HOY TOCA SUFRIR, HERMANO - Dialnet en marcha el proyecto de un pequeño hotelito rural. Foncebadón...

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Me rompí en mitad de la noche. La náusea y el retortijón me despertaron en el mar adentro de la oscuridad. A duras penas pude contener el vómito durante los escasos me- tros que separaban mi litera de los pulcros servicios del albergue de Isabel. Tropezando a ciegas con los bultos y los esquinazos de las camas, pude alcanzar entre arcadas el retrete para volcar sobre la taza mis entrañas biliosas con su amargo regusto a hiel. A continuación, la diarrea abandonó mi cuerpo como un exabrupto, escurriendo mis tripas como un trapo miserable. Miré con tristeza mi reloj. Las tres de la madrugada. Con el cuerpo hecho una piltra- fa, regresé a mi lecho para tratar de reponer con sueño mi debilidad febril. Aún tendría que volver un par de veces durante la noche para dejar los desechos de mi desequili- brio orgánico. Mala suerte, compañero. Abrí los ojos empapado en sudor. El albergue entero estaba ya en pie para acometer una jornada muy especial en el hilo de la peregrinación. Dejada atrás la estepa caste- llana, hoy saltaríamos los Montes de León, el mito de los templarios, el Monte Irago de los antiguos. Y yo con estos pelos... Esperé emboscado en mi saco de dormir hasta que el dormitorio quedara libre y despejado, y entonces me levanté cansino, dolorido, disminuido. El más mínimo mo- vimiento me aceleraba el corazón hasta el confín de la taqui- cardia, mientras mi boca seca y empastada trataba de ges- tionar el sabor del amargor. El termómetro marcaba 38.8 ºC. Después del aseo rutinario, algo más concienzudo de lo habitual, salí al patio poco después de las siete y media. El día era frío y gris, y una llovizna fina y persistente cubría la piedra de una película brillante y resbaladiza. Me acerqué a la barra y le pedí a Isabel un litro de agua mineral, tres limones y un par de yogures naturales. - Lo ves como no estás bien... – me dijo con un tono de ya te lo decía yo –. - Está bien – contesté –. Tengo un poco de fiebre... y algo de diarrea... - Puedes quedarte un día. El médico pasará hoy visita en el consultorio. - No hace falta, de verdad. He de partir... - Bueno, si la cosa no va bien tienes varios refugios de aquí a Ponferrada: Manjarín, El Acebo, Riego de Ambrós, Molinaseca... - Lo sé, no te preocupes. Iba a salir casi sin gasolina, pero el cuerpo no me acep- taba más. Rebusqué en mi botiquín hasta dar con dos cáp- sulas de Fortasec, un antidiarreico. Desde el punto de vis- ta médico no era demasiado ortodoxo, pero la diarrea incontrolada no haría más que complicar las cosas, y espe- cialmente en un día con aquellas condiciones meteoroló- gicas. Completé mi tratamiento médico con un comprimido de ibuprofeno y otro de paracetamol, para la fiebre. Menos mal que en el Camino no hay control anti-doping – pensé con cierto sentido del humor –. Al salir a la carretera en- contré algunos peregrinos, seguramente los que habían pasado la noche en el refugio de El Ganso, y que ya lleva- ban cerca de dos horas de marcha. Durante los primeros tramos coincidí con un levantino que contemplaba estu- pefacto el paisaje que nos rodeaba. Ciertamente, la carre- tera asciende serpenteante entre robles y helechos, meci- da en el vaivén de las humedades, para perderse en la niebla de soledad. La lluvia arrecia y nos golpea el rostro hasta hacernos inclinar la cabeza clavando el mentón en la horquilla esternal. El ambiente es decididamente invernal. - Pero, ¿es que aquí no existe el verano? – me pregunta a bocajarro entre la sorpresa y la indignación –. - ¡Hombre! – exclamé –. Ya estamos en septiembre... - Pues eso... Yo, en Alicante, me paso este mes en la playa. - Esto es montaña – traté de explicar –. Y la temperatura no está tan mal. - ¿No? ¡Joder! Dios nos pille confesados... - Anda, que si vienes en invierno... - No quiero ni pensarlo. - Los pueblos por los que pasaremos hoy están prácti- camente abandonados, pero en tiempos sus gentes salían al encuentro y acompañaban a los pobres peregrinos sir- viéndoles de guía en esta tierra dura. - Tierra hostil... Y esta vez sin guías, a solas. - Nos tenemos unos a los otros – precisé –. Y en una vida mucho más fácil. - En fin... – el alicantino suspiró y se arropó estremecido en su forro polar cubierto a su vez por un chubasquero –. Hoy toca sufrir, hermano. Poco a poco se desprendió de mí, dejándome atrás. Mi ritmo era pesaroso. Los músculos se arrastraban plomizos, y sentía el sudor pegado a la piel bajo la capa de agua, favorecido por el efecto de los antitérmicos ingeridos tras HOY TOCA SUFRIR, HERMANO 1 de septiembre Rabanal del Camino - Molinaseca (24.7 Km) José Luis Vilanova Alonso

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Me rompí en mitad de la noche. La náusea y el retortijónme despertaron en el mar adentro de la oscuridad. A duraspenas pude contener el vómito durante los escasos me-tros que separaban mi litera de los pulcros servicios delalbergue de Isabel. Tropezando a ciegas con los bultos ylos esquinazos de las camas, pude alcanzar entre arcadasel retrete para volcar sobre la taza mis entrañas biliosascon su amargo regusto a hiel. A continuación, la diarreaabandonó mi cuerpo como un exabrupto, escurriendo mistripas como un trapo miserable. Miré con tristeza mi reloj.Las tres de la madrugada. Con el cuerpo hecho una piltra-fa, regresé a mi lecho para tratar de reponer con sueño midebilidad febril. Aún tendría que volver un par de vecesdurante la noche para dejar los desechos de mi desequili-brio orgánico. Mala suerte, compañero.

Abrí los ojos empapado en sudor. El albergue enteroestaba ya en pie para acometer una jornada muy especialen el hilo de la peregrinación. Dejada atrás la estepa caste-llana, hoy saltaríamos los Montes de León, el mito de lostemplarios, el Monte Irago de los antiguos. Y yo con estospelos... Esperé emboscado en mi saco de dormir hasta queel dormitorio quedara libre y despejado, y entonces melevanté cansino, dolorido, disminuido. El más mínimo mo-vimiento me aceleraba el corazón hasta el confín de la taqui-cardia, mientras mi boca seca y empastada trataba de ges-tionar el sabor del amargor. El termómetro marcaba 38.8 ºC.Después del aseo rutinario, algo más concienzudo de lohabitual, salí al patio poco después de las siete y media. Eldía era frío y gris, y una llovizna fina y persistente cubría lapiedra de una película brillante y resbaladiza. Me acerquéa la barra y le pedí a Isabel un litro de agua mineral, treslimones y un par de yogures naturales.

- Lo ves como no estás bien... – me dijo con un tono deya te lo decía yo –.

- Está bien – contesté –. Tengo un poco de fiebre... yalgo de diarrea...

- Puedes quedarte un día. El médico pasará hoy visitaen el consultorio.

- No hace falta, de verdad. He de partir...- Bueno, si la cosa no va bien tienes varios refugios de

aquí a Ponferrada: Manjarín, El Acebo, Riego de Ambrós,Molinaseca...

- Lo sé, no te preocupes.

Iba a salir casi sin gasolina, pero el cuerpo no me acep-taba más. Rebusqué en mi botiquín hasta dar con dos cáp-sulas de Fortasec, un antidiarreico. Desde el punto de vis-ta médico no era demasiado ortodoxo, pero la diarreaincontrolada no haría más que complicar las cosas, y espe-cialmente en un día con aquellas condiciones meteoroló-gicas. Completé mi tratamiento médico con un comprimidode ibuprofeno y otro de paracetamol, para la fiebre. Menosmal que en el Camino no hay control anti-doping – pensécon cierto sentido del humor –. Al salir a la carretera en-contré algunos peregrinos, seguramente los que habíanpasado la noche en el refugio de El Ganso, y que ya lleva-ban cerca de dos horas de marcha. Durante los primerostramos coincidí con un levantino que contemplaba estu-pefacto el paisaje que nos rodeaba. Ciertamente, la carre-tera asciende serpenteante entre robles y helechos, meci-da en el vaivén de las humedades, para perderse en laniebla de soledad. La lluvia arrecia y nos golpea el rostrohasta hacernos inclinar la cabeza clavando el mentón en lahorquilla esternal. El ambiente es decididamente invernal.

- Pero, ¿es que aquí no existe el verano? – me preguntaa bocajarro entre la sorpresa y la indignación –.

- ¡Hombre! – exclamé –. Ya estamos en septiembre...- Pues eso... Yo, en Alicante, me paso este mes en la

playa.- Esto es montaña – traté de explicar –. Y la temperatura

no está tan mal.- ¿No? ¡Joder! Dios nos pille confesados...- Anda, que si vienes en invierno...- No quiero ni pensarlo.- Los pueblos por los que pasaremos hoy están prácti-

camente abandonados, pero en tiempos sus gentes salíanal encuentro y acompañaban a los pobres peregrinos sir-viéndoles de guía en esta tierra dura.

- Tierra hostil... Y esta vez sin guías, a solas.- Nos tenemos unos a los otros – precisé –. Y en una

vida mucho más fácil.- En fin... – el alicantino suspiró y se arropó estremecido

en su forro polar cubierto a su vez por un chubasquero –.Hoy toca sufrir, hermano.

Poco a poco se desprendió de mí, dejándome atrás. Miritmo era pesaroso. Los músculos se arrastraban plomizos,y sentía el sudor pegado a la piel bajo la capa de agua,favorecido por el efecto de los antitérmicos ingeridos tras

HOY TOCA SUFRIR, HERMANO1 de septiembre Rabanal del Camino - Molinaseca (24.7 Km)José Luis Vilanova Alonso

el frugal desayuno. Cuando las rampas de ascenso, afor-tunadamente bastante tendido, me acercaban aFoncebadón, me volví a preguntar qué hacía yo allí. Solo.Perdido. Enfermo. Débil. Cansado. Dolorido. Volvieron amí la duda, la languidez y el sufrimiento. No quise acordar-me de la noche de Bercianos, ni de la vida que bebí en miscompañeros de marcha. Pero fijé las últimas palabras delperegrino de Alicante. Hoy toca sufrir, hermano.

Según vamos ascendiendo, la vegetación escasea, ysólo sobreviven los piornos y los tojos. A pesar del cieloabierto, la luz es mortecina, gris, triste. Casi seis kilómetrosdespués de Rabanal, Foncebadón enseña la nariz, la ante-sala del Monte Irago, otrora un importante enclave medie-val al que asomaban hospederías, hospitales y conven-tos. Hoy sólo sus ruinas subsisten al abandono. El mitoproclama desde mi adolescencia que sólo sobrevive unúnico habitante entre unas cuantas ovejas y algunos pe-rros que las protegen de los lobos. Nunca lo he visto. Casidiría que nadie lo ha visto jamás.

Cuando enfilo la calle Real de Foncebadón, la lluvia caecomo una pertinaz cortina de agua, por momentos torrencial,mientras el cielo se deja arrasar por los surcos negros de latristeza. Las ruinas se desploman a ambos lados del cami-no, tan grises como el día. La soledad y el abandono seperciben como un olor ocre y pegajoso, mientras mi pielsudorosa se adhiere al plástico de la capa de agua. Hayalgo como de miedo en el ambiente, como de muerte. Sólose escucha el repiqueteo del agua salpicando un silencioinhóspito. Ni un susurro del aire. Ni un canto de pájaro. Niun quejido de la tierra. Mi mirada recorre las piedras espe-rando una sorpresa desagradable, tal vez una alimaña, oun perro enseñando los dientes. Es difícil explicar cómo unpueblo grande como aquel, del que aún se intuye su anti-guo esplendor, queda convertido en un fantasma turbio ypatético. Está claro que los lugares son sus gentes. Atur-dido por la atmósfera que me rodeaba, reparé sorprendidoen una luz que se escapaba de una puerta y unas venta-nas, a mi derecha. A su través comprobé la existencia deuna barra de bar, mesas y sillas. Penetré en su interior y fuecomo un oasis de hospitalidad en el desierto de la soledad.Un pequeño hervidero de peregrinos se desdoblaba envoces cálidas tratando de poner con paciencia a mal tiem-po buena cara. Allí recuperé el calor de la madera, de uncafé caliente y de un mesonero solícito y acogedor, mien-tras fuera acechaban la oscuridad, el frío y la inquietud.Allí me enteré de que un par de locos pretendían poner denuevo Foncebadón en pie para la acogida de los peregri-nos. Además del lugar en el que me encontraba, estaba apunto de abrirse un nuevo refugio, y parece que tambiénestaba en marcha el proyecto de un pequeño hotelito rural.Foncebadón resucita al amparo del Camino.

Los dos kilómetros escasos de subida hasta la Cruz deHierro son los más duros, pero el estímulo tira fácil de uno.Cuanto más nos acercarnos, la lluvia se hace más fina,aunque la niebla se espesa atrapada entre el cielo y latierra. En el paraje yermo del Monte Irago, emerge unasencilla cruz aupada sobre un palo de roble retorcido y

avejentado, como un mágico jalón en el punto más alto delCamino, a algo más de 1.500 metros sobre el nivel del mar.Se dice que fue Gaucelmo, un viejo ermitaño medieval,quien construyó la cruz sobre la base de un antiguo altarromano dedicado a Mercurio, dios de los caminos. Pero loque convierte a este lugar en un emblema de la peregrina-ción es el montículo que sirve de base al humilde crucero,y que se ha formado a lo largo de los siglos a partir depiedras arrojadas por los peregrinos, traídas desde suslugares de origen, aunque en muchos casos enriquecidascon cantos obtenidos de los alrededores. Impresiona con-templar los signos de tantos peregrinos perdidos en lanoche de los tiempos, unidos en las piedras procedentesde la tierra de cada uno y que se agrupan amontonadaspara el sustento de la cruz. Y se trata, por cierto, de unatradición pagana.

Llego con las entrañas temblando. El agua me escurrepor las piernas mientras un espasmo me estruja la tripa.Tengo que alcanzar el propio montículo de la cruz paraapoyar mi equilibrio vacilante. Siento hervir la piel de su-dor, con la sensación ya conocida, ya experimentada otrasveces, de no poder más. Sólo ocho kilómetros de etapason suficientes para colocarme a las puertas del abando-no. Al menos la lluvia se ha convertido en una húmedaniebla meona. Cuando me palpo la debilidad, un matrimo-nio se acerca a mí. Andan claramente en la sesentena. Peloplateado, sobrepeso moderado, piernas varicosas, expre-sión afable y lentes salpicados de pequeñas gotitas. Conuna dulce serenidad esponjada en su sonrisa, despidenun delicioso aroma a jubilados de esos que no puedenevitar su infinito amor por la vida.

- Sprichts du deutsch? (¿Hablas alemán?).- Lo siento… Sorry…- English? (¿Inglés?).- Little... (Un poco).

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- We need a photograph (Necesitamos una fotografía)– me extiende una cámara fotográfica –, with cross at bottom,please… (Con la cruz al fondo, por favor).

- Of course... (Desde luego).

Se abrazaron con una ternura fuera de lo común. Mien-tras les contemplaba a través del visor me pareció percibiruna profunda vida de pareja congelada en un segundo.Son cosas que no se pueden explicar, pero que destilandesde los poros del alma. Celebraron el chispazo del flash(había muy poca luz) como unos chiquillos alborozados.Respiraban con esa profundidad que sólo se consiguedesde la vida intensamente vivida, desde esa interioridadfecunda que se acerca a la plenitud.

- Now, you... (Ahora, tú).- ¿Me…? No, no... (¿Yo? No, no...).- Yes. Here (Sí. Aquí) – Ella me coloca cogiéndome de

los hombros, con suavidad –.- With cross at bottom, please (con la cruz al fondo por

favor) – les pido con una sonrisa mientras señalo haciaatrás con mi dedo pulgar –.

- Of course, of course... (Desde luego, desde luego…) –el germano ríe con envidiable sentido del humor antes dedisparar su cámara –. We´ll send you a copy by mail...Where are you from? (Te enviaremos una copia por co-rreo… ¿De dónde eres?).

- From Astorga, but I live in Madrid (De Astorga, perovivo en Madrid).

- Oh, Astorga! – Ella junta las manos con devoción –. Awonderful city in the Camino! (¡una maravillosa ciudaddel Camino!).

Lo ha expresado con admiración, mientras me mirabacomo si mi procedencia imprimiera carácter. Quedaba claroque para aquella gente el Camino, expresado así, en caste-llano, era algo especialmente importante en sus vidas.

- And you? (¿Y vosotros?).- We come from Flensburg, a little place at north of

Germany, in the bordeline with Scandinavia (Venimos deFlensburg, un pequeño lugar al norte de Alemania, en lafrontera con Escandinavia) – él se expresó con tristeza,casi como pidiendo perdón por la modestia de su proce-dencia –.

- At the other side of Denmark? (¿Al otro lado de Dina-marca?) – pregunté mostrando interés –.

- Yes! (¡Sí!) – sus ojos se abrieron de par en par al sen-tirse identificado –.

- One day, I want to know it (Un día, quiero conocerlo).- Our home is your home (Nuestra casa es tu casa) –

proclamó con la más transparente de las sinceridades –.

Aún seguimos hablando hasta lo que daba de sí miescaso inglés. A pie de senda, en pocos minutos, fue comosi compartiéramos nuestras vidas en un instante. Otra vezla magia del Camino que sólo se entiende mirando a losojos y con el corazón en la mano. Me pidieron mi direccióny se la alargué escrita en una hoja de papel arrancada de milibreta. Cuando recibí en mi casa, unas semanas después,el sobre procedente de Flensburg, con mi propia letra pe-

gada sobre el dorso, decidí que aquella pareja de jubiladospasaría a formar parte definitivamente de mi vida, aunquenunca volviera a verlos.

El descenso desde la Cruz de Hierro nos sigue sumer-giendo en la niebla. Retazos de nubes bajas juguetean conla montaña descubriendo un hermoso contraste entre elverdor de la vegetación recuperada y el gris húmedo delos ribetes algodonosos. Prácticamente desde arriba co-mienza a escucharse el tañido lastimero de una campanalejana, progresivamente más nítida según nos acercamosa Manjarín, un par de kilómetros más abajo. Todos sabe-mos que es Tomás, el último bastión de los templarios, elhospitalero del enésimo pueblo abandonado por estosparajes, el último reducto de hospitalidad en mitad de lanada. Todavía hace sonar su campana en los días de nie-bla, para tratar de orientar al peregrino. Cuando el caminoserpentea entre las primeras casas de Manjarín, a un ladode la carretera se adivina el peculiar refugio aderezado derasgos templarios, con un aroma entre cutre y casposo. Ellugar puede gustar o no, pero está claro que no deja indi-ferente. No pude evitar acercarme. Una gran banderatemplaria ondea a la entrada del albergue, dando paso a unpequeño porche con aires de chamarilería. Junto a la puer-ta de entrada se amontonan motivos templarios, un mano-jo de bordones de diverso pelaje, cirios con la cruz deSantiago, vieiras jacobeas, colgantes con motivos religio-sos y profanos, un rostro de Jesús de Nazaret, un par desables acompañados de un espadón, plantitas diversas enpequeños tiestos, fotografías de peregrinos, un tocón deleña, unos rancios evangelios de edición preconciliar, unahucha para los donativos y un sinfín de objetos diversosdifíciles de identificar. Todo enmarcado por una parraasténica y aderezado de perros y gatos que se cruzan pordoquier. Al lado de la puerta, la campana que Tomás hacesonar en los días de niebla, y siempre cada vez que pasaun peregrino. Sobre el dintel, una laja de pizarra en la queestá escrito con tiza: MANJARÍN: UNA LUZ EN EL CAMINO.

Al asomar la cabeza por la puerta se desprende un pe-gajoso aroma cafetero, en una penumbra que sobreviveentre luces mortecinas. Tomás sale al encuentro con dos otres termos de café entre sus brazos. Le adorna una barbahosca y unas gafas de montura cuadrada muy pasadas demoda. Viste una camiseta blanca larga con una gran cruztemplaria de color rojo en el pecho, unos descoloridospantalones de pana raída y unas viejas sandalias de cuero.Mientras nos ofrece café a los seis o siete peregrinos quehemos parado por allí, comienza su monólogo.

- Soy Tomás. Nací en Astorga, pero desde que recorríalgunas de estas rutas en los años ochenta, decidí quedar-me por aquí. Proporciono acogida al peregrino y vivo desus donativos... Disculpad... – se vuelve para tocar la cam-pana –...Cada vez que veo pasar un peregrino tocamos lacampana. Es como tocar a gloria y saludar al Cristo quemarcha con cada uno. En este refugio han dormido ya másde treinta mil peregrinos... – se levanta y vuelve a agitar lacampana –...Soy templario. En la Orden del Temple cree-mos en la unión con el mundo divino, y en la práctica diaria

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de la fraternidad humana, de la fraternidad cósmica... Unsegundo...

Tomás consulta su reloj y se introduce en el refugio.Retorna en menos de un minuto. Sale de nuevo con unatúnica blanca con capucha, un cíngulo blanco anudado asu cintura y una gran cruz templaria de quincallería colga-da del pecho.

- Son las once en punto, hora de la oración templaria decada día.

Enciende una antorcha que entrega a una peregrinabelga, y después cede dos estandartes a dos voluntariosde los presentes. Entonces cierra los ojos y, con los brazosabiertos, coloca los dedos meñique y anular de cada manoen semiflexión tensa, con el corazón, índice y pulgar ensemiextensión contenida. Parece convencido de estar lla-mando a la trascendencia. Entonces comienza a murmuraruna serie de sonidos guturales ininteligibles, y parece des-granar el santoral con un ritmo similar a las letanías delrosario. De vez en cuando da golpes a la campana, peroahora con una espada. El grado de alucinación entre elpersonal es elevado, mientras Tomás da gracias al santo-ral, gira convulso sobre sí mismo, habla de los desastres ylas tragedias que acechan al mundo, pide a los asistentesque se cojan de las manos formando un círculo, y nosregala a cada uno un puñado de energía positivapersonalizada, para terminar con una última ración de cam-pana desenfrenada a modo de traca final. Necesito suspi-rar al final y, francamente, no sé qué pensar. El tipo parecevivir pobremente. Si únicamente pretende montar un es-pectáculo, no hay duda de que «se lo curra». Si ha renun-ciado al mundo para vivir como un ermitaño y marchar enbusca de la trascendencia, siempre lo respetaré, por extra-vagante que me parezca. Si su único fin es ayudar al pere-grino, y trata de hacerlo con un «ambiente especial», valecomo algo folclórico. De cualquier forma, queda claro queen los Montes de León puede ocurrir cualquier cosa...

La bajada se hace cada vez más pronunciada. Aunqueen la mayor parte del trayecto seguimos la traza de la carre-tera, un par de desvíos que cortan la montaña «a pelo»

ganan tiempo y distancia, pero dificultan un tanto el des-censo, sobre un terreno agreste, pedregoso y resbaladizo.Me siento bien. Voy olvidando la fiebre, recupero poco apoco mi tono vital. Al deslizarme por una empinada ladera,por fin se abre ahí abajo El Acebo, asomando entre la nie-bla. Justo antes de entrar al pueblo, retomamos la carrete-ra, para dibujar un último giro de casi 180 grados y enfilarla calle Real, que se abre pulcra, acogedora, limpia, recicla-da. Hace veinticinco años, cuando veníamos por aquí enaventuras motorizadas de juventud, transitábamos por unpastizal achocolatado por el barro y los excrementos delganado vacuno, mientras sus casas se desmoronaban en-tre la desidia y el abandono. El Acebo parecía el siguientepueblo a fenecer por la diáspora y con el mismo triste des-tino de muchos colegas suyos de la provincia de León. Sinembargo, sobrevivió gracias al Camino, se rehabilitó conel paso de los caminantes. A la entrada, un coqueto refu-gio municipal se ofrece al peregrino; algo más abajo, lafuente de la Trucha, y en mitad del pueblo un par de meso-nes se muestran tentadores con atractivos productos dela tierra. Llevo casi diecisiete kilómetros pateados, la lluviatrata de reaparecer y con el mediodía claramente sobrepa-sado, el cuerpo me pide algo de comer. Así que, sin dudar-lo, decido entrar en el mesón El Acebo. En una pequeñabarra de madera justo a la entrada, prácticamente me doyde bruces con Vivianne, quien mordisquea lánguidamenteun contundente bocadillo. Me dibuja una media sonrisamientras me hace una seña con sus hermosos ojos verdesy me susurra a media voz.

- Frío... Mucho frío...- Sí. Verdaderamente…. ¿Qué comes? Ah, jamón. Una

mala elección...- ¿Mala?- Mala, mala... Esta no es tierra de jamón, pero sí de

buen chorizo, o de cecina; parecida al jamón pero hechode la pata trasera de las vacas.

- ¿Cecina? ¿Vacas?- Sí... – sonreí ante su expresión de asombro –. Lo malo

es que es difícil encontrarla en su punto justo. Por cierto,hoy te veo un poco retrasada. Tú eres de las que salen alas cuatro de la mañana. Y ayer te vi en Rabanal...

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Cementerio de Manjarín, al lado del refugio de Tomás

- Pues sí. Pero la lluvia, el frío, la niebla... – su voz sona-ba apagada –. Y en un lugar como este, con una oscuridadtan cerrada... Me dio miedo.

- Vivianne... ¿Lo he dicho bien?- Correcto – ella sonrió un tanto forzada, disimulando

el temblor de su voz –.- Pareces triste...- No... – bajando la mirada –.- Vivianne... Tienes una expresividad tan viva, que no

puedes esconderla. Y ahora no eres la tía desbordante yapasionada que yo conocí en Astorga.

- Estoy bien... – la congestión de sus ojos no lo corro-boraba –.

- ¡Vaya! Perdón... He hurgado donde no debía. Lo sien-to, de verdad.

Hice ademán de recoger mis cosas para marcharme, mien-tras un par de sollozos ahogados escaparon de su control.Por un momento no supe si pasar mi mano sobre su hom-bro, secarle las lágrimas o desaparecer sin más de sus emo-ciones. Me sentí torpe, lamentablemente torpe.

- Espera... No te vayas. Verás...- Vivianne... No tienes que contarme nada. No es nece-

sario. No tienes que darme explicaciones. Soy un estúpi-do.

- Escúchame. Por favor... Necesito que me escuches...- Claro...- He recibido una mala noticia. Eso es todo...- Ya...- Se trata de un niñito brasilero. De las favelas de Río.

Es una historia larga... Quedó huérfano y está enfermo deuna leucemia. ¡Con ocho añitos! Lo acogimos en adopciónentre un hermano mío y yo, y lo llevamos a Estados Uni-dos. No hay mucho más que hacer, y sabíamos que podríarecaer. Anoche he hablado con mi hermano. Está peor. Otravez los ciclos... ¡Dios! No ha tenido un respiro en su vida...– las lágrimas ya son francas –.

- Te ha tenido a ti. Os tiene a vosotros...- No es suficiente. Él tiene tan poco porque yo tengo

tanto.- Vivianne. Eres una tía estupenda...- No me vale. ¡Y menos a Marinho!- Te honra tu dolor. Un dolor que no es tu dolor. Es el de

otros... Eso no es corriente en nuestro mundo.- Tengo que pensar en volver – se seca las lágrimas –.- Vale. Pero hay llevar alegría, esperanza. No tristeza...

Tómate tu tiempo.- Tienes razón – se pone en pie –.- ¿Adónde vas?- Sigo camino...- ¿Quieres que te acompañe?- No has comido...- Eso puede esperar...- No. Necesito estar sola, caminar sola, pensar sola.

Estoy bien. De verdad.- Voy detrás de ti. Si me necesitas, sólo tienes que espe-

rarme... No te preocupes por esto. Yo te invito.- Eres un encanto...

Vivianne se emboscó tras múltiples ropajes y se calzó lamochila. En la puerta se volvió desde su chubasqueroamarillo y me donó la sonrisa que yo conocía.

- ¡Gracias! De corazón – llevó su puño cerrado al pecho–. ¡Muchas gracias!

Dejé pasar una media hora prudencial, el tiempo sufi-ciente para no «atropellar» de nuevo a Vivianne. Era la unade la tarde, y me separaban ocho kilómetros de Molinaseca,presunto fin de etapa. Un par de horas. El día seguía nebli-noso y gris, pero hacia el oeste parecía clarear. A pesar dela humedad, y de unas «minigotas» dispersas, opté pordescartar definitivamente la capa de agua. Se camina mu-cho mejor sin ella. Salí del pueblo siguiendo la línea deldescenso. Junto al cementerio, una placa recuerda a unperegrino alemán fallecido en accidente de bicicleta. Pocodespués alcanzo la desviación hacia Compludo, lugar enel que aún funciona una herrería medieval del siglo XImovida y refrigerada por agua. Absolutamente recomen-dable acercarse a todo el que pase por allí. Pronto abando-namos la carretera para iniciar un profundo descenso so-bre una senda empedrada que atraviesa un piornal. El en-torno es de una belleza fuera de lo común, pero el caminoes peligroso, y requiere extremada atención para no rodarpor la ladera o no quebrar un tobillo en una falsa maniobrafacilitada por las piedras sueltas y mojadas. Las rodillassufren en el apoyo de cada paso. Así llegamos a Riego deAmbrós, otro delicioso lugar, también muy adecentado, enel que advierto un nuevo refugio de peregrinos. Asomo lanariz para «cotillear» y lo que veo me gusta. No debe detener más de doce o quince plazas, pero están dispuestasde manera muy original; como si fuera un vagón de trencon un estrecho pasillo lateral y pequeños compartimentosal otro lado, cada uno de ellos con un par de literas. Medieron ganas de quedarme, pero necesitaba avanzar algomás.

Los últimos cinco kilómetros hasta Molinaseca tienenlugar montaña a través. Aparecen castaños por doquier,con algunos ejemplares (y me acuerdo especialmente deuno a la salida de Riego) ciertamente espectaculares. Nue-vamente resulta delicado gestionar el descenso, pero elaroma limpio a naturaleza vivifica. Algunos tímidos rayosde sol parecen forzar el ya débil filtro de nubes. Cuando lasenda retorcida nos deja en la carretera, el descenso prác-ticamente ha concluido. Hemos dejado atrás la primera granbarrera montañosa que nos separa de Galicia. Sólo nosqueda por delante el mítico O Cebreiro. Entonces se cobraconciencia de que ha sido una etapa preciosa, tal vez unade las más hermosas de todo el Camino. La entrada aMolinaseca tiene lugar a través de un puente medievalrománico sobre el río Meruelo. Antes de encarar la calleReal, se pasa frente al santuario de las Angustias, del sigloXIII, cuyas puertas se revistieron de hierro forjado porquelos caminantes arrancaban astillas de madera que se lleva-ban como recuerdo. La calle principal se encuentra abriga-da de casonas nobles y escudos nobiliarios. Molinasecaes un pueblo bullicioso, vital, con marcada vocación vaca-cional y con una apreciable población flotante veranean-te.

40/ARGUTORIO nº 28 1er SEMESTRE 2012

El albergue de peregrinos de Molinaseca tiene sabor.La planta baja está ocupada por la cocina, un comedor enel centro con diseño de mini-anfiteatro y los servicios conlas duchas al fondo. Subiendo por una doble escalera demadera a ambos lados se accede al dormitorio en la plantasuperior, con piso y columnas de madera, literas dispues-tas de manera muy estudiada para obtener la máxima capa-cidad de ocupación con las mínimas interferencias, y airesde refugio de montaña. Además, una amplia pradera en elexterior, parte de ella cubierta por un porche, abre la posi-bilidad de acampadas durante el verano cuando el alber-gue se sobresatura.

A la hora de la cena nos juntamos todos. Alrededor dela mesa mayor del comedor fuimos aportando cada unonuestras provisiones. Volvía a saborear una de esas mara-villosas cenas compartidas, porque estábamos todos losperegrinos que pernoctábamos en el albergue. ¿Todos?No. En la otra mesa, la más pequeña, la que sólo se utilizaen los días de máxima sobrecarga, esa que está escondidaen la penumbra; allí, sí. ¿Quiénes estaban? Pues eso,Blancanieves y sus enanitos. Solos. Aislados. Unos tris-tes macarrones con tomate y unas chuletas. Sí. Pero solos.Ella siempre erguida. Siempre adusta. Siempre seca. Siem-pre dura. Por supuesto, todo dispuesto a sus órdenes: lacomida, la compra, la colada, las horas de sueño, el paseopor el pueblo… Me preocupaba aquella muchacha. ¿Quéocultaba detrás de esa costra aislante? ¿Qué había detrásde aquella mirada heladora? Con un punto de belleza queno le faltaba, ¿qué escondía su imagen asexuada y autori-taria? Me pareció que aquello sobrepasaba todo lo razona-ble, así que, después de comentarlo con mis compañerosde cena, me levante y me dirigí hacia su mesa.

- ¡Hola! – procuré mostrarme cercano, cálido –.- ¿Sí? – el cuello estirado de Blancanieves comenzó a

ponerme nervioso –.- Verás... Es que estábamos allí todos juntos, cenando.

Cada uno ha traído algo y lo hemos preparado entre todos.- ¿Y…?- Pues nada, que lo estamos pasando bien, nos reímos

mucho. Y habíamos pensado que, si os parece, podéisincorporaros a la fiesta. Hay sitio de sobra, y comida, tam-bién.

- El caso es que nosotros ya hemos preparado nuestracena – sólo hablaba ella, mientras los demás ni siquierahabían dejado de comer –.

- ¡No importa! – contesté ingenuamente –. Podéis aña-dirla a la causa común.

- Mire usted, le agradecemos sinceramente su propues-ta, pero mis hermanos están en una edad difícil, y con eldesgaste de estos días, precisan una dieta equilibrada yconstante de lo cual yo me ocupo personalmente. Ade-más, queremos acostarnos pronto, así que si no le impor-ta...

Decir que quedé estupefacto es poco. De toda aquelladesconcertante retahíla, lo que más me descolocó, lo quese me clavó en el corazón, fue el distante trato de usted. Yasé que mis cuarenta y cinco años no son sus veintitantos,pero es que en el Camino no existe el usted. No sé cómo

explicarlo. El Camino nos iguala a todos de tal forma queno existen las edades, ni las jerarquías, ni las posicionessociales, ni los títulos académicos. En el Camino somos túy yo, y de ahí al nosotros; y después con ellos, ya somostodos. No hay más. Aquí nadie es relevante. Un últimoaldabonazo me devolvió a la realidad.

- ¡Buenas noches!

Volví a mi lugar tambaleante y con el alma entre las pier-nas. Cuando me senté, dejándome caer pesadamente, miscompañeros se volcaron sobre mí.

- ¿Qué ha pasado? ¿No vienen?- ...- Contesta, ¿qué ocurre?- Me ha tratado de usted... – mi mirada se perdió en el

horizonte arrastrada por el asombro –. ¡...De usted...!- ¡No jodas!- Pero, ¿vienen o no? – insistió alguien –.- ¿Tú, qué crees?- Que no...- Pues eso... Sus hermanitos tienen que crecer, comer

bien, y necesitan descansar. Disciplina, ya sabes...

Cuando Blancanieves y sus chicos se retiraron, fuerondespedidos con los vasos de vino en alto, un brindis en elque se mezclaron con cierta amargura una nueva invita-ción a compartir y un cierto reproche por su rechazo. Nocreo que captaran el doble matiz. La cena siguió por losderroteros habituales, animada por el chispazo del vino.Risas, anécdotas, chistes, pequeñas historias, comenta-rios sobre la etapa, planes para mañana... Lógicamente,personalicé más con los que tenía a mi lado, un matrimonioaragonés.

- He observado que cojeas mucho, Alicia.- Tengo los pies llenitos de ampollas – resopló –. La

bajada de hoy fue terrorífica... Pero he comprado unosparches especiales en la farmacia.

- ¿Te los has puesto?- No. Ahora, antes de dormir.- Espera... ¿Quieres que te las mire?- Pero tú... ¿Sabes?- Soy médico – le dije en voz baja –. Pero no se lo digas

a nadie.- Claro... Sí... Fantástico.- Cuando subamos al dormitorio, veremos si podemos

arreglarlas. ¿Vale?

La cosa no era grave, pero suficiente para bloquear elproyecto de seguir caminando. Vacié sus ampollas conayuda de una hojita de bisturí que llevaba en mi botiquín.Agua caliente con un buen chorro de Betadine y al díasiguiente parches en algunas de ellas antes de partir. Meacosté con ansia de vivir. Traté de ordenar mis sensacio-nes y mis experiencias. Y cuando me disponía a disecarcada momento vivido, prácticamente me atropelló la per-siana del cansancio, y quedé suspendido en ese misterio-so espacio intangible del sueño.

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