HACIA EL TRONO DE LOS DIOSES

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Herbert Tichy

HACIA EL TRONO DE LOS DIOSES Por los caminos y senderos de Afganistán, la India y el Tíbet

TRADUCCIÓN DE Francisco Payarols CASAS

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Título original: Zum Heiligsten Berg Der Welt.

© Herbert Tichy. © De la traducción: Francisco Payarols Casas, derechos reservados.© De la fotografía de cubierta, Herbert Tichy.

© De esta edición: Revista Altaïr, S. L.Eduard Maristany, 372-37408918 Badalonawww.altair.es

Impresión: Romanyà Valls

Depósito legal: B-19958-2012ISBN: 978-84-939274-6-2

Esta obra está protegida en su totalidad por el copyright.Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de este libro.

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A mi padre

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A través de la India lluviosa 13

«Mandana Bashi!» 49

Correrías por el Hindu Kush y el Himalaya 69

De la India a Birmania 101

A través del Himalaya 153

Gurla Mandhata 181

Kang Rinpoche, «Nieve preciosa» 207

Bandidos, nómadas y puertos 235

Por tierras maravillosas 257

Epílogo feliz 279

Sumario

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Grises y monótonas se extienden ante mí las masas de agua del océa noÍndico que, sin interrupción, parecen sumirse en la penumbra del cie-lo nocturno. Al este, se proyecta sobre el mar una faja de un rojo san-guíneo, que va creciendo e intensificándose a ojos vistas. Y de prontoemerge de los abismos el sol levante, inundando con su luz radianteel océano, el cielo y el blanco transatlántico en el que me encuentro.Estoy de pie en la proa. Ante mí, a lo lejos, más que vista presentida,se dibuja una línea de tierra, la costa de la India, donde nos deten-dremos unas horas.Han pasado muchos meses desde que me despedí de aquella misma

costa. Muchos meses de lucha inútil con aquella profunda nostalgiaque no cesaba de empujarme de nuevo hacia ese país maravilloso deAsia. Dura y difícil ha sido la ruta que me ha conducido desde la es-trechez del aula universitaria hasta aquel vasto continente. Dos añosantes, un amigo y yo hicimos, en motocicleta, el viaje desde Europaa la India; estuvimos seis meses en camino, y conocimos interesantesregiones de Asia. Luego, aquel breve sueño de libertad y aventura sedesvaneció, y volví a encontrarme en las aulas de la Universidad de

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Viena. Estábamos en verano, y respirábamos un aire caluroso y vi-ciado. Desde mi silla solo alcanzaba a ver un trocito de cielo, por elque desfilaban blancas nubes, como una invitación al ensueño. Quédifícil resulta permanecer una hora sentado en silencio y pasar des-pués los diez minutos de descanso hablando con las muchachas sobresistemas cristalinos y fórmulas químicas. Más aún si las muchachascalzan sandalias y medias de lana, y llevan trenzas y anteojos. Al pare- cer, son estas las únicas que estudian Historia Natural. Pasé muchas horas en la Biblioteca del Instituto Geográfico, su-

mergido en la lectura de libros de viajes. Había visto fotografías de lasmontañas de Afganistán, de las junglas indias y, aquel día precisa-mente, cogí una obra de Sven Hedin sobre el Tíbet. La abrí al azar, yse me ofreció la imagen de un pelado paisaje rocoso, en el que desta-caba, como argéntea pirámide, la cúspide de un monte que alberga-ba un gigantesco glaciar. Y en aquel momento sentí nacer en mí la cer-teza de que un día contemplaría con mis propios ojos aquel mismopaisaje. Comprendí de pronto qué absurdo era limitarme a soñar cons-tantemente en las maravillas de las tierras remotas: debía «vivirlas». Comencé, pues, mis preparativos, animadamente, sin modestias

ni timideces. Empecé por hacerme imprimir un papel de cartas de ca-tegoría, que pudiesen plegarse en tres dobleces. «Expedición austría-ca al Asia Central», rezaba el membrete, y, armado con aquel papel,me lancé a impresionar a los fabricantes de conservas, tiendas de cam-paña y otros artículos apropiados, y a persuadirlos de la importanciade mi proyecto; tan bien lo hice, que muy pronto tuve sus produc-tos a mi disposición... totalmente gratis. Por su cooperación, lesofrezco, desde aquí, mi agradecimiento más cordial. A pesar de ello,la cuestión financiera no parecía de fácil solución. Con frecuencia, la«Expedición», sentada ante la mesa-escritorio, leía, ceñuda y atribu-lada, que la redacción del periódico xy había encontrado muy in- teresante la noticia del proyectado viaje, pero que no compartía laopinión de que fuese para ella de vital necesidad nombrar a HenryTichy su «corresponsal especial».Fue un período penoso, y más de una vez deploré no tener diez

años más. ¡Qué fácil me resultaría entonces llevar a cabo mis planes!

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El inconveniente mayor parecía ser mi juventud. «¡Cómo! ¡Pero siusted es todavía un estudiante y no ha cumplido los veintitrés años!Tiene ante sí un hermoso porvenir, le será fácil esperar.» Con estas pa-labras intentó animarme el director de una editorial que, en mi lu-gar, envió al África a un sabio barbudo. Pero un día el sueño se vol-vió realidad. Conseguí ser nombrado «corresponsal especial, destinadoal Asia», percibí un anticipo de la redacción de mi periódico, y mecomporté como si todo aquello fuese la cosa más natural del mundo,echando al olvido los esfuerzos que me había costado conseguirlo.Una fábrica austríaca de motocicletas puso a mi disposición una de susmáquinas, y de nuevo miré con buenos ojos a directores gene rales yjefes de redacción. Mi profesor de la Universidad de Viena, el doctorD. Suess, tuvo la amabilidad de señalarme el Himalaya como tesispara mi doctorado en Geología. Cuando conté mis proyectos a mipadre, vi en sus labios aquella sonrisa preocupada y triste que tantasveces le habían arrancado mis ilusiones.Vinieron luego los preparativos interminables, la pesadumbre rei-

terada de las despedidas... y aquí estoy, sobre cubierta, contemplandocómo se acerca la costa de la India. La senda de la aventura, por la quetanto suspiré, se abre delante de mí, ¡quién sabe adónde va a llevarme!¿A las heladas mesetas tibetanas o a las cordilleras peladas de Afganis -tán? Pero no quiero preocuparme de la meta; tal vez el camino no con-duzca a ninguna parte, pero ¿no es la aventura un fin por sí misma?Al empezar el relato de una expedición a Asia, todo escritor de

viajes que se estime en algo comienza con una detallada descripciónde Bombay; algunos incluso llenan unas páginas con sus impresio-nes del mar Rojo y Port Said. Yo no voy a intentar siquiera la descripciónde Bombay. La enorme estación, semejante a un palacio principesco,las Torres del Silencio, donde los parsis arrojan a sus muertos comopasto para los buitres, han sido descritas ya cien veces. El lector habi- tual de libros de viajes las conoce mejor que yo. Prefiero presentar alos compañeros que, en el curso de los próximos meses, iban a reco-rrer conmigo las rutas asiáticas.Somos tres los que nos hemos reunido en Bombay con el propó-

sito de vivir unos cuantos meses como vagabundos por las carrete-

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ras de la India. Uno de ellos es Chatter Kapur, un joven estudiantehindú de la Universidad de Lahore. Uno de sus antepasados era in-glés, de ahí el elemento aventurero que se ha entreverado con su pa-sividad indostánica. En cambio, sus piadosos parientes hindúes noven con buenos ojos este viaje. «Chatter se viciará estando en contactoasiduo con ese cristiano rubio», dicen preocupados a las vecinas, quetampoco ven la manera de desvanecer sus aprensiones.El «cristiano rubio» soy yo, enfrascado en la caza de las maravillas

de Asia. El tercero del grupo es nuestra motocicleta, que ha sido es-pecialmente adaptada para este viaje: la capacidad del tanque se haampliado hasta los veinte litros, con lo que puedo recorrer ocho-cientos kilómetros sin necesidad de parar a repostar. Si la casa cons-tructora cometió la ligereza de poner una máquina a mi disposición,fue solo por el gran concepto que todo el mundo tenía de mis cuali-dades como mecánico. Opinión que parecía estar justificada por elhecho de haber efectuado ya un viaje a la India en motocicleta por víaterrestre, aunque la verdad es que no había ido solo, sino en compa-ñía de un amigo muy cabal y experto en motos que, dejando para mítodo lo relativo a la dirección del viaje, me libró cuanto fue posible delas preocupaciones del embrague y de las reparaciones. Yo me habíaconformado, gustoso, con esta división del trabajo. Mientras mi ami-go tenía que clavar tenazmente la mirada en la horrible carretera yguiar con gran esfuerzo el vehículo por entre surcos, piedras y baches,yo, sentado alegremente, aunque sometido a vigorosas sacudidas,en el asiento posterior, informaba al piloto de que a nuestra izquier-da había aparecido un antílope o de que a la derecha se alzaban unasmontañas en extremo pintorescas. Él solo podía dirigir una mirada aesas bellezas durante los descansos, que forzosamente habían de serbreves para quienes, como nosotros en aquella ocasión, debíamosrecorrer trece mil kilómetros en un tiempo limitado. Sin embargo, lasventajas de aquel viaje de placer se convertían ahora en dificultades,ya que tenía que hacerme cargo de la máquina sin poseer la menor no-ción de lo que es una moto y sin conocer ninguno de sus secretos. Aunasí, no tenía más remedio que utilizarla, ya que era el vehículo máseconómico e independiente para ese tipo de rutas.

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Antes de salir de mi país, empleé dos tardes libres en familiarizar-me con los misterios de aquel medio de locomoción. Desmonté elcilindro y, ayudado por dos entendidos mecánicos, volví a montarloen su sitio. Después aproveché un domingo lluvioso para desmontary montar la rueda trasera, y quedé muy satisfecho de mí mismo. Llevéa cabo el trabajo sin excesivas complicaciones, aunque tal vez con unpoco de lentitud. He oído decir que otros emplean veinte minutos enesta operación, que a mí me llevó un día entero.La verdad es que, aun conservando una fría dignidad exterior,

veía venir aquellas correrías en moto por la India con un sentimien-to de franca inquietud, sin que bastara para tranquilizarme la con-fianza demostrada por Kapur, quien desconocía mis pobres aptitudescomo mecánico. Creo que, si hemos regresado indemnes a nuestrapatria, hay que agradecerlo más a la excelencia de la máquina que ala de su «mecánico» y conductor. El empleado de la Western India Automobile Association obser-

vó la pequeña motocicleta con mirada crítica: «Claro que puedenustedes intentar llegar hasta Delhi, aunque no se lo aconsejo en estosmomentos en que el monzón se halla en su apogeo. La carretera es-tará inundada en algunos trechos con medio metro de agua, y losárboles arrancados por la tempestad la cortarán en algunos tramos.Pero, como digo, pueden probarlo». Opiniones como esa no anima-rían a nadie. De momento, haríamos un recorrido de prueba hastaPuna, 250 kilómetros tierra adentro, ciudad renombrada por susuniversidades y escuelas. Era posible, además, que la temperatura de allínos permitiera pasar unas horas sin sudar, al menos durante la noche.La carretera de Puna discurre primero a lo largo del mar; las pal-

meras que la bordean por ambos lados se curvan como varas bajo elimpulso de la furia del monzón, y a breves intervalos algunas olas,azotadas por la tempestad, saltan por encima del liso asfalto. No hayque decir que los autos cerrados atraviesan tranquilamente esas «cas-cadas» de agua, pero para nosotros la cosa es más dura; yo trato desalvar la zona de peligro a todo gas, y cuando ya creemos haberloconseguido, en el último momento hemos de pagar el primer tributoal destino: unos centenares de litros de agua salada pasan bramando

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por encima de nosotros y nuestra máquina, y, cuando por fin sali-mos de las inmediaciones de Bombay, estamos calados hasta loshuesos. La lucha contra la humedad es completamente inútil, y pronto

la abandonamos. Del fracaso no tienen la culpa nuestros excelentesimpermeables, ya que el proceso se desarrolla, poco más o menos, dela siguiente manera: seguimos plácidamente por una carretera secapor completo; unas nubecillas flotan alegres en el cielo, y nosotros nossentimos contentos de aquel tiempo magnífico. Y he aquí que,mientras nos alegramos aún de nuestra suerte, descarga de prontoun aguacero que nos deja empapados antes de que tengamos siquie-ra tiempo de coger los impermeables. En cuanto cesa la lluvia, noso -tros, escarmentados ya, seguimos camino con los chubasqueros pues-tos, con el resultado de que, a los pocos minutos, el sudor nos impregnacon la misma intensidad que lo hiciera antes la lluvia. Así, la alterna-tiva consiste en elegir entre dos sistemas de mojarnos, ya que no hayposibilidad de mantenernos secos. Por una mísera y empinada carretera, nuestra máquina trepa fa-

tigosamente a la meseta donde se halla emplazada Puna, a seiscien-tos metros de altitud. El aire es fresco, la lluvia se hace más rara, y re-cobramos nuestro entusiasmo. Extrañas figuras se cruzan ante nosotrosa lo largo del camino. Faquires embadurnados de ceniza y casi total-mente desnudos nos dirigen siniestras miradas; pero son inofensivos,comparados con las vacas indias. De todos es conocido que, en laIndia, la vaca es un animal sagrado; un animal que todo el mundoalimenta y mima. Estoy convencido de que las propias vacas creenfirmemente en su santidad y se consideran superiores a los seres hu-manos. Jamás he visto en Europa vacas que se te queden mirando contanta frescura e insolencia cuando llevas ya varios minutos tocandola bocina invitándolas a apartarse, aunque sea solo a un paso, de lacarretera. Yo me vengo cada vez dándoles, al pasar, un enérgico pun-tapié, cosa que, a buen seguro, no les ha ocurrido jamás en el curso desu venerable existencia. Los pastores se quedan atónitos al verlo,pensando, sin duda, que en mi próxima reencarnación me aguardauna vida miserable de vaca atormentada.

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En Puna existe una escuela para viudas. En un grupo de edificios,maestros y maestras indios se dedican a instruir a sus alumnas en losproblemas de la economía doméstica, y las enseñan a contar, escribiry leer. Casi el 90 por ciento de la población india es todavía analfa-beta. Es una escuela del hogar semejante a las que podemos encontraren cualquier parte del mundo, aunque con una particularidad: lamayor parte de las alumnas, muchachas y mujeres, son viudas. Paracomprender la necesidad de una escuela de este tipo, es precisoadentrarse en la mentalidad indostánica y esforzarse en considerar lacondición de viuda desde la perspectiva de los indios.La suerte de las viudas hindúes es de todos conocida, incluso

en Europa. Hace apenas un siglo que la esposa cuyo marido la pre-cedía en la muerte se dirigía, más o menos voluntariamente, a lapira funeraria para terminar en ella su vida. Esta costumbre, a nues-tro juicio tan incomprensible y cruel, tenía su fundamento en unaconvicción que hoy encontramos todavía en muchos indios cultos.Todo ser viviente debe pasar por una larga serie de renacimientos oreencarnaciones, cada una de las cuales representa el castigo o el pre-mio por la existencia anterior. Los indios deducen, pues, con todalógica, que una mujer que es castigada con la muerte prematura desu marido debió de haber pecado muy gravemente en su vida ante-rior y, por consiguiente, se le hace un favor al ofrecerle la oportuni-dad de purgar sus pasadas transgresiones por medio de una muertevoluntaria, con objeto de que, en su existencia futura, ascienda a ungrado de vida superior. Esta creencia está tan arraigada en los indios, conservadores por

temperamento, que todavía hoy la mayor parte de las viudas se vencondenadas a llevar una existencia digna de toda compasión. Ciertoque los ingleses han prohibido rigurosamente el suicidio o el sacrifi-cio en la hoguera, pero es muy posible que más de una viuda suspirepor aquella cruel costumbre, ya que no ha sido reemplazada por unaigualdad de derechos, sino que las infortunadas mujeres son tratadaspor parientes y amigos como delincuentes; solo que lo fueron no en suvida presente, sino en otra anterior. No se les permite llevar vestidosbonitos ni frecuentar la sociedad, y pasan su existencia vegetando

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miserablemente en un aposento cerrado. Recuerdo un caso que vivíen Bombay. Una familia india me había invitado a tomar el té. Se tra-taba de una familia marcadamente moderna, como se desprende delhecho de que las hijas estuvieran presentes durante mi visita y ha-blaran conmigo con toda libertad. Como en el país no se consideraobligado presentar a todas las personas reunidas, no me extrañó queno me presentaran a una linda damita que estaba preparando la me-rienda en el fondo del salón. Pronto se animó la conversación, queresultó interesantísima con aquellos indios cultos; finalmente, meobsequiaron poniendo unas placas de gramófono. La joven dama permanecía silenciosa en un rincón de la sala, escu-

chando la música; no había desplegado los labios en todo el tiempo.Yo la observé con curiosidad, y, al mismo tiempo, se clavó en ella lamirada de mi anfitrión, el cual, levantándose bruscamente, pronun-ció en voz alta unas palabras en hindustaní que yo no pude compren- der. La joven se incorporó presurosa y azorada, y desapareció por lapuerta. Yo dirigí al señor de la casa una mirada interrogativa, y él com-prendió que me debía una explicación: «Es la viuda de mi hermano—dijo en tono desdeñoso—. No acaba de acostumbrarse a su condi- ción y a la idea de que nada tiene que hacer en nuestras reuniones».Aquel indio había estudiado tres años en Oxford y, sin duda, trata a laviuda de su hermano mil veces mejor de lo que lo hace la clase media,estrictamente religiosa. Millares de viudas vegetan hoy en la Indiallevando una existencia desprovista de todo sentido y finalidad, ymuchas de ellas son casi niñas, ya que, en aquel país, la edad mínimapara casarse es hoy la de catorce años. La vida y el futuro se les pre-sentan grises y sin esperanza; no hay medio de escapar a aquella exis-tencia infamante, tan arraigada en la mentalidad del pueblo. Sin embargo, recientemente los indios han intentado, por propia

iniciativa, mitigar la lamentable suerte de las viudas. Primero en Punay después en otras ciudades, se fundaron las llamadas Seva SadanSocieties, instituciones cuyo objetivo es volver a hacer de las viudasmiembros valiosos y aptos para la vida social. Seva Sadan significa‘Trabajo para el hogar’; las jóvenes viudas son educadas, sobre todo,en las labores domésticas. En la escuela de Puna residen unas dos-

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1. Escuela de viudas. No se quitan el sari durante las clases de gimnasia y los recreos.

2. Las alumnas efectúan por turnos los trabajos domésticos de la escuela.

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4. Las viudas-alumnas se ocupan limpiando arroz, el principal alimento de la India.

3. En el comedor. Según costumbre india, las mujeres, en cuclillas en el suelo, comen

con los dedos.

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5. Cien años atrás, las viudas indias eran quemadas; hoy pueden llevar en las escuelas

una existencia moderna y libre.

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cientas mujeres que, gratuitamente o mediante pago de una modes-ta cuota, según sus recursos económicos, son alimentadas, vestidasy educadas (fotos 1 a 5). Algunas abandonan la escuela ya al cabode pocos meses, para ir a ganarse el pan como enfermeras, insti tu-trices o trabajadoras en alguna fábrica. Otras, menos dispuestaspara la vida, pasan la suya en la Seva Sadan, trabajando para la co-munidad y contribuyendo de este modo al mantenimiento de lainstitución.Aparte de su interés para las viudas, estos «hogares» son uno de

los raros lugares de la India donde las diferencias de casta han desa -parecido por completo. La viuda del rico brahmán se sienta al ladode la del pobre paria; ambas son educadas en el nuevo espíritu, y se-rán propagadoras del nuevo orden social de la India. Mil doscien-tas alumnas han abandonado ya la escuela de la Seva Sadan; no esmás que una gota caída sobre una piedra candente, pero es otropaso hacia delante, y al observar los vivaces rostros de las viudas-alumnas uno se anima a mirar con un cierto optimismo el futuro dela mujer indostánica.