¿i · ne levantada la Handera Nacional, bajo cuya sombra caben todos los españoles honrados. ......

223

Transcript of ¿i · ne levantada la Handera Nacional, bajo cuya sombra caben todos los españoles honrados. ......

¿i nau

DON JAIME EN ESPAÑA

TIRSO D E OLAZABAL

DON JAIME

EN ESPAÑA

C R Ó N I C A D E L V I A J E D E S , A . ft, D E D I C A D A

A S . M. E L R E Y (Q. D. a.)

B I L B A O

Imp. y Ene. L a Propaganda, Banco España, 3, int.

1 8 O 5

DEDICATORIA

SEÑOR:

La sencilla relación del viaje de S. A. R. por España, hecha por mí al correr de la pluma, ha resultado un libro.

El amor á la Causa que V. M. nobilísimamente repre­senta y la adhesión á su Augus­ta Real Persona la inspiraron, por lo que al rogar á V. M. que acepte esta crónica, no hago sino devolver á V. M. lo que es suyo; aumentando la gratitud que á V. M. debo por haberme conce­dido la honra de acompañar al Serenísimo Señor Príncipe de Asturias en su anhelada visita, al pueblo español.

Acepte V. M. estas páginas,

VIII

SEÑOR:

A los R. P. de V. M.

Tirso de Olazábal

pobres como mías, pero home­naje de firme lealtad á mi Rey, cuya vida gtiarde Dios muchos años para bien de la Iglesia y de la Patria.

P R O L O G O

• ¿y-, -y --js. ^¡\, z^z ¡TJÑ: ^JÑ. t-^-.1

EL POR QUE DE ESTE LIBRO

kA resonancia que tuvo, en cuan­do fué conocido, el viaje de Don £jaime por España, despertando >la curiosidad y el interés de

f l ^ ¡ ^ 3 a m i g o s y adversarios, puso en circulación, inmediatamente, multitud de noticias que cada cual sazonaba á su gusto.

Desde los que tomaron los primeros te­legramas como un canard periodístico, has­ta los que suponían un vasto complot, en virtud del cual llegábase por fin á la fu­sión de las dos ramas Borbónicas, separa­das al morir Fernando VI I , todos los polí­ticos, de mayor ó menor cuantía, nacionales y extranjeros, se creyeron en el caso de emitir su juicio, fundándolo, por supuesto, en las relaciones de viaje que ellos mis­mos se forjaban.

Para unos era indudable que Don Ja ime había venido á España no sólo sabiéndolo

XII

el Gobierno sino llamado por él; para otros, lo del viaje era una pura fábula inventada por los periódicos á falta de pasto con que saciar la curiosidad de los lectores.

Quién aseguraba, muy formal, que Don Jaime no había hecho más que ir á Madrid á conocer á su Augusta prima, la hija ma­yor de Doña Cristina y de Don Alfonso; quién, por el contrario, sostenía que el Príncipe no había pasado el Ebro , traman­do no sé qué conspiraciones en el país basco-nabarro; no faltando quien diera de­talles de haber visto á S. A . en Galicia, en Extremadura, en Bizcaya y en Aragón, al mismo tiempo.

L a imaginación meridional es inagota­ble.

Previendo, sin duda, Don Jaime algo de esto, si no fué por el natural deseo de con­servar una espontánea relación del viaje, me encargó en los comienzos de él, advir­tiese á mi familia guardase las cartas que diariamente escribía, al correr de la plu­ma, y las encontré en mi casa de San Juan, pues ni una sola se había perdido, y tal como estaban las puse en manos de un amigo que se tomó el trabajo de irlas co­piando, reduciéndolas á cuartillas, para insertarlas en El Cántabro, de Tolosa, que como el periódico de mi amada Provincia y órgano de los carlistas guipuzcoanos que reconocen en mi autoridad la de su Señor jurado y aclamado en Villafranca, se creyó en el caso de volver por los fue­ros de la verdad desmintiendo de un modo fehaciente, categórico y auténtico las pa­parruchas echadas á volar por la prensa contraria ó indiferente.

XIII

D e El Cántabro copiaron todos ó casi to­dos los periódicos carlistas la relación del viaje y el Correo Catalán, El Tiasco, El 'Pen­samiento Galaico, El ïKanchego, El Correo Español, La Lealtad TsLabarra, El ^Alavés, El Centro, y no sé si alguno más, extendie­ron mis borrones por España.

Aunque bien comprendí y comprendo que no al cronista ni á la crónica, sino al protagonista de ella se tributaban esos ho­menajes, juzgúeme obligado á manifestar mi gratitud y me propuse dar á esa re la­ción alguna mayor consistencia que la de una hoja volante.

—Es preciso hacer un libro—me decían ó me escribían cuantos trataban de ésto, y en mi deseo de complacer á tan buenos y leales amigos, hasta me juzgué capaz de ello, y pensé hacer el libro y en buscar al­guien que lo ilustrara, publicando láminas ó fotograbados con lo que más excitó la admiración de S. A .

Pero para esto se necesitaba tiempo, y el tiempo es precisamente una de las cosas de que nunca he podido disponer. Y á to­do esto me pedían de todas partes detalles del viaje y autorizaciones para reimprimir lo publicado en los periódicos, y conocía yo la conveniencia de satisfacer esos de­seos.

A l fin me resolví á volver á leer mis cartas, y con ellas y mis apuntes á la vis­ta redactar una sencillísima y modesta Crónica para que conste siempre lo que hizo el legítimo Príncipe de Asturias la primera vez que tuvo la gloria de recorrer su amada Patria.

No es relación de viaje, ni impresiones, ni

X I V

recuerdos; es un modesto diario que nues­tros amigos leerán con gusto y que á mi R e y y á mi Príncipe demostrará, una vez más, el entusiasmo que siento por ellos y el amor que me inspira la Santa Causa que representan y simbolizan.

Como es un libro carlista y para carlis­tas, hay detalles en él que parecerán insig­nificantes á los que no juzguen las cosas con nuestro criterio, ni sientan moverse las fibras de sus corazones al mismo impulso que nosotros.

Y al decir que es un libro carlista, dicho queda que es un libro de buena fe.

No creo molestar, ni menos herir á na­die. Carlos VI I , mil veces lo ha dicho, y no otra cosa repite su Augusto primogénito; ni es, ni quiere, ni puede ser Jefe de un partido: es el Rey , es el Padre de todos, el único que con indiscutible derecho tie­ne levantada la Handera Nacional, bajo cuya sombra caben todos los españoles honrados.

Habiendo tenido la dicha de acompañar al Príncipe, esperanza de la Patria, al Hijo de la oración, como le llama la piedad de nuestro pueblo, porque sus oraciones y lágrimas volviéronle á la vida, casi acaba­da, por cruel enfermedad en la primavera de sus años, no podía sentir, ni sentí du­rante el viaje ningún movimiento pasional ó de partido; sólo me alentaba, como á mi generoso y noble Príncipe, la idea de vol­ver á mirarnos unidos todos, grandes y po­derosos, adorando á un mismo Dios y obe­deciendo á un mismo Rey , postrados ante un Altar y un Trono. Entiendo haberlo conseguido y lo pruebo con un argumento

XV

T . D E O.

que no tiene réplica para cuantos saben cómo consideramos al R e y los caballeros católico-monárquico-legitimistas.

A l Rey , como á Dios, no se le puede ofrecer lo que no sea puro, noble, y al atre­verme á dedicar á mi Señor estas páginas es que no hallo en ellas ni una línea que no esté inspirada en la política de pacifi­cación que, secundando las sapientísimas Encíclicas de la Santidad de León X I I I , Vicario'Infalible de Nuestro Señor Jesu­cristo, profesan, predican y practican Car­los V I I y su digno representante el Mar ­qués de Cerralbo, mi Jefe.

Si así no fuese, si hubiera algún concep­to, alguna frase, alguna palabra que des­dijera de esa política, téngase por borrada y vean cuantos cogieren este libro, y a que no elocuencia ni bellezas literarias, la bue­na intención que le ha dictado.

Como el vapor de la tierra se purifica al subir al cielo, quede limpio este libro de sus imperfecciones al subir al Trono de mi Rey , á las manos de mi Príncipe y á las de mis benévolos lectores.

I

¡A España!

C A P U T CASTEiXAE.-De Burgos al mar

L sábado, 28 de Abril de 1894, (festividad de San Prudencio, Patro'n de Alaba, y del peni­

tente fundador de los Pasionistas, San Pablo de la Cruz, verificábase en el his­tórico Castillo de Sichrow, sin las fas­tuosidades que acompañan á los regios enlaces, el de nuestro Carlos VII con la Princesa María Berta de Rohan.

— 18 -Ni un legitimista francés o español

asistía á tan solemne ceremonia, pre­senciada por el Príncipe de Asturias, D. Jaime y los Infantes D. a Alaría de las Nieves y D. Alfonso. La boda de Doña Blanca dio' motivo á reclamacio­nes diplomáticas, avivadas por el fue­go que alimenta suspicacias femeni­nas; y para evitar, sin duda, las que habían de nacer de la mayor impor­tancia que tendría la manifestació'n de Praga, respecto á la de Frohsdorff, se nos prohibió' á los invitados que rin­diésemos ese tributo á la Majestad proscripta. La orden era terminante: el Rey no quiso exponernos, ni expo­ner á la familia de Su Augusta Espo­sa, á disgusto de ningún género: y to­dos, allí donde conocimos la voluntad soberana, suspendimos nuestro viaje: el Marqués de Castrillo estaba ya en París, en la ciudad centro de las prin­cipales vías férreas.

Alguien ha dicho que la boda se podía haber efectuado en otra parte; y hasta se indico' para bendecirla al Cano'nigo de la Catedral de Calahorra, el célebre Diputado de las Consti­tuyentes D. Cruz Ochoa, á quien se acababa de quitar en el Senado espa­ñol, la representació'n espontáneamen­te obtenida de la nobilísima Nabarra;

— 19 — pero hubiera sido eso desairar al Emi­nentísimo Sr. Cardenal Schonborn, Ar­zobispo de Praga, Primado de Bohe­mia, que deseaba bendecir, como ben­dijo, la unio'n de la joven Princesa, -con el Rey Cato'lico, suspendiendo, pa­ra ello, la Santa Pastoral Visita.

En cuanto los Reyes estuvieron en Venecia fueron llegando al Palacio Lo-redán multitud de españoles, y no de­bía ser el último, quien á su constan­te lealtad y adhesion á la Real Fami­lia, complácese en unir el particular afecto con que le distinguió' siempre aquella incomparable Reina D. a Mar­garita (q. s. g. h.): á quien creía se­guir sirviendo, y demostrando la ve-neracio'n y el entusiasmo que siempre por ella tuve, siendo de los primeros en ponerme á los pies de su sucesora.

Allí, en la perla del Adriático, pa­seando con S. A. R. el Príncipe don Jaime, y hablando, como siempre, de sus vehementes deseos de recorrer Es­paña, surgió' la idea de este viaje, que voy á reseñar, recogiendo lo que du­rante él escribí, á vuela pluma.

D. Jaime había pisado el suelo es­pañol en Guipúzcoa y en Filipinas; y esos dos momentos que respiro' el aire puro de la patria, lejos de cal­mar, habían encendido sus ansias.

— 20 -Aprovecho, como discreto, la oportu­nidad que la felicidad de Su Augusto Padre le presentaba, para obtener la realización de uno de sus sueños, la más codiciada de sus venturas.

¡Adorar la Cruz de la Victoria, be­sar el bendito Pilar, arrodillarse ante el sepulcro del Apo'stol, visitar Cova-donga y Begoña y Monserrat! ¡Salu­dar á sus amigos! ¡Sorprender al caba­lleroso Marqués de Cerralbo, manifes­tándole de palabra, y en su Palacio de Madrid ó en su Castillo de Huerta la gratitud que todos le debemos!

Carlos VII accedió' á las reiteradas-súplicas de D. Jaime, con la expresa condicio'n de que el viaje habría de ser tan secreto, que, desde el punto en que pudiera sospecharse que se descubría, el inco'gnito, se suspendiera.

A los que conocemos la delicadeza del Rey no puede extrañarnos esto.

Quien acababa de privarle del con­suelo de verse rodeado de sus leales al contraer su matrimonio, no sería extraño tratase de herirle en lo que más quiere, lastimando su corazo'n pa­ternal.

Y más que los peligros que pudie­ra sufrir su Hijo, nacido para correr­los mayores, hasta verter su sangre,, en defensa de la Causa de Cristo, afli-

— 21 — gíanle las vejaciones, atropellos y mal­querencias de que serían víctimas los que con ocasio'n de ese viaje manifes­tasen su desvío por lo existente y su entusiasmo por la legitimidad.

Tanto el Príncipe como yo, prome­timos corresponder á la confianza que depositaba en nosotros S. M. El re­sultado del viaje dice si hemos cumpli­do nuestra promesa.

El Príncipe de Asturias, D. Jaime de Borbo'n, ha recorrido España, des­de el i . ° de Junio al 7 de Julio, como un particular, sin producir á nadie, y menos á los leales subditos de su Au­gusto Padre, el menor compromiso.

Sin la conducta observada: sin la violencia continua que tanto el Prín­cipe como su acompañante nos hacía­mos, para pasar inadvertidos, no hu­biera podido verificarse este viaje, di­gan lo que quieran cuantos se dedican á la fácil tarea de pronosticar lo suce­dido.

Di una palabra, y la he cumplido. Los que sepan el valor que una pala­bra empeñada tiene para un caballe­ro, no podrían censurarme.

Quise satisfacer un patrio'tico de­seo de mi Príncipe, aprobado por Su Augusto Padre: con la gracia de Dios lo he conseguido.

— 22 —

De Venecia vino directamente Su Alteza á Tarbes 3 de aquí á Baj'ona. Aguardándole estaba una persona tan de mi confianza, como que iba á sery

hoy lo es ya., marido de una de mis hijas; D. Julio de Urquijo é Ibarra,, joven de familia no carlista, residente en Pau y que frecuentaba mucho esos ferro-carriles, por lo que no podía des­pertar sospecha ninguna. Juntos lle­garon á San Juan de Luz, hospedán­dose en el Hotel d1 Angleterre, donde el Sr. Urquijo, que paraba allí ordina-

¡iJl España! decía D. Jaime poseído del más noble entusiasmo; á España fui con él: y antes de acometer esta, empresa cuya dificultad aumentaban las circunstancias, visité Lourdes, una vez más, siendo en esta testigo de una boda. La de la hija del piadoso histo­riador de la Virgen, Mr. Henri de La-serre, con un hijo del célebre explora­dor de Abisinia, Mr. D' Abbadie.

María Inmaculada tomo' bajo su pro-teccio'n especial á la esperanza de ésta abatida nacio'n española.

En el poético mes de las flores o de María se penso' el viaje: en el mis­mo mes de Mayo empezó' á realizarse.

— 23 -riamente, mando reservar una habita­ció'n, contigua á la suya, para un su amigo: D. Juan de Batemberg, nombre y apellido cuyas iniciales son las mis­mas que las de nuestro Príncipe.

Era el sábado 2 de Junio. Al inmediato día, 3, después de oir

la Misa que en la Iglesia parroquial dijo á las cuatro de la mañana, el ca­pellán de mi Casa don Juan Eloy de Udabe, se dirigió' en coche á España, entrando en la nación á que tan en­trañable amor profesa el mismo día 3 de Junio, entre seis y siete de la ma­ñana, continuando en el carruaje, 3 acompañado tan solamente del que hoy es mi hijo, hasta Pasajes, en cu3?a estacio'n se separaron al llegar el tren sudexpreso para Madrid. En él iba yo—Tomás Ortíz—y subió' S. A. para continuar hasta Burgos, á cuya ciu­dad llegamos á las doce de la tarde, dirigiéndonos á la Catedral, no so'lo á contemplar sus bellezas, sino á dar gracias al Señor por el feliz comienzo del viaje.

No quiero dejar de consignar un detalle con que iniciamos nuestra ex­cursion y que recibimos como signo de buen augurio.

Con el natural deseo de enterarse de todo lo que se refiere á España,

— 24 -

En la Cabera de Castilla nos hospe­damos en el Gran Hotel de Taris. (An­tiguo T(afaela.) Nos aseguraron que la víspera se había sentido un frío in­tensísimo; sufrimos un calor sofocante.

Lo más notable de Burgos es la Ca­tedral y á ella nos encaminamos, pero

S. A. entablo conversació'n con el con­ductor del tren, un antiguo oíicial de Caballería de nuestro hero'ico Ejército carlista, que sirvió' á las o'rdenes del general Tristany. Dada esta coinciden­cia, y aun cuando S. A. no se dio' á conocer, la conversacio'n fué animán­dose, siendo cada vez más expansiva. El conductor refirió' detalladamente las acciones en que tomo' parte, las pe­ripecias porque paso' al final de la guer­ra, custodiando á su general hasta la frontera, y acabo' por hacer entusias­tas y fervientes votos por la prosperi­dad del Señor y de la causa que sim­boliza.

jCon qué deleite contemplaba el ilustre viajero las montañas de Gui­púzcoa, cuyos ecos repetían en un tiempo las aclamaciones con que los moradores de ellas recibían á Su Au­gusto Padre!

— 25 — era tan notable la sensació'n que pro­ducía la transicio'n del calor de la ca­lle, al frío que dentro de aquel santo recinto se experimentaba, que no pu­dimos permanecer en él sino breves instantes, y salimos para volver más tarde.

Visitamos la Cartuja, el Monasterio de las Huelgas, el solar de la casa del Cid, el arco de Fernán González y no­tabilidades artísticas é histo'ricas que encierra la antiquísima Caput Caste-llae. Todas llamaron extraordinaria­mente la atencio'n de S. A., en parti­cular el estandarte de las Navas que D. Alfonso VIII deposito' en el Real Convento de las Huelgas.

Como contraste entre las grandezas antiguas y las de estos tiempos, y co­mo monumento moderno, contempla­mos una mezquina placa de mármol blanco colocada por el Ayuntamiento en la casa que nació' Alonso Martí­nez.

Volvimos á la Catedral, cuya pri­mera piedra se coloco' en 1 2 2 1 , rei­nando el Santo Hijo de Doña Be-renguela. Es go'tica, viéndose en ella re­presentados los diversos estilos predo­minantes en los varios siglos que du­ro' su construccio'n.

El crucero en algunos adornos es

— 26 — del Renacimiento; la sillería del Coro de 1497 á 1 5 1 2 : y de 1487 la Capilla del Condestable, de aquellos famosos Condes de Haro, más tarde Duques de Frías.

Imposible describir la impresio'n que causo' al descendiente legítimo de San Fernando la obra comenzada por el Padre del Rey Sabio, y que dicen fué concluida, con la terminacio'n de las dos torres de la fachada principal, en 1442.

Más antiguo que ese admirable mo­numento, como empezado á edificar­se en 1 180 , es el Real Monasterio de las Huelgas, á la margen del Arlan-zo'n, en una deliciosa Vega, donde es­tuvieron las Huelgas del Rey.

D. Jaime evocaba los recuerdos de su pasada grandeza compendiados en aquella conocida frase: si el Tapa hu­biera de casar, lo haría con la abade­sa de las Huelgas; pues, en efecto, era Señora de más de 60 poblaciones, con mero y mixto imperio, y conoci­miento privativo en lo civil y crimi­nal, gozando de prerrogativas tan ex­traordinarias que era única en la Cris­tiandad.

Bien lo merece el sepulcro de aquel Alfonso VIII, á quien concedió' Dios, Nuestro Señor, la gloria del Triunfo

— 27 — de la Santa Cruz, preparado por las oraciones de la Iglesia y las grandes penitencias de todos los buenos, em­pezando por aquel gran Pontífice Inocencio III que recorrió' á pie des­calzo las calles de Roma. Victoria insigne aquella en la que tomaron parte todos los pueblos españoles, pues al decir de la Crónica rimada:

Lioneses, asturianos Gallegos, portugaleses cBi'{caynos, lipu%coanos, De la montanna, é alaueses, Cada uno bien lidiauan Que siempre será fassanna E la mejoría dauan Al muy noble rrey de Espanna.

Aquellos numerosos capellanes, más de 20; las cuantiosas rentas, los ja­más oídos privilegios, todo ha des­aparecido: consérvase el sepulcro del valeroso amigo de don Rodrigo Xi-ménez de Rada, otros treinta de per­sonas reales, y el magnífico estandarte, ganado en la batalla, modelo de teji­dos en plata y oro.

Faltan como tantas otras cosas que hizo desaparecer la rapiña de las hor­das napoleo'nicas, el cofre donde el Miramamolín llevaba el Koran.

Junto al solar de la casa del Cid, vi­mos á un foto'grafo que se ocupaba en

— 28 — sacar vistas, y mandamos parar al cochero que guiaba el carruaje en que íbamos. Se nos acerco' en aquel ins­tante un ciego que con su lazarillo pe­día limosna, y don Jaime, después de haberle socorrido, entablo' conversa-cio'n con él. Había servido en el ejército carlista y quedo' ciego de re­sultas de un balazo que recibid en Somorrostro.

A todo esto el cochero se mezclo' en la conversación, manifestándose asi­mismo muy carlista y diciendo haber servido en la casa del Sr. Dorao, tan conocido por sus ideas tradicionalis-tas.

Don Jaime no quería salir de Bur­gos: la memoria de tantas grandezas le ataba con cadenas de oro á aquella ciudad donde aun se levanta majes­tuosa la figura del Cid y se escuchan los cantos de su trovador Zorrilla.

Fácilmente se comprenderá la vio­lencia que hube de hacerme para no acceder á los deseos del Príncipe: una de las' condiciones de nuestro viaje era lá celeridad: debíamos partir en seguida á ver otra vez las olas del Can­tábrico.

Príncipe de Asturias, deseaba co­nocer don Jaime el país que da nom­bre á su título: las Asturias de Tras-

— 29 — miera, de Santularia y de Oviedo, únicas que han conservado su nom­bre.

Por cumplir esa eondicio'n y si­guiendo el itinerario del billete circu­lar que llevábamos, nos dispusimos á salir para Santander por la misma línea del Norte hasta Venta de Baños, donde enlaza la de la capital de la Montaña, una de las más atrevidas y arriesgadas que tenemos.

Al ir á la estacio'n nos encontra­mos con tres Hermanas de la Caridad con quienes S. A. hablo' elogiando su Instituto, encomendándose con tono jovial á sus cuidados para el caso de una pro'xima guerra civil.

En el tren en que salimos de Burgos iba gran número de alumnos de Deus­to, de los cuales dos con un señor Sa­cerdote que les acompañaba, ocupaban el mismo departamento en que nos co­locamos, y se agrego también un se­ñor Cano'nigo de aquella Catedral

Este señor Sacerdote, como supe después por El Basco, es nuestro res­petable amigo el ex-Provisor de Ma­nila Dr. Don José Gogeascoechea, que hizo la última campaña carlista de Comandante de Caballería y ayudan­te del general Dorregaray.

Llegamos á Venta de Baños sin po-

— 30 — der visitar el Monasterio de Trapen-ses, allí cerca establecido: paramos en la posada de la viuda de Alvarez.

Por la noche cenamos en compañía de un sargento de Administració'n militar que venía de la Habana, el cual se lamentaba, de manera muy po­co patrio'tica, por cierto, y echaba pes­tes contra España 3 su Gobierno por­que sus servicios no habían sido pre­miados suficientemente.

Que como la color sale d la cara Sale d la lengua lo que el alma altera;

y grande debía ser la inquietud que sentía nuestro sargento, allá en el in-terior. La verdad es que si lo que contaba era cierto, motivo tenía para quejarse, aunque nunca para deshon­rar á su Patria, más para compadecida que para insultada.

Callado estaba D. Jaime dominan­do su indignación, pero cuando oyó' á quien hablaba la hermosa lengua de Santa Teresa, que daría gota á gota su sangre por borrar del mapa el nombre de España, no pudo conte­nerse, y con dignidad y moderacio'n dio' á comprender su desagrado. Que­jas tan antipatrio'ticas apenaron el no­ble corazo'n de S. A.

.x jx , ,xfx, .x jx , .xfx., x f x ,x*x t t x + x t t xj.x t ,xfX, ,x|x. .x^x, x f x ,xfx. x.fX^xjx,

T T T

II

Santander y Las Asturias

OS 230 kilómetros que nos separaban del mar los reco­rrimos en ocho horas.

En Reinosa atravesamos el Ebro, que nace bien cerca: de ahí á Guarni-zo, en el antiguo astillero; ya en la incomparable bahía de Santander, el camino es una maravilla.

En las Caldas vimos el Convento de Dominicos: desde el tren, por su­puesto.

T T T T T T T T T T T

— 32 — Antes, en las Fraguas, nos enseña­

ron la magnífica posesio'n del Conde de Moriana, hermano del último Mar­qués de Villadarias, tio del actual.

Con nosotros iba el señor Nar-diz, Administrador que fué de la Adua­na de Irún, y que con igual empleo había sido destinado á Santander. Fui­mos conversando en su coche reserva­do pero no reparo' en el que me acom­pañaba.

Sin novedad alguna llegamos á San­tander, que comenzaba entonces á des­pertarse de la invernada y se prepara­ba á recibir la visita que anualmente le hace una numerosa colonia veranie­ga. Al Sardinero fuimos en el tranvía de vapor que recorre en diez minutos la distancia que le separa de la ciudad.

La plajea del Sardinero es un en­canto.

"El guijo de los arrecifes desa­loja al césped de los pi'ados: el arbus­to jardinero hereda la tierra-madre del escajo y del helécho; la brava cos­ta se urbaniza, amansa su faz, des­arruga el ceño; el espíritu de silencio y soledad que la ocupaba, volo' ahu-3rentado á recogerse en el horizonte de las aguas, en cuya vasta inmensidad no hay ruido viviente que prevalezca sobre la voz opaca y sublime del de-

— 33 —

( l ) «Costas y Montañas» por J u a n García, (don Amos Escalante.)

sierto, ni obra de hombres cuyo per­fil y color no se ahoguen en su luz esplendente é infinita.,, ( i )

El pinar, llamado de la Alfonsina, que la provincia regalo á doña Isa­bel, cuya propiedad disputaron en la época revolucionaria á la desgraciada Señora, sirve de jardín y de hermoso fondo á multitud de hoteles, y llega propiamente hasta el mar: no el pa­cífico, doméstico d casero de la bahía que se contempla desde la Magdalena, sino el imponente, libre y rebelde, el magnífico Océano, que se estrella fu­rioso, contra dos promontorios: Cabo mayor y Cabo menor.

Lo que más hondamente impresio­no' al Príncipe en Santander, fué la visita al muelle que está dentro de la grandiosa bahía. Lo recorrimos, exa­minándole minuciosamente: por to­das partes se veían pedazos de hierro retorcido, afectando diversas formas y restos de barco y edificios destruí-dos que recordaban el fatal día de la explosio'n del OvCachichaco, causa de tantas víctimas y de tanta ruina.

D. Jaime, emocionado, me manifes­to' el profundo pesar que le causo' la noticia de tan tremenda catástrofe; la

3

- 34 -

En la calle de San Francisco, la principal de esta Ciudad, de los San­tos Mártires riojanos, Emeterio y Ce­ledonio, encontramos un pobre cojo.

D. Jaime le dio limosna, pronun­ciando algunas cariñosas frases que entusiasmaron al infeliz.—Claro está que nos contó, inmediatamente, y con esa ingenuidad verbosa de nuestro pueblo, toda su vida. Fué herido en Somorrostro: á consecuencia de un balazo perdió la pierna: cojeaba, pero sólo del cuerpo: su alma seguía sien­do carlista.

El afán investigador de D. Jaime me preocupaba, aunque no podía me­nos de lisonjearme el resultado. ¡Qué simpatías, pensaba yo, tiene la Re­gencia!

Visitamos, también, la Catedral, el

supo durante su viaje por las Indias. S. A. recogió algunos despojos del

barco volado, con objeto de llevárse­los á su Augusto Padre, como recuer­do de aquel infausto suceso.

Los trabajos de reedificación se es­taban llevando á cabo con gran acti­vidad, pero hay mucho que recons­truir.

— 35 —

Salimos de Santander, en diligencia con dirección á Oviedo, acompañados de D. Celestino Nieto, que vino con nosotros desde Palència y quien, des­de luego, simpatizó mucho con Don Jaime.

Regaló al Príncipe un bastón que consigo llevaba y que S. A. aceptó vista la insistencia con que se le ofre­cía.

A las seis y media de la madruga­da del 5 de Junio, abandonamos San­tander: duró treinta y seis horas la jornada á Oviedo; pero á pesar de su larga duración, agradó sobremanera á Don Jaime.

¡Cuántas veces recordamos, duran­te aquellas horas, de verdadera fatiga, la descripción pintoresca que en uno de sus libros hace Luis Veuillot de los viajes en diligencia!

Cristo, la nueva Iglesia de los Padres Jesuítas y otras parroquias.

Volví á encontrar á Nardiz que me preguntó si había visto al Marqués de Valbuena.

—No puedo visitar á nadie—le con­testé—y mucho agradecería á V. reser­vara que estoy aquí.

— 36 _ Verdad es que en ellos se disfruta

mucho más de los encantos de la na­turaleza (cuando la espesa nube de polvo en que va envuelto el vehículo lo permite), pero, ¡qué asientos tan du­ros, qué sacudidas tan tremendas y qué buffets tan primitivos!

¡Oh posadas de mi patria! podíamos exclamar como el hidalgo manchego del romance de Tapia.

A pesar de todo, el viaje fué, como ya he dicho, muy del agrado del Príncipe.

El país recorrido es de lo más pin­toresco que cabe imaginar.

El valle de Torrelavega tiene muy merecida su reputación, y San Vicen­te de la Barquera es una de tantas decoraciones de teatro en que abun­da aquella tierra. Durante todo el día atravesamos un sin fin de valles de esos que Pereda, el incomparable novelista montañés, ha descrito con tanta verdad y elegancia.

Para poder dominar bien el paisa­je y hacernos cargo de todo, D. Jai­me y yo habíamos tomado asiento en la vaca del coche: era muy baja de techo y nos vimos obligados á supri­mir los sombreros.

No tardo' en venir á ocupar otro de los asientos de la vaqueta un ter-

— 37 —

Al salir de Santander por su her­mosa alameda, digna de mejor suerte, dejamos á la derecha el pintoresco Tasco del Alta, á la izquierda la fábri­ca de cervezas del Marqués de Valbue-na, La ^Austríaca, en el barrio de Cajo, y después de atravesar Peña Castillo, Santa Cruz de Bezana y Puente de Ar-

cer viajero: un montañés calaveron, que después de haber estudiado cua­tro ó cinco años en un seminario, col­go la sotana y sentó plaza de soldado.

Durante el trayecto se entretenía en requebrar á las mozas, echándose­las de andaluz; y queriendo hacerse el gracioso resultaba un mamarra­cho. ¡Qué colección de chistes, apren­didos de memoria! En las grandes oca­siones decía: puede más un mirar de tus ojos que una cuchillada de Mazxan-tini. Nos dijo que había estado en Melilla; lo cual hizo exclamar al Prin­cipe: ISLo me extrañará que tenga que volver á Ceuta, sin que España declare la guerra á los moros. Llego', por fin, á su pueblo y nos dejo en paz: allí ha­brá recojido, con gran dolor de su madrastra, y sin ninguno propio, la miaja que le dejo su padre.

— 38 — ce, llegamos á Polanco, residencia del Cervantes montañés.

¡Con cuánto gozo me hubiera dete­nido á saludar al autor predilecto de nuestra Familia Real! No era posible.

Pasamos la Requejada, el famoso so­lar de la Vega y el célebre Puente de San Miguel, donde dejamos la carre­tera que nos hubiera llevado á Santi-llana y á Comillas. ¡Comillas! Nom­bre simpático á todos los católicos españoles; título de un pro'cer dig­no de ser carlista.

—¿Qué pueblo es estel—pregunté al mayoral, al divisar uno encaramado sobre un cerro, cubierto de frondosos árboles, defendido por una atalaya, guardado por antigua casa solariega.

•—Los 'Bustamantes de Ouijas Con reyes casan sus hijas;

nos contesto al mismo tiempo que arreaba el ganado.

—Aquí hay muchos jándalos—aña-dio'-—indianos de Andalucía, como quien dice.

—Casar de Periedo—nos dijo nues­tro conductor y guía.

—¿ Y qué hay de notable?—pregunté. —j'l·Lo lo ve? Hermosos castaños y

el palacio de T{ábago. Siguiendo el curso del Saja, atrave­

samos la populosa villa de Cabezón de

— 39 -la Sal, y dejando la cuna de Juan de Herrera, camino adelante, vieron nues­tros ojos un prodigio, una maravilla, la fantástica y sorprendente decora­ción de San Vicente de la Barquera; el mar siempre majestuoso, la costa acantilada; los altísimos Picos de Eu­ropa. ¡Hermoso peñasco coronado por la Iglesia que vela por la villa!

A las cinco o' seis de la tarde atra­vesamos el puente de Unquera y en­tramos en Asturias, tierra clásica de nuestros Príncipes. Esta provincia es tan pintoresca como su vecina, pero menos poblada.

Y a dejábamos atrás dos Asturias; las de Trasmiera y las de Santillana, orgullo de los Mendozas, y, en espe­cial, del Marqués de los proverbios.

Cruzamos el Nansa impetuoso, y luego otro río de más caudal, pero más sosegado, el histórico y pintoresco De-va, límite de las dos nombradas Astu­rias: las de Trasmiera, son poco co­nocidas; llamábase su territorio mon­tañas de Burgos, solar de antiguos li­najes.

Para noble nacimiento Hay en España tres partes Galicia, Bizcaya, ^Asturias, O ya 'Montañas se llamen,

decía Lope.

— 40 —

A las ocho llegamos á Llanes, patria de Posada Herrera, uno de los gran­des electores que han hecho figurar la representación de España, en las mo­dernas Cortes, encasillando Diputa­dos y Senadores.

Había funcio'n de teatro y se deci­dió' que los viajeros de la diligencia fueran á tributar un aplauso á los ar­tistas que durante varias semanas ve­nían haciendo las delicias de los habi­tantes de aquel bendito pueblo. Co­menzó la función á las diez, poniéndo­se en escena el drama La 'Pasionaria. Hubo luego rifa, y termino' la funcio'n con una zarzuela. Los actores se exce­dieron aquel día y vimos correr abun­dantes lágrimas.

Cuando volvimos á la diligencia ¡oh dolor! una nube de viajeros había in­vadido el coche y se instalaba cada uno donde podía, arriba, abajo, en to­das partes; hasta en el toldillo que proteje al mayoral se colocaron dos-

Bizcaya se llamaba á todo el país bascongado: por eso el mismo Lope llama á San Ignacio bizcaíno; no sin protesta del P. Larramendi.

— 41 —

De Covadonga volvimos á Cangas de Onís á las doce: de aquí tomamos la carretera para Infiesto, de donde salimos á las cuatro y media, en ferro­carril (47 kilómetros) para la capital del Principado, á la que llegamos an­tes de las siete, dando por terminada una de las excursiones que más han complacido á S. A., el cual olvidaba, ó por muy bien empleadas tenía, las grandes molestias de tan penoso via­je, perdonando, sinceramente, á Veui­llot sus poéticas ficciones.

En Oviedo visitamos detenidamente la catedral, en forma de cruz latina, con

Para completar este desastroso cuadro empezó' á llover. ¡Ah Veuillot, Veuillot!

Llegamos, por fin, al crucero de Can­gas de Onís, y dejando á la derecha el camino de Oviedo tomamos el de Co-vadonga, á donde llegamos á las nue­ve de la mañana.

La Santa Cueva, origen de nuestra restauracio'n oriental, como la de San Juan de la Peña lo es de la occidental, merece capítulo aparte, por lo que, abriendo un paréntesis, daré cuenta de nuestra visita á Oviedo.

— 42 — tres naves, que está en el sitio de la fundada por el David y Salomo'n de nuestra Reconquista asturiana, Alfon­so el Casto, hijo de Fruela; consagra­da en 13 de Octubre de 802 por los Obispos de Iria, Leon, Salamanca, Orense y Calahorra, arrojados de sus sillas y bien pronto congregados en Concilio para erigir en metropolitano el templo construido en seis lustros.

La capilla mayor se termino' en 14 12 : la torre en 1556: pero derribada por un rayo en 1576, fué reparada in­mediatamente.

Ostenta en su cúspide la Cruz de los Angeles.

La antigua basílica de Santa María, llamada de Nuestra Señora de Tyccas-to, fué reedificada por el primer Bor-bo'n que reino' en España, en 1 7 1 2 .

Lástima que esté recargada de ador­nos churriguerescos.

La torre de este monumento es muy notable: semeja encaje finísimo y aven­taja en altura y delicadeza de sus cres­terías y trepados á los famosos chapi­teles de Burgos.

El sepulcro de los primeros Reyes de Asturias, bien sencillo, por cierto, guárdalo la catedral ovetense.

Al rededor de tan venerable templo, antigua basílica de San Salvador, há-

— 43 —

¿Quién no ha oído hablar del ^Arca Santa, trabajo de los varones apostó­licos, venida de Jerusalem al Africa: de aquí á Cartajena o' Sevilla; luego á Toledo y después á la cueva de Mon-sagro d de Santa María Magdalena, á tres leguas de Oviedo?

¿Quién no recuerda la tradición conservada por el piadoso coronista, Ambrosio de Morales, sobre la perpe­tua clausura del arca, y el suceso que él mismo relata, acaecido en la época en que escribía?

El Obispo Sandoval y Rojas, quiso abrir ese cerrado y milagroso tesoro:

llanse, consideradas como dependen­cias o' capillas suyas, otras dos iglesias, Santa María (sepulcro) y San Miguel, la Cámara Santa, sobre otra dedicada á Santa Leocadia. Allí se guardan in­apreciables reliquias, orgullo de los no­bles astures y de los españoles todos.

En un precioso armario go'tico se enseña una de las ánforas de la boda de Cana. Un día al año se llena de agua, y los fieles van á llenar cacha-rritos que luego guardan en sus casas.

También se venera una ó dos veces al año una parte del Santo Sudario.

— 44 —

Constituye la Cru%_ de los Angeles, ora sea obra de hábil artífice, ora. mi­lagroso regalo del cielo, la joya más insigne de las que dejó á su Iglesia, y conservamos del casto Alfonso.

Aseméjase en su forma á la de la Orden de San Juan, y en sus cuatro brazos iguales, consta el nombre del donador, sus propósitos, el anatema á quien la usurpe, y el año, 808. Precio­sísimo rubí, al que corresponde por el anverso un camafeo, sobresale entre la

preparóse convenientemente: ordeno' grandes rogativas, practicó peniten­cias, y cuando, después de fervorosas solemnidades, puso la mano en la ce­rradura, fué tal el horror que sin­tió, que desmayado, no pudo seguir adelante. Parecióle que la mitra salta­ba de su cabeza despedida por sus cabellos, con terrible furia erizados.

La suntuosa caja que encierra el Santo Sudario del Divino Hijo de Ma­ría Inmaculada, tiene un tabernáculo encima: y en él las dos celebérrimas cruces, de los Angeles y de la Victoria. Ambas son objeto de especial y mere­cido culto: de ambas se refieren curio­sas y encantadoras tradiciones.

— 45 —

Entre los edificios más notables de

( 1 ) Claro está que no se impone, ó mejor dicho se entrega al Rey, para que la ponga sobre el pecho del Príncipe, la misma Cmz de la Victoria, sino una ima­gen ó representación de ella. La entregada á Carlos VI I , para D. Jaime, en Vevey, fué llevada por una lu­cida comisión de asturianos, presidida por el Secretario que fué de Doña Margarita (q. e. p. d.) el actual cate­drático de la Universidad de Oviedo, á quien el Prínci­pe quiso ver, D. Guillermo Estrada Villaverde. Acom­pañábale, si no estoy equivocado, el respetable D. Ale­jandrino Menéndez de Luarca.

gruesa pedrería que la esmalta; pero no tanto como la filigrana delicadísi­ma, sobrepuesta á su plancha de oro, labor tan perfecta y acabada, que no so'lo en aquellos tiempos de piedad, hoy mismo, nos persuade á creer que no es trabajo humano. Si aquellos ure­ses, plateros, que se le aparecieron al Rey, viniendo un dia de oir misa é yén­dose para sus Talados, no fueron án­geles, merecían serlo: angelicales eran sus manos.

La Crui_ de la Victoria, bajada del cielo en Covaclonga, enarbolada por Pe-layo, impuesta á nuestro Príncipe ( i ) al nacer, como á sus antecesores, es de roble, cubierto de oro, piedras precio­sas y prolija escultura, trabajada por orden de Alfonso III en el castillo de Gauzdn en 908.

— 4c; -la población se cuentan un palacio del Sr. Marqués de Santa Cruz, que, según nos dijeron, quiso comprar D. Alfon­so XII, y otro del Sr. Marqués de Cam­po Sagrado.

El teatro es de construccio'n moder­na y bueno. Actuaba una regular compañía dramática, y así debía ser, á juzgar por el precio de las localidades, pues un asiento de butaca costaba diez pesetas.

Ill

Covadonga

¡las nueve de la mañana del 6 de Junio llego' S. A. R. á Covadonga.

A pesar de las 24 horas, corridas, que llevaba de diligencia, no perdió' ni un detalle del camino, abierto por Car­los III y en extremo agradable, pues va faldeando las amenas orillas del Güeña o' Bueña que nos condujo des­de la. antigua Canicas al venerable santuario.

— 48 — A la media legua de la villa, prime­

ra corte de los Reyes asturianos, úne­se el famoso Deva o' Diva con el Güe­ña y casi á igual distancia está el Campo de la Jura, donde, según la tra-dicio'n, se celebro' el contrato político, que diríamos hoy, entre el valeroso caudillo, levantado sobre el pavés, poco más adelante, en otro pequeño campo llamado de 1(epelayo, y aquellos ague­rridos campeones de la independencia que sentaron las bases de nuestra na­cionalidad, proclamando los tres gran­des principios de un Dios, una Patria y un Rey, aprestándose á restaurar el Estado visigo'tico que había formado y constituido la Iglesia en los Conci­lios de Toledo.

¡Qué emocio'n la del Príncipe al es­cuchar de labios del zagal la conocida Historia del Infante!

—Este es el Soto—decía—donde el Infante D. Pelayo paró repetidas veces; vea V. esas rayas en ese peñasco produ­cidas por el casco de su caballo al res­balarse; aquellas piedras—y señala unas grandes rocas de granito—se pegaron al suelo porque los moros querían arro­jarlas sobre T). Pelayo.

Probablemente sería lo contrario; los cristianos que ocupaban las altu­ras las arrojarían á los usurpadores, y

— 49 —

4

caerían con las flechas disparadas por los moros.

¡Cuan exactamente dice nuestro vul­go, quien escupe al cielo á la cara le cae!

Los nuestros estaban en aquellas so­berbias alturas que contemplábamos, en esa del centro, más elavada que las otras, el monte Auseba, hoy montaña de la Virgen. Los infieles intentarían pasar por la estrecha vega; el majes­tuoso ruido de la cascada que forma el río al caer impetuosamente rom­piendo el peñasco que sirve de cimien­to á ese venerable monte; los gritos de guerra y las piedras arrojadas desde una altura de 4.000 pies, y ante todo y sobre todo, la protección de María Santísima, en aquella reducida cueva venerada, les detuvieron el paso; ente­rraron allí á la mayor parte y los que pudieron escapar contaron asombra­dos que caían sobre ellos inmensas montañas. El histórico Deva creció y se hizo grande con la sangre de los que trajo el vicio y la traición y arrojo' la fe religiosa, el espíritu de libertad y la lealtad monárquica.

Tal vez entonces se aparecería la Cruz de la Victoria: quizás el ermita­ño de la cueva, con el signo de nuestra redencio'n en la mano, enardecería á

— 50 —

'Diciendo esto y Viva España, Santiago y la Virgen Tura, A la chusma de los moros Arremeten los de Asturias.

¡Con que dulce emocio'n reconstruía D. Jaime toda esa batalla!

aquellos valerosos combatientes, recor­dando el premio prometido á los már­tires: y prefiriendo la muerte á la des­honra, formarían la firme resolución de no cejar en la pelea hasta ver humi­llados á esos invasores que tan orgu­llosos habían recorrido la península.

Allí empezó' la libertad de la Patria: Que no puede esclavo ser

Tueblo que sabe morir; allí aclamado y proclamado Pelayo, aceptada la corona de Recaredo, des-plegló la bandera nacional, con estas palabras, dirigidas á los suyos, según el romance:

Non cuy d o ser menester Ponervos fuerzas nengunas Tues que de vos las recibo En tanto ajan y tal cuyta. Mas solo quiero membraros Que Dios por nosotros pugna E que nos perder debemos La vida por su fe justa

- 51 -

La gruta se parece mucho en su for­ma á la de Lourdes, pero es mayor y más grandiosa.

¿Que diría á la Virgen Santísima de Covadonga cuando se arrodillo de­lante de Ella? ¿No escucharía la voz de Pelayo, allá en lo más íntimo de su co-razo'n, cuando se acerco, conmovidí-simo, á su sepulcro?

¡Quién sabe! Malos son los tiempos de hoy; peores eran los que siguieron á aquella gran catástrofe, que al fin nos­otros tenemos altísimos ejemplos que imitar y labor oculta, pero no deshe­cha; tenemos la gran obra de la tradi­ción con su fuerza irresistible.

D. Pelayo era solo, é non había quién le ayudar sino Dios del cielo: como ex­clama en su Crónica el autor inmortal de las Tartidas: de D. Jaime no podrá decirse eso; pues tiene á su Augusto Padre y á un pueblo entusiasta, heroico, abnegado

Época de Restauració'n es la pre­sente: al ver á mi Príncipe, arrodillado ante el Altar restaurado por Pelayo, creí como nunca que ocuparía el Tro­no por él restablecido sobre la roca inconmovible déla Unidad religiosa.

— 52 -En la parte inferior de ella hay una

especie de piscina inmensa, construi­da por Carlos III, el cual tuvo el pro­yecto de encerrar la gruta en que se halla la Virgen y el estanque en una gran Iglesia cuyos cimientos se llega­ron á echar.

Afortunadamente la obra no se eje­cuto y sí so'lo los muros de conten­ción de la explanada en que había de asentarse el templo.

Afines del siglo pasado se quemó la capilla de la Virgen que Alfonso I cons­truyó dentro de la gruta, asilo de Pe-layo y de sus 300 compañeros, si es que tantos cupieron, á unos treinta ó cuarenta metros de altura.

Era como un gran nido de águilas pegado á la peña.

Se hizo esta obra con madera de tejo, cuya incorruptibilidad ha desa­fiado al trascurso de los siglos.

¡Lástima grande que en vez de aque­lla maravilla, que fué pasto de las lla­mas, se haya construido ahora una espe­cie de caseta de madera, parecida á las que se encuentran en los arenales de nuestras playas! ¡Qué efecto tan pobre hace! Para que el simil sea completo, hasta la han pintado de color de bar­quillo tostado, con los imprescindibles filetes de color de chocolate.

— 53 —

( I J Dentro del corto espacio de dos leguas solas se encierran los sitios, á los cuales dejó Pelayo vinculados sus recuerdos: Covadonga, teatro de su victoria; Can­gas de Onís, su corte; Abamia, lugar de su sepultura. E l que sube desde la pequeña Cangas á Covadonga, ca-

Allí está retratado nuestro siglo. En cambio, y afortunadamente, no

puedo decir otro tanto de la Basílica que se está construyendo á trescientos metros de la cueva, sobre un inmenso peñasco.

Han tenido el buen gusto de adop­tar para esta construcción la arquitec­tura del tiempo de Pelayo.

Se han gastado en la obra millón y medio de pesetas hasta la fecha.

El Sr. Canónigo que con gran amabi­lidad nos enseñó la obra, nos llevó tam­bién á los salones en que están los re­tratos de todos los Reyes de Asturias y León, desde Pelaj'o. En uno de estos salones nos presentó el libro en que firman los viajeros. Don Jaime tuvo la feliz idea de hacerlo invirtiendo su nombre; Emiaj ed Nobrob, añadiendo un ¡Viva el Rey C. VIH Yo firmé Arbe-lai%.

El sepulcro de Pelayo se halla en lo alto de la cueva, junto á la capillita que encierra la Virgen de Covadonga; antes estuvo enterrado el Infante, como le llaman en el país, en Abamia. ( i )

— 54 —

mino frecuentado por incesantes romer.as de natura­les y forasteros, per más acostumbrado que se halle á la frescura y amenidad de los valles asturianos, se de­tiene con gratísima sorpresa á cada perspectiva que desenvuelve la sinuosa cañada. A uno y á otro lado jun­tan sus densas copas los castaños, formando con sus musgosos troncos una caprichosa columnata; murmura ya á la izquierda, ya á la derecha, cruzado por rústicos puentes, el río cuyas márgenes se remontan, que al principio es el apacible Bueña; más arriba el Rinazo y el Diva, sus tributarios, progresivamente estrechados en su cauce, y más ruidosos y violentos cuantos más escasos E l arte ha empezado á domar la fragosidad del terreno, convirtiendo en cuesta suave y accesible la que aún en tiempo de Morales podía difícilmente tre­parse á caballo; y si se hubiese llevado á cabo la gigan­tesca obra de Carlos I I I , nada apenas conservaría el Santuario de su natural y rústica fisonomía.

Sin embargo, al desembocar en el cerrado valle que termina el desfiladero, girando alrededor los ojos como en busca de salida, fíjanse con asombro, y tal vez no sin espanto en la venerada cueva que taladra la desnuda peña de en frente, sobre la cual se eleva, cual inmensa cúpula, la montaña. Inaccesibles riscos estrechan de todos lados el horizonte, oponiendo al hombre una mu­ralla al parecer insuperable, cual si formaran el lindero del mundo habitado: en frente de la gruta se encrespan las alturas o derrumbaderos de Hiñes, á su espalda los culminantes picos de la sierra de Europa... encima, en nna vasta meseta, extiéndese un cuarto de legua en cir­cuito el lago de Enol, donde tiene su nacimiento el Rinazo, mientras que el Diva bajando del monte Oran-di, cae precipitado al pie de Covadonga. De los dos brazos del riachuelo el uno infiltrándose en las ro­cas brota con espumoso ímpetu en el fondo de la misma cueva, atravesando por debajo del macizo pre­til que debía servir de basamento al moderno edificio, desgájase en forma de hermosa cascada... La peñaavan-za, describriendo arco, sobre el pequeño relleno en que remata la subida á más de cien pies de altura, y desde allí hasta la cima del picacho sube en enriscada pen-

Almorzamos en la hospedería que está á cargo de una señora, carlista por cierto, que nos trato' con gran es­

— 55 —

diente más de trescientos. Dentro de la misma cue­va, y formando, por decirlo así, su piso superior, hállase suspendida sobre salientes rocas cuyo suelo natural nivelan y amplían algunas tablas, debajo del cual óyese mugir la catarata y vénse hervir en pro­fundo remanso las aguas del Diva, antes de pre­cipitarse en la cañada. Sirve de bóveda la peña mis­ma, y asómase á la boca el antepecho reforzado por un estribo de noventa pies de altura, que tapiza la ye­dra de arriba abajo, descubriéndose la perspectiva del valle como dentro de un marco de sombría roca. Aquel fué el asilo de Pelayo y de sus 3 0 0 compañeros... aquel" fué el rústico Santuario que á la Virgen de las batallas, consagró luego la piedad agradecida y que subsistió más de diez siglos, hasta que las llamas en 1 7 de Octubre de 1 . 7 7 7 , devoraron en parte las maderas del pavimento, que la humedad, según la tra­dición de los naturales, había milagrosamente respeta­do. Todavía á un extremo de la galería, en una peque­ña capilla que alumbra una ventana de medio punto, venera el peregrino la imagen, poco auténtica de Santa María de Covadonga, y lee embutidos en la roca los no más genuinos epitafios de Alfonso I y de Pelayo, cuyas cenizas, si es verdad que las contiene el liso tú­mulo de piedra que ocupa el nicho, fueron trasladadas ciertamente desde Abamia. (Recuerdos y Bellezas de España por Parcerisa y Quadrado.—Asturias y León.—Madrid, Imprenta de Repullés, i8¿¿.)

mero, y salimos para la Capital del Principado, sintiendo separarnos de aquellos benditos lugares.

IV

La p r i s i ó n d e Q u e v e d o .

Un Círculo carlista

[alimos de Oviedo para Leo'n por el ferrocarril, que es ver­daderamente grandioso, de­

jando atrás, en nuestra vertiginosa mar­cha, valles sombríos, cumbres empina­das, históricas ruinas y amenos verje­les, hasta llegar á Santa Eulalia de Ujo, célebre por su pequeña parro­quia, modelo del género bizantino, que recuerda en su ábside, portada y arco

— 58 — del presbiterio, las gentiles formas de S. Juan de Amandi.

—¡Cuánto siento, dijo el Príncipe al parar el tren en Pola de Lena, no de­tenernos aquí, para ver en la Vega 'le Rey, si los vándalos del siglo XIX no la han echado al suelo la ermita que comparte con las iglesias de Naranco, Lino y Valdedios, la insigne y rarísi­ma gloria de conservar intacta la ar­quitectura del siglo IX! ¡Cuánto gusto tendría—añadió'—en visitar esos ve­nerables restos de la piedad de nues­tros antepasados!

¡Campompjps! repitió' el Príncipe al oir el nombre de la inmediata estación: ¡cuánto podría decir el Conde, D. Pe­dro Rodríguez, de aquellas Cortes de 1789, que presidio' y en la que supo­nen fué derogada, secretamente, la ley fundamental de sucesio'n á la Corona!

*Aqui—exclamé yo, después de un respetuoso silencio—fué asesinado...

—Si, continuo' el Príncipe—D. San­cho, E L MAYOR, muerto de una pedra­da que le disparó un oscuro aldeano, á quien cuentan ofendió en Pajares, de donde viene el refrán: si LA HICISTE E N PAJARES, P A G Á S T E L A EN CAMPOMA-NES.

Dejábamos ya atrás Asturias, cru­zando el célebre Puerto de Pajares,

— 59 —

Nos acercábamos á Leo'n. —Veremos—dijo D. Jaime—la pri­

sión de Quevedo. •—Desde la estación pueden ustedes

ir—nos dijo uno de nuestros acompa­ñantes.

En efecto: desde la estación de León, antes de entrar en la ciudad, fuimos á visitar el antiguo convento de San Mar­cos, que constriñeron los caballeros de Santiago, y que luego ha estado ocupa­do por los Jesuítas, los Escolapios, una

abierto á la comunicacio'n humana por el Obispo D. Diego de Muros en el si­glo XVI.

Al llegar á la Robla me pregunto' D. Jaime si estaba ya en explotacio'n el ferrocarril hullero, en el que tanto y con tanto acierto ha trabajado un guipuzcoano ilustre, D. Manuel Oráa, sobrino del gran Zumalacarregui.

Vimos en el tránsito varias minas de carbo'n de piedra en explotacio'n: el director de una de ellas, que iba en el mismo departamento que nosotros, nos ofreció' unas magníficas fresas, cuyo aroma venía tentando á D. Jaime des­de que la cesta que las contenía ocu­po' la rejilla del coche.

— 60 —

( 2 ) No puedo resistir á la dulce tentación de co­piar lo que de su cárcel dice D. Francisco, á su amigo Adán de la Parra.

«Aunque al principio tuve mi prisión en una sala de esta santa casa tan espaciosa como clara y abrigada,

exposición y un museo permanente. En breve una parte del edificio servirá de.cuartel de caballería.

El monumento es hermosísimo: está construido en estilo del Renacimiento, muy adornado: al oeste de la ciudad, en amena y frondosa llanura, regada por el Vernesga, en cuyas aguas se re­trata su rica y suntuosa fachada, com­puesta de dos cuerpos con frisos cu­biertos de labores y una cornisa con sus go'rgolas, imitando el go'tico.

Sobresale en esta profusa ornamen-tacio'n la línea de medallones, donde se ven personajes mitológicos é histó­ricos, entre éstos los Maestres de la Or­den á que perteneció el insigne bió­grafo de Santo Tomás de Villanueva, el escritor más genial, y por tanto in­imitable, que, á fuer de santiaguista, es­tuvo preso en este convento, competi­dor de Uclés, desde Diciembre de 1639 hasta Junio de 1643.

La causa ó pretexto de esta prisión fué aquella sátira contra el Conde Du­que de Olivares que empieza:

Católica Sacra 'Rjal Majestad ( 1 )

— til —

Desde la prisio'n de Quevedo, nos trasladamos á la catedral, cuya restau­ración está más adelantada de lo que yo me figuraba.

Tiene la merecida reputacio'n de ser uno de los edificios típicos del gótico más puro, y en efecto, cuando se co­loca uno en el centro de la nave y le­para la presente estación, al poco tiempo por orden su­perior, (no diré nunca que por superior desorden,) se me condujo á otra muchísimo más desacomodada, que es donde permanezco. Redúcese á una pieza subte­rránea, tan húmeda como un manantial, tan oscura que en ella es siempre noche, y tan fria que nunca deja de parecer Enero. Tiene sin ponderación más trazas de sepulcro que de cárcel.... Tiene de latitud esta sepultu­ra, donde encerrado vivo, veinte y cuatro pies escasos y diez y nueve de ancho. Su techumbre y paredes están por muchas partes de moronadas á fuerza de la humedad, y todo tan negro que más parece recogimien­to de ladrones fugitivos que prisión de un hombre hon­rado. Para entrar en ella hay que pasar dos puertas que no se diferencian en lo fuerte; una está al piso del con­vento, y otra al de mi cárcel, despuésde veinte y siete escalones que tienen traza de despeñadero...»

Cuenta luego el autor inmortal de la Política de Dios su modo de vivir en aquel cautiverio, y concluye. «Esta es la vida á que reducido me tiene el que por no haber querido yo ser su privado es hoy mi enemigo.»

Una mujer que enseñaba el museo nos dijo que el edificio no se termino' (falta toda un ala) porque el Rey lo impidió', opinando que sería más gran­dioso que su palacio, y que esto no po­día consentirlo.

— 02 — vanta la cabeza para mirar la bóveda, pudiera creer que no tiene sobre sí más que un ligero toldo; tal es la es­beltez de los haces de columnas que dividen aquellas soberbias ventanas que están pidiendo á voces las vidrie­ras de que carecen y cuyo coste as­cenderá á varios millones de reales. Creo que, al menos en parte, se fabri­carán en Munich.

La magnífica y admirable Catedral de León, edificio pulido, sutil, hermo­so y apacible, tanto que parece lo acepi­llaron, según el monje Lobera, necesi­ta un libro. Marineo Siculo, contem­poráneo de los Reyes Católicos, des­pués de elogiar lar excelencias de otras Catedrales, concede la palma á esta, que ha venido á sustituir á las termas romanas, al palacio de los pri­meros reconquistadores, y á la basíli­ca de Ordoño II.

En 1 199, se comenzó tan maravi­llosa joya de arte, ignorándose, toda­vía, quien la concibió y trazó, aunque se conocen los nombres de sus conti­nuadores; Enrique, muerto en 1277; Simón, fallecido un siglo después; Gui­llén de Rohán ó Ridan, sepultado en 1432 en la Capilla que edificó en Santa Clara de Tordesillas; Benito y Alonso Valenciano que al principiar

- 63 —

De los tres monumentos más insig­nes que tiene Leon, joyas acabadísi­mas en un respetuoso género; había­mos visto la del siglo XVI 3 la del si­glo XIII, la de la escuela del Renaci­miento 3 del arte gótico; no pudimos ver la del bizantino en el XI, la famo­sa basílica de San Isidoro, tumba del sapientísimo Prelado, autor de las Eti­mologías, vestigio de aquella gloriosa monarquía semi-herdica, semi-bárba-ra; panteón de sus intrépidos caudi-

el siglo XVI dirigían las obras, y Juan de Badajoz, que en 1 5 1 2 figuraba como jefe de ellas.

En 1258 los Prelados del Reino, congregados en Madrid, concedían in­dulgencias á los fieles que contribu­yesen á su ereccio'n con sus limosnas; é iguales exhortaciones repetían en 1272. al orbe cato'lico, los Padres del Concilio general lugdunense, carecien­do la suntuosidad del nuevo templo; llamado Tulchra Leonina, tenido por único y so'lo, como el ave fénix, supe­rior al célebre Domo de Milán, espan­tados de que se tuviera en pie lo que parecía venir al suelo á la menor rá­faga de aire.

— 64 —

Don Jaime manifesto su pesar de no poder ir á Galicia y á las siete y me­dia de la mañana del día 8 de Junio salimos de la ilustre Ledn para la cé­lebre villa, hoy ciudad de Peranzules rival y antecesora de Madrid, llamada Valle de olor, de Olivas, de lides ó de Ulit; que todas estas etimologías quie­ren explicar el nombre de la patria de

líos, fundado por Alfonso V d por Fer­nando I, panteón real más de la épo­ca, más en carácter que los de Ovie­do, San Juan de la Peña y el Escorial, brutalmente profanado, en busca de soñadas riquezas, por los soldados de Napoleon. ¡De los que venían á civili­zarnos!

El primer Borbdn que reino en Es­paña costeo' la renovación del Conven­to, que habitaron las religiosas de San Pelayo; en 1 8 1 1 un rayo abraso el re­tablo principal y los dos colaterales, quemándose la ponderada sillería del coro; y las hordas napoleónicas roba­ron la preciosa urna de San Isidoro, el arca de marñl guarnecida de oro que guardaba la mejilla del Bautista y otros tesoros y reliquias inaprecia­bles.

- 65 -

En Valladolid nos hospedamos en el Hotel Continental de France, donde por cierto me conoció un sirviente, y en cuanto quitamos el polvo del ca­mino nos echamos á la calle. Al salir del hotel nos metimos en el primer tranvía que encontramos y que nos llevó frente á la iglesia de San Pablo, cuya fachada, de gótico flamígero, es una de las cosas más notables de aque­lla ciudad. Visitamos después la cate­dral greco-i_omana, de últimos del siglo

( i ) Que según P u l g a r . — E n Valladolid solmente -Halló fei é conos cimiento—De señor. ^

Enrique IV, (i) Felipe II y Zorrilla y donde murieron D. Alvaro de Luna y Colón.

Dedicamos, al pasar, un recuerdo al célebre Monasterio ele Domnos Sanctos, (Facundo y Primitivo), de Sant Facund ó de Sahagún, y llegamos á Venta de Baños en donde nos encontramos con un inglés que no sabía una palabra de castellano; él vio el cielo abierto cuan­do me ofrecí á servirle de intérprete. Nos dijo que venía de Vigo, donde había desembarcado después de haber recorrido ambas Americas.

— 66 —

( i ) Arqueología Cristiana Española p o r D. Ra­món Vinader.

XVI, principiada por Herrera, con­cluida por Churriguera. Con uno de sus pilares se podrían hacer todos los de la incomparable catedral de León: ¡qué contraste! (i)

Con detenimiento vimos el Museo; pero no pudimos formarnos idea exac­ta de lo que contiene, porque estaban haciendo una obra importante en la parte superior del edificio, y mientras ésta se termina, tienen amontonados abajo cuadros y estatuas que no valen mucho y ocultan lo bueno que hay. El Museo, casi en su totalidad, lo cons­tituyen los despojos de los conventos. Hay tallas muy buenas de Cano y Be-rruguete y del guipuzcoano Arandia: algunos cuadros (no de los mejores) de Murillo, Ribera y Goya.

Al salir del Museo seguimos á un batallón que con música, cornetas y tambores iba á hacer el ejercicio: mar­chaban sus soldados con ese aire mar­cial propio de la infanteria española y que agrada en gran manera á D. Jaime. Recorrimos el magnífico y espacioso paseo del Campo Grande, que ha su­frido gran trasformacidn en estos úl­timos años, y, en donde, según la tra-

— 67 —

Recorrimos la ciudad, donde tantas Cortes y autos de fé se han celebrado, y al llegar á la plaza del Ochavo, don Jaime, en cuanto le dije aquí murió don Alvaro, exclamo':

—Sí; y cuan admirablemente lo cuen­ta el Duque de T^ivas:

Mediada está la mañana; Y a el fatal momento l lega , Y D. A l v a r o de L i m a Sin turbarse oye la seña.

Rec ibe la Eucar i s t ía , Y en Dios la esperanza puesta, Sereno baja á la calle, Donde la escolta le espera.

Caba lga sobre su mula, Que adorna gua ldrapa negra , Y tan airoso cabalga , Cua l para batal la ó fiesta.

A r r i b a á la tr iste plaza, Que ha pocos días le v iera T a n ga lán en el torneo, Con ta l poder y opulencia.

A l pie del cadalso el reo, De la alta mula se apea;

dicidn, tuvo comienzo el drama que termino' con la prematura muerte de D. Fernando el emplazado.

— 68 -Fervoroso el P a d r e E s p i n a Con él sube y no le deja.

E l Condestable sereno E l pie al Crucifijo besa.

De hinojos en la almohada Se pone, el cuello presenta; E l religioso le gr i ta : «Dios te abre los brazos, vuela .»

E l hacha cae como un rayo, Sa l ta la ins igne cabeza. Se alza universa l gemido. Y tres campanadas suenan.

Que hubieran muerto, de haberlas-oído, al débil D. Juan II, fallecido al poco tiempo.

Tan universal fué, y en esta ocasión tan fundado, el gemido, que la memo­ria del valiente caballero, enterrado de limosna, fué rehabilitada: el Re}' de-Castilla cumplió' la penitencia que le impuso el Papa, y los restos mortales del vencedor de la Higueruela descan­san, regiamente, en la Catedral Pri­mada.

De otros dos validos, también des­graciados, conserva recuerdos Valiado-lid; del Duque de Lerma, y del Mar­qués de Siete Iglesias, aquel D. Rodri­go, el cual según el picaresco Villame-diana, en robar y en morir bien se pare-

. - 69 -cía al buen ladrón y cuya muerte tran­quila, pero que al vulgo antojósele or­gullosa, dio' origen á uno de nuestros refranes.

Díjome el Príncipe que quería asis­tir á la representación de la zarzuela La Verbena de la Paloma, que se verifi­caba aquella noche en el teatro de Lo­pe de Vega. No me atreví yo á acom­pañarle, por temor ele que alguno me-conociera, lo cual hubiera comprome­tido quizá el éxito de la expedición, ni me parecía bien dejarle sólo. La llega­da del inglés, de quien antes he ha­blado, resolvió esta dificultad: don Jai­me fué al teatro en su compañía.

Aprovechando el momento en que fui yo á tomar los asientos para la fun­ción, el Príncipe dejó sólo al inglés y se marchó al Casino carlista. Era mala hora y sólo halló seis ú ocho socios, con quienes entabló conversación di-ciéndoles que él era carlista y se ha­llaba de paso en la ciudad: díjoles que había querido comprar El Correo Es­pañol, pero que no le había podido en­contrar, y ellos le proporcionaron in­mediatamente dos números. Invitados por el Príncipe, y entre grandes protes-

— 70 -tas de entusiasmo, bebieron todos á la salud del Rey. ¡Cuál será el asombro de aquellos excelentes carlistas, cuan­do sepan que el que en tan breves mo­mentos supo cautivarlos y atraerlos á sí era el Augusto Hijo del que con tanto amor aclamaban! ¡Cuántos, en cambio, sentirán no haberse hallado en el Círculo ese día, 8 de Junio, y á aquella hora!

V

En Madrid—A la puerta del Palacio.

—¡De los toros!

ROSEGUIMOS nuestro viaje al inmediato día, y á las diez y media de la noche llegábamos , habiendo ido desde Valla­

dolid en compañía de un ingeniero bilbaíno, cuya conversacio'n entretuvo mucho á Don Jaime. De la estación nos fuimos al Café Francés, muy mo­desto pero muy céntrico, pues está si­tuado en la calle de la Victoria.

No vinimos á la Corte por la cono-

á Madri

— 72 —

Estábamos en Madrid. Casi sin la­varnos ni sacudir el polvo del viaje sa­limos á dar una vuelta; tal era la im­paciencia de S. A. por conocer la Corte. No considerando prudente el que anduviéramos juntos, nos separa­mos y caminábamos á cierta distancia el uno del otro, por temor á encon­trarnos con personas que me conocie-

cicla línea de Avila, sino por la de Se­govia, lo que nos permitid ver la res­tauración del magnífico alcázar. Cole­gio del Real Cuerpo de Artillería, plantel de caballeros, entre los que se cuentan excelentes católicos y verda­deros monárquicos. De ese Alcázar-Colegio, que recuerdos tan indelebles guarda de la Reina Católica, han sa­lido ilustres defensores de nuestra causa. Entro en nuestro coche un ofi­cial de Artillería, que tiene Academia preparatoria, y gracias á su bondad pudimos fijarnos en el monte d peña de la muerta, parte de la sierra cuya silueta parece un cadáver de mujer, cubierto con un velo.

Divisamos también torreones y res­tos de castillos; aquello fué frontera en nuestra gloriosa Reconquista.

- 73 —

ran y me preguntaran por mi ilustre acompañante. Don Jaime ceno aque­lla noche en la Mallorquina, y poco después de las doce nos retiramos á descansar.

Al siguiente día, diez de Junio, San­ta Margarita, oímos Misa en San Isi­dro, antiguo Colegio Imperial de Je­suítas, hoy Catedral. Al entrar en la Iglesia vi al Sr. Manterola; vidme tam­bién él, según luego supe, pero conti­nué mi camino sin saludarle. Después de Misa nos dirigimos á la Plazuela de Oriente.

Don Jaime contemplo detenidamen­te el Palacio Real, admirando sus her­mosas proporciones.

¡Cuántas ideas debieron cruzar por la imaginación del Príncipe en aquellos momentos!

Aquella fué la morada de sus Au­gustos Antecesores: allí debió El nacer; allí hubiera nacido, si su Padre hubiese querido aceptar la Corona con que la revolución triunfante quiso ceñir sus sienes. ¡Bendito sea Dios que apiadán­dose de España la dio un Príncipe que nada quiere aceptar del liberalis­mo; ni la Corona!

Entró Don Jaime en la plazuela de Armería y se dirigid al cuerpo de guardia. Estaba el Príncipe visible-

— 74 —

Don Jaime tenía vivísimos deseos de presenciar una corrida de toros, y nos

mente emocionado: providencial fué que llegásemos á Madrid la víspera del Santo de aquella reina incompa­rable, Ángel ele la Caridad para todos, ángel de la guarda para sus hijos, en especial para su hijo que no cesaba de recordarla, y de sentirse animado pen­sando en Ella. Cuando nos acercamos al cuerpo de guardia, los oficiales se levantaron y nos recibieron con la ma­yor cortesía.—¿Podíamos ver la arme­ría? pregunto' Don Jaime.—Ahí en frente dan las papeletas.—Ojié finos son y qué buen aspecto tienen, me dijo S. A. al bajar los escalones del cuerpo de guardia.

El empleado del Patrimonio Real nos dio' en seguida el permiso que so­licitábamos. Atravesando la plaza lle­gamos á la Armería, pero no pudimos entrar: era ya tarde.

Tomamos en la Plaza de Oriente el tranvía que nos llevo' hasta la Fuente Cibeles. Después, á pie, recorrimos el Botánico, y al pasar por el Prado ad­miramos el suntuoso edificio que ha construido el Banco de España.

— 75 —

dirigimos á la plaza después de ver la creciente animación que se iba notan­do por la calle de Alcalá. Consideran­do que pudiera comprometer á S. A. el que yo fuese en su compañía, pues fá­cilmente podría encontrarme en la plaza con personas conocidas, convi­nimos en que á la hora de terminarse la corrida yo le esperaría en un punto determinado, y entro sólo á ver los toros, marchándome yo á dar un paseo por el Retiro, que en aquellas horas estaba muy solitario.

Paseábame tranquilamente por aque­llos hermosos jardines, cuando oí que me llamaban. Era el médico D. Fede-rido López de Ocariz, que de muy le­jos me había conocido.

En mi invariable resolución de ocul­tar el verdadero motivo de mi presen­cia en Madrid, aun á las personas más adictas á la Causa carlista, como lo es el Sr. Ocariz, justifiqué como pude mi viaje, seguí paseando con él y visitamos juntos la Exposición de Filipinas.

El tiempo volaba y yo no encon­traba medio de ir á esperar al Prín­cipe, al lugar de la cita. Por fin creí tener una idea salvadora y le dije:

—Tengo que ver á la hija de mi jardinero en el Sagrado Corazón.

— 76 —

—Cabalmente, soy el médico de la Comunidad, me contesto', y acompa­ñaré á V.

Fuimos juntos al Colegio, en la an­tigua casa del Marqués del Castelar, calle del Caballero de Gracia, pero las monjas tenían función de iglesia y hu­bimos de esperar un buen rato en el locutorio. Vino por fin la religiosa á quien había aludido, y después de sa­ludarla con alguna precipitación, sali­mos á la calle. Yo me encontraba ner­vioso y en situación comprometida. ¿Qué habría hecho D. Jaime? ¿Habría sido reconocido?

No quería que mi cariñoso acom­pañante, supiera la casa en que nos hospedábamos, por lo que se me ocu­rrió dirigirme á la de mi administra­dor y diciendo al amigo Ocariz "esta es su casa de V.,„ me despedí y entré en el portal.

En cuanto dobló la esquina salí á toda prisa con dirección á nuestro alojamiento, suponiendo encontrar á D. Jaime. Eran las siete, hora en que todo Madrid se encuentra en la calle, por cuyo motivo, después de cruzar la calle Mayor, marché por detrás del Ministerio de la Gobernación. No bien puse los pies en la calle de Carretas vi que bajaba por ella un hijo de mi

— 77 —

primo Gil Delgado. Di la vuelta y me encontré con el Marqués de Narros. No sé si éste me conoció, pero el pri­mero seguramente que no. Cincuenta pasos más adelante oí que me llama­ban: era el Sr. Manterola, el mismo á quien por la mañana encontré en la Iglesia de San Isidro. Expliqué mi pre­sencia en la corte, en los mismos tér­minos que á Ocariz, y pude llegar por fin á casa.

Don Jaime no estaba aún en ella, pero llego al poco rato.

La corrida le había gustado muchí­simo, y fingiendo la tristeza que á todo español aficionado á toros pro­duce la conclusion del espectáculo tau­rino, repetía:

De los toros... de los toros... En la plaza no vid á ningún cono­

cido, pero á la vuelta vid pasar en ca­rruaje á Elio Elío.

El día i 1 tomamos el tren que á las 8 y 57 minutos de la mañana parte para el Escorial, cu}ra visita merece también capítulo aparte.

El día 12, después de almorzar, nos dirigimos al Museo de Pinturas, donde estaba expuesto al público el cadáver del célebre Federico Madrazo. Escasa era la concurrencia, y con razón se la­mentaba el portero al ver tan abando-

— 78 —

nados los restos del artista, cuando po­cos días antes se había tributado rui­dosa ovación á los restos mortales de un torero. Dos discípulos del finado hacían guardia de honor al cadaA^er, y otro pintaba junto al catafalco.

Próximo al Museo de Pinturas se halla el de Artillería, que visitamos al salir del primero. No llevábamos pa­peleta, pero estaba abierta una puerta lateral, que es para servicio de los tra­bajadores; entramos por ella, y una vez dentro pudimos recorrer libre­mente todas las salas.

En este Museo vimos varias piezas de las que tuvo nuestro ejército du­rante la última guerra civil, y algu­nas también procedentes de la ante­rior de los siete años. Todo en él está ordenado con mucho gusto. Contiene, además de las armas, infinidad de banderas y objetos que pertenecieron á oficiales distinguidos del cuerpo de Artillería. Allí estuvieron los restos de Daoiz y Velarde héroes de nuestra independencia, hasta que se terminó el monumento del Dos de Mayo, en el cual fueron depositadas las cenizas de aquellos leales á su Dios, á su Patria y á su Rey.

Terminada la visita de los Museos, D. Jaime recorrió el paseo de Recolé-

- 79 -

Del Museo nos fuimos á la Plaza de Oriente.

tos, el de la Castellana y el Hipódro­mo, viendo al paso los monumentos erigidos á Isabel la Católica y á Colon.

Al pasar por el Prado nos sentamos; á beber agua en uno de los puestos allí establecidos, y D. Jaime entablo conversación con un barquillero, que dijo ser entusiasta carlista.

A las cuatro nos dirigimos al Con­greso é indiqué al Príncipe la entrada para la tribuna pública; y mediante un par de pesetas que dio al primero de los que aguardaban haciendo cola, pudo entrar S. A.

No era muy interesante la sesión no obstante permaneció en el Congre­so hasta las siete.

Después de comer acompañé al Príncipe hasta la puerta del Teatro Moderno, donde asistid á la función.

El día 13 volvimos á visitar con más detención el Museo de pinturas, en el cual permanecimos hasta que se cerraron las puertas: es tanto lo que hay que admirar en aquellos salones, y es tan artista el corazón de D. Jai­me, que no acertábamos á salir de ellos.

— 80 —

( 1 ) Arqueología cristiana por D. Ramón Vinader

Al pasar junto al Palacio Real vi­mos unos caballos ensillados, y bati­dores esperando.

Bajo' S. A. del coche y averiguo' que la Regente iba á dar un paseo en carruaje.

Efectivamente, después de un buen rato de esperar vimos que salía la Se­renísima Archiduquesa ex-carlista, en compañía de su Hijo y de las In­fantas.

El Príncipe se coloco' muy cerca de su paso. Yo no me moví del coche y al contemplar aquel cuadro me decía á mí mismo: ¡Cuál sería el asombro de Doña Cristina si ahora pudiera reco­nocerle!

Don Jaime mostró deseos de sor­prender al caballero Marqués de Ce-rralbo y nos dirigimos á su palacio; pero nos dijeron que estaba ausente el Marqués y que no volvería hasta las nueve y media de la noche, visto lo cual, dejé una tarjeta con el nom­bre de Tomás Ortiz, y nos dirigimos á la Iglesia greco-romana ( 1 76 1 ) (1) de San Francisco el Grande, que fué in­dicada para Catedral de la nueva Dió­cesis de Madrid-Alcalá, y que presen­ció una de las escenas más terribles

— 81 —

6

de la iniquidad que se llama degüello de los frailes.

Magistralmente describe Suárez Bravo, en su Guerra sin cuartel, la del Colegio Imperial.

Aquel magnífico templo se halla restaurado con gran lujo.

Casi todas sus capillas, y la gran ro­tonda central, tienen las bóvedas pin­tadas y ricamente decoradas.

El resto de la tarde lo pasamos en el Prado y el Retiro, después de visitar en la Catedral la tumba de San Isidro, el humilde labrador, patrono de la Corte de las Españas, muy venerado por nuestros antiguos Reyes, algunos de los cuales hacían llevarse su cuer­po á la regia Cámara para que el San­to les devolviera la salud perdida.

Según algunos, el célebre Pastor de las Navas, á quien los genealogistas ha­cen tronco de la noble familia de los Cabezas de Vaca, Condes de Catres, Marqueses de Portago, fué el glorioso San Isidro, el devoto criado de los Vargas.

Este día fué S. A. á comer á For-nos, á pesar del temor que yo manifes­taba de que allí pudiera ser conocido.

Afortunadamente no sucedió así.

— 82 -Dispuso D. Jaime que al siguiente

día saliéramos para Aranjuez, dando por terminada su visita á Madrid, sin que felizmente nos hubiera ocurrido contratiempo alguno.

VI

"El sepulcro y el trono aquí se juntan,,

fM INTES del medio día del once de Junio llegamos al Real Si­tio de San Lorenzo. Una nu­

be de cicerones hambrientos acometen á los viajeros al apearse en la esta­ción del Escorial, en la línea de Ma­drid á Francia, d del Norte. Subirnos al Escorial de arriba, ó alto, en coche, mediante 50 céntimos de peseta, y nos dirigimos, claro está, sin pérdida de momento, á la octava maravilla.

Pedida la licencia que se exije, pero no se niega, visitamos la iglesia, algu­nos patios, la incomparable escalera

— 84 —

( 1 ) Siendo tan querido, como lo es para mí, el ilustre apellido Valenzuela, y tan simpática la figura del Duende, de Palacio, Marqués de San Bartolomé de los Pinares, no he de pasar sin dedicarle un recuerdo, copiando algunas de sus conmovedoras endechas es­critas en el puerto de Acapulco, cuando se embarcó para cumplir su destierro en Filipinas.

—Por grande me envidiaron—/ Que dictamen tan ne­cio!— Como si el ser yo grande—Fuera hacer á los otros ?nas pequeños—

—El ser hombre me queda—Y en todo cuanto pierdo— Antes gano; pues logro—El que ninguno envidie lo que tengo—

—De todo cuanto pude—¡Que poco agora puedo!—-Que se deshace puonto—Poder fundado en el poder ajeno.—

Por lo que se ve, el rival del segundo D. Juan de Austria, era un verdadero poeta.

en cuya bóveda pinto Jordán una de sus mejores obras, la biblioteca y por fin el museo que contiene cuadros muy buenos. En la sacristía admiramos el magnífico de Claudio Coello que re­presenta la procesio'n verificada al tiempo de colocar en aquel sitio la Santa Forma, profanada por los zuín-glianos, mandada por el Emperador Rodolfo en 1592 á Felipe II, y ado­rada solemnemente por Carlos II y su Corte, después de la prisio'n de D. Fer­nando Valenzuela. ( 1)

El cuadro que valía, según su autor, más que todos los de Jordán, está ta­sado en trece millones de reales: vale un capital. La Hostia, que solo se ado­ra dos veces al año, los días de San

- 85 -

Como nunca dejaba de encontrar ocasión oportuna para preguntar, con suma prudencia, la opinión política de las personas con quienes nos veía­mos obligados á tratar, pudo conven­cerse de que hay en el Escorial mu­chos carlistas, entre ellos algunos, como el aragonés que cuida de la sacristía, muy decididos.

Sabido es que en el Monasterio hay una parte reservada para la Corte.

Miguel y San Simón j San Judas (29 de Septiembre y 28 de Octubre,) se conserva perfectamente, desde hace cua­trocientos años que se consagró: se halla colocada en una magnífica custodia de oro y pedrería.

Don Jaime estaba verdaderamente asombrado ante tanta grandeza.

Admiraba, como nunca, al Monarca insigne,

gloria del Trono, de la Iglesia brío temido en Viandes, respetado en Trent o, y recordando la humilde cueva de Co­vadonga, trazaba toda la gigantesca epopeya que tuvo su cuna en aquellas montañas y su solio espléndido en la Monarquía del hijo de aquel rayo de la guerra, Carlos V de feliz memoria.

— 86 — Las habitaciones están alhajadas, y hay en ellas preciosos tapices. La reina Isa­bel II iba con frecuencia á ocupar esas habitaciones, que hoy se hallan en completo abandono. Doña Cristina ha ido una sola vez al Escorial, pocos me­ses después de la muerte de D. Alfon­so XII, y no ha vuelto á poner los pies en el Real Monasterio. Se comprende que la Regente no goce allí de grandes simpatías.

Después de haber visitado la igle­sia, bajamos al panteón de los Reyes, donde descansan los restos de los cua­tro primeros Carlos, de los Felipes II, III, y IV, de Luis I y de Fernan­do VII, á la derecha del altar; y á la izquierda, los de la Emperatriz Isa­bel, única mujer de Carlos I; de Doña Ana de Austria, cuarta de Felipe II; de Doña Margarita, única de Felipe III; de Doña Isabel de Borbón y de Doña Ana, primera y segunda de Felipe IV; de Doña María Luisa de Saboya, pri­mera de Felipe V; de Doña María Amalia de Sajonia, única de Carlos III y de Doña María Luisa de Borbón, única de Carlos IV.

Fernando VI está enterrado en las Salesas Reales, Madrid: y Felipe V en San Ildefonso.

No quiero extenderme en descrip-

— 87 -

No entre cimas fragosas se levanta Con otra dimensión la mole austera De esa magna B a s í l i c a famosa, Padrón de S. Quintín, g lor ia de Herrera . L a prodigiosa mano D e Sanzio, de J o r d á n y de Ticiaño Su fama dilató, y a l l í Fe l ipe , Desde el monte vecino, A la fábrica inmensa impulso daba,

Y a l Támesis y a l Sena amenazaba. Sus columnas, sus pórticos, sus muros, Sus vas tas ga ler ías anchurosas, E l sonante cimborio, y el tesoro De pintura inmortal que el cielo cubre Del ancha escala y ponderoso coro; E l soberbio panteón, el regio alcázar, Todo anuncia poder; mas no sus campos De frescas flores se verán vestidos, N i raudales sonoros con sus l infas E l suelo fecundar; marmórea nieve Sobre las agr i a s sierras, los silbidos De l hórrido huracán, que el cierzo ensaña, Y el címbalo zumbando en la montaña, Acompañan la pompa de los reyes E l cortesano fausto: parda sombra, Con regio cetro y púrpura adornada,

ciones detalladas, que no responden al objeto de esta narración, pero sí diré que S. A., cada vez más emocionado, no cesaba de repetir: ¡no creta yo que esto fuera tan grandioso!

Y recordamos aquellos hermosos versos del Duque de Frías:

— 88 -P o r los claustros monásticos discurre: Y en la lonja espaciosa un eco en tanto Con ronca voz resuena, A l descojerse de la noche el manto, Hasta que y a despuntan Los matices del alba, repitiendo: El sepulcro y el trono aquí se juntan.

D. Jaime se sentó en el coro, en la silla de Felipe IT, en la que dicen se hallaba sentado aquel gran monarca cuando recibió la noticia de la victo­ria de Lepante (i) Visitó las habita­ciones de aquel gran Soberano, que con tanta verdad dijo al comenzar la obra del Escorial;" Bagamos un palacio para 'Dios y una. choza para el %ey. „

¡Qué contraste, en efecto, el que ofrecen

( i ) Esto no es cierto, pues el triunfo de Lepanto uno de los obtenidos por la Virgen del Rosario, pre­cedió en catorce años á la inauguración del Escorial.

Lo que sí confirma la Historia es que el Rey no sus­pendió su rezo, cuando todo jadeante y como el que trae una buena nueva, se acercó á él su gentil-hombre D. Juan Manuel y le dijo: «Señor, aquí está el correo de D. Juan de Austria que trae la mteva de una gran victoria.» E l Monarca se limitó á hacer una seña al caballero para que aguardase y prosiguió su rezo.

Concluido éste y en cuanto se enteró de la noticia, indicó al Prior su deseo de que se festejase cantando un solemne Te Deum: himno que se repitió al siguien­te día, en el que se verificaron Misa de Requiem y hon­ras por Lodos los que habían sucumbido en el combate.

Traía además el correo del vencedor de Lepanto el estandarte real del turco. Fué esto en Octubre de 1 5 7 2 , y hasta la víspera de San Lorenzo de 1 5 8 6 , no se trasladó el Santísimo Sacramento de la Iglesia vieja á la principal, ni hasta después de ese día ocupó F e ­lipe II en el coro el asiento qne hoy nos enseñan.

- 89 —

Antes de salir, y merced á pregun­tas que dirigid el Príncipe al lego agus­tino que nos acompañaba, supimos que éste era nabarro y carlista.

Bajamos por los jardines á lo que llaman la casa del Príncipe. Es un edificio del tiempo de Carlos III, cuyos techos son casi todos de estilo Pompe-yano. Llamaron la atención de Su Al­teza las soberbias telas de seda, de fa­bricación española, que cubren sus paredes.

Gracias á los RR. PP. Agustinos se conserva hoy muy bien tan grandioso monumento.

Satisfecho en sumo grado quedó el Príncipe de su visita al Escorial.

Al regreso á Madrid, subieron al mismo departamento que nosotros un señor de aspecto distinguido y su hija: Cuando me fijé en él no pude menos de decirle: cómo se parece usted al des­venturado Marqués de Sofraga, y me contesto: era primo mío.

Vinimos hablando con ellos todo el camino, por lo que supimos volvían

aquellas habitaciones blanqueadas con cal que ocupaba Felipe II, junto á la magnificencia del resto del monumento!

— 90 — de Avila, á donde habían ido al es­quile de las merinas.

Aquel señor nos indico la finca que ha comprado Frascuelo, no lejos del Escorial; y como el célebre espada se hallaba en ella, á corta distancia del tren, D. Jaime le vio al pasar.

JL JL J. X X X X X X X X X X X X

T T T T 1 T T ! T T I T T T T

VII

Otro Sitio Real.-EI Cardenal Monescillo

—Córdoba

ALIMOS, pues, de la Corte el día 14 de Junio, en el tren de las once y cuarto de la maña­

na, y llegamos al antiguo Aranzuel d Aranzueje, á la una y cinco minutos. Tuvimos de compañeros de viaje á dos oficiales de la Guardia Civil, de los cuales uno se quedo enValdemoro, y el otro continuo para Valencia.

La fonda en que nos hospedamos, por recomendación de uno de aque-

— 92 — líos oficiales, perteneció á Godoy (de triste memoria); hoy es propiedad de don Francisco de Asís, de la Infanta doña Isabel y de don Alfonso, y está á cargo del matador de toros Ángel Pastor y su hermano, quienes, según oímos, no tardarán en hacerse dueños de la finca.

Después de comer salimos á ver la casa del Labrador, construida por Carlos III y Carlos IV, y el palacio, cuyo cuerpo central perteneció á los caballeros de Santiago. Toledo y Herrera, los arquitectos del Escorial, trazaron los planos. La escalera es hermosa; pero no está decorada. Los jardines son magníficos, están bien cuidados y hay en ellos extraordina­ria abundancia de flores. Cruza el Tajo por medio de los jardines, prestándoles gran frondosidad y abundante agua.

Los Reyes Católicos lo habitaron al­guna vez, en su calidad de Grandes Maestres, y la protectora de Colón se complacía en la frondosidad de la isla, formada por el Tajo.

El Emperador destinó ya el sitio para caza, y su hijo dejó en él el sello de sus soberanas iniciativas, hasta el punto de que en la descripción gene­ral de España, hecha por su orden se citaba á Aranjuez como una de las CO-

— 93 —

Desde la estación al pueblo, que está encaramado sobre un peñón muy escarpado, fuimos en coche, cruzando el Tajo por el célebre puente de Al­cántara, viendo el Castillo

de San Servando ó Cervantes, donde si algo se hizo alguna vez,

nada al presente se hace, que recuerda el aciago día de la derrota de Badajoz, (23 de Octubre de 1086).

sas más memorables del mundo y donde más ingeniosas y artificiales cosas se ha­llan, mayor cantidad de granos, cone­jos, aves, etc.

Vimos el célebre mar de Ontígola, y paseamos por aquellos amenos jar­dines.

En la misma fonda en que parába­mos se encontraba una hija de Sagas-ta. Nos dijeron que en el inmediato día esperaba la visita de su padre. Tuvo don Jaime gran empeño en que­darse y hablar con él, sin darse á co­nocer, por supuesto, pero no lo juz­gaba yo prudente.

Accedió el Príncipe á mi deseo y salimos al día siguiente á las nueve de la mañana para Toledo, á donde lle­gamos á las once próximamente.

— 94 -

Varias veces manifestó D. Jaime su vehemente deseo de saludar al Emi­nentísimo Sr. Cardenal Monescillo, gloria de la Iglesia, á quien profunda­mente quiere y respeta; pero no me atreví á acompañar al Príncipe.

¿Necesitaré decir la violencia que me hice? ¡Con cuánto gusto hubiese recordado aquella brillante campaña, en las Constituyentes, del elocuentísi­mo Obispo de Jaén! Tuve la honra de llamarme su compañero, cuando era y seré su discípulo. ¡Qué figura más gi­gantesca la del Primado de las Espa-ñas! ¡Cómo ha demostrado siempre,

El magnífico Hotel de Castilla, don­de nos hospedamos, es indudablemen­te el mejor de cuantos habíamos en­contrado en nuestra expedición, hasta aquella fecha. Construido de nueva planta por el Marqués de Castrillo, tiene un precioso patio de Renacimien­to, artesonados por todas partes y un servicio esmeradísimo.

No es preciso decir que la Catedral nos pareció una maravilla. ¡Lástima grande que los siglos XVII y XVIII no respetaran ese soberbio monumen­to, una de las glorias de España!

— 95 —

Visitamos la casa en que vivid Cer­vantes y el incomparable claustro de San Juan de los Reyes, cuya restau­ración está bastante adelantada y que

que no es de los que vienen del cam­po del miedo! ¡ C u a n bien conoce á la época presente y al doctrinarismo!

La insistencia de D. Jaime me hacía sufrir horriblemente... No quiero mar­charme—decía S. A.—sin pedir la ben­dición al sabio Arzobispo á quien tanto debemos: oí hablar mucho de él, y con entusiasmo grandísimo, á mi Madre (q. s. g. h.j; mi Tadre sentirá que no me arrodille ante uno de los Trelados á quienes más admira.

Señor—me atreví á manifestar á S. A . — S u Eminencia está enfermo... si llega á saberse... cualquier disgusto.

El noble y generoso corazón de don Jaime lo comprendió todo, y se limito á decirme: Te aseguro que siento no tener la honra de conocer á un santo y á un sabio: á un verdadero apóstol.— ¿N^o permitirá T)ios, TsL. S., que le vea algún día? En él hubiera saludado á todo el virtuoso clero español: á la pri­mera de nuestras clases sociales.

— 96 — en el orden ojival no tiene en España otro émulo que el de Oña.

Cuando el general Dupont entro en Toledo, destruyo el retablo de San Juan de los Reyes, (obra del tiempo de los Reyes Católicos), y al retirarse prendió fuego al claustro. El premio de tal hazaña lo recibid poco después en Bailen.

La restauración del Alcázar, que se quemo hace pocos años, se lleva con lentitud.

Los Cadetes de Infantería ocupan ahora el edificio, del que no vimos' sino la prevención; es hermoso, de muy buena época.

En compañía de un inglés, que se unid á nosotros en el Hotel de Casti­lla, vimos los monumentos antiguos, calles, fuerte y murallas morunas; des­pués tomamos un coche y fuimos por la vega, pasando junte al Cristo de la Luz, á visitar la fábrica de armas blancas que goza de tan merecida fama.

Durante la visita vimos que recor­daban perfectamente que en aquella fábrica se construyo la hoja de un sa­ble que D. Carlos uso en la última campaña. Compro S. A. algunos man­gos de sombrilla, para llevarlos como recuerdo á sus Augustas Hermanas.

— 97 —

A las seis de la mañana del día 16 llegamos á Cordoba. No es malo el Hotel en que nos alojamos, en la Plaza del Gran Capitán, aunque muy inferior al de Toledo. Las condiciones en que hemos verificado todo nuestro viaje y la precipitación con que queríamos verlo todo, han sido causa de que, ge­neralmente, nos entregáramos en ma­nos del primer guía que se presenta­ba á ofrecernos sus servicios. El que en Cordoba nos deparo la suerte era un charlatán embustero que puso á prueba nuestra paciencia en más de

En el taller de repujados é incrusta­ciones hablé en bascuence con un obrero de Eibar, que está en Toledo desde hace diez y ocho años.

Desde la fábrica nos fuimos direc­tamente á la estacio'n del ferrocarril á tomar el tren para Co'rdoba.

En Castillejo, que es donde empal­ma la línea de Aranjuez con la de Afa-drid á Andalucía, nos divertid mucho un viejo á quien Don Jaime dio pri­mero limosna y después comida y vino. Si no tuviera á mi mujer ciega me iba con VV., repetía aquél pobre hombre al verse tan obsequiado.

— 98 —

una ocasión. Así, por ejemplo, cuando por nuestra conversacio'n se dio cuen­ta de que éramos carlistas, nos contó que él también había tomado parte en la guerra.

—¿En qué batallón sirvió usted? le pregunto el Príncipe.

—En uno de alabeses y guipuzcoa-nos, al que me agregué después de haber estado varios días oculto en ^Burgos, contesto con la mayor serenidad.

—¿Se halló usted en alguna acción importante?

—En la de Somorrostro; allí murió Concha y bien cerca del punto que nos­otros defendíamos; á un tiro de bala. (¡Mi­lagro que no dijo haberle matado él mismo!)

—•¿'TJónde estaba usted al terminar la guerra? le pregunté yo entonces.

—Defendiendo á Estella, bajo las ór­denes de Dorregaray; de allí me retiré á Urda.

Don Jaime y yo nos miramos y nos sonreímos al ver la tranquilidad con que aquel hombre contaba aquellas patrañas.

—Esto es del siglo XII, decía con la mayor gravedad, indicando un altar churrigueresco.

— 99 -La ciudad de Cordoba es uno de tan­

tos museos como encierra Andalucía. En tiempos antiguos extendíase esta

poblacio'n considerablemente hacia el Oeste; aun se ven vestigios de sus pri­mitivos muros.

Los romanos so'lo ocuparon la par­te alta; los muros de la parte inferior fueron indudablemente construidos por árabes.

En el Alcázar viejo, por todas par­tes, se veían ruinas, pero no es ya fá­cil formar idea de la disposicio'n que tendría en tiempo de los romanos y árabes.

El Alcázar nuevo fué construido por el Rey don Alfonso XI y la torre llamada de la ÍKalmuerta, la costeó un caballero en castigo de la muerte in­justa que dio á su mujer.

En el sitio que hoy ocupa la Cate­dral, uno de los monumentos más no­tables de España, edificaron los ro­manos un templo dedicado á Jano.

Créese que el templo de San Jorge, edificado por los godos, ocupó ese mismo solar.

El célebre Abderraman (que nació en Córdoba) fué quien después de ha­ber conquistado gran parte de España designó á esta ciudad como capital de tan grande imperio y se propuso edi-

— 100 -Hear una mezquita que superara en grandeza y suntuosidad á cuantas existían, incluso la de Damasco.

Tiene este edificio 19 naves. Su planta es un cuadrilátero que mide ciento setenta y tantos metros de lar­go por más de ciento veinte de ancho.

Dícese que el muro exterior estaba flanqueado de 50 torreones. Está co­ronado de graciosas almenas trian­gulares.

Daban entrada á la mezquita 19 puertas. Un arco adintelado, contenido en otro arco árabe forma cada puerta.

En uno de los lados no queda ya ni un ajimez, y muchos faltan en el muro opuesto. ¡Lástima grande que este ad­mirable monumento haya estado tan abandonado, pues es único en su clase!

Las 19 naves están sostenidas por un millar de columnas de preciosos jaspes: muchas de estas son evidente­mente romanas.

Se entraba á la mezquita por un atrio en que desembocaban las 19 na­ves. ¡Qué efecto tan maravilloso debía hacer aquel bosque de columnas; aque­llos arcos superpuestos, aquellas pre­ciosas labores, al que entrando por la puerta principal lo abarcaba todo de un golpe de vista!

Todo este grande y suntuoso tem-

— 101 —

Al salir de la mezquita vimos un monumento que llaman los cordobe­ses el Triunfo; fué erigido el siglo pa­sado, en honra del Arcángel San Ra­fael,

del arcángel dorado que corona de Córdoba la torre.

Según nuestro ilustrado cicerone (el que mató á Concha en Somorrostro) ese monumento es del siglo XIV.

Cuando San Fernando tomó á Cór­doba fué destinada la mezquita para catedral, pero la obra que destruyó la unidad de aquel edificio no se ejecutó hasta el reinado del Emperador Car-

pío estaba destinado para colocar en él una capilla exquisitamente adorna­da en que se guardaba el Koran. Los preciosos mosaicos, de género bizan­tino, que cubren las paredes y bóve-das de este maravilloso oratorio, han estado cubiertos de yeso durante lar­gos años. Hoy felizmente se van des­cubriendo. El Príncipe y 3 0 queda­mos admirados al llegar á esta parte del templo. Algo se trabaja también en la restauración exterior de este sin­gular monumento, pero con sobrada lentitud.

— 102 — los V. Cuentan que éste gran monar­ca se arrepintió' de haber accedido á las súplicas del cabildo, deso3 endo las protestas del ayuntamiento, que que­ría conservar intacto aquel monu­mento.

Otra de las cosas notables que vi­mos en Co'rdoba es la suntuosa escale­ra del edificio que ocupaban los PP. Je­suítas cuando Carlos III los expulso' de España.

Ahora, nos dijo nuestro lazarillo, voy á enseñar á Vds. un salon cual no le hay otro en España, un salón cual no le han visto nunca tan hermoso, que al contemplarlo exclamó Alfon­so XII: ¡Quién pudiera llevarlo á Ta­lado! Esta novena maravilla, era el salón de baile del Casino. Es, en ver­dad, una hermosa sala de elevado te­cho y no mal decorada, que tiene 50 metros de largo por 15 y medio de ancho.

Fatigados ya, pues había sido muy caluroso el día, regresamos al Hotel. Descansamos un rato sentados en las mecedoras del patio, comimos, y des­pués de preparar nuestro equipaje, sa­limos á la plaza á esperar el tren que el inmediato día nos había de dejar en Sevilla.

Pronto llamó nuestra atención un

— 103 -anchuroso patio, muy iluminado, al que se entraba por una gran puerta. Quiso D. Jaime saber lo que allí pasaba, pues estaba el patio lleno de gente: entra­mos. Era una subasta de objetos de poco valor que servía de pretexto á los timadores para ejercer su honrada profesión. Pasmóse D. Jaime al ver que las autoridades consentían tamaño abuso. Durante la subasta uno de los compradores vendía incesantemente billetes de diez céntimos y anunciaba que iba á verificarse el sorteo en cuan­to despachase un centenar de ellos. Al afortunado mortal que poseía el núme­ro premiado, se le daban cinco pesetas ó un objeto de igual valor. Como se ve, el negocio no tiene quiebras: ciento por ciento de ganancia para el banque­ro... y nunca falto quien tomara bille­tes. No pude menos de recordar aque­lla redondilla dialogada:

—TJígame V. y no mienta Los tontos que cria Dios. —Nacen al minuto ochenta Y mueren al año dos... Con que ajuste V. la cuenta.

A las doce partid el ómnibus para la estación; poco después llego el tren. Subimos á un departamento que esta­ba completamente vacío, y tuvimos la

— 104 —

Albergue de ruiseñores; (i) patria de guerreros como el Gran Ca­pitán y Diego de León; de sabios co­mo Averroes y Maimdnicles.de artistas como Céspedes; de poetas como Gdn-gora y Saavedra,

Jíquel cantor soberano De Mudarra el cordobés Y TJon Alvaro el indiano

la ciudad histórica de las ermitas que, á pesar de no ser ni sombra de lo que fué, es una de las poblaciones más in­teresantes de España.

( i ) E l Duque de Rivas, D. Enrique R. de Saavedra, Marqués de Auñón.

suerte de hacer todo el viaje sin com­pañía, solos.

Gratísima fué la mpresión que al Príncipe produjo la

Tierra feli%_, noble cuna T)e Séneca y de Tucano, Hermosa como ninguna, Y astro de gloria y fortuna Tara el muslim y el cristiano, Orgullo de ^Andalucía, Que, en arte, ciencia, poesía, Y en poder y en majestad A la opulenta 'Bagdad Lograra vencer un día. Del Betis rica sultana

VIII

Itálica famosa

mm illas seis y media de la mañana del 17 de Junio llegamos á la tierra de María Santísima,

á la patria de Murillo y de Velaz­quez, á la fidelísima ciudad de la ma­deja; entre el no y el do, blasones con­cedidos por el triste Rey de las Que­rellas, á la más popular de las capitales andaluzas, Hispalis ó Julia %omulea, edificada por Hércules, murada por Julio César, regida por San Herme­negildo y conquistada por el Rey San­to, con Garci Pérez de Vargas.

— 106 —

Entramos en la iglesia, y pocos mo­mentos después vino á colocarse á cor-

Nos alojamos en el justamente re­putado Hotel de Madrid, cuyos frescos y hermosos patios estaban muy con­curridos, pues era sofocante el calor. Después de tomar un baño, nos diri­gimos á oir misa en la iglesia más próxima.

En el camino hallé á un antiguo compañero, un pundonoroso oficial que, después de haber servido en el ejér­cito carlista, se dejó cojer en las redes de los periodistas descontentos, y aca­ba de separarse de Nocedal, conven­cido de que su política no ha sido be­neficiosa á la causa de Dios (porque ha dividido las fuerzas católicas), ni á la patria (porque merced á esa división han podido triunfar muchos corifeos del liberalismo.) Don Jaime, al saber quién era aquel que, sin vernos, había pasado junto á nosotros, quiso alcan­zarle, hablar con él, y decirle que le habían engañado, que jamás quiso manchar su Augusto Padre el precio­so depósito de las tradiciones patrias... Dio unos pasos en seguimiento de G... pero éste había desaparecido ya.

- 107 -

Durante varias horas recorrimos ca­lles y plazas, ora á pie, ora en coche, para tener una idea general de aquella hermosa población.

Una de las cosas que llamaron la

ta distancia del Príncipe una inglesa. Terminada la Misa, subió S. A. en

el primer tranvía que acertó á pasar y dio su primer paseo por Sevilla.

Al poco rato de ponernos en mar­cha vimos un grupo de gente que se agitaba en una calle angosta, poco dis­tante del recorrido del tranvía.

Preguntamos cuál era la causa de aquella aglomeración y nos contesta­ron que un muchacho había matado pocos momentos antes á su suegra, había querido matar á su suegro, y por último, se había suicidado.

Quiso D, Jaime ver de cerca el lu­gar del crimen, y abandonando el co­che, nos acercamos á la casa en que acababa de perpetrarse.

Los agentes de policía guardaban la puerta esperando al juez, que aun no había llegado, para instruir las pri­meras diligencias.

Nos retiramos de allí tristemente impresionados.

— 108 -atención del Príncipe fué el ver el sin número de tiendas en que se vendían retratos de el célebre espada el Espar­tero.

Jamás alcanzo' tal popularidad su tocajro, el de Logroño.

Tiene esto su explicación; pues aun­que no soy yo entendido en la mate­ria, según supimos allí, el Espartero es una de las glorias de la escuela tauri­na sevillana, eterna rival de la escuela cordobesa.

D. Jaime, que es muy aficionado á los toros, prestaba gran atencio'n á to­das esas explicaciones.

Aquel día (17 de Junio) era inso­portable el calor. Durmió' el Príncipe la siesta y nos dirigimos luego á la pla­za de toros.

La plaza de Sevilla es indudable­mente la más artística de cuantas exis­ten en España.

Con nombre de novillos se lidiaron toros que dieron bastante juego, ma­tando ocho ó diez caballos.

Un banderillero sufrió' una cogida que pudo ser grave; afortunadamente solo el traje del diestro quedo' aguje­reado.

Un torero gaditano, que mataba por primera vez, salió milagrosamente ile-

— 109 —

El tiempo había refrescado bastan­te, y después de comer se paseo' largo rato D. Jaime por la celebrada calle de. las Sierpes.

El día inmediato lo dedicamos á ver más minuciosamente una parte de la población. La ciudad propiamente di­cha, estaba rodeada de un muro de construcción romana que los moros modificaron y completaron en la épo-

so de un duelo á muerte que trabo' con uno de los toros.

Tuvieron que llamarle á la presi­dencia y reconvenirle para que otra vez no se expusiera tanto.

La señora inglesa de la mañana, se coloco' tambián al laclo del Príncipe, durante la lidia. Indudablemente am­bos encuentros, que me alarmaron, eran casuales.

Cuando salimos de la plaza, los ven­dedores de perio'dicos anunciaban á voz en grito la cogida de Fuentes.

D. Jaime, que le había visto torear en Madrid, ocho días antes, leyó' con interés aquellos partes.

Felizmente, la cogida con ser muy grave, no tuvo las fatales consecuen­cias que se auguraban.

— 110 —

La catedral de Sevilla, del siglo XVI, es uno de los edificios góticos más notables que existen en el mundo. Su elegancia, la gallardía de su torre, su grandiosidad, las incomparables ri­quezas que encierra, llenaron de admi­ración al Príncipe. El amabilísimo ca­nónigo que nos servía de cicerone nos dijo que, temerosos los cristianos que cercaban á Sevilla, de que el Rey mo­ro destruyera la Giralda antes de en­tregar la plaza, le hicieron saber que se cortarían tres cabezas de los sitia­dos por cada ladrillo de la torre que faltara.

ca de su dominación. Por la celebrada Puerta Real, antes de Hércules ó de Gales, entró en Sevilla su Santo Con­quistador, el 21 de Noviembre de 1248.

Es célebre también, en su género, (y demuestran cuan errados están los que suponen que España fué bien admi­nistrada por los árabes) la puerta del Osario, en que un moro percibía un tributo por cada cadáver que sacaban á enterrar: hacíalo de cuenta propia, y con tal desvergüenza, que él mismo escribió en la pared un letrero que decía:—Esta es la ciudad de la confu­sión y mal gobierno.

— Ill —

Con estas frases pinto' Bermúdez el efecto que produce el aspecto exterior de la catedral. IsLo de otro modo que cuando se presenta en el mar un na­vio de alto bordo empavesado, cuyo palo mayor domina á los de mesaría, trin­quete y bauprés, con armonioso grupo de velas, cuchillos, grímpolas, banderas y gallardetes, aparece la catedral de Se­villa, desde cierta distancia, enseñorean-do su alta torre y pomposo crucero á las demás naves y capillas, que la ro­dean con mil torrecillas, remates y chapiteles.

La importantísima obra, no ya de restauración sino de reconstrucción, que se está llevando á cabo hállase muy adelantada. Cerrada ya la nave cen­tral, que se hundid hace pocos años, no tardarán en desaparecer los anda­miajes que ocultaban la elegancia de sus esbeltos ai-cos. No he de detener­me á enumerar los tesoros de arte que encierra este monumento. Consta de cinco altísimas naves; la del centro tie­ne ocho bóvedas además del cimborrio y de la Capilla Real. El número total de las capillas asciende á treinta y sie­te. La Capilla Real, donde se hallan los sepulcros del Rey Alfonso X y de la Reina Doña Beatriz, es de orden roma­no y plateresco.

— 112 —

De la Catedral nos dirigimos á la antigua Cartuja, convertida hoy en fá­brica de Loza. La visitamos detallada­mente. Hay muchos platos, muchas

Entre los admirables cuadros de Mu­rillo, de Cano, de Pacheco, de Valdés, etc., Hamo' la atencio'n de D. Jaime el San Antonio que robaron hace pocos años y fué hallado en América. Tiene un marco de gran relieve, sobre el cual, tapándose con la cortina que cubre el cuadro debió' ocultarse el ladrón.

En la Sacristía mayor hay un ri­quísimo relicario en que se hallan el lignum cruás que. según tradición, fué hallado en el sepulcro del gran Cons­tantino; una Santa Espina, de la coro­na de Nuestro Señor, trozos de las ves­tiduras de la Santísima Virgen, los cuerpos de San Germán y San Flo­rencio, la cabeza de San Leandro, hue­sos de San Sebastián, etc., etc. Tam­bién están las Tablas Alfonsinas y las llaves que Axatof entregó á San Fer­nando. Guárdase asimismo, la célebre custodia de plata, fabricada en 1587 por Juan de Axpe, compuesta de cua­tro cuerpos con 24 columnas cada una y de doce pies de altura.

— 113 —

El día 18 se retrato D. Jaime en casa de E. Beauchy, (Rioja 24), y el 19 lo dedicamos á ver el alcázar, la casa de Pilatos, y las ruinas de Itálica famosa.

En la fachada principal del alcázar hay una inscripción que dice—El mui alto é mui noble, é mui poderoso, é mui conqueridor 'Don Pedro por la gracia de 'Dios, cRey de Castiella el de Leon, mandó facer estos alcázares, é estos pa­lacios, é estas portadas, que fué fecho en la era de mil cuatrocientos y dos. (1364)

Así dice la inscripción, pero no es cierto que Don Pedro mandase facer aquellos alcázares.

8

tazas, muchos cacharros, pero, en ge­neral, ni carácter, ni originalidad. Nos disgusto ver á unos cuantos franceses pintando unas vidrieras. ¿Por qué no hay allí artistas y dibujantes españo­les? ¿No se ha demostrado, hasta la evi­dencia, en Chicago, en París, en Lon­dres y en Berlín que nuestros pintores están en primera línea, que son dignos sucesores de Murillo y de Velazquez, de Rosales y de Fortuny?

— 114 -Creo que el primitivo alcázar fué

construido durante el siglo XII por Abdalásis. Dos siglos después Don Pedro lo restauro', porque el santo conquistador de Sevilla so'lo mandó hacer las obras indispensables para ha­bitarlo, cediendo las torres del Oro y de la Plata á los Infantes, el de Mo­lina y Don Alonso, su hijo. En una de las torres del alcázar se enarboló el pendón de Castilla el día que capi­tuló la gran ciudad. En tiempo del Emperador Carlos V, se hicieron tam­bién algunas obras de reparación en el histórico edificio, con motivo de las bodas que, en el suntuoso alcázar, iba á celebrar el Emperador.

Cuando se entra en este palacio por la puerta principal, se atravie­sa un tránsito cubierto para llegar al Apeadero, dejando á la derecha el her­moso patio, vulgarmente conocido por el de Doña María de Padilla. En este patio está la Capilla Real del alcázar, con la advocación de San Clemente, que le dio San Fernando en memoria del día en que recibió las llaves de la Ciudad.

¡Con qué atención, con qué afán es­cuchaba don Jaime estos detalles!

El pórtico que lleva el nombre de Apeadero es hermoso y grandioso,

— 115 -pues no tendrá menos de 30 metros de largo y 10 d 12 de ancho.

A este portico se entra también por el patio de Banderas.

Entre los maravillosos y bien res­taurados salones y patios de este so­berbio monumento, llamo muy parti­cularmente la atención del Príncipe la Sala de Embajadores, cuya media na­ranja es un verdadero portento; me­recen especial mención las puertas de alerce, con hermosos embutidos é ins­cripciones.

Son también notables, aunque no grandes, los jardines del alcázar.

Se baja á ellos por un patio en que se encuentra el anchuroso estanque cuyas aguas se utilizan para el riego.

El primer jardín, llamado de las Damas, es un verdadero ramillete de flores; todas las paredes están cubier­tas de naranjos y limoneros.

Bajando luego una escalinata, se pasa á la glorieta que da entrada á una bóveda donde estaban los baños: frente á los vasos se ve una cancela de hierro, que es la entrada del jardín grande.

Era el día muy caluroso, y al ver don Jaime tanta agua y tanto baño, pregunto si le sería lícito bañarse, á lo que se negó el portero que nos acom-

— 116 —

Es notable la casa que llaman de Pilatos. Pero á nadie aconsejaré que la vea después de haber visitado el alcá­zar. Llámanla así, porque tiene las mis­mas dimensiones y el mismo reparto interior que el pretorio de Jerusalem

En la clave del arco de entrada hay dos bustos y dos escudos de armas y sobre ellos esta leyenda latina, cuyo recuerdo importa tanto hoy día: ISLisi TJominus aedijícaverit domum, in va-num laboraverunt qui aedejicant earn: sub umbra alarum tuarum protege nos. La fachada termina con un antepecho calado, de gusto go'tico y encima de la inscripcio'n copiada, otra con los nom­bres de los fundadores de la casa y el de su hijo D. Fadrique Enriquez de Ribera, primer Marqués de Tarifa, que mando' hacer la portada, á su vuelta de Tierra Santa en 1 52 1 , trayendo la medida de la distancia que anduvo Nuestro Señor Jesucristo con la cruz á cuestas y que fijo' desde la puerta déla Casa de Tilalos á la CruT^delCam­po, junto á los Caños de Carmona.

paftaba, diciendo que no estaba en sus atribuciones acceder á los deseos del Príncipe.

— 117 —

De allí nos dirigimos á las ruinas de Itálica, Campos de Talca y Sevilla

En una de las salas hay un fac­símile de la Sagrada Columna á que fué atado Nuestro Señor Jesucristo. Don Jaime hizo observar que esta co­lumna es mayor que la que se venera en Roma, á lo cual contesto el guar­dián que á aquella le falta un pedazo. No tratamos de demostrarle lo contra­rio, pero sí recordamos á quien dicién-dole que la cabeza que mostraba como de un Santo, la enseñaban en otra par­te aunque más pequeña, contesto:—• Aquella es de cuando era niño.

En el sitio que ocupaba San Pedro, cuando negd al Divino Maestro, hay un gallo incrustado en la pared. El guardián no nos dijo si es de las mis­mas dimensiones y raza que los que Pilatos criaba en su corral, pero es de suponer que así sea. Hay en el patio un par de estatuas traídas de las ruinas de Itálica como lo fueron las colum­nas que rodean la Catedral. La casa de Pilatos pertenece á los señores Du­ques de Medinaceli. En ella tienen es­tablecida la administración central de las muchas lincas que poseen en aquel país.

— 118 — la Vieja, como la llama el vulgo, cerca de Santiponce, á una legua al NO. de Sevilla, pasado el Guadalquivir. El pa­seo resulto muy agradable, pues sali­mos de Sevilla a las siete menos cuarto, cuando ya no molestaba el sol, y lle­gamos al término de nuestra expedi­ción poco antes de las ocho.

Cuentan que Itálica fué destruida por un terremoto en el siglo IV de nuestra era; pero observamos que la obra de destrucción fué sobradamente minuciosa para proceder de semejante origen.

Los terremotos debieron ser varios, y hasta el de 1755 se conservaban restos de algunos edificios, viéndose más que ahora de aquel despedazado anfiteatro de que nos habla Rodrigo Caro en su admirable Canción, atri­buida á Rioja.

No contribuiría poco á la destruc­ción la marcha lenta del tiempo, que todo lo consume ó devora. Poética­mente la explica Pedro de Quirds en aquellos sus admirables versos. Tu morir fué deber; que si hoy vivieras,

cNji á tus hijos más triunfos les hallaras, CNJ. del mundo en el ámbito cupieras.

La caída de Itálica como de mayor altura, fué más ruidosa: cayo al peso de su gloria:

— 119 -las torres que desprecio al aire fueron á su gran pesadumbre se rindieron.

Sea de ello lo que quiera, los tra­bajos de exploracio'n de aquellas rui­nas se van haciendo, aunque muy lentamente, pues la extracción y mo­vimiento de tierras tienen que ejecu­tarse con especial cuidado.

En 1858 so'lo se veían algunos tro­zos de un muro, evidentemente roma­no, que según hoy se ha comprobado pertenecieron al circo o' anfiteatro que en su mayor parte, está ya. descubierto. Este anfiteatro es el tercero en impor­tancia entre los circos romanos que se conocen. El primero es el Coliseo de Roma y el segundo el de Nimes. El centro, lugar donde luchaban los gla­diadores, parte de las galerías inferio­res y las cuevas en que encerraban las fieras, están despejados, pero ¿cuándo alumbrará el sol las calles y plazas de la extensa ciudad que indudablemente yace bajo los campos de trigo y oli­vares que rodean al Circo?

Con el dolor que produce toda gran­deza caída, nos apartamos de aquellos

campos de soledad, mustio collado esperando que la piadosa mano de la Arqueología impida la profanacio'n completa de tan respetables

sombras de alto ejemplo,

— 120 —

El día 20 visitamos el Museo. Está muy bien representada, como

es natural, la Escuela Sevillana. Hay 24 cuadros de Murillo, algu­

nos de ellos magníficos. También de Ribera hay 10 0 1 2 lienzos; pero fue­ra de eso y de tal d cual estatua, lo demás vale poco. Sirve de Museo un antiguo convento, y en una de sus sa­las vimos un modelo del monumento que quiere consagrar Sevilla á la me­moria de la Duquesa de Montpensier, en agradecimiento á una donación de terrenos.

La Academia de San Fernando no ha aprobado el proyecto; y no me ex­traña, pues no hallé armonía en sus proporciones.

Se compone de una columna exce­sivamente delgada, con relación á la base que la sustenta. La matrona, que en el monumento simboliza Sevilla en ademán de dar las gracias á la Infan­ta, está en actitud impropia.

denegridos huesos de gigantes medio in­sepultos, como llama un escritor inglés á esas venerandas ruinas.

Soldados de esta colonia romana di­cen que dieron la guardia al Señor en el Calvario.

IX

Jerez, Cadiz y Málaga

lias nueve y media de la ma­juana del día 21 de Junio, sa­limos de Sevilla con dirección onde deseaba que el Príncipe

visitase una de aquellas famosas bode­gas de tan universal renombre.

Al efecto fuimos á casa del señor U., á quien presenté á S. A. como hijo de un amigo mío. Mucho hubiera de­seado don Jaime darse á conocer al señor U., pues sabía cuan importan­tes fueron los servicios que prestó á la

— 1 2 2 —

Causa simbolizada por su Augusto Pa­dre, durante la pasada guerra; pero no queriendo quebrantar su firme propó­sito de conservar el más riguroso in­cógnito, durante el viaje, ocultó quién era.

Deseábamos permanecer el menor tiempo posible en Jerez, lo que pudi­mos hacer gracias á la amabilidad y diligencia del señor U., que nos acom­paño á una de las mejores bodegas, (la de González), y nos hizo catar los me­jores vinos.

Es tal la magnitud de esta bodega que sus anchurosos cobertizos contie­nen de 20 á 30.000 barricas de vino.

Nos manifesto nuestro guía que la obra de fábrica de debajo de tierra no costaría menos de tres millones de reales.

Tienen vía para cargar las pipas, ascensor con máquina de vapor para llevarlas, toneleros instalados, etc., etc. Solamente la cantidad de vinos extra ó de primera calidad, que apenas se venden, y solo son el blasón de estas aristocráticas bodegas, representa un valor de bastantes millones.

Nos hicieron probar unos cuantos vinos deliciosos contenidos en pipas que llevan los nombres de Noé, Matu-salém, los doce Apóstoles, etc., etc.

— 123 -Salimos de Jerez el mismo día 21 , á

las 6 y media de la tarde y llega­mos á Cadiz á las 7 y media.

El día era caluroso, así es que el viaje resulto' muy sofocante; sobre to­do durante el trayecto de Sevilla á Jerez.

Hubiera querido el Príncipe hacer el viaje de noche para evitar el calor, pero la mala combinación de trenes nos impidió' llevar á cabo este pro-3?ecto.

Para colmo de desdichas, los viaje­ros que llegaron la víspera, en un tras­atlántico que venía de América, ha­bían ocupado las mejores habitaciones del Hotel de Francia. So'lo quedaban disponibles des o' tres cuartos del ter­cer piso, cuyas ventanas se abrían á un patio cubierto de cristal.— Yo me ahogaría esta noche si nos quedásemos aquí, dijo D. Jaime, al ver las habita­ciones que nos ofrecían; vamos á otro Hotel.—Así lo hicimos. Desgraciada­mente fuimos á parar á la Fonda de Cadix_, y pasamos, tanto el Príncipe como yo, una noche toledana, bata­llando con las chinches y los mos­quitos.

El día 22 recorrimos la ciudad en todas direcciones, llamando la atencio'n de D. Jaime el ver calles enteras cuyas

— 124 —

Nos levantamos á las cuatro, y par­timos para Málaga en el tren de las cinco y media. El trayecto de Cadiz á Utrera lo hicimos completamente so­los y dormidos. Una familia de Ecija, que venía también á Málaga, interrum­pid nuestro sueño. No se sentía bien el Príncipe y me dolió que lo moles­taran; pero no había remedio: los de­más coches estaban ocupados.

A las seis de la tarde llegamos á la ciudad conquistada por el heroísmo del célebre Francisco Ramirez de Ma­drid, el Artillero, marido de doña Bea­triz Galindo, La Latina. Nos alojamos en el Gran Hotel de Málaga, donde ha­llamos un portero guipuzcoano, muy amable por cierto.

casas tienen las fachadas pintadas de blanco y los balcones d ventanas de verde claro: esto alegra su aspecto á pesar de que, en general, son estrechas, largas y tan semejantes, que es fácil confundirlas.

No fué menos molesta que la pri­mera la segunda noche que pasamos en Cadiz.

— 125 -

Ai álaga es ciudad antiquísima, cuyo origen se remonta quizá á los fenicios; adquirid gran preponderancia bajo la dominación de los cartagineses: y los romanos, no solo respetaron su dere­cho municipal, sino que la -concedieron la distinción de ciudad federada. Poco después de la desastrosa batalla del Guaclalete, la ocuparon los árabes, y no fué recuperada por los cristianos hasta fines del siglo XV. (1)

( 1 ) Habiendo vestido el honroso uniforme del no­ble cuerpo de Artillería, séame permitido divulgar la

La noche del 23 de Junio, víspera de San Juan, es noche de gran anima­ción en Málaga, como en todo el mun­do cristiano. Enciéndense hogueras por todas partes, se iluminan las casas, to­can las músicas, vuelan por los aires los cohetes y se ven las calles inun­dadas de gente.

El barrio de San Juan, proximo á la fonda en que nos alojábamos, era uno de los más animados. Colocada la imagen del Santo en el atrio mismo de la iglesia, toco allí una música lar­go rato, mientras los vecinos venera­ban á su Patrono.

— 126 — A pesar de lo animada que estaba

la población aquella noche, D. Jaime se retiro temprano. El dolor de esto­mago iba en aumento desde la fatal noche de Cadiz. Indiqué al Príncipe la conveniencia de que le viera un mé­dico, pero se negd á ello diciendo que se cuidaría el inmediato día. En efecto, no se levanto de la cama el día 24 y

gloria de im artillero, copiando á un historiador in­glés, Washington Irving.

«Ganando una posición después de otra llegaron cer­ca de la barrera de la ciudad, donde había un puente con cuatro arcos y en cada extremo una torre de mu­cha fuerza. Dióse orden de tomar este puente á Fran­cisco Ramirez de Madrid, general de la artillería.

L a empresa era peligrosa y los aproches no podían hacerse sin exponer la hueste aun fuego destructor; por lo que mandó Ramirez abrir una mina, que se llevó hasta debajo de los cimientos de ln primera torre, don­de colocó boca abajo y bien cargada una pieza de arti­llería, para volarla, cuando llegase el momento opor­tuno. Acercándose entonces al puente cuanto le fué posible, levantó un reducto, plantó en él aigunas lom­bardas, comenzó á combatir la torre. Contestaron los moros desde los adarves con un fuego vigoroso; pero estando en lo más recio del combate, puso Ramirez de Madrid fuego al cañón que estaba armado debajo de la torre, sepultando entre sus escombros á muchos de los moros que la defendían: huyeron los demás ame­drentados de aquel inesperado sacudimiento y con­fundidos por un ardid de guerra, de que no tenían no­ticia alguna.»

E l piadoso Ramirez que resultó herido en la cabeza, atribuyó la victoria á San Nudo (Onofre) que se le apa­reció y á quien fundó un convento de trinitarios.

E l Rey Católico le armó caballero en la misma torre que ganó por combate, como escribe Pulg'ar.

Murió en 1 5 0 1 peleando por su Dios y por su Rey al ir á someter álos moriscos rebelados en Sierra Ber­meja. De él descienden los Condesde Bornos y los Du­ques de Rivas.

- 127 -

En la campiña de Málaga, el esme­rado cultivo de las viñas que produ­cen las mejores pasas del mundo, lla­mó mucho la atención del Príncipe. ¡Qué hermoso es esto! repetía. Poco á poco, al acercarnos á la sierra fué va­riando el paisaje; tras los cerros cubier­tos de verdor, aparecieron las colinas llenas de olivares, más bien grises que verdes, luego imponentes masas de granito, cortadas de vez en cuando por arroyuelos de adelfa en flor.

se sometió á rigurosa dieta. El calor fué excesivo durante la mañana de ese día, pero afortunadamente llovió un poco por la tarde y refrescó.

Empezaba á alarmarme la indispo-de don Jaime, y hallándole más ani­mado el 25, le propuse que saliéra­mos aquel mismo día para Granada. Así lo hicimos, pero antes, recorrimos en coche toda la población de Málaga y su precioso paseo del Palo, detenién­donos á ver los grandiosos trabajos que se están haciendo en el Puerto, la Catedral, calle de Larios y demás edi­ficios notables; almorzamos y salimos para Granada en el tren de la una y cuarto de la tarde.

— 128 — Ni el Príncipe ni yo podíamos apar­

tar la vista de aquel precioso paisaje. Solos fuimos hasta Bobadilla, punto de empalme con la línea de Co'rdoba. Allí se unieron á nosotros dos ingle­ses, cuya ignorancia causo' verdadero asombro á don Jaime; habló S. A. con ellos de su reciente viaje á las Indias y llegó á comprender que casi ignora­ban en qué parte del mundo se halla la gran colonia inglesa.

Un triste acontecimiento ocasionó cerca de dos horas de retraso. íbamos recorriendo el fértilísimo valle que se extiende frente á Marchena, cuando de repente se sintió una pequeña sacudi­da y el tren se detuvo. Como sucede en tales casos, todo el mundo se agol­pó á las ventanillas á ver lo que ocu­rría. No lejos del vagón en que nos ha­llábamos yacía muerto un hombre, an­ciano ya. A corta distancia, y sobre la vía veíanse su sombrero y unas cuan­tas cebollas. La pareja de la guardia civil encargada de custodiar el tren interrogó al maquinista.—Se ha tirado á la via—contestó éste—sin darme tiempo de detener la máquina.—Nadie toque el cadáver—dijeron los guardias.

Al ver don Jaime á un sacerdote entre los viajeros que bajaban de los coches, acercóse á él y le dijo: Quizá

— 129 —

Al pasar por Antequera dedicamos un recuerdo al célebre Infante que la conquisto' y á quien más tarde los compromisarios de Caspe, en uno de los juicios más solemnes que registra la Historia, dieron la gran corona va­cante por la muerte de D. Martín, en 1 4 1 0 .

No olvidamos, por supuesto, al ba­tallador político que en estos últimos

no esté muerto aún; ruego á V. lo ab­suelva. El sacerdote se descubrió' y pronuncio las palabras sacramentales. ¡Quién sería aquel desventurado! Lla­maron los guardias á algunos labra­dores, interrogaron á varios viajeros, nadie le conocía. Podíase colegir de la posicio'n del cuerpo que estaba rota la columna vertebral y rotos, también, los brazos. Entre los. viajeros nadie dio crédito á lo dicho por el maquinista; si hubiera querido suicidarse aquel po­bre hombre, sobrado tiempo tenía para tenderse sobre la vía, en cuyo caso hu-biéranlo despedazado la máquina y los vagones.

9

— 130 — años ha extendido el nombre de su ciudad natal que, constantemente, des­de 1862, viene eligiéndole su repre­sentante en Cortes.

¿Quién no ha oído hablar del pollo antequerano, hoy Excmo. Sr. D. Fran­cisco Romero y Robledo, segundo de Cánovas y émulo de D. Francisco Sil-vela?

—¿Será—dije á D. Jaime—el Gon­zález Travo de la futura septem­brina?

—TsLo eres el primero que me lo pre­gunta, se dignó contestarme S. A.: Y prosiguió: TSLo le conozco, pero según me dicen todos es simpático, y por lo que observo, es de los que están siempre en la brecha.

Más revolucionario que él—me per­mití añadir jo—fueron el ex-TJirector de "El Guirigay,, y su cuñado T). Cán­dido 'JsLocedal y sin embargo ambos se declararon carlistas después de la Te-volución.

—¿Yaquel letrero, escrito en el Mi­nisterio de Hacienda?—preguntó el Príncipe.

—"SLi lo puso, ni lo pudo poner Tornero: no lo puso porque no es­taba en Madrid entonces, sino en ^An­dalucía, esperando á Serrano; no lo pudo poner porque jamás ha sido hom-

— 131 —

—¡Lojal—oímos que gritaban desde la estación en que paraba el tren.

fhLarvaexj—exclamo el Príncipe.— ¡Lástima!—añadid—que un soldado de tan buena sangre y de tan gran cor axon y de tanto carácter fuese revolucionario.

— Y sin embargo, los suyos, no le tienen por tal,—indiqué yo—y le odian. —Así paga el diablo...

Considéranlo, en efecto, como conti­nuador de la política de resistencia, que personifican en Calomarde.

Carlos VII conserva en el Palacio de Loredan la magnífica espada que el Ayuntamiento de Madrid regalo al i . e r Duque de Valencia, cuando venció á la Revolución el año 48. A la muerte del General Narvaez adqui­ridla el Marqués de Heredia, el cual se la cedió á sus hijos, mis queridos amigos, los Condes de Doña-Marina. Estos se la ofrecieron al Rey, por con­ducto del General Cavero.

Si la espada pudiera hablar, segu­ramente diría que, siendo un símbolo y un emblema anti-revolucionario, na­die tiene más derecho para poseerla

bre de barricada ni de escribir en las paredes.

— 132 —

Al acercarnos á Granada, y antes de llegar á la estación de Atarfe, divi­samos la histórica Santa Fe,

último Real contra el moro, y prueba esplendente de lo que puede la constancia y el entusiasmo por la causa de Dios.

La Santa Fe inicio la Reconquista y al concluirse esa gloriosa epopeya se levanto la ciudad de Santa Fe.

que el que ha escrito: Sabe la Revolu­ción que Yo no puedo ser su Rey... Lla­mado á matar la Revolución en nuestra Patria, la mataré, bien ostente la fero­cidad salvaje de la impiedad más des­enfrenada, bien se oculte y envuelva en el manto hipócrita de simulada piedad.

X

La Virgen de las Angustias

JL llegar á Granada, D. Jaime ¡se hallaba muy desazonado.

jMolestábame, á mí, además, una fuerte jaqueca. Sin perder momen­to nos dirigimos al Hotel de 'Roma, si­tuado en la Alhambra; este hotel es conocido, asimismo, con el nombre de Siete Suelos, que lleva una torre con­tigua á él.

Muy corto era el número de viaje­ros que se hospedaban allí aquel día,

— 1 3 4 —

En la estación de Granada nos anun­ciaron la muerte del Presidente Car-not; por cierto que nos costó dar cré­dito á la noticia.

—Comprendo que los anarquistas odien de muerte á los T(eyes, Emperado­res ó Gobiernos, que luchan por librar á sus Estados de esa terrible plaga,— decía D. Jaime,—pero no se concibe que se ensañen contra el Jefe de una Repú­blica, en la cual se concede al socialis­mo, hermano carnal del anarquismo, los honores de uno de tantos partidos mili­tantes.

por cuyo motivo nos atendieron inme­diatamente y poco después pudimos acostarnos. En esta habitación estuvo la Emperatriz^ Eugenia—oí decir al que nos acompañaba:—en esta otra vivió Fortuny—añadió' poco después.

Bueno, bueno, mañana nos enterare­mos—decía D. Jaime.

Mi jaqueca había tomado tales pro­porciones que yo no sabía ya por dón­de andaba, contentándome con seguir, maquinalmente, al que marchaba por delante. Tal fué nuestra brillante en­trada en la ciudad de Boabdil, en la poética Granada.

— 135 -

Merced á su posición elevada, á los arroyos cuyo constante murmullo me­ce á los huéspedes del Hotel y á los

Muy atinada me pareció esta obser­vación, pero es lo cierto que los revo­lucionarios han seguido siempre esa táctica. ¿Quién d quiénes fueron los que acribillaron á balazos en la calle del Turco el coche en que iba el gene­ral Prim? ¿Quién llevo al patíbulo á casi todos los fautores de la sangrienta revolución del 93? Los amigos de la víspera. La frase de Gambetta—OU couper la queue—encierra una gran en­señanza para los que en épocas turbu­lentas halagan y enardecen las pasio­nes de la canalla que les sirve de esca­lera. Suben ellos, pero la escalera que­da en pie y por ella aspiran á subir otros muchos.

Pero dejémonos de filosofías; esta­mos en Granada, en la ciudad del Da-rro y del Genil, y todo evoca recuerdos de épocas gloriosas, de grandes haza­ñas acometidas por ilustres guerre­ros y cantadas por nuestros mejores poetas...

¿Quién no ha oído hablar del poema de Zorrilla?

— 136 — bosquecillos que á uno y otro lado de la carretera trepan por el angosto va­lle hasta la torre de Siete Suelos, no se hace sentir alli el calor.

Mi jaqueca no me dejo' pensar en las angustias de Boabdil, ni en la poé­tica ciudad que dormía á nuestros pies, bañada por la misteriosa claridad de la luna. En cuanto me acosté se apo­dero' de mí un sueño reparador.

Desgraciadamente no sucedió' lo mismo á mi querido Príncipe. No es cierto, como ha dicho algún perio'dico, que saliera yo, á altas horas de la no­che, á buscar un médico. Sabía Su Alteza que la víspera había pasado una tarde muy angustiosa, y no me llamo' hasta la mañana siguiente, á pesar de lo molestadísimo que estuvo. Cuando le vi entrar en mi cuarto, pá­lido, descompuesto, quejándose de lo mucho que había padecido durante aquellas horas, dije al Príncipe que, teniendo que poner yo á cubierto una grandísima responsabilidad, le supli­caba me dejara ir, sin tardanza, á bus­car un facultativo. Accedió' S. A. á mi deseo y me dirigí á la pro'xima casa de un amigo mío muy querido, don Antonio Pérez Herrasti, hermano del Conde de Antillo'n y de la Marquesa de Flores-Dávila.

— 137 — Eran poco más de las ocho de la

mañana. El portero que se asomo á la cancela del patio y á quien pregunté si podía ver á su amo, me contesto: Voy á ver si puede recibir á usted. Pero en aquel momento oí la voz de mi amigo y le llamé. Corrió á abrirme, manifestándome su asombro y alegría de verme en Granada.

—Escucha,—le dije, — luego habla­remos de otras cosas; por ahora lo que quiero es que me guies á casa de vues­tro médico, porque tengo un compañero de viaje que se ha puesto enfermo.

Al oír estas palabras la mujer de mi amigo, doña Maravillas Barraute y Elío, á quien ocultaban las palmeras y flores del patio, exclamo:

— Ya sé yo quién es tu compañero. —¡Qué has de saberlo! —¿Quieres que te lo diga? —Si. Acercóse entonces, y en voz baja

pronunció: —TJon Jaime. —¿Qué motivos tienes para sospechar

semejante cosa?—la dije admirado. —Sabía el ardentísimo deseo de ver

á España que tenia S. A., y por otra parte ¿quién sino él podía decirte que lo acompañaras á Granada en esta época del año, dejando á toda tu familia?

— 138 -

No se equivoco el médico; lo que D. Jaime tenía era una fuerte irrita­ción, que empezó á ceder desde el mo­mento en que, siguiendo las prescrip­ciones facultativas, dejo de tomar bis­muto, crema de bismuto, láudano, etc., etc., y se contento con beber agua

Después de este diálogo, tuve que confesar á aquellos excelentes amigos, probados católicos y legitimistas, que, efectivamente, el enfermo era D. Jai­me, pero recomendándoles guardaran la mayor reserva. Llego enseguida el médico,—D. Enrique Pérez Andrés— que examino detenidamente al Prínci­pe, y dijo que mediante un par de días de régimen, sin necesidad de potin­gues, desaparecería la irritación que tanta moslestia le había causado. Ob­servo rigurosa dieta todo aquel día y parte del inmediato. La medicación no pudo ser más sencilla, pues consis­tid en unos cuantos vasos de horchata de arroz.

Afortunadamente, el doctor dio de alta á S. A. al tercer día y empezamos á admirar las joyas de arte que encie­rra aquella encantadora ciudad.

— 139 -

Libre ya de tan terrible preocupa-cio'n salí del Hotel, muy de mañana, dejando al Príncipe profundamente dormido, con ánimo de recorrer las inmediaciones de la Alhambra.

Los que nunca llegaron á la ciudad del Darro, se imaginan, que la Alham­bra era so'lo un soberbio palacio, mo-

de arroz, en pequeñas dosis, pero á cortos intervalos.

Día y medio estuvo el Príncipe sin comer absolutamente nada; juzgo en­tonces el médico que S. A. podía em­pezar á tomar alimentos so'lidos y fué tan rápida la convalecencia que el i.° de Julio le dio' de alta.

No llego aquel á sospechar, ni remo­tamente, quién era el enfermo.

—¿Co'mo va, pollo?—decía todos los días al entrar en la habitacio'n de don Jaime.

—¿Es usted casado o' soltero?—pre­gunto' al Príncipe el primer día que le vio'.

Con toda mi alma di gracias á Dios y á Nuestra Señora de las Angustias, á quien encomendé las mías, porque el peligro de complicaciones había desaparecido.

— 140 -rada de aquellos poderosos reyes cuya expulsion costo tanta sangre cristiana; pero la Alhambra era más que un pa­lacio, era, como la Alcazaba, un gran recinto fortificado y situado, como ella dentro de la ciudad.

El muro exterior de esta, flanquea­do de mil torres, era sumamente ex­tenso y tan sólidamente construido que aún se ven sus restos á larga dis­tancia de la población.

Tenía la Alhambra varias puertas; la de las Granadas, que aún se conser­va en buen estado, es la que conduce directamente al Hotel de Roma.

Me dirigí á lo alto de la colina para disfrutar el magnífico panorama de la vega, una de las más fértiles y hermosas de Andalucía. Toda ella está cubierta de viñas, moreras, olivos, na­ranjos y limoneros, y regada por una infinidad de fuentes y canales. En la parte culminante de la colina hay ahora una escuela. Es uno de los pun­tos de vista más admirables que co­nozco, desde allí parece la vega una in­mensa alfombra que se extiende hasta las primeras estribaciones de Sierra Nevada. Esta celebrada sierra, la más elevada de la Península, recibe su nombre de las nieves y hielos que per­petuamente coronan sus cimas. Sierra

— 141 -Nevada es el abanico de Granada, Cuando el sol abrasa la llanura, sus brisas, perfumadas por las flores de la vega, convierten á la ciudad, y muy particularmente á la Alhambra, en un verdadero oasis.

Largo rato admiré aquel incompa­rable cuadro; luego, por un estrecho barranco, bajé á campo traviesa, para volver á subir á las torres Bermejas y al Hotel.

Hallé á D. Jaime muy animado y dispuesto á salir, por lo que poco des­pués bajábamos ambos en coche á la poblacio'n y nuestra primera visita fué á la parroquia de las Angustias, situada en la carrera del Genil y en donde se venera á la Patrona de los granadinos.

Es un edificio gracioso con dos to­rres y de mucho gusto.

Son tantos los gloriosos recuerdos que traen á la memoria los preciosos monumentos que aún quedan en pie que no intentaré siquiera hacer de ellos una ligera reseña.

La Alhambra descuella entre todos, por su magnitud, por su elegancia, y por su estado de conservación.

Por la cuesta de Gómeles bajo' don Jaime á la playa de donde arranca el paseo del Darro, uno de los más fres-

- 142 -

( i ) E n nno de estos deliciosos Cármenes—quintas, casas de campo, fincas de recreo, torres, cigarrales 6 villas—tal vez en la mejor, los Mártires, propiedad del malogrado General nuestro Carlos Calderón (q. e. p. d.) se hospedó el gran Zorrilla cuando la fiesta de su coro­nación. Coronó al insigne poeta, el hijo de otro poeta no menos insigne, y poeta también él, el actual Duque de Rivas, enviado especialmente para ese objeto por la Augusta Señora que ocupa el Trono del Rey.

E n este Carmen, ó hacienda de Calderón, se conserva un cedro del Líbano, plantado por S. Juan de la Cruz.

cos y deliciosos de Granada. Sus con­contornos ofrecen admirables perspec­tivas; allí están situados aquellos pin­torescos Cármenes, cuyos jardines lle­gan hasta el río. ( i ) Su aspecto risueño contrasta, por cierto, con las severas torres de la Alhambra y los vetustos muros del recinto, que sirven de fondo al paisaje. A poca distancia está la en­cañada por donde sube el camino de los muertos. El Generalife y el Sacro-Monte decoran las dos colinas que se extienden á la mano izquierda de la encañada.

Recorrió el Príncipe la célebre pla­za de Bib-Rambla, teatro de las justas y torneos de los caballeros musulma­nes, zegríes y abencerrages, y fué á ver el monumento que Granada ha dedi­cado á Colón.

Muchos son los que se han elevado estos últimos años para perpetuar la gloria de aquel insigne marino, pero

— 143 —

Granada debía ser ciudad impor­tante al empezar la era cristiana, pues­to que la fundación de su silla episco­pal remonta á la época en que los Apóstoles empezaron á predicar la doctrina del Evangelio. Por eso, sin duda, se llama apostólica su Iglesia.

La Catedral se empezó el 1 5 de Marzo de 1529; se inauguro, sin estar concluida el 17 de Agosto de 1570; se terminó en 1639.

Diego de Siloe, el restaurador de la arquitectura greco-romana en España, fué quien hizo los planos de este so­berbio monumento y comenzó á le­vantarle, sucediéndole su discípulo Maeda y á éste Juan de Orea.

Hay en él magníficas pinturas de Casco, de Bocanegra y otros artistas

dudo que ninguno de ellos aventaje á éste en gracia y elegancia.

Situada en un precioso sillón gótico recibe la Reina de manos de Colón un plano que cae graciosamente desde sus rodillas, revasando el coronamiento del pedestal en que descansa el precio­so grupo de bronce.

S. A. se detuvo largo rato á exami­narlo y lo pondero muchísimo.

— 144 — andaluces, un grupo de la Caridad, obra del célebre escultor florentino Pe­dro Torrigiano y otras mil maravillas.

La Catedral tiene anejo otro tem­plo, que llaman El Sagrario, construido en el sitio que ocupaba la gran mez­quita de los moros; allí fué donde Hernán Pérez de Pulgar, el de las Hazañas, clavo con su daga el "Ave María. „

Aquel héroe está enterrado en un pasadizo obscuro que llaman capilla del Pulgar.

En el sitio que hoy ocupa este pa-pasadizo estaba la puerta de la mez­quita.

Los sepulcros de los Reyes Católi­cos, D. Fernando y Doña Isabel, son otras de las maravillas que encierra la Catedral; aunque no tan notables, son también magníficos los sepulcros de Doña Juana y Don Felipe el Hermoso.

En la Iglesia de San Juan de Dios vimos el templete en que se conservan los restos de aquel gran Santo; por cierto que acababan de encontrarse doce preciosas estatuas, de plata repu­jada, que representan los doce apostó­les y constituyen el adorno principal de la base sobre la cual descansa el templete.

Los frailes ocultaron estas estatuas

— 145 —

Pero volvamos á la Alhambra que es el monumento que más llamo' la atención del Príncipe. Cuentan que su construcción duró cien años.

La Alhambra debía presentar por fuera un carácter de fuerza y una apa­riencia guerrera; por dentro todo esta­ba ideado para el reposo, la molicie y el placer.

Don Jaime recorrió aquellos patios embalsamados, aquellos ligeros pórti­cos, cuvos calados arabescos descansan sobre preciosas columnas de mármol, y miraba después las altísimas murallas del recinto, guarnecidas de amenaza­doras almenas y flanqueadas de for­midables torres.

¡Qué contraste! ¡Cuan poco fiaban aquellos poderosos monarcas en el amor de sus pueblos! ¡Cuánta zozobra debían causarles las constantes re­vueltas que agitaban á la ciudad!

Bajó D. Jaime maravillado de lo 10

para librarlas del saqueo y no se sabía á punto fijo do'nde estaban. En esta misma Iglesia hay una de las obras más admirables de Alonso Cano; una cabeza de San Juan Bautista.

— 14G —

que había visto durante su visita á aquel encantado palacio.

¿No podríamos retratarnos en una de estas torres? pregunto' el Príncipe.

Eran las cinco y media de la tarde y acostumbrado á la pálida luz de nuestras montañas, contesté á Su Al­teza que me parecía demasiado tarde; uno de los dos foto'grafos que cons­tantemente trabajan en la Alhambra, se encargo' de probar lo contrario.

Aquella noche comic D. Jaime en casa de los señores de Pérez Herrasti y con ellos fué luego á un teatro de verano en que representaba una com­pañía de zarzuela, no del todo mala; por cierto que el Gobernador Civil vino á colocarse cabalmente frente al palco que ocupábamos y D. Jaime contestó al cortés saludo que el go­bernador dirigió á los dueños del pal­co y á les que con ellos íbamos.

«Jy« -st* •sj·' •vL·' •vL·' •si** "six* «vU» *vL- *-.L- *,L- -.L-* «Jx*

*"T* < pM «-y» V^-J I-fs. fp-j É js* »^s. z^z z^z Z?ÇZ z^z z^z~

X I

Otra vez en diligencia

L viaje de Bobadilla á Grana­da nos había dejado fatales recuerdos y como continuaba

siendo intenso el calor, la perspectiva del gran rodeo que habíamos de dar para ir á Valencia, retrocediendo has­ta Bobadilla, era, en verdad, muy poco •agradable.

Afortunadamente supimos que to­das las noches, de diez á once, salía una diligencia para Jaén, lo que causo gran satisfacción á D. Jaime.

— 148 — Avisamos que nos reservaran toda

la vaca, o' cupé, como allí le llaman, se coloco' sobre la dura vaqueta del asiento un mullido almohado'n y lle­go' á ser, casi confortable, el primitivo vehículo en que habíamos de viajar toda aquella noche y parte de la si­guiente mañana.

Arranco' la diligencia, poco antes de las once con la inevitable gritería que acompaña siempre á ese solemne momento.

El delantero, mozo de 14 ó 1 5 años, corrió un instante, en marcha ya la diligencia, y con la destreza de un clown brinco' sobre uno de los caba­llos. Atravesamos varias de las an­tiguas y angostas calles de la ciu­dad, admirando la destreza con que el mayoral guiaba aquel rosario de mu-las y caballos que se alargaba, se re­cogía, se doblaba y se torcía como una serpiente.

Cuando entramos en la vega pudi­mos contemplar un hermoso cielo cu­bierto de estrellas; era una noche her­mosísima.

Pero... en este mundo siempre hay algún per o, íbamos envueltos en densa nube de polvo.

— 149 -Bien pudiera decirse que el cupé es

la buhardilla de la diligencia; por eso se vé comunmente subida á aquel pe­queño recinto multitud de víctimas que viajan económicamente, pero cuyo molimiento no les permite fijarse en las bellezas y encantos de los países que atraviesan. No fué así para nos­otros. El Príncipe había tomado los cuatro asientos, y mano amiga había­se encargado de que estos fueran mu­llidos. En tales condiciones, el puesto que ocupamos era indudablemente el mejor del coche, ya porque podíamos menearnos sin molestar á nadie, ya por que la nube de polvo que rodea­ba á la diligencia era menos densa en tan elevadas regiones.

Don Jaime trabo' conversación con el majwal en cuanto nos instalamos.

¿Cuándo ha llegado V. de Jaén? — Hace pocas horas—¡Cómo! ¿Hoy mis­mo?—Sí, señor; he salido de allí á las 10 de la mañana.—¡Entonces no ha descansado Ud! —Tres ó cuatro horas —¿Y el delantero?—Lo mismo—¿Pero mañana no viajarán Uds?—No, señor; emprenderemos el mismo viaje pasa­do mañana. Lo hacemos tres veces por semana.—Quiere Ud. un cigarro? —Mil gracias, lo fumaré después de cenar.—¿Cena Ud. en alguna venta ó

— 150 — pueblo del camino?—No, señor, aquí traigo mi cena.—Al decir esto señala­ba un cesto colocado junto á las carte­ras en que llevaba la correspondencia de los pueblos del tránsito.

No tardo mucho en vaciar el referi­do cesto; fumo luego el cigarro que el Príncipe le había dado y empezó á cantar esas melodías árabes que los ecos de aquellas sierras enseñaron, sin duda, á los cristianos restauradores.

Era incomparable el cuadro y pre­ciosa la escena. El recuerdo de aquella noche no se borrará fácilmente de la memoria del Príncipe. La vaga y pá­lida luz de la luna que alumbraba la extensa vega aumentaba, si cabe, su poesía. Solo los cantos plañideros de nuestro mayoral interrumpíanle rato en rato, el silencio en que dormían aquellos hermosos vergeles. Salimos al fin del privilegiado suelo en que, no sin razón, consideraron los sectarios de Mahoma como el cielo prometido-por su profeta, y subimos á la sierra que lo separa de la sartén de ^Andalu­cía, prosaico nombre con que han bautizado á la noble y antigua Jaén.

Eran las ocho de la mañana del día 3 de Julio cuando llegamos á esta ciu­dad. Por consejo del mayoral entra­mos en la Fonda Granadina, situada á

— 151 — corta distancia de la administració'n de diligencias.

Brillaba el sol en todo su esplendor, haciendo bueno el vulgar simil de la sartén... Era asfixiante el calor. Don Jaime, débil aún, dijo que le prepara­sen una cama y quiso reposar un rato: yo ansiaba ver la Catedral y me dirigí á lo alto de la ciudad donde tiene asiento aquella preciosa iglesia que está colocada entre dos plazas. Su planta exterior es rectangular, pues aunque la sacristía y sala capitular del costado izquierdo y el sagrario, que ocupa el lado derecho, forman dos cuerpos salientes, como los brazos de una cruz, corre de uno al otro lado un atrio cuya, anchura mide próximamen­te siete metros. Una preciosa verja, cortada por pilares que sostienen pi­nas y Harneros, rodea al atrio.

Son grandiosas las tres naves, de las que la central, que es de mayor la­titud, tiene sus bóvedas sostenidas por elegantes pilares de orden corintio.

La primera bóveda de la nave es sencilla en su decoración, pero no así la segunda, que llamó mucho la aten­ción del Príncipe, cuando, poco des­pués, visitó el templo.

Hay en ella cuatro magníficos relie­ves que representan los evangelistas;

- 152 -en otros se ven ángeles con diferentes instrumentos de música y en el centro una preciosa Virgen de la Asuncion.

La nave principal está cortada por el coro, defecto que se observa en casi todas nuestras catedrales y que las priva de grandiosidad.

Cuando vo lv ía la Fonda Granadina, el Príncipe me dijo:—Vamonos en se­guida: hay aquí chinches á montones; me ha sido imposible descansar.—Más felices fuimos en la Madrileña. Las camas eran limpias y la comida no mala.

Aplacadas las iras con que el ardien­te Febo martiriza á los de Jaén, sali­mos á recorrer la ciudad. Poco hay qué ver en ella fuera del hermoso tem­plo que ligeramente he descrito.

Allá, en lo alto del cerro, en cuya ladera se desparraman los restos de la antigua corte de Omar, quedan un muro almenado y unos cuantos torreo­nes, último vestigio de la dominación agarena.

En la Catedral de Jaén se guarda uno de los pliegues del paño con que la Veronica enjugo' el rostro del Señor al subir la calle de la Amargura. El Santo Rostro está colocado en el altar de la capilla mayor. Las formalidades que se exigen para verlo son grandí-

- 153 —

Jaén es ciudad antiquísima, cuja. fundación se pierde en la noche de los tiempos.

Don Jaime la examinaba con espe­cial interés, pues sabía la importancia que, como plaza fuerte, tuvo en la an­tigüedad.

Durante la dominación cartaginesa didse, frente á sus muros, una reñida batalla en que los dos hermanos Esci-piones quedaron vencedores, no atre­viéndose, sin embargo, á sitiar la pla­za, que quedo en poder de sus enemi­gos. No fué menor la importancia de

simas. En este caso es rigurosamente cierto lo de estar encerrado bajo siete llaves.—Así está, en efecto, la Santa Faz, cuya imagen, sostenida por dos ángeles, se ve pintada en la puerta que cierra el relicario que la contiene. So­bre éste, en el intercolumnio central, hay una Virgen llamada La Antigua, que, según tradición, perteneció á San Fernando. El católico hijo de Doña Berenguela la llevaba en las gloriosas expediciones en que tantos laureles conquisto, haciendo que el estandarte de la Cruz se paseara victorioso por gran parte de Andalucía.

— 154 —

Fuera de la Catedral poco hay ya que admirar. Dispuso, por lo tanto, D. Jaime que aquella misma tarde saliéramos con dirección á Valencia.

Jaén durante la dominación de los árabes. Sus minas de plata, su fértilí­simo suelo, eran codiciados por todos. Varias veces vino San Fernando á ata­car á la plaza desde el año 1226hasta el de 1243 en que la tomó. Por cierto que las circunstancias que mediaron cuando su rendición, son dignas de ser conocidas y no pudieron menos de exaltar la imaginación de nuestro Príncipe, al oir su relato. Cuando el emir de Jaén supo que el Santo Rey que cercaba la ciudad había jurado no retirarse hasta tomarla, previendo su derrota tomo un partido extrañísimo. Acudió á solas á los reales del Rey de Castilla, se hizo acompañar á su tienda y allí le hizo entrega de su persona y de sus Estados. Maravillado San Fer­nando y no queriendo que el rey moro le sobrepujara en confianza y genero­sidad, le abrazo, le apellido su amigo, dejándole gobernar sus Estados como antes; sólo exigió del emir el pago anual de un pequeño tributo.

— 155 —

Por la línea de Puente Genil á Li­nares, sección de Jaén á Espeluy, llega­mos á este punto, donde tomamos el tren que, atravesando la Mancha por Múdela, Valdepeñas, Amanzanares y Ar-gamasilla nos llevó á Alcázar de San Juan que pretende ser patria del manco sano, del inmortal autor del Quijote.

De aquí por Albacete penetramos en

Si la estación del ferrocarril hubiera existido cuando el estandarte de Omar flotaba sobre los muros de la antigua Auringia, no hubiera vacilado en afir­mar que desde aquella época nadie había barrido la carretera que á ella conduce. Allí se ahoga uno, porque se come, se bebe, se masca, se traga un mar de asfixiante polvo. Del paisaje no hay que hablar, porque para con­templarlo sería preciso abrir los ojos y no cometimos tamaña temeridad.

En fin, al cabo de un rato, muy pa­recido á los que deben pasar las cara­vanas cuando el simoum las sorprende en el desierto, oímos una voz que de­cía:—Ya estamos.—En efecto, paro' el coche y salto' precipitadamente S. A. y tras el Príncipe, con gran contenta­miento, entré en la estacio'n.

— 156 —

( i ) Liñán y Eguizábal—Biografía de D. José E u g e ­nio de Eguizábal, en su obra «Legislación sobre la Prensa».

el antiguo reino de Valencia, deseando saludar á la mejor conquista del vale­roso En Jaume, "la de los bosques de naranjos y palmeras; la de los prados de arrozales; la de lindísimas mujeres; la de temperatura del Paraíso, el Mila­gro de la naturaleza, los Campos Elí­seos, al decir de Mariana; esa noble y hermosa ciudad á quien suavemente baña el Mediterráneo, acercándose á ella con timidez, como avergonzado de mirar tanta grandeza.,, ( i)

XII

El ¡Milagro de la naturaleza

Un buen Artillero

De Valencia a Barcelona

l lNGÚN incidente digno de notarse ocurrió hasta Valen-¡cia, cuya huerta no cesaba de

admirar Don Jaime. ¡Qué terreno tan feraz! ¡Qué variedad de producciones! ¡Qué cultivo tan esmerado! ¡Qué sen­das tan lindas dividen aquellas huer­tas! A un lado, y tal vez á ambos, corre el agua cristalina con grato murmu­llo. Las orillas de aquellas acequias que van repartiendo fertilidad y ri-

— 158 —

Reinaba gran animación en el ca­mino que conduce de Valencia al Grao á la hora en que regresamos. El calor había sido sofocante aquel día y una nube de bañistas, mezclados con los trabajadores del puerto, asaltaban los tranvías de vapor y de sangre que in­cesantemente recorren el camino que separa el mar de la ciudad. A uno y

queza están cubiertas de hierbas olo­rosas y de flores de mil clases. No se aparto' Don Jaime de la ventanilla hasta que llegamos á Valencia.

Pro'xima á la estacio'n está la Fonda de Europa, que un viajante nos había recomendado; allí nos dirigimos. El aspecto de las habitaciones que nos designaron no sedujo al Príncipe, pero nos quedamos. Después de sacudir el polvo del camino, salimos á recorrer la población. Eran las cinco y media de la tarde, en que multitud de coches y tranvías de todas especies, se diri­gían al Grao.

—Vamos á subir á uno de estos co­ches—me dijo Don Jaime—y encara­mados en lo alto de uno de aquellos vehículos fuimos al puerto. Cuando regresamos era ya de noche.

- 159 — otro lado de la carretera están cons­truyéndose una porción de edificios, y no tardando se verá convertido aquel camino en extenso boulevard.

Sorprendió á Don Jaime el gran nú­mero de carruajes particulares, lujosos algunos de ellos, que iban serpeteando entre carros y tranvías. A la llegada nos apeamos en la plaza, donde los va­lencianos, agradecidos, han colocado la estatua de don Jaime el Conquista­dor para perpetuar la memoria del que arrojo de sus muros á los secta­rios de Mahoma. Es una hermosa es­tatua ecuestre, de bronce.

Pasando por esta misma plaza al día siguiente, el general Reyero, ó yo, no recuerdo cuál de los dos, digimos al Príncipe:

—Veremos donde se coloca más adelante la estatua de Jaime Primero de España.

A lo que contestó S. A-, como lo hacía siempre que se tocaba estepunto.

—Hoy por hoy no tengo que pen­sar más que en ser el primer subdito de mi padre.

Esta frase, que le oí repetir muchas veces durante el viaje, tiene su razón de ser. El Príncipe sabe que un grupo de descontentos soñó un día en pres­cindir de los derechos indiscutibles de

— 160 —

El conductor del tranvía dijo á Don Jaime que el Círculo carlista estaba en la calle del Mar, á corta distancia de la plaza en que nos hallábamos.

—Vamos al Círculo, me dijo S. A., á estas horas no habrá nadie y podre­mos verlo sin temor de ser reconoci­dos.

Pocos momentos después se detuvo Don Jaime frente á un portalo'nen que había tomado asiento un vendedor de perio'dicos; compró algunos diarios carlistas y preguntó dónde estaba el Círculo.

—Aquí, contestó el vendedor, que sin duda es á la vez portero de la casa.

su Augusto Padre, transmitiéndolos á él, porque así convenía á sus rencores. Tal sueño, que germino' en cerebros apasionados y calenturientos, so'lo du­ro' un día: el noble desdén con que el agraciado acogiera esa idea les hizo comprender que, una vez más, habían errado el camino. Sirva esto de con-testacio'n alas maliciosas insinuaciones de la prensa liberal y de otra que, sin serlo, ha desfigurado tantas veces los hechos.

— 161 —

—Hace poco que nos hemos insta­lado aquí, dijo entonces nuestro guía: el local anterior era muy insuficiente porque el número de socios ha aumen-todo rápidamente.

—¿Cuántos son ustedes?—pregunto el Príncipe!

—Mil trescientos. Aquí se celebran las veladas—añadid introduciéndonos en un espacioso salón bien decorado. Es grande, como ven ustedes, pero no se coje en él los días de fiesta.

En el fondo del salón, bajo rico do­sel, y cubierto con una cortina, está colocado un retrato del Rey. La cor­tina sólo se descubre en las grandes solemnidades, y es de reglamento que todos se descubran cuando aparece la efigie del Señor.

í i

—¿Podríamos verlo?—añadid S. A. Un socio que bajaba en aquel mo­

mento y oyd la pregunta, se acerco á nosotros, diciendo con la mayor ama­bilidad:

— Y o se lo enseñaré á ustedes. Dimos las gracias al desconocido

cicerone y en pos de él subimos la espaciosa escalera que conduce al Círculo.

- 162 -

Al acercarnos á la puerta por don­de habíamos entrado, cuando ya creía yo que todo riesgo de que nos recono­cieran había desaparecido, nuestro acompañante abrió una puerta di­ciendo:

—En esta habitación se sirven el café y los refrescos.

Allí, debajo de mi propio retrato por cierto, (pero un retrato que por lo antiguo tampoco podía comprometer nuestro incógnito), había un grupo de ocho ó diez socios. Al verlos, quise quedarme fuera, pero nuestro mentor

En el Círculo de Valencia, como en todos los que visito' Don Jaime, hay un hermoso retrato deS. S. Leo'n XIII .

—Aquí está nuestro Príncipe, con­tinuo diciendo el amable socio, y al decirlo señalaba un cuadro que repre­sentaba á Don Jaime, casi niño. Su Al­teza me miró y se sonrió. Detrás de ese retrato escribió unas frases, el día siguiente, cuando volvimos al Círculo con el general Reyero.

—En esta habitación se juega al tresillo: en esta, por ser la más retira­da, se suelen reunir los señores Sacer­dotes; aquí está el gabinete de lectura.

- 163 —

Don Jaime sabía que Reyero fué uno de los generales más distinguidos del ejército carlista y comprendí la sa­tisfacción que le causaba el conocerlo.

Muy poco tardo Reyero en bajar y echarse á mi cuello.

—¿Usted aquí? ¿Cuándo ha venido? ¡Qué satisfacción tengo en verlo! ¿Don­de se dirige usted?

Al hacerme estas preguntas advir­tió que no estaba yo solo; el Príncipe, junto á una de las jambas de la puer­ta, le miraba atentamente.

Reyero se volvió hacia mí: un vago

insistió en que entrara y no tuve más remedio que entrar.

Permanecimos allí un momento, y después de haber dado las gracias á nuestro acompañante, bajamos la es­calera. Tras de nosotros bajo precipi­tadamente un joven, que, dirigiéndose á mí, dijo:

—Dispense usted, el general Reye­ro ha creído conocerlo.—¿No es usted Don Tirso de Olazabal?

—Diga usted al general que baje, contesté: pensando en mi interior: no desmiente mi leal amigo que es un buen artillero.

— 164 -

—Vamos á comer hoy en un buen Hotel, dijo entonces Don Jaime: el te­mor de ser reconocidos, añadió, nos lleva siempre á fondas de segundo ó tercer orden.

—Muy cerca de aquí, dijo Reyero al Príncipe, está uno de los mejores hoteles de Valencia. ¿No teme Vuestra Alteza que hallemos en él alguna per­sona conocida?

—No, además es ya muy tarde.

presentimiento cruzo' sin duda por su imaginacio'n.

—¿Quién es?—me decía su mirada. —Jure usted guardar la más com­

pleta reserva sobre lo que le voy á de­cir,—repliqué yo entonces.

Estas palabras acabaron de desco­rrer el velo.

—Sabe usted que S. A. puede con­tar con mi más absoluta discreción.

—¡Cuánto me cuesta algunas veces guardar este riguroso incógnito que las circunstancias me imponen!—dijo el Príncipe á Reyero. Hoy, por fin, tengo la satisfacción de hablar contigo.

La conversación duró hasta las nueve.

— 165 —

Después de comer, S. A. entro un rato en un teatro de verano á oir can-

—Pues aquí está el Hotel de París, al que me refería.

Don Jaime dio cita al general Re­yero para la mañana siguiente, abrid la puerta del comedor que está situa­do á piso llano, y entro.

Apenas entré siguiendo á Don Jai­me, cuando fui reconocido por mi cu­ñada la Marquesa de Orovio, y su hijo que pocos momentos antes habían en­trado.

—Siéntate. Comerás con nosotros. Como me alegro de verte. ¿Cuándo has llegado?

—Ayer, contesté, pero es el caso que no puedo dejar sola á una perso­na que viene conmigo.

—¿Almorzarás mañana aquí? — Sí; entonces hablaremos. Despedíme de ella con ánimos de

no volver á verla, pues la más peque­ña indiscreción nos podía costar muy cara.

Al acercarme á Don Jaime, le conté lo ocurrido. Hablo más francés el Príncipe aquella noche que durante todo el resto del viaje.

— 166 lar una zarzuela. Cuando nos retirába­mos, vimos, un tristísimo cuadro que impresiono' dolorosamente al Príncipe: dos niños, de ocho á diez años, abra­zados y tumbados sobre las frias losas de la acera, dormían con las cabecitas recostadas en dos piedras.

—¿Qué hacen aquí estos niños? pre­gunto' don Jaime al mozo de un café situado á cortísima distancia.

—Están descansando un rato para continuar su correría.

—¿En qué se ocupan? —En recoger colillas de cigarro; es

industria que ejercen una porción de rapazuelos.

—-Pero ¿no tienen casa, ni padres que cuiden de ellos?

—No, señor, prefieren esta vida en que, á costa de privaciones, cuando no de hambre y frío, gozan de libertad, á la sujeción del Hospicio.

Despertamos á aquellos infelices ni­ños y hablamos un rato con ellos.

Los informes del mozo eran exac­tos; pero vio S. A. con agradable sor­presa que aquellas pobres criaturas contestaron bastante bien á algunas preguntas del Catecismo que les hizo.

S. A. les dio algunos consejos y li­mosna, partiendo ellos alegres y con­tentos á caza de las codiciadas colillas...

— 167 —

El día siguiente, 3 de Julio, vino el general Reyero á las nueve de la ma­ñana y se constituyo en verdadero é inteligente cicerone de S. A. Al ver al Príncipe tan bien acompañado no pude menos de recordar al farsante que en Córdoba nos contaba sus hazañas y la muerte del general Concha en Somo-rrostro, cerquita de él.

El edificio que más gusto al Prínci­pe, entre las muchas cosas notables que vid aquel día, fué indudablemen­te la Lonja, c^ra restauración está muy adelantada. Pertenece este monu­mento al orden gótico, y está situado en el lugar que ocupaba, durante la dominación de los árabes, un grandio­so palacio que se construyo' en el rei­nado de x\lhaken y que servía, al mis­mo tiempo, de ornato y de defensa á

Don Jaime los siguió' con la vista hasta que desaparecieron en la oscuri­dad de la noche.

—¡Hoy abandonan estos Gobiernos á esos pobres seres, y pretenderán ma­ñana encontrar en ellos unos honrados ciudadanos!

Tal fué el tema de nuestra conver­sación hasta que llegamos al Hotel.

— 168 —

Tienen los valencianos gran devo­ción á Nuestra Señora de los Desam­parados, por cuya intercesión han ob­tenido singulares favores. El beato Juan Gilaberto Jofué, según una respe­tabilísima tradición, fué quien con ob­jeto de asistir á los dementes, fundó en 1409 un hospital y una cofradía, cu­yos socios rogaron al P. Jofué les pro­porcionase una imagen de la Santísima Virgen. Practicó el Padre algunas in­fructuosas diligencias para adquirirla, más al fin les manifestó que habían llegado tres estatuarios que se dispo­nían á hacerlo.

Pidieron los artistas el sitio llamado la Ermita para que les sirviera de es­tudio y suplicaron se les dejase solos, llevándoles la comida y los materia-

esta parte de la ciudad. Conquistada Valencia por el Cid, abandonada por su esposa Doña Gimena, reconquis­tada por el rey de Castilla Don Alon­so VI , volvió' á caer bajo la domina­ción de los moros hasta que Don Jaime el Conquistador, cuya estatua se ve en una de las mejores plazas de la ciudad, la libró para siempre del afrentoso yu­go de los agarenos.

- 169 —

Cuando salimos á la calle, vi que Reyero hablaba con un señor que no reconocí, pero acercándose entonces el general, me dijo:

—Desde antes de la revolución no ha­bía visto á usted: es el señor Vaides.— Acercóse mi antiguo amigo y juntos nos dirigimos hacia el Palacio de la Audiencia. Don Jaime iba un poco más atrás con Reyero.

•—-Lo he reconocido á V. inmedia­tamente, me dijo, y por cierto que fi­jándome luego en el muchacho que está con usted, pensaba: ¡Como se pa-

les necesarios. Así lo dispuso el P. Jo-fué, que personalmente quiso servir­los, pero cuál fué su asombro cuando al entrar en la ermita, el cuarto día, encontró la Santa Imagen concluida. Los tres misteriosos artistas habían desaparecido. Los cofrades, embelesa­dos al contemplar aquella hermosa efigie, no vacilaron en publicar que era milagroso el suceso y ángeles los pe­regrinos artistas. La capilla en que ac­tualmente está colocada, y en que oro el Príncipe un rato, se construyo á mediados del siglo XVII .

— 170 —

Aquella misma noche salimos de Valencia con dirección á Barcelona, y llegamos á la capital del Principado el día 4 de Julio.

El camino, singularmente desde Ta­rragona, es de lo más encantador que puede imaginarse: recuerda mucho el

rece á los retratos de nuestro Prín­cipe!

•—Hombre, es gracioso eso; y vol­viéndome á S. A., que se había dete­nido frente á un almacén en que se vendían navajas de Albacete, lo llamé diciendo:

—Juan, escucha: ¿sabes á quién te pareces, según este señor? A D. Jaime.

—Presento á usted á mi segundo hijo Juan, dije entonces volviéndome á Valdés; y hablando de nuevo á Su Alteza, que represento admirablemen­te su papel, añadí:

—-Vete á comprar las navajas de Albacete que querías; si hemos de sa­lir esta noche para Barcelona, nos queda muy poco tiempo.

—Sí, papá, contesto don Jaime con la mayor tranquilidad, dirigiéndose á la tienda, después de saludar cortes-mente á su interlocutor.

— 171 —

Sagunto está en la falda de un monte, no muy elevado, que corona un vetusto castillo. El Palancia, cuyas aguas bañan el pie de la montaña en que se asienta la ciudad, desagua en el mar cinco o' seis kilo'metros más adelante.

Es imponente el aspecto del castillo que domina la ciudad, como he dicho, pero las fortificaciones son de distin­tas épocas; se conservan restos de los

renombrado de la cornisa, también, como éste, sobre el histórico Medite­rráneo.

D. Jaime examino' con gran interés la antiquísima ciudad de Sagunto, cuyo glorioso nombre íbase olvidando, y volvió' á sonar por todas partes cuan­do el general Martínez Campos, sin aguardar las o'rdenes de Cánovas del Castillo, logro' que las tropas de su mando se pronunciarán en favor de don Alfonso.

Por cierto que, según me han re­ferido varias veces, al oir el grito de ¡Viva el Rey!, muchos de los soldados de Martinez Campos, ignorando cuál era el Rey que su general proclamaba, gritaban: Si, ¡Viva Carlos VIH

— 172 —

Lo mismo sucedió' poco después cuando se dio' vista á Tarragona.— ¡Cuánto habría aquí que estudiar!— decía S. A.—Qué lástima que la pre­cipitación con que me veo obligado á hacer este viaje no me permita dete­nerme en ciudades tan ilustres como

primitivos moros, otros de la época de los árabes y los más del tiempo de la guerra de la Independencia, en la que se procedió á reparar la fortificació'n, abandonada totalmente hacía ya mu­chos años.

Al pie del castillo se ven las ruinas del grandioso circo que los saguntinos debieron, según se cree, á la munifi­cencia del emperador Claudio Germá­nico, aunque no falta quien hace re­montar su construcción á la época de la dominacio'n griega

Nada de esto es inverosímil, siendo tan antigua la ciudad que ya en tiem­po de las Guerras Púnicas la conside­raron los romanos como poderosa aliada.

Don Jaime, como he dicho, no apar­to' los ojos de aquella ciudad tan llena de recuerdos histo'ricos, hasta que el tren se puso en marcha.

— 173 —

A una legua de la ciudad, no lejos del mar, levántase triste y solitario un monumento conocido con el nombre de Torre de los Escipiones.

Más adelante se halla un magnífico arco triunfal que en su origen fué de­dicado á Sura.

Siendo Capitán General de Catalu­ña Van-Halen, tuvo la fatal idea de borrar la inscripción latina del friso, sustituyéndola por otra dedicada al Duque de la Victoria. ¡Qué sarcasmo! Esa muestra apócrifa duro poco; en su lugar se leyd pronto otra dedicato­ria á doña María Cristina.

Ambas, por fortnna, han desapare­cido.

—¡Como se parece este camino al de la Cornisa!—decía Don Jaime.—

estas!—Aquí, como en Roma, había un Capitolio, un Foro, un Circo, un anfi­teatro; aquí tenía Augusto un palacio; pero, según me han dicho, apenas quedan vestigios de algunos de estos monumentos; otros han servido de ci­mientos á modernas construcciones.

— 174 — ¡Qué precioso país! Aún habrá restos de la Vía Aureliana, que conducía de Roma á Tarragona. Y a se empiezan á ver fábricas: debemos estar cerca de Barcelona.

Las extensas huertas, los jardines y villas iban indicando, en efecto, la proximidad de una gran ciudad.

Llegamos á la culta y mercantil capital del Principado de los Beren-gueres, Pedros, Alfonsos y Jaimes, á la primera, sin disputa de las ciudades españolas, que viven por sí, sin estar á merced del elemento oficial.

XIII

Monserrat

IENDO tan buenos organiza­dores los catalanes, sorpren­dió' al Príncipe lo que tarda­

ron en darnos los equipajes en la estacio'n de Barcelona. Eran las diez ú once de la mañana cuando llegamos al Hotel de las Cuatro Naciones.

—Iremos á almorzar fuera del Ho­tel, me dijo S. A., pero tomemos an­tes una ducha.

Así lo hicimos. La Rambla era un verdadero jar-

— 176 — din embalsamado por el delicado aro­ma de mil ramos de frescas y olorosas gardenias.

Al terminar tan celebrado paseo, en su parte más elevada, hay un buen restaurant, en cuyos elegantes salones deben reunirse los gastrónomos bar­celoneses.

Cuando salimos, se propuso el Prín­cipe hacer lo que ya había hecho en Sevilla, esto es, recorrer la población en todos sentidos, pasando de uno á otro tranvía para tener una idea ge­neral de la ciudad.

Don Jaime había visto, poco antes, en Venecia, á varios distinguidos car­listas de Barcelona que fueron á Italia con motivo de la boda de su Augusto Padre.

—Es probable, me decía, que vea­mos á los Duques de Solferino, á Es­paña, á los Sivatte, al Barón de Albi ó á alguna otra de las muchas personas que conozco aquí.

—También está en Barcelona Sal­vador Elío, á quien han hecho uno de estos días una operación en la vista.

—¡Cuánta satisfacción tendría en verlo!—añadió el Príncipe.

Pero aunque recorrimos varias ve­ces la Rambla, en toda su extensión, ni allí, ni en Gracia, ni en las hermo-

— 177 -

12

sas calles del Ensanche, ni en el puer­to, ni en el establecimiento de baños, ni á orillas del mar, vid S. A. persona alguna conocida.

El paseo de la Rambla, llamado así porque antes de construirse las mura­llas que se derribaron para el ensanche de la ciudad pasaba por aquel sitio la rambla ó torrente conocido con el nom­bre de T{iera d'en Malla, divide la an­tigua de la nueva ciudad. Don Jaime, al recorrer el Ensanche, alabó mucho el genio industrioso y la actividad de los catalanes, que, en pocos, años han he­cho de la capital del Principado una de las ciudades más hermosas y más animadas de Europa. También gusto mucho al Príncipe el Paseo de Gracia.

Como á los personajes de la obra cervantesca, admiró al Príncipe el "hermoso sitio de la ciudad, flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España, temor y espanto de los cir­cunvecinos y apartados enemigos, re­galo y delicia de sus moradores, am­paro de los extranjeros, escuela de la Caballería, ejemplo de lealtad y satis­facción de todo aquello que de una grande, famosa, rica y bien fundada ciudad puede pedir un discreto y cu­rioso deseo.„

— 178 —

Don Jaime hubiera deseado ver el interior del histo'rico fuerte de Atara­zanas, situado al fin del paseo de la Rambla y en la orilla del mar. Levan­tado en tiempo de Don Jaime el Con­quistador, sirvió de astillero en que se construían las galeras de la Real Ma­rina. La Ciudadela es de construcción mucho más reciente. Aún no existía á fines del siglo XVII. Dícese que los planos remontan á la época del Conde-Duque de Olivares, pero Felipe V fué quien la fabricó.

El Castillo de Monjuich, que tampo­co pudo visitar Don Jaime, aunque tanto lo deseaba, es en realidad la Ciu­dadela más imponente de Barcelona. Situado en la cumbre de una montaña

La magnífica Catedrad de Barcelo­na, obra de varios siglos, conservando siempre el estilo go'tico, es, en su inte­rior, tal vez la más pura y acabada que tenemos.

Encierra, con grandísimo culto, el cuerpo de Santa Eulalia y en su coro vense aún los escudos de armas de los caballeros del Toisón que asistieron al capítulo general de la orden en Marzo de 1 5 1 9 .

- 179 -

¡Con cuánta satisfacción recorrió Su Alteza el puerto!

Al ver la animación que allí reina­ba, lamentábase de que no fueran to­dos los españoles tan industriosos co­mo los catalanes. Se cree que en tiem­po de los romanos y de los primeros Condes, el puerto de Barcelona estaba situado al otro lado de Monjuich, por haberse hallado allí argollas de hierro que debían servir para amarrar los bajeles.

El actual puerto lo trazó á fines del siglo X V un ingeniero de Alejandría llamado Stario.

Pensaba Don Jaime continuar vien­do, el día siguiente, algunas de las muchas cosas notables que constituyen la gloria y ornato de aquella preciosa capital, cuando al ocultarse el sol nos

de 300 d 400 metros de altura, que se eleva, aislada, sobre terreno casi llano, domina por completo á la ciudad y al puerto. Nadie puede decirse dueño de la plaza sin ocupar esa importantí­sima posición.

— 180 — retiramos á la Fonda; pero el hombre propone y Dios dispone. Un telegra­ma, que me entregaron en aquel mo­mento, me hizo creer que el Gobierno podía sospechar la presencia del Prín­cipe en España.

Salimos desde luego de la Fonda y dije á Don Jaime:

— Y a no debe pisar V. A. este Ho­tel. Pronto veremos si la policía nos vigila, y con la mayor facilidad la des­pistaremos si así sucediera.

Alejándonos del centro de la pobla­ción, recorrimos una porción de calles solitarias, y con la absoluta seguridad de que nadie nos seguía, entramos á comer en un restaurant.

Este episodio, que hubiera disgus­tado mucho á S. A. al principio del viaje, le sirvió de diversión.

—En la duda de si el Gobierno sa­be que V. A. está en España, dije en­tonces á Don Jaime, y puesto que ha recorrido casi todas las poblaciones que deseaba conocer, me parece que mañana mismo debe atravesar la fron­tera. Muy cerca de este restaurant está la casa de Sivatte, á quien V. A. cono­ce, y ha visto recientemente en Venecia: Sivatte se verá muy honrado en reci­birlo esta noche y en acompañarlo mañana al otro lado de la frontera;

— 181 — mi presencia al lado de V. A. pudiera comprometerle, si la policía lo busca.

—Haremos lo que me propones, replico don Jaime, pero no quiero mar­charme sin ir á Monserrat,

Montanya prodigiosa, Que en elevadas puntas dividida, Sentires llastimosa Morir 1 'Autor de la mateixa vida. Y entre pr incipals dòcils montanyas De sentiment romperes las entranyas .

—Harto me cuesta, prosiguió dicien­do el Príncipe, no ir á postrarme á los pies de la Virgen del Pilar; ni visitar á Pamplona, que es sin duda una de las poblaciones más leales de España: ver­dad es que, dada la excitación de los ánimos, no sé si hoy hubiera sido pru­dente detenernos en Nabarra. Preten­den arrebatarla el último girón de su bandera foral, y no quisiera yo servir de pretexto á que se realice tamaño atentado. ¿Y Cerralbo?Cerralbo á quien no insistí en visitar en Madrid pensan­do que podría hablar más largamente con él en Huerta! ¡Qué pena me causa el no poderle decir que he visto por mí mismo el resultado de sus traba­jos, que he recorrido los Círculos por él fundados, que he oído alabanzas á él por todas partes! ¡Qué lástima que no podamos ir á Huerta!

— 182 —

Serían las diez de la noche cuando entramos en el portal de la casa que habita el señor Sivatte.

—¿Está el señorito en casa? pregun­té al portero.

—No, señor, ha salido hace un buen rato.

•—¿Podríamos saber donde ha ido? —Lo preguntaré, replico' la portera

subiendo la escalera. —Debe estar en casa de su suegro,

añadió' al bajar pocos momentos des­pués.

—¿Está cerca la casa del señor Bo­badilla?

—Muy cerca, yo se la indicaré á ustedes.

Al par del alma lo sentí yo tam­bién, y aún fué mayor mi disgusto al ver que periodistas mal intencionados, atribuyeron á frialdad o desvío el que S. A. no viera en España al carlista que más servicios ha prestado á la. Causa durante estos últimos años. Fue­ra eso negra ingratitud,, y don Jaime, cuyo hermoso corazo'n está abierto á todos los sentimientos nobles y eleva­dos, tiene en altísima estima al pro'cer que tan dignamente representa á su Augusto Padre.

— 183 — Y a en la calle, mejor dicho, en la

Rambla, porque los señores Sivatte habitan una de las hermosas casas del popular paseo, don Jaime se acerco á mí y me dijo en voz baja:—Déjame subir solo, así será mayor su sorpresa.

Efectivamente, quédeme aguardan­do en la calle y subid el Príncipe, que hallo reunida gran parte de la familia del consecuente 3 distinguido carlista señor Bobadilla. Al ver á S. A., según me contaron pocos instantes después, Sivatte no pudo contener una excla­mación que hubiera podido ser com­prometida, si la servidumdre de mi antiguo y muy querido compañero de las Cortes Constituyentes no fuera to­da ella tan leal, como sus amos, á la causa del Rey.

Cuando entré }ro en la habitación, la señora de Bobadilla enjugaba las lágrimas que la emoción 3 la alegría arrancaron de sus ojos; su marido, conmovido también, me abrazó estre­chamente.

—No crea S. A. que es tan grande mi sorpresa, dijo la señora de Sivatte. Tantas veces hablo en Venecia del vivo deseo que tenía de recorrer España, que temiendo pasara por Barcelona de ri­guroso incógnito y suponiendo que no dejaría de ver el Círculo, si llegaba á

— 184 -esta ciudad, enseñé un retrato de Vues­tra Alteza al portero y le dije: Si este señor, que es nuestro Príncipe, viene aquí ¿lo reconocerá usted?

— Y a lo creo. —Pues tenga usted presente que en

el acto tiene que mandarnos un aviso, pero sin perder un segundo.

Al oir esto D. Jaime se sonrio'. —¿De qué se ríe V. A?—-pregunto'

D. a Margarita Bobadilla. —De tu policía—contesto' D. Jaime. —¿Por qué? —Porque he estado hoy dos veces

en el Círculo y precisamente me ha servido café, y enseñado todos los de­partamentos, hasta el de los espejos, tu espía...

—¡Co'mo! ¿Han estado en el círculo? —Dos veces, te digo, he hablado

largamente con varios socios y he to­mado café con ellos.

- ¿Y nadie ha sospechado nada? —Pregúntalo á tu polizonte. El Príncipe conto' á grandes rasgos

su viaje, cuya relacio'n escucharon to­dos sin pestañear; alabo' mucho la ca­pital del Principado, muy particular­mente la Catedral, la Lonja, la Dipu­tación, la antigua fachada del Ayun­tamiento, el Parque, el monumento á Colón, obra del notable arquitecto y

— 185 —

A corta distancia de la estación de Monistrol, en que al bajarse de Monse­rrat había de embarcarse S. A. con rumbo ya á Francia, tienen los seño­res de Sivatte una hermosa casa de campo d torre, llamada del Bard, ro­deada de extensa propiedad; se convi­no en que Don Jaime almorzaría en di­cha quinta y que á ella concurrirían los señores Duques de Solferino, Es­paña, Sivatte, Barón de Albi y Boba­dilla.

correligionario nuestro D. Cayetano Buigas, 3 los preciosos salones del Círculo, cuyo decorado es el de un ele­gante palacio, y finalmente declaro el motivo que le inducía á romper el ri­gurosísimo incognito que había obser­vado en todas partes.

—Dormiré hoy en tu casa, dijo á Sivatte, y mañana en el primer tren, el que sale á las seis de la mañana, partiremos para Monserrat.

Un joven y entusiasta sacerdote, amigo íntimo de la familia de Bobadi­lla, que estaba allí presente, pidió al Príncipe que le permitiera acompa­ñarlo también en su peregrinación á Monserrat, á lo que accedió gustoso Don Jaime.

— 186 —

A las seis de la mañana, después de haber descansado muy pocas horas en casa de Sivatte, salió S. A. para Monserrat, según se había convenido la víspera.

Fué allí objeto de distinciones que muy pronto hubieran comprometido su incógnito, y á mayor abundamien­to, una señora que se hallaba en la es­tación cuando bajó el Príncipe, reco­nociéndolo, se acercó y le besó la ma­no. Por fortuna distaba ya poco la frontera, y al Jefe de la Estación, muy anticarlista y que conoció á Don Jai­me, hubo medio de convencerle.

Cuando Don Jaime llegó á la Torre de Sivatte estaban ya reunidos todos los invitados, menos España, quien por hallarse ausente de Barcelona lle­gó más tarde. La mesa era un verda­dero ramo de gardenias en cuyo cen­tro, un chimin de table trazados con claveles rojos, decía:—¡Viva el Rey!

Este es el banquete de que tanto se ocupó luego la prensa y al que se qui­so dar una importancia política que no tenía.

— 187 —

Según luego supimos, aquel tren no recibía viajeros en Monistrol, y tuvie-

Al terminar el almuerzo, don Jaime se levantó y en breves y sentidas fra­ses brindo por las tradiciones patrias, por su Augusto Padre y por Catalu­ña, última tierra española que pisaba al alejarse de su amado suelo.

El entusiasta recibimiento de aquel puñado de leales y nobles servidores que solos tuvieron la satisfacción de besar la mano de S. A. había conmovi­do hondamente el corazón del Príncipe.

Con muy buen acuerdo se dispuso que sirvieran el café en el parque que rodea la quinta, y debajo de un her­moso roble.

Allí, á guisa de despedida, canta­mos todos el Guernikako Arbola y al­gunos otros zortzicos, hasta que llego para S. A. la hora de dirigirse á la es­tación.

Sivatte subid al coche con D. Jaime. Confieso que se oprimió fuertemen­

te mi corazón cuando arrancaron los caballos y vi desaparecer á mi queri-de Príncipe, en pie y gritando "¡Viva España!,, La prudencia me vedaba acompañarlo en esta última etapa.

- 188 — ron que tomar sus asientos casi por asalto S. A. y Sivatte.

Mustios volvimos todos á Barcelona aquella tarde del sábado 7 de Julio.

Con gran tristeza contemplé la ciu­dad

Posada en una plana, Com sobre una catifa d'esmeralda,

á la insigne é histórica F a v e n c i a la romana A qui prestan, ga lana , Sa e s p u m a l 'mar y Monjuich sa falda.

X X JL JL JL JL JLXJL X X X X X X

T T I T T T T T T T T T T T T

X I V

El Marqués de Cerralbo

IN la brusca interrupción del viaje de S. A., hubiera figu­rado en esta Crónica un ca­

pítulo dedicado al cumplido caballero que con lealtad y abnegación propias de su noble sangre, de su cultivado talento, y de su hidalga cortesanía re­presenta en España á Carlos VIL

La impaciencia que me dominaba sobre la suerte que pudiera correr el Príncipe hízome formar la resolución de marchar en seguida á su encuentro, en vez de ir á Huerta ó de volver á

— 190 — Madrid á saludar al Marqués de Ce-rralbo.

Parecióme, además, un movimiento egoista disfrutar yo sólo de la dicha que tanto halagaba á Don Jaime, y que había sido tantas veces objeto de nuestras conversaciones.

—¡Cuántas ganas tengo de ir á Huer­ta y sorprender á Cerralbo, solía decir el Príncipe.

—-Si no está,—continuaba diciendo como el que vence un obstáculo que se opone á la realización de un firme proposito—le escribiré desde su misma casa, y el Capellán ó el valiente Eulo­gio Isasi, el Coronel del valeroso Bata­llón de lArratia ó cualquiera otra per­sona fiel se encargará de llevar mi car­ta. Verás cómo se alegra.

Así son, pensaba yo, cuando me quedé solo en Barcelona, las ilusiones y esperanzas de la vida: no serán es­tas las únicas que vea disiparse mi amado Príncipe: si ha de reinar se ha de acostumbrar á vencerse, sometién­dose, siempre, á las reglas de la pru­dencia.

A ellas entendí obedecer tomando el camino que me pareció más corto y seguro para hallarme en mi casa donde esperaba ver á Don Jaime.

- 191 — Son tan conocidos los hechos que

han llevado al Marqués de Cerralbo á la jefatura de la Gran Comunión cató­lico-monárquica y tan popular su vida que renuncio á la tarea, para mí grata, de recordarla.

Joven aún, como nacido en 1845; el más joven de los hombres de Estado de España, ostenta con dignidad asom­brosa y ejerce con tacto exquisito, me­reciendo aplausos de propios y extra­ños, la delicada misión de representar á Carlos VII en una de las épocas más difíciles por que ha atravesado el car­lismo.

Senador por derecho propio, como Grande de España, con renta suficien­te, y el primero que con su ejemplo nos trazó el camino que ordena la Santidad de León XIII, interviniendo en la llamada vida legal, ha consegui­do el señalado triunfo de organizar las fuerzas á su gobierno sometidas de tal modo que constituyen un Estado católico, dentro del Estado liberal, co­mo se ve por la ordenada y jerárqui­ca constitución de Juntas Regionales, Provinciales, de Distrito j locales; por la multitud de Círculos; por la bien disciplinada cohorte de periódicos. A él se debe la brillante representación que en el Senado y en el Congreso

— 192 —

Hablar del Marqués de Cerralbo sin dedicar un recuerdo á su residencia Señorial de Huerta sería imperdona­ble; y no lo sería menos traspasar esos límites después de lo escrito sobre el Palacio, símbolo de la obra de restau­ración á que el Marqués vive consa­grado, y que como ésta, al amparo de la Iglesia, levántase junto á uno de los monumentos más notables de la Espa­ña tradicional, por su arquitectura, por su historia y por encerrar los res­tos del insigne, y nunca como se me­rece alabado D. Rodrigo Ximénez de Rada, ( i )

Todos los años, cuando comienza el desfile de la gente cortesana, en bus­ca de aires más puros que los que

( i ) Aparte de las obras generales merecen leerse sobre Huerta las siguientes: Santa María de Huerta, (Historia y descripción) por J . C. G. (Juan Catalina García) impresa el l . ° de Julio de 1 8 9 1 y la Novela historia del Marqués de Villa-Huerta-, Viajes, hazañas y aventuras de un héroe del siglo XIII.

tienen nuestras ideas, y sin la inteli­gente constancia del Marqués de Ce-rralbo no sería hoy un axioma aque­lla hermosa frase del Rey de que el carlismo, partido católico y español, debe ser una esperanza.

- 193 —

13

se respiran en la gran charca, como el P. Coloma llama á Madrid; y el Marqués de Cerralbo, con su distin­guida familia, deja su Palacio de la calle de Ventura Rodríguez por su Chateau de Santa María de Huerta; dispútanse los perio'dicos la honra de describir aquella mansio'n, y aque­lla cristiana vida, comenzada diaria­mente por la Misa, seguida por un constante é inteligente trabajo, ya. de­dicado á la Agricultura, ya á las Ar­tes, ora á la Ciencia, ora á la Política, hasta en su difícil ejercicio de recibir gentes, y terminada sin dejar de pen­sar en Dios, á cuyo excelso Trono su­ben las cristianas oraciones de aquella familia tan española en las místicas alas de las Aves del Santo Rosario.

Si tuviéramos muchos Grandes de España como mi excelente y buen ami­go el Marqués de Cerralbo ¡cuánto se facilitaría la solucio'n de los problemas que oscurecen el porvenir de la Patria!

Obrero incansable de toda empresa útil á la Religio'n y á la Patria, mí­rasele sin rendirse á la penosa fatiga de una jornada mayor de ocho horas de trabajo, predicando con el ejemplo que es la más eficaz de las enseñanzas.

— 194 —

Basta , pues, de pequeñas divis iones Y á sacudir enervador desmayo; Concítense á una voz nuestras acciones...

Esta voz no puede ser más que la del Rey que ha dicho: levantada tengo la B A N D E R A N A C I O N A L . T\LO hay es­

pañol honrado que no quepa bajo su sombra.

El Marqués de Cerralbo no es sólo político, arqueólogo, literato, agricul­tor; es poeta y en el álbum del Rey recuerdo haber leído unos versos que, al reflejar la generosidad de su alma, manifestaban la política de atracción simbolizada en su nombre.

Con ellos terminaré dignamente es­tas líneas.

A n c h a concordia es mi perpetuo sueño; Que sin ella no h a y vida, paz, ni suerte. No desprecio por débil al pequeño, N i solicito por temor al fuerte, N i huyo del g rande en amoroso empeño.

Que el triunfo del Derecho no se alcanza Con exclusiones de ofensivos modos, N i de injusto poder se hal la venganza S i n el concurso genera l de todos, Porque el número es siempre una esperanza.

X V

En la frontera

ROPÚSOME el Barón de Albi que fuera á dormir á su casa, pues juntos habíamos de to­

mar al día siguiente el tren que me condujo á Zaragoza y dejo á mi amigo en uno de los pueblos del tránsito, en •que se le aguardaba para la inaugu­ración de un Círculo.

A la hora en que calculamos que Don Jaime habría atravesado la fron­tera, Albi y yo nos dirigimos á la re­dacción del Correo Catalán.

- 196 — ¡Qué sorpresa causo' allí el suelto

que Albi fué dictando! —¿Pero es cierto esto?—exclama­

ban.—¿Es posible que hayamos tenido á nuestro Príncipe tan cerca sin sospe­charlo? ¿Que haya recorrido toda Es­paña sin que la policía se dé cuenta de ello?...

Sí; no solo era posible todo aquello, sino que era un hecho innegable...

Sin temor de ser desmentido, puedo afirmar que cuando el Gobierno man­do' á los Gobernadores de Cataluña el primer telegrama, en que se decía que se nos vigilase, hacía cinco horas que D. Jaime había atravesado la frontera.

Y fué tan falso el rumor, que por cierto se desvaneció' muy pronto, de que la policía seguía nuestros pasos, que hubo Gobernador en Cataluña que recibió orden de buscar y DETE­NER á S. A. veinticuatro horas des­pués de su llegada á Francia.

—Vamos ahora al Círculo—me dijo el Barón de Albi al salir de la Redac­ción del Correo Catalán.

—Sí, vamos; tengo curiosidad de ver el efecto que allí causa la noticia.

Cuando llegamos era grande el con­curso de socios, por ser uno de los días designados para los ensayos de música.

— 197 — Subimos la preciosa escalera que da

entrada á los salones y llamo' Albi al portero, con quien entablo' poco más o' menos el siguiente diálogo:

—¿Reconoce usted á este señor que viene conmigo?

—Creo que sí; me parece que lo he visto hoy aquí, en el Círculo con otro muchacho joven.

—¿No le-ha llamado á usted la aten­ción ese joven?

—-No, señor. —¿Ni sospecha usted quién pudie­

ra ser, á pesar de cierta recomenda­ción de la señora de Sivatte?

—¿Cómo?—preguntó admirado.— ¿Será posible?...

Y tanto—interrumpió Albi—quien ha estado aquí, quien ha tomado café en este Círculo, hablando amistosa­mente con varios de esos señores, es Don Jaime de Borbón.

Habíanse acercado á nosotros varios socios durante ese corto diálogo, y ja­más olvidaré la expresión de asombro, de estupor, que reflejaron sus sem­blantes, al oír estas últimas palabras.

—¡Era Don Jaime! dijo, quitándose la boina y arrojándola con violencia al suelo, uno de ellos. ¡Era Don Jaime y yo he estado hablando con él esta tar­de sin saberlo!

— 1 9 8 —

El domingo, 8 de Julio, como que­da dicho, oí misa á las siete de la ma­ñana, y me dirigí á la estación del fe­rrocarril en compañía del Barón de Albi. Juntos viajamos hasta un pue­blo, cuyo nombre no recuerdo, en que aquel mismo día se inauguraba un Cír­culo carlista

Una comisión, compuesta de los car­listas más caracterizados de la comar­ca, aguardaba en el andén.

Despedíme de Albi, prometiendo comunicarle noticias del Príncipe en cuanto llegara á San Juan de Luz.

— Y o he tomado café junto á él, de­cía otro.

— Y o les he enseñado el Círculo, añadía un tercero.

Tras estas y otras muchas exclama­ciones llovieron sobre mí mil pregun­tas referentes al viaje. Contesté, no lo detalladamente que hubiera deseado, por la premura del tiempo, y nos re­tiramos Albi y yo complacidos de ha­ber presenciado aquella explosión de entusiasmo.

- 199 -Aquella noche pernocté en Zaragoza

en casa de mi distinguida amiga la señora condesa de Fuentes; proseguí mi viaje el lunes en el tren de las cin­co de la mañana, después de haber be­sado el Pilar en que descansa la mila­grosa imagen de la Virgen, Patrona excelsa de aquella hero'ica y privile­giada ciudad. Dicha que no cupo á D. Jaime por las circunstancias que dejo expuestas.

Un Sacerdote y un joven de la mis­ma edad que nuestro Príncipe fueron mis compañeros de viaje desde Zara­goza á Pamplona.

—No se asuste usted si una pareja de la guardia civil viene á prenderle, dije al joven, después de haber hablado un rato del tiempo, del país que atra­vesábamos y de las fondas, temas obli­gados de la conversacio'n en estos casos.

—¿A mí? contesto' asombrado. —Sí , señor, á usted. — Y ¿por qué me han de prender? —Porque es hoy algo peligrosa mi

compañía para un joven de su edad y de su traza.

—Habrá usted de explicarse más claro; no comprendo qué conexio'n puede haber...

—Ahora va usted á comprenderlo.

— 200 — Cuando terminé la compendiada re­

lación del viaje de S. A., el Sacerdote me dijo:

—Pues sepa usted que unos señores que viajan en este mismo tren me han dicho; señalándole á usted en la esta-cio'n de Zaragoza: con ese caballero va D. Jaime.

Los tricornios no se dejaron ver; só-lo observé que en la estacio'n de Irún los polizontes examinaron cuidadosa­mente, hasta debajo de los almohado­nes, el coche en que pocos momentos después atravesé la frontera.

Llovía á torrentes cuando el tren se detuvo en la estacio'n de San Juan de Luz.

Allí estaba nuestro amabilísimo Príncipe rodeado de Sivatte y de to­dos mis hijos. ¡Cuan grande fué mi satisfaccio'n al besarle la mano y es­trecharle en mis brazos!

Conto'me entonces S. A. que an­sioso de llegar á San Juan de Luz, só­lo se había detenido á oir misa en Lourdes, desde que nos separamos en la torre de Sivatte.

Así se explica el que llegara á mi casa 24 horas antes que yo.

Nadie sospechó aquí la presencia de D. Jaime durante los ocho ó diez primeros días de su estancia, cuya cir-

- 201 —

Como he dicho, D. Jaime durmió una noche en lo alto del monte de La­rún, al amparo, muy problemático por cierto, de una borda.

Estas primitivas construcciones, si así puedo llamarlas, son obras de los pastores que durante el estío suben á

cunstancia le permitió hacer varias es-cursiones.

Visito' la preciosa hoz o' garganta conocida con el nombre de pas de Rol­dan; fué á Cambo, donde perseveran­do en la costumbre adquirida en su viaje, trabo' conversación con un espa­ñol, resultando ser éste sobrino de uno de los más célebres partidarios carlis­tas de Nabarra.

Subid al monte de Larún y durmió allí una noche sobre un puñado de he-lecho, como verdadero soldado.

En una palabra, á pie, á caballo, en coche, en bicicleta, recorrió todo este país, deteniéndose á tomar leche, sidra d pitarra, en los caseríos que encon­traba al paso.

Pronto advirtió su espíritu obser­vador las simpatías con que cuenta en este país la Causa representada por su Augusto Padre.

— 202 -apacentar sus ganados en aquellas pintorescas y elevadas regiones; están cubiertas de grandes losas.

Sus muros, cuyas piedras jamás se recostaron sobre mortero y arcilla, son cribas que dejan libre paso á los vien­tos y al agua.

¡Bien lo experimento' el príncipe aquella noche!

Cuando subimos por el empinado sendero que, partiendo de las canteras de Azcain, lleva á la cumbre, ora al través de enormes peñascos que las nieves desprendieron de lo alto, ora entre olorosos helechales que ocultan cien arroyos, estaba apacible la tarde; pero corrían por el cielo negros nuba­rrones cuya, direccio'n del O. al E., sue­le ser aquí de mal augurio.

Al pasar indiqué á S. A. un mise­rable caserío en que se alojo' su Augus­to Padre el año 1870, pocos momen­tos antes de entrar en España.

Recuerdo que habiendo yo ido allí á conferenciar con D. Carlos, quiso que me sentara á su lado sobre un ca­tre que constituía el mísero confort de aquella pobrísima vivienda; pero juzgándose indigno quizá de tanto ho­nor, rompio'se el catre en cuanto el Señor se apoyo' en él.—Ya ves que no es lujoso mi palacio, me dijo rién-

— 203 —

Cuando D. Jaime llego á la borda de Iracelaya, estaba el sol muy bajo en el horizonte. Después de encender una hermosa hoguera é instalado nues­tro campamento, sentóse D. Jaime á contemplar el soberbio espectáculo que se ofrecía á nuestros ojos. El si­lencio de aquellas casi inhabitadas re­giones prestaba al paisaje un carácter apacible y melancólico. El sol, corona­do de nubes de fuego, sumergióse len­tamente en las ondas del Océano; poco á poco un denso velo fué cubriendo la pintoresca silueta de Urrugne, y cien lucecillas vinieron á indicar la posi­ción ocupada por los pueblos que se asientan sobre las estribaciones de la montaña.

Aquella original velada gusto mu­cho á nuestro Príncipe, aunque tuvo sus quiebras, pues á media noche arre-cid la tempestad de tal modo, que llo­vía á torrentes dentro de la choza, siendo vanos nuestros esfuerzos á con­tener el agua y el aire que por todas partes penetraban. Al rayar el alba ceso la tormenta, y salid D. Jaime á

dose, pero te daré café; no pidas pla­tos de carne; no se usan gollerías en estas alturas.

— 204 —

Como he dicho ya, el Príncipe pudo permanecer aquí varios días sin ser reconocido; pero por momentos se iba haciendo más difícil guardar el incóg­nito. Como por otra parte tenía Su Alteza gran deseo de conocer á algu­nos carlistas de la frontera, me decidí á avisar á Irún que vinieran unos cuan­tos socios del Círculo (20 ó 30 á lo sumo) al inmediato pueblo de Urrug-ne. La noticia corrió de boca en boca, y fué una legión la que el Príncipe halló reunida á su llegada.

Lo que después ocurrió todo el mundo lo sabe. El recibimiento respe­tuosamente glacial hecho á doña Cris-

ocultarse en el hueco de una peña, á ver si podía cazar alguno de los enor­mes buitres que ocupan aquellos agres­tes lugares. Colocamos como cebo una oveja muerta; pero un pastor que, oculto á nuestros ojos, se colocó á po­ca distancia de la peña en que estaba la res, impidió que diez ó doce bui­tres que anduvieron rondando el fes­tín se decidieran á posarse. A pesar de este contratiempo, D. Jaime regre­só muy satisfecho de su excursión á Larún.

- 205 —

tina en San Sebastián, contrastaba con el entusiasmo que se desperto' á este lado de la frontera, siendo muy de no­tar que mientras el Alcalde de la li­beral Bilbao no se resolvía á ir, como todos los años, á saludar á la Regente, una lucida representación del Ayun­tamiento de la industrial villa bizcaí-na, con un Teniente-Alcalde, D. Simo'n de Oleaga, á la cabeza, se apresuraba á venir á San Juan de Luz á besar la mano á D. Jaime.

Una nota dirigida por nuestro mi­nistro de Estado al de Francia, pidien­do que cesara ese estado de cosas, hizo que, como en otros tiempos, fuera mi casa rodeada de agentes de policía, tanto españoles como franceses.

Para prevenir cualquier desagrado aconsejé á D. Jaime regresara á Italia, y resolvió S. A. partir el domingo 22 de Julio.

Aquel mismo día el Prefecto de los Bajos Pirineos, Monsieur Henri Paul, se presento' en mi casa, no á expulsar al Príncipe, ni á pedirle que se marchara, sino "á suplicarle que no creara dificultades al Gobierno francés. „

He querido—dijo—como primer magistrado del departamento, dar yo mismo este paso cerca de V. A., y de-

- 206 —

Serían las nueve y media de la no­che cuando el Príncipe, rodeado de numerosos carlistas, se dirigió' á la es­tacio'n. Los marqueses de Castrillo y Villadarias subieron al coche con él. En justa correspondencia á la respe­tuosa consideración con que el Prefec­to había tratado á nuestro Príncipe, no se oyó un sólo viva hasta que en el momento en que el tren se puso en marcha, varios soldados franceses, aso­mándose á las ventanillas, victorearon á D. Carlos y á D. Jaime.

San Juan de Luz 4 de Noviembre de 1894.

searía que, por ahora, no hablase de ello la prensa.

Cuando referí esta escena en presen­cia de D. Eusebio Blasco, que había venido á conocer al Príncipe, me pro­metió' aquel no hablar del incidente como lo deseaba el Prefecto; sin em­bargo, sus reticencias publicadas en Le Figaro dieron pábulo á mil conje­turas, y me ha parecido conveniente consignar aquí la causa de la reserva con que todos obramos.

Doña Blaaea'en Ispaña ( 1 )

Preguntóla entonces su Augusta Madre qué deseaba en premio de su buen com­portamiento, y contestó la Infanta:

— L o que más deseo es hacer una visita á las Religiosas que me educaban en Pau.

Accedió gustosísima la Señora, y pocos días después partió D . a Blanca, con su da­ma de honor, para la capital de los Bajos Pirineos.

E r a el mes de Agosto, época en que San Sebastián es un hormiguero de gente ale­gre y bulliciosa que almuerza en el casino, toma el five ó clokct en casa de Guillot y

r e s años hace que la Infanta do­ña Blanca terminó sus estudios en el Colegio del Sagrado Cora­zón de Florencia.

( l ) Artículo publicado eu El Basco el 2 de Diciem­bre de 1 8 8 8 .

— 208 —

come en el Helder de Biarritz, si no hay partido en Jai-Alai.

—¡Cuánto desearía ver San Sebastián! ¿No podríamos hacer esa excursión sin que nadie lo supiera ni me conociera?—pre­guntó D . a Blanca á X , que había ido á pre­sentarla sus respetos en Pau.

—Señora, contestó X después de un mo­mento de reflexión: un medio habría de ha­cer ese pequeño viaje sin peligro de que nadie pudiera conocer á V. A .

—¿Cuál es? —-El de embarcarse en Bayona en uno

de esos trenes que salen al anochecer y llevan á San Sebastian á centenares de per­sonas, no muy distinguidas, en verdad, pero perfectamente desconocidas fuera del Ras­tro de Madrid.

D . a Blanca acogió la idea con estusias-mo, y pocos días después llegó á la capi­tal de Guipúzcoa acompañada de su Dama y de dos hijas de X.

¡Con qué alegría recorrió calles y pla­zas, deteniéndose á oir la banda de música que tocaba en el Boulevard! Todo parecía á la Infanta magnífico, encantador. X la hi­zo observar que no sería prudente circu­lar por la población fuera de las primeras horas de la mañana, y á media noche se re­tiró S. A . para madrugar el inmediato día.

As í lo hizo, y su primer cuidado fué oir misa en la hermosa iglesia de Santa María; subió luego al castillo de la Mola, dete­niéndose cien veces á contemplar las lan­chas pescadoras que salían y entraban el puerto y el admirable panorama de que se disfruta desde las faldas del monte Urgull .

Cuando llegó á la plataforma del casti-

— 209 -

lio donde dan las rejas de la cárcel, un preso estaba cantando. ¡Qué impresión produjo en ella aquel canto!

—¿Quién será?—decía. Y aquel soldado, condenado á unas ho­

ras de arresto, lo convertía su compasiva imaginación en otro desventurado Silvio Pellico.

Desde aquella terraza v i o la Infanta to-'das las posiciones que ocuparon las fuer­zas carlistas y las liberales durante la pa­sada guerra. Venta Ciquiñ, Santiagomendi, y el terrible San Marcos por un lado, Ame-zagaña, Oriamendi y Santa Bárbara por otro. ¡Con qué atención escuchaba doña Blanca la relación de X! ¡Con qué interés miraba aquellos montes frondosos y risue­ños en que se derramó tanta sangre gene­rosa al grito de ¡Viva Carlos VII!

Para ver más de cerca algunos de los campos de batalla, quiso ir en coche hasta Hernani, y se verificó lo del adagio francés: L' appetit vient en mangeant.—

—-¡Oh! Si pudiéramos ir hasta Loyola , sería el día más feliz de mi vida!—exclamó de pronto la Infanta.

X se v i o en un verdadero compromiso. ¿Cómo negarse á las súplicas de aquella encantadora Princesa?

—Señora, dijo después de mil vacilacio­nes; V. A . sólo puede ir á L o y o l a de una manera: no dándose á conocer á nadie, co­mo lo ha hecho aquí, y llegando al Colegio al anochecer para volver á salir en direc­ción á la frontera mañana muy temprano.

—Pues hagámoslo así. ¡Qué alegría! Cuando llegó á la Hospedería de Loyo­

la el coche que llevaba á la alegre comiti-

— 210 -va, era ya de noche. Doña Blanca se acos­tó temprano, para levantarse también muy temprano; era preciso salir á las ocho de la mañana con dirección á Zarauz.

A las seis y media, profundamente con­movida, entró en la Santa Casa. L a r g o rato oró en la capilla del Santo, examinan­do luego minuciosamente todos sus deta­lles. Bajó después á la iglesia, desierta al parecer; pero en el momento en que X ha­cía que la Infanta fijara su atención en la hermosa estatua de San Ignacio, que ocupa el retablo del altar mayor, cuando sus hi­jos no están ausentes, el P. A. , cuya pre­sencia no habían advertido, se acercó y dijo:

—¿Querrán ver la sacristía estas seño­ras?

Volvióse X al oir estas palabras y se en­contró frente á uno de los Padres que más conoce y quiere.

—¿V. aquí?—exclamó el P. A . — Y a lo ve V. — ¿ Y estas señoritas son sus hijas? Ven­

gan á la sacristía. A s í lo hicieron y allí y a X no pudo ocul­

tar la verdad. — P a r a la Infanta no hay clausura, pue­

den ustedes entrar y ver todo el Colegio. — N o , replicó X, se sabría ciertamente y

pudiera esto ocasionarles disgustos. Insistió el P a d r e , pero cediendo al fin,

dijo: —Entonces voy, al menos, á abrir esta

gran puerta para que S. A . vea el claus­tro.

E n el momento mismo en que giró la pesada puerta sobre sus goznes, un respe-

— 211 — table P. cruzó el claustro sin levantar la cabeza.

— ¿ L o ha reconocido V?—dijo el P. A . á X .

— N o . —¡Qué coincidencia, Dios mío! —¿Ouién es? — E Í P. Cabrera. —¿El P. Cabrera? ¿El que educó al Rey? —Sí , el mismo; hace dos días que ha

llegado para ver si se repone aquí su sa­lud, muy quebrantada. Sería una crueldad ocultarle la presencia de la Infanta.

•—Es verdad, contestó X: llámelo V. L o s que presenciaron la entrevista de

doña Blanca con el P. Cabrera no la olvi­darán jamás.

Aquel venerable anciano, al verse frente á la hija del niño que él preparó para los combales que hoy sostiene, á quien ense­ñó á no desviarse jamás del camino recto que le trazaba, á no bajarse á recoger una corona que el inmundo fango del liberalis­mo hubiera, manchado, ¡aquel respetable Padre lloró como un chiquillo!

Serenándose, al fin, dijo: —Señora: pido á V. A . que acepte el úl­

timo recuerdo que recibí de manos de su Augusto Padre. Resistióse D . a Blanca, pero en vano; el P. Cabrera, que no tenía, sin duda, objeto alguno que estimara tan­to como aquel, corrió á su cuarto y trajo una pequeña estatua de la Virgen, que en­tregó á D . a Blanca.

En tanto el R. P. Rector, prevenido por ei P. A. , bajó también á ofrecer sus respe­tos á la Infanta, que habló un momento con él, y viendo q u e X estaba ya impacien-

— 212 — te subió al landeau que aquella misma no­che la llevó á Francia, atravesando la pre­ciosa vega de Zarauz y los riscos de Men-dibeltz.

Cuántas veces, desde aquel día, al encon­trarse con X , ha repetido la Infanta:

—¡Son los días que más grato recuerdo me han dejado en la vida!

E R R A T A S

P ág­ Línea Dice Léase

i l 2 S podrían podrán 6 1 2 5 de moronadas desmoronadas 6 3 2 0 un respetuoso su respectivo 8 4 3 3 puento pronto

1 0 4 . 3 mpresión impresión 1 1 2 2 3 Axpe Arfe 1 2 8 1 5 Marchena Archidona 1 S 8 última espuma espuma 1 9 2 penúltima historia histórica

Í N D I C E

Pííginas

DEDICATORIA v E l por qué de este libro XI I ¡España! — Caput Castellaa — De

B u r g o s al mar 1 7 I I Santander y las Astur ias 2 1 I I I . . . Covadonga 47 IV.. . . L a prisión de Quevedo.—Un Cír­

culo Car l is ta 57 V E n M a d r i d . — A la puerta de P a ­

lacio.—De los toros 7 1 V I . . . . El sepulcro y el trono aquí se juntan. 83 V I I . . Otro Sitio R e a l . — E l Cardenal

Monescillo. —Córdoba 9 1 V I I I . Itálica famosa 1 0 5 IX . . . . J e rez , Cadiz y Málaga 1 2 1 X L a V i r g e n de las A n g u s t i a s . . . . 1 3 3 X L . . . Otra vez en di l igencia 147 X I I . . E l Milagro de la Naturaleza.—Un

buen art i l lero.—De Valenc ia á Barce lona 1 5 7

X I I I . Monserrat 1 7 5 X I V . E l Marqués de Cerralbo 189 X V . . E n la frontera 195 Doña B lanca en E s p a ñ a 207

BN

B I B L I O T E C A N A C I O N A L

lli Ulli lilH

iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiniiiiiiii 1000538239