Imágenes

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Textos seleccionados para la convocatoria.

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Traspatio sigue publicando, porque hay colaboradores que siguen escribiendo.

Cada escritor que envía sus textos, seguro es un sujeto que lanza una carta al vacío, una carta que será leída por otros, ya que ellos creen que su experiencia debe ser contada. Los textos que se publicarán a continuación fueron ejercicios creativos, ideas que vienen de una imagen. Narraciones que nacen al mirar una fotografía, igual que los textos libres que nacen por la insistencia de mirar una realidad. No queda más que agradecer a todos aquellos que hacen posible la publicación. Porque seguimos en la línea de hacer lo que nos gusta y lo que nos hace libres.                                

                                                 

Puente en la niebla, extraño conocido, refleja un alma.                                  

                    Claro amarillo Lynette M. Pérez Hay un claro adelante. Pasto abierto a los sueños. Un sordo derrumbe del mercado de valores. Un golpe al mundo. Y las miradas se clavan en el claro del bosque. Lo miran sin verlo. Hay un puente tendido. Se alza más allá de la ruina y fracaso. No pueden verlo. Deben mirar más allá del derrumbe. Más allá de sus manos quebradas. Al claro amarillo.

tac tac, clap clap Romero Díaz    Tac tac tac , primero la O enseguida L y al final A; juntas las cuatro letras forman su intento de ser amable, los niños buenos son amables y ofrecen chocolates a sus amigas, espera y no hay respuesta, sigue escribiendo mensajes con los botones de plástico. No es el único que lo hace, sus vecinos de escritorio lo hacen también a su ritmo, envío/recepción sin pausa. Lo ojos cerrados al viento, la nariz fría por ello y la sonrisa interna de lado a lado, los topes y semáforos son pausas para esto. Codos, caderas chocan en el pasillo, limite de velocidad así como el de cupo excedido, a la banda norteña que suena por la radio no le toma mucha importancia. Está por llegar a su destino, el sueño llega y la envía a otro lugar, caminara de regreso a su destino. Las calles llenas de peatones, estos de llenos de ideas, corazones con sus distintos sentimientos,unos mas abiertos, otros con candado y la llave extraviada, si los ojos son las ventanas del alma, también son las bocas del alma, las imágenes pueden nutrir o purgar nuestro sistema digestivo. Otro peatón se une a la casi vacía acera, bostezo seguido de sus pasos, nariz fría aun, esconde las manos en su abrigo al comenzar su camino de regreso. Cierra sesión, cierra correo, camina al mostrador para saldar el costo de su estancia en el local. Con una velocidad que simula correr se va caminando el internauta. El enamorarse toma solo cinco segundos, pero olvidarlo toda una vida. Sus pasos los acercan, sus ojos parpadean, las manos resguardadas del frio y los pensamientos difusos. Clac clac sus pisadas suaves; tod tod tod tod pasos fuertes y firmes. La puntas de sus pies se encuentran, los cuerpos se mueven tratando de esquivarse, la danza de comienza, los ojos se buscan, un par de pestañas parpadean, el otro par se congela, una sonrisa como mueca se forma y un hola se lo come el ratón. Cómplices son de uno como del otro, la casualidad fabricada los ha hecho bailar en distintas ocasiones. Por lo mientras el tac tac y la nariz fría siguen sus distintos caminos.    

                                     

Toque onírico: corona de humo blanco.

Risa apagada.

Humo Alejandro Osorio ¿Qué es real en este mundo? La verdad es que no lo sé, no me importa saberlo. Sólo vagabundeo en esta aventura a la que todos llaman Vida. Un día más. Un día menos. Todos los días parecen iguales, pero ninguno lo es. Este momento tiene un sabor lento, espeso, casi onírico. Este momento no es desagradable. Podría quedarme así para siempre, y lograría ser el perfecto vagabundo… si, vagabundo de mi mente. Podría seguir pensando hasta alcanzar todo el conocimiento de la metafísica, conocimiento dependiente de la locura y la necedad, pues uno debe atreverse a ser prejuiciado de distintas formas. Inhalo. Exhalo. Siento la sinestesia con los cinco sentidos. Es explosivo… –Ya cállate y pásalo que es para los dos. Y deja de fumar tanto que hasta loco te estas quedando, ya hasta hablas solo y puras incoherencias– Si, en definitiva tiene razón, creo que estoy enloqueciendo, será mejor que apure unas bocanadas más, pues ya casi me alcanza, y una vez loco, no quiero regresar.

Pour esthétique généralisée Sandra Almazán

Te odio, por eso creo. ¿Quién quiere al hombre? Consciente reo. Te trabas en mí, yo quiero salir; belleza aquí, belleza huir... Trazo a otros, respondes tú, ¿Te escribo siempre? Déjà vu... De humo me enciendes, tras humo mientes... Teatro absurdo... hasta que revientes... Te odio mundo, ¿me odias? Sí; trauma profundo, en él viví.                    

                                                                                Falsa ilusión con su triste semblante del Tepeyac.    

  Fotomilagro Emir Estrada En San Cristóbal de la Laguna, donde no había laguna, José Anastasio cultivaba nopales para que su madrina Agustina Lucero y él, pudieran vivir en la humildad. Desde que los padres de José abandonaron el pueblo para probar suerte en la capital, Agustina se había hecho cargo del pequeño de tres años con métodos un tanto avasallantes. Fue tanta su influencia sobre él que cuando cumplió los ocho, aunado a que no recibía señal de vida de sus padres, lo convirtió en su esclavo. José Anastasio sólo terminó la primaria, para que aprendiera matemáticas y así cuando le mandaran a vender las cosechas o los pollos hiciera bien las cuentas; José Anastasio no conocía más que la nopalera, el mercado y la casita donde vivía con su madrina, quien jamás tuvo hijos por su esterilidad. Sin avisar José Anastasio comenzó a crecer, llegó a los diecisiete años. Para ese tiempo Agustina sufría de osteoporosis; desde la cama le rezaba a la virgen de Guadalupe para que la curara, una y otra vez le repetía a José en su delirio, que un día de estos, cuando se diera la cosecha, tenía que ir al monte del Tepeyac a pedir por su salud. Una luminosa tarde de abril el calor golpeaba sin piedad a los habitantes de San Cristóbal de la Laguna; eran tiempos de cosecha. José se amarró un paliacate a la cabeza, se puso un sombrero y contra las inclemencias del tiempo empezó a juntar sus nopales en un canasto; de repente un grupo de muchachas se acercó en procesión rodeando a una novia del pueblo vecino. José Anastasio se quitó el sombrero, se limpió el sudor para poder ver a las relucientes muchachas, en especial a una que le arrebató la atención. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, jamás había sentido tal cosa, pero le gustaba tanto, que se pinchó una mano en una nopalera por querer posar con elegancia. El grupo no dudó en reírse. Una inconcebible gran fuerza se manifestó en José e hizo que se uniera a ellas. Se acercó a la muchacha, no sabía que decir, pero tomó valentía y con dificultad dijo: “mi llamo José”, la muchacha respondió con una sonrisa infantil un “yo Catalina”.

Llegaron a la boda, a José le impresionó el ambiente fenomenal, así que se quedó ahí con Catalina; bailó y bebió pulque como nunca lo había hecho, el padre de Catalina que también estaba en la fiesta se percató de que su hija era pretendida así que se acercó amenazante al joven y se presento como Don José Tonatiuh; sostuvieron una gran plática, quedó cautivado por la galanura del prospecto y sin más le expresó que le gustaba para nuero, que le ponía casa si se casaba con su hija, que ya estaba en edad. José Anastasio tomó el comentario como si fuera la única y la última oportunidad de florecer su vida. Nunca había sido tan feliz como en la boda con Catalina, tanto que ahora quería hacer una en donde él fuera el marido. Corrió a la casita de su madrina, estaba dormida así que la levantó, le inventó un cuento de que el San José se le apareció en la nopalera y le dijo que si iba al cerro del Tepeyac a pedirle a la morenita, Agustina sería curada. Su madrina quedó impactada con el hecho, sin pensarlo le dio un poco de dinero y la bendición. José salió corriendo para el pueblo vecino. Los planes comenzaron y se decidió que de ahí en ocho días habría casamiento. José inocentemente propuso que la misa fuera en el cerro del Tepeyac, para no sentirse tan mentiroso. Con una voz sarcástica, Don José Tonatiuh contestó que la boda sería en los meros Estados Unidos si así lo quisiera su futuro nuero, con tal de que se casara con la hija. El día llegó, la misa se celebró en la capilla del pueblo, al término fueron a la casa de la novia a festejar; un fotógrafo los esperaba con una manta donde estaba pintada la virgen de Guadalupe y la leyenda “Recuerdo del Tepeyac”. A José le asombró el irónico detalle, Don José Tonatiuh que miró su desconcierto le dijo: “Ahí está su Tepeyac, mijo”. Se tomó la foto de la boda, y de ahí en adelante jamás regresaría a su pueblo. Días después luego de desvirgar a Catalina, José recordó la mentira que le había dicho a su madrina. De alguna forma no estaba preocupado, nunca tuvo sentimiento, ni rencor ni cariño, no comprendía la tiranía de Agustina. Por pura inercia, tomó una copia de la foto de su boda y le escribió al reverso: “Dice la santa virgencita que si la va a curar”, y la mandó con un chamaco a su antigua casa en San Cristóbal de la Laguna –donde no había laguna– para su antigua opresora: Agustina Lucero.

Se precipitan ranas del cielo gris: la ira de Dios.

Ranidafobia Alejandra Gutiérrez Cruz Estoy solo frente a un estanque, mi madre me empuja. Caigo en él, miles de ranas diminutas me rodean, van aumentando su tamaño conforme se acercan a mí y me devoran lentamente mientras yo me quedo paralizado y veo muchas burbujas prófugas ascender. Me ahogo. Inhala, dos, tres, cuatro, cinco…sostén…Exhala, dos, tres, cuatro, cinco… La ansiedad deja de latir en mis sienes, el sudor se seca dejando mi cara pegajosa y fría. Veo el reloj, son las 3:00 a.m. Me levanto por quinta vez para revisar las esquinas del cuarto. Me dieron una habitación con vista a un estanque, no pude elegir otra. Intento dormir otra vez cuando un ruido familiar y temido me mantiene en alerta: el croar de una o varias ranas. Tapo mis oídos con la almohada y me hago bola como cochinilla en espera de ser atacada. Inhala…Sostén…Exhala. No duermo, dejo pasar el tiempo. A las 7:00 a.m. reviso cada esquina del cuarto. Detengo mi respiración para detectar cualquier sonido: el silencio absoluto me tranquiliza. En el desayunador como un pan con mermelada de fresa y tomo café, desde donde estoy puedo ver a dos niños que se acercan al estanque intentando encontrar algún animal. Me altera pensar que pueden llegar a caerse. Esa situación es demasiado estresante para mí. Estar en ese hotel me altera. Pregunto en la recepción por una compañía que rente autos. Hablo y hago algunos arreglos. El coche que rento me ayuda a alejarme. Es la primera vez que hago negocios en Budapest, no conozco el lugar pero no me importa perderme. Decido manejar hacia una ciudad llamada Rákóczifalva, creo que cualquier lugar es bueno fuera de ese sitio lleno de ranas. Manejar en carretera me relaja y aunque el cielo está nublado no me causa conflicto, alejarme del estanque del hotel me hace bien.

Llegando a Rákóczifalva comienza a llover. Después de unos cinco minutos la lluvia se intensifica y algo golpea el techo del auto. Sigo manejando. Escucho más ruidos, como si fueran piedritas que se estrellan con fuerza contra el techo. Resbalan por el parabrisas, se mueven, ¡son ranas!, cientos de ellas cayendo junto con el granizo, sustituyendo a la lluvia. Acelero y activo el limpiaparabrisas que aparta a las repugnantes criaturas con un solo movimiento. Una de las ranas se queda atorada, me impacta verla tan de cerca que sin pensarlo freno y abro la puerta del auto. No fijo mi atención en las ranas que saltan por todos los charcos vecinos, ni me percato de que las ranas dejaron de caer del cielo desde hace tiempo. Apago el auto, me bajo a mitad de la calle. Necesito aire, miro hacia arriba y concentro mi atención en un poste de luz. Inhala, dos, tres, cuatro, cinco…sostén…no puedo concentrarme. Otra vez: inhala, dos, tres, cuatro, cinco. La rana intenta zafarse del parabrisas mientras yo sigo sin concentrarme en mi intento de relajación y arrepintiéndome por no haberme quedado en el hotel. Hubiera preferido estar sentado todo el día en la cama de mi cuarto, viendo desde ahí aquel estanque que es tan parecido al que mi madre me empujó accidentalmente cuando era niño.