnerable a las presiones desintegrantes y ato- mizadoras de tantas fuerzas heterogéneas, como el que prevalece en la mayoría de los países latinoamericanos.

E L PODER LEG ISLATIVOAunque los sistemas constitucionales de América Latina, como

ocurre en todos los países del mundo occidental, han atribuido al Parlamento el poder de elaborar las leyes y de orientar la política nacional, éste, en realidad, no es el centro de la vida política de estas naciones. Como hemos señalado anteriormente, este papel corresponde al ejecutivo. Lógicamente, la debilidad de las asam­bleas legislativas y su inferior prestigio y autoridad cuando se les compara con aquellos de que goza la figura del presidente, son consecuencia del “rol” casi omnipotente que el sistema legal y las costumbres políticas han asignado a la rama ejecutiva.Catisas de la subordinación del Parlamento

Debemos señalar, sin embargo, que la debilidad de las asam­bleas legislativas se debe también, en gran pari e, a otros factores, tales como la naturaleza del sistema social, los defectos y vicios

de los procesos electorales, y la fragmentación y fluidez extrema de los grupos políticos organizados.

Circunstancias históricas han contribuido, además, en cierto modo, a acentuar la debilidad del poder legislativo. La ausencia, durante la era colonial, de órganos deliberantes de importancia y la falta de toda tradición parlamentaria explican también en parte este defecto. Pero, además, habría que resaltar también que la frecuencia de situaciones de emergencia, poco aptas para pro­longados debates y controversias parlamentarias, es causa prin­cipal de la exaltación de la presidencia, característica común de todos los regímenes latinoamericanos. Si los poderes legislativos del presidente son tan amplios durante estas situaciones de ur­gencia, es lógico que exista una restricción de las actividades del órgano propiamente legislativo. La relativa brevedad de las sesiones legislativas tiende también a disminuir la eficacia del equilibrio que debería existir respecto de los otros poderes, aunque es cierto que son muchas las constituciones que, como medida pre­cautoria contra la supremacía presidencial, fijan una larga du­ración a las sesiones ordinarias del Parlamento.

La falta de tradición parlamentaria, impide, frecuentemente, que se obtengan las transacciones y compromisos tan necesarios en el sistema democrático representativo; y los partidos se encie­rran a menudo en posiciones irrevocables y en luchas estériles que desprestigian al Parlam^ento.

Los propios juristas latinoamericanos han señalado muchos de estos defectos, y han llevado sus críticas aún más lejos que los observadores extranjeros, culpando, a menudo, a los Parlamentos no sólo de ineficacia e irresolución, sino, incluso, de actitudes contrarias al interés nacional. Las propuestas para corregir estos vicios y reformar la organización del Parlamento han sido abun­dantes. Entre las modificaciones propuestas se ha sugerido fre­cuentemente la reducción del número de congresales; la creación de comisiones técnicas y asesoras al servicio de los legisladores; la división del período legislativo de dos fases, una dedicada al estudio, preparación y redacción de los proyectos de ley, y otra a la aprobación de estos proyectos; y, finalmente, se ha propuesto, también, la fijación de un determinado período para la aproba­ción de determinados tipos de leyes.

A pesar de la validez genérica de estas explicaciones, sería injusto afirmar que todos los Parlamentos latinoamericanos han fracasado en el cumplimiento de la misión que les encomienda la

ley fundamental. Un examen general de la historia latinoameri­cana demostraría fácilmente cómo algunos Parlamentos, como por ejemplo los existentes en Chile, durante la “república parlamen­taria” de 1891 a 1924; en Uruguay, bajo la Constitución de 1917, y en Honduras, desde 1927 a 1931, fueron cuerpos independien­tes, elegidos legalmente, que desafiaron el predominio de la au­toridad presidencial y participaron con eficacia en la determina­ción de la política nacional.

Llegamos entonces a la conclusión de que no se puede ni se debe generalizar un juicio sobre la institución parlamentaria en todos los países, ni tampoco exagerar la relativa debilidad de las asambleas legislativas.

En Argentina, por ejemplo, pueden distinguirse tres períodos en la historia parlamentaria. El primero se extendió desde el Cabildo de 1810 hasta el Congreso Constituyente de 1853; el se­gundo, desde esa fecha hasta 1912, y el tercero, desde ese año hasta el presente. En el primer período las asambleas argentinas reflejaron las inquietudes y disturbios causados por la lucha emancipadora y por los problemas urgentes de la organización de una nueva república. El gran debate durante este período fue el conflicto entre el federalismo y el unitarismo. Durante el segun­do período el prestigio del Parlamento fue realzado por la pro­mulgación de los códigos y de las leyes orgánicas que sentaron la base del sistema legal. Las legislaturas de este período, frecuen­temente, mostraron su independencia, resistiendo vigorosamente las intervenciones ilícitas del poder ejecutivo, tarea en la que encontraron apoyo por parte de la opinión pública. El tercer pe­ríodo se distingue por el aumento de la participación de las ma­sas en el proceso electoral, y la formación de nuevas fuerzas po­líticas que pronto obtuvieron representación parlamentaria como resultado de las reformas electorales. La actividad parlamentaria se caracterizó por la intervención de fuerzas populares que ha­bían sido previamente excluidas por la corrupción electoral, y por el plantamiento de nuevos problemas de significación social. Hacia el fin del segundo período, sin embargo, el Congreso se con­virtió en un órgano servil del ejecutivo, hasta llegar a ser una reunión elegante de oligarcas que nunca discutían ideas sino que argumentaban cortêsmente sobre sus intereses personales. El Con­greso del tercer período, si bien es cierto que fue una asamblea menos culta, fue en cambio, más representativa de los distintos seg­mentos sociales. Después de 1916, sin embargo, el Parlamento se

convirtió de nuevo en un órgano oficialista, inclinado a la com­placencia e insensible a las aspiraciones populares. El llamado ‘‘Parlamento de los trabajadores’’ —elegido en 1946— aunque ciertamente representativo de las clases populares, resultó, sin embargo, un instrumento dócil en las manos del ejecutivo.Composición de los Parlamentos

Entre el personal parlamentario latinoamericano han predomi­nado tradicionalmente los abogados, y en menor número, partici­pan ingenieros, periodistas, médicos, profesores universitarios, y otros profesionales. En términos generales, es posible distinguir varias categorías entre los legisladores latinoamericanos.

Existen, en primer lugar, los políticos profesionales, para los que hacer política es sólo un medio, aunque sea arduo, de ganar­se la vida. Existen también los jefes políticos, caudillos de nueva factura, que en mayor o en menor escala, dirigen su maquina­ria política propia, y cambian de orientación política y de afilia­ción con la mayor facilidad y desenvoltura. Es muy común que el presidente de la república reclute el núcleo de sus sostenedores en el Congreso entre los miembros de este grupo. Existen tam­bién, los ricos terratenientes, los grandes industriales y hombres de negocios para los que ocupar una banca en el Parlamento, no es una ambición política, sino más bien manera efectiva de defen­der sus intereses. Con frecuencia este tipo de legisladores tiende a perpetuarse en el Congreso ya que los partidos políticos se inclinan a concederles cabida dentro de su representación parlamen­taria a cambio de contribuciones económicas a los fondos parti­distas. En su actuación parlamentaria estos congresales se dedi­can exclusivamente a la defensa de sus vastos intereses económi­cos, oponiéndose a aquellas leyes que puedan afectarlos.

Recientemente ha aparecido en la mayoría de los países un nuevo tipo de legislador. Se trata de aquellos que representan gru­pos económicos que han adquirido influencia en época reciente, tales como sindicatos obreros u organizadores agrícolas. El sur­gimiento de nuevos partidos de base populista y la creciente sig­nificación política de los trabajadores han afectado, indudable­mente, la naturaleza y composición de las asambleas legislativas. Estos nuevos partidos, compitiendo por el poder con los partidos tradicionales, han logrado llegar hasta el Parlamento y en algunos casos hasta han obtenido el control del poder legislativo. Es necesario observar, sin embargo, que su participación no ha sig-

nificado, necesariamente, una mayor independencia y eficacia de la actividad parlamentaria, pero, por lo menos, ha convertido a las nuevas asambleas en grupos mucho más representativos de la voluntad popular que sus predecesores.

Resulta interesante observar que en nuestros días, en aque­llos casos en que las políticas del poder ejecutivo y del Parla­mento divergen fundamentalmente, las asambleas legislativas, por regla general, asumen posiciones que reflejan los intereses espe­ciales de determinados grupos en la sociedad, mientras que la po­sición del poder ejecutivo se encuentra, generalmente, más en consonancia con los intereses nacionales. Esta diferencia en orien­tación entre los dos grandes órganos del Estado se hace más evi­dente en nuestros días, cuando los países se enfrentan con la ne­cesidad de adoptar decisiones con el fin de fomentar el desarrollo económico, las cuales aunque sean beneficiosas a largo plazo a todos los sectores de la sociedad, redundan, sin embargo, de in­mediato en perjuicio de los intereses de grupos económicos espe­cíficos. Esta divergencia de criterios tiene ciertos rasgos intere­santes. Uno de ellos es que la defensa de los intereses de grupo asumida por los miembros del Parlamento, puede extenderse a toda la escala de intereses que se encuentran en la economía del país. Pero, el caso más frecuente es que sean los intereses de los segmentos más elevados de la comunidad los que encuentran re­presentación más efectiva entre las filas de los parlamentarios. Así se da el caso de que las rebeldías legislativas más comunes en el ámbito latinoamericano son aquellas dirigidas contra programas de reforma agraria o contra modificaciones del sistema tributario que resultan lesivos a los intereses de la clase terrateniente. Sin embargo puede también suceder que la política del ejecutivo afecte en forma perjudicial los intereses de los asalariados, en cuyo ca­so, si existe una representación efectiva por parte de estos sec­tores, puede producirse también una fuerte oposición parlamenta­ria. Así, en muchos casos, un programa que implique reducciones de salarios o restricciones en los servicios de asistencia social, puede ser combatido tan vigorosamente como la legislación que afecta a los sectores más elevados. Podría decirse que esta situación no difiere fundamentalmente de la que prevalece en los Estados Unidos, donde el presidente concibe su ‘‘roF’ político como defensor de los intereses de todo el país, mientras que los miembros del Con­greso responden primordialmente a determinadas áreas en las que predominan intereses específicos. Resulta interesante observar

que esta situación que hemos descripto es precisamente la con­traria a la que tuvieron en consideración los creadores del sistema democrático representativo. Tanto en América Latina como en los Estados Unidos, se consideró a los presidentes fuertes como lógicos defensores del privilegio y del mantenimiento del status quo, mientras que por lo menos la Cámara Baja del Parlamento debía representar los intereses de los sectores más sumergidos de la sociedad. La situación actual no es un reverso completo de la medalla, pero se le aproxima bastante. ^

EL PODER JUDICIALTodas las naciones de América Latina han instituido al poder

judicial como un órgano separado de la estructura del Estado. En un sentido formal, la independencia de los tribunales en el ejer­cicio de sus funciones está, en general, mejor asegurada que la de las asambleas legislativas. Algunas constituciones declaran ex­plícitamente esta independencia y todas especifican que los jueces deben ser abogados que hayan ejercido su profesión por un pe­ríodo más o menos largo de tiempo, como garantía de su compe­tencia técnica. Por imperativo constitucional los tribunales ac­túan como protectores de la libertad humana y guardianes de los intereses individuales y colectivos ante la ley.Influencias extranjeras

La influencia anglosajona, sobre todo la inglesa, se nota en los modos de reclutamiento considerados favorables a la indepen­dencia de los jueces. Otra característica de la influencia anglosa­jona reside en las funciones ejercidas por los tribunales supremos, quienes, no solamente tiene atribuciones disciplinarias sobre el conjunto de los tribunales, sino que también tienen poderes de de­signación de los jueces inferiores en algunos países, y en otros pro­ponen los nombres de los candidatos al presidente. En términos generales, puede decirse entonces que el poder judicial se admi­nistra a sí mismo y se recluta por cooptación, lo cual tiende a impedir la intervención de los otros dos poderes. Incluso, en algunas repúblicas el poder judicial posee el derecho de iniciati­va legislativa en todo aquello que hace referencia a su organiza-

2 M artín Needler, ' ‘L atin A m erican P o litics in P ersp ective” (Princeton: D. Van N ostrand Co., Inc., 1963), pp. 129-130.

ción. La organización judicial descansa, de esta manera, principal­mente en los tribunales supremos, y la independencia de la magis­tratura depende esencialmente de la de los magistrados de este tribunal.Independencia del Poder Judicial y control de la constitucionalidad

Las garantías de inamovilidad o mantenimiento en el cargo, son ciertamente las más importantes para la independencia de los organismos judiciales. Esta inamovilidad no está generaliza­da, ya que catorce de los veinte países latinoamericanos no consa­gran ese principio, y realizan nombramientos temporales, algunos por un período de duración muy breve. Pero la generalización de que las garantías de que goza el poder judicial en América Latina no son efectivas y de que este poder está sometido a la voluntad del ejecutivo no es enteramente exacta. Es cierto que con demasiada frecuencia regímenes dictatoriales han convertido a la magistra­tura en instrumento dócil, pero estos casos han sido relativamen­te excepcionales, y el hecho de que muchos de estos regímenes se hayan visto obligados a avasallar al poder judicial, es testimonio de la existencia de una notable tradición de independencia.

La casi totalidad de los países latinoamericanos confía a los tribunales el poder de declarar la inconstitucionalidad de la le­gislación, como ocurre en los Estados Unidos, así como también confían a los tribunales ordinarios la tarea de legitimar los actos de la administración. Algunos autores, como Lambert, señalan que este tipo de organización jurídica principalmente inspirado por las instituciones anglosajonas, apenas concuerda con el verdade­ro espíritu de los sistemas jurídicos de derecho civil cuyos oríge­nes romanos fueron más tarde desarrollados por España antes de sufrir las influencias del derecho de otros países europeos. De es­ta forma, como advierte Lambert, cuando los tribunales vacilan ante el poder político, desde el punto de vista anglosajón, podría decirse que su independencia es una ficción; mientras que desde el punto de vista europeo, se puede pensar que si los tribunales actúan en esta forma, lo hacen respetando escrupulosamente el tradicional principio de la separación de poderes.

Defectos comunes a la administración de justiciaLa crítica más común al poder judicial latinoamericano es su

debilidad comparado con el ejecutivo. Sin embargo, se critican también otros defectos, principalmente la lentitud en la admi­nistración de la justicia, la primacía del procedimiento escrito sobre el oral y el alto costo de los procedimientos judiciales.

Con respecto a la debilidad del poder judicial debemos acla­rar que mucho depende de los factores que se consideren en el examen de este problema. Aquellos que toman una posición ex­trema y aspiran a que el poder judicial actúe como eficaz con­trapeso del ejecutivo, tendrían que aceptar la concesión de un eficaz poder político a los tribunales, poder político que lleva­ría consigo el control de la burocracia así como del ejército y el liderazgo en el partido político dominante. Es bastante obvio que tal investidura del poder político en los tribunales sería cosa práctica. Resulta claro que si los tribunales han de ser verdadera­mente independientes no deben inmiscuirse en la política parti­daria, y que si, además, no les corresponde juzgar cuestiones po­líticas, no puede esperarse que actúen como freno a los excesos políticos del ejecutivo. La acusación de debilidad sería válida si los tribunales estuviesen constitucionalmente investidos para ser­vir de guardianes de la ley fundamental contra sus violaciones por los poderes ejecutivo y legislativo y teniendo ese poder, no lo ejer­cieran cuando estas infracciones ocurrieran. Es necesario recor­dar también, como dijimos anteriormente, que las constituciones son sustituidas con frecuencia y facilidad y que las dictaduras son rápidamente legalizadas. No puede, en buena lógica, culparse al poder judicial si las garantías constitucionales son legalmente suspendidas y bajo esta suspensión se cometen actos que no siem­pre están sujetos a procesos constitucionales y por tanto a su competencia.

Lo importante es que las cortes, como tribunales de derecho, juzgan los casos de manera independiente y de acuerdo con la ley. Las opiniones varían acerca de este punto, pero la mayoría sostiene que los tribunales de justicia a pesar de estar equipados con instrumentos eficaces para la aefensa de la Constitución y de las leyes, en la práctica han mostrado a menudo una excesiva su­misión ante la prepotencia del ejecutivo. En algunos países el po­der judicial, y en especial, la corte suprema, se ha visto envuelto, aun en contra de su voluntad, en las luchas políticas. En Pana-

má, por ejemplo, cuando Remón se abrió camino hacia la presi­dencia, la Corte Suprema de aquel país desempeñó un papel de im­portancia en el proceso. Hay también que tener en cuenta que los tribunales se ven a "menudo implicados en los problemas com­plejos causados por conmociones políticas. En estos casos, el po­der judicial es la única institución estable en la presencia de acon­tecimientos extralegales. Es así como se produce a veces ia co­existencia de un ejecutivo defacto y de un poder judicial legítimo, que en muchos casos, se ve en la necesidad de legalizar actos del gobierno revolucionario hasta que la normalidad constitucional sea restablecida.

La lentitud del procedimiento judicial es una queja común en América Latina. Se dice que algunos países latinoamericanos si­guen utilizando normas de procedimientos que fueron instituidas en el período colonial. Se aspira a la sustitución del largo proce­dimiento escrito por la práctica oral, alegándose que esta última redundaría en una mayor seguridad del proceso judicial, así como que provocaría su aceleración y consiguientemente, disminuiría su costo.

Por último, para concluir estas observaciones sobre la signifi­cación política del poder judicial, debemos mencionar que existe un gran número de controversias en distintos campos, precisa­mente los más afines a cuestiones políticas, cuyo manejo no co­rresponde a los tribunales ordinarios, sino a sistemas especiales de tribunales, como por ejemplo casos relativos a problemas de trabajo, cuestiones de jurisdicción administrativa y asuntos fis­cales. En muchos países existen tribunales especiales que, bajo leyes propias, tienen jurisdicción sobre estos casos. Por regla ge­neral, estos tribunales especiales son más vulnerables a interfe­rencias políticas que el sistema regular de tribunales ordinarios.CENTRALIZACIÓN, GOBIERNO PROVINCIAL Y MUNICIPAL

Como hemos observado anteriormente, aunque el federalismo fue consagrado en varias de las constituciones latinoamericanas, la adopción de este sistema no ha significado necesariamente una descentralización real, y en los países de sistema unitario, por ra­zón de la naturaleza mxisma de dicho sistema, ha existido siempre un control excesivo de la autoridad central. Ya nos hemos referi­do a que esta actitud se deriva, en parte, de las tradiciones colo­niales.

Diferencias entre el federalismo latinoamericano y el federalismo en los Estados Unidos

Sin embargo, hay muchos que opinan que las diferencias en­tre el federalismo de los Estados Unidos y el federalismo latino­americano no corresponden enteramente a la persistencia de tra­diciones coloniales, y que la diferencia fundamental que distingue a las dos formas de federalismo obedece, en gran parte, a que las constituciones latinoamericanas han cambiado con más fre­cuencia, ya que son, en la mayoría de los casos, de más fácil mo­dificación. Así, cuando las transformaciones económicas y socia­les han requerido en América Latina la ampliación de los poderes federales, ha sido más fácil reconocer su existencia en las consti­tuciones, mientras que en los Estados Unidos, el Gobierno Fe­deral, teóricamente, ha continuado reducido a un gobierno con poderes limitados. Hay que añadir, sin embargo, que esto no ha impedido en aquel país el desarrollo — a través de otras vías— de una centralización más eficaz, en muchos sentidos, que la de América Latina.

Con frecuencia olvidamos que aunque dieciséis países de Amé­rica Latina han adoptado la forma unitaria, el estado federal en cierto sentido, representa el sistema predominante, puesto que existe en países que, aunque se deje aparte a Venezuela — ya que el federalismo en aquel país es casi una ficción— cubren dos ter­cios del territorio y de la población. Venezuela no puede con­siderarse como un auténtico país federal, ya que el presidente po­see el poder, incompatible con el federalismo, de nombrar los go­bernadores de los Estados, quienes son responsables ante él so­lamente.

En el caso argentino, en cambio se trata de un auténtico fe­deralismo de agregación que consiguió, tras un proceso arduo y difícil, unir a las diversas provincias con la ciudad de Buenos Ai­res. Sin embargo, el desmesurado crecimiento de esta capital y de la región circundante es la causa de profundos desequilibrios en el federalismo argentino. El federalismo en México está pro­fundamente modificado por el sistema de partidos, que asegura el predominio de un partido oficial de tal modo que impone una dirección única a los gobierno de los Estados de la federación. Quizá Brasil sea donde, en circunstancias normales, el régimen federal funciona de manera más regular, cosa que muchos han atribuido a una tradición que, como señalamos al principio de

este estudio, se originó en los primeros días de la colonización con la organización en capitanías concedidas a donatarios. Exis­te también en Brasil el factor de que los partidos políticos son to­davía, en buena parte, partidos regionales, alianzas entre parti­dos locales, lo que causa que el presidente de la República sea incapaz a veces de asegurar o impedir la elección de los goberna­dores de Estados. Se ha señalado también, que el federalismo bra­sileño se ve facilitado por la existencia de un relativo equilibrio entre algunos grandes Estados que, de esta forma, no son capa­ces por sí solos de dominar la federación.

En resumen, podríamos decir que algunas de las característi­cas que distinguen el federalismo tal como se practica en los Es­tados Unidos y en el sur de este hemisferio, son consecuencia de modificaciones introducidas en el modelo norteamericano aten­diendo a condiciones particulares de América Latina. Otras dife­rencias derivan, indirectamente, de la diferencia en los sistemas de partidos políticos y del papel predominante asignado al ejecu­tivo, mientras que existen otras diferencias que son más aparen­tes que reales, derivadas de la dificultad de modificar la Constitu­ción en los Estados Unidos, que obliga a aquel país a disimular en parte la centralización. No cabe duda que el desequilibrio en­tre los poderes de la federación y el de los Estados ha tenido lu­gar tanto en los Estados Unidos como en América Latina, aun­que en esta última, la supremacía del gobierno federal resulte mu­cho más evidente. La diferencia más importante, como bien seña­lan los observadores, radica en que en América Latina se trata de países de régimen de derecho civil con sistemas jurídicos re­lativamente unificados, aunque dejen a los Estados o a las provin­cias cierta autonomía para adaptar las normas nacionales a las peculiaridades locales. Otra diferencia importante es que en Amé­rica Latina los Estados íederales han puesto en manos del gobier­no central, aparte de los poderes tradicionales, de defensa nacio­nal, de política exterior y de defensa de la libertad de comercio, otras atribuciones tales como la regulación de la producción, el desarrollo de la instrucción pública y la legislación social y labo­ral. Y, finalmente, a diferencia de los Estados Unidos, las consti­tuciones federales latinoamericanas prescriben la naturaleza de las instituciones políticas y judiciales, así como la organización administrativa interna de los Estados. Es preciso añadir también, que en América Latina la centralización se deriva menos de la usurpación de poderes por parte del gobierno federal que de la dis­tribución de los recursos financieros, que no permiten a los Esta­

dos hacer frente a las funciones que les corresponden sin la ayu­da económica del gobierno federal. La multiplicación de organis­mos distribuidores del crédito y reguladores de la economía, que invariablemente se encuentran bajo la jurisdicción del gobierno federal, ha contribuido en época reciente, a la centralización.Gobierno provincial' Es opinión común que en los países donde funciona el siste­ma unitario de gobierno, las provincias son instituciones artifi­ciales, que sirven como órganos políticos y administrativos del gobierno central y que por lo tanto no cumplen su función de ser instrumentos representativos de los intereses locales. Según esta opinión, el mantenimiento de las unidades provinciales se debe en muchos casos a que sirven para distribuir empleos como recom­pensa política. Hay quienes mantienen también que, en aquellos casos en que se permite a un ejecutivo provincial seguir una po­lítica constructiva independiente, es porque éste ya ha sido pre­destinado por el gobierno central como posible candidato a la pre­sidencia de la república, y que, por el contrario, el gobernador o intendente que sigue un curso independiente a la autoridad cen­tral, generalmente lo hace para sentar las bases de una campa­ña de oposición, y quizás hasta de una revuelta armada contra el gobierno nacional.

El gobierno local en los Estados unitarios es complejo en es­tructura y la terminología es variada en expresión. En Bolivia, Colombia, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua, Paraguay, Perú y Uruguay, se denominan departamentos, y en el resto de los países se los designa con el nombre de provincias. Se crean a veces ciertas confusiones por el hecho de que algunos países tienen ambas unidades territoriales. Chile incluye los de­partamentos dentro de las provincias. En cambio, Bolivia y Perú tienen provincias dentro de los departamentos. Los ejecutivos de las más grandes unidades locales reciben el título de “intendente” en Chile; de “prefecto” en Bolivia, Haití y Perú; de “delegado” en Paraguay y de “jefe político” en Nicaragua. En el resto de los países, con la excepción del Uruguay, se les llama “gobernadores”. En Cuba y en el Uruguay los ejecutivos locales son cargos electi­vos, y en este último país se utiliza el ejecutivo colegiado tal co­mo existe en la organización del gobierno central. En todos los otros países unitarios el jefe de la administración provincial es designado por las autoridades centrales. En algunas repúblicas

existe un cuerpo deliberativo o asesor como parte de la maquina­ria provincial. Los cargos en esta asamblea son electivos en Cuba, Colombia, Ecuador, Honduras y el Uruguay. El esquema de la administración local en los Estados unitarios, en general, puede ser de dos tipos: uno, simple, que incluye las provincias, los dis­tritos o cantones, y las parroquias; y otro, complejo, dentro del cual existen provincias, departamentos, subdelegaciones, distritos y comunas. Existe un tercer sistema que incluye departamentos, provincias, distritos, cantones y comunas como unidades. Bajo es­ta tipología Perú, Bolivia y Chile clasificaríanse como “complejos”.

En el Perú, existe una fuerte tradición de centralización po­lítica, quizás más acentuada que en ningn otro país latinoamerica­no. No obstante aun en este país existe cierta conciencia del re­gionalismo histórico, geográfico, cultural y económico de la na­ción. La idea atribuida al venezolano Cecilio Acosta de que Amé­rica Latina necesita “centralización política y descentralización administrativa” es compartida por muchos pensadores latinoame­ricanos. Sin embargo, los experimentos de descentralización que hasta ahora se han realizado, por regla general, han resultado in­operantes. En Perú, por ejemplo, los consejos departamentales creados por la Constitución de 1933 y para cuyo establecimiento se promulgó una ley especial, no han sido establecidos. Lo mismo ha ocurrido en Chile con las asambleas provinciales que fueron creadas por la Constitución de 1925.Las ciudades y la autonomía, municipal

Las luchas por la independencia y el consiguiente surgimiento de gobiernos dictatoriales o autoritarios, como hemos señalado con anterioridad, llevaron consigo la destrucción o por lo menos el debilitamiento de los antiguos cabildos coloniales. En la pro­vincia de Buenos Aires por ejemplo, éstos fueron abolidos por las leyes de 1820 y 1824. En otros países en que esta medida no se justificó por la necesidad militar de una administración y un co­mando unificados para conducir eficazmente la lucha contra la metrópoli, intereses políticos liados a la centralización lograron una restricción casi total de las libertades municipales. En opi­nión de Alberdi, las nuevas repúblicas, en su afán de imitar el ejemplo de Francia, cometieron un grave error al suprimir los cabildos.

Actualmente las formas de gobierno local se encuentran gene­ralmente prescritas por las reglas constitucionales federales o por

legislación uniforme impuesta por las reglas constitucionales. A pesar de las limitaciones políticas sufridas por los municipios de­bidas a las tendencias centralizadoras, las ciudades latinoamerica­nas continúan administrando grandes extensiones territoriales. Así, por ejemplo, en el norte del Brasil existen municipios cuya extensión puede alcanzar los 100.000 kilómetros cuadrados. Una consecuencia lógica es que las ciudades se vean enfrentadas con graves problemas rurales que corresponden al gobierno municipal.

A partir de la segunda mitad del siglo pasado se ha abogado mucho por una verdadera autonomía municipal. El ideal de una ciudad libre con derecho a elegir sus propios gobernantes median­te el sufragio universal, es defendido por muchos como una ne­cesidad imperiosa. Fruto de esta campaña en favor de la autono­mía municipal ha sido la incorporación en muchas constituciones, tanto federales como unitarias, de cláusulas que aseguran este principio, aunque también, en la mayoría de los casos, resulta cier­to que estos preceptos dependen, para su efectividad práctica, de la adopción de leyes complementarias, cuya promulgación está to­davía pendiente. Existen también grupos importantes que, aun­que reconocen que el campo de la actividad municipal se ha amplia­do en virtud de factores como el crecimiento demográfico, la in­dustrialización y la necesidad de servicios técnicos, mantienen que resultaría impráctico y hasta contraproducente ir más allá de la descentralización administrativa. Estos grupos se oponen a la au­tonomía política de las municipalidades con el argumento de que los políticos, por lo general, descuidarían los intereses locales y que el sistema autónomo redundaría en aumento de la corrupción electoral y la venalidad administrativa. Puede decirse que, en ge­neral, estos grupos y las fuerzas que favorecen la centralización han predominado en la mayoría de los países con el resultado prác­tico de que, en aquellos en que es posible encontrar grados de des­centralización, ésta tiene un carácter administrativo más que po­lítico.

Hay que reconocer que, después de todo, gran parte de la vida política latinoamericana transcurre en el ámbito municipal. Den­tro de este ámbito encontramos las fuentes del fenómeno del cau­dillismo. Desde un punto de vista realista entonces se llegaría a la conclusión que quizás en muchos casos el problema de la cen­tralización versus descentralización tiene sólo el carácter de una controversia meramente académica. En la realidad de los hechos, cuando la administración local se encuentra dominada por un ca-

cique o jefe político, en aquellos países donde todavía persisten vestigios del caudillismo, el que el gobierno central tenga o no el derecho de dirigir más o menos estrechamente el manejo de los asuntos municipales es una cuestión de relativa significan­cia cuando lo que verdaderamente cuenta es la autoridad informal y extralegal de aquel cacique local.

De ahora en adelante es nuestro propósito dedicarnos a la identificación y al análisis de aquellas fuerzas políticas que en nuestros días desempeñan los papeles más importantes en el pro­ceso político nacional de los países latinoamericanos.

Algunas de ellas, como el ejército o la Iglesia, tienen ya una larga trayectoria histórica, y representan la supervivencia de fac­tores que han estado casi siempre presentes en el proceso de des­arrollo político de estos países. Otras son, por el contrario, de re­ciente surgimiento y su aparición en la escena política se debe principalmente al formidable impacto de la tecnología del si­glo XX con sus consecuencias: la urbanización y el desarrollo in­dustrial. Entre estas últimas estudiaremos los partidos políticos y algunos grupos de presión contemporánea. Estas fuerzas polí­ticas que examinaremos tienen fundamentalmente carácter urba­no, ya que, como es bastante general en los países que se encuen­tran en proceso de desarrollo, en América Latina no existen todavía grupos políticos organizados, trátese de partidos o grupos de pre­sión, que tengan una base auténtica rural, y las masas campesi­nas permanecen todavía casi totalmente inarticuladas en lo que a participación política se refiere.

LOS PARTIDOS POLÍTICOS CONTEMPORÁNEOSAntes de intentar la com.pleja tarea de describir algunas de

las características de las agrupaciones políticas latinoamericanas, sería conveniente hacer unas observaciones sobre el tema general de los partidos sin atenerse a ubicación geográfica determinada. A continuación esbozaremos unas cuantas ideas generalmente aceptadas hoy por la ciencia política y que han sido admirable­mente expuestas por Sigmund Neumann en un ensayo titulado E n torno a un estudio comparativo de los partidos políticos. ^

Sigmund Neumann, Partidos políticos modernos (Madrid: Editorial Tecnos S. A., 1965), pp. 593-632.

Según ha dicho Neumann, para definir lo que es un partido político hay que comenzar por la simple derivación de este térmi­no que implica necesariamente identificación con un grupo y di­ferenciación de otro. Un partido es esencialmente un grupo que adopta una determinada organización y que se distingue de otro porque defiende un determinado programa. Esta sencilla descrip­ción indicaría que la misma definición de partido político presu­pone la existencia del clima democrático y que por lo tanto, aquel no puede existir en una dictadura. Bajo este criterio un sistema de partido único es de contradicción, ya que sólo la coexistencia de otro grupo competidor como mínimo es lo que convierte al par­tido político en una realidad. Sin embargo, es bien sabido que, sin excepción, las dictaduras modernas utilizan este término con la intención obvia de prestar carácter popular a sus regímenes; pero también es cierto que aun el partido totalitario necesita una oposición. Si ésta no existe, dice también Neumann, los dictadores deben inventarla, ya que bajo el tipo monolítico de gobierno, los partidos dictatoriales no tienen otro remedio que justificar su existencia invocando la continua amenaza de una contrarrevolu­ción oculta o imaginaria. Los partidos políticos entonces, pueden existir también bajo la estructura totalitaria, sólo que el signifi­cado de este término es diferente, como también lo es el de otras instituciones que tienen los mismos nombres pero que funcionan de manera muy diversa en las democracias y en las dictaduras.

Es evidente que las características peculiares de cada sistema de partidos pueden ser definidas solamente en términos del orden político en que funcionan y del cual son parte integral y no ac­cesoria. Pero a las características ya señaladas de todo partido, puede añadirse otra representada por la participación activa en la lucha política o, como mínimo, por la existencia de oportuni­dades para hacerlo. El partido político adquiere relieve y signifi­cación sólo mediante la lucha por el control del poder y el ejer­cicio consciente y sin tregua de su influencia sobre los sectores po­líticos. Como ha sido señalado en muchas ocasiones, el hecho de que el nacimiento de los partidos políticos se halle íntimamente ligado con la aparición del Parlamento no es un mero accidente de la historia. Los partidos políticos surgen en todas partes cuan­do se ensanchan las bases de la representación política y nace el Parlamento como foro nacional. Éste fue el caso de Inglaterra en el siglo XVII, en Francia en vísperas de la gran revolución de 1789, y en Alemania en 1848. Tan cierto es este hecho que aun

cuando circunstancias especiales den a origen a grupos políticos, como ocurrió e n la Rusia zarista del siglo XIX, ellos no adquieren nunca verdaderas dimensiones políticas hasta que estos grupos no empiecen a participar, aunque sea en pequeña medida, en el proceso político del país.^

Una cuarta condición del partido político señalada por Neu­mann, muy importante pero frecuentemente olvidada, es la de que forme parte integrante de un todo nacional. En otras pala­bras, es indispensable que los intereses específicos de partido se encuentren ligados a un interés común. De no ser así la lucha po­lítica puede conducir a la desintegración de la sociedad. Las dife­rencias entre adversarios pueden resolverse sólo en tanto se re­afirmen aquellos factores esenciales que los unen. Un campo co­mún de actividades, una homogeneidad básica, un idioma polí­tico común son condiciones sine qua non de un sistema de par­tidos. Es este entendimiento básico el que hace aceptar al adver­sario político la transacción, el sacrificio y hasta la derrota. Y lo acepta sólo en tanto él estime que el mantenimiento del orden so­cial existente vale este sacrificio.

Si este orden se deteriora y cae en crisis, ésta afecta de inme­diato a los partidos. La vialibidad del sistema de partido es siem­pre la mejor prueba de la estabilidad de un orden social y po­lítico.

La reconocida reciedumbre del sistema de partidos anglosa­jón está fundada en gran parte sobre una unidad nacional básica que hace que los diferendos entre partidos sean siempre de grado o de matiz, pero que nunca afecten cuestiones esenciales. Basán­d o s e e n estas consideraciones y partiendo de la existencia de es­tas cualidades comunes a todo verdadero partido político Neu­mann llega a la conclusión de que:

‘'U n partido político es la organización articu lada de los agentes políticos activos de la sociedad —interesados en el control del poder del gobierno— y que compite por el apoyo popular con otro grupo o grupos que m antienen cri­terios distintos. E l partido político es el g ran interm ediario que sirve de enlace entre las fuerzas sociales y las instituciones de gobierno y encauza estas fuerzas hacia la acción política dentro de la colectividad”.*

2 Ihid . , p. 596.3 Ihid. , p. 597.

FUNCIONES Y CLASIFICACIONES DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS

Dejando de lado ahora estos trabajos definitorios puede re­sultarnos provechoso dedicar unos minutos a determinar aquellas funciones que se caracterizan generalmente como propias de los partidos políticos. Se ha dicho frecuentemente que la función pri­mordial de los partidos políticos es la de garantizar la caótica voluntad popular. Neumann nos recuerda la famosa frase de Lord Bryce: “Los partidos políticos traen el orden al caos de la multi­tud de votantes'’. Los partidos actúan en el ''roV de corredores de ideas, que constantemente clarifican, sistematizan, y exponen la doctrina partidista; son los representantes de los diversos grupos sociales y sirven de puente entre el individuo y la comunidad. Pe­ro además, los partidos políticos, al mismo tiempo que compiten en la palestra pública, realizan la importante función de educar cívicamente al ciudadano, preparándolo para ejercitar su derecho de selección. El foro abierto del parlamento es el lugar donde se ventila la política del Estado. Los partidos políticos son la maqui­naria que sirve para efectuar este continuo plebiscito. Ellos con­frontan al elector con ciertas alternativas, forzándolo a elegir una de ellas; pero, lo que es aún más importante, cada partido tiene el deber de transformar al ciudadano mismo, haciéndolo parte integrante de la colectividad. Los partidos deben constan­temente recordar al ciudadano sus deberes sociales, la urgencia de supeditar sus deseos a los de la sociedad y de sacrificar si es necesario sus intereses por el bienestar de ésta. Esta función de educar al ciudadano para la responsabilidad política es la que di­ferencia fundamentalmente al partido político de los grupos de presión. Si los partidos fracasan en esta tarea educativa, el Es­tado moderno corre el peligro de degenerar en un neofeudalismo de poderosos grupos de interés.

Una tercera función corresponde a los partidos políticos: la de servir de eslabón entre el gobierno y la opinión pública. Ya que la democracia es una construcción piramidal, es necesario man­tener el contacto entre los gobernantes y el pueblo, y mantener estas líneas de comunicación entre ambos es un deber ineludible del partido político.

El papel fundamental que desempeñan los partidos políticos se esclarece aún más cuando observamos la cuarta función que éstos cumplen. Es nada menos que la de seleccionar a la élite que

PU N C IO N ES y COMPARACIONES DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS 101debe dirigir los destinos de la nación. En esto, como en todo lo que se refiere al sistema democrático, interviene la competencia, la alternativa por lo menos entre dos oligarquías, hecho que debe garantizar que los seleccionados reúnan las condiciones indispen­sables para el desempeño de sus funciones. Esta selección desde luego, presupone un electorado de un clima intelectual apropiado para el funcionamiento de los partidos democráticos.

Ahora bien, ¿son estas funciones atribuibles únicamente al partido democrático? Los partidos dictatoriales se desarrollan a menudo dentro del sistema democrático de partidos, constituyen­do lo que pudiera llamarse un Estado dentro del Estado, aunque divorciado de los principios básicos de éste. Su aparición en es­tas circunstancias es síntoma de un defecto fundamental en la sociedad. Si el partido dictatorial puede reclutar afiliados es por­que existen muchos que ya no se consideran parte de una socie­dad que no responde más a sus necesidades ni satisface sus deseos esenciales. Sabido es que toda sociedad tienen en su seno un grupo de inconformes; pero en tanto éstos no representan un nú­mero considerable, no constituyen una amenaza para el orden existente. Sin embargo, cuando cualquiera de estos grupos es seguido por una masa apreciable de simpatizantes, el proceso de­mocrático puede entrar en crisis. La formación de partidos dicta­toriales dentro del Estado moderno, según Neumann, es siempre síntoma de tormenta para la democracia. De allí en adelante el diálogo cívico entre partidos versará sobre cuestiones fundamen­tales y la lucha política asumirá caracteres definitivos, porque el propósito principal perseguido por el partido totalitario es el esta­blecimiento de un orden político nuevo, la formación de una nueva sociedad.

Inevitablemente los rivales políticos del partido totalitario se hacen inflexibles también. La lucha política asume entonces los caracteres de una guerra religiosa en la que la única solución para cualquiera de los contendientes parece reducirse al aniquilamiento del adversario. Esta situación explica las funciones netamente revolucionarias del partido dictatorial antes de que éste llegue al poder. Su función en estos momentos es, por encima de todo, la de servir de vanguardia revolucionaria al orden del futuro. ^

No obstante, las funciones del partido totalitario una vez instalado en el poder, no difieren mucho, en apariencia por lo me­nos, de las cuatro que atribuimos al partido democrático. Tienen

4 Jhid,, p. 600.

también que organizar la caótica voluntad popular, e integrar al individuo en el grupo; tienen que servir de eslabón entre el go­bierno y la opinión pública, y tienen también que proceder a la selección de la élite dirigente. Sin embargo, señala Neumann, tra­tándose de conceptos distintos de las ideas democráticas, el signi­ficado de estas funciones cambia radicalmente. Se organiza el caos de la voluntad popular mediante el control monolítico; se integra al individuo mediante la imposición de moldes de absolu­ta conformidad. Se mantiene la comunicación entre la sociedad y el Estado mediante el funcionamiento de una formidable má­quina de propaganda manejada desde lo alto. Es cierto que aun las dictaduras tienen que contar con la opinión pública, y es por eso que el partido, a través de sus cuerpos secretos sirve también esta función. En cuanto a la última función, es especialmente aquí, en la creación, el mantenimiento y la propagación de una élite dirigente donde se encuentran las diferencias básicas entre los dos sistemas de partidos.

Neumann y otros escritores han prestado también atención al problema de clasificación de los partidos, y a este efecto, lo prin- mero que han notado es que, ya que éstos están interesados prin­cipalmente en obtener el poder, la división más obvia que puede hacerse es la que distingue entre el grupo de partidos que disfru­tan del poder y el grupo de los que están desplazados del mismo. En verdad, tal clasiíicación sin duda arroja luz sobre aspectos fun­damentales de estrategia política y hasta puede utilizarse para señalar las ventajas de un sistema de dos partidos. Podría irse aún más lejos y reconocer en esta clasificación aquella distinción fre­cuentemente utilizada por escritores europeos entre el partido bu­rocrático electorero que se reparte los despojos del poder, y el par­tido de principios y programas, indicando así los vicios de estos dos tipos de partidos; la corrupción causada por el disfrute del poder en unos, y el dogmatismo irresponsable de los otros.

Otra clasificación que puede haber perdido mucho de su vigen­cia aunque se mantenga en algunas regiones, es la sugerente división entre partidos de personajes y partidos de programas, de la que mucho podría hablarse en América Latina. Sin embar­go, en el momento presente, cuando los problemas de c^ase, reli­gión, nacionalidad y de índole internacional son los que constitu­yen las grandes líneas divisorias de los partidos políticos, nos recuerda Neumann, existe una fuerte tendencia hacia el estable­cimiento de partidos nacionales y aun en pa'ses altamente descen­tralizados como los Estados Unidos, se manifiesta esta tendencia

que trata de colocar el programa por encima de las figuras indivi­duales. Esto no quiere decir que las personalidades no sean en ocasiones factores determinantes en la victoria electoral de un partido, como quedó plenamente demostrado en los Estados Uni­dos en las elecciones presidenciales de 1952 y 1956.

La verdad es que la realidad de la política moderna refleja un cuadro mucho más complejo que el sugerido por las clasifica­ciones mencionadas. Estas divisiones arbitrarias no revelan la dinámica interior y las innumerables tensiones de la democracia en funcionamiento. En realidad la vida de los partidos políticos modernos es una mezcla de todos estos elementos. Resulta casi imposible clasificar los partidos políticos de acuerdo con un cri­terio rígido, ya que en el curso de las últimas décadas éstos han ensanchado de manera considerable su esfera de acción y su in­fluencia dentro de la comunidad, y en consecuencia sus funciones y sus características han adquirido una complejidad extraordinaria.

Basándose en este hecho, el profesor Neumann sostiene que en lugar del partido que él llama de representación individual, la sociedad contemporánea está dando a luz un nuevo tipo que pudiera denominarse de integración social. Neumann sostiene que ese cambio debe estudiarse teniendo en cuenta la evolución de la sociedad y de las filosofías que la rigen.

Los partidos modernos se originaron con la aparición de una clase media ansiosa de independencia que luchaba por su libera­ción de las cadenas de la sociedad feudal y por el derecho de repre­sentación como freno al absolutismo monárquico. La Revolución Francesa proclamó oficialmente el final de esta primera era del hombre racional del yugo del antiguo régimen y su sistema de clases, y ello constituyó una segunda etapa de transición. El individuo ya libre, empezó a luchar entonces por su reintegra­ción en una nueva sociedad. Desde mediados del siglo xx distin­tas corrientes de nueva orientación se alzaron con el propósito de detener la fragmentación de la sociedad producida por el princi­pio liberal de laissez-faire. El socialismo, el irracionalismo polí­tico y un recién despertado liberalismo social ofrecieron respues­tas diversas a este problema crucial de nuestro tiempo. Las dis­locaciones causadas por el industrialismo, la urbanización y las emigraciones internacionales, y por guerras mundiales y grandes revoluciones, dieron ímpetu a esta búsqueda de un nuevo orden social. Estamos en la mitad de esta tercera fase evolutiva que constituye la crisis de la sociedad moderna.

Como resultado de esta crisis está emergiendo un nuevo con­

cepto de partido. Los equilibrados Estados escandinavos y el mundo anglosajón son quizás las regiones menos afectadas por este fenómeno, mientras que el mismo se ha desarrollado con ra­pidez en aquellos países que han sufrido grandes conmociones. El partido de representación individual es característico de una sociedad con una actividad política restringida. Dicha actividad está prácticamente limitada al sufragio, y la organización parti­daria, si existe, está inactiva entre períodos electorales. Su fun­ción principal es la de elegir representantes, los cuales, una vez electos, tienen completa libertad de acción y son responsables sólo ante sus conciencias. Este concepto del partido efímero como simple comité electoral no responde a la realidad poLtica de la moderna democracia de masas, hecho que ha sido reconocido en muchos países por su acción legislativa y judicial dirigida a regu­lar el funcionamiento, responsabilidades y prerrogativas de los partidos políticos. Pero el concepto fundamental de lo que es un partido dentro de la democracia no ha sido aún cuidadosamente revisado. Dentro de moldes viejos casi inadvertidos por los obser­vadores, ha surgido este nuevo tipo de partido, el partido de inte­gración. Este partido exige mucho más de sus adherentes que el partido de representación individual. Demanda no sólo el pago de cuotas (que también existe en algunos partidos de representa­ción individual), sino que, sobre todo, se atribuye el privilegio de ejercer influencia decisiva sobre todas las actividades de la vida diaria del individuo. Un ejemplo del nuevo tipo lo encuentran muchos en los socialistas europeos. Se ha dicho humorísticamen­te que la organización socialista se extiende desde la cuna hasta la tumba, desde la sociedad para el cuidado de los niños de traba­jadores hasta la sociedad para la cremación de cadáveres ateos, y sin embargo esta descripción sirve en cierto modo para señalar la diferencia intrínseca entre este partido y el partido liberal de re­presentación, con sus principios de libre proselitismo entre un electorado libre de compromisos (aunque en realidad no lo sea generalmente). El nuevo partido se apoya en una masa perma­nente de miembros, una alineación clasista de la población electo­ral, en una participación intensa en todo género de actividades so­ciales. El partido cuenta con el apoyo de la masa porque se ha apoderado de una gran parte de su vida social. ^

Contra la tesis de integración social del partido podría alegarse que en los partidos socialistas, los movimientos católicos y algunos

5 Ihid., pp. 600-610.

otros grupos democráticos de integración, a pesar de su extensa organización y de los estrechos lazos que comúnmente existen entre sus adherentes, existe sólo un grupo activo que es relativa­mente pequeño en comparación con el gran círculo de afiliados y el mayor grupo de simples simpatizantes. Esto es innegable, pero al mismo tiempo, podría insistir se, dice Neumann, en que lo ver­daderamente importante es que el partido en las democracias modernas ha adquirido y continúa adquiriendo un radio mucho mayor de responsabilidad que en el pasado, y que estas respon­sabilidades van dirigidas hacia el objetivo de asegurar al individuo su lugar en la sociedad e incorporarlo plenamente en la colectivi­dad. No debe esto considerarse como una usurpación de funciones por parte de los políticos, sino más bien como la consecuencia natural de la extensión y el constante crecimiento de las funcio­nes públicas en la sociedad ''reintegrada'' del siglo xx. En este sentido no puede negarse la existencia del llamado partido de integración social, pero cabe al mismo tiempo reconocer que el fenómero abarca muchas variaciones y que es posible hallar desde el partido de integración de tipo democrático al partido que pu­diera denominarse de integración total, como lo serían el comunis­ta, el fascista o el nacional socialista. ^

LOS PARTIDOS POLÍTICOS LATINOAMERICANOSLa necesidad que el sistema democrático tiene de la existencia

de partidos responsables es un hecho ampliamente reconocido en la voluminosa literatura política hispanoamericana. Pero un ver­dadero sistema de partidos implica algo más que la existencia de organizaciones políticas, y se dice frecuentemente que América Latina carece del '‘clima’’ necesario para el desarrollo de par­tidos vigorosos. A este respecto se citan una serie de factores que tienden a viciar el clima político, entre los cuales figuran: limi­taciones al sufragio, no necesariamente de orden constitucional sino práctico; ausencia de información política; la presencia de ciertas estructuras socio-económicas que tienden a impedir la li­bre expresión de la opinión, y serios defectos en los sistemas electorales así como en la organización interna de los partidos. Sin duda alguna esos elementos constituyen fallas muy serias en el sistema de partidos. Por ejemplo, las condiciones requeri­das para ejercer el sufragio en ciertos países, pueden tener el

« Ihid. , p. 609-610.

efecto, como ocurre en Guatemala, de excluir de las urnas hasta un 72 % de la población, que es analfabeta. Los electores muchas veces no están bien informados políticamente porque existen restricciones de la libertad de expresión o de prensa, o porque todos los medios de propaganda se encuentran monopolizados por determinado grupo. El sistema socio-económico, al asegurar la dependencia del trabajador agrícola al terrateniente, produce a veces el control por parte de este último, de grandes bloques de sufragio que son puestos a la disposición de determinado can­didato. Ciertas deficiencias del sistema electoral y prácticas anti­cuadas — como la de que los votos sean impresos y suministrados por los propios partidos—, y una administración electoral llena de defectos, son también factores tendientes a facilitar un ambien­te político caracterizado por estas condiciones que no es el más favorable para el desarrollo de un sistema de partidos verdade­ramente efectivo.Características y defectos

En algunos países latinoamericanos los partidos tienen fuerza e influencia, e incluso un cierto grado de responsabilidad hacia la masa de sus afiliados y hacia el pueblo en general. En otros, sin embargo, puede darse el caso de que exista un solo partido, o que, aun cuando sean varias las organizaciones políticas, otras condiciones ambientales determinen que de hecho funcione un sistem.a de partido único. Pero, a pesar de esta variedad de situa­ciones, los partidos latinoamericanos presentan ciertas caracte­rísticas en común.

Los vicios del caudillismo y el personalismo son lacras de gran significación en el sistema de partidos. A consecuencia del fuerte personalismo de que está impregnada la política latinoame­ricana y como resultado también de un sistema que convierte el poder ejecutivo en el agente efectivo de todos los cambios polí­ticos, los partidos rara vez ofrecen programas concretos a su electo­rado. Se lucha no por el triunfo de las ideas, sino por el triunfo de determinados individuos. Los partidos tienen la tendencia a frac­cionarse en facciones amorfas que siguen a determinadas perso­nas, y la tarea de restablecer la autoridad de entre la confusión de los grupos rivales recae siempre sobre el dirigente más fuerte. Este culto de la personalidad magnética, del “sex-appeaF' políti­co, el voto por el individuo en vez del voto por el programa o por el partido, es la característica más sobresaliente en el cuadro de

los partidos. A los simpatizantes de partidos se los identifica mejor como callistas, batllistas o irigoyenistas, o sea por el nom­bre de su caudillo en lugar de por el título de su partido.

Los programas de los partidos y sus plataformas electorales son generalmente recibidos con indiferencia. Se los considera, en gran parte, como el cumplimiento de una formalidad exigida por las costumbres políticas y no como una necesidad. La simpatía o la antipatía se concentra en la figura de ios candidatos. Y en efecto, es un hábito político que a ellos corresponda, después de ser proclamados, la tarea de formular el programa de su partido en sus discursos y declaraciones. Esta práctica disminuye, nece­sariamente las posibilidades de que el candidato pueda resistir las presiones de sus amigos, ya que no puede invocar en su defen­sa el hecho de que le incumbe una responsabilidad como depo­sitario del mandato de su partido. Existe además una cierta incli­nación entre las figuras políticas latinoamericanas a colocar sus intereses personales y aquellos de sus parientes y amigos sobre los intereses nacionales o partidarios. En algunos países esta práctica ha dado como resultado hasta nuevos términos usados en la jerga política: el ''amiguismo’’ del Caribe, o el ''filhotis- mo” del Brasil.

Otra característica muy generalizada, es la falta casi total de disciplina en las organizaciones políticas y los cambios fre­cuentes de afiliación partidaria. De inmediato esto plantea el interrogante de si existen en la mayor parte de los casos dife­rencias reales entre los partidos. Como sabemos, en el pasado han existido partidos tales corneo el unitario, el federal, el liberal y el conservador, cada uno con sus facciones respectivas como los mili­tares, los civilistas, los clericales y los laicos, pero también nos consta que en muchos casos estos grupos no fueron fieles a los cre­dos políticos que pretendían profesar, y así todos sabemos de civi­listas que defendieron el militarismo, constitucionalistas que cons­tantemente ignoraron la suprema ley del Estado, y liberales que defendieron el gobierno dictatorial. Esta situación persiste en algunos países. La nomenclatura de los distintos partidos se apli­ca de modo descuidado por así decirlo, y ciertos términos consa­grados comiO “conservador’' o ‘‘liberai”, y etiquetas políticas como socialistas, izquierdas, demócratas, radicales, etc., han perdido en la realidad todo significado, y están en muchos casos en franca contradicción con la ideología del partido que las utiliza y su uso es absolutamente arbitrario.

Los partidos políticos latinoamericanos se distinguen también

por una agresiva intolerancia que a menudo prevalece en la con­tienda política, que hace que cada partido apoye a un jefe, y en él a un dogma, y considere a todos los otros sus enemigos mor­tales. Para el partido que se encuentra en el poder, la oposición es a menudo sólo un grupo de corrompidos agentes de la sub­versión, mientras que para estos últimos el partido oficial es in­defectiblemente una banda de tiranos usurpadores. Esta resisten­cia a aceptar con elegancia el veredicto de las urnas, a la que algunos escritores se han referido como falta de sportmansliip político aludiendo a la regla del deporte que indica que se debe aceptar con buen ánimo la derrota sufrida en buena lid, es un defecto desgraciadamente frecuente en el escenario político la­tinoamericano. Según García Calderón, que en su tiempo fue cam­peón de los gobiernos fuertes y autoritarios, los latinoameri­canos, educados en el seno de la Iglesia Católica, han aplicado a la política el absolutismo de los dogmas religiosos, perdiendo así todo concepto de la tolerancia. La oposición, agregaba García Calderón pocas veces tiene la oportunidad de ocupar un lugar de influencia, y a menudo sólo a través de la violencia los parti­dos pueden surgir de la condición de ostracismo en que los sumer­gen aquellos que manejan el poder, y también por la violencia vuelven a esa condición.

Con respecto a la organización partidaria, existen también defectos característicos. Los partidos son controlados por regla general por caciques, maquinarias o diques. La convención con­trolada por un grupo es el sistema predominante usado para la proclamación de candidatos. A pesar de los notables esfuerzos hechos en algunos países hacia un ordenamiento legal de los partidos, en general la organización de éstos se halla todavía bajo la completa jurisdicción de los mismos partidos, hecho que facilita el control de diques internas que disponen de las posicio­nes partidistas sin que en ello intervenga apenas la voluntad de las bases. Éste es el inevitable resultado de la prevalencia del caudillismo y de la corrupción de los grupos de presión.

Por otra parte, en algunos países grandes núcleos de la ciu­dadanía experimentan aversión hacia la política y a menudo eva­den toda clase de participación directa en los asuntos públicos. Para estas personas, los políticos constituyen una especie humana distinta y repugnante, compuesta por individuos maculados y poco escrupulosos. El ataque personal y en general la violencia e inten­sidad que predomina en las campañas electorales hacen que muchos ciudadanos depongan toda forma de actividad política. Es obvio

que este otro factor debe considerarse entre aquellos que impi­den el desarrollo de un sistema de partidos genuino y el funcio­namiento del proceso democrático en general.

Los partidos tradicionalesSi examinamos la historia política de América notaremos que

la naturaleza de los primeros partidos fue similar en todos los países, y que importaba poco que éstos se denominasen liberales o conservadores, unitarios o federales. La alineación política era mucho más elemental de lo que esta abundancia de términos haría suponer. Existía por un lado la alianza de los terratenientes, la alta jerarquía eclesiástica, y sus simpatizantes de las clases inferiores, defendiendo a la Iglesia y el status quo, pero sobre todo interesados en el mantenimiento del orden. Al otro lado, se halla­ban los hombres llamados de ideas avanzadas, los comerciantes y profesionales, que resistían la preeminencia de la aristocracia y que tenían además una posición anticlerical. Simplificando estos términos, un chileno, René León Echaíz, decía que al comienzo de la vida política de Hispanoamérica existían dos partidos que lu­chaban por el poder, y que la bandera de uno de estos partidos llevaba la inscripción '‘Libertad aun en la anarquía”, mientras que en la del otro podía leerse la frase ‘‘Orden aun en el absolutismo’’. En ambos casos, agregaba Echaíz, el lema estuvo escrito a veces con sangre.

Los dos grandes conflictos que determinaron las líneas de ba­talla política durante la primera mitad del siglo de la independen­cia fueron la separación de la Iglesia y el Estado y la centralización. Estas controversias, ambas de profundo significado social y po­lítico, dividieron a los grupos de la clase dominante en facciones hostiles. Todos los otros conflictos fueron menores y de orden personal y faccionai. Se organizaban otros partidos alrededor de la figura de determinado caudillo o de un núcleo de caciques políticos, pero estas agrupaciones no poseían vigencia más allá del prestigio de sus jefes.

Esta división relativamente simple de la primera era republi­cana de acuerdo con la fórmula tradicional de conservadores y liberales comenzó a desaparecer con el tiempo en algunos países y pasó a ser sustituida por un sistema de partidos múltiples. Como resultado de este fenómeno en muchos países se tuvo que recurrir a la formación de bloques o combinaciones de partidos, y por ende a gobiernos de coalición.

Los partidos pequeños surgieron de una variedad de nuevos conglomerados sociales y de conflictos de un nuevo carácter. Por regla general, estos partidos muestran poca cohesión y disciplina. A este grupo de partidos pequeños se sumaron otros cuyas ma­quinaciones y equilibrios resultan imposible de analizar, y que han hecho que la política se convierta a veces en poco más que una lucha por los despojos del poder, en la que predominan siempre ambiciones personales sobre los intereses de la nación. La crea­ción de estas organizaciones finidas para la consecución de obje­tivos políticos inmediatos es un fenómeno bastante común. No se trata de organizaciones permanentes o estables, sino que nacen únicamente para cumplir una misión electoral. Refiriéndose en una ocasión a este tipo de partido en Solivia, el Ecuador y Perú, Luis Terán Gómez ha dicho que:

estos tiempos, no hay nada más fácil que fundar un partido político. P a ra form ar un partido político se necesitan solamente tres personas y un objeto: un presidente, un vicepresidente, un secretario, y un tim bre de goma. Es posible arreglárselas sin el vicepresidente y sin el sec re ta rio .. . H a habido tam bién casos en que la sola existencia del tim bre de goma ha sido suficiente’ '

Los partidos modernosEn el momento presente existe una mayor participación po­

pular en el proceso político de Am_érica Latina que la que ha exis­tido en ningún otro momento de su historia. Como señalamos al principio, este hecho está íntimamente relacionado con el impacto del capitalismo y de la tecnología moderna, y podría afirmarse que el grado de participación popular en la vida política de cada país se encuentra en proporción al grado de desarrollo económico. Factores como la urbanización, el mayor contacto con otras nacio­nes avanzadas, el surgimiento de una clase media desarrollada o incipiente y de un proletariado industrial con el consiguiente desarrollo del sindicalismo, y la aparición de una nueva plutocracia industrial y financiera, han determinado un debilitamiento del control ejercido hasta ahora por la oligarquía terrateniente sobre la vida política. La política no es ya una serie de disputas dentro del estrecho círculo de terratenientes semifeudales, la alta jerar­quía eclesiástica, la oficialidad de las fuerzas armadas, y los po­líticos profesionales. Ha dejado de serlo para convertirse en lu­chas de otro carácter que varían de acuerdo con la estructura

Luis T erán Gómez, Los partidos polítÁcos y su acción dem ocrática (La Paz, 1942), pp. 50-51.

socio-económica de cada país, asumiendo en algunos casos todos los caracteres de una verdadera lucha de clases. Si bien es cierto que las consecuencias de este fenómeno son apenas perceptibles en algunos países como Haití o Paraguay, también es cierto que los efectos han sido trascendentales en las naciones más populosas y económicamente desarrolladas como Argentina, Brasil, México, Chile, Uruguay o Venezuela.Clasificación, de los partidos modernos

Muchas son las clasificaciones de los partidos políticos latino­americanos hechas por distintos autores. Alexander, por ejemplo, los divide en tres grandes grupos: personalistas, tradicionales y modernos. Incluye entre los primeros, a aquellas organizaciones que responden principalmente a la figura magnética de un cau­dillo a la antigua usanza o de un líder de factura moderna, y que se caracterizan, en general por una relativa ausencia de doctrina y programa político sustanciales. Entre ellos él incluye, por ejem­plo, al Partido Peronista y al Movimiento Popular Pradista del Perú. El segundo grupo en su clasificación, está constituido por aquellos partidos que teniendo su raíz en la vida política del siglo XIX, y representados principalmente por los grupos conser­vadores Y liberales, han sobrevivido en algunos países a pesar de que las condiciones que dieron origen a su surgimiento hayan desaparecido o por lo menos cambiado considerablemente. El ter­cer grupo, los partidos modernos, están formados por aquellas organizaciones que han aparecido como consecuencia de cambios socio-económicos del presente siglo o de influencias políticas euro­peas. En esta categoría coloca Alexander una variada gama de partidos que incluye desde el Partido Revolucionario Institucional de México hasta los partidos comunistas, pasando por aquellos que se inspiraron en el aprismo peruano. ®

Una clasificación más simple aunque limitada a los partidos que se basan en el proletariado urbano es la que sugiere Lambert agrupándolas a estas organizaciones en partidos socialistas, par­tidos de tipo populista y aquellos otros de filiación comunista. Al referirse a los primeros hace observaciones sobre los partidos de tipo europeo de ideología socialista que existen en algunos países. Con el nombre de populista designa aquellos partidos mo­dernos de amplia base popular que son distintos a los partidos

Robert J. Alexander, Today’s L a tín A m erica (C arden City New York: DoubJeday & Co. Inc., 1962), p. 147.

de izquierda al estilo europeo. Entre ellos inclu^ e organizacio­nes de tan diversa naturaleza como la Unión Cívica Radical argen­tina, el trabalhismo brasileño, el peronismo y el MNR de Bolivia. En tercer lugar, Lambert se refiere a los partidos representati­vos de la ideología marxista-leninista. Nosotros, en una obra publicada en 1957, al hablar de los partidos políticos, preferimos dos grandes categorías, una integrada por partidos de inspiración foránea, y otra, compuesta, aparte de los partidos personalistas y tradicionales, por un grupo que llamamos autóctonos, o sea, de partidos modernos representativos de condiciones económicas y sociales peculiares de determinados países. En esta gran categoría incluimos una serie de partidos de variados caracteres, pero que tienen en común el hecho de que buscan fórmulas nacionales o autóctonas para la solución de sus propios problemas en vez de inspirarse sólo en modelos europeos. En la primera categoría, la de partidos de inspiración foránea, nos referimos en dicha obra a los partidos socialistas, comunistas y socio-cristianos.

Sin preocuparnos demasiado por problemas tipológicos y ate­niéndonos solamente a ciertos criterios fundamentales para su agrupación, pasaremos ahora a describir brevemente los partidos que actualmente compiten en el escenario político contemporáneo. En esta labor nos guiaremos principalmente por tres cristerios: 1) la ideología, es decir, la base programática y los postulados generales de cada partido; 2) su composición social, o sea, la procedencia de sus dirigentes y de su clientela electoral, y 3) algunas características de su estructura interna. Desde luego, debe tenerse en cuenta, que no es posible encontrar en un mismo país el espectro completo de tendencias políticas descrito a continua­ción con la posible excepción de Chile.

Los partidos conservadoresÉstos existen todavía aproximadamente en la mitad de los

países latinoamericanos. Fundamentalmente, estos partidos repre­sentan el segmento más elevado de la sociedad, y reflejan en cierto modo la tradicional alianza de grandes terratenientes y las altas jerarquías eclesiástica y militar que disfrutaron de la hegemonía política durante largo tiempo. Difieren, sin embargo, del molde tradicional, en el hecho de que entre sus filas militan

s Lam bert, op. cit,, pp. 319-329.10 Pierson y Federico G. Gil., Governm ent o f L atin Aw.crica (New

York: McGraw-HiU Book Co.), pp. 318-336.

actualmente muchos miembros dedicados a la industria o a los negocios, y no solamente los propietarios de tierras. Es posible distinguir tres tendencias dentro del conservadorismo actual: una que se mantiene en su postura tradicional, que rechaza toda idea de cambio y que ya ha perdido casi totalmente contacto con la realidad social; otra, representada por una facción conservadora que, aceptando la necesidad de las transformaciones sociales, in­tenta solamente restringirlas para sostener en todo lo posible el status quo, y una tercera que, adoptando una posición extre­mista, está dispuesta a recurrir a cualquier medio con objeto de preservar el orden tradicional. Esta última, en algunos casos, puede llegar a acercarse hasta un tipo de fascismo criollo, aun­que, en general, el conservadorismo latinoamericano no puede nunca identificarse propiamente con el fascismo tal como éste se manifestó en Europa, debido a ciertas diferencias que los sepa­ran fundamentalmente. Ejemplos típicos de estas tendencias pu­dieren ser, de la primera, el conservadorismo chileno y de la segunda y tercera el conservadorismo de los llamados ospinistas y laureanistas, seguidores en Colombia de Laureano y Mariano Ospina, respectivamente.

Los partidos liberales y radicalesComo señalamos anteriormente, la lucha partidaria en las

primeras etapas republicanas fueron protagonizadas por libera­les y conservadores. Pero, a medida que se resolvieron las cuestiones relacionadas con lo constitucional y lo moral, o sea, los proble­mas derivados del conflicto entre el federalismo y el unitarismo y la Iglesia y el Estado, que dividían a la clase aristocrática domi­nante, nuevos grupos comenzaron a participar en el proceso político. El crecimiento de una nueva burguesía minera o comer­cial, que pronto adquirió conciencia de su fuerza, fue un factor determinante en la creación de nuevas fuerzas políticas. En aque­llos países donde existían condiciones favorables al mantenimien­to del bipartidismo estas fuerzas fueron absorbidas por el partido liberal que las integró en su seno. Pero en todos los otros casos se desarrolló un sistema multipartidista. Estas condiciones fueron la causa de que las fuerzas liberales tomaran distintos derroteros de acuerdo con las condiciones de cada país. En unos casos, el partido liberal se convirtió en el partido predominante de un

M artin C. Needler, L atin Am erican P o litics in Perspective (Princeton, New Jersey : D. Van N ostrand Co., 1963), pp. 89-92.

sistema bipartidista, reuniendo en sus filas a distintas tendencias políticas y grupos sociales. Esto fue lo ocurrido en Uruguay, Co­lombia, Honduras y hasta época reciente en Ecuador. En otros ca­sos las fuerzas liberales desaparecieron, absorbidas por otros partidos nuevos y reintegrándose de nuevo a las filas conservado­ras cuando las clases sociales elevadas se coligaron contra sectores sociales emergentes. Por último, en otras ocasiones, el partido li­beral continuó existiendo dentro de un sistema pluripartidista, pero con una base electoral reducida, como ha sido el caso del Partido Liberal de Chile, cuyo soporte esencial está constituido por industriales y hombres de negocios de inclinación moderada y progresista.-^

Los partidos radicales surgieron del ala izquierda del libe­ralismo y fueron formados por los elementos más progresistas u ortodoxos del liberalismo que deseaban reformas políticas a cual­quier costo y que estaban dispuestos para ello a librar una vigo­rosa campaña de oposición contra las élites dominantes. El pro­grama de las fuerzas radicales, por lo general, incluía cuatro puntos esenciales: extensión del sufragio, supervisión del Espado sobre la educación, descentralización administrativa, y anticleri­calismo. Integrados al comienzo sólo por un pequeño grupo de liberales disidentes, muy pronto las fuerzas radicales crecieron hasta convertirse en partidos de consideración, a medida que in­gresaban en sus filas intelectuales de la baja clase media, masones y pequeños comerciantes. En la Argentina estas fuerzas causa­ron la desaparición del Partido Liberal, convirtiéndose pronto en el partido mayoritario del país. En cambio, en Ecuador, el caso fue a la inversa, y los liberales reabsorbieron a los radicales. En Chile el radicalismo se convirtió pronto en la fuerza mayori- taria del país, pasando a ocupar la posición clave en toda coali­ción política dentro del sistema pluripartidista chileno, posición comparable a la que ha ocupado tradicionalmente el Partido Ra­dical francés en aquella república.El surgimiento de las cktses medias

Antes de referirnos a aquellas organizaciones aparecidas en época más reciente, sería conveniente que nos refiriéramos a uno de los fenómenos de mayor importancia dentro del proceso de desarrollo político latinoamericano íntimamente ligado a la vida de los partidos modernos.

12 Ihid., pp. 92-95.

Se trata del surgimiento de los sectores urbanos medios de la sociedad como una fuerza políticamente activa. Este fenómeno se debió, como ya hemos indicado, a la introducción de cambios tec­nológicos ocurridos a fines del siglo xix, y sus efectos se hicieron claramente visibles a partir de 1920. Actualmente los sectores medios de la sociedad mantienen un lugar prominente en el cua­dro político de diverso número de países latinoamericanos, princi­palmente Argentina, Brasil, Chile, México, Uruguay y Venezuela.

A estos seis países les corresponden más de dos tercios de la superficie territorial y de la población, y más de tres cuartos de la producción bruta de todo el continente latinoamericano Una de las grandes incógnitas políticas, es la de si estos sectores serán capaces de mantener su prominencia política, en un ambien­te que se hace cada día más complejo a medida que nuevos grupos sociales participan en las contiendas políticas.

Un historiador norteamericano, John J. Johnson, ha sido uno de los primeros en estudiar la clase media en estos países. En términos generales la obra de Johnson titulada Political Change in Latin America^^, es un análisis de este proceso histórico en cinco países del continente, Uruguay, Chile, Argentina, México y Brasil. Su objetivo fue describir la gestación y la función nacional de ]o que el autor denominó sectores medios. Según él mismo ex­plica, prefirió evitar las palabras clases y capas, porque estos térmJnos tienen para los europeos y anglonorteamericanos un significado esencialmente económico, mientras que en América Latina los determinantes culturales, tales como la educación, la for­ma de vida, el medio ambiente, etc., desempeñan, en el estable­cimiento de la posición social, un papel más importante que el que se les asigna en otras regiones. Utiliza estos términos en plural debido a que los grupos a que se refiere son social y económica­mente sumamente amorfos y desiguales. Como es bien sabido, los integrantes de este estamento social incluyen una inmensa varie­dad, que va desde los empleados hasta los propietarios de em­presas e industriales, los profesionales, profesores y miembros de la alta burocracia. Johnson rechaza en un principio la idea de que en América Latina no existe una clase media y demuestra que sí existe y que es muy numerosa, por lo menos en algunos países. Enumera luego los distintos procesos que condujeron a la formación de estos sectores medios. En su enumeración se

La versión castellana publicada en 1961, es: L a transform ación política de A m érica Latina. (Buenos Aires, librería Hachette, 1961.)

advierten a veces algunas omisiones, como por ejemplo, la in­fluencia en la urbanización de la estructura económica de las zonas rurales que impulsa hacia los centros urbanos parte de su propio crecimiento vegetativo y parte del aporte migratorio. Este fenó­meno es importante, ya que es causa de que el desproporcionado crecimiento del núcleo urbano en varios países no sea sólo el fruto de la revolución industrial como en los Estados Unidos o en Europa, sino por lo menos parcialmente un subproducto del desequilibrio estructural permanente.

Durante el siglo xix existía en la América Latina un sector medio tradicional compuesto de intelectuales, artistas, burócra­tas, sacerdotes y de los grados medios e inferiores de los cuerpos de oficiales de las fuerzas armadas. Este sector medio se alió políticamente con élites. Esta composición, estática hasta la tran­sición del sistema agrícola neofeudal al del capitalismo semi- industrial, cambió como resultado de las transformaciones técni­cas que com^enzaron a sentirse en algunos de los países más evolucionados durante el período de 1885 a 1915. Hasta 1900 los sectores medios constituían numéricamente una delgada capa intermedia entre las élites y las grandes masas, pero a partir de entonces se sumaron a estos sectores representantes del comercio y la industria, así como administradores, científicos, y técnicos. A pesar de su crecimiento estos sectores constituyeron un por­centaje del total de la población relativamente escaso has^a la primera guerra mundial. A partir de ésta, sin embargo se infil­traron en la clase media apreciables cantidades de miembros de otros segmentos de la sociedad. En varios países, muchos in­migrantes ingresaron en esas filas como dueños de establecimien­tos comerciales o industriales; otros, procedentes de familias te­rratenientes se dedicaron al comercio o a la industria, uniéndose así a los sectores medios; mientras que una buena parte de los grupos obreros se convirtieron en maestros, técnicos, burócratas y administradores.

Posteriormente a la primera guerra mundial la calificación de miembro de la clase media se deriva casi por entero del nivel educacional y de los antecedentes familiares, y los miembros de este sector se encontraban, por sus actitudes, mucho más cerca de las élites que de las clases trabajadoras. El principal efecto de las transformaciones que hemos mencionado fue el de convertir a los nuevos sectores medios en grupos más populares en su origen y en sus actitudes de lo que habían sido las clases medias tradicionales.

Los sectores medios no constituyen una capa social homogé­nea ni llenan la condición indispensable de clase social: sus com­ponentes no participan de una base común de experiencia. Entre ellos coexisten representantes de toda la escala cultural y econó­mica, desde los descendientes de antiguas familias de aristocrá­tico abolengo hasta nuevos inmigrantes europeos, mestizos, mu­latos y negros. Unos pertenecen a la clase media por su nivel de educación, otros por su riqueza; unos son firmes defensores de la libertad de empresa y de la propiedad privada, y otros se pre­ocupan poco por estos derechos. Existen aquellos que consideran establecida su situación y saben cuáles son sus objetivos, y aque­llos que sufren las tensiones propias del tránsito de un grupo socio-económico a otro. Mientras unos tienen solamente un interés paternal y un conocimiento teórico de las clases trabajadoras, hay otros que por haber salido de éstas las conocen íntimamente y sus sentimientos hacia los segmentos populares tienen un ca­rácter más personal.

Las diferencias existentes entre los integrantes de los sectores medios han impedido que éstos adquiriesen, políticamente hablando, ima verdadera unidad. De hecho, entre sus componentes se pue­den encontrar todas las ideologías políticas. Sin embargo, esto no les ha impedido obtener la preeminencia política en una buena parte de América Latina. Sus elementos con ambiciones políticas pudieron alcanzar, a partir de la primera guerra mundial, arre­glos satisfactorios con el proletariado industrial que comenzaba a desarrollarse a partir de 1918. Hasta entonces los sectores medios no habían tenido otra alternativa que ofrecer su apoyo a las élites. El surgimiento de este proletariado industrial urbano, vigoroso y militante, pero carente de liderazgo, ofreció por pri­mera vez otro camino a la sección política de los sectores medios. Desde el punto de vista histórico los sectores medios y los grupos proletarios con conciencia política tuvieron en principio tres características comunes principales. En primer lugar ambos gru­pos habían sido predominantemente urbanos; en segundo lugar, ambos, en la mayoría de los casos habían dependido de salarios o jornales, y por último, ambos habían carecido de la oportunidad y capacidad de asumir una acción política independiente al nivel nacional y, por consiguiente, se habían visto obligados a buscar apoyo en otros sectores. Partiendo de estos rasgos afines, los líderes políticos provenientes de los sectores medios, pudieron abogar por soluciones a cinco problemas de interés fundamental, tanto para gran número de los miembros de su categoría social

como para los trabajadores industriales. Estos problemas se rela­ción aban con el papel del Estado en la educación, la industria­lización, el sentimiento nacionalista, la intervención estatal, y el ‘‘roF' de los partidos políticos.

El problema de la educación pública sirvió como espada de dos filos a los dirigentes políticos de los sectores medios. En ei siglo XIX, la idea de la instrucción pública se asoció siempre al gobierno representativo y al progreso nacional, y los dirigentes de la clase media, aunque muchos de ellos enviasen a sus hijos a colegios particulares, fueron ardientes defensores de la educa­ción popular. Por otra parte la instrucción pública infligió un rudo golpe al poder de la Iglesia que hasta fines del siglo había ejercido prácticamente un monopolio de la enseñanza. Cuando los grupos de industriales y comerciantes comenzaron a exigir un sistema más a tono con las necesidades del desarrollo industrial, los dirigentes de la clase media encontraron nuevo apoyo para sus demandas de que el sistema educacional produjese no sólo una masa de votantes instruidos, sino también los miles de obreros, industriales y artesanos que necesitaban las industrias.

Como bien ha dicho Johnson, la industrialización se convirtió en una obsesión para los dirigentes políticos de los sectores me> dios. La imperiosa necesidad de la industrialización fue aceptada como una verdad evidente por todos los integrantes de este sector así como el proletariado urbano, y esta demanda se acentuó aún más después de la segunda guerra mundial. A partir de esta últi­ma fecha las demandas por la industrialización se extendieron para incluir la industria pesada, y las fábricas de hierro y acero se convirtieron en símbolos de progreso. Mucha razón tiene Johnson cuando afirma que para los dirigentes políticos de estos sectores defender una política nacional basada en la doctrina económica de que cada zona geográfica debe producir solamente lo que resulte más eficaz equivaldría a suicidarse políticamente, ya que esta posición sería siempre interpretada como una defensa del colo­nialismo económico ejercido por las potencias industriales.

Antes de que los sectores medios adquirieran prominencia política, el nacionalismo latinoamericano interesaba solamente a los intelectuales, quienes exponían exclusivamente sus aspectos jurídicos y culturales. Aunque parezca curioso, estos defensores del nacionalismo en lo cultural y jurídico contemplaban al mismo tiempo la enajenación de los recursos naturales y las concesiones a empresas extranjeras sin que esto les causara desasosiego al­guno. Esta concepción puramente abstracta del nacionalismo.

comprendida solamente por minorías selectas, careció mayormente de valor político. El nacionalismo en sus expresiones políticas y económicas fue en la América Latina un fenómeno que no apa­rece hasta el siglo xix. Correspondió precisamente a los gruidos medios de las sociedades latinoamericanas el elevar el nacionalis­mo a una ideología política y el utilizarla como formidable arma para despertar el interés de amplios sectores del electorado.

Estas nuevas dimensiones del nacionalismo tuvieron el efecto de que los nuevos dirigentes acusasen a los antiguos líderes de haber servido como instrumento de la dominación extranjera. En Uruguay y en México, entre los años 1910-20, y en Argentina, Brasil y Chile a partir del año 1920, los políticos reemplazaron a los intelectuales como principales propagandistas del naciona­lismo.

Con la liquidación de gran parte de las inversiones europeas y de la nacionalización de los servicios públicos, después de la se­gunda guerra mundial, el hecho de que la influencia económica extranjera estuviese representada esencialmente por los Estados Unidos fue causa parcial de que este nacionalismo se dirigiese principalmente contra esta última nación. Estas circunstancias contribuyeron a que el nacionalismo se convirtiese en uno de los elementos primordiales del programa político de los sectores medios, elemento por otra parte atractivo tanto para la nueva oligarquía industrial que aspira a compartir los beneficios de grandes empresas extranjeras como para el proletariado industrial que espera también derivar ventajas de la nacionalización de las empresas extranjeras. El único sector inmune a la atracción del nacionalismo han sido las m.asas rurales todavía marginadas en las que el provincialismo es sustituto del nacionalismo para los otros sectores.

El estatismo también se encuentra muy estrechamente ligado con el éxito político de los sectores medios. Casi al comenzar su ascenso hacia el liderazgo político estos sectores rechazaron las doctrinas del laissez-faire del siglo xix, adhiriendo al principio del intervencionismo para hacer al Estado directamente respon­sable del bienestar social y la expansión de las actividades econó­micas. Una vez en el poder incorporaron en las constituciones las obligaciones del Estado en estas esferas. En países como Argen­tina, Brasil y México asumieron la dirección del movimiento obrero, logrando de este modo que los trabajadores se acostum­brasen a pensar que todos los beneficios que recibían provenían del Estado. De esta manera, los obreros se convirtieron en aliados

de los grupos dirigentes en la convicción de que sólo con su apoyo podrían obtener aún mayores beneficios.

En general, la planificación económica sustentada por los dirigentes políticos en los sectores medios se justifica fundamen­talmente por tres principios: 1) es indispensable proteger a la industria nacional contra la competencia extranjera y sólo el Es­tado puede brindarle esta protección; 2) en condiciones como las que imperan en America Latina donde el crecimiento del capital privado interno es lento, sólo el Estado tiene capacidad para la capitalización necesaria, y debe, por tanto, intervenir para mantener el desarrollo mientras reduce la participación del capital privado extranjero; 3) el bienestar de los trabajadores requiere que el Estado ejerza formas de control sobre los precios de los artículos de primera necesidad.

Otra importante transformación que señaló el término de toda una era la constituyó el proceso mediante el cual la familia fue reemplazada como centro de acción política por los partidos polí­ticos organizados. Desde sus principios dentro de la sociedad latinoamericana, la familia, en su sentido más amplio, fue tradi­cionalmente una institución no sólo social, sino también política y económica. Como sugerimos al tratar del caudillismo, los jefes de familia patriarcales se transformaron frecuentemente en cau­dillos políticos que trasmitían su jefatura en forma hereditaria. En el siglo actual una serie de fuerzas sociales y económicas fue­ron minando la interdependencia de los miembros de la familia, ofreciéndoles mayor movilidad, nuevas actividades sociales, y ma­yores libertades. La aparición de grandes empresas tendió a reducir la influencia de las relaciones familiares en la búsqueda de empleo, y en la esfera gubernamental, el tradicional nepotismo cedió terreno al servicio civil y a la burocracia profesional. Todos estos factores se combinaron para producir una transferencia de la fidelidad del grupo familiar a los partidos políticos, institu­ciones que pueden proporcionar un campo común a aquellos que tie­nen objetivos similares basados en intereses comunes y en relaciones sociales fuera del hogar.Actual situación política de las clases medias

Según algunos observadores, la posición política actual de los sectores medios parece haber sufrido cierto deterioro. Esta afir­mación es sustentada por el hecho de que estos sectores han sufrido

en años recientes reveses electorales en algunos países. Esencial­mente, estas derrotas parecen ser la resultante del descontento popular con el manejo de los asuntos públicos más que de diferen­cias sobre los objetivos fundamentales de orden social y econó­mico, así como los de política exterior que han mantenido los sectores medios. Parece claro, sin embargo, que el futuro del liderazgo político de las clases medias puede verse amenazado por la competencia de grupos que se encuentran en los extremos, tanto de derecha como de izquierda dentro del cuadro político. Hasta es concebible que las propias clases medias, movidas por una inconformidad con el funcionamiento ineficaz de algunos instrumentos de la democracia representativa, pudieran llegar a sentirse atraídas por soluciones autoritarias con el fin de acele­rar aquellos cambios, hasta ahora postergados, que requiere el desarrollo económico y social. Si aceptamos esta hipótesis llega­ríamos a la conclusión de que, contrariamente a la noción general­mente aceptada, los sectores medios en vez de constituir un factor favorable a la estabilidad, significarían en el futuro un elemento importante de inestabilidad política.

Hay que reconocer que la ya tradicional alianza entre estos sectores y el proletariado industrial se ha visto últimamente so­metida a tensiones cuyo efecto resulta imprevisible. A medida que ha avanzado el proceso de industrialización, el proletariado urbano ha experimentado al mismo tiempo un crecimiento extra­ordinario con el resultado de que la satisfacción de sus demandas puede comportar una considerable significación económica. La expansión del sufragio, con la inclusión en el electorado de otras fuerzas obreras no industriales, ha determinado que los dirigentes de los sectores medios se hayan visto en la necesidad de una redistribución, no sólo de la riqueza nacional, sino del favor polí­tico de manera que éstos alcancen también a esos otros segmentos que comienzan a demandar una mayor participación. Bajo estas condiciones es concebible que los dirigentes políticos de los sectores medios se vean inducidos a depender menos del apoyo del prole­tariado industrial y más sobre los trabajadores urbanos no indus­triales, así como sobre la gran masa de trabajadores agrícolas cuyas condiciones pueden ser mejoradas a un costo relativamente pequeño, cuando se lo compara con el precio que implican las de­mandas del proletariado industrial. Esto significaría que en un futuro cercano los dirigentes de las clases medias se verían obli­gados a agitar nuevas banderas políticas, tales como la reforma

agraria y el mejoramiento de las condiciones de los trabajadores rurales. De ser así, también resulta concebible que el proletariado industrial urbano cayese entonces en manos de los grupos de la extrema izquierda.

La alianza entre los sectores medios y los trabajadores indus­triales se ha visto también afectada por cambios ocurridos en las empresas industriales y comerciales. Mientras estas empresas estuvieron principalmente en manos de inversionistas extranjeros las demandas laborales no afectaron esencialmente los intereses de la clase media pero, a medida que la industria y el comercio fueron nacionalizados, el costo de estas demandas comenzó a cons­tituir una carga llevada principalmente por los empresarios na­cionales. Estos sectores pueden ejercer una influencia considerable derivada de sus derechos legales y de su poder económico para disuadir a los políticos de las clases medias de la necesidad de aceptar una política más realista desde el punto de vista económi­co, aunque ésta signifique la pérdida relativa de apoyo político por parte de los trabajadores. Finalmente, todos los observadores están de acuerdo en que los sectores medios ya no disfrutan de su antiguo monopolio como campeones del nacionalismo. Hoy el nacionalismo es defendido y utilizado por la mayoría de los sectores políticos articulados. Mientras en algunos países las fuerzas ar­madas se han convertido en los más ardientes defensores del nacionalismo, en otros los trabajadores se han atribuido esta función. En muchos casos la extrema derecha y los comunistas se disputan el estandarte nacionalista. En estas circunstancias, es posible que los sectores m.edios se vean obligados a asumir una posición más moderada en esta cuestión. Es posible que, como ha señalado Johnson, el comunismo y el movimiento Fidelista sean los que amenacen más seriamente la posición política de los sectores medios en un futuro inmediato; tanto el uno como el otro han logrado con éxito indentificarse con las demandas reformistas de todos los sectores marginados políticamente mediante un li­derazgo imaginatico y vigoroso.Los partidos autóctonos

Los partidos que pueden ser incluidos dentro de esta categoría son autóctonos en el sentido de que reflejan condiciones económicas o sociales de un país determinado. Son partidos que aspiran a

John J. Johnson, The Political Role of the L atín American Middle Sec- tors, The A nn als, CCCXXXIV (Marzo, 1961).

corregir las desigualdades económicas y sociales, y que tratan de atraerse y de captar a las clases medias y obrera, a los campesinos y a los intelectuales. Sin embargo, lo que da principalmente fuerza a estos nuevos partidos son los nuevos sectores medios con ambi­ciones políticas cuyo surgimiento hemos analizado, y un prole­tariado industrial recién despertado. El hecho de que estos parti­dos de factura moderna se hallen en competencia con los partidos históricos o tradicionales es causa de cambios profundos en la política latinoamericana. En algunos casos, estos partidos se encuentran empeñados en una lucha encarnizada con las fuerzas tradicionales, cosa que sin duda ha de contribuir, aunque sea sólo temporalmente, a acentuar el mal que tanto aflige a América Latina: la inestabilidad política. En otros, estos partidos han resultado victoriosos en su empeño por capturar las riendas del poder y están tratando de poner en ejecución sus programas. Aunque estos partidos han aparecido en cada país independiente­mente de partidos similares en otras naciones y sus programas responden a condiciones domésticas peculiares, se parecen, sin embargo, en su desarrollo e ideología. La similitud resulta sin duda del hecho de que los problemas económicos y sociales han ido desplazando paulatinamente aquellos conflictos personalistas o de orden religioso que en el pasado constituían el centro de la lucha política en América Latina. Estos nuevos partidos sin excepción propugnan un nuevo concepto del sistema democrático, que no es exclusivamente político, sino también socio-económico. Asimismo apelan al sentimiento nacionalista y son defensores, en mayor o menor grado, de la intervención del Estado en los asuntos económicos. Desde muchos puntos de vista todos podrían colocarse en la clasificación propuesta por Neumann, entre los partidos que él designa como aquellos de integración social. Entre otros existen los siguientes partidos autóctonos: el Partido Aprista del Perú, creado por Víctor Raúl Haya de la Torre en 1931; el Partido de Revolución Cubano (Auténtico) y el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo); el Partido Acción Democrática de Venezuela; el Partido Liberación Nacional de Costa Rica; el Partido Febre- rista del Paraguay; el Partido Peronista Argentino; el Partido Trabalhista en Brasil, y el Movimiento Nacional Revolucionario de Bolivia.

Estos nuevos partidos, sin liberarse del todo del personalismo y de vestigios caudillistas, presentan siempre un énfasis ideoló­gico y se nota en ellos un grado de disciplina partidaria mucho

más notable que el que prevalece en las organizaciones tradicio­nales. Los líderes de este nuevo tipo de partido como Haya de la Torre en el Perú, Rómulo de Betancourt en Venezuela, o José Figueres en Costa Rica, son, desde luego, personalidades a las que siguen masas de devotos simpatizantes y figuras rodeadas de un cierto halo místico, pero aunque cada uno de ellos domine en sus respectivos partidos lo importante es que este liderazgo per­sonal no es la única razón de la existencia del partido, y que por tanto, éste es capaz de sobrevivir al caudillo. Este debilitamiento del personalismo tradicional acompañado por un robustecimiento de los principios y la disciplina partidaria, son sin duda síntomas del proceso de modernización que experimentan los partidos políti­cos latinoamericanos.

La clientela electoral que estos partidos tratan de atraerse es aproximadamente la misma. Los intelectuales y clase media gene­ralmente proveen los grupos dirigentes. El proletariado urbano es factor decisivo dentro de estos partidos, especialmente si tienen control de las organizaciones sindicales. En Cuba, por ejemplo los trabajadores azucareros que se beneficiaron en gran medida con la política del Partido Auténtico, constituyeron su más formi­dable fuerza electoral, mientras que los apristas peruanos han encontrado siempre sustento especial en las masas de indígenas y en la clase mestiza. En general, los pequeños industriales mues­tran inclinación por estos partidos mientras que los grandes terra­tenientes e industriales militan en la oposición.

Estos nuevos partidos son calificados con frecuencia de izquier­distas y aun de comunistas por sus adversarios, pero es casi natural que la oligarquía tradicional califique así a cualquier mo­vimiento que pretenda reformas, aun moderadas, del orden esta­blecido; en ocasiones algunos jefes de esos partidos se sintieron atraídos románticamente por el marxismo soviético durante su juventud, pero, en todo caso, estos dirigentes están hoy lejos de ser extremistas o radicales en cualquier sentido. Por el contrario, generalmente estos grupos y los comunistas son acerbos e irre­conciliables enemigos.

Tomemos como ejemplo uno de estos partidos autóctonos: el Partido Revolucionario Cubano o Auténtico. Nacido en 1934, poco después de la caída de la dictadura de Machado, como resultado de una alianza de varias fuerzas revolucionarias, su programa se sintetizó en los siguientes puntos: democracia política, naciona­lismo económico, reforma agraria, industrialización, seguridad

social y educación. Desde su nacimiento el partido se hizo el abanderado de una revolución pacifica para llevar a cabo un programa de reformas sociales y económicas. Después de muchas vicisitudes el partido llegó al poder tras espectacular victoria electoral en 1944, y se mantuvo en el mismo hasta el golpe militar de 1952 dirigido por Fulgencio Batista. El PRC mientras estuvo en el poder, hizo realidad una parte considerable de su programa aunque sin satisfacer por completo las esperanzas de sus simpa­tizantes. Se distinguió por ser un firme defensor de la democracia política y mientras estuvo en el gobierno mantuvo un respeto es­crupuloso por la libertad de expresión y las garantías individuales. Aunque tímidamente y mucho menos vigorosamente que otros partidos autóctonos de este tipo, intentó algunas reformas al sistema agrario e hizo algunos experimentos en el campo de la planificación económica. Estableció una política firme de estabi­lización del precio del azúcar tendiente además a lograr una dis­tribución más equitativa de la riqueza derivada de este producto y, al fomentar el desarrollo industrial del país, redujo de manera notable los peligros inherentes al monocultivo, que es base de la economía cubana. Dio también impulso a programas de asistencia social e invirtió grandes sumas en el desarrollo de un vasto pro­grama educacional.

La gran debilidad de este movimiento reformista provino de la corrupción administrativa y de la falta de honestidad de sus dirigentes. Estos factores produjeron una inevitable escisión en sus filas, seguida del nacimiento de un nuevo partido en 1946, el Partido del Pueblo Cubano o Partido Ortodoxo. El rompimiento con los auténticos se produjo por estos tres factores: a) corrup­ción; b) demora en la realización de reformas, y c) la sospecha de que su líder, entonces presidente, el Dr. Ramón Grau San Martín, quería imponer a su sucesor. Ya para 1951, este desprendimiento del PRC que claramente correspondía al tipo de partido de que hablamos se había convertido en una gigantesca fuerza política, que en 1952 aparecía como el contendiente más fuerte por la presidencia de la república.

Otros partidos dentro de esta categoría sirven como ejemplo de la variedad de énfasis y matices ideológicos y tácticos que se puede encontrar en este grupo. Los apristas, como es bien conocido, se han caracterizado siempre por su defensa de la reforma agraria y de las comunidades indígenas. El partido Acción Democrática de Venezuela entre otros caracteres se ha distinguido por la aten­ción a la planificación económica. Una preocupación similar ha

animado siempre al Partido de Liberación Nacional en Costa Rica. No todos estos partidos abogan con el mismo entusiasmo por la nacionalización de las industrias, pero por regla general en todos sus programas pueden encontrarse referencias a este objetivo. Algunos partidos la defienden activamente como ocurrió en el caso de la nacionalización de los bancos en Costa Rica, mientras otros relegan este punto a planos secundarios. Con respecto a la posición nacionalista, puede decirse que ha ocurrido un cambio en los últimos años y que, generalmente, el tono y la actitud de estos partidos hacia las inversiones extranjeras es ahora más concilia­torio, inclinándose más hacia el cumplimiento estricto de las leyes sociales y hacia una mayor participación en las ganancias de las compañías foráneas que hacia la expropiación y nacionalización.

Por otra parte, estos partidos, una vez instalados en el poder, han demostrado poseer también ciertos defectos y vicios en común. Ellos son principalmente: la falta de control efectivo sobre el cum­plimiento de las leyes y el mantenimiento del orden; una cierta ineficacia en el manejo de la maquinaria administrativa, y final­mente, un elevado grado de corrupción en el manejo de los fondos públicos, particularmente en los niveles inferiores de la burocracia. Para encontrar ejemplos de estos vicios sólo sería necesario revisar la historia política reciente de México, Cuba, Solivia y otros países. Este factor en algunos casos ha determinado el completo descré­dito del partido como ocurrió en Cuba.

Dos de estos partidos, el Peronista y el MNR de Solivia fueron acusados con frecuencia de tendencias profascistas. No se puede negar la afinidad ideológica del peronismo con el fascismo hasta 1945; pero con la liquidación del fascismo y del nacionalismo en Europa el movimiento peronista elaboró la doctrina ‘‘Justicialis- ta'' que fue propagada como una filosofía auténticamente argen­tina. Aunque el justicialismo retuvo algunas características simi­lares al fascismo, éstas se redujeron al énfasis sobre el principio de autoridad o liderazgo, al supernacionalismo, a la noción del idealismo, y a algunos aspectos de la actividad económica. En cambio, la nueva filosofía se diferenció fundamentalmente del fascismo en el hecho de que no perseguía ninguna deificación del Estado ni en reconocimiento de una élite o grupo selecto. La doc­trina de un partido único tampoco fue nunca oficialmente im­puesta por el régimen. Las analogías se redujeron más bien a los métodos y a las tácticas políticos que a los principios ideológicos. Y por otra parte, el peronismo, pese a todas sus perversiones

políticas, añadió un importante y nuevo capítulo a la historia social argentina.

De la misma manera el Movimiento Nacional Revolucionario que regresó al poder en Bolivia en 1952 después de una forzada exclusión de la vida política que duró varios años, fue objeto de las mismas acusaciones. La fuerza política de este movimiento ha radicado en las grandes masas de campesinos indios y de mi­neros del estaño. Su rápido ascenso se explica por el hecho de que ofreció un programa atractivo de reformas a las clases trabaja­doras, largo tiempo olvidadas. Las similitudes con el fascismo, si existieron, se encontraban también en los métodos y tácticas utili­zados por esta fuerza política, especialmente durante las primeras etapas de su desarrollo.

Aunque el fascismo europeo tuvo repercusiones importantes en algunas de las repúblicas latinoamericanas durante la década de 1930, su existencia fue generalmente efímera y las organiza­ciones de este carácter que aparecieron en el Brasil, en Chile y en Argentina no llegaron a adquirir nunca significación nacional y, generalmente, sólo funcionaron a un nivel regional o provincial. Es necesario observar que aunque algunos regímenes dictatoria­les latinoamericanos hayan presentado analogías con los sistemas nazista y fascista, existe una importante distinción entre una política de represión y el fascismo propiamente dicho. La realidad es que hasta ahora las típicas dictaduras militares latinoamerica­nas no han intentado nunca imponer seriamente un control tota­litario sobre la vida económica y cultural del país, sino sólo sobre la vida política. Las diferencias entre el fascismo y el autoritaris­mo latinoamericano son fáciles de percibir. Este último pone especial énfasis sobre los privilegios y el poder del ejército y de la dique dominante. Su apoyo principal se deriva de las fuerzas armadas y no de los sectores medios de la sociedad. Bajo una dic­tadura tradicional al estilo latinoamericano hay mucho menos in­terferencia en la vida privada de los ciudadanos que bajo un ré­gimen fascista auténtico. Por otra parte, los movimientos fascistas en Latinoamérica han carecido siempre de apoyo popular. Sus simpatizantes han provenido principalmente de la juventud con­servadora, de sectores de la burocracia y de las familias de oficiales del ejército. Estos grupos no podrían compararse nunca numérica ni influencialmente con las masas de empleados de “cuello blanco” y los profesionales que fueron el eje del fascismo europeo.

Es necesario además tener en cuenta que no existe una base

económica para el fascismo en Latinoamérica. El sistema capi­talista está en una fase temprana de desarrollo y no de contrac­ción como ha ocurrido en aquellas regiones donde floreció el fas­cismo. Por esto decimos que la analogía que pueda existir entre algunos regímenes dictatoriales latinoamericanos y el fascismo es simplemente de lenguaje y de slogans, A lo más podría hablarse del fascismo criollo como una variedad peculiar, especie de auto­ritarismo autóctono que a veces es estimulado por los políticos conservadores y por los dictadores militares con el fin de apro­vecharse de él, utilizándolo como fuerza auxiliar para mantenerse ellos mismos en el poder.Los partidos social-cristianos

Entre los partidos de inspiración europea ha aparecido un nuevo grupo en la escena latinoamericana que tiene un futuro prometedor y que está formado por organizaciones cristianas reformistas. Desde la época de la encíclica De Rerum Novarum de León xiil había existido entre las fuerzas conservadoras una nueva corriente. Después de 1927 los nuevos ideales sociales cató­licos empezaron a ganar adeptos en los círculos estudiantiles universitarios. Las actividades de los grupos de Acción Católica y la aparición de la encíclica Quadragésimo Anno dieron ma­yores ímpetus al social-cristianismo. La generación más joven entre la clase conservadora resultó altamente receptiva a las teorías y pensamientos filosóficos que emanaba de los movimientos social- cristiano europeos.

Cuando esta juventud, siguiendo la tradición, ingresó en las filas conservadoras, ya había adquirido en muchos casos tenden­cias definitivas reformistas. Éste fue, por ejemplo, el caso en Chile donde pronto se creó un conflicto entre las actividades de ideas progresistas de la Juventud Conservadora que después de 1935 se organizó para aunar estos elementos y la acción y pen­samiento de los conservadores tradicionales. Este conflicto llevó eventualmente a un rompimiento y a la creación de una entidad política separada, que es hoy el Partido Demócrata Cristiano chileno.

El éxito de los demócratas cristianos chilenos en la formación de una organización política, pequeña en sus principios pero dis­ciplinada, fue realmente asombroso. En un período de tiempo relativamente corto atrajeron numerosos seguidores en los círculos intelectuales, en el movimiento sindical, en la nueva clase indus-

trial, y más recientemente, entre los trabajadores de las zonas rurales. Con ideales democráticos, raíces espirituales y una doc­trina económica neosocialista, el Partido Demócrata Cristiano ha llegado a convertirse en ese país en el partido mayoritario habiendo obtenido una victoria electoral sin precedentes en la historia política de Chile.

En Venezuela los demócratas cristianos reunidos en el partido OOPEI constituyen una de las más grandes fuerzas políticas del país, y en el Perú, Argentina y Uruguay tienen también fuerza relativa, aunque de mucha menor significación que en Chile o Venezuela. El problema más grave que confrontan los partidos políticos de orientación social-cristiana es el de mantener el equi­librio entre los dos aspectos de su programa, es decir, entre lo> cristiano y lo social, evitando así que los aspectos confesionales que constituyen su mayor desventaja desde el punto de vista electoral, puedan supeditar los objetivos de progreso social. Este problema surge del hecho de que muchos de sus seguidores se sienten atraídos hacia el programa demócrata cristiano por razo­nes de afinidad religiosa sin que por ello compartan necesaria­mente la actitud progresista del partido respecto de las cuestiones sociales. En el seno de cada uno de estos partidos existen, por tanto, dos segmentos: uno, caracterizado por una posición y acti­tud más conservadora, y otro que se inclina hacia la izquierda, llegando en algunos casos incluso cerca del marxismo. Es obvio que esta situación puede conducir a serios conflictos internos. A este factor, hay que añadir otros que son característicos de todo partido que, intentando ampliar su base popular atrayendo a distintos sectores de la sociedad como obreros, profesionales, in­dustriales y campesinos, se halla sujeto a los efectos de poderosas fuerzas ideológicas centrífugas.Los partidos socialistas

Estos partidos, con la excepción del Partido Socialista de Chile, han tenido por lo general, poca significación política en América Latina. Los partidos socialistas, inspirados en el socialismo euro­peo, han florecido especialmente en los países del extremo sur del continente que recibieron la influencia de grandes masas de inmigrantes europeos durante la segunda mitad del siglo XIX. Eminentemente doctrinarios, estos partidos, por regla general, no han sido capaces de proporcionar una dirección dinámica capaz de galvanizar las fuerzas populares; alejándose en muchos casos,.

de las organizaciones obreras y predicando lo que podría llamarse un socialismo de cátedra, un poco académico en su concepción, y por tanto bastante ajeno a las necesidades populares.

El Partido Socialista argentino ha sido uno de los más antiguos y fuertes que hayan existido en América Latina. Grupos socialistas franceses, italianos y españoles que actuaban separadamente se fusionaron en 1896 en una gran organización política bajo la dirección de Juan B. Justo. La influencia del socialismo argentino se hizo sentir pronto en muchos países de América Latina. Des­pués de un período de rápido desarrollo antes de la primera guerra mundial, se produjeron disensiones en los años 1914 y 1915, solucionadas más tarde en 1920, logrando el partido controlar las principales organizaciones obreras hasta 1942. Con el surgi­miento del movimiento peronista los socialistas perdieron su ascen­diente en los sindicatos y en el electorado del país, sin haber logra­do reponerse todavía de esas pérdidas. En Chile, en cambio, el socialismo con más contacto directo con las masas obreras y cam­pesinas ha tenido mayor éxito, habiendo llegado a convertirse, después de innumerables disensiones y vicisitudes, en unas de las dos grandes fuerzas que constituyen hoy el poderoso bloque de la extrema izquierda, así como el más fuerte partido socialista del continente.Los partidos socialistas populares

Las organizaciones denominadas de esta manera han surgido en época muy reciente. Con este nombre se designan una serie de partidos reformistas de izquierda que, aunque de base ideoló­gica socialista, se distinguen del socialismo tradicional principal­mente por su tendencia a colaborar con las fuerzas comunistas y por ser sustentadores de planteamientos revolucionarios que no excluyen el uso de la violencia como instrumento de acción política. Entre ellos podrían contarse los grupos de Vicente Lom­bardo Toledano, en México; de Francisco Juliáo, en Brasil, y una serie de agrupaciones existentes en distintos países bajo la deno­minación común de Frentes o Movimientos de Liberación Nacio­nal. Algunos de estos grupos han tenido su origen en divisiones internas de algunos de los partidos que llamamos autóctonos o de tipo aprista, al separarse grupos de izquierda descontentos con el rumbo moderado dictado por sus líderes. Generalmente interesados en los problemas internacionales, estos grupos se han inclinado a prestar su apoyo a la política exterior de la Unión Soviética

y muy especialmente han defendido la revolución cubana. Los dirigentes y la masa de estos partidos políticos provienen general­mente de las filas estudiantiles, de los segmentos más sumergidos de los centros urbanos y en algunos casos de sectores del campe­sinado, así como de grupos disidentes obreros. Aunque con pocas probabilidades de alcanzar el poder mediante procesos electorales estos grupos, por su posición francamente revolucionaria, pueden convertirse en factores de gran importancia en situaciones de desorden y anarquía políticos o en casos de graves desacalabros económicos. Estos partidos son generalmente mucho más extre­mistas tanto en pensamiento como en acción que los partidos co­munistas, y representan de hecho una posición ideológica que algu­nos llaman neotrotskista. Puesto que no forman parte del movimien­to internacional comunista, aunque cooperen con éste en ocasiones, disfrutan de una gran independencia que les permite mantener una línea dura y revolucionaria de manera consistente, ya que no tienen que someterse a los altibajos y zigzagueos de la política soviética, como ocurre a los partidos comunistas.

Esto naturalmente los coloca en una posición ventajosa dentro de la extrema izquierda, ya que no se ven obligados a explicar cambios de actitud emanados de presiones externas que, además de resultar embarazosos para los comunistas, a menudo cuesta o éstos la pérdida de muchos simpatizantes. El fidelismo cubano es el único movimiento de este tipo que ha alcanzado el poder en América Latina.Los partidos comunistas

El comunismo es una fuerza política importante en América Latina aunque, numéricamente hablando, su representación es ca­si siempre débil y su influencia en la vida política se manifiesta casi siempre de manera indirecta. Resulta extremadamente difícil hacer una valoración de la influencia comunista dada la tendencia de muchos gobiernos latinoam^ericanos de aplicar esta designación a cualquier individuo o grupo que se aventura a criticar o a oponerse al status quo. Con frecuencia un dictador latinoamerica­no que se enfrenta con oposición contra su gobierno, de inmediato califica a sus opositores como comunistas. A su vez, un gobierno que emprenda reformas económicas y sociales que afecten a pode­rosos intereses creados es tachado como tal por sus adversarios.

^ Needler, op. cit., pp. 101-104.

Desde el decenio de 1930 los comunistas ejercieron notable influen­cia en el movimiento sindical, pero sólo llegaron a ser un factor político importante en el período de la segunda guerra mundial cuando llegaron a controlar los grupos más numerosos en los movimientos sindicales de Chile, Panamá, Guatemala, Colombia, Uruguay, Cuba, Brasil, Venezuela, Ecuador y México. Según las estadísticas, las fuerzas comunistas en América Latina aparecen insignificantes, con un total aproximado de unos 200.000 miem­bros, o sea menos de dos décimos del uno por ciento de la población total latinoamericana. Comparado entonces, con el 1,3% de comu­nistas de Francia y el 3,6% de Italia, su fuerza electoral es muy reducida. Sin embargo, su importancia política no se puede medir solamente por el número de sus afiliados puesto que por regla general los partidos comunistas logran en las elecciones un por­centaje de votos muy superior. Los partidos comunistas más nu­merosos existen en Brasil, Chile, Argentina, Cuba y Venezuela. En Chile, el Partido Comunista ocupó un lugar en el Frente Popular de 1938 e integra hoy una de las dos grandes fuerzas que constituyen el Frente de Acción Popular, una de las más grandes fuerzas políticas del país.

Algunos países han proscripto al Partido Comunista mientras que otros no lo admiten como tal en las justas electorales. En consecuencia, la acción comunista es ejercida por medios indirec­tos bien en el interior de las organizaciones obreras o por infil­tración de los partidos de tipo populista. En algunos casos su influencia es notable en círculos estudiantiles y aun en el ámbito militar. Por otra parte, aunque las dictaduras de derecha siempre despliegan su anticomunismo, no han sido tampoco renuentes a mantener complicadas relaciones y arreglos mutuamente satis­factorios con los partidos comunistas. Entre los dictadores re­cientes se encontraron muchos que llegaron a transacciones con­venientes con las fuerzas comunistas que, en muchos casos, incluso se encontraban legalmente disueltas. La técnica comunista más usada ha sido la de mantener dos facciones dentro del partido, una que ofrece apoyo al régimen, y otra que establece contacta con la oposición en el exilio o en la clandestinidad.

En otros casos la existencia de partidos reformistas enfren­tados con una oposición virulenta por parte de las fuerzas tradi­cionales ha proporcionado un terreno favorable a la infiltración comunista. El ejemplo más frecuentemente citado es el de Guate­mala, donde el partido comunista numéricamente insignificante^

llegó a ejercer sobre el gobierno de Arbenz (1951-54) una intensa influencia que provocó la intervención indirecta de los Estados Unidos y el derrocamiento de aquel régimen. En este caso una oposición conservadora que luchó de forma intransigente contra todo cambio social contribuyó grandemente al incremento de la influencia comunista, mientras que los elementos más liberales, ante el dilema de asociarse con los comunistas o con la oposición conservadora, se abstuvieron de apoyar a ninguno de los dos frentes adversarios, contribuyendo así también a frustrar la re­volución guatemalteca.

La acción comunista ha sido relativamente eficaz en época reciente, debido a la habilidad de sus fuerzas en identificarse con el nacionalismo latinoamericano. Dicha acción es en cierto modo facilitada porque ha convertido en uno de sus objetivos principa­les la agitación antinorteamericana, recurriendo a reacciones afec­tivas que tienen profunda raíz entre algunos sectores sociales. El desarrollo de nuevas organizaciones políticas tales como las que hemos descripto anteriormente ha sido sin duda un factor importante en la contención de la influencia comunista. Prueba fehaciente de este hecho es que el comunismo latinoamericano considera a partidos de base popular de tipo autóctono como sus más serios enemigos. A pesar de la vulnerabilidad de la economía latinoamericana, en aquellos países en que se ha luchado por lograr una justicia social auténtica, la influencia comunista ha declinado. Así también en aquellos casos en que un partido demo­crático ofrece y realiza las mismas aspiraciones económicas y sociales que promete el partido comunista, una gran mayoría de los electores han preferido siempre al primero.E l sistem a de partido único

El sistema de partido único o de partido oficial predominante, sin considerar a Cuba por la especial naturaleza de su régimen actual, ha sido el empleado en México desde 1929 aproximada­mente, y en Bolivia a partir de la revolución de 1952. Bajo este sistema un partido revolucionario tiene asegurado un monopolio de hecho o de derecho, aunque existan partidos de oposición así como también subsistan aquellas libertades públicas asociadas generalmente con el funcionamiento de un Estado democrático.

En México el Partido Revolucionario Institucional constituye el eje del sistema unipartidista que rige en aquel país. Creado por Plutarco Elias Calles en 1928, el entonces Partido Nacional Revo­

lucionario resultó de una combinación de grupos regionales querepresentaban las fuerzas que apoyaron la revolución mexicana, Los segmentos que integraron esta alianza fueron principalmente los sindicatos, las ligas agrícolas, las organizaciones profesionales y las asociaciones militares. Estos grupos mantuvieron su propia identidad pero fueron colocados bajo la autoridad de una comisión ejecutiva nacional. A partir de ese momento comenzó un proceso de absorción del resto de los partidos políticos, y el PNR pronto se convirtió en una formidable máquina política de extraordinario poder electoral. El presidente Lázaro Cárdenas efectuó, durante su mandato, la transform.ación de la maquinaria creada por Calles, en un partido funcional, integrando a nuevos grupos de trabajado­res y campesinos en las filas del PNR. Éste se transformó en marzo de 1939, en el partido de la revolución mexicana, y sus cuatro secciones autónomas —sindicatos, campesinos, el sector po­pular y las fuerzas armadas— se fundieron en una única orga­nización. Posteriormente, el sector militar fue suprimido, pues si en un principio había sido incluido, lo fue para evitar los golpes de Estado y adoctrinar al ejército en los principios de la revo­lución.

La función fundamental del partido era la preparación del pueblo para el establecimiento de una democracia de trabajado­res como primer paso hacia un sistema socialista. La reconstruc­ción posterior del partido y el cambio de su nombre en Partida Revolucionario Institucional no afectó su tradición política, si bien es cierto que, a partir de dicha transformación, se inició una etapa moderada en la aplicación de los principios revolucio­narios. Hoy, el número de afiliados al partido asciende a más de 4.000.000 y en sus filas se encuentran representadas todas las ramas políticas y sindicales de la revolución, gran parte de los oficiales y tropa de las fuerzas armadas, y la totalidad de los funcionarios públicos.

El partido prepara los planes y programas de la adminis­tración a través de sus comisiones de expertos especialistas. Estos planes, luego de ser aprobados por el Comité Ejecutivo, son some­tidos a la sanción de la Convención Nacional del partido. Esta gigantesca maquinaria electoral, a veces criticada vehementemente por sus opositores como una institución totalmente antidemocrática, ha convertido a México en un país prácticamente unipartidista.

Aunque todos los partidos gocen en México de los mismos derechos, los partidos opositores han visto reducidas hasta ahora

SUS posibilidades de obtener amplia representación en los cargos de la administración pública. Si bien es cierto que la oposición conservadora, por ejemplo, representada por el Partido Acción Nacional ha visto su apoyo electoral aumentado de manera cons­tante desde su fundación hace más de veinte años, este incremento ha sido tan lento que insumiría por lo menos otros veinte años alcanzar una representación mayoritaria en las cámaras legisla­tivas.

Bolivia, a partir de 1952, se convirtió también en un país de partido único aunque con un sistema democrático mucho más limitado probablemente que el que impera en México. Si bien ambos regímenes se han visto en la necesidad de reconciliar los intereses de un número muy variado de grupos económicos para obtener un equilibrio capaz de mantener la solidaridad del partido revolucionario, la diferencia fundamental entre ambos países es que en México, debido a la creciente expansión de su economía, esta tarea ha sido más fácil.

Los dirigentes bolivianos, en cambio, han debido enfrentarse con una tarea casi imposible, como es la de tratar de armonizar diferentes grupos económicos y sociales en un momento en que la economía del país, lejos de expandirse, entraba en un período de seria contracción. Es necesario advertir que la situación de monopolio político que prevalece en México está profundamente mitigado por la existencia dentro del PRI de un número de ten­dencias políticas que no sólo gozan de libertad de acción, sino que practican una especie de principio de alternabilidad en el control del gobierno. De esta manera el sistema de partido oficial o de democracia dirigida, como otros lo han llamado, aparece — tal como funciona en México— como un sistema tolerable y adecuado para resolver las contradicciones políticas de una sociedad aún no integrada que cumple también la función de preparar al país para un régimen genuinamente democrático. Desde este punto de vista el sistema puede considerarse como un instrumento adecuado para la etapa de transición necesaria entre la unidad de un gran movimiento revolucionario victorioso y un período subsiguiente de retorno a las divisiones y luchas partidarias que son normales en una democracia. Su gran valor radica en el cumplimiento de esta función de educación cívica, evitando al mismo tiempo la posibilidad de que se produzcan estallidos violentos y guerras civiles. Resulta obvio que el sistema es esencialmente transitorio y que, una vez cumplida su función educativa así como el proceso

de modernización del sistema social, el sistema unipartidista se liquida a sí mismo.

El análisis que acabamos de hacer de los partidos políticos latinoamericanos, puede llevarnos a la conclusión de que en los últimos años han aparecido una serie de factores que han modifi­cado profundamente el esquema tradicional partidario en América Latina. Entre estos factores hemos señalado la aparición de nuevas fuerzas en la política que compiten ahora por el poder, con aque­llos grupos antiguos y tradicionales. Hemos visto asimismo, cómo la participación creciente de las organizaciones obreras en la política ha tenido un efecto de considerable significación, y hemos señalado como el hecho quizá más trascendental, el surgimiento de nuevas organizaciones políticas que plantean de manera vigo­rosa y dramática los problemas socio-económico nacionales.

LOS GRUPOS DE PRESIÓNLos grupos de presión constituyen una materia que por su

misma naturaleza se presta especialmente al uso del método com­parativo. Los intereses que estos grupos defienden son similares en muchos países, a pesar de las hondas diferencias que puedan existir entre sus regímenes políticos o sus sistemas de partidos. Los conflictos que surgen entre estos grupos resultan con fre­cuencia igualmente similares a pesar de que la solución de estos conflictos adquiera formas diversas de acuerdo con las peculiari­dades del milieu-socio-económico y político del país de que se trate. Asimismo puede afirmarse que la competencia y rivalidad entre los grupos de presión y los partidos como agentes intermediarios entre el ciudadano y el gobierno, particularmente en la esfera económica, es un fenómeno de carácter universal. Estas razones son suficientes para sugerir la necesidad de realizar investiga­ciones sistemáticas de estos grupos en distintos países que hagan posible su examen y evaluación comparada, si es que queremos llegar al establecimiento de conclusiones y principios de carácter científico que sean aplicables tanto a una determinada “cultura” política como a otra. ^

Según Maurice Duverger, “el desarrollo de los partidos ha hecho romper los cuadros de las viejas clasificaciones políticas, inspiradas en Aristóteles o en Montesquieu. La oposición clásica del régimen parlamentario y el régimen de asamblea no puede constituir ya, en lo sucesivo, el eje del derecho constitucional moderno. El partido único acercaba profundamente a la Turquía kemalista, la Rusia soviética y la Alemania hitlerista, aunque la primera se pareciera a un régimen de asamblea, la segunda a un régimen semiparlamentario, y la tercera a un régimen semi- presidencial. A pesar de su apego común al parlamentarismo,

1 Henry W. Ehrmann, ed. Interest Groups on Four Continents (Pitts- burgh, University of Pittsburgh Press, 1958, viii).

Gran Bretaña y sus dominios, regidos por el bipartidismo, están profundamente separados de los sistemas continentales, sometidos al multipartidismo, y más cerca en algunos aspectos, de los Estados Unidos, a pesar de su naturaleza p resid en cia l.S in embargo, el mismo Duverger, más adelante afirma que esta distinción entre monopartidismo, bipartidismo y multipartidismo no resulta sufi­ciente como eje para el análisis del funcionamiento de los siste­mas políticos contemporáneos, y nos advierte que al aceptar esta clasificación corremos también el riesgo de entrañar confusiones. ‘'El número de partidos —nos dice —, es un elemento capital de la estructura gubernamental, hay otros que no deben ser olvidados a su favor. La comparación de Inglaterra y Estados Unidos ilustra el papel de la estructura interior de los partidos, oponiéndose netamente la centralización inglesa a la descentralización nortea­mericana. Del mismo modo, las diferencias propiamente políticas entre la U.R.S.S. y la Turquía anterior a 1950 descansan esencial­mente en la naturaleza totalitaria y homogénea del Partido Co­munista y la naturaleza heterogénea y especializada del Partido Republicano del Pueblo.. . La fuerza respectiva de los partidos ejerce una influencia no menos profunda: la existencia de un partido dominante puede transformar la naturaleza de un régimen, como se ve en ciertos Estados norteamericanos o en la Suiza ante­rior a 1914.'’ Para comprender las diferencias que existen entre diversos sistemas políticos, digamos, por ejemplo, que en Ecuador y en Indonesia es necesario hurgar más allá de los sistemas cons­titucionales de estos países y de sus sistemas de partidos. E s necesario identificar y luego analizar los grupos de interés que funcionan en estas naciones y las actitudes básicas de sus pueblos hacia la autoridad política, el partidarismo y los intereses. En pocas palabras, es necesario examinar de modo total la “cultura política'' de cada una de estas naciones.

Es conveniente también advertir que no debemos caer en el error de atribuir importancia fundamental a los grupos de presión como única clave de los regímenes contemporáneos. La realidad es que no existe ninguna fórmula mágica para desentrañar un sis­tema. Más que como una alternativa, hay pues que considerar el estudio de los grupos de presión como una de las múltiples face­tas en la búsqueda de una concepción completa y sistemática de la política en sus dimensiones totales. De por sí, aislado, el aná­lisis de los grupos de presión por completo y exhaustivo que sea, será de poca utilidad si no se lo complementa con el examen sis-

temático de la estructura gubernamental, de la opinión pública, y con el estudio de ciertos factores que no son esencialmente políticos, sino sociológicos y culturales. La vinculación entre facto­res de este tipo, como lo son de carácter ocupacional, económico, étnico, religioso, regional, etcétera, y los grupos de presión resulta obvia, ya que aquéllos se manifiestan en la esfera política a través de estos grupos.CONCEPTO Y CLASIFICACIÓN

El primer problema que confrontamos es el de la identificación de los grupos de presión. David Truman, en un penetrante estudio, ha señalado que los grupos de interés pueden ser articulados o inarticulados, manifiestos o latentes, formalmente organizados o amorfos e inestructurados. Así, por ejemplo, basta una compa­ración somera entre el sistema político de cualquier país latinoa­mericano y el de Gran Bretaña, para que se destaque de inmediato el hecho de que en el primero, los grupos de interés están primor­dialmente latentes, en contraste con la actividad manifiesta y or­ganizada de estos grupos en la política británica. Por esta razón la función de articular y transmitir estos intereses se realiza en el sistema británico por '‘grupos de presión’’ definidos, organi­zados hasta el extremo de la burocratización, mientras que en la nación hispanoamericana que tomamos como ejemplo casi inevi­tablemente podrá afirmarse que esta función se realiza típicamente mediante un proceso intermitente e informal de comunicación entre grupos de clase y status, tales como los terratenientes, los comer­ciantes e industriales, o las diques burocráticas o militares. Este hecho dificulta aún más la tarea de identificar estos grupos en América Latina. Así como en Alemania, pongamos por caso, dado el alto grado de organización de los grupos de interés, la abun­dancia de directores y publicaciones de estos grupos amén de los muchos estudios monográficos por autores alemanes que se en­cuentran disponibles, un inventario de estos grupos sería trabajo relativamente fácil; en Chile, por otra parte, a causa de la dis­persión, proliferación y carácter amorfo de dichos grupos, el men­cionado inventario constituiría una labor de gran magnitud.

En vista de la inmensa variedad de tipos de grupos activos en la política, puede resultar de utilidad el recurrir a algún siste­ma de clasificación. Desde luego, existen diversos criterios que

2 David B. Trum an, The Governm ental P rocess (New York, A lfred A. Knopf, 1958).

podrían servir de base a tal clasificación. Un esquema que tiene la virtud de la simplicidad es el de clasificación de los grupos de interés en tres grandes categorías, que pueden denominarse: 1) instituciones, 2) asociaciones y 3) grupos no organizados.^ Dentro de la primera categoría caben aquellos grupos que cons­tituyen organismos formalmente constituidos, a los que están asignadas determinadas funciones que son generalmente recono­cidas y aceptadas dentro de la sociedad, a pesar de no tratarse de mayor urgencia, dada la participación activísima de los mismos en la política. Dentro de esta clase colocaríamos, para citar sólo tres ejemplos, a la Iglesia Católica, a las fuerzas armadas y a la burocracia. No es necesario insistir sobre la participación activa que les cabe a estas tres fuerzas en el proceso político hispano­americano. No creemos que incurriríamos en desacuerdo con los observadores de la escena latinoamericana si afirmásemos que en muchos de estos países la Iglesia ha luchado y continúa luchando tradicionalmente por ciertos objetivos políticos. En algunos casos, la Iglesia como institución se halla íntimamente ligada a determinados partidos políticos, como ocurre por ejem­plo, con el Partido Conservador del Ecuador. Desde luego, el "‘roF' de la Iglesia como grupo político varía de modo extraordinario en los veinte países latinoamericanos, y existen notables dife­rencias entre su posición en los diversos países. Así, por ejemplo, esta posición no es la misma en Ecuador o Colombia, donde la Iglesia ejerce una influencia notable, en México o Cuba, donde su poder es menos perceptible. Sin embargo, el hecho es que no existe un solo país en el continente en el que la Iglesia no se en­cuentre entre los grupos de interés más influyentes.

Lo mismo puede afirmarse de la intervención de las fuerzas armadas en el proceso político. Hay quienes afirman que la fun­ción primordial de los institutos armados en la América española no es la defensa de la seguridad e integridad de la nación, sino también a veces el ejercicio de un papel de árbitro de la política

3 Este esquema se inspira en el utilizado por George L. Blanksten en su clasificación de los grupos políticos, y resulta particularm ente adecuado a América Latina. Véase George L. Blanksten, “Political Groups in L atin Am érica”, The A m erican P olitica l Science Review , vol. L iii 1 (M ar­zo, 1959), pp. 106-127.

No existen estudios de envergadura sobre el político de la Iglesiaen Latinoam érica. J. Lloyd Mecham, Church and S ta te in L a tin A m erica (Chapel H ill: U niversity of N orth Carolina Press, 1934), traza el desen­volvimiento histórico de la vieja pugna entre la Iglesia y el Estado.

OONCEPTO y CLASIFICACIÓN 141interna. Es también de sobra conocida la influencia de los mili­tares en el manejo de los asuntos públicos, de modo que no es nece-, sario, por el momento, insistir en ella. Basta decir que entre los problemas que requieren más urgente atención del investigador, científico, se encuentran preferentemente el político del ejér­cito, el desarrollo de los diques político-militares y la relación entre militarismo y la estructura social.

Nuestro tercer ejemplo de fuerza institucional que puede actuar como grupo de interés es la burocracia. A este respecto debemos señalar una vez más la falta de estudios sistemáticos sobre esta importante fuerza del Estado moderno. Poco sabemos sobre aquellos aspectos de la vida económica y social en los que se refleja la influencia de la burocracia, o los intereses que resul­tan afectados por la actividad burocrática. Escaso es nuestro conocimiento sobre las características de los miembros de la buro­cracia, su origen social, su color ideológico, etc. Por otra parte^ la prevalencia del sistema que considera los cargos de la adminis­tración pública como botín político y la ausencia de una verdadera carrera administrativa contribuyen a agravar las dificultades para determinar con alguna exactitud el ‘‘roF' desempeñado por esta institución, y sólo cabe, al menos por el momento, aventurar la hipótesis de que la burocracia tiene en América Latina, al igual que en otras regiones, una significación política digna de tenerse en cuenta.

La segunda gran categoría de ‘'asociaciones'' se compone de una gran variedad de grupos conscientemente organizados que se encuentran fuera de la estructura formal del gobierno y que, sin embargo, tienen entre sus fines y razón de ser el desempeño de de­terminadas funciones políticas, la articulación de intereses y el planteamiento de demandas de tipo político. Dentro de esta clase se encuentran las organizaciones obreras, las asociaciones de in­dustriales y de comerciantes, las sociedades de terratenientes y agricultores, las organizaciones de carácter religioso o étnico, los grupos cívicos, las federaciones estudiantiles, los grupos organiza­dos de veteranos de guerra y los organismos representativos de los profesionales. En el caso particular de los países latinoame­ricanos es necesario añadir el grupo constituido por las grandes compañías y corporaciones extranjeras que operan en dichas re­públicas. Sin pretender en el breve espacio de este artículo se­ñalar la significación política de todos estos grupos, debemos al menos hacer algunas observaciones sobre aquellas asociaciones que merecen especial atención en nuestro continente.

La enorme importancia adquirida por el movimiento obrero organizado en Latinoamérica en el curso de las últimas décadas es un fenómeno de incalculable significación histórica. A medida que estos países avanzan en su evolución de economías agrarias semifeudales hacia un capitalismo industrial, el desarrollo e in­fluencia de sindicatos y confederaciones obreras va creciendo pa­ralelamente a ritmo con la industrialización. En la Argentina, Chile, México o Cuba, para citar sólo unos cuantos ejemplos, las organizaciones obreras ocupan un lugar prominente y desempeñan papel decisivo en la política nacional. El movimiento obrero latino­americano en general se ha caracterizado por su inclinación hacia la actividad política. Su apoyo y participación han sido siempre motivo de asidua y especial solicitud por parte de los partidos, en especial de aquellos ubicados ideológicamente en la izquierda.

Las asociaciones de terratenientes en formas variadas existen en todas las repúblicas latinoamericanas. Para señalar su impor­tancia basta recordar el lugar destacado que ocupa la agricultura en la economía de todos estos países y el predominio de sistemas agrarios semifeudales que colocan la posesión de la tierra en las manos de un grupo relativamente reducido de sus habitan­tes. Recordemos un hecho comprobado por las estadísticas: que en algunos países, aproximadamente tres cuartas partes de la tie­rra pertenecen a un dos por ciento de la población. Es obvio que no cabe concebir un conocimiento cabal del funcionamiento de un régimen político sin determinar previamente las formas y méto­dos que utilizan estas oligarquías terratenientes en el ejercicio de su formidable poder político. Lo mismo puede afirmarse de otras asociaciones no agrícolas, pero que representan intereses económi­cos de envergadura, tal como es el caso de las asociaciones de pro­pietarios de minas en países en que la actividad minera es la ba­se de la estructura económica nacional, como ocurre en varias re­públicas hispanoamericanas.

En vista de la tradicional y dinámica participación del estu­diantado latinoamericano en la política, sus organizaciones tienen un interés especial para el investigador. Los recintos universita­rios son a menudo microcosmos de la política nacional y en ellos se ensayan los futuros dirigentes nacionales. Como si esto no fue­ra bastante significativo, estas organizaciones estudiantiles a menudo suelen convertirse en vanguardia y fuerzas de choque de movimientos políticos, en orientadoras de la opinión pública y, en

5 Blanksten, op. cit., p. 115.

ocasiones, una vez que estos movimientos alcanzan el triunfo, su influencia resulta decisiva en la política gubernamental ®.

Las asociaciones profesionales, principalmente las de abogados y médicos, ejercen también notable influjo. Como consecuencia del desarrollo industrial, estas organizaciones tienden a multipli­carse a medida que crece el número de profesionales en campos distintos a los tradicionales de la abogacía y la medicina. La fuer­te tendencia hacia la colegiación profesional obligatoria, ya incor­porada en la legislación de muchos países y determinada por nue­vos y fuertes sentimientos de solidaridad para la defensa de in­tereses de clase, ha de reflejar sin duda en el futuro en esfuerzos más vigorosos por parte de estos grupos para que sus intereses sean tenidos en cuenta en el m.anejo de los asuntos públicos.

Las grandes compañías foráneas constituyen grupos de pre­sión en muchos países. Las naciones de la zona del Caribe son buenos ejemplos a este respecto, pero ello no quiere decir que la influencia de estos grupos en la política se limita a dicha área geográfica, ya que tanto en Argentina como en Chile, Paraguay y Uruguay existen también grandes corporaciones extranjeras que disfrutan de privilegiado acceso a las fuentes del poder polínico. Dos casos característicos, sin embargo, se encuentran en Centroamé- rica y en Venezuela. En la primera, el poderío de la United Fruit Company es bien conocido; en la segunda, las compañías petrole­ras han sido siempre actores principales del drama político. La tercera categoría en nuestra clasificación incluye todos aquellos grupos que no están formal ni conscientemente organizados. Se trata en este caso de grupos que pueden considerarse como en estado latente o potencial y cuya actividad política, en algunos casos, se produce intermitentemente bajo el estímulo de determi­nadas circunstancias. Carecen de la estructura y organización que caracteriza a los grupos de las dos primeras categorías, y sus ma­nifestaciones políticas son, por tanto, de más difícil detección y medida que las anteriores. En América Latina estos intereses in­organizados tienden a coagularse alrededor de determinados sím­bolos, tales como clase económica, status social, origen étnico, pa-

Recuérdese, por ejemplo, el papel predominante de la Federación Estudiantil Universitaria en el proceso revolucionario de Cuba en 1933 y su influencia en el primer gobierno de Ramón Grau San Martín. Esta in­fluencia resultó de nuevo probada en el derrocamiento de la dictadura de Batista.

Véase a este respecto la obra de Rómulo Betancourt, Venezuela: Po­lítica y Petróleo (México, 1956).

rentesco y abolengo, y hasta en algunos casos el regionalismo. Un breve comentario sobre algunos de estos elementos servirá pa­ra aclarar estos conceptos.

El sistema de clases, según ya observamos, se caracteriza por su rigidez en toda la América hispana, y con algunas variaciones se compone de tres grupos: la clase alta, compuesta por los ricos terratenientes e industriales; la clase media, que abarca una gran heterogeneidad de elementos sociales, y el proletariado rural y urbano. En aquellos países de numerosa población indígena la es­tructura social, también reducida a tres clases, se compone de “criollos’' o blancos, un grupo intermedio de mestizos o cholos, y la gran masa de indios que forma la base de la pirámide social. Estas tres clases tienen diversos intereses políticos. Así la clase alta o de los ''blancos'’ lucha por la preservación del sistema agrario, por el control de la Iglesia y de los altos cargos militares, y en general por el mantenimiento de una orientación cultural eu­ropea y no autóctona. En general, esta clase se opone a la refor­ma política que representa una amenaza para su posición privilegia­da. La clase media, en cambio, no tiene particular apego al status quo, y no rechaza la acción reformista. Le interesa el desarrollo del comercio y de la industria, está relativamente libre de prejuicios, se inclina a la democracia política y al nacionalismo, y su principal dogma es la educación pública. Como hemos visto con anteriori­dad, esta clase ha alcanzado durante las últimas décadas el poder político en varios países del continente. La clase baja en algunos casos está animada de sentimientos reivindicatoríos y ansiosa de justicia social; mientras que en otros, por estar constituida primor­dialmente de indios, vive al margen de la vida nacional, como en­te aparte, resistiendo tenazmente toda intrusión. La masa india, por regla general, no sabe cómo articular sus demandas políticas y prefiere instituciones gubernamentales descentralizadas e in­eficientes que ejerzan un mínimo de intromisión en la vida de sus comunidades.

Otros intereses tienen su origen en el concepto de status, par­ticularmente dentro de las clases más altas. Así como en la era co­lonial se distinguía entre criollos y peninsulares y se discrimina­ba contra los primeros, la idea de las "buenas o antiguas’’ fami­lias es a veces etiqueta distintiva de una aristocracia dentro de las clases sociales superiores. Aquellas familias que ocupan esta posición tienen natural interés en la preservación de aquellos ele­mentos del sistema social que aseguren la continuidad de su pres-

tigio, y por ello procuran impedir el acceso de “nuevas” familias a su status privilegiado.

Ciertos grupos étnicos pueden también ser citados como ejem­plo. Es indudable que los negros, tan numerosos en las repúbli­cas del Caribe y en el Brasil, han desarrollado poderosos intereses aunque sin base organizada. Lo mismo puede decirse de algunos de los inmigrantes europeos, principalmente italianos, españoles, alemanes y judíos. El inmigrante europeo por regla general en­cuentra pronto manera de expresarse políticamente, y nunca va­cila en hacerlo con el fin de mejorar su posición económica y social.

Por último, existen intereses de origen nacional. El regiona­lismo es característica tradicional de la política hispanoamerica­na y es consecuencia lógica del aislamiento a su vez derivado de las dificultades de transporte y comunicación. Así es frecuente que regiones dentro de las fronteras nacionales resulten defenso­ras de intereses antagónicos, y que este antagonismo sea un fac­tor determinante en la política. En Ecuador, por ejemplo, la ri­validad entre las regiones conocidas como la “Costa” y la “Sie­rra” es muy significativa. Mientras la primera región, históri­camente se inclina a favorecer el desarrollo del comercio y de la industria, y en materia religiosa es defensora de una política se­glar, en el área de la “Sierra” predominan principalmente los in­tereses agrícolas y clericales. El extraordinario proceso de ur­banización del siglo XX ha contribuido recientemente al desarro­llo de nuevos intereses regionales, representados en varios países por los intereses industriales de gigantescos centros metropolita­nos. Estos nuevos intereses se hallan en contraposición con los de un “interior” o área rural de características semifeudales. ®

Una vez completada la tarea de identificar y enumerar los grupos de interés o de presión que actúan dentro del régimen po­lítico que es objeto de análisis por el investigador, puede pasarse a la búsqueda de respuestas a determinadas preguntas que son de interés fundamental. Por ejemplo: ¿Cuáles son la fuerza y la im­portancia relativas de todos estos grupos dentro de la sociedad? ¿Cuáles son las características de clase, étnicas, religiosas o edu­cacionales de sus miembros? ¿Qué tipo de organización adoptan (autoritaria, democrática, etc.)? ¿Cuáles son sus objetivos? ¿Qué clase de actividades emplea el grupo para la consecución de sus.

® Blanksten, op. cit.y pp. 117-121.

objetivos? ¿Cuáles son las relaciones entre el grupo y otros gru­pos de interés?

Es necesario luego dedicar alguna atención a las relaciones en­tre los grupos de interés y otros factores como la opinión públi­ca, los partidos políticos, el proceso legislativo y el poder ejecu­tivo, y finalmente, la burocracia^.

Es obvio que los dirigentes de grupos de presión no puedan mantenerse ajenos a aquellas actitudes y opiniones del público que tienen relación con el prestigio y los fines de su organiza­ción. A este efecto estos grupos recurren a distintas actividades. Mientras determinado grupo utilizará, por ejemplo, en un cierto país una gran campaña de relaciones públicas con objeto de lo­grar sus fines, idéntico grupo en otro país, convencido de que le es imposible ganar el apoyo de la opinión pública, recurre en cambio a medios más sutiles como la infiltración en altas esferas gubernamentales o aun el cohecho. La relación entre los grupos de presión y la opinión pública es por tanto un factor importante digno de estudio.

En cuanto a los partidos políticos, la influencia que los gru­pos de presión ejercen sobre estos organismos se considera ge­neralmente como su actividad más legítima. En algunos casos, de­terminados partidos políticos son responsables de la creación de grupos de presión (por ejemplo, los comunistas y los sindicatos rojos) ; en otros casos, grupos de interés crean, o por lo menos influyen, en la creación de partidos (como en el caso de algunos partidos laboristas o el establecimiento de partidos católicos por parte de la Iglesia o elementos de Acción Católica). En el caso de América Latina la tarea de determinar esta relación es particu­larmente difícil. Mientras en los sistemas anglosajones las fun­ciones de los partidos y de los grupos de interés están claramente delimitadas, no ocurre lo mismo en el continente sur. Existen gru­pos de presión organizados, pero como hemos visto, también abun­dan los grupos inestructurados que expresan sus demandas políti­cas mediante medios informales de comunicación. Los partidos son a veces simplemente coaliciones ad hoc sin ningún carácter de permanencia y creados con exclusivos fines electorales. En al-

Muchas de las ideas sugeridas a continuación se inspiran en un in­form e preparado por el profesor Gabriel A. Almond como resultado de los trab a jo s realizados por el Comité de Política Comparada del Social Science Research Council. Este informe apareció en el artículo titulado ^ A Compa- ra tive Study of In terest Groups and the Political Process”, publicado en T h e A m erican P o litica l Science Review , XLV (1951) pp. 69-85.

:gunos casos las verdaderas organizaciones políticas las constitu­yen no los partidos, ni las asociaciones, sino diques dentro del ejército o de la burocracia, o grupos de familias influyentes. En general en América Latina ocurre el mismo fenómeno que en otras regiones de las llamadas subdesarrolladas, en las que tanto los partidos como los grupos de presión no se encuentran perfec­tamente integrados y las relaciones entre ambos resultan espe­cialmente complejas.

Los grupos de presión tratan de encontrar acceso al proceso legislativo con el fin de lograr la revisión de las leyes o su dero­gación, así como toda acción legislativa favorable para sus intere­ses. Es obvio que estos puntos de acceso varían de acuerdo con el sistema político. Así, mientras en el sistema federal norteame­ricano tendrán su centro de gravedad en la legislatura de los di­versos Estados de la Unión, en la mayora de los sistemas latino­americanos habrá que buscarlos dentro de la esfera del poder eje­cutivo. Antes de establecer esta relación habrá que determinar entonces la distribución y radicación de la función legislativa en­tre el parlamento, el ejecutivo y la burocracia. Las diferencias en­tre diversos sistemas son notables a este respecto. En los Estados Unidos, por ejemplo, la descentralización característica de sus par­tidos políticos restringe las posibilidades de una rígida disciplina parlamentaria, y de aquí que los grupos de presión tengan más fácil acceso al proceso legislativo. Esta propensión del legislativo a la infiltración de grupos de presión se agudiza por el sistema electoral que coloca a los parlamentarios bajo la presión directa de intereses que pueden encontrarse concentrados especialmente en la circunscripción electoral que los elige. Por añadidura, el prin­cipio de la separación de poderes garantiza asimismo la indepen­dencia del Senado y de la Cámara en cuanto a la labor legislativa. Siendo ambas cámaras relativamente numerosas están menos pro­tegidas contra la presión de grupos que en el caso de parlamentos dominados por el gabinete. En vista de estas consideraciones de orden constitucional, a las que se pueden añadir otras de carácter económico, regional, religioso y étnico, no es sorprendente que la presión de grupos sea mucho más efectiva en el proceso legisla­tivo norteamericano que en Gran Bretaña. En este último país un sistema unitario, un parlamento dominado por el gabinete y una disciplina partidaria estricta, sirven de escudo contra la penetra­ción de los grupos de presión. En el sistema inglés estos grupos

10 Ihid . , p. 79.

actúan en los niveles superiores de la estructura partidista en el parlamento y en la burocracia. La cohesión del sistema de parti­dos ingleses y la concentración del poder legislativo en el gabinete hacen que la efectividad de los grupos de presión sea relativamen­te limitada. En Francia, en cambio, el problema es distinto. An­tes de la reciente reforma constitucional el sistema francés care­cía de un ejecutivo fuerte y se caracterizaba en cambio por un sistema de partidos difuso. La fragmentación política típica del sistema de representación proporcional convertía a las comisiones de la Asamblea Legislativa francesa en presa fácil para podero­sos grupos de presión, y el resultado fue siempre una acción que sólo excepcionalmente respondía a los intereses nacionales y que por regla general tendía a amparar intereses especiales.

Es lógico suponer que en los regímenes latinoamericanos un análisis cuidadoso de la organización interna y de los procedimien­tos de las cámaras legislativas, de la estructura y funcionamiento de los partidos en el parlamento, y del sistema electoral conduci­rá a un conocimiento más cabal de la forma en que operan los grupos de presión. De ser posible, debe tenerse también en cuen­ta la concepción que cada uno de estos grupos tiene del procesa legislativo. Puede darse el caso que en determinado país el grupo constituido, por ejemplo, por intereses obreros considere que el procedimiento legislativo vigente hace imposible la consecución de los fines perseguidos por la clase trabajadora. En este caso su política se orienta, como sucedía a veces en Francia, hacia la in­movilización del orden constitucional y hasta su destrucción, si esto es factible. En cambio, los intereses clericales, por ejemplo, considerando que el sistema es sensible a las influencias ejerci­das por medio de partidos conservadores o de derecha, utilizan métodos y tácticas completamente opuestos a los del primer gru­po. De este modo, la concepción que cada grupo tiene del sistema político imperante determina lo que puede llamarse el "estilo” que aquél emplea para lograr sus objetivos.

Por último, las relaciones entre los grupos y la burocracia de­be también ser objeto de análisis. En América Latina, como he­mos señalado ya, se da frecuentemente el caso de que los grupos de interés así como los partidos políticos se hallan en estado in­cipiente y viviendo una existencia precaria, con el resultada de que el proceso político se efectúa primordialmente dentro de la burocracia. La burocracia consiste en algunos casos en un can­

il Ihid., p. 80.

glomerado de intereses de familia, profesionales, religiosos, de clase social, etc. Una dique burocrática o militar conjuga estos variados intereses, los reúne en coalición informal y a través de ellos establece relaciones con las familias más influyentes, los gru­pos religiosos poderosos, etc. El proceso político se caracteriza a veces por un pluralismo inestable y en otros casos por el dominio de una determinada dique o individuo que mantiene control au­toritario con el apoyo de las fuerzas armadas. También puede dar­se el caso, ocurrido en México, de que surja un partido autoritario cuya función primordial sea la de movilizar los distintos grupos sociales, articular sus intereses y utilizarlos en apoyo del gru­po gobernante. Si la tendencia de este partido es conservadora, los intereses tradicionales tendrán entonces fácil acceso a la bu- Tocracia. En cambio, si se trata de un partido de factura moder­na, de tendencias reformistas, los intereses obreros, industriales, profesionales y urbanos ocuparán un lugar privilegiado.

A continuación, anotaremos algunas observaciones sobre cua­tro de estos grupos que hemos descripto en términos generales y que merecen atención especial por el importante papel que des­empeñan dentro de la vida política latinoamericana. Éstos son: la Iglesia, las fuerzas armadas, los obreros y los estudiantes.

LA IGLESIA COMO FUERZA POLÍTICADe una herencia colonial común, de acuerdo con la cual el Es­

tado español convirtió a la Iglesia en un instrumento de gobierno, surgieron después de la independencia, tipos de relaciones entre la Iglesia y el Estado radicalmente distintos. En algunos países, el catolicismo se reconoce como religión oficial, y en general, sus relaciones con el poder político son cordiales; en otros, la fe ca­tólica es también la religión oficial, pero las actividades de la Igle­sia aparecen restringidas por leyes civiles. En otros países exis­te la separación de la Iglesia y el Estado bajo el principio de “una Iglesia libre en un Estado libre”. Por último se consagra en otras naciones la separación con restricciones impuestas por el Estado, que pueden considerarse como hostiles a la Iglesia.

En todos los países latinoamericanos se efectuó, desde 1810, la liquidación parcial pero progresiva del pasado en lo que res­pecta a la posición de la Iglesia. Primeros pasos en este proceso de secularización, fueron ciertos efectos inmediatos del movimien­to de independencia, como la abolición de la Inquisición, la remo­

ción o limitación de la participación eclesiástica en la censura, y la pérdida parcial del control ejercido por la Iglesia sobre la edu­cación. A estas primeras disposiciones siguieron más tarde, en el siglo XIX, otras como el registro civil, el matrimonio civil, leyes sobre los cementerios, y la supresión o restricción de las activi­dades de algunas órdenes religiosas. En algunos países se llegó a la expropiación o nacionalización de la propiedad eclesiástica y se limitó o prohibió la intervención del clero en la política activa. Estas medidas variaron de país a país, pero tendían en general a que el Estado ejerciera muchos de los derechos y actividades que antes habían sido privilegio de la Iglesia.

A pesar de estas restricciones, la Iglesia continuó desempeñan­do un papel político en todos los países. La Iglesia, como institu­ción, después de la independencia se mantuvo animada de un espíritu extremadamente conservador en sólida alianza con los grandes terratenientes y las fuerzas armadas. Aunque este hecho no fuera la única causa del anticlericalismo que habría de ex­tenderse por todo el continente, contribuyó mucho, sin duda, al desencadenamiento de controversias políticas que llegaron a alcan­zar un elevado grado de violencia en algunas ocasiones. Son mu­chos los que han observado, como lo hace Lambert, que las inter­venciones del clero en la política, al provocar este movimiento generalizado de anticlericalismo, suministraron a los partidos polí­ticos un tema en función del cual tuvieron la oportunidad de orga­nizarse al nivel nacional, ya que el clericalismo constituía un pro­blema que se planteaba precisamente en escala nacional y no local. Desde este punto de vista, en las naciones todavía en proceso de gestación, la cuestión clerical representó un factor de integra­ción nacional y, por tanto, aunque de un modo muy indirecto, sirvió como elemento de modernización en la vida política latino­americana.

Esta identificación de la Iglesia con las fuerzas conservadoras se mantuvo, en general, hasta nuestros días, pero fue mitigada por dos factores complementarios: la aparición de las llamadas ‘‘encíclicas sociales'' que inauguró León xiii y, un poco más tarde por el desarrollo de los partidos demócrata cristianos o social-cris- tianos que hemos descripto anteriormente.

No hay duda que la imagen de la Iglesia como principal soporte de regímenes autoritarios y ultraconservadores, y del manteni­miento del status quo, y como fuerza retrógrada y opuesta a la

2 Lambert, op. cit.y pp. 330-331.

modernización se ha desdibujado paulatinamente en los últimos años. A disipar esta imagen de fuerza reaccionaria y mantene­dora de las estructuras tradicionales, ha contribuido mucho la actitud hostil de la Iglesia contra algunas dictaduras recientes que ha llevado últimamente a importantes cambios en Argentina, Colombia, Venezuela, Perú, Nicaragua, Honduras, Haití y Cuba. Algunos observadores mantienen que la Iglesia se ha convertido en una fuerza vigorosa y aun dominante en la lucha por las formas democráticas y la justicia social. Se acepte o no esta afir­mación, el hecho es que ya sea en un país donde su fuerza insti­tucional es poderosa como en Colombia o en un país donde es relativamente débil como Chile, la Iglesia se está pronunciando cada día con más vigor en contra de las condiciones sociales im­perantes en América Latina y a favor de la urgente necesidad de reforma social. Así por ejemplo, hace unos años en México, el nuevo arzobispo, en ocasión de su investidura, hacía la siguiente declaración:

"‘Nuestro objetivo fundam ental es preocuparnos de las grandes m asas de población indígena que han estado esperando la civilización cristiana desde hace más de cuatro siglos como tam bién de los trabajadores y cam­pesinos, seres humanos con iguales derechos a los bienes m ateriales pero colocados por la injusticia social en una situación de desigualdad”.i3

Mientras esto ocurría en México, en una carta pastoral el ar­zobispo de Caracas acusaba de corrupción al gobierno de Pérez Jiménez y se refería a la desigual participación de las masas ve­nezolanas en los beneficios de la pródiga industria petrolera. Un sacerdote preocupado por la explosiva crisis social latinoameri­cana, el padre Louis Lebret, elaboró hace algún tiempo un infor­me sobre Colombia. El tema de este informe, que se leyó y circuló ampliamente en América Latina, dedicaba especial atención a la necesidad urgente de desarrollar una política social que brindase a todos los individuos iguales oportunidades. Una carta pastoral del arzobispo de Asunción, hecha pública en esos días, se refería a las raíces morales y religiosas de la crisis política, y criticando severamente al gobierno, recomendaba una representación más amplia y una mayor participación del pueblo en la política. En Cuba, la jerarquía episcopal, profundamente preocupada por la guerra civil desencadenada en aquel país en aquel momento tra­taba infructuosamente de lograr compromisos entre las fraccio-

^ E xc e l s i o r , México, D.F,, 26 de junio de 1956, p. 3.

nes en lucha, mientras que las organizaciones militantes de la juventud católica se convertían en uno de los más activos focos de oposición a la dictadura de Batista.

Igualmente la labor de la Iglesia en el desarrollo de un sindica­lismo cristiano en los sectores obreros así como también en los me­dios rurales, ha sido muy considerable. Por otra parte, los nuevos partidos católicos, por lo menos en algunos casos, a semejanza de los movimientos europeos que los inspiraron, están empeñados en la tarea de impulsar la integración política de las masas rurales y la modernización de las estructuras sociales.

Conviene tener presente que estas nuevas fuentes de avanzada católica difieren un tanto de las ideas y actitudes de los elementos más conservadores de la Iglesia, los cuales se inclinan todavía al mantenimiento del status quo. En efecto, puede aventurarse la opinión de que en las filas de la Iglesia y sus seguidores existe una dicotomía entre lo que podríamos llamar un ala derecha y un ala izquierda. La línea que separa ambas tendencias no es, como algunos pudieran pensar, de carácter horizontal, es decir, entre una alta jerarquía más inclinada al conservadorismo, y los escalones más bajos como mantenedores de tendencias avanzadas. Por el contrario, la división es vertical, ya que podemos encontrar altos dignatarios como cardenales y obispos en predicamentos de avanzada, y humildes curas párrocos que sostienen ideas con­servadoras. Debemos advertir también, que la posición oficial de la Iglesia tarda a veces en definirse, y que la opinión católica general se define en ocasiones con anterioridad a la alta jerar­quía eclesiástica. Cuando esta opinión católica se hace política­mente activa, comienza a hacer presión y contribuye a modelar en forma decisiva la actitud oficial de la Iglesia. Ejemplo de Cuba durante la dictadura de Batista, en contraste a la resuelta actitud exhibida por la juventud católica hasta que ésta presionó a los altos dignatarios de la Iglesia para que asumieran una po­sición política más clara en la crisis cubana.

Debe también tenerse presente que pueden encontrarse sin mucha dificultad casos en que la Iglesia ha prestado apoyo a los gobiernos autoritarios y en que ha ejercido su influencia valiéndose de medios ajenos a la democracia. En la República Dominicana, por ejemplo, la jerarquía eclesiástica frecuentemente elogió y de­fendió al régimen dictatorial de Trujillo.

En éste como en todos los aspectos de la política latinoameri­cana, las generalizaciones son peligrosas, pero hasta tanto po­damos disponer de un extensivo análisis y evaluación del influjo

de este cambio de posición de la Iglesia y de cuáles han sido sus efectos en el desarrollo político, sólo podríamos afirmar que la creciente ofensiva por fuerzas extremistas que amenazan con canalizar los cambios sociales necesarios en una dirección anti­católica ha sido un factor importante en la aparición de estas nuevas tendencias favorables al fomento de las prácticas demo­cráticas.LA INTERVENCIÓN DE LAS FUERZAS ARMADAS E N LA POLÍTICA

Tradicionalmente la intervención de las fuerzas armadas en la política, ya sea por medio del golpe de estado o cuartelazo, o por medios más sutiles, ha sido el rasgo más caraterístico de la vida política latinoamericana. Sin embargo, se va extendiendo la creencia en América Latina de que esta fuerza, al igual que la Iglesia, está sufriendo una profunda transformación, y que su función comienza también a reflejar las cambiantes condiciones sociales y políticas. Si aceptamos la idea de que la intervención <Jel ejército en los asuntos públicos no constituye una enfermedad política, sino más bien el principal síntoma de una condición de la sociedad, podría decirse que los cambios económicos, sociales y políticos de las décadas recientes han determinado que las fuer­zas armadas persigan hoy vías y formas de acción adaptadas a las nuevas condiciones socio-económicas. De esta manera tienden cada vez más a convertirse en factor favorable a la sociedad evo­lucionada, inspiradas por el mismo nacionalismo y el mismo anhelo por el desarrollo que las otras fuerzas reformistas que actúan ¿entro del sistema político.

Así, si bien es cierto que el poder e influencia relativos de las fuerzas armadas han tendido a aumentar debido a los progresos de la tecnología militar, se manifiestan nuevas tendencias dentro del ejército mismo que han afectado la naturaleza del papel que éste desempeña dentro de la sociedad latinoamericana. Hasta hace algunas décadas los ejércitos latinoamericanos cumplían la fun­ción de protectores del stMus quo y de defensores de los intereses de los altos grupos socio-económicos dominantes. El estrecho en­tendimiento entre las fuerzas armadas y estos grupos es ahora menos cierto, y los segmentos militares participan cada vez con mayor frecuencia en nuevas alianzas con movimientos políticos representativos de las fuerzas nacionalistas, de la clase media y de los sectores del trabajo. Para citar un ejemplo podemos refe­

rirnos a la revolución mexicana y a la posición del sector militar dentro del partido revolucionario. Otros ejemplos representativos podríamos encontrarlos en el movimiento de los ‘‘tenentes” des­pués de 1920 en Brasil y, más recientemente en la alianza del ejército argentino con el movimiento sindical durante la era pe­ronista; en la posición del ejército en Bolivia desde 1952, y en el papel desempeñado por las fuerzas militares en el derrocamien­to de varias dictaduras. Es claro entonces que, por lo menos en algunos países, el ejército puede haberse transformado de ins­trumento de las tradicionales clases dominantes en punto de apoyo importante del movimiento para el cambio social y económico. Además, existen indicios de que la antigua aristocracia terrate­niente, en algunos casos, se siente menos inclinada a depender de la fuerza militar para el mantenimiento de su control político. Tal como ha sido sugerido por algunos observadores, es posible que la élite dominante esté en camino de convencerse de la inevi- tabilidad del cambio, y que por eso considere inútil resistirlo por medio de dictaduras militares de las cuales ya no siempre puede depender para la protección de sus intereses.

Hay oue recordar también que, como resultado de la expansión y diversificación de los intereses sociales y económicos, han surgi­do otras poderosas fuerzas neutralizadoras capaces de competir para ocupar la posición preponderante que detentaba tradicional­mente el ejército en la política. Nuevos partidos políticos, disci­plinados, poderosos y con una base ideológica sustancial, han in­troducido en la palestra pública un conjunto de problemas nacio­nales de carácter económico-social. Una clase media urbana en continuo crecimiento por efecto de la industrialización se intere­sa, lógicamente, por la estabilidad política, al extremo de estar dispuesta a ejercer presiones sociales en este sentido. Un bien organizado y disciplinado movimiento sindical exige creciente participación en la política y está en condiciones de proporcionar, en algunos casos, un poder suficiente como para neutralizar el de las fuerzas armadas. La aparición en escena de estas nuevas fuer­zas, minando la resistencia al cambio mantenida por las fuerzas tradicionales, ha debilitado el deseo de los militares de defen­der el antiguo orden social.

Casi tan importantes como los cambios a que nos hemos referido son sus repercusiones en el seno de las fuerzas armadas. Los mi­litares van adquiriendo paulatinamente una conciencia social y política que se fortalece por el deseo que los anima de que sus acciones obtengan la sanción popular. Esta tendencia ha con-

ducido también a recientes iniciativas para democratizar los ejér­citos en algunos países donde se ha declarado que el culto de ti­ranos y dictadores debía ser contrarrestado por la instrucción democrática en las academias e instituciones de preparación militar.

Otro significativo desenvolvimiento interno en las fuerzas ar­madas es el antagonismo que ha surgido entre los oficiales jóve­nes y los antiguos superiores. La modernización militar, el conse­cuente mejoramiento de la enseñanza ofrecida por las academias militares, y los contactos con misiones extranjeras han contribui­do también en alguna medida a la nueva orientación democrática y política de la oficialidad joven. Cada día se hace más evidente que esta oficialidad joven proviene de clases sociales cuyo aporte a los antiguos cuadros de oficiales no había sido anteriormente muy considerable. Esta escisión entre la joven y la antigua oficia­lidad indudablemente ha tenido cierta significación en recientes levantamientos militares en varios países latinoamericanos. Otro factor en el proceso evolutivo por el que atraviesan las fuerzas armadas es el definitivo mejoramiento de las condiciones de vida de soldados y alistados. La preocupación de los jefes mili­tares por mantener la lealtad personal de sus soldados los ha lle­vado a realizar esfuerzos para mejorar los niveles de vida de sus subordinados.

El conflicto entre estos grupos de militares socialmente con- cientes que, por así decirlo, han sido “contaminados” por las ideas de nacionalismo militante y de reforma social, y aquellos otros más conservadores, que permanecen inmunes a las nuevas co­rrientes políticas y que desean preservar el papel tradicional de las fuerzas armadas, ha alcanzado serias dimensiones en algu­nos países.Los cambios que hemos mencionado pueden llevarnos a la conclusión de que, a pesar de que las injerencias militares en la política hayan significado hasta ahora, por su inclinación hacia los regímenes totalitarios, un lastre para el desarrollo político y para el funcionamiento regular de las instituciones democrático- representa^ivas, en otros aspectos, las intervenciones militares han cumplido en algunos casos una misión positiva al contribuir a la desintegración del orden social tradicional, facilitando la ascensión de nuevos segmentos sociales al poder político y acele­rando así el proceso evolutivo de la sociedad.

Antes de concluir con este tema debemos referirnos a las dis­tintas modalidades que es posible distinguir de acuerdo con la fun­

ción que cumplen las fuerzas armadas dentro del cuadro político de los distintos países. En general, pueden diferenciarse tres tipos: el primero se caracteriza por una situación en la que las fuerzas armadas tienen una participación mínima en la política, limitán­dose a actuar más bien como un grupo de presión que opera en defensa de sus intereses de clase, esto es, en el mantenimiento de un alto presupuesto militar, la adquisición de armamentos mo­dernos, sueldos adecuados y amplios beneficios sociales. Éste es, por ejemplo, el papel que desempeñan las fuerzas armadas en Uruguay, Chile, México y Costa Rica. En este último país po­dría decirse que no existe ni siquiera esta intervención mínima en la política, ya que las fuerzas armadas están reducidas a una pe­queña fuerza policial. Asimismo en Bolivia, hasta época reciente, después de ser prácticamente eliminadas por la revolución de 1952, sus remanentes se mantuvieron al margen de la actitud política. El mantenimiento del orden público recayó sobre las mi­licias organizadas por el partido revolucionario, el MNR. En Cuba ocurrió un fenómeno semejante con la eliminación del ejér­cito existente antes de la revolución y su sustitución por un cuerpo armado revolucionario que, junto con las milicias de obre­ros y campesinos, se fundió con el movimiento revolucionario y con su liderazgo.

En el segundo tipo de situación la actividad política de las fuerzas armadas va más allá de la función como grupo de pre­sión, y se caracteriza por el "roF’ que asumen dichas fuerzas como guardianes o custodios del sistema constitucional. Actuando en esta capacidad los militares generalmente no tienen interés en influir o modificar la política de las autoridades civiles y menos en gobernar directamente, sino que conciben su papel co­mo protectores de la legalidad y de los derechos civiles. Aunque resulte paradójica esta concepción del papel que les corresponde en el sistema político, lleva a menudo a los militares a intervenir contra las autoridades civiles legalmente constituidas cuando con­sideran que éstas han actuado despóticamente, atentando contra las libertades públicas. Generalmente, al derrocamiento del régi­men sigue un gobierno provisorio integrado por ‘‘los guardianes de la Constitución’’, que rige hasta la celebración de nuevas elec­ciones y el retorno del poder a las autoridades civiles. Hay que tener en cuenta, no obstante, que existen casos en los cuales las fuerzas armadas no cumplen esta función, y sin embargo, cuando el ejército abandona los cuarteles y marcha contra la casa presi­dencial para asumir el gobierno, lo hace so pretexto de defender

las libertades públicas y poner término a la corrupción de los políticos. Al asumir este “rol” de salvador de la Nación, el ejército siempre promete volver cuanto antes a sus funciones normales una vez que el orden haya sido restaurado, los políticos corrom­pidos hayan sido desalojados de sus posiciones y se haya hecho justicia. Esta promesa de devolver el gobierno a los civiles es generalmente a largo plazo porque, en la mayor parte de los casos tiene lugar un proceso curioso. En un comienzo se establece una junta de gobierno que puede incluir algunos civiles. Eventual­mente uno de los oficiales del ejército, en razón del prestigio de que goza entre sus subordinados, emerge como el hombre fuerte del gobierno. Puede suceder que sea o no el presidente provisional. Esto no es lo importante, sino el hecho de que de todas maneras, su candidatura y victoria electoral están aseguradas cuando el régimen defacto cree llegado el momento de llamar a elecciones para adquirir legitimidad.

Las fuerzas armadas del Brasil tradicionalmente han asumido este papel de guardianes del orden legal de manera consciente y explícita. Quizás en este concepto de su papel que tiene el militar brasileño intervenga el hecho de que el ejército fue el que obligó a abdicar a don Pedro e instaurar a la República, cuyo primer presidente salió de sus filas. El caso es quqe una y otra vez el ejército brasileño ha asumido este papel como ocurrió en 1945, 1955, 1961 y 1964. También en Ecuador en época reciente, el ejército ha actuado como defensor de la Constitución y de la “dig­nidad nacional” en distintas ocasiones.

Una tercera situación es aquella en la que las fuerzas armadas ejercen el derecho de vetar cierto tipo de decisiones guberna­mentales. En estas circunstancias existe un gobierno civil, debida­mente elegido que determina la política gubernamental, excepto cuando ésta envuelve decisiones de gran importancia en cuyo caso éstas son siempre consultadas previamente con los milita­res. En otras palabras, las autoridades civiles actúan dentro de una esfera amplia de acción, pero deben mantenerse dentro de aquellos límites aceptables para las fuerzas armadas. En caso de conflicto las autoridades civiles deben someterse o correr el riesgo de ser desplazadas.

En cuarto lugar nos encontramos ante una situación muy sim­ple: aquella en que la totalidad del poder político es ejercida por las fuerzas armadas cuyos oficiales ocupan todos los cargos im­portantes del gobierno. Por último, se encuentra también el caso

del dictador personalista que ha salido de las filas militares, pero que no ha alcanzado el poder solamente en virtud de su condición de militar, ni tampoco utiliza al ejército como base exclusiva de poder, sino que hace descansar su régimen sobre distintos grupos sociales, siendo el ejército uno de estos pilares.

LOS ESTUDIANTES Y LA POLÍTICAOtro grupo que ha ocupado tradicionalmente una importante

posición, muy desproporcionada, por cierto, respecto de su fuerza numérica es el constituido por las estudiantes. La intervención política de los grupos estudiantiles no es un fenómeno exclusivo de los países latinoamericanos, sino que más bien constituye uno de los rasgos más comunes a todas aquellas naciones que se encuen­tran en proceso de desarrollo. Este fenómeno puede ser explica­do de varias maneras. La más obvia, está relacionada con el relativamente reducido número de grupos que actúan en política y la exclusión de esta actividad de importantes segmentos socia­les, lo cual produce el natural efecto de prestar mayor peso a aquellos grupos organizados existentes, entre los cuales se cuen­tan los círculos estudiantiles. La relativa falta de capacitación y experiencia para actuar en política de otros grupos sociales, es­pecialmente de aquellos constituidos por los proletariados indus­trial y urbano, contribuye notablemente a aumentar la influencia del grupo estudiantil. El hecho de que en la mayoría de los países latinoamericanos se conceda el derecho al sufragio a edad tem­prana quizá tenga también alguna significación en el papel político desempeñado por los estudiantes. Otro factor digno de te­nerse en cuenta ha sido el apoyo prestado al movimiento estu­diantil por algunas organizaciones necesitadas y deseosas de ob­tener soporte político, tal como ha ocurrido en ocasiones, por ejemplo, con el movimiento sindical.

Cualesquiera sean las razones, el hecho es que los estudiantes €on los egresados universitarios constituyen parte integrante de la élite política nacional. El número de prominentes líderes lati­noamericanos que comenzaron su carrera política en las aulas universitarias es muy notable. Sería difícil encontrar muchos dirigentes de fuerzas políticas que no hayan recibido su bautismo de fuego en el fragor de las luchas estudiantiles. La tradición de activismo político militante de la juventud latinoamericana de­termina que la política dentro de las organizaciones estudiantiles refleje con frecuencia y notable fidelidad la política a escala

nacional. De este modo, la existencia en su seno de grupos que representan variadas tendencias políticas que compiten en el es­cenario nacional hace que las federaciones estudiantiles consti­tuyan, en muchos casos, verdaderos microcosmos del sistema po­lítico nacional, cuyo estudio resulta de extraordinario interés para el analista y observador. En algunos casos, partidos políticos que luego desempeñaron importante papel en la política nacional han tenido su origen en las filas estudiantiles. Éste ha sido el caso particularmente en tiempos de crisis o de situaciones de fuerza. Por ejemplo, podrían afirmarse que el Partido Auténtico de Cuba, por muchos años una de las más formidables fuerzas políticas en aquel país, tuvo su germen en el grupo de estudiantes integran­tes del Directorio Estudiantil así como de profesores universi­tarios que sirvió de vanguardia en la lucha con la dictadura du­rante el período de 1928 a 1933. Este grupo fue el más represen­tativo de la llamada ‘‘generación del 30" que dio dirección al movimiento revolucionario de aquella época.

El movimiento reformador universitario, iniciado en Argen­tina en 1918 y extendido más tarde a casi toda América Latina, tuvo como objetivo la democratización y modernización de la Universidad. Indudablemente este movimiento tuvo un efecto im­portante en el proceso de politización de los organismos estudian­tiles, ya que, en algunos casos, como consecuencia de las reformas que se llevaron a cabo, la Universidad llegó a convertirse casi en un Estado dentro de un Estado. Hoy, aunque lejos de estar com­pletamente controlada por los estudiantes, la Universidad lati­noamericana es parcialmente administrada por los organismos estudiantiles, quienes son a menudo copartícipes en su gobierno.

La actividad política de los estudiantes se caracteriza, en ge­neral, por un tono y estilo un poco más extremistas que los que prevalecen en la política a escala nacional. Actualmente en la mayoría de las universidades latinoamericanas la orientación po­lítica de los estudiantes se inclina a ser nacionalista, de izquierda, y marxista. Las razones son evidentes: el idealismo característico de la juventud se traduce, por lo general, en su ubicación en la izquierda política, salvo en aquellos casos en que intervienen mo­tivaciones religiosas. Al mismo tiempo, los estudiantes, siendo un grupo generalmente insatisfecho, ante la estrechez del cuadro de posibilidades económicas futuras al concluir sus estudios, as­piran a transformaciones profundas de la sociedad. Por razón de su bagaje intelectual es un grupo particularmente susceptible a ser atraído por aquellas ideologías altamente sistematizadas co­

mo el marxismo. Por otra parte, el sentimiento apasionadamente nacionalista que impera en la juventud hace que las implicaciones antiimperialistas del marxismo contribuyan a que esta ideología política ejerza una poderosa atracción sobre estos grupos. Al mis­mo tiempo, estos grupos a pesar de sus simpatías por las clases populares se consideran al mismo tiempo miembros de una élite intelectual. Sólo en época reciente se han establecido lazos más estrechos entre los grupos estudiantiles y el proletariado urbano y rural derivados de actitudes políticas comunes.

Por otra parte, la posición social y las perspectivas futuras de los estudiantes dentro de la sociedad tienen mucho que ver con su orientación política. Dejando a un lado a una minoría perteneciente a las clases acomodadas, la gran mayoría de la masa estudiantil, aunque la enseñanza universitaria sea prácticamente gratuita, vive con dificultades económicas, debiendo contribuir al sostenimiento de sus familias, hecho que los incapacita para poder dedicarse por entero a sus estudios. No cabe duda, como ya he­mos sugerido, que estas circunstancias pueden ser fuente de una serie de frustraciones y de un resentimiento social que a menudo se traducen en un extremismo político de acentuado tono emo­cional que surge inevitablemente como resultado de los profun­dos sentimientos de alienación experimentados por este grupo. En conclusión, debemos añadir que el papel de los estudiantes como fuerza de choque o de avanzada en aquellos casos en que el des­contento popular se encauza hacia la acción de calle e incluso el uso de la violencia como instrumento de acción política es casi sin excepción el más importante. Tanto es así que podría decirse que, en un ambiente caracterizado por la presencia de condiciones pre-revolucionarias, el desencadenamiento de una conmoción social y política de vastos alcances depende fundamentalmente en la mayoría de los casos del curso de acción que puedan adop­tar los grupos estudiantiles.

EL MOVIMIENTO OBRERO Y LA POLÍTICAEn el curso de las últimas décadas el movimiento obrero se

ha desarrollado a un ritmo acelerado a medida que avanzaba el desarrollo industrial. Según los últimos cálculos el número de obreros organizados en América Latina asciende a más de nueve millones. Aunque esta cifra no es probablemente muy exacta, puede decirse que hoy solamente una parte insignificante de

los trabajadores industriales latinoamericanos no se encuentran agrupados bajo alguna forma de organización.

El desarrollo del movimiento obrero se ha visto retardado en América Latina por una variedad de causas. Entre las más signi­ficativas se encuentran: 1) el desarrollo tardío e incipiente de la industria en países subordinados a una economía agraria; 2) la actitud hostil de los empleadores en algunos casos; 3) la acti­tud desfavorable de algunos gobiernos en otros; 4) la carencia de habilidad y experiencia por parte de los dirigentes obreros; 5) el predominio económico ejercido por algunas empresas sobre sus trabajadores; y 6) el fuerte tinte político que.siempre ha estado presente en las organizaciones obreras. A continuación haremos algunos comentarios sobre cada uno de estos factores.

El desarrollo del movimiento obrero comenzó en casi todos los países con la creación de las “mutualidades’'. Los trabajadores se agruparon durante este período esencialmente para atender aque­llas necesidades derivadas de casos de enfermedad, así como también de índole espiritual o cultural. Estas mutualidades sirvie­ron de centro de las actividades proletarias que entonces se redu­cían a reuniones culturales, escuelas nocturnas y bibliotecas. La mayoría de estas “mutualidades’’ fueron integradas en su prin­cipio por artesanos, y más tarde incluyeron obreros, como los de ferrocarriles, de la industria textil y portuarios. Con una orien­tación política mínima, y adecuadas al individualismo caracterís­tico de los artesanos, las “mutualidades”, sin embargo, desem­peñaron un papel de importancia en aquellos países de poco des­arrollo industrial.

Durante la segunda etapa evolutiva del movimiento obrero aparecieron las “sociedades de resistencia’’. Producto de nuevos problemas económicos causados por el avance de la industria, estos grupos se organizaron para luchar por el mejoramiento de las condiciones de los trabajadores. En muchos casos consistían simplemente en la alianza de varios gremios dentro de la misma industria, organizada durante una huelga.

Estos grupos se vieron en posición desventajosa debido a la falta de líderes experimentados y generalmente tuvieron una cor­ta existencia. En Chile, México, Uruguay, Perú y otros países estas organizaciones pioneras fueron controladas por grupos anar- co-sindicalistas que, después de la segunda guerra mundial, ha­brían de participar en la batalla por el control de los obreros que se libró con los nuevos elementos socialistas y comunistas.

Los primeros grupos que pueden considerarse como sindicatos,

en el verdadero sentido de la palabra, no aparecieron hasta prin­cipios de siglo en campos de la industria donde existían grandes fuerzas de trabajadores bajo un pequeño número de empleadores. Los trabajadores del transporte y de la industria textil constitu­yeron la vanguardia en el desenvolvimiento del movimiento sin­dical moderno. En Argentina y Chile los primeros sindicatos fue­ron organizados por trabajadores de los ferrocarriles y portua­rios, y por grupos más antiguos, tales como los tipógrafos y panaderos. En Cuba los trabajadores cigarreros, ferroviarios y portuarios fueron los primeros en organizarse; mientras que en Chile, México y Venezuela los mineros y obreros petrole­ros fueron los pioneros de este movimiento. La creciente expansión industrial durante los años que separaron las dos guerras mun­diales hizo que el movimiento sindical alcanzase notables pro­yecciones, y con ello apareció en muchos países una proporción voluminosa de legislación obrera. Pronto este notable desarrollo del sindicalismo mostró la tendencia, común a todos los países, a abarcar todas las categorías de asalariados, hecho éste que con­tribuyó a erradicar toda distinción entre obreros especializados y obreros comunes.

La característica común más importante del sindicalismo lati­noamericano ha sido su identificación con grupos políticos. Como es lógico, este factor varía en significación de un país a otro, pero, no obstante, es posible afirmar que nunca ha existido en América Latina un movimiento sindical apolítico. Esta identificación del movimiento sindical con grupos políticos se ha establecido gene­ralmente con aquellos grupos que profesan una ideología más o menos de izquierda. La acción política ha sido para el trabajador el medio más efectivo de obtener reconocimiento y protección para sus intereses.

Los grupos anarquistas ejercieron gran influencia en los prin­cipios del movimiento obrero en Argentina, Uruguay, Perú, Chile y México. La influencia sindicalista fue particularmente notable en la Argentina, donde los sindicalistas trataron de impulsar un movimiento libre de interferencias por parte de los anarquistas y de sus rivales los socialistas. A medida que el socialismo se extendió, sus teorías ganaron numerosos adeptos entre las filas de los trabajadores. Para una mejor comprensión de la evolución histórica del movimiento obrero es necesario advertir que el sin­dicalismo de la época no fue nunca un sindicalismo de masas, ya que sus sostenedores provenían de profesiones altamente especia­lizadas, como los tipógrafos.

La influencia comunista en los sindicatos no fue importante hasta 1930, y llegó a su máximo al terminar la segunda guerra mundial. Durante este período la influencia comunista sobre los organismos obreros fue muy considerable en Bolivia, Chile, Co­lombia, Cuba, Ecuador, Guatemala, México, Panamá, Uruguay y Venezuela, pero declinó más tarde como resultado de la apari­ción en la escena política de otros grupos reformistas a los que nos hemos referido con anterioridad, y también por efectos de la “guerra fría’’ iniciada entonces.

El problema de si la inclinación política de las organizaciones obreras ha sido beneficiosa o no para su desarrollo es cuestión muy discutible. No hay duda de que la acción política de los grupos proletarios ha sido un factor importantísimo en su des­arrollo, así como en el éxito logrado en la defensa y protección de sus intereses. Por otra parte parecería que los trabajadores han pagado un alto precio por esta protección política. Al aceptar alianzas íntimas con ciertos gobiernos que se inclinaban hacia su sector, los sindicatos han corrido a menudo el riesgo de conver­tirse en meros instrumentos políticos de dichos gobiernos, vién­dose obligados con frecuencia a rendir su libertad de acción, o por lo menos, aceptar importantes restricciones de esta libertad. En otros casos este precio ha incluido la enajenación del derecho de elegir sus propios líderes y de manejar sus propios asuntos. El peligro de que se confundan los problemas políticos con las cues­tiones laborales está también siempre presente; esta confusión ha sido la causa de que frecuentemente los trabajadores se hayan dividido siguiendo líneas políticas sobre cuestiones que no afec­taban en realidad los intereses de la clase, sino los de los políticos.

México es quizás el mejor ejemplo de un país donde existen íntimas relaciones entre el movimiento obrero y el gobierno. El sindicalismo mexicano fue en realidad creación de la revolución socialista, ya que al promulgarse la Constitución de 1917 apenas existían grupos obreros de significación. Dicha Constitución sig­nificó un esfuerzo para desarrollar nuevas fuentes de poder po­lítico y para ampliar la base popular del régimen, y por tanto, incluyó entre sus cláusulas uno de los más detallados programas de legislación obrera que podían encontrarse en el mundo en aquel momento. La adopción de un programa de esta naturaleza en un país predominantemente agrícola como lo era México en 1917, donde la industria y el capital interno eran relativamente insig­nificantes, resultó sorprendente. Esto se explica por el hecho de que la nueva legislación social, que en la práctica afectaba a los

intereses nacionales sólo en ínfima medida, iba a servir al régimen como un valioso instrumento en la lucha emprendida contra la dominación económica extranjera. Las cláusulas de esta Consti­tución referentes a los problemas obreros no fueron objeto de controversia política, dado el hecho de que ellas no afectaban a los intereses locales y en cambio podían convertirse en fundamento para un programa nacionalista en beneficio de los obreros me­xicanos que sólo afectaban al empresario extranjero. Los sindi­catos recibieron un status legal que implicó ciertos derechos y privilegios de clase, pero al mismo tiempo se vieron convertidos en instrumento de control de la economía nacional esgrimido por los gobernantes. Esta alianza entre el Estado y los trabajadores suministró al régimen una de sus más sólidas columnas de apoyo, continuando hasta esta fecha el movimiento sindical bajo el control del gobierno.

El movimiento obrero latinoamericano juntamente con esta tradición nacionalista ha tenido también en común un fuerte tono de antiimperialismo que llegó a su máximo durante la década de 1920. Las nuevas organizaciones obreras fueron durante ese período los más formidables opositores del capital extranjero. Los trabajadores de las plantaciones bananeras de Centroamérica,, de los pozos petrolíferos de México, de las minas y ferrocarriles chilenos, de las plantas frigoríficas de Argentina y Uruguay, y de los ingenios azucareros de Cuba formaron con frecuencia la vanguardia de los sectores antiimperialistas. Este elemento na­cionalista explica en parte el notable avance de la legislación obre­ra y sus conquistas sociales que contrastan de manera tan no­table con las condiciones reales de vida de los trabajadores.

En general el movimiento obrero ha tenido otra característica. Casi en todos los países dicho movimiento ha puesto énfasis es­pecial sobre sus derechos y los beneficios que considera legítimos en contraste con cierta actitud de desinterés con respecto a sus deberes y responsabilidades. A este respecto hay que recordar que el movimiento obrero experimentó un lapso considerable en su desarrollo histórico. La pérdida de status y prestigio que fue consecuencia de la virtual destrucción de los gremios coloniales al advenimiento de la independencia interrumpió la continuidad de su proceso evolutivo. Este lapso privó al movimiento obrero de una evolución continua que conservase las antiguas tradicio­nes de orgullo en la calidad de mano de obra y que permitiese

al mismo tiempo el mantenimiento de otras tradiciones sociales. Estas circunstancias históricas determinaron que el nuevo movi­miento obrero naciera, en gran parte, del resentimiento y llevara consigo una desafortunada herencia de rencor. Quizás sea ésta la clave para comprender por qué este movimiento presenta las características que hemos señalado. Los largos años durante los cuales los trabajadores fueron víctimas de una inhumana explo­tación engendraron odios y resentimientos que inevitablemente hubieron de reflejarse en el subsiguiente desenvolvimiento del sindicalismo.

Vor Gustavo Lagos *

Profundas mutaciones han caracterizado la evolución mundial en la época de posguerra. La revolución tecnológica ha conmo­vido al mundo dividiéndolo en zonas desarrolladas y subdesa­rrolladas. Dos grandes mercados comunes organizados política­mente en federaciones continentales — EE. UU. y la U.R.S.S.— han creado las economías y las políticas de escala necesarias para aprovechar al máximo las potencialidades de la revolución tec­nológica. Han accedido así a un liderazgo tecnológico y a un poder de dimensiones mundiales cuyos efectos se hacen sentir con mayor o menor intensidad en todos los países.

En un segundo plano, China comunista —mercado común po­líticamente estructurado, pero subdesarrollado tecnológicamente— y Europa Occidental — en proceso de integración económica y política— tratan de acelerar su desarrollo tecnológico para ele­varse igualmente a un primer rango de proyección mundial.

La estructura de las relaciones entre los “grandes’’ actuales o potenciales ha pasado por etapas de alianza y conflictos de natu­raleza fluctuante y estratégica.

Los polos en torno a los cuales se organizaba la rivalidad co­munista-occidental han perdido poder de atracción desarticulándose al impulso de diversas fuerzas y tendencias: el término de la guerra fría y el acercamiento progresivo operado entre la U.R.S.S. y Estados Unidos, la ruptura de la unidad monolítica dentro del campo comunista con la rebelión de China continental y la inde­pendencia creciente de Francia dentro del bloque occidental en cuanto al manejo de su política exterior.

En América Latina el proceso de cambio económico, social y político se sitúa y realiza dentro de este contexto internacional del cual la región latinoamericana forma parte. Hechos generados

* E l autor agradece al doctor Félix Peña su valiosa cooperación en la elaboración de este artículo, especialmente en la p arte relativa al análisis de la '^acción subversiva’\

168 IN STITU CIO N ES Y DESARROLLO POLÍTICO DE AMÉRICA LATINA

dentro de dicho contexto en interacción estrecha con hechos gene­rados dentro de la región, han alterado la estructura tradicional de las relaciones interamericanas y de los sistemas políticos lati­noamericanos. El objeto de este capítulo es esbozar en qué sentido se ha alterado dicha estructura. Las páginas que siguen tratarán de formular un esquema conceptual para futuros estudios políti­cos sobre América Latina.

La idea central que deseamos exponer es que el enfoque que podía ser válido hasta el comienzo de este proceso de cambio, ha dejado de serlo; que los sistemas políticos latinoamericanos no podrán ser estudiados como si se tratara de sistemas cerrados que operan con independencia de los hechos que suceden fuera de las fronteras nacionales. Intentamos sugerir que la distinción tradicional entre el estudio de la política nacional y de las rela­ciones internacionales ha dejado de corresponder a la realidad, y que sería más apropiado estudiar los sistemas políticos nacionales tratando de identificar la influencia relativa de los factores inter­nos —generados dentro del propio sistema político— y de los factores externos, internacionales, —generados total o parcial­mente fuera del sistema— y que actúan con tanta o más fuerza que los anteriores en la definición del estado del sistema y de sus procesos. Ambos forman hoy día un continuum que sólo por exi­gencias analíticas puede ser considerado separadamente para des­cubrir mejor cómo las interacciones entre los factores políticos externos e internos se presentan en una situación o en un período determinados.

Dentro de los muchos casos que podrían señalarse para iden­tificar interacciones entre los factores externos e internos de los procesos políticos, intentaremos analizar solamente algunos en los cuales dicha interacción aparece con evidencia. Hay cuatro casos fácilmente identificables que son: a) La Revolución Cubana;b) la Alianza para el Progreso; c) la llamada “acción subversiva” en relación con la seguridad regional del sistema interamericano; y d) el proceso de integración de América Latina. Circunscribire­mos nuestro estudio a los tres primeros, ya que en otra parte nos hemos ocupado de analizar el caso de la integración económica. Antes de entrar al análisis particular de cada uno, queremos señalar que aunque todos ellos son significativos en los procesos

1 Ver Gustavo Lagos ‘La integración de América L atina y su influen­cia en el sistem a in ternacionar’ en i n t a l , ‘ La Integración Latinoam eri­cana. Situación y perspectivas”, Buenos Aires, 1965.

políticos latinoamericanos, existen indicios suficientes para pensar que la influencia de los dos primeros tiende a declinar mientras los dos últimos adquieren importancia creciente.

A continuación esbozaremos brevemente, primero, el impacto de la Revolución cubana, luego analizaremos el rol de la Alianza para el Progreso, y finalmente nos detendremos a examinar el caso de la seguridad regional y nacional.

1. Desde un punto de vista legal puede considerarse como materia controvertida el hecho de que Cuba haya sido expulsada de la Organización de los Estados Americanos, porque la Carta no contempla tal tipo de medida. Sin embargo, cualquiera que sea la respuesta legalista a este problema, el hecho político es que Cuba se encuentra, ahora, fuera del sistem a interamericano, que ha reconocido su calidad de miembro del “bloque’’ soviético y que dicho “bloque” la ha aceptado oficialmente.

No intentaremos aquí analizar las causas que llevaron a Cuba a abandonar el “bloque” Occidental y el sistema interamericano. Lo que destacaremos es que la actitud internacional de Cuba, constituyó para el resto de los países latinoamericanos una exce­lente ilustracción de cómo un pequeño país podía pesar en la balanza del poder mundial y del sistema interamericano sin rela­ción alguna con su estatura económica, su poder militar, su pres­tigio y su dependencia tradicional de los Estados Unidos. la actitud internacional de Cuba demostró al resto de América cómo un país podía utilizar la querella entre los dos bloques mundiales para maximizar su situación internacional y realizar los objetivos de la Revolución. Se recordará que en la ideología revolucionaria expresada en el Manifiesto del 26 de julio, Cuba había reconocido la comunidad de ideales y de destino que la unía no sólo al resto de América Latina, sino también a los Estados Unidos. El Mani­fiesto había adherido, así, a la vieja idea jeffersoniana de la unidad intrínseca de las naciones del Nuevo Mundo. Su aleja­miento paulatino de esta ideología hasta su adhesión al bloque soviético, hizo difícil precisar cuáles eran, en realidad, los obje­tivos finales de la Revolución cubana desde un punto de vista internacional. En 1962, al analizar este problema, nos planteába­mos los siguientes interrogantes: “¿Continuará Cuba aumentando sus lazos políticos y económicos con el bloque soviético? ¿Consi­deran los líderes soviéticos a Cuba como un miembro permanente del bloque, o más bien lo miran como un aliado temporal y difícil que puede alzarse en cualquier momento contra el liderazgo

de Moscú o de Peiping? ¿Intentan los líderes cubanos utilizar la disputa chino-soviética como un medio de mantener un compor­tamiento internacional fluctuante para aumentar así su influencia dentro del mismo bloque comunista?’’ Señalábamos entonces la dificultad de realizar predicciones en esa materia y agregábamos ‘‘sin embargo, si se tiene en cuenta la pronunciada oposición de los Estados Unidos a Cuba y el aislamiento económico relativo de la isla dentro del Hemisferio Occidental, es posible al menos formular una hipótesis en el intento de contestar estas preguntas. Si Fidel Castro desea mantener el funcionamiento de la economía cubana, se verá forzado a aumentar sus lazos políticos y económi­cos con el bloque comunista, en la misma medida que el plan norteamericano de aislamiento económico tenga éxito. Del mismo modo, si Khruschev o Mao T se-Tung desean mantener a Cuba como un ejemplo de la penetración de las realizaciones comunistas dentro del Hemisferio, se verán forzados igualmente a ayudar a Cuba, política y económicamente, hasta donde sea posible según los dictados de la flexible estrategia internacional comunista. Aun un vuelco de Cuba hacia el campo neutralista podría ser aceptado por Moscú y Peiping si en ese momento la definición de la situa­ción internacional que los líderes comunistas formulen indica que la nueva posición cubana se encuadra dentro de esa estrategia internacional. Parece casi inútil demostrar el hecho de que Moscú y Peiping estarán dispuestos a agotar hasta los últimos recursos de su estrategia a fin de impedir que la rebelde Cuba vuelva a la comunidad de naciones del Hemisferio Occidental”. En 1966 es posible observar que la revolución cubana ha perdido la deter­minación autónoma de sus objetivos internacionales. Los mismos están condicionados en forma creciente por factores externos incontrolables por el régimen de Fidel Castro. Los principales son: a) el bloqueo económico y político impuesto por el Estado principal del sistema internacional en el que geográficamente está situada la isla; b) la política internacional de la Unión Soviética y en forma especial su progresivo acercamiento al bloque occiden­tal que la obligan a evitar conflictos en el área del Caribe; c) la evolución del conflicto ideológico dentro del bloque comunista (conflicto chino-soviético), que, en lugar de aumentar, ha limi­tado el margen de maniobra que tienen los estrategas cubanos

2 Gustavo Lagos, ‘‘International S tratification and underdeveloped coun-^ trie s”, Chapel Hill, The U niversity of N orth Carolina Press, 1963, págs. 118-121.

dentro de dicho bloque. En efecto, la dependencia económica y militar de Cuba con respecto a la Unión Soviética y sus aliados ha limitado la posibilidad de opción del régimen cubano.

El origen de la influencia e importancia de la posición inter­nacional de Cuba como factor externo para el estudio de los pro­cesos políticos nacionales e internacionales del Continente, fue doble. Primero, su posición internacional introdujo dentro del Hemisferio Occidental el sistema de la balanza del poder, que anteriormente había sido excluido por tres razones fundamenta­les: a) la formulación de la doctrina Monroe, multilaterizada por el Tratado de Río de Janeiro de 1947, que había preservado al Hemisferio de la intervención de potencias extracontinentales;b) la existencia del sistema interamericano basado en la ideología de la igualdad de los Estados miembros y el predominio de las normas de Derecho internacional para la solución de los conflic­tos; c) la obvia desigualdad entre el status real de los Estados Unidos, un poder mundial superdesarrollado y sus veinte vecinos subdesarrollados del Sur, que automáticamente excluía todo siste­ma de equilibrio de poder internacional dentro del Continente. Tal sistema sólo podía ser quebrantado si uno de los países latino­americanos recurría a una potencia extracontinental de suficiente envergadura para hacer frente a los Estados Unidos. Desde un punto de vista histórico, estas relaciones tradicionales de poder, fueron radicalmente alteradas cuando Khruschev anunció que la Unión Soviética estaba dispuesta a apoyar a Cuba contra cual­quier intento de intervención norteamericana aun por medio de su poderosa artillería de cohetes, y en forma especial, en octubre de 1962, cuando se comprobó la instalación de bases de cohetes soviéticos en la isla.

La respuesta del sistema interamericano ante esta situación que quebraba las pautas tradicionales de las relaciones, fue la de expulsar al miembro rebelde del sistema. Pero como la Revo­lución cubana se proponía demostrar a todo el Continente que los objetivos de progreso económico y social podían ser realizados, librándose de la tutela norteamericana, la región entera se con­virtió en un campo de interacciones internacionales, dentro del cual se realizaban dos grandes experimentos asociados íntima­mente a la guerra fría. La política de Estados Unidos no se limitó a una actitud negativa con respecto a Cuba —la expulsión del sistema y el aislamiento económico— sino que, afianzándose en los principios doctrinarios de la operación Panamericana, se tra­

dujo igualmente en un cambio radical de actitud ante sus vecinos del Sur a través de la formulación de la Alianza para el Progreso. Sucedió, así, que los diecinueve países latinoamericanos restantes, siguiendo el liderazgo de los Estados Unidos, trataron de demos­trar al mundo que la modernización, el desarrollo económico y el cambio social podían ser llevados a cabo a través de medios pací­ficos y democráticos. Entretanto, Cuba, siguiendo el liderazgo del bloque comunista, trató de realizar los mismos objetivos, pero utilizando las fórmulas, los planes y la gran estrategia del desa­rrollo del mundo comunista. De esta manera la guerra fría quedó vinculada al problema del subdesarrollo —ambos temas de conte­nido universal. La Revolución cubana, operando como factor ex­terno al sistema político norteamericano, forzó a los Estados Uni­dos a desarrollar un nuevo tipo de diplomacia, la diplomacia del desarrollo económico y del cambio social. Y esta nueva diplomacia del líder del sistema interamericano se convirtió en factor externo presionando en la reestructuración de los sistemas políticos econó­micos y sociales del resto de los países latinoamericanos. Asimis­mo, la Revolución cubana —obrando como factor externo en los sistemas políticos de estos países— operó en cierto modo como grupo de referencia, como un modelo que podía abrir el camino a una posible solución política. El grado en que el modelo fue adoptado o rechazado varió en la amplia gama de los partidos políticos en América Latina, siguiendo en general la tradicional división entre partidos de derecha o conservadores y partidos de izquierda o renovadores. El hecho de que la Revolución cubana revistiera los caracteres de un grupo de referencia derivó de la actitud internacional de Cuba. En efecto, Cuba demostró que un pequeño país, cuya dependencia económica de Estados Unidos Be daba por descontada, podía obligar a este último a reorientar por completo su política internacional en el Hemisferio. El país tradicionalmente dependiente desafió el poder, la influencia y el prestigio del líder del sistema interamericano. La Revolución cubana demostró que la nación más poderosa del mundo, por faPa de información y de planeamiento adecuado por parte de sus dirigentes, era capaz de cometer un error de la magnitud de la frustrada invasión de la isla.

La ruptura de las relaciones tradicionales de poder dentro del sistema interamericano y el desafío exitoso del poder del líder, fueron las dos fuentes del prestigio de la Revolución cubana ante al resto de América Latina. Desde el momento en que Estados

Unidos demostró las limitaciones reales del desafío cubano, logró en parte neutralizar la influencia de Cuba en el resto de América Latina. En ello influyó no sólo la diferencia radical en el poderío de un Estado y otro, sino también un factor externo al sistema interamericano pero de la misma índole del que favoreció en determinado momento el desafío de Castro. Dicho factor externo fue el acuerdo que sobrevino entre las dos superpotencias con posterioridad a la crisis de octubre de 1962 y, en general, el proceso de acercamiento de los dos grandes bloques y el reconocimiento implícito de las áreas de influencia de cada uno. Igualmente in­fluyeron en la declinación del prestigio cubano en América Latina, las ya mencionadas dificultades que tuvo dicho país en mantener el equilibrio en la disputa chino-soviética y el hecho de que este conflicto interno del bloque comunista pusiera en evidencia que el sistema económico y político cubano dependía grandemente de factores externos al mismo (la ayuda económica soviética deter­minó la posición de Fidel Castro en dicho conflicto) y que, en consecuencia, el cambio en la política internacional de Cuba y el traslado a otro sistema que el interamericano no se había tradu­cido en una mayor independencia del país.

Esta realidad actual del “modelo cubano” no significa que el mismo haya perdido toda su importancia como factor externo a los sistemas políticos nacionales latinoamericanos y a los Estados Unidos. Aunque en forma limitada, Cuba continúa siendo un factor de gravitación en la adopción de las decisiones internas y exter» ñas de los miembros del sistema. Para los efectos de nuestro análisis, lo importante es señalar que a través de los mecanismos del grupo de referencia, la Revolución cubana ha quebrado el marco tradicional en que se desenvolvía y formulaba la política latinoamericana. Aunque el Programa de la Alianza para el Progreso echara las bases para un fortalecimiento del sistema interamericano en una escala y esfuerzo sin precedentes, el im­pacto de la Revolución cubana obligó a los países latinoameri­canos a unlversalizar su política, y los ha forzado a mirar no tan sólo al Hemisferio Occidental sino también a la totalidad del sistema internacional. El sistema interamericano dejó de ser un “sistema cerrado” y se convirtió en un sistema abierto a toda clase de interacciones con el resto del mundo. A través de la Revolución cubana, América Latina se ha visto súbitamente envuelta en la política mundial. Este hecho, cualquiera que sean los juicios de valor que se emitan respecto al fenómeno revolucionario cubano,

ha acentuado con fuerza inusitada la importancia de los factores externos en el estudio de los sistemas políticos de la región.

2. El estudio de los procesos políticos ligados a la Alianza para el Progreso ofrece un fecundo campo para la investigación de la influencia de los factores externos e internos a que nos hemos referido anteriormente. Nos limitaremos a señalar algunas varia­bles de las cuales dependía el éxito del Programa de la Alianza y en las que se encuentran íntimamente entrelazados los factores externos e internos:

a) La rapidez y habilidad con que los líderes del Ejecutivo fueran capaces de movilizar el sistema político norteamericano para proveer al Programa con los fondos necesarios para su fi- nanciamiento. Como se sabe, la asignación de tales recursos depen­de fundamentalmente de la receptividad del Congreso norteame­ricano ante las propuestas del Ejecutivo, y no es aventurado decir que tal receptividad estuviera ligada en grado importante a un factor externo al sistema: el peligro de que la Revolución cubana pudiera extenderse en otros países del continente.

b) La habilidad y determinación de cada país latinoamericano para formular e implementar sus programas de desarrollo eco­nómico y social y de movilizar sus sistemas políticos a través de procedimientos democráticos para obtener los cambios deseados. La actitud de los diversos partidos y grupos de presión ante la Revolución cubana, hizo que en determinado momento ésta operara nuevamente como factor externo al sistema influyendo en mayor o menor grado en la implementación de los planes de desarrollo.

c) La creación dentro de los países latinoamericanos de las condiciones políticas, sociales y económicas que permitieran la afluencia del capital privado necesario para complementar el apor­te de fondos públicos de la Alianza.

d) Las modificaciones de la estructura del comercio interna­cional del bloque occidental y del sistema financiero internacional, a fin de posibilitar la expansión comercial de los países latinoa­mericanos. Esta variable constituye un factor externo a cada sistema político nacional y al sistema interamericano y, a su vez, sufre la influencia de factores externos al bloque occidental. Observamos en efecto, que las modificaciones de la estructura del comercio internacional del bloque occidental y del sistema financiero internacional, están parcialmente influidas por las relaciones de Occidente con el bloque comunista, y en especial

por la actitud de este último en las áreas subdesarrolladas del mundo. Así, por ejemplo, un aumento de la influencia comunista en Asia, África, o en América Latina podría impulsar a los países industrializados de Occidente a adoptar una actitud más compren­siva hacia los problemas comerciales y financieros del mundo subdesarrollado, a efectos de eliminar así una de las causas del aumento de dicha influencia.

El relativo fracaso, o si se quiere el éxito parcial del programa de la Alianza para el Progreso ha estado determinado en parte por la pérdida de gravitación del factor externo que originara en cierta medida la formulación del plan, es decir el peligro de la extensión del ‘‘modelo cubano”. Sin embargo, el Programa de la Alianza para el Progreso, en la medida en que es aún un programa de cambio económico y social acelerado, no ha perdido interés como campo de investigación para determinar la interrelación de los factores externos e internos en los sistemas políticos nacionales de América Latina. En efecto, la Alianza para el Progreso tiende en último término a industrializar las economías latinoamericanas, a su integración en un mercado com ún y a la creación de economías de desarrollo autosostenido. El hecho de que la ayuda externa sea un factor decisivo para el financiamiento de los planes de desarrollo ha acentuado en los sistemas políticos latinoamericanos su dependencia con respecto a las decisiones de Washington, mientras tales fines sean logrados. A través de estos mecanismos, los factores externos se han convertido en un ele­mento dentro de los procesos políticos de cada sistema nacional. En efecto, si la ayuda prometida que sirve de base a los planes de desarrollo latinoamericanos no es lograda dentro de los períodos previstos, tal hecho puede acarrear la quiebra de la política eco­nómica y social de un Gobierno y provocar el desplazamiento y el desprestigio de los partidos que han propiciado tal política.

3. Otro campo de interés para la investigación de la inter­acción de los factores internos y externos en el sistema interame­ricano y en los sistemas políticos nacionales latinoamericanos es el de la seguridad interna regional y nacional, y en especial el problema que plantea a cada país y a la región en su conjunto la llamada “acción subversiva”.

3 La integración de América Latina, si bien fig u ra form alm ente entre los objetivos de la Alianza p ara el Progreso, ha hecho, en los últimos años, tan rápidos avances y tiene características tan específicas que le dan indi­vidualidad propia con respecto a dicho Program a.

Para clarificar el análisis debe distinguirse la ‘‘acción sub­versiva” generada por estímulos externos e internos de la acción generada exclusivamente por estímulos internos y que normal­mente constituye un desafío por medio de la fuerza a un gobierno considerado como ilegítimo. Este último caso corresponde a la mayor parte de las insurrecciones armadas o ‘‘revoluciones” lati­noamericanas. La “acción subversiva”, en cambio, constituye no sólo un desafío armado a un gobierno o sistema nacional consi­derado como ilegítimo, sino que va dirigida igualmente contra el sistema internacional, al que el país pertenece. Su objetivo es cambiar la estructura política y económica nacional y la orienta­ción de la política externa del país. Por lo general, esa acción subversiva es estimulada desde el exterior del sistema internacio­nal al que pertenece el país y los estímulos provienen de un sistema internacional rival. La “acción subversiva” que nos interesa ana­lizar es, por tanto, aquella que, al hacer peligrar la estructura de poder de uno de los sistemas internacionales, deja de ser un pro­blema exclusivamente nacional del país donde la acción se desa­rrolla para convertirse en una amenaza a los miembros del sis­tema y especialmente al líder o líderes del mismo. La “acción subversiva” constituye, en otros términos, una agresión externa en el frente interno de un determinado sistema internacional.

Desde esta perspectiva analicemos nuevamente el caso cu­bano. En una primera etapa la revolución de Castro constituyó un ataque armado al gobierno de Batista, considerado como ile­gítimo. De ahí que el resto de los países latinoamericanos mi­rara al movimiento revolucionario como una insurrección o revolución de carácter exclusivamente interno. Sólo cuando el régimen de Castro atacó la legitimidad del sistema interamericano y se identificó con el bloque comunista, los países americanos reaccionaron expulsando a Cuba del sistema por considerarla un peligro a la integridad del mismo. Recordemos que los países de la OEA, al menos formalmente, reconocen que no es el tipo de sistema político que adopte un país la causa de una acción co­lectiva. Es el posible impacto de un determinado régimen polí­tico sobre la integridad del sistema interamericano lo que produce la reacción del mismo. Los países consideran que per se un ré­gimen identificado como “marxista-leninista” afecta a las bases mismas del sistema interamericano por cuanto constituye un ata­que a la legitimidad en que descansa.

Si en el caso de América Latina la distinción entre “insurrec-

ción’’ y “acción subversiva'’ puede efectuarse teóricamente por la existencia en esta última de estímulos externos y por sus objetivos en política internacional, la dificultad surge cuando se trata de determinar en la práctica la existencia de estímulos externos o la orientación de los objetivos internacionales de un determinado movimiento armado popular. Esta dificultad se manifestó clara­mente en el caso reciente de la República Dominicana. El consi­derar que toda ‘'acción subversiva" desarrollada en uno de los miembros del sistema interamericano afecta la integridad de todo el sistema, ha conducido a una identificación de la seguridad nacional de cada uno de los países con la seguridad interna de todo el sistema. Dicha posición ha sido reforzada como consecuencia del objetivo de la revolución cubana de ‘‘exportar la revolución", objetivo reiterado, al menos formalmente, en las resoluciones de la Conferencia Tricontinental de La Habana. Esta identificación tiene una consecuencia lógica, y es que en la formulación de los planes de seguridad de un determinado país del sistema no puede prescindirse de los planes de seguridad de los otros países y del conjunto del sistema.

La influencia de factores externos en cada sistema político nacional en materia de seguridad se manifiesta igualmente:

a) En la dependencia externa que tienen los movimientos subversivos por el hecho de que los medios materiales con los que concretan su acción provienen del exterior;

b) En la presión que ejerce el Estado principal del sistema interamericano sobre el resto de los Estados para que elaboren planes de seguridad nacionales y regionales en función de la agresión externa en el frente interno del sistema. Dicha presión externa sobre cada uno de los sistemas políticos nacionales es tanto más importante si se tiene en cuenta que es Estados Unidos quien provee los medios materiales necesarios para la seguridad de cada uno de los países del sistema interamericano;

c) Las presiones que se ejercen mutuamente los Estados del sistema en materia de seguridad, especialmente a nivel subregional (Estados fronterizos).

Como en lo político y en lo económico, la formulación de la política de seguridad de cada uno de los países latinoamericanos en función de factores externos a los mismos, manifiesta la pér­dida de vigencia científica de la distinción entre el estudio de la política nacional y el estudio de las relaciones internacionales en

el área. Es difícil, por ejemplo, examinar el comportamiento na­cional de las Fuerzas Armadas —los principales actores en el proceso de formulación de la política de seguridad de cada país— prescindiendo totalmente de los factores externos que condicionan dicha política de seguridad.

El estudio de la interacción de factores externos e internos en materia de seguridad en cada uno de los sistemas políticos nacionales puede conducir a la determinación de nuevos enfoques en el análisis de los casos en que las Fuerzas Armadas de un país latinoamericano deciden asumir directamente el ejercicio del poder.

A manera de conclusión preliminar de estas observaciones, estimamos que sería de gran utilidad en América Latina, para el desarrollo de una ciencia política y de una ciencia de las rela­ciones internacionales de contenido verdaderamente científico, in­vestigar la señalada interacción de los factores externos e inter­nos en los sistemas políticos nacionales de los países latinoameri­canos y en el sistema interamericano del cual estas naciones for­man parte. Consideramos que hay algunos campos particularmente significativos como posibles áreas de estudio. Ellos son: a) la formulación de la política internacional fundamentalmente con respecto a Estados Unidos; b) la participación de los países en el proceso de integración económica y la formulación de la polí­tica de desarrollo económico y social y c) la formulación de la política de seguridad.

Dentro de la perspectiva que hemos desarrollado, los sistemas políticos nacionales son considerados como sistemas abiertos ya que la formulación de su política en los campos mencionados res­ponde no sólo a estímulos internos sino también a factores exter­nos que actúan con tanta significación como los anteriores.

Dichos estudios arrojarían nueva luz sobre el alcance de al­gunos conceptos como los de "soberanía” e "independencia’’ que aún continúan siendo interpretados en un sentido clásico, impi­diendo una comprensión profunda de la política nacional e in­ternacional de los países latinoamericanos. Del enfoque que proponemos podrían surgir conceptos más adecuados para pe­netrar en la verdadera naturaleza de los procesos políticos de la región. Dentro de esta línea de pensamiento podría decirse que un país es más o menos "soberano” e "independiente” según

SU capacidad para controlar la influencia de los sectores externos dentro de su sistema político. Dicha capacidad parece estar fun­damentalmente vinculada a la estatura económica y política del país y a su prestigio dentro del sistema internacional, o sea a su status real dentro del sistema estratificado en el que el país se mueve. Así, un país altamente desarrollado y con fuerte poderío militar está sujeto a la influencia de factores externos, al igual que un país subdesarrollado, pero la diferencia está en que aquél puede llegar a controlar dichos factores y aun a neutralizarlos, como ha sucedido hasta la fecha en el caso de las relaciones de Estados Unidos con Cuba. Por otra parte, un país de alto status real es fuente de estímulos externos con respecto a otros sistemas políticos nacionales y puede condicionar en mayor o menor grado la política y la economía de los mismos.

La constatación de que un grupo de países — en este caso los latinoamericanos— han dejado de operar como sistemas políticos nacionales “cerrados” no solamente es útil para situar en su ver­dadera perspectiva el análisis de estos sistemas políticos, sino que puede operar un cambio de actitud importante en los sectores dirigentes de dichos países. Es el caso, por ejemplo, de los sectores “nacionalistas” que exaltan valores que implican el rechazo de la influencia de factores externos sobre un sistema político (los de ‘autodeterminación"' y ' no intervención”). Conscientes de que la

influencia de los factores externos está en relación con la capacidad económica de un país, dichos sectores podrían orientar su acción hacia la creación de nuevas bases para dicho nacionalismo, aumen­tando la dimensión de la economía de su país. En lo económico y en lo político, la integración de Estados aparece como la forma de crear bases para la neutralización de la influencia de factores ex­ternos y lo mismo ocurre en el campo de la seguridad.

Podría así producirse la paradoja de que en la formulación de una estrategia integracionista, los sectores que impulsan por mo­tivos positivos y por convicción profunda la integración económica de América Latina, pudieran encontrar apoyo en sectores que por su nacionalismo podrían estar naturalmente predispuestos a opo­nerse a la apertura de las fronteras nacionales. Se produciría así una alianza entre “nacionalistas” e “integracionistas”. La toma de conciencia por parte de los sectores nacionalistas —entre los

P a ra el concepto de status real de un país, véase Gustavo Lagos, ‘In ternational S tratification and Underveloped countries”, Chapel Hill, The

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cuales se encuentran normalmente las Fuerzas Armadas— de la transformación operada en los últimos años en el contexto inter­nacional, y particularmente en las relaciones internacionales de América Latina, y de la influencia creciente de factores externos en cada uno de los sistemas políticos nacionales, que hacen de ellos “sistemas abiertos”, o sea sistemas sin fronteras desde un punto de vista sociológico, puede impulsarlos a la aceptación de la tesis de la soberanía ampliada. De esta manera “nacionalistas” e “integracionistas” podrían buscar en una nueva dimensión — la regional— las bases para que los pueblos latinoamericanos pudie­ran realmente autodeterminar sus destinos históricos al crear con­juntamente la capacidad para controlar los factores externos en sus procesos políticos. Ello podría aparecer quizás como una con­tradicción, pero no habría que olvidar que, como se ha señalado, a veces la contradicción es un signo de verdad.

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Páf?.

P r ó l o g o ...................................................................................................................... V i l

In t r o d u c c ió n ................................................................. ......................................... 1

Problemas metodológicos en el estudio de las instituciones políticas . . 1El concepto de desarrollo político ................................................................... 2Estabilidad política y legitimidad ................................................................... 3Inestabilidad política y evolución social ............................ ........................... 6Estado de la Ciencia Política en América L a t i n a ....................................... 7

PRIMERA PARTE:Prim eras etapas del desarrollo politico ........................................................ 9

CAPÍTULO I:La herencia colonial .......................................................................................... .. 11

E spaña en el siglo xvi .................................................................................... 11El sistema adm inistrativo español en América L atina ...................... 12La Iglesia en el sistem a co lo n ia l................................................................... 15El problema indígena .................................................................................. 16Conflicto entre el ideal y la práctica ......................................................... 17E stru c tu ra de la sociedad colonial ............................................................ 18Comparación de las colonizaciones ibérica y a n g lo sa jo n a .................... 19E l sistema colonial portugués ..................................................................... 22Comparación de las instituciones españolas y p o r tu g u e sa s ............... 23

CAPÍTULO II:Independencia politica y supervivencia del coloniaje .............................. 27

Causas del movimiento em ancipador .......................................................... 27C aracteres de la lu c h a ...................................................................................... 28Efectos políticos inmediatos de la ind ep en d en c ia .................................. 30El caso particular del Brasil ....................................................................... 31Supervivencia de las estructuras c o lo n ia le s ............................................. 31Problemas políticos y económicos de la emancipación ........................ 33Federalismo y unitarism o ........................................................................... 35La constitución form al y la realidad política ......................................... 36Constitucionalismo moderno ......................................... ................................ 37

CAPÍTULO III :Caudillism o, dictadura y revolución ............................................................... 39

Caciquismo y coronelismo ................................................................................ 39Tipos de dictadura ............................................................................................. 40La ‘‘ca rre ra '' del dictador .............................................................................. 43Teorías p a ra explicar la dictadura .......................................................... .. 46Función y legado del caudillismo ............................................................... 51Revoluciones y revueltas ................................................................................ 53

SEGUNDA PARTE:L a etapa transicional: el cambio, su naturaleza y stis a g e n t e s ........... 57

CAPÍTULO I:Tipologia de los paises latinoam ericanos ...................................................... 59

La clasificación de Lam bert ......................................................................... 59Tipología de Silvert, basada en el nacionalismo ................................. 63Clasificación socioeconómica de la oea .................................................... 64E tapas en la transición y tipología de Germani ................................... 69

CAPÍTULO II :L a estructura gubernam ental y el proceso político ................................ 73

E l Poder E jecu tiv o ........................................................................................... 75Poderes constitucionales ............................................................................. 76El presidente y el sistema administrativo ......................................... 77La “imagen paternal'' del presidente .................................................... 77El presidente y los partidos ..................................................................... 78El desarrollo económico como fuente de poder p res id e n c ia l........... 79Métodos y técnicas de control presidencial ......................................... 79Conclusión ....................................................................................................... 81

E l Poder Legislativo ........................................................................................ 81Causas de la subordinación del P a rla m e n to ......................................... 81Composición de los Parlam entos ............................................................ 84

E l Poder Judicial ............................................................................................... 86Influencias ex tran jeras .............................................................................. 86Independencia del Poder Judicial y control de la constitucionalidad 87Defectos comunes a la administración de ju s t i c ia ............................ 88

Centralización, gobierno provincial y m unicipal ................................... 89Diferencias entre el federalismo latinoamericano y el federalismo

en los Estados U n id o s .............................................................................. 90Gobierno provincial ...................................................................................... 92Las ciudades y la autonomía municipal ............................................. 93

CAPÍTULO III:L as fuerzas políticas y los partidos .......................................................... .. . 97

Los partidos políticos contemporáneos ...................................................... 97

Pág.Funciones y clasificaciones de los partidos políticos .......................... 100Los partidos políticos latinoamericanos .................................................... 105

Características y defectos ......................................................................... 106Los partidos tradicionales ........................................................................ 109Los partidos modernos ............................................................................... 110Clasificación de los partidos modernos ................................................ 111Los partidos conservadores ...................................................................... 112Los partidos liberales y radicales ......................................................... 113El surgimiento de las clases medias ...................................................... 114Actual situación política de las clases medias ................................... 120Los partidos autóctonos ............................................................................. 122Los partidos social-cristianos .................................................................. 128Los partidos socialistas ............................................................................. 129Los partidos socialistas populares ......................................................... 130Los partidos comunistas ............................................................................ 131El sistema de partido único ..................................................................... 133

CAPÍTULO IV:L os grupos de p r e s ió n .................................................................................. 137

Concepto y clasificación .................................................................................. 139La Iglesia como fuerza política ................................................................... 149La intervención de las fuerzas armadas en la política ...................... 153Los estudiantes y la política ....................................................................... 158El movimiento obrero y la p o lítica ............................................................... 160

Factores externos e internos en la política latinoamericanaEstudio por Gustavo Lagos ................................................................................ 167

BjlBLIOGRAFÍA ................................................................................................................. 181ÍNDICE de MATERIAS ................................................................................................... 199

ESTE LIBRO SE TERM INÓ DE IM PRIM IR EL DÍA 23 DE DICIEM BRE DE 1966 EN LA IM PR EN TA LÓPEZ, PERÚ 666, BUENOS A IRES, R E P Ú B L I C A A RGENTINA.