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Horacio Quiroga Cadáveres frescos

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Horacio Quiroga

Cadáveres frescos

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Cadáveres frescos / Horacio Quiroga Corrección / Gimena RiverosFoto de tapa / https://www.flickr.com/people/tonyjcase/Diseño de tapa e interiores / Víctor Malumián

Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.arinfo@edicionesgodot.com.arFacebook.com/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotBuenos Aires, Argentina, 2014

Quiroga, Horacio Cadáveres frescos y otros textos. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2014. 80 p. ; 20x13 cm. ISBN 978-987-1489-85-5 1. Literatura Uruguaya. I. Título CDD U860

Impreso en Bonus PrintLuna 261, Ciudad autónoma de Buenos AiresJunio de 2014

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Cadáveres frescos

[Publicado en El hogar, año 2, n° 1089, 29 de agosto de 1930, Buenos Aires]

La información literaria del escritor, vale decir el acopio de datos contingentes con el tema que se ha elegido, se obtie-

ne por lo común sin otras dificultades que las inherentes a la pérdida de tiempo que exigen. Aquí o allá, en el libro, en la fuente de primera agua, pacientemente escudriñada en las entra-ñas de un texto o bebidas ávidamente en las pa-labras del testigo del caso, esta información in-dispensable, por breve que sea, constituye con holgura la tarea más liviana del arte de escribir.

No siempre pasa así, sin embargo. Cuesta en ocasiones un ojo de la cara obtener

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dos o tres datos vivos sin los cuales el relato, todo el paciente edificio levantado con mayor o menor acierto, bambolea y se desmorona como un castillo de naipes.

Dentro de mis fuerzas y de mi tarea, yo tuve ocasión de sufrir por dos veces el con-traste anotado. En una y otra circunstancias la información a obtener era de menor cuantía: una simple exclamación de auxilio, en el pri-mer caso. Y un dato de orden profesional, soso como pocos, en el segundo. En ambos fracasé, conforme se va a ver por las siguientes líneas.

Ocupábame yo entonces de planear los relatos que con los nombres de El conduc-tor del rápido y Más allá, debían salir a luz unos meses más tarde. Se refiere el primero a un maquinista de ferrocarril que durante la conducción de un tren expreso tiene que so-portar la lucha entre su deber profesional y las

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llamaradas de su locura. Y en Más allá se ex-pone la psicología -diremos ultraespectral- de dos novios suicidas.

Yo tenía necesidad de saber con qué palabras un maquinista, pasando a toda la ve-locidad de su tren por una estación, pide des-vío para evitar una catástrofe. Y para el otro relato, mi deseo era aún más simple: enterar-me de si es posible enterrar a dos personas en un mismo ataúd.

Poca cosa, como se ve; pero ni en uno ni en otro caso me fue posible obtener la in-formación precisa. Un amigo me había pro-metido -en vano, luego se vio- el permiso ne-cesario para viajar en la locomotora del rápido a Rosario. Otro amigo solicitó y obtuvo en mi favor la autorización precisa, solamente hasta Tigre, ida y vuelta. La modestia del petitorio del segundo amigo me había salvado. Mas

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nada gané con ello. Me fue totalmente impo-sible hacerme comprender del maquinista.

Era este un mecánico, pecoso y de po-cas palabras, que durante todo el viaje vigiló atentamente mis manos para proveerlas de es-topa. Viajé viajando, trataba yo de obtener lo que necesitaba, mientras la locomotora salta-ba como un Ford a través de las tinieblas den-sas y húmedas.

-Supóngase, maestro -argüíale yo- que por la rotura de una llave, por el atascamiento de los frenos, no puede detener el tren, y al pasar por una estación se ve obligado a pedir que le den desvío. ¿Cómo lo pide usted?

-Pues -responde mi hombre volvien-do la cabeza- pido que me den desvío…

-Claro. Pide desvío. ¿Pero cómo lo pide usted? Es lo que deseo saber.

-Pues… Así no más… Como usted dice.

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-Pero yo no digo nada. Usted es el que pide desvío.

-Pues… Pido desvío, no más. -¡Sí, sí! Entendido. ¡Usted pide des-

vío, claro! Pero es la forma en que usted va a pedirlo, ¿comprende, compañero?, son las palabras que usted va a usar para pedirlo, lo que me interesa saber. ¿Lo comprende usted ahora?

El buen mecánico sudaba. -¡Claro que lo entiendo! -¡Magnífico! ¿Qué diría usted entonces? -Pues… ¡Como usted quiere! Pediría

desvío… No hubo modo de entendernos. Me-

nos aún logré hacerme entender del guarda-trén, filosóficamente apoyado a un paragolpes hidráulico del andén, a quien abordé al des-cender de la locomotora. No había yo con-

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cluido todavía con aquel mi desdichado relato. -Perdón, guarda -le dije saludándolo-.

Necesito un breve informe que usted, creo, está en el caso de evacuar.

-Pregunte. -Ahí voy. ¿Quién es el jefe del tren en

marcha? -El guardatrén -me responde. -Gracias. Es lo que suponía. Y si el

maquinista da a su máquina una velocidad ex-cesiva, puede usted intervenir para que…

-¡El maquinista no es quién para hacer eso! -se apresura a observar el hombre.

-Estamos de acuerdo. Pero si a pesar de ello el maquinista abre las llaves hasta hacer peligrar el convoy, ¿usted qué hace?

-No hago nada, porque el maquinista no puede hacer eso. ¡No es quién, él para abrir las llaves!

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-¡Claro que no! Y muchas gracias, guarda.

En el andén paralelo un maquinista curiosea alrededor de los cilindros. Me dirijo a él, con idéntica cuestión, pero al revés.

-Entiendo, maestro -le digo- que las facultades de su cargo lo autorizan a usted a regular la velocidad de su tren. ¿Es así?

-Está claro. -Bien. Pero si el guardatrén halla que

la velocidad que imprime usted al convoy es excesiva, ¿puede él intervenir?...

-¡No es quién el guardatrén para inter-venir en mi máquina! -se altera el mecánico.

-¡No puede! Ya lo sé… Pero si por te-mor a una catástrofe, de cualquier cosa, le da a usted la orden de…

-¡No puede darme orden ninguna el guardatrén! ¡No es quién él para hacer eso!

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Y ni del uno ni del otro, maquinista y guardatrén, logro obtener informe alguno, fuera del de comprobar el celo de perro y gato que los anima.

La otra gestión fue tan turbia y acci-dentada como la que precede. Para cerciorar-me de la verosimilitud del dato de Más allá a que he hecho referencia, entré una noche en una casa de pompas fúnebres, cuyos emplea-dos elegantísimamente vestidos como todos los de las casas del ramo, acudieron solícitos a mi encuentro.

-Desearía saber señor -me dirigí al de aspecto más respetable-, si es posible enterrar a dos personas juntas en el mismo ataúd.

¡Tableau! Los empleados fijaron to-dos los ojos en mí.

-¿Juntos, señor? -murmuró el prime-ro, como si no hubiera oído bien.

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-Juntos, en efecto. -No, señor… No es posible. -Entonces -observé- hay algo que se

opone a ello. -Naturalmente… Se requieren dos ca-

jones. -Perdón; veo que no me ha entendi-

do usted bien. Deseo solamente saber si eso es posible, si es lícito enterrar dos cuerpos en el mismo ataúd.

-¿Dice usted dos cadáveres en un mis-mo féretro?

-Exactamente. -No, señor; no es posible. No cabrían.

Se necesitan dos ataúdes. -Lo sé, señor, lo sé. Dos ataúdes para

dos cuerpos, perfectamente. Pero noto con gran pesar que no puedo hacerme entender. Lo que me interesa saber, señor, es si existe

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una disposición, un reglamento, una ordenan-za municipal que prohíba enterrar dos cuer-pos en el mismo ataúd. ¿Me comprende usted ahora?

-¡Sí, señor, lo comprendo perfecta-mente! Y vuelvo a repetirle que eso no es po-sible. Habría que construir una caja especial…

-¡Ciertamente! -Para dos cadáveres. -Tal es. -¿Son frescos? -¡Por Dios, señor mío, creo que nos

van a enterrar también a nosotros, juntos o separados, si no logro hacerme entender! Yo no tengo ningún cadáver, ni fresco ni pasado. Yo quiero saber concretamente si se puede, sí o no, enterrar dos cuerpos en un mismo cajón.

-¡No, señor, no se puede! -¡Por fin! ¿Existe entonces una orde-

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nanza? -No sabemos. Sabemos, sí, que no se

pueden enterrar dos cadáveres frescos en una sola caja. Hay que construir una. Y encargar las cosas con tiempo…

Entonces me fui. Todo lo que había podido obtener, para la autenticidad de mi re-lato, es la certidumbre de que la casa de pom-pas fúnebres quería a todo trance venderme dos ataúdes a punto, o en su defecto uno de doble cabida, más encargado con tiempo…

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La honestidad artística

[Publicado en Caras y caretas n° 1506, 13 de agosto de 1927, Buenos Aires]

Últimamente han sido dados a la luz documentos en los que se comprueba que el trabajo literario de Poe era pa-

gado a razón de cincuenta céntimos de dólar la página impresa. Constatando sus cuentos más conocidos de quince páginas, como tér-mino medio, y de apenas diez o doce, sus más famosos, nos encontramos con un promedio de seis dólares por cuento, o sea quince pesos de nuestra moneda.

Vale decir que uno de los genios más

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extraordinarios que hayamos tenido en el mundo, casi sin ascendientes y sin sucesor al-guno, solo y aislado en la vida literaria como un diamante, este hombre de inteligencia profun-da hasta dar vértigo, debió vivir, comer, dormir, vestirse y alternar con las gentes a razón de un solo peso por páginas que escribiera.

El caso no es único. Desde Homero a Leonardo Frank, pasando por Beethoven cuando vendía urgentemente por veinticinco pesos su quinta sinfonía, el genio adquiere sus privilegios a expensas del bienestar. Pero si no puede llamarse la atención sobre este fenóme-no en cierto modo biológico, cabe sorpren-derse sin límites ante la honestidad de Poe, tan grande como su genio, que limitó a doce páginas sus grandes cuentos -y ganar con ellos apenas seis pesos- cuando tan fácil le hubiera sido extenderlos hasta veinte o cien páginas.

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Admitamos que con esos seis pesos el hombre saciaba su hambre de seis días y dor-mía por igual espacio de tiempo sobre colchón de lana. Todo es posible en Poe. Lo que no es admisible es que aquella cantidad le alcanzara también para beber a satisfacción.

Conocidas son las flaquezas del poe-ta al respecto. No hubo paraíso artificial que no visitara, ni serpiente que no le devolvie-ra fielmente sus visitas en forma de delirium tremens. Hambre de comer y sed de alcohol, vagabundajes desorientados y lo que se igno-ra de aquel extraño ser, todo debió ser dura y mezquinamente satisfecho con los seis pesos por cada cuento suyo.

Si las necesidades de alcohol, éter y opio eran en Poe tan orgánicas como se supone, po-cas torturas debieron ser iguales a las de aquel hombre, cuando su escasez de medios le permi-

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tía comer y dormir, pero no drogarse. Hubiera en esos momentos dado una fortuna, de haberla tenido, por una gota de alcohol. Apreciase aho-ra su honestidad más que heroica, la vergüenza más que divina del escritor, cuando puesto a es-cribir un cuento, lo cerraba en el instante preci-so, a las diez páginas, aunque su inextinguible ansia de beber le trastornara la voluntad.

Voluntad, porvenir, decoro, todo en el gran cuentista flaqueó, menos la honradez ar-tística. Pudo haber alimentado holgadamente a la bestia del alcohol, con solo extender, rellenar sus cuentos de sobriedad extraordinaria. Nadie con más facilidades que él para hacerlo. No lo hizo. Hoy, sin apremios ni necesidades, y si las tenemos es para llevarnos a extender y rellenar un cuento que solo lo es de nombre, solo re-cordamos de Poe que bebía mucho; de su ho-nestidad apenas podemos ya darnos cuenta.

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Ante el tribunal

[Publicado en El hogar, año 2, n° 1091, 11 de septiembre de 1930, Buenos Aires]

Cada veinticinco o treinta años el arte sufre un choque revolucionario que la literatura, por su vasta influencia y

vulnerabilidad, siente más rudamente que sus colegas. Estas rebeliones, asonadas, motines o como quiera llamárseles, poseen una caracte-rística dominante que consiste, para los insu-rrectos, en la convicción de que han resuelto por fin la fórmula del Arte Supremo.

Tal pasa hoy. El momento actual ha hallado a su verdadero dios, relegando al ol-

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vido toda la errada fe de nuestro pasado artís-tico. De este, ni las grandes figuras cuentan. Pasaron. Hacia atrás, desde el instante en que se habla, no existe sino una falange anónima de hombres que por error se consideraron poetas. Son los viejos. Frente a ella, viva y coleante, se alza la falange, también anónima, pero poseedora en conjunto y en cada uno de sus individuos, de la única verdad artística. Son los jóvenes, los que han encontrado por fin en este mentido mundo literario el secreto de escribir bien.

Uno de estos días, estoy seguro, debo comparecer ante el tribunal artístico que juz-ga a los muertos, como acto premonitorio del otro, del final, en que se juzgará a los “vivos” y los muertos.

De nada me han de servir mis heridas aún frescas de la lucha, cuando batallé contra

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otro pasado y otros yerros con saña igual a la que se ejerce hoy conmigo. Durante veinticin-co años he luchado por conquistar, en la me-dida de mis fuerzas, cuanto hoy se me niega. Ha sido una ilusión. Hoy debo comparecer a exponer mis culpas, que yo estimé virtudes, y a librar del báratro en que se despeña mi nom-bre, un átomo siquiera de mi personalidad.

No creo que el tribunal que ha de juz-garme ignore totalmente mi obra. Algo de lo que he escrito debe de haber llegado a sus oí-dos. Solo esto podría bastar para mi defensa (¡cuál mejor, en verdad!), si los jueces actuan-tes debieran considerar mi expediente aislado. Pero como he tenido el honor de advertirlo, los valores individuales no cuentan. Todo el legajo pasatista será revisado en bloque, y ape-nas si por gracia especial se reserva para los menos errados la breve exposición de sus des-

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cargos. Mas he ahí que según informes de este

mismo instante, yo acabo de merecer esta dis-tinción. ¿Pero qué esperanzas de absolución puedo acariciar, si convaleciente todavía de mi largo batallar contra la retórica, el adoce-namiento, la cursilería y la mala fe artísticas, apenas se me concede en esta lotería cuya ga-nancia se han repartido de antemano los jóve-nes, un minúsculo premio por aproximación?

Debo comparecer. En llano modo, cuando llegue la hora, he de exponer ante el fiscal acusador las mismas causales por las que condené a los pasatistas de mi época, cuando yo era joven y no el anciano decrépito de hoy. Combatí entonces por que se viera en el arte una tarea seria y no vana, dura y no al alcance de cualquier desocupado…

-Perfectamente -han de decirme- pero

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no generalice. Concrétese a su caso particular. -Muy bien -responderé entonces-.

Luché por que no se confundieran los ele-mentos emocionales del cuento y de la nove-la; pues si bien idénticos en uno y otro tipo de relato, diferenciábanse esencialmente en la acuidad de la emoción creadora que a modo de la corriente eléctrica, manifestábase por su fuerte tensión en el cuento y por su vasta amplitud en la novela. Por esto los narradores cuya corriente emocional adquiría gran ten-sión, cerraban su circuito en el cuento, mien-tras los narradores en quienes predominaba la cantidad, buscaban en la novela la amplitud suficiente. No ignoraban eso los pasatistas de mi tiempo. Pero aporté a la lucha de mi propia carne, sin otro resultado, en el mejor de los casos, que el de que se me tildara de “autor de cuentitos”, porque eran cortos. Tal es lo que

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hice, señores jueces, a fin de devolver al arte lo que es del arte, y el resto a la vanidad retórica.

-No basta para su descargo -han de objetarme, sin duda.

-Bien -continuaré yo-. Luché por que el cuento (ya que he de concretarme a mi sola actividad), tuviera una sola línea, trazada por una mano sin temblor desde el principio al fin. Ningún obstáculo, adorno o digresión debía acudir a aflojar la tensión de su hilo. El cuento era, para el fin que le es intrínseco, una fle-cha que cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco. Cuantas mariposas trataran de posarse sobre ella para adornar su vuelo, no conseguirían sino entorpecerlo. Esto es lo que me empeñé en demostrar, dando al cuento lo que es del cuento y al verso su virtud esencial.

En este punto he de oír seguramente

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la voz severa de mis jueces que me observan: -Tampoco esas declaraciones lo des-

cargan en nada de sus culpas… aun en el su-puesto de que usted haya utilizado de ellas una milésima parte en su provecho.

-Bien -tornaré a decir con voz toda-vía segura, aunque ya sin esperanza alguna de absolución-. Yo sostuve, honorable tribunal, la necesidad en arte de volver a la vida cada vez que transitoriamente aquel pierde su con-cepto; toda vez que sobre la finísima urdim-bre de la emoción se han edificado aplastan-tes teorías. Traté finalmente de probar que así como la vida no es un juego cuando se tiene conciencia de ella, tampoco lo es la expresión artística. Y este empeño en reemplazar con humoradas mentales la carencia de gravidez emocional, y esa total deserción de las fuer-zas creadoras que en arte reciben el nombre

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de imaginación, todo esto fue lo que combatí por el espacio de veinticinco años, hasta venir hoy a dar, cansado y sangrante todavía de ese luchar sin tregua, ante este tribunal que debe abrir para mi nombre las puertas al futuro, o cerrarlas definitivamente.

…Cerradas. Para siempre cerradas. Debo abandonar todas las ilusiones que puse un día en mi labor. Así lo decide el honorable tribunal, y agobiado bajo el peso de la senten-cia me alejo de allí a lento paso.

Una idea, una esperanza, un pensamien-to fugitivo viene de pronto a refrescar mi fren-te con su hálito cordial. Esos jueces… Oh, no cuesta mucho prever decrepitud inminente en esos jóvenes que han borrado el ayer de una sola plumada, y que dentro de otros treinta años -acaso menos- deberán comparecer ante

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otro tribunal que juzgue de sus muchos ye-rros. Y entonces, si se me permite volver un instante del pasado…, entonces tendré un poco de curiosidad por ver qué obras de estos jóvenes han logrado sobrevivir al dulce y na-tural olvido del tiempo.

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Revisión de valores

[Publicado en Vida literaria, año 1, 7-8 de di-ciembre de 1928, Buenos Aires]

Las revisiones de todo orden provocadas por la gran Guerra alcanzaron a un cam-po que por sus motivos de desinterés sus-

tanciales parecía deber quedar firme e indemne en tales conmociones. Tal el campo literario.

Pero no ha pasado así. Con una in-quietud exagerada en la mayoría de los casos, y exigua fe en los menos, se han revisado no ya los valores lejanos que por efecto de la tra-dición o la pereza podríamos continuar acep-tando sin análisis, sino los valores actuales,

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encendidos todavía en nuestra sangre, a cuyo valor hemos formado nuestra cultura y abro-quelado nuestra conciencia del arte.

La literatura rusa, en primer término, sufre de esta perquisición, más por razones de ética que de estética, si hemos de atender el espíritu transparentado entre líneas de los re-visores.

Fue un dogma artístico para los escri-tores de ayer -catorce años apenas- que nin-guna literatura, en ningún instante del esplen-dor, habría contado contemporáneamente -o casi-con un grupo de novelistas del valor de Turgéniev, Tólstoi, Dostoievski, Gorki, Ché-jov y Andréiev.

El poseer figuras tales, aun a lo lar-go de una década de siglos, llena de orgullo a cualquier raza o país. Rusia, por un privilegio de la suerte que nada explica, tuvo la gloria de