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Hacia una ética acrobática en un mundo homeotécnico: Una lectura del proyecto antropotécnico de Peter Sloterdijk Julio Andrés Cifuentes Chauta Pontificia Universidad Javeriana Maestría en Filosofía Facultad de filosofía Bogotá, 19 de enero de 2015

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Hacia una ética acrobática en un mundo homeotécnico:

Una lectura del proyecto antropotécnico de Peter Sloterdijk

Julio Andrés Cifuentes Chauta

Pontificia Universidad Javeriana

Maestría en Filosofía

Facultad de filosofía

Bogotá, 19 de enero de 2015

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Hacia una ética acrobática en un mundo homeotécnico:

Una lectura del proyecto antropotécnico de Peter Sloterdijk

Julio Andrés Cifuentes Chauta

Trabajo de grado para optar al título de Magister en filosofía

realizado bajo la dirección del Dr. Luis Fernando Cardona Suárez

Pontificia Universidad Javeriana

Maestría en Filosofía

Facultad de filosofía

Bogotá, 19 de enero de 2015

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In memoriam de mi madre, a quien aún en la eternidad le seguiré amando, pues ni

la clausura en su vientre ni su temprana partida de este mundo, impedirán que

sigamos unidos por ese cordón umbilical que excede cualquier longitud humana

imaginable y medible. Sus abnegados cuidados, sus sabios consejos,

su paciente escucha, su consabida bondad, su gran amor a Jesús y María,

lograron dar sus frutos esperados al sembrar no sólo en mi corazón

sino también en mi mente, el temor a Dios.

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Agradezco de manera especial a Carlos, mi papá; Roberto y Laura, mis hermanos;

Mari y Cristián, mis sobrinos; Evelin, mi novia; y a todos mis familiares,

en quienes siempre pude encontrar una voz de aliento y un sublime

impulso para poder dar fin a este pendiente en mi vida, no sólo

profesional sino también personal, y sobretodo, a Fernando Cardona,

que con su gran sabiduría, rigurosidad, compromiso y

comprensión hizo de este gran sueño una feliz realidad.

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Bogotá, 19 de enero de 2015

Profesor

DIEGO ANTONIO PINEDA

Decano Académico

Facultad de Filosofía

Pontificia Universidad Javeriana

Estimado profesor Pineda

Reciba un cordial saludo. Presento el trabajo del estudiante Julio Andrés Cifuentes Chauta,

titulado Hacia una ética acrobática en un mundo homeotécnico: Una lectura del proyecto

antropotécnico de Peter Sloterdijk, para optar al título de Magister en Filosofía.

En este trabajo Julio Andrés examina con suficiencia las implicaciones antropológicas de la

crítica de Peter Sloterdijk a la ontología heideggeriana, mostrando cómo la deconstrucción de la

metafísica moderna debe terminar en una ontoantropología. Este paso le permite a Sloterdijk

arriesgar una novedosa comprensión de la tarea ética en clave acrobática, siguiendo un claro

gesto nietzscheano que consiste en resaltar el papel del ejercicio en la configuración de nuestro

astro ascético, nuestro planeta. Julio Andrés enmarca su lectura del imperativo acrobático, ¡Has

de cambiar tu vida!, en el contexto polémico de la confrontación de Sloterdijk con Heidegger en

su texto Sin salvación. Tras las huellas de Heidegger. Su lectura de los textos de Sloterdijk es

juiciosa y sugerente.

Una vez revisado el manuscrito final considero que cumple con creces lo esperado por la

Facultad y, por ello, solicito que se inicien los trámites para su evaluación y, posterior,

sustentación pública.

Cordialmente

Luis Fernando Cardona Suárez

Profesor Titular Facultad de Filosofía

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Tabla de contenido

Introducción 1

1. La pregunta por la esencia del hombre 10

1.1 El hombre como «dueño de lo ente» 18

1.2 El hombre como «pastor del ser» 27

1.3 La pregunta por la esencia del hombre 37

2. El hombre como producto y resultado 50

2.1 La cultura post-humanística como fin del humanismo 55

2.2 El hombre como producto de sí mismo 74

2.3 El hombre como producto de los otros 95

3. Hacia una ética acrobática en un mundo homeotécnico 101

3.1 Auschwitz: una situación extrema que no hay que olvidar 103

3.2 La era de la información en el mundo homeotécnico 112

3.3 La ética acrobática como retorno del hombre 117

Conclusiones 133

Bibliografía 135

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Índice de Abreviaturas

CB Heidegger, M. Caminos de bosque. Versión de Helena Cortés y Arturo Leyte.

Alianza Editorial, Madrid, 1995.

CFM Heidegger, M. Los conceptos fundamentales de la Metafísica. Mundo, finitud,

soledad. Trad., Alberto Ciria. Alianza Editorial, Madrid, 2007.

CH Heidegger, M. De camino al habla. Versión española de Yves Zimmermann.

Odós, Barcelona, 1987.

Esf. I. B. Sloterdijk, P. Esferas I. Burbujas. Microsferología. Trad., Isidoro Reguera.

Siruela, Madrid, 2003

Esf.III.E. Sloterdijk, P. Esferas III. Espumas. Esferología plural. Trad., Isidoro Reguera.

Siruela, Madrid, 2006.

H Heidegger, M. Hitos. Versión castellana de Helena Cortés y Arturo Leyte.

Alianza Editorial. Madrid, 2000.

HCV Sloterdijk, P. Has de cambiar tu vida. Sobre antropotécnica. Trad., Pedro

Madrigal. Pre-textos, Valencia, 2012.

IyT Sloterdijk, P. Ira y tiempo. Ensayo psicopolítico. Trad., Miguel Ángel Vega y

Elena Serrano. Siruela, Madrid, 2010.

MAP Sloterdijk, P. Muerte aparente en el pensar. Sobre la filosofía y la ciencia como

ejercicio. Trad., Isidoro Reguera. Siruela, Madrid, 2013.

P Heidegger, M. La pobreza. Traducción de Irene Agoff. Amorrortu, Buenos

Aires, 2008.

SM Sloterdijk, P. El sol y la muerte. Investigaciones dialógicas. Coautor: Hans-

Jürgen Heinrichs, Trad., Germán Cano. Ediciones Siruela, Madrid, 2004.

SS Sloterdijk, P. Sin salvación. Tras las huellas de Heidegger. Trad., Joaquín

Chamorro. Ediciones Akal, Madrid, 2011.

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SyT Heidegger, M. Ser y Tiempo. Trad., prólogo y notas de Jorge Eduardo Rivera.

Trotta, Madrid, 2003.

TyS Heidegger, M. Tiempo y ser. Trad., Manuel Garrido, José Luis Molinuevo, y

Félix Duque. Tecnos, Madrid, 1999.

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Introducción

“La condición del hombre es una condición de guerra de

todos contra todos, en la cual cada uno está gobernado

por su propia razón […] y las pasiones que inclinan a los

hombres a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las

cosas que son necesarias para una vida confortable y la

esperanza de obtenerlas por medio del trabajo” (Hobbes)

Hay dos situaciones que marcaron de manera decisiva el rumbo del destino de la historia

europea contemporánea: las dos guerras mundiales y los avances biotecnológicos. Aquellos

lamentables sucesos de extrema violencia acaecidos a principios del siglo XX, trajeron

consigo desolación, miseria, atrocidad, resentimiento, sufrimiento, vergüenza y dolor a la

humanidad entera. A pesar de haberse creado organizaciones post-conflicto de índole

mundial para alivianar las tensiones entre los diferentes países y evitar así un nuevo

enfrentamiento entre ellos, los ecos que hablan de la proximidad de una tercera guerra

mundial no se han disipado del todo. Esta inevitable posibilidad que amenaza, de hacerse

realidad, con destruir la vida sobre la faz de la tierra, se acrecienta aún más con los

irreversibles daños causados en el medio ambiente por los desaforados procesos

industrializados que llevan a cabo tanto los países desarrollados como los que están en vía

de desarrollo. El conflicto y la guerra son el alimento diario de nuestra cotidianidad. Basta

con sintonizar algún noticiero en sus secciones nacionales o internacionales, o con leer

algún periódico o semanario de circulación nacional o regional, para enterarnos de los

últimos asaltos a mano armada a alguna persona del común o a algún supermercado o

entidad financiera, del incremento en la violencia de género, de las inevitables riñas

producto del alcohol, de los maltratos físicos y psicológicos en muchos hogares, de

masacres en nuestros campos, de enfrentamientos sangrientos entre grupos al margen de la

ley y la fuerza pública, y de balaceras indiscriminadas en las calles de las ciudades, entre

otras tantas formas de violencia que aquejan al hombre actual, independiente del lugar en el

que éste habite y la época en que viva.

La violencia, cualquiera sea su manifestación y alcance, ha estado presente no sólo en la

formación de los diferentes pueblos y naciones, sino también, en muchos casos, en su

destrucción misma. Es, por decirlo de una manera más emblemática, la marca indeleble de

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la historia humana. Echando un breve vistazo a la filosofía política moderna encontramos a

Hobbes, para quien, en el marco de su teoría sobre el origen de la sociedad y el poder, el

hombre es un lobo para el propio hombre. Aun cuando este filósofo parte de la igualdad

natural de todos los hombres, considera también que cada individuo, al depender la

búsqueda de su propia conservación y seguridad del egoísmo que le es innato, genera un

estado natural de guerra de todos contra todos. Sólo para garantizar la paz común y evitar

su autodestrucción, los hombres hacen un pacto, según Hobbes, por el que transfieren su

poder y su fuerza a un solo hombre o a una sola asamblea. Con ello, no sólo la violencia

sino también el egoísmo, aparecen como rasgos esenciales de nuestra condición humana

que, con el pasar de muchas generaciones, han llegado a convertirse en fuerzas destructivas

de tal magnitud, que podemos concluir tristemente que el otro ser humano representa para

nuestros intereses personales una amenaza indiscutible, a la que hay que atacar y acabar si

se interpone en nuestro camino. Conforme a este diagnóstico, pues, podemos decir que

somos violentos por naturaleza y no en virtud, como parece sostener Sloterdijk, de nuestra

capacidad innata por buscar y mantener siempre la comodidad y el lujo.

Un panorama tal, no puede más que llenarnos de pesimismo y desolación. Las corrientes

humanistas, que se han levantado a través de la historia, han sido conscientes de esta

problemática que nos atañe como humanos que somos, y con sus discursos reformistas,

abrieron una nueva luz de esperanza a todas las generaciones, y no sólo a aquellas en las

que tuvieron lugar. Pues, desde la exaltación de la razón humana, apuntaron, de manera

decisiva, a proponer diversidad de estrategias con las cuales oponerse efectivamente a esas

cualidades negativas que nos identifican histórica y naturalmente. Sin embargo, lo

lamentable de esta situación, como bien lo señaló Heidegger y Sloterdijk en su momento, es

que el remedio ha resultado ser peor que la misma enfermedad. En lugar de disminuir y

acabar con la violencia, los diferentes humanismos la han alimentado y fortalecido, al

convertir el mundo y todo lo que lo integra, en objeto claro de dominación y explotación,

tras fundarse en una metafísica clásica, la cual, como es bien conocido desde antaño, se

desarrolla en virtud tanto de una lógica bivalente como de una ontología monovalente.

Muestra de ello son las dos guerras mundiales y las guerras civiles que han sucedido al

interior de muchas naciones, en las que se evidencia que el hombre debe imponerse a como

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dé lugar sobre todo lo otro, sin importar los medios para hacerlo, y los daños que pueda

ocasionar, incluso en contra de sí mismo y de su bienestar en este mundo.

Además de esta situación de guerra que vivimos en la actualidad, y que define al ser

humano como un ser violento por naturaleza, hay otra situación que no debe en modo

alguno desconocerse, si lo que se pretende es ahondar en el conocimiento de la verdadera

esencia del ser humano y comprendernos a la luz de los nuevos, y cada vez más complejos,

sucesos actuales. El conocimiento humano, se ha desarrollado últimamente, de tal manera,

que hoy no solamente podemos estar más comunicados entre nosotros mismos y mejor

informados de lo que pasa en cualquier rincón del mundo, sino, además, tener la

expectativa de intervenir y mejorar la raza humana. Vivimos tan aceleradamente en una era

de la informática y la información, en la que los avances científicos y tecnológicos, cada

vez más sorprendentes, son una muestra clara del incalculable e ilimitado potencial

cognitivo y creativo que posee el ser humano. Por ejemplo, el descubrimiento del genoma

humano, la clonación, los trasplantes de órganos, la aplicación de células madre para la

regeneración de órganos y la reproducción in vitro, entre otros tantos avances científicos

como se han desarrollado en la actualidad gracias a la ingeniería genética y la

biotecnología, han generado, contrariamente a lo que se esperaba, más que expectativa,

histeria colectiva entre los sectores más conservadores y tradicionalistas de la sociedad,

hasta el punto de que llegan a calificar todos estos desarrollos científicos, simplemente de

demoníacos, y a las personas que los implementan o defienden, de antihumanistas.

Para hacer esos reproches y, tener las reservas que tienen frente a la ciencia y la técnica,

aquellos discursos tienen presente lo ocurrido en la Alemania nazi, donde la teoría

eugenésica fue incluida en la política de estado y, además, sirvió de justificación para atacar

y querer exterminar a todo un pueblo: el de los judíos, por el hecho simplemente de que era

judío y de que la raza aria debía imponerse sobre la raza inferior. Asimismo, creen que la

ciencia y la tecnología son simplemente ese tipo de producciones humanas que buscan

destruir y dominar y, con ello, ocupar el lugar, hoy deshabitado, de los dioses. Pero olvidan

lo más importante, que en esto es posible también ahondar más profundamente en nuestra

comprensión como seres humanos, y de esta manera, asumir, desde una postura

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antropológica adecuada e incluyente, los nuevos retos que nos imponen la ciencia y la

tecnología. Las producciones humanas no están dadas para aniquilarlas, sino para

reorientarlas, reinterpretarlas y beneficiarnos de ellas.

Pero no sólo la violencia y el poder hacer nos definen como seres humanos, sino también el

temor constante a la muerte y la búsqueda de una vida lujosa y confortable, que hace que

nosotros, como bien lo señala Sloterdijk, seamos productos de sí mismos y de los demás

temores que nos afectan. El hombre moderno, y el filósofo en particular, debe, en

consecuencia, sin olvidar lo antedicho, plantearse la cuestión ¿qué es lo que nos define

como hombres?, desde una perspectiva totalmente distinta a como se ha venido haciendo

hasta el momento, donde se le señale el camino que debe seguir para su propia realización y

que en modo alguno vaya en perjuicio de los otros. Precisamente esto, es lo que hace Peter

Sloterdijk, que partiendo de una postura ontoantropológica, plantea la humanitas en

términos antropotécnicos y, a su vez, la historia del claro en términos tecnógenos. Las tres

categorías que confluyen en el poder ser humano y que están ampliamente ilustradas por la

astronáutica: la de la inmanencia, la de la artificialidad y la del impulso ascendente (Esf. III.

E. 246), según nuestro filósofo, sólo pudieron llegar a desarrollarse armónicamente gracias

a las llamadas antropotécnicas. Empero, en algún momento esta historia maravillosa que

llevó al homínido a hacerse hombre, tomó rumbos erráticos, por lo cual, se hace necesario

reencausarla para que éste encuentre su verdadero destino y su propia esencia. La única

manera de hacerlo, según Sloterdijk, es que un mundo homeotécnico se instaure entre

nosotros y se procure el desarrollo de una ética acrobática, con la cual el hombre no sólo

busque la mejora de sí mismo sino también la mejora del mundo que él mismo configura.

Esta es la tesis que se defiende en el presente trabajo, y que consta de tres partes.

En la primera se muestra que el planteamiento de la pregunta por la esencia del hombre que

hace Heidegger en el marco de su crítica al humanismo y a la metafísica clásica, lleva

necesariamente a pensarlo como el pastor del Ser, esto es, a vincularlo nuevamente, de

manera originaria, a la cercanía y a la verdad del Ser, para lo cual se hace indispensable que

el hombre se supere a sí mismo como el sujeto trascendental de la época moderna, en torno

al cual giraba todo. Para Heidegger, la palabra ‘humanismo’, influenciada como está, de la

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metafísica clásica, lleva no sólo al olvido del Ser, sino también al ocultamiento de la

verdadera esencia de la humanitas. Esto exige, por ende, que se replantee la pregunta por el

sentido del Ser. Así lo hace nuestro filósofo en su Carta sobre el humanismo. Y, lo hace, en

relación con el lenguaje, en tanto considera que éste es el lugar donde habita y se manifiesta

el Ser. Por supuesto, un lenguaje no entendido ya como mero instrumento de comunicación,

sino más bien, desde una perspectiva ontológica fundamental, como el vehículo originario

del pensar en el que se despliega a cabalidad la relación del Ser con la esencia del hombre.

Esto implica que el lenguaje ha de ser liberado de la gramática y la lógica en sus formas

tradicionales, y puesto, por ende, en un orden esencial más originario, a saber: en el ámbito

del poetizar y el pensar, donde el poeta y el pensador son reclamados por el Ser para decir

su verdad. Al adueñarse destinatalmente el Ser del pensar y el poetizar, les regala su propia

esencia para que éstos puedan ser lo que son, mostrando en cada instante que es su

elemento propio sin el cual nada pueden ser, con lo cual el poeta y el pensador son

convertidos así, en custodios de su verdad. Esta relación originaria de apropiación recíproca

entre el Ser y el hombre, que es entregada por aquél en el lenguaje y ofrecida por el pensar

a él, define el modo de ser propio del hombre. El lenguaje como unidad ontológica de

llamada del Ser y respuesta del hombre, permite pensarlo en su esencia misma, a saber:

como pastor del Ser, y no ya como un ente humano privilegiado sobre los demás entes.

Como pastor del Ser, el hombre es un ser noético, esto es, un ser en el que el pensar es

interpretado como el elemento propio del hombre y que tiene la particularidad de partir del

Ser, recaer sobre el Ser y terminar en el Ser, a diferencia del pensar representativo, que aun

cuando parte del Ser, termina siempre en lo ente. Teniendo esto presente, Heidegger afirma

que lo propio del modo de ser hombre es su exsistencia, o lo que es lo mismo, el ser capaz

de soportar el ser-aquí en tanto que apertura del ser para que las cosas sean lo que son. Ese

cuidado, al tener la particularidad de haber sido entregado destinalmente al hombre por el

Ser mismo para que guarde intacta su verdad, es el que configura al hombre, a través del

lenguaje, en el pastor del Ser. Al definir así al hombre, lo que Heidegger pretende es que

volvamos al Ser mismo, en tanto que dimensión extática de la exsistencia, que la ciencia

moderna ocultó y olvidó tras hacer del mundo una imagen, y de la verdad, un mero

representar. Esto implica que el hombre sea devuelto a la verdad del Ser, para que allí

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encuentre su verdadera esencia; y ello sólo es posible, superándose a sí mismo como sujeto

trascendental. Superación que, en modo alguno, es una tarea fácil, máxime cuando, por un

lado, son años de profundo arraigo en esa concepción metafísica de sí mismo y que, por

otro, hacerlo supondría abandonar su relación de poderío y dominación que mantiene con lo

ente. Por eso, tendrá que configurarse a sí mismo en un acróbata, donde el ejercicio

continuo y repetido, lo lleve a ser lo que verdaderamente está llamado a ser: un ejercitante,

un pensador y un asceta.

En un segundo momento, se muestra cómo la crítica de Sloterdijk a la postura ontológica de

Heidegger sobre la esencia del hombre lo lleva a concebir una historia natural y social del

claro, y en esa medida, a definir al hombre como el resultado de la técnica sobre sí mismo y

de las técnicas de domesticación de los otros sobre él. En Normas para el parque humano,

Sloterdijk asume el reto de Heidegger de repensar la esencia del hombre y lo hace,

justamente, teniendo como marco de referencia la revolución biotecnológica actual que se

originó por aquellos avances científicos que tienen que ver con la manipulación genética.

Como hombre visionario de su tiempo, y con la agudeza mental que lo caracteriza para

interpretar las señales de los tiempos, nuestro filósofo anuncia la nueva cultura post-

humanista, esa que gira en torno a los medios masivos de comunicación y los nuevos

avances tecnológicos y biotecnológicos, como el fin del humanismo. En su opinión, el

humanismo no es más que un fenómeno literario que sirvió, hasta no hace mucho tiempo

atrás, para hacer amistades alrededor de cierto canon de textos escritos, a fin de

contrarrestar las tendencias irracionales y violentas que le son naturales al ser humano. Pero

que, por los efectos discriminatorios y excluyentes que trajo consigo este movimiento tras

la conformación de círculos elitistas de alfabetizados por todas partes, y ser un mecanismo

ineficaz e insuficiente para rescatar a los hombres de la barbarie, ha caído en desgracia,

hasta el punto de desaparecer. Más aún, cuando en su lugar, se alza una cultura post-

literaria que hace de la tradición escrita algo claramente obsoleto.

Es curioso que Sloterdijk emprenda su crítica contra el humanismo, por un lado, resaltando

su ineficacia para contrarrestar las tendencias bestializadoras del hombre, y por otro,

conciba la violencia y la barbarie, de la que es capaz el hombre para hacerse con el poder o

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conseguir satisfacer sus intereses personales, como meras consecuencias de su estar con el

otro, y no como lo que son: características naturales del ser humano. Sin duda, esto

constituye una debilidad en su argumentación. Pues cualquier reflexión que busque aclarar

la esencia del hombre debe poder erigirse en función de esta peculiaridad humana que ha

irrumpido, sin medida y en repetidas ocasiones, en el devenir histórico de los pueblos. Se

queda simplemente en señalar que el tema central del humanismo es la domesticación del

hombre, la cual, en últimas, es una cuestión ligada al poder de selección de los medios de

amansamiento, y no en lo que, a nuestro parecer, es más relevante, el cómo rescatarlo

eficazmente de la barbarie a la que está condenado por su misma naturaleza violenta y

egoísta. Esto lo lleva, además, a considerar al mismo Heidegger como un humanista más,

no al modo del humanismo clásico o burgués, claro está, pues la intención de éste en su

Carta no es la de hacer amigos a la distancia, sino la de rescatar la pregunta por la esencia

del hombre que la metafísica ha ocultado y olvidado tras definirlo como animal racional y

erigirlo luego en sujeto trascendental, lo cual lleva a colocar el problema de la

domesticación en el ámbito ontológico, y no ya en el pedagógico.

Siguiendo a su maestro, y reclamando una revisión técnico-genética de la humanidad,

Sloterdijk plantea, la pregunta por la esencia del hombre en términos no sólo ontológicos,

sino también antropológicos. Pues considera que el claro del Ser tiene una historia, que al

ser develada, debe mostrarnos la verdadera esencia de la condición humana: a saber: que el

hombre es esencialmente un ser antropotécnico. Para poder hacer frente a su deficiencia

natural, y siguiendo su impulso hacia lo inmenso e inquietante, el homínido se valió de

cuatro mecanismos tecnógenos, que al funcionar sinérgica y circularmente, y al estar él tan

arraigado, como de hecho lo sigue estando, en el espacio primitivo, le permitieron venir al

mundo, esto es, devenir por su misma producción sobre sí mismo en homo sapiens. Poco a

poco se fue instalando en las llamadas esferas, y desde allí forjó coordinada, estratégica y

metódicamente un caparazón inmunológico por medio del cual pudo finalmente reducir las

exigencias de su adaptabilidad fisiológica e intensificar sus relaciones con los otros, lo cual

hizo de ellas, verdaderos espacios de crianza, cada vez más amplios y complejos que

replican las funciones del útero materno. En un lugar como éste, dispuesto como estuvo por

la intervención del hombre desde su mismo interior, es que se dio el paso definitivo hacia el

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salir extático de la humanidad. Por eso, la clausura del vientre materno en modo alguno

debe entenderse como un salir en sentido espacial del hombre, sino como un seguir-siendo

igualmente extático en la isla antropológica, la cual debe cuidar a como dé lugar, a fin de

garantizar su supervivencia y continuar ahí con su vida de confort. Acción ésta que implica

la utilización tanto de técnicas para dejarse operar como de técnicas para autooperarse, ya

que por naturaleza propenden hacia la mejora y optimización del comportamiento humano

que es capaz de vivir civilizadamente. Como la crianza de humanos supone el problema de

la selección, Sloterdijk considera que es necesario asumir responsablemente el rol activo

del selector, con lo cual se postula una nueva ética en un mundo homeotécnico, que desde

la igualdad, pluralidad y libertad, debe impedir que el hombre vuelva a ser dueño de lo ente

y contrarreste así su esencia violenta.

Y, en la tercera parte, por último, se muestra que, sucesos tan vergonzosos y lamentables

como los que ocurrieron en los campos de concentración nazi, junto con los últimos

adelantos en el campo de la ingeniería genética y la biotecnología, hacen necesario que la

historia humana sea repensada y se busque la manera de corregir la senda que conduzca

finalmente al hombre hacía el encuentro consigo mismo. A diferencia de Heidegger, para

quien esta historia errática del acontecer humano es simplemente un ir sin regreso,

Sloterdijk sostiene que ese retorno es del todo posible. La clave está, precisamente, en su

opinión, en reinterpretar y aprovechar el potencial ultra desarrollado de la inteligencia

humana, ese que, en las últimas décadas, ha dado sus mayores y más cuestionados frutos.

Máxime cuando el derrumbe de la metafísica clásica es evidente y el humanismo ilustrado

ha entrado en crisis. El saber y el poder-hacer, abren indudablemente la esperanza de un tal

regreso, sin desconocer, por supuesto, que la época del código digital y la revolución

genética han hecho, casi que impensable, que el lenguaje vuelva a ser originariamente

como en Heidegger, el punto de amistamiento con la exterioridad. Pues cabe la posibilidad

que lo que el hombre puede-hacer y hace es a sí mismo, con lo cual es lícito pensar que en

ese hacer pueda él, finalmente, estar consigo mismo.

Para Sloterdijk ese volver del hombre al encuentro consigo mismo, que no es otra cosa que,

hacer que el pensar entre de nuevo en intimidad con el Ser, sólo es posible en un mundo

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homeotécnico, ya que, de una parte, permite pensar a aquél desde una lógica polivalente y

proponer así una ética novedosa sin perjuicio del otro, y de otra parte, tener siempre

presente, el estado y avance actual de la técnica. Un mundo que da cabida a la cibernética y

a los adelantos científicos de la biología moderna, no puede más que develar la existencia

de una realidad compleja, que escapa a toda comprensión que se haga desde una lógica

aristotélica y una ontología antigua. Y, desde ahí, nos permite, además, reconocer la esencia

autopoiética del ser humano y el origen tecnógeno del claro, puesto que nos lleva a pensar

lo propiamente humano en relación con el estado de la técnica; hasta el punto de que

podemos afirmar, sin reserva, que entre mayor sea el avance técnico, mayor será la

comprensión del hombre de sí mismo. El modo propio de ser hombre implica una

transformación autotécnica de sí mismo hacia el confort y el lujo. Para evitar que el hombre

en sus operaciones antropoplásticas vaya en perjuicio del otro y se procure una ética que

propenda hacia el bienestar de la humanidad y conduzca al hombre de vuelta a sí, el mundo

homeotécnico tiene como su mayor precepto el que las cosas son y pueden llegar a ser por

sí mismas, y donde las relaciones están dadas en virtud más de un cooperativismo que de

un dominio esclavizador. El problema que ello genera es saber hasta qué punto esta norma

basada en la coexistencia es del todo vinculante, máxime cuando somos por esencia

violentos, egoístas, y ansiamos el poder. Con todo y esto, Sloterdijk considera que sólo en

un mundo inteligente como el homeotécnico es que puede surgir una ética acrobática que

procure nuestra propia autosuperación y la mejora de nuestro entorno con base en la

ejercitación continua, sin que dicho proceso técnico nos lleve a un neodespotismo ilustrado

o a una guerra de todos contra todos por el conocimiento. La conquista de lo improbable,

que es la finalidad de la ética acrobática que Sloterdijk propone en su libro Has de cambiar

tu vida, tiene como consecuencia inmediata la ruptura con lo habitual, en tanto hace surgir

un hombre capaz de hacerse cada día mejor al catapultarlo desde la fuerza de su sí interior.

El planeta de los acróbatas no entenderá las mejoras que cada uno de sus miembros hace

consigo mismo, si éstas van en perjuicio de lo otro. El bienestar que concibe y procura

racionalmente, es el bienestar de todos, y esto se proyecta en la configuración de un mundo

cada vez mejor.

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1. La pregunta por la esencia del hombre

“…por ausencia de este don, no sólo permanecería el ser

oculto, sino que el hombre quedaría excluido del

alcance de la regalía del: Se da el ser. El hombre no sería

hombre” (Heidegger).

En ninguno de sus escritos Heidegger tematiza expresamente el humanismo, excepto en el

que se publicó por primera vez en 1947 bajo el título de Carta sobre el humanismo1. En

esta carta Heidegger responde algunas de las preguntas que su alumno francés Jean

Beaufret le planteó en una misiva que le envió en el otoño de 1946, en particular aquella

que indaga por cómo dar un nuevo sentido al humanismo después de los acontecimientos de

la terrible Segunda Guerra Mundial. En esta pregunta se evidencian dos supuestos: en

primer lugar, que ese término ha perdido el sentido noble que al principio tenía por los

abusos y vejámenes realizados en su nombre a principios del siglo XX, y, que por ello, en

segundo lugar, es menester devolvérselo o reformularlo a fin de seguir manteniéndolo

intacto. Con la contestación que Heidegger le da se reafirma el primer supuesto, no así el

segundo. Pues, para nuestro filósofo, la palabra ‘humanismo’ está cargada de un lenguaje

metafísico tradicional que oculta la verdadera esencia de la humanitas, la cual jamás podrá

manifestarse restableciendo el sentido de ese término o sustituyéndolo por alguna de las

doctrinas terminadas en -ismo que sobreabundan en la modernidad y que tienen la

peculiaridad de contraponerse entre sí y superarse mutuamente. Es más, ni siquiera

1 Esta carta fue escrita por Heidegger en el otoño de 1946 y, posteriormente, publicada por primera vez en

edición revisada y ampliada en algunos de sus pasajes en el año de 1947. Con ocasión de su primera edición

en Alemania, en el año de 1949, Heidegger hace dos anotaciones importantísimas que nos adentran de

inmediato en el contenido de su carta: en primer lugar, que fue escrita en el transcurso de su intento por decir

la verdad del ser, cuyo inicio puede datarse entre los años de 1936 y 1937, cuando pronunció en Roma y

Alemania su conferencia sobre Hölderlin y la esencia de la poesía, y sobre El origen de la obra de arte,

respectivamente; y en segundo lugar, que fue escrita, además, valiéndose de un lenguaje todavía metafísico y

dejando atrás conscientemente y a sabiendas el otro lenguaje, aunque se mantiene en el transfondo. Esta

última observación es bien inquietante, pues anuncia la utilización en su obra de dos lenguajes simultáneos y

superpuestos: el metafísico y el «otro». Aquél sin duda es el lenguaje instrumental del ente en cuanto ente, y

éste el lenguaje del ser en cuanto tal. La pregunta que puede plantearse en este momento es: ¿por qué se vale

Heidegger en esta carta del lenguaje metafísico para desocultar la verdad del ser, siendo consciente como es,

de la existencia de un lenguaje más idóneo y preciso para tal fin como el que menciona como «el otro

lenguaje»? (H. 259, 313, nota 1). Las citas que se hagan a la Carta de Heidegger tendrán en cuenta la versión

al castellano de Helena Cortés y Arturo Leyte, publicada en Hitos, en tanto conservan lateralmente la

paginación de la versión alemana del tomo 9 de la Gesamtausgabe publicada por la editorial Klostermann.

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otorgándole un nuevo nombre o título podrá aparecer de nuevo el humanismo en su

máximo esplendor. Puesto que ninguno de estos ismos o rótulos, por novedoso que sea,

puede recoger al ser en sus múltiples manifestaciones, que es la noción fundamental de la

que parten todos los conceptos, en especial, el de ‘humanitas’2. De esta manera, y siguiendo

el proceder mismo de los griegos que pensaron sin recurrir a títulos, Heidegger considera

que no será necesario, por tanto, buscar un nuevo nombre para referirse a la humanitas o

vaciar de contenido la palabra ‘humanismo’ y proveerle de un significado nuevo, y menos

aún, cuando el hacerlo es de suyo improcedente, en tanto, en su opinión, los títulos sólo

tienen cabida tan pronto como el pensar originario llega a su fin y su lugar lo ocupa un

pensamiento vulgar3. La propuesta de Heidegger, como es sugerido hasta ahora, es

llevarnos directamente al ámbito del ser, a la experiencia de su apertura, a esa que la

metafísica tradicional ha ocultado desde el mismo momento en que surgió en los albores

del pensamiento griego.

A diferencia de lo que sucede en Ser y tiempo, en donde la propuesta estrictamente

heideggeriana sobre el ser se resuelve en la temporalidad del Dasein, en tanto horizonte

2 Frente a lo innecesario que resulta el asignar nombres a las investigaciones filosóficas, que buscan

originariamente dar cuenta de su objeto o de su forma de tratarlo, vale la pena mencionar el caso de la

expresión ‘fenomenología’. Según Heidegger, al final del relato que hace en Tiempo y ser sobre lo que ha sido

su trayectoria en la fenomenología, afirma que tan pronto como se experimenta ésta en su esencia misma,

siendo como es, la permanente posibilidad del pensar, es lícito prescindir de dicho rótulo para dar paso a “la

Cosa del pensar, cuya revelabilidad sigue siendo un misterio” (TyS. 124). Esto es, que tan pronto como

tenemos contacto con aquello que la fenomenología -entendida como método- permite que se nos muestre en

su mismidad, es posible retirar cualesquier título sugerido para designarla. Pues ella se configura a partir de

las necesidades objetivas de la pregunta conductora que guía su investigación y de la forma de tratarla tal y

como es exigido en su confrontación originaria con las cosas mismas (SyT. §7, 47, 27). Por ende, dicho

término sólo sirve para expresar una máxima que puede ser formulada así «¡a las cosas mismas!», esto es,

para indicar la forma particular (de directa mostración y justificación) como se debe mostrar y tratar los

fenómenos (SyT. §7, 48, 28; 55, 35). Con ello Heidegger pretende evitar lo que sucede incluso en muchas

disciplinas teóricas que, en su afán de hacer responder a sus exigencias ya dadas y conceptualizar todo bajo

términos sólo aparentemente rigurosos, caen en lo que podría considerarse una manipulación técnica al

designar sus objetos de investigación en su contenido quiditativo propio (SyT. §7, 48, 28; 54, 34). 3 Respecto al uso de los nombres Heidegger es mucho más radical y sostiene que, si queremos alguna vez

volver a estar en las proximidades del ser resulta indispensable aprender a vivir prescindiendo de nombres,

puesto que esta empresa exige que antes que todo el hombre se deje interpelar por el ser, con el riesgo que al

hacerlo, tenga poco o nada que decir, quedándole como única alternativa, guardar silencio y dejar que la

fuerza callada del ser hable en lugar suyo (H. 263, 319). En consecuencia, Heidegger llevará la cosa al

extremo de evitar hacer uso del término alemán Menschheit (humanidad), y en su lugar hablará de

Menschentum, que es una voz que en alemán se emplea para referirse a “la dignidad o modo de ser hombre”

(Duque, 2002, 69).

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desde el cual se comprende lo que es ser, en la Carta sobre el humanismo esta cuestión está

explícitamente referida al lenguaje, pues según Heidegger éste es el lugar donde habita y se

manifiesta el ser, siendo como es: “la casa del ser” (H. 259, 313). Pero cómo sea dicha casa

o morada, nada dice al respecto Heidegger, tan sólo que ella se debe al ser, lo que supone

que el lenguaje no ha de entenderse como un mero refugio construido por el hombre para

que el ser lo habite, pues es más que eso, ya que señala “el cruce mismo entre lo dicho y el

decir, entre lo que se revela y lo que queda oculto, entre un adentro y un afuera” (Leyte,

2005, 242)4. Afirmar que el lenguaje sea la casa del ser es, pues, una clara invitación que

nos hace Heidegger a buscar en el lenguaje el sentido originario del ser, o lo que es lo

mismo, el modo particular de su darse. Con ello se pone de manifiesto lo que autores como

Vattimo (1993, 94) han considerado como el tránsito que hace Heidegger -por la búsqueda

de un sentido del ser alternativo del de la metafísica- desde la analítica existencial de Ser y

tiempo y de la reflexión sobre la historia de la metafísica (correspondiente al primer

Heidegger) a la época que culmina con la obra de Nietzsche (correspondiente al segundo

Heidegger). Situados aquí, por tanto, poco interesa ya establecer la comprensión del ser en

el tiempo y sí, más bien, en relación con el lenguaje. Pero un lenguaje entendido no ya,

desde una concepción metafísica tradicional, como instrumento de comunicación5 que

articula y desarrolla la apertura del ser ya abierta en su mismo manifestarse, sino desde una

4 Aunque en el ensayo ¿Y para qué poetas? Heidegger también afirma que el lenguaje es la casa del ser, es

ahí aún más enfático, pues sostiene que es el recinto o templo del ser (CB. 231, 286). Con ello busca dejar en

claro que el lenguaje es un lugar sagrado que despunta en medio del uso cotidiano de la palabra, esto es, lo

más íntimo del espacio del corazón donde se patentiza la esencia misma del habla, ya sea como experiencia

silenciosa, como experiencia poética o como experiencia pensante. 5 Para Heidegger, el habla es natural al hombre, hasta el punto en que nada hay que haga, o que no haga, que

no esté permeado por el lenguaje en sentido amplio. Su ser reside en ser siempre, y en todo momento, un

hablante, esto es, llevado a su permanecer encomendado al son del silencio -que es la esencia del habla- a

partir del hablar mismo del habla (CH. 22). Pues, según Heidegger, “sólo el habla capacita al hombre ser

aquel ser viviente que, en tanto que hombre, es” (CH. 9). Por ende, en modo alguno el lenguaje,

contrariamente a lo que se sostiene comúnmente, puede considerarse como una facultad que el hombre posee

por naturaleza, y con la cual se ubica por encima de los demás seres vivos. Una facultad, por demás, que

consiste, por un lado, en la exteriorización fonética de estados de ánimo y, por otro, en la representación

simbólica y conceptual de lo que considera real e irreal. El habla está al acecho, de todas partes nos viene al

encuentro. Está “arraigada en la vecindad más próxima al ser humano” (CH. 9). La única forma de llegar al

lenguaje en su esencia es adentrándonos en su interior, morar ahí, y dejar que hable en su hablar, no en el

nuestro. Pues sólo en sus profundidades podremos hallar lo que parece ser una mera tautología: el habla es el

habla y nada más. Así es como se manifiesta en el acontecimiento propio (Ereignis), no como actividad

humana ni como expresión suya.

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perspectiva ontológica fundamental, esto es, en íntima relación con el ser y el pensar, ya

que el pensamiento se mueve en un plano en el que está presente de modo fundamental, y

ante todo, el ser (Vattimo, 1997, 95). Profundizar en el sentido de esa estrecha relación que

liga al ser con el hombre es la tarea que emprende Heidegger en su Carta sobre el

humanismo, tal y como salta a la vista tan pronto como iniciamos la lectura de sus primeras

líneas, donde afirma que “lo que ante todo «es» es el ser”, y que es el pensar el que “lleva a

cabo la relación del ser con la esencia del hombre” (H. 259, 313).

Ahora bien, el desarrollo del pensamiento heideggeriano, que culmina con la superación de

la noción metafísica del ser, supone, por un lado, liberar al lenguaje de la gramática y la

lógica en sus formas tradicionales6, y, por otro, como resultado de esto, obtener un orden

esencial más originario7, lo cual sólo es alcanzable por la senda del pensar y el poetizar.

Pues, según Heidegger, los únicos que tienen la capacidad –en su decir y hablar propios- de

6 La lógica y la gramática que han venido estructurando el lenguaje en la filosofía se fundan en la subjetividad

trascendental propia de la metafísica, lo cual supone que en toda investigación el sujeto es el que tiene la

última palabra. Esto impide, como es evidente de suyo, llegar a la verdad del ser de los entes. El camino que

Heidegger propone para liberar al lenguaje filosófico de su influencia metafísica y, de esta manera, captar el

ente en su ser es el que está señalado por el método fenomenológico. En su comprensión formal, encontramos

que a este método le es esencial confrontarse con las cosas para que sean ellas las que se muestren en sí

mismas desde ellas mismas y, en consecuencia, hacerlas ver en cuanto tal en su decir propio, desocultando así

su verdad originaria (SyT. §7, 54, 34). Para dicha tarea muchas veces faltan las palabras, y más aún, como

afirma Heidegger, una gramática adecuada, ya que de lo que se trata es de hacer ver el ser de los entes (SyT.

§7, 59, 39). 7 Se trata aquí de orden que nos lleva a pensar la historia de la filosofía no desde ella misma, no en su mero

acontecer histórico, sino buscando aquello que la hizo posible, que desplazó la investigación metafísica por el

ser hacia la búsqueda de la esencia de la filosofía, esto es, al sentido del ser. Con dicho desplazamiento se

autodefine el carácter y la naturaleza de la filosofía en Heidegger, a saber: como un proyecto inacabado,

inconcluso, imposible, cuyo primer momento apareció bajo la forma de la obra de Ser y tiempo. Una obra que,

fundamentalmente, puede verse como un programa inicial que vino a ser desarrollado en dos momentos al

modo de una aproximación a aquello que, sin embargo, siguió constituyendo el origen del pensar: la

investigación por el sentido del ser (Leyte, 1996, 186). La unidad de la filosofía heideggeriana puede

entenderse desde la consideración del epígrafe que aparece en Caminos de bosque, pues allí, al parecer, la

filosofía puede considerarse como un bosque en el que sus múltiples vías (ensayos, fragmentos), por un lado,

no conducen a ninguna parte en el sentido de no tener final porque van inevitablemente hacia el origen, y por

otro, surgen al momento en que empiezan a pensarse, por lo cual son de suyo siempre singulares (CB. 1995,

epígrafe). De este modo, la filosofía no es ya un territorio arraigado en certezas y en la razón, sino más bien

un camino y trayecto que va tras de aquello que “está más allá o antes del ser, es decir, de aquello que

posibilitó la ontología misma como teoría del ser, que posibilitó incluso la misma referencia al Dasein (Leyte,

1996, 189). Esto es, tras la pregunta por el sentido del ser, o lo que es lo mismo, por la verdad del ser, que

como fuente originaria puede hacer comprensible como fenómeno cualesquiera de las manifestaciones

culturales y determinar cuál es su origen. Una verdad que es, ante todo, un proceso de des-encubrimiento de

lo ente y encubrimiento de sí misma para dar paso al ser entendido como ente.

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desplegar plenamente las múltiples manifestaciones del ser son los pensadores y los poetas,

en tanto permiten que su pensamiento sea reclamado por el ser para decir su verdad8, y por

eso mismo, son también los únicos llamados a ser los custodios del lenguaje (H. 259, 313).

Los primeros, en tanto tienen por tarea dejar que aparezca el ser en cuanto tal; y los

segundos, en tanto tienen la obligación de impedir que el lenguaje quede reducido a un

mero enunciado y se entienda como simple sistema universal de signos y significados. De

este modo es claro que sólo en las producciones del poeta y de los pensadores es posible

descubrir la esencia del pensar, esa en la que subyace un compromiso ineludible por el ser y

para el ser, y que puede expresarse concisamente en la fórmula heideggeriana: “pensar es el

compromiso del ser” (H. 260, 314).

Mediante el genitivo de esta expresión, Heidegger pone de manifiesto que la relación entre

el pensamiento y el ser es tanto subjetiva como objetiva: lo primero, en cuanto el

pensamiento le pertenece al ser, y lo segundo, en consecuencia de lo anterior, en cuanto el

pensamiento está a la escucha del ser. Que el pensamiento le pertenezca al ser implica, por

un lado, que todo acto libre del hombre presupone la libertad originaria u horizonte en el

que éste se encuentra en relación con los entes y consigo mismo para poder ser lo que es; y,

por otro, que esté a la escucha del ser involucra no sólo que el conocimiento y la

comprensión de lo ente presupone la comprensión del ser, sino también que la verdad

óntica tiene por base la verdad ontológica. Por tanto, el pensar es aquello que es posible

según su procedencia esencial, es decir, aquello de lo que el ser se ha adueñado

destinatalmente al regalarle su propia esencia para que sea lo que es, al modo como el

amante ama a su amada, que al hacerlo, entrega lo más profundo de su ser para que sea

plenamente lo que es (H. 261, 316). Dicha entrega pone de manifiesto que la auténtica

esencia del ser está en su darse como elemento del pensar, como acontecimiento propio que

hace que el pensar sea posible y se manifieste mostrando siempre su origen. De suerte que

si el pensar se aleja de su elemento, o lo que es lo mismo, no dice la verdad del ser, estará

8 En el ensayo sobre El origen de la obra de arte de 1936 Heidegger, como nos lo recuerda Vattimo, deja en

claro que la obra está puesta por virtud de la verdad y como apertura del ente en su totalidad, y señala además

que en la poesía como arte de la palabra está la esencia inventiva de todas las demás artes, por cuanto ella

misma es novedad radical, creación, institución de algo nuevo, que no proviene del ente sino de la nada del

ente, esto es, de la apertura del ser (1993, 111).

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condenado a validarse fuera de sí, a interpretarse técnicamente como “instrumento de

formación y por ende como asunto de escuela y posteriormente empresa cultural” (H. 262,

317). Y esto sería, sin duda, la ruina del lenguaje y del pensar.

Que el ser sea el acontecimiento propio del pensar implica, en consecuencia, que éste es

destinado esencialmente por aquél a desplegar a cabalidad la relación originaria que

sostiene con la esencia del hombre9. Relación que, por supuesto, el pensar en modo alguno

puede hacer o producir, sólo ofrecérsela al ser en cuanto le ha sido dada por el ser mismo,

con lo que se ratifica una vez más el carácter lingüístico de la apertura de la verdad del ser,

ya que, para Heidegger, ese ‘ofrecer’ no es más que el advenimiento del ser al lenguaje

convirtiéndolo en su morada, en donde al hombre le es destinado habitar en sentido propio

(H. 259, 313). Ambos, hombre y ser, habitan así el lenguaje y son a partir de él, por lo que

compartirán también su mismo carácter: inseguridad, desequilibrio, desprotección,

intemperie, ocultamiento y desocultamiento. Por ende, la relación entre el ser y el hombre,

en la que el hombre se liga al ser y el ser se entrega al hombre (por lo que puede ser

definida como una relación de apropiación recíproca), estará marcada esencialmente por

este hecho. Más aún si tenemos presente que el lenguaje es tanto algo de lo que disponemos

como lo que dispone de nosotros.

En cuanto hablamos el lenguaje nos es entregado, y de inmediato se apropia de nosotros, en

cuanto con sus estructuras delimita nuestra experiencia de mundo. Pues, como nos dice

Vattimo, “sólo en el lenguaje las cosas se nos pueden manifestar y sólo en el modo en que

el lenguaje las hace aparecer” (1993, 114). Hablar presupone, por tanto, que el lenguaje

haya ya abierto el mundo y que a nosotros nos haya colocado en él. En suma, el lenguaje

como morada del hombre y como lugar del advenimiento del ser es, asimismo, el lugar

donde se instaura la apertura en la que el hombre, como proyecto arrojado y en el que, por

eso mismo, acontece en él el ser mismo, entra en relación consigo mismo y con los entes, al

ordenarlos en un mundo y hacerlos aparecer en la presencia del ser. De ahí que la relación

9 No olvidemos que en Ser y tiempo el hombre como Dasein es un proyecto arrojado, siendo ésta su

peculiaridad esencial; pero en la Carta sobre el humanismo Heidegger va más allá y precisa que quien lanza

dicho proyecto es el ser mismo, por lo cual, la relación entre el ser y la esencia del hombre se resuelve aquí a

favor de aquél. Este es el añadido que en dicho escrito define el rumbo de la argumentación heideggeriana en

relación con el modo de ser del hombre.

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con el ser sea radical y profundamente constitutiva del Dasein10

del hombre. Cuando en Ser

y tiempo se afirma que hay ser sólo en cuanto hay Da-sein no significa que el ser sea un

mero producto del hombre y de su representar11

, sino que en su mismo acontecer, el ser se

entrega al hombre, siendo decreto del ser mismo.

Como en la superación de la metafísica el ser sólo puede aparecer como evento, no ya

simplemente como presencia, será concebido como aquello que se apropia del hombre

entregándose a él, y en esa medida, como lo que hace aparecer las aperturas históricas del

ser de las cosas. Este movimiento de expropiación y al mismo tiempo de apropiación del

ser se da con exclusividad en el hombre y sólo en él. Este es el camino que Heidegger sigue

desde Ser y tiempo hasta su Carta sobre el humanismo, con la salvedad que dicho camino

no debe entenderse como el tránsito de un estado a otro totalmente diferente, pues el

desarrollo del pensamiento heideggeriano no es más que el acontecer mismo del ser, que en

10 Dasein es un término alemán que combina las palabras ser (sein) y ahí (da), significando existencia, y que

emplea Heidegger para indicar el modo de existir propio del ser humano. En Ser y tiempo Heidegger afirma la

primacía óntica-ontológica del Dasein al tratar de indagar por el sentido del ser en general. Esta primacía

óntica-ontológica está dada porque el Dasein es el único ente que puede preguntarse por el ser mismo. Es

necesario, por tanto, indagar por el ser a partir del único ente que tiene una compresión vaga y general del

mismo. El olvido del ser es debido a la misma ex–sistencia, ese estar fuera de sí, del Dasein, en cuanto se

vuelca a una vida inauténtica (ante su propia temporalidad y muerte). Para Heidegger, se hace necesario ante

todo desarrollar en un primer momento una analítica existencial del Dasein para tener así una comprensión

del ser que se diluya en la temporalidad. El Dasein deberá sacar del olvido al ser, reconociéndose en su más

propia existencia y cuidado de sí ante la muerte, es decir, ante la posibilidad más fundamental de su no-ser ya

más. 11 En la segunda conferencia de Holzwege, titulada La época de la imagen del mundo, Heidegger afirma que

la Edad Moderna en sus diversas manifestaciones, desde un punto de vista filosófico, no es más que una

imagen del mundo fundamentada en una concepción metafísica de lo ente y de la verdad (CB. 63, 69). En ese

respecto, la ciencia o investigación científica no sería sino la confirmación de sus propias anticipaciones; por

lo cual, en modo alguno, puede ella llegar a constituirse en una explicación o descripción real del mundo.

Pues, por un lado, las proposiciones matemáticas, que están en su base, constituyen simplemente el marco

definitorio a priori de ella; y por otro, las leyes y reglas físicas, que son su producto más notable, no son más

que las hipótesis dadas en un experimento para producir los hechos que las confirman o niegan (CB. 68, 75).

En este sentido, la imagen que tenemos del mundo sería sólo el resultado de los prejuicios que sobre él

tenemos gracias a los resultados especulativos de la metafísica, lo cual sólo es posible mediante la

objetivación de lo ente. Pues, según el mismo Heidegger, “representar quiere decir traer ante sí eso que está

ahí delante en tanto que algo situado frente a nosotros, referido a sí mismo, al que se lo representa y, en esa

relación consigo, obligarlo a retornar a sí como ámbito que impone las normas” (CB. 75, 84). Por tanto, el

mundo convertido en imagen sólo puede ser de tal modo y llegar a ser desde el instante en que el hombre lo

representa y lo produce, antes es imposible. Que la ciencia moderna interprete el carácter de imagen del

mundo como la representabilidad de la totalidad de lo ente implica que lo ente se le presenta al hombre como

objeto, y sólo en ese respecto, recibe su ser. Con esto se configura la producción representadora del hombre,

en virtud de la cual él lucha por imponerse como ese ente que da la medida a todo ente y pone todas las

normas.

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la época de la metafísica se dan en la simple forma de la presencia y del olvido y que ahora

se da como evento.

La historia de la metafísica no es otra cosa que un modo particular del determinarse del ser

mismo, por lo que se integra esencialmente en la historia del ser, una historia que es de

suyo venidera y que tiene la peculiaridad de sostener y determinar toda condición y

situación humana. El resultado de esta historia es que no sólo el hombre no puede ser sin el

ser, sino que también el ser nunca puede darse sin el hombre. Entran en una relación tal que

el ser necesita del hombre para acontecer, siendo ese acontecer el ser mismo y el hombre

necesita del ser para ser lo que es. Por lo que en el proyecto de elaboración del problema

del sentido del ser ha de buscarse un modo nuevo de ejercitar el pensamiento mismo, uno

que no se considere ya, frente al ser, como elaboración de conceptos adecuados y, más

bien, uno en el que esté principalmente y ante todo el ser (Vattimo, 1993, 94). Es decir, uno

en el que esté expuesta la relación entre el ser y el hombre de modo tal que la eventualidad

del ser se manifieste como unidad de llamado y respuesta. Por esta razón, es insostenible

afirmar la historia del ser por un lado y la historia del hombre por otro. Empero, el que el

ser sea aquello que decreta todo no significa que el hombre sea pura pasividad o recepción,

pues los modos históricos de determinarse el ser ocurren ciertamente en la actividad propia

del hombre y de algún modo por obra suya (Vattimo, 1993, 97).

El problema reside en entender que el hombre sea algo y que tenga una esencia objetiva,

cuando lo que qué sea el hombre sólo es posible cuando éste es interpelado por el ser

mismo. Se trata, por tanto, más que de pensar el hombre, pensar el Da-sein, pero no ya al

modo de la subjetividad trascendental que lo objetiva como el ente humano, sino como el

Da, el aquí, el claro del ser. En otras palabras, se trata de ver al hombre en la proximidad

del ser, que se deja reconocer en el lenguaje esencial, ese que se entiende como la casa del

ser en la que se permite al hombre entrar. Ese entrar del hombre a la casa del ser puede

entenderse de dos maneras diferentes y antagónicas, que Heidegger formula mítica y

literariamente como «el dueño de lo ente» y como «el pastor del ser». Cuál sea la forma

correcta de entrar es tarea que nos ocupara en lo que sigue.

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1.1. El hombre como «dueño de lo ente»

Afirmar que el hombre es el «dueño» de «lo ente» implica establecer entre ambos términos

una relación de dominación y subordinación, que nos remonta de inmediato a los

consabidos mitos creacionistas, esos en los que un dios -o varios dioses, según sea el caso-,

aparece como el dueño y señor de lo que crea. Su autoridad y potestad sobre lo que produce

están justificadas por el sólo hecho de ser su creador, siendo evidente de suyo que nada hay

por encima de ese poder. En efecto, lo que emana de él es suyo, le pertenece y, por tanto,

puede ejercer legítimamente su total e irrestricto poderío sobre lo otro. Como creador del

mundo, el dios no se entrega ni se debe en absoluto a éste. Eso es lo que lo hace ser su

dueño y estar siempre por encima de su obra creadora.

Que en la actualidad se diga que es el hombre quien posee ese dominio, y no una deidad, no

cambia nada en absoluto la situación, pues funciona bajo la misma lógica de la producción

y la dominación propia de estos mitos. Empero, es de resaltar que ese dominio vinculado al

hombre, a diferencia del que se vincula a la deidad, se hizo cada vez más fuerte y creciente

en virtud de las herramientas que éste forjó para la dominación y la explotación del mundo,

cuando se reconoció a sí mismo lleno de poder, esto es, cuando fue plenamente consciente

de su situación y poderío. El examen que Heidegger realiza de la modernidad gira,

precisamente, en torno a esta concepción que hace del hombre «señor» y/o «dueño de lo

ente», puesto que desde que la metafísica lo elevó a la dignidad de la subjetividad, el

hombre ejerce toda su potencia sobre la totalidad del ente de manera absoluta, apartándose

de su verdadera esencia.

Cuando Heidegger enfrenta los modelos metafísicos de la subjetividad trascendental,

dichos modelos ya estaban en desprestigio, pero lejos de proponer uno alternativo, lo que

hace es ahondar en los presupuestos que han permitido y catapultado el establecimiento de

dichos modelos. De ahí que nuestro filósofo los presente, junto a sus subsiguientes

equívocos, como síntomas y fenómenos desviados de un rasgo fundamental del hombre que

se establece bajo la concepción antropológica moderna según la cual el hombre es el sujeto

último de predicación y de existencia, esto es, que el hombre ha de entenderse como

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aquello para el que la realidad es o se da, a la vez que él no es ni está para nada ni para

nadie (Duque, 2002, 67). En otras palabras, esto significa que ha de considerarse

fundamentalmente como el dueño de sí mismo, capaz de autocontrolarse, y en esa medida

digno de dominar el resto. Conforme a esto, no es que Heidegger esté en contra del hombre,

sino de esa doctrina que cae bajo el nombre de humanismo y que pretende abstraerlo y

generalizarlo, hasta el punto de concebirlo como el sujeto trascendental en el que el ‘ser

genérico’ se compenetraría indistinta e íntimamente en cada uno de los individuos que caen

bajo esa misma especie. Así pues, el hombre como «dueño de lo ente» es, en últimas, el

sujeto moderno que se centra en sí mismo, que es autónomo y autosuficiente y, por ende,

absolutamente responsable de sus actos, realizados a conciencia y con plena y libre

voluntad, lo cual lo convierte en un ser inalienable de valor absoluto. Un ser en abstracto

que es tendencialmente igual a cualquiera de los miembros de la humanidad con

independencia de sus especificaciones genéticas y culturales.

Lo propio del humanismo12

, por tanto, y que es un punto central en la crítica de Heidegger,

es que presupone y da por sobreentendido la esencia más universal del ser humano, a saber:

la de entenderlo como animale rationale (H. 265, 322). Aunque Heidegger afirme que

dicha determinación no es en principio falsa, considera necesario prescindir de ella en tanto

está indiscutiblemente condicionada por la metafísica, siéndole imposible en cuanto tal

llegar a la verdad del ser. Pues, si bien la metafísica representa a lo ente en su ser, esto es, si

bien piensa el ser de lo ente desde la perspectiva siempre de lo ente, no puede empero

pensar el ser como tal, ni la diferencia entre ambos. Por cuanto sólo interroga a lo ente en

cuanto ente, la metafísica permanece indiscutiblemente junto a lo ente y no se vuelve hacia

el ser en cuanto ser. Por eso le es imposible pensar el propio ser (H. 300, 366). Y al no

poder preguntar por la verdad del ser, tampoco puede preguntar por el modo en que la

esencia del hombre le pertenece a la verdad del ser. De esta manera, mientras se insista en

comprender al hombre como un ser vivo racional, se lo seguirá comprendiendo desde la

12 Ese que se entiende como el meditar y el cuidar de que el hombre sea humano en lugar de no humano, y

que tiene su origen en el encuentro de la época republicana romana con la cultura de la Grecia tardía, y que,

en opinión de Heidegger, es eminentemente metafísico como lo es también el pueblo alemán, pues presupone

la interpretación de lo ente sin plantear la pregunta por la verdad del ser, a la vez, que no pregunta tampoco

por la relación del ser con el hombre (H. 265, 321).

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perspectiva metafísica, la cual hace parte de su propia naturaleza (H. 301, 368). Pero el

humanismo no simplemente pone como base sustantiva suya la definición clásica del

hombre como animal racional, sino que da un paso más y hace de la subjetividad

centralizadora, autorreferencial y dadora de sentido de todas las cosas su base formal

(Duque, 2002, 71). Ambas comprensiones del hombre, entrelazadas y fundamentadas entre

sí en la modernidad llevan a que aquél olvide que él es, ante todo, un ser arrojado y, por

ende, a que su «fuerza», esa en virtud de la cual actúa, no le sea propia sino que le haya

sido dada por otro. Pero más que eso, a que, habiendo olvidado su origen terrenal, y

entendiendo como productos de ciertas fuerzas naturales o sociopolíticas lo que él solidifica

como ‘cosas’ o ‘entes’, considere también que pueda controlarlas gracias a la técnica y

ponerlas a su pleno e irrestricto servicio (Duque, 2002, 77). En este sentido, la modernidad

lleva a que el hombre suplante esas fuerzas, junto con sus productos, y configure de esta

manera el mundo a su imagen y semejanza.

Al lenguaje le fue imposible sustraerse de ese dominio de la subjetividad, hasta el punto de

quedar también convertido en un mero instrumento de dominación13

. En cuanto tal, su lugar

por antonomasia será el mundo del comercio de las cosas, ese en el que lo que prevalece es

justamente la eficacia del instrumento y su rentabilidad. De ahí que funcione dentro de él

como un medio de comunicación más, entendiendo ésta como el proceso técnico de los

mensajes, de los signos que se consumen en una sociedad igualmente consumista. Proceso,

por demás, que doblega al lenguaje y al pensamiento por mor de las reglas económicas

preestablecidas y el orden de la información que subyace a la opinión pública. En su Carta

sobre el humanismo Heidegger denuncia esa consabida dictadura de la opinión pública, que

llega a invadir incluso el ámbito privado, el cual, en su opinión, no es más que un apéndice

de aquella, en tanto surge simplemente como negación suya, a la vez que se alimenta de su

retirada fuera de lo público (H. 262, 317). Así pues, la existencia de la esfera privada es

sólo una constatación más de la rendición del pensamiento y del lenguaje a los dictados de

13 Al respecto dice Heidegger que “el lenguaje se abandona a nuestro mero querer y hacer a modo de

instrumento de dominación sobre lo ente” (H. 263, 319), por cuanto es real, y en esa medida, por cuanto hace

parte del entramado de causas y efectos. En el diagnóstico que hace del estado actual del lenguaje encuentra,

por tanto, que el desprestigio en el que éste se encuentra es consecuencia del proceso por el cual va cayendo

fuera de su elemento y se va colocando bajo el dominio de la metafísica moderna de la subjetividad.

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la opinión pública que en tanto procede del dominio de la subjetividad está

indiscutiblemente condicionada por la metafísica14

, convirtiéndose en institución y

autorización de la objetivación absoluta e incondicionada de todo desde la apertura de lo

ente (H. 262, 317). Esa es la forma como, según Heidegger, el lenguaje cae bajo la

dictadura de la opinión pública, poniéndose al servicio de los medios de comunicación por

los que se extiende sin límites a todos la objetivación. El hombre como «dueño del ente»

sucumbe, en consecuencia, a la inclinación de su propia naturaleza que lo lleva a ponerse

por encima de lo que considera inferior, y a estructurar una concepción instrumental e

informacional del lenguaje (Duque, 2002, 109).

Al quedar reducido a una mera expresión técnica de lo ente, el lenguaje se sumergió de

inmediato -de manera fundamental- en el entramado metafísico del olvido del ser, ese por

el que el pensamiento, que se creía soberano15

, y que permaneció incuestionado durante un

largo período de tiempo, divagó por múltiples vías del olvido de sí, y en pro de sus propias

conquistas y elaboraciones relegó al lenguaje a un lugar donde ya no se le reconoce en lo

que es verdaderamente, al ser concebido -bajo una representación externa- como expresión

lógico-gramática y fenómeno fonético-semántico (Duque, 2002, 112). En esa medida, el

lenguaje queda reducido a una serie de productos que se asemeja a la configurada por una

potencia de cálculo, cuyo fundamento último descansa en la omnímoda voluntad de poder,

es decir, de perpetuación y acrecentamiento ilimitado de todo ese esquema en una sociedad

en la que el poder de lo religioso se alía con frecuencia al poder laico del capital y la

máquina. En fin, el lenguaje se asume como un medio de comunicación que le permite al

hombre ejercer su dominio, tal y como lo podemos percibir en los relatos metafóricos de la

14 Así como se puede constatar en los usos teórico-prácticos del lenguaje (correspondientes a diversas formas

particulares de vida), que tienen su fuente en la metafísica, cuya base reposa sobre las ideas de identidad,

producción, y dominio, esto es, en “la presencia de un Ente supremo que juzga, dirige y dispone a los demás

entes” (Duque, 2002, 84). La metafísica se adueñó desde sus comienzos de la interpretación del lenguaje, de

la manera como se iba estructurando la lengua según las figuras familiares de la lógica y la gramática

occidentales. Era obvio, en consecuencia, que el pensamiento se dejara impregnar por la metafísica en tanto

veía cómo se le concedía la soberanía absoluta en nombre de la subjetividad (Duque, 2002, 108). 15 Cuando el pensar llega a su fin por haberse alejado de su elemento, reemplaza esa pérdida procurándose

una validez en calidad de téchne, esto es, como instrumento de formación y de empresa cultural (H. 260, 314).

Dicha interpretación técnica del pensar tiene su origen en Platón y Aristóteles, pues, según Heidegger, para

ellos el pensar no es más que el procedimiento de una reflexión vista bajo la perspectiva de la práxis y la

poiesis y puesta, por eso mismo, al servicio del hacer y el fabricar (H. 260, 314).

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creación que caen bajo la tradición judeo-cristiana. En efecto, si observamos el libro del

Génesis, encontramos ese mandato que dirige Dios al hombre de someter todo a beneficio

propio: “henchid la tierra y someterla; mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y

en todo animal que repta sobre la tierra” (Gn. 1, 28), lo cual sólo es posible mediante la

posibilidad que da el lenguaje de nombrar: “Yahvé Dios formó del suelo todos los animales

del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y

para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera” (Gn. 2, 19). El uso

técnico de su lenguaje en el específico acto de nombrar, hace así al hombre dueño de lo que

nombra. En ello radica su pleno señorío, porque nombrar es ya dominar.

Heidegger critica expresamente esas vías trazadas por las concepciones tradicionales del

lenguaje, y en esa medida, también los diferentes modelos en que se estructuran y que

tienen por fundamento a la historia de la metafísica. Pues pretende que renunciemos a toda

teoría de la significación propuesta en la filosofía del lenguaje16

, y que comprendamos que

el hombre no es este o aquel ente que posee el lenguaje y la palabra, sino, de nuevo, el lugar

donde se dice el discurso del lenguaje (Bucher, 1993, 105). El lenguaje, por ende, no debe

ser más concebido como ese instrumento fantástico en las manos del hombre y con el cual

éste se ha vanagloriado por varios milenios frente a sus semejantes por saberlo manejar. El

hombre poco a poco debe renunciar a su ilusorio dominio que cree ejercer sobre la lengua y

aprender la acogida y docilidad que lo sumergirán por fin en el hablar auténtico. La

búsqueda de la esencia del lenguaje supone, por tanto, alejarnos de la filosofía del lenguaje

y hacer una ruptura radical con la representación metafísica dominante en ella, lo cual sólo

será posible cuando el lenguaje convencional sea destronado y aniquilado por completo por

la revolución del pensar esencial (Bucher, 1993, 108). Empero, mientras se insista en

permanecer en un objetivismo metafísico que separa lo físico de lo no físico (sujeto-objeto),

que afirma igualmente la preexistencia y absoluta independencia de las cosas, esto es, que

degrada el lenguaje en una función meramente instrumental propia de una subjetividad

16 La ciencia lingüística, la psicología o la filosofía del lenguaje no cesan de acumular conocimientos

objetivos sobre el lenguaje en tanto reflexiones meticulosas sobre el fenómeno del lenguaje, lo cual lleva

inevitablemente a la objetivación y a la proliferación de metalenguajes que hasta llegan a imponerse y

contraponerse a las llamadas lenguas naturales. Lo que prima en estas disciplinas es un deseo tecnicista de

dominio del lenguaje como herramienta de la información (Bucher, 1993, 110).

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representativa, será imposible comprender el sentido de un pensamiento original que

describe todo el lenguaje como el templo o el recinto del ser donde todos los entes se

encuentran alojados. Insuficiente será toda explicación o descripción que reduzca las

palabras a su función expresiva o significativa o aun a su función propiamente significante

(Bucher, 1993, 117). Pues la palabra, según Heidegger, no es ni un signo que ocupa el lugar

de la cosa que sustituye en el lenguaje, ni un signo que se invente, que se fabrique y que en

seguida se ponga en circulación como un objeto cualquiera de mercancía17

. Se trata

entonces de liberar al lenguaje de la servidumbre en la cual lo mantiene la metafísica,

verdadera industria de dominación sobre el ente, que sólo es posible cuando hace del

lenguaje un instrumento de comunicación y de transmisión y finalmente de subyugación, es

decir, un mero instrumento de opresión (Bucher, 1993, 112). En consecuencia, si queremos

volver a experimentar la esencia del pensar, basta simple y puramente con liberar al

lenguaje de la gramática, esto es, de la interpretación técnica del pensar, que trae consigo el

abandono del ser como acontecimiento propio del pensar.

Para descubrir, por tanto, la esencia del hombre debemos hallar primero la esencia del

pensar y, de esta manera, tener presente que el hombre es algo más que lo que está

contenido en su definición clásica como animal racional. Con ese «más» Heidegger no

pretende falsear dicha definición o sugerir que debe ser sustituida por una mejor, a pesar de

su consabido uso acrítico. Lo que pretende, más bien, es dejar en claro que ésta es derivada

17 Para Heidegger, la palabra, y sólo ella, es la que deja ser a la cosa como cosa (CH. 170). De modo que si

faltase la palabra, ninguna cosa podría ser como cosa; es decir, la palabra ausente lleva consigo la

desaparición de la cosa misma a la que ella se refiere. Pues sólo la palabra es la que tiene la propiedad de

mantener las cosas en su presencia, puesto que, es quien las busca y las trae para resguardarlas en sí misma.

Así mostrada la palabra, en absoluto ha de entenderse como un mero medio de representación de lo que está

delante de nosotros, y sí más bien como “lo que otorga la venida en presencia, es decir, el ser, aquello en que

algo puede aparecer como ente” (CH. 168). Sin embargo, una palabra así, dice Heidegger, se halla realmente

ausente, a pesar de hacerse ver tal cual, de manera repentina, ante el poeta. Lo cual, con todo, no implica que

desaparezca y se desintegre en la nada aquello a que la palabra se refiere. Pues el poeta no puede, en modo

alguno, renunciar al decir, porque su renuncia, que es un negarse a sí, es “un decir que se dice a sí: ninguna

cosa sea donde falta la palabra” (CH. 169). Su renuncia, por tanto, no es un rechazo al decir ni un mero

enmudecer, sino, ante todo, verdadera renuncia, esto es, que en tanto negación de sí a pretender a algo, la

renuncia sigue siendo un decir, sólo que ahora perteneciente a un reino superior: el del canto. Tras dicha

renuncia, la palabra poética resuena en el sonido del canto, esto es, el decir se transforma en eco casi

inaudible de un Decir indecible; ese que únicamente deja que la cosa esté en presencia como cosa, o lo que es

lo mismo, que el «en-cosamiento» de la cosa sea posible en el mostrar de la palabra (CH. 172). En fin, lo que

Heidegger busca dejar en claro con la esencialidad de la palabra, es que “el poeta debe renunciar a tener bajo

su dominio la palabra en tanto que nombre representativo de lo que es puesto como ente” (CH. 169).

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de algo más originario y más esencial, que por eso mismo la soporta y le da sentido. En ese

«más» despunta lo enigmático, a saber, que el hombre es-xiste en la condición de estar-

arrojado, esto es, que el hombre en cuanto es-xistente es «más» que el animal racional y a la

vez «menos» que el sujeto trascendental (Duque, 2002, 72). Es más que el simple animal

racional en tanto al animal le corresponde de suyo estar ligado a un nicho ecológico

específico, al que responde instintivamente; y si a la conducta animal se le añade

racionalidad entonces cabe dos posibilidades: que el hombre sea ‘superanimal’ (donde la

razón es puesta como instrumento para adaptar mejor la conducta al entorno hostil) o

‘antianimal’ (donde la razón es puesta en nombre de una manera de ser más digna para

sobreponer la conducta a un mero conducirse instintivo). Por lo tanto, el hombre sería

entonces lo presupuesto entre esos dos extremos que se yuxtaponen en una lucha incesante

por alcanzar su primacía: qué sea el hombre es lo que se presupone, siendo lo que se

pretende establecer (Duque, 2002, 74). De otra parte, es más que un sujeto en tanto la

subjetividad pretende fundarse a sí misma. Tanto el conocimiento como el criterio de

acción se fundan en el Yo, al que puede accederse mediante introspección trascendental. De

ahí se sigue el egoísmo trascendental moderno y la idea de libertad en tanto responsabilidad

por las propias acciones, lo que permite al mundo ser doblegado por la acción humana a fin

de mejorarlo, cambiarlo y acondicionarlo en beneficio de sí misma. Empero, esto no es, de

hecho, como nosotros actuamos (Duque, 2002, 74).

Para Heidegger, el hombre no es, en consecuencia, esencialmente un animal. Hay quienes

confunden al hombre con el animal por cierta semejanza entre la conducta animal y el

comportamiento humano, a saber: que responden a los estímulos externos de acuerdo a una

predisposición genética: estímulo y respuesta podría decirse, se corresponden mutuamente

y hasta copertenecen (Duque, 2002, 75). Empero, es justamente ese mundo, según nuestro

filósofo, el que los separa pues mientras el animal simplemente se limita a actuar

automáticamente frente a los estímulos que provienen del exterior, el hombre configura

mundo y se configura en él18

. La modernidad ha sublimado esto último, hasta el punto de

18 Esta afirmación del hombre como aquel ente que configura mundo y se configura en él, la hace Heidegger

en el marco de la investigación que busca mostrar el fenómeno del mundo como problema. Según él, desde

una consideración comparativa, es posible sostener tres tesis fundamentales: “la piedra (lo material) es sin

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constituir al hombre en un sujeto, al mismo tiempo señor y siervo del mundo, aun cuando

lo siga considerando un fragmento del mundo, olvidando así que el mundo no es más que el

conjunto dinámico de «proyectos deyectados»: rechazos e incitaciones, logros y

frustraciones, “la integral de los diferenciales de poder, de violencia y de resistencia que

«componen», «descomponen» y «recomponen» continuamente eso que cómodamente

hemos llamado cosas” (Duque, 2002, 76). Esta imagen de mundo está lejos de la que han

conseguido y consolidado por mucho tiempo los científicos modernos y que Heidegger

cuestiona abiertamente.

Ahora bien, desde la perspectiva de una determinación esencial del hombre, no importa

cómo se defina la «razón» del animal y del ser vivo, por cuanto su esencia se funda en “el

hecho de que para toda aprehensión de lo ente en su ser, el ser mismo se halla ya siempre

aclarado como aquello que acontece en su verdad” (H. 266, 323). Algo similar sucede con

mundo; el animal es pobre de mundo; el hombre configura mundo” (CFM. §42, 226). Lo primero que

tendemos ingenuamente a hacer, en el planteamiento de la pregunta por el ser, es tratar uniformemente los tres

entes como si estuvieran en el mismo nivel. Pero si seguimos el método del poder transponerse o del

acompañar lo otro en su que es y cómo es, esto es, preguntando: ¿podemos transponernos en un animal, en

una piedra, en un hombre?, es evidente que dicha uniformidad es sólo aparente. Pues, respecto a si es posible

transponer el hombre en el animal, la respuesta de inmediato es que fundamentalmente sí lo es; no así

respecto de la piedra, donde la respuesta sería entonces un no absoluto; y qué decir respecto del hombre, pues

dicha pregunta es de por sí absurda y superficial, por cuanto en la esencia del hombre, en su ser hombre, está

ya el estar transpuesto en el otro, en un ser-con con otros (CFM. §49, 258). Teniendo en cuenta que es

legítimo transponer el hombre en el animal, y que ello constituye una orientación esencial para comprender el

sentido de las tres tesis, vamos a detenernos en la tesis intermedia, por cuanto ahondar en la esencia de la

pobreza de mundo del animal, redundará de inmediato en la comprensión de las otras dos. En primer lugar,

hay que decir que la transponibilidad del hombre en el animal significa fundamentalmente un estar con este

ente, no en tanto co-existiendo con él, puesto que un animal no existe, simplemente vive. Un acompañar, así

entendido, supone que el hombre deja que los animales se muevan en su mundo. Empero, esto, a su vez, no

implica que la transponibilidad original con relación a los animales, que forma parte de la esencia del hombre,

nos traslade a un supuesto mundo animal o a considerar que el animal tiene en general mundo (CFM. §50,

261). Pues, en el caso del animal, su posibilidad de conceder la transponibilidad en él, va unida a un tener que

denegar un acompañar por parte del hombre. Esto es, que en el animal se da en lo esencial tanto un tener

mundo como un no tener mundo, que en su poder tener, esto último significa carecer de algo, ser pobre de

mundo. El asunto es establecer ¿qué significa exactamente que el animal sea pobre de mundo? Al respecto

Heidegger considera que no es posible satisfacer suficientemente esta pregunta en cuanto para ello se exige, o

bien saber con antelación qué es mundo, y esto no es posible hasta tanto no se establezca primero cuál es la

esencia del hombre y su consabida configuración de mundo, a lo que dicho concepto está ligado

esencialmente; o bien saber –desde la esencia de la animalidad- qué y cómo el animal carece de tal cosa que

nosotros llamamos mundo, y esto no es posible hasta tanto no se acuda a las tesis fundamentales de la

zoología sobre la animalidad y la vida (CFM. §50, 262). Con todo, bástenos decir, por el momento, que

carecer de mundo respecto del animal y configurar mundo respecto del hombre, en modo alguno puede

interpretarse en términos de una gradación tasadora, pues lo único que expresa es una relación y una

diferencia con el mundo.

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el término «animal», en el que la vida es ya interpretada metafísicamente como fundada en

una preconcepción de lo ente como zoe y physis dentro de la que aparece lo vivo. La

pregunta que surge y que es preciso plantear es si acaso la esencia del hombre puede

buscarse de una manera inicial y por anticipado en la dimensión de la animalitas, esto es,

como un ser vivo entre otros, diferente de las plantas, los animales y Dios. Si bien es cierto

que podemos entender al hombre como un ente entre otros, por este camino nos es

imposible llegar a la esencia del hombre, por cuanto ello nos lleva indiscutiblemente a

relegarlo al ámbito esencial de la animalitas, aun cuando le concedamos una diferencia

específica que lo ponga por encima del animal. Pues se pensará siempre en el homo

animalis y, en consecuencia, se le asumirá como persona, como sujeto, como espíritu. Este

modo particular propio de la metafísica nos aleja de la esencia del hombre, al no pensarla

en su origen esencial. Pues como dice Heidegger, “la metafísica piensa al hombre a partir

de la animalitas y no lo piensa en función de su humanitas” (H. 267, 323).

En fin, la esencia del hombre, en opinión de Heidegger, no consiste en ser un organismo

animal. Aún cuando es de resaltar que dicha interpretación no se puede arreglar

simplemente aduciendo que el hombre está dotado de un alma inmortal o de una facultad de

raciocinio o del carácter de persona, pues en esta formulación estaremos, simplemente,

basándonos en el fundamento propio del proyecto metafísico, lo cual está por encima de la

esencia misma del hombre (H. 267/8, 325). Por ende, en modo alguno el hombre puede

interpretarse como el «dueño de lo ente», y sí más bien como el «pastor del ser». En otras

palabras, no como el hombre dianoético, en el que el pensar es entendido como una simple

actividad psíquica, objetivamente plasmable en signos lógico-lingüísticos, esto es, como

técnica (techné), bien sea práctica, poética o teorética (Echarri, 1997, 169); sino más bien

como el hombre noético, en el que el pensar es entendido como el elemento propio del

hombre por medio del cual se relaciona esencialmente con el ser, por cuanto parte del ser,

recae sobre el ser y termina en el ser. Esto constituye una clara diferencia con el pensar

técnico del hombre dianoético, pues, si bien se apoya en el ser, no termina en él, sino en lo

ente. Empero, es de resaltar que todo pensar representativo, que es de suyo metafísico, no

está del todo lejos del ser, puesto que, si bien piensa acerca del ente partiendo del ente, lo

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hace a través del ser, dado que todo partir del ente y todo retornar al ente, se sitúa ya en el

claro del ser (H. 272/3, 331).

1.2. El hombre como «pastor del ser»

Heidegger introduce la definición del hombre como «pastor del ser» teniendo en cuenta,

por un lado, la recordada definición del hombre como animal racional, a fin de dejar en

claro que la esencia del hombre es «más» que eso, por cuanto ésta es una definición del tipo

obscurum per obscurius, es decir, en la que se yuxtapone lo inferior y lo superior al hombre

a fin de establecer como definido lo que justamente hemos de definir: el hombre; y por

otro, la concepción moderna del hombre como sujeto, a fin de dejar en claro que el hombre

es «menos» que la mera subjetividad enraizada en la metafísica, por cuanto ésta pretende

autofundamentarse, lo cual lleva indiscutiblemente al desarraigo del hombre de su contexto

particular. Entre esos dos extremos aparece la postura heideggeriana de que el hombre no

es esencialmente un animal, aun cuando la conducta de éste y el comportamiento de aquél

tengan cierto grado de similitud, a saber: responder en virtud de las huellas y surcos que ha

ido dejando el «mundo» en ellos. Empero, éste es un mundo que en lugar de unirlos, los

divide y los separa radicalmente. Pues, mientras el animal es esencialmente «pobre de

mundo» en cuanto él está enclaustrado en él y destinado a él, obedeciendo casi sólo

instintivamente “a leyes e improntas de conducta que definen y distinguen una especie de

otra” (Duque, 2002, 75), el hombre configura mundo y se configura en él. Esto último en

razón a que el hombre es ante todo un ser arrojado a un mundo que no está lleno de cosas,

sino que es esencialmente un conjunto móvil de numerosas y variadas relaciones, logros y

frustraciones, rechazos e incitaciones. Es, como lo define Duque, “la integral de los

diferenciales de poder, de violencia y de resistencia que «componen», «descomponen» y

«recomponen» continuamente eso que cómodamente hemos llamado «cosas» (2002, 76).

Un mundo entendido así, no se da como una cosa más entre otras de modo directo y en

tiempo presente, pues de suyo es un caótico flujo y reflejo absolutamente indeterminado del

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que surgen los entes y al que incesantemente regresan, que “genera desde sí lugares y

tiempos, espacia y da tiempo al tiempo” (2002, 77).

Que el hombre no sea considerado «el pastor del ser», sino «el señor de lo ente», se debe

fundamentalmente al olvido del ser por causa de la metafísica, lo cual no es otra cosa que el

olvido de la fuerza donada por el ser al hombre y sobre la cual actúa. Pues dicho olvido

lleva al hombre a considerar que los entes, que proceden de fuerzas de diversa índole,

pueden ser manejados sin ningún problema gracias a la técnica, y por ende, puestos a su

servicio. Con esto pretende el hombre hacer del mundo un lugar hecho a imagen y

semejanza suya, esto es, configurarse como el amo y señor de lo ente.

En contra de ese olvido, Heidegger afirma que la esencia del hombre reside en algo sencillo

y simple: «ser-el-ahí» (Dasein), o más exactamente, el Da del ser (eso dado con antelación

sin ser algo determinado, que “sin tener un lugar asignado, sirve en cambio de lugar desde

el cual configurar espacios y tiempos”) (Duque, 2002, 78). Por tanto, el rasgo fundamental

del hombre como pastor del ser debe ser “el cuidado y la promoción de las medidas y

proporciones por las que cada cosa es lo que es” (Duque, 2002, 78). Esto nos conduce

indiscutiblemente a la noción de existencia, es decir, del estar determinado por tal o cual

propiedad, con la salvedad, claro está, de que dicha propiedad en relación con el hombre es

la determinación en general. Por ende, la ex-sistencia (el estar en el claro del ser) no es una

característica específica más del hombre en medio de otras, sino su modo peculiar de ser.

Esto en virtud a que es el único que está implicado en el destino de aquélla al ser destinado

a pensar la esencia de su ser.

Ahora bien, si la esencia extática (su estar dentro estando fuera) del hombre reside en su ex-

sistencia, la ex-sistencia entonces no sólo es el fundamento de la posibilidad de la razón y

de la parte de la animalitas que comúnmente se le atribuye al hombre, sino también aquello

“en donde la esencia del hombre preserva el origen de su determinación” (H. 267, 324). En

consecuencia, queda así excluida definitivamente cualquier pretensión por buscar en lo

orgánico la esencia del hombre. Es más, Heidegger ni siquiera concibe el cuerpo del

hombre como un organismo animal, por cuanto es algo esencialmente distinto a ello, no

siendo posible explicarlo meramente de manera científica. Para superar la definición

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biologista del hombre como organismo animal no basta, una vez más, con añadirle a su

parte corporal un alma inmortal o una facultad de raciocinio, o darle un carácter de persona,

pues estaríamos inmersos en el fundamento mismo del proyecto metafísico al recaer

inevitablemente en lo fáctico para explicarlo (H. 268, 325).

Empero, la ex-sistencia no sólo se diferencia de la existentia en cuanto a su contenido sino

también en cuanto a su forma, pues es pensada extáticamente (como un estar dentro estando

fuera), por lo que significa básicamente “estar fuera en la verdad del ser” (H. 269, 326).

Por contra, la existentia es un concepto metafísico que significa actualitas o lo que es lo

mismo, realidad efectiva de lo real, en contraste con el de la essentia, que significa

posibilidad de una idea. Por ende, cuando Heidegger afirma en el §9 de Ser y tiempo que

“la esencia del Dasein consiste en su existencia” (SyT. 67, 42), no está pensando esta frase

desde una perspectiva metafísica, en cuyo caso, el concepto amplio de ‘existencia’

vincularía el modo propio de ser hombre a lo fáctico, a la realización de una esencia, lo cual

es un absurdo, sino extáticamente. Por ende, con dicha frase lo que se quiere significar es

que “en cuanto ex-sistente, el hombre soporta el ser-aquí, en la medida en que toma a su

«cuidado» el aquí en cuanto claro del ser” (H. 269, 327). Con la salvedad, claro está, de que

ese ser-aquí se presenta como arrojado por el ser en “lo destinal que arroja a un destino” (H.

269, 327).

En otras palabras, que el modo en que el ser del hombre se manifiesta es el «aquí»,

siéndole, por eso mismo, atribuible exclusivamente el rasgo fundamental de la ex-sistencia,

a saber: “el extático estar dentro de la verdad del ser” (H. 268, 325). Pues siendo como es,

el hombre es el único ente que está en la verdad del ser y puede preservar en dicho estar lo

que se presenta de su ser, a diferencia de cualquier otro ser vivo o ente (H. 268, 326). Su

esencia, por tanto, es extática y reside en la ex-sistencia, donde ésta designa “la

determinación de aquello que es el hombre en el destino de la verdad” (H. 269, 326). De ahí

que cuando se formule la pregunta por la esencia del hombre, quede como única respuesta

la de que el hombre ex-siste (H. 269, 327).

Del hecho de que el hombre está arrojado por el ser, no se sigue, en modo alguno, la

aceptación de que éste esté determinado por una herencia fija, aunque sí, de un conjunto de

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posibles que se dan en y a través del «Ahí» del ser, lo cual constituye el ser mismo del

hombre. Así, el «cuidado» o Sorge por el cual el hombre se relaciona con todo lo demás

para dejarlo ser como es, que es ya cuidado de sí mismo, es ante todo y con antelación,

«cuidado» o Sorge por el Ser que se entrega al hombre. Entrega que, indiscutiblemente,

marca y afecta al hombre. Pero eso que lo afecta, que podemos llamar genéricamente la

«tradición», es un cúmulo de posibilidades siempre nuevas que él debe asumir y readaptar a

su manera. En otras palabras, el «Ahí» del ser en el que el hombre se da, se muestra como

factor de apertura de todo lugar. Para ello, Heidegger se vale de la expresión ‘el claro del

ser’ (Lichtung), que en opinión de Duque, tiene que ver más con la levedad (leicht) que con

la luz (lichtung) (2002, 79). El claro del ser, es así, la condición de posibilidad de toda

determinación. Por lo cual puede identificarse con la expresión ‘despejamiento’, tras lo cual

puede entenderse como aquello que a fuerza de estar ahí deja ver lo existente. El ser se da

en un pliegue constante de despejamiento y retracción, al modo de una historia compuesta

de muchas historias, no todas conmensurables entre sí, y sobre todo, en un pueblo histórico,

entendido éste como tradición entreverada de múltiples tradiciones y usos.

La esencia del hombre consiste en ser más que el mero hombre considerado como ser vivo

dotado de razón, esto es, que de modo más originario, el hombre ex-siste en la condición de

estar-arrojado-en-y-por-el-ser, entendido como acontecimiento propio (H. 342, 281). Es

decir, el hombre es el pastor del ser; nunca, de modo esencial, el señor de lo ente. Al ganar

la esencial pobreza del pastor19

, el hombre llega a la verdad del ser. Empero, su

dignificación reside en “ser llamado por el propio ser para la guarda de su verdad” (H. 342,

281); llamado que, por supuesto, se da en cuanto su esencia consiste en estar-arrojado.

19 Pobre en cuanto no carece absolutamente de nada excepto de lo no-necesario, o lo que es lo mismo, en

cuanto se mantiene en relación con el Ser, que al dejar desde siempre al ente ser lo que es y como es, es lo

liberante. Que el Ser sea lo liberante significa que deja a algo reposar en su propia esencia protegiéndolo, esto

es, guardándolo de cualquier coacción de la necesidad apremiante -o penuria en sentido propio-. Cuando el

hombre entra en relación con el Ser, éste preserva su esencia, es decir, se esmera en que retorne al reposo de

su propia esencia, con lo cual aquél se vuelve pobre en sentido propio. Siguiendo una conocida sentencia de

Hölderlin, Heidegger en su conferencia de 1945 (esa que dirigió a un pequeño grupo de amigos en la casa

forestal del castillo de Wildenstein) afirma que el habernos vuelto pobres nos ha hecho ricos (P. 113). Esto

significa que en la esencia de la pobreza está nuestra propia riqueza. Pues al congregarnos en la relación del

hombre con el Ser y mantenernos congregados en él, “tenemos de entrada todo, nos mantenemos en la

sobreabundancia del Ser, que desborda por anticipado todo lo necesitante de lo necesario” (P. 115). De esta

manera, ser-pobre es en sí mismo ya el ser-rico.

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Conforme a la historia del ser, la esencia del hombre consiste en que es un ente cuyo ser

radica en habitar en la proximidad al ser, o lo que es lo mismo, cuyo ser consiste, en cuanto

ex–sistente, en ser el vecino del ser. El paso crucial que da Heidegger para poder pensar

atentamente la dimensión de la verdad del ser que reina en la esencia del hombre es,

justamente, abordando la cuestión del cómo atañe el ser al hombre y cómo lo reclama (H.

271, 329). Este darse cuenta de ello, esta experiencia esencial, como la llama Heidegger,

ocurre en el momento preciso en que tomamos conciencia de que el hombre es en la medida

en que existe, o más exactamente, que la ex-sistencia del hombre es su substancia. Esto es,

que el modo particular “en que el hombre se presenta al ser en su propia esencia es el

extático estar dentro de la verdad del ser” (H. 271, 330). Esta determinación esencial del ser

humano en modo alguno rechaza las consabidas interpretaciones humanísticas del ser

humano que se han dado a lo largo y ancho del destino de la historia occidental del ser,

antes bien, las incluye y les confiere un sentido auténtico, dejando por sentado que por sí

solas y en el contexto metafísico en el que surgieron no logran aún experimentar la

auténtica dignidad del hombre (H. 272, 330). Esa de la que él mismo se ha apropiado y que

le ha sido dada a él y sólo a él en propiedad por el ser. El asunto ahora para el hombre, es si

es o no capaz de encontrar aquello que responde satisfactoriamente al destino del ser y que

le constituye en su esencia, esto es, guardar la verdad del ser (H. 272, 331). En cuanto ex-

sistente el hombre debe guardar esa verdad y constituirse así en pastor del ser. Como

pastor, sólo se espera de él que en cuanto existencia extática «cuide» del ser (SyT. §44).

Por cuanto el ser es el que mantiene junto a sí a la ex–sistencia, a la vez que la recoge junto

a sí como el lugar de la verdad del ser en medio de lo ente, es que la esencia de la ex–

sistencia es destinalmente extático-existencial (H. 274, 333). De ahí que el hombre, en

cuanto ex-sistente, al principio no reconozca la verdad del ser como la proximidad misma

del pensar y, en su lugar, se quede con lo ente. En otras palabras, en virtud de su ex–

sistencia, el hombre, que llega a estar en una relación extática (a la que el ser se destina a sí

mismo) con la verdad del ser, esto es, soportando extáticamente a éste, -o lo que es lo

mismo, adjudicándoselo bajo su cuidado-, asume al principio lo ente como lo más próximo,

y no a la verdad del ser, que es la proximidad misma (H. 273, 332). Ese olvido de la verdad

del ser la llama Heidegger en Ser y tiempo: ‘caída’, en tanto es el ocultamiento de la

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vinculación esencial del hombre con el ser inscrita dentro de la relación extática del hombre

con la verdad del ser (273, 332). El llamado (el ser interpelado por el ser) por el cual el

hombre sólo puede presentarse en su esencia, le indica a éste que el lugar donde reside su

esencia es el lenguaje, en tanto él le preserva el carácter extático de su esencia (H. 267,

323). Según Heidegger, “el lenguaje es advenimiento del ser mismo, que aclara y oculta”

(H. 269, 326). Por tanto, no ha de ser entendido como algo añadido al ser humano o como

expresión de un ser vivo en general.

Que los animales y las plantas carezcan de lenguaje es en virtud a que carecen de mundo,

viven atados a su entorno, a diferencia del hombre que se haya libremente dispuesto en el

claro del ser, esto es, forjando mundo (H. 269, 326). De ahí que la esencia del lenguaje no

pueda hallarse ni a partir de su carácter de signo ni de su carácter de significado, sino en

relación con la esencia extática del hombre. En consecuencia, la auténtica proximidad antes

develada sólo puede ser el propio lenguaje (H. 274, 333). Así pues, a una interpretación

metafísica e instrumentalista del lenguaje le será vedada siempre su esencia, tal y como le

es oculta a la humanitas del homo animalis, la ex–sistencia, y con ella, la relación del

hombre con la verdad del ser. Una vez más, la exacta comprensión del lenguaje está en

concebirlo como la casa del ser, acaecida y acontecida por el ser mismo. Por eso, su esencia

debe pensarse a partir de su correspondencia con el ser, y en esa medida, también como

morada del ser humano. Decir que el lenguaje es la casa del ser es afirmar por eso mismo

que al habitarla el hombre ex-siste, y en consecuencia, que al guardar éste la verdad del ser

le pertenece enteramente a él. Ahondar en este punto nos dará claridad sobre la

interpretación del hombre como pastor del ser. En primer lugar, «casa» no es una mera

metáfora, por cuanto no es un recurso metafísico con el cual Heidegger pretenda presentar

una cosa ahí delante para remitir a su través a otra inteligible, sino “«un espacio-[hecho]-

de-tiempo»: una familia arraigada en una región, con su historia y su descendencia”

(Duque, 2002, 81). El lenguaje, de esta manera, acoge las diversas maneras del darse el ser,

las relaciona entre sí, y además cuenta su historia. Empero, tal acogida no se hace del modo

como una casa acoge dentro de sí personas, muebles y enseres, en cuyo caso el lenguaje

funcionaría metafóricamente como la casa del ser, y no sería, sin más, la casa del ser. El

lenguaje no es en absoluto un conteiner, ni el ser un conjunto de entes. Hay una marcada

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co-pertenencia de lenguaje y ser, pues son el uno para el otro. En segundo lugar, esa

relación intima entre el lenguaje y el ser puede quedar aún más clara si atendemos, como lo

hace Duque, al símil que relaciona una cabaña y su paisaje circundante: “la cabaña centra y

encuadra el paisaje, remitiéndolo al fondo y como fondo, permitiendo así establecer

direcciones, lejanías y cercanías; por ello lo hace ser como tal, como un vivo entramado

que, por su parte, acoge a la cabaña y la pone de relieve, la pro-duce en el sentido literal y

antiguo de «sacarla ahí delante». De este modo cabe decir que la cabaña es del paisaje en

cuanto que hace paisaje” (2002, 81/2). Análogamente, podemos decir también del lenguaje

que es el lenguaje del ser, en el sentido del genitivo subjetivo, entendido claro está, como la

combinación de usos y costumbres condensados en la palabra y la obra del poeta, por un

lado, y reunidos en y por el pensar en un decir simple, por otro, en y por lo cual se le

confiere identidad a un pueblo. El lenguaje del poeta y del pensador, por tanto, es el único

que permite que en su palabra se muestre esencialmente el pliegue de exposición y de

retracción del ser, dejando ver y haciendo ver a lo ente. Que el lenguaje sea el lenguaje del

ser, lo expresa explícitamente Heidegger al final de su Carta sobre el humanismo: “el

lenguaje es el lenguaje del ser, como las nubes son las nubes del cielo. Con su decir, el

pensar traza en el lenguaje surcos apenas visibles. Son aún más tenues que los surcos que el

campesino, con paso lento, abre el camino” (H. 297, 364).

La comparación con las nubes del cielo y los surcos del campo, le sirve a Heidegger para

dejar entrever una relación originaria entre el lenguaje y el ser que nada tiene que ver con el

dominio y la posesión, ni con la producción ni con la fabricación, y sí más bien con la

coopertenencia entre ambos. Las nubes, por un lado, realzan el cielo al hacer que éste se

vaya al fondo, se retraiga, así como los surcos hacen con el campo, el cual será tal sólo en

tanto sea labrado. El cielo, por otro, despeja y sostiene a las nubes que lo articulan y

escanden. Tal es la relación también entre el lenguaje y el ser, los cuales están en abierta y

absoluta coopertenencia, siendo imposible que el uno se dé sin recurrir al otro y viceversa.

Por ende, decir que el lenguaje es la casa del ser y que el lenguaje es del ser es señalar

siempre lo mismo: que el lenguaje deja ser (permite que surja) al ser, al igual que las

palabras dejan ser a los entes (Duque, 2002, 83). Empero, este «dejar ser», tiene un carácter

de posibilitar, de hacer que algo sea, más no de hacer que algo exista, en un sentido causal,

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por el propio poder del agente, por la intrínseca capacidad de algo para hacer las cosas. La

descripción del lenguaje como la casa del ser y del lenguaje del ser no tiene otra finalidad

que la de hacer un poco más clara la definición del hombre como pastor del ser. Pues, en

primer lugar, hace evidente que la metafísica y los usos lingüísticos derivados de ella no

permiten que el lenguaje del ser se dé, al estar influenciadas por ideas de identidad,

producción y dominio, con lo cual se lleva a entender al hombre como el señor de lo ente.

Y, en segundo lugar, que el ser no es un conjunto de entes o algo así como un rebaño. En

consecuencia, no decimos que el hombre sea el pastor del ser al modo como lo es el dueño

de un rebaño ni como conductor de una manada, sino como aquél que ha sido destinado por

el ser mismo a cuidar y guardar su verdad en el lenguaje, esto es, en su simple decir.

La pregunta que se plantea ahora es ¿qué es el ser? A lo que responde de inmediato

Heidegger diciendo que el ser es él mismo (H. 272, 331). En eso tan sencillo y simple, pero

a la vez tan enigmático, es en lo que consiste el ser. En relación con lo ente, el ser es lo más

próximo (en el pensar auténtico) al hombre, y a la vez, lo más lejano (en el pensar

corriente) a éste. Pero esa proximidad es lejanía para el hombre, atado como está a lo ente,

pues como dice el mismo Heidegger: “el hombre se atiene siempre en primer lugar y

solamente a lo ente” (H. 272, 331). Cuando habla del ser, lo hace siempre en apariencia, en

tanto su representar es siempre metafísico, esto es, va desde lo ente y hacia lo ente, con

algún atisbo al ser. De donde se sigue que, por un lado, su pensar es meramente de lo ente

como tal y jamás del ser como tal, y por otro, que la pregunta por el ser, en realidad es la

pregunta por lo ente. Que en el representar metafísico haya un atisbo al ser queda en

evidencia cuando se asiente en que toda salida y retorno desde y hacia lo ente se encuentra

ya inmerso en el claro del ser. Sin embargo, permanece oculto a la metafísica, puesto que

ella sólo puede concebirlo como el horizonte donde tienen lugar sus representaciones de los

entes, más no como el ser mismo20

. Con todo, es ese horizonte el único que atrae la mirada

20 La pregunta por el ser es lo que da origen a la investigación que Heidegger desarrolla en Ser y tiempo.

Pregunta esta que, por supuesto, está planteada en relación con la pregunta por lo ente. Pues es una pregunta

que tiene que ver esencialmente con el ser del ente, esto es, con su modo de ser, que en absoluto ha de

considerarse como un ente más. Si bien es cierto que nos movemos en una comprensión del ‘es’, y estamos

familiarizados de una u otra manera con lo ente, esto no significa que el sentido del ser esté plenamente

clarificado, por lo cual es menester plantear de nuevo la pregunta por el sentido del ser. Y ese es el propósito

general de este tratado en mención. Aun cuando se tenga como el concepto más universal, y lo más obvio, el

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del hombre hacia el ser, ya que éste es el que hace posible que aquél se dé como algo

retenido y mantenido dentro del destino del ser de la metafísica, cuando el hombre busca

acceder a lo ente mediante sus percepciones.

Así pues, es impropio decir que el ser «es», no así que el ser hace ser al darse. En ese

mismo sentido, hay que decir que el ser no se da en lo ente, por cuanto no es ni un ente ni

un sujeto, sino pura donación21

. El ser es en esencia dar, no tal cosa o tal otra, sino el

ámbito espacio-temporal de toda donación. Esto es, dar el don y su recusación: la vida y la

muerte, dejar ser y dejar de ser, no en cuanto es decisión del ser sino en cuanto le concierne

al ente. Al decir que el ser «se da», lo que se quiere decir es que «eso» que se da, eso

impersonal e irreflexivo que transita hacia los donados, sin identificarse con ninguno de

ellos, es el propio ser. Eso indeterminado e indeterminable, que todo lo determina y destina

y a todo se determina y destina, es el ser mismo como el acaecer de su ser. El ser como

«acontecimiento propio», Ereignis, en cuanto dona «acaecer», propicia acontecimientos,

esto es, deja que acaezcan sucesos del mundo sin que él mismo acaezca, sin que él mismo

ser es en realidad, nos dice Heidegger, lo más oscuro y lo más necesitado de discusiones ulteriores. Empero,

esta problemática no puede ser resuelta directamente, ya que “el ser, en cuanto constituye lo puesto en

cuestión, exige, pues, un modo particular de ser mostrado, que se distingue esencialmente del descubrimiento

del ente (SyT. §2, 29). Y esta labor reclama eo ipso abordar también otra problemática más particular, a saber:

indagar por la temporalidad como el horizonte de posibilidad para poder comprender el ser en general (SyT.

epígrafe, 23). Asunto que, si bien aparece incluida en el propósito general del tratado y es exigida por él, en

modo alguno ha de considerarse como de poca monta, pues es –en sí mismo- definitivo en la comprensión

adecuada del ‘ser’. 21 La conferencia Tiempo y ser publicada en 1962 inicia estableciendo como teorema fundamental de la

ontología heideggeriana que el ser se caracteriza prioritariamente por estar presente, esto es, por estar

“determinado como presencia por el tiempo” (TyS. 20). En contra de los griegos, Heidegger alega que, si bien

ellos descubrieron la presencia de los entes, olvidaron así mismo fijarse en el ser mismo como presencia. Ese

fue su más grande error. Para salir de este olvido, nuestro filósofo afirma que debemos volver al lenguaje

natural. En él encontramos que sólo nos es lícito decir de los entes que «son», no así del tiempo ni del ser, por

cuanto en modo alguno son entes o cosas de ese género. El verbo que mejor se ajusta a ellos para develar su

esencia es el impersonal «se da», «hay», en alemán «es gibt», quedando validadas así las expresiones «se da

el ser» y «se da el tiempo». Pero más allá de la expresión verbal, ¿qué significa este «Se da»? Lo primero que

afirma Heidegger al respecto es que “en este dar se torna claro cómo haya de determinarse ese dar, que como

relación interna que es entre uno y otro [el tiempo y el ser], los mantiene a ambos en su recíproca pertenencia

y los dispensa como don” (TyS. 24). En virtud a que el estar presente se muestra como un dejar-estar-

presente, se sigue que “el ser Se da como el desocultar [traer a lo abierto] del estar presente” (TyS. 25). El ser

como don, como donación de este Se da, queda retenido en el dar, y en consecuencia, anclado históricamente

en el despliegue de la plenitud de transformaciones del estar presente, esto es, en el destino del ser; ese en el

que el ser es captado y conceptualizado por los grandes pensadores de cada época. Un destinar así entendido,

significa simplemente que el ser como presencia es “un dar que se limita a dar su don, su dádiva, y que, sin

embargo, se reserva a sí mismo y se retira […] por referencia a la fundamentación de lo ente” (TyS. 28).

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sea un suceso. A través del hombre, el ser como acontecimiento propio genera historia: abre

espacio y da tiempo al tiempo. De ahí que podamos decir que, en todo momento, se da el

acontecimiento propio. Sólo los pensadores y poetas se percatan de lo descrito hasta ahora,

por lo cual sólo ellos pueden, tras interpretarlo, vivir de una determinada manera, a saber:

aquella que es conforme al ser.

Ahora bien, si del ser no se pueda decir que «es», ni que «existe», siendo como es, la nada

de lo ente, y por eso mismo, lo indeterminable e indefinible, cabe plantearse la pregunta:

¿de qué es, entonces, el hombre pastor? Pues bien, si tenemos presente que entre el ser y el

pensar hay una relación ineludible de copertenencia, según la cual el pensar, por un lado, se

deja llevar por el ser para decir su verdad y, por otro, permite en el lenguaje que el ser deje

ser a los entes, se sigue que, el hombre en cuanto pastor del ser, está también destinado a

congregar, distinguir, clasificar no un cúmulo de cosas, sino ante todo, respectos y

relaciones, un movimiento puro, una historia de la diferencia entre la relación

«exposición/retracción», esto es, al ser puro. En consecuencia, definir al hombre como el

pastor del ser, como lo hace Heidegger, no debe interpretarse desde una perspectiva de

resonancia cristiana o desde una encubierta declaración fascista, en cuyo caso sería algo así

como el dueño o amo de un rebaño (como en el caso de Jesús, el buen pastor que cuida a

sus ovejas y las conduce hacia fuentes tranquilas) o como el guía de una manada (como el

caso del Führer, que guía a los alemanes al dominio del mundo) (Duque, 2002, 84). Pues

como se dijo ya, el ser no es ni puede ser un ente, como sí lo es un rebaño o una manada

cualquiera, sino la dádiva que se dona a sí misma sin darse a sí misma, esto es, el dar

absoluto, que es pura donación. Lo único que Heidegger quiere expresar con el término “el

hombre es el pastor del ser”, es que éste está destinado a hacer justo lo que hace un pastor:

guardar y cuidar lo que se le ha encomendado sin dañar su esencia.

En fin, lo que Heidegger busca al definir la humanitas del hombre como ex–sistencia, como

pastor del ser, es que lo fundamental no sea ya el ser humano, sino el ser mismo en tanto

dimensión de lo extático de la ex–sistencia (H. 274, 334). Lo cual exige superar el olvido

del ser, iniciado y mantenido por la metafísica que hace del hombre un ente más, entre

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otros, aun cuando sea el más privilegiado, y desde el cual los demás puedan interpretarse

como tales en medio de su actividad dominadora, esa que le es propia de manera esencial.

1.3. La pregunta por la esencia del hombre

En la investigación científica, según Heidegger, se puede observar mejor el proceso de la

objetivación del ente y el sometimiento del ser –en cuanto apertura- a una imagen suya que

lo sustituye, o metafísicamente hablando, en donde se nos permite apreciar mejor la

consolidación del paso del ser al ente. La ciencia moderna, por tanto, es la responsable de

que se haya obstaculizado el conocimiento del mundo y que la esencia de la realidad no

pueda ser contemplada como realmente es, y en consecuencia, que se haya incrementado el

olvido del ser, cayendo justamente en el olvido del olvido. Olvido que se hace manifiesto

tan pronto como el científico de la Edad Moderna hace del mundo una imagen, y se pone él

mismo como fundamento suyo, dejando así por fuera la esencia de lo real, puesto que al ser

él, quien produce y se representa esa imagen, está en la capacidad de imponerle sus propias

condiciones de existencia, hasta el punto de llegar a consolidarse a sí mismo como esas

mismas condiciones, tal y como afirma García (2007). Esta transformación del hombre

tiene necesariamente que cuestionarnos frente al modo de ser propio del hombre. La

pregunta por la esencia del hombre, por tanto, surge en respuesta a ese olvido del ser que

tuvo cabida en la Edad Moderna, cuando la ciencia, una de sus manifestaciones más

notables, hizo del mundo una imagen, y de la verdad, la certidumbre del representar. De

esta manera, tratar de determinar la esencia de la Edad Moderna implica asimismo

adentrarnos en el instante aquél en el que la pregunta por la esencia del hombre, surgida del

ser mismo, se convirtió en una necesidad apremiante.

El escrito por excelencia en el que Heidegger hace un análisis detallado de la esencia de la

Edad Moderna, y que vale la pena examinar aquí, es justamente el que lleva por nombre La

época de la imagen del mundo. Lo primero que en él se recalca es que dicha época, junto

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con cada una de sus manifestaciones22

, tiene como fundamento una interpretación

metafísica de lo ente y una determinada concepción de la verdad. De modo que, según

Heidegger, si se llega al fundamento metafísico de la ciencia moderna, será posible llegar

también a conocer su esencia y la de la época en la que se enmarca, por cuanto “la

metafísica funda una época al darle un fundamento de su figura esencial” (CB. 63, 69).

Empero, dicha búsqueda no puede hallarse fuera de la metafísica, ya que en su interior

opera la reflexión sobre la esencia de lo ente y la decisión sobre la esencia de la verdad.

Una reflexión que, por demás, desde el punto de vista ontológico, cuestiona al ser, siendo el

ser lo que más requiere ser cuestionado (CB. 79, 89). Advertir eso cuestionable y que

“soporta y vincula desde el fundamento un crear en dirección al porvenir, dejando atrás a lo

que está ahí para que la transformación del hombre se convierta en una necesidad surgida

del propio ser” (CB. 79, 89), sólo es posible si se busca comprender la esencia de la Edad

Moderna desde la verdad del ser que reina en ella. Sin embargo, es necesario tener en

cuenta que, aun cuando esta reflexión encuentre en el cuestionar por el ser la extrema

resistencia, ello mismo es lo que le impele a tomarse en serio lo ente desde su propio modo

de ser (CB. 79, 89).

22 Las manifestaciones esenciales que caracterizan la Edad Moderna, según Heidegger, son: (a) la ciencia, (b)

la técnica mecanizada, (c) el arte colocado en el horizonte de la estética, (d) la concepción del obrar humano

como cultura, y (e) la desdivinización o pérdida de los dioses (CB. 63/4, 69/70). Empero, no a todas les da la

misma importancia ni las coloca en el mismo nivel, pues considera que la díada ciencia-técnica, a la que se le

añade también la metafísica, conformando así un único bloque (metafísica-ciencia-técnica), puede explicar

por sí sola, y de manera esencial, la Edad Moderna; razón por la cual prescinde en su análisis del pensamiento

moderno, de los otros cuatro fenómenos, los cuales simplemente menciona rápidamente, aunque son objeto

directo de otras obras. Ahora bien, lo que permite equiparar e identificar entre sí esos tres elementos es que se

aplican sobre lo mismo, a saber: conceptos-verdad, y no sobre realidades-objetos, como podría pensarse. Por

lo cual, las diferencias entre ellos en modo alguno serán esenciales, esto es, no podrán tenerse como una

cuestión de fondo; a lo sumo como un asunto de visibilidad. Pues como afirma el mismo Heidegger: “la

técnica mecanizada es, por sí misma, una transformación autónoma de la práctica, hasta el punto de que es

ésta la que exige el uso de la ciencia matemática de la naturaleza. La técnica mecanizada sigue siendo hasta

ahora el resultado más visible de la esencia de la técnica moderna, la cual es idéntica a la esencia de la

metafísica moderna” (CB. 63, 69). Con ello, se invierte el esquema tradicional con el que se venía analizando

la Edad Moderna, ese que relaciona estos tres elementos entre sí como pertenecientes a una misma estructura

organizada casi jerárquicamente (la metafísica fundamento de la ciencia que, en su aplicación práctica, da

origen a la técnica), quedando configurado un nuevo esquema, a saber: ese que hace depender a la ciencia de

la técnica y a la metafísica de la ciencia; el cual, con todo, no se superpone al anterior, eliminándolo o

sustituyéndolo, sino que se le añade con el fin de tener una visión más completa y esencialista del

pensamiento moderno.

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La esencia de la ciencia moderna no debe buscarse, dice Heidegger, ni en comparación con

la doctrina y scientia de la Edad Media ni en comparación con la episteme griega. Pues

cada una de ellas, por un lado, se basa en una interpretación diferente de lo ente y, por otro,

determina de modo distinto su modo de asegurar y cuestionar los fenómenos naturales. No

es lícito, por consiguiente, buscar la esencia de la ciencia moderna en relación con la

ciencia antigua, y menos aún, si se tiene como criterio la cuestión de grado desde una

perspectiva del progreso. En concordancia con esto, Heidegger afirma, sin más, que la

esencia de la ciencia moderna es la investigación, es decir, el proceder anticipador del

conocimiento que se instala en un ámbito de lo ente, ya sea en la naturaleza o en la historia,

para proyectar sobre él un rasgo fundamental de los fenómenos naturales, y de esta manera,

poder dominar su sector propio de objetos dentro del ámbito del ser (CB. 65, 71). Ejemplo

claro de ese proceder anticipador es la física moderna. Lo primero que Heidegger nos dice

es que ella procede matemáticamente, es decir, que gracias a ella y en virtud a ella, “algo se

constituye por adelantado y de modo señalado como lo ya conocido” (CB. 65, 72). Decide

un rasgo fundamental de los fenómenos naturales en el ámbito de la naturaleza y, a partir de

ahí, destina todo proceso natural a ser visto en cuanto tal, junto con la forma adecuada de

asegurarlo. Lo proyectado en la naturaleza determina la forma en que el proceder

anticipador de la investigación física debe vincularse con su sector de objetos, a saber: la

exactitud, lo cual se constituye a su vez, en el rigor de la investigación. De este modo,

podemos señalar entonces que “todos los procesos que quieran llegar a la representación

como fenómenos de la naturaleza han de ser determinados de antemano como magnitudes

espacio-temporales de movimiento” (CB. 66, 73).

Pero no sólo el rigor y la exactitud son lo que caracteriza de manera fundamental a la

ciencia moderna, sino también el que ella es explicativa y especializada, lo cual sólo es

posible en virtud de su propio método, ese que despliega y hace ser lo que son, al proyecto

de la naturaleza y al rigor mismo (CB. 66,73). Para que haya una investigación de los

hechos en el ámbito de la naturaleza, esto es, para que el ámbito proyectado llegue a ser

objetivo, es necesario obligar a éste a salir al encuentro en toda la multiplicidad de sus

niveles y ramificaciones y, dejar libre la mirada al proceder anticipador para que capte la

mutabilidad de lo que se encuentra. Y ello sólo es factible mediante la exposición y

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preservación de reglas y leyes, o lo que es lo mismo, presenciando y asegurando que, por

un lado, los hechos estén fijados y que su variación sea constante en sí, y por otro, lo

constante de la variación se represente en la necesidad de su transcurso (CB. 67, 74). De

esta manera, en el proceso de objetivación, son la regla y la ley, los que llegan a esclarecer

los hechos en cuanto tales, convirtiendo, de este modo, la investigación científica en el

mero esclarecimiento y observancia de la regla y de la ley.

La única forma en que dicho proceso de objetivación puede manifestarse en todo su

esplendor es a través de la explicación, esto es, de ese proceso que fundamenta lo

desconocido por medio de lo conocido, a la vez que “garantiza eso conocido por medio de

eso desconocido” (CB. 67, 74). Así pues, la realidad se desdobla en el dato, convirtiendo,

en consecuencia, a la representación de un sector de objetos en una explicación de datos,

“con las características que el sujeto conocedor le asigna, para quedarse con la positividad

del ente” (García, 2007, 206). Este tipo de explicación, dice Heidegger, se lleva a cabo por

medio del experimento. A diferencia del experimentum medieval, éste inicia poniendo por

fundamento una ley en la perspectiva del rasgo fundamental del sector de objetos

establecido; de donde se sigue, que es éste, el que ofrece la medida de lo comprensible y se

determina a sí mismo a ser dominado por medio del cálculo en el representar anticipador.

Esta representación, por tanto, en modo alguno es una imaginación arbitraria. Sus

fundamentos se han desenvuelto desde el ámbito de la naturaleza y han quedado

circunscritas en él. Pues, el experimento no es otra cosa que ese procedimiento “llevado y

dirigido en su disposición y ejecución por la ley que se establece como hipótesis a fin de

producir los hechos que confirman o niegan una ley” (CB. 68, 75).

De otra parte, el que la investigación científica se funde en el proyecto de un sector de

objetos delimitado de la naturaleza, lleva consigo que podamos considerarla también como

un proceder necesariamente particular. Lo cual implica que por su propio desarrollo y

método específico se especialice cada vez más en determinados campos de la investigación

científica, ya sea de la naturaleza, el espíritu o la historia. Por tanto, como dice Heidegger,

la especialización en modo alguno ha de tenerse como la consecuencia más inmediata del

progreso que le es propio a toda investigación, sino por el contrario, como su causa (CB.

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69, 77). En este sentido, la investigación científica no se especializa ante la imposibilidad

de abarcar todos los resultados de su proceder, sino en tanto le corresponde de suyo

hacerlo, dada su misma naturaleza. Es decir, no es la multiplicidad de lo real lo que impone

la especialización científica, sino que es la propia ciencia moderna la que impone la

especialización, al serle inherente a la investigación un dominio particular de la realidad.

Como principal consecuencia de esa especialización, Heidegger considera que la

investigación científica está determinada por un tercer rasgo fundamental, a saber: el

modelo empresarial. Así como una empresa moderna, que funciona bajo un esquema

económico de producción capitalista en el que cada operario tiene asignada una labor

específica (y sólo una) dentro de un proceso complejo que escapa de su control individual,

la ciencia moderna funciona también bajo un esquema organizativo de institutos dedicados

a la academia y a la investigación, y que están fragmentados en múltiples áreas específicas

del saber, donde el sabio es sustituido por el investigador, que trabaja en algún tipo de

investigación afín a su disciplina particular. Esto último en razón a que la modernidad no

exige del científico una explicación o descripción fenoménica de la realidad, sino tan sólo

meros resultados que convaliden sus propias anticipaciones y que sirvan, a su vez, de base

para futuras investigaciones, esto es, hechos que confirmen o nieguen sus hipótesis. Y, es

precisamente, ese “tener que regirse por los propios resultados, como camino y medio del

método progresivo”, el que Heidegger considera, “es la esencia del carácter de empresa de

la investigación” (CB. 70, 77).

En consecuencia, “no es que la investigación sea una empresa porque su trabajo se lleve a

cabo en los institutos, sino que dichos institutos son necesarios porque la ciencia en sí, en

tanto que investigación, tiene el carácter de una empresa” (CB. 69, 77). En este mismo

sentido podemos decir, con Heidegger, que la ciencia moderna goza de prestigio y puede

ser reconocida en cuanto tal, sólo mientras tenga la posibilidad de cultivarse en una

institución dedicada a la investigación y, por eso mismo, a la vez determinada por alguna

entidad editorial que promueva y divulgue sus resultados, pues sólo así podrá incorporarse

a la sociedad. Son los editores quienes deciden qué investigar y qué publicar, en tanto su

trabajo tiene la forma de un procedimiento planificador que se organiza, de tal modo, que el

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público recibe sólo el mundo que se ajusta a su propia imagen y que se afirma en cada una

de las publicaciones autorizadas por ellos (CB. 80, 91).

Un asunto que reviste especial importancia respecto del carácter de empresa de la ciencia

moderna es que permite ver por primera vez cómo es que el proyecto del ámbito de objetos

se inscribe en lo ente, dándose de este modo un total aseguramiento de la supremacía del

método frente a él, así como su plena objetivación en el transcurso mismo del proceso

investigativo (CB. 70, 78). Gracias a su carácter de empresa, la ciencia moderna ha podido,

por tanto, progresar y establecerse como paradigma de la Edad Moderna. Su planeación

respecto del método a emplear en una investigación, su dominio y planificación de los

resultados esperados, su regulación en el intercambio de las fuerzas de trabajo, su extensión

y especialización cada vez más profunda, son todas ellas medidas que la ciencia moderna

emplea como consecuencia directa de su esencia empresarial. De donde se sigue que dichas

disposiciones, en absoluto han de ser consideradas como aquello que lleva a entender la

ciencia moderna bajo un modelo empresarial, y sí más bien como señales inequívocas de su

carácter esencial de empresa.

Y, es precisamente, este particular proceder institucional de la investigación científica el

que lleva a que las ciencias adquieran ahora cierta unidad y pertenencia recíproca. La

universidad, por ejemplo, ya no es el centro de acopio intelectual y de erudición por el que

antaño era reconocida y diferenciada de las demás instituciones sociales, sino la empresa

intelectual que efectiviza y potencializa de un modo exclusivo la tendencia de las ciencias a

separarse y especializarse cada vez más, al ser empujada dentro de la esfera de lo netamente

operativo. El académico se ha convertido hoy, en el decir de Sloterdijk, que más tarde

examinaremos detenidamente, en una especie de entrenador dispuesto a que sus discípulos

alcancen con relativa rapidez logros cada vez más altos, pues los acompaña en su rutina de

ejercicios diaria, que tiene ahora una dimensión decididamente antropotécnica. Ese

inevitable y decisivo desplegarse del moderno carácter de empresa de la ciencia es el que

lleva finalmente, por tanto, a configurar un nuevo tipo de hombre: el investigador, cuyo

proceder anticipatorio, encerrado y determinado por sus resultados, es lo que le confiere a

su trabajo un carácter riguroso y de exactitud. El asunto es que ya no se puede ir en contra

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de esto, pues es la única forma que la universidad tiene de continuar siendo eficaz y ser

efectivamente real en la época actual, y más aún, si tenemos en cuenta que con ello se le

confiere el derecho de diseñar y organizar, desde su interior mismo, la unidad que le

corresponde y de estructurar a los sujetos que la habitan (CB. 71, 79).

Cuanto más se concentre la ciencia en la puesta en marcha y control de su modo de trabajo,

cuanto más se configuren sus centros e institutos de investigación especializados como

empresas genuinas, tanto más se alcanzará la plenitud de su moderna esencia. Y, en esa

medida, inevitablemente y de manera inmediata, dichas instituciones se pondrán a sí

mismas al servicio de la utilidad general, obligándose, por eso mismo, a dirigir sus

esfuerzos y producciones al público en general. De esta manera, queda claro entonces que

lo que lleva a la ciencia a transformarse en investigación y configurarse como un verdadero

sistema es, en últimas, su carácter de empresa. Lo cual, sin embargo, no implica que los

otros dos rasgos mencionados sean irrelevantes, pues los tres, tomados como un todo,

constituyen conjuntamente la esencia de la ciencia moderna. No sólo el proceder

anticipador y la objetivación de lo ente, sino también el rigor y la exactitud, la

especialización y el carácter de empresa, es lo que constituye la esencia de la ciencia

moderna y la convierten en investigación. Lo que sucede es que “las fuerzas esenciales de

la ciencia moderna se vuelven efectivamente reales en la empresa de modo inmediato y

evidente” (CB. 71, 79).

Ahora bien, ¿cuál es el fundamento metafísico que está a la base de la ciencia moderna? O

lo que es lo mismo, ¿qué concepción de lo ente y de la verdad hacen posible que la ciencia

moderna se transforme en investigación? Según Heidegger, la respuesta a estos

interrogantes sólo puede encontrarse en la actitud que al interior de la ciencia debe tomarse

en relación con lo ente interpretado como objeto que resulta de las planificaciones propias

de su proceder anticipador. En ella encontramos, en primer lugar, que lo ente es ente en

tanto se deje interpelar por el investigador, en tanto éste pueda calcularlo por anticipado y

también a posteriori, es decir, en tanto convierta la naturaleza y la historia en objeto de la

representación explicativa. De aquí se sigue que únicamente donde lo ente se ha convertido

en objeto del representar puede hallarse el ser de lo ente, aun cuando dicho hallazgo no sea

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más que una pérdida (CB. 82, 94). Y, en segundo lugar, que la verdad de lo ente sólo es

posible cuando ésta se transforma en certeza de la representación. Pues sólo el investigador

puede estar seguro de lo que está delante de sí en la representación en la que tiene lugar la

objetivación de lo ente, con lo cual la ciencia se convierte en investigación. En otras

palabras, la ciencia se transforma en investigación única y exclusivamente cuando lo ente

se configura como la objetividad de la representación y la verdad, por su parte, como su

certeza misma, lo cual es presentado tal cual, por primera vez, en la filosofía de Descartes,

como respuesta a la aspiración del hombre moderno a tener un fundamento incondicionado

y absoluto de la verdad que reposara sobre sí mismo y que fuera inquebrantable (CB. 86,

98). Y este juego alternante y necesario que mantienen entre sí la objetividad y la

subjetividad, en tanto que polos opuestos de lo real, es lo que define finalmente la Edad

Moderna.

Con todo, lo realmente importante y decisivo en la investigación sobre la esencia de la

Edad Moderna no es haber encontrado su fundamento último en la ciencia moderna, sino el

haber constatado la transformación que allí sufre la esencia del hombre, cuando éste es

interpretado metafísicamente como subjectum. Pues desde ese mismo instante él no sólo se

convierte en aquel ente privilegiado que fundamenta todo otro ente en lo tocante a su modo

de ser y su verdad, sino también en el presupuesto metafísico de la futura antropología,

independientemente de cuál sea su orientación y método específico (CB. 72, 81). Empero,

es de aclarar que la palabra subjectum (hypokeimenon), que significa “lo que yace ante

nosotros y que, como fundamento, reúne todo sobre sí” (CB. 73, 81), no estaba

originariamente referida al hombre, sino a los entes, ya que lo ente era concebido como

aquello que yace por sí mismo ahí delante de nosotros y se configura como fundamento de

sus propiedades cambiantes. Este término llega a circunscribirse al hombre, de manera

esencial, como respuesta a la liberación que lleva a cabo en la modernidad respecto de la

certeza de la salvación otorgada por la revelación, ya que dicha certeza implicaba

necesariamente sustituirla por otra “en la que el hombre se asegurase lo verdadero como

aquello sabido por su propio saber” (CB. 86, 99). Y, esto, sólo era posible siempre y

cuando él mismo se hiciera garante de la certeza de lo que podía ser sabido. Para que todo

lo demás obtuviese la certeza exigida, por tanto, era necesario que el hombre moderno, que

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cada vez más se iba consolidando en el centro de referencia y medida de todo lo ente como

tal, terminara inevitablemente interpretándose como el primero y auténtico subjectum desde

la consciencia misma (CB. 89, 102). Y, como es evidente de suyo, esto sólo fue posible tan

pronto como se modificó sustancialmente la concepción de lo ente en su totalidad, o dicho

en otras palabras, cuando por primera vez, por un lado, el mundo como totalidad de lo ente

fue visto como imagen y, por el otro, el hombre fue co-representado en la certeza

fundamental, esa que representa simultánea y necesariamente al hombre representador con

lo ente representado, es decir, con lo objetivo.

Que el mundo se haya convertido en imagen significa fundamentalmente, como lo señala el

mismo Heidegger, que lo ente en su totalidad se le presenta al hombre como aquello de lo

que él puede, abierta y decisivamente, disponer, pero tal y como ello está respecto de

nosotros (CB. 73, 82). O dicho más exactamente, que el hombre sitúa ante sí eso que está

ahí delante suyo para contemplarlo tal cual se le presenta y, seguidamente, obligarlo a

retornar a él en cuanto ámbito que le impone sus propias normas; esto es, poder así

preservarlo siempre en esa misma posición. Lo decisivo en todo este proceso representador

“es que el hombre ocupa esta posición por sí mismo, en tanto que establecida por él mismo,

y que la mantiene voluntariamente en tanto que ocupada por él y la asegura como terreno

para un posible desarrollo de la humanidad” (CB. 75, 84). Esto último en virtud a que el

hombre se representa lo ente como unidad estructural desde la certeza de su representar

anticipador, en todo lo que le pertenece y le es propio en cuanto objeto. Por lo cual, es lícito

decir que sólo él puede decidir qué cosas deben valer como objetos, en tanto ello forma

parte “de la subjetividad del subjectum y del hombre como sujeto” (CB. 88, 101).

Pero no sólo la interpretación de lo ente como sistema que ejerce dominio sobre la

investigación misma, es lo que podríamos decir que confiere novedad a la Edad Moderna

frente a cualquier otra época anterior o futura, sino, además, la noción misma de valor. Esa

que surge cuando el ser de lo ente se pierde en la representabilidad de lo ente y es

reemplazado allí mismo asignándole a lo ente un valor, que por ser parte de la actividad

humana, se asume como valor cultural, y que en cuanto tal, inmediatamente se “convierte

en la expresión de las supremas metas del crear al servicio de un asegurarse el hombre

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como subjectum”23

(CB. 82, 94). Así pues, la principal consecuencia de que el mundo sea y

pueda llegar a ser lo que es en relación con el hombre radica en que éste se convierte en el

único ámbito de medida sobre aquél y el cumplimiento para el dominio de lo ente en su

totalidad (CB. 74, 83). Entendiendo medida, por supuesto, como el proceder por medio del

cual algo puede pasar por verdadero, esto es, por algo existente.

A diferencia de lo que sucede en la Edad Moderna, la esencia del hombre en la cultura

griega no gira ya entorno de la representabilidad de lo ente sino entorno de la percepción.

Para los primeros filósofos lo ente era interpretado como aquello que está presente (que

surge y se abre) y que se da al hombre a partir de sí mismo en esta región en tanto éste está

igualmente presente desde el mismo instante en que lo percibe. Por cuanto la percepción de

lo ente es algo que el ser mismo exige, determina y reclama para sí, es que podemos

afirmar que lo ente accede necesariamente al ser. Pues, contrariamente a lo que podríamos

pensar, lo ente no accede al ser en cuanto es contemplado por el hombre, sino en tanto la

percepción de lo ente le pertenece esencialmente al ser. Teniendo esto en la mira,

Heidegger señala que el hombre se abre a la presencia de lo ente. Pues, inicialmente,

tenderíamos a pensar que dicha apertura se da cuando el ente es contemplado por el

hombre, olvidando que, es en realidad, gracias a que éste es contemplado por aquél que tal

asunto es posible (CB. 74, 83). En consecuencia, la esencia del hombre en la cultura griega

es aquello que es contemplado por lo ente y, por eso mismo, contenido y soportado de este

modo por él en su espacio abierto y además también “involucrado en sus oposiciones y

señalado por su ambigüedad” (CB. 74/5, 83/4). Una esencia que, por supuesto, encontrará

su realización en la percepción de lo ente, es decir, en la capacidad actualizada del hombre

de reunir eso que se le presenta en su espacio abierto, para salvarlo, mantenerlo y cuidarlo,

y de esta manera, seguir estando expuesto a todas las oposiciones y ambigüedades que le

son propias (CB. 75, 84). Así pues, el hombre griego será en tanto perciba lo ente.

23 A partir de ese momento el valor mismo se va transformando poco a poco en objeto. Pues él es meramente

la objetivación de las metas de toda actividad humana que propende a instalarse en la imagen del mundo

como representadora. En un primer momento, dice Heidegger, el valor pareciera expresar que lo valioso está

dado en virtud de la recíproca relación con él, pero no es así, pues “el valor es justamente el impotente y

deshilachado disfraz de una objetividad de lo ente que ha perdido toda relevancia y transfondo” (CB, 82, 94).

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Lo que en la actualidad ha impedido ver la esencia del hombre griego, según Heidegger, es

la costumbre tan arraigada que tienen los modernos de contemplar el mundo griego desde

una óptica metafísico-subjetivista, que les obliga a conferirle estabilidad a lo ente

únicamente como objeto, y de esta manera, otorgarle ahí el sello de su ser (CB. 83, 95).

Aun cuando Platón y Aristóteles sean indirectamente los pioneros de la inversión del

pensamiento griego respecto a lo ente y el hombre, no se pueden sacar sus investigaciones

ontológicas y antropológicas de la comprensión fundamental de lo ente propia del

pensamiento griego. Pues no sólo ellos, sino también otros pensadores insignes de la época,

consideraron que el ser es presencia y la verdad desocultamiento. Razón por la cual para

ellos, ni el mundo puede transformarse en imagen ni el hombre interpretarse como sujeto

representador. A pesar de que Protágoras diga expresamente que el hombre es medida

(metrón), ello no implica que esté aceptando de alguna manera algún tipo de subjetivismo u

objetivación de lo ente, pues cuando el hombre capta lo presente abierto, lo único que hace

es restringirse al círculo del desocultamiento donde éste se manifiesta tal cual es, ese que se

ve limitado en cada caso, sin transgredirlo, como lo hace el investigador mediante el

cálculo que le es esencial a su labor técnica y operativa sobre lo real, por cuanto tiene la

capacidad de imaginar “lo ente como aquello objetivo dentro del mundo como imagen”

(CB. 86, 98).

Como el hombre moderno es indiscutiblemente ya un sujeto de modo general y esencial,

cabe plantearle expresamente la pregunta de si es su deber ser así o cabe también la

posibilidad de ser algo totalmente distinto, en cuyo caso, será lícito preguntarle

seguidamente, si quiere o no continuar siendo lo que es actualmente. Pues allí donde el

hombre es ya esencialmente sujeto, cabe la posibilidad de que caiga en un individualismo

absoluto, a la vez de que pueda luchar abiertamente contra él y a favor de la comunidad

como meta de todo su esfuerzo y beneficio propio. Como el fenómeno fundamental de la

Edad Moderna es la conquista del mundo como imagen y la transformación del hombre en

sujeto representador, es claro que sólo allí era posible que surgiera un humanismo como el

que históricamente conocemos, y del que Heidegger está abiertamente en contra; ese que es

consecuencia de la “interpretación filosófica del hombre que explica y valora lo ente en su

totalidad a partir del hombre y para el hombre” (CB. 76, 86). Sólo en este momento

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histórico es que la pregunta por la esencia del hombre adquiere sentido y validez. Antes era

imposible hacerlo. Ni la antigüedad griega ni la Edad Media podían haberlo hecho. Pues en

ambas épocas, conservando sus particularidades, por un lado, le era ajeno a lo ente todo

proceso de objetivación, y por otro, el hombre se manifestaba en estrecha relación de

apertura con lo ente, sin ejercer ningún tipo de decisión sobre él. Y más aún, si tenemos

presente que la interpretación del mundo está cada vez más arraigada, y de manera casi

exclusiva, en la teoría del hombre moderno, haciendo eo ipso que toda posición del hombre

respecto de lo ente se comprenda esencialmente como visión del mundo. Sin embargo,

como afirma Heidegger, al hombre moderno por sus propias fuerzas le será imposible dejar

ese destino marcado por su esencia moderna o quebrantarlo por un acto de autoridad. A lo

sumo, lo único que puede hacer es desestimar al sujeto representador como la única forma

válida para interpretar al hombre en la modernidad (CB. 89, 103).

En cuanto el hombre ha llevado su vida misma en tanto sujeto a la posición central en

medio de lo ente, se sigue que, en realidad, esa visión del mundo no es más que una visión

de la vida. En efecto, lo ente sólo vale como algo que es desde el momento en que se torna

vivencia para el hombre que lo configura en su representación, esto es, en el instante aquél

en que aquello recibe sobre sí todas las planificaciones, cálculos y normas del hombre en

general. Al existir tantas visiones de mundo como hombres hay, las confrontaciones entre

ellas no se harán esperar en la moderna relación del hombre con lo ente. Por lo cual la

esencia del hombre estará impregnada necesariamente de este inagotable halo de discusión

y oposición, siendo la forma natural y concreta por excelencia en que el hombre de ciencia

se instala a sí mismo en el mundo.

Así pues, en la esencia misma de la Edad Moderna es que debemos buscar el camino que

nos lleve indefectiblemente al modo de ser propio del hombre. Instalarnos en la tradición,

en cuanto negación de esta época, en poco o nada ayudará a este propósito. La grandeza de

la planificación, el cálculo, la disposición y el aseguramiento, en tanto que rasgo esencial

de la ciencia moderna, hace que lo calculable se convierta por eso mismo en lo incalculable

(CB. 78, 88). Lo incalculable, por tanto, será esa sombra invisible que rodee todas las cosas

de misterio, y que exija, para poder ser descifrado, ejercitarse en la meditación. Para lo cual

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será necesario ubicar el mundo moderno en un lugar que escape a la representación, y que

de este modo, “le preste a lo incalculable su propia determinabilidad y su carácter

históricamente único” (CB. 78, 88). Un lugar que indiscutiblemente ponga al hombre en

una situación incómoda y vinculante, esto es, entre el estar incluido en el ser y a la vez el

seguir siendo un extraño dentro de lo ente. Esto implica superar la metafísica moderna.

Superación que en modo alguno significa aniquilarla o destruirla en sus fundamentos

mismos, sino más bien, y antes que todo, plantear originariamente la pregunta por el

sentido del ser, “es decir, por el ámbito del proyecto y, en consecuencia, por la verdad del

ser, pregunta que indiscutiblemente se desvela al mismo tiempo como pregunta por el ser

de la verdad” (CB. 81, 92). Pues el hombre se determina esencialmente como hombre, nos

dice Heidegger, cuando no rehúsa al hecho de que la presencia (el ser, o lo que es lo

mismo, su determinación unitaria a estar presente y dejar estar presente) le importe o ataña,

por cuanto en esa importancia él mismo se abre, se hace presente, a su manera, a todo lo

que está presente y ausente (TyS. 32). Atingencia que en cuanto supone el aguardar y el

seguir aguardando en la permanencia que le es propia al estar del estar presente, es que

permite que la presencia nos importe a nosotros mismos como humanos, se nos dé como

dádiva, como ese dar que limita a dar su don. Y, sobretodo, en tanto el hombre es el

constante receptor de lo ofrendado en ese don, en cuya ausencia, no sólo el ser continuaría

estando oculto sino que, además, el hombre quedaría marginado de la regalía del se da el

ser, en donde encuentra la plenitud de su esencia. De donde se sigue que, única y

exclusivamente cuando el hombre sea devuelto a la verdad del ser es que él encontrará su

verdadera esencia, y ello sólo es posible cuando se supere a sí mismo como sujeto, es decir,

cuando deje de interpretar a lo ente como objeto. Esto supone obviamente el trabajo de un

acróbata.

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2. El hombre como producto y resultado

“Si «hay» el hombre, es sólo porque una técnica lo

produjo a partir de la prehumanidad. Ella es la que

propiamente hace que haya el hombre” (Sloterdijk).

A modo de comentario a la Carta sobre el humanismo de Heidegger, y con ocasión de un

seminario que tuvo lugar en Suiza a los pocos años de la muerte de Levinas, Peter

Sloterdijk pronunció una conferencia titulada Normas para el parque humano24

. Desde el

momento en que fue publicada en el año de 1999 en Die Zeit bajo la supervisión de Frank

Geerk, el mismo que dos años atrás había organizado el evento en un conocido teatro de la

ciudad de Basilea, al que asistió Sloterdijk como conferencista, se convirtió en uno de los

escritos más importantes de la actualidad, gracias a la polémica que suscitó entre algunos

de los intelectuales alemanes contemporáneos más sobresalientes, en especial en Habermas.

Cuando fue pronunciada por primera vez, nos dice Sloterdijk, fue recibida por los asistentes

al evento, incluyendo a los demás conferencistas, en un incuestionable clima de serenidad y

gran receptividad, en razón, según él, al innegable tono irónico, y a la vez serio, en que ésta

fue presentada (SM. 105). Pero lo que en unos provocó risa, en otros pronto causó gran

estupor. La polémica, insiste él, se debe fundamentalmente a una lectura ligera y poco seria

del texto -o si se prefiere, de una no lectura- por parte de algunos periodistas

pertenecientes, al parecer, a la órbita intelectual frankfurtiana, deseosos de generar un

24 Esta conferencia fue pronunciada el 17 de julio de 1999 en el castillo bávaro de Elmau, en el marco del

Simposio Internacional que tuvo por título “«Filosofía al final de siglo. Más allá del ser. Exodus from Being.

El giro ético-teológico de la filosofía después de la destrucción heideggeriana de la ontología»”, y que

correspondía, como es evidente de suyo, a una serie de encuentros académicos sobre la situación de la

filosofía a finales del siglo. En ese encuentro participaron filósofos no sólo de Alemania, sino también de

Argentina, Estados Unidos e Israel. La versión inicial de Sloterdijk a la que se alude aquí fue expuesta el 15

de junio de 1997 en la ciudad de Basilea en un encuentro sobre la actualidad del humanismo. En su libro El

Sol y la Muerte, que tiene como coautor a Hans-Jürgen Heinrichs, Sloterdijk nos recuerda, como dato curioso,

que dicha conferencia no fue leída por él, sino por un locutor profesional, debido a que por esa época padecía

de una afección en su voz que le impedía hablar (SM. 105). El texto fue publicado en su forma definitiva por

la editorial Schwabe de Basilea en el año de 1999. Este discurso ha sido publicado en español en varias

versiones y ediciones populares de manera aislada (Normas para el parque humano. Una respuesta a la Carta

sobre el humanismo de Heidegger, Madrid, Ediciones Siruela y Revista Observaciones Filosóficas, 2000 y

2005, respectivamente); nosotros seguiremos la presentación de esta conferencia publicada en el 2001 en el

texto Sin Salvación. Tras las huellas de Heidegger, en su versión alemana, y en el 2011, en su versión

española, debido a que aquí es presentada en el marco de una reflexión más general sobre la filosofía después

de Heidegger, donde el mismo Sloterdijk quiere enmarcar no sólo su propuesta filosófica general, sino ante

todo su comprensión del problema del humanismo hoy.

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escándalo mediático; y del riesgo que, en nuestro tiempo, lleva el contestarle a Heidegger

desde sus mismos presupuestos teóricos, máxime si se le pone a dialogar junto con Platón y

Nietzsche (SM. 104). Pues, por un lado, quienes entran en la polémica olvidan que se trata

fundamentalmente de un escrito de respuesta a un texto presentado previamente como carta

por Martin Heidegger; y por otro, la recepción de este filósofo en la Alemania de la

postguerra (ya fuese para adherírsele o rechazarlo) ha estado indiscutiblemente viciada por

una lectura moralizante de sus escritos, que ha llevado a sus lectores no sólo a tergiversar

profundamente su pensamiento, sino también a asociarlo íntimamente, de una u otra

manera, a la ideología nacional socialista alemana (SM. 104)25

. La sugerencia de Sloterdijk

25 La conexión que se ha hecho de Heidegger con el pensamiento nazi es un rumor que se ha extendido a todo

el universo académico desde hace mucho tiempo atrás. Rumor que se acreciente hoy con la aparición de uno

de sus escritos llevado hace poco a la imprenta. Antes de morir, nuestro filósofo indicó a la editorial el orden

exacto que debía seguirse en la publicación de sus escritos, siendo los que llevan por nombre Cuadernos

negros, los destinados a ser puestos al final, como coronación de toda su obra. Las notas allí escritas por

Heidegger entre los años treinta y finales de los años setenta, poco antes de su muerte, son indudablemente las

más polémicas de toda su extensa obra, por cuanto, muchas de ellas ponen claramente de manifiesto las

convicciones antisemitas que había sostenido durante la dictadura de Hitler, tal y como lo afirma el propio,

Peter Trawny, encargado de la edición de dicha publicación. La Revista Semana, en su publicación del 13 de

enero de 2014, dedica un artículo en su sección de cultura a este escrito de Heidegger, en el que se afirma

categóricamente que dicho texto no es más que la confirmación de ese viejo rumor. Allí se le señala a

Heidegger no sólo de ser un pensador antisemita, sino, además, de haber apoyado activamente la ideología de

Hitler. Se dice, por ejemplo, que en cierta página Heidegger “«se ofrece como guía “para acompañar al

Führer” y ayudarle a construir su ideología antisemita»”, y que, “«aunque rechaza la línea racista del nazismo,

le atribuye al pensamiento de Hitler una “grandeza y verdad interna” y comparte su rechazo y hostilidad hacia

los judíos»”, y lo que es más cuestionable, que “«se refiere a él como un “salvador carismático” capaz de

superar “el olvido del ser”»”(Restrepo, 2014, 70). Aunque es de aclarar, claro está, que, en esa misma

publicación, tras entrevistar on-line a Emmanuel Faye, crítico de Heidegger, y al mismo Peter Trawny editor

de estos cuadernos, se advierte que los estudiosos aún no han llegado a acuerdos concluyentes sobre si los

pasajes allí escritos, abiertamente antisemitas, constituyen la piedra angular de su pensamiento filosófico o si,

por el contrario, sólo son una pequeña muestra temporal de su desafortunado extravió. Aun cuando no sea una

publicación científica, o académica seria, vale la pena considerarla en tanto pone de relieve nuevamente este

debate en torno a las convicciones políticas de Heidegger que ensombrecen sus posiciones filosóficas. Y, más

aún, si tenemos en cuenta el libro Heidegger y el nazismo de Víctor Farías, un conocido estudioso de

Heidegger de habla hispana, en el que se afirma, entre otras cosas, que hay evidencia documental suficiente

que relaciona la persona de Heidegger con el pensamiento nazi, hasta el punto de ser imposible comprender

su obra al margen del compromiso fanático y xenófobo, que tenía con la pretendida superioridad espiritual de

los alemanas, esto es, sin poner de manifiesto el germen de su proclive inhumanidad discriminadora (1998, 4).

Según él, si se hace el recorrido, como lo hizo él mismo, de descubrir primero los antecedentes históricos de

la filiación de Heidegger al nacionalsocialismo presentes ya en sus escritos de juventud, y de analizar luego el

compromiso político del filósofo a la luz de su ulterior evolución política y filosófica, será posible ver la

filiación antedicha que el documenta ampliamente y que relaciona radicalmente con el pensamiento de

Heidegger (1998, 18-19). De donde se sigue, en consecuencia, que no es posible desligar, como hacen a su

juicio algunos, la persona miserable de la grandeza de una obra, aun intocada e intocable. En esa misma línea

argumentativa Emmanuel Faye, publica un libro que lleva por título Heidegger: la introducción del nazismo

en la filosofía, que a diferencia del de Farías, se centra sólo en escritos inéditos que Heidegger habría escrito

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para menguar dicha polémica es volver a leer su discurso en el contexto en el que fue

pronunciado, pues considera que sólo así, éste podrá gozar nuevamente de un ambiente

favorable en su recepción, impidiendo, por tanto, cualquier tipo de tergiversaciones

malintencionadas en sus palabras26

.

Empero, la polémica sigue todavía abierta, aun cuando se atienda a la indicación de

Sloterdijk. Y esto no podrá prontamente darse de manera distinta, por cuanto hablar del

hombre en nuestro tiempo, teniendo como telón de fondo no sólo las catástrofes mundiales

que han afectado profundamente la comprensión de la naturaleza humana, sino también, y

de manera muy especial, los avances resientes de la ingeniería genética, supone cargar

inevitablemente cualquier discurso, al respecto, de una gran dosis de afectividad y de

posturas político-ideológicas de diversa índole. Y, más aún, si se está tan cerca, como

abiertamente lo está Sloterdijk, del pensamiento de filósofos como Platón, Nietzsche y

Heidegger, que la izquierda alemana, como nos lo recuerda también Santiago Castro, hoy

acepta, no sin reservas y desconfianza, por su cercanía mediática (como en el caso de los

dos primeros) o directa (en el caso de éste último) al nazismo y a sus inaceptables prácticas

eugenésicas (2012, 64).

Una de esas tantas controversias que vale la pena resaltar, como preámbulo del presente

trabajo, dada su pertinencia para el mismo, es la que se dio entre Habermas y Sloterdijk

hacia el año 1999 en el marco del debate sobre los usos de la biotecnología genética y del

futuro del humanismo, que tuvo como protagonistas reconocidas figuras de la escena

intelectual alemana de la época. El problema que subyace en dicha polémica involucra, por

tanto, las condiciones actuales en las que se debe dar nuestra autocomprensión de la propia

entre los años 1933 y 1935. Bástenos, al respecto, únicamente mencionarlo a fin de incluirlo en futuras

discusiones sobre el tema que nos ocupa en este apartado. Todo este episodio es, sin duda, un asunto

altamente polémico, del cual aún no se ha dicho la última palabra y, tal vez, no se podrá dar. 26 En este punto, sin embargo, es de resaltar que, al parecer, no todos los asistentes al evento tuvieron la

misma impresión favorable del discurso de Sloterdijk, tal y como él mismo nos afirma. Pues, Martin Meggle,

en el artículo que publicó en la Frankfurter Rundschau, a los pocos días del evento en Elmau, dice que los

judíos que asistieron a éste recibieron con intranquilidad y malestar las palabras de nuestro filósofo, en tanto

perciben en ellas “una velada insinuación a favor de un programa eugenésico de cría de humanos con el

apoyo de la biotecnología” (Arenas, 2003, 74). Esto también es un asunto que hoy está provocando una gran

polémica que cubre a nuestro filósofo con un velo de sospecha, al igual que lo que sucedió antes con

Heidegger, pues se le acusa de promover un programa eugenésico.

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especie. Se trataría, en efecto, de saber qué tan plausible es que nuestra imagen del ser

humano cambie tan radicalmente en virtud de los últimos resultados de la biotecnología y

los postulados que de ellos se siguen en lo que respecta a la manipulación genética.

Lo interesante de la polémica entre estos dos ilustres pensadores alemanes contemporáneos

es que, como lo señala Arenas, se desarrolla en tres escenarios de discusión distintos,

abiertamente imbricados entre sí: i)- el nivel político, ya que la propuesta educativa de

Sloterdijk en su discurso, frente al poder que va ligado a la manipulación genética,

pareciera conducir a la defensa de una selección genética en la domesticación y cría de los

seres humanos conducente a la formación de una clase élite de humanos27

; ii)- el nivel

cultural, ya que al parecer Habermas se resiste a perder algo de la influencia que ha tenido

en el ámbito cultural europeo desde la época de la postguerra, en parte por la gran acogida

que han tenido las ideas e insinuaciones de Sloterdijk en su texto, por lo cual él se cree en la

obligación de alertar al mundo sobre la peligrosidad mediática de éste, sin importar los

medios para hacerlo, así vayan en contravía de un diálogo democrático, que es una de las

improntas más significativas de la teoría crítica que él mismo defiende; y, iii)- el nivel

personal-académico, ya que reviven una vieja pugna académica en torno a la pertinencia

del humanismo ilustrado como medio civilizatorio, entre Heidegger y Adorno, siendo como

son, discípulos y admiradores de estos, Sloterdijk de aquél, y Habermas de éste último

(2003, 71-72). El enfrentamiento sumará, además de estos tres niveles, el ya mencionado

interés teórico, que en nuestra opinión es el aspecto más interesante y revelador para el

interés del presente trabajo, pero del que nos ocuparemos in extenso sólo en el último

apartado de este segundo capítulo. Esto no significa, sin embargo, que la carga emocional

27 En este punto es necesario reconocer que Sloterdijk, en su conferencia, en absoluto defiende algo así como

una eugenésis positiva. Cuando él habla acerca de los efectos que tendrán lugar en el futuro, producto de los

avances científicos inherentes al acelerado proceso civilizatorio de la humanidad actual, entre los que cabe

mencionar: la reforma genética de las propiedades características de la especie humana y la implementación

inevitable de una antropotecnología de avanzada que propende hacia la manipulación genética de los seres

humanos, lo que realmente está poniendo de manifiesto es que la humanidad por venir tendrá necesariamente

que decidir sobre las políticas de la especie, a fin de que se encaucen de nuevo procedimientos efectivos de

autodomesticación, y que, al respecto, hoy todo es confusión y desconfianza (SS. 215/6). En pro de hacerle

justicia a las palabras de Sloterdijk, no hay tampoco que olvidar que fue un discurso cuyo tema central era

saber si el humanismo sigue siendo en la actualidad un modelo adecuado de formación para el ser humano del

futuro, y de ninguna manera, como sostienen algunos de sus críticos malintencionados, un esfuerzo por

defender la selección genética prenatal.

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que está a la base de esos tres niveles sea de poca monta, y menos aún si tenemos presente

que la disputa se desarrolla, de una u otra forma, teniendo siempre como referencia la

conciencia alemana, cada vez más escindida entre “los que pretenden que es inmoral

olvidar la responsabilidad de Alemania en el holocausto y los que consideran que la culpa

de un pueblo no puede ser perpetua” (Arenas, 2003, 73).

El que Normas para el parque humano fuera pronunciada precisamente en julio de 1999, a

puertas del nuevo milenio en el que hoy ya estamos inmersos, sólo puede indicarnos una

cosa: que la problemática de la que ahí se habla se torna ineludible para toda reflexión

futura, de índole filosófico, que se quiera mover en el marco de una ontología del presente,

máxime si es el presente de una época como la nuestra, signada no sólo por la barbarie que

trae la guerra y la violencia en todas sus formas y en todas las naciones donde tiene cabida,

sino también por una revolución biotecnológica de indiscutible trascendencia ética y

política (Quintanas, 2009, 158). Se trata de una revolución que obviamente ha renovado

también las formas de hacer la guerra y promover la paz. La indicación de Sloterdijk, por

tanto, es que no ignoremos el momento histórico que estamos viviendo, sino que, antes

bien, le prestemos la debida atención, por lo que representa para el futuro de la humanidad.

Esto supone no tanto que centremos nuestra atención en la posibilidad, que tiene nuestra

época, de aniquilar, modelar, intervenir o manipular genéticamente al ser humano, sino lo

que es más importante en los debates de gran envergadura y de diversa índole que van a

generarse a su alrededor.

Sobre el trasfondo de esta problemática actual Sloterdijk asume el reto de repensar el

humanismo. En su momento, ya antes Sartre y Heidegger lo habían hecho; el primero para

reivindicarse humanista, el segundo para renunciar a serlo, pero ambos para evidenciar

como nunca antes sus implicaciones y consecuencias de gran calado. Fundamentalmente se

cuestiona, por un lado, la competencia moral del ser humano para lograr un mundo

compartido y evitar así el embrutecimiento y el sufrimiento ocasionado por la acción de

unos hacia otros; por otro, la posibilidad misma de un sujeto ilustrable capaz de autonomía

y responsabilidad, que es el ideal de proyección ética y antropológica por antonomasia del

humanismo moderno (Nájera, 2008, 19).

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Es innegable que la entrada de Sloterdijk al debate sobre la situación del humanismo hoy

no está al margen de esta crisis epocal y de otros tantos antecedentes filosóficas que

reavivan la discusión, sino que antes bien se vale de todo ello para proponer una nueva

definición del ser humano en relación con la genética y, sobre todo, para anunciar el fin del

humanismo y la imposición de una nueva cultura post-humanística que gira en torno a los

medios masivos de comunicación. Fracaso que se debe tanto al incumplimiento de sus

promesas culturales, pedagógicas y éticas con las que había de regir los destinos de

Occidente, como a los nuevos rumbos que ha llegado a tomar la humanidad gracias a los

últimos avances biotecnológicos y científicos. Esta tarea crítica no la hace Sloterdijk en

solitario, sino de la mano de Nietzsche, que ya había denunciado antes los intereses

espurios del proceso civilizatorio y la instrumentalización de la enseñanza académica por

parte de los cuidadores de hombres, que es lo que define el proyecto humanista moderno

(SS. 212). En las páginas que vienen a continuación, vamos a seguir los pasos que da

Sloterdijk en su crítica al humanismo, y que le llevan a definir al hombre como producto de

sí mismo y de los otros, y sobre todo, a aventurarse a dar algunas indicaciones para una

ética afín a la nueva cultura post-humanista, en la que ya estamos irremediablemente

instalados.

2.1. La cultura post-humanística como fin del humanismo

Sloterdijk abre Normas para el parque humano enunciando la esencia y la función del

humanismo: “ser una telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio

de la escritura” (SS. 197). Es, por tanto, en su opinión, un fenómeno que va ligado

estrechamente al desarrollo del lenguaje escrito en la medida que surge como consecuencia

de la alfabetización o, más exactamente, de una cultura organizada alrededor de unas obras

clásicas en la historia del pensamiento occidental, a saber, un canon. Y, sobre todo, en el

que se pone de manifiesto que los libros no son más que cartas voluminosas enviadas a los

amigos que yacen en la distancia, ya sea que históricamente estén ya presentes o vayan a

estarlo en el futuro, ya sea que geográficamente estén muy cerca o demasiado lejos, para

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hacerlos partícipes de los pensamientos, los miedos y los ideales de quien las escribe. Al

funcionar como cartas abiertas los libros van consolidando poco a poco una cadena

epistolar que traspasa fronteras, siendo como es, su principal efecto, que un grupo

desconocido de destinatarios se vaya agremiando involuntaria y espacio-temporalmente en

torno a las temáticas de las que tratan y que les son afines. Al convertirse en lectores a la

distancia, aceptan de inmediato la propuesta de cordialidad y de adhesión que va implícita

en cada libro escrito y enviado con rumbo desconocido. De esta manera, el humanismo se

configura, como tradición de las letras clásicas, en un modo en el que se corresponden entre

sí los amigos lejanos y por venir, que con el pasar del tiempo, harán parte de una misma

comunidad de letrados, sin importar la época ni el lugar donde se ubiquen.

El eslabón más importante, y que está a la base de toda esta cadena epistolar relacionando

generaciones entre sí, fue la correspondencia grecolatina, esto es, la lectura que los romanos

hicieron de los textos griegos, en la medida que es gracias a ello que no sólo su legado se

extendió a todo el Imperio Romano sino también a todos los pueblos europeos posteriores

(SS. 197). Si no hubiera sido por esa peculiaridad que le es propia a la filosofía de generar

amistades, esto es, si los lectores romanos no hubieran tenido la disposición excepcional

que tuvieron de entablar relaciones amigables con los envíos griegos, así como intérpretes

griegos que les ayudaran a descifrar éstos, si los griegos no se hubieran atrevido a dejarnos

su legado plasmado en el medio escrito y no hubieran tenido presente que la primera regla

de la cultura escrita es que el destinatario en modo alguno puede ser previsto, no hubiera

existido jamás el humanismo como fenómeno literario. Si todo esto no hubiera concurrido

alguna vez del modo que sucedió, nunca se hubiera podido entonces hablar, como se hace

hoy, en lenguas nacionales y desde hace ya mucho tiempo atrás, de cosas humanas, y

menos aún, conformar círculos de amistades en torno a este referente común.

Empero, es precisamente ese ‘fantasma comunitario’, que está a la base de todo

humanismo, hasta el punto de caracterizarlo esencialmente, el que Sloterdijk critica, por

cuanto ello crea una línea divisoria entre los que saben leer y escribir y los que no. Los

primeros humanizados serían, de esta manera, aquellos miembros pertenecientes a esa secta

o club de los alfabetizados que se reunía alrededor de lecturas canónicas; lo cual llevaría

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con el pasar del tiempo a conformar una especie de élite envuelta de un halo de misterio y

con pretensiones abiertamente expansionistas y universalistas. En adelante, ellos serán los

cuidadores de una lectura cada vez más selectiva, en la que no todos serán igualmente

competentes para interpretarla, pero en la que se le guardará siempre especial devoción a

aquellos que anteriormente la inspiraron. Esto tiene incuestionable y abiertamente efectos

discriminatorios y excluyentes.

Cuando este humanismo, así entendido, se impuso programáticamente como ideología

dominante en los liceos de los Estados nacionales burgueses en los siglos XIX y XX, “el

modelo de la sociedad literaria se extendió convirtiéndose en norma de la sociedad política”

(SS. 199). Pues a partir de entonces cada nación se estructuraría siguiendo ese modelo de

asociación forzosamente amistosa, que seguirá teniendo por núcleo una serie de lecturas

vinculantes comunes, a fin de formar conciencia nacional en cada uno de sus miembros.

Esta labor, encargada a las editoriales y a las instituciones educativas, implica no sólo

seguir esforzándose por mantener vigentes los primeros clásicos grecolatinos sino, además,

seleccionar y sumarle a éstos los libros que prontamente llegarían a ser los clásicos

nacionales y modernos, adquiriendo de este modo, el rasgo de cartas públicas fundadoras

de naciones. En suma, las naciones modernas han de entenderse, según Sloterdijk, como

asociaciones de amigos completamente alfabetizadas que se configuran en torno a ciertas

lecturas canónicas y a la exigencia de cierta competencia hermenéutica para interpretarlas

correctamente conforme al sistema ideológico imperante, generando exclusión y elitismo al

interior de sus mismos límites estatales.

Pero la crítica de Sloterdijk al humanismo burgués de los Estados nacionales no se queda

sólo en ese señalamiento de exclusión y elitismo, sino que le suma también el de ser

ineficiente para cumplir con su objetivo fundamental: rescatar a los hombres de la barbarie

(SS. 201), ya que los hunde, más bien, en una gran barbarie que se incrementa a medida

que avanza el nuevo proceso de alfabetización. Tanto Heidegger como Sloterdijk

consideran que la historia del humanismo, desde la época de la república romana hasta la

época de la postguerra, responde fundamentalmente al homo barbarus, es decir, que la

oposición del homo humanus al homo barbarus es lo que pone en marcha cualquier

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tendencia humanística que quiera globalizarse. De ahí que cuando la violencia adquiere

dimensiones de gran proporción y es denunciada abiertamente en todos los medios de

comunicación, se exija pública y desesperadamente a los actores en conflicto gestos claros

de humanidad y se rechace a aquellos que critican al humanismo, hasta el punto de

acusarlos de defender una postura antihumanista, como en efecto le ocurrió a Heidegger

luego de publicar su Carta sobre el humanismo. Desde esta perspectiva, la humanitas se

hace impensable sin el control y la abstención de la cultura agresiva de las masas y de las

naciones.

En la Roma Imperial, por ejemplo, donde hacían parte de la vida cotidiana de los romanos

los anfiteatros, el coliseo, las peleas de animales, los juegos de lucha a muerte, los

espectáculos de ejecución, se acogieron algunos de los textos filosóficos de la Grecia tardía,

que prontamente serían incluidos en su naciente programa formativo, a fin de humanizar

ese un tanto basto y sanguinario espíritu romano. Aquí, por primera vez, la humanitas se

expresa y se proyecta como aspiración de una época tras el encuentro de la romanidad con

la cultura griega en su forma tardía. Al menos hasta la Ilustración, los textos y las artes

plásticas de la antigüedad greco-latina fueron considerados clásicos y reforzados con el

estudio de las humanidades: filosofía, retórica y teología (Duque, 2003, 17). Sin embargo,

las tendencias violentas del ser humano, presentes en todas las épocas y en todos los lugares

del globo terráqueo, no han podido ser contrarrestadas eficazmente mediante esa educación

de tipo humanístico. No hace mucho el mundo se estremeció con dos guerras mundiales,

sin contar con las innumerables guerras civiles que afrontan continuamente nuestros

pueblos, los ataques terroristas a la población civil, las torturas cruelmente planificadas en

modos diferentes, el sicariato que atemoriza en las calles, el vandalismo que acecha en las

grandes ciudades, y la invocación del humanismo y de los valores humanitarios ha

resultado en vano.

Estos acontecimientos no pudieron dejar de causar más que extrañeza y espanto entre

algunos de los filósofos de las primeras décadas del siglo XX, por cuanto las conmociones

de los tiempos llegaron hasta lo más íntimo de los discursos profundos. El pensamiento

contemporáneo no puede abstraerse del terror que ocasionan comportamientos atroces y

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sangrientos como los que proliferan por doquier en la actualidad. En el pasado hubo un

grupo de intelectuales, liderado por Jean-Paul Sartre, que no fue ajeno a su época, y que no

sólo consolidó toda una generación resistente al horror de la guerra sino que, además,

produjo una “literatura de las situaciones extremas” en contra de la cuestionada,

“literatura de las situaciones medias” producida por la cultura burguesa, que fue un tanto

tolerante y condescendiente con los sucesos reprochables de su tiempo (SS. 96), aunque no

pudo evitar justamente la debacle. Tal radicalismo literario y filosófico sólo es explicable a

partir del llamado expresionismo que, con el uso de expresiones hiperbólicas, exigía

responder a las monstruosidades acaecidas en la Europa de la primera mitad del siglo XX.

De ahí que esta coyuntura epocal en la que confluyeron tanto motivos internos como

externos tuviera gran impacto en la acción revolucionaria de algunos grupos subversivos de

este siglo. Esto es un ejemplo de lo que los pensadores del siglo XXI deben y no deben

hacer, máxime cuando las cosas no han cambiado, y antes bien, tienden a empeorar, pues

cualquier guerra de índole mundial que se desencadene en la actualidad, inevitablemente

hará uso de armas biológicas y químicas de destrucción masiva.

Sloterdijk lamenta que dicha postura no haya perdurado hasta el día de hoy y que, por el

contrario, gracias al surgimiento de ciertas tendencias ideológicas de postguerra, como la

del neomarxismo, seamos nuevamente tolerantes con el terror que la violencia produce en

cualquiera de sus manifestaciones (SS. 97). Y, lo que es peor, que a causa de las múltiples

revoluciones acaecidas en las sociedades actuales y cambios súbitos de paradigmas se haya

entrado en una época de profunda apatía con las situaciones extremas, por cuanto ello

impide que surja una apropiación crítica de los invaluables resultados obtenidos en la época

del radicalismo. Para nuestro filósofo, aquella época, más conocida bajo el nombre

genérico de la postmodernidad, no es más que un estado postextremista y neoescéptico en

el que se despliega con fuerza un pensamiento de las situaciones medias o complejas, y en

el que va impreso un innegable y a la vez cuestionable gesto civilizador, al proclamar la

búsqueda y la defensa continua de un estado de seguridad, según el cual todos los hombres

quieren y deben vivir asegurados, contribuyendo de esta manera a la normalización y

estabilización que le es característica a cualquier sistema democrático (SS. 98). La crítica

de Sloterdijk a esta época se centra, en últimas, en la supresión que ella hace de la

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radicalidad que le es esencial al pensamiento filosófico tras ocuparse de reflexiones sobre

situaciones medias y en consecuencia a condenarlo nuevamente al ya conocido autismo

académico de los intelectuales que se encuba detrás de un escritorio. Está reclamando, por

tanto, un volver al pensamiento de las situaciones extremas acorde a los acontecimientos

presentes en el mundo euroamericano actual, esto es, una reflexión radicalista, que bajo

formas distintas a como cuando se presentó por primera vez en la primera mitad del siglo

XX, sea capaz de hacerle frente a la tendencia de las potencias mundiales a emplear armas

químicas y biológicas a fin de hacerse con el poder; que de llegar a darse efectivamente

algún día, amenaza con destruir totalmente la humanidad que habita sobre la faz de la tierra

(SS. 99). En otras palabras, quiere resaltar una vez más el original espíritu crítico de la

cultura que animó a la primera Escuela de Frankfurt y que con el paso masmediático de la

cultura liberal fue perdiendo su potencial crítico.

Esa reflexión que Sloterdijk reclama para nuestro tiempo la encontramos ya en Heidegger

cuando describe la esencia del filosofar enfatizando en el éxtasis ontológico, es decir, en la

meditación que no se agota en los entes particulares o situaciones concretas, sino que pasa

“de los datos particulares al acontecer de la donación del mundo en su totalidad” (SS. 93).

De ahí que, a pesar de haber surgido del extremismo expresionista, afirmará siempre para sí

una actualidad inextinguible al no depender de las condiciones que la hicieron brotar. Que

la reflexión filosófica se entienda como una visión general del acontecer de la apertura es

algo que por naturaleza no se puede aprender bajo reglas estrictas del discurso en una

escuela, y menos aún si tenemos en cuenta que hace parte del ámbito de los estados

anímicos que exige reorientar nuestra mente hacia el ser-mundo en general. En cuanto

estado anímico está muy cerca del éxtasis musical que estremece el espíritu, no sólo de

quien interpreta una bella melodía sino también de quien la escucha atentamente, por

cuanto exige hacer un viraje radical desde la actividad media de la inteligencia al estado de

excepción filosófico (SS. 94). El camino hacia el pensamiento filosófico estará atravesado,

en consecuencia, por la angustia y el tedio que desvulgarizan al sujeto común, en la medida

que, por un lado, el mundo se pierde tal y como se le presenta al entendimiento ordinario y,

por el otro, hay también una pérdida de sí mismo. Así pues, ambos impulsos llevan a que el

hombre se rebele contra la trivialización de lo monstruoso que yace oculto en la

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cotidianidad y que se disponga a la vez a “meditar sobre el lado tremendo de la situación

fundamental, que es el ser-en-el-mundo como tal”, llenándolo de espanto y extrañeza, que

es la condición preracional de todo filosofar verdadero que propenda hacia la comprensión

esencial de la realidad y quiera hacerle frente a los acaeceres atroces por los que atraviesa

su propia época (SS. 94).

Ahora bien, esta propuesta de Sloterdijk de una reflexión filosófica al estilo heideggeriano

podría interpretarse como un intento de solventar la deficiencia manifiesta del humanismo

de ser incapaz de hacer frente al homo barbarus, en tanto exige reorientar la mente hacia

las situaciones extremas que hoy nos agobian. Sin embargo, esto no es así. Pues no ve la

barbarie de la que es capaz el hombre como algo consustancial a él y a la que hay que

atacar para humanizarlo, sino como una monstruosidad característica de las sociedades

humanas que se dibuja de manera diferente en cada época, como producto del encuentro

con el otro y del ansia desmedido de poder (SS. 98/9, 201). Es decir, la historia del Ser en

clave heideggeriana sería entonces para Sloterdijk la historia de la monstruosidad o historia

de la ira28

. A nuestro entender la apelación heideggeriana a una historia esencialmente

28 En su libro Ira y tiempo, Sloterdijk afirma que la historia de Occidente, marcada en las últimas décadas por

el terrorismo, es el resultado de los distintos modos en que se ha instrumentalizado socialmente la ira, la cual

interpreta como un factor psicopolítico de gran influencia, inherente a la condición humana. Por ejemplo,

entre los antiguos griegos el influjo decisivo de la ira se hace presente de forma relevante, ya como portadora

de desgracias, ya, por esa misma vía, como generadora de heroísmo, al inspirar arrojo (thymós) frente a las

injusticias, tal y como aparece reseñado en las primeras páginas de la Ilíada. En ello se deja entrever una

admiración profunda por aquello que irrumpió naturalmente en la vida de los mortales y que no es inferior, en

modo alguno, a su manifestación, en la que se reparten golpes a diestra y siniestra en una batalla campal (IyT.

12). Pero tiempo después, en las tradiciones culturales posteriores, la ira fue perdiendo poco a poco dicho

influjo, hasta el punto de quedar su accionar reducido a situaciones muy concretas. Por ejemplo, en el

cristianismo la ira es asumida como aquel impulso que da paso al odio, el rencor y el resentimiento, por lo

cual debe ser encauzado y administrado correctamente para evitar situaciones catastróficas entre los seres

humanos. Y, luego, siguiendo con ese mismo carácter de ‘economía de la ira’ de la iglesia, el comunismo, tras

proclamar la muerte de Dios, lleva a que los distintos movimientos revolucionarios se conviertan en una

especie de banco mundial de la ira, a la que alimentan con pasiones como la venganza, el rencor y la envidia,

a fin de instaurar nuevamente la justicia social en sus territorios. Es decir, la ira como impulso timótico propio

del hombre, con el pasar del tiempo, quedó convertida en aquello que, precisamente, debía ser administrado y

encauzado bajo la influencia del resentimiento, como en el caso del cristianismo y el consumismo. Y, lo que

es peor, como sucede en la sociedad consumista actual, aquello que debe ser compensado con una gran dosis

de neurosis y resentimiento del yo. La tesis de nuestro filósofo es, por tanto, que hay una especie de olvido de

la ira como factor psicopolítico decisivo en Occidente y que la única forma de enmendar dicha ausencia, es

justamente a través de la implementación de lo que él llama ‘ejercicios’ de equilibrio entre los impulsos

eróticos y thimóticos, pues, según él, sólo así es posible impedir eficazmente todo tipo de batallas superfluas

(como las que se han sucedido hasta el día de hoy), y retomar el curso del mundo, al abrir “a los hombres

caminos por los que ellos son capaces de afirmar lo que tienen, pueden, son y quieren ser” (IyT. 26).

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metafísica es un error. Si tenemos presente la teoría contractualista de Hobbes, donde se

describe al hombre como un ser egoísta y violento por naturaleza, encontramos que

cualquier teoría antropológica y ética debe hacer hincapié en este aspecto y no pasarlo por

alto o restarle importancia. Que el hombre está ligado esencialmente a la violencia, es algo

que el sentido común nos pone de manifiesto por doquier y que la historia nos refuerza a

cada instante en el análisis que hace de cada acontecimiento humano. El ser violento, por

tanto, no es una característica que se presuma ocasionalmente en el hombre, sino una

peculiaridad esencial suya, que lo define y que marca el devenir de su desarrollo histórico

en medio de los otros.

Aun cuando Sloterdijk es consciente de esa condición humana, le resta toda importancia en

el diagnóstico y la crítica que hace del humanismo y desplaza el asunto a otra parte, pues,

en su opinión, si hoy tenemos en cuenta el contexto en el que éste surgió y preguntamos por

los destinos de la humanidad y los medios de humanización, lo que se quiere saber, en

últimas, es “si cabe abrigar alguna esperanza de domeñar las actuales tendencias que

embrutecen al hombre” (SS. 201). Se trata de esas tendencias que van ligadas al uso

desmedido del poder y que se presentan, ya como atrocidad imperialista o bélica, ya como

bestialización en lo cotidiano, favoreciendo la industria del ocio y del entretenimiento. Para

Sloterdijk, el humanismo es, por tanto, un fenómeno, por un lado, cuyo tema central es la

domesticación del hombre y, en modo alguno, el cómo rescatarlo de la barbarie a la que

está condenado por su misma naturaleza violenta, y, por otro, un fenómeno en el que se

impone el prejuicio de que las lecturas adecuadas amansan como guía indispensable para

tratar de cumplir con esa función domesticadora (SS. 202). Esto nos lleva a reconocer que

en el hombre subyacen dos potencias influyentes, que actúan simultáneamente sobre él para

desarrollar su propia naturaleza y que, a la vez, son contradictorias entre sí, a saber: «las

influencias desinhibidoras o bestializadoras», cuya función es la de propiciar un

embrutecimiento mediático y de ocio en las masas para deshumanizarla, y «las influencias

inhibidoras o amansadoras», cuyo proyecto, por su parte, es contrarrestar el efecto nocivo

de las primeras con otras que se presumen que no sólo son mejores sino indudablemente

correctas para rehumanizar eficazmente a la gente.

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Sin embargo, en la lectura que hace Sloterdijk del humanismo como fenómeno literario,

encontramos que el asunto que reviste la mayor importancia no es tanto reconocer que el

hombre es un ser sometido a influencias, sino que es necesario seleccionar “los medios

amansadores y prescindir de los medios deshinhibitorios” (SS. 203), a fin de moldear

correctamente la plasticidad humana. La cuestión del humanismo es, en definitiva, una

lucha de medios ligada siempre al desarrollo del poder. En efecto, de lo que se trata es de

ejercer poder sobre los medios formativos, ya sea que se presenten como fascinaciones

embrutecedoras o como correctivos indispensables, pues es preciso optar siempre por estos

últimos de acuerdo con la convicción, de que los libros pueden ejercer resistencia a

cualquier mecanismo deshumanizador, incontinente y efervescente, como el del anfiteatro

romano, que es propio de la cultura de las masas.

De acuerdo con la lectura que hace Sloterdijk del humanismo en Normas para el parque

humano, tenemos entonces que su objetivo último es la domesticación de la fiera humana

“con la ayuda de las pautas morales selectivas que impone el juego de la lectura-escritura”

(Nájera, 2008, 23). Se trataría, en consecuencia, insiste Nájera, de un proyecto pedagógico

que propende hacia el control social del hombre mediante el uso de todo un engranaje

metodológico en el que se ventila como fundamental la pregunta: ¿de qué manera el

hombre, a pesar de su disposición biológica y ambivalencia moral, puede llegar a ser un

hombre verdadero y real, esto es, auténticamente humanizado? (2008, 23). Pregunta que,

como es evidente de suyo, hace énfasis de nuevo en la importancia que tienen los medios

de amistamiento y de comunicación en el proceso de autoformación que siguen los seres

humanos para llegar a ser lo que pueden ser y serán (SS. 203). Es decir, el

desenvolvimiento histórico de la antropotécnica se da necesariamente como despliegue de

toda la maquinaria educativa en su natural proceso de culturización a través de la lecto-

escritura. Ahora bien, que el humanismo sea interpretado como fenómeno literario que

busca fundamentalmente domesticar al hombre, lleva a Sloterdijk, contrariamente a lo que

se podría pensar habitualmente, a considerar al propio Heidegger como un humanista más.

Pero con la salvedad, claro está, de que lo es no al modo de aquellos que justamente él

estaba criticando en su Carta sobre el humanismo. La estrategia de la que allí se vale para

entablar amistades, junto con el concepto de amistad, difiere claramente de lo que ocurre

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con el humanismo clásico y renacentista, donde, por un lado, la comunicación se da entre

personas cultas y, por otro, la comunión que se deriva necesariamente de ella se establece

entre un público nacional y un autor clásico. Heidegger no escribe su discurso para ser

enviado a unos amigos en la lejanía, pues luego de los acontecimientos que le siguieron a la

Segunda Guerra Mundial, era casi imposible que aún le quedaran amigos con los cuales

pudiera interactuar, sino para encontrar un receptor favorable a su mensaje, como

efectivamente sucedió con Beaufret, un joven francés admirador suyo.

Con esto se estaría anunciando, por tanto, un tipo de humanismo muy distinto, que no sólo

implicaría asumir otra manera de inhibición y amansamiento con la palabra del otro, sino

que, además, se colocaría radicalmente en todo el centro de la meditación ontológica, y no

ya, como hacían los humanistas clásicos, en el campo de la pedagogía. Pues no hay que

olvidar que nuestro filósofo rechaza cualquier tipo de reduccionismo del pensar a la

filosofía escolar, esa que se define como paideia griega y/o como humanitas romana. Dicha

novedad se hace aún más latente, si tenemos en cuenta que este humanismo se inscribe en

el marco de un pensamiento transhumanístico o posthumanístico, ya que en su escrito de

1946, que pretendía ser formalmente una carta, Heidegger pone “al descubierto las

condiciones del humanismo europeo y las somete a preguntas que las excedían”29

,

indicando con ello, el camino que deberían seguir las subsiguientes reflexiones sobre el

hombre (SS. 204). Reflexiones que parten de la inmediata recepción de esta misiva en la

Europa de posguerra y que llegan a las consideraciones de Sloterdijk sobre la

antropotécnica.

29 Para Sloterdijk, la historia de los pueblos europeos, tal y como es vista por Heidegger, puede interpretarse

como el escenario donde tuvieron lugar los diferentes humanismos militantes, es decir, como el lugar en el

que la subjetividad humana asumió la toma de poder sobre todo lo ente, convirtiéndose de esta manera, en la

matriz desde la cual se fraguó todo tipo de atrocidad y tergiversaciones en nombre del bien de la humanidad.

Por lo cual, según él, era indiscutible que en ese contexto se plantease nuevamente la pregunta por el

fundamento de la domesticación y el modelado del hombre, esto es, que se preguntase por aquello que aún

puede domesticar o educar al ser humano, cuando se sabe muy bien que el humanismo ha fracasado como

escuela de modelar al ser humano (SS. 208). Este cuestionamiento, como es evidente de suyo, va más allá del

dominio propio de todo pensamiento humanista, máxime si se enlaza con la pregunta sobre “¿qué domestica o

educa al hombre cuando, tras todos los experimentos anteriores de educar al género humano, sigue sin estar

claro quién o qué educa a los educadores y para qué?” (SS. 209). En mi opinión, son preguntas válidas desde

la interpretación que Sloterdijk hace del humanismo, pero no así, desde la perspectiva de Heidegger, que tan

sólo estaba asumiendo el tema en cuestión desde una perspectiva eminentemente ontológico-existencialista,

sin vincularlo, como sugiere expresamente aquél, a un asunto de domesticación o formación humana.

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Pero qué sea lo propio del “humanismo heideggeriano” es una tarea que sólo puede

resolverse, si atendemos a aquello que motivó la redacción de dicha carta, a saber, el olvido

de la pregunta por la esencia del hombre. Heidegger insiste, una y otra vez, que el

humanismo clásico y renacentista olvidó y ocultó la verdadera esencia del hombre tras

definirlo fundamentalmente como un animal racional, y elevarlo, por eso mismo a la

categoría de amo y señor de todo lo existente, hasta el punto de que tanto el cristianismo

como el marxismo y el existencialismo que, en su opinión, son simplemente variantes

atroces de este fenómeno, constituirían “tres modos de evitar la radicalidad extrema de la

pregunta por la esencia del hombre” (SS. 205). Por tanto, para reivindicar la dignidad

perdida del hombre se hace necesario tomar distancia de la metafísica europea que lo llevó

a definir desde esta perspectiva zoológica con un añadido espiritual o metabiológico y,

sobretodo, a renunciar a la palabra “humanismo”. Es decir, se hace indispensable volver a

experimentar, en su forma originaria y en su propia inevitabilidad, la verdadera tarea del

pensar y formular, asimismo, la pregunta por la esencia del hombre en términos correctos,

que no puede ser otra que de modo existencial ontológico, o lo que es lo mismo, de modo

onto-antropológico (SS. 205).

Desde esa perspectiva metodológica Heidegger es implacable y rechaza el mencionado y

equivocado rebajamiento metafísico del ser del hombre, que buscaba establecer prima facie

una comunidad ontológica entre éste y el animal. En este sentido, el análisis existencial

muestra que hay una diferencia ontológica, no genérica ni específica, entre el ser humano y

el resto de los demás seres vegetales y animales, a saber, que “el hombre tiene mundo y

está en el mundo, mientras que la planta y el animal están insertos en la tensión de sus

correspondientes circunmundos” (SS. 206). Por esta razón, los hombres tienen lenguaje, no

como un mero instrumento de comunicación o de domesticación mutua, como se afirma en

la modernidad, sino como el lugar que ellos habitan y deben cuidar. Pero en cuanto morada,

el lenguaje es muy distinto a los demás recintos que cumplen esa misma función de

alojamiento, siendo como es: la casa del ser. Pues cuando el hombre la habita, él existe, y

se le impone de inmediato la tarea de guardar el ser y corresponderle sólo a él, en lo cual

descubre su verdadera esencia: ser el pastor del ser. Con la inclusión de esta imagen idílica,

frecuentemente citada y ridiculizada por muchos intérpretes, lo que Heidegger busca es

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señalar que el hombre debe cuidar serenamente “el mundo como entorno abierto” (SS.

206), y sobre todo, dejar en claro que esta no es una tarea que el hombre asume por

iniciativa propia, sino por encargo directo del Ser mismo. El lugar donde esta obligación se

lleva a cabo, por ende, no puede ser otro que en el claro del Ser, esto es, en el “puesto en el

que el Ser sale a la luz como lo que está ahí” (SS. 207).

Y, es precisamente, esa interpelación que hace el Ser al hombre para que habite en su

morada y cuide de su verdad la que le confiere la dignidad a éste, y que justo Heidegger le

reprochaba al humanismo clásico y renacentista haber ocultado y perdido. En tanto pastor y

vecino del Ser, el hombre entra en una correspondencia tal con él que es llevado no sólo a

asumir un comportamiento extático, que trasciende la introspección exigida en la lectura de

los clásicos, sino también a permanecer inevitablemente en cercanías de la casa; y además,

como consecuencia de ello, a estar expuesto a un conocimiento que exige mayor quietud,

atención callada y pertenencia, de lo que cualquier tipo de formación pudo exigir antes.

Este habitar silencioso la casa implica que el hombre debe estar expectante de lo que el

propio Ser le encomiende decir, esto es, que asuma una actitud más sumisa y dócil de la

que un buen humanista pudiese tener frente al texto clásico. De esta manera, “el

humanismo heideggeriano” presenta un tipo de amistamiento totalmente diferente, en el

que ningún autor ha de entenderse ya, a sí mismo, como tal, sino más bien como el medio

enaltecido a través del cual el Ser mismo es el que habla. Pues allí el Ser es elevado a “la

categoría de autor exclusivo de todas las cartas esenciales” (SS. 207), y por consiguiente,

cualquier pensador o poeta que habite la casa será entendido simplemente como su

secretario más cercano y confiable. A diferencia de lo que acontecía con el humanismo

burgués del siglo XIX, las cartas que constituyen este nuevo humanismo, en consecuencia,

no pueden establecer ya lazos de amistad conducentes a la formación de naciones, pues no

hay un autor nacional que las escriba ni un pueblo histórico cuya tradición las emita, puesto

que el Ser mismo es el autor esencial de ellas y el único que las puede enviar a “amigos

presentes en espíritu, a vecinos receptivos, a pastores recogidos y callados” (SS. 207). El

círculo de pastores y amigos del Ser están muy lejos de querer formar pueblos históricos o

estados-naciones, máxime si tenemos en cuenta que las cartas esenciales no defienden ni

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promueven ideología alguna, a no ser que las señas, los balbuceos y los silencios del Ser se

consideren como tal.

En este punto, la crítica que claramente dirige Sloterdijk contra Heidegger es que éste no

precisa cómo estaría constituido ese círculo conformado por amigos y vecinos del Ser que

callan y hablan sólo lo que el hablante quiere decir, si al modo de una iglesia invisible de

miembros dispersos o de un grupo silencioso unido sólo espiritualmente, o de algún otro

modo imaginable. Al respecto, sólo nos resta afirmar que un tal círculo o sociedad no

podría existir jamás, dada su peculiaridad y restricción radical en el comportamiento de sus

posibles miembros. Es más, si alguien entra a este círculo no podría ser consciente de ello,

lo cual anularía inmediatamente su militancia callada. Con todo, siguiendo el análisis de

Sloterdijk, podemos simplemente caracterizar el “humanismo heideggeriano” como ascesis

meditativa, en la que se quiere un hombre desplazado de su centralidad que sea más sumiso

que un buen lector y, en la que la posible sociedad de los meditativos, contrarreste

eficazmente las atrocidades y barbaries del presente, las cuales, de una u otra manera, han

sido toleradas y promovidas por las sociedades literarias excluyentes que han colocado a la

subjetividad en todo el centro, tras encubrir y explicar al hombre metafísicamente.

Encubrimiento que hoy está desplegado en forma de un idioma nacional.

Esa peculiar forma en que Sloterdijk presenta la comunidad ascética de pastores del Ser nos

lleva también a entender el “humanismo heideggeriano” como un proyecto político, que es

capaz no sólo de reconocer la debilidad ontológica del hombre, sino, además, de impedir

con ello el rearme histórico de la subjetividad. Ese que ha permeado y sigue permeando a

toda Europa. Para Heidegger, el mundo europeo no es más que la afluencia aterradora de

humanismos militantes de toda índole, en el que se resalta notoriamente el fascismo, por su

evidente mezcla paradójica de inhibición y desinhibición, convirtiéndose de esta manera en

cómplice de todo ese tipo de vejámenes que se han cometido en nombre de la humanidad.

De este modo, cada facción política o ideológica que ha acaecido en nuestro territorio, en

las últimas décadas, no sería realmente distintas entre sí, pues estructuralmente tendería a

una sola cosa: ensalzar al hombre, de tal manera, que no sólo pueda asumir un poder

irrestricto sobre todo lo ente, sino que además pueda seguir ejerciendo una misma violencia

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antropotécnica como hasta el momento lo ha venido haciendo a lo largo de su historia. Con

esta particular presentación Sloterdijk, como discípulo de Heidegger en la distancia, no

oculta su interés de continuar el proyecto ontológico y político de su maestro, pero, claro

está, despojándolo de todo exceso de originalidad que aún sea deudor de una metafísica de

la identidad como sucede con él, pues como él mismo dice, “hay una historia,

resueltamente ignorada por Heidegger, de la salida del hombre al claro, una historia social

de la susceptibilidad del hombre de ser tocado por la cuestión del Ser y una moción

histórica en la apertura de la diferencia ontológica” (SS. 209).

Por último, vale la pena resaltar también que el haber interpretado el humanismo como un

fenómeno literario no sólo nos permitió incluir en éste el proyecto ontológico político de

Heidegger, sino que, además, frente al desarrollo de los pueblos del presente que coexisten

sobre bases muy distintas a las impuestas por las sociedades literarias, nos lleva a concebir

la llamada postmodernidad como una época decididamente posliteraria, postepistolar, y en

consecuencia, posthumanista, esto es, como el momento histórico que pone fin a todo tipo

de humanismo así entendido. Lo cual es aún más evidente, cuando a partir de las

sociedades de masas actuales, podemos seguir preguntando con Heidegger, una y otra vez,

en tono de reproche, ¿qué sentido tiene hoy tratar de reconceptualizar la palabra

‘humanismo’, si con ello se estaría justificando, de una u otra manera, la barbarie y la

violencia humana en cualquiera de sus manifestaciones históricas y/o proyectivas? Y, dicha

época, pone fin al humanismo desde dos perspectivas, a saber: una, como instauración de

los medios masivos de comunicación, y otra, como surgimiento de una revolución

permanente a nivel tecnológico y biológico.

Las sociedades contemporáneas ya no se rigen por la lectura de los textos clásicos

canónicamente organizados con fines nacionalistas en cada uno de sus espacios

territoriales, y mucho menos descubren en esa actividad su común amor hacia los

remitentes que los inspiraron, y que alguna vez, las llevaron efectivamente a configurarse

en estados nacionales. A diferencia de lo que aconteció con los estados nacionales

burgueses de los siglos XIX y XX que, siguiendo el modelo de las sociedades literarias, se

erigieron con base en un canon de lecturas de autores antiguos y modernos, los cuales, por

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su innegable contribución a la formación de un espíritu nacional, fueron prontamente

elevados a la categoría de clásicos por la industria de las editoriales y las organizaciones

políticas del momento. Aun cuando aquellas sociedades sean el resultado de una época de

la humanidad no sólo alfabetizada sino también armada, ya no pueden seguir estableciendo

lazos de amistamiento entre sus integrantes por medio de la lectura, pues los tiempos han

cambiado radicalmente.

En las últimas décadas el desarrollo tecnológico ha sido de tal magnitud que los pueblos

hoy en día marchan al ritmo y velocidad que ello impone y que impregna indudablemente

su normal progreso. Y, sobre todo, cuando cuenta con la globalización como su mayor

aliado en su creciente y rápida expansión. Por ejemplo, los medios masivos de

comunicación, como el internet, la televisión y la radio, han marginado indudablemente la

cultura escrita a un lugar poco honroso. Hoy tiene más acogida el contenido frívolo que

prolifera sin control en las redes sociales, las revistas de circulación nacional e

internacional con informaciones y análisis poco profundos, los programas televisivos de

entretenimiento, y los videojuegos, que un buen libro de carácter histórico, filosófico, o

científico, hasta el punto de que sea improcedente, siquiera, el plantearse la pregunta por el

sentido y el alcance que podría tener un nuevo canon de lecturas en las sociedades actuales.

Con ello, sin embargo, no se está sugiriendo, como podría parecer prima facie, que la

lectura hoy en día no tiene cabida alguna, sólo que su impacto, en la fundación de

comunidades y en la comunión de personas, ha sido grandemente reducido. Esto en virtud a

que, “por muy profesional que fuera el ejercicio del arte de escribir cartas inspiradoras de

amor a una nación de amigos, dicho arte no podría ya ser suficiente para preservar los lazos

de la unión telecomunicativa entre los habitantes de la moderna sociedad de masas” (SS.

200). Los intereses de los jóvenes son muy distintos y de muy diversa índole, que, en

general, premian lo banal, lo inmediato y lo que está de moda. Por ejemplo, dedican gran

parte de su tiempo a la rumba, a estar conectados continuamente en las redes sociales, a ver

películas de cine-ficción, suspenso, y demás géneros de esta misma índole, entre otras

cosas. De esta manera, resulta evidente que los nuevos medios de comunicación son hoy los

que ocupan una posición rectora, reduciendo a modestas dimensiones la síntesis social,

cultural y política con base en la lectura y la escritura. Con la instauración de los nuevos

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medios de telecomunicación, la época posthumanista en la que estamos viviendo

actualmente, como dice Sloterdijk, pone fin al “humanismo moderno como modelo escolar

y educativo porque no es posible sostener por más tiempo la ilusión de que las

macroestructuras políticas y económicas podrían organizarse según el modelo amable de la

sociedad literaria” (SS. 200/1). Y, no es posible revivirlo, por cuanto, como se dijo

anteriormente, las sociedades han cambiado estructuralmente y se proyectan con base en el

uso de las nuevas tecnologías.

A esa misma conclusión que marca el fin del humanismo podemos llegar también, si

atendemos al otro frente en que la época posthumanista se manifiesta en la actualidad. Pero

esta vez, en tanto dicha época sobrepasa los propios límites sobre los que aquél se asienta.

Hoy en día la humanidad entera se ve continuamente amenazada por el uso de armas

biológicas y/o nucleares por parte de las grandes potencias y sus aliados, de entrar alguno

de ellos, claro está, en conflicto, a pesar de los tratados internacionales firmados luego de

las dos primeras guerras mundiales y de las organizaciones que surgieron en ese mismo

momento a fin de garantizar la paz entre los países que las integran. La tensión entre los

países desarrollados es constante y de darse una guerra entre ellos no ocasionaría daños

sólo en sus respectivos territorios sino que iría más allá, hasta el punto de que sus efectos

no sólo se sentirían en el presente, sino que incluso afectaría inevitablemente a las futuras

generaciones, a las que muy probablemente se les dejaría en herencia solamente un espectro

de proporciones apocalípticas, que pasaría desde una hambruna generalizada hasta llegar a

la devastación de pueblos enteros y, finalmente, del planeta mismo. El panorama mundial

es, en consecuencia, nada alentador, y menos aún, cuando a diario escuchamos noticias de

que tal o cual país está desarrollando armamento nuclear de destrucción masiva, y lo que es

peor, que no se descarta una guerra entre algunos de ellos, de no llegarse a dar prontamente

una salida diplomática. Vivimos en tiempos verdaderamente conmocionados, esto es, en

una tensa calma mundial tan frágil que en cualquier momento puede resquebrajarse, lo cual,

en absoluto, constituye un estado de excepción, sino antes bien, el rasgo característico del

mundo contemporáneo.

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La época posthumanista se viste de esta manera de una revolución permanente, propia de

todas las sociedades avanzadas, que giran en torno al “dinero, las aspiraciones y la envidia,

y en las que más pronto o más tarde se suscitará una contrarrevolución de lo político contra

la primacía de lo económico” (SS. 99). Y, lo que es más cuestionable, hace entrar a las

diferentes potencias en lo que podríamos llamar ‘el juego del holocidio’, ese en el que cada

uno de los participantes puede tomarse como rehén mutuamente. En el presente, por los

nuevos avances en la tecnología biológica del núcleo celular, el juego se hace aún más

interesante y peligroso. Pues la potencia que disponga de esta tecnología de punta, se pone

inmediatamente en la mira de las otras potencias que están al acecho y con ansias de

hacerse con el poder a nivel mundial, sin importar, en absoluto, los medios que requieran

para alcanzar ese objetivo, y tampoco, si con ello, quizás, gran parte de la humanidad tiene

que desaparecer y que la tierra quede convertida en un lugar desolado e inhabitable. Con

todo, la amenaza que representa para la humanidad la tecnología nuclear y que define el

rumbo de la época posthumanista, es sólo una parte del asunto (quizás, claro está, la más

visible y sonora), la otra es la que tiene que ver con la tecnología e ingeniería genética. Los

avances científicos como la síntesis biológica, la selección genética y los conocimientos de

los mecanismos hereditarios a escala molecular, han resultado realmente efectivos para

resolver muchos de los problemas que aquejan a la humanidad actual, sobre todo en lo que

se refiere a la alimentación, la cría de animales y el tratamiento de muchas enfermedades.

Es innegable el aporte de la ingeniería genética al desarrollo de la agricultura, la ganadería

y la medicina, siendo lo que se conoce como ‘manipulación genética’ o cambio artificial en

el material genético, lo que más la ha hecho brillar en las últimas décadas. Este desarrollo

científico, quizás el más revolucionario y profundo de nuestra era y que irrumpió a

principios del siglo XX con la teoría cromosómica de la herencia y luego con el

descubrimiento de que el ADN es la molécula que contiene toda la información genética,

ha incrementado considerablemente el conocimiento que se tenía hasta el momento sobre

las bases moleculares del código genético, de la transcripción, de la traducción y de la

regulación genética en muchas de las especies animales y vegetales.

La importancia de esta nueva tecnología y su influencia en la sociedad es innegable. Así

como sus inmensas posibilidades de desarrollo y aplicaciones a todo nivel, que van desde la

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producción de plantas y animales transgénicos para la alimentación humana hasta la terapia

génica, que inciden directamente en la vida del hombre, y de una manera muy directa, en lo

que constituye uno de los puntos mal álgidos e importantes en el pensamiento filosófico, la

ética. El problema de todos estos descubrimientos e investigaciones científicas es el uso

irresponsable que podría hacerse de ellos, si no media ningún tipo de control social y ético,

pues contrariamente a sus objetivos trazados inicialmente podría llegar a ser instrumento de

selección artificial no sólo para mejorar las especies vegetales y animales, sino también la

raza humana. La clonación de seres humanos no es algo inimaginable, y menos aún, con el

descubrimiento de la secuencia del genoma humano que tuvo lugar no hace mucho. Esto

constituye uno de los problemas éticos más relevantes que despierta todo tipo de interés en

la actualidad, como se evidencia con el auge que han tenido los debates académicos en todo

el mundo sobre Bioética y su gran impacto en los medios de comunicación. Por esta razón,

la producción artificial de organismos cada vez más resistentes cumple, de una u otra

manera, el sueño de dar vida, crear seres perfectos y procurarse una raza pura cada vez más

fuerte.

De esta manera, podemos afirmar que la nueva tecnología genética, que está en todo el

centro de la época posthumanista y que constituye una gran amenaza para la humanidad, al

otorgar a las potencias mundiales la facultad de manipular la intimidad biológica del ser

humano y alterar el medio ambiente, sobrepasa todo dominio posible del humanismo como

fenómeno literario. Y, decir esto, es una forma de sentenciar una vez más el final del

humanismo en nuestro tiempo. Aun cuando se resista a desaparecer totalmente o llegue a

experimentar en algún momento un renacimiento tardío, el modelo humanista no puede

tener cabida ya en la época posthumanista, por cuanto resultaría verdaderamente extraño e

inadmisible impedir los avances de la ingeniería genética y/o regresar de los horrores de la

guerra para incentivar de nuevo la formación de sociedades literarias o lo que es lo mismo

seguir afirmando la potencia civilizadora y humanizadora de la lectura de los clásicos, y

menos aún, cuando los medios de comunicación se imponen cada vez más en las

sociedades contemporáneas y dirigen sus rumbos hacia actividades de amansamiento y

entretenimiento menos profundas y silenciosas que la lectura y la escritura, como se

advirtió anteriormente.

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Sloterdijk denuncia así el fin del totalitarismo metafísico y de esa antropología filosófica

que se asienta sobre la herencia de la Ilustración y la creencia del progreso, a la vez que

abre una brecha en la reflexión filosófica para discutir, entre otros tantos asuntos, sobre el

papel que juegan los diferentes medios de comunicación y las nuevas tecnologías, incluida

la genética y la biotecnología, en la concepción postmoderna del mundo, el hombre y la

historia en general. La crisis del humanismo erudito y el reclamo de nuestro autor de

incluir, en la nueva constitución ontológica de la condición humana, no sólo a los otros

seres humanos sino también a los animales y a los artefactos tecnológicos, irrumpe con

gran fuerza en la tradición cultural de occidente, entendida como una gran red epistolar,

haciéndole cambiar de perspectiva.

Lo que se pretende es que el envío epistolar trascienda las condiciones contingentes, supere

los viejos vicios académicos y que el pensamiento circule libremente y no siga ya limitado

como hasta ahora a ciertos departamentos universitarios, aislados, herméticos y constituidos

como sociedades secretas, “con sus propias retóricas, sus propios ritos de iniciación e

incluso sus propios santones” (Vásquez, 2008, 17). Así, cada libro, cada ensayo, cada texto

que se escriba, valiéndose de cualquier medio informativo, no ha de entenderse ya como

una carta enviada a los amigos, sino como una invitación abierta al público en general, que

movido por la misma sensibilidad del autor, se haga participe con su respuesta del mensaje

allí contenido. En este nuevo marco es el que hay que inscribir la vasta y prodigiosa obra de

Sloterdijk.

Por último, es de resaltar que en ese mismo marco de crisis del humanismo erudito y de

utopía domesticadora del ser humano, en particular, en lo que atañe al llamado ‘humanismo

heideggeriano’, Sloterdijk reclama una revisión genético-técnica de la humanidad. Con

Heidegger comparte la tesis de que el hombre es un ser que no puede ser recluido en el

mero territorio de la animalidad, puesto que es un ser destinado a la exsistencia, esto es, a

vivir en la apertura del mundo. Pero le critica, el que considere que dicha estancia del

hombre en el claro, donde es interpelado por el Ser, sea en realidad una relación ontológica

originaria, no susceptible de una indagación ulterior y de su historia natural. Según

Sloterdijk, hay una historia “social de la susceptibilidad del hombre de ser tocado por la

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cuestión del Ser y una moción histórica en la apertura de la diferencia ontológica” (SS.

209). Una historia que, por supuesto, al adentrarnos en ella, promete fundamentar una

reflexión del hombre más profunda y menos problemática que la proporcionada hasta ahora

por el humanismo. A él le interesa ver al ser humano en su dimensión productiva y de

autoproducción que exceda todo límite imaginable. En lo que sigue, vamos a rastrear el

camino que hizo Sloterdijk a la salida del hombre al claro del Ser a fin de precisar la

explicación que allí nos ofrece de cómo el animal sapiens llegó a ser homo sapiens, y de

esta manera, saber cómo ha de ser entendida hoy la condición humana. Una definición, que

esperamos, esté acorde a la nueva fisionomía que está adquiriendo la época postmoderna y

que, por supuesto, redunde aún más en el debate en torno a los límites y capacidades del ser

humano, de modo que amplíe las posibilidades de mejora y domesticación del ser humano

que anteriormente estaban restringidas sólo a la expresión leída y escrita.

2.2. El hombre como producto de sí mismo

Para Heidegger, ‘el-ser-en-el-mundo’ del Dasein es un punto de partida originario. Por eso,

una indagación ulterior sería simplemente absurda e innecesaria. No así, para Sloterdijk,

que, en su tarea de establecer la verdadera condición actual del ser humano, encuentra que

el dramático ‘venir-al-mundo’ del Dasein tiene una historia muy particular, compuesta por

dos tipos de relatos muy diferentes entre sí: uno, de índole natural, y otro, de índole social o

cultural. En estos relatos el hombre es presentado, en últimas, como el resultado de

prolongados procesos de formación e innegables realizaciones suyas, siéndole imposible,

conforme a su propia esencia, darse en cuanto tal en la pura naturaleza. Es decir, su

‘aparecer’ en el mundo, en contra de lo afirmado por Heidegger, ha de entenderse como

una situación tecnógena, en la que confluyen aspectos de diversa índole, tanto naturales

como simbólicos. De ahí que el claro o despejamiento deba entenderse entonces como la

síntesis entre la historia de la naturaleza y la historia de la cultura, y en modo alguno, de

una u otra historia, sino de las dos a la vez, sopena de que nuestro entendimiento quede

atrapado en los hechos culturales e históricos o en lo meramente óntico, impidiéndonos así

ver al hombre en su exsistencia concreta, esto es, en su ser formador del mundo. Sin

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olvidar, claro está, que la historia cultural también depende ontológicamente de la historia

natural.

Lo primero que hay que resaltar de la historia natural del claro, de la apertura del Dasein

como exsistente, esto es, como existencia de carácter excéntrico, es que es interpretada por

nuestro filósofo como aquel precipitarse de manera prematura del homínido fuera del

medio ambiente en el que habitaba, tras fallar en su esfuerzo por ser y permanecer siendo

un animal (SS. 210). Se trataría, pues, del relato del híper-nacimiento del hombre, o lo que

es lo mismo, de la consideración del paso que el pre-humano tuvo que dar para dejar de ser

un lactante y llegar a convertirse en un mundante. Al ganar ontológicamente el mundo, el

pre-humano encontró no sólo la forma de satisfacer sus propias necesidades en ese medio

en el que vivía y que le resultaba realmente hostil y peligroso, dada su innegable desventaja

e inmadurez natural frente a los demás animales, sino también lo que lo catapultaría

decisivamente en esa inevitable carrera hacia lo que debería llegar a ser un día: un homo

sapiens. Así pues, “este extático venir al mundo y este «traspaso a la propiedad» del Ser”,

para Sloterdijk, “le vienen dados al hombre desde la cuna por herencia histórica de la

especie” (SS. 210), por lo cual hablar del ‘claro del Ser’ y la ‘hominización’ no es otra cosa

que hacer referencia a dos expresiones de lo mismo: la historia natural del claro.

En consecuencia, si damos un vistazo al largo período de tiempo primitivo en que se

desarrolló el apasionante y misterioso proceso de la hominización, podremos hallar, con

toda seguridad, el instante aquel en que el nacimiento biológico del homínido pre-humano

estalló en un desconcertante acto de ‘venir-al-mundo’ del Dasein o, en palabras del propio

Sloterdijk, podremos saber, con cierto grado de exactitud, “cómo se produjo el relámpago

con cuya luz el mundo pudo aclararse como mundo30

” (SS. 101). En las primeras páginas

30 Para Sloterdijk, el mundo o el claro, a diferencia del circunmundo o jaula ontológica en donde subsisten los

seres vivos y las cosas y que es, por ende, conditio sine qua non de todo lo existente, es el lugar propio del ser

humano, cuya particularidad es que se configuró luego de que el pre-humano no sólo fuese sensible a la

totalidad, sino, además, capaz de transgredir decisivamente los límites tan estrechos que encerraban a aquél

(SS. 104). Lo que hizo posible que el pre-humano deviniera extático fue entonces su orientación natural hacia

la verdad, claro está, si esta se entiende, como lo hace Sloterdijk, como la “respuesta adecuada a las

condiciones de existencia de individuos y culturas” (SS. 107, 8). Una vez se instaló en el exsistir, el hombre

de inmediato planteó la pregunta por la verdad, con lo cual no sólo se definió el cómo debería de ser su

relación con el mundo, sino también el mecanismo por medio del cual todo llegaría a convertirse en mundo.

Pues esta capacidad por la verdad es lo que, en últimas, hace que todo se convierta en mundo y que el ser

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del texto La domesticación del Ser (por una clarificación del claro)31

, donde nuestro autor

hace algunas reflexiones sobre Heidegger como el pensador del éxtasis existencial a través

de la estrategia metodológica del ‘reconstructivismo fantástico’32

, podemos ver que la

historia del claro fue escrita por un animal de tal modo desanimalizado e inmenso que llegó

a exsistir en el claro, en virtud de cuatro mecanismos muy distintos entre sí, pero que

articulados como están, forman una única estructura que se desarrolló –y se sigue aún hoy

desarrollando- a partir de causalidades circulares de carácter antropotécnico. Como sostiene

el mismo Sloterdijk, la reflexión sobre el hombre y su posibilitación histórica debe entonces

girar siempre en círculo de modo que podamos volver, una y otra vez, al punto de partida:

el éxtasis existencial, no siendo posible abandonarlo jamás, por cuanto es lo que en nuestro

tiempo nos permite sumergirnos en esa apertura radicalizada que constituye nuestra

conditio humana (SS. 102). Estos son: “el mecanismo de la insulación, el mecanismo de la

exclusión corporal, el mecanismo de la pedomorfosis o de la neotenia, con que se designa

humano sea, sin más, un ser-en-el-mundo, al permitirle a éste romper el círculo biológico que encierra el

circunmundo. En este contexto, la diferencia ontológica entre el circunmundo y el mundo, que es fundamental

para entender al ser humano, reside, por tanto, en que aquél es el espacio vital que encierra las cosas y a todos

los seres vivos, de modo tal que pueden interactuar entre sí y estar abiertos, única y exclusivamente, a aquello

con lo que coexisten habitualmente y se orientan imperturbadamente, mientras que éste último es el lugar de

la apertura radicalizada del hombre, que al darse en relación con aquél, se debe entender simplemente como el

mundo circundante deslimitado, por cuanto tiene la particularidad de fijar un horizonte delante de lo ilimitado

y salvaguardar así la verdad de toda instrumentalización. 31 Este texto hace parte de los diferentes ensayos de Sloterdijk que conforman el libro titulado Sin salvación.

Tras las huellas de Heidegger, que estamos analizando en el presente escrito. Ocupa el tercer lugar en dicha

obra, páginas 93-152, y se articula en virtud de cuatro apartados: i) situaciones extremas, ii) etsi homo non

daretur, iii) pensar el claro, y iv) el hombre autooperable, siendo principalmente el tercero de ellos el que

ocupará nuestra atención en lo que sigue por cuanto aborda, de manera amplia y explícita, todo lo referente a

la historia natural del claro. 32

Para Sloterdijk, el tema que está tratando en el escrito en mención no puede aparecer bajo la forma de un

ensayo ni de una especulación filosófica, ya que de lo que se trata es de reconstruir “un producto de la

evolución del tipo hombre-en-la-historia”, esto es, la situación que dio lugar a la formación del hombre” (SS.

101). Y, esto, según él, sólo puede hacerse mediante el discurso que él mismo denomina “fantasía filosófica”,

en cuanto es la única forma desde la perspectiva filosófica de superar aquellas dificultades que se le presentan

a cualquiera de las teorías evolucionistas al no permitir que se suponga, en modo alguno, ni al hombre para

luego reencontrarlo en niveles pre-humanos, ni al mundo como algo abierto y dispuesto desde siempre para

que éste lo habite. Y, sobretodo, por cuanto no se queda en la mera constatación del tipo: ‘ser consciente de

que se está en el claro’ ni en el estado actual de la civilización, sino antes bien, lo trasciende y lo asume como

un resultado absolutamente revisable y superable (SS. 101). De lo que se trata, por tanto, es de empezar las

reflexiones sobre el claro con una auténtica prehumanidad y una auténtica premundaneidad a fin de que

podamos reinterpretar el éxtasis existencial en términos onto-antropológicos. La forma idónea para hacerlo,

en opinión de nuestro filósofo, es dar testimonio retrospectivamente de esta situación existencial que

llamamos ‘claro’ con la ayuda del ‘reconstructivismo fantástico’ o ‘fantasía filosófica’ (SS. 102-110).

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la progresiva infantilización y el retardo de las formas corporales, y el mecanismo de la

transferencia, que explica cómo el hombre pudo estar «de camino hacia el lenguaje»” (SS.

114), como también lo señala de manera reiterativa Heidegger, para quien ‘este estar de

camino’ es, además, ‘una forma de ser con otros’. Detengámonos pues, en lo que sigue, en

el funcionamiento de cada uno de estos mecanismos, cuya sinergia motivó tanto la

hominización como la salida del claro, a fin de encontrar pistas sobre la verdadera esencia

de la condición humana.

El primer mecanismo es el de “la insulación contra la presión de la selección”, el cual es un

concepto que Sloterdijk retoma del biólogo Hugh Miller para mostrar que la vida humana

desde sus orígenes prehistóricos es el resultado de una praxis de carácter autopoiético. Lo

introduce en el marco de la pregunta que está a la base de toda esta reflexión onto-

antropológica que hemos venido esbozando hasta este momento, a saber: ¿qué fue lo que

hizo posible que el animal gregario del todo prehumano viniera al mundo, o mejor aún,

habitara la casa del Ser? La clave de la respuesta a este interrogante está justamente en

concebir la hominización como un asunto de carácter doméstico y la domesticación como

uno de carácter ontológico-cultural. Lo que Sloterdijk quiere mostrar es que fue el modo

peculiar de habitar en el espacio de esos primates que habitaban las estepas de África, lo

que llevó a la autoincubación del homo sapiens, en tanto fue lo que configuró el efecto

invernadero que les permitió vivir en una situación climática distinta (Esf. III. E. 277). La

convulsión provocó una inseguridad natural tal que sólo podía ser compensada por una

nueva seguridad: la cultura. Esto dio lugar a una situación inmune del todo originaria,

convirtiendo la estancia en motivo y fundamento para el claro del Ser y, por tanto, también

para la hominización, por cuanto el habitar implica la producción de un lugar dispuesto

para ello (SS. 112). Fueron los mismos seres humanos quienes concibieron y dispusieron

del medio en que vinieron a vivir más tarde.

Son dos factores los que definen a una isla: el asilamiento y la configuración de un clima

insular. Como dice el mismo Sloterdijk, “las islas constituyen enclaves climáticos dentro de

las condiciones generales de aire; son, dicho con una expresión técnica, atmotopos, que se

configuran siguiendo sus propias leyes bajo el efecto de su aislamiento marítimo” (Esf. III.

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78

E. 240). La isla antropógena33

que aparece, por un lado, como el implante de un mundo en

un no-mundo y, por otro, como un biotopo en el que coexisten simbiontes humanos y no-

humanos, es lo que explica a sus habitantes (Esf. III. E. 375). Es ese lugar originario

primitivo del que se está hablando, o mejor aún, el lugar en el que comienza una aventura

protoarquitectónica que va unida a la sinergia de construcción animal de nidos y nichos y

luego al funcionamiento homínido en campamentos, hasta llegar a la casa en sentido

arquitectónico, chozas, pueblos y ciudades, y demás configuraciones espontáneas de

espacios cada vez más complejos. Por ende, el concepto de espacio aquí involucrado no es

algo trivial, ni físico, ni geométrico34

, sino lo esencialmente primitivo, lo más antiguo a

toda dimensionalidad y tridimensionalidad usual y, eo ipso, la condición de posibilidad de

cualquier tipo de espacio, ya sea interior o exterior35

. A este espacio insular Sloterdijk le

concede también el nombre de ‘esferas’. Pues un ‘espacio esférico’ no es más que una

33

Desde un punto de vista genético es posible encontrar tres tipos de islas, que son el producto de una praxis

técnica en cuanto delimitan un ámbito de objetos e irrumpen el continuo de la realidad: i) las islas separadas o

absolutas, que surgen cuando se radicaliza el principio de la formación de enclaves, que atañe al elemento que

hay alrededor, por lo cual presuponen siempre un aislamiento tridimensional y se convierten en una isla

móvil, su clima sólo es posible como interior absoluto; ii) las islas climáticas que son “invernáculos en los que

la situación atmotópica excepcional de la isla natural se sustituye por una imitación técnica del efecto

invernadero” (Esf. III. E. 241), y iii) las islas antropógenas en la que la coexistencia entre seres humanos y lo

demás genera un efecto retroactivo de la incubadora materna. Estas tres formas de construcción de islas

hacen, de la idea técnica general que implican, fundamentalmente un mero sustituir o protetizar (Esf. III. E.

243). Lo que se hace es replicar técnicamente los rasgos esenciales de las islas naturales mediante

correspondencias uno a uno con excepcional rigurosidad. Las islas absolutas o estaciones espaciales y las islas

relativas o invernaderos son autorrepresentaciones de la isla antropógena en modelos amplificados (Esf. III. E.

374). Con las primeras, que suponen la inversión del medio ambiente en el espacio vacío, se deja en claro

desde el principio que algo característico del hecho humano es el poder gozar de un espacio interior, esto es,

que está obligado a vivir en confort. Además, que la naturaleza ha de concebirse como lo no-exterior a las

islas humanas, sino como lo que desde siempre cohabita con los seres humanos en el interior del invernadero

antrópico. 34 Basándose en algunas palabras y expresiones claves del pensamiento heideggeriano en relación con el

lenguaje y el Ser, Sloterdijk formula su teoría del espacio no trivial o dimensional. Encuentra en palabras

como casa, cercanía, patria, habitar, estancia, dimensión y plan, y en expresiones como que ‘el Ser y el plan

son lo mismo’ y ‘todo lo espacial «se deja ser» en lo dimensional’, una piedra de toque para comprender lo

que es el espacio en sí mismo, esto es, qué es lo que da su extensión a una dimensión cualquiera (SS. 111).

Con ello lo que se está dejando en claro es que el exsistir humano, el éxtasis en lo abierto, el alojar y el ser

consigo mismo, están dados en virtud de la espacialidad más que en el de la temporalidad (SS. 112). La

exsistencia, de esta manera, se concibe como el estar-fuera-estando-dentro de una dimensión espacial. 35 De ahí que el habitar (la relación fundamental del ser-en-el-mundo) sea más antiguo que la casa en sentido

literal de la palabra, y el recinto habitado más antiguo que el hombre mismo, ¡claro está!, si tomamos la esfera

primitiva como la casa esférica en la que aconteció la hominización y el habitar como la actividad

originariamente aislante del ser humano (Esf. III. E. 241).

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‘envoltura protésica’ que protege al ser humano de las condiciones naturales tanto internas

como externas, inmunizándolo contra ellas, al eliminar lo externo desde el interior, desde la

climatización-simbólica que denominamos cultura. En otras palabras, las esferas son esas

membranas entre el interior y el exterior, que hacen las veces de una zona intermedia,

permitiendo a sus moradores localizarse tanto en la dimensión de la cercanía como en la

dimensión de lo dramático de la apertura y de la exterioridad del mundo (SS. 113). Por lo

cual, además de tener el estatus de una «interapertura», las esferas también tienen el de ser

«intercambiadores» entre las formas de coexistencia animales-corporales y las humanas-

simbólicas.

El caparazón inmunológico originario, como también puede denominarse a la esfera

primitiva, surgió, según Sloterdijk, como producto de la marginación biológica de los seres

vivientes prehumanos, que al ser obligados a habitar en las periferias provocaron un efecto

invernadero de primer grado sobre quienes permanecieron en el centro de la comunidad.

Los primeros beneficiados de esa ventaja climática fueron las hembras y sus crías, por

cuanto el muro viviente que se formó generó hacia su interior un clima más favorable para

ellos, menos helado quizá, reduciendo considerablemente así las exigencias de su

adaptabilidad fisiológica e intensificando sus relaciones entre sí (SS. 115). Se crea así un

espacio madre-hijo como tal, en donde se configura un nuevo tipo de comportamiento cada

vez más refinado y participativo que perduraría en el tiempo gracias a las condiciones de

seguridad para la crianza de la prole surgidas en los primeros espacios interiores36

. Se

podría decir entonces, en consecuencia, que la principal consecuencia de la insulación fue

la transformación de la cría en infante. Para Sloterdijk, esta forma arriesgada de vida que se

impuso en la senda evolutiva del ser humano hace de la selección de especies darwiniana

una teoría eludible e inoperante en su autocomprensión (SS. 116). Las comunidades serían

así, no tanto el resultado de variaciones evolutivas adaptativas propias de los grupos, sino el

36 La función de esta esfera originaria es entonces la crianza de los seres humanos. Esto significaría como lo

hace Castro, que la horda primitiva es “una máquina esférica de producción de hombres que en virtud de

viejas y nuevas destrezas alimentan a su vez la autoproducción de la horda misma” (2012, 66). Se transmiten

habilidades técnicas que permiten salvaguardar la horda misma. Es una incubadora técnico-natural “en la que

ese ‘marginado biológico’, que es el hombre va incrementando sus habilidades para poder sobrevivir” (2012,

66). En ellas se adquirirán las destrezas y habilidades antinaturales que conducirán a la producción de culturas

superiores.

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80

resultado de las condiciones de seguridad en los espacios interiores para la crianza de la

prole. Estos espacios íntimos, que dan lugar a espacios cada vez más amplios y abarcantes,

crearon principalmente “un elevado estándar de sensibilidad y comunicatividad entre los

beneficiarios del ambiente materno-filial” (SS. 116), que con el tiempo se desarrollarán y

tendrán efectos de grandes proporciones.

Ahora bien, si las técnicas de climatización fueron las que llevaron a los prehumanos a

producir estos primeros efectos invernaderos, se sigue que estos son la condición sin la cual

aquellos jamás podrían haber llegado a convertirse en lo que un día llegarían a ser: homo

sapiens. Fueron entonces ellos mismos en virtud de su ‘ser deficitario’ que autógenamente

produjeron esa atmósfera artificial para poder sobrevivir37

, a la que Castro insistentemente

asimila con el clima-simbólico del espacio común “en el que nace y crece la especie

humana” (2012, 67). El hombre produjo, en consecuencia, ese espacio vital en el que

habita, donde lo exterior no es más que una figura del interior. Esto marca definitivamente

el devenir de las sociedades humanas en el sentido de que pone de manifiesto que desde su

interior mismo ellas se protegen. Es decir, los hombres habitan el espacio que ellos mismos

producen, por lo cual, todas las sociedades humanas han de entenderse como verdaderos

proyectos inmunológicos. De ahí que Sloterdijk describa la historia natural y social del ser

humano como el tránsito de esferas desde el mínimo íntimo hasta el máximo imperial,

siguiendo su impulso a lo inmenso e inquietante (Vásquez, 2008, 22).

En fin, lo que Sloterdijk concluye a partir de este mecanismo de la insulación es que este da

cuenta de lo que el hombre llegará a ser: un producto de sí mismo con independencia del

mundo orgánico inmediato. Nuestro filósofo insiste en que si el hombre es un producto,

37 En este punto Sloterdijk es deudor de Arnold Gehlen, para quien al hombre le es imposible vivir en el

circunmundo dado su ser carencial por naturaleza, por lo cual se ve abocado a hacer modificaciones prácticas

de su entorno natural. Para poder sobrevivir en su entorno el prehumano tuvo que implementar una serie de

acciones coordinadas, estratégicas y metódicas que le permitieran afrontar con eficiencia los abates de su

medio ambiente. El hombre pudo disponer de su medio y someterlo a sus necesidades gracias a que por

naturaleza es un ser técnico. La técnica, al igual que el lenguaje, no es, en este sentido, agregativa en el ser

humano sino un componente esencial suyo. Gehlen ve en la técnica un atributo humano que le fue dado para

compensar su ser deficitario. Gracias a la técnica es que el prehumano pudo producir un medio ambiente

artificial, que Sloterdijk denominó ‘esferas’, como ya se había dicho antes (Castro, 2012, 65). Desde ese

entonces es que no podemos decir que disponemos del mundo natural en sí mismo, sino técnicamente. Y esta

disposición es algo natural en nosotros, en términos de Gehlen, nuestra segunda naturaleza.

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que en absoluto ha de suponerse, es necesario, por tanto, que se tenga bien presente el lugar

de su producción, esto es, las situaciones que intervinieron en el devenir del hombre y que,

por eso mismo, son al mismo tiempo medios y relaciones de producción (SS. 114), tal

como lo señala Marx. La metáfora de la casa tiene la ventaja de representar un lugar que

permite establecer una diferencia entre un clima exterior y un clima interior; esto permite

pensar el aire acondicionado como producto técnico y las condiciones interiores como

realizaciones suyas. La casa representa, así, ese lugar de aislamiento que nos brinda

seguridad y protección en un espacio interior; por esta razón, solemos llevar con nosotros el

hogar.

Sloterdijk interpreta, por tanto, la hominización y el salir al claro a partir de la metáfora de

la casa, y con ello, logra ver la senda evolutiva hacia la construcción de la casa en sentido

arquitectónico. Para esto, era necesario encontrar ya en los prehumanos algo así como un

interior y una construcción de casas antes de la invención de las casas en el sentido literal

de la palabra (SS. 114). Es decir, los prehumanos tuvieron que preparar el interior en que

un día darían el paso definitivo hacia la humanidad. Y, el efecto invernadero, fue ese

interior, ya que hizo posible que floreciera un día el éxtasis humano. Este es el resultado al

que llegó Sloterdijk a través de la genealogía de la antropogénesis o proceso que muestra

cómo los hombres generaron una segunda naturaleza que les permitió autoproducirse y

autocriarse” (Castro, 2012, 67).

La idea de una antropogénesis implica el ejercicio genealógico que nos ubica en la esfera

primitiva, en donde empieza el distanciamiento técnico frente a la naturaleza por parte de

los homínidos y que fue iniciado por Nietzsche y retomado luego por Sloterdijk bajo la

dirección de Gehlen (Castro, 2012, 66). Esa horda es ya un entorno primitivo

artificialmente producido, una esfera en la que el prehumano habita rodeado de un cerco de

distanciamiento frente a la naturaleza pura y hostil. En este sentido es que podemos decir

que en la esfera primitiva el prehumano estaba como un animal ser-en-el-circunmundo-

invernadero. Con el término esfera Sloterdijk asegura que ha encontrado cómo llenar la

laguna existente en la teoría del espacio, en tanto encuentra ese ‘entre’, esa situación

intermedia que posibilita el cambio del encierro en la jaula del circunmundo (denso estar

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envuelto del animal) y el terror de estar confinado en lo indeterminado (diáfano apocalipsis

del Ser), teniendo presente que ser-en-el-mundo puede interpretarse como un salir extático

a lo abierto-iluminado. Esta teoría de la ontogénesis del espacio interior nos permite

describir el tránsito desde ‘la clausura de la madre’, de la que el ser humano surge cuando

nace, hasta el despliegue del espacio como lugar donde se ve psicológicamente expuesto y

vulnerable (Vásquez, 2008, 22).

A pesar de producir y enfatizar en el espacio materno-infantil, con el que a su vez se allanó

el camino evolutivo hacia la construcción de la casa en sentido arquitectónico, el primer

mecanismo es aún insuficiente para dar cuenta del movimiento que motivó el paso hacia las

formas físicas próximas a las que poseen hoy los humanos, así como de los

comportamientos culturales que van ligados a lo abierto. Es así como Sloterdijk introduce

el mecanismo de la exclusión corporal para comprender dicho paso. Este segundo

dispositivo38

, que había sido tematizado antes por el paleontólogo Alsberg, es considerado

por nuestro filósofo como la verdadera clave de la antropogénesis, en tanto produce el

primer espacio en el que cierto tipo de homínidos manipula, primero casualmente y luego

de manera mucho más elaborada, objetos del circunmundo con una intencionalidad

evidente, aun cuando fuese todavía muy precaria. Y esto sólo fue posible, gracias a que allí

tuvieron lugar las primeras transformaciones de la isla antropógena: las garras animales

llegan a ser manos humanas, convirtiendo a los homínidos en quiroprácticos (Esf. III. E.

38 En Sin salvación, tras las huellas de Heidegger, en el capítulo que estamos tratando, Sloterdijk asume la

exclusión corporal como el segundo mecanismo que llevó a la hominización, mientras que en Esferas III,

Espumas, Esferología plural, la considera como la primera de las nueve dimensiones que conducen a

configurar el mundo, esto es, la antroposfera, y es más, le da el nombre de quirotopo, en tanto incluye el

ámbito y la disposición de la acción manual en sentido literal. Con el cambio de nombre pareciera que

Sloterdijk estuviese hablando de dos cosas distintas que contribuyeron a la formación de la antroposfera, pero

en realidad no es así, pues lo que quiere aquí mostrar es siempre lo mismo, sólo que de manera distinta: en el

primer texto muestra el efecto invernadero o formación de la isla ontológica desde una perspectiva dinámica,

por lo cual habla de mecanismo, mientras que en el segundo lo hace desde una perspectiva estática, por lo cual

habla de nueve dimensiones. Ellas son: “el útil a la mano, el espacio sonoro, el mundo maternal generalizado,

la esfera de confort, el ámbito de los deseos y anhelos, las cooperaciones con los demás, el requerimiento por

la verdad, la afección por los dioses y la tensión por las exigencias de la ley” (Esf. III. E. 380). Pero háblese

de dimensiones o de mecanismos, en todo caso lo que debe quedar en claro es que el hombre es un producto

de sí mismo. Es decir, las acciones y las experiencias con las que el grupo de homínidos hizo grietas en el

circunmundo llevaron pronto al hombre a convertirse en hacedor de una técnica de distanciamiento que

repercutió irreversiblemente en su proceso de formación en humanos

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280). Y, las cosas existentes, por su parte, con la acción manual, o lo que es lo mismo, con

la manipulación de lo que está ahí en derredor, son transformadas en objetos utilizables.

Estamos pues frente no sólo a la primera producción técnica objetiva de los homínidos, sino

también al primer acto de producción del mundo, pues “donde hay útiles cerca, no puede

estar lejos el mundo” (Esf. III. E. 281).

Son tres las categorías de útiles que Sloterdijk resalta y que contribuyeron, de manera

decisiva, a la separación de la isla ontológica del circunmundo. La primera de ellas es la de

los útiles para lanzar. Cuando el homínido agarra un objeto con la mano y lo lanza lejos

con un fin específico, lo que está haciendo es liberarse de la fuerte presión somática de su

medio y colocándose, además, en circunstancias en las que se le exige estar en contacto

físico o enfrentase a animales más grandes, una alternativa distinta al deseo permanente de

huir. Esta capacidad de actuar a la distancia, primera capacidad ontológicamente adquirida

en la isla antropógena, que le viene dada al homínido cuando coge con su mano una piedra

o elemento contundente, abre un campo de acción en el que es posible ubicarse

espacialmente, y del que se es relativamente consciente. Esta abertura que tiene el

homínido delante de sí, le permite observar las piedras arrojadas y con ello quizás también

predecir los resultados de sus lanzamientos en esa nueva esfera. Así es como surge una

nueva habilidad radicada en el organismo: la actitud teórica. Mediante esta disposición

originaria, los aciertos y los fallos de los lanzamientos pueden considerarse como el

antecedente primario y auténtico de lo verdadero y lo falso en sentido práctico,

respectivamente. De ahí que este mecanismo tenga “un carácter originariamente concedente

de mundo y eo ipso formador del hombre” (SS. 117). Con todo, quizás uno de los efectos

más relevantes del distanciamiento en los homínidos radica en que pudieron permanecer sin

problema en su medio circundante, aun cuando siguiesen siendo marginados biológicos, al

ser sustituida su adaptabilidad orgánica, necesaria para sobrevivir en un medio para el que

no se estaba dispuesto naturalmente, por el empleo constante de utensilios. De ahí que, con

la formación definitiva de la mano humana, el resto del cuerpo continuara sin sufrir

mayores cambios físicos y, antes bien, se le facilitara a éste el lujo de la comodidad.

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La segunda categoría que contribuyó a producir ese efecto antropógeno fue la de los útiles

para golpear. Además de coger piedras con la mano, el homínido se sirvió también de otros

elementos, igualmente duros, como la madera y los huesos, pero esta vez, no para lanzar

sino para producir unos nuevos, tras colocarles a aquéllos, mangos y sujeciones, con lo cual

tuvieron una mejor manipulación, logrando así, una mayor producción. Lo significativo de

esta nueva categoría es, por tanto, el empleo de utensilios en sentido estricto, y junto con

ello, el tener la experiencia “de cómo el material más duro obliga a ceder al menos duro”

(Esf. III. E. 284). Con estas producciones se da así, un paso definitivo hacia la apertura del

claro, que aparece inicialmente, como el espacio en sí donde sólo puede haber resultados.

Pues la isla antropógena se convierte ahora en el escenario de las operaciones desveladoras

del Ser, y del tener conciencia de cómo algo deviene en un ser ahí, esto es, en “un utensilio

conseguido, el arma destructora, el adorno brillante, y el signo comprensible” (Esf. III. E.

286). Es decir, con las producciones de los homínidos el estrecho horizonte del entorno,

ahora da cuenta de un espacio de expectativa, que con el tiempo y el cúmulo de

experiencias cada vez más significativas, dará lugar a lo que se más tarde se llamará:

mundo. El cual es un lugar, a penas presentido por los isleños, como el espacio de lo

inquietante, donde concurre lo nuevo, entendido como el producto de sus propias acciones,

y donde todo se expresa a través de signos y está a la mano. La elaboración de artefactos

trajo consigo, además de la apertura del mundo, el trabajo cooperativo de los homínidos

tendiente a un fin común, con lo cual se anticipa la acción requerida de los otros y se la

complementa con la propia, según sea el caso y el momento oportuno para hacerlo.

Por último, la tercera categoría que llevó a consolidar el clima antropógeno fue la de los

útiles para cortar. Al percatarse de que las piedras y los huesos disponían de filamentos, el

homínido inició la historia cultural del corte, y con ella, la de la razón como “potencia

divisora, porcionadora, y diseccionadora” (Esf. III. E. 289). Con esta nueva capacidad

técnica de corte, el homínido está en condiciones de ver más allá de lo que se le presenta,

esto es, el interior de las cosas que son susceptibles de cortar y que antes sólo se le

presentaban bajo la figura de cuerpos compactos. La importancia del elemento de corte

está, por tanto, en sacar a la luz lo que pertenece al transfondo, esto es, “poner al

descubierto lo ausente, plegado y cubierto” (Esf. III. E. 289); es decir, al permitir, al igual

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que los utensilios de lanzamiento, la inserción de lo humano en el ámbito teórico, en la

medida en que se asume el investigar como un parcelar y diseccionar la realidad, lo cual se

constituye claramente en una prefiguración del juicio analítico39

.

El uso de las piedras para lanzarlas, golpear o cortar, se convirtió de este modo, al aplicar

por vez primera el principio de eliminación del cuerpo y sustituirlo por presencias del

circunmundo, en el mecanismo fundamental para producir la salida al claro. Así se abre la

ventana en la que los homínidos pueden observar y juzgar tanto las primeras producciones

como sus propios resultados y, sobretodo, percatarse de que éstas son producto de su obrar.

En esa abertura los aciertos y los fallidos van ligados a ese obrar y prontamente al lenguaje

mismo. Es así como las afirmaciones imitaran “lanzamientos, golpes y cortes exitosos,

mientras que las negaciones, lanzamientos errados, golpes fallidos y cortes frustrados” (SS.

119). Con esta tríada de operaciones la verdad primitiva se manifiesta, por tanto, como

adecuación con el hacer exitoso y la falsedad, por su parte, con el fracaso, lo cual lleva a

fijarse nuevamente en el horizonte como el lugar “inalcanzable en torno a todo, lo que

confiere a todo lo que existe y sucede una síntesis última, lo que ningún lanzamiento

alcanza, ningún golpe quiebra y ningún corte hiere” (SS. 120). Desde esta perspectiva, el

lenguaje no sólo se manifiesta como un dispositivo para reproducir logros y fracasos sino

también como la producción más pura en el acto mismo del hablar. Ello empuja cada vez

más lejos a los homínidos de su circunmundo y los acerca aún más a la esfera de los

aciertos. La sensibilidad de la lejanía es ahora despunte del éxtasis, esto es, del espacio de

acción en lo abierto. Esta situación evolutiva singular con la que el presapiens pudo

liberarse de la fuerte presión de su entorno, sin necesidad de adaptarse orgánicamente a

éste, fue, en consecuencia, efecto del uso de utensilios. Por lo cual, podemos afirmar con

toda certeza que si la técnica de la distancia del homínido para evadirse del circunmundo

repercutió en la larga fase de la formación de lo humano, al aportar la ventana de

39 Pero el utensilio cuchillo no sólo hace presente la muerte de aquello que se disecciona, sino que además,

marca, de una u otra manera, el camino de violencia que seguirá el hombre en las postrimerías del mundo

actual y que va ligado a su esencia misma, como ya se ha mencionado anteriormente, y sobre el cual

volveremos más tarde. Una reflexión, como la nuestra, que apunte a establecer la verdadera condición del ser

humano no puede en modo alguno desconocer esta realidad. Pues pronto el utensilio para cortar, pronto se

convirtió en arma para matar, no sólo a animales sino también a sus congéneres. El conflicto entre homínidos

por algún territorio o comida deseada desencadenó la muerte de los más débiles.

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observación y los valores de verdad primitivos, el hombre es, en realidad, producto del

medio contundente (SS. 117). Y, en esa misma línea argumentativa, podemos también

señalar que la hominización ha de entenderse siempre bajo la protección y dirección de la

prototécnica.

A pesar de que es gracias a este segundo mecanismo que se desencadena el acontecimiento

primario de la antropogénesis: la producción de un resultado en un espacio observable, hace

falta empero algo más para hacer salir definitivamente a los homínidos del circunmundo. Y,

ese algo lo encontramos en la técnica misma del distanciamiento. Si bien, es cierto que con

esta técnica se le abre una gran grieta al circunmundo, también lo es que la exclusión

corporal en modo alguno impidió el desarrollo fisiológico y morfológico de la especie de

homínidos que evolucionó hacia lo humano. Sólo que ahora sus cuerpos comienzan a

desenvolverse en un ambiente de “refinamiento, benignidad y variación” (SS. 122), desde

donde se debe empezar a observar la hominización. Es decir, con la eliminación corporal

los mecanismos adaptativos no dejan de funcionar, sólo que ahora se potencializan y

enfatizan al interior de la antroposfera, produciendo así un mayor distanciamiento del

circunmundo e influenciando drásticamente en la organización fisiológico-mental del homo

sapiens. Así es como surge el mecanismo de la pedomorfosis o progresiva infantilización y

retardo de las formas corporales en los homínidos, cuyo término fue acuñado por el

ictiólogo Walter Garstang. Contrariamente a lo afirmado por Darwin en su libro El Origen

de las especies40

, Sloterdijk afirma que la fisiología de los habitantes de la isla ontológica

no muestra, en modo alguno, que es el más fuerte en el circunmundo el que sobrevive o el

40 En 1859 el científico y naturalista inglés Charles Darwin publicó su obra fundamental titulada El Origen de

las Especies, en donde expone la tesis biológica, para ese entonces muy polémica, de la selección natural o

supervivencia de los más aptos, la cual va en contra de la bien conocida teoría creacionista defendida por los

más fundamentalistas teólogos de ese tiempo, que sostiene que el hombre ha sido realmente el resultado de un

largo proceso evolutivo, en el que sólo sobrevive el que esté naturalmente más apto, y el que no lo está, se

extinguirá inevitablemente; o en palabras de él mismo, que “cada nueva variedad, y, finalmente, cada nueva

especie, está producida y mantenida por tener alguna ventaja (según lo determine su medio ambiente) sobre

aquellas con quienes entra en competencia, y de que casi inevitablemente sigue la extinción consiguiente de

las formas menos favorecidas” (1981, 349). Esta teoría de la conservación de las variaciones y diferencias

individualmente favorables y la destrucción de las que son perjudiciales reviste especial importancia en

cuanto fue la base de la moderna teoría sintética de la evolución, que en la actualidad goza de gran aceptación

en el espacio académico a la hora de explicar el desarrollo, la desaparición y la aparición de miles de especies

a lo largo de toda la historia natural.

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que saca provecho de la ventaja adaptativa, sino el que más ha sabido aprovechar las

condiciones climáticas y las oportunidades que se le brindan en su interior, y que son

producto de su obrar (SS. 122).

Los habitantes de la isla ontológica no están instalados en una casa o en una tierra, sino en

un espacio de confort. Habitar hoy el invernadero es, ante todo, tener el privilegio de poder

disponer de toda clase de beneficios, aun cuando se continúe en estado de inmadurez. Esto

último, es quizás uno de los principales efectos de la isla antropógena que se puede apreciar

sin más en la fisionomía del homo sapiens, la cual, según Sloterdijk, es inexplicable desde

el punto de vista biológico (SS. 123). Un rostro desprovisto de pelo, un cuerpo cubierto por

una piel delgada, un cerebro de grandes proporciones, unas formas femeninas exuberantes,

sólo pueden ser efectos de un medio que premia las variaciones estéticas favorables y

cognitivamente más potentes. Lo singular de los seres humanos es, entonces, haberse

podido estabilizar por largos períodos de tiempo en sus refinamientos, conservando formas

juveniles, e incluso fetales, hasta la fase adulta, en el espacio extrauterino. El cual, de no

haberse convertido en un útero técnicamente dispuesto por el obrar de sus primeros

habitantes, no habría podido servir entonces de incubadora para los aún no nacidos. La isla

ontológica es, por tanto, ese recinto que alberga a los homínidos y albergándolos los

produce imperceptiblemente, hasta convertirlos en seres humanos. En esa forma de vida

básica de los homínidos como seres-en-el-recinto, por tanto, está la clave para entender la

permanencia de rasgos intrauterinos, dado que muestra que la permanencia somática de

ciertos rasgos fetales en la etapa adulta, se debe fundamentalmente a la tolerancia del modo

de ser-y-vivir humano a las variaciones bioestéticas. En este sentido, en palabras de

Sloterdijk, “el éxtasis humano debe concebirse más bien como algo propio del organismo

humanizado que ha preformado en sí su ser-en-el-mundo y su poder-ser-con-las-cosas y

que actualiza su éxtasis según le proponen las circunstancias” (SS. 127/8).

Esa prematuridad del nacimiento humano y la larga postergación de la madurez son, en

realidad, dos procesos concomitantes de índole endocrino-cronobiológicos, que muestran,

en su funcionamiento, que el rasgo distintivo de la tendencia evolutiva del homo sapiens es

la conservación de rasgos fetales en la fase adulta. Tendencia de la que hace parte también

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la exuberancia de la cerebralidad, premiada, quizás, por el incremento de la inteligencia al

sobreponerse los homínidos a los requerimientos prácticos exigidos por el circunmundo

para poder habitarlo. El aumento del volumen del cerebro, el desarrollo acelerado del

neocórtex y el riesgo que representaba el crecimiento intrauterino del cráneo, hizo

necesario el nacimiento prematuro del presapiens, que pudo seguir desarrollándose, gracias

a que encontró un espacio estabilizado que garantiza las funciones del útero materno.

Razón por la cual, la cerebralización siguió manteniendo esas formas fetales en ese nuevo

espacio o incubadora hasta la fase adulta. No sólo los recién llegados, sino también los

adolescentes y los adultos del grupo, al beneficiarse del clima de la isla antropógena,

tendieron irreversiblemente también al retardo de las formas maduras. De donde se sigue

que, el ser humano es, en últimas, el resultado de la sinergia de inteligencia y confort. El

papel de la cerebralización en la formación del hombre fue, en consecuencia, tan decisivo

que nuestro filósofo le confiere el título de órgano general del claro. Y, no era para menos,

si tenemos presente que la mayor parte del desarrollo cerebral ocurrió en la incubadora, lo

cual lo dispuso a recibir información no innata y, sobretodo, ulteriores variaciones

conducentes al lujo, hasta el punto de llegar a concentrar en sí infinidad de posibilidades de

apertura que transcienden su mero estar ahí. La incubadora es pues ese recinto abierto y

ampliado, en el que la inteligencia humana está llamada no sólo a compendiar el texto del

mundo, sino, además, a seguir escribiéndolo a través de sus múltiples vivencias. Quien sale

al mundo encuentra que en esa situación es posible encontrar siempre “algo que está más

allá de lo que ve a su alrededor, de lo presente, de lo descubierto. La revelación nunca es

completa, y la sospecha de que hay algo que está velado, algo que no aparece, nunca

cesará” (SS. 133). A la desocultación le seguirá inagotablemente la ocultación, como su

cara opuesta, tal y como se concibe cuando se piensa en el Ser.

Esos refinamientos y acomodamientos lujosos, tanto a nivel mental como fisiológico, que

tuvieron lugar en el largo proceso de formación de los homo sapiens, ponen al descubierto

un hecho incuestionable a la hora de comprender la condición humana desde la onto-

antropología: que antes de poder ser extáticos, ellos fueron originariamente seres

domésticos. La isla antropógena es ante todo el recinto que los homínidos produjeron y

consolidaron a través del uso de medios técnicos, tanto de los elementales como de los

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refinados, para distanciarse del circunmundo y crear un clima que replicara las funciones

del útero. De ahí, que la clausura del vientre materno, en modo alguno, deba interpretarse

como un salir fuera en algún sentido espacial, como si el recién llegado viniera a un lugar

extraño. Es tan sólo un salir extático, que hace del habitar en el receptáculo artificial, un

estar-siendo igualmente extático, cuyo principal efecto es la producción de un ser

acomodado en su habitación. Este habitar original, en consecuencia, trajo consigo efectos

de domesticación en los homínidos, al canalizar y conducir de manera dramática las

características propias de la especie decadente hacia adaptaciones de toda índole, que eran

necesarias para poder estar en la incubadora. La acomodación progresiva y refinadora de

los homínidos en sus espacios autoincubadores fueron pues preparación de la futura

apertura de los hombres al mundo. De donde se sigue que, la domesticación antecedió y

proyectó el ser extático del hombre, o en palabras más profundas de Sloterdijk, que “la

constitución esférica de su permanecer «en el mundo» lo hace capaz de existir consigo

mismo «afuera»” (SS. 130). El habitar así, es con mucho anterior a la casa en sentido

arquitectónico, o mejor aún, la comunidad simbólica más antigua que el suelo que pisamos.

En la tendencia a priori de los homo sapiens a conservar los lujos psicosomáticos hay,

empero, dos riesgos innegables que ponen en evidencia otro rasgo esencial del ser humano:

su tendencia violenta y autodestructiva. El primer riesgo se hace presente tan pronto como

el potencial de la inteligencia obliga al cuerpo del homínido, cada vez más infantilizador, a

preocuparse por su envoltura cultural, tanto la actual como de la futura, por cuanto en ello

es consciente así de dos asuntos de gran envergadura para la continuidad del desarrollo

evolutivo que conducirá un día al homo sapiens: los límites del refinamiento al interior de

la incubadora y la amenaza que subyace en el exterior para la permanencia del confort

producido. El homínido, si quiere conservar esa vida de lujo producida por él mismo por un

tiempo prolongado, debe aprender a defenderla de manera explícita, ya sea mediante el

establecimiento de leyes o la implementación de fuerza pública, según sea el caso, lo cual

exige que haya una constante retroalimentación entre sus contribuciones culturales, creando

así una especie de inmunización en la antroposfera. Tarde que temprano, esto

desencadenará el uso de la fuerza o de medios violentos para poder hacer dicha defensa, ya

sea al interior de la isla ontológica o en su exterior. De este modo, los homínidos se

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convirtieron en cuidadores del invernadero de cultura, el cual, para ser estabilizado y

prolongado indefinidamente en el tiempo existencial, requirió de seres ofensivos y

dispuestos a la guerra, llegado el caso.

El segundo riesgo se hace presente cuando la coexistencia de homínidos en la incubadora

pone al descubierto el carácter inestable, erótico, celoso, impulsivo y veleidoso de ellos, por

cuanto les insta a tomar “sobre sí programas innatos de estrés en las situaciones de

desarrollo cultural” (SS. 129), lo cual es otra forma de decir que a los grupos humanos les

es propio la guerra en su tarea de vencer el estrés y el deseo irrefrenable. Aun cuando

Sloterdijk no niega que la violencia sea parte de la condición humana (SS. 131), considera

también que todo aquello que implique virtudes guerreras masculinas y hasta rudezas

arbitrarias son sólo aspectos secundarios, y en modo alguno, sustancial. Pues, para él, lo

sustancial del ser humano es su decadencia, esto es, su lujo psicosomático y su

inestabilidad. Y, en consecuencia, su ser modelables. La necesidad de vencer el estrés llevó

a los humanos a ingeniarse una serie de procedimientos de automodelado simbólico y

disciplinario41

, que en último término los llevará, a la vez, a hacer parte de una misma

cultura o civilización anclada de manera originaria en el confort. Empero, como

mostraremos en el tercer capítulo y que ya ha aparecido enunciado más arriba, la violencia

marca el devenir de lo que somos y, en este sentido, en modo alguno exageraba Hobbes

cuando en el Leviatán sostenía que en el estado natural el hombre es un lobo para el propio

hombre, ni Calicles cuando en diálogo con Sócrates exaltaba la ley del más fuerte sobre la

bondad del nomos42

.

41 Sloterdijk le da el nombre de ‘antropotécnicas’ a esta serie de ordenaciones y modificaciones formadoras

de hombres. Las clasifica en dos grupos: las antropotécnicas secundarias, que son ese tipo de fuerzas

formadoras primitivas que el homínido implementó sobre sí mismo para hacer posible la autodomesticación,

por lo cual es evidente que operaron siempre de manera indirecta e inconsciente, cuando abrieron el horizonte

donde aquél pudo devenir genéticamente en hombre; y las antropotécnicas primarias que corresponden a las

fuerzas que compensan y elaboran de manera directa y consciente la plasticidad del hombre al imprimirle

características propiamente civilizadoras. Ambas antropotécnicas se complementan entre sí, se retroalimentan

y se requieren mutuamente para hacer del homínido lo que un día llegó a ser de manera excepcional: un homo

sapiens (SS. 132). Todo ese refinamiento al que estuvo sometido el homínido durante largos períodos de

tiempo, fue lo que lo capacitó finalmente para ser formador de mundo, esto es, ser capaz de “conjuntar las

cosas con las que se coexiste en algo capaz de englobarlas” (SS. 133), mientras sale a su encuentro. 42 En el Gorgias, que es uno de los diálogos más modernos de Platón, aparece como personaje principal

Calicles, del cual no se sabe con certeza si es un personaje histórico o producto de la creación literaria, pero

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Por último, el mecanismo de la transferencia, que tiene que ver con la clausura en la madre

y nuestro exsistir siempre en esferas, es lo que catapulta los resultados de los mecanismos

anteriores hacia la formación final del hombre. Cuando por adquisiciones evolutivas

histórico-naturales el cuerpo femenino se convierte en el lugar del retoño, es decir, de la

interiorización de la puesta de huevos, se aminora entonces el riesgo de la puesta en lugares

externos, a la vez que se incrementa el riesgo interno de la incubación y del parto mismo

(Esf. III. E. 298). Con todo, la ventaja de esa transacción en la evolución de los homínidos

no tiene precedente alguno. Esta circunstancia, junto con la de la evolución fetal en el útero

produjo una nueva situación de apertura: el nacimiento. El dramático abandonar el cuerpo

materno, esto es, el salir afuera, exige a la cría asumir cambios radicales de lugar y de

situación en su comportamiento habitual.

En este sentido, no es simplemente un mero ser parido como sucede con el resto de

mamíferos, sino de un dramático venir-al-mundo. La isla antropógena debe proveerle al

naciente el clima requerido para que éste pueda hacer semejante transferencia de ser-en-el-

mundo, o lo que es lo mismo, ser-afuera. Por lo cual, el entorno debe de estar ya

configurado como la totalidad de cosas para el recién llegado. Este exsistir, en el caso de

los seres humanos, antecede ontológicamente al morar en sí, por cuanto hace énfasis en la

exterioridad frente a todo tipo de morada o envoltura. Como hay más espacio exterior del

que realmente pueda poseerse, los “seres humanos están condenados a la producción de

espacio interior” (Esf. III. E. 301). De donde se sigue, que para exsistir, deben poder

transferir situaciones interiores; lo cual sólo es posible, si el exterior funciona “como

sí, que es incluido en el diálogo para encarnar la posición sofista más radical en la concepción sobre la ley. En

su opinión, con respecto al tema que se estaba tratando con Sócrates de si es mejor cometer o sufrir

injusticias, y haciendo una fuerte oposición entre physis y nomos es, desde el punto de vista de la naturaleza,

mejor cometer injusticias a sufrirlas. Sólo desde el punto de vista de la ley, es que aparecería como

justificable el sufrir injusticias. Para él, la ley la hacen los débiles y la multitud para contrarrestar la

superioridad de los más fuertes e igualarlos a ellos, en contravención clara con lo estipulado por la naturaleza,

donde, en su opinión, se demuestra que “es justo que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el

que no lo es” (Gorgias, 483c-d). Esta teoría de la fuerza y el poderoso alcanza en este diálogo su formulación

más descarada, hasta el punto de ser elevada a ley, donde el individuo queda a merced de sus pasiones,

placeres, y beneficio propio, y en modo alguno, al de la ciudad o de la comunidad. La ley de la ciudad, no

sería más que la máxima injusticia contra la naturaleza, que no tiene otras leyes que la del más fuerte y la del

placer individual. En esa misma línea estará el también sofista Trasímaco, para quien lo justo es lo que

conviene al más fuerte. Por ende, en la ciudad los más fuertes, los más astutos y hábiles, son los que deben

imponerse, tal y como ocurre en la naturaleza.

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receptáculo para la repetición de interioridad en otro lugar” (Esf. III. E. 301). El fenómeno

de la transferencia primitiva puede, entonces, interpretarse como la reproducción reiterativa

de un estado interior previo en una situación exterior posterior. Y, como el carácter de la

transferencia es colectivo, los coexistentes dispondrán siempre para sí de un interior común

en un exterior común, esto es, en un escenario que hace las veces del vientre materno.

Mientras permanezcan aferrados al mismo territorio, podrán disponer siempre de los

beneficios que les brinda el nuevo estado fetal en el interior del grupo, pues gozan de la

misma procedencia común. Y más aún, cuando hay situaciones recalcitrantes que amenazan

su estabilidad.

La clausura en el vientre de la madre es tan sólo la esfera más primitiva que el hombre

produjo para poder vivir; luego le siguieron muchas más, entre las cuales siempre es

necesario hacer un proceso de transferencia. Del paso de una esfera a la siguiente, en tanto

son espacios animados y vividos, se presentan conflictos, crisis y catástrofes, que marcan el

devenir dramático que tiene que sufrir el ser humano en su proceso formativo. Siempre se

tiene que abandonar un recinto en el que se está inmerso para adentrarse en otro, sin saber

si el nuevo receptáculo le brindará las mismas posibilidades de confort que le brindaba el

anterior. Es un riesgo que hay que tomar, pues como sentencia el mismo Sloterdijk, “no hay

vida sin esferas” (Esf. I. B. 14). Cuando se pierde el antiguo albergue, el hombre tiene que

aprender a vivir en el nuevo espacio y sus fuerzas socializadoras deben acomodarlo a ello,

pues el nuevo clima antropotécnico puede resultar asfixiante y peligroso, trayendo consigo

efectos tan funestos como la psicosis individual, los pánicos y desórdenes sociales, y demás

problemas mentales y emocionales que aquejan al hombre de hoy.

Las estructuras de vida en común están destinadas, entonces, a sufrir alteraciones,

modificaciones y transformaciones, exigiéndole al hombre transferir espacios internos

como los del útero materno en espacios externos, cada vez más amenazantes, para

continuar con una vida lujosa y de refinamiento como la vivida hasta el momento,

desencadenando muchas veces, actos violentos y fuertes tensiones. Cuando ocurre un

dramatismo de grandes proporciones, producto de una situación externa expansiva, el

hombre se ve obligado a recurrir, “después de los colapsos, a un repertorio de recuerdos y

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rutinas que permitan una repetición, de alguna manera modificada, de estados anteriores de

orden y de integridad” (SS. 135), para solucionar el problema de su nueva desnudez y

devastación venida de afuera. Con ello empieza a producir mecanismos de inmunización

simbólica, que pronto llegarán a convertirse en la conditio sine qua non en la que es posible

permanecer y regenerarse en medio de tanta dificultad y catástrofe como las que consumen

y retroalimentan continuamente la historia humana. Así es como irrumpen las grandes

religiones reparadoras o mecanismos regeneradores, cuya fortaleza está en transferir

situaciones estables de épocas anteriores a situaciones posteriores a la debacle.

El mecanismo de transferencia, en tanto se encarga de que lo propio del espacio primitivo

se traslade siempre a las nuevas situaciones externas y extremas, de que las formas y

mecanismos culturales perpetúen y consoliden la raza humana sobre la faz de la tierra, abre

paso a la historia cultural del claro en tendida como historia de la ontología que subyace a

este proceso. Y, más aún, si tenemos en cuenta que en la metáfora del lenguaje como «la

casa del Ser» de Heidegger, nuestro filósofo encuentra el órgano esencial de esa

transferencia. Pues, según él, el lenguaje es el que aproxima lo desemejante a lo semejante,

lo inhóspito y extraño a lo íntegro y estable, hasta hacer de nuevo todo habitable, inteligible

y revestido de empatía (SS. 137). El venir al mundo del hombre sólo podía, en

consecuencia, tomar la forma de un entrar en el lenguaje y, por eso mismo, también en la

historia de la cultura. La historia del claro, con la que se va diseñando progresivamente el

ser del hombre, no ha de entenderse, por tanto, como una relación ontológicamente

originaria sino como un progresivo exponerse del hombre en el claro para poder ser

solicitado por el Ser. Desde esta perspectiva genealógica, como señala Quintanas, el claro

ha de entenderse como “un acontecimiento producido en el punto de cruce entre la historia

natural del proceso de hominización y la historia de la cultura” (2009, 162). La historia

natural que permitió que el hombre se abriera al mundo, sólo puede entenderse así a la luz

de la historia social de la domesticación y ésta, a su vez, sólo puede encontrar su

fundamento último en esa historia de la especie en la que tuvo lugar la revolución

antropogénica. Por esta razón, Sloterdijk añade que la historia del claro es una historia que

aún se sigue escribiendo y que continuará escribiéndose por mucho tiempo.

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Con todo, lo que realmente Sloterdijk está tratando de mostrar a través de todo ese proceso

antropogónico esbozado anteriormente, es que el hombre es un producto de sí mismo. Fue

el hombre quien produjo la incubadora primitiva para salir de la fuerte presión del mundo

circunmundo y hacerse a un clima favorable, el que con la técnica del distanciamiento

corporal produjo los primeros resultados de su obrar y fijó su atención en el horizonte

donde éstos podrían fácilmente percibirse, el que forjó la antroposfera en la cual pudo sacar

beneficio progresivo de su inadaptación animal y seguir en esa línea evolutiva de

refinamientos conducente a la procura de una vida lujosa y de confort, y, el que, finalmente,

transfirió lo afable del espacio interior primitivo al espacio exterior inhóspito y peligroso

para poder seguir viviendo de manera tranquila y confortable. La violencia, el conflicto, la

agresividad, que caracteriza a las sociedades humanas, no los coloca Sloterdijk en la

esencia del ser humano sino en la necesidad misma de defender a como dé lugar la

tendencia a priori hacia el lujo y el confort, que es lo que finalmente caracteriza y define su

modo de vivir humano en su opinión. Contrariamente a lo que sostenemos en el presente

trabajo, y que está en clara consonancia con el surgimiento del humanismo mismo. Es más,

nuestro filósofo pareciera estar a favor de nuestra tesis de que lo que caracteriza al ser

humano es su tendencia hacia la violencia contra sus congéneres, pues afirma que le es

natural a él cierta susceptibilidad psíquica y emocional, cierta inestabilidad emocional, y

ciertos desasosiegos que le llevan a desatar esa impulsividad que lleva dentro y a definir su

dinámica grupal, la cual es “capaz de desencadenar una violencia paranoica, orgiástica y

autodestructiva” (SS. 131), como la que aconteció en los campos de concentración nazi o la

que se manifestó brutalmente con los bombardeos atómicos en el marco de las dos grandes

guerras mundiales o el incremento de la violencia que continua hoy bajo la amenaza

biológica y el terrorismo.

Dejando este punto de lado por un momento, y volviendo a la historia del claro, en

particular en lo que atañe al morar del hombre en las casas del lenguaje, es preciso incluir

otro episodio fundamental en la comprensión del ser del hombre: la construcción de casas

en sentido arquitectónico. En su conferencia, Sloterdijk centra la atención en ese tipo de

edificaciones que el hombre construyó y en las que habitó desde que se dio su tránsito hacia

la vida sedentaria por la importancia que este suceso reviste. Pues el hombre empezó a ser

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lo que es desde que pudo estar alojado dentro del lenguaje, y sobre todo, añade nuestro

filósofo, desde que empezó a escribir su historia de la domesticación, esa que se produjo

tan pronto cuando habitó las primeras viviendas que edificó con sus propias manos y que

tiene que ver no sólo con su relación con los animales domésticos, sino también con la cría

y el adiestramiento del hombre mismo, y que ya se evidenció cuando hablamos de la crítica

que él le hizo al humanismo ilustrado, desde que apareció hasta que entró en crisis. Sólo

con un modo de vida humano más resguardado y asegurado, pudo surgir la teoría como

contemplación, y forjar así los mecanismos blandos con los cuales el hombre pudo seguir

configurándose como tal, entre los cuales vale la pena resaltar la ciencia y la reflexión

filosófica. Sin embargo, la historia del claro ligada íntimamente al sedentarismo, supone

también un momento dramático que le es igualmente esencial al de la serenidad, por cuanto

“el claro es al mismo tiempo un campo de batalla, un lugar de decisión y selección” (SS.

211). En este punto se apoya en el diagnóstico que hace Nietzsche del hombre de su tiempo

en el texto titulado De la virtud empequeñecedora, y que devela a un ser que ha de

entenderse como “una potencia domesticadora y criadora” (SS. 212), que oculta tras de sí

toda una “política de crianza exitosa e inadvertida hasta entonces” (SS. 212). Este es el

asunto del que nos ocuparemos a continuación, y en el que el hombre mismo aparecerá

también como producto del amansamiento de los otros.

2.3. El hombre como producto de los otros

Los invernaderos antrópicos primitivos no poseían ni techos ni paredes físicos, sino sólo, de

manera alegórica, paredes de distancia y tejados de solidaridad. El primate marginado se

alzó y desarrolló entonces en un espacio abierto, hasta el día en que por su peculiar forma

de comportarse y autoproducirse, logró alcanzar la perspectiva del horizonte, y de esta

manera, devenir progresivamente en un ser sedentario (Esf. III. E. 277). Sólo en dicho

momento esos invernaderos adquirieron significado ontológico y se convirtieron en

plantaciones en las que se “cultivan y programan cerebros y manos del tipo-sapiens” (Esf.

III. E. 374), a las cuales se atrae con la característica incomparable de apertura y

transferencia del mundo. El hacer edificaciones y dejarse abrigar por el lenguaje, como

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resultados propios del sedentarismo, es lo que dio inicio a la domesticación y el

adiestramiento de algunos animales, entre los cuales se incluye al hombre. Esto pone de

relieve la complejidad que se requiere para comprender adecuadamente la pertenencia y

permanencia en las islas antropógenas, cuya principal función será, en consecuencia, la de

la crianza de los seres humanos. Es decir, entre los diversos grupos humanos habrá una

gran preocupación por transmitir a las nuevas generaciones no sólo las viejas, sino también

las nuevas destrezas psicofísicas antinaturales que permitan la salvaguarda del invernadero,

a fin de garantizar su sobrevivencia y continuar con su vida de confort en ese medio

ambiente creado y producido técnicamente. En este contexto aparecen las prácticas

inmunológicas que desarrolla el hombre para poder autoproducirse y autocriarse, y a las

que Sloterdijk denomina ‘antropotécnicas’. Ellas son fundamentalmente técnicas de

inmunización que el hombre, de diferentes culturas y períodos históricos, ha desarrollado y

que apuntan en dos direcciones, a la vez contradictorias y complementarias entre sí, a saber:

una, a la producción de unos hombres por otros hombres con el fin de propiciar un interior

afable y confortable para las comunidades residentes y desde ahí contrarrestar la amenaza

constante de los agresores externos, son las llamadas técnicas para dejarse operar; y otra, a

la producción de hombres a partir de sí mismos con el fin de hacer frente al destino y los

avatares propios de la vida, son las llamadas técnicas de autooperación. En ambos casos, lo

que se busca es modificar y optimizar técnicamente el comportamiento humano.

El primer tipo de antropotécnicas lo encontramos ampliamente expuesto por Sloterdijk al

final de su conferencia sobre Normas para el parque humano. Una vez el hombre ha

levantado casas, erigido pueblos, naciones y hasta imperios, surge un problema en relación

con las disposiciones que se deben tomar frente al comportamiento de los hombres que las

habitan: saber qué programa de domesticación y qué potencia domesticadora ha de elegirse

para que el efecto invernadero perdure y sea cada vez más afable. El proceso de

culturización que se deduce del ser sedentario implica, por tanto, un mecanismo

permanente de selección. Las formas específicas de comportamiento social que se requieren

son establecidas a partir de relaciones jerárquicas de poder, donde se tiene la potestad y la

obligación de inhibir aquellos comportamientos que se consideran peligrosos para el grupo,

a la vez que desinhibir aquellos que se consideren beneficiosos. “Inhibición y

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desinhibición”, como muy bien lo señala Castro, son “los filtros artificiales de selección

que hacen posible la crianza de un ser capaz de vivir civilizadamente” (2012, 68). Esta

zona oscura del claro como lugar de decisión y selección aparece ya señalada por Nietzsche

en uno de sus textos clásicos de Así habló Zaratustra, a saber: aquel en el que el profeta

vuelve a su pueblo y encuentra que en este el hombre se iba volviendo cada vez más

diminuto en razón de la resignación que había impulsado a sus lugareños a abrazar una

pequeña felicidad y a aceptar como doctrina fundamental que “la virtud es para ellos lo que

vuelve modesto y manso: con lo que el lobo se ha convertido en perro, y el hombre mismo

en el mejor animal doméstico del hombre” (1993, 240).

Según Sloterdijk, con ese texto Nietzsche nos hace tomar conciencia de lo retorcidos e

imbricados que pueden llegar a ser los procesos en torno a los cuales giran los diferentes

intentos de producción humana. En sus sentencias deja al descubierto lo que la tradición

humanista ocultaba detrás de su pretendida inocencia y carácter inofensivo, y que desde ese

entonces nadie puede atreverse hoy a negar: las duras luchas que deben librarse “en torno al

derecho de la crianza humana y en torno a los diferentes intentos por monopolizarlo o

gestionarlo” (Quintanas, 2009, 164). Este conflicto entre los criadores del hombre, y que

atañe directamente a las orientaciones sobre la recta crianza, no podía en modo alguno

develarse desde el humanismo mismo, pues este sólo podía apuntar a lo que concierne a los

medios requeridos e indispensables para domesticar, adiestrar y educar, y que se ligaban

uno a uno con las actividades de leer, estar sentado y amansar, sin entrar a cuestionar jamás

el concepto mismo de ‘hombre’ (SS. 221). Es la disputa, en últimas, que en términos

nietzscheanos se presenta entre los criadores del hombre que buscan empequeñecerlo (los

humanistas) y los que buscan engrandecerlo (los superhumanistas).

En este sentido, el humanismo ilustrado, que sería el primer ejemplo en el que el hombre es

domesticado y amansado por otro hombre con el fin de contrarrestar su instinto salvaje, es

enmarcado por el filósofo de la sospecha en todo un proyecto premeditado de índole

clerical y paulino, a diferencia de lo que afirma Sloterdijk, para quien esa cría de hombres

jamás requirió de un criador, al ser simplemente una deriva biocultural a-subjetiva, es decir,

que en modo alguno supuso para darse, algo así como un autor o asociación planificadora

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de ningún tipo. El humanismo funcionaría, en consecuencia, como una técnica de gobierno

de unos sobre otros, en la que la minoría de letrados seleccionaría cierto tipo de lecturas

filosóficas y teológicas conducentes a hacerle resistencia al avance de la cultura iletrada de

masas que se reunía asiduamente en los anfiteatros. Lo que subyace a la humanitas, por

tanto, más que una cuestión de amistamiento es una cuestión de poder, de un enorme poder

del hombre sobre el hombre en virtud de un saber selectivo. Aun cuando se afirme de

nuevo con el humanismo que la lectura amansa, es más preciso decir que la selección es lo

que está detrás fundamentando esta tesis, es decir, el poder detrás del poder. Decirlo es ya

afirmar que “los hombres son aquellos animales de los cuales unos crían a sus semejantes,

mientras que los otros son los criados” (SS. 215).

Sloterdijk ve también en la reflexión sobre el Estado y la educación que hace Platón en

algunos de sus Diálogos, un segundo ejemplo de cómo unos hombres son puestos al

cuidado y la cría de otros. En El Político tiene lugar una conversación poco convencional

entre dos personajes atípicos: el joven Sócrates y un Extranjero, a saber: la selección de un

hombre de Estado y la consecuente planificación del pueblo para ese Estado. Sloterdijk

considera que en ese discurso está el origen de toda una politología pastoral europea, en la

que unos cuantos hombres, capaces de formular un código de antropotécnicas, tienen la

potestad de gobernar y orientar los destinos de las mayorías ignorantes en su territorio.

Código que, al funcionar como conjunto de reglas racionales transparentes, convierte la

comunidad humana en un parque zoológico y temático gobernada por una élite

domesticadora de sabios (SS. 217). La pertenencia a estos parques humanos es desde

entonces inevitable. Los hombres necesitan no sólo ser mantenidos en esos parques sino

también mantenerse en su interior por ellos mismos, dado que “los hombres son seres que

se protegen y se cuidan a sí mismos, y que generan en torno a ellos un efecto de parque en

el que quepa siempre el regular su automantenimiento” (SS. 217). Un asunto que Sloterdijk

devela en torno al zoo platónico y su implementación, y que es de vital importancia en la

cría y domesticación de hombres, es si la diferencia existente entre los gobernantes y los

gobernados es esencial o sólo funcional. Según Platón, el verdadero cuidador lo será en

virtud del saber que posee, por lo cual la diferencia será de índole esencialista,

contrariamente a lo que sostienen los pseudoestadístas o sofistas, para quienes, al pretender

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alzarse con el poder, insistirán en la igualdad que debe haber entre el pastor y el rebaño. En

consecuencia, a partir de este texto fundacional de la política occidental estaría claro que la

desigualdad real entre los hombres respecto al conocimiento es fuente innegable de poder.

Y, sobretodo, si tenemos en cuenta que, en el parque humano expuesto por Platón, el arte

de la política tiene que, además, vérselas con el control genético de la cría, es decir, con “un

saber de expertos del tipo más inusual y más juicioso” (SS. 218), que consiste en

seleccionar y combinar de la manera más adecuada las cualidades óptimas (fortaleza

guerrera, por un lado, y sensatez filosófico-humana, por otro) de la especie humana para

producir una clase regia de gobernantes que procure siempre el bien de la comunidad, no

sin antes haber separado las naturalezas inadecuadas de las naturalezas aptas.

Sin embargo, nos advierte Sloterdijk que estas reflexiones sobre el parque humano en modo

alguno deben remitirnos ni a la época de los liceos humanistas burgueses ni a la de la

eugenesia fascista, pues lo único que Platón pone sobre la mesa, para ser meditado luego, es

el programa de una sociedad humanística orientada por “un señor del arte regio del

pastoreo” (SS. 220), que debe de ser el producto de una planificación y combinación

adecuadas de las cualidades humanas más excelsas por mor de la totalidad y del bien

supremo. Los avances de la ingeniería genética y la biotecnología, que podrían tener en sus

haberes la posible planificación de las características de los seres humanos, no es, por tanto,

un asunto central en estas reflexiones pastoriles, sino simplemente, develar y recalcar el

hecho de que el ser humano siempre ha sido, desde sus mismos orígenes, el resultado de

determinadas programaciones y actos de domesticación. Antes fueron las antropotécnicas

de índole religioso, educativo o político las que cumplieron con esta labor de cría y

domesticación del hombre, ahora, en nuestro tiempo, es algo que se deja en manos de la

revolución biotecnológica. El hecho, valga decirlo nuevamente, es que el hombre es un

producto de sí mismo y de los otros, tal como lo hemos indicado antes. Sin negar por ello,

que la tecnociencia puede llegar efectivamente a afectar la estructura misma de nuestro

código genético hasta el punto de llegar algún día a manipularla, lo cual abre sin duda las

puertas a un gran y álgido debate, que debe darse en algún momento, de índole moral y

político sobre la regulación que debe tener el pastoreo y la cría humana.

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Por todo ello, junto con el conflicto entre criadores del hombre que Nietzsche develó en el

humanismo ilustrado, este asunto de la cría humana es, y debe de ser, uno de los temas más

importantes que no se deben olvidar en la palestra política ni ética de las sociedades

contemporáneas, por cuanto afecta indiscutiblemente el destino mismo de la humanidad.

Vivimos en una época de profundos cambios, en los que la técnica y las antropotécnicas se

imponen cada vez más, que demanda de nosotros asumir un rol activo en la selección, esto

es, ponernos del lado del selector. Queda mal, en una época en la que las circunstancias son

favorables para ejercer el poder de elegir, no hacerlo, y en su lugar, continuar dejando esa

loable labor a los otros, y de esta manera, permitiendo que el hombre se siga imponiendo

sobre el hombre mismo. Sloterdijk nos hace así una invitación, que es más la postulación de

una nueva ética, a existir no meramente como objeto de selección, sino como sujetos de

ella, no de los otros sino de nosotros mismos, en el marco de una comunidad homeotécnica

(SS. 215). La sociedad post-epistolar ya no tendría entonces la marcada influencia religiosa

y educativa de antes; pareciese como si los sabios y los dioses se hubieran retirado, dejando

al hombre solo ante sí mismo, desnudo como en sus orígenes, con la cuestión siempre

imperiosa de qué hacer de su vida, en un horizonte biotecnológico abierto e incierto como

el actual, pero que afortunadamente, mantiene a aquél en igualdad de condiciones con los

demás hombres. Cada hombre debe inventarse y narrarse a sí mismo, y al tener que elegir,

estará simplemente eligiéndose a sí mismo. De esta manera, Sloterdijk nos está llevando al

terreno de las antropotécnicas por medio de las cuales el hombre opera sobre sí mismo para

mejora de sí. El adiestramiento y crianza no es ya entonces de unos hombres sobre otros

sino del individuo a partir de sí mismo, cuyo fundamento está en las prácticas ascéticas de

la Antigüedad. Como todo proceso de domesticación implica un fundamento ético, éste lo

encuentra Sloterdijk en la postulación de una ética acrobática en un mundo homeotécnico,

que desde la igualdad, la pluralidad y la libertad, ha de contrarrestar las tendencias violentas

del ser humano, y que la historia ha mostrado a través de lamentables sucesos hasta dónde

pueden llegar sus alcances desbordados y monstruosos, que exigen pensar al hombre desde

esa perspectiva conflictiva y desde una nueva mirada ética, como veremos enseguida.

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3. Hacia una ética acrobática en un mundo homeotécnico

“… el pensamiento moderno no alumbrará ninguna ética

mientras su lógica y su ontología permanezcan sin

aclarar” (Sloterdijk).

Vivimos en tiempos difíciles, y si se quiere, apocalípticos, donde la complejidad de lo que

ocurre a diario en cada continente, nación y pueblo, exige de los pensadores

contemporáneos repensar la historia humana y buscar enderezar el camino del hombre

hacía sí mismo. Una época marcada por masacres, guerras, injusticias sociales, profundos

cambios religiosos y políticos, desastres naturales, alteraciones climáticas producto del

calentamiento global y, sobre todo, desarrollos científicos y tecnológicos de avanzada,

aplicados en todos los ámbitos de la vida humana y del planeta. Una época, en fin, donde lo

monstruoso de la violencia humana, que genera desolación y muerte por donde se

manifiesta, va de la mano del potencial ultra desarrollado de la inteligencia humana, que

genera expectativa y vida donde se impone. Es la historia del errar, como lo señaló ya

Heidegger, por cuanto es el devenir de una exsistencia que no está consigo misma y que se

abre paso a través de lo que le es impropio, ya sea para volver de nuevo a casa, o

simplemente, para deambular sin rumbo fijo (SS. 140). La dispersión y la apatridad, junto

con el olor de la fatalidad epocal, marcarían así el destino mismo de la historia del Ser, que

se pierde entre los continuos e insospechados yerros, convertidos por su mismo ímpetu, en

configuradores de la aprehensión de sí del hombre moderno.

Con el derrumbe de la metafísica clásica y la pérdida de influencia del humanismo ilustrado

en nuestro tiempo, Sloterdijk ve en la mengua necesaria de esa historia del errar, una

profunda transformación y una esperanza inevitable de enderezar el camino de la especie

humana. Es más, considera el pesimismo de Heidegger presente en su interpretación del

curso del mundo como un errar permanente sin regreso dispuesto por el destino de origen

gnóstico, como sospechoso y equivocado, máxime cuando en la actualidad hay un

incremento cada vez mayor del saber y del poder hacer, con lo cual se abre indudablemente

la expectativa de un tal regreso. Regreso que supondría indiscutiblemente para el hombre

actual, encontrar su verdadera humanitas más allá de todo humanismo posible, antiguo o

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nuevo, sin importar cual sea su nuevo rostro y la época en la que suceda, pues a la postre,

conservará siempre su misma esencia.

Sloterdijk no desconoce que la situación actual de las sociedades contemporáneas ha

llevado al hombre, en su inevitable proceso de civilización y domesticación, a que la ilusión

de estar consigo mismo sea cada vez más lejana. Eso es una realidad y un síntoma de la

época actual que no puede ocultarse ni negarse, y menos aún, cuando ha afectado de tal

manera la relación del hombre con el mundo, que el lenguaje no puede entenderse ya como

la ‘casa del Ser’, esto es, donde lo lejano se hace próximo y el claro brilla con todo su

esplendor. La historia moderna de la técnica ha llevado al lenguaje y a la escritura a ser

meros instrumentos de comunicación, y en ese sentido, a que la vieja ‘casa del Ser’ no

pueda ser ya habitada por el hombre. La época del código digital y la revolución genética a

nivel global, hace simplemente impensable el encasamiento del lenguaje, alejando con ello,

toda posibilidad de amistamiento con la exterioridad. Esta apatridad había sido denunciada

también ya por Heidegger como característica ontológica del modo de ser del hombre

contemporáneo (SS. 139). Desde su punto de vista, por tanto, sólo nos quedaría un hombre

perdido en medio de un mundo cosificado y abrumado por la técnica, a diferencia de lo que

pensaba Hegel en su tiempo, para quien la historia es un salir y un llegar, siendo el punto

culmen: el extremo Occidente. “En él, el ser consigo mismo habría adquirido forma

definitiva”, y de esa manera, el “errar habría encontrado ya su final” (SS. 139), nos dice

Sloterdijk.

Para Heidegger, ese errar no puede dejar de darse jamás. No hay lugar para un completo

volver a sí, y menos cuando en el diagnóstico que hace de la historia europea, el actuar

humano, guiado por la técnica, apunta desde ese entonces a conseguir en el futuro mayores

y más deslumbrantes hazañas que las conseguidas hasta ese momento. En este contexto, el

hombre se entiende a sí mismo como el hacedor desbordante e insuperable que jamás haya

existido sobre el globo terráqueo, lo cual le obliga, según Sloterdijk, a preguntarse “si lo

que él puede hacer y hace es también realmente a sí mismo y si en este hacer está consigo

mismo” (SS. 140). Es decir, donde sólo hay fatalidad y pesimismo, nuestro filósofo ve un

camino que llevaría indiscutiblemente al hombre contemporáneo a volver hacia sí mismo, y

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este no puede ser otro, que el que está indicado ya por la historia natural y social del claro,

expuesta en el capítulo anterior, a saber: “que el hombre es una posibilidad regional del

claro y una energía local de unión” (SS. 145). Pero para pensar adecuadamente esa relación

íntima del hombre y el Ser, con lo cual cabe la posibilidad de acabar con la violencia propia

del ser humano e incluir los avances tecnológicos como benéficos para la humanidad, es

preciso abandonar la ontología monovalente y la lógica bivalente de toda reflexión

filosófica, y que nos quedaron como el legado más preciado de la metafísica clásica. Este

será el hilo conductor de lo que sigue en el presente escrito. Para ello, en primer lugar,

vamos a detenernos en un caso lamentable que no hay que olvidar y que muestra las

atrocidades de las que es capaz de cometer el hombre contra el hombre mismo, y que exige

nuevas categorías para pensar no sólo la humanitas, sino también la ética: Auschwitz. En

segundo lugar, mostrar que pensar la historia contemporánea como la época de la

información en la que la humanitas depende del estado y avance de la técnica, es ya hablar

de un mundo homeotécnico, en el que es factible que el hombre vuelva a sí, al ser posible

pensarlo desde una lógica polivalente. Y, en tercer lugar, como ejemplo de que la técnica

opera en la producción y formación humana, y puede hacerlo sin que el hombre pueda

hacer mal uso de la biotecnología y demás avances tecnológicos, nos centraremos en la

postulación de la ética acrobática que nos presenta Sloterdijk en su libro Has de cambiar tu

vida.

3.1 Auschwitz: una situación extrema que no hay que olvidar

Citando a Foucault, Reyes Mate sostiene que la biopolítica es la marca indeleble de la

Modernidad por cuanto se centra en la especie y en el individuo como mero cuerpo viviente

(2003, 71). Esto no significa que antes el cuerpo haya pasado totalmente desapercibido,

sino que sólo ahora es que es asumido explícitamente como el centro de la vida humana. Se

inicia así, una nueva etapa en el proceso de politización del cuerpo en la que el poder tiene

la capacidad de intervenir en la vida humana. La cuestión que surge en este momento es

saber cuál es el concepto actual de vida, y cuál debe ser su camino filosófico, político, y

metafísico. La cultura occidental ha seguido ese camino mediante la defensa de la vida en

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todas sus formas, tal y como aparece en los debates actuales, donde lo importante es

salvaguardarla en un proceso que lleve a los derechos individuales, la salud generalizada, y

el progreso social, lo cual pone en evidencia la nuda vida, que puede ser interpretado como

un concepto médico en el que la vida está desprovista de toda cualificación, pero más que

eso, como una categoría filosófico-teológica que ha tenido un desarrollo tal, que ha llegado

a convertirse hoy en el centro de la reflexión filosófica y política.

A diferencia de Foucault, Agamben sostiene que lo que caracteriza la política moderna no

es la inclusión de la vida en la política y el hecho de que ésta se haya convertido en su

centro, sino más bien el proceso histórico que, de manera progresiva, fue haciendo coincidir

el espacio de la nuda vida –que originariamente estuvo situado al margen del orden

jurídico- con el espacio político hasta el punto de entrar en una zona de irreductible

indiferenciación (1998, 18-19). Esta inclusión de la nuda vida en el espacio político nos la

podemos representar no tanto como el objeto de la política, sino como algo implícito en

ella, algo que está latente en ella y que sólo excepcionalmente, llega a ser objeto directo.

Sólo en casos de excepción la política puede reducir al hombre a nuda vida. Considerar al

hombre no como sujeto sino como cuerpo vivo, y más allá, como vida en un cuerpo sobre

el que el poder puede intervenir, es muestra de que ha llegado la hora en que la biopolítica

coincida íntegramente con la política, y el estado de excepción con el estado. La

consecuencia de considerar al hombre como mera vida, es que ésta puede ser

descontextualizada y tratada como mero residuo, donde su aniquilamiento en modo alguno

entra en la esfera de lo punible. El momento privilegiado del alcance universal de la

biopolítica son los campos de exterminio nazi. Agamben aborda este asunto en Lo que

queda de Auschwitz, lugar en que, dentro del espacio jurídico de un estado y al mismo

tiempo fuera de él, la vida es tratada como materia sin forma humana. Esta circunstancia

límite, y singular por sus características, somete a una dura prueba todos los referentes

éticos y políticos válidos hasta el momento, e incluso el concepto mismo de hombre.

En las primeras páginas de su texto Homo Saccer III, Agamben sostiene que en la

actualidad lo relacionado con las circunstancias históricas que envolvieron el exterminio de

los judíos cuenta con suficiente ilustración y profundidad, no así, el problema de su

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significado ético y político –aquello que se refiere al sentido y las razones que guiaron el

comportamiento tanto de los verdugos como de las víctimas- y de su comprensión (2000,

7). Los hechos allí ocurridos son de tal envergadura, que ambas cuestiones son de difícil

resolución, pero a la vez, ineludibles. Es posible que las palabras no logren en modo alguno

referir lo que sucedió realmente en Auschwitz, por lo que su comprensión escapará

inevitablemente a nuestra propia capacidad mental43

. Pero con todo, es una obligación

nuestra recordar lo que sucedió allí, no sólo para que acontecimientos como los que

tuvieron lugar allí no se vuelvan a repetir jamás, sino también para redimir de una u otra

manera a las víctimas. Para abordar dicha labor, Agamben se sitúa, como él mismo dice, en

la divergencia que existe entre los que quieren comprender demasiado y con excesiva

rapidez y los que se niegan a comprender todo bajo el espectro de lo sacro, con lo cual

quiere dejar de manifiesto, por un lado, que la imposibilidad de comprender lo que sucedió

en Auschwitz no es sólo un asunto de imposibilidad lógica, sino también de imposibilidad

material que pertenece a la estructura misma del testimonio, y por otro, que a pesar de lo

espantoso e infame que pudiese parecernos tal situación, es justo ubicarla en el terreno de lo

propiamente humano (2000, 9). El resultado que Agamben espera obtener es que la ética

sea entendida de una manera distinta a como tradicionalmente se ha entendido, pues lo

ocurrido en los campos de concentración nazi exige que sea repensada y actualizada

conforme a ello, y que el hombre pueda pensarse también desde la irracionalidad de sus

actos y comportamientos concretos. Para tal fin será preciso identificar el lugar y el sujeto

del testimonio. En la figura del testigo es posible identificar ciertos términos éticos y

políticos fundamentales que deben ser corregidos, sustituidos o comprendidos de modo

distinto a como se ha hecho hasta el momento. Pero antes de dar este paso, centrémonos en

la singularidad que le es propia a Auschwitz.

Hay quienes han optado por referirse a este lamentable episodio de la historia humana

contemporánea como el holocausto nazi, desconociendo lo impropio del término y

43 Agamben hace notar esta dificultad citando el testimonio escrito de Salmen Lewental, uno de los

integrantes del Sonderkommando, pues según éste, lo que sucedió con exactitud en los campos de exterminio

nazi jamás podrá saberse, porque esa experiencia es de suyo incomunicable e inimaginable, pues lo que ha de

saberse excede con todo sus mismos elementos fácticos (2000, 8).

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buscando justificar lo injustificable. Agamben hace un breve recorrido por la etimología del

término ‘holocausto’ y encuentra, en resumen, que éste está ligado inicialmente a una

compleja doctrina sacrificial inherente al pueblo judío -el pueblo elegido por Dios-, y

luego, de manera metafórica, también al suplicio de los mártires cristianos (2000, 28-29).

El punto es que el significado actual del término ‘holocausto’ refiere indiscutiblemente a un

sacrificio hecho en honor a alguna divinidad o ser superior en el marco de una celebración

litúrgica, por lo cual, referido a los campos de exterminio, rodea de un halo sacro lo que en

realidad es profano, e impide dimensionar con certeza la infamia acaecida allí por seres tan

humanos como lo fueron las propias víctimas y sus victimarios (2000, 29).

Por las dimensiones del sistema de campos de concentración nazi es evidente que

Auschwitz tiene el carácter de único y de indecible en su género de terror, tal y como lo ha

hecho notar Levi en sus testimonios y reflexiones. Sin embargo, es de aclarar que al

emplear los eufemismos ‘incomprensible’, ‘indecible’, ‘inenarrable’, para referirnos a los

campos de concentración en modo alguno implica rendirle tributo o contribuir a su gloria,

tal y como se supondría cuando estos términos se aplican a Dios (2000, 32). Lo único que

se pone de manifiesto es que es una situación que en modo alguno puede subsumirse en

unas cuantas frases o referencias fácticas analógicas; las experiencias allí vividas por las

víctimas y los supervivientes no dejan ver otra cosa que Auschwitz es la encarnación viva

del mal, donde fijar nuestra mirada supone entendernos a nosotros mismos en nuestra

naturaleza humana (2000, 32). Esto es descrito claramente por Hanna Arendt a través del

término ‘la banalidad del mal’, con lo cual se pone de manifiesto la relación existente entre

el hombre normal y el hombre criminal.

Para comprender el sufrimiento de Auschwitz, por tanto, no es necesario buscar en las

profundidades insondables de la perversión humana, sino detenerse en la complicidad de la

vida cotidiana con el crimen. No es que con dicha expresión se esté desconociendo la

infamia del crimen, al contrario, se está maximizando el horror nazi perpetrado contra el

pueblo judío en los campos de concentración. Pues pone en evidencia que Auschwitz es

una verdadera industria de la muerte, “que puede pasar sin inconveniente alguno de la

normalidad al crimen, de la organización industrial convencional a una fábrica de muerte

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con sólo activar un mecanismo muy presente en la estructura humana que consiste en

someter el bien y el mal a la activación del poder, esto es, en situarse más allá del mal y del

bien” (Mate, 2003, 125).

El mal en Auschwitz se expresa en esa irreflexibilidad propia de los nazis, en ese particular

modo de pensar capaz de generar conocimientos, pero a la vez, incapaz de distinguir entre

lo bueno y lo malo, y de reconocer los límites entre lo propiamente humano y lo

propiamente inhumano. La singularidad de Auschwitz, en consecuencia, sólo puede

definirse en virtud de ese grado de maldad allí acaecido, por demás inédito, al ser posible

distinguirlo cualitativamente de cualquier otra barbarie conocida. En primer lugar, el

exterminio nazi constituyó un fin en sí mismo, no un medio; se buscaba acabar con el

pueblo judío porque era judío. En segundo lugar, es un Estado el que decide acabar con la

totalidad de un pueblo haciendo uso de los medios técnicos de que se disponían en el

momento. En tercer lugar, la barbarie nazi no tuvo límite alguno. Y, en cuarto lugar, el

crimen fue organizado de tal manera, que no era posible que quedaran rastros de su

existencia, al estar previsto la aniquilación tanto de los testigos como de sus restos

humanos, a fin de que la responsabilidad quedara diluida.

Con todo, dicha singularidad no reside sólo en poner tristemente al descubierto lo que hay

de humano en el ser humano, y que lo lleva a cometer toda clase de vejámenes, sino en ser

regla paradigmática de un estado de excepción, cuyo ejemplo más recalcitrante lo

encontramos en los campos de concentración nazi. Allí se suspende la norma vigente de

suerte que el prisionero es privado de absolutamente todos los derechos que en una

situación normal le serían reconocidos, para así apoderarse absolutamente de su vida. El

prisionero queda así, a merced de la decisión del soberano y de cada uno de sus subalternos,

quienes comparten junto con él una misma ideología y regla de comportamiento. Aquél es

tratado como no-sujeto, como ser carente de todos los derechos que le son propios al ser

humano, y por tanto, como mera nuda vida. El derecho queda así suspendido, para dar paso

a la decisión del soberano, con lo cual se impone un nuevo orden de cosas donde se pone en

evidencia la absoluta indefensión del individuo y la poderosa activación del poder político.

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Ahora bien, la memoria de Auschwitz no puede perder el punto de vista de las víctimas, si

lo que se pretende algún día es comprender ese horror nazi y así alcanzar su verdad. Por eso

la guía inevitable para ese difícil recorrido es el testigo, o más exactamente, su narración de

lo vivido en los campos de exterminio nazi. Hay una dificultad en ello, y es que el testigo

aparece como el sujeto que da a conocer en su relato ‘la voz de otro’ que, en definitiva,

nunca podremos oír porque es la voz de la muerte. Los supervivientes son todos

potencialmente testigos. A fin de esclarecer la esencia del testigo, Agamben nos remite a la

etimología del término. Según él, hay dos modalidades del testigo: testis y superstes.

Mientras que con el primer término se refiere a la persona imparcial que presencia el litigio

entre dos contendientes, el segundo remite al que hace un relato en primera persona de algo

previo que ha experimentado y que es confirmado por su testimonio (2000, 15). El testigo

que le interesa rescatar a Agamben es el superviviente que, por mor de sus vivencias, no le

es posible estar vinculado a ningún proceso judicial que pretenda el perdón o el castigo del

verdugo, sopena de que el sufrimiento de Auschwitz, lo inimaginable, lo indudable, quede

liquidado de una vez para siempre. La figura del testigo, fundamental para conocer lo que

en verdad sucedió al interior de los campos de concentración, presenta una dificultad: él

tiene necesidad de hablar, pero es consciente de que nunca podrá darse a entender

verdaderamente, que jamás se sabrá lo que allí ocurrió, porque esa experiencia es de suyo

incomunicable. Esto es así en tanto el verdadero testigo, y el que nos puede dar a conocer lo

que en realidad ocurrió en Auschwitz es el musulmán, el hundido, el testigo integral, que

irónicamente es el que no ha hablado y al que le es imposible hablar por cuanto sólo podía

vivir carente de conciencia (2000, 33). Esta figura es, por tanto, bien compleja, pues pone

de manifiesto que si, por un lado, no hay verdad de la realidad si falta ese testimonio,

también es cierto, por otro, que la verdad escapa indiscutiblemente a su testimonio.

Con la figura del testigo integral, se pone en evidencia no sólo la laguna –el sin sentido-

que hay en la estructura misma del testimonio, sino también, y lo que es más importante, la

identidad y la credibilidad de los testigos (2000, 33). Esto último en tanto el testimonio de

ordinario, dice Agamben, tiene por función contar la verdad y hacer justicia, por lo cual, el

relato de los supervivientes en relación con los musulmanes no puede ser veraz ni aplicar

justicia, perdiendo así autoridad como testigos (2000, 34). Para Agamben, la imposibilidad

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lógica deviene en imposibilidad material, esto es, que primero está la no lengua antes que la

lengua, el balbucido inarticulado antes que el sonido articulado, el musulmán antes que el

superviviente. La razón de ser de éste está en la preexistencia de aquél, así como el profeta

está para develar la verdad del verbo, sin ser él mismo verbo. El profeta existe para

anunciar la verdad, antes de que la verdad sea pronunciada, pero sin la cual no podría

existir (2000, 40). La solución a esa paradoja lógica queda así prefigurada. Pues de lo que

se trata es de escuchar e interpretar el lenguaje no articulado de los testigos integrales que

nos ha llegado por voz de los pseudotestigos; en meditar y reflexionar su lenguaje oscuro y

mutilado que se acerca más al gemino proferido por cualquier moribundo antes de morir

que a cualquier lenguaje reconocido (2000, 37). En consecuencia, Auschwitz es del tipo de

situaciones que por su singularidad, puede calificarse de ‘acontecimientos sin testigos’. Allí

no es posible saber la verdad porque no hay quien la diga, ni desde adentro ni desde afuera.

Empero, podríamos decir que la ciencia forense podría darnos un acercamiento a esa verdad

mediante el estudio de los restos humanos de esos no supervivientes. Sería otra forma de

ser testigos por delegación -en primera persona- en búsqueda de la verdad de Auschwitz al

ser los restos inertes del testigo integral los que de una u otra forma hablarían, o mejor,

testimoniarían lo intestimoniable sin hacer uso de la voz. El problema es que dentro de la

fábrica de muerte, todo resto humano estaba destinado también a desaparecer sin dejar

rastro alguno.

De otra parte, Agamben propone la llamada ‘zona gris’ como el escenario de la verdad y de

la reflexión ética y política de Auschwitz (2000, 16). Que este sea el lugar natural de

aquella verdad queda manifiesto si atendemos, por un lado, a que al superviviente le

corresponde por naturaleza encaminar su relato y sus acciones más allá o más acá de

cualquier proceso judicial por la singularidad de Auschwitz, y por otro, que por naturaleza

en el derecho, ni la justicia ni la verdad son su finalidad. El que en esta zona se excluya el

juicio, no significa que los culpables no deban comparecer ante un tribunal para pagar por

lo que hicieron, sino que lo sucedido en Auschwitz no puede ni debe agotarse en el

derecho. Esa ‘zona gris’ es descrita por Agamben como el lugar de lo humano –o mejor

aún, de lo demasiado humano-, donde no importa en qué lado se esté, pues los límites entre

el verdugo y la víctima no están bien definidos. Ambos son igualmente innobles, cada uno

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de ellos comparte una única y despreciable miseria humana (2000, 16-20). Por eso,

Agamben define la zona gris como el lugar donde se manifiesta en todo su esplendor la

banalidad del mal (2000, 20).

La figura insigne de esta zona gris es el Sonderkommando, porque en ellos se encarna la

aberración y el horror del oficio exterminador que los nazis obligaban a ejecutar a un grupo

de deportados en contra de los que eran menos útiles. Si bien se dijo anteriormente que en

esa zona no se distinguían claramente las víctimas de los verdugos, se podría decir con

firmeza que sí hay una diferencia: que son más desdichados los que en este caso son

verdugos por cuanto están obligados a ejecutar un delito atroz sin mayor pretensión que la

de poder sobrevivir para poder testimoniar lo allí visto, no tanto con fines jurídicos, en

tanto su relato tendría más cercanía “a un lamento, una blasfemia, una expiación, un intento

de expiación, de recuperación de sí mismo” (2000, 24). Ese horror es aún más insoportable

sabiendo que habían momentos del día donde ese grupo de deportados departían un partido

de fútbol con soldados de las SS, pues el peso de la costumbre hacía que por un momento

se volvieran indolentes frente al sufrimiento de los otros. De ahí que, con Agamben,

podamos decir que esa zona gris es atemporal y omnipresente; aparece siempre que la

normalidad cotidiana se impone frente al horror perpetrado por los seres humanos entre sí

(2000, 25). No importa la época o el lugar. En ella confluyen como consecuencia necesaria

la angustia y la vergüenza. Lo primero en tanto lo humano está ausente44

, y lo segundo, por

cuanto nos acostumbramos al sufrimiento, al dolor de los otros, siéndoles indiferentes.

Toda esta atrocidad perpetrada por hombres en contra de hombres ha llevado a tal

confusión, que incluso las categorías éticas y categorías jurídicas, tal y como se han

pensado tradicionalmente, han contribuido a que la verdad de Auschwitz haya quedado

oculta durante todos estos años. Siguiendo a Kafka, Agamben afirma que en su libro El

proceso estaba ya intuida la naturaleza autorreferencial del juicio dentro del derecho, pues

según él, al tener la ley, como fin último, el proceso judicial y nada más, todo el derecho

44 Valdría la pena preguntar aquí: ¿qué es lo propiamente humano si no, el ser violentos por naturaleza, y

buscar vivir en una incubadora artificial para no morir a manos de la intemperie o del otro? Tal vez esta

incubadora es justamente expresada en el proyecto antropotécnico desplegado en las formas de dominación e

inculturación nazi.

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quedaba reducido a derecho procesal, sin importar lo que se siguiera de él, ni siquiera la

pena o la absolución; es más, la pena haría parte esencial del juicio mismo (2000, 17-18).

Ahora bien, darse cuenta que en el derecho procesal no se agota el problema es hacer del

derecho un proceder insuficiente para aclarar situaciones como las presentadas en

Auschwitz.

Una de esas primeras categorías que examina Agamben es la de ‘responsabilidad’. Sostiene

que es un concepto que está contaminado por el derecho, por lo cual debe ser corregido si

ha de tenerse como categoría ética válida (2000, 19). Podríamos con Agamben diferenciar

entre responsabilidad jurídica y responsabilidad moral, diciendo que el terreno de aquella es

exclusivamente el derecho y que el terreno de esta última es la ya mencionada “zona gris” o

zona de no-responsabilidad (2000, 19). Con esto, como el mismo Agamben aclara, no se

incurre en la afirmación en dicha zona de impunidad alguna; sólo se especifica que es un

tipo de responsabilidad mucho más amplia que la responsabilidad jurídica y que se

caracteriza por tener una condición de inasumible.

La distinción entre responsabilidad jurídica y responsabilidad moral puede precisarse

incluso atendiendo a la etimología misma del término. La palabra responsabilidad viene del

latín responsum, que es el supino del verbo latino respondere (dar correspondencia a lo

prometido). Ahora bien, como este verbo se forma con el prefijo re- sobre el verbo latino

spondere (prometer, obligarse y comprometerse con algo), la responsabilidad vendría a ser

la cualidad de aquel que es capaz de responder a sus obligaciones -o en su defecto, a

garantizar una reparación en el caso de que tal cosa no se dé-, lo cual inevitablemente

vincula esta categoría con el ámbito jurídico más que con el ético (2000, 21). Por tanto, en

opinión de Agamben, cualquier doctrina ética que pretenda erigirse sobre este término, y su

correlativo, el de la culpa, está destinada a quedar imbricada en terrenos que no son los

propios, y llenarse así, de cierta insuficiencia y opacidad (2000, 21). No deben confundirse

entonces ambas categorías, la de la responsabilidad moral y jurídica, ni la de sus

respectivos correlativos, y más aún, si se tiene en cuenta que la ética después de Auschwitz

debe entenderse como el terreno de la no-culpa y de la no-responsabilidad a fin de

encontrar su pretendida verdad. De esta manera es claro que, para Agamben, incluso sería

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impropio hablar de algo así como responsabilidad moral o culpa moral, sopena de

contaminar la ética con aspectos o categorías que le son impropias. Estas reflexiones, sin

lugar a dudas, son un punto ineludible a la hora de tratar cualquier asunto ético, y

sobretodo, aquel que toca directamente al estatus mismo de la ética. Y, menos aún, si estas

van ligadas al esclarecimiento de la verdadera condición humana, como es nuestro caso.

Por último, partiendo del caso paradigmático de Auschwitz, es claro que el ejercicio de la

violencia desde los mismos inicios de la humanidad hasta nuestros días, sólo muestra una

cosa: que el ser humano es un ser violento por naturaleza. Esa es nuestra verdadera

condición humana. Y, eso es lo que cualquier ética o reflexión antropológica debe asumir

en serio para hacerle frente de manera efectiva. Siguiendo a Glaucón, hay quienes sostienen

que ningún hombre es por naturaleza ni por voluntad propia justo. Lo es sólo por cuanto no

tiene el poder de cometer injusticias. Tras un experimento mental, en el que se le da tanto al

justo como al injusto el poder hacer lo que sus inclinaciones naturales le conduzcan a hacer,

encuentra como resultado que ambos tenderían hacia el mismo camino: el de la injusticia:

“no hay nadie tan íntegro que perseverara firmemente en la justicia y soportara el

abstenerse de los bienes ajenos, sin tocarlos, cuando podría tanto apoderarse impunemente

de lo que quisiera del mercado, como, al entrar en las casas, acostarse con la mujer que

prefiriera, y tanto matar a unos como librar de las cadenas a otros, según su voluntad, y

hacer todo como si fuera igual a un dios entre los hombres” (República, Libro II, 360b2-c3,

90). Sin olvidar lo expuesto hasta aquí, vamos a considerar la posibilidad de un mundo

homeotécnico, como el que considera probable Sloterdijk con la aparición de las máquinas

inteligentes, haber si en él habría una ética repensada después de Auschwitz, y cómo sería

en sus fundamentos mismos.

3.2 La era de la información en el mundo homeotécnico

Sloterdijk considera que la historia del errar se debe fundamentalmente a una descripción

falsa de la relación entre el hombre y el Ser, y que tiene su base en una gramática

metafísica que presupone una ontología monovalente al mejor estilo de Parménides y una

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113

lógica bivalente al estilo de Aristóteles. Con el acontecer cotidiano en la historia del

hombre contemporáneo tanto lo uno como lo otro no pueden tenerse ya como categorías

válidas ni para tener un conocimiento científico de las cosas naturales ni para describir

adecuadamente los hechos culturales, entre los que vale la pena mencionar los campos de

concentración nazi, como ya se evidenció en el apartado anterior. Las concepciones y

divisiones conceptuales tradicionales son simplemente insostenibles e insuficientes para

interpretar el acontecer y actuar histórico del hombre actual. A este respecto, dice

Sloterdijk, que “todos los objetos culturales sin duda son, por su constitución, híbridos con

un componente espiritual y otro material, y todo intento de decir lo que propiamente son en

el marco de la lógica bivalente y la ontología monovalente termina irremisiblemente en

reducciones estériles y restricciones destructivas” (SS. 141). Desde esta perspectiva, el errar

humano simplemente sería una clara manifestación de los límites de una gramática hoy del

todo inoperante, y que se erigió desde la antigüedad con el fin de dominar la totalidad de lo

existente. Dividir la realidad entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo humano (lo anímico) y

lo no-humano (la materia), sólo podría apuntar a que aquello que se consideraba superior

estuviera por encima de lo que era desde todo punto de vista inferior, como es el caso de lo

inanimado.

En la obra de Hegel, Sloterdijk encuentra un instrumental lógico que permite, por un lado,

pensar la realidad de modo totalmente distinto, acorde a su dinamismo y complejidad

actuales y, por otro, resaltar de manera especial el status que hoy poseen los artificios

culturales. Cuando Hegel habla de ‘espíritu objetivo’, según nuestro filósofo, pone de

manifiesto en relación con lo objetivo, lo que no puede encasillarse ni en lo subjetivo ni en

lo absoluto (SS. 142). Con la incursión de la cibernética y los adelantos científicos de la

biología moderna, que obligan a describir tanto lo natural como lo artificial, ese concepto

hegeliano se convirtió en el principio mismo de la información. Un artificio no sería, en

este sentido, sino la materialización de una reflexión. Es decir, el concepto ‘espíritu

objetivo’, combinando una lógica por lo menos bivalente con una lógica al menos

trivalente, hace posible sostener consecuentemente enunciados tales como que ‘hay

negaciones afirmadas’ y ‘afirmaciones negadas’ realmente existentes, o lo que es lo mismo,

que ‘hay información’. Estos conceptos plenos de realidad, que se hacen presente con la

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114

aparición de las inteligencias artificiales y los sistemas autosostenibles, llevan a que las

distinciones metafísicas queden sin fundamento y que, en su lugar, las partes implicadas

queden reducidas simplemente “a diferencias regionales de estados de información y su

procesamiento” (SS. 143).

Siguiendo algunas conclusiones del antropólogo Günther, Sloterdijk sostiene que un

esquema metafísico como el antedicho para explicar actualmente la realidad es del todo

insostenible, no sólo por cuanto está fundada en una lógica hoy ya demostrada inoperante,

sino, además, por cuanto atribuye a lo anímico propiedades y capacidades que le son

inherentes realmente a los mecanismos, al tiempo que le niega a lo material propiedades

que un detallado análisis mostraría que posee verdaderamente (SS. 143). Para comprender

adecuadamente los objetos culturales y naturales es preciso, por tanto, salir de ese esquema

tradicional y proponer uno nuevo y más prometedor. Indudablemente, con la incursión y

avances de las tecnologías genéticas, este ataque a la subjetividad podría interpretarse como

algo realmente monstruoso y hasta diabólico, al creerse que en el futuro será factible que se

produzcan seres humanos en serie en un laboratorio. Lo cual es del todo altamente

improbable por cuanto, según Sloterdijk, los genes sólo guardan información útil para la

síntesis de las moléculas de las proteínas (SS. 144).

Dichos temores, que han llevado a rechazar a los defensores de estas incursiones genéticas

en el ámbito humano, y hasta tacharlos de antihumanistas, al considerar que con ello se

impide que el sujeto se apropie de su mundo como debe ser e integre lo exterior a su propio

yo, son claramente infundados y contradictorios con esto mismo que pretenden. Pues llevan

a que el yo se sumerja en lo cósico y se pierda ahí, olvidando que el hombre “no es una

instancia que deba, o pueda, elegir estar enteramente consigo mismo y estar fuera de sí

mismo” (SS. 145). El hombre es ante todo una posibilidad regional y real del claro capaz de

unir la verdad del Ser y el poder humano, en lo que no sólo radica su superioridad sino

también su pobreza. Es natural al exsistir humano abrirse a lo inmenso (en ello está su

grandeza), pero también estar a merced de eso mismo (en ello está su pobreza). La histeria

antitecnológica, entonces, sólo sería válida si el pensamiento se sigue afianzando en las

divisiones conceptuales tradicionales ya superadas con la incursión de máquinas

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115

inteligentes y con ello se deja de lado la esencia autopoiética del ser humano y origen

tecnógeno del claro. Pensar el homo humanus es disponer la humanitas en relación con el

estado de la técnica, por lo cual dicha histeria sólo puede llevar al hombre actual a alejarse

de su propia autocomprensión y perderse el camino que lo regresa a sí. Cuanto mayor sea

el avance técnico, mayor debe ser la propia autocomprensión del hombre, pues como se

advirtió en el capítulo anterior, la incubadora humana “es producida por las técnicas de los

medios contundentes y climatizada por las técnicas de los medios blandos” (SS. 146). En

consecuencia, no hay motivo para temer que el ser humano sea sometido en el futuro a

innovaciones y manipulaciones. Antes fueron instituciones como la Iglesia y la escuela las

que llevaron a cabo este proceso, ahora es el turno de las tecnologías genéticas. La

evolución humana implica una transformación autotécnica hacia el confort y el lujo, sin que

en ello haya algo perverso o contradictorio. Por esta evolución, nos dice Sloterdijk, “sigue

siendo la plasticidad una realidad fundamental y una tarea ineludible” (SS. 147).

Al respecto, nuestro filósofo nos hace una advertencia. Para evitar que haya una

desproporción irracional en las operaciones antropoplásticas y que pueda surgir una ética

que procure el bienestar de la humanidad y conduzca al hombre de vuelta a sí, es necesario

que se elimine del todo el esquema metafísico tradicional, sopena de que el hombre intente

nuevamente imponerse sobre la materia –en este caso, los genes- al modo de un amo

subjetivista tirano que no sólo doblegue los objetos naturales hasta someterlos

profundamente a sus disposiciones, sino también tome a los otros hombres como esclavos y

los reduzca a meros instrumentos puestos a su servicio. Esto es, a que el saber y el poder

hacer, que marcan el destino de nuestro tiempo, sean puestos al servicio de la tendencia

egoísta y violenta que le es natural al ser humano, con lo cual se alzarían pueblos contra

pueblos en guerras catastróficas para la humanidad tras el uso de armamento biológico y

atómico, y el mundo de las cosas quedaría reducido a una nueva esclavitud ontológica. El

potencial que marca el saber y el poder hacer actuales debe poderse ejercer bajo la

dirección de la sabiduría de los maestros que reza que no debemos forzar las cosas (SS.

148), y la enseñanza paulina de que no todo lo que se puede hacer conviene que lo

hagamos. Esto sólo es posible, en opinión de Sloterdijk, si hacemos del mundo de la vida

un mundo homeotécnico, por cuanto en su naturaleza misma está el respetar lo que las

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116

cosas son, bajo el precepto de que “las cosas son o pueden llegar a ser por sí mismas” (SS.

148), tal como Heidegger lo había anotada antes al resaltar la serenidad (Gelassenheit) para

con las cosas. En un mundo así entendido, en consecuencia, cualquier manipulación u

operaciones que se hagan sobre las cosas o personas mismas debe desarrollarse en virtud de

la máxima idoneidad de estas.

Para nuestro filósofo este mundo es del todo factible gracias a la aparición de las

tecnologías inteligentes, pues afirma ingenuamente que con ellas se acabará la forma

tiránica de la operatividad antigua y la técnica adquirirá un carácter positivo en la mejora de

uno mismo y del mundo también (SS. 148). En el mundo homeotécnico sólo se puede

avanzar por el camino llano de la no violentación de lo existente tras ser posible atender

únicamente a la información realmente existente y compleja. Y sobretodo, si tenemos

presente que en él toda operatividad implica siempre el uso de estrategias co-inteligentes y

co-informativas, o en palabras del mismo Sloterdijk, que “su carácter es más de

cooperación que de dominio, incluso en relaciones asimétricas” (SS. 148). En este sentido,

las técnicas desarrolladas en el futuro deben interpretarse como inteligencias encarnadas

que se desarrollan autónomamente. Empero lo que amenazaría la consecución e

implementación de un mundo inteligente por excelencia, se encuentra en la definición

misma de la técnica como medio de desocultación. Pues al permitir logros y

descubrimientos fascinantes, en medio de un mundo regido por la economía y el poder

político, llevaría sin duda a que la competencia entre los hombres sea malsana, esto es, que

se busque por todos los medios hacerse inteligente antes que los otros, a los que se tendría

por enemigos y rivales. En este contexto, una técnica podría caer en manos enemigas y con

ello ser posible encontrar perjuicio en lugar de beneficio.

A pesar de ello, y de que fácilmente se puede asociar la tecnológica con la perversión

humana como lo ha demostrado la historia europea reciente, Sloterdijk confía en que un

mundo homeotécnico, que ya empezó a forjarse en civilizaciones tecnológicas y

comunicativamente más avanzadas, sea del todo una realidad en el futuro. Incluso, se atreve

a conjeturar que la complejidad de las cosas mismas lleva a que las perversiones alotécnicas

del pasado no afectarán en modo alguno el dominio homeotécnico. Y, es más, a ver en el

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117

pensamiento homeotécnico la posibilidad de crear una ética de las relaciones no hostiles y

no dominadora, en tanto, éste se enfatiza más en las condiciones internas de lo que tiene en

frente y que coexiste con él, que en la cosificación u objetivación de lo otro. Pero, quizás,

lo que más seguro le lleva a estar a nuestro filósofo de la existencia de un mundo

inteligente, es la creencia de que un mundo globalizado como el nuestro no admite

apariciones tiránicas, tan sólo teorías y sucesos que pueden traer algún tipo de beneficio a la

humanidad misma (SS. 150). En este mundo se acepta y premia a los que trabajan

mancomunadamente, son promotores y propenden hacia el bienestar común.

Una civilización homeotécnica es, entonces, condición necesaria para que un nuevo estado

de cosas se instaure en nuestro tiempo y donde una ética del bienestar sea la que rija los

destinos de los hombres y de las naciones. Pues lleva a que la historia del errar mengue

considerablemente y que en su lugar se formen procesos de liberación real y aumenten los

enlaces positivos, que llevarán al hombre a encontrarse consigo mismo y a aceptar como

benéfico sólo aquello que demuestre serlo en generaciones futuras, esto es, que puede

mejorar continuamente y ser autosostenible. En este contexto polivalente, colaborativo y

pluralista es que Sloterdijk se atreve a prefigurar una ética acrobática, de efectos no sólo

beneficiosos para los hombres que logren autosuperarse a sí mismos, sino también para las

culturas o civilizaciones que se inmunicen a partir de estos hombres, matrices de esta nueva

era posthumanista. Esto será lo que vamos a encontrar expuesto en el siguiente apartado, y

con lo cual se evitaría la guerra cognitiva anunciada por los reaccionarios a estas tendencias

homeotécnicas o, lo que es lo mismo, la instalación de un nuevo humanismo ilustrado y

despótico.

3.3 La ética acrobática como retorno del hombre

Lo que pretende Sloterdijk en la primera parte de su libro Has de cambiar tu vida, es

presentar el programa de ejercicios que deben seguir los hombres pertenecientes a la alta

cultura para conquistar lo improbable, y de esta manera, presentar como consecuencia de

sus respectivos análisis, una ética acrobática. Ese programa inicia con la referencia

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118

anecdótica al planeta de los seres ejercitantes hasta llegar a los campamentos de base

inmovilizados por la fuerza de la costumbre, desde donde se continua hasta el develamiento

de los hombres de la alta cultura o testigos conscientes de su ser superior. El punto central

de este programa radica en el paso que dan algunos individuos -pertenecientes a esos

campamentos de base- al monte de lo improbable, en la medida que es ahí donde tiene

lugar el movimiento que lleva a lo que está por encima de lo ordinario, a la ruptura de lo

habitual, al surgimiento del hombre que es capaz de hacerse cada vez mejor, al catapultarse

a sí mismo desde su interior.

Una ética acrobática, por tanto, deberá responder a la pregunta de cómo “el pensamiento de

lo que trasciende lo habitual pudo adueñarse de individuos señalados”, para indicar luego el

camino que deben seguir los demás residentes -de cualquier campamento de base regido

por los hábitos- para escalar la cima del perfeccionamiento humano al modo de aquéllos

(HCV. 248). Una cima que, una vez alcanzada, tiene la particularidad de instar al hombre

de la alta cultura a seguir escalando cumbres cada vez más altas y a no querer regresar

jamás de donde partió. Es por tanto, un ser escindido entre lo que es y lo que fue, un ser

reubicado junto a su sí mismo -un sí verdadero y auténtico-, un ser capaz de mirar hacia

atrás sin nostalgia de lo que dejó y, en adelante, con la mirada puesta en la cumbre próxima

a escalar. En lo que sigue mostraremos los aspectos más relevantes del final de ese

recorrido que hace Sloterdijk, desde el planteamiento de la problemática de los

campamentos de base hasta la formulación del hombre como un verdadero atleta de lo

improbable. Para ello expondré, en primer lugar, el camino que lleva a la autocomprensión

del individuo como ser poseído en los campamentos de base enredados en la costumbre; y

en segundo lugar, el camino que lleva a la comprensión del hombre como atleta de lo

improbable.

Sloterdijk inicia la problemática de los campamentos de base haciendo referencia al

psiquiatra suizo contemporáneo Binswanger, en tanto fue el que por primera vez hizo del

análisis existencial una ciencia empírica, que consiste en una aproximación antropológica al

carácter esencial individual del ser humano. Según él, a diferencia de la autorrealización

humana en la vida cotidiana -que se desarrolla en las dimensiones de la angostura y la

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anchura-, la autorrealización espiritual y artística, se desarrolla en las dimensiones de la

profundidad y la altura. El movimiento existencial en lo horizontal dejaría entrever una

relativa simetría entre el camino de ida y el camino de regreso, mientras que el movimiento

existencial en lo vertical dejaría entrever una relativa asimetría entre la subida y la bajada,

al ser posible la caída. El problema que Sloterdijk ve en esta postura existencial de

Binswanger, es que según él, por un lado, incluso en lo horizontal es posible percibir una

especie de caída, a saber: cuando la ida no tiene regreso, y por otro, las trágicas asimetrías

en lo vertical no se refieren propiamente a la altura como tal sino a la poca destreza que

tienen algunos individuos para escalar (HCV. 229). Quien sube tiene que bajar sin ningún

inconveniente en casos normales, a no ser que tenga una incapacidad o irreflexión

manifiestas en las condiciones periféricas de sus habilidades.

Lo que Sloterdijk percibe en los trabajos de Binswanger, en lo que se refiere a la caída, es

una clara referencia al problema del campamento de base, soslayado ampliamente ya en los

trabajos de Nietzsche. Cuando Zaratustra, profeta insignia de la ascensión del hombre por

encima y más allá de sí mismo, habla al público en general45

sobre el último hombre46

, lo

que está poniendo de manifiesto es la primera versión del problema de campamento de

base, que reza de la siguiente manera: “la estancia en el campamento de base y su

prolongación en ella hace superflua cualquier clase de expedición hacia las cumbres”

(HCV. 231). Quienes habitan un campamento como este, en absoluto quieren abandonarlo;

la seguridad y la tranquilidad que les ofrece, les resta todo espíritu aventurero y de

esfuerzo. Para Sloterdijk, la filosofía del siglo XX estaría marcada indiscutiblemente por las

equiparaciones entre los campamentos de base y las cumbres, tomando una postura clara

frente a dicha problemática. Ninguno de los filósofos contemporáneos, según esto, abriga la

esperanza de que la horizontalidad se vea irrumpida por una acción vertical que vislumbre

la llegada una cumbre alta y externa. El único que sale de ese grupo es Nietzsche, quien al

abogar por la primacía de la verticalidad, es llevado a considerar “el campamento de base

45 El público al que se dirige Zaratustra está conformado por un grupo de individuos que no quieren hacer más

de lo que son, que quieren tener lo que tienen, pero de un modo cada vez más confortable y sin el más mínimo

esfuerzo. 46 El último hombre del que habla Zaratustra en su discurso es aquel que rechaza la innovación técnica y

simbólica, o en otras palabras, ese que se niega avanzar o salir de sus limitaciones personales y/o culturales.

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como el punto de partida para expediciones a cumbres cada vez más altas y desconocidas”

(HCV. 232).

Para Sloterdijk, un concepto fundamental en la problemática del campamento de base es el

de habitus, héxis o costumbre. Quien lo trata de manera sistemática en la contemporaneidad

es el sociólogo francés Bourdieu, que lo define como el conjunto de esquemas generativos

a partir de los cuales los sujetos perciben el mundo y actúan en él. Estos esquemas

generativos, por un lado, están socialmente estructurados y, por el otro, son estructurantes.

Lo primero en tanto han sido conformados a lo largo de la historia de cada sujeto y suponen

la interiorización de la estructura social, del campo concreto de relaciones sociales en el

que el agente social se ha conformado como tal; y lo segundo, en tanto son las estructuras a

partir de las cuales se producen los pensamientos, percepciones y acciones del individuo.

Será a partir del habitus, por tanto, que los sujetos producirán sus prácticas y conservarán

sus condicionamientos sociales específicos. Al incorporarse como esquema de percepción y

apreciación de prácticas, el habitus operará como mecanismo de defensa contra el cambio,

al rechazar sistemáticamente, por un lado, toda nueva información que cuestione los

esquemas sociales de cada individuo y, por otro, al limitar la exposición del individuo sólo

a aquellas experiencias sociales, a aquellos grupos sociales, en los cuales sus esquemas se

adecuen perfectamente. Entendido así el concepto de habitus, según Sloterdijk, no cabe

duda que Bourdieu sería el prefecto intelectual de un campamento de base definitivo al

rechazar de manera categórica toda tendencia a hacer expediciones hacia las cumbres más

altas, aquellas que van más allá de las relaciones sociales en las que se enmarca la

personalidad de cualquier individuo (HCV. 233).

Se requiere así de una teoría crítica social alternativa, que por un lado, elimine de sus

juegos lingüísticos la pesada carga económica con que se formula la crítica del poder

marxista, y por otro, dé cuenta de una lógica de la dominación sin dominadores, tal y como

lo exige el fenómeno de la globalización, en el que emergen organizaciones que obligan a

abrir cada vez más las fronteras de los estados-nación. La intuición de Bourdieu es que para

fundar una teoría crítica alternativa es necesario profundizar en la base, restringida en el

marxismo a lo económico, hasta descender desde el plano de los procesos productivos a las

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realidades de orden psicofísico (HCV. 234). Como resultado de ese particular proceder está

la inclusión del concepto de habitus, que no es más que la conciencia de clase somatizada,

adherida al individuo de tal forma que no le quedaría otra forma de ser-actuar, que como la

clase a la que pertenece le condiciona. Aquí resuena con seguridad el eco de la voz popular

que dice que el que es, no deja de ser. Para quienes actúan de una manera distinta a como

deberían actuar, la teoría del habitus ofrece una sorprendente ventaja: tranquiliza su

conciencia moral al recordarles que sus orígenes no pueden traicionarse jamás, en tanto la

clase ha sido incorporada en la naturaleza humana de tal modo que constituye el

fundamento de su ser social o sociológico (HCV. 236).

El concepto de hombre que está aquí en juego es el de un ser poseído por la clase a la que

pertenece, por ese mecanismo corporeizado y prepersonal que lo domina y lo hace

dominante, esto es, actuante según este condicionamiento. Su lugar de residencia no puede

estar más allá de un campamento de base configurado a partir de una estricta sociedad de

clases, en el que está vetado a sus habitantes cualquier expedición más allá de sus fronteras,

siendo inimaginable incluso, albergar cualquier esperanza de ascensión o subida a cimas

ubicadas fuera de su alcance. Sloterdijk considera sin más que un hombre así no sería más

que el hermano menor del ‘último hombre’ del que se habla en el Zaratustra. Como para él

cualquier diferenciación sólo sería posible hacerla en relación con la sociedad de clases,

siéndole negado cualquier ir más allá, las dimensiones de ‘altura’ y ‘bajada’ no serían en

realidad más que diferenciaciones pseudoverticales y cualquier crítica suscitada

espontáneamente más que aparente (HCV. 241). En fin, es un hombre que se conforma con

su estar en ese campo de base, y al que nada le causa asombro, al que nada le hace ya

pestañear, excepto el conjunto de relaciones sociales que le son inherentes al individuo que

vive junto con otros en un mismo espacio vital (HCV. 242).

Entre las desventajas que Sloterdijk considera de rebajar la dimensión basal a las

estructuras psicofísicas del individuo vale la pena destacar: una, que es un concepto

ineficaz para explicar con suficiente claridad los juegos de las tensiones verticales en los

múltiples ámbitos del espectro social, y otra que es un concepto también ineficaz para

captar las particularidades en los proyectos de vida individuales, en la medida que cualquier

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proyecto existencial evocaría siempre la preexistencia de la clase. Para Bourdieu, por tanto,

la autenticidad de la existencia humana estaría dada por el habitus, y la superestructura -

conformada por las ambiciones, competencias y atributos distintivos del individuo- sólo

seria un añadido a la base. Sloterdijk va en contra de esta ontología política del

pensamiento de la praxis, por cuanto considera que en muchas ocasiones lo añadido tiene

más potencial real, que aquello a lo que ha sido añadido; y de no ser así, en su opinión, la

intervención formativa-educativa no sería posible en realidad, sino tan sólo en apariencia

(HCV. 237). La crítica de Sloterdijk al concepto de habitus de Bourdieu descansa en última

instancia en que para él este sociólogo francés en modo alguno esclarece la región de la

costumbre, es decir, no aborda el problema de cómo es que la costumbre configura la

existencia humana. Su olvido se debe a que con la utilización de dicho concepto sólo

pretendía hacer una crítica del poder desde una ontología política del pensamiento de la

práxis, por lo cual restringió su análisis sólo a las costumbres que constituyen los

sedimentos de la ‘clase que hay dentro de nosotros’ y sus efectos preconscientes sobre

nuestra configuración existencial. Esta crítica, sin embargo, es válida si, como hace

Sloterdijk, se insiste en proponer una teoría del habitus como entrenamiento, en allanar el

camino para una teoría general de la antropotécnica, como efectivamente lo hace, ya que lo

fundamental es, para él, saber cómo es que el sujeto humano se configura eficientemente

mediante “el ejercicio, el entrenamiento y la habituación” (HCV. 238).

Sloterdijk considera que dicha teoría del habitus como entrenamiento tiene sus raíces en el

concepto clásico de habitus, expuesto inicialmente por Aristóteles bajo su equivalente de

héxis, y posteriormente por Tomás de Aquino. A diferencia de la interpretación ligada al

fenómeno de las clases sociales que hace Bourdieu de ese concepto, tanto Aristóteles como

Tomás de Aquino lo enmarcan en una antropología aretológica, esto es, en una doctrina

sobre la incorporación y formación de las virtudes, que supone a la vez la visión clásica del

hombre como un atleta. Lo que está a la base de esta interpretación es la posibilidad de

explicar lo ‘eficiente en nosotros’ o, incluso, hasta de ‘lo bueno en nosotros’ (HCV. 239).

La buena costumbre sería, por tanto, una disposición adquirida que prepara a los individuos

para acciones virtuosas, o en su defecto, para acciones malvadas, si la costumbre es mala.

Por su parte, los escolásticos conciben el habitus -o el poder de la costumbre- no sólo

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como una ‘disposición potencial’ que se ha ido configurando a partir de actos anteriores,

sino también como una ‘disposición actualizada’ en actos renovados. El concepto clásico

de habitus, así como lo entiende Sloterdijk, por tanto, no sería otra cosa que un principio

generador de la acción anclado en la naturaleza humana, un término medio del

comportamiento humano entre la determinación social extrema y una espontaneidad

individual ilimitada (HCV. 238/9)47

. Con ello, el comportamiento humano podría

explicarse desde algo determinado y determinante, actuado y actuante, dispuesto y

disponente, o en general, como algo que es posible desde un principio, a la vez, pasivo y

activo. La función de la costumbre sería hacer normal y fácil lo que de otra forma no podría

serlo, ayudando a que, por un lado, se conserven nuestras capacidades constituidas y, por

otro, se abra la posibilidad de que sigan creciendo con nuevas adquisiciones. Su fuerza

residiría en hacer de la consecución de ‘lo bueno y valioso en sí’ un logro admirable fácil

de alcanzar, sin el mayor costo de esfuerzo. Y es en este punto, en el que Sloterdijk

vislumbra el inicio de una teoría general de la antropotécnica48

, pues sólo mediante un

permanente ejercicio será posible remover poco a poco la improbabilidad de lo bueno,

haciendo parecer esto como una actividad sencilla y fácil; y más aún, cuando permite captar

en dicho concepto la eficiencia de las tecnologías internas del hombre, las tensiones

verticales inherentes a cualquier tipo de capacidades constituidas, esas que llevan a

considerar la atracción de una capacidad aún más alta de la que se posea en la actualidad

(239/41). Por tanto, quien se ejercite adecuadamente habrá ganado a la improbabilidad del

bien y hará que ser virtuoso sea una condición humana espontánea y natural, gracias a la

cual éste podrá mantenerse en lo alto como un acróbata de la virtud, expuesto siempre al

peligro, al riesgo de la innovación y lo siempre mejor, a la búsqueda de alturas cada vez

47 Esa que, según Sloterdijk, emerge tan pronto como eliminamos del concepto de habitus su restricción al

conjunto de relaciones sociales al modo de Bourdieu, pues al hacerlo queda al descubierto la “multitud de

disposiciones a la acción habitual acumuladas en cada individuo [….] el sinnúmero irresumible de

“costumbre” elaborables, o bien de módulos de capacitación susceptibles de entrenamiento, de los que están

“compuestos” los individuos reales” (HCV. 242). 48 O más exactamente de una teoría del habitus como entrenamiento. Para Sloterdijk, el análisis clásico del

concepto de habitus puede sin ningún problema ser empleado como el lenguaje natural de la psicología del

entrenamiento. De esta forma se explicaría de una manera apropiada “los condicionamientos psicofísicos de la

posibilidad de la actuación correcta, adecuada y capacitada a un nivel alto”. Permitiría abordar el problema de

cómo es que se puede incorporar a la existencia humana la disposición para llevar a cabo lo bueno, justo y

adecuado, asumiendo esto como algo excepcional pero con atuendos de normalidad (HCV. 240).

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más altas. El hombre será así, el portador de una capacidad moral convertida en fuerza de

trabajo social y artístico.

Otro aspecto que vale la pena destacar en relación con el análisis que hace Sloterdijk del

concepto clásico de habitus, es la función trascendental que deben cumplir los pedagogos-

filósofos en la escuela actual para hacer surgir hombres con la esperanza de ascender a

cumbres cada vez más altas. Lo que queda de lo descrito anteriormente es que el hombre

del campamento de base es un ser poseído por las pasiones49

y las costumbres50

, tras lo cual

es preciso hacer algo, y ello no es posible sin sopesar la función de la escuela (HCV. 243).

Lo primero que debemos tener en cuenta es que la escuela es un campamento de base –con

independencia de que sea la escuela tradicional o contemporánea- en el que lo fundamental

es conservar lo tradicional, siendo como es, su peculiaridad, el resistirse al cambio o

progreso más allá de ella misma. Los primeros filósofos-pedagogos ven en la costumbre, en

lo psicosomáticamente incorporado, en el modo de portarse de los individuos, la raíz o

imposibilidad de aceptar lo nuevo, de asumir riesgos. La costumbre es aquí concebida

como la “posesión fáctica de la psique por parte de un bloque de cualidades ya adquiridas e

incorporadas de una forma más o menos irreversible, en el cual además hay que incluir la

masa pertinaz de opiniones que arrastran” (HCV. 243). Si esas cualidades permanecen

inamovibles, cualquier proceso reeducativo de los individuos de una sociedad no podrá

gestarse jamás, en cuanto las circunstancias que rodean la pereza interior, que es la

principal cualidad presente en los individuos de nuestro siglo, hacen difícil cualquier

movimiento o seguimiento de instrucciones.

La identidad, personal o colectiva, es aquí asumida como el conjunto de posesiones inertes

e irrevisables -personales y/o culturales- que configuran la personalidad de los individuos y

las particularidades de las diferentes sociedades actuales. Nada más avasallador para el

cambio que la identidad asumida como valor fundamental. Nada hay que añadir, todo está

ya configurado en el individuo o sociedad idénticos. Sus posesiones son lo que definen su

49 Como fuerza impulsiva, violenta, constituida por el complejo de sentimientos que emergen en su interior,

por lo cual el hombre es un ser que se conduce de manera maniático-depresiva. 50 Como fuerza de inercia, tranquila, constituida por el complejo de costumbres y que se han sedimentado en

su interior, por lo cual el hombre es un ser rutinario, mecanizado.

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125

ser. Los individuos contemporáneos con identidad se consideran ya acabados, a diferencia

de los estoicos, quienes se preocupaban por esculpir su propio yo durante toda su vida a

través de ejercicios constantes (HCV. 245). Una vez se ha conseguido este estado de cosas,

los custodios de ese campamento de base ponen el complejo sistema de identidades bajo

protección cultural, de modo que cualquier expedición en lo vertical es tomada como una

amenaza a los valores enmarcados en él. Con ello se elimina todo tipo de corrientes

progresistas o tendientes al cambio. En su inercia y confort, los individuos o sociedades con

identidad están sordos al imperativo: ¡Has de cambiar tu vida! Estas son palabras sin

sentido para un individuo o una sociedad que se considera a sí misma como ya hecha y que

ve en lo tradicional su mayor valor cultural y social. El asunto que vale aclarar en este

punto es el siguiente: ¿qué se debe hacer para que dicho bloque de cualidades sea

resquebrajado y acondicionado para acoger, sin más, las nuevas disposiciones o

aprendizajes? O dicho de otro modo, ¿qué debe hacer el hombre sobre sí mismo con el fin

de romper con el peso de la costumbre y lanzarse hacia la mejora de sí mismo, y de esta

manera volver a sí?

Los primeros filósofos-pedagogos hablan principalmente de las formas habituales de tal

posesión, esto es, del ser dominado por un mecanismo corporeizado (HCV. 222). La

superación de este estado doble de la posesión implícito en la historia del pensamiento

antropológico y pedagógico europeo es idéntica a una secularización progresiva de la

psique –a un paso de la lógica de los estados de posesión a los programas disciplinares-, en

la que el primer tipo de posesión es reformulado en distintos grupos de entusiasmo que sólo

pueden ser refrenados mediante la disciplina, y en la que el segundo tipo de posesión es

reformulado en términos de autoeducación por cuanto un hábito sólo puede ser vencido por

otro hábito (HCV. 223). Hay hombres que han salido de esos campamentos de base

enraizados en la fuerza inerte de lo habitual, por lo cual se ubican en un nivel superior al de

sus demás congéneres. En adelante las sociedades estarían configuradas en dos clases: la

clase superior y la clase inferior. En aquélla estarán todos los hombres que hayan

conquistado por sí mismos la cima, que hayan salido de ese letargo cultural ceñido por la

fuerza de los hábitos, gracias a la escucha atenta del imperativo ¡Has de cambiar tu vida!, y

a la resolución de su espíritu para buscar una vida mejor. Y, en ésta última, estarán aquellos

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que, o bien escucharon ese mismo imperativo y no le prestaron atención, o bien jamás lo

han oído, y quienes se conforman con admirar a quienes están por encima de ellos.

Sloterdijk destaca en esta nueva división social el surgimiento de la historia del testigo

consciente o del observador (HCV. 249). Cuando ese ser enredado en los hábitos da ese

crucial paso hacia la cima, nada hay que lo detenga y lo haga devolver. Su cambio de vida

empieza tan pronto como es consciente de la naturaleza habitual del comportamiento

humano, pues no puede descubrir las costumbres sin distanciarse de ellas, sin sostener un

combate cuerpo a cuerpo con ellas, y con esfuerzo, salir vencedor51

. Una vez da el paso,

asume la condición de observador de sus antiguos congéneres y desde ahí empieza a

configurar una nueva forma de vida, con un lenguaje propio y unas actitudes nuevas frente

a su estar y su conducirse en el mundo. Una vez dado el paso, no hay marcha atrás, pues

considera que vivir pegado a los hábitos no es vivir verdaderamente; considera, además,

que no se puede vivir con lo que es ajeno a la vida interior y, mucho menos, vivir

subyugado a ello, en este caso, a las costumbres. En este contexto, es claro que, este nuevo

hombre no deja de estar poseído por el daímon de dos caras, sino que gracias a su nuevo

programa de entrenamiento convierte las pasiones y las costumbres en disposiciones

manejables y mejorables. Así pues, los antiguos filósofos-pedagogos que advirtieron la

secularización de la psique o producción de un nuevo arte de maniobrar la vida o

ejercitamiento se convierten así, en maestros, en seres capaces de forjar un nuevo futuro, de

señalar el camino para ir por encima de lo habitual (HCV. 249).

Sin embargo, estos esfuerzos de humanización no sólo han sido individuales, sino también

colectivos. China, la India, Persia, Palestina y Grecia, son los lugares donde ha sucedido

por primera vez el progreso en la espiritualización de la alta cultura. Desde ese momento en

las comunidades humanas no sólo su interior se ve escindido entre los que hacen parte de la

clase superior y los que hacen parte de la clase inferior, sino también en su exterior, siendo

51 En este punto vale la pena resaltar que no todos los que toman conciencia de la naturaleza habitual del

comportamiento humano, sino sólo los iluminados, los maestros espirituales, los sabios, los que pueden dar el

paso decisivo hacia la cima una vez son conscientes del estar enredados los hábitos, pues hay quienes a pesar

de ser conscientes de eso mismo están tan complacidos con la situación de confort en la que viven que no les

interesa dar un paso más hacia adelante (HCV. 249). Justifican su quietud, su actitud pasiva y reprochable,

amparados en una actitud conservadora, según la cual la fuerza de la costumbre es invencible y demoledora.

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posible diferenciar entre sociedades más humanizadas y sociedades menos humanizadas. El

abismo natural que deviene a esa escisión es cada vez más grande e irreversible, pues los

que permanecen enredados en la inercia de las costumbres caminan sin avanzar y los que

han escalado más alto imprimen indefectiblemente una aceleración a su marcha. Más aún,

si tenemos en cuenta que los hombres de la alta cultura, esos que se dedican a aprender y a

ejercitarse, buscan asentarse en un lugar nuevo, que rompe absolutamente con lo habitual, y

al que, en consecuencia, no pueden acceder todos, dada la naturaleza misma del programa

de ejercicios que allí es practicado. Según Sloterdijk, lo que aceleró la marcha de la

humanidad hacia la conquista de la alta cultura fue la escritura, en tanto obligó a los que la

ejercitaban a dejar atrás los hábitos de los que no escribían y, sobretodo, a practicar nuevas

disciplinas como la lógica, la gimnasia, y la música, entre otras. Esta nueva cultura del

ejercicio pone a la cabeza nuevas figuras modélicas de la espiritualidad: los sabios, los

iluminados, los atletas, y los maestros en general, con lo cual se perfila el horizonte que han

de seguir las nuevas generaciones que quieran ser más humanas, esto es, que quieran

ejercitarse contra las inercias de las culturas heredadas o enredo de las costumbres y el

influjo perturbador de las emociones y volver a sí a de la verdadera condición humana.

Ahora bien, los hombres que pertenecen a la alta cultura, encuentran en su comprensión y

explicación de sí mismos que no sólo deben iniciar un programa de ejercicios52

contra la

inercia de las costumbres y el ímpetu desbordante de las pasiones, sino también contra los

pensamientos confusos. Deben buscar pasar al otro lado de esos tres sucesos repetitivos, es

decir, deben convertirse en dominadores de las pasiones, poseedores de las costumbres y

pensadores con ideas lógicamente estables. Deben en suma, convertirse en verdaderos

filósofos ascetas y acróbatas, esto es, en hombres que por su empeño de clarificación y de

ejercicio, hagan del imperativo ¡Has de cambiar tu vida!, su principal norma de conducta, y

de esta manera, se configuren a sí mismos como seres superiores a su vida pasional, a su

vida de hábitos y a su vida de representaciones. Para Sloterdijk, por tanto, esta

52 A ese programa de ejercicios Sloterdijk lo denomina sin más, programa ético, y lo equipara al conjunto de

actividades que Platón denominaba artificialmente como Filosofía. Como ésta implicaría una clara alusión a

dos virtudes propias de los atletas: el amor al honor y el amor al esfuerzo, Sloterdijk no duda en presentarla

como el arte de la ascética y la acrobacia, siguiendo con ello, la intuición filosófica de los cínicos, quienes se

presentaban a sí mismos como los filósofos del ascetismo total, esto es, como los verdaderos atletas.

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transformación no tiene que ver en absoluto con un cambio de creencias por otro, sino ante

todo, con la salida de un modo de vida pasivo a un modo de vida activo, donde la actividad

ascética es incesante e imprescindible (HCV. 253). Sentadas así las cosas, ese nuevo mundo

donde habitan las élites superiores y la alta cultura ha de ser denominado, siguiendo a

Nietzsche, el astro de la ascesis, o más exactamente, el astro de las acrobacias, por cuanto

sus habitantes, gracias a su continuo ejercitarse a un nivel superior, estarán siempre sujetos

a la tensión propia del acróbata, que hará aparecer lo difícil como fácil y la práctica de lo

imposible como algo de suyo habitual y realizable sin el más mínimo esfuerzo (HCV. 254).

La cuestión que surge en este momento es la siguiente: ¿cómo llegan esos hombres de la

alta cultura a transformarse en acróbatas condenados a dirigir, ejercitarse y pensar? La

respuesta es sencilla, dice Sloterdijk, pues sólo basta con atender a la emergencia de la

antropotécnica en los primeros sistemas de ejercitación mencionadas más arriba (HCV.

256). Tan pronto como el individuo es consciente de que está poseído, inicia de inmediato

el tránsito al otro lado de los sucesos repetitivos. En este desplazamiento ocurre un

descubrimiento importantísimo, a saber: que en la naturaleza misma de la repetición, si se

siguen ciertas reglas específicas, se encuentra la clave de su propia superación. Como la

repetición no es sólo pasividad (repetición repetida) sino también actividad (repetición que

hace repeticiones), es claro que para contrarrestar las fuerzas inertes de lo habitual sólo

basta con servirse de ellas para poder superarlas. El hombre de la alta cultura es consciente,

por tanto, de que en su interior hay una profunda escisión entre el que se alza como

sintiente, ejercitante y pensante frente al que permanece como sentido, ejercitado y

pensado, y que como ser transformado es capaz él mismo de hacer repeticiones ejercitadas

y disponerse para librar una lucha contra las fuerzas inertes de lo habitual sirviéndose de

ellas mismas (HCV. 256).

Tan pronto como los primeros-pedagogos perciben que la inercia de lo habitual es

resistente a la enseñanza, proveen a la humanidad de una serie de medidas, bajo el nombre

de paideia, para liberarse ella misma de ese yugo. Esa intervención que se lleva a cabo

inicialmente entre los jóvenes se convierte en “el arte de dirigir la desaparición de las

costumbres y de construir un conjunto de complejas competencias sobre una base de

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ejercicios automatizados” (HCV. 257). Si bien, en sus orígenes la enseñanza pareciera

asemejarse en algo al adiestramiento, no se queda ahí, sino que va más allá, pues capacita a

los discentes a que, entre los diversos programas de ejercicios que se les presentan, puedan

escoger el que más les beneficie (HCV. 257). La mecánica pedagógica así entendida, se

fundamenta en el principio de la antropotécnica antigua de que se debe aplicar la costumbre

para su propia superación, y de esta manera transformar lo que en un momento era un

principio de oposición en un factor de colaboración y superación. Las disminuidas fuerzas

humanas son ahora puestas para alcanzar lo improbable, al ser multiplicadas y

contrarrestadas suficientemente por una amplia serie de ejercicios (HCV. 268). El maestro,

entenderá su labor formativa, como un mandato a conducir a sus discípulos hacia el muro

de la verticalidad para orientarles desde ahí la escalada hacia lo improbable (HCV. 259).

La mayor conquista que debe alcanzar el sujeto del poder de la ejercitación en el ámbito de

lo improbable, es el sometimiento de la tiranía de la muerte, pues ésta es la que en gran

medida empuja al hombre hacia la pasividad absoluta (HCV. 260). Quien logre arrojarse a

la muerte para integrarla al dominio de sus capacidades, habrá mostrado que dentro de las

posibilidades humanas está el superar lo insuperable o identificarse con lo más amenazante

para la supervivencia de la humanidad. Para ello, debe iniciar una serie de entrenamientos

muy duros, ya sea mediante la ayuda de esfuerzos ascéticos que conduzcan a una actitud de

poder morir dignamente (al modo de la escena de la muerte de Sócrates), o mediante la

conducción de una vida íntegra con la firme convicción de cumplir la voluntad de un Dios

vivo y de que su alma se eleve al reino de los cielos (al modo de la escena de la pasión de

Jesús en el Gólgota). Estas prácticas enseñan que la única forma de emanciparse a la tiranía

de la muerte sería absorbiendo cualquier coacción externa en la propia voluntad o

transformando el tener que morir en el poder querer morir. En el caso de Sócrates, la

pasividad que debe doblegarse -o coacción externa de la que se debe apropiar- tiene que ver

con la injusticia de su condena a muerte, pues la asume de manera voluntaria, no sólo en lo

que atañe a la elección que hizo del modo particular en que iba a morir, amparado en la

constitución ateniense, sino también al asumir una actitud colaborativa en la ejecución del

procedimiento condenatorio impuesto por quienes desde la base sentía que su presencia era

una amenaza. En el caso de Jesús, la pasividad que debe doblegarse –o coacción externa de

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la que se debe apropiar- tiene que ver con la crueldad de su muerte al modo romano, pues la

asume de manera libre en observancia de la voluntad divina y el cumplimiento definitivo de

las Escrituras.

Para Sloterdijk es, con todo, más ejemplarizante y más significativa la pasión de Jesús. Lo

primero, en tanto muestra a los ejercitantes espirituales de manera cruda “la transformación

de una obligación impuesta desde afuera en un poder inalienable del propio sujeto” (HCV.

263). Y, lo segundo, en tanto permite ver de manera dramática el surgimiento del primer

atleta de la muerte, lo cual es de gran utilidad en el proceso de desespiritualización de la

ascesis iniciado ya desde Nietzsche. En efecto, la última expresión de Jesús en la cruz,

momentos antes de morir, de que ¡todo está consumado!, mostraría, según Sloterdijk, la

aparición -en su propia persona- de una especie de atletización de la muerte redentora, por

lo cual, la expresión originaria debería más bien ser sustituida por la expresión: ¡se ha

conseguido¡ o mejor todavía: ¡se ha llegado a la meta! Jesús estaría autocomprendiéndose

como el mesías –como el ejecutor de una misión encomendada por Dios- que debía morir

en una muerte de cruz conforme a lo escrito en las profecías mesiánicas de la antigüedad.

La enseñanza acrobática de Jesús para dominar la muerte no termina, sin embargo, con la

superación de la pasividad de la muerte mostrada en la cruz. El no sólo muere, sino que

resucita y asciende a la presencia eterna del Padre. Vence realmente la muerte, pues su

cuerpo material es transfigurado en cuerpo celestial. Con ello muestra que, si se camina

acrobáticamente sobre el cable de la creencia de que la vida misma es eterna, es posible

transitar por la vida transgrediendo sus propios límites (HCV. 264). Así lo entendieron los

primeros cristianos que vieron en el martirio la corona merecida para una vida llena de

sacrificios y como culmen de su peregrinación por este mundo rumbo al reino de los cielos.

Tertuliano, en su condición de entrenador espiritual, insta a los cristianos presos en las

mazmorras de Vienne y Lyon a que se preparen para el martirio al modo como hacen los

atletas antes de una competencia. Sólo así podrán padecer con decoro la muerte impuesta y

rendirse sólo hasta el final; con un entrenamiento riguroso las fuerzas no se extinguirán

fácilmente ante los tormentos más dramáticos. Con ello deja claro para los atletas cristianos

de la muerte que es gracias a la ascesis y a la dureza con uno mismo que lo difícil se hace

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fácil, que lo improbable es posible. Y, es improbable, ciertamente, en la medida que

muestre ser absurdo, ilimitadamente paradójico y absolutamente imposible (HCV. 266).

Y, por último, dice Sloterdijk, que el ejemplo del martirio cristiano sirve para ilustrar el

atletismo de los seres ejercitantes de la alta cultura, no tanto por sus connotaciones

religiosas o teológicas, sino por su hacer de lo imposible algo posible de realizar: como la

emancipación de la muerte, de un modo tal que parece que es una práctica habitual y fácil

de lograr. Dicha hazaña fue alcanzada por cuanto abrigaron en su interior la creencia en la

vida eterna, que dejaba, por un lado, en vilo el suspenso de la tragedia humana y, por otro,

tendía la cuerda entre el mundo de acá y el mundo de allá a fin de cruzarla. Empero, aunque

no se tenga una tal creencia, es posible tender cables por los que es preciso transitar para

alcanzar el estado de vida de los ejercitantes. Caminar acrobáticamente por dicho cable

tendido no significa otra cosa que atreverse a dejar lo que se era en el pasado, sin volver la

vista atrás. Cada paso será un paso nuevo, cada logro, una conquista nueva, un improbable

más alcanzado, pues la existencia vivida acrobáticamente destrivializa la vida “poniendo la

repetición al servicio de lo irrepetible” (HCV. 268). La serie de ejercicios que se requieren

para caminar por el cable tendido sería simplemente la puesta en marcha de ese imperativo

que se escucha desde el interior. La vida no sería, por tanto, más que una gran escuela en la

que no sólo se aprende a vivir la vida de la vida sino también el arte de acabarla

ejemplarme mediante un riguroso entrenamiento.

Para que una ética así entendida, no propicie un ambiente tiránico por parte de los hombres

atletas, que se han autosuperado a sí mismo, y mostrado que es posible que el hombre

vuelva a sí, cesando toda esa historia errática que denunciaba ya Heidegger, es

indispensable que se implemente una esfera como la del mundo homeotécnico. Pues la

mejora de sí mismo podría fácilmente desencadenar en lo que en la modernidad se llamó

despotismo ilustrado. No hay que olvidar que el hombre en su esencia misma es un ser

violento y egoísta, que controla muy bien estos apetitos en tanto el proceso de civilización

lo ha llevado a actuar heterónomamente. La observancia de la ley es lo que lo mantiene en

un pacto de no-agresión con el otro implícito en todo vivir en sociedad. Sin embargo, ello

por sí sólo no impide que los hombres se enfrenten entre sí o que naciones se levanten

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contra naciones. Se requiere algo más. Algo así como una ética del todo vinculante que

garantice la paz y evite atrocidades como las que se presentaron en la imborrable y

lamentable historia de la Europa moderna en los campos de concentración nazi, del que

Auschwitz es un claro ejemplo. En este sentido, la postulación de un mundo homeotécnico

y de una ética acrobática es aún insuficiente para atacar la verdadera condición del ser

humano: ser violento. En esto no se equivocaron los humanistas, quienes idearon toda una

estructura de amistamiento a partir de la tradición escrita, pero igualmente insuficiente para

lograr su cometido. Por eso, hoy con gran preocupación, tememos caminar en las calles, no

sea que nos maten por robarnos, o lo que es peor, que una tercera guerra mundial tenga

lugar y la tierra quede totalmente desolada. Ser el producto de la técnica, no es la esencia

humana como tal, sino la condición que tenemos para controlar nuestros impulsos

ambiciosos y violentos.

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133

Conclusiones

A los caminos de la filosofía se llega por azar, no por convicción. Y mi transcurrir por este

camino tortuoso de la reflexión filosófica no ha sido la excepción. Nunca antes le había

permitido al filosofar un lugar en el espacio vital propio. Siempre le había atribuido a esta

loable labor una tarea erudita y especulativa, alejada de las fibras más íntimas del existir

humano. La filosofía estuvo siempre relegada a mi quehacer como profesor de filosofía en

los colegios donde he trabajado. Sin embargo, gracias a mi paso fortuito por la PUJ, en el

Programa de Maestría en Filosofía, esta perspectiva cambió radicalmente. Gracias a las

materias que inscribí en mi proceso formativo en dicho Programa, entendí que la filosofía

tiene que ver también con el sentido mismo de la existencia humana. Las capacidades

intelectivas que nos son propias en tanto que seres humanos, no están dadas sólo para

conocer lo externo y extraño a nosotros mismos, sino, sobre todo, para encontrar nuestra

verdadera esencia y lugar en el mundo, o lo que es lo mismo, darle sentido a cada uno de

nuestros días ya vividos y los venideros, y experimentar así, la dicha de poder respirar y

tener la esperanza de mejorarnos a nosotros mismos y mejorar el mundo que construimos a

través de símbolos y signos. Se trata de hacer posible un mundo que se encasa

originariamente y de manera fundamental en el lenguaje, pero no en el lenguaje vulgar

cotidiano, sino en el que se expresan tanto los pensadores como los poetas. Si a todo esto

le sumo la trágica partida del ser que me dio la vida, y el dolor que me causa su ausencia,

junto con el peso que genera el tener que vivir en una sociedad como la nuestra y el temor

inevitable a la muerte, es claro que la filosofía debe allanar para nosotros, los que vamos en

búsqueda de la sabiduría, el camino para hacer de la máxima Haz de cambiar tu vida, una

norma de vida y lo que le da sentido a nuestro exsistir.

De la mano de Sloterdijk, podemos decir que, en nuestro poder está el forjar nuestro propio

destino; que no todo está perdido, que es posible volver a ser lo que en la apertura del claro

es posible ser; que las esferas humanas emergen a costa del retroceso de seguir siendo

animales. Si podemos desarrollar técnicas de autooperación y asumir un papel activo en el

ámbito del selector, y un mundo homeotécnico es del todo posible, es claro que nosotros

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podemos cambiar radicalmente nuestras vidas, llegar cada vez más cerca de la cima de lo

improbable y habitar, por tanto, el astro de los acróbatas. Dejar el campamento de base, de

confort en el que nos encontramos y que desprende un insoportable hedor a mediocridad y

costumbre, no es una tarea fácil. Exige de nosotros superarnos a nosotros mismos, ser

disciplinados al modo de los antiguos ascetas y sobre todo hacer de lo improbable nuestra

cotidianidad misma. La lucha es interna, de nosotros contra nosotros mismos, de lo que

somos contra lo que queremos ser y podemos ser.

La cuestión humana entonces debe estar a la base de toda filosofía. Sloterdijk nos indica el

camino a seguir. Si queremos ahondar no sólo antropológicamente sino también

ontológicamente en la esencia de lo que somos en verdad, basta atender la sugerencia que él

nos hace de que las afirmaciones sobre insulamientos son imprescindibles en cualquier

teoría contemporánea sobre el hecho humano. La cultura no es otra cosa que la producción

de atmósferas por parte de los hombres para poderse producir y poder seguir viviendo en el

confort y el lujo. Los factores climáticos internos sólo sirven entonces para uso humano tras

una modificación y ajuste especial. Empero, ello no significa que la producción atmosférica

sea meramente una reelaboración de diseños de modelos existentes, sino más bien una

producción originaria “por la que los hechos humanos son llamados a la existencia” (Esf.

III. E. 378). Pero para evitar excesos en esa producción humana y que el hombre se levante

contra los otros hombres, se hace necesario que todo proceso se desarrolle en un mundo

homeotécnico, esto es, inteligente y cooperativo.

Y, por último, es necesario recordar siempre que el mundo no debe entenderse como lo

externo a nosotros. Antes bien, debe ser lo primero que debemos tener en cuenta en nuestra

pretensión de esclarecer nuestra humanitas. El entorno ha sido desplazado por la aparición

de la isla de la alerta y la verdad, y quienes la habitamos estamos obligados a centrarnos en

lo que acontece en el ámbito interior, no tanto en los acontecimientos del entorno exterior.

Esto fue lo que hizo surgir alguna vez un tipo de inteligencia libre y extática; a ello

debemos volver si queremos dar fin a la historia del errar. Luego de este largo proceso que

hoy termina con la presentación de este trabajo, puedo exclamar con mi gran maestro

Fernando, a mi madre, en el no-lugar donde se encuentra: ¡Hemos cumplido!

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