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El fin de un modelo de política (2ª edición, ampliada) Universidad de La Laguna, 2018 ISBN-13: 978-84-16458-87-5 / D.L.: TF-23-2018 / DOI (del libro): 10.4185/cac140 Página | 1179 Libro colectivo enlínea: http://www.revistalatinacs.org/17SLCS/libro-colectivo-2017-2edicion.html Incorrección ética e incomunicación. La falacia de la identidad nacional obligatoria Dr. Arturo Cadenas Iturriozbeitia (CESAG/COMILLAS)[email protected] Resumen. La cuestión planteada en este trabajo es encontrar un fundamento suficiente a partir del cual delimitar un campo de corrección ética para extenderlo a modo de evaluación crítica al campo de la comunicación social en general, y más concretamente, a los mensajes de calado político. Se partirá de las relaciones humanas como comunicación y, por ello, constitutivamente sujetas a la posibilidad real y a la exigencia moral de racionalizarlas hasta donde sea posible. Frente al peligro de la irracionalización de los espacios de comunicación social y política, este trabajo se postula desde la necesidad de acotar el campo de corrección ético, una necesidad que deriva de la propia dinámica de una sociedad abierta como la nuestra en la que pueden coexistir contrapuestos sistemas normativos (de cuya equiparación ética por parte de la ideología relativista se tratará sucintamente). Por su actualidad y especial relevancia ilustrativa, el marco ético propuesto fiscalizará el tipo de mensaje nacionalista cuyo objetivo principal es recalcar la idea de que la identidad personal es resultante y se debe a una supuesta identidad nacional. Palabras clave: comunicación; nacionalismo; identidad; racionalidad; corrección ética.

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El fin de un modelo de política (2ª edición, ampliada) Universidad de La Laguna, 2018

ISBN-13: 978-84-16458-87-5 / D.L.: TF-23-2018 / DOI (del libro): 10.4185/cac140 Página | 1179

Libro colectivo enlínea: http://www.revistalatinacs.org/17SLCS/libro-colectivo-2017-2edicion.html

Incorrección ética e incomunicación. La

falacia de la identidad nacional obligatoria

Dr. Arturo Cadenas Iturriozbeitia –(CESAG/COMILLAS)– [email protected]

Resumen.

La cuestión planteada en este trabajo es encontrar un fundamento suficiente a

partir del cual delimitar un campo de corrección ética para extenderlo a modo

de evaluación crítica al campo de la comunicación social en general, y más

concretamente, a los mensajes de calado político.

Se partirá de las relaciones humanas como comunicación y, por ello,

constitutivamente sujetas a la posibilidad real y a la exigencia moral de

racionalizarlas hasta donde sea posible.

Frente al peligro de la irracionalización de los espacios de comunicación social

y política, este trabajo se postula desde la necesidad de acotar el campo de

corrección ético, una necesidad que deriva de la propia dinámica de una

sociedad abierta como la nuestra en la que pueden coexistir contrapuestos

sistemas normativos (de cuya equiparación ética por parte de la ideología

relativista se tratará sucintamente).

Por su actualidad y especial relevancia ilustrativa, el marco ético propuesto

fiscalizará el tipo de mensaje nacionalista cuyo objetivo principal es recalcar la

idea de que la identidad personal es resultante y se debe a una supuesta

identidad nacional.

Palabras clave: comunicación; nacionalismo; identidad; racionalidad;

corrección ética.

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1. Relativismo, comunitarismo e incomunicación social

Como ya he defendido en otros trabajos (Cadenas, 2017: 5), y desarrollaré en

las próximas páginas, la ideología relativista no puede desconectarse de la

llamada “crisis de valores” de la civilización occidental. Desde la perspectiva

defendida en el citado trabajo, la “crisis de valores” resultaría, precisamente, de

la relativización de los valores que hacen posible la base de sustentación de

una cultura propicia a la creación de espacios de diálogo. Por ello, la ideología

relativista es un peligro para la democracia, pues recela de las reglas que

favorecen los procesos de comunicación social a partir de su fiscalización

dialógica, lo que puede llevar a la indiferencia ante las exigencias, por parte de

determinados grupos, de facilitar el boicoteo de las condiciones del diálogo. De

esta manera, el relativismo en el que se apoyan los partidarios del respeto por

las razones de todas las "identidades culturales", viciaría gravemente el

procedimiento afectando inevitablemente a los consensos, ya que la apelación

al respeto por las convicciones morales colectivo-privativas podrían legitimar

entramados normativos cerrados a la crítica y opacos a la comunicación

racional, amén de favorecedores de la constitución de sociedades ajenas al

desarrollo de la autonomía de los individuos o partidarias de su obediencia

incondicional.

De acuerdo con Urbina, resulta alarmante que si la situación real de la ciudadanía

es, en gran medida, resultado del conjunto de incidencias normativas sobre la

misma, nuestra tradición cultural tienda a infravalorar la repercusión de las

ideologías en la vida práctica (Urbina, 1988: 120). Una ideología social

relativista que se asemejaría, en palabras de Marina, a un “sistema social

invisible” (Marina, 2007: 14) que ejerce una auténtica “tiranía democrática” que

origina y da sentido a preferencias, sensibilidades, comportamientos que, en

superficie, resultan inconexos.

La preocupación por el fenómeno de la ideología relativista es patente en otros

pensadores que coinciden en que la ideología cobra cuerpo en multitud de

individuos de las sociedades demoliberales que practican un, en palabras de C.

Nino “subjetivismo naturalista”; esto es, individuos que pretenden convertir su

conciencia moral individual en instancia universal (Nino, 1989: 27), erigiéndose

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en la práctica en dogmáticos con relación al valor de su criterio. Un diagnóstico

en el que coincide Bobbio (Bobbio, 1997: 99) cuando aborda lo que considera

la postura relativista más radical (y coincidente con Robles), a la que denomina

personalismo ético, sintetizada en la creencia de que toda verdad moral es

personal y su multiplicidad estará vinculada a la multiplicidad e irreductibilidad

de las personas. La evidencia subjetiva como criterio de corroboración de

corrección moral de los juicios morales individuales implicaría la prueba de que

cada individuo como persona moral emite verdades irreductibles.

Cada individuo sería considerado un emisor de verdades morales

incontrastables, un fenómeno que para J. Conill (1994: 131-143), puede

conducir al nihilismo pues supone la primacía a veces cerrada sobre sí misma

de la experiencia radical e incontrovertible de cada sensibilidad moral.

Así, hoy en día, esta ideología relativista opera como dicho “sistema invisible”

contribuyendo a que muchos españoles, que dirigen sus vidas privadas de

acuerdo con valores demoliberales, rechacen en la práctica dichos valores

mostrándose tolerantes hacia contravalores invocados en nombre de una

concepción incondicional de tolerancia (Garzón Valdés, 1997: 10). La ideología

relativista, exige respeto hacia toda suerte de diversidad, lo que implica en la

práctica, una concepción de tolerancia que puede reventar los límites del

pluralismo demoliberal.

La ideología relativista propicia, de esta manera, el dogmatismo “de las

opiniones” y desatiende la espinosa cuestión de los límites de la diversidad

cultural al identificar a esta con un valor moral en sí, favoreciendo una actitud

“inhibitoria” que obstaculiza la comunicación social en torno al citado problema.

La ideología relativista abonada por dogmas de ineludible imprecisión, puede

contribuir al rechazo ciudadano hacia el contraste de la información y de la

autocrítica, invitando hacia la aceptación de planteamientos que no superarían

lo que Nino (1989: 17) denominó "la prueba de la consistencia vital", pues sería

absurdo e irresponsable pretender salir al paso de la equiparación ética entre el

yihadista y el ciudadano sólo cuando ello nos afectara personalmente.

Pero el hecho es que, como consecuencia de la ideología relativista, si ningún

valor es más valioso o mejor, la inconmensurabilidad de cada cultura

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constituiría una realidad que debiéramos asumir, pues rechazar por incorrecto

otro código moral implica tener que aceptar el mismo criterio como crítica. En

ese sentido, sostiene Rubio Carracedo (1987: 237) que el relativismo cultural

niega la posibilidad de justificación racional que valide un sistema normativo

universal y afirma la pluralidad de verdades morales, pues todas ellas cuentan

con idénticas oportunidades de justificación.

Desde esta postura, los códigos morales serían considerados éticamente

inatacables y podrían fomentar institucionalmente diferencias en razón de cada

grupo de individuos. G. Sartori (2001: 31) denomina a esta concepción de

pluralismo: pluralismo como creencia, cuya consecuencia no es el

favorecimiento de la comunicación sino el recelo hacia la crítica intercultural.

“Respetar todas las opiniones” o “toda cultura tiene valor moral” serían las más

populares directivas que, en la práctica, materializan este relativismo que, en el

fondo, boicotea los procesos de comunicación, ya que desprestigia el

intercambio de razones como procedimiento de profundización en la

comprensión de las realidades normativas opuestas y lo extiende a todos los

ámbitos. Todo lo cual conduce a muchos individuos a renunciar a la

contrastación argumentativa, lo que conlleva la fragmentación social y al

bloqueo de las inteligencias individuales, empujadas hacia un estrecho

personalismo. Un fenómeno que se manifiesta en forma de postura

autocontradictoria: aceptar el axioma que identifica las opiniones y/o las

creencias con la respetabilidad moral.

A ello hay que sumar que el multiculturalismo implantado en las sociedades

abiertas, una postura que abogando por el respeto estricto hacia las diferencias

étnicas y culturales y el valor moral absoluto de la diversidad cultural, tiene

como objetivo, siguiendo a G. Sartori (2001: 31), avivar la secesión, el

aislamiento y el blindaje cerrado intrasistemático.

El relativismo como ideología favorece la implantación del multiculturalismo y

con ello, estrecha los márgenes de la comunicación social, pues considera

como una intromisión inaceptable cualquier juicio ético a las formas de vida

particulares desde principios morales universales. La ideología relativista puede

legitimar así, en palabras de Urbina (2004: 184), la incomunicabilidad y la

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imposibilidad de “crítica racional”, ya que se daría por supuesto que la crítica a

cualesquiera formas de vida desde nuestros principios de dignidad universal

sería una muestra de puro eurocentrismo.

Ello explica que, de la mano del pensamiento comunitarista, se haya producido

un proceso de “sacralización” de las culturas que convierte toda crítica en

políticamente incorrecta, ya que los llamados “comunitaristas” en mayor o

menor medida, defienden que la identidad de las personas está

constitutivamente ligada a la comunidad a la que pertenecen, a su “cultura

tenida -en palabras de Marina(2010: 81)- como “el fundamento de la identidad, el

núcleo de la personalidad, una entidad que está por encima de los individuos, el

criterio de evaluación de todo lo demás”.

Por ello, resulta imprescindible recordar que las sociedades demoliberales

están sustentadas en la racionalidad, en la crítica incesante de la práctica

social. Rubio Carracedo (1987: 258) sostiene a ese respecto que aunque la

existencia social es la que determina la conciencia y que los individuos son

socializados en los principios morales de su grupo, “los mismos factores

socioculturales posibilitan su propia superación por las aportaciones creativas y

los distanciamientos críticos de los individuos o de los grupos”.

Reconocerlo supone observar que fuera de las sociedades abiertas han

existido y existen sociedades sustentadas en valores que pueden mantenerse

estables por ajenos e inhumanos que nos parezcan. Estos valores, en forma de

creencias religiosas o de corte político totalitario, se protegen con mecanismos

de inmunización, esto es, en palabras de Marina, prevén defensas dogmáticas

contra las evidencias normativas que critiquen su base de creencias. Dicha

inmunización introduce un bloqueo comunicativo en la propia estructura

sostenida sobre mitos legitimatorios e intereses de toda índole.

Consiguientemente, como una manifestación de la crisis misma propiciada por

la ideología relativista, la incorporación en las sociedades demoliberales de

acogida de sistemas de valores contrapuestos a ellas pero defendidos por

creencias comunitaristas, facilitaran la obturación en los procesos de

comunicación individual, grupal y colectivo, en la medida en que se nieguen

las evidencias contrarias, se sacrifique la comprensión de la realidad sostenida

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sobre mejores razones frente a la irracionalidad y/o se niegue la fuerza de la

experiencia y la razón frente a las verdades del colectivo (Marina, 2010: 118).

Garzón Valdés (1997: 16) recuerda las tesis de dos destacados pensadores

comunitaristas: Michael Sandel y Will Kymlika. Por un lado, Sandel defiende

que la identificación del individuo con su comunidad no es una relación que se

elija sino un vínculo que se descubre, un atributo constitutivo de su identidad.

Por su parte, Kymlika habla del valor moral de las comunidades étnicas y de la

membrecía –el sentimiento de pertenencia como valor primario- como

necesidad básica humana.

Así pues, los planteamientos comunitaristas que establecen un vínculo fuerte

entre la identidad colectiva y la individual, favorecen paradójicamente la

consolidación de las citadas defensas dogmaticas en un contexto de

relativismo tendente al multiculturalismo, lo que puede poner en peligro los

procesos de comunicación de las sociedades demoliberales, al mismo tiempo

que podría respaldar de facto la indiferencia hacia la suerte de las personas

integradas en comunidades cuyos valores fueran refractarios a los derechos

humanos. La aceptación de un relativismo “bienintencionado” desembocaría de

facto en el dogmatismo del respeto por lo diverso, lo que conduce al respeto

por todo sistema independientemente de las normas desde las que se

sostenga.

Sostener la tesis de la «respetabilidad de todas las culturas» tiene como

consecuencia (ideo)lógica la extensión de la exigencia de tolerancia a las

posturas políticas que pretenden prevalerse de ella para postular su

dogmatismo liberticida. Un terreno abonado por la actitud relativista en el que

se pierde la confianza en la razón, en la capacidad autocrítica y en la

comunicación intersubjetiva a través de la contrastación de razones. Está sería

la consecuencia principal de la ideología: el entorpecimiento de la

comunicación social al negar la existencia de mejores y peores comprensiones

de la realidad, legitimando el blindaje y alentando el victimismo.

La dramática necesidad de justificar un soporte ético deriva de la propia

dinámica de una sociedad abierta como la nuestra en la que pueden coexistir

contrapuestos sistemas normativos (de cuya equiparación ética por parte de la

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ideología relativista ya hemos hablado), por lo que es exigible justificar algún

referente ético. Debemos plantearnos cómo afrontar los peligros de una

ideología tendente a la irracionalización de los espacios de comunicación

social.

2. El diálogo como necesidad racional

La búsqueda de un razonamiento moral que valide algún criterio universal se

complica pues al tratar de fundamentar un criterio de corrección moral,

hacemos depender su validación con otro de orden superior. La pretensión

parece conducir, dice A. Cortina (1986: 91), al llamado “Trilema de

Münchhausen”.

Sin embargo, podemos descartar la pretendida validez con alcance universal

de los sistemas de reglas sustentados desde una pretendida fuente metafísica.

La Teoría del Derecho Natural (Robles, 2003: 68 y ss.), disciplina que estudia

los rasgos epistemológicos comunes de todo iusnaturalismo, identifica como

uno de ellos la unión entre el ser y el deber ser, entre la naturaleza y el valor.

Dicha conexión metafísica que, como recuerda Robles, no siempre es

identificable con lo eterno, si resulta siempre reconducible a contrapuesto a

toda convención o creación humana. Por tanto, la organización social a partir

de valores de base epistemológica metafísica (religiosa o no), tendería a

esencializar su criterio de legitimación desde una pretendida fuente

trascendental de imposible acceso racional. Frente a ello, Puede defenderse la

certeza de que los sistemas anclan su origen en una genealogía y que son el

resultado de decisiones cuyas claves pueden haber sido olvidadas. Se

descarta pues el acceso a dicha fuente de metafísica verdad moral que ciertas

tradiciones se autoatribuyen y que responden a la lógica de las tradiciones

blindadas que tratan de intangibilizar sus creencias conectando ser y deber ser.

Efectivamente, la naturaleza convencional de los sistemas de normas, siempre

resultado de procesos de decisión, es un principio que conduciría hacia el

reconocimiento institucional del derecho de los individuos al distanciamiento y

revisión crítica de los valores y creencias desde los que fueron educados.

Racionalizar, por tanto, cualquier proceso de decisión implica la exigencia de

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seleccionar aquellos principios de justicia compatibles con el favorecimiento de

la posibilidad de distanciamiento crítico en los hombres.

Volviendo a la cuestión de los valores últimos de la "forma de vida" adoptada

por cualquier sociedad, la racionalidad nos conduce a una certeza: las últimas

creencias que sostienen nuestra forma de vida son el resultado de decisiones

humanas que apuntalan convenciones.

La certeza de la naturaleza convencional de los valores morales últimos nos

conduce hacia el conocimiento de que ningún sistema “autoproduce” certeza

moral. Si, además de ello observamos, en línea con Urbina (2004: 59), que

resulta imposible adoptar una perspectiva “detached” pues nuestro propio

marco comprensivo está atado a una contingencia de nacimiento, la conclusión

no se hace esperar: la racionalidad nos alejaría del dogmatismo y nos

acercaría a la asunción de un cierto “nivel de incertidumbre”, siguiendo a Morin

(200: 76 y ss.), como “estado ontológico” desconfiado frente a dogmatismos

que autoafirmen su primacía ética. Una conclusión que también debe alejarnos

de las implicaciones del relativismo como ideología social. En primer lugar

porque el personalismo ético hacia el que puede conducir el relativismo como

ideología social permite defender, no el derecho a manifestar la propia

convicción, sino la verdad de cualquier convicción, lo que permite que la

referencia moral individual se blinde como criterio de verdad. Ello no es

solamente autocontradictorio sino que transgrede una evidencia experiencial

antes explicada y que nos recuerda A. Cortina (1986: 94): “No hay ningún

enunciado infalible sino falibilidad de todos los enunciados". Es decir, en la

búsqueda de un criterio de corrección moral, no hay más remedio que derivar

hacia un contexto en el que ningún interlocutor pueda apelar a la esencialidad

de su razón, ni iusnaturalista ni vinculada al dogmatismo relativista. Se parte de

la idea de individuo como ser para la comunicación, tanto en su relación con los

demás como consigo mismo, respecto a su comunicación interior y toma

constante de decisiones.

El problema de la fundamentación última de la ética no puede orientarse hacia

un imposible descubrimiento de axiomas autoevidentes, sino a la fijación de las

condiciones que racionalicen la comunicación y validen intersubjetivamente la

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argumentación. Siguiendo a C.S. Nino (1989: 101) en sus consideraciones

sobre Habermas, el Trilema puede eludirse si "buscamos una fundamentación

pragmática-trascendental que se apoye en los presupuestos del discurso

práctico (…)".

De acuerdo, por ello, con A. Cortina (1994: 75-89) cuando recuerda que la ética

del diálogo está más preocupada de la corrección moral que de la verdad y, por

ello, ofrece una fundamentación de lo moral que "transforma dialógicamente el

principio kantiano de la autonomía de la voluntad, de modo que se hace

necesario el tránsito del ¨yo pienso¨ al “nosotros argumentamos”. El yo

individual se abre al nosotros, dentro del cual subsiste el yo personal, dada la

constatable multiplicidad de las verdades individuales que reconocen la

inexistencia de axiomas morales autoevidentes y por la exigencia de la

voluntad de comunicación. La corrección moral requiere de una búsqueda

cooperativa y todo individuo capaz de comunicación lingüística es una fuente

potencial de interlocución. Habermas (1996: 110 y ss.) muestra, en tal sentido,

que cuando se argumenta para convencer (justificando lo defendido, exigiendo

justificación al interlocutor, etc) asume como precondición implícita el principio

de universalidad.

La racionalidad conduce hacia un individualismo inevitablemente comunicativo

que acepta que la fuerza de la autoevidencia moral se mitigue por el

reconocimiento de que toda persona está socializada en los valores propios de

una forma de vida a la que resulta imposible validarse desde axiomas morales

autoevidentes. Dado que la razón moral atemporal no es una posibilidad real

de nadie porque la razón afronta la realidad desde una tradición determinada,

enfrentamos como posturas irracionales al esencialismo de base metafísica, al

personalismo ético y al relativismo cultural.

El Trilema, decíamos, puede eludirse si orientamos el problema de la

fundamentación moral hacia, en palabras de Cortina (1994: 75-89), las

condiciones trascendentales de la validez intersubjetiva de la argumentación, lo

que quiere decir que la validez racional del resultado normativo de un discurso

práctico depende del respeto por ciertas condiciones del procedimiento.

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La ética dialógica parte de que todo ser humano deba ser reconocido como

persona por su condición de interlocutor virtual pues, siguiendo a Apel (1985:

380), la justificación ilimitada del pensamiento no puede renunciar a ningún

interlocutor ni a ninguna de sus aportaciones virtuales a la discusión. De esta

manera, dice Estrada (1994: 177-206), el yo cartesiano y la conciencia moral

kantiana se abren al paradigma de la intersubjetividad de los sujetos

argumentantes.

La ética dialógica defiende un individualismo requerido de reconocimiento

recíproco y cooperativo como respuesta racional frente al personalismo ético, al

relativismo cultural y al dogmatismo esencialista, ya que ningún interlocutor

puede apelar a la esencialidad de su razón. Por ello, siguiendo a A. Cortina

(1994: 75-89), el sujeto paradigmático de esta concepción es el hablante que

interactúa con un oyente radicalmente abierto a la alteridad en un entorno de

reconocimiento recíproco de autonomía.

Todo ello conduce a una aplastante certeza: la satisfacción de Los requisitos

de racionalidad comunicativa tiene como precondición el reconocimiento

recíproco de las subjetividades de los interlocutores. Algo que exigiría del

rechazo de las posturas que, en la práctica, bloqueen la intersubjetividad real,

como las defensoras de verdades normativas autoevidentes, así como las

implicaciones antidiscursivas de la ideología relativista pues al aceptar la

equivalencia ética de todas las razones morales legitima las verdades

colectivistas como criterios de verdad incontrovertibles. Ambas falsean la base

comunicacional aquí defendida y su implantación podría comportar la

aceptación del no reconocimiento del otro.

Así pues, el relativismo como ideología social abomina del discurso racional

porque tiende a empujar al ciudadano hacia la aceptación dogmática de que las

convicciones colectivas son, en sí mismas, criterios blindados de corrección

ética. Desde esta postura se defiende la equivalencia ética de cualquier

colectivo, lo que incluiría aquellos que respaldaran creencias incuestionables y

cuyos contenidos fuesen incompatibles con los derechos humanos. Ello no

equivaldría a defender el derecho a manifestar la propia convicción, sino que

paradójicamente legitimaria el blindaje de “la verdad” de cualquier convicción

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colectiva. Por eso, el relativismo como ideología social se sostiene, además,

sobre un dogma que supone una paradójica incoherencia porque precisamente

porque carezco de una metarazón “auténtica”, tengo una razón para defender

que la verdad moral que algunos afirman como esencial, no puede serlo.

Como se ha defendido, la fundamentación ética conduce racionalmente a

transformar el cógito en un sentido discursivo que favorezca los contextos de

comunicación compuestos por individuos predispuestos al diálogo.

Dichos contextos deliberativos están requeridos de la satisfacción de ciertos

requisitos como condición imprescindible para validar racionalmente los

acuerdos (Cortina, 1986: 95). Requisitos que constituirían la condición de

posibilidad del sentido y validez objetiva de cualquier argumentación, tales

como, la participación de las diferentes posturas con igual libertad para

expresar opiniones, defender argumentos y cuestionar los ajenos. Siguiendo a

J. C. Elvira (1994: 131-143), la garantía del tratamiento co-responsable del

resultado de la deliberación "implica entrar verdaderamente en diálogo con el

otro".

Siguiendo a Urbina, la ética discursiva se abre a la conciencia dialógica, esto

es, a las formas sociales de interacción entre las personas porque solo los

acuerdos razonados de las personas que participan de un sistema normativo

pueden validarse, para ello “se necesitan formas de comunicación entre los

participantes que no pueden ser estratégicas o manipuladoras”. Hablamos, en

línea con Urbina (siguiendo a J. Habermas y a R. Alexy), de la teoría

procedimental del discurso racional, que nos muestra las exigencias que tiene

la comunicación racional entre las personas para validar un sistema moral o

tener un diálogo racional (2012: 138-140). Exigencias tales como los

participantes sean coherentes, es decir, no contradictorios; que las expresiones

que utilicen signifiquen lo mismo; que no mientan; que no puedan invocarse

juicios de valor que no estén dispuestos a generalizar ante similares

circunstancias o que se sienta como una obligación indiscutible la justificación

de lo afirmado.

Puede defenderse que de “entrar verdaderamente en diálogo” depende la

racionalización de la convivencia social en todos los niveles en los que dicha

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racionalización fuese tomada en serio; y ello no “sumaría” todos los pareceres

privados sino que trataría de atenderlos desde la exigencia de imparcialidad

reciproca. De no ser así, una realidad en la que los individuos no muestren una

fuerte voluntad de respeto por la condiciones procedimentales exigidas,

introduciría un, en palabras de Robles (1992: 163), “desnivel a favor de quien

puede imponer sus condiciones y viciar el consenso”.

En parecido sentido se pronuncia Rawls (2006: 91) cuando sostiene que el

discurso moral sería un procedimiento de “justicia puramente procesal”, ya que

el criterio de validez normativa del resultado resultaría del cumplimiento de las

reglas, lo que implica que la evaluación de lo justo o injusto, así considerado

por todos los interlocutores, se haría depender del proceso. El protocolo de

justicia procesal pura puede orientarse, como recuerda Nino (1989: 127), hacia

contextos sociales encaminados al objetivo de lograr principios que sirven de

justificación última de acciones o instituciones.

En definitiva, la racionalidad nos orienta hacia la defensa de contextos

discursivos incompatibles con la mentalidad relativista, contextos en los que,

como señala Marina (2004: 33-53. 1993: 131 y ss.), podría favorecerse un Uso

racional de la inteligencia que implicaría la búsqueda de evidencias

intersubjetivas que permitiesen el paso, mediante argumentos, de las

evidencias privadas a las universales. Un método que permitiría distinguir entre

creencias más o menos racionales, lo que exigiría de un compromiso moral

ligado a dicha búsqueda que forzaría a desdeñar las meras evidencias privadas

“encastilladas” o a las verdades “privado-colectivas”, es decir, las negadoras de

la autocrítica y las blindadas frente a la posibilidad de refutación racional

ligadas a fanatismos de toda índole. El Uso racional de la inteligencia propone

un modelo de decisión sostenido sobre el comportamiento deliberado y exige

de un esquema social en el que los individuos sean recíprocamente

considerados como sujetos morales dotados de dignidad, de esta manera, la

verdad intersubjetiva puede ampliarse a evidencias más poderosas que se

imponga a las anteriores, lo cual requiere de un contexto de tolerancia y

pluralismo que posibilite la permeabilidad comunicativa y la asimilación de los

cambios. Un contexto social dialógico que tendencialmente se acerque a las

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condiciones ideales, permite un desarrollo de la inteligencia en el individuo, que

se va construyendo dialógicamente.

Las exigencias del discurso racional sería el patrón con el que “cribar” la

racionalidad de todo proceso de decisión, identificando los posibles “boicots” y

depurando sus interferencias, implicaría el “núcleo axiológico irrenunciable”, la

instancia crítica desde la cual pudiéramos desenmascarar posibles engaños en

los diálogos reales (Robles, 1992: 166).

Tomado como un instrumento, podrían analizarse los procesos de

comunicación social para identificar en ellos las verdades blindadas

particulares o colectivas incompatibles con dichas condiciones de

imparcialidad, racionalidad y respeto por la autonomía individual,

sometiéndolas a un escrutinio racional que exigiría del asentimiento de los

afectados en condiciones de -siguiendo a Nino (1989: 128)- “imparcialidad,

racionalidad y conocimiento plenos”.

Por lo tanto, sólo el convencimiento moral recíproco de que cualquier

conciudadano es un igual en dignidad abre el camino del diálogo social. En

este sentido, Habermas (1999: 160) defiende que la defensa de las culturas no

implica respeto por las visiones normativas políticas, religiosas, etc., que

inculcan a los individuos la idea de que algunos hombres son “más iguales que

otros” por su origen, algo que deforma un ideal dialógico requerido del

recíproco reconocimiento moral.

El discurso racional resulta incompatible con la indiferencia y/o tolerancia

relativista hacia los colectivos dispuestos imponer su verdad moral, política o

religiosa, agresivamente o que no reconozcan en la práctica el derecho a la

libertad religiosa o de conciencia, esto es, la voluntad de cada individuo para

asumir o rechazar creencias, se trata, defiende Habermas (1989: 120), de

“obligar a una actitud crítica frente a las propias tradiciones” que reconozca y

garantice una visión autoreferencial crítica de la propia cultura.

Así pues, esta ficción teórica podría servir para calibrar el grado de racionalidad

de los diálogos reales y, en su caso, para reconducir los contextos mediante

normas, una vía para afrontar un relativismo como ideología que reduce la

democracia a un procedimiento en el que las decisiones de la mayoría lo son

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todo. De esta manera, tenemos una justificación para abogar por la adaptación

de los contextos democráticos a las exigencias del discurso racional,

promoviendo sus estándares de moralidad a todos los niveles sociales,

respetando los valores materiales de raíz liberal que ni tan siquiera el pueblo

soberano podría cambiar (Robles, 1992: 170).

En similar sentido se decanta Aarnio (1995: 71 y ss.), cuando recuerda que

incluso nuestras opiniones referidas a la corrección o incorrección moral

obtienen su forma a partir de procesos que pueden interpretarse como

dialógicos. Por ello -defiende Aarnio- debe preocuparnos el estado actual y

futuro de los procedimientos discursivos sociales, ya que “si la discusión acerca

de las elecciones morales pierde su racionalidad desaparece una base para

una moral social sana”. Aarnio propone vincular “desarrollo de sociedades

humanas” con la fiscalización de los espacios de comunicación en lo relativo a

la política, la moral y el derecho, para ello, en la líne de lo aquí expuesto,

propone generar “tubos de racionalidad”, en el planteamiento de cualesquiera

problemas.

Contextos sociales así diseñados podrían en evidencia al relativista en el

sentido expuesto, y al dogmático, llamado “doctrinario” por Mosterín (1987: 26-

27), caracterizado por creer acríticamente mucho más allá de lo que puede

justificar y por evitar (en ocasiones, violentamente) la revisión crítica de sus

creencias y opiniones, así como también pudiera identificar al crédulo o el

superficial que, sin fiscalización metódica alguna, pudiera, en palabras de

Mosterín, amontonar creencias con despreocupación y atrevimiento”.

La Ética del discurso propone, pues, una búsqueda de la corrección moral

enfatizando un contexto de respeto por ciertas condiciones ideales del

discurso, un respeto que remite a una comunidad de comunicación ideal, cuyo

exigente respeto por ciertas reglas supone la renuncia al nefasto relativismo

anteriormente tratado y que identifica a ciertos participantes normativos como

los más adecuados para contribuir a validar el resultado de un discurso

práctico, son los que en condiciones ideales respetarían las condiciones del

discurso, esto es, los que respetan la dignidad del otro, los que tienen una

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capacidad potencial de emitir juicios imparciales de alcance universal y una

actitud cooperativa de alcance universal.

El modelo de diálogo ideal fiscalizaría la racionalidad de los diálogos reales y

los consensos que estos lleven a cabo y, en la medida en que los procesos de

comunicación /decisión se aproximen a las características del diálogo ideal

tanto mayor será el grado de justicia conseguida.

La internalización de pautas dialógicas requiere de dinámicas normativas

sociales que lo promuevan y rechacen, al mismo tiempo, el blindaje de aquellas

creencias que entorpezcan el trato abierto con las otras. El uso racional de la

inteligencia, siguiendo a J.A. Marina (2001: 118), empeñada en la

corroboración de lo pensado mediante la crítica, la prueba, etc., libera de la

tiranía de la fuerza y conduce hacia el valor de la dignidad como valor moral

más racional. Ser ético es reconocer la dignidad del otro, lo que incluye su valor

como instancia autónoma de pensamiento y decisión, y es también ser más

inteligente.

3. El desarrollo de la autonomía personal como criterio ético y

precondición dialógica

La autonomía individual solo adquiere plenitud en la intersubjetividad

comunicativa (requerida, como se ha visto, de normas), ya que implica el

reconocimiento recíproco del valor moral del individuo como instancia

autónoma de pensamiento y decisión. Un reconocimiento que, lejos de

encastillar a los individuos en el relativismo o en el dogmatismo, debiera

prolongarse en el derecho a la libertad ideológica y a la libertad de expresión a

todos sus niveles de comunicación social y, por ende, en el derecho a la

información y en una institucionalización del diálogo social hasta donde sea

posible (Robles, 1992: 143).

Muy similar es la tesis defendida por C. Nino, cuando recuerda que los modelos

de Rawls, de Dworkin y el suyo propio presuponen el valor moral de la

autonomía personal que la práctica misma del discurso racional lleva

incorporado, esto es, subyace al mismo, ya que está orientado hacia la libre

aceptación de principios de conducta (Nino, 1989: 147 y ss.).

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En este punto, Nino (1989: 149-150) reivindica la idea de “realización

autónoma”, que incluye el ejercicio de la autonomía pero pone a ese ejercicio

en función de un fin que es la realización del individuo. Realizarse implicaría

desarrollar las capacidades con que empíricamente cuentan los individuos,

como posibilidades reales: la capacidad intelectual, la capacidad de placer, la

capacidad de actividad física, la capacidad de tener experiencias estéticas y

espirituales, etc. De acuerdo con Nino, debe considerarse a cada individuo

como “un artista en la creación de su propia vida y lo apreciamos en la medida

en que haga el mejor uso posible de los materiales con que cuenta, que son

sus propias capacidades”.

Esta estrecha relación entre autonomía y autocreación la encontramos en el

marco del discurso moral, ya que la autonomía entendida como autorealización

exigiría el valor de la imparcialidad, entendida como la capacidad de ejercitar

una crítica activa y también una autocrítica en aras al desarrollo de la citada

propia construcción, en palabras de E. Morin (2000: 66), exigida de la

“capacidad de desdoblarse al considerarse a uno mismo (….) fermento

irreemplazable de la lucidez y de la comprensión”. Dentro de ciertos límites, el

individuo debe poder tomar conciencia crítica de su persona y de la sociedad.

El nervio mismo de la cuestión pasaría por reconocer como un valor moral la

capacidad de pensarnos y juzgarnos a nosotros mismos y a los demás, de

construirnos asumiendo las riendas de nuestra vida sin tener por qué ser meros

calcos por pertenecer a una comunidad determinada.

Por ello, el individuo debe ser autónomo en sus decisiones existenciales para

poder mantenerse como persona moral, lo que pasa por la conquista de la

libertad religiosa e ideológica como raíz del resto de libertades. Recuerda

Robles (1992: 139) “el principio del libre examen en la hermenéutica bíblica y el

principio de la autonomía moral que aquel conlleva, conducen a la libertad de la

ciencia, al libre pensamiento, en definitiva a la libertad ideológica”.

La libertad ideológica como el gran logro racional de reconocer como un valor

moral la posibilidad de tener y revisar libremente las ideas ajenas y las propias,

lo que constituye el núcleo más íntimo de la personalidad, configurada también

por mis decisiones. Hablamos de un logro que, en palabras de Marina y de la

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Válgoma (2000: 127-128), expresa el máximo reconocimiento del valor moral

de la autonomía personal, pues recusa el principio de obediencia incondicional

e implica la posibilidad de pedir cuentas a nuestra conciencia y a erigirnos en

los impulsores de la determinación de nuestra vida, a increparnos y a

implicarnos en la búsqueda de la verdad, confiriéndonos el derecho a

distanciarnos de las verdades colectivas en las que hemos sido socializados.

Una autonomía como un valor que parte de la posibilidad de la libertad y que

implica el derecho de pensar la sociedad y a uno mismo, lo que se contrapone

a la huida de la cerrazón privada de individuos y grupos humanos (aunque no

pueda impedir que haya quien use dicha libertad para buscarse un “nuevo

amo” como el relativismo como ideología o el dogmatismo más cerril).

En este sentido, en un anterior trabajo (Cadenas, “Consideraciones sobre la

justicia y los juegos en la Teoría Comunicacional del Derecho”: 59-98 ) oriento

la reflexión acerca de la autonomía sumándome al concepto de “libertad

verdadera” de los individuos que Robles esgrime en “La justicia en los juegos.

Dos ensayos de teoría comunicacional del derecho” (Trotta, 2009, Robles). En

este trabajo, se defiende la libertad plena o verdadera como presupuesto

básico de la justicia en los juegos (tomados como campo de reflexión para una

aproximación al problema de la justicia). La libertad verdadera sería una

precondición moral que un hipotético Sujeto Constituyente (SC) escogería y

plasmaría en el derecho del jugador (ciudadano) a examinar críticamente el

sistema de normas para tomar decisiones libres. Concluyo, en las reflexiones

del trabajo, que el hipotético SC seleccionaría principios de justicia de aquellos

juegos de acuerdo con los cuales pudiera organizarse una sociedad de sujetos

autónomos: poder jugar o no jugar, poder controlar la decisión psíquicamente

(sin pulsiones internas) y conocer con plenitud el alcance de la racionalidad de

las creencias; todas ellas serían las dimensiones exigidas para poder hablar en

puridad de libertad verdadera.

Así pues, el empeño por priorizar el valor moral de la autonomía individual en el

diseño de una sociedad justa implicaría emancipar a los individuos de la

desigualdad formal, de los dominios arbitrarios de la tradición y de los

constreñimientos derivados de las condiciones socioeconómicas con lo que

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conllevan de privaciones materiales y falta de oportunidades por razón de

nacimiento.

El valor moral de la autonomía sería la premisa normativa, la condición

recíprocamente reconocida para la existencia de diálogo, exigido precisamente

del reconocimiento de la persona como “instancia autónoma de decisión y

pensamiento“. Esta visión liberal requiere una dimensión de justicia social como

requisito constitutivo de la estructura normativa de la sociedad ya que la

aceptación inerme de la desigualdad inicial no es suficientemente respetuosa

con el ideal de dignidad de la persona y desarrollo de su autonomía. Estamos

ante un concepto de autonomía individual ligado a una dimensión de Justicia

liberal-social comprometido en el logro de una igual libertad de oportunidades y

preocupado por un cierto nivel de logro en los resultados, un modelo liberal

social, llamado por Urbina “Robust Rule of law” (2002: 225-243), que promueva

las condiciones para que cada individuo no sólo tenga el derecho para poder

escoger su propio plan de vida sino que pueda escogerlo entre diferentes

posibilidades no determinadas por el azar, una sociedad en la que cada

individuo tenga derecho a pensar su proyecto profundamente, con cierto

distanciamiento crítico y que facilite los instrumentos para posibilitar su

desarrollo. Por ello, el derecho debería habilitar los medios interviniendo para

materializar la posibilidad de que cada persona diseñe su propio proyecto de

vida, y que, dentro de ciertos límites, pueda luchar para lograrlo. No obstante,

aunque el sistema se preocupa, en origen, de los resultados del proceso social,

no los garantiza.

Esta idea de internalización por parte del sistema del desarrollo más amplio de

la autonomía de la persona resulta coincidente con F. Ovejero (1992: 109-125),

que entiende que frente a la idea de libertad como modo de satisfacción de los

deseos, hay otra idea, de raíz kantiana, que destaca la importancia de la

libertad en la formación de los mismos. Desde esta perspectiva, los deseos y

las elecciones son, en ocasiones, el resultado de un estrechamiento del campo

vital, dado que existen ciertos deseos que exigen cierta educación o

entrenamiento. Ovejero sostiene que en un sistema fuertemente liberal ciertos

individuos (desfavorecidos natural, económica o culturalmente) pueden no

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expresar a través de sus deseos sus preferencias soberanas. El

estrechamiento del campo de elección sería un producto de la alienación

producida por el consumismo y el autoengaño derivado de la autolimitación

inconsciente de las preferencias. Los individuos podrían preferir lo que no es

sino un ajuste de deseos dadas unas circunstancias desfavorables.

Esta premisa dialógica que supone la consideración del valor moral de la

capacidad de autogobernarnos sin alienaciones y desde el desarrollo más

amplio concebible de la autonomía de la persona, supone la convicción,

siguiendo a Cortina (1986: 146), en la que descansa el discurso moral de los

derechos humanos, precisamente por ello la fuente de normas morales sólo

puede darse en un consenso en el que los individuos autónomos reconozcan

recíprocamente sus derechos. De acuerdo con Cortina en que la que moral civil

democrática prima dos elementos básicos: el derecho del hombre a ejercer su

capacidad autolegisladora y el valor de las leyes universalmente acordadas".

Por consiguiente, la exigencia de reconocimiento de la autonomía individual

resulta difícilmente compatible con las ideologías que priman las entidades

colectivas sobre los individuos. A este respecto, Urbina muestra (2002: 171), en

una breve exposición de pensadores comunitaristas, como Taylor, McIntyre o

Walzer, la, en mayor o menor medida, obsesiva identificación de la unidad

colectiva como elemento constitutivo de la identidad individual, la tendencia a

concebir al individuo como agente moral desde el vínculo fuerte con la

comunidad que le dota de identidad y sus recelos hacia las posturas

defensoras de principios morales universales. Posturas que, ni que decir tiene,

pueden ofrecer cobertura filosófica a los planteamientos más reaccionarios.

Muy al contrario de las posturas que priman a las entidades colectivas sobre

los individuos, reconocer la autonomía de los individuos implica, en línea con

Mosterín, racionalizar en lo posible sus pautas socioculturales, liberándolas de

supersticiones, dogmatismos y creencias “ontológicamente” superiores a los

individuos. Dice Mosterín (1987: 59) que el camino de la autonomía exige

poner en cuestión nuestras propias pautas culturales, por ello, la educación

debería promover el replanteamiento en los individuos de la conveniencia de

aceptar las instituciones, reconociéndoles un derecho al distanciamiento crítico.

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Además, la autonomía individual como precondición dialógica defiende que el

individuo tenga, dentro de ciertos límites, la posibilidad no meramente fáctica

sino normativa, de autodeterminarse. Esta concepción de autonomía depende

de que el sistema diseñe su estructura normativa para posibilitar a cada

individuo el diseño y la elección libre de su proyecto de vida. Siguiendo a

Urbina (2002: 225-243), las razones últimas del Derecho en una democracia

liberal se anudan a consideraciones extrajurídicas, a implicaciones éticas

orientadas hacia la posibilidad normativa de desarrollo y reconocimiento, dentro

de ciertos límites, de cada personalidad moral.

El empeño justificado por lograr un sistema demoliberal configurado desde

exigencias ligadas al discurso racional debe identificar y denunciar las

ideologías que rechacen las exigencias de comunicación dialógica, pues el

diálogo implica la exclusión de los interlocutores que no respetan las reglas que

lo hacen posible. Ello nos conduce a la exigencia de identificar y denunciar las

ideas anti-éticas, esto es, las que traten de postularse frente al valor de la

autonomía individual.

4. Ultima reflexión acerca del desarrollo de la autonomía personal como

valor ético último

Señalaré dos normas importantes para realizar una última consideración

acerca del criterio ético último; es decir, el desarrollo más amplio posible de la

autonomía de las personas (el subrayado es mío).

El artículo 10.1 de la Constitución española: La dignidad de la persona, los

derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la

personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son el

fundamento del orden político y de la paz social.

El artículo 22 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que

establece que “cada persona debe gozar de los derechos económicos, sociales

y culturales indispensables para su dignidad y libre desarrollo de su

personalidad”.

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Ambos dos se refieren a lo mismo: en aras a dicho criterio ético último, el

Estado de derecho no puede permitir que en nombre de una supuesta

identidad nacional o cultural, se obstaculice gravemente o se imposibilite la

libre decisión de cada uno de sus miembros de asumirla o rechazarla, de lo

contrario se estaría reconociendo un “derecho a la diferencia” que podría

implicar una ligazón esencial entre pueblos o naciones e individuos que no

reconocería una libertad verdadera para los últimos, ya que sólo existiría una

verdadera libertad para los individuos si se reconoce y respeta el derecho de

estos a decir "no".

Además, sin pretensión alguna de exhaustividad, a qué nos referimos cuando

hablamos de pueblo o nación, ¿a un grupo pequeño o a uno grande?, ¿a un

estado a una nación con o sin estado, a una raza, a un idioma, a una religión?

Según la creencia citada es algo que se supone anterior y superior a los

individuos a los que troquela en su identidad, con características definidas. La

pregunta es clara: aun suponiendo que ello fuese cierto, cosa que también

puede ponerse en duda ¿por qué habría de ser algo debido para los

individuos? ¿por autoconcebirse como riqueza cultural?, ¿por el hecho de

existir? Si la respuesta es afirmativa ¿El hecho de existir supone un deber en sí

para los individuos pertenecientes? Si la respuesta es positiva ¿Acaso no

existen creencias bárbaras y violentas sostenidas en la superstición y la

ignorancia?

Pero, y sobre todo, puede entenderse que para mucha gente sea positivo y

beneficioso para su personalidad el valor que le confiere a la pertenencia a

grupo con todo lo que ello implica de memorias colectivas, etc. pero desde el

criterio ético acuñado, resulta inaceptable su obligatoriedad, ya que los

individuos deben poder gozar del derecho a permanecer o desligarse. No cabe

dudar acerca de la existencia a “pertenencias” basadas en ideales

transculturales y cosmopolitas éticamente preferibles a las citadas y

costumbres bárbaras detestables, en absoluto merecedoras de consideración

ética en sí mismas.

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Un ejemplo: una joven educado en un entorno de opresión islamista o un

simpatizante de eta que piensa que tres quintas partes de los ciudadanos

vascos son impuros o no merecedores de dignidad, están educados en un

“fuerte” tradición cultural, ¿acaso por serlo su identidad está mejor desarrollada

que la de una persona cosmopolita? Evidentemente no.

5. Conclusiones: incorrección ética y falacia en los mensajes políticos

conniventes con la creencia en la identidad nacional obligatoria.

A continuación, expondré las conclusiones y las propondré como cedazo ético

para analizar los mensajes políticos que defiendan, en mayor o menor medida,

la creencia nacionalista de identificar la nación como una entidad esencial que

imbuye de atributos constitutivos a sus miembros, dotando a sus identidades

particulares de una identidad nacional definida y a la cual se deben. Este es el

soporte esencialista del que beben los mensajes políticos más comunes del

mundo nacionalista, orientados a “distinguir” entre el nosotros y el ellos, así

como entre los leales y los traidores.

De entre los innumerables ejemplos a seleccionar, hijos de la consigna

tristemente célebre que Jordi Pujol acuñó en una clara apuesta por identificar la

catalanidad con una identidad cerrada (“catalán es aquel que vive, trabaja en

Cataluña y quiere ser catalán”), destaca la publicación del libro “Perles

catalanes”, de los hermanos Salvador Avià y Jordi Avià (Viena Edicions, 2016),

por su manifiesta defensa de la citada creencia, hasta el punto de enumerar

una lista negra de malos catalanes, traidores a Cataluña, en suma, entre los

cuales se incluye a Félix de Azúa, Albert Boadella, Josep Borrell, Josep Ramon

Bosch, Francesc de Carreras, Carme Chacón, Josep Antoni Duran Lleida,

Arcadi Espada, Rosa Regàs, Miquel Roca o Alejo Vidal-Quadras, entre otros.

A modo de recordatorio:

1- El problema de la fundamentación última de la ética no puede orientarse

hacia el descubrimiento de verdades morales trascendentales. Como se ha

venido defendiendo, los sistemas morales anclan su origen en una genealogía,

así pues, las últimas creencias que sostienen nuestra forma de vida son el

resultado de decisiones humanas que apuntalan convenciones (cuyas claves

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pueden haber sido olvidadas). Se descarta, por tanto, el acceso a fuentes

esenciales de verdad moral que ciertas tradiciones nacionalistas se

autoatribuyen. De esta manera, aunque partamos de que los sistemas de

normas morales no son verdaderos o falsos (porque no hay criterio de verdad-

mentira), sí que podemos reflexionar acerca de una consideración ética de las

culturas que, desde luego, no dependerá del valor moral que ellas se

autoatribuyan, como defienden sin saberlo los relativistas.

La creencia citada indica autoatribución de certeza moral (lo que se es por

nacimiento se debe ser) lo cual supone una falacia porque todos los sistemas

morales tienen un origen histórico, (lo que incluye, por ejemplo, a las religiones

y a las creencias nacionalistas) y porque no existe forma racional de acceder a

un código de valores atemporal que troquele de acuerdo con una esencial

identidad a los individuos, valiosa en sí, como tampoco podría accederse

racionalmente a la verdad moral de ningún libro sagrado, ni piedra mágica

alguna que pueda demostrar por sí misma su “verdad” moral, ni trascendente ni

inmanente.

Pongamos como ejemplo paralelo el esencialismo religioso. ¿Resultaría

racional configurar nuestro mundo moral desde los dictados de una fe religiosa

en sí? No, porque aunque se pueda constatar la fe de quién cree en dios y su

revelación, la existencia de dicha fe no implica que aquello en lo que se cree

sea verdadero. De acuerdo con esta certeza, la racionalidad nos indica el

camino: resultaría irracional organizar una forma de vida de acuerdo con la

imposición obligatoria de la fe, porque ello implicaría aceptar la fe, cualquier fe,

que es algo incomunicable, como criterio de verdad moral. Lo racional, dado

que no podemos demostrar que aquello en lo que creemos sea verdadero ni

falso, es reconocer una vía espiritual cuyo ejercicio dependa de las personas,

es decir, un derecho a la libertad religiosa, nunca un deber.

Ocurre igual con los mensajes políticos en respaldo de la creencia nacionalista

analizada, ya que pasa por ser una certeza colectiva cuando en realidad es una

falsa certeza cercana a la superstición. Me refiero a la atribución de cualidades

y propiedades, como el carácter o los sentimientos a una ficción como el

pueblo, pero el pueblo no entendido como el conjunto de los ciudadanos, sino

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como un ser que moldeara las identidades individuales a partir de esa supuesta

identidad colectiva. Eso no resulta sólo una creencia falaz que presupone la

hominización del concepto pueblo sino una creencia liberticida, por no estar

concebida como una propuesta convencional sino como una esencia

autentificadora de los “fieles”, por encima de su derecho a elegir. Estas

pretendidas esencias identitarias tienen como principal función distinguir entre

el “verdadero” pueblo, así como el leal y el traidor.

2- Debe rechazarse la idea de pluralidad cultural como valor moral en sí porque

supone una tesis dogmática y autocontradictoria, ya que acepta el axioma que

identifica creencias con respetabilidad moral. Con arreglo a lo justificado hay

sistemas que son refractarios al favorecimiento de contextos de diálogo e

incluso abiertamente contrarios al reconocimiento de la autonomía de las

personas, por lo tanto, no es correcto que todos los sistemas normativos se

igualen en corrección ética.

La ideología relativista es rechazable, ya que desde una aparente “neutralidad”,

defiende el dogma de “la facticidad debe ser”, lo cual concede una coartada

ideológica a los grupos que, en el interior de una sociedad abierta, reclaman

inmunidad moral para limitar la autonomía de los individuos integrantes hacia el

interior y/o para tratar de impedir la crítica desde el exterior, una exigencia que,

con independencia de su manifestación violenta, esencializa las comunidades

(pueblo, nación) y rechaza la evidencia de que las comunidades son realidades

históricas sujetas a procesos de cambio y escrutinio crítico. El relativista, bajo

una apariencia de tolerancia, estaría defendiendo dogmáticamente dos

implicaciones contrarias a la racionalidad y a la ética:

a) que la creencia moral invocada por un grupo es verdadera porque el

grupo dice que lo es (lo que debería conducir hacia un estúpido pero

coherente respeto por la ideología neonazi, etarra o yihadista).

b) estaría legitimando la negación de la posibilidad de desarrollo integral a

parte de la ciudadanía, que podría correr el riesgo de ser educada

viendo restringidas sus posibilidades de desarrollo autónomo, su

identidad estaría más definida por determinismos culturales presentados

como independientes de su voluntad, lo que disminuiría las posibilidades

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alternativas de proyectos de vida al impedir esa dimensión de

distanciamiento crítico auto y exoreferente.

3- En la búsqueda de un criterio de corrección ética, la racionalidad nos orienta

hacia contextos de comunicación en el que los interlocutores no puedan apelar

precisamente a la supuesta esencialidad de su razón, y mucho menos

imponerla a los demás.

El fundamento moral último del diálogo social no puede ser otro que los

derechos humanos, supondría la barrera infranqueable, el asidero convencional

incuestionable, el “coto vedado” -en palabas de Garzón Valdés (1997: 22) -

desde el que plantear una comunicación social empeñada en el control

dialógico de los procesos de comunicación. Solo el reconocimiento y respeto

de los derechos humanos jurídicamente garantizados pueden hacer posible la

creación de contextos sociales de diálogo. La limitación del diálogo vendría

propiciada por dogmas como el relativo a la fusión necesaria y debida entre la

identidad colectiva y la identidad individual, conducente hacia el

enclaustramiento en una supuesta evidencia colectiva.

4- Defender el valor moral de la autonomía individual es la condición

recíprocamente reconocida para que exista diálogo social, exigido

precisamente del reconocimiento de la persona como “instancia autónoma de

decisión y pensamiento“. Esta visión liberal requiere una dimensión de justicia

social como requisito constitutivo de la estructura normativa de la sociedad, ya

que la aceptación de la desigualdad inicial no es suficientemente respetuosa

con el ideal de dignidad de la persona y desarrollo de su autonomía. Estamos

ante un concepto de autonomía individual ligado a una dimensión de Justicia

liberal-social, comprometido en el logro de una igual libertad de oportunidades

y preocupado por un cierto nivel de logro en los resultados. Defender el valor

de la autonomía individual es incompatible con el respeto incondicionado de

toda forma de vida, ya que es una posibilidad del individuo y un valor moral

inseparable de su proceso de socialización. La autonomía individual exige una

toma de conciencia crítica por parte de cada persona, de sus capacidades,

deseos, intereses, objetivos, etc., condicionada por un contexto social que

puede o no favorecerla, reconociendo o no el derecho para poder escoger el

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propio plan de vida entre diferentes posibilidades sin determinaciones ligadas a

costumbres o tradiciones.

Los derechos a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa serían un

requisito constitutivo en un sistema implicado en el favorecimiento de la

proliferación de individuos autónomos, pues implica libertad de pensar y de

creer o no creer, y no una incondicional entrega colectivista favorecedora de la

cerrazón opinional. Una libertad de pensamiento ejercida con racionalidad

exige al sujeto la corroboración crítica (hasta donde le fuere posible) de sus

creencias, su verificación en base a las mejores razones y no sólo en base a la

privacidad cerrada del sujeto o del grupo, lo cual exige de un reconocimiento de

la intersubjetividad abierta y no constreñida por supuestas verdades colectivas

(“aquí somos x, luego debemos ser x”) como acceso racional a la búsqueda de

la verdad.

Todo lo cual exige el diseño de un sistema que repela la cerrazón dogmática,

distinguiendo entre mensajes políticos (o religiosos) que favorezcan y mensajes

políticos que estrangulen el desarrollo de la autonomía individual. En otras

palabras, serían anti-éticos los mensajes políticos, culturales o religiosos

defensores de valores discriminatorios en base a etnias, orígenes o religiones

que obstaculizaran la defensa del derecho de las personas a escoger

libremente su proyecto de vida. La libertad solo redunda en desarrollo de la

autonomía individual si se proyecta hacia el exterior; es decir, para expresar

opiniones, defender argumentos y cuestionar los ajenos sin temor; pero

también hacia el interior de la persona, es decir, para cuestionarse creencias,

opiniones etc. y poder así cambiarlas sin temor y poder manifestar dichos

cambios.

La creencia nacionalista citada se sostiene porque está protegida con

mecanismos de inmunización, esto es, por defensas dogmáticas contra las

evidencias que pudieren poner en riesgo su estabilidad; de esta manera, se

sacrifica la comprensión de la realidad y se niega la fuerza de la experiencia

(Marina, 2010: 118).

Por todo ello, no resultan éticos los mensajes políticos nacionalistas cuyo

fundamento sea el no reconocimiento en la práctica de la raíz de la ética del

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diálogo: el valor de la autonomía de cada individuo, que arranca en su derecho

a la libertad religiosa y de conciencia, esto es, la voluntad de cada individuo

para asumir o rechazar creencias, se trata, defiende Habermas (1989: 120), de

“obligar a una actitud crítica frente a las propias tradiciones” que reconozcan y

garanticen una visión autoreferencial crítica de la propia cultura.

Cada persona debe poder tomar conciencia crítica de su persona, de sus

intereses, proyectos y de la sociedad en la que vive. Liberar al individuo exige

eliminar en lo posible las formulas ideológicas tendentes a alienarlo, en el

sentido de desviarlo de sus intereses en nombre de presuntos intereses de

supuestas entidades metafísicas (Mosterín, 1987: 98). Reconocer como un

valor moral la capacidad de pensarnos y juzgarnos a nosotros mismos y a los

demás, de construirnos asumiendo las riendas de nuestra vida sin tener por

qué ser meros calcos por pertenecer a una comunidad determinada. La

atribución esencialista de intereses y proyectos en una entidad metafísica es

una falacia incompatible con el respeto por el valor de la autonomía de las

personas. Los mensajes políticos nacionalistas en los que se presenta a

entidades metafísicas como la nación o el pueblo, diferenciadas de las

personas, anhelantes de proyectos y deseos son falaces y niegan el desarrollo

integral de la autonomía de las personas, la posibilidad de tener y revisar

libremente las ideas ajenas y las propias.

No existe, pues, ninguna riqueza ética, más bien al contrario, en los mensajes

políticos, culturales o religiosos sustentados, directa o indirectamente en una

defensa de la identidad personal como algo dado y debido para los sujetos

concernidos por una supuesta identidad colectiva. Un tipo de mensaje que

debería ser considerado tanto más contrario a la ética en tanto que vaya

orientado hacia la infancia y la juventud, ya que implica excluir del niño su

derecho a decidirse, despojarlo de opción, escogiendo por él en nombre del

claustrofóbico dogma de la unicidad identitaria. El mensaje político, cultural

religioso en apoyo de la creencia esencialista de que el individuo debe ser lo

que es haciéndolo depender de una supuesta raíz colectiva, supone una falta

de respeto por el libre desarrollo de su personalidad.

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