Garcia Del Campo, Juan Pedro - Spinoza o La Libertad Ed. Montesinos 2008

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Spinoza

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Spinoza vivió y desa­rrolló su filosofía en la Holanda del XVII: un espacio anómalo en su tiempo en el que la or­ganización de los asun­tos públicos seguía una dirección particularmen­te distinta a la del resto de Kstados.Situada en el centro de la Economía-Mundo emer­gente, la República de

| las Provincias Unidas acogió, además, las más importantes I formas de pensamiento (científico y filosófico) cuyos princi- | pales representantes eran perseguidos en el resto de Europa.| Por ello se vio sacudida por tensiones sociales y políticas que i prefiguran las principales direcciones de la reflexión y la

actividad pública durante los siglos posteriores.Spinoza nació, vivió y pensó en ese universo anómalo y, en él,

f desarrolló un pensamiento que fue inmediatamente identifi­cado como la máxima expresión del ateísmo, y como la ma­yor de las monstruosidades teóricas: en realidad, una apues­ta consciente y explícita por el materialismo explicativo, por el conocimiento científico, por la crítica de la superstición y

' por la búsqueda de la libertad al margen de cualquier Abso­luto.Spinoza o la libertad es una introducción al pensamiento de

I Spinoza que, sin perder de vista su especificidad filosófica, pretende situarla en el seno de los "campos de batalla" teóri­cos y prácticos en los (pie Spinoza quiso intervenir y en los

I que (guiso afirmar la potencia lil>eradora de la cooperación.

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Juan Pedro García del Campo

SPINOZAO LA LIBERTAD

M O N T E S I N O S

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Colección dirigida por Salvador López Amal

© Juan Pedro García del Campo, 2008 Edición propiedad de Ediciones de Intervención Cultural

Diseño: Elisa N. Cabot ISBN: 978-84-96831-81-0

Depósito legal: B-39.449-08 Imprime Novagráfik Impreso en España

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Introducción

La filosofía de Spinoza se ha convertido, en las discusiones fi­losóficas de las últimas décadas, en un cierto “punto de parti­da”: casi como si nada pudiera ser dicho sin llevar incorporada de algún modo una apropiación previa de su obra. La obra de Spinoza ha sido leída no sólo como objeto de estudio sino, ade­más y fundamentalmente, como instrumento para una interven­ción teórica en los más diversos campos de la actividad inte­lectual (filosófica y política).

Fuera del ámbito académico, sin embargo, muchos lectores que han querido contrastar por sí mismos esas intervenciones que se reclaman construidas desde su inspiración, han venido a darse de bruces con pautas de lectura armadas sobre una discusión “me­tafísica” especializada que parece empeñada en perderse en la interpretación de un laberinto de definiciones, axiomas y propo­siciones sacralizadas como sucedáneos de “la palabra” y que, además, suelen ser interpretadas de una manera aún más espe­cializada: como si el comentarista necesitara mostrar que puede ser -al menos- tan complejo como aquello que comenta: si­mulacro académico de lo filosófico.

El lector se reafirma entonces en una sospecha que funda­menta en buena medida una extendida prevención ante las inter­venciones filosóficas: discursos incomprensibles que se hacen valer por igual para lo uno o para lo otro... palabrería huera y, por hiper-especializada, casi carente de sentido: debe ser que la filosofía no habla de lo que a todos nos preocupa... debe ser que los filósofos viven “en otro mundo”.

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Prejuicios que queremos aquí poner al margen.No obviar la especificidad de lo filosófico: ni su compleji­

dad ni su pertinencia. Pero sí poner el acento en su “terrena- lidad", en su carácter de “intervención”. Hacer, en este senti­do, una introducción a Spinoza escrita para “no-ñlósofos". Una introducción a Spinoza que, por así decir, desborde los límites de la filosofía especializada y académica permitiendo -quizá paradójicamente- un acercamiento que recupere el sentido filosófico de su obra. Pretendemos mostrar, pues, cómo se situó el pensamiento de Spinoza en una encrucijada en la que se juega, en el XVII, la apuesta política y teórica entre la li­bertad o el sometimiento... evidenciando hasta qué punto la opción que Spinoza adopta -y de ahí su actualidad ¡neludible- es la matriz que comparten todas las opciones por la liberación y el conocimiento.

Por motivos de comodidad y para aligerar la lectura, como es habitual, cuando nos refiramos a las obras de Spinoza, vamos a utilizar la siguientes abreviaturas:

BT: Breve tratado sobre Dios, el alma y su felicidad.TRE: Tratado de la reforma del entendimiento.PPC: Principios de ¡a filosofía de Descartes.TTP: Tratado Teológico-Político.TP: Tratado Político.

Siguiendo el mismo criterio de comodidad, no utilizaremos abreviatura para la Ética. el Compendio de gramática hebrea o las caitas que componen su Correspondencia... aunque sí para referimos a las definiciones (def.), proposiciones (prop.) axio­mas (ax.), capítulos (cap.) escolios (esc.) o corolarios (cor.) allí donde fuera preciso hacerlo.

En términos generales citamos según las traducciones cas­tellanas que referenciamos en la bibliografía; en algunas oca-

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siones, sin embargo, realizamos traducción propia de algunos términos (algo que sucede respecto de la traducción de mens, para la que usamos siempre la palabra castellana mente).

II

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1. Campos de batalla

Baruch Spinoza nació en Amsterdam el 24 de noviembre de 1632 en el seno de una familia judía de origen sefardita integra­da en la próspera Comunidad hebrea de esa ciudad. Tanto su in­fancia como su juventud recorrieron los caminos que debía re­correr el hijo de una buena familia.

Su círculo familiar estuvo cerca de personas que, en esa Co­munidad, apuntaban una marcada proyección pública y su pro­pio padre, Michaél Spinoza figuró al menos durante siete años entre los Pamassim de la Comunidad. Fue educado en la orto­doxia bajo la vigilancia de maestros creyentes y eruditos. Asis­tió hasta 1651 a la escuela Talmud Tora y, aunque no siguió las clases superiores, ni estudió el Talmud ni llegó a tener al gran Saúl Levi Morteira como profesor directo, causó muy buena im­presión a sus maestros por su sagacidad y por su conocimiento de los textos sagrados; además, desde la muerte de su padre en 1654 hasta 1656 cumplió “religiosamente" las obligaciones financieras con la Comunidad.

Baruch Spinoza fue un joven de una familia bien situada, edu­cado en la observancia de las tradiciones y la Ley... que cumplió las normas y siguió las tradiciones sin faltar -por así decir- a los deberes familiares.

Sin embargo, el 27 de julio de 1656, en un acto singular cuya explicación ha hecho correr ríos de tinta, es expulsado de esa Co­munidad en la que ha crecido con la fórmula más grave de Heretn (“separación”, “exclusión"). Baruch Spinoza (“Benedictus” si

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traducimos al latín su nombre de pila) se convierte entonces oficialmente en un maldito. La ritualizada fórmula de Herem, tantas veces transcrita, no deja de poner los pelos de punta: "Ex­comulgamos, maldecimos y separamos a Baruch de Spinoza, con el consentimiento del Dios bendito y con el de toda esta co­munidad; delante de estos libros de la Ley, que contienen tres­cientos trece preceptos; la excomunión que Josué lanzó sobre Jericó, la maldición que Elias profirió contra los niños y todas las maldiciones escritas en el libro de la Ley; que sea maldito de día y maldito de noche; maldito cuando se acueste y cuando se levante; maldito cuando salga y cuando entre; que Dios no lo perdone, que su cólera y su furor se inflamen contra este hom­bre y traigan sobre él todas las maldiciones escritas en el libro de la Ley; que Dios borre su nombre del cielo y lo separe..."

Sus escritos se convierten en continuo asunto de escánda'p: en 1663 aparece su primera obra publicada (una exposición -como veremos- de la filosofía de Descartes) pero antes incluso de esa primera publicación la fama de ateo ya le acompañaba. Y todos los grandes de la filosofía -en su época y en los siglos posterio­res- entran en la batalla abierta en las tesis spinozianas.

Cuando Spinoza muere, en febrero de 1677, es conocido en los ámbitos filosóficos y políticos de media Europa como el autor más peligroso para la religión y su obra es estigmatizada como la mayor de la blasfemias. Esta “batalla”, además, ad­quiere nuevos matices con su muerte: desde el mismo 1677 un mito se construye y empieza a distribuirse: Spinoza sería el ma­yor de los ateos y, sin embargo, una muy buena persona. Pole­mista en materia religiosa pero afable y humilde en lo personal: sencillo y generoso, amante de la paz, del conocimiento y del estudio; un modelo de ciudadanía. Un ateo virtuoso. Y son pre­cisamente “los suyos” los que se lanzan a la construcción de esa imagen: un intento de contrarrestar con la afirmación de la vir­tud la acusación terrible de ateísmo.

Pero entenderíamos bien poco si pensásemos que, sobre todo

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en el XVII, hablar de religión es hablar sólo de convicciones ínti­mas y que hablar de virtud es hablar sólo de actitudes personales. Para entender bien las cosas será preciso, para empezar, dar un cierto rodeo.

Lo que constituye la Comunidad

Iríamos quizá demasiado fuera de nuestro asunto si quisié­ramos hacer aquí un recorrido exhaustivo por las diversas for­mas de articulación social y política que han cimentado en lo religioso su nexo simbólico. Bn todo caso -y sin necesidad de recurrir para ello a más referencias que los argumentos utiliza­dos por los mismos autores cristianos- resultaría especialmente sencillo mostrar cómo, al menos desde la caída del Imperio Ro­mano de Occidente, existe una consciente y explícita apuesta por la construcción de una organización social y política que sea la materialización “terrenal” de una comunidad espiritual cuya dirección correspondería a la Iglesia cristiana.

Ese es, en última instancia, el sentido de obras como La ciu­dad de Dios de Agustín de Hipona. Roma ha caído -viene a de­cir- y en esa caída parece haber caído también el sueño de construir la universalidad cristiana que en “la ciudad” habíamos Hado. De alguna manera, con la caída de la Urbe habría caído el Orbe entero; y esta misma idea es recogida por otros cristianos de la época (la frase célebre que se atribuye a Jerónimo de Es- tridón lo atestigua). Pero este modo de presentar las cosas no es sólo expresión “psicológica” de desconcierto ante el fin del Im­perio sino -y eso es lo determinante- principio fundamentador de un importantísimo giro estratégico de la Iglesia que tendrá consecuencias decisivas.

Desde tiempos de Constantino I el Imperio había optado por la utilización de la Iglesia como elemento de unificación organi­zativa. Así, se produjo un progresivo desarrollo de las institu­ciones eclesiásticas que marchó en paralelo con la creciente

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implicación de la Iglesia en las tareas administrativas y de go­bierno. Al margen de las consecuencias doctrinales que esta simbiosis produjo, la tesis de Agustín viene a señalar que el cristianismo había optado en ese período por aprovechar la uni­versalidad imperial para, sobre ella, construir la universalidad que propugna efectivamente del mensaje cristiano. Y es precisa­mente esa universalidad lo que corre peligro con la caída de Ro­ma. Si hemos apostado por apoyamos en la ciudad terrenal para construir la ciudad de Dios... ¿debemos renunciar a ella ahora que Roma ya no existe? La respuesta a esta pregunta retórica sólo puede ser una: la tarea consiste en edificar la universalidad del cristianismo, la Ciudad de Dios, al margen de cualquier forma de poder terrenal preexistente: sólo así estaremos a salvo de los avatares que lo azoten. Más aún -y esta será la clave del agustinismo político que modelará la historia europea fen los diez siglos posteriores- lo que el cristianismo debe hacer es to­mar nota de que la Comunidad de los cristianos (los “ciudada­nos” de esa Ciudad en la que los “paganos” -de pagus: la aldea, lo que no llega a ser ciudad- no tienen cabida) es una Comuni­dad en sentido pleno que tiene también que forjar desde los principios y objetivos espirituales del cristianismo, una sociedad y un poder (un “imperio”) en el que se articulen y garanticen las necesidades “terrenales” de los seguidores de Cristo.

Si en el judaismo el origen divino de la sociedad estaba ñjado desde su momento fundacional (es la Alianza o el pacto con Dios en tomo a los preceptos contenidos en las tablas de la Ley lo que constituye a las tribus salidas de Egipto como pueblo hebreo -y no sólo como pueblo elegido-), el cristianismo en­cuentra en esta formulación agustiniana la clave para dar cuenta de su preeminencia necesaria. Al igual que en el judaismo no hay propiamente pueblo sin Ley -y por eso la Ley no puede ser puesta en cuestión por ninguna voluntad “humana”: estaría con ello en peligro la subsistencia misma del pueblo hebreo como tal pueblo- en el cristianismo post-agustiniano no hay propia-

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mente Comunidad sin sometimiento al proyecto espiritual y a la organización que ha foijado: la Iglesia.

Permítase la simplificación: no otro es el fundamento de la teo­ría de las dos espadas, del cesaropapismo medieval y, en general, de todas las concepciones que suponen indiscutible el someti­miento de los diversos poderes políticos a los dictados de la auto­ridad religiosa (o, en otras formulaciones, a determinados crite­rios valorativos y normativos que se afirman como absolutos ante los que las decisiones “humanas” no tienen valor alguno).

Este vendría a ser el supuesto último de todos los integrismos: no es posible la convivencia sin la validez universal de princi­pios absolutos y sin la consiguiente mediación de quienes se erigen en garantes de la inmutabilidad de las normas y en intér­pretes de su aplicabilidad. La afirmación de los Absolutos y el correlato de la exigencia de mediaciones o intermediarios: tales son -simplificamos de nuevo- los supuestos básicos de todo in- tegrismo, de toda fundamentación del poder y la norma en la trascendencia.

Si es cierto que durante la edad media el poder terrenal de la Iglesia se desarrolla en tomo a la propiedad de la tierra y las re­laciones feudales de producción, si las arcas de las diversas órdenes religiosas y de la Iglesia en su conjunto se nutren de las mismas fuentes que las del resto de señores feudales, si su poder se articula como cualquier otro poder feudal, no es menos cierto que la Iglesia ha conservado y cultivado el halo de superioridad derivado de una relación privilegiada con la divinidad y, cuando ha podido, ha hecho valer su carácter mediador como un poder efectivo: procurándose derechos para el nombramiento de cargos eclesiásticos en los distintos señoríos y reinos, manteniendo prerrogativas económicas especiales e incluso espacios jurisdic­cionales con capacidad real para la toma de decisiones.

A partir del siglo XIV, sin embargo, la evolución de las cir­cunstancias económicas y sociales, el desarrollo del comercio y

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el crecimiento de las ciudades como espacios de actividad eco­nómica y comercial al margen del feudalismo, ha venido po­niendo en cuestión la relación feudal misma y ello ha afectado por una doble vía al papel de la Iglesia en el reparto del poder.

En primer lugar porque las relaciones comerciales no se atie­nen a más absoluto que al intercambio de equivalentes (y por eso las ciudades del renacimiento han supuesto de hecho una quiebra del principio de la mediación necesaria: la inmanencia de los intercambios no es directamente convertible en trascen­dencia y mediación). En segundo término porque junto al de­sarrollo ciudadano se producen también en este período impor­tantes revueltas campesinas, generando un espacio de conflicto generalizado que pone en peligro la pervivencía misma de la re­lación feudal y que obliga a una estrategia que se repite en bue­na parte de Europa: para resistir la conflictividad y mantener la situación social lo más estable posible se desarrolla un proceso de creciente centralización del poder en tomo a la ñgura del mo­narca que no dejará de intensificarse durante los siglos siguien­tes y que tiene como una de sus consecuencias directas la coli­sión de intereses con el poder de la Iglesia: la centralización del poder exige eliminación de privilegios y supresión de prerro­gativas. El enfrentamiento entre las monarquías y el papado se hace, por eso, inevitable. Se trata de un enfrentamiento “prácti­co" que incluye una peculiaridad que se suma a las tendencias de cambio: el desarrollo ciudadano y la crisis tendencial del mundo feudal ha puesto también en entredicho el modelo inte­lectual construido en la baja edad media en tomo a las distintas formas de la escolástica: para unos se convierten en un corsé del pensamiento que resultan inútiles para “inventar" el nuevo mun­do que surge (y se decantan por explorar nuevas direcciones de la investigación científica y técnica o por exaltar la creatividad humana frente a un “saber” esclerótico), para otros se vuelven puro ornato -igualmente inútil- que obvia la más radical de las condiciones humanas, la que le determina como criatura de Dios

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(y reivindican entonces el valor de la fe frente a la estupidez de la pretensión de saber que proclama la llamada teología racio­nal; un “retomo a la fe” que adquiere muchas veces tintes ex­presamente anticlericales): en ambos casos, por eso mismo, te- chazo “de hecho” de la preeminencia “cultural” de la Iglesia.

Este es el contexto en el que a partir del siglo XVI -aunque im­portantísimos antecedentes podrían señalarse- se desarrolla la Reforma. Un movimiento que pone aún más de manifiesto la in­mediata consistencia política de opciones que aparentan refe­rirse únicamente a “lo religioso”.

Reforma (religiosa) y revuelta (política)

Aunque el siglo XV fue recorrido por numerosas disputas de contenido fideísta y/o religioso (la más importante, quizá, la de los husitas... pero ni mucho menos la única), la Reforma arranca “oficialmente” de la discusión de un monje agustino con las au­toridades de la Iglesia en tomo al asunto de la venta de indul­gencias. Entre 1516 y 1517 Martin Lulero lanzó tres sermones contra las indulgencias y en octubre de 1517 colocó un escrito conteniendo 95 tesis en defensa de su posición a las puertas de la iglesia-castillo de Wittenberg. junto con una invitación abier­ta para que fueran debatidas. Y aunque Lulero no es un refor­mador social, en un contexto de exacerbada conflictividad, esas tesis suyas -y el enorme escándalo que provocan- cobra inme­diatamente un carácter político cuya evolución marcará el curso de varios siglos de la historia europea.

Martin Lulero había estudiado Artes y Filosofía en la Univer­sidad de Erfurt y en ella había escuchado las críticas nomina­listas a la filosofía escolástica; una formación, por tanto, que conjugaba una crítica de la teología metafísica oficial con un fi­deísmo sustentado en el modelo agustino de religiosidad: un fi­deísmo que en Lulero se matiza de manera determinante por cuanto sólo la fe puede poner al hombre en disposición de ser

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salvado. Asf, la gracia divina y la fe con que el hombre “agra­ciado” responde a ella son los elementos fundamentales de una visión del mundo que lo marca todo como un trasunto de la absoluta potencia y presencia divina.

La venta de indulgencias por tierras del Arzobispado de Ma­guncia para financiar la edificación en Roma de la Basílica de San Pedro, encargada a un fraile dominico -orden tradicional­mente enfrentada a los agustinos- disgustó a Federico de Sajo­rna. en cuyos dominios y bajo cuya protección se encontraba la Iglesia-castillo de Wittenberg... porque esa competencia hacía peligrar la venta de reliquias que allí se realizaba y, así. una su­culenta fuente de ingresos; la disputa es además particularmente útil para poner en cuestión las cargas financieras que le obligan con la Iglesia. De este modo, con ocasión de una coyunt'tra pun­tual, lo que podría haber sido uno de los muchos conflictos entre órdenes religiosas adquirió tintes espectaculares.

Lutero empieza a sermonear contra las indulgencias en 1S16 articulando teóricamente sus sermones a partir de un fideísmo manifiesto y de una peculiar consideración de la libertad huma­na; desde el pecado original el hombre está arrastrado a] mal y sólo la gracia le permite escapar a esa determinación, pero suce­de que desde el momento en que la recibe es la gracia la que le mueve al bien. El hombre es una especie de campo de batalla en el que dos fuerzas antagónicas (el bien y el mal) pugnan por im­ponerse sin que él mismo pueda hacer nada de manera autóno­ma. Frente a la salvación que se compra con bulas e indulgencias sólo la fe (la “sola fe”, dice Lutero: y el matiz es importante) brinda un acceso al perdón y a la salvación del pecado exigiendo un absoluto sometimiento al poder de la gracia. El auténtico arrepentimiento no puede ser sustituido por compra alguna.

La secuencia posterior de los acontecimientos es de sobras co­nocida; denuncia de los dominicos; petición de rectificación; apo­yo implícito de Federico de Sajonia; nuevos sermones que au­mentan paulatinamente de tono hasta la redacción de las 95

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tesis; implicación directa del Papa en el asunto enviando un in­vestigador que acabó declarando hereje a Lutero; convención agustina en Heidelberg... en fin, el gran escándalo que conduce a las discusiones que se producen en la Dieta de Worms, al llamamiento a la “nación alemana” (es decir, a los príncipes y al emperador mismo) a optar por la Reforma y a romper con la au­toridad papal y finalmente al edicto condenatorio de las tesis de Lutero que Carlos V hace público en 1521. La cuestión de Lu­tero se convierte así en el asunto estrella de la Dieta.

Pero lo más interesante de la cuestión (a los efectos que nos ocupan) es el sentido de los argumentos que Lutero pone en juego en la defensa de sus tesis... y sus consecuencias.

La afirmación de la salvación por la “sola fe” y la denuncia de la inutilidad saivífica de las indulgencias ponen claramente en cuestión la autoridad papal. Cuando se le recuerda esto a Lutero en las discusiones de la convención de Heidelberg, lo que había sido una oposición implícita se transforma en una argumen­tación que rechaza la autoridad del pontífice explícitamente: las doctrinas que sustentaban la venta de indulgencias se basaban en una bula de 1343 de Clemente VI, un Papa en la corte de Avignon especialmente propenso a conseguir y gastar dinero. Lutero rechaza la validez de ese sustento y, frente a la absoluta potestad del Papa que lo fundamenta, exige la valorización del Concilio como único órgano en el que residiría la autoridad de la Iglesia. No sólo se rechaza la autoridad temporal del pontífice sino también su infalibilidad dogmática.

Pero el asunto es todavía más importante porque la reivindi­cación del valor de la “sola fe” pone en cuestión ni más ni me­nos que la necesidad de la mediación de la Iglesia para la sal­vación. La niega. Desde la reivindicación del valor de la “sola fe” Lutero niega -de hecho, pero también explícitamente- el papel de la Iglesia como mediadora en la recepción de la pala­bra divina (por eso una de sus apuestas es la traducción alemana de los textos sagrados: para que todos los cristianos puedan

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leerlos e interpretarlos desde su interioridad, sin mediación al­guna), en la recepción de la gracia (porque puede haber salva­ción sin haber recibido el bautismo) o en la administración de los sacramentos (sólo la celebración de la Cena y el bautismo son aceptados como sacramentos, y ello sólo por ser signos del único verdadero sacramento que es Cristo). Y cundió el ejemplo: Karls- tadt, Melanchton y algunos otros teólogos y humanistas se unie­ron pronto al proyecto radicalizando en algunos casos, en la dis­cusión, las tesis subversivas.

Desde 1S18 Lutero es tachado de hereje. Desde 1S2I sus tesis son además condenadas por un edicto del emperador y por una excomunión explícita del Papa. Pero el apoyo de buena parte de la nobleza alemana (la protección tanto extraoficial como explí­cita de Federico de Sajonia, que propicia una “desaparición” que impide su detención) y cierta indecisión inicial de O lios V per­miten que siga libre y continúe expandiendo su doctrina. Los acontecimientos son seguidos con interés indudable y, en el imaginario colectivo, la libertad de Lutero y el hecho de que si­ga escribiendo en la misma línea son interpretados como signos de una clara victoria de sus tesis, como un éxito de la Reforma frente a los poderes que sustentan el sometimiento a la Iglesia. Un febril impulso reformador parece arrastrar al monje Lutero: junto a las tesis puramente doctrinales, otras que atañen a la organización de la Iglesia (supresión de conventos de monjas, de la mendicidad, del celibato del clero) y que insisten en negar a la Iglesia su presencia como un poder entre los poderes (dis­minución del número de cardenales, disminución de la corte papal, abolición de los ingresos del Papa, reconocimiento del gobierno secular y de sus atributos propios, renuncia del papado ai poder temporal...). Y a la reforma se ponen todos cuantos re­formistas se consideran.

Desde el primer momento, así, la Reforma se convierte en un movimiento con una carga inmediatamente política. Y no sólo por lo que supone de rechazo de la primacía política del papado

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(cosa esa que va “con el aire de su tiempo”) sino -como vere­mos- porque lo hace desde una actualización de la tesis agus- tina de la Comunidad cristiana entendida como articulación social de la primacía de lo espiritual: una actualización que adquiere tintes dramáticos. Las tesis luteranas fueron pronto utilizadas como instrumento de los príncipes en su pugna contra el poder de la Iglesia, pero lo que marca de manera determinan­te el carácter político de la propuesta, su consistencia teológico- política por utilizar una expresión que será consagrada por Spi- noza, es su inmediata lectura en clave “constituyente” por quie­nes foijaron con ellas el imaginario de una revolución social que veía en sus propuestas la llave para construir la Nueva Jerusalén, el Reino de Dios en la tierra. La manera -muchas veces con­tradictoria- en que ese aliento se plasmó en actuaciones prácti­cas al ritmo de la revuelta dio forma a la historia europea durante los siglos XVI y XVII.

En los escritos de 1S20 Lutero había exaltado la responsa­bilidad moral del individuo respecto de su salvación frente a la “cautividad babilónica” de la Iglesia y había proclamado el sa­cerdocio universal de los cristianos. Pronto la negación de la mediación se tradujo en una interpretación antijerárquica de la Co­munidad de los cristianos y vino a hacer cuerpo con el viejo anticlericalismo popular. En Erfurt y, sobre todo, en Witten- berg. alentadas por los escritos luteranos, se suceden rebeliones contra la autoridad... cargadas de tintes teológicos. Así, mien­tras en lo teológico-doctrinal Juan Lang proclama la justifica­ción por la “sola fe” y la libre interpretación de la Escritura y Karlstadt. que ha reivindicado también la posibilidad de leer la Biblia de manera no literal (en ella es más importante el “espíri­tu” que la letra), contra la autoridad del protector Federico de Sajonia, celebra la primera “cena del Señor” en alemán, sin ele­vación de la hostia y con comunión de laicos bajo las dos espe­cies, en lo “mundano” se exige la disolución de las órdenes reli­giosas, la destrucción de las imágenes del culto y la confis-

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cación de sus propiedades eclesiásticas y se reivindica una socie­dad sin sacerdocio ni leyes. En Zwickau, Nicolás Storch, Tilomas Dreshel, Marco Stübner y Thomas Müntzer se ponen al frente de una Comunidad que encuentra una clara continuidad entre los príncipes de la Iglesia y los príncipes “seglares” y que recono­ciendo a Jesucristo como única mediación válida con Dios re­clama la solidaridad entre todos los cristianos... que deben vivir libres de la esclavitud del mundo.

El rechazo de las mediaciones funciona como catalizador del descontento popular y tiene, asi, una inmediata traducción prác­tica hacia la revuelta social que delimita el terreno del conflicto y provoca -como consecuencia de esta fractura más profúnda­la primera y fundamental fractura teológica en la Reforma na­ciente: la progresiva radicalización mueve a Lutero a po- sicionarse contra la rebelión y en defensa del poder de Federico acudiendo en persona a Wittenberg para apaciguar los ánimos y pedir paciencia para la buena organización de la Reforma; continuas prédicas y sermones que cuajan en 1S22 con el Orde­namiento de la misa y con la “institución” del sacerdocio. Ante la revuelta... las mediaciones teológico-organizativas son restituidas. Y también las mediaciones políticas y sociales (la propiedad y las leyes) serán garantizadas en los años siguientes por los ejércitos de los príncipes. Las revueltas campesinas en Suabia, en Franconia y Turingia entre 1524 y 1525 -a las que se unió la Liga de los Elegidos organizada por Müntzer- merecie­ron un escrito de Lulero Contra las hordas asesinas y ladronas del campesinado incitando a la nobleza a una represión rápida y sangrienta... que se cumplió finalmente con la masacre de la batalla de Frankenhausen. Un asunto tan preocupante que en la Dieta de Espira (celebrada entre 1526 y 1529 como un último intento de resolución del conflicto religioso) católicos y protes­tantes acuerdan perseguir al unísono a los peligrosos anabap­tistas (recuperando así no sólo el calificativo que desde el siglo IV se aplicaba a los cristianos que se opusieron a la imposición

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del bautismo a los niños sino también la condena a muerte que desde el Código de Justiniano se establecía para ellos).

En IS2S Konrad Grebel negó el valor del bautismo católico y promovió un segundo bautismo para los adultos en espera del inminente advenimiento del reino de Dios y la fundación de la Nueva Jerusalén. Y esa Nueva Jerusalén vio la luz en 1534 en la ciudad de Münster. Aunque Jacob Hutter predicaba en el T¡- rol entre los mineros que el amor precipitaría el fin del mundo corrompido y la llegada del Reino de Dios, Juan Mathijs pre­dicaba en Holanda que el advenimiento de esa nueva sociedad debería precipitarse con violencia. Y fueron los dolores del par­to los que se terminaron imponiendo: en 1534, Juan de Leyden y el mismo Mathijs se hicieron con el control de Münster, en Westfalia, expulsando al obispo y estableciendo en esa ciudad la Nueva Sión desde una visión escatológica que revitaliza un cristianismo primitivo altamente idealizado pero que también incluye la prohibición del dinero, de la tenencia privada de víveres y de cuanto fuera preciso para el abastecimiento general y que impone la comunidad de todos los bienes (omnia sunt communiá). Tras un largo asedio la experiencia terminó en ju­nio de 1535 con una auténtica matanza. Münster se convirtió en un símbolo desde ese momento: los “desmanes” de Münster (la imposición de la poligamia forzosa en la ciudad, por ejemplo) fueron resueltamente utilizados como propaganda contra los anabaptistas y, en la dirección contraria, el componente social y el reformismo radical de esa experiencia “cristiana” se con­vierte en referente imaginario de toda revuelta; por eso, entre el XVI y el XVII, la revuelta se viste siempre con ropajes “religio­sos” que remiten a la libertad, a la comunidad y al rechazo de las mediaciones y las jerarquías.

La Reforma ha nacido en tiempos revueltos, se ha nutrido de las pugnas políticas y ha funcionado como catalizador de las re­vueltas; la Reforma, también, ha contribuido a una re-ordena­ción del horizonte: tanta disputa ha supuesto un impasse en el

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proceso de centralización del poder y, más aún. ha dado alas a las fuerzas disgregadoras que rechazan la propiedad y la obe­diencia. A partir del segundo tercio del XVI se impone como una exigencia el restablecimiento del Orden; un restablecimien­to que no puede obviar lo acontecido y que tiene que partir de lo hecho, dibujando un nuevo esquema de relaciones entre la(s) Iglesia(s) y los Estados que permita una efectiva centralización reconociendo un nuevo papel a las distintas confesiones y sus jerarquías.

Pese a las distintas modulaciones coyunturales y estratégicas que se desplegaron en su seno, la Dieta de Espira establece el principio “cujus regio, ejus retigio" (que será fijado definitiva­mente de manera estable en 1SSS con la paz de Augsburgo) por el que se establece que cada príncipe podrá decidir la confesión religiosa y la forma de culto que se permitirá en sus territorios, rearticulando de un modo renovado la trabazón política de las opciones religiosas y facilitando al mismo tiempo la lucha con­tra las diversas heterodoxias. Aunque el acuerdo se ha presen­tado a veces como síntoma de tolerancia y de reconocimiento de cierta libertad religiosa, se trata en realidad de una modulación de los enfrentamientos entre los príncipes o monarcas al in­dependizarlos de unas controversias religiosas convertidas -al menos en teoría- en “asunto interno” pero que no elimina los conflictos de los distintos dominios con la Iglesia de Roma ni acaba con las controversias “internas”. Muchos príncipes se pasan a la Reforma y proceden a algún tipo de expropiación de los bienes eclesiásticos. El ejemplo más claro es el de la forma­ción de la Iglesia anglicana; en 1529, la anulación de su matri­monio permite a Enrique VIII proceder a una ruptura con Roma eliminando las cargas que traían aparejadas las propiedades de la Iglesia y aportando así una solución a unos conflictos sociales que venían de largo; en 1531 obliga al clero, bajo amenaza de confiscación de sus bienes, a reconocerle como cabeza de la Igle­sia; en 1532 suprime las annatas; en 1533 impone la prohibición

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de recurrir a tribunales extranjeros (los de la Iglesia) en cues­tiones jurídicas; en 1536 “nacionalización” de los bienes y las rentas eclesiásticas; en 1563 promulgación de los “39 artículos” de la Iglesia anglicana.

Los príncipes y los monarcas empiezan a aliarse en función de la confesión elegida para sus dominios. Así, por ejemplo, la Liga de Esmalcalda o la aglutinación de ejércitos que organiza Carlos V para hacer frente además al creciente empuje conquis­tador del imperio turco. La Reforma se extiende en las décadas siguientes hacia el Norte y el Este (Dinamarca-Nomega, Islan- dia, Suecia. Polonia-Lituania) acompañada siempre de procesos de recomposición de la propiedad que se centraliza en manos de los nobles de la zona o de las oligarquías urbanas y en los que el poder político interviene para anular los estallidos de conflicti- vidad social.

También se produce una rearticulación de opciones religio­sas; no sólo con la creación de la Iglesia anglicana sino también con una reordenación del “territorio” de la Reforma, cuyos prin­cipales teóricos (el propio Lutero, Melanchton, Karlstadt, Zwin- glio, Ecolampadio) mantenían unas diferencias doctrinales que, tras la conferencia celebrada en 1529 en Marburgo, cristalizan en tomo a una disputa sobre la Eucaristía (sobre si en las espe­cies estaba realmente o no el cuerpo y la sangre de Cristo): asunto importantísimo porque en él está en juego la considera­ción de la Cena como sacramento y, así, en último término, la pertinencia de algún tipo (por mitigado que sea) de mediación sacerdotal. En términos generales, los príncipes alemanes op­taron por las tesis de Lutero. Las ciudades por las de un Zwin- glio que, a partir de 1539, une sus fuerzas y sus seguidores -dando origen a la “Confesio Helvética”- con las de un joven Juan Calvino que. a partir de 1541, organiza en Ginebra una “Ciudad de Dios” al más clásico estilo “agustino”: por un lado el poder político debe articularse como una técnica racional de la administración de los asuntos mundanos aunque, por otra

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parte, en una comunidad cristiana ese poder tiene que subordi­narse a la satisfacción de necesidades más elevadas... de manera que aparezca de forma pública la religión entre los humanos, quedando así el poder civil sometido a la ley divina. Este “abso­lutismo teocrático" se articula en el “cuerpo místico” del consis­torio en el que los ancianos, los diádocos y los pastores tienen a su cargo la responsabilidad efectiva de los asuntos públicos y velan por la disciplina eclesiástica en todos los aspectos de la vi­da en comunidad.

Y también entre los católicos se produce una reorganización del papel público de la Iglesia, que pierde progresivamente po­der político directo pero que tiene cada vez un papel más impor­tante como elemento de aglutinación simbólica y como garante de la legitimación del poder. Así, la formación de la Compañía de Jesús, de la Congregación del Santo Oficio o la convocatoria del Concilio de Trento en 1S4S... que, confirmando la imposibi­lidad efectiva de la reunificación de las Iglesias, dará carta de naturaleza a la Contrarreforma y a una sobreabundancia estraté­gica de la presencia de Dios en la vida cotidiana.

Al finalizar el Concilio, en 1563, la recomposición del orden teológico-político europeo queda (independientemente de las modificaciones puntuales que se seguirán produciendo) prácti­camente cerrado. Los poderes pueden entonces lanzarse a una mayor concentración... en un proceso que encontrará en las ten­dencias absolutistas del XVII su expresión más clara.

En este nuevo escenario, las Iglesias y sus jerarquías tienen fi­jadas sus funciones y delimitados sus espacios de influencia a pesar de que puedan quedar zonas de fricción en las que la pug­na por la reorganización del poder no se cierra o tarda en estabi­lizarse (en lo político y en lo doctrinal-teológico) o donde ese cierre provoca coyunturales estallidos de resistencia: así, se man­tiene el conflicto entre católicos y hugonotes en Francia y pro- liferan grupos “heterodoxos” de corte más o menos anabaptista (desde socinianos a menonitas, desde airados revolucionarios

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como los Diggers ingleses hasta pacifistas defensores de la con­cordia pública) particularmente en la Polonia-Lituania de la se­gunda mitad del XVI, en la Inglaterra de la revolución puritana o en la República de las Provincias Unidas en la primera mitad del XVII.

Soberanía y derecho

Al hilo de las revueltas campesinas y de la creciente impor­tancia económica de las ciudades, la centralización política, ad­ministrativa y jurisdiccional trae aparejada una progresiva pér­dida de poder de los señores territoriales que, en el mejor de los casos, comporta su reconversión funcional como cortesanos. Pese a las “zonas de fricción” que sigue conservando en su seno, en el XVII, un nuevo Orden estructural se impone de manera imparable y, en él, se configura una organización que hace tabla rasa del resto de los poderes: una potestad, en este sentido, “ab­soluta”.

El proceso no se realiza sin resistencias. Resistencias que unas veces vienen de las poblaciones (del campesinado afectado por los procesos de recomposición de la propiedad o de unas ciuda­des reacias a someter su autonomía a un nuevo y reforzado po­der “exterior”) pero que en otras ocasiones tiene como protago­nista a la propia nobleza. El juego de la política (de las alianzas, de las intrigas, de las traiciones...) se pone en funcionamiento, como también la maquinaria “simbólica” que cada una de las facciones pone en juego.

Es así como -al hilo de las resistencias pero también ante la urgencia de poner freno a las derivaciones insurreccionales que adquiere la radicalización de la Reforma-, desde el siglo XVI, una problemática nueva se impone como necesidad a pensado­res y publicistas de uno y otro signo: una problemática que se inaugura con la pregunta por los límites del poder del monarca... y que abre a la discusión la cuestión del derecho y de su funda-

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mentó. Una problemática nueva que, también por necesidad, se modula sobre la consideración de la Comunidad.

Entre los autores de inspiración reformista, sobre todo en la -más explícita- tradición calvinista, es clara la fuente doctrinal en la que la disputa sobre el poder “civil” se sustenta: la Comu­nidad cristiana, por definición, con independencia de que debe atender los asuntos terrenales, tiene que gobernarse cristiana­mente. No se trata, sin embargo, de una posición que rechace el poder absoluto sino que hace depender su legitimidad del efecti­vo sometimiento religioso y moral a los principios cristianos y de la aceptación por las potestades civiles del carácter impres­cindible de la mediación “eclesiástica” (entendida ya como su­pervisión. ya como participación en las estructuras de poder). Podemos encontrar las claves de esta modulación en la obra de Théodore de Béze, el “sucesor” del propio Calvino, en la polé­micas que mantiene con los erastistas y en relación con la dispu­ta entre católicos y hugonotes en Francia.

Tras la ejecución de Servet. habían surgido importantes dis­cusiones doctrinales sobre aquel sometimiento absoluto del poder a las instancias religiosas que Calvino proclamaba. Importantes calvinistas habían defendido la necesidad de establecer una cierta “tolerancia” en materia religiosa que garantizase no sólo la libertad confesional en ios diversos territorios sino también un cierto grado de libertad religiosa en lo personal. El propio Caslillione había mostrado su total rechazo a la intervención de Calvino en la detención de Servet y, como también Bemardino Ochino, sostuvo entonces que las Iglesias deberían circunscribir su actuación sólo a cuestiones religiosas. En aquella ocasión Théodore de Béze defendió la misma opción radical sobre la omnipresencia de los principios cristianos que mantenía Calvino. Y en el mismo sentido intervino frente a las tesis “maquiavelianas" de Erasto.

En el contexto de la ruptura anglicana con las Iglesias (no sólo con la católica sino también con el calvinismo: la apuesta centra-

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lizadora de los monarcas ingleses no podía permitir cortapisas... y por eso constituyó una Iglesia '‘propia”). Erasto recuperó las tesis de Maquiavelo y sostuvo que es el poder civil el que debe guiar los asuntos de la Iglesia. Y el de Béze ligó inmediatamen­te la crítica a su posición con la defensa de las posiciones de los hugonotes: un movimiento con una fuerte carga político-no­biliaria que había adoptado precisamente el calvinismo como bandera simbólica frente a la forma en que se está procediendo a la centralización del poder en Francia. El teólogo calvinista sostuvo en 1S7S que debía moderarse el poder civil del monarca mediante su efectiva subordinación a los Estados Generales pe­ro, apenas unos años después de la matanza de San Bartolomé, en 1S90, en un texto que da la verdadera medida de su supuesto “antiabsolutismo” (Tractatus pius et moderatus de vera ex- communUme), reivindica nuevamente la posición doctrinal del calvinismo y acuña la noción de “monarquía infiel” para refe­rirse a aquella -sea la de los católicos franceses o la inglesa- que se niega a plegarse al carácter fundante del orden religioso. En la consideración calvinista, frente a lo que pudiera parecer, el rechazo del absolutismo es sólo exigencia de reconocimiento de la mediación necesaria de la ley divina para la constitución de una verdadera Comunidad cristiana. Un “absolutismo” de la Ciudad de Dios frente a un absolutismo “mundano”; frente a las monarquías “impías”, reivindicación de un poder igualmente centralizado e igualmente absoluto... aunque “piadoso”.

Una apuesta semejante se desarrolla pronto entre los ideólo­gos del catolicismo. Tanto por la centralidad que el calvinismo ha dado a esta cuestión como por la re-ideologización que se deriva de la opción contrarreformista (frente a la persistente ac­tividad de las corrientes “radicales” que reclaman una sociali- dad sin mediaciones ni leyes, sin sometimiento), a lo largo del siglo XVI se va a desarrollar -en la llamada “segunda escolás­tica”- una teorización del derecho natural que reintroducirá el

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primado de la trascendencia. Si las tendencias centralizadoras, en su ruptura práctica con la dependencia respecto del papado se habían afirmado sobre opciones que apuestan por un absolu­tismo “sin justificación”, por un absolutismo que es sólo conse­cuencia práctica de la centralización del poder (tales serán en el fondo las opciones “tacitistas” de Juan Ginés de Sepúlveda o de Fuño Ceriol y también, de alguna manera, las de los libertinos franceses), en los tiempos revueltos del XVI, semejantes posi­ciones quedarán paulatinamente fuera de juego y llegarán a ser anatemizadas con el estigma de la irreligión.

En el siglo XIII Tomás de Aquino había señalado que. estan­do todo el universo ordenado por la creación divina, también las acciones humanas forman parte de ese orden y cumplen su na­turaleza propia cuando los hombres actúan conforme a sus fines naturales. Así, cuando las actuaciones humanas se atienen a la racionalidad en que consiste su esencia, son acordes con el or­den natural: también las acciones del legislador. Desde este punto de vista se podía justificar la autonomía de los gobernan­tes respecto de la Iglesia, puesto que una legislación racional es ya. en sí misma, un atenerse a la ley natural que no precisa de supervisión.

De algún modo, las intervenciones de principios del XVI de Francisco de Vitoria o de Bartolomé de las Casas sobre la cues­tión de los “indios” se apoyan en esta interpretación para indicar que el derecho positivo debe atenerse al derecho natural que le inspira si no quiere ser entendido como legislación injusta; al hacerlo, introducen un matiz importante al presentar al derecho natural no como una mera indicación moral sino como un autén­tico precepto -de obligado cumplimiento, por tanto- que, de pa­so, señala los límites que no puede sobrepasar el poder civil (el monarca). Pero la teorización de la cuestión experimenta un vuelco a partir del momento en que (por ejemplo en el De rege et regis institutione que Juan de Mariana publicó en 1599), se parte de esa derivación tomista para señalar que es del derecho

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natural de donde procede el poder del monarca que, en este sen­tido, tiene un poder delegado y debe someterse a él como cual­quier vasallo. La legitimidad de los actos del monarca queda garantizada sólo si se atiene al derecho natural, en tanto que deriva del orden de la creación y, en caso contrario, se convierte en un tirano... sobre el que cabe decir lo que Théodore de Béze decía de la monarquía "impía”... y frente a cuyos actos es le­gítimo ejercer el derecho de resistencia hasta sus últimas con­secuencias (el parlamento de París ordenó quemar el De rege en 1610 después del asesinato de Enrique IV).

De este modo, la teorización del derecho natural (del iusna- turalismo) como fuente de la que deriva el poder civil y que debe fundamentar el derecho positivo, lo convierte en la norma trascendente a la que todo poder debe someterse porque es la que lo constituye como poder legítimo. Autores como Bellar- mino o Francisco Suárez sostienen que en cuanto a lo que pro­piamente es, en cuanto a su esencia (independientemente de cual sea efectivamente su origen histórico) toda sociedad po­lítica es una sociedad “natural”, es decir, concebida como par­te del Orden de la creación. La escolástica católica de los si­glos XVI y XVII, de este modo, reintroduce un principio por el que nuevamente el poder civil queda subordinado al pri­mado de la omnipresencia de Dios desde el que, además, cabe distinguir entre poderes legítimos e ilegítimos (tiránicos) fren­te a los que cabe también reivindicar el derecho de resistencia (e incluso el tiranicidio). De este modo el poder civil vuelve a formar parte del Orden cristiano y, como tal, es expresión de la voluntad divina. El Derecho Natural, así, es la marca del poder de Dios sobre la Tierra y el principio por cuya mediación se legitima.

Teniendo en cuenta estas aportaciones, sin embargo, en el XVII se afirma otro modelo de pensamiento entre los teóricos que -por cercanos a las inquietudes "ciudadanas”- más alejados

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se encuentran de las disputas confesionales y de los intereses eclesiásticos.

Efectivamente, en los tiempos en que las revueltas contra la propiedad y las leyes fueron más violentas, los agentes de la nue­va economía de las relaciones comerciales habían adoptado una especie de alianza -tácita o expresa- con los monarcas en su pugna contra la nobleza y las jerarquías eclesiásticas; sin em­bargo, cuando el desorden ha sido conjurado, el poder del mo­narca no puede ser visto sino como una cortapisa insoportable para sus intereses prácticos. Así, aunque en una dirección dis­tinta a la que recorren los publicistas católicos, empieza a ser central también en este ámbito el problema de los límites del po­der del monarca. En este envite recurrieron a los mismos instru­mentos que utilizasen la Iglesia y los nobles, la sociedad enten­dida como pacto y el derecho natural, pero dieron un sentido di­ferente a ambos conceptos... considerándolos desde la centralidad del individuo (heredando así el tema de esa “dignidad humana” de la que habían hablado los renacentistas) y de una “absolu- tización” de sus derechos.

Durante el XVI todavía algún teórico de este ámbito, como el gran Juan Bodino (IS77, Sobre ¡a República), había sostenido -haciendo incluso referencia al derecho natural de origen divino y separándose así definitivamente de cualquier resto de ma­quiavelismo- que la soberanía (“el poder absoluto y perpetuo de una república que los latinos llamaron majestad”) es una exi­gencia para la unidad y la existencia misma del Estado y -por más que no la identifica con la figura del monarca, sino que es válida para cualquier forma de gobierno- que la ley que emana de ella es “más fuerte que una equidad aparente”. Pero en la primera mitad del XVII las cosas son claramente de otro modo.

En la obra de Althusius (Política methodicae digesta, de 1603) empieza a percibirse esta modificación de una manera singular­mente interesante por cuanto, a pesar de tratarse del compendio más desarrollado de la teoría política calvinista y a pesar de

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mantener plenamente la perspectiva trascendente de la Co­munidad que le es propia, introduce unas consideraciones que tienden a la autonomización técnica del poder civil y que, ade­más, conñeren a los individuos unos derechos inalienables a los que la legislación debe atenerse. Esos “derechos inalienables” lo son porque derivan también del orden de la creación (son, pues, fundamentados en el mismo principio trascendente en que se sustenta la articulación social para los calvinistas o el dere­cho natural de la escolástica católica) pero, tal como están arti­culados, matizan de manera sustancial la manera de entender la Comunidad misma.

Althusius -que desde 1604 hasta 1638 gobernó como síndico la ciudad de Emden, la “Ginebra del norte”- rechazó el poder absoluto e ilimitado del gobernante y la teoría de la soberanía formulada por Bodino y, frente a la centralización del poder (y frente al mercantilismo al uso en los distintos Estados) defendió una organización federalista de la sociedad que garantizase la autonomía de las colectividades y, sobre todo, una libertad indi­vidual que hacía consistir en el efectivo dominio de los indivi­duos privados sobre sus bienes, dando al derecho de propiedad el carácter de derecho fundamental. Desde este derecho funda­mental Althusius elabora, además, una exposición que entiende la sociedad en términos contractualistas: fruto de un “pacto” o “consociación” que tiene su origen en la mancomunidad de in­tereses entre los distintos individuos o grupos que, libremente, a través de pactos, buscan desarrollar la sociedad. Así, por más que esa sociedad que se forma mancomunadamente sea aquella Comunidad cristiana de la que el calvinismo hace bandera, el peso del derecho inalienable a la propiedad y a su uso con pleno dominio supone un efectivo contrapeso práctico a la “teologiza- ción” de lo civil.

Pero es en la obra de Grotius donde se produce de manera explícita y definitiva la modificación fundamental de la conside­ración del derecho natural por la que es despojado de su depen-

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dencia teológica. Hugo Grotius es un jurista de las Provincias Unidas -esas en las que nace Spinoza en 1632 y a las que ense­guida dedicaremos nuestra atención- que (tras haber desempe­ñado puestos directamente ligados a la política y después de una carrera como escritor y publicista bastante importante) publica en 1625 un libro Sobre las leyes de la guerra y de la paz en el que encontramos una fórmula que, en sí misma, es toda una de­claración: el Estado es un cuerpo perfecto de personas libres que se han unido para gozar amigablemente de sus derechos y para lograr su utilidad común. El principio de derivación trascenden­te de la Comunidad es así borrado de un plumazo. Desde esta afirmación se rechaza toda opción de corte “absolutista” por cuanto la sociedad es fruto de un acuerdo o “contrato” que no sólo sirve para explicar su origen “histórico” sin también para dar cuenta de su verdadero ser, de su esencia. Por eso el Estado no es expresión de ningún orden trascendente sino la reunión de una multitud de “criaturas racionales” que se unen en función de sus intereses... cuya función es asegurar el respeto a las le­yes y organizar los tribunales encargados de hacerlas funcionar por igual para todos: ninguna ñnalidad que trascienda la rela­ción inmanente entre los individuos. Más aún: el derecho na­tural, ese que en las concepciones confesionales se hace de­pender del Orden de la creación, está formado únicamente por los principios de la recta razón y la legitimidad de su produc­ción normativa deriva sólo de la naturaleza humana y de su carácter social.

El derecho natural así concebido tiene también la considera­ción de un Absoluto por cuanto deriva de la naturaleza humana entendida como racionalidad y por cuanto sirve para todos y para todas las épocas, pero un Absoluto totalmente independiza­do del primado teológico.

Independientemente de que el derecho natural y las leyes sean “fundamentadas” en la naturaleza humana (conviniéndola así también en un Absoluto del que nuevamente puede panir un

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discurso que se afirma sobre su mediación necesaria: un asunto sobre el que también volveremos), la intervención de Grotius, inspirada sin duda en aquella intervención de Thomas Erasto que tanto escandalizara a Théodore de Béze, frente a la conside­ración trascendente de la Comunidad, ha apostado por una ex­plicación de la sociedad y el Estado a partir del análisis de la inmediatez de sus relaciones.

A mediados de siglo, como es sabido, Hobbes va a reintro- ducir una justificación del absolutismo singularmente marcada por la situación social y política de la Inglaterra de la revolu­ción puritana (cuyas implicaciones teóricas también tendrán que ocupamos más adelante) pero, de una forma mucho más deter­minante que la disputa sobre lo absoluto del poder, la “apertu­ra” que marca la obra de Grotius sobre estas cuestiones perfila los límites de un campo de batalla: esencia trascendente de la sociedad o inmanencia constitutiva de las relaciones sociales: dos “formas de mirar" diferentes sobre el poder y el derecho que están en juego en la polémica “jurídica” del XVII. Y junto a ellas la disputa abierta sobre la consideración del derecho natural y sobre su fundamento.

El otro frente: el conocimiento

Hay en el XVII otro ámbito de actividad en el que las media­ciones (o su legitimación filosófica, los Absolutos) están en jue­go: el de la racionalidad que procura conocimiento; el de la ciencia. Porque, como consecuencia del desarrollo ciudadano que se está produciendo desde los siglos XIII y XIV, también en este espacio de la actividad intelectual se ha roto -al menos en la práctica- con la primacía de la religión y con el someti­miento a los presupuestos teológicos.

En el siglo V, frente a la evidencia de la contradicción entre la explicación racional y el creacionismo cristiano, Agustín de Hipona -de nuevo Agustín de Hipona- había consagrado como

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principio la incuestionabilidad de la fe como fuente de Verdad y de conocimiento y su superioridad respecto de la razón: la ra­zón, en todo caso, puede ser un auxiliar para alcanzar el verda­dero conocimiento que la fe procura. Por motivos históricos que no precisan ahora ser explicitados esa dirección se impuso con éxito y durante la edad media la fórmula “crede ut intelligas” se convirtió en el mundo cristiano en la consigna que proclamaba la prioridad de la verdad religiosa o, dicho de otro modo, de la mediación imprescindible de la fe para el conocimiento. A partir del siglo XIII, sin embargo, el auge de la economía ciudadana exigió un desarrollo técnico que no era posible desde esa subor­dinación de la razón que dejaba en inferioridad de condiciones frente a la competencia del mundo árabe. A diferencia de lo que sucedió en el occidente cristiano, en Bizancio y en el mundo árabe no se había producido una desvalorización semejante de la investigación científica y, por eso, los intelectuales ciudadanos del universo europeo quisieron volver la vista hacia la filosofía aristotélica que constituía la referencia fundamental de su pensa­miento.

Esta apuesta “ciudadana” -que durante varios siglos adquirió la forma de una discusión “filosófica” sobre la posibilidad de hacer concordar el pensamiento de Aristóteles (desde el que no es posible hablar de creación ni de inmortalidad del alma) con el cristianismo: la “síntesis” de Tomás de Aquino es la fórmula que acaba adoptando esa “concordancia" en el sistema de orto­doxia teológica que acabará aceptando Roma- es, ni más ni menos, una apuesta por la utilización de la razón sin someti­miento a la fe, que unas veces tiene como resultado una “sim­ple” valorización de la razón en tanto que es una facultad hu­mana que deriva también de la creación divina, que, en otras ocasiones, impulsa la investigación científica... aunque entre en contradicción con los dogmas de la fe y que incluso, en algunos autores, lleva al cuestionamiento de la racionalidad de la misma fe (así el rechazo de Servet y de los unitaristas al dogma de la

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trinidad o la negativa -en el mundo cristiano como en el judío- a aceptar la inmortalidad del alma)... o a una ruptura con los dog­mas confesionales que conduce hacia el deísmo o el ateísmo.

Conviene insistir, con todo, en que el nuevo “frente” que así se abre no es autónomo respecto del que se despliega sobre las cuestiones sociales y políticas. En primer lugar porque, como hemos señalado, la negación de la mediación teológico-reli- giosa es el elemento simbólico en el que se juegan cosas tan “materiales” como la centralización del poder o la propiedad de la tierra; en segundo término -pero no menos importante- porque el radicalismo teológico-político viene a confluir direc­tamente (aunque sea de manera paradójica) con la autonomiza- ción de la razón y del conocimiento en la reivindicación fun­dante de la libre interpretación. En lo práctico y en lo teórico, en lo político y en lo religioso, es con la materialidad de las media­ciones con lo que todos tienen que lidiar en los siglos XVI y XVII. A poco que se mire con atención, resulta evidente que hablar de Dios no es hablar de convicciones íntimas, ni hablar de la virtud es referirse a actitudes personales. Todo un univer­so está en juego en estas cuestiones. En un mundo sobresa­turado por su presencia, se hable de lo que se hable, se habla de Dios. Dios está -de la más material de las maneras- en todas partes. Y quien quiera pensar el mundo... quiera o no quiera, se lo encuentra. No es una casualidad que Lutero criticase la venta de indulgencias exactamente en los mismos años en los que Maquiavelo escribía El príncipe, en los que Pomponazzi era obligado a retractarse de las tesis de su Tractatus de inmortali- tate animae o en los que Erasmo publicaba su Inslitutio prin­cipas christiani.

Pero si el humanismo, la teorización de la especificidad de lo político o el arístotelismo filosófico son momentos fundamen­tales de la ruptura “simbólica” con el mundo articulado en el medioevo, esa ruptura no se habría producido de manera com-

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pleta sin las profundas modificaciones que reabren para la prác­tica el universo de la ciencia: en sí mismas un campo de batalla en el que se cuestiona el Orden del mundo: de algún modo en la perspectiva propiamente humana (en la fisiología-medicina) pe­ro sobre todo en la cósmica (en la astronomía-física).

Entre el XVI y el XVII proliferan explicaciones de corte me- canicista que no sólo se aplican a la generación “técnica” de instrumentos de producción, de navegación o de combate sino que inmediatamente se prolongan hacia una consideración del funcionamiento del cuerpo humano como un (aunque complejo) “simple” mecanismo y que, además, tomando como modelo de razonamiento el proceder geométrico, se lanzan a aplicarlo para la explicación del universo en su conjunto: las hipótesis helio­céntricas ensayadas en la época se adecúan también en cierto modo a esa nueva manera de entender el mundo en tanto que incorporan una concepción mecánica del funcionamiento del sistema planetario y, sobre todo, en tanto que tienden a homoge- neizar el espacio y a suprimir las diferencias cualitativas entre los cuerpos que en él se encuentran. Este terreno de la ciencia, en principio, es un campo de batalla entre otros; un campo de batalla en el que está en juego la mirada sobre el mundo... pero que resulta “secundario” a la vista de la importancia del envite estructural y organizativo en juego. Sin embargo, en la primera mitad del XVII, una vez estabilizado, aquel frente, al hilo del planteamiento del problema de su fundamentación teórica, se convierte en el nudo -no sólo simbólico- en el que el Orden mis­mo se juega.

Paracelso dejó ver ya las implicaciones que tendría la inves­tigación sobre el cuerpo humano al entender el cosmos como un organismo y al hombre como un microcosmos, ambos formados por las mismas substancias esenciales... aunque tal aseveración no fuera sino la consecuencia de una ideología filosófica previa y aunque esas “substancias químicas” (nada que ver con la

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noción de “elemento químico” que será formulada por Boyle en el XVII) fueran sólo una elucubración abstracta (de Paracelso, en todo caso, proceden líneas de trabajo “iatroquímico” que permiten a van Helmont y a Silvius elaborar un discurso clínico que en el XVII entiende la salud y la enfermedad como re­sultado del equilibrio o desequilibrio de elementos corporales -por más que éstos sigan siendo puras abstracciones metafísicas).

Ligada en su práctica a las guerras y cercana a otras artes menores (sólo a partir de 1731 se prohibió la práctica de la ciru­gía a los barberos), la cirugía empezó a ser considerada como una técnica importante cuando empezó a tener cierto éxito en el tratamiento de, sobre todo, las heridas causadas por las armas de fuego, precisamente cuando, a partir del siglo XVI, empieza a alejarse de los estándares establecidos en la tradición galénica desde una concepción del cuerpo humano que parte tanto de la observación anatómica como de un nuevo modo -de corte me­cánico- de dar cuenta de esas observaciones. La medicina clíni­ca y la técnica quirúrgica vienen así a adaptarse a las exigencias prácticas de una profesión que -lejos aún del nacimiento de la medicina social- tiene en la pólvora a su más peligroso enemigo.

El humanismo renacentista y su reivindicación de la dignidad humana tienen un papel importante en el desarrollo de la nueva mirada médica (baste pensar en las series anatómicas de Leo­nardo y en las disecciones que le sirven de investigación previa y en el carácter funcional que en sus escritos tiene la anatomía), como también lo tiene -y no sólo en relación con Paracelso- esa mística “neo-platónica” que se afirma en el Renacimiento como reacción a la reapropiación escolástico-tomista del re­ferente Aristóteles; pero son las aportaciones de Vesalio y de Harvey las que, desde la observación directa del cuerpo humano, terminan por situar a la medicina en la senda de la fisiología y del mecanicismo explicativo.

A partir de la comprobación de los errores anatómicos de la obra de Galeno (cuya descripción del esqueleto humano corres-

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pondía en realidad al de un simio), Vesalio montó un esqueleto completo y publicó en 1543 una obra cuyo sólo título tiene una importancia decisiva: De humani corporis fabrica (Sobre la "fábrica” -o el “mecanismo”- del cuerpo humano), en la que rectificó muchos de aquellos errores. Pero la más decisiva de sus aportaciones la hizo en la segunda edición de la obra, en 1555, al indicar que el tabique ventricular era macizo y que, por tanto, era casi imposible que pudiera ser atravesado desde el ventrícu­lo izquierdo por las partículas más pequeñas. Esta constatación derrumbó por sí sola todo el edificio de la fisiología galénica y dejó abierto el camino a una investigación que llevó al “descu­brimiento” del circuito de la circulación menor de la sangre.

Ya Miguel Servet había hablado de la circulación sanguínea en su Crislianismi restitutio, de 1553, y también se hablaba de ella en la obra póstuma de Realto Colombo -discípulo de Vesa­lio- De re anatómica, publicada en 1559, pero puede decirse que es a William Harvey a quien le corresponde el mérito de realizar la exposición completa del circuito sanguíneo en una obra sobre el movimiento del corazón y la sangre publicada en 1628, cuyas descripciones fueron completadas -utilizando ya para ello el microscopio- por la comprobación que en 1660 hace Marcello Malphigi del paso de la sangre de un circuito a otro en los pulmones. Es conocido cómo Descartes en el Discurso del método integra la cuestión de la circulación sanguínea en una exposición que se reclama “mecanicista”. Y es sintomático -aunque menos conocido- que Giorgio Baglivi, en los primeros años del XVIII, terminase derivando de todo ello una exposi­ción del organismo humano como una especie de máquina-he­rramienta (los dientes son tijeras, los intestinos son filtros, los vasos sanguíneos son tubos, el estómago es una botella, el tórax es un fuelle... y todo el mecanismo es movido por una fuerza activa del propio cuerpo: el tonus). Desarrollos todos ellos que disuelven la consideración del hombre como imagen de Dios... que sólo empezaron a preocupar realmente en la medida en que

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empezaron a ser conscientes de las consecuencias teórico-sim- bólicas de su práctica. La medicina no fue una de las activi­dades especialmente vigiladas por los guardianes de la ortodo­xia durante los siglos XVI y XVII, pero eso no quita un gramo de importancia a los planteamientos que desarrolla y a los cauces que deja abiertos.

Donde sí encuentran materia de trabajo los diversos inquisi­dores es en los desarrollos científicos que se despliegan durante el siglo XVII al hilo de la hipótesis heliocéntrica.

El mismo año de la publicación del texto de Vesalio, 1543, vio también la luz el Sobre las revoluciones de las órbitas celestes de Nicolás Copémico. Buena parte de las tesis copemicanas están ya en un texto que desde 1533 circuló manuscrito y cuya fama llegó a provocar tanto el interés del Papa Clemente como el de Lulero o Melanchton: el conocido como Commentariolus. Copémico parte de las insuficiencias del cálculo que sustenta el modelo geométrico que generaba las posiciones de los astros en la astronomía geocéntrica... que sólo podían predecir el movimiento de los astros introduciendo una complejísima proliferación de esferas para la explicación de los fenómenos celestes. Lo que quiere Copémico es encontrar un modelo matemático que sea capaz de presentar los movimientos de los astros como un orden y no ya como un caos, que permita una explicación más simple de esos movimientos. Aunque para la explicación física sigue utilizando el modelo aristotélico-ptolemaico, el De revolutionibus (y ya en el Commentariolus) consigue ese orden explicativo colocando al Sol en el centro del sistema y suponiendo un triple movimiento de la Tierra: un movimiento en tomo a su eje, un movimiento en tomo al Sol y una cierta “declinación” de los polos respecto del plano de la eclíptica. En los últimos años del siglo XVI esta hipótesis del movimiento de la Tierra sería reforzada tras los cálculos de Tycho Brahe (que, sin embargo, pretendía poner en valor el geocentrismo).

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Es sabido que hay una contradicción entre la hipótesis he­liocéntrica y determinados pasajes de la Biblia. Sin embargo, lo cierto es que la hipótesis copemicana no supuso inicialmente un rechazo insalvable por parte de las distintas concepciones re­ligiosas: aunque algunos sectores del campo luterano mostraron su desprecio por una teoría que chocaba con la Escritura, en la Iglesia católica no supuso gran escándalo el que Copémico sugiriese -en la misma dedicatoria de la obra al Papa Paulo di­que las críticas que remitieran a la Biblia podrían ponerse al margen a partir de una interpretación alegórica del texto sagra­do. Por otro lado, el propio Melanchton pareció considerarla aceptable tras la comprobación de los cálculos matemáticos rea­lizada por Rhetico y en el mundo católico fue dada por buena hasta tal punto que desde ella se procedió a la reforma del calen­dario.

En la primera mitad del siglo XVI -como sucede respecto del desarrollo de la medicina- la mayor o menor concordancia de las investigaciones científicas con el texto bíblico o el grado de ruptura que supongan respecto de la “manera de presentar las cosas” por parte de la ortodoxia religiosa resultan ciertamente problemáticos pero no parecen ser un problema insalvable: el asunto en el que las distintas confesiones religiosas juegan su “papel en el mundo” es el de su función entre los aparatos de poder, pero no aún en el de la mediación discursiva (no aún como guardianes de la ortodoxia en el ámbito del saber). En el XVI, estas cuestiones no forman aún parte de la batalla: así se explica, por ejemplo, que pueda desarrollarse en las universida­des italianas una disputa “científica” como la que enfrenta a averroístas y alejandrinistas y que autores como Telesio puedan -con la única precaución de afirmar la espiritualidad y el origen sobrenatural del alma- elaborar una concepción mecánica total­mente inmanente que se extiende a todos los procesos físicos y que da cuenta, incluso, de los procesos mentales como resultado de la proporción de movimiento y reposo que es impresa en los

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sentidos por la acción mecánica de fuerzas exteriores al propio cuerpo. Tampoco son especialmente problemáticas las investi­gaciones de Giambattista della Porta ni las posiciones “escépti­cas” de Montaigne, de Lipsius o de Charron, pese a sus explíci­tas derivaciones teológicas y políticas.

El año 1600 (el año de la ejecución de Giordano Bruno) pue­de considerarse un momento de inflexión determinante al me­nos por cuanto en tomo a esa fecha se empieza a concentrar en el trabajo de los científicos la atención de los paladines de la religiosidad exigiendo -tal como se deriva de la apuesta con- trarreformista- una explícita aceptación de la presencia y del papel necesario de Dios en la explicación del funcionamiento del cosmos e inaugurando de ese modo la problemática -hasta ese momento inexistente- de la necesaria “fundamentación” del conocimiento: un asunto de capital importancia en el XVII porque el problema de la fundamentación del saber -no insisti­remos en ello- es el reverso de aquella moneda cuyo anverso es la fundamentación de la ley y del poder del monarca: un pro­blema de primer nivel para la reorganización del Orden de las mediaciones al que también los nuevos teóricos del derecho se aplican. Tras los tiempos revueltos... retomo al Orden de los Absolutos.

Tanto el modelo heliocéntrico de Copémico como las poste­riores correcciones que Tycho Brahe intenta introducir para re­vitalizar el modelo geocéntrico han puesto de manifiesto (a pe­sar del propio Tycho Brahe, que pretendía lo contrario) la nece­sidad de suponer el movimiento de la Tierra, pero a finales del XVI esos cálculos matemáticos están aún lejos de proporcionar una explicación simple y “armoniosa”. Kepler, sucesor de Bra­he en Praga, propone en varias obras un modelo matemática­mente más depurado que añade al heliocentrismo la consi­deración de las órbitas como curvas elípticas en uno de cuyos focos estaría el Sol y sostiene que los radios vectores que unen el centro del Sol con el centro de los planetas barren, en

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tiempos iguales, áreas iguales. Además, en el titulo mismo de la obra en la que hace públicos sus cálculos, Astronomía nova, seu physica coelestis, de 1609, sugiere -y ello es una derivación del “platonismo” de fondo que inspira el trabajo de los matemáticos de la época- que el matematismo no es sólo un modelo de expli­cación que se aplica a la realidad sino que constituye el modo de ser -la “física”- de la realidad misma. No sólo que con el mo­delo explicamos el movimiento planetario, sino que el movi­miento de los planetas es asi, tal y como la explicación lo des­cribe. Y algo parecido es lo que sucede respecto de las teorías que elabora Galileo.

En 1612 Galileo Galilei es acusado de herejía ante el Santo Oficio -y esto es en si mismo un signo del nuevo aire de los tiempos- por la contradicción entre el heliocentrismo que man­tiene y ciertos pasajes del texto bíblico. En sus escritos anterio­res Galileo se habla convertido en defensor de la verdad del copemicanismo y en un critico de cualquier intento de interven­ción de las autoridades eclesiásticas en el ámbito del cono­cimiento. Ahora, en las cartas que dirige a los más diversos perso­najes intentando ganarse apoyos contra la acusación, argumenta que el heliocentrismo no entra en contradicción con la religión sino, en todo caso, con la Escritura... que aunque es palabra de Dios lo es adaptada a la mentalidad ruda y primitiva de pobla­ciones incultas. Galileo reconoce a la teología una superioridad sobre el resto de saberes “en virtud de la excelencia de su ob­jeto” pero señala que eso no significa que esté legitimada para imponer opiniones o límites a la investigación de las demás ciencias. Y es entonces cuando aparece la primera formulación explícita del problema de los fundamentos del conocimiento y de la legitimidad de la ciencia.

El cardenal Bellarmino propone a Galileo como una solución posible presentar el copemicanismo como una “hipótesis ma-te- mática” sin pretensión “física” (esto es, como discurso sobre la realidad que no pretende decir cómo es verdaderamente la rea-

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lidad misma, que no pretende reivindicarse como vía privile­giada de acceso a la verdad)... porque no se debe contradecir a la Escritura mientras no se consiga establecer una demostra­ción de la verdad de las tesis copemicanas. En 1623, conñando en la autoridad que su fama científica y el poder de sus amis­tades le conferían, Galileo escribe 11 saggiatore y en él sostiene que “el gran libro de la naturaleza” está escrito en caracteres matemáticos. Despreciando explícitamente la autoridad del Santo Oficio, Galileo ha abierto la puerta de los infiemos.

¿Qué derecho tiene la ciencia a investigar de manera autóno­ma? Este es el problema que se plantea. ¿En función de qué legalidad teórica puede la ciencia -o la razón sin más especifici­dad- reclamar un valor de verdad al margen de la autoridad de la Escritura o de la Iglesia? ¿Puede el conocimiento desplegarse sin la mediación de la Verdad que la religión expresa? ¿En qué fundamenta su derecho a hacerlo?

Por lo demás, ésta -la del valor del conocimiento que propor­ciona la razón- es una cuestión que en estos mismos años está siendo debatida en el terreno más específicamente filosófico en la forma de un debate sobre la validez de las doctrinas meta­físicas construidas por la escolástica. Y ambas disputas conflu­yen en una sola.

En la década del 1620 la denuncia contra Galileo está en boca de la mayor parte de los intelectuales europeos. Se multiplican las intervenciones a favor y en contra de su posición y aparecen también otras que pretenden evidenciar el carácter falaz o artificial de la disputa “metafísica” sobre el valor de la física en la que Bellarmino y Galileo parecen empeñarse. Marín Mersen- ne, por ejemplo, sostiene que la razón no es capaz de acceder al conocimiento de las verdades metafísicas -adoptando así el fon­do de la argumentación utilizada por los escépticos- y que, por eso, tenemos que aceptarlas a partir de la fe, pero esa cuestión de la capacidad de la razón para el acceso a la Verdad nada tie­ne que ver con el valor de los conocimientos científicos: son

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tantos los alcanzados que nadie en su “sano juicio” podría re­chazarlos. El problema de la fundamentación, así, es obviado a partir de la utilización de un criterio pragmático muy cercano al propugnado por Francis Bacon apenas unas décadas antes. Pierre Gassendi. por su parte, señala que no podemos tener un conocimiento absoluto sobre lo que realmente son las cosas pero que podemos atenemos a un conocimiento basado en la descrip­ción de los resultados de la observación sensible sin que esto su­ponga ningún tipo de problema: Gassendi tiene claro que la ciencia no pretende ni ha pretendido nunca alcanzar “el ser” de la realidad... sino explicarla: se distancia así de la “ideología de la ciencia” que está utilizando Galileo -cuyas investigaciones admira- rechazando la pertinencia del problema de la funda- mentación (en la misma dirección en que lo hará en la década del 1640 enfrentándose a su derivación cartesiana). Sólo los au­tores más apegados a la tradición metafísica parecen aceptar la pertinencia del envite jesuítico... colocando precisamente en la me­diación divina la garantía de la validez del conocimiento (Dios, dirá Edouard Herbcrt de Cherbury, ha colocado en el intelecto humano las nociones comunes y generales que permiten co­nocer) y, desde esa presunción, rechazando los resultados a los que han llegado los científicos “materialistas” que. como Ga­ssendi, pretenderían reintroducir el atomismo en las explicacio­nes mecánicas.

Es conocido el desenlace de la polémica: en 1632 Galileo publica el famosísimo Diálogo sobre los dos máximos siste­mas del mundo volviendo a presentar el sistema heliocéntrico y, además, elaborando todo un sistema mecanicista que le per­mite ofrecer la explicación de numerosos fenómenos físicos rompiendo definitivamente con la física aristotélico-ptole- maica, aunque con la precaución -Bellarmino había muerto ya pero la contrarreforma se radicalizaba progresivamente- de se­ñalar en el prólogo que la exposición copemicana se utiliza só­lo como “mera hipótesis matemática”. La respuesta del Santo

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Oficio es inmediata: Galileo es condenado a prisión y obligado a abjurar de sus tesis, siendo además condenada toda concep­ción que sostenga el movimiento de la Tierra “incluso en hipó­tesis”.

Tras la condena de Galileo, en 1633, el problema “filosófico” de la verdad se convierte en acuciante: sobre todo porque es evidente que en él se juega un problema de autoridad. La con­dena del copemicanismo “incluso en hipótesis” es algo más que un ataque a la ciencia o que una muestra de barbarie; es el re­conocimiento de una evidencia: en la cuestión del conocimiento -tanto como en la de la “libre interpretación” de la Escritura o en la del derecho- se juega el carácter mediador-legitimante de las Iglesias: la trascendencia de las normas.

En 1633 Descartes estaba trabajando en un texto para expli­car, aceptando también la tesis copemicana, el funcionamiento del universo en clave mecánica. Al conocer la condena del co­pemicanismo escribe a Mersenne anunciándole que -como buen católico- abandona la tarea (más tarde, en Los principios de la filosofía, en 1644, negará explícitamente el movimiento de la Tierra) y que va a intentar ocuparse de la construcción de una “fundamentación metafísica de la física”. Fruto de ese anuncio serán el Discurso del Método (1637) y las Meditaciones metafísi­cas (1641): obras que se convierten rápidamente en textos de referencia.

Gracias a una habilidad autopromocional de Descartes que envidiarían hoy muchos expertos en marketing (y gracias tam­bién al empeño que pusieron en hacer su alabanza diversos au­tores desde la Compañía de Jesús), tras la condena de Galileo, la problemática de la fundamentación (de la garantía de la ver­dad) girará necesariamente en tomo a la reformulación que de ella hace Descartes y a la manera en que hace depender la vali­dez del conocimiento... ¡de la existencia de Dios y la inmortali­dad del alma!

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La batalla "filosófica” por la ciencia (la batalla teórico-política en tomo al sometimiento del conocimiento a los Absolutos), por eso. en la segunda mitad del XVII, adquiere la forma de una dis­puta sobre “el cartesianismo”.

Asuntos abiertos en el XVII a la discusión filosófica. Campos de batalla. En todos ellos interviene la filosofía de Spinoza. Y, como veremos, en todos ellos interviene en la misma dirección. Un posicionamiento en el que tendremos que buscar las claves -en él, y no en un ateísmo entendido como opción “religiosa”- de la “monstruosidad” de su pensamiento

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2. De Baruch a Benedictus. Spinoza “el maldito”

En un libro de título significativo (La anomalía salvaje, 1981) Antonio Negri sostenía que la filosofía de Spinoza supone una “anomalía” en el tiempo en el que se construyen los supuestos teóricos del mundo moderno. E insistía especialmente en la de­cisiva importancia que para la producción de esa anomalía tuvo el que fuera elaborada en la también anómala situación de la República holandesa de las Provincias Unidas en la que vivió y escribió sus obras. Más allá de otras consideraciones, Negri po­ma el acento en la excepcionalidad de una sociedad en la que no sólo se siguen direcciones organizativas distintas a las del resto de Europa (republicanismo y defensa a ultranza de la libertad de comercio) sino que, además, por sus peculiaridades históricas, acogía en su seno las opciones religiosas, científicas e ideológi­cas que en el resto de Europa estaban siendo perseguidas abier­tamente o arrinconadas como apuestas minoritarias.

Y, efectivamente, si los “campos de batalla” de la producción intelectual están bien delimitados a mediados del siglo XVII, Holanda es el laboratorio privilegiado en el que contemplar sus distintas modulaciones y sus efectos.

La República de las Provincias Unidas

La peculiar situación de los Países Bajos puede hacerse arran­car del momento en que el emperador Carlos V decide estable­cer en 1548 la unidad territorial de las “diecisiete provincias” como una entidad separada tanto de Francia como de Alemania.

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A pesar de ser una posesión de la casa de Habsburgo y pese a la pertenencia nominal al Sacro Imperio Romano Germánico, una pragmática sanción de IS49 garantizó cierta autonomía a unos territorios que, por su situación geográfica, habían adquirido en el comercio un considerable desarrollo ciudadano. Esta especia- lísima relación con el Imperio se vio truncada con el acceso al trono de Felipe II, que quiso reintegrarlas a un férreo proceso centralizador de la administración tanto por su posición estra­tégica para el “cierre” de un cerco territorial contra Francia co­mo por la cercanía a Inglaterra... o por la ofensiva contrarrefor- mista generalizada. Así, en 1565, implantó los decretos triden- tinos y acabó con la “autonomía” religiosa de la que (cujus re­gio, ejus religio) gozaban esos territorios.

Una brusca subida del precio de los alimentos en 1566 pro­vocó un malestar generalizado que inmediatamente se cargó de tintes religiosos con el estallido de fuertes desórdenes iconoclas­tas. Un “tribunal de los tumultos” condenó en 1567 a centenares de flamencos y confiscó sus propiedades al tiempo que los con­des de Egmont y Hom -que, formando parte de una “asamblea de nobles” constituida en 1565, participaron en las protestas ante la princesa Margarita- fueron decapitados en la Gran Plaza de Bruselas el mismo año 1568 en el que se desarrollan las primeras operaciones bélicas (batalla de Heilegerlee) y el duque de Alba, para pagar a los ejércitos estacionados en Flandes, estableció un impuesto especial (la alcabala) del diez por ciento del valor de todas las compraventas. Pronto, ante lo que es interpretado como simple venganza, se forma una alianza mi­litar de la nobleza local contra las tropas del duque de Alba y a partir de 1572. con la simpatía de las ciudades de las provincias de Holanda. Zelanda, Frisia. Güeldres y Utrecht. Guillermo de Orange. huido de la masacre de 1568. intenta invadir el terri­torio al frente de los “mendigos del mar” y con la ayuda de la flota inglesa del conde de Essex que bloqueaba el comercio ma­rítimo y el aprovisionamiento de los tercios españoles. Guiller-

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mo de Orange adquiere progresivamente fama militar en una guerra en la que la casa de Orange vio, además, un cauce para el aumento de su influencia en la zona. La guerra continuó pese a los intentos de Luis de Requesens de negociar una salida al conflicto entre 1573 y 1576 y, tras la bancarrota decretada por Felipe II en 1575, se producen los momentos más sangrientos del conflicto armado.

Con el nombramiento de Juan de Austria como gobernador de los Países Bajos se alcanza en 1577 un acuerdo por el que es re­conocido como gobernador (Guillermo de Orange entra en Bru­selas formando parte de su séquito) y se restaura el catolicismo como religión oficial, a cambio del compromiso de retirada de los “tercios viejos”, de una garantía de tolerancia religiosa y de un incremento de la autonomía política de las provincias. Mien­tras los comerciantes ciudadanos están dispuestos a aceptar la nueva situación. Guillermo de Orange, siguiendo con ello la op­ción que entiende las conquistas territoriales como fuente de poder (una opción que minusvalora la creciente importancia económica de la actividad comercial desarrollada en las ciu­dades) es partidario de mantener las acciones bélicas llegando incluso, para generalizar el conflicto, a ofrecer la soberanía de los territorios al francés Francisco de Valois. El mismo 1577 se reinician los enfrentamientos y, en 1579, mientras las provin­cias católicas forman la Unión de Arras con el nuevo goberna­dor Alejandro de Farnesio, las provincias rebeldes forman la Unión de Utrccht, a la que van uniéndose en los años siguientes nuevos territorios.

En 1581 los Estados Generales de la Unión de Utrecht, me­diante el Acta de abjuración, declararan no aceptar a Felipe II como soberano: un rey, dicen, debe servir a sus súbditos y res­petar sus leyes; si no lo hace el pueblo tiene derecho a elegir a otro gobernante.

Pero esta declaración tiene otras consecuencias no menos in­teresantes poique la Unión de Utrecht ha establecido que en sus

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territorios cada ciudadano será libre de permanecer en su reli­gión. Así, más allá del principio de elección territorial de la con­fesión religiosa (cujus regio, ejus religio), se ha establecido un principio de libertad individual que hasta ese momento -salvo un muy breve período, en la forma de la “tolerancia”, durante los primeros años de la constitución de la unión entre Polonia y Lituania- resultaba inédito. Tanto porque las raíces del “protes­tantismo” holandés son distintas a las luterano-calvinistas (no en vano la obra de Erasmo estaba muy asentada en el “humanismo” de las ciudades de la zona), como porque la ayuda militar de In­glaterra no aconseja poner frenos a la posible presencia de pas­tores anglicanos, como, sobre todo, porque suponía una nada desdeñable forma de atraer capitales (con la afluencia de los ju­díos expulsados de otros territorios), la constitución de la Unión de Ulrecht marca con esta cuestión una de las claves de la “ano­malía” holandesa: será el único territorio en el que la libertad religiosa “personal” sea tolerada y legalmente establecida. Des­de ese momento -en una Europa sacudida por los conflictos “re­ligiosos” y las persecuciones de los reformadores más radicales- Holanda se convierte en un “espacio de libertad” real en el que empezarán a darse cita la mayor parte de los heterodoxos (no sólo por motivos religiosos) europeos. Desde ese momento, también, las disputas políticas internas quedan signadas con la marca de la confesionalidad.

En el imaginario europeo de la época las Provincias Unidas se convierten en un mito... con una consistencia práctica real y efectiva. Sin embargo, desde el punto de vista militar estos años no son nada buenos para la Unión de Utrecht. Las tropas de Alejandro de Famesio conquistan sin cesar territorios... y los re­beldes ofrecen la soberanía de los territorios al heredero -una herencia “en conflicto”- de la corona francesa. De los turbulen­tos acontecimientos de este período procede la estructura de po­der que se estabilizará posteriormente: alianza del Imperio español con los católicos franceses; muerte del duque de Anjou

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y asesinato de Guillermo de Orange; asedio -y posterior caída- de la ciudad de Amberes, a la que se habían trasladado los Es­tados Generales: intervención oficial de la reina inglesa a favor de los rebeldes; desastre de la armada española en su intento de invadir Inglaterra... imposición inglesa del duque de Leicester como gobernador general de los territorios.

A partir de 1588, tras lograr la salida del poder del duque de Leicester, el acuerdo entre Mauricio de Nassau-Orange (he­redero de Guillermo) y Johan van Oldenbamevelt (que en 1586 había sucedido a Paulus Buys en el cargo de Gran Pensionario de Holanda) consigue el mantenimiento de la unidad entre los territorios de la Unión de Utrecht y la articulación de una admi­nistración que, renunciando al nombramiento de monarca, se constituye como una República de tipo federalista con una divi­sión entre el poder civil, que es ocupado por un Pensionario en cada provincia -siendo el de Holanda, la más rica, el Gran Pen­sionario- y con un gobernador militad o Stathouder también en cada provincia. Por la excepcionalidad de la situación de guerra la casa de Orange-Nassau ocupa “de facto” el título de Stathou­der genera] con poderes excepcionales.

En 1590 se produce la reconquista de Breda por las tropas re­beldes; entre 1591 y 1592 la de gran parte de las provincias de Güeldres y Overrijssel; en 1594 la de la provincia de Gronin- ga... en 1596 Francia e Inglaterra reconocen oficialmente a la República de las Provincias Unidas. El frente de guerra se esta­biliza progresivamente en los años siguientes en tomo al control de las ciudades ribereñas de los ríos Waal, Mosa e Ipsel.

Con la estabilización del frente militar se produce un despe­gue económico del comercio que acaba convirtiendo a la Re­pública de las Provincias Unidas (con el liderazgo indiscutible de la provincia de Holanda) en el auténtico centro de una Eco­nomía-Mundo que se reestructura al hilo del debilitamiento económico del Imperio español y del cada vez más importante

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comercio con América y con el continente asiático. En 1602 se funda la Compañía de las Indias Orientales (en 1621 se fundaría la de las Indias Occidentales), que constituiría una de las prin­cipales banderas de esa prosperidad económica al tiempo que se desarrolla en el terreno colonial una cierta colaboración estraté­gica con Inglaterra en la pugna con los españoles por el control de los mares.

Sin embargo, precisamente por ese auge comercial, empiezan a surgir tensiones entre las diversas oligarquías de la República y, necesariamente, también entre van Oldenbamevell y Mau­ricio de Nassau, que son sus principales representantes. Desde el año 1600 se aprecian diferencias en la dirección de la guerra (particularmente en relación con una expedición a Flandes que culmina en la victoria militar de Nieuwpoort) y son más que evidentes a partir del momento en que en 1606 el Gran Pensio­nario inicia conversaciones con Alberto VII, archiduque de Austria, y con la infanta Isabel para la firma de una paz du­radera. Tanto el Stalhouder Mauricio como otros jefes militares (el gobernador de Frisia, por ejemplo) y los principales repre­sentantes de la Iglesia calvinista se opusieron y sólo se vieron obligados a aceptar el tratado porque todas las instituciones de la República tuvieron voz y lo aceptaron mayoritariamente.

En 1609, pues, por un tratado que reconocía a las Provincias Unidas como un estado libre ligado al Imperio español (una cor­tés fórmula de concordia) se inicia la que se conoce como “tre­gua de los doce años” que se extenderá hasta el inicio del con­flicto “global” que se conoce como “guerra de los treinta años”. La tregua constituye por sí misma un primer terreno de enfren­tamiento entre dos modos de ver las relaciones sociales, econó­micas y políticas, así como las relaciones internacionales: la de la oligarquía comercial, “pacifista” y tendencialmente defensora de la más absoluta libertad individual para la búsqueda de la pro­pia utilidad, y la de la aristocracia territorial, que entiende la gue­rra y la acumulación de territorios como fuente de poder y ri-

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queza... y que plantea las mismas opciones organizativas que están triunfando en las monarquías centralizadas del resto de Europa.

Los doce años de tregua vieron la continua reproducción de este conflicto organizativo y evidenciaron también la manera en que este asunto se identifíca de manera inmediata con la manera (política) de entender la sociedad desde posiciones confesio­nales o religiosas. Dicho de otro modo: durante los doce años de tregua las tensiones organizativas se articulan y se manifies- tan en la forma de un debate abierto sobre la religión y la liber­tad religiosa.

Aunque ya en 1604 se había producido un debate en este sentido en la universidad de Leyden entre Jacobus Arminius y Franciscus Gomarus, en 1610 -en pleno triunfo, pues, de la op­ción liberal que representa el Gran Pensionario- ciertos segui­dores de Arminius publicaron un documento (una Réplica o Advertencia, motivo por el que los arminianos holandeses son también conocidos como “remontrantes”) en el que manifes­taban los objeciones que hacían a la Confessio Bélgica y a las enseñanzas de Calvino.

Como casi todo lo que tiene que ver con la Reforma religiosa el documento es mucho más que un texto religioso (aunque lo sea)... y adquiere casi el carácter de un manifiesto político. Se trata, básicamente, en la forma de un debate religioso, de hacer valer una opción reformista que, apoyándose en el viejo huma­nismo ciudadano que representara Erasmo. pusiera freno a las tendencias “políticas” que cobraban peso con el asentamiento progresivo de las concepciones calvinistas. Inmediatamente se produjo la identificación entre van Oldenbamevelt y los armi­nianos; inmediatamente también la de Mauricio de Nassau y los contrarremontrantes o gomaristas.

La disputa teológica tiene como centro fundamental la teoría de la predestinación que los gomaristas defienden de manera fé­rrea y que los remontrantes -como hiciera Erasmo en sus poié-

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micas con Lutero- sólo pueden admitir en una formulación muy mitigada que incluye (en S puntos de conflicto) el perdón uni­versal, una consideración sólo parcial del sometimiento al peca­do original o la posibilidad de una recaída en el pecado a pesar de la gracia. Pero lo que está en juego en el fondo de la disputa desde el punto de vista político es algo mucho más tangible porque, frente a la “teologización” de la Comunidad, los armi- nianos vienen a defender la posibilidad de un cristianismo no confesional (punto de vista desde el que las Iglesias reformadas no son mucho mejores que la católica), una reivindicación de la obediencia a “la palabra” de Jesucristo sin que sea mediatizada por interpretaciones o comentarios teológicos, el derecho indivi­dual a tener la fe que se quiera tener, el rechazo a las persecu­ciones por motivos religiosos... y un fuerte anticlericalismo que recuerda las formas “pacíficas” del radicalismo de los ana­baptistas con cuyos representantes (de hecho, desde el último tercio del XVI habían llegado a las Provincias Unidas diversos grupos de anabaptistas, antitrinitarios, socinianos o menonitas) pueden llegar a confluir en las cuestiones más directamente “po­líticas”. Hay dos asuntos esenciales en los que necesariamente las posiciones de estos reformistas y las del “partido de los re­gentes" tienen a coincidir: la tolerancia religiosa como garantía de la paz civil y el primado del poder civil sobre las confesiones religiosas. Mientras, la población más desfavorecida, las “ma­sas” de campesinos o los “obreros” que empiezan a concentrarse en Amsterdam o Leyden y que se encuentran en estado de laten­te revuelta, engrosaban mayoritariamente las Alas del calvinis­mo más ortodoxo.

El conflicto se saldó entre 1618 y 1619 también con una con­junción de elementos religiosos y políticos que fueron en la misma dirección: por un lado, en el Sínodo convocado en la ciu­dad de Dordrecht, fueron totalmente rechazadas las tesis arminianas y se estableció un canon del calvinismo de la Iglesia Reformada de los Países Bajos; por otro parte, en el contexto

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del mismo Sínodo, van Oidenbamevelt y el que todos dan por su sucesor, Hugo Grotius, son detenidos por orden de Mauricio de Nassau bajo la acusación de traición y las tropas orangistas invaden la provincia de Holanda. En un juicio sin garantías pro­cesales y sin legitimidad jurídica -cuya sentencia se proclama cuatro días después de la sesión de clausura del Sínodo- ambos detenidos son declarados culpables: el Gran Pensionario es eje­cutado y su “sucesor” condenado a cadena perpetua (de la que consiguió librarse evadiéndose de su prisión).

A partir de ese momento, la Casa de Orange se convierte en el foco hegemónico del poder (incluso tras la muerte de Mauri­cio de Nassau en 1625) durante todo el período de tiempo que dura la guerra de los treinta años que se desencadena el mismo 1618. Sin embargo, la victoria de la alianza calvinista-orangista no supuso la desaparición de los grupos “liberales” ni en lo po­lítico ni en lo religioso: en lo segundo, porque el efectivo cum­plimiento de la prohibición del “ministerio” de los arminianos dependía del celo que las diferentes municipalidades pusieran en ello... y no siempre pusieron mucho: sobre todo en aquellas ciudades que, como Amsterdam, eran más proclives a una to­lerancia que dejase margen a la actividad de unos y otros; lo primero, porque la intervención de la República en la guerra global se desarrolló principalmente con el objetivo de debilitar la potencia colonial española y, así, se apoyó en el comercio marítimo y en la actividad de preda (ya en 1609 Grotius había defendido en Mare liberum que el mar no es propiedad de nadie y en De iure prade había afirmado la legitimidad de las ac­ciones “bélicas” de los piratas y bucaneros que atacaban a los barcos españoles). La primacía de la casa de Orange, de ese mo­do, no supuso en la práctica la eliminación de las tensiones ideológico-organizativas. En Amsterdam, Leyden, Rijnsburg, Groninga o Rotterdam, de manera más o menos clandestina y aprovechando a veces la ayuda de algunos pastores anabaptistas moderados, se organizaban grupos de “colegiantes” dedicados

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al estudio y discusión de la Biblia a partir de una lectura libre y sin mediación interpretativa de ninguna organización confe­sional; doctrinas religiosas o científicas, panfletos incendiarios, libros de todo tipo eran impresos, leídos, discutidos...; al hilo del desarrollo comercial seguía viva -y desarrollándose- esa ideo­logía burguesa de la libertad personal y de la productividad sin freno que no tenía sitio en ningún otro territorio europeo y se­guía creciendo la centralidad de la “nueva economía” basada en el comercio -marítimo-: hacia mediados de siglo las Compañías de las Indias, crecidas sobre las derrotas de las flotas española y portuguesa eran casi una verdadera “multinacional” en el más contemporáneo de los sentidos.

El conflicto organizativo que estallase entre las distintas elites de la República ya en tomo a 1606, por tanto, sigue plenamente vigente y, aunque larvado, no deja de tener importancia en la distribución del poder en los Estados Generales y, sobre todo, en las municipalidades económicamente más activas. Y resurgió de manera expresa en el momento en que se cierran definiti­vamente las acciones bélicas: cuando el conflicto “exterior” no puede sublimar o aplazar por más tiempo los conflictos “in­ternos".

En 1648 el Tratado de Weslfalia pone fin a la guerra de los ochenta años y sella el final de la hegemonía española en el continente europeo. Ese mismo año, y como una parte del acuerdo general, el Tratado de Münster termina con el enfren­tamiento entre la República y la catolicísima España: la Re­pública de las Provincias Unidas es reconocida como un estado independiente de pleno derecho y se le permite conservar buena parte de los territorios que había conquistado en las últimas fases de la contienda.

Con la paz se reabren las disputas entre el "partido republi­cano" y el joven príncipe de Orangc, Guillermo 11, que desde 1641 había emparentado con los Estuardo ingleses y que desde 1647 ocupa el puesto de Stathouder. Con los votos a favor de 4 de las

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Tal es, pues, el fin a que tiendo: adquirir esa naturaleza supe­rior y hacer cuanto pueda para que muchos la adquieran con­migo; pues también pertenece a mi felicidad esforzarme para que otros conozcan claramente lo que es claro para mf, de ma­nera que su entendimiento y sus deseos concucrden plenamente con mi propio entendimiento y con mi propio deseo. Para lle­gar a este fin es necesario tener de la Naturaleza una compren­sión que baste para adquirir esa naturaleza, y además constituir una sociedad tal como se requiere para que el mayor número posible llegue a ese fin tan fácil y seguramente como se pueda.

Tratado de la reforma del entendimiento. 14

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7 provincias, Guillermo se hace conceder por los Estados Genera­les una autoridad absoluta y -actuando al estilo de un nuevo mo­narca territorial- en 1650 acuerda con Mazarino una alianza que a cambio de un apoyo a las pretensiones francesas contra Inglaterra en cuestiones “coloniales” permitiría aprovechar la debilidad es­pañola y, así, proceder a un reparto con Francia de los territorios católicos de los Países Bajos que no formaban parte de la Re­pública de las Provincias Unidas. Como consecuencia de este asunto se produjo un violentísimo enfrentamiento entre republica­nos y orangistas. Dando un verdadero “golpe de Estado”, Guiller­mo II detiene a varios miembros de los Estados Generales e intenta ocupar la ciudad de Amsterdam... sin conseguirlo. Apenas unos meses más tarde muere y el cargo de Stathouder es abolido.

Es, de nuevo, el momento de los republicanos partidarios del libre comercio. Se restablece la primacía del Gran Pensionario y se recupera una actividad económica marítima y comercial sin precedentes: tanto que se origina una colisión de intereses con la Inglaterra de Cromwel) y, en 1652, estalla entre ambos Estados un conflicto armado por el control de los mares.

En 1653 es nombrado Gran Pensionario Jan de Witt, un jurista y matemático -en 1649 había publicado unos Elementa curvarum linearum- cuya primera tarea fue alcanzar un acuerdo de paz con los ingleses: cosa que consigue en 1654.

Entre 1652 y 1654 tenemos constancia de los primeros con­tactos entre un joven Baruch Spinoza y ciertos grupos de “co­legiantes” con los que entra por primera vez en relación en la es­cuela latina que un tal Franciscus van den Enden ha abierto en 1652 en la ciudad de Amsterdam.

Ortodoxia y disidencia: el maldito y su círculo

Baruch Spinoza había nacido -como ya hemos dicho- en el seno de la Comunidad judía de Amsterdam. Una Comunidad

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cuya prosperidad ha ido creciendo al ritmo del desarrollo de la actividad comercial que permitía el curso de la guerra.

Inicialmente formada por judíos sefarditas que llegaron a la ciudad a finales del siglo XVI (parece que en esa época pudie­ron llegar a Amsterdam Abraham y Michael, el abuelo y el padre de Spinoza, procedentes de Portugal -sin que haya datos para avalar las propuestas que hacen proceder a la familia de alguna población castellana, pero sin que pueda tampoco ser descartado-), su actividad creció en aquellos momentos en que las circunstancias bélicas permitieron la ampliación de las zonas de actividad comercial de la República. Así, el comienzo de la tregua de los doce años supuso que los navios holandeses pudieran tener acceso a los puertos castellanos y portugueses y, de ese modo -junto con un incremento del número de criptoju- díos que abandonan la península ibérica para residir en Amster- dam- una etapa de prosperidad: la creación del Banco de Ams­terdam en 1609 pudo contar con el importante papel de algunos miembros de la Comunidad. En 1621, por contra, cuando se reanuda el conflicto, se produce una cierta caída del comercio que, en cambio, beneficia momentáneamente la actividad de Hamburgo. A partir de 1630 nuevamente se produce un período de prosperidad con la toma de Recife por la Compañía de las Indias Occidentales; en 1640 sucede otro tanto cuando se desata la guerra entre España y Portugal, por la relación que permite con los puertos lusos; en 1648, en fin, nuevamente por la rea­pertura del comercio con España que, además, supone la llega­da a Amsterdam de importantes inmigrantes conversos y acau­dalados (los hermanos Pinto, los hermanos Pereyra o el barón López Suasso).

En los períodos de prosperidad, además, la Comunidad de Amsterdam “recoge” a otros grupos hebreos no sefarditas, como los judíos askenazíes procedentes de Hamburgo y algunos otros que llegaron desde Alemania a partir de 1635 (más tarde, en tomo a 1655, también un nutrido grupo procedente de Polo-

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nia-Lituania), fugitivos de diversas persecuciones y generalmen­te muy empobrecidos. Como consecuencia de tales incorpora­ciones no faltaron tensiones que afectaron tanto a la lengua co­mo a los ritos y a la propia consistencia de la Ley (la Torah es la Ley en un sentido -como hemos dicho- no solamente religioso); pero ello no obsta para una creciente integración de la Comuni­dad en la normalidad de la República. Así, la prosperidad posterior al Tratado de Miinster no sólo permite el bienestar “in­terno” de la Comunidad con la construcción, por ejemplo, de una nueva Sinagoga (la "Beth Israel”, tras la unificación de las distintas congregaciones en una sola), sino también la normali­zación “exterior”: en 1657 los judíos son formalmente reconoci­dos como ciudadanos de la República holandesa.

Se ha insistido mucho en las raíces judaicas del pensamiento de Spinoza y, también, en las raíces que tendría su heterodoxia en las “propias" del universo judaico. Con todo, aunque su in­fancia y su juventud estuvieron marcadas por las enseñanzas ra- bínicas y la Ley, aunque los primeros “heterodoxos” con los que tuvo contacto formaran parte también de ese contexto, la con­sideración de la convulsa vida social y política de la Holanda de aquel tiempo, la “tolerancia” religiosa que se vive en las Provin­cias Unidas (especialmente en la ciudad de Amsterdam), junto con el importante papel que los capitales hebreos jugaron en la actividad bancaria y comercial de la República, aconsejan matizar mucho el supuesto aislamiento de la Comunidad judía: una comunidad perfectamente integrada en una actividad mercantil plenamente normalizada en cuyo seno, además, se habían producido “disidencias” que -con las peculiaridades propias de un grupo cuya supervivencia se sustenta en la dife­renciación en tanto que “pueblo elegido”- son básicamente equiparables a las que se producen a su alrededor.

Es cierto que una larga historia de exclusiones y persecu­ciones ha condicionado el “modo-de-ser” del pueblo hebreo y le

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ha reafirmado en su singularidad... permitiendo el manteni­miento de un idioma, de unas creencias y de unas tradiciones comunes en las circunstancias más adversas: idioma, creencias y tradiciones que se constituyen en su seña de identidad; sucede que una identidad tan fuertemente establecida puede hacemos entender los motivos que hacen de las rupturas y las disidencias auténticos desgarros personales... pero es poco útil para dar cuenta (seriamente) de las disidencias y de las rupturas: más aún cuando éstas vienen a coincidir en dirección y consistencia con las que se producen en otros ámbitos y todavía más si tenemos en cuenta que los “conversos” que se han reintegrado a la Comunidad han traído con ellos, además de sus riquezas, las experiencias y las “formas de pensamiento” que se extienden en sus países de origen (desde las formas “humanistas” de raciona­lidad hasta el escepticismo metafísico y teológico -o el liberti- nismo.

Spinoza conoció, sin duda, los “escándalos” religiosos que se produjeron en su infancia y juventud en el seno de la Comunidad, pero conoció también las disidencias religiosas y políticas que flo­recían en su Amsterdam natal: todas debieron confluir -cons­tituyendo el “suelo” o, mejor, el “terreno” de la reflexión- en el proceso de formación de su pensamiento... sin que pueda atribuirse a ninguna la categoría de “fuente”, sin que a ninguna se le pueda atribuir un carácter fundante para su propia heterodoxia. En el ambiente en el que se desarrolla su formación están abiertos, con más o menos matices, los mismos “campos de batalla” en los que está envuelta la actividad intelectual de los gentiles: a falta de algún ñlósofo o científico eminente (sin olvidar la estrechísima cercanía entre las tesis de León Hebreo y las corrientes más místicas de la “ciencia” y del pensamiento del XVI), al menos en lo que atañe a la polémica entre la racionalidad y el fideísmo o en lo que tiene que ver con la primacía de la ley natural.

Uno de los primeros escándalos a los que tuvo que hacer fren­te la Comunidad amstelodama fue el “caso” Uriel da Costa; y

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en él se aprecia hasta qué punto, como sucede en la órbita cris­tiana, todos los “frentes” de la disputa teórico-organizativa están ligados entre sí.

De familia conversa y educado en Portugal “cae en la cuenta” -según él mismo narra en una “espectacular” autobiografía (Exemplar humanae vitae, de 1640) de la irracionalidad que supo­ne la afirmación de la inmortalidad del alma y (dado que, en una lectura literal del texto bíblico no encuentra afirmada esa inmor­talidad) decide retomar a la fe de sus antepasados para descubrir que en ella también se supone la inmortalidad a partir de las re­flexiones recogidas en la tradición oral que constituye una parte fundamental de la Ley misma. Sin una específica formación fi­losófica, pero imbuido de un aliento racionalizador que coincide -no insistiremos en las coincidencias: cada cual podrá apreciar­las- con lecturas que apuntan en la misma dirección, Uriel da Costa se convierte en un activo propagador de una lectura (que tiene también una larga tradición en el mundo hebreo) que ade­más de rechazar la inmortalidad del alma niega autoridad inter­pretativa a los rabinos y que, frente a la Ley de Moisés, reivin­dica una legislación de valor universal para todos los hombres, anterior a aquella, que estaría recogida en los siete preceptos noaquitas (preceptos que Dios habría dado a los hijos de Noé y que funcionaría como una ley natural también procedente de Dios pero anterior a la Alianza). En su actividad comercial Uriel da Costa “visita” diversas comunidades hebreas... y recoge en su camino distintas condenas: en 1618, León de Módena, aunque sin nombrarle explícitamente, dicta desde Venecia una excomu­nión contra quienes contradicen las palabras de los sabios y llaman estúpidos y supersticiosos a los fieles; en 1623 se dicta herem contra él por parte de la Sinagoga de Amsterdam a causa de la exposición pública de sus tesis y, después de una petición de perdón que permite el reingreso en la Comunidad hasta que nuevas denuncias pusieron en evidencia la continuidad de su actividad herética, en 1633 se dicta un nuevo herem (esta vez el

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más grave, el que después recibiría Spinoza) que le aparta de la Comunidad hasta que en 1640 se somete a una ceremonia de humillación pública en la Sinagoga a la vista y con la par­ticipación de toda la Comunidad... asunto cuyos ecos tras­cendieron (provocando un gran escándalo) los límites del uni­verso hebreo y después del cual Uriel da Costa termina suici­dándose.

En 1640 Baruch de Spinoza tenía 8 años y llevaba uno asis­tiendo a la escuela Talmud Tora: el asunto, sin duda, debió que­dar en su memoria. Pero no debemos aquí poner la atención en el drama sino en su carácter sintomático porque el espíritu ra- cionalizador y el “epicureismo” de corte saduceo se extendieron durante la década de 1630 en la Comunidad al parecer con cierto éxito; tanto que el mismo Menasseh ben Israel -a su vez converso y conocedor del libertinismo escéptico que se desarrolla en el pensamiento francés de la época-, que ya en 1632 había publicado El conciliador entrando en la cuestión de las “aparentes” contradicciones entre diversos textos del an­tiguo testamento, se vio obligado a publicar en 1636 un tratado Sobre la resurrección de los muertos para poner en valor las doctrinas sobre la inmortalidad.

Las disputas sobre la interpretación de la Escritura y sobre la racionalidad fueron una constante en la Comunidad de Amster- dam a partir de esa década de 1630, y tampoco en esto per­maneció al margen del mundo de los gentiles. No sólo por los varios casos de conversiones al cristianismo que “buscando la racionalidad” se produjeron entre algunos conversos hebreos llegados a Amsterdam en las décadas anteriores sino también porque las intervenciones “exteriores” fueron más o menos continuas. Así, por ejemplo, el caso del goyim Jan Pietersz (conocido anabaptista apodado “el escultor”) que al parecer intentó varias veces de manera pública entre 1644 y 1645 que los sabios de la Comunidad le aclarasen algunos extremos de la

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Escritura y que vio cómo Saui Levi Morteira se deshacía de él a gritos: gritos que eran todo un argumento.

Si hacemos caso a sus biógrafos, parece que con 15 años (en tomo a 1647, por tanto) el joven Baruch Spinoza ponía en aprie­tos a sus doctos maestros hebreos con preguntas, precisamente, sobre sus interpretaciones de la Escritura (todo un indicativo del tipo de cuestiones que podían estar a la orden del día en la es­cuela de la Comunidad) y parece que la falta de consistencia de sus respuestas (no consta si acaso también hubo gritos) le fue alejando de la aceptación ciega de la ortodoxia... e incluso de una carrera rabínica que quizá en algún tiempo fuera acariciada por su padre; deja de acudir entonces a la escuela. La muerte en 1649 de su hermano Isaac, que se ocupaba del negocio familiar, le acerca a esos asuntos más prácticos y propicia el contacto con el mundo cristiano. En ese tiempo, también según sus biógrafos, Spinoza busca aclarar sus dudas confiando en su propia razón y lee a los clásicos de la literatura hebrea (Ibn Ezra. Maimónides, Gerson o Cuescas) adentrándose así en el universo de las refle­xiones “filosóficas".

Estamos en los años convulsos en que la República de las Provincias Unidas se debate entre la guerra y la paz (esa que tan adecuada resulta para la buena marcha de los negocios comer­ciales) y entre las opciones organizativas que apuntan hacia la monarquía o la profundización del proyecto republicano. Sin duda, Spinoza siguió con interés las exigencias mundanas que ponía sobre la mesa el intento de golpe de Estado de Guillermo de Orange en 1650. Sin duda, también, llegaron a sus oídos las muy mundanas exaltaciones que llevan a Jan de Witt a hacerse con el cargo de Gran Pensionario.

Desde 1652 Spinoza mantiene contactos más o menos esta­bles con cristianos amstclodamos de diversas tendencias reli­giosas, pero especialmente estrechos con algunos grupos es­pecialmente conocidos por sus posiciones “radicales”. Una primera forma de relación le es proporcionada cuando empieza

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a acudir a las clases de latín (idioma imprescindible para ciertas lecturas y para la comunicación intelectual) que Franciscus van den Enden imparte desde ese mismo año y a las que acuden también, por los mismos motivos (la situación económica de la República hace que la formación de los jóvenes de las familias dedicadas al comercio se oriente cada vez más hacia el derecho o la medicina en lugar de hacia la teología; tanto para lo uno co­mo para lo otro el dominio del latín es fundamental), algunos de los hijos de buenas y adineradas familias de Amsterdam que tie­nen una edad muy parecida a la suya con los que trabará una amistad de largo recorrido como comprobará cualquier lector de la correspondencia spinoziana: Pcter Balling, Jarig Jelles, Lo- dewijk Meyer, Simón Joosten de Vries, los hermanos Adriaan y Johannes Koerbagh, Johannes Bouwmeester, todos ellos naci­dos entre 1630 y 163S. Algunos de ellos, por las relaciones que mantienen sus familias con ios círculos dirigentes, permitirán más adelante a Spinoza ciertas cercanías con las más altas instancias políticas de la República. Pronto algunos de ellos permitirán a Spinoza conocer las actividades de ciertos grupos de cristianos heterodoxos que se conocen con el nombre de “colegiantes”.

Los colegiantes son algunos de los elementos política y reli­giosamente más cercanos a las tesis del reformismo radical que afirma la libre interpretación, que niega las mediaciones confe­sionales y que además es radicalmente contrario a la subordina­ción confesional de los asuntos civiles. Desde 1619 -inmediata­mente después del Sínodo de Dordrecht- se tiene constancia de la formación de un grupo de discusión teológica en Warmond que se autodenominó “colegio” (de ahí el nombre de colegiantes) porque se proponía la discusión libre sin sometimiento a pastor o intérprete. Pronto trasladaron sus reuniones a Rijnsburg, muy cerca de Leyden y de una universidad en crecimiento. Pese a las prohibiciones, de un modo u otro consiguieron mantener una cierta estabilidad y realizar sus reuniones (salvo períodos espe-

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cialmente duros, dos reuniones generales al año y, siempre que eso era posible, reuniones semanales en las localidades en las que hubiera un grupo suficiente de miembros). Pronto hubo círculos de colegiantes en Gioninga, en Leeuwarden, en Rotter­dam y en Amsterdam, ciudad que se convirtió en la cabeza del movimiento y donde muchas veces se celebraban incluso dos reuniones semanales en la trastienda del negocio del librero Jan Rieuwertsz, en la casa de Franciscus Cuy per en 1652 o, en 1654, en la sacristía de la comunidad anabaptista del doctor Ga- lenus Abrahmoz de Haan. Acudían a las reuniones anabaptistas, antitrinitarios, menonitas, socinianos... y otras gentes que se declaraban abiertamente deístas e incluso ateos.

Alguno de los biógrafos de Spinoza señala que entre finales de 1654 y principios de 1655 se produjo algún contacto entre Spinoza y la comunidad anabaptista del doctor Galenus y con “el escultor” Jan Pietersz que, al parecer, frecuentaba también las reuniones de los colegiantes. Algún estudioso, igualmente, ha insinuado que en la Comunidad pudieran estar reprochando a Spinoza esos contactos con los cristianos y sugiriéndole que, si así lo quería, cambiase abiertamente de religión (cosa que el mismo 1655 habría hecho también el converso Moses Gadela). Sea como fuere, parece claro que en este período el joven Spi­noza toma contacto con los individuos y grupos más activos en el ámbito de la heterodoxia: los que más claramente han optado por una actividad religiosa y política que huye de las mediacio­nes y apuesta por la racionalidad, el libre examen... y la libertad individual llevada a sus últimas consecuencias. Por eso tampoco es extraño que a la llegada de Juan de Prado a Amsterdam tam­bién él se convierta en uno de sus asiduos. Juan de Prado pu­diera haber sido ya un deísta en los tiempos en que vivió como criptojudío aunque, en todo caso, desde su llegada a Amsterdam en 1655 mantuvo abiertamente (no se encontraba ya en la cató­lica España y no era ya preciso ocultar las opciones religiosas) un posicionamiento muy cercano al de los libertinos: hizo públi-

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ca manifestación de su escepticismo y se mostró como abierto detractor -como lo hiciera Uriel da Costa, y obteniendo conse­cuencias similares- de la Ley Oral (el mismo 16SS Isaac La Pey- rére, calvinista posiblemente de origen sefardí, publicó en Ams­terdam su Preadamitae y en él, a partir de un análisis del Penta­teuco, sostenía la posibilidad de hablar de unos humanos ante­riores a Adán... para los que la Ley de Noé, en tanto que “ley natural”, sería plenamente operativa). Spinoza tuvo pronto contacto con él... y sólo una rectificación le salvó de compartir en 1656 el herem dictado contra Spinoza (aunque tuvo el suyo propio en 1658).

En 1654 ha muerto Michaél Spinoza y, desde entonces, si atendemos a lo que parece más plausible, aunque nuestro autor sigue ligado a la Sinagoga y al negocio familiar (que hasta 1664 siguió funcionando con el nombre de Baruch y Gabriel Spinoza, aunque desde 1656 es llevado sólo por su hermano), no pone demasiado cuidado en ocultar sus distancias respecto de la Co­munidad (según la histórica mítica del personaje que construyen algunos de sus biógrafos habría incluso rechazado una impor­tante pensión que se le ofrecía a cambio de mantener las apa­riencias; también forma parte de esa historia mítica un supuesto litigio por la herencia paterna; después de ganarlo en los tri­bunales, Spinoza habría renunciado a todo salvo a la cama de su padre).

No sabemos los motivos exactos por los que Spinoza fiie ana- temizado, ni tenemos manera de conocer de primera mano las tesis que por entonces mantenía... pero el 27 de julio de 1656 se pronunció contra él un herem que lo apartó de la Comunidad. El único testimonio que tenemos sobre sus opiniones es la deposición de unos espías de la Inquisición -aunque el testi­monio es de 1659- según la cual Spinoza estaba en Amsterdam en compañía de Juan de Prado y ambos habrían sido expulsados de la Sinagoga por “aber dado en ateístas” buscando la mejor

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religión para profesarla, por negar la inmortalidad del alma o por considerar falsa la Ley judaica.

En su Diccionario histórico y crítico, Pierre Bayle señalaba que Spinoza había escrito (en castellano, además) una Apología para justificar su salida de la Sinagoga. Pero de ella, salvo esa referencia, no hay rastro.

Nada sabemos... y quizá por ello se ha producido mucha li­teratura intentando identificar las posibles fuentes de una hetero­doxia que se presenta como monstruosa... medida desde la inter­pretación de sus textos posteriores: Juan de Prado, van den En­den. los colegiantes, la tradición marrana, la tradición de hete­rodoxia judaica... han sido propuestos como foco de una especie de contaminación o “contagio del mal”. Nada sabemos... pero pocas cosas resultan más inútiles (e intelectualmente perversas) que adentrarse por esa senda.

Spinoza se ha encontrado en el centro de un campo de batalla Como todos. Y ha debido tomar partido. Como todos.

El herem aparta a Spinoza de la Comunidad... y él no parece sentirlo en absoluto (“no hacen nada que yo mismo no hubiera hecho de no haber querido evitar el escándalo” dicen que podría haber dicho). Adopta como nombre la latinización del Baruch hebreo (aunque en realidad hasta ese momento siempre firmó con el Bento portugués), empezando a llamarse Benedictus (con esa firma aparece en 1663 su primera publicación)... y profun­diza su relación con Franciscus van den Enden, llegando su pre­sencia a ser habitual en su casa y su escuela.

La actividad en la casa de van den Enden sigue un ritmo casi frenético. A los estudios para aprender latín hay que añadir una serie de actividades para el conocimiento de la cultura clásica entre las que pronto tuvo un papel relevante la representación de obras teatrales. Desde 1652 este antiguo jesuíta había organi­zado representaciones teatrales de obras de autores latinos, pero

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en 1656 plantea estas actividades con un carácter abiertamente público (y político, por tanto) al decidir que las representa­ciones se harían en el teatro municipal. Para la ocasión preparó un texto suyo (titulado Philodonius) y la Andria de Terencio. La representación fue efectivamente motivo de una disputa política y de una medición pública de la correlación de fuerzas entre las distintas visiones de la sociedad desde el momento en que las autoridades eclesiásticas intentaron que la represen­tación fuera prohibida en los locales del consistorio y pidieron a los padres de los estudiantes que impidieran la participación de sus hijos como actores... sin conseguirlo: no sólo eso sino que a la representación, en febrero de 1657, acudieron algunos de los burgomaestres de la ciudad (entre ellos Burgh -cuyo apellido sonará a quien haya leído la carta LXXVI de Spinoza- dos de cuyos hijos actuaban). Acudieron también varios personajes del mundo cultural de la ciudad, como el pintor Rembrandt... y el apoyo así obtenido por el humanismo de tal “apuesta cultural” fue de tal calado que las representaciones que se realizaron en 1658 se produjeron sin que mediaran siquiera quejas por paite de los grupos confesionales.

Aunque no puede afirmarse taxativamente, no sería desca­bellado pensar que Spinoza pudiera participar de algún modo en aquellas representaciones, tanto por ciertas reminiscencias de la obra de Terencio que pueden rastrearse en sus primeros escritos como por las noticias del ataque (de nuevo la historia mítica del personaje es incontrastable) que habría sufrido al salir de una de las representaciones por parte de un judío fanatizado -parece que también fueron agredidos por ese método Abraham He­rrera, judío que se había convertido al cristianismo, y Samuel Aboab que al menos habría negociado condiciones para ha­cerlo- que le habría asestado una puñalada (según alguna ver­sión dejándole incluso una marca en la mejilla). Y esta historia tiene interés no sólo por la anécdota que se nos narra sobre nuestro autor sino por poner de manifiesto el grado de tensión y

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violencia que parece vivirse entre las distintas opciones ideo­lógicas en la ciudad de Amsterdam: el propio van den Enden, a partir de 1660, tomó la precaución de propagar sus ideas de manera clandestina (algo que no había hecho durante la década anterior) entre amigos y simpatizantes... en la misma época -co­mo indicaremos inmediatamente- en que Spinoza abandona la ciudad y adopta, también frente a lo que había sido su norma de actuación, una fórmula de precaución (caute) por cuya aplica­ción la mayor parte de sus escritos sólo fueron publicados des­pués de su muerte.

Pero a esas actividades que conjugan el activismo cultural con un activismo político que se irá acentuando paulatinamente hay que añadir un importante papel de van den Enden en la di­vulgación de la filosofía y de la ciencia en sus vertientes más novedosas entre aquellos que acudiendo a su escuela recibían -también- la formación suficiente para iniciar una carrera uni­versitaria. Este tipo de enseñanza que se impartía en su casa de manera informal no tenía nada que envidiar a cualquier otro tipo de formación (algún estudiante, como el joven Dirck Kerckrinch -que mantendría posteriormente una amistad con Spinoza- obtuvo en apenas año y medio la formación suficiente para superar el ingreso en los estudios de Letras de la universidad de Leyden) y era lo suficientemente informada como para pro­porcionar una competencia considerable en todos los ámbitos de discusión teórica, en todos los “campos de batalla” intelectuales que se desarrollaban en Europa.

Y es con van den Enden con quien Spinoza se adentra en el conocimiento de las matemáticas, de la anatomía, de la nueva astronomía, y con quien lee a Bacon. a Hobbes, a Descartes... además de la obra política de Maquiavelo o de Grotius. En la casa de van den Enden, pues, Spinoza recibe una formación que le equipara con cualquier teórico de su época y que, además, le sitúa ante la encrucijada exacta en la que todas las polémicas políticas, científicas y filosóficas se están encontrando.

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El círculo de van den Enden, efectivamente, sobre todo a par­tir de 1656, reúne a personajes especialmente activos en el te­rreno cultural y en el activismo político en un momento en el que las tensiones ideológicas están particularmente exacer­badas.

La “anomalía” holandesa es, a partir de esos años, especial­mente singular por cuanto hasta el experimento republicano in­glés se ha hundido definitivamente. La revolución puritana de­sembocó -en una confluencia de asuntos religiosos, económicos y políticos parangonable a la que se produce en los territorios alemanes durante las revueltas radicales del siglo XVI- en una explosión de tensiones sociales que llevó a los niveladores, a los cavadores y a otros grupos radicalizados a la exigencia de abolición de la propiedad privada y que amenazó en algún momento los cimientos del orden social. Esa “quiebra” fue teorizada por Hobbes como la “guerra de todos contra todos” en la que “el hombre es un lobo para el hombre” y cuya única salida consistiría en la constitución de un Estado Leviathán al que se confiere un poder absoluto; una solución que fue puesta en práctica por el Lord Protector Cromwell a partir de 16S3 de manera cada vez más decidida, hasta tal punto que a partir de 16S6 el poder era ejercido como en la monarquía absoluta del rey Sol (un sol. tras la Fronda, cada vez más brillante) y, ade­más, con la adopción de las mismas medidas de corte mercan- tilista que favorecerían la organización de una “economía nacional”.

Desde los últimos años de la década de 1650 sólo en la república gobernada por el Gran Pensionario de Witt se ha optado por el federalismo organizativo y por la búsqueda del bien propio como norma económica: una opción que salió re­forzada después del fracaso del golpe de la casa de Orange en 1650 pero que genera cada vez más descontento social y po­lítico; en primer lugar porque el beneficio privado de las oligarquías comerciales que rigen los asuntos de la República

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provoca un empobrecimiento creciente de las capas más desfa­vorecidas, en segundo término porque esa circunstancia se agra­va por el proteccionismo económico que todos los demás Es­tados practican y al que hay que sumar la pérdida de los te­rritorios brasileños que Portugal ha reconquistado y, finalmente, porque una buena parte de las “masas” empobrecidas son fieles normalizados de la iglesia calvinista y añoran la “protección” que podría proporcionarles la casa de Orange. Una creciente ra- dicalización afecta a unos y otros... y se suceden las manifesta­ciones de fuerza. Así, por ejemplo, en 1656 el teólogo Voétius consigue que el gobierno de los Países Bajos condene formal­mente la obra de Descartes; se reproducen las denuncias ante las autoridades municipales contra los grupos disidentes y sus ac­tividades o contra los que no mantienen la ortodoxia en el culto (entre los hebreos... contra los que no guardan el sábado o con­tra los que no aceptan la Ley mosaica -en 1658 se pronuncia el herem contra Juan de Prado-); en el seno de las comunidades anabaptistas se producen disensiones internas para acercarse o alejarse de las actividades de los grupos colegiantes, se produ­cen denuncias y se publican panfletos con acusaciones terribles. Y otro tanto sucede entre los partidarios de las posiciones más liberales que -aunque no necesariamente con sus consecuencias económicas o con la monopolización oligárquica de las estruc­turas de la República- están ideológicamente cerca de ese “op­timismo de la libertad” que representan las instancias de la Re­pública; así, la apuesta por la visibilización de la que el asunto de las representaciones teatrales de van den Enden es sólo un síntoma; así, una radicalización política de los colegiantes; así, las actividades de los grupos de cuáqueros que desde 1657 lle­gan a Holanda huyendo de Inglaterra; así, en 1660, la edición neerlandesa de un Nuevo Testamento con anotaciones de corte sociniano o, el mismo año, la publicación clandestina de un panfleto titulado Theofrastus redivivus en el que se reivindica un hedonismo práctico para explicar la actuación humana y en el

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que se afirma (recogiendo las tesis que aparecerían en un mítico Tratado de los tres impostores del que pronto circularán tam­bién ejemplares manuscritos) que las religiones no son otra cosa que supersticiones utilizadas por los gobernantes para mantener a los pueblos en la obediencia.

En los alrededores de 1660, por tanto, la disputa organizativa se escribe nuevamente en la forma de una disputa religiosa cada vez más explícitamente radicalizada.

Lo había sido ya en la Inglaterra de la revolución en los textos de Harrington, de Winstanley o de Peter Comelius Plockhoy -que en la década de 1640 había estado en las reuniones de los colegiantes de Amsterdam- y lo es también en la República de las Provincias Unidas (no dejará de serlo hasta que en 1672 el poder vuelva a la casa de Orange). A esta disputa que tiene en la religión, en la libertad y en su posible articulación sus asun­tos nucleares se aprestan, por tanto, los distintos grupos: en 1660 Pieter de la Court, consejero de Jan de Witt, publica su Balanza política (en 1662 un El interés de Holanda que firmará el pro­pio de Witt como si fuera suyo); en 1660 un panfleto anónimo titulado Tractatus theologico-políticus (un título que más ade­lante utilizará también Spinoza para una obra suya) se detiene en las diferencias entre la ley positiva y la ley natural; en 1662, Pieter Balling hace en La luz sobre el candelabro una reivindi­cación de la libertad religiosa y de la racionalidad para la que la razón es a un tiempo espíritu del Dios de la tradición y “luz natural”; entre 1662 y 1664 el propio Franciscus van den Enden -cada vez más crítico con el secuestro oligárquico de la Repú­blica- hace un canto al igualitarismo y al anticlericalismo en su importante Libros de las instituciones políticas, que publica en 1665.

Son los años en los que Spinoza escribe sus primeros textos.

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Al parecer, durante los últimos años de la década de 1650 Benedictus Spinoza deja de ocupar el papel de discípulo en la escuela de van den Enden participando en la enseñanza y, lo que es más interesante, empieza a contar con su propio “círculo” o -al menos- con un grupo activo de intelectuales (muchos de sus primeros conocidos al iniciar los estudios de latín) con el que discutir sus propias posiciones teóricas. Se genera así un núcleo de investigación y discusión que será fundamental en el desarro­llo de sus primeros escritos. Un “círculo”, además, que no se deshará con el paso del tiempo y la distancia. Y es en relación con las preocupaciones de ese “círculo”, marcadas por la disputa anticonfesional y organizativa, que Spinoza traza sus primeras reflexiones en el intento de elaborar una “síntesis” racional que aborde desde una nueva mirada las grandes cuestiones filosó­ficas.

Un Breve tratado sobre Dios, el alma y su felicidad y un Tra­tado de la reforma del entendimiento son las primeras obras de Spinoza. Todo hace indicar que estaban ya escritos hacia 1661. aunque no podemos dar una fecha concreta de su redacción ni asegurar siquiera cual de ellas sería el primer texto en el que habría trabajado (tanto lo uno como lo otro son motivo de discu­sión erudita): la única referencia ulilizable al respecto es la que aparece en una carta dirigida a Oldenburg (carta VI, del661) en la que Spinoza se refiere a un opúsculo que ha escrito sobre có­mo llegaron las cosas a ser y su nexo con la causa primera y so­bre la reforma del entendimiento... en cuya redacción, dice, se halla ocupado. Si el Breve Tratado (en adelante BT), escrito en neerlandés, podría ser la redacción de un conjunto de notas to­madas por alguno de sus “discípulos” a partir de las reflexiones que se producían en las reuniones del “círculo” spinoziano... el Tratado de la reforma del entendimiento (en adelante TRE) es un texto inacabado. En alguna de sus primeras cartas, por lo de-

Dios y el hombre: primeros escritos

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más, Spinoza hace referencia a lo que llama su Filosofía como si se tratase de una obra ya escrita (aunque en el TRE se refiere a esa misma Filosofía en futuro, como un texto en redacción o en proyecto, esta referencia puede entenderse como anuncio de las reflexiones que llevarán posteriormente a la redacción de la Ética): bien pudiera referirse al BT. Salvo en alguna importante diferencia que tiene que ver con la inflexión temática y con la consideración del carácter activo o pasivo de la mente en el conocimiento (en cuya consideración personalmente me inclino a ver a) BT como texto anterior al TRE), no puede decirse que se trate de textos incompatibles: pese a la diferencia de sus temáticas, hay un aliento común en estos primeros escritos que permite entenderlos al mismo tiempo como textos inaugurales y, sin em­bargo, necesariamente iniciales y provisionales: un intento de sis­tematización que se evidencia casi inmediatamente incompleto por cuanto pretende dar cuenta de una posición con unos ma­teriales que difícilmente servirían para ello; un intento de conjugar el mecanicismo explicativo con una metafísica de corte neo- platónico que, siéndolo, quiere no ser emanatista: un pensamiento que se quiere abrir a la tematización del mundo pero que sólo puede pensarlo como productividad absoluta.

Tanto en la forma como en buena parte de su contenido, efec­tivamente, el BT recuerda la obra de Giordano Bruno o de León Hebreo (a cuya lectura se había dedicado ya antes del herem) en lo que podría considerarse la primera “matriz ” sistemática de su pensamiento: presentar, haciendo como que la crisis no existe, obviándola y negando la tensión real entre mediación y mercado, un discurso que se asienta en el optimismo del de­sarrollo ilimitado, del infinito que se despliega y se manifiesta “naturalmente” como organización. Una apuesta -si se quiere decir así- puramente “filosófica”.

Son dos los argumentos básicos que el BT desarrolla: la con­sideración del Ser y la del conocimiento, y en ellos se evidencia

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el sentido de su apuesta en el “campo de batalla” en el que su escritura se introduce: en el contexto de una discusión que se articula en tomo al papel que quepa atribuir a la divinidad como origen y organizadora del mundo, Spinoza hace suyo un impulso hacia la negación de la trascendencia que parte de la afirmación impetuosa de la primacía de lo natural y la fisicidad del ser y que culmina con la negación de la superioridad ontoló- gica de Dios respecto de su obra (tan infinita es la Naturaleza como Dios).

Desde este primer impulso, partiendo de una definición de Dios como "un Ser del que todo o infinitos atributos es afirma­do, atributos de los cuales cada uno es, en su género, infinita­mente perfecto” (BT, I, cap. 2, 1), como un Ser del que todo es afirmado total y absolutamente... y de una consideración de la Naturaleza como el conjunto de todo cuanto existe, Spinoza concluye en la identificación total de ambas realidades porque “la Naturaleza se compone de infinitos atributos cada uno de los cuales es perfecto en su género” (BT, I, cap. 2, 12) y eso “con­cuerda perfectamente con la definición que se da de Dios” (Ib¡- dem). Una clara reivindicación de la mundaneidad sin trascen­dencia que se despliega en clave materialista. Dios, así, existe realmente, es un Ser, pero en modo alguno puede ser pensado a la manera confesional o teológica: Dios y la Naturaleza (la totalidad, el Ser) comparten la misma definición y, en conse­cuencia (en rigor nominalista) son la misma cosa. Por ello no hay -no puede haber- ni creación ni salto ontológico entre Dios y el mundo. Las concepciones confesionales y los discursos teológicos sólo pueden ser fruto de una ignorancia ingenua o de una superstición culpable.

Pero junto a esta “reducción” hay en el BT una consideración que matiza en un sentido muy importante el inicial “mate­rialismo” de la no-trascendencia evidenciando lo lejos que se encuentra esta sistematización primera de la obra madura de Spinoza, y lo prendida que se encuentra de un lenguaje tomado

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de la tradición filosófica sin una previa depuración de las adherencias “místicas” que comporta. Dice nuestro autor: “to­dos los atributos que hay en la Naturaleza forman un único ser, y no varios seres distintos” (BT, I, cap. 2, 17), de donde por ex­tensión resulta que el ser de las cosas singulares no es pro­piamente Ser sino en un sentido “derivado”: en tanto que for­man parte del Ser-todo y en tanto que en ese Ser-todo tienen sentido; en tanto que se integran en un Orden que, en su articulación como totalidad, es el único verdadero Ser. Esto no significa, efectivamente, que se niegue el carácter real de las cosas singulares (del mundo) pero sí que el mundo -y las cosas singulares- se organiza según una norma que le es previa, en la que se integra y de la que depende... sin que, por tanto, pueda pensarse como una articulación construida, signada por una productividad propia, inmanente, porque la totalidad-mundo no es entendida como resultado de la productividad de la sin­gularidad que establece relaciones ni como generalidad que per­mite el conocimiento sino que, en el fondo, es una forma del Uno originario de la mística neoplatónica.

La “paradoja" se hace plenamente efectiva en la derivación discursiva que se despliega en todo el BT desde el momento en que Spinoza adopta una posición eminentemente “filosófica” intentando resolverla mediante la distinción entre la Naturaleza Naturante (Dios) y la Naturaleza Naturada (universal: todos los modos que dependen inmediatamente de Dios; particular: todas las cosas singulares que son causadas por los modos universa­les) y explicando esa “naturación” o “generación” mediante la distinción entre causa emanativa o productiva, causa eficiente y causa inmanente. Así. Spinoza señala que Dios es causa del mundo en tanto que realmente produce efectos (los produce realmente, el mundo, efectivamente, existe y, en ese sentido, Dios es también su causa eficiente)... pero que esos “efectos” no quedan realmente “fuera” de él como seres diferentes (puesto que no hay nada “fuera” de Dios o de la Naturaleza), motivo

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por el que es causa inmanente -y no transitiva o trascendente- de todas las cosas: e introduce para dar cuenta de ese específico modo de causación (algo que será impensable en el contexto de la Ética) la noción de emanación.

La inmanencia y la emanación son, pues, afirmadas como dos aspectos de un mismo proceso generador de realidad en el que queda excluida tanto la creación como la trascendencia divina... pero que -la “emanación” tiene esas cosas- no puede escapar a la jerarquización y a la mediación necesaria. Por eso Spinoza reintroduce la diferencia ontológica en el seno mismo de lo na- turado mediante la distinción entre la Naturaleza Naturada uni­versal y la particular (una distinción que más adelante rea­parecerá con otro sentido en la obra de Spinoza cuando hable de modos infinitos inmediatos y mediatos) y piensa esa jerarquiza- ción-mediación en términos “descendentes”: en un proceso in­manente, dice Spinoza, de la Naturaleza Naturante procede la Naturaleza Naturante Universal (el movimiento en la materia y el entendimiento en la cosa pensante: curiosa apropiación de un tema cartesiano que, sin embargo, se niega a utilizar la termino­logía filosófica -substancia, atributos, modos- en el sentido que Descartes le ha dado) y de ésta procede la Naturaleza Naturada Particular, es decir, todas las cosas particulares que son causa­das por los modos universales.

Desde la negación de la trascendencia, efectivamente, el BT comporta importantes consecuencias al poner al margen la me­diación necesaria de la religión en cuestiones éticas y políticas (y cumple, así, el cometido que se había fijado: de hecho sirvió durante varios años para la articulación de las posiciones críti­cas que mantuvieron los miembros del “círculo” spinoziano). Sin embargo, la manera en que el joven Spinoza piensa el “campo de batalla” en el que se adentra, circunscribiéndolo al marco teológico-confesional, convierte su intervención en una apuesta (puramente) filosófica que necesariamente encuentra como límite la propia e infranqueable consistencia del campo

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especializado de “lo filosófico” y que choca con la inutilidad del lenguaje de la tradición filosófica para fundar una posición materialista que quiera explicar el funcionamiento del mundo. Es asf como en el planteamiento spinoziano de la cuestión del Ser, como consecuencia de su propia limitación, acaban con­vergiendo dos líneas argumentativas de raíz claramente con­trapuesta: por un lado la negación materialista del crea­cionismo (e implícitamente de todo el andamiaje confesional que de él depende) y, por el otro, la pervivencia de un sistema causativo en el que, además de seguir utilizándose la termino­logía confesional creación/criatura, la causa es necesariamente entendida como el agente efectivo (el subjectum o sujeto) de la entidad del efecto. Es así como puede entenderse que mien­tras insiste en la inmanencia, Spinoza siga hablando de Dios como causa emanaliva y eficiente y diciendo, además, expre­samente, que es causa libre, causa por sí, causa principal, cau­sa dominante, causa primera, causa universal, causa próxima y -lo que no deja de ser sorprendente para quien conoce la crí­tica a la causalidad final del Spinoza de la Ética- causa úl­tima.

La opción materialista que pretende construir el discurso ontológico del BT, así, es una apuesta por la primacía de lo material, por la absoluta productividad de la naturaleza y de la organización que, sin embargo, por serlo al modo en que lo es, no deja lugar alguno para pensar la totalidad-mundo como re­sultado o efecto de la actuación de los individuos: meros mo­mentos del ser total que debe ser pensado como su subjectum. El BT subraya el carácter fundante de la Naturaleza-todo, su ca­rácter material (la ñsicidad del ser, decimos) y la productividad infinita de la materia-mundo. Pero sólo eso. En el BT la inma­nencia no es una opción explicativa, constituyente, sino -sólo- la estrategia que el discurso utiliza para negar la trascendencia divina (y, como veremos, precisamente en la forma radical­mente diferente que esta cuestión adoptará en la redacción de la

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Ética radica buena parte de la especificidad del pensamiento maduro de Spinoza).

En el BT hay también una breve exposición acerca del alma humana que fundamentalmente se ocupa del conocimiento y de los diferentes efectos que generan los distintos modos de conocer. Y también en esto el impulso materialista se hace evidente a la lectura desde el momento mismo en que para ha­blar Mdel alma y de su felicidad” no se hace referencia alguna a la trascendencia, a la salvación eterna o a cualquiera de las preocupaciones confesionales que se podrían incorporar a la cuestión sino única y exclusivamente al conocimiento. El alma no es, pues, otra cosa que la mente. El proceso de conocimiento, además -aunque sin un desarrollo explícito completo de esta cuestión en la obra- es entendido desde una perspectiva que comparten todas las explicaciones “mecánicas”, que se concreta nuevamente como primacía de la fisicidad del mundo y, por tanto, como no-autonomía de la mente-alma respecto de lo material, que sólo puede pensarse como pasividad de la mente: aunque la palabra parezca significar otra cosa, dice Spinoza, conocer es un simple y puro padecer por cuanto en el conoci­miento nuestra mente es modificada de modo que recibe otros modos del pensamiento que no tenía antes. A partir de esta es­pecie de derívación-no-declarada por la que el conocimiento tendría su origen en la modificación de nuestra mente cuya causa nunca es la mente, la verdad es entendida como concor­dancia con la realidad y la falsedad como simple discon­formidad o error: una doble posibilidad que nos afecta de dis­tinto modo porque la padecemos de tal manera que el error está en el origen de nuestras pasiones y sólo en el conocimiento se cifra nuestra libertad.

Sólo en el conocimiento se cifra nuestra libertad. Si vol­vemos desde aquí la vista a la polémica “confesional” queda clarificado el alcance práctico de semejante “apuesta filosó-

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Tica": suprimir los ensueños imaginarios, la superstición... y proclamar el carácter liberador de la racionalidad. Una concep­ción que entiende que la perfección moral del hombre, la felici­dad, radica (no tanto -al menos explícitamente- en su actuación y en sus efectos) en una específica relación con la divinidad entendida en términos de identificación y necesariamente mar­cada por la virtualidad del conocimiento: tal doctrina, señala Spinoza, nos lleva a atribuir todo a Dios, a amarle sólo poique es sumamente magnífico y perfecto y a ofrecemos enteramente a él; en esto consisten propiamente tanto la verdadera religión como nuestra eterna salvación y beatitud (BT, II, cap. 6, 7). La verdadera religión (el conocimiento de la íntima relación del hombre con el orden de la naturaleza) frente a la superstición (las religiones confesionales)... “y puesto que un hombre perfecto es lo mejor que conocemos, lo mejor, con mucho, para nosotros y para cualquier hombre es educar a todos para ese estado perfecto” (Ibidem). Ese es el camino que debe seguir la actuación práctica al que las mentes libres, los pensadores, que­dan convocados. Nuestra felicidad consiste en escapar de la su­perstición.

También en los primeros párrafos del Tratado de la reforma del entendimiento asistimos al desarrollo de esa pulsión hacia la educación que el BT cifra como clave para la lograr la felicidad: “este es el fin al que tiendo: adquirir tal naturaleza y procurar que otros muchos la adquieran conmigo; es decir, que mi felici­dad pretende contribuir a que otros muchos entiendan lo mismo que yo a fin de que su entendimiento y su deseo concuerden to­talmente con mi entendimiento y mi deseo” (77?£, 14) pero, aunque para ello es preciso proceder también a una cura contra la superstición (a una reforma del entendimiento) Spinoza advierte ya la insuficiencia del mero conocimiento como procedimiento salvador: “para que eso sea efectivamente así es necesario entender la Naturaleza en tanto en cuanto sea sufi-

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cíente para conseguir aquella naturaleza (humana). Es necesario, además, formar una sociedad, tal como cabría desear, a fin de que el mayor número posible de individuos alcance dicha naturaleza con la máxima facilidad y seguridad" (Ibidem).

El TRE, como señalábamos, es un texto inacabado. Abando­nado, podría decirse. Una incompletud que es síntoma de la tensión que sacude una filosofía en transformación. Porque en el desarrollo de la temática que aborda toman cuerpo unas derivaciones que hacen estallar los supuestos filosóficos sobre los que se ha construido la arquitectura del BT: de manera ex­plícita en lo que atañe a la cuestión del conocimiento... e im­plícitamente respecto del modelo ontológico que apostaba por la omnipresencia fundante del orden, por el carácter meramente descriptivo de la inmanencia: es necesario formar una sociedad (tal como cabría desear), inventar, construir la articulación de unas individualidades que no pueden ser ya entendidas como mera existencia “naturada”. Con todo, Spinoza sigue pensando que la actividad filosófica (al menos respecto de este texto, porque desde 1661 está dando vueltas a las reflexiones que se materializarán después en la redacción de la Ética) tiene que partir de una reflexión sobre el conocimiento que ponga freno a la superstición. Hay que formar, ciertamente, una sociedad... pero dicho esto “me ceñiré a lo primero que hay que hacer antes de todo lo demás, es decir, a reformar el entendimiento y a hacerlo apto para entender las cosas tal como es necesario para conseguir nuestra meta” (TRE, 18). Y, ciertamente, como el título indica, en el TRE se aborda únicamente la cuestión del conocimiento.

Además -y no podría ser de otro modo a dos décadas de las Meditaciones metafísicas- ese abordaje se despliega como una reflexión al hilo de las posiciones avanzadas en la obra de Descartes: separándose de ellas. En la lectura de las primeras páginas del texto, así, nos encontramos con una escritura que es remedo de la estrategia discursiva de las Meditaciones carte-

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sianas (“después que )a experiencia me había enseñado...”; “así que me preguntaba una y otra vez...”; “con mi asidua meditación llegué a comprender...”; “yo veía, en efecto...”; “me parecía a mí...”), no para encontrar un método que permita encontrar ver­dades indudables sino para “excogitar el modo de curar el en­tendimiento” (TRE, 16). También en este asunto, por tanto, apuesta materialista por el valor de una potencia (el en­tendimiento, la razón) y de una actividad (la ciencia) que no precisa justificación filosófica.

Porque las afirmaciones básicas del TRE (en una síntesis que esperamos no resulte en simplificación excesiva) son claras:

1. De los diferentes (cuatro) modos de percepción que te­nemos (con los que formamos ideas, de los que obtenemos conocimientos), sólo comprende la esencia adecuada de la cosa aquél (el cuarto) en el que la cosa es percibida por su sola esencia o por el conocimiento de su causa próxima (es decir, según el lenguaje tradicional, el conocimiento “por causas”).

2. Tenemos conocimientos de ese tipo (habemus enin ideam veram: tenemos, efectivamente, una idea verdadera): por ejemplo los de la ciencia (el primer ejemplo que utiliza Spinoza es el del círculo, es decir, el de las matemáticas). Para tener certeza de su verdad no se requiere ningún otro signo fuera de la posesión de la idea verdadera.

3. El verdadero método, pues, no consiste en buscar el “signo” de la verdad (porque la verdad se manifiesta a sí misma y basta reflexionar sobre la idea verdadera -formar la idea de la idea, dice Spinoza- para conocer que es verda­dera)... sino en proceder con orden desde la idea verdadera que tenemos. Si se sigue el orden adecuado se obtienen conocimientos adecuados. Si no se consiguen es porque no nos hemos atenido al orden preciso o porque no habíamos partido de una idea verdadera (porque la idea procedía de

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un modo de percepción limitado: de oídas, por experiencia vaga o deduciendo la esencia de una cosa a partir de otra de manera no adecuada).

4. El buen método para conocer debe esforzarse, por tan­to, en partir de definiciones bien formuladas y en proceder desde ellas en el orden conecto (de las causas a sus efectos: geométricamente) utilizando con atención y sin extralimita- ciones los auxilios (por ejemplo los experimentos) que sean precisos.

Una importante matización se ha producido respecto de la manera en que las cosas se presentaban en el BT: la idea verda­dera, en el TRE, es formada por el entendimiento (en la de­finición o en la deducción que sigue la norma de la idea verda­dera). El entendimiento forma ideas. Sin que sea afirmado ex­presamente, desde el TRE no puede pensarse el conocimiento como mero padecer, no puede decirse que en el conocimiento la mente es pasiva.

Ni en la temática ni en el contenido, por tanto, estamos ante un texto que se limite a repetir o matizar lo señalado en el BT: de la aceptación del terreno de la ciencia como campo de análi­sis se siguen diferencias que se articularán posteriormente de una manera decisiva. Sin embargo, la problemática que articula el campo de operaciones sigue siendo la misma que en aquél texto: la puesta al margen de la distorsión del conocimiento que induce la imaginación (y que tiene como referentes políticos las diversas supersticiones); enfermedad contra la que tendremos que encontrar una cura adecuada.

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Con lo dicho, he explicado la naturaleza de Dios y sus pro­piedades, a saber: que existe necesariamente; que es único; que es y obra en virtud de la sola necesidad de su naturaleza; que es causa libre de todas las cosas, y de qué modo lo es; que todas las cosas son en Dios y dependen de Él, de suerte qué sin Él no pueden ser ni concebirse; y, por último, que todas han sido predeterminadas por Dios, no, ciertamente, en virtud de la libertad de su voluntad o por su capricho absoluto, sino en virtud de la naturaleza de Dios, o sea. su infinita potencia, tomada absolutamente. Además, siempre que he tenido ocasión, he procurado remover los prejuicios que hubieran podido impedir que mis demostraciones se percibiesen bien, pero, como aún quedan no pocos prejuicios que podrían y pueden, en el más alto grado, impedir que los hombres com­prendan la concatenación de las cosas en el orden en que la he explicado, he pensado que valía la pena someterlos aquí al examen de la razón. Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno sólo, a saber: el hecho de que los hom­bres supongan, comúnmente, que todas las cosas de la na­turaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin. e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin. pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto.

Ética, I, apéndice

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3. El conocimiento y la metafísica

Según la biografía de Jean Maximiüen Lucas, la manera públi­ca en que Spinoza participaba en el “circulo” intelectual en que le hemos visto situarse molestó gravemente a las autoridades de la Comunidad hebrea. Hasta tal punto que en repetidas ocasiones el propio Morteira interesó de las autoridades municipales una san­ción contundente. Esa persecución habría aconsejado a Spinoza un cambio de residencia. Otras versiones aducen como motivo la exigencia de atender a sus necesidades económicas (es sabido que Spinoza se dedicó a la fabricación de lentes, aunque es difícil saber si acaso esa actividad no habría empezado ya a desarrollarla en Amsterdam). Sea como fuere, en 1661 Spinoza traslada su residencia a Rijnsburg. Precisamente la localidad donde se encuentra el foco de las reuniones de los colegiantes y situada a apenas una hora de distancia de Leyden y de su universidad.

El tiempo que Spinoza residió en Rijnsbuig no llegó a tres años. En 1663 trasladó su residencia a Voorburg. En ese breve período, sin embargo, suceden cosas importantes para la evolución de su pensamiento: conoce a Oldenburg y, como consecuencia de las problemáticas que esa relación pone sobre la mesa, redacta una obra que publicará con el título de Principios de la Filosofía de Descartes.

Romper con Descartes

Hay una tendencia que desde el “interior” de la obra de Spi­noza apunta a la necesidad de una reformulación del modelo de

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la infinitud productiva que se había desplegado en el BT y que en la carta VI Spinoza sintetiza con la preciosa simplificación que alude a no separar tanto a Dios de la Naturaleza como ha­cen todos. Se trata de una necesidad interna que, por sí misma, no exige modificación sustancial del contenido de la filosofía (negación de la trascendencia) y que deriva precisamente del re­sultado al que el TRE ha llegado antes de quedar inconcluso: la necesidad de partir de definiciones correctamente formuladas y de deducir de ellas siguiendo la norma de la idea verdadera; una exigencia a la que Spinoza sólo se ha atenido en un breve apén­dice geométrico del BT. En la incompletud del TRE. además, queda pendiente conjugar de algún modo la contradicción que se sigue de la presentación del conocimiento como un proceso en el que la mente es pasiva.

Pero ninguna de esas líneas de trabajo que quedan abiertas, por más que sea efectivamente necesario recorrerlas, es capaz de dar cuenta de la profundísima transformación que se pro­duce desde la inicial negación de la trascendencia materiali­zada en la conjunción de emanatismo y producción efectiva que aparecía en el BT hasta los desarrollos que encontramos en sus obras “mayores” (Tratado teológico-político, Ética, Trata­do político).

La “fundación” que se produce en ellas dando lugar a una fi­losofía que se asienta en la centralidad del conocimiento efecti­vo, en una consideración de la individualidad como potencia activa y en una exigencia de llevar a sus últimas consecuencias la explicación desde la inmanencia que se pone en funciona­miento para dar cuenta no sólo del mundo físico sino también de las acciones humanas (en lo individual y en lo colectivo: en la ética y en la política), la fundación (materialista) de la filoso­fía de Spinoza, no puede ser entendida como una simple deriva­ción (o continuación, o desarrollo, o maduración) de la mística del infinito del BT, por más que muchas expresiones de la Ética recuerden -o reproduzcan- otras que en aquél texto inicial

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estaban presentes: todo se articula de un modo nuevo, se torsiona dando lugar a una arquitectura discursiva totalmente diferente... dando lugar a unos resultados difícilmente equiparables a cuales­quiera otros de los elaborados en su tiempo.

La fundación de la filosofía de Spinoza, la transformación del radicalismo aconfesional en materialismo explícito, tiene su nudo gordiano en el modo en que Spinoza se adentra en el te­rreno de las disputas científicas y en la manera en que entiende que la irrupción en ese campo de batalla (político y teórico) de la filosofía tiene que partir de una ruptura con Descartes. Eso es lo que hace en sus Principios de la filosofía de Descartes (en adelante PPC), una obra que publicó en 1663; la única obra que publicó en vida con su firma.

En el TRE Spinoza había abordado ya una exposición sobre el conocimiento y su virtualidad propedéutica que trabaja -sin ne­cesidad de hacerla explícita- desde una perspectiva totalmente diferente a los supuestos cartesianos: sin adentrarse por los sen­deros del problema de los fundamentos (habemus enin ideam veram), entendiendo el método como proceso de generación de conocimientos (sin que la duda, por tanto, tenga sentido alguno: ni metodológico ni de otro tipo) y explicando el error como con­secuencia de un déficit del proceso cognoscitivo, ya sea por una definición mal formulada, ya por una deducción incorrecta (sin que tenga sentido entenderlo como trasunto de la voluntad y del libre albedrío).

En la obra de Spinoza, dicho de otro modo, ya desde el TRE se ha puesto al margen el paradigma cartesiano y se han establecido los elementos que permitirían explicar el proceder cognoscitivo sin necesidad de volver sobre su tematización. Sin embargo entre 1661 y 1663 Spinoza se introduce en un terreno que excede el campo de lo político-confesional... en el que esa ruptura con Des­cartes no es suficiente: en el que se hace imprescindible hacerla explícita (y hacerla explícita no de cualquier modo).

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El traslado de Spinoza a Rijnsburg no supuso ni un abandono de las problemáticas que animan su actividad anterior ni un abandono del círculo de relaciones del que se rodeaba. En Rijnsburg. ciertamente, Spinoza se encuentra en la sede del gru­po de los colegiantes y mantiene un estrechísimo contacto con sus amigos de Amsterdam: así, en el traslado, le acompañó un joven estudiante de nombre Casearius al que daba clases de fi­losofía (como, posiblemente, a otros estudiantes de la univer­sidad de Leyden), recibía visitas de amigos como Peter Balling, Simón de Vries o Dirck Kerckrinch y les enviaba sus textos a Amsterdam (donde ellos los leen y discuten al modo colegiante formando una especie de seminario ad hoc). Además, en ese tiempo realizó viajes a Amsterdam tanto en 1661 como en 1663 con motivo de la preparación de la publicación de los PPC y, en 1662, a La Haya a la casa de los de Vries. En cuanto a sus ocupaciones, a falta de poder decir con exactitud si ya en Ri­jnsburg se dedicaba al pulido de lentes (cosa probable por cuanto en 1665 tenemos una primera referencia a la enfermedad pulmonar de la que acabaría muriendo: el polvillo del cristal pulido podría ser causa de su inicio o de su cronificación) y a falta de poder constatar la veracidad de las noticias que hablan de una supuesta dedicación a la pintura (se conserva algún retrato dibujado que se le atribuye), sí podemos decir que desde 1662 trabaja en una redacción de su filosofía escrita y demostra­da siguiendo el orden geométrico (el orden, en fin, que sigue la matemática: de ahí la utilización de definiciones, axiomas, lemas, demostraciones, escolios o corolarios que veremos desplegarse en la Ética). Así, a finales de ese año envió un texto que podría ser una versión inicial de lo que después sería el li­bro I de la Ética a sus amigos de Amsterdam y también (el mismo texto u otro) a Henry Oldenburg.

Y precisamente la relación que establece con Oldenburg es lo más determinante para la evolución del pensamiento de Spinoza durante su estancia en Rijnsburg: la “fundación” de su filosofía.

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En 1661, dirigido hacia él por algún colegiante de Amsterdam -muy posiblemente el librero Jan Rieuwertz-, Spinoza recibió la visita de Oldenburg y mantuvo con él unas conversaciones filosóficas que dieron lugar a la relación epistolar más larga y extensa de las que nuestro autor mantuvo, por la que entró en contacto directo con las direcciones del trabajo científico que en ese tiempo se desarrollaban en Europa. Oldenburg ocupaba una situación privilegiada para hacer ese papel por cuanto era uno de los fundadores de la recién creada Royal Society inglesa (cuyos objetivos eran la investigación científica colegiada y el fomento de los intercambios filosóficos) en la que se ocupaba preci­samente de conocer los distintos trabajos científicos y filosóficos y -mediante la elaboración de noticias o reseñas que después empezarían a publicarse en una especie de boletín periódico- darlas a conocer al resto de la comunidad intelectual. Olden­burg, por eso, significa no sólo un importante lazo de comuni­cación y relación teórica sino, además, un conocimiento efec­tivo de las discusiones o disputas que ocupaban a los científicos de las diferentes materias.

Por eso es de fundamental importancia la relación epistolar que se mantiene entre ambos autores entre 1661 y 1663 (tenien­do en cuenta que después el eje de sus conversaciones girará ha­cia otros lados: primero hacia las cuestiones ópticas y después a la problemática y la coyuntura político-religiosa en relación con el 7TP). Por mediación de Oldenburg el nombre y el trabajo de Spinoza es conocido fuera de Holanda y, a través suyo, Spinoza conocerá de primera mano la obra de autores como Hooke, Kircher, Hevelius o Robert Boyle sobre cuyas investigaciones en la proto-química, además, se le pide opinión: y Spinoza contesta haciendo un examen de algunos de los experimentos que Boyle realiza a propósito del “nitro”, de la fluidez y la so­lidez, para insistir en que pueden derivarse conocimientos del conocimiento de la Naturaleza tal como es en sí pero no según se relaciona con los sentidos humanos y que, aunque no es inútil

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la comprobación empírica de esos conocimientos obtenidos... esa comprobación (la experimentación) nunca podrá conside­rarse en sí misma una prueba; para Spinoza, el modelo “empi- rista” del conocimiento que Boyle pone en funcionamiento no es suficiente demostración porque -como ha señalado en el TRE- la demostración exige el trabajo ordenado a partir de de­finiciones bien formuladas; esto es, la articulación en una dis- cursividad que da cuenta del mundo de los conocimientos refe­ridos a cosas singulares. El experimento no puede proporcionar ese tipo de conocimiento sino en todo caso servir de com­probación empírica de algo que se demuestra “en otro lado".

El del conocimiento y la ciencia es, en efecto, el asunto cen­tral sobre el que gira esta correspondencia primera; y se articu­la, desde la primera de las cartas que cruzan (sin que se cierre hasta la publicación de los PPC), en torno a la figura de Descartes. Así, en la carta I, Oldenburg pregunta por la opinión que merecen a Spinoza los principios de las filosofías de Descartes y Bacon, dos de los autores que más explícitamente han planteado la cuestión de la metodología del conocimiento entre los siglos XVI y XVII y que vienen a establecer los marcos de un campo abierto a diversas posibilidades entre la primacía de lo empírico y la centralidad de la deducción. Preguntado directamente, Spinoza responde identificando (y considerando idéntica) la naturaleza de los errores de ambos -cosa que no debe dejar de extrañar en una primera aproxi­mación por cuanto ambos autores serían el origen de dos líneas de pensamiento habitualmente presentadas como divergentes, el empirismo y el racionalismo-, precisamente en aquellos asuntos en los que él mismo ha estado trabajando (se han movido alejados del conocimiento de la causa primera y del origen de todas las cosas; no conocieron la verdadera naturaleza de la mente humana; nunca descubrieron la verdadera causa del error). En la correspondencia con Oldenburg Spinoza no expli­ca lo que realmente les reprocha sobre esos asuntos y se limita a

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señalar que respecto de la cuestión del error el problema de am­bos (nuevamente ambos: incluso “reduciendo” la posición de Bacon a la que mantiene Descartes) consiste en que de algún modo sitúan su origen en una voluntad que entienden libre y más amplia que el entendimiento. Un señalar y no-decir que su­giere que podrían decirse muchas cosas que. sin embargo, no se dicen... y de algún modo se prometen: una estrategia, sin duda, de autopromoción teórica que. a cambio, exige a Spinoza tomar en consideración la obligación de abordar explícitamente la cuestión del cartesianismo. En las siguientes cartas de Spinoza (sobre todo en la dedicada al análisis de la obra de Boy le a la que nos referíamos, aunque también en una preciosa carta sobre el inñnito que escribe en 1663 a L. Meyer) nuestro autor parte -sin explicarla- de una manera de entender el conocimiento que se coloca en el centro de las polémicas sobre la actividad científica... para cuya comprensión por parte de sus interlocuto­res se hace cada vez más preciso un explícito ajuste de cuentas con la obra de Descartes.

Pero abordar la crítica a Descartes en la Holanda de Spinoza exige tener en cuenta consideraciones que desbordan el ámbito de lo exclusivamente teórico. Descartes ha sido objeto de una crítica abierta por los teólogos calvinistas holandeses casi des­de el momento en que publicó las Meditaciones metafísicas en 1641; críticas desde el primer momento del teólogo Voetius (en Utrecht) y a partir de I64S también de Schoon (en Gronin- ga) o desde 1647 de Revius y Triglandius (en Leyden) que no se limitan a criticar el “escepticismo” que derivaría de la intro­ducción de la duda sino que se dirigen, sobre todo, contra las consecuencias del mecanicismo explicativo (porque en la crí­tica Descartes es tomado por los teólogos calvinistas como “modelo” de las nuevas direcciones mundanas de la filosofía y de la ciencia). Desde 16S6, además, por intervención directa de Voetius, la obra de Descartes ha sido formalmente con­denada.

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En la polémica confesional Spinoza debe mostrarse partidario de las direcciones y consecuencias de la nueva ciencia (poner en valor, pues, el referente Descartes) y, al tiempo, mostrar has­ta qué punto Descartes está totalmente equivocado. La crítica a Descartes, el ajuste de cuentas, debe poner buen cuidado en marcar distancias respecto a esa otra crítica que, utilizando su figura como blanco, critica en realidad el proceder cientfñco.

Hay que señalar, con todo -pese a la imagen que ha publi- citado de sí mismo el cartesianismo- que la posición que Spino­za se obliga a explicitar no es novedosa. En el fondo y a pesar de sus diferentes concepciones filosóficas es una posición muy parecida a la que han debido adoptar autores como Hobbes o, en Holanda, el tantas veces olvidado (o mal leído) Henricus Re- gius. De hecho, para la mayor parte de los teóricos europeos del momento es claro que hay dos pulsiones diferentes que recorren la obra de Descartes, que se enlazan y que divergen. Y desde su consideración hay que pensar el juego de alianzas y rupturas que embrolla las relaciones que el resto de pensadores de -al menos- el siglo XVII mantienen con el cartesianismo.

Antes de la condena de Gal i leo, como dijimos en nuestro primer capítulo, Descartes trabajaba en la redacción de una obra que pretendía explicar el funcionamiento del mundo -y del hombre mismo como una parte suya- desde unos supuestos plenamente acordes con las nuevas direcciones del pensamiento físico. Esa obra -Descartes no dejaba de referirse a ella en sus cartas a Mersenne- iba a titularse De mundo y en ella, utilizan­do la imagen del fingimiento (‘'fingiendo” hablar de un mundo que no es el nuestro: sin afirmar, pues, la veracidad “metafísica” de lo explicado... pero sí insistiendo en su plausibilidad explica­tiva) desarrollaba una hipótesis que. rompiendo explícitamente con todos los supuestos de la metafísica tomista y de la ciencia aristotélica, partía (más allá de la mera geometrización del espacio que intentase desarrollar en las Reglas para la direc-

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ción del espíritu) de una concepción plenamente mecanicista para proponer unas leyes del movimiento, un modelo helio­céntrico de universo desde el supuesto de un espacio lleno que gira como torbellino, y que intentaba incluso la explicación del funcionamiento mecánico del cuerpo humano y del proceso por el que llegan a formarse las ideas en la mente. Tras la condena de Galileo y del copemicanismo “incluso en hipótesis”. Des­cartes abandonó la idea de publicar su De mundo, pero no renunció a anunciar que poseía una hipótesis para explicar el movimiento del universo y a presentar, a modo de prueba y de ejemplo, unos resultados parciales de su trabajo, que publicó junto con la extensa introducción que hoy conocemos con el título de Discurso del método... en algunas de cuyas páginas encontramos además puentes tendidos hacia los “científicos” que trabajaban en esas mismas direcciones como, por ejemplo, referencias que en la parte V hablan de una concepción de la materia de la que se excluyen explícitamente “las formas y cualidades de que disputan las escuelas”, de la que se hace se­guir una explicación que lleva desde el movimiento de los astros, pasando por la estructura de la tierra y de la materia inanimada, hasta la descripción de las plantas, los animales y el mismo hombre, y que termina hablando de la “fábrica de los nervios y los músculos del cuerpo humano” y explicando con cierto detalle, desde el supuesto mecánico, las causas y pe­ripecias de la circulación sanguínea.

En función de estos escritos. Descartes fue leído como un científico entre los científicos, como un defensor del meca­nicismo explicativo y como un crítico de la metafísica y de las pretensiones “confesionales” de someter la ciencia a supuestos teológicos o metafísicos. Y pronto encontró aliados teóricos e investigadores que entendieron esas referencias explícitas como “valiente” inspiración para su propia obra de ruptura (más a la vista del revuelo que generó entre los teólogos). Tal fue en Ho­landa el caso de Regius (médico, y el primero en enseñar la

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circulación de la sangre en la universidad de Utrecht) y también el de autores como Raei, Heereboord o Clauberg.

Con la publicación de las Meditaciones metafísicas, sin em­bargo, Descartes da un giro a su producción al poner en el primer plano de su obra la cuestión de la fundamentación del conocimiento: no sólo proponiendo como problema fundamen­tal de la filosofía la existencia de Dios y la inmortalidad del al­ma sino afirmando que sin la existencia de Dios no hay posibili­dad de confiar en la actividad de la razón y en los resultados de la ciencia (un ateo nunca podrá estar seguro de que dos y dos suman cuatro) y, por esa vía, volviendo a situar a la metafísica como la rama del saber de la que todas las demás surgen y de cuya veracidad dependen y haciendo suyas las tesis contrarre- formistas que en último término fundamentaron la condena de Galileo. En el campo de batalla de la ciencia, y más allá de las discrepancias puntuales acerca de uno u otro de los principios explicativos que anteriormente hubiera formulado, tras las Meditaciones, es claro que Descartes ha cambiado de posición y se ha situado en terreno enemigo: es mucho más claro después de que publique sus Principios de la filosofía (concebido como manual para uso en las escuelas jesuíticas en el que explíci­tamente se niega el movimiento de la Tierra) pero de alguna ma­nera lo vemos ya en el juego polémico de las Objeciones y Res­puestas que Descartes incluye como apéndice de las propias Meditaciones: en ellas encontramos cómo algunos autores to­man en serio el viraje temático que Descartes ha efectuado y abordan básicamente la cuestión del alcance real de la fun­damentación intentada con el planteamiento de la duda metódica y la de la corrección o incompletud de las demostraciones cartesianas de la existencia de Dios (son las objeciones que lanzan Caterus, Mersenne, Amauld o el grupo de escépticos o libertinos que plantea las sextas objeciones), pero encontramos también en funcionamiento la mirada crítica de autores que han cimentado su fama filosófica no en una disputa meramente

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metafísica sino en un verdadero trabajo de explicación cien­tífica. Gassendi (cuyas objeciones fueron tan mal tomadas por Descartes que las suprimió de la edición francesa) hace una cla­ra afirmación de “empirismo” cognoscitivo negando la existen­cia de esencias eternas o ideas innatas, rechaza claramente -ne­gando la sola pretensión de dudar de las verdades matemáticas- la pertinencia del problema de la fundamentación del saber y afirma la inutilidad absoluta de adentrarse en una discusión sobre cuestiones metafísicas. Hobbes, por su parte (el mismo que había elaborado una explicación física del universo negándose siquiera a plantear la pertinencia de la cuestión de que pudiera ser simplemente hipotética... con la famosa senten­cia “hipothesis non jingo"), en un tono educado y distante, de­cide ni siquiera hacer objeciones en sentido fuerte y en el fondo se limita a plantear que los desarrollos de Descartes no demuestran que el yo pueda no ser un cuerpo más bien que una cosa pensante y a afirmar que sólo la representación de un ob­jeto puede ser llamada idea... de modo que toda idea deriva de alguna impresión. También Regius había elaborado unas breves objeciones (que Descartes decidió ni siquiera incluir en el conjunto de las publicadas) señalando -en un lenguaje poco filosófico pero bastante explícito- que la idea de las perfeccio­nes infinitas que atribuimos a Dios es una idea derivada (ne­gando valor, pues, a la demostración cartesiana de su existen­cia), que los axiomas son inmediatamente evidentes (negando así la pertinencia de la cuestión de la fundamentación) y que la precipitación que lleva al error debe ser atribuida al tempera­mento del cuerpo (rechazando, por tanto, la explicación car­tesiana del error como trasunto de la voluntad y del libre al­bedrío): desmontando los supuestos básicos de la nueva me­tafísica.

Desde las Meditaciones, de hecho (y por más que se incluyan desarrollos científicos en los Principios de la jHosojta, Descar­tes abandona el terreno de la batalla científica y se instala en el

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de la pura filosofía: construye un nuevo y novedoso sistema me- tafísico concebido expresamente para fundamentar la mediación necesaria de la teología para la actividad científica (en el sentido político-confesional que hemos visto abierto como campo de batalla). La metafísica cartesiana (no su actividad investigadora en el ámbito de la ciencia) se convierte en el núcleo de lo que podemos seriamente llamar “cartesianismo”... y es lo que real­mente le confiere la fama que, en el XVII, le hace figurar como referente básico de las disputas filosóficas. Ser cartesiano, por tanto, consiste en aceptar: a) la necesidad de buscar una funda- mentación para el saber científico; b) la pertinencia de un pro­ceso de duda sobre todo saber como camino para resolver el problema de la fundamentación del saber... y su “cierre” en la afirmación del yo como cosa que piensa (el famoso cogito)-, c) la consideración de la metafísica como una disciplina que versa sobre la existencia de Dios y sobre la inmortalidad del alma y su consideración como tronco del que deriva todo saber y d) la consecuente aceptación de las circunstancias “técnicas” de la teoría, tales como la nueva definición de substancia o la con­sideración de los individuos como otros tantos modos. Una me­tafísica tan bien publicitada que ha convenido a Descartes en uno de los lugares por los que debe pasar cualquier posicio- namiento teórico.

En realidad (salvo si tenemos en consideración las apor­taciones de quienes defendieron el cientificismo del “primer” Descartes, como el propio Regius: el peso que la historiografía filosófica da al “cartesianismo del XVII” tiene que ser leído desde la consideración histórica del triunfo de la metafísica en “lo moderno”) a mediados de siglo el universo teórico está pla­gado de “anticartesianos” que, sin embargo, lo son por motivos bien distintos. Los filósofos escolásticos encuentran en la filo­sofía de Descartes un viaje innecesario de consecuencias impre­visibles y mantienen la validez de la metafísica tradicional. Del mismo modo, Voetius o los teólogos de Utrecht son anticarte-

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sianos porque ven en la obra de Descartes una puerta que lleva del racionalismo al materialismo (en el fondo este será también el motivo del anticartesianismo de Leibniz, que ve en Descartes el horizonte abierto hacia la obra de Spinoza) y porque desde la metafísica teológica que aceptan no encuentran ninguna vir­tualidad o ventaja en las posiciones filosóficas y metafísicas avanzadas por Descartes. Otros, sobre todo en Francia (desde Huet hasta, de algún modo, los autores de Port Royal) son críticos con el cartesianismo porque no encuentran en la duda metódica un argumento suficiente contra el escepticismo metaffsico o teológico y ven en ella un material que se pone a disposición de los escépticos (en 1663 la obra de Descartes es incluida en el Index de Roma bajo la anotación “necesitando co­rrecciones”). Para Regius, Descartes es simplemente un traidor al proceder científico (ahí está la clave de su ruptura y no en el abandono de las tesis del supuesto maestro al que -sin explica­ción- a veces se alude). Gassendi y Hobbes son anticartesianos desde su afincamiento en la ciencia y en consideración del carácter superfluo que para la práctica científica comporta cual­quier concepción metafísica. Los “científicos” sin una preocu­pación específicamente filosófica (una especie que empieza a flo­recer en Inglaterra: tal el caso de Boyle), en fin, andan un tanto despistados porque, además, no alcanzan a entender el enorme peso que en apenas unas décadas ha adquirido Descartes, a la vista de los “errores” presentes en sus desarrollos científicos.

La posición que Spinoza se obliga a explicitar -decíamos- no es novedosa. Lo realmente novedoso es el modo totalmente consciente en el que se aplica a esa tarea y, además, las con­secuencias para su propia obra que obtiene de ella.

Formalmente, los PPC son una exposición demostrada según el orden geométrico de los Principios de la filosofía que Des­cartes publicó -sin seguir ese orden- en 1644. En realidad, la exposición sólo aborda las partes I y II de aquellos Principios y

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las definiciones, axiomas y 2 primeras proposiciones de la parte 111, a los que siguen, a modo de apéndice, unos Pensamientos metafisicos (conocidos por su título en latín como Cogitata me- taphysica) en cuya brevísima presentación se dice que abordan la explicación de las cuestiones más difíciles de la metafísica en cuanto se refieren al ser y sus afecciones, a Dios y sus atributos, y al alma humana. Spinoza, según cuenta el prefacio redactado por L. Meyer, habría dictado el texto correspondiente a la parte 11 a un discípulo (el joven Casearius) al que prometió explicar la filosofía cartesiana y, posteriormente, sus amigos le pidieron que hiciera otro tanto con la parte I y que preparase una pu­blicación con esos textos.

No discutiremos hasta qué punto la exposición se limita a desarrollar la obra de Descartes o es también una asunción de la misma por parte de Spinoza, porque en el citado prefacio Meyer toma ya a su cargo la cuestión y -siguiendo instrucciones ex­plícitas y muy precisas de Spinoza que pueden leerse en su carta XV- señala que su autor ha decidido ceñirse a lo más importante de la concepción cartesiana, aunque alejándose de Descartes en la forma de proponer y explicar los axiomas, en el modo de demostrar las proposiciones, en las pruebas utilizadas a fin de conservar el orden geométrico que Descartes no utiliza: se ha limitado a proponer las opiniones de Descartes tal como se en­cuentran en sus escritos o como debían ser deducidas de los principios por él establecidos... si hubiera utilizado el método geométrico de exposición.

En el campo de batalla anticonfesional los PPC se presentan a sí mismos como una puesta en valor del proceder explicativo de Descartes, un autor que (según dice también el prefacio de Me­yer) después de sacar a la luz cuanto había de inaccesible para los antiguos en las matemáticas, abrió los cimientos inconmo­vibles de la filosofía.

En el campo de batalla de la filosofía -el campo de batalla que compendia los campos de batalla abiertos en lo teórico: ese

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en el que Spinoza se adentra a partir de esta obra de manera abierta-, sin embargo, también explícitamente, se marcan dis­tancias. Así, Meyer pone buen cuidado en seguir las indica­ciones de Spinoza y deja escrito que nadie debe pensar que éste acepta todos los dogmas cartesianos que explica, porque, aun­que considera que algunos son verdaderos, rechaza muchos otros como falsos. Y explícita cuáles: (a) Spinoza no considera que la voluntad sea distinta del entendimiento y, mucho menos, que sea libre; (b) niega que la substancia pensante constituya la esencia del alma humana y, así, (c) considera que la mente o alma humana no es algo absoluto sino sólo el pensamiento determinado por las ideas. Además, (d) no puede aceptar que -como dice Descartes- haya cosas que superen la capacidad humana para conocer, sino que, más bien, pueden concebirse clara y distintamente y se pueden explicar muy fácilmente cosas mucho más difíciles que las colocadas por Descartes fuera de nuestra capacidad... a condición de que partamos de unos fundamentos distintos de los propuestos por aquél.

La exposición geométrica de los Principios de Descartes, si ponemos la vista en las disputas sobre las que Oldenburg apre­mia un posicionamiento, adquiere el carácter de un auténtico manifiesto “anticartesiano’'. No sólo por el listado de desacuer­dos que aparece en el prefacio. No sólo porque se proponen pruebas para las proposiciones cartesianas que son mejores y más rápidas que las del propio Descartes. No sólo porque se se­ñala que -con sólo partir de otros fundamentos- puede conocer­se aquello que Descartes dice no poder conocer. Además (aun­que en el XVII esto sólo pudieran apreciarlo quienes conocieran bien la obra cartesiana), porque pueden encontrarse sutiles menosprecios del proceder de Descartes en la estrategia de es­critura que Spinoza adopta... insistiendo incluso para que Meyer no deje de dar cuenta de ello en su prefacio: mientras que Des­cartes ha afirmado que sólo hay certeza desde el conocimiento de la existencia de Dios y del cogito, mientras Descartes, por

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eso mismo, ha situado la metafísica como tronco del que parten las demás ramas del saber y como saber del que todos los demás dependen, Spinoza explica a Caesarius la ñlosofía de Descartes empezando por la parte II (la que habla de la extensión y el movimiento) y sólo redacta la parte I (la propiamente metafísica) más tarde, por requerimiento de sus amigos... y en sólo 2 se­manas.

No abordaremos -en ellos se expone la ñlosofía de Descar­tes- el análisis del contenido de los PPC pero, a poco que se consideren con atención estas referencias “exteriores” al propio texto (algo que se debe hacer porque son “exteriores” al carte­sianismo los motivos que animan su redacción), resulta evi­dente que su objetivo es, precisamente, ese específico marcar distancias que no puede dejar al margen la necesidad de poner en valor -al mismo tiempo- la racionalidad de las direcciones “científicas” del cartesianismo. Además, no es éste texto el único lugar en que Spinoza se despacha respecto de Descartes: así, los pasajes de la Ética en que ridiculiza cualquier duda so­bre la verdad de la matemática o el prefacio al libro IV de esa misma obra, donde se hace burla de la cuestión cartesiana de la glándula pineal o se ridiculiza el intento que articula las Pa­siones del alma de Descartes; así también en la carta LXXXI a Tschimhaus. donde se afirma que la concepción cartesiana de la extensión como “mole en reposo" no permite concebir la exten­sión correctamente y no sirve siquiera para demostrar la exis­tencia de los cuerpos (una cuestión ésta de los cuerpos que ve­remos fundamental en la concepción spinoziana).

Reconstruir el discurso: una É tica

Planificados para marcar distancias con el cartesianismo me- tafísico, los PPC son -y Spinoza tiene que ser consciente de ello- un texto para la coyuntura: en sí mismos, como las refe­rencias críticas a Descartes de la correspondencia con Olden-

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burg, una llamada de atención sobre otro texto en el que tendrá que fijar una posición propia. Otro texto en el que Spinoza tra­baja sin descanso. Otro texto de cuyos prolegómenos quizá al­guna vez formó parte en la cabeza de Spinoza el TRE pero que, en la correspondencia con Oldenburg, ha visto crecer su exigen­cia de contenidos mínimos y variar su perspectiva. Otro texto, pues, que aborde la cuestión de cómo empezaron las cosas a existir y de cuál es el nexo con el que dependen de la causa pri­mera, que efectúe una clara ruptura con el aparato discursivo de la teología metafísica confesional cuidando de no sustituirla por la cartesiana y que, en fin, presente una explicación del conoci­miento y del ser en la que se reivindique y se evidencie -al mar­gen de problemáticas fundamentadoras- la potencia del proce­der científico. Otro texto en el que Spinoza está trabajando al menos desde 1662 y que no puede saldarse como una simple re­flexión sobre la reforma del entendimiento.

Por la carta VI sabemos que el TRE no estaba terminado a fi­nales de 1661... y que era concebido por Spinoza formando par­te de una obra que no sabía muy bien si preparar para su publi­cación por cuanto podría molestar a los teólogos y predicadores (sabemos también los motivos que Spinoza introduce para explicar ese temor: “muchos de los atributos que otorgan a Dios ellos y todos los autores que yo conozco los considero criaturas; otras cosas que por sus prejuicios consideran criaturas yo las tengo por atributos de Dios y pienso que han sido mal en­tendidos y que, además, yo no separo tanto a Dios de la Natu­raleza como hacen todos los autores de los que tengo noticia”). No podemos determinar -ya lo señalábamos- si con esas pa­labras se refiere todavía Spinoza al BT (concretamente a su apéndice geométrico), a algún texto independiente que se haya perdido, o a las primeras redacciones preparatorias de lo que más tarde será la Ética y a lo que en ese momento Spinoza alude como su Filosofía. Pero sí sabemos que -sea después de aban-

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donar la redacción del TRE, sea como motivo de ese abandono- como muy tarde en 1662 Spinoza está ya trabajando en la que será su gran obra... a la que dedicará -con abandonos tempo­rales y aplazamientos exigidos por la coyuntura- prácticamente el resto de su vida.

De marzo de 1665 es la carta a Blyenbergh en la que por pri­mera vez Spinoza da a esa obra en la que trabaja el nombre de Ética y de junio del mismo año una carta a Bouwmeester en la que hace referencia a la redacción de su tercera parte y anuncia el próximo envío a los amigos del “círculo” de las primeras 80 proposiciones de un trabajo que Spinoza vuelve a denominar “nuestra filosofía”. Por otros datos que aparecen en su co­rrespondencia tenemos incluso constancia de algunos de los trabajos de la redacción durante todo este tiempo y, así, vemos aparecer definiciones, proposiciones y escolios (en unas cartas que cruza a principios de 1663 con Simón de Vries) presen­tados en términos muy similares a los que tendrán en su versión definitiva, además de otras referencias (en la correspondencia con Blyenbergh, por ejemplo) que ni siquiera podemos iden­tificar en el texto final.

También en el apéndice metafísico de los PPC, en 1663, Spi­noza había introducido en la crítica de los “entes de razón” una negación de las formas trascendentales de la Escolástica y había utilizado la noción de “modo” para dar cuenta de la relación entre la totalidad y las singularidades sin hacer ninguna refe­rencia ni a la gradación del ser ni a aquél andamiaje neopla- tónico que conservaba una importante función en el BT. Con to­do, en los Cogitata metaphysica, en tanto que son parte de una obra en la que se está exponiendo la filosofía cartesiana, Spi­noza no desarrolla una posición propia: apunta sólo precisiones conceptuales. Será en la Ética donde realice una verdadera demolición tanto de la teología metafísica como de la me­tafísica cartesiana. De hecho, en una estrategia discursiva sin precedentes que empieza adueñándose del aparato conceptual

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que pretende destruir, cuando todo parece indicar que la redac­ción de las deñniciones con las que se inaugura ese libro I están pensadas para dar continuidad a la metafísica cartesiana de las tres Substancias, Spinoza las radicaliza de tal modo que termi­nan construyendo un sistema que desmonta por completo su an­damiaje.

Aunque la Ética se terminó de escribir en junio de 1675, su re­dacción se interrumpió desde 1665 hasta 1770 por el trabajo en el Tratado Teológico-PoKtico (TTP) y no hay forma de saber ni la factura ni los términos exactos en que se materializa ese trabajo de Spinoza entre 1661 y 1665; creemos -a la vista de lo que escribe en su correspondencia y de las cosas que son supuestas en la redacción del TTP- que se puede decir que tanto su temática como la posición que manifiesta en su tratamiento (aunque quizá no su redacción y su estructura, e incluso aunque el sentido exacto seguramente debió ser matizado en la redacción final entre 1670 y 1675) vendrían a coincidir con los actuales libros I y II de la Ética: los dedicados a tratar “de Dios” y “de la naturaleza y origen de la mente” incluyendo quizá alguno de los desarrollos que aparecen en los demás libros, fundamentalmente quizá en el libro V. Una reformulación, pues, a la vista de las exigencias encontradas por el camino, de las problemáticas ya abordadas en sus escritos anteriores: de la crítica de la mirada confesional y de la cuestión del conocimiento y su manera de dar cuenta del mundo. Una (re)construcción del discurso cuyos efectos -pese a las distorsiones que se han introducido posteriormente en su lectura- son meridianamente claros para cuantos contemporáneos suyos pudieron leerlo: un materialismo radical que suprime cualquier tipo de trascendencia y que instaura como elemento articulador la más absoluta inmanencia funcional y explicativa.

El libro I de la Ética se apropia de los conceptos cartesianos y “retuerce” su sentido. Así, si el Descartes de los Principios de

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la Filosofía definía la Substancia como “una cosa que existe de tal forma que no necesita de ninguna otra cosa para existir”, la primera definición de la Ética es precisamente la de “causa sui". Causa de sí es aquello cuya naturaleza sólo puede concebirse co­mo existente o, lo que es lo mismo, cuya esencia implica la exis­tencia (Ética, I, def. 1) y la tercera establece que Substancia es “aquello que es en sí y se concibe por sí, esto es, aquello cuyo concepto para formarse no precisa del concepto de otra cosa” (Ética, I, def. 3). Ser en sí y concebirse por sí, por tanto, frente al cartesiano “no precisar de otra cosa para existir”. Y dado que lo que se concibe por sí sólo puede concebirse como existente, la combinación de la definición de substancia con la de causa sui induce una modificación fundamental: para Spinoza, frente al cartesiano existir sin precisar de otra cosa, lo propio de una Substancia es poder ser pensada desde -y sólo desde- sí misma. La cognoscibilidad frente a la existencia incausada.

Dado que Descartes había previamente establecido que la extensión y el pensamiento (Res cogitaos y Res extensa) son substancias, en los Principios de la filosofía se ve obligado a matizar su propia definición estableciendo una equivocidad clara que le permita afirmar que sólo Dios es substancia en sen­tido estricto y que la extensión y pensamiento lo son porque só­lo precisan de Dios para existir (y son, pues, “Substancias crea­das”). Frente a ese procedimiento, Spinoza restablece la uni­vocidad de la definición para decir que la Substancia sólo puede ser una: definiendo a Dios como “un ser absolutamente infinito, esto es, una substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita” (Ética, I, def. 4), es claro que no puede darse ni concebirse más substa­ncia que Él (Ética, 1, prop. 14). El “giro cognoscitivo” introdu­cido por Spinoza en la consideración de la substancia, además, se completa cuando define los atributos como aquello que el entendimiento percibe de una substancia como constitutivo de su esencia (Ética, I, def. 4) y los modos como afecciones de la

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substancia que son en ella y que por medio de ella son conce­bidos {Ética. I, def. 5).

A partir de estos elementos, las mismas nociones que sirvie­ron a Descartes para construir una metafísica, conveniente­mente trabajadas, sirven a Spinoza para desmontarla. La ex­tensión y el pensamiento no pueden entenderse ni como subs­tancias ni como creadas sino, necesariamente, como constitu­tivos de la esencia divina: dos de sus inñnitos atributos. Desde el estricto atenerse a la univocidad de la definición, las nociones de substancia, atributo y modo, tal como funcionan en el libro I de la Ética, no pueden sostener un edificio metafísico como el de Descartes: no consagran la distinción Dios-criaturas sino que la hacen imposible; no avalan su consideración de la per­sonalidad divina sino que la excluyen totalmente. Suprimen la trascendencia, toda trascendencia, ya sea de Dios respecto del mundo, ya del Ser respecto de las cosas singulares.

La manera en que Spinoza plantea la cuestión es determinante y a ninguno de sus coetáneos le podría dejar indiferente: no sólo porque haya considerado explícitamente que la extensión es un atributo de Dios sino porque, de hecho, la definición de Dios como substancia absolutamente infinita equivale a identificarlo -ser eterno, infinito y sumamente perfecto- con la totalidad de lo real. Una primera presentación de la famosa fórmula. Dios o la Naturaleza, que en la Ética, aparecerá explícitamente -dos veces- en el prefacio del libro IV: la totalidad de lo real es y es concebida por sí misma sin que se le pueda asignar causa algu­na que le sea ajena; nuestro entendimiento concibe como cons­titutivos de su esencia la extensión y el pensamiento (sin perjui­cio de que, además de estos, tenga otro infinitos atributos que no son accesibles al entendimiento humano: una puesta al mar­gen en la práctica del antropomorfismo habitual sobre la que se ha insistido poco) y todas las cosas son en la totalidad de lo real y sólo por medio de esa totalidad -como siendo en ella- pueden ser concebidas. Una totalidad de lo real que “se expresa” (utili-

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zo aquí la terminología que Deleuze ha introducido en su in­terpretación) como “faz de todo el universo” signada por una determinada relación de movimiento o reposo desde el punto de vista de la extensión y como “entendimiento absolutamente infinito”, como conjunto y articulación de todas las ideas, desde el punto de vista del pensamiento, cuya productividad se expre­sa también como productividad en/de los modos ñnitos.

Del mismo modo que en el BT la opción anticonfesional que Spinoza habla adoptado llevaba a definir a Dios y a la Naturale­za en los mismos términos y, al identificarlas, a excluir cual­quier hipótesis sobre una divinidad personal trascendente, en la Ética, el Dios-personal es excluido desde el principio y Dios só­lo entra en consideración en tanto que substancia.

La substancia que consta de inñnitos atributos, Dios, la totali­dad de lo real, existe necesariamente (Ética, 1, prop. 7 y prop.11), es necesariamente inñnita (Ética, 1, prop. 8), es, en tanto que substancia, indivisible (Ética, I, prop. 13), es única (Ética,I, prop. 14), sin ella nada puede ser ni concebirse (Ética, I, prop. 13), de manera que obra en virtud de las solas leyes de su natu­raleza (Ética, 1, prop. 17) siendo causa inmanente, pero no tran­sitiva, de todas las cosas (Ética, I, prop. 18); además, de la ne­cesidad de su naturaleza (Ética, 1, prop. 16) deben seguirse infi­nitas cosas de infinitos modos, esto es, todo cuanto puede caer bajo un entendimiento infinito, todo cuanto puede pensarse.

En Dios todo es y todo se concibe. En la Naturaleza todo es y todo se concibe. En la totalidad de lo real todo es y todo se conci­be. Un Dios-Substancia que, en tanto que ser malísimo, en tanto que ser absolutamente infinito que consta de infinitos atributos cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita, no deja nada fuera de sí y contiene todo en si en la más absoluta inmanencia. Una totalidad que no es mero agregado o suma de partes porque, aunque todo es y se concibe en Dios, Dios no es el todo que reúne las cosas que se conciben en él sino productividad infinita y, por eso, infinita interconexión de la inmanencia.

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Al igual que en el BT, la atribución a la divinidad de una cau­salidad inmanente supone que las cosas singulares sólo pueden ser y ser concebidas en Dios, pero la conceptualización de esa relación inmanente en términos “modales” permite eliminar cualquier consideración creacionista y no sólo suprimir la pro­pia expresión “criaturas” sino también eliminar de un plumazo la jerarquización descendente del ser que en el BT se conserva­ba en la secuencia Naturaleza Naturante/Naturada (univer- sal/particular) y que se hacía patente en la introducción de la noción de emanación para referirse a una causación al tiempo inmanente y efectiva. Frente al BT, en la Ética no hay restos de la noción de emanación ni queda lugar para ningún tipo de ex­posición gradual o “descendente" del Ser, de manera que cuando se introducen las nociones de Naturaleza Naturante y Naturaleza Naturada (Ética, I, prop. 29, esc.) es para señalar que la distinción entre ambas estriba sólo en que la primera se refiere a los atributos de la substancia que expresan una esencia eterna e infinita y la segunda a los modos en cuanto conside­rados como cosas que son en Dios y que sin él no pueden ser ni concebirse, y para afirmar (Ética, I, prop. 31) que el entendi­miento. así como la voluntad, el deseo, el amor, etc., deben ser referidos a la Naturaleza Naturada y no a la Naturante: que a Dios, por tanto, no se le puede atribuir ni voluntad ni en­tendimiento. En la Ética, lodo lo que es, es en Dios y depende de Dios de tal modo que sin Él no puede ser ni concebirse, pero no porque sea criatura suya ni porque sea “producido por Él” si­no porque todas las cosas se siguen de la necesidad de la na­turaleza divina, de la articulación sistémica de la totalidad de lo real, con la misma necesidad con la que de la definición de triángulo se sigue que sus ángulos suman dos ángulos rectos. Dios, causa inmanente del mundo, ni lo ha “creado” ni lo ha “producido”. A estos efectos es determinante la pasmosa (sobre lodo a la vista del desajuste conceptual que se mantiene en su propio escolio) y provocadora redacción de la proposición 28

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del mismo libro l: una explíciia afirmación de la eternidad del mundo que se plantea como reverso absoluto de la argumen­tación que articulaba las famosas vías tomistas; si la proposi­ción 16 señalaba que de la necesidad de la naturaleza divina deben seguirse infinitas cosas de infinitos modos (y en ese sen­tido Dios, según el corolario tercero de esa proposición, es “causa primera”), se nos dice ahora que “ninguna cosa singular, o sea. ninguna cosa que es finita y tiene una existencia deter­minada, puede existir, ni ser determinada a obrar, si no es de­terminada a existir y obrar por otra causa, que es también finita y tiene una existencia determinada; y, a su vez, dicha causa no puede tampoco existir, ni ser determinada a obrar, si no es de­terminada a existir y obrar por otra, que también es finita y tiene una existencia determinada, y asi hasta el infinito” (el subrayado es nuestro). Y en esta duplicidad no hay que ver una contradicción o un hiato insalvable (como han hecho buena parte de las lecturas del spinozismo realizadas entre el XVII y el XVIII, desde las de Leibniz o Bayle hasta las de Hegel) sino la marca de la coexistencia de dos maneras de abordaje del co­nocimiento del mundo: una mirada desde la metafísica y otra que entiende la mirada metafísica sólo como una de las miradas posibles.

Construido desde el trabajo con conceptos tomados del carte­sianismo metafísico, el libro I de la Ética elimina cualquier posible lectura confesional o teológica de la divinidad y, al hacerlo, hace también inviable cualquier lectura metafísica realizada en clave trascendente: la cartesiana o cualquier otra. En el libro I asistimos a la elaboración de una metafísica de la absoluta inmanencia, a la construcción de una metafísica sin jerarquía y sin mediaciones o, más estrictamente, al despliegue de lo que podríamos considerar una auténtica anti-metafísica.

Cabría sospechar, incluso, que Spinoza piensa la tematización que realiza de las cuestiones metafísicas como una discursividad

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de ámbito restringido: apta para pensar la substancia, la totalidad de lo real, desde la perspectiva de la interconexión de todo cuanto existe; apta para pensar y conocer el mundo y la singula­ridad desde el punto de vista de su interdependencia, pero sin ninguna intervención respecto del efectivo funcionamiento y de la existencia misma del mundo. Así, para esta “metafísica de la horizontalidad”, frente a la trascendencia o la emanación, se afirma sólo la inmanencia del “seguirse de”. Así también, en su materialización, es suprimida toda mediación o transición desde el ámbito de la infinitud que representan la substancia y los atributos al de la finitud de las cosas finitas o singulares, por más que éstas sean insertadas en el marco conceptual de la mirada metafísica desde la consideración de los “modos”. En varios pasajes Spinoza insiste, a este respecto, en que la extensión, en tanto que substancia, es indivisible. De ese modo (Ética, 1, prop. 13, esc.), es absurdo decir que la substancia corpórea está compuesta de cuerpos o de partes, y por eso entre las partes de la substancia corpórea hay sólo distinción modal y no real... co­mo saben cuantos sepan distinguir entre la imaginación y el en­tendimiento; por eso mismo (ibidem) concebimos que el agua en cuanto agua se divide y sus partes se separan unas de otras, pero no en cuanto que es substancia corpórea, pues en cuanto tal ni se separa ni se divide. Los modos no pueden ser ni con­cebirse sin la substancia. Las cosas singulares y finitas, sin em­bargo, son determinadas a existir y obrar por otras cosas singu­lares y finitas... y así hasta el infinito. El funcionamiento de la demostración de la proposición 28, en la que aparece esta fór­mula de manera explícita, es sintomático: no se demuestra allí que la causa del ser y el obrar de las cosas singulares deba ser una cosa finita sino, antes bien, que no puede ser algo infinito. Ninguna “modificación infinita”, ni mediata ni inmediata (conceptos ambos que en el BT funcionaban como momentos de la producción emanativa del mundo) funciona en la Ética como mediación o tránsito entre la substancia y sus atributos y

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los modos o las cosas singulares (aunque algunas lecturas de la obra de Spinoza les han hecho jugar algún papel de ese tipo a partir de la reaparición de esas nociones -e incluso de una enu­meración parcial de los tales modos infinitos- en una carta de 167S en la que Spinoza contesta a la pregunta que al respecto le formula G. Hermann Schuller).

Sin embargo, sería un error considerar que el libro 1 tiene sólo un carácter reactivo o destructor: todo lo contrario. Retomando una fórmula que fuera utilizada por Althusser para referirse a esto mismo (La única tradición materialista, “Spinoza”), dire­mos que la “metafísica" spinoziana configura el espacio discur­sivo de tal modo que su despliegue se hace fundamentalmente constructivo: que, como una auténtica “máquina de guerra”, di­rige las armas conquistadas contra los enemigos que las po­seían. En dos direcciones fundamentales: en primer lugar, por­que la mirada desde el plano de la substancia abre una perspec­tiva desde la que entender -y hacerlo de una manera muy sin­gular- la interconexión necesaria de la totalidad de lo real, en segundo término porque la interconexión causal que liga en ella unas cosas con otras -también de una singular manera- puede ser conocida. Ambas vías son abiertas en el libro 1 y re­corridas en el libro II, dejando trazado un camino por el que después se desarrollarán los análisis de los restantes libros de la Ética.

Efectivamente, dado que todo se sigue de la naturaleza divina y que nada puede ser ni concebirse sin Dios, nada puede haber fuera de él que lo determine o fuerce a obrar y, por eso, Dios obra en virtud de las solas leyes de su naturaleza (Ética, I, prop. 17); Dios es, por tanto, atendiendo a la definición 7 del mismo libro I, libre, porque “se llama libre a aquella cosa que existe en virtud de la sola necesidad de su naturaleza y es determinada por sí sola a obrar”. Dios es, pues, libre, no porque posea una

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voluntad libre sino porque existe y es determinado a existir obrar por la sola necesidad de su naturaleza.

Pero Dios no es, decíamos, el Dios-personal de la teología confesional sino una substancia que consta de infinitos atribu­tos: la totalidad de lo real; así pues, la totalidad de lo real existe y obra en virtud de las solas leyes de su naturaleza. La na­turaleza en su conjunto (y en cada una de sus partes) funciona con pleno sometimiento a unas leyes de funcionamiento que le son totalmente inmanentes, que no han sido establecidas por na­da exterior a ella, por ninguna instancia trascendente, sino que son, en sentido pleno, sus leyes de funcionamiento. Con el de­rrumbe de la hipótesis del Dios-personal ha sido eliminada, por tanto, cualquier pretensión de hacer depender la ley natural de una instancia trascendente. No hay ninguna normatividad que se imponga desde fuera a la naturaleza sino que la normatividad de su funcionamiento no es otra cosa que la regularidad de su fun­cionamiento mismo.

Al mismo tiempo, todo cuanto sucede en la naturaleza está de­terminado por unas leyes naturales que son “por naturaleza” inviolables y a las que ningún suceso puede escapar porque una cosa que ha sido determinada a obrar algo (todo cuanto acaece) ni puede determinarse a sí misma a obrar (Ética, I, prop. 26) ni puede convertirse a sí misma en indeterminada (Ética, I, prop. 27) y, de ese modo, en la naturaleza no hay nada contingente sino que, en virtud de la necesidad de la naturaleza divina, todo está determinado a existir y obrar de cierta manera (Ética, I, prop. 29). Todo. También el ser humano. Y de esta considera­ción se siguen otras dos igualmente fundamentales: que no se puede hablar de libre albedrío -ni respecto de Dios ni respecto del hombre- y que los seres humanos son individuos naturales como cualesquiera otros, sometidos exactamente a las mismas leyes naturales que los demás. Ningún privilegio, pues, queda para los seres humanos en la naturaleza a este respecto, ni su ac­tuación en ella puede ser pensada como dotada de alguna parti-

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cularidad que la sitúe al margen de las normas de funciona­miento que funcionan en la naturaleza, cual "imperium ¡n impero”,

Con el derrumbe de la hipótesis del Dios-personal, de su con­sideración antropomórfica, se derrumba también, por tanto, toda centralidad metafísica del ser humano: el prejuicio antropoló­gico se evidencia como tal prejuicio y, por eso, queda excluido. Una exclusión que no es mero abandono de hipótesis sino ex­clusión activa y militante que veremos generando importantes efectos en la obra de Spinoza.

No hay libre albedrío. Pero la obra de Spinoza tampoco auto­riza ensoñaciones fatalistas que conduzcan a la inactividad o a la aceptación de lo dado como único horizonte posible: su apuesta teórica y práctica ha estado siempre en la defensa de la libertad y sólo lecturas muy interesadas pueden situarle en otras coordenadas. Así. la determinación causal de todo lo que ocurre ni tiene nada que ver con la predestinación que la teología calvinista opone al libre albedrío, porque no se trata de que la voluntad esté movida en una u otra dirección por una fuerza irresistible -sea la atracción al bien sea la tendencia al mal me­diadas por la “caída”- de la que dependería (no se trata, por decirlo así, de la potencia o impotencia de la voluntad humana para oponerse a una constricción originada en un ámbito de trascendencia), ni tiene nada que ver con la afirmación de un mecanicismo pasivo del mero encadenamiento lineal de causas y efectos como el que podría seguirse de esas leyes físicas del movimiento que según Descartes pondría en funcionamiento el inicial papirotazo divino; así, la proposición 29 del libro I esta­blece que la potencia de Dios es su esencia misma y la proposi­ción 31, establece también la productividad real de lo singular: como todo cuanto existe expresa “la naturaleza, o sea, la esen­cia de Dios de una cierta y determinada manera" expresa tam­bién de una cierta y determinada manera su potencia y, por eso, nada existe de cuya naturaleza no se siga algún efecto. Una

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singular manera de formular un principio de causalidad in­vertido -todo lo que existe produce efectos- que hace imposible pensar el mundo como mera pasividad producida, como mero efecto: ni en el ámbito (ético) de la actuación humana ni -tam­poco- en el directamente “físico”.

La negación del libre albedrío, por eso, no es negación de la actuación y de su naturaleza productiva sino rechazo de los prejuicios que impiden el conocimiento de las leyes en/con las que se articula la totalidad de lo real. En Spinoza, la realidad no es entendida desde la unidireccionalidad lineal de la causa al efecto sino como una interconexión causal en la que no cabe la contingencia pero que no equivale ni a predestinación ni a afir­mación de inevitabilidad del fatum. La pasividad de lo singu­laridad que señalábamos como una de las limitaciones que en el BT acompañaban a la afirmación de la absoluta productividad de la organización y de lo infinito ha sido, por tanto, conjurada de­finitivamente en la Ética. El libro II apuntará las consecuencias en el terreno de la física y el resto de la producción teórica de Spinoza hará lo propio en el ámbito de lo ético y de lo político, pero en ambas cuestiones esa posibilidad es abierta por una fórmula que de manera tan ciara afirma la esencia emi­nentemente activa y productiva de todo cuanto existe (del Dios- totalidad cuya esencia y cuya potencia coinciden y de las cosas singulares de cuya mera existencia se siguen efectos): de ella dependen tanto la superación de “los errores de Descartes” en el terreno de la física cuanto la formulación que adquiere a partir del TTP y del libro III de la Ética la teoría del “conatos”.

La totalidad de lo real es, pues, interconexión causal cuya esencia es potencia y cuya naturaleza es plenamente “producti­va”: nada hay de lo que no se sigan efectos. Y esa interconexión causal, decíamos, puede ser conocida. Conocida de facto; co­nocida por el entendimiento humano (porque el entendimiento en acto, así como la voluntad, el deseo, el amor, etc., dice la

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proposición 31 del libro 1, deben ser referidos a la Naturaleza naturada: no cabe pensar, pues, el “entendimiento absoluta­mente infinito” del que habla la carta a Schuller que hemos ci­tado como una especie de entendimiento divino).

El origen de las ideas y el conocimiento

En un texto de 1975 (Spinoza, Seuil), Pierre-Fran^ois Moreau señalaba que si se toma en consideración la “teoría del co­nocimiento” de Spinoza hay que caer inmediatamente en la cuenta de que se trata, fundamentalmente, de una teoría de la producción de conocimientos que se caracteriza por considerar­los como resultado de un proceso y, además, como realidades que a su vez producen efectos. Esta es una característica que ha­ce de la concepción de Spinoza una apuesta radicalmente dis­tinta tanto de la tradición filosófica anterior como de la poste­rior: cuando lo habitual es plantear la cuestión del conocimiento en relación directa con la de la verdad o la falsedad, en el Spi­noza de la Ética - aunque no del todo en el del TRE, en el que aún se dice (parágrafo 70) que en las ideas hay algo real en cuya virtud se distinguen las ideas verdaderas y las falsas- encontra­mos un desarrollo que abandonando esa distinción clásica se pregunta por el origen de las ideas que tenemos. Esta considera­ción, señala Moreau, permite a Spinoza eliminar la concepción del error como “mero error” y situarse en un terreno de análisis muy cercano a lo que podría llamarse una “teoría de la ideolo­gía” que, en lugar de preguntarse por la verdad de los conoci­mientos producidos puede preguntarse por sus efectos: de dis­tintos orígenes, tanto de las ideas adecuadas como de las ina­decuadas se siguen efectos; efectos que -como teorizará Spinoza a partir de 1665- pueden inducir aumento de la capacidad de actuación o pasividad e impotencia; liberación o servidumbre.

Algo así es lo que anuncia el apéndice que cierra el libro I de la Ética al señalar que su objetivo es explicar el origen de los

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prejuicios que impiden comprender la “concatenación de las cosas” tal como se ha expuesto en ese libro. Todos los prejui­cios que se señalan dependen de uno: que los hombres suponen comúnmente que todas las cosas actúan, como ellos, con vistas a un ñn; en virtud de ese prejuicio teleoiógico piensan a Dios como un Dios-personal que, como los hombres, actúa con vistas a un ñn y que crea al hombre para que le rínda culto y a todas las demás cosas pura facilitarle esa tarea. El rechazo de la te­leología sirve a Spinoza para rechazar todas las nociones con las que la metafísica y el discurso común de la mirada teológica pretenden dar cuenta del mundo: tanto el Dios-personal de las religiones confesionales como el resto de Absolutos con los que trabaja la ñlosofía (Bien-Mal, Orden-Confusión, Belleza-Feal­dad). Además, el apéndice del libro I marca un punto de infle­xión al señalar que las dinámicas de la imaginación y su po­tencia derivan directamente de la propia naturaleza humana: es porque los hombres actúan con vistas a un ñn que suponen que todo en la naturaleza —Dios mismo- lo hace; es porque nacen ig­norantes de las causas de las cosas que creen que no hay tales causas y piensan disponer de una voluntad libre. Es la fuerza de la imaginación la que impide conocer la naturaleza de lo real y comprender que la perfección de las cosas debe estimarse por su sola naturaleza y potencia: cada cual, dice Spinoza. juzga de las cosas según la disposición de su cerebro o, más bien, toma por realidades las afecciones de su imaginación. De la naturaleza humana... de la “disposición de su cerebro”... de las afecciones de la imaginación... se sigue la efectiva existencia de los prejui­cios y también la efectividad de sus efectos. Necesariamente. Y así sería siempre “si la Matemática, que versa no sobre los fines sino sobre las esencias y propiedades de las figuras, no hubiera mostrado a los hombres otra norma de verdad”.

Con todo, aunque el apéndice del libro I puede anunciar esa teorización de los efectos del discurso de los prejuicios de la que habla Moreau. y aunque sugiere un importante papel de aquellos

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que se erigen en intérpretes de la naturaleza y de los dioses, en el desarrollo del libro II no se aborda esa cuestión. Considerando los prejuicios -sólo- como causa del error, se limita a desarrollar lo necesario para explicar una teoría del conocimiento que desmonte la concepción del error de Descartes y Bacon de la que ha hablado en su correspondencia con Oldenburg. El libro II, considerado en sí mismo, presenta una concepción novedosa del conocimiento a partir de la consideración del modo en que se produce, pero es una presentación que pende aún, como la mis­ma tematización metafísica del libro I, de la crítica del proceder cartesiano.

Una idea, dice Spinoza (Ética, II. def. 3), es un concepto que la mente forma por ser una cosa pensante: un efecto que se sigue de la existencia misma de la mente. Ciertamente, las ideas -como los cuerpos- son modos que forman parte de la totalidad de lo real en tanto que pensamientos, pero Spinoza no introduce esa consideración en su definición. La mente produce ideas: Homo cogitat, el hombre conoce, el hombre piensa (Ética, II. ax. 2): una afirmación que va mucho más allá del anticartesiano “tenemos una idea verdadera” del TRE porque, además de excluir el pro­blema de la fundamentación. sitúa de entrada la consideración de las ideas, en ese terreno que ha inaugurado en el que todo lo que existe produce efectos. Incluso en lo terminológico Spinoza introduce una distancia respecto de sus escritos anteriores: si en el TRE Spinoza usaba el término “anima” (alma) para hablar del conocimiento, desde la Ética -pese a que la mayor parte de las traducciones, incluida la castellana, sigan utilizando la palabra “alma”- el término latino que se utiliza es siempre “mens” (mente): y esta novedad no es un asunto menor porque, desde la exclusión del prejuicio antropocéntrico, Spinoza no sólo se exige estudiar la actuación humana desde los mismos supuestos que el resto de la naturaleza sino que radicaliza esa posición y la prolonga al análisis del funcionamiento del proceso cognoscitivo.

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En el libro II de la Ética se produce un auténtico tránsito des­de la consideración de la substancia como Naturaleza Naturante a su consideración como Naturaleza Naturada: a la realidad mo­dal y -al alimón- a las cosas singulares. No a todas, sin embar­go, sino sólo a aquellas que puedan servir para conocer la mente humana y su suprema felicidad; aquellas que puedan explicar qué es, en qué consiste, el conocimiento. En este sentido es importante que las proposiciones 1 y 2 del libro II expliciten que el pensamiento y la extensión son dos atributos de Dios, pero lo es mucho más el contenido y disposición de las definiciones que inauguran el libro y, sobre todo, del conjunto de axiomas, lemas y postulados que sustentan la argumentación, porque son ellos los que sitúan la cuestión de la producción de conocimientos en el terreno de la corporalidad.

Las ideas son modos que expresan de cierta manera la esencia de Dios en cuanto el pensamiento es un atributo suyo y, todas juntas, expresan la totalidad de lo real en tanto que es pensable y pensada; desde “el punto de vista metaffsico” la to­talidad de las ideas es identificada como orden eidético de las cosas. En este sentido, un modo de la extensión y la idea de di­cho modo son una y la misma cosa expresada de dos maneras {Ética, II, prop. 7, esc.) y el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas (Ética, II, prop. 7). Pero esa derivación "metafísica” que determina el conjunto de las ideas como articulación ordenada en la que unas pueden se­guirse y se siguen de otras no sirve por sí misma para explicar el modo en que las ideas se producen. Las ideas se enlazan unas con otras -igual que lo hacen los cuerpos- constituyendo el orden de las esencias que expresa la cognoscibilidad de lo real (y por eso, como indica la proposición S. la causa de su ser formal no son las cosas ideadas por ellas sino Dios en cuanto cosa pensante) pero son producidas por la mente; una doble mirada que recorre buena parte del libro II (y del resto de la Ética).

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Pero las primeras proposiciones de este segundo libro de la Ética no sólo afirman la centralidad productiva de la mente: el paralelismo entre el orden y conexión de las ideas y el de las cosas permite a Spinoza señalar que el objeto de la idea de la mente humana es un cuerpo, que todo lo que suceda en ese cuerpo debe ser percibido por la mente y, en consecuencia, que “cuanto más apto es un cuerpo que los demás para obrar o pa­decer muchas cosas a la vez, tanto más apta es su mente que las demás para percibir muchas cosas a la vez; y que cuanto más dependen las acciones de un cuerpo de ese solo cuerpo y cuanto menos cooperan otros cuerpos con él en la acción, tanto más apta es su mente para entender distintamente” (Ética, II, prop. 13, esc.). La materialidad del conocimiento y su potencia de­penden de la potencia del cuerpo. Toda una declaración de principios.

Spinoza no desarrolla una física: su aportación a esa ciencia se reduce a apenas unas pocas páginas. No encontraremos en su obra una exposición de las leyes del movimiento ni la explica­ción detallada de algún fenómeno físico concreto, pero, recha­zado el prejuicio antropocéntrico, la necesidad de considerar el cuerpo humano obliga a Spinoza a explicitar su posición sobre el funcionamiento del mundo. El conjunto de axiomas y lemas que siguen inmediatamente a la proposición 13 busca precisa­mente dar cuenta de esa necesidad.

Hay cuerpos (como hay ideas); ese es el dato básico inicial e irrenunciable -no una verdad derivada de supuestos cognos­citivos o metafísicos sino un elemento previo a cualquier pen­sar- del que Spinoza parte: entiendo por cosas singulares, dice, las cosas que son finitas y tienen una existencia limitada. Hay cuerpos: un dato previo a cualquier análisis. Y los cuerpos se mueven o están en reposo. Y cuando se mueven lo hacen con una determinada velocidad, más lenta o más rápidamente: eso dicen los axiomas 1 y 2 que aparecen tras la proposición 13; dos

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axiomas tan fundamentales como el mismo homo cogitat. Igual que los átomos de Demócrito se movían sin más deteiminación que su propia naturaleza, los cuerpos de los que habla Spinoza se mueven. Y, como en el materialismo clásico, la totalidad de lo real es el resultado de la múltiples y variadas composiciones que se originan por el juego inmanente de esos movimientos: del mo­vimiento y el reposo. Como consecuencia de los diversos movi­mientos. los cuerpos chocan unos con otros, siendo reflejados unos y uniéndose otros de tal manera que forman juntos una sola cosa singular compuesta de otras cosas singulares que se mueven al unísono. Un universo de cuerpos sin más deter­minación que el movimiento y el reposo, que se mueven, que chocan y se componen, y que dan origen a esa complejidad de lo real en la que todo tiene relación con todo porque todo, en la composición, se complica: un individuo compuesto de este modo puede ser afectado por el movimiento de cuerpos exte­riores de muchas maneras sin dejar de ser el individuo que es o uniéndose a otros y, a poco que sigamos el argumento spi- noziano, podremos convenir -como él lo hace- que toda la na­turaleza es un solo individuo cuyas partes -los cuerpos- varían de infinitas maneras sin cambio alguno del individuo total.

El mundo físico, entonces, es una totalidad cuyas partes están todas enlazadas y actúan unas sobre otras como consecuencia del movimiento o reposo que incorporan y con el que afectan y son afectadas por el resto: una organización de la realidad en la que nada sucede sin causa, en la que todo produce efectos y de la que, precisamente por ello, queda excluida toda consideración puramente mecánica o lineal de la causalidad (como la cartesia­na, por ejemplo) porque los choques constitutivos que se produ­cen son, siempre-ya, choques entre cuerpos que involucran, en la proporción de movimiento o reposo que incorporan, toda la dinámica generadora del resto de cuerpos, del resto del uni­verso. Una dinámica compositiva de los choques en la que no hay causalidad lineal mecánicamente determinada sino compo-

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sición plural y diferenciada: todas las numeras en que un cuer­po es afectado por otro se siguen de la naturaleza del cuerpo afectado y, a la vez, de la naturaleza del cuerpo que le afecta, de manera que un solo y mismo cuerpo es movido de diversas maneras según la diversidad de los cuerpos que lo mueven -ya sean simples, ya compuestos, ya incorporen uno u otro grado de potencia- y, por contra, cuerpos distintos son movidos de diversas maneras por un solo y mismo cuerpo (axioma 1 tras el lema 3; el subrayado es nuestro).

El cuerpo humano se compone también de muchísimos otros cuerpos de diversa naturaleza que, a su vez, son igualmente compuestos (y, en ese sentido, puede ser afectado de muchas formas y por muchos cuerpos a la vez). La mente humana puede percibir muchísimas cosas -formar muchas ideas- por­que su cuerpo es afectado de muy diferentes modos por los cuerpos exteriores. Así, como todas las maneras en que un cuer­po es afectado dependen tanto de su naturaleza como de la del cuerpo que le afecta, las ideas que la mente forma dependen tanto de la disposición del cuerpo cuanto de la de los cuerpos exteriores, de manera que, por ejemplo, cuando algún cuerpo exterior choca con una parte blanda del nuestro, altera su su­perficie e imprime en ella una especie de huella o vestigio cuya singularidad depende tanto de la cosa afectante como de la materia afectada.

La forma no-lineal en la que Spinoza ha pensado la causación física introduce así una matización fundamental al simple meca­nicismo de la generación de ideas que encontramos en otros autores de su tiempo porque en la producción de ideas, como hemos señalado, la mente no es pasiva. Así. la explicación del proceso de ideación como interacción entre los cuerpos ex­teriores y las partes fluidas y blandas del nuestro que aparece en la demostración del corolario de la proposición 17, es perfec­tamente compatible con la salvaguarda contra una interpreta-

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ción puramente “mecánica” (que implicaría pasividad de la mente) que Spinoza ha introducido en el segundo corolario de la proposición 16 al decir que las ideas que tenemos de los cuerpos exteriores revelan más bien la constitución de nuestro propio cuerpo: cada cual juzga de las cosas según la propia disposición de su cerebro.

Por este carácter activo de la mente, cuando forma la idea de alguna afección del cuerpo humano, esa idea no puede implicar el conocimiento adecuado del cuerpo exterior que la provoca (puesto que la idea es formada en función de la disposición de nuestro cuerpo) ni tampoco el conocimiento adecuado de nues­tro propio cuerpo (porque la idea es formada a partir de la afec­ción que en él provoca un cuerpo exterior). Sin embargo, puesto que las ideas asf producidas son producidas natural y ne­cesariamente (son productos de la mente), no hay en ellas nada en cuya virtud puedan considerarse falsas (Ética. II, prop. 33) ni puede decirse tampoco que el encadenamiento de ideas que nuestra mente genera con ellas sea falso: no nos confiere un co­nocimiento adecuado de las cosas exteriores tal como son en sf mismas ni del orden que hay entre ellas, pero no porque contengan alguna falsedad sino sólo porque la ideación se ha generado a partir del orden fortuito en que las cosas exteriores afectan comúnmente a nuestro cuerpo. El conocimiento que este modo de producirse las ideas nos procura, no puede expresar la concatenación de todo cuanto existe en la “faz de todo el uni­verso” pero, en sf mismas consideradas, las ideas asi producidas no implican error alguno de la mente: el error consistirá sólo en dejarse llevar por las dinámicas de la imaginación (Spinoza lla­ma opinión o imaginación a este primer género de conocimien­to) y afirmar que el orden del universo es ese en el que se nos presentan las cosas exteriores que nos afectan. En la imagina­ción no hay error. El enor está en tomar el orden la imaginación por el orden de lo real.

La mente humana, con todo, puede poner fuera de lugar la

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tendencia natural a tomar por adecuados los resultados de la imaginación y proceder a una “cura” -utilizo aquí una fórmula que Spinoza usa ampliamente en el TRE- que posibilite el conocimiento adecuado. Puede hacerlo, y lo hace.

La mente humana forma ideas de todo cuanto nos afecta y por eso forma ideas de las afecciones del cuerpo; pero forma tam­bién ideas, por el mismo motivo, de las ideas de esas afecciones (porque las ideas son también realidades que, una vez formadas, existen y nos afectan). Esta circunstancia, por sí misma, no cambia las cosas -y esta matización es otra novedad respecto a lo señalado en el TRE-, porque las nuevas ideas así formadas, consideradas aisladamente, son también formadas según la manera en que nos afectan y desde ese punto de vista siguen siendo deudoras del orden fortuito en el que afectan al cuerpo las cosas exteriores. Lo que sucede es que cuando la mente con­sidera las ideas de varias cosas a la vez -y puede hacerlo por­que el cuerpo humano es afectado por muchas cosas al tiempo- no considera sólo que son ideas de las afecciones del cuerpo sino también que son ideas que mantienen entre sí alguna relación y que entre ellas hay un cierto orden: el mismo que los cuerpos mantienen entre sí.

Cuando la mente no considera las ideas en su singularidad sino en las relaciones que mantienen con otras ideas, cuando contempla muchas cosas a la vez y capta las relaciones “com­positivas” que hay entre ellas, considera sus concordancias, sus diferencias y oposiciones (Ética, II, prop. 29, esc.), es decir, considera las relaciones -las concordancias, las diferencias y oposiciones- que se establecen entre los cuerpos en el universo “físico”: aquello que es común a todas las cosas, que está igual­mente en la parte y en todo, y que -por el paralelismo entre el orden y conexión de los modos de la extensión y del pensa­miento- sólo puede concebirse adecuadamente (Ética, II, prop. 38). En este caso, dice Spinoza, la mente no es arrastrada por la fortuita facticidad de los encuentros sino que “se determina de

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un modo interno” y las ideas que forma son adecuadas. Todos los cuerpos concuerdan en ciertas cosas (Ética, II, prop. 38, cor.) y, por eso, a partir de ideas o nociones comunes de este tipo (a partir de la idea que la mente forma de esas concordancias) es posible que el entendimiento aprehenda el orden de la arti­culación de la realidad que en el lenguaje metafísico se identiñca con el orden de las esencias. Pero esta potencia de la mente, en todo caso, sigue siendo una potencia “natural” en íntima y estrechísima relación con el cuerpo: Spinoza insiste, por eso, en que cuanto más potente sea el cuerpo tanto más podrá conocer. Por eso las nociones comunes no lo son sólo ni en primer lugar por ser comunes a todos los hombres sino (Ética, II. prop. 39) porque hay muchas cosas que el cuerpo humano tiene en común con otros cuerpos y, por eso, puede ser afectado por ellos y considerar muchas cosas a la vez. La “cura” del entendimiento, en la Ética, por eso -y en esto hay otra clara diferencia con la formulación del TRE- no puede ser pensada como una dinámica puramente eidética (un puro reflexionar): depende también de la fisicidad del cuerpo humano en tanto que es un individuo compuesto de otros muchos cuerpos. Este segundo género de conocimiento, al que Spinoza denomina razón, al igual que un tercero, la ciencia intuitiva (al que Spinoza hace referencia pero cuyo tratamiento deja aplazado para el libro V), a diferencia de la imaginación, sí nos confiere un conocimiento adecuado y, precisamente porque en lugar de detenerse en la consideración de las cosas singulares explica lo que es común a todas ellas, percibe y explica la naturaleza -tal lo que hacen las ciencias- desde una cierta perspectiva de eternidad.

Desde la afirmación de la inmanencia de los choques, desde la supresión de cualquier consideración separada y autónoma del ser humano, desde la centralidad de la corporalidad, la Ética procede, también en lo que tiene que ver con la explicación del conocimiento, a una ruptura de primer orden con las conside­raciones esencialistas del conocimiento como actividad del alma

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y de la ideación como derivación desde un proceder puramente deductivo: la mente es idea del cuerpo y es una potencia natural de conocer. En el libro II. la explicación del proceder de la men­te, así, se ha situado en el mismo plano de inmanencia que en el libro I sirviera para desmontar la mirada metafísica. Materiali­dad del conocimiento frente a determinación cognoscitiva de un orden que es el de las ideas eternas (la opción cartesiana).

Desde la correspondencia con Oldenburg, decíamos, Spinoza tiene pendiente la redacción de una obra en la que debía exponer públicamente su manera de pensar el mundo -las rela­ciones que guardan las cosas con su causa primera- y su modo de concebir el proceder cognoscitivo de la nueva práctica cientí­fica, mostrando al mismo tiempo lo innecesario de la pregunta cartesiana por la fundamenlación y lo incorrecto de esa concep­ción del error -también cartesiana- que lo hacía depender de las limitaciones que se atribuyen al entendimiento o, lo que es lo mismo, del papel de la voluntad.

Desde la correspondencia con Oldenburg. decíamos, Spinoza tiene pendiente la redacción de su filosofía. Para preparar su entrada en escena, los PPC han cumplido provisionalmente un papel importante al marcar explícitamente distancias respecto de la metafísica cartesiana pero, a todas luces, por cuanto no explicitan una filosofía propia, no pueden pasar de ser un texto coyuntural y “preparatorio”.

A mediados de I66S, sin embargo, Spinoza parece disponer ya, al menos, del diseño básico de lo que será su propia filoso­fía. Los libros I y II de la Ética dan cuenta, por sí mismos, de aquellas exigencias filosóficas que parecían pendientes: no só­lo de las que se le plantean -a través de las preguntas de Ol­denburg- en relación con el campo de batalla de la ciencia si­no también de las que derivan de la inicial apuesta política contra las mediaciones (políticas y religiosas) del orangismo confesional.

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Primero, porque la totalidad de lo real es organización in­manente signada por las múltiples y multiformes composiciones que se establecen desde y por la actuación de las cosas sin­gulares, una actuación que en el ámbito “físico” es movimiento y reposo que compone cuerpos y que en su articulación se des­pliega sin necesidad de mediaciones de ningún tipo (ni la del Dios-personal ni la del Espacio substancia] cartesiano). En segundo término porque la mente humana produce ideas y, al hacerlo, no sólo se aliene al orden en que las cosas afectan al cuerpo humano sino que es también capaz de pensar el orden de las ideas que expresa el orden del mundo. En tercer lugar, porque un conocimiento de ese tipo, además, es necesariamente adecuado y no precisa de ninguna fundamentación (quien tiene una idea verdadera -Ética, II. prop. 43- sabe al mismo tiempo que tiene una idea verdadera y no puede dudar de eso que co­noce). Finalmente porque de toda esa elaboración se sigue tam­bién que la explicación el error a partir del asentimiento infun­dado ante alguna idea o pensamiento, simplemente, no explica nada: no sólo por no haber libre albedrío sino porque la mente no es otra cosa que el propio ser humano en tanto que produce ideas y, así, no cabe hablar de ninguna facultad absoluta de entender, desear, amar o querer -facultades ficticias o meros en­tes metafísicos- y, por tanto, es simplemente ridículo decir que la voluntad tenga más extensión que el entendimiento.

A mediados de 1663, podría pensarse, el proyecto filosófico que animaba la redacción de la Ética está prácticamente cumplido o, como mucho, falto sólo de algún cierre (la explica­ción de ese tercer género de conocimiento. la ciencia intuitiva, cuya explicación Spinoza ha pospuesto hasta el libro V de la versión final de la Ética pero que vendría a coincidir con el pro­cedimiento argumental que ha desplegado en el libro I) o de alguna consideración que justifique llamar Ética a un libro semejante (como la derivación que en el prefacio del libro V -también del libro V - lleva a Spinoza a decir que mostrará hasta

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qué punto el conocimiento adecuado permite mayor felicidad y que hace más poderoso “al sabio que al ignorante”).

Sin embargo, el libro no está -ni mucho menos- terminado. A partir de 1665, decíamos, la redacción de la Ética se interrumpe (veremos los motivos) pero cuando se reanuda en 1670 Spinoza tarda todavía otros cinco años en dar por cerrada su redacción.

Es sólo una hipótesis sin más justificación que la pura y sim­ple conjetura pero no es insensato pensar que en el tiempo de la interrupción (1665-1670) nuevos problemas se añaden al listado inicial exigiendo una ampliación “fuera de programa”.

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... la naturaleza es siempre la misma, y es siempre la misma, en todas partes, su eficacia y potencia de obrar; es decir, son siempre las mismas, en todas partes, las leyes y reglas naturales según las cuales ocurren las cosas y pasan de unas formas a otras; por tanto, uno y el mismo debe ser también el camino para entender la naturaleza de las cosas, cualesquiera que sean, a saber: por medio de las leyes y reglas universales de la naturaleza. Siendo así, los afectos tales como el odio, la ira, la envidia, etcétera, considerados en sí. se siguen de la misma ne­cesidad y eficacia de la naturaleza que las demás cosas singu­lares, y, por ende, reconocen ciertas causas, en cuya virtud son entendidas, y tienen ciertas propiedades, tan dignas de que las conozcamos como las propiedades de cualquier otra cosa en cuya contemplación nos deleitemos. Así pues, trataré de la na­turaleza y fuerza de los afectos, y de la potencia del alma sobre ellos, con el mismo método con que en las Panes anteriores he tratado de Dios y del alma y considerar los actos y apetitos hu­manos como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos.

Ética, III, prefacio

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4. Defender la libertad. Pensar desde la inmanencia

No podemos determinar exactamente el grado de “cierre” de la primera redacción de la Ética en I66S; la conjetura sobre su contenido en esa fecha es eso: una conjetura plausible, pero una conjetura. Sin embargo, no es conjetura ni la perspectiva desde la que redacta los PPC como escenificación de una ruptura con el cartesianismo metafísico ni la que anima la aventura de la re­dacción de la Ética como formulación de un discurso que entre con voz propia en el terreno filosófico.

Los PPC son un texto pensado para preparar la entrada en escena de una filosofía afirmativa, pugnante, que no se esconde; una filosofía que reconoce los términos de la disputa y se autoafirma en ellos sin temor, sin cautelas, con voz propia. Tan­to los PPC como el impulso que anima la redacción de la Ética, en este sentido, se suman a la ofensiva política e ideológica que desde 1660 están librando en la República de las Provincias Unidas cuantos se oponen desde el optimismo de la libertad a la gestión centralizada de la crisis y al cierre calvinista de la libre interpretación y de la predicación libre. La publicación de los PPC debe también entenderse en esa línea -y más aún la apa­rición en 1664 de su traducción al neerlandés: una forma de hacer más accesible su lectura- al igual que el traslado de re­sidencia que, a partir de 1663, sitúa a Spinoza en la localidad de Voorburg, a apenas una hora de La Haya: en las cercanías del poder y, así, al abrigo de la protección de personas influyentes.

En Voorburg -si atendemos a la biografía de Colerus- Spi­noza trabó relaciones con importantes personajes del gobierno y

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del ejército (los mismos que en 1669 le rogarían que trasladase a La Haya su residencia para una mayor protección). En Voor- burg, según alguna noticia que no puede ser confirmada, se ha­bría producido un encuentro de Spinoza con el propio de Witt y éste le habría ofrecido una pensión para su subsistencia. Durante su estancia en Voorburg, además. Spinoza entró en contacto directo con los principales personajes de la ciencia holandesa, como Hudde o Christian Huygens (con quien mantiene una estrecha relación hasta que éste, en 1666, traslada su residencia a París) y poco a poco empieza a ser reconocido como una autoridad no sólo en la práctica del tallado de lentes sino incluso (como evidencia la consulta que le hace Leibniz en una carta de 1671) en la óptica teórica.

Desde 1660 el partido republicano dirigido por Comelius y Jan de Witt, apoyándose en una cierta bonanza económica, se ha lanzado a una abierta ofensiva política contra las posiciones de los partidarios de la casa de Orange. Desde la restauración de la monarquía en Inglaterra, la publicación de los textos firmados por Pieter de la Court (La balanza política y El interés de Ho­landa) es sólo la superficie del gran iceberg de un pensamiento republicano que se sabe único y que se piensa invencible (que se atreve incluso, en 1663, a formular que los Estados de Holanda son “soberanos”), del que también forman parte los tratados políticos que redacta van den Enden, la apuesta racionalista y anticonfesional de Balling o de los hermanos Koerbagh y, tam­bién, la apuesta por la visibilización que Spinoza ha querido en­sayar.

A partir de 1664, sin embargo, se multiplican los signos de un cambio en la correlación de fuerzas entre las distintas posiciones teórico-políticas holandesas y en 1665 ese cambio resulta evi­dente. El curso de los acontecimientos parece dar alas a quienes piensan el mundo desde la primacía de la crisis: no son desde­ñables los efectos -tanto psicológicos como económicos- de la

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peste que asóla entre 1663 y 1664 la ciudad de Amsterdam, pe­ro más determinante es la conflictividad que vuelve a presidir la actividad marítima en ese mismo período y que estalla en 1665 en una nueva guerra por el control de las rutas comerciales. La pérdida de los territorios de Nueva Amsterdam y la guerra abierta tras su ocupación por las tropas inglesas abre la pers­pectiva de la derrota y posibilita, por eso, un cierto rearme ideo­lógico del partido calvinista-monárquico. No es anecdótico que ese mismo año un panfleto acuse a Balling de ser discípulo de Spinoza o que una denuncia contra Daniel Tydeman le acuse de alojar en su casa a un ateo (el mismo Spinoza) peligroso para la estabilidad de la república. Ataques que afectan directamente a los amigos del “círculo” de Spinoza y que se multiplicarán en los años siguientes, cebándose sobre todo en los hermanos Johannes y Adriaan Koerbagh, a los que les fue prohibida la predicación y que fueron encarcelados en varias ocasiones (Adriaan murió en prisión en 1669). Ataques contra los que la cercanía ideológica con quienes detentan el poder no es ya sufíciente garantía.

1665 es el año de la publicación de un nuevo tratado político de van den Enden (Vrye Politijke Stellingen, un auténtico mani­fiesto igualitario y anticlerical). En 1665 vio también la luz el De iure ecclesiasticorum de Constans (cuya identidad ha sido atribuida posteriormente a varios personajes del republicanismo del momento: L. Meyer, P. de la Court e incluso el propio Spi­noza); en el nuevo contexto defensivo deja de ser urgente una entrada en la escena filosófica como la planificada para la Ética: la urgencia política exige el planteamiento de otras cuestiones.

Lo teológico-político y la herencia de Maquiavelo

Hasta 1665 Spinoza pretendió construir, contra la teología confesional y contra la metafísica, una filosofía. Un discurso ple­namente racional y razonado (construido “more geométrico").

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Por ese procedimiento que pretende atenerse a la guía de la razón, había levantado un dique que -como lo hacen las cien­cias- excluía los prejuicios, ponía freno a las dinámicas de una imaginación inadecuada para el conocimiento y permitía pensar la totalidad de lo real desde la más absoluta inmanencia, sin suponer mediaciones ni entidades metafísicas: un universo que podía ser conocido y un conocimiento que podía convertirse en guía para la actuación racional, para una norma de vida (para una ética) al margen de los dictados de los guardianes de la fe y de los profetas de la obediencia: el ideal del filósofo enfrentado a la normatividad del creyente. Reivindicación en camino (pro­metida para el libro V) de la ciencia intuitiva como norma su­prema de conocimiento y consecuencias políticas: “esta doctrina es también muy útil (Ética, II. prop. 49, esc.) para la sociedad civil, en cuanto enseña en qué modo han de ser gobernados y dirigidos los ciudadanos: no para que sean siervos sino para que hagan libremente lo mejor”.

En octubre de 1665, sin embargo, Spinoza escribe una carta a Oldenburg en la que anuncia que ha empezado la redacción de una obra nueva: “estoy escribiendo un Tratado que contiene mi interpretación de la Escritura”. Indica también los motivos que animan la redacción: los prejuicios de los teólogos, que son un grandísimo impedimento para que los hombres puedan dedicar su espíritu al cultivo de la filosofía, la opinión que tiene de él el vulgo, que no deja de acusarle de ateísmo y el deseo de afirmar la libertad de filosofar porque “los abusos de autoridad y la petulancia de los predicadores fanáticos aspiran a suprimirla”. Es el anuncio del inicio de la redacción de lo que será el Trata­do teológico-polltico. Se abre un paréntesis en la redacción de la Ética.

Aunque el primero de los motivos aducidos en la carta a Ol­denburg puede sugerir que el TTP avanzará por el camino de la crítica de los prejuicios religiosos como discurso de la imagina­ción (como continuación de lo escrito en el apéndice del libro I:

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una crítica que reivindique frente a ellos el valor del conoci­miento adecuado), el objetivo del TTP no es evidenciar la in­consistencia gnoseológica de ese discurso sino desmontar los sustentos de las posiciones de los partidarios de una monarquía orangista: “porque los predicadores fanáticos aspiran a suprimir la libertad de filosofar y de decir lo que opinamos”. Es la misma opción política que encontramos en los libros de van den Endcn o de Constans, pero la obra de Spinoza va un paso más lejos: si en el contexto religioso holandés, la defensa de la libertad de pensamiento y de la libre predicación supone una explícita oposi­ción a la aplicación de las disposiciones del Sínodo de Donlrecht. más allá de ese asunto concreto Spinoza pretende abordar el principio general desde el que éste se entiende, abriendo el aná­lisis al problema de las relaciones entre la actuación política y la fundamentación de su legitimidad: discutiendo, pues, la cuestión de la soberanía con las doctrinas escolásticas del derecho natural, con las teorías del pacto o con las defensas del absolutismo.

El TTP es un texto republicano: pretende combatir la alianza de las fuerzas calvinistas y orangistas contrarias a la organi­zación liberal y federativa de la República en nombre de la paz social y de la libertad de pensamiento. Frente a esa alianza, que supone un peligro para las instituciones republicanas, el texto afirma que la libertad de pensar no podría ser suprimida sin destruir la paz del Estado y la piedad misma, y reivindica la ca­pacidad de las instancias de gobierno republicanas para con­trolar las actividades de los grupos y asociaciones religiosas (para controlar la actividad agitadora de los grupos confesiona­les). Pero, en lugar de quedarse en el enfrentamiento coyun- tural, Spinoza dispone una estrategia expositiva que -como ha hecho también respecto del lenguaje cartesiano en el libro I de la Ética- se apropia de los lemas y de la materialidad misma de la Escritura para dar la vuelta tanto al discurso de la necesaria me­diación religiosa como al de la necesidad de un poder centrali­zado con soberanía absoluta.

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Se trata de asuntos que exigen un tratamiento atento a las dis­tinciones y los matices porque, rechazando -como hicieran Al- thusius o Grotius- las doctrinas confesionales que parten de la primacía del derecho natural. Thomas Hobbes ha elaborado toda una teorización de la política que, sin embargo, constituye una defensa del Estado absoluto que confiere al monarca la sobe­ranía plena.

La aportación de Hobbes no puede ser pasada por alto en la batalla política porque, a partir de su formulación, parece que fuera necesario elegir entre dos tipos de sometimiento: a la ley divina transmutada en derecho natural o a una soberanía absolu­ta puesta en manos de alguna forma de poder centralizado. Nin­guna de estas opciones es válida para Spinoza.

La obra de Hobbes, además, en tanto que introduce la idea de pacto para explicar el origen de la sociedad y en tanto que for­mula una crítica de la actuación de las jerarquías eclesiásticas (tanto en De cive como en el l^eviathan), se sitúa en el mismo campo anticonfesional en el que se ha desarrollado la obra de los primeros autores del liberalismo republicano y, por eso, en el republicanismo holandés podría perfectamente cuajar la tenta­ción de adoptarlo como una opción contra el discurso de la fun- damentación teológica del nexo social. Se trata de una posibili­dad cierta: Hobbes es un autor conocido por las posiciones "ma­terialistas” que mantiene en tomo a la ciencia y en la crítica de la metafísica, y es también conocido por sus posiciones con­trarias a la intervención de las instancias religiosas en los asun­tos públicos (incluso en el De cive, publicado en 1642 -del que Spinoza posee un ejemplar de la edición de 1647-, había mante­nido que para terminar con las controversias civiles que sacu­dían Inglaterra era preciso convertir el poder religioso en una función del gobierno). Con esos antecedentes, su obra política puede adquirir un importante ascendente intelectual sobre al­gunos sectores del republicanismo anticonfesional (la traducción holandesa del Leviathan es realizada en 1667 por un personaje

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muy cercano a Adriaan Koerbagh); además, el “absolutismo” liberal que mantiene en sus obras no es necesariamente incom­patible con la dirección organizativa que a partir de 1665 adoptan las altas instancias de la República, acaparando ca­pacidad de decisión y centralizando en sus manos el poder para hacer frente a los envites de la guerra y a la ofensiva conjunta del partido orangista y de los calvinistas ortodoxos. No en vano, a partir de ese año parece claro un progresivo distanciamiento crítico frente a la actuación de la jerarquía republicana por parte de algunos de los pensadores y activistas más radicalizados po­líticamente.

Frente a la apuesta hobbesiana, Spinoza parte de una opción política que prefiere la libertad al orden: una opción que con­sidera a la democracia como la forma de gobierno más natural y absoluta.

Construida en el tiempo convulso de la revolución inglesa, la posición política de Hobbes es deudora de la evidencia de la crisis organizativa y de la contraposición de intereses. Hobbes no discute con la teoría -o la práctica- del poder feudal: su con­cepción no es ya una defensa del poder centralizado contra el mantenimiento de los poderes jurisdiccionales, sino una re­flexión sobre la conflictividad social y política surgida tras el primer derrumbe de los vínculos feudales. En lo práctico, no es tanto una crítica de las libertades de la nobleza cuanto una defensa de las libertades e intereses de los propietarios (nobles o burgueses; hombres con espada u “hombres con escudos”) puestas en peligro por la virulencia de una confrontación social que en sus expresiones más radicalizadas ha llegado incluso a poner en cuestión la propiedad privada. En lo teórico, del mis­mo modo, se dirige más a la garantía del individualismo pro­ductivo y mercantil, a la garantía de la viabilidad de los inter­cambios, que a la crítica de la fundamentación confesional del ejercicio “cristiano” del poder. El absolutismo que Hobbes pro-

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pugna no supone la negación sino la garantía del juego de los intereses privados y, por eso, no hay paradoja en que se convier­ta en una de las formas de desarrollo del pensamiento “liberar.

Hasta la obra de Hobbes, las teorías que fundan el origen de la sociedad en un pacto han servido para poner límites a la so­beranía del monarca. No sólo porque el orden de la monarquía feudal se sustentara en un cierto pacto entre nobles y exigiera, en su cumplimiento, el respeto de las parcelas de poder y de jurisdicción que a cada uno pudieran corresponder, sino también porque las argumentaciones “burguesas” que quisieron limitar la capacidad de gobierno soberano de la monarquía, desde princi­pios del siglo XVII, utilizan también el recurso al pacto consti­tutivo para configurar ámbitos de actuación para la iniciativa privada con crecientes grados de seguridad y autonomía que garanticen una cierta libertad para el enriquecimiento. Así, aunque en dos direcciones distintas, ya sea en defensa de los pri­vilegios de la nobleza o en defensa de los intereses de la na­ciente burguesía, la pretensión de limitación de la soberanía, entre los siglos XVI y XVII, se justifica mediante la formu­lación de teorías del pacto que incluyen la fundamentación de la capacidad normativa desde un Derecho Natural que es entendi­do como principio absoluto que otorga legitimidad al derecho civil (unas veces porque se afirma derivado del orden de la creación -en el ámbito confesional- y otras -en el liberalismo naciente- porque dice expresar la racionalidad propia de la naturaleza humana).

Hobbes, a diferencia de todos ellos, parte de una teoría del pacto para defender la necesidad de un ejercicio absoluto de la soberanía. Y lo hace porque en la formulación del pacto en­cuentra el modo de presentar la sociedad civil como algo dife­rente de la mera asociación “natural” de individuos con vistas a la cooperación y, así, la forma de eliminar la dependencia nor­mativa del derecho civil respecto de un derecho natural que se afirmaría como límite absoluto del ejercicio del poder: no por-

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que no deban pensarse límites para ese ejercicio sino porque esos límites se fijarán en otra instancia. Más allá de la defensa que el escepticismo libertino viene haciendo -sobre todo en Francia- de una soberanía absoluta que no requiere justifi­cación. Hobbes introduce una justificación teórica del absolutis­mo que funda y fundamenta una de las direcciones básicas de la teoría liberal: la que se piensa como programa para las si­tuaciones de crisis. El absolutismo que Hobbes defiende es una exigencia de autoridad, que. sin embargo, está formulada como la más eficaz garantía de la propiedad y de los intercambios y de los acuerdos privados que puedan establecer los agentes eco­nómicos: esa actividad económica queda precisamente asegura­da por el establecimiento de un pacto que no debe tener más ca­pacidad de intervención sobre ella que la que se dirija a hacerla posible frente a la conflictividad social.

La edición de 1647 del De vive (que añade a la primera algu­nas notas del autor) se abre prácticamente afirmando la dife­rencia que hay entre las diversas agrupaciones que los hombres establecen naturalmente y esa especial forma de asociación que es una sociedad civil: estableciendo también una distinción entre la sociedad civil y un “estado de naturaleza" conceptual- mente presentado como previo a aquella. Desde su nacimiento, los humanos buscan la compañía de otros seres humanos por­que la naturaleza les obliga a ello (el caso de los niños es uti­lizado como ejemplo), sin embargo, la compañía c incluso la colaboración mutua no elimina la situación de esencial soledad del estado de naturaleza mientras no haya sido lijada en algún tipo de promesa o pacto que elimine la "natural” competencia que se produce entre los individuos por la que todo hombre es, necesariamente, un lobo para el hombre. Por inclinación natural o derecho de naturaleza cada uno de los hombres tiene derecho a buscar lo que es bueno para él y a evitar lo que le resulta pernicioso, y tiene también derecho a perseguir ese objetivo sirviéndose de todos los medios que su razón le mues-

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tre como necesarios, de manera que tiene derecho a hacer y, sobre todo, a poseer cuanto juzgue necesario para su conserva­ción. Este derecho natural es común a todos porque todos lo tienen y, así, todos tienen derecho a hacer y poseer las mismas cosas y terminan enfrentándose por ellas, destrozándose mu­tuamente y viviendo en un continuo estado de guerra. También naturalmente los hombres buscan socios o aliados (obligándo­les o utilizando la persuasión) que les permitan enfrentarse más eficazmente a la tarea de la supervivencia y tener mayor capa­cidad para hacer y poseer los medios que la garanticen, pero eso no anula el estado de guerra sino que generaliza la forma­ción de grupos enfrentados porque también los demás buscan socios.

En el estado de naturaleza rige la ley natural o derecho de na­turaleza, en cuya virtud podemos hacer u omitir lo que dedu­cimos que es más conveniente para salvaguardar la vida, la se­guridad y los medios con los que pensamos conservarlas: un don de Dios (y en ese sentido, dice Hobbes retorciendo el senti­do que esta expresión tiene en el ámbito confesional, podemos considerar que es también ley divina). Un cálculo sobre la via­bilidad de los medios que, en primera instancia, nos muestra que “dada la igualdad de fuerzas”, mientras sigan viviendo en estado de naturaleza, los hombres "no pueden esperar conser­varse mucho tiempo”. Es ese cálculo racional que “naturalmen­te” realizamos para preservar de la mejor manera nuestro dere­cho a la seguridad el que aconseja tener, en lugar de asociacio­nes informales y ayuda mutua, acuerdos estables que obliguen a todos y por los que todos se obliguen: un pacto mediante el cual todos renuncien a su derecho a la propia defensa (a enfren­tarse en una guerra continua) y acuerden entregárselo a una instancia que garantice la seguridad de todos asegurando que nadie ejercerá la violencia contra la vida o los bienes del resto; entregar, pues, el derecho de cada uno para mejor garantizar que ese derecho sea cumplido.

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Ejerciendo su derecho natural (y para satisfacer más eficaz­mente las mismas exigencias que aquél permitía satisfacer en el estado de naturaleza), mediante un pacto por el que se obligan unos con otros, los hombres acuerdan renunciar a ese derecho y cederlo para formar una entidad nueva y diferenciada (la so­ciedad civil) a la que se confiere el derecho de todos y a cuya voluntad y autoridad todos se someten. A partir de ese mo­mento. la sociedad civil (el Estado, porque Hobbes no introduce la distinción que se consagrará posteriormente) tiene potestad soberana y pleno dominio porque se le transfiere la fuerza y poderío que antes tenían los hombres individualmente... y debe ejercerlo de manera absoluta para salvaguardar la vida y segu­ridad de los que pasan a ser sus súbditos. El Leviathan irá en esta cuestión más allá que el De cive y fijará la imagen defini­tiva de la sociedad como un auténtico individuo (artificial) for­mado por la unión de los individuos (naturales, humanos) que ceden su derecho natural, cuya unidad es representada por la unicidad de la persona del monarca, pero en el fondo -a los efectos que aquí queremos señalar- la argumentación está plenamente desarrollada desde el texto de 1641: el poder que ejerce el monarca lo ejerce porque le ha sido transferida la ple­na soberanía y lo ejerce, por tanto, de manera absoluta; sin ne­cesidad de más justificación que las decisiones que “natural­mente” (calculando, pues, lo que debe hacer u omitir) tome pa­ra garantizar la paz y la seguridad, siendo esas decisiones que parten de la soberanía las que confieren legitimidad a toda la legislación civil. Una ley civil que surge del pacto y que sus­tituye a la natural como fuente de normatividad y como deter­minante de los derechos y obligaciones que a cada individuo competen.

Pero el pacto tiene además otra vertiente en cuya virtud no consiste en una simple renuncia al derecho natural: lo es, pero para salvaguardar aquello que la misma ley natural permitía que cada hombre se procurase. Así, aunque la soberanía pertenece

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plenamente al monarca y aunque todo cuanto ordene debe ser obedecido (puesto que se le ha entregado el derecho a decidir y ordenar lo que en cada caso debe ser hecho), en todo aquello que no haya ordenado, en todos aquellos ámbitos en los que su potestad no haya legislado (donde no llegue la ley civil), queda a los individuos la plena disposición de su derecho propio. Aunque la sociedad civil se ha constituido mediante un pacto de cesión de derechos, el pacto se ha establecido libremente y a condición de que sirva para garantizar la vida y la seguridad. Por eso, aunque el monarca puede legislar cuanto considere oportuno, no legislará, salvo que las circunstancias lo hagan imprescindible para cumplir su cometido, nada que pueda eliminar las ventajas que los súbditos obtuvieron pactando y para las que precisamente establecieron el pacto. La soberanía del monarca no se somete a ninguna legislación y puede incluso establecer las leyes del honor o la escala de valores que regirá en la organización social; en clave maquiaveliana. además, Hobbes incluye en esta perspectiva la posibilidad real de some­ter a la Iglesia a la soberanía del monarca. Pero no por ello desa­parecen los límites de la potestad soberana y del pleno dominio, aunque sean límites "prácticos”: el soberano no puede poner en peligro la vida de sus súbditos (en tal caso puede ser desobe­decido) ni privarles de los medios para obtener seguridad y co­modidad: atendiendo a las condiciones que les aconsejaron rea­lizar el pacto, debe respetar su integridad moral y su libertad física.

Salvo en casos de excepcional necesidad, los súbditos man­tendrán la libertad “de comprar y vender, de establecer contratos unos con otros, de elegir domicilio, alimentación, oficio, la ins­trucción de los hijos como se juzgue adecuado...”, en fin. de buscar el interés propio: no porque su derecho natural les legiti­me para hacerlo -puesto que renunciaron a él y lo entregaron en el pacto- sino porque el derecho civil lo permite mientras no se oponga a ello. Así, Hobbes no representa el reverso del pensa-

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miento republicano que Althusius o Grotius ensayaran: iden­tifica, antes bien, los horizontes irrenunciables del republi­canismo liberal y piensa cómo salvaguardarlos en tiempos de turbulencias: el orden, la seguridad y la propiedad como principios irrenunciables, como límite absoluto de la libertad; la libertad de los individuos alcanza a todos aquellos ámbitos -aunque sólo a ellos- en los que la ley no se pronuncia. La po­sición de Hobbes no es la negación del individualismo posesivo sino su regulación para tiempos revueltos y, por eso, su obra representa la culminación de toda una corriente de pensamiento que ha querido secularizar la esfera del poder político y para hacerlo ha debido romper con la prioridad normativa del “de­recho natural”.

Como texto político que es -Spinoza en eso ha aprendido bien sus propias lecciones- el TTP renuncia a utilizar un apa­rato conceptual complejo y a desplegar razonamientos com­plicados (como podrían ser los dispuestos “more geométrico"). Desde el punto de vista teórico, da por supuestos todos los re­sultados a los que ha llegado la primera redacción de la Ética pero sólo los expone en pequeñas dosis y siempre en un len­guaje que renuncia a su especificidad técnica. Una estrategia de escritura allí donde la escritura misma debe funcionar como es­trategia. Spinoza, de este modo, reivindicará el texto bíblico frente a aquellos que (TTP, cap. 7) diciendo que es la “palabra de Dios” se resisten a vivir conforme a sus enseñanzas. Una es­trategia de escritura que, además, se niega a partir de la crítica del discurso religioso como discurso falaz e inadecuado y que entiende que los prejuicios de los predicadores no están tanto en los contenidos doctrinales que adoptan sino, antes que eso, en la suposición misma de que la religión pueda tener contenidos doctrinales.

Una estrategia de escritura que comienza por leer la Escritura y por suprimir —de facto— cualquier ámbito de trascendencia

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que en ella se presuponga: las religiones se apoyan en un texto que tiene que ser estudiado porque para conocer cuál es su con­tenido es preciso leer e interpretar sus textos sagrados, averiguar en qué momento se redactaron, cuáles fueron sus autores, cómo fueron transmitidos los textos, de qué modo los libros sagrados se ñjaron en un canon... obteniendo todos esos elementos del es­tudio del propio texto considerado como dato: sin suponer nin­gún sentido supratextual y, por tanto, entendiendo el texto sólo a partir de lo que él mismo explícitamente señala. Y es tras un análisis de este tipo que Spinoza llega a la conclusión de que las Escrituras no enseñan ninguna doctrina filosófica sino única­mente la obediencia.

Dios, efectivamente, gobierna todas las cosas y, en virtud de ese gobierno divino, todas las cosas suceden en el orden natural (cap. 3: “por gobierno de Dios entiendo el orden fijo e inmuta­ble o concatenación de las cosas naturales”). De ese orden natu­ral se sigue la tendencia de los seres humanos a conservar su ser y aumentar las posibilidades de actuación que tienen y, de ella, la constitución de formas de comunidad que faciliten la supervi­vencia: “para vivir en seguridad y evitar los ataques de los otros hombres y de los mismos brutos, nos puede prestar gran ayuda la vigilancia y el gobierno humano, a cuyo fin, la razón y la ex­periencia no nos han enseñado nada más seguro que formar una sociedad regida por leyes fijas, ocupar una región del mundo y reunir las fuerzas de todos en una especie de cuerpo que es el de la sociedad” (TTP, cap. 3). Son las leyes de la naturaleza las que nos llevan a constituir una sociedad que nos permita reunir y sumar las fuerzas aisladas de cada uno, porque en soledad a todo el mundo le faltan las fuerzas para conseguir lo que como simple individuo necesitaría y, así, incluso “aquellos que viven como bárbaros, sin gobierno alguno, llevan una vida mísera y casi animal... las pocas cosas que poseen... no las consiguen sin colaboración mutua de cualquier tipo que sea” . Incluso los bárbaros, pues, cooperan y establecen para sobrevivir algún tipo

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de sociedad con algún tipo de ley o norma de funcionamiento, y no podrían sobrevivir sin ella (motivo por el cual todos deberían esforzarse en conservarla).

Sí todos fueran conscientes de esta circunstancia, dice Spino- za, ni siquiera sería preciso que se establecieran leyes porque todos buscarían en el bien de la sociedad la consecución de lo que les es más útil, pero la mayor parte de las veces los hom­bres buscan su utilidad no según dicta la recta razón (ni si­quiera para formar la sociedad, porque ha surgido sin más ne­cesidad que el propio “apetito” natural hacia la supervivencia) sino dejándose arrastrar por las pasiones y sin pensar en las consecuencias que eso pudiera tener. Por eso es necesario que se establezcan leyes que determinen lo permitido y lo prohibi­do y que fijen mecanismos que obliguen a todos a obede­cerlas.

Justamente eso es lo que les pasó a los hebreos... y a todas las demás formas de sociedad que existen: fueron dirigidas por el más sabio o por el más fuerte en virtud del miedo a los peligros derivados de la desobediencia. Moisés, por ejemplo, gobernó a las tribus salidas de Egipto utilizando el miedo hasta que -ante la inminencia de la guerra- introdujo la religión en el Estado y consiguió que el pueblo obedeciera no ya por miedo sino por devoción. Las distintas ceremonias e historias que conforman la religión de los hebreos son un conjunto de prácticas colectivas establecidas para generar, por la devoción, esa obediencia ne­cesaria. En ese sentido no hay contradicción alguna -salvo las derivadas de la distintas circunstancias a las que se aplica- entre la Ley de Noe y la establecida por Moisés, poique ambas le­gislaciones -en realidad- vienen a establecer lo mismo: la necesidad de obedecer a Dios (a las exigencias de la supervi­vencia). Moisés fundó una religión porque fue capaz de movili­zar entre los hebreos los elementos imaginarios que mueven a la socialidad y a la obediencia... y Jesús, más tarde, consiguió lo mismo; no para un pueblo concreto, un “pueblo elegido”, sino

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para la humanidad en su conjunto. Es ésta, sin duda, una exposi­ción que se distancia de la mayor parte de los discursos an­tirreligiosos o anticlericales porque esa conjunción de política e imaginación no es nunca presentada como engaño sino como condición para la supervivencia de la sociedad (adaptada a la ca­pacidad y a las pasiones del vulgo). Y no hay engaño de ningún tipo porque la especificidad de la Escritura, así leída, no consiste en ninguna doctrina precisa ni tiene más contenido que esa incitación a la obediencia a la ley divina (a hacer lo preciso para la supervivencia).

La verdadera religión, en cuyo nombre Spinoza se niega a ser considerado ateo, no exige sino cumplir con esa necesidad na­tural: cooperar para poder más cosas, formar una sociedad que reúna las fuerzas de todos... y obedecer sus mandatos para no po­ner en peligro su existencia. Frente a las disputas confesionales. Spinoza enumera los únicos contenidos que se pueden atribuir a esa vera religio que sustenta una fe universal: “que existe un ser supremo, que ama la justicia y la caridad, al que deben obedecer todos para salvarse, y al que deben adorar mediante la práctica de la justicia y la caridad hacia el prójimo” (7TP, cap. 14). Unos contenidos que nada tienen que ver ni con el conocimiento ni con la filosofía (no como un defecto o una carencia sino como su característica más propia) y por eso la fe, dice Spinoza, no contiene dogma alguno y concede a cada uno la máxima libertad de filosofar para que pueda pensar lo que quiera sobre cualquier tipo de cosas. Con ello no se incurrirá en ningún crimen, porque la fe sólo condena a aquellos “que incitan a la contumacia, al odio, a las discusiones y a la ira”: a los que ponen en peligro la paz y la seguridad de la sociedad formada.

A partir del capítulo 16, el TTP sistematiza teóricamente lo que los capítulos anteriores habían obtenido del análisis de la Escritura, en una deducción que no sigue ya la materialidad del texto bíblico sino un orden de razones que, compatible con la

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lectura realizada, trabaja sobre el supuesto de la inmanencia y pone a funcionar -como si fueran directamente intercambiables con las de la Biblia- las nociones de Dios y de potencia divina que Spinoza había foijado en el libro I de la Ética.

A lo largo de los primeros capítulos del TTP, el lector de la obra ha podido seguir una exposición que podría parecerle calcada de la realizada por Hobbes, pero que alcanza resultados totalmente distintos: primero porque no introduce ninguna distinción de naturaleza entre las agrupaciones de ayuda mutua y la sociedad civil; además, porque al no hacerlo suprime la po­sibilidad de considerar esa diferencia como instrumento de legitimación o fundamentación de la actuación del monarca o como instancia de mediación entre la libertad de los individuos y su articulación social.

Sin que haya en eso ninguna diferencia entre el hombre y los demás individuos, Spinoza parte de la identificación del de­recho natural con las reglas de la naturaleza de cada individuo por las que está determinado a existir y obrar de una determina­da manera: en virtud del derecho natural los peces gozan del agua, nadan y los más grandes se comen a los más pequeños: en virtud de ese mismo derecho (que se extiende hasta donde llega su poder) los seres humanos viven según sus apetitos y deseos, haciendo todo lo que pueden hacer para satisfacer sus necesida­des, de manera que todo cuanto un hombre estime que le es útil tiene derecho a desearlo; además, si no hay nada que se lo im­pida (si efectivamente puede hacerlo) le es lícito cogerlo: todo aquél que se lo impida, todo aquél que limite su capacidad de satisfacer las necesidades propias y buscar lo que le es más útil... es su enemigo: un enemigo que lo es en tanto que límite exterior de su capacidad o potencia de actuación, y sólo en la medida en que lo sea.

La consideración spinoziana de la ley natural y del derecho natural que -en virtud de aquella- todos los individuos tienen, es una concreción de los principios desplegados en los libros I y

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II de la Ética y una consecuencia de esa apuesta por la inmanen­cia ontológica que ha suprimido la trascendencia; en ello estriba su novedad y la radicalidad de sus efectos en la teoría política, porque instituyendo la totalidad de lo real como un espacio de inmanencia, Spinoza ha eliminado de un sólo plumazo todas las fundamentaciones trascendentes de la ley y de la sociedad: tanto las que pretenden derivarla de la voluntad y poder de Dios como las que añrman como nuevo absoluto la Razón, el Derecho o al­gún otro tipo de consideración trascendente de la Naturaleza Humana: la sociedad es el resultado de la necesidad natural de unir esfuerzos para garantizar la propia utilidad y satisfacer aquellas necesidades que se siguen de la naturaleza humana, su útil propio. Igual que en la tradición de la escolástica barroca y en las consideraciones políticas que se hacen desde las miradas confesionales, el derecho natural de cada individuo está ín­timamente ligado, por tanto, a la ley natural. Pero esa aparente coincidencia de criterio estalla cuando consideramos que, siendo Dios el nombre de la totalidad de lo real, la ley natural, la ley di­vina, no es un orden supranalural sino el mismo orden in­manente de la naturaleza... y que la voluntad de Dios no es la voluntad o el capricho de un ser supranatural sino las mismas leyes naturales en cuya virtud el pez grande se come al pequeño y por las que todos los seres vivos intentan conservar la vida.

Si Hobbes había establecido que la sociedad supone la ruptura del orden natural en el que necesariamente los individuos viven aislados y todos son enemigos de todos, en Spinoza ese in­dividualismo constituyente de la naturaleza humana no cumple ningún papel ni tiene ningún sentido. Todos los hombres, señala Spinoza en el TTP, como parte que son del orden eterno de la naturaleza, nacen y viven de acuerdo con una ley natural por la que tienen derecho a desear y -si pueden- a apropiarse de todo cuanto crean que les es útil, tanto si lo creen a partir de un cálculo racional como si es el ímpetu de la pasión el que les lleva a quererlo (porque la razón tampoco es considerada como

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esencia del hombre ni, por (amo, como norma del derecho na­tural). Para alcanzar eso que estiman útil, cooperan entre sí y, también, ciertamente, discuten y se engañan unos a otros. Pero la colisión de intereses no constituye una Naturaleza sino una simple coyuntura, porque para buscar su supervivencia los hombres no se enfrentan sino que cooperan y porque es la nece­sidad natural -y no su ruptura- la que determina la cooperación e instaura una sociedad. Tan naturalmente como el pez grande se come al pequeño... los hombres forman una comunidad: “puesto que todos los hombres, sean bárbaros o cultos, se unen en todas partes por costumbres y forman algún estado político, las causas y los fundamentos naturales del Estado no habrá que extraerlos de las enseñanzas de la razón, sino que deben ser deducidos de la naturaleza o condición común de los hombres’*. La socialidad, entonces, no se entiende como algo ajeno a la condición humana, ni su origen tiene que ser buscado en otra parte. La ley natural es la concatenación de causas y efectos que mueven a buscar la supervivencia haciendo todo cuanto pueda hacerse, y el derecho natural es la potencia misma de hacer todo cuanto se pueda hacer: no una fuente de normatividad sino una norma de agrupación, un proceder inmanente que origina un in­dividuo compuesto, una sociedad.

Los hombres unen necesariamente sus esfuerzos y establecen mecanismos de cooperación que tienen como principal virtud aumentar la capacidad común de obtener lo necesario para la supervivencia sumando las capacidades que tenían indivi­dualmente. Así, “hicieron que el derecho a todas las cosas que cada uno tenía por naturaleza, lo poseyeran todos colec­tivamente y que en adelante ya no estuviera determinado según la fuerza y el apetito de cada individuo, sino según el poder y la voluntad de todos a la vez” (ITP, 16); formaron, pues, una so­ciedad, uniendo sus fuerzas y agrupándose: componiendo un in­dividuo mayor y más fuerte. Estos mecanismos de cooperación social son tanto más eficaces y “útiles” cuanto más racional-

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mente se guían, pero -como sucedía entre las tribus que Moisés sacó de Egipto- es imposible garantizar esa racionalidad mien­tras cada uno pueda hacer todo a su antojo: por eso “debieron establecer, con la máxima firmeza y mediante un pacto, dirigirlo todo por el sólo dictamen de la razón y frenar el apetito en cuan­to aconseje algo en peijuicio de otro, no hacer a nadie lo que no se quiera que le hagan a uno y defender el derecho ajeno como el suyo propio” (7TP, ibidem). Un pacto, pues, que garantiza la supervivencia de la sociedad: la consecución de la utilidad común de la manera más eñeaz posible; un pacto que satisface, por tanto, exactamente las mismas necesidades que Moisés pudo cumplir formulando los ritos y normas de la religión de los hebreos que dan origen (la aceptación de la Alianza cumple allí, entonces, la misma función que el pacto como “acto fun­dacional”) a su propia existencia como Pueblo.

Aunque el ritmo y los argumentos que llevan a Spinoza a formular su “teoría del pacto” se calcan sobre la plantilla del ra­zonamiento de Hobbes. la conclusión a la que llega no puede ser más diferente: no sólo porque haya suprimido el prejuicio que afirma la competencia y el enfrentamiento como elemento con­natural al hombre, sino porque al derivar la sociedad de la pro­pia actuación “natural” de los seres humanos puede mantener en ella la presencia del derecho natural (despojado de toda preg- nancia confesional o trascendente) y, sobre todo, evitar aquella distinción que Hobbes establecía entre la sociedad/Leviathán y el conjunto de los ciudadanos en la que se sustentaba esa con­sideración “residual” de la libertad individual que, expurgada de contenido político, sólo puede consistir en la libertad de los in­tercambios.

El pacto del que habla Spinoza no constituye -como sí hace el de Hobbes- a la sociedad como una “segunda naturaleza”, sino que establece una dirección y acuerda una normatividad para la sociedad naturalmente formada a partir de las dinámicas de la cooperación para la utilidad común: la comunidad que legisla

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mediante el pacto, que establece una legislación civil para regular su funcionamiento interno, es la cooperación misma decidiendo hacerse estable y guiarse racionalmente. Y Spinoza lo dice de la forma más radical (y escandalosa) posible: “se puede formar una sociedad y lograr que todo pacto sea siempre observado sin que ello contradiga al derecho natural, a con­dición de que cada uno transfiera a la sociedad todo el derecho que él posee, de suerte que ella sola mantenga el supremo dere­cho de la naturaleza a todo, es decir, la potestad suprema. (...) El derecho de dicha sociedad se llama democracia, y ésta se define como la asociación general de los hombres que posee colegiadamente el supremo derecho a todo lo que puede" (Ibi- dem, los subrayados son míos).

El pacto, como en Hobbes, implica soberanía total, potestad absoluta, absolutismo, pero se trata, en Spinoza. de un absolu­tismo de la democracia. Un pacto que se mantiene en función de su utilidad y que queda suprimido inmediatamente -Spinoza lo dice expresamente- en el mismo momento en que deje de cumplir la función para la que fue establecido: poseer colegia­damente el supremo derecho a todo cuanto sea posible, garanti­zar la paz, la libertad y la supervivencia.

El pacto, ciertamente, funda una soberanía absoluta: no puede ser de otra forma porque el derecho de cada uno ha sido puesto a trabajar de manera colegiada con el del resto y, en este senti­do. ha sido transferido a la sociedad, ha sido cedido. Pero esa cesión depende siempre del mantenimiento de las condiciones del pacto y no puede ser pensada como renuncia. En la sociedad los individuos no renuncian a su derecho natural sino que lo transfieren a la colectividad para garantizar tanto la superviven­cia individual como la colectiva y, por tanto, al tiempo que lo transfieren, de algún modo también lo conservan (no dejan de ser individuos por formar parte de la sociedad). Las supremas potestades (quienes detentan -por los motivos que fuera- la

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potestad suprema que corresponde a la sociedad), entonces, aunque en virtud de la transferencia de derecho y poder que trae aparejado el pacto pueden “mandar cuanto quieran”, pueden hacerlo sólo en Ia medida en que puedan hacerlo: “en tanto en cuanto tienen realmente la suprema potestad: pues, si la pierden, pierden al mismo tiempo el derecho de mandarlo lodo”. El po­der político, así, queda supeditado en la práctica a las dinámicas internas de la sociedad y a la consideración de los individuos unidos en comunidad - la m ultitud- como los verdaderos agentes de la estabilidad o la inestabilidad política: el efectivo ejercicio de la soberanía es una función, tanto de la exigencia de racionalidad que impone el pacto cuanto de las tendencias disgregadoras que están presentes en la actuación -necesaria­mente no racional- del vulgo. La atención a esas dinámicas es la única garantía de la bondad de una legislación (que no se fun­damenta, por tanto, en la racionalidad poique no obtiene de ella legitimidad alguna). Las supremas potestades no pueden legislar sin tener esas dinámicas en cuenta: y es por eso que las autori­dades no ordenarán -rara vez lo hacen, dice Spinoza- cosas ab­surdas. Para mantener su potestad efectiva deben buscar el bien común y dirigirlo todo racionalmente: mantener la seguridad y la libertad de todos y cada uno en cuanto permita salvaguardar la supervivencia de esa sociedad constituida para garantizarlas: no porque la racionalidad sea el fundamento de la legitimidad de las leyes sino porque una actuación irracional o absurda pro­vocará el desorden y activará las dinámicas disgregadoras que -también- funcionan en el seno de la multitud. La sociedad civil no puede entenderse como un ámbito diferenciado y al margen de las dinámicas constitutivas de la multitud que la constituye, porque está atravesada por ellas. De ese modo, Spinoza procla­ma la preferibilidad del Estado democrático (aquél en el que to­dos ostentan la suprema potestad) sobre cualquier otro, porque en él es menos de temer el mandato absurdo contra el bien co­mún por ser “el más natural”, esto es, porque el mando lo tie-

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ne, sin mediación, la misma comunidad que constituye la so­ciedad.

Un absolutismo, pues, de la democracia y de la libertad. Pero, al mismo tiempo, democracia que sólo se puede materializar co­mo potestad absoluta. ¿Cómo son ambas perspectivas composi­bles? ¿Cómo pueden hacerse compatibles la dependencia de las supremas potestades de las dinámicas pasionales del vulgo que -tanto como la irracionalidad de sus acciones- podrían poner fin al pacto y, por otro lado, su soberanía absoluta en todo cuanto manden? Sólo logrando en la concreción práctica de cada coyuntura la adecuada atemperación de las dinámicas (tanto racionales como imaginarias) que mueven al vulgo en una u otra dirección: trabajando políticamente sobre ese ám­bito de la imaginación que constituye el elemento básico, la consistencia teológico-política del mantenimiento del lazo so­cial. De este modo, la regulación de las dinámicas de la ima­ginación, como en Maquiavelo, se convierte en una técnica política; más aún: en la técnica política por excelencia. El TTP funda, entonces, esa "teoría de la ideología” que veíamos apuntada pero no desarrollada en el apéndice al libro I de la Ética.

Las dinámicas "naturales” del derecho natural llevan a los hombres a cooperar -ya se guíen por la razón o por el apetito- y a formar una sociedad: necesariamente. Pero esas mismas di­námicas naturales pueden llevar a su disolución si los asuntos comunes no se dirigen racionalmente. Para evitar ese peligro se hace imprescindible (tanto para los holandeses como para las tribus a las que Moisés dirigió en su salida de Egipto) el esta­blecimiento de un pacto/Alianza y. también, tanto como su propia existencia, la formulación de unas normas que ga­ranticen su permanencia garantizando la obediencia de todos a los decretos de la autoridad suprema: dominando las dinámicas irracionales que llevan a buscar el bien individual por encima del bien común; generando esperanza en los bienes a conseguir

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o miedo a los males que se seguirían de su desaparición. Eso es precisamente lo que hizo Moisés al establecer ritos y costum­bres y al formular las narraciones que conforman la religión de los hebreos y es también lo que toda sociedad debe hacer. La experiencia muestra que es posible porque (TTP, 17) “aunque no se puede mandar sobre los ánimos como sobre las lenguas”, la suprema potestad “puede lograr, de muchas maneras, que la mayor parte de los hombres crean, amen, odien, etc., lo que ella desee”. La razón enseña, además, que es imprescindible ha­cerlo. Spinoza recoge entonces la herencia de Maquiavelo y -como nunca hicieron ni Hobbes ni los escépticos libertinos- la radicaliza con una lucidez sorprendente.

Al no depender el derecho natural de ningún principio tras­cendente, toda primacía confesional o teológica ha quedado excluida como fundamentación y como límite del ejercicio del poder. Pero la intervención de Spinoza no se limita a esta perspectiva sino que, como lo hiciera Maquiavelo, convierte a las instancias y organizaciones religiosas en otras tantas insti­tuciones que el Estado puede y debe utilizar para garantizar la obediencia; en un sentido que excede el carácter puramente instrumental que esta opción tenía en la obra del florentino: no sólo porque las instituciones religiosas y los ministros de los diversos cultos pueden ser utilizados como instrumentos del ejercicio del poder sino porque la religión, en sí misma, no es otra cosa (“esencialmente”, cabría decir) que prédica de la obediencia. La teorización política y el análisis de la Escri­tura. así, en el TTP, no son dos cuestiones que se desarrollan en paralelo sino un sólo y mismo asunto que apunta a la consi­deración de la religión como discurso directa y exclusi­vamente político y a lo teológico-polílico (a lo ideológico, va­le decir) como elemento integrante y catalizador de la obe­diencia, esto es, de la supervivencia del nexo social, del mismo modo que en el Estado de los hebreos “el derecho civil y la religión, que como hemos demostrado se reduce a la

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obediencia a Dios, era, pues, una y la misma cosa” (TTP, 17).Presentando así las cosas, Spinoza puede entonces (TTP, 18)

volver sobre el objetivo político para el que inició la redacción del tratado: I) es pernicioso tanto para la religión como para el Estado otorgar a los sagrados ministros algún derecho de legis­lar o administrar los asuntos del Estado; 2) es muy peligroso re­lacionar con el derecho divino las cosas puramente especula­tivas y dictar leyes sobre las opiniones; 3) es muy necesario, tanto para el Estado como para la religión, otorgar a las su­premas potestades el derecho de discernir qué es lícito y qué ilícito; 4) para un pueblo no habituado a vivir bajo reyes y que ya cuenta con leyes propias es nefasto elegir un monarca: los Estados de Holanda nunca tuvieron reyes, sino condes, y nunca se les entregó el derecho a gobernar. Más aún (y a desarrollar este principio se dedica el capítulo del texto que habla del poder del Estado sobre lo sagrado, del ius área sacra), no es sólo que la religión no tenga contenidos teóricos o que no deba dejarse a las jerarquías confesionales ninguna capacidad de legislar sobre actos u opiniones: dado que la garantía de la obediencia es una función del Estado y que lo teológico-político es el elemento privilegiado de la constitución de esa conciencia de colectividad que neutraliza las tendencias a la desobediencia y a la disgre­gación, es el propio Estado -y no las religiones- quien debe es­tablecer y regular los ritos y las ceremonias públicas (incluidas las manifestaciones extemas del culto). Por consiguiente, “aho­ra que no hay profetas” -dice Spinoza- el derecho a establecer una religión compete a las supremas potestades “y siempre lo mantendrán a condición de que no permitan que los dogmas religiosos alcancen un número elevado y que se confundan con las ciencias” (TTP, 19).

Un derecho que se extiende de manera soberana tanto sobre las cosas sagradas como sobre las profanas y que se refiere a las acciones (que pueden poner en peligro la dirección común y la racionalidad de los asuntos públicos) aunque no debe

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negar a los individuos -a riesgo de provocar una sedición- el derecho de pensar lo que quieran y de decir lo que piensen... mientras sus palabras no inciten a la desobediencia o a la subversión: mientras no se dirijan a provocar la disolución del nexo social.

Libertad y potencia. El conatus

El Tratado Teológico-Político fue publicado a principios de 1670: apenas unos meses después de la muerte de Adriaan Koerbagh. Fue publicado sin mencionar el nombre de su autor y con un falso pié que indicaba su impresión en Hamburgo. pero pronto quedaron pocos que dudaran de que Spinoza el maldito era su autor y de que había sido editado en Amsterdam por el librero Jan Rieuwetsz. En las Provincias Unidas, en Alemania, en Inglaterra, en Francia... fue leído desde el mismo 1670 y, desde ese año, aparecieron refutaciones y panfletos escritos en su contra. El propio Spinoza -que ha trasladado su residencia a La Haya- no esconde, al menos inicialmente, su autoría. Así, en 1671 se ofrece a Leibniz para enviarle un ejem­plar si aún no lo tiene y “si no le incomoda” (otra cosa pasará más adelante: cuando la Ética esté concluida no querrá que lle­gue a su poder); a pesar de ello en 1671 escribe a Jelles para impedir la publicación de una traducción de la obra al neerlan­dés: en 1667 Jan de Witt había conseguido un cierto grado de estabilidad frente a las críticas de los orangistas cuando la flota holandesa destruyó parcialmente la inglesa, pero un nuevo deterioro de la situación política entre 1671 y 1672 lo cambia todo. Los enemigos exteriores de Holanda calculan los avatares de las tensiones políticas y dan pasos para apoderarse de su po­tencial económico. De nuevo, por tanto, precaución en política interna: los partidarios de la casa de Orange mueven sus alianzas y juegan fuerte.

Francia e Inglaterra, que habían firmado en 1670 un pacto se-

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creto para atacar simultáneamente los Países Bajos, deciden lanzarse a la conquista y, en 1672, declaran la guerra. Aunque la flota holandesa detiene a los barcos ingleses, no consigue frenar a las fuerzas francesas que avanzan a lo largo del Rin y ocupan en pocos meses la mitad del territorio de la República. La resolución de los conflictos se precipita: como de Witt te­mía, el ataque francés es aprovechado por el joven Guillermo de Orange y sus partidarios. Se producen revueltas y atentados diversos y, en uno de ellos, el 20 de agosto, Comelius y Jan de Witt son asesinados.

Guillermo hizo declarar nulo el decreto que suprimía el cargo de estalúder, se hizo investir como tal por Holanda, Zelanda y Utrecht, fue designado jefe militar tanto del ejército terrestre como de la marina de los Países Bajos y prosiguió la guerra contra ingleses y franceses (aliándose con España frente al rey de Francia en la fase final). Alguno de los biógrafos de Spinoza cuenta -dato incontrastable- que al conocer la noticia del ase­sinato de los de Witt quiso salir a las calles a pegar o colocar carteles expresando su rabia contra los que llamaba “ultimi barbarorum".

En cualquier caso, tras el derrumbe de la república en cuya supervivencia, mal que bien, cifraba la garantía de la libertad de expresión y de pensamiento, Spinoza debió sentir como peren­toria la exigencia de precaución y cuidado C'cauie"). Es fácil pensarle desde la imagen transmitida -de nuevo la historia mí­tica del personaje- por el relato biográfico: entregado al estudio y entreteniendo las horas en la contemplación de guerras entre moscas y arañas en la casa del pintor Van der Spyck en una de cuyas habitaciones se alojaba. Seguía puliendo lentes y acrecen­tando su fama en la materia, ya sin agobios financieros. Llevaba una vida frugal y austera y contaba con una pensión anual que heredase en 1667 a la muerte de su amigo Simón de Vries. Una vida, quizá, un tanto solitaria: a la muerte de de Vries y de Adri- aan Koerbagh se añade en septiembre de 1672 -año desastroso

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para Spinoza, como para la misma República- la de Johann Koerbagh. Van den Enden se ha trasladado a París, donde ha abierto nueva escuela (y, quién sabe si también el camino que le llevará a la Bastilla y a la horca) y de los viejos amigos sólo parecen quedar Jaris Jelles y Lodewyk Meyer (el médico que le atendió en las últimas fases de la enfermedad que le llevaría a la muerte). Algún documento parece sugerir que quizá in­tentase a principios de 1673 conseguir asilo en la ciudad Tos- cana de Livomo, pero lo que es seguro es que en febrero de ese mismo año rechazó un ofrecimiento formal del elector pa­latino para enseñar filosofía en la Universidad de Heidelberg arguyendo que no quería de ningún modo restringir o compro­meter su libertad de filosofar. Es muy probable que siguiera contando con buenos contactos entre gentes influyentes, como permite colegir la carta que en 1675 envía al joven Albert Burgh para reprocharle su conversión al catolicismo y el dolor provocado con ello a su familia, o un extraño viaje a Utrecht. en 1673, en plena guerra, al mismísimo cuartel general de las tropas del gran Condé por invitación de Stoupe (que había he­cho referencias críticas al TTP en una colección de cartas que publicó con el título de La religión de los holandeses): parece que algunos holandeses le habrían acusado de traición al en­terarse de tal visita... aunque no parece haber sido molestado por las autoridades por esa cuestión.

Sea como fuere, Spinoza permanece en La Haya y sigue trabajando: contestando cartas que ahora no preguntan tanto por Descartes como por el TTP, preparando -sin duda- nuevas impresiones de la obra (en 1672 apareció una segunda edición y, desde 1673, empieza a ser publicada con títulos falsos) y, sobre todo, completando la redacción inacabada de la Ética.

El desarrollo del TTP no sólo ha permitido a Spinoza in­tervenir desde una perspectiva militante en la disputa política que sacude las Provincias Unidas sino que, haciéndolo, le ha proporcionado un laboratorio teórico en el que poner a prueba la

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capacidad explicativa de la tesis inmanentista sobre los asun­tos humanos: frente a la concepción metafísico-confesional que entiende al hombre desde la primacía de un plan de Dios y también frente a ese pensamiento liberal que sustituye la ley divina por el nuevo absoluto laico de la razón, entendida co­mo esencia común a todos los hombres que, por eso, debe convertirse en norma de actuación y en fundamento del de­recho (primacía de la racionalidad que. aunque no como fun­damento de la ley, funcionaba en último término también en Hobbes como determinante del pacto. Es la razón la que aconseja pactar y es el pacto el que -al romper con la situa­ción de naturaleza- termina con la irracionalidad del estado de guerra).

A lo largo del TTP asistimos al despliegue de las dinámicas constituyentes de la cooperación: los seres humanos compo­nen sus fuerzas “sean bárbaros o cultos” para sobrevivir más fácilmente. Aunque en este tratado la multitud de los hombres que cooperan es presentada casi siempre como “vulgo”, como fuerza -reactiva- a la que es preciso hacer obedecer para salvaguardar la supervivencia de la sociedad, no por ello deja de ser cierto que ese “vulgo” es el mismo que. cooperando para sobrevivir, ha dado origen a la asociación humana que después establece un pacto para guiar racionalmente los asuntos comunes; el pacto no es, pues, constitutivo de socie­dad: la sociedad existe ya cuando sus miembros pactan esta­blecer el mecanismo que mantenga su existencia más eficaz­mente; y existe ya porque desde la exigencia “natural" de bus­car la supervivencia, los hombres cooperan unos con otros: no porque la socialidad forme parte de la naturaleza humana, sino porque uniendo las fuerzas de cada uno con las de los demás los hombres consiguen aumentar su potencia (común) de actuación.

El análisis racional nos muestra que los hombres han formado la sociedad siguiendo al hacerlo una exigencia natural, pero eso

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no significa que el hombre sea un “ser social por naturaleza” ni que sea la razón la que mueva a la cooperación y la socialidad... o la que determine las formas institucionales que ésta pueda adoptar en cada momento. No es un cálculo racional el que mueve a los hombres a cooperar sino el despliegue inmanente de las leyes naturales que les exigen buscar la supervivencia. La racionalidad no es, por tanto, la norma natural de conducta: es en todo caso, una estrategia que aporta a la exigencia natural un mayor grado de eficacia. E insistir en esto nos permite entender la novedad radical de una presentación que introduce en el cen­tro de la reflexión la afirmación del carácter productivo (y pro­ductivo de realidad humana, de sociedad) de las dinámicas de la imaginación, porque el encuentro natural y fortuito con el or­den del mundo, sin necesidad de que la razón nos lo diga, exige buscar la cooperación para sobrevivir. Nos permite también en­tender que no es un simple recurso retórico la presentación en nada negativa que el TTP hace de la religión pese a la clara apuesta anticonfesional que Spinoza ha hecho a lo largo de su obra (y de su vida): el discurso de la religión no es una mentira -difícilmente podría serlo, puesto que carece de contenido- ni su función es el engaño, sino un mecanismo (un mecanismo privilegiado) por el que la sociedad da forma imaginaría a su cohesión permitiendo la garantía de su permanencia; la religión, vale decir, es un dispositivo teológico-político de identidad colectiva. Otra cosa son los efectos (también ideológico-ima- ginarios) que induce: discurso para el vulgo, adaptado al vulgo y generador de dinámicas de subjetividad que (re)producen la existencia del vulgo como vulgo (que determinan, esto es, la existencia de los hombres como súbditos de las supremas potes­tades)... y que, en este sentido, (re)producen la precariedad del lazo social dejando siempre abierta la puerta al funcionamiento de las tendencias disgregadoras: por eso los ritos y ceremonias deben ser regulados por el Estado, y éste debe permanecer aten­to a las prédicas de los pastores y a las disensiones que pueden

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Por lo que atañe al bien y al mal. tampoco aluden a nada positivo en las cosas —consideradas éstas en sí mismas —, ni son otra cosa que modos de pensar, o sea, nociones que formamos a partir de la comparación de las cosas entre sí. Pues una sola y misma cosa puede ser al mismo tiempo buena y mala, y también indiferente. Por ejemplo, la música es buena para el que es propenso a una suave tristeza o melancolía, y es mala para el que está profundamente alterado por la emoción; en cambio, para un sordo no es buena ni mala. De todas for­mas, aun siendo esto así, debemos conservar esos vocablos. Pues, ya que deseamos formar una idea de hombre que sea como un modelo ideal de la naturaleza humana, para tenerlo a la vista, nos será útil conservar esos vocablos en el sentido que he dicho. Así. pues, entenderé en adelante por «bueno» aquello que sabemos con certeza ser un medio para acercamos cada vez más al modelo ideal de naturaleza humana que nos propo­nemos. Y por «malo», en cambio, entenderé aquello que sabemos ciertamente nos impide referimos a dicho modelo.

Ética, IV, prefacio

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provocar aparentando motivos religiosos. Otra cosa, también, es su eficacia: no permite por sí misma la supervivencia de la so­ciedad sino que debe ir acompañada de la dirección racional de los asuntos públicos, la racionalidad de los cálculos de las su­premas potestades y (también por eso) que no ordenen cosas absurdas.

El TTP ha introducido una vía novedosa de análisis por la que la distinción entre la imaginación y la razón como dos formas distintas de conocimiento, se ve claramente matizada: en los márgenes del razonar “more geométrico” una nueva consi­deración (no excluida de él. pero sí surgida fuera de sus domi­nios) se impone sobre el proyecto inicial de la Ética (hablar so­bre Dios, sobre la relación de las cosas con su causa primera y sobre el conocimiento) y provoca una nueva entonación discur­siva. No un cambio de dirección, porque en las perspectivas nuevas no hay contradicción con lo dicho, pero sí una am­pliación del ámbito de la mirada: no ya una mera filosofía sino una filosofía consciente de ser, además, otra cosa: de no tenerse que medir sólo con la razón sino, fundamentalmente, con aque­lla imaginación cuya necesidad el entendimiento parecía poder conjurar. Por eso, a partir del TTP, el tratamiento y el análisis de la razón y de la imaginación no seguirá el camino de la distin­ción cognoscitiva sino el de sus consecuencias prácticas, sus efectos constituyentes.

No se trata, ciertamente, de una novedad absoluta. Entre 1664 y 1665, en su correspondencia con Pieter Balling y con Guiller­mo Blyenbergh, Spinoza tomaba ya nota del carácter no mera­mente cognoscitivo de la cuestión: en la carta a Balling (re­cogiendo algo que -con otras palabras- estaba también en la proposición 36 del libro II), para intentar explicar efectos pura­mente imaginarios como los presagios, Spinoza aludía al modo en que la imaginación “concatena y conecta entre sí sus imáge­nes siguiendo un determinado orden, como hace el entendí-

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miento en sus demostraciones” y en la correspondencia que mantiene con Blyenbergh vemos a Spinoza reconocer la irre- ductibilidad de la mirada confesional ante los argumentos racionales y, así, caer en la cuenta de la impotencia de la razón frente a las dinámicas de la imaginación, de la incapacidad, por tanto, de la racionalidad para “reformar” el entendimiento y suprimir el error.

No hay contradicción entre la temática abierta en el TTP y lo que se señalaba en el libro II. pero el peso de la nueva perspectiva es tal que. a partir del libro III. la Ética parece cambiar radi­calmente de objeto y, abandonando la perspectiva metafísica, se adentra en la consideración de asuntos más estrictamente éticos que aquellos que venían exigidos por la necesidad de exponer una filosofía propia, distinta y diferenciada de la metafísica cartesiana.

El prefacio del libro III parte de la negativa a considerar al hombre al margen de las leyes de la naturaleza, cual imperium in imperio, y de la exigencia de entender su actuación a partir de esas leyes y reglas universales. Explícita, además, una apues­ta programática de primer orden: “trataré de la naturaleza y fuerza de los afectos, y de la potencia del alma sobre ellos, con el mismo método con el que en las partes anteriores he tratado de Dios y del alma, y consideraré los actos y apetitos humanos como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos”; un es­pectacular afincamiento en la inmanencia explicativa donde el discurso había establecido ya la inmanencia ontológica. Si­guiendo el camino que el libro II había dejado establecido, Spi­noza asienta el discurso en la corporalidad de lo real: el cuerpo humano puede ser afectado de muchas maneras por las que su potencia de actuación puede aumentar, disminuir o permanecer inalterada.

Spinoza llama afectos a los efectos que producen en el hom­bre los “encuentros” que tiene el cuerpo humano con los cuer­pos exteriores. En la clave compositiva que se ha desarrollado

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en los lemas físicos del libro II, cada uno de esos encuentros o “choques” produce un efecto en el cuerpo (induciendo una “com­posición” o una “des-composición”) en cuya virtud aumentará o disminuirá su potencia de actuar y generar, a su vez, efectos. Si podemos ser causa adecuada de alguna de esas afecciones, dice Spinoza, la consideraremos una acción y si sólo podemos ser su causa inadecuada o parcial la consideraremos una pasión. La di­ferencia entre acciones y pasiones tiene que ver, entonces, con el grado en que podamos ser, por nosotros mismos, la causa de una afección del cuerpo. Y esa misma diferencia es la que cabe establecer entre obrar y padecer, obramos cuando en nosotros o fuera de nosotros ocurre algo de lo que somos causa adecuada (que puede entenderse clara y distintamente en virtud de nuestra sola naturaleza) y padecemos cuando de eso que ocurre somos sólo causa parcial. Actuamos, por tanto, cuando somos -en vir­tud de nuestra sola naturaleza- causa de algún efecto, de algo que ocurre, y padecemos o estamos sometidos a la fuerza de los afectos en los demás casos. Partes de la naturaleza que somos, sometidas en todo a las leyes de la naturaleza, la consecuencia es clara: “el hombre está sujeto siempre, necesariamente, a las pasiones, y sigue el orden común de la naturaleza, obedeciéndo­lo y acomodándose a él cuanto lo exige la naturaleza de las co­sas” (Ética, IV, prop. 4. cor.).

El hombre está sujeto al orden de la naturaleza y, por ello, también a las pasiones. Y sin embargo, el hombre actúa y de su actuación se siguen efectos. Efectos de los que quizá sea causa adecuada y de los que seguramente será causa inadecuada: dependerá de hasta qué punto tenga la suficiente potencia, de hasta qué punto pueda originarlos por sí mismo. Pero, si la actuación humana sigue en todo el orden de la naturaleza ¿es posible pensarla al margen de la pura pasividad reactiva, al margen del puro determinismo mecánico? ¿Es posible pensar la actividad humana como actuación efectiva? No, desde luego, si el modelo desde el que medimos la actividad es el del libre al-

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bedrío o el del dominio de la mente sobre el cuerpo. No, desde luego, si entendemos las pasiones como impotencia que ofende a la dignidad humana, como mal que una vida moral debiera conjurar. Las pasiones son un determinado modo de ser afecta­do el cuerpo y, en tanto que tales, se siguen de la necesidad de la naturaleza y no hay en ellas nada de negativo. ¿Es posible, en todo caso, no moverse arrastrado por la necesidad de las causas exteriores?¿Es posible un ámbito de actuación en el que el hom­bre no esté constreñido a la más absoluta de las impotencias? Porque lo realmente importante, lo decisivo, es la posibilidad de eliminar la servidumbre o la impotencia: no una supuesta dignidad del alma (pensada como libertad o indeterminación y por encima del orden de lo real) ni el dominio absoluto de las pasiones, sino la potencia del cuerpo (y de la mente, va de su­yo), su capacidad para generar efectos: la capacidad de so­breponerse a las necesidades y de garantizar la supervivencia: poder -poder hacer- más cosas. El hecho es, dice Spinoza, “que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo” {Ética, III. prop. 2, esc.).

Aumentar nuestra potencia: la potencia de nuestro cuerpo, que es también, necesariamente y al mismo tiempo, de nuestra mente (“la idea de todo cuanto aumenta o disminuye, favorece o reprime la potencia de obrar de nuestro cuerpo, a su vez, au­menta o disminuye, favorece o reprime, la potencia de pensar de nuestra mente”; Ética, III, prop. 11) pasando entonces a te­ner una mayor perfección. Y para referirse a esa modificación de la potencia Spinoza introduce unos conceptos que utilizará ampliamente: alegría, dice, es toda pasión por la que el alma pasa a una mayor perfección; tristeza es aquella por la que pasa a una perfección menor; además, estableciendo un hilo de con­tinuidad que no puede pasar inadvertido a quien haya leído la obra de Epicuro, Spinoza aclara que cuando es referido a la vez a la mente y al cuerpo el afecto de alegría se denomina regocijo o placer y el de tristeza se llama melancolía o dolor. La actua-

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ción humana se despliega entonces como un intento de escapar al dolor para lograr el placer. Deseo, pues, de evitar los dolores y búsqueda del placer: persecución de aquellos encuentros -corporales, físicos- que aumenten la potencia del cuerpo, que generen afectos alegres. Una ética materialista: actuamos para satisfacer nuestras necesidades. Una ética de la que quedan excluidos los absolutos (las nociones de Bien y Mal son susti­tuidas -y no es sólo un cambio semántico- por las de bueno y malo) y en la que las pasiones no son entendidas como el pe­ligro a conjurar sino como la materia con la que se teje nuestra vida. Una ética que atiende al despliegue inmanente de nuestra actuación y que muestra la complejidad de lo humano como resultado de su actuación efectiva.

Una ética sin mistificaciones en la que, excluidos los prejui­cios antropocénlrícos y la centralidad temática de supuesto pro­blema del libre albedrío, Spinoza muestra dos vías por las que el hombre acomete la exigencia de aumentar su potencia de actua­ción y, así, liberarse de la servidumbre: una que recorre los ca­minos de la guía de la razón y otra que se detiene a considerar el carácter “pasional” de los afectos; no dos vías que se excluyen sino que confluyen necesariamente.

Decíamos mis arriba que el “mecanismo” de composición de los individuos no puede ser entendido en Spinoza en clave puramente mecánica, que las cosas naturales se relacionan unas con otras y afectan unas a otras según una causalidad que no es meramente lineal y, así, que la totalidad de lo real tiene que ser entendida como una complejidad cuyas regularidades puede conocer el entendimiento pero que no se reduce a regularidades ni se puede pensar como simple efecto: siendo efecto, es también variabilidad y productividad absoluta: de todo cuanto existe se siguen efectos: todo cuanto existe expresa la potencia de lo real (la potencia de Dios) y su existencia, en consideración de su naturaleza misma, tiene ademls (Ética. II, def. 5) una duración indefinida.

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Insertas en la totalidad de lo real, dice Spinoza, las cosas que existen siguen existiendo y actuando mientras alguna causa ex­terior a ellas no las destruya; y esa “perseverancia en el ser” es la primera expresión de su potencia de generar efectos. Nada hay en las cosas singulares en cuya virtud puedan ser destrui­das. y por eso sólo pueden ser destruidas por cosas exteriores: “cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en el ser” (Ética. III, prop. 6). Este conatus -la palabra latina que traducimos como “esfuerzo”- no es la expresión de algún tipo de intención o voluntad pensada al margen del orden de lo real, sino la esencia misma de cada cosa, su carácter productivo o generador de efectos: potentia sive conatus (potencia o es­fuerzo) dice Spinoza. También en el hombre: en él ese esfuerzo se llama voluntad cuando lo referimos a la mente y apetito cuando lo referimos al mismo tiempo a la mente y al cuerpo; apetito... o deseo (porque deseo -señala nuestro autor- es el mismo apetito cuando está acompañado de la conciencia del mismo).

El deseo, pues, es la esencia del hombre: una tendencia a conservar la existencia que se sigue “naturalmente” de nuestra inserción en la totalidad de lo real y que se afirma siempre frente a las causas exteriores que pueden acabar con nuestra vida. Somos, pues, afirmación de nuestro propio ser en resisten­cia frente a las cosas exteriores con las que “chocamos” y que pueden acabar con nosotros; y somos además conscientes tanto de esa precariedad de nuestro existir cuanto de nuestro afán por seguir existiendo. Nuestra vida se despliega siempre, por eso, como una estrategia en cuya virtud intentamos proveemos de todo cuanto pueda aumentar nuestra capacidad de supervivencia y actuación -a lo que llamamos bueno- y apartar cuanto la disminuya -a lo que llamamos nudo-. Y lo hace “naturalmen­te”: una estrategia del conatus (tomo la expresión de Laurent Bove) por la que buscamos siempre, como decía el TTP, el bien propio. Una estrategia que tendrá mayor o menor éxito, que será

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más o menos efectiva, en función de la potencia con la que re­sistamos a la del mundo o consigamos componerla con la nues­tra para aumentarla, pero que, en cualquier caso, se manifestará siempre produciendo efectos que dan forma a nuestro mundo (transformando el mundo físico o articulando relaciones inter­humanas).

En el libro II, Spinoza señalaba que cuando conocemos a par­tir de ideas adecuadas nuestra mente se determina por sí misma. En este mismo sentido, cuando seguimos el sólo dictamen de la razón, la causa de los afectos que nuestra actuación provoca debe ser atribuida a nuestra naturaleza y, desde ese punto de vis­ta, esos afectos no serán pasiones sino acciones.

En la Ética se habla de los afectos que son acciones. Todos ellos, dice Spinoza, remiten a la alegría y al deseo y se ca­racterizan por la fortaleza de la mente que se esfuerza en con­servar su ser por el sólo dictamen de la razón: tienen la ventaja de aumentar siempre nuestra potencia de actuación... aunque sólo fuera porque se formulan a partir del conocimiento del orden de lo real y, así, permiten el cálculo de las causas y efec­tos de las distintas actuaciones. Cuando actuamos según la guía de la razón, efectivamente, buscamos componemos -con cono­cimiento de causa, cabría decir- con aquello que aumenta nues­tra potencia y evitamos lo que la disminuye... y lo hacemos más eficazmente que en ausencia de ese conocimiento (por ejemplo, evitando los venenos y procurándonos alimentos beneficiosos para el cuerpo o, en otro orden de cosas, evitando insolaciones excesivas u otras situaciones de peligro). En la medida en que la mente entiende las cosas como necesarias {Ética, V, prop. 6) tiene un mayor poder sobre los afectos y padece menos por su causa y si, además, se entiende también a sí misma -y no sólo las cosas exteriores-, de manera clara y distinta, en el marco del orden de relaciones que es la totalidad de lo real, puede calcular de la manera más eficaz y alcanzar el mayor grado de perfección

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en el conocimiento de nuestra pertenencia al orden de la totalidad de lo real: en eso se cifraría el amor Dei intellectualis que caracteriza el tercer género de conocimiento, la ciencia in­tuitiva, del que hablaba Spinoza en el libro II y cuya potencia muestra el libro V de esta manera: el goce de la ciencia, po­dríamos decir, que permite la máxima potencia de liberación frente a la servidumbre y que, más allá de esa consideración, Spinoza inserta en una cierta perspectiva de eternidad en tanto que nuestra mente, si la consideramos sin relación a la exis­tencia del cuerpo -eso dice el escolio de la prop. 40 del libro V, pero sabemos que tal posibilidad sólo existe como abstracción o como recurso retórico-, es un modo eterno del pensar y es, en ese sentido, también eterna.

Pero la razón tiene su origen en el mismo esfuerzo por per­severar en el ser al que se aplica el hombre movido por las pa­siones. Ya lo señalaba el libro II al advertir que el proceder de la mente es tan natural y tan legítimo cuando imagina como cuando conoce.

Es posible dirigir las acciones por la sola guía de la razón del mismo modo que el conocimiento racional es posible (y Spinoza sigue pensando ese amor intelectual a Dios como ideal de vida del sabio), pero la mayor paite de las veces los hombres se relacionan con las cosas exteriores en el orden fortuito en el que éstas Ies afectan: sometidos a la facticidad de los encuen­tros y, así, imaginando. Y por eso, el libro III de la Ética, que tiene por objeto explícito tratar “del origen y naturaleza de los afectos”, no se limita a enumerarlos o a ensayar una posible cla­sificación sistemática: el orden de la exposición geométrica, en sus demostraciones, corolarios y escolios, no deja de señalar, en primer lugar, que la mayor parte de los afectos dependen de la manera en que el cuerpo es afectado por los cuerpos exteriores y, además, que esos afectos producen un aumento o dismi­nución de nuestra potencia y que lo hacen induciendo una determinada constitución de la subjetividad humana. Los “en-

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cuentros” que afectan a nuestro cuerpo son motivos por los que nuestra mente produce imágenes e ideas, pero, además y fun­damentalmente, son otros tantos elementos desde los que se construye nuestra subjetividad: no de manera mecánica (porque en el encuentro de un cuerpo exterior con el nuestro se producen efectos que son distintos en función de la naturaleza del cuerpo exterior y, también, de la disposición de nuestro propio cuerpo: las cosas exteriores no afectan a todos por igual ni afectan igualmente en cualquier circunstancia) pero sí de forma efec­tiva. Una subjetividad construida que, además, es subjetividad que genera efectos: desde ella buscaremos lo que imaginamos nos afecta de alegría y pretenderemos alejarnos de cuanto imaginamos nos afecta de tristeza.

Como el hombre es una parte de la naturaleza y como, ade­más. necesariamente, la potencia de la naturaleza es superior a la nuestra, estamos sujetos a las pasiones. Una sujeción que no puede ser evitada y contra la que la misma razón, en tanto que razón, nada puede: no sólo porque el orden de la imaginación sea irreductible ante los razonamientos sino porque un afecto que es causado por la presencia insoslayable de una cosa con la que nos hemos “encontrado” sólo puede ser reprimido o supri­mido por otro “encuentro” que sea contrario y más fuerte que aquél. Sólo si una causa (física, corpórea) provoca en nosotros un afecto mayor, más fuerte y de sentido contrario al que in­ducía nuestra impotencia podremos alcanzar una perfección mayor y aumentar nuestra potencia.

En este punto -y no es casual porque es en la reflexión polí­tica donde Spinoza ha construido esta perspectiva (no en vano se ha dicho que la Ética está construida more político más que more geométricoK en la Ética se produce un retomo a las te­máticas que se abordaron en el TTP.

La “servidumbre” -tal como señala el prefacio del libro IV- consiste en nuestra impotencia para intervenir sobre la fuerza de

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los afectos, de modo que vivimos bajo la jurisdicción de la fortuna y, aún viendo qué es lo mejor, nos sentimos obligados a hacer lo peor. Frente a ella, se trata de conseguir una mayor po­tencia del cuerpo. Encontrar el modo de poder más cosas contra la potencia del mundo exterior: componer nuestro cuerpo con otros cuerpos. Componerlos en sentido estricto: por ejemplo, alimentándonos (a este respecto, Ética, IV, cap. 27) pero tam­bién abandonando la esfera puramente individual en la que la reflexión hasta ahora se venía moviendo, esto es, formando con otros hombres un individuo compuesto: “hay muchas cosas fue­ra de nosotros que nos son útiles y que. por ello, han de ser ape­tecidas. Y entre ellas, las más excelentes son las que concuer- dan por completo con nuestra naturaleza. En efecto: si, por ejemplo, dos individuos que tienen una naturaleza enteramente igual se unen entre sí, componen un individuo doblemente po­tente que cada uno de ellos por separado. Y así, nada es más útil al hombre que el hombre; quiero decir que nada pueden desear los hombres que sea mejor para la conservación de su ser que el concordar en todas las cosas, de suerte que las mentes de todos formen como una sola mente, y sus cuerpos como un solo cuer­po, esforzándose todos a la vez, cuanto puedan, en conservar su ser, y buscando todos a una la común utilidad" (Ética, IV, prop. 18, esc.).

Siguiendo la estrategia del conatus (no, por tanto, porque lo dictamine la razón, sino de manera totalmente “natural”), el hombre busca lo que le es útil... y nada es más útil al hombre que el hombre: nada pueden desear los hombres que sea mejor para aumentar su perfección que componer la fuerza de sus cuerpos y la potencia de sus mentes concordando en todas las cosas (como un sólo cuerpo, como una sola mente) y siendo juntos doblemente potentes. Ningún espacio es más apto para el aumento de la potencia, de ninguna forma puede el hombre ser más libre, que en sociedad. Y por eso los hombres se aplican a construirla y a conservarla.

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En algún momento, el desarrollo de la argumentación de la Ética parece arrastrar a Spinoza a establecer una restricción por la que sólo mediante la guía de la razón llegan los hombres a establecer una sociedad (a fundar, pues, en la racionalidad el origen de la relación social), pero el escolio de la proposición 35 del libro IV excluye esa posibilidad de lectura y reintroduce los presupuestos con los que trabajaba el TTP afirmando nue­vamente la raíz antropológica común de los procedimientos racionales e imaginarios: como lo que no tiene nada en común con nuestra naturaleza no se puede componer con nuestro cuer­po y nos resulta peijudicial (la ingesta de veneno, por ejemplo, a diferencia de los alimentos que sí son compatibles con nuestro cuerpo), para que algo nos resulte bueno (para que algo pueda producir un aumento de nuestra potencia) es preciso que tenga algo en común con nosotros y, como los hombres sujetos a las pasiones y sometidos a unos afectos que no dominan, no sólo son volubles e inconstantes sino que pueden ser contrarios entre sí, la proposición 35 establece que sólo en la medida en que vi­ven bajo la guía de la razón -en la medida en que actúan en vir­tud de las leyes de su naturaleza- los hombres concuerdan entre sí de manera continuada (sólo en la medida en que viven bajo la guía de la razón concuerdan siempre). Pero la razón no es ni una facultad ni un previo de la naturaleza humana: cuanto más busca el hombre su propia utilidad y más se esfuerza en conservarse, cuanto más busca su propio interés, tanto más dotado está para actuar según las leyes de la naturaleza y para vivir racional­mente (Ética, IV, prop. 35, cor. 2). La vía de la razón y la vía de la imaginación, por tanto, confluyen necesariamente como for­mas del mismo esfuerzo por perseverar en el ser... y su di­ferencia en tanto que formas distintas de conocimiento se hace irrelevante a la hora de entender la actuación constituyente de la naturaleza humana. La centralidad del discurso gnoseológico se ha diluido totalmente poniendo en primer plano la reflexión sobre las dinámicas del conatus, y la razón deja de ser entonces

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el punto central en el que se apoya el desarrollo del discurso: pierde los privilegios y la superioridad que tiene en las filosofías que piensan el conocimiento como el ámbito por excelencia de lo humano y deja de entenderse como una facultad fundante. Es el cuerpo el que ocupa ese lugar: su potencia y el esfuerzo por per­severar en el ser en el que consiste su esencia: las dinámicas de la constitución material de la realidad se elevan al primer plano de la dignidad filosófica. La posibilidad del conocimiento racional arranca del aumento de la perfección que se produce en la bús­queda del útil propio, una mayor perfección cuya norma está en la composición con otros cuerpos por la que son posibles las no­ciones comunes: la racionalidad es resultado de esa estrategia del conatus que se procura afectos alegres y sólo es superior a la imaginación en función de su mayor eficacia.

Sucede raramente que los hombres vivan según la guía de la razón y, con todo, difícilmente pueden soportar la vida en sole­dad. Los hombres, para resistir la potencia exterior que puede acabar con su vida, cooperan. Hasta los bárbaros -era la fórmu­la del TTP- cooperan: y forman una sociedad para poder más, para ser libres: “ríanse cuanto quieran los que hacen sátira de las cosas humanas, detéstenlas los teólogos y alaben los melan­cólicos cuanto puedan una vida inculta y agreste, despreciando a los hombres y admirando a las bestias; no por ello dejarán de experimentar que los hombres se procuran con mucha facilidad lo que necesitan mediante la ayuda mutua, y que sólo uniendo sus fuerzas pueden evitar los peligros que los amenazan por to­das partes” (Ética, IV, prop. 35, esc.). Si los hombres fueran sa­bios la vida cooperativa se llevaría a cabo de manera totalmente natural y en ella se combinaría tanto la persecución del útil propio como la del bien común, pues ambos vienen a lo mismo. El bien que apetece para sí el que sigue la virtud, el que obra, vive o conserva su ser bajo la guía de la razón, lo deseará tam­bién para los demás hombres... y pondría en obra su derecho na­tural sin daño alguno para los demás; pero como los hombres

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están sujetos a afectos que superan con mucho la potencia o virtud humana se ven continuamente arrastrados en distintos sentidos y eso les lleva a ser contrarios entre sí a pesar de nece­sitar de la ayuda mutua. Para evitarlo es preciso que cedan su derecho natural y se presten recíprocas garantías (que realicen un pacto, aunque Spinoza no menciona expresamente esa figura en la Ética) de que no harán nada que pueda dar lugar a un daño ajeno. Y para asegurar la continuidad de la sociedad así formada ésta detentará el derecho de dictar leyes y garantizar su cumpli­miento, determinando qué es justo o injusto y estableciendo cuanto sea preciso para garantizar la concordia: tanto para quie­nes son arrastrados por las pasiones (cuya obediencia debe ser garantizada utilizando ios medios más eficaces, el temor y la es­peranza) como para quienes se guían por los dictados de la ra­zón (que obedecerán las leyes sin necesidad de constricción legal porque saben que es lo mejor y lo más útil).

El vulgo, ciertamente, es terrible cuando no tiene miedo; por eso debe ser conducido para que viva según la guía de la razón, esto es, para que sea libre y disfrute de una vida feliz (Ética, IV, prop. 54, esc.), mientras que el sabio se conduce él sólo por esa misma senda. La Ética termina precisamente marcando esta diferencia (Ética, V, prop. 42. esc.): "es evidente cuánto vale el sabio y cuánto más poderoso es que el ignaro, que actúa movi­do sólo por la concupiscencia. Pues el ignorante, aparte de ser zarandeado de muchos modos por las causas exteriores y de no poseer jamás el verdadero contento del ánimo, vive, además, casi inconsciente de sí mismo, de Dios y de las cosas, y, tan pronto como deja de padecer, deja también de ser. El sabio, por el contrario, considerado en cuanto tal, apenas experimenta conmociones del ánimo, sino que, consciente de sí mismo, de Dios y de las cosas con arreglo a una cierta necesidad eterna, nunca deja de ser, sino que posee el verdadero contento del ánimo”.

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¡us sive polentia

Entre el TTP y la última fase de la redacción de la Ética, la fi­losofía de Spinoza se ha encontrado con la centralidad de la cuestión política; no sólo como uno de los campos de reflexión posible sino como el ámbito de reflexión por excelencia. Es cooperando -es en sociedad- donde el hombre puede alcanzar la libertad y vencer la servidumbre, porque el hombre sólo puede limitar la impotencia y llevar una vida feliz (conjurar el dolor y construir el placer y la alegría) articulando con otros hombres la potencia colectiva.

Pese a esta constatación -paradoja sólo para quien quiera soñar un mundo idílico- Spinoza ha vivido y pensado la política como campo de batalla: ante él han pasado los ejércitos conten­dientes y ha visto el dolor y la sangre: no podía ser de otro modo. Los bárbaros que imponen mediaciones a la socialidad y coartan el despliegue de su potencia -sean de los últimos o de los primeros- no son sólo enemigos de la paz y de la libertad sino también de la vida misma; pero de nada sirve enojarse por ello o dejarse arrastrar por la ira -pasión triste que conduce a la impotencia-: es preciso profundizar en el conocimiento de las cosas, conocer la necesidad con la que ocurren y acaso, para otra oportunidad, hacer mejor los cálculos que permitan anular la pulsión de muerte que aquellos propagan y azuzan.

Cuando en 1675 Spinoza dio por cerrada la redacción de la Ética, pensaba aún en publicarla. En junio le anuncia a Olden- burg que está lista para la imprenta y en julio viaja a Amster- dam para ver si la publicación es finalmente posible. Inmediata­mente desiste: se impone la precaución y, también, segura­mente, se calcula la ineficacia de la apuesta. Poca opción queda pura una mirada republicana (Spinoza sabe ya -es indudablc- de la ejecución de van den Enden y del desastre en que ha desembocado su loco plan -quizá la última esperanza, articula­da con intrigas, espionajes y cálculo de la correlación in-

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temacional de fuerzas- para instaurar una república democrática en Bretaña). En julio los tribunales de Holanda condenan for­malmente el TTP (junto al Leviathán y la Filosofía intérprete de la Sagrada Escritura que Meyer publicó anónima en 1667). Só­lo queda el conocimiento: al fin y al cabo otra forma de aumen­tar la potencia propia. Salvo el paréntesis de la carta a Albert Burgh de enero de 1676, de nuevo a vueltas con Descartes, con el espacio y con el rigor de las demostraciones en las cartas que cruza con Tschimhaus; a vueltas también con la racionalidad y la Escritura en las que cruza con Oldenburg. Inicia entonces la redacción del Tratado Político.

Nada tiene de extraño que después de la Ética Spinoza vuelva al campo de la teoría política; que vuelva cuando la cuestión no necesita ya ser planteada desde la urgencia del texto militante: eso, precisamente, permitirá sistematizar el contenido teórico del discurso; también reformular algunos aspectos cuya consis­tencia se ha descubierto precaria por el camino, dependiente, precisamente, de las urgencias de la redacción primera. Señala­remos básicamente dos... en cuya matización se juega buena parte de la precisión teórica que Spinoza busca, porque hay un cierto desajuste entre algunas de las cosas que se han escrito en el TTP y el resultado general al que conducen los desarrollos políticos de la Ética. Es hora de hacer precisiones: una tiene que ver con el tratamiento que Spinoza dio en el TTP -y en parte también en la Ética- al vulgo; y otra apunta en dirección a Hobbes: las dos vienen a confluir sobre el mismo asunto... por­que la necesidad de matización procede del mismo sitio.

En la Ética, decíamos, más claramente que en el TTP (de cuyo impulso se nutre, pero cuyo grado de complejidad teórica su­pera) Spinoza ha rastreado las dinámicas constituyentes de la acción humana y ha venido a descubrir el carácter productivo y estructurante de la subjetividad (de la imaginación): tanto la de aquellos que siguen la guía de la razón como la de quienes son

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movidos por las pasiones. Ese carácter productivo sigue la ruta “natural” del conatus: buscando la cooperación para garantizar la supervivencia. A este respecto, la diferencia entre el sabio y el ig­norante estriba sólo en el modo en que cada uno obedece la nor­ma que exige mantener la sociedad y no hay ninguna superiori­dad (moral ni de ningún tipo) de uno sobre el otro. Ambos forman parte, con los mismos títulos, de la multitud que coopera y une sus fuerzas. Es cierto que la obediencia de quien se mueve por las pasiones exige leyes y sometimiento y es cierto también que los mecanismos privilegiados por los que éste se genera siguen contando con la eficacia de la imaginación (porque el vulgo, voluble e inconsciente por definición, es temible cuando no tiene miedo), pero la insistencia del TTP en el carácter fundamentalmente disgregador de esa “masa" de hombres venía determinada por la forma en que Spinoza la identificaba con las masas seguidoras del calvinismo orangista. Cuando la perspec­tiva teórica se impone al impulso militante esa identificación deja de tener sentido y lo fundamental es la consistencia coo­perativa y generadora de sociedad en la que consiste. En el TP, por eso, Spinoza no hablará ya de vulgo sino de multitud (multitudo) y ésta será presentada desde esa consideración productiva y constituyente.

Por ese mismo carácter necesariamente cooperativo de la multitud y porque en la Ética el modelo de la cooperación es el de la composición que origina un individuo compuesto (como una sola mente, como un solo cuerpo), Spinoza tiene que prestar un cuidado especial al modo en que se piensa la compo­sición y, sobre todo, la composición de potencias que comporta. Precisamente porque el reverso de su concepción política, el Leviathán hobbesiano, ha hecho -mucho más que el De cive- un particular uso de esa misma cuestión: marcándolo desde el dibujo mismo que aparece en la portada de la obra, Hobbes ha entendido la sociedad surgida del pacto como un individuo (ar­tificial: construido por los hombres) que acapara todo el poder

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al que los súbditos han renunciado en el pacto. Decíamos ya que en el TTP se habla de pacto y que en él aparece una cesión de derecho que no comporta renuncia al mismo. En el TP Spinoza radicaliza y da coherencia a su propia concepción haciendo desaparecer la teoría del pacto (no hay en el TP pacto de ningún tipo) y eliminando las referencias a cualquier cesión de dere­chos. En la muy citada carta SO, en 1674, respondiendo a una pregunta de Jelles. Spinoza explícita ya hasta qué punto es cons­ciente de la distancia que en esa cuestión le separa de Hobbes (“en lo que concierne a la política, la diferencia entre Hobbes y yo, por la cual me preguntáis, estriba en que yo siempre conservo incólume el Derecho natural y no pienso que a la Autoridad Política Suprema de ninguna ciudad le corresponda más derecho sobre sus súbditos que el que está en proporción con la potestad por la que aquella supera al súbdito, que es lo que siempre ocurre en el estado Natural”), pero ni en el TTP ni en la Ética ha dejado clara esta cuestión.

La desaparición de la teoría del pacto, tanto como el papel que adquiere la noción de multitud, así, son los principales efectos visibles de una profundización en ese principio articulador de la perspectiva ética que, colocando el conatus en el centro de la re­flexión, permite entender la actuación humana como desarrollo de su inmanencia productiva. Sistematización que parte de una identificación inicial tan decisiva como aquella otra que sinte­tizaba en una fórmula la inmanencia divina (Deus sive natura): si el TTP había hablado del derecho de los individuos y la Ética, desde la centralidad del conatus, había recorrido los avatares de la potencia, el TP unifica ambas perspectivas productivas identificando conceptualmentc -algo que ya estaba hecho en la práctica- la potencia con el derecho (ius sive potentiá). Y esa precisión conceptual elimina algunas de las líneas de fuga que en el TTP acercan todavía a Spinoza a las posiciones de un cierto liberalismo político, sobre todo, las que insisten en pensar

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la dirección del Estado como pura racionalidad (técnica) afirmada como instrumento de control de dinámicas pasionales -o de fuerza- que se despliegan “en otro sitio”.

El TP se inicia con una explícita profesión de maquiavelismo: igual que hiciera el florentino en El príncipe, se trata de analizar, dice Spinoza, cómo funcionan los Estados... a fin de establecer cómo se debe organizar una sociedad en la que el gobierno es monárquico o aristocrático para que “no decline en tiranía y se mantengan incólumes la paz y la libertad de los ciudadanos”: estudiando los afectos a los que están sometidos los hombres con absoluta libertad de espíritu, procurando “no ridiculizar ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino entenderlas” y teniendo en cuenta los procedimientos por los que se puede gobernar a una multitud que -salvo en los sueños de los poelas- nunca vivirá según el mandato exclusivo de la razón.

Sin que la razón sea para ello determinante, los hombres se unen y forman una sociedad, de manera que las causas de la existencia del Estado no deben buscarse fuera de la condición común de los hombres. Ni sus causas, ni sus fundamentos: si una lectura superficial del TTP podría aún autorizar una inter­pretación “racionalista" del derecho (por cuanto el pacto, al fin y al cabo, establecía la obligatoriedad de la actuación racional de las supremas potestades)... hacer explícito este principio ex­cluye definitivamente esa posibilidad interpretativa: no hay nin­gún fundamento legitimador de la actuación de los gobernantes sino que ésta (TP, cap. 4, I) “viene determinada por su poder”.

En el TTP y la Ética se habían realizado ya exposiciones en esta línea, pero aún se conservaba (en eso venía a consistir el pacto) la referencia explícita a la racionalidad como norma “pactada” para la actuación de las supremas potestades; la ex- plicitación del principio introduce una nueva distancia con aquellos textos (a los que Spinoza, sin embargo, remite explíci­tamente como a su fuente) que elimina -con el pacto- un resto

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de sublimación de la actividad política: se decía allí que quienes detentan el poder no deben ordenar cosas absurdas para no provocar la discordia y la disgregación; ahora, la cuestión será averiguar cómo deben actuar los gobernantes... tanto si se guían por la razón como por la pasión, porque, tanto en uno como en otro caso, lo fundamental es evitar que se sientan (ellos, no los súbditos) “inducidos a ser desleales o actuar de mala fe”. Allí donde se trataba de controlar a la multitud se trata ahora de controlar a los gobernantes.

Apoyándose explícitamente en la constancia del conatus, Spi- noza recorre el proceso “natural” por el que los hombres aco­meten el aumento de su potencia: nadie puede dudar que “el hombre, como los demás individuos, se esfuerza cuanto puede en conservar su ser” (TP, cap. 2, 7): como los demás individuos, porque nada le diferencia del resto; enfrentándose, como el resto, a la impotencia y, como el resto, intentando aumentar su potencia de actuación en la medida de lo posible. Los hombres lo consiguen sólo cooperando, de manera que sin la ayuda mu­tua, los hombres apenas pueden sustentar su vida y cultivar su mente (TP, cap. 2, 1S) y, por eso -no porque la razón lo aconse­je o determine y aunque los hombres sean bárbaros que se ven arrastrados por las pasiones- forman una sociedad.

Si dos individuos se ponen de acuerdo y unen sus fuerzas tie­nen más poder y más derecho sobre la naturaleza que cada uno de ellos por sí solo; y cuantos más sean los que así estrechen sus vínculos, tanto más derecho tendrán todos unidos.

El surgimiento de la sociedad sigue, así, como en el TTP y en la Ética, el procedimiento de la composición de fuerzas a partir de la cooperación y la ayuda mutua. Llegados a este punto de la ar­gumentación, los escritos anteriores de Spinoza introducían la ne­cesidad del pacto para garantizar la continuidad de la sociedad y, sin embargo, el TP modifica aquí la dirección de la reflexión y, tras señalar que los hombres pueden ser enemigos entre sí cuan­do están sometidos a las pasiones, se pregunta cuándo un indi-

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viduo es autónomo y cuando, por contra, es oprimido por otro. Las dinámicas de la composición de fuerzas no son, por tanto, só­lo las de la cooperación: se produce también cuando uno se apro­pia de las fuerzas de los otros y, así, hay también “ayuda mutua” cuando esa “colaboración” se produce inducida por la fuerza. El poder de todos los individuos que componen la multitud dirigida “como por una mente” (TP, cap. 2.16) es, en ese caso, poseído por quien detenta la suprema potestad.

No sólo desaparece, entonces, la tematización del pacto, sino que es sustituido por una reflexión muy diferente según la cual las dinámicas de la agrupación están atravesadas por rela­ciones de poder y esas relaciones de poder se conservan en la forma institucional que cada sociedad adopta. Así, el poder del Estado es el poder mismo de la multitud (“el derecho de la sociedad se determina por el poder de la multitud que se rige como por una sola mente", TP, cap. 3, 7) porque es la suma del poder de todos los individuos que la componen, pero ese poder no es cedido post-pactum a las supremas potestades sino que éstas lo detentan desde el momento mismo en que la coo­peración se produce en función de una correlación de fuerzas en la que unos poseen el poder de otros y, así, los mantienen oprimidos.

En el TTP, el tránsito de la potestad suprema de la sociedad a la forma institucional en la que es ejercido por las supremas po­testades no era explicado: el “pacto” servía como “legitimación” de una institucionalización política de la cooperación social sin que cupiera la pregunta por la forma que la institucionalización adopta. Sea “uno, varios o todos”, decía Spinoza entonces, quien detenta la suprema potestad, las supremas potestades deben actuar racionalmente. La organización democrática era pre­ferible al resto porque garantiza la mayor racionalidad y porque recoge más exactamente la propia articulación de la multitud. En el TP, sin embargo, la democracia es también preferible... pero porque en ella no se dan relaciones de dominio en el seno

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de la multitud misma: el poder del Estado se define por el poder de la multitud, pero sólo es una democracia si quien se encarga de los asuntos públicos lo hace “por unánime acuerdo” (TP, cap. 2, 17), esto es, si es “un Consejo que está formado por toda la multitud”.

En el TP, por eso, la desaparición del pacto y de la cesión de poder como origen de la institucionalización no es un simple cambio terminológico sino el síntoma de una mirada diferente a la realidad social: cuando la mirada militante (contra la revuelta conjunta de los calvinistas y la casa de Orange) es sustituida por la mirada explicativa, Spinoza descubre -más allá del carácter productivo de la imaginación- el carácter conflictual de la coo­peración que articula las relaciones humanas. La carta 50 a la que aludíamos más arriba, de alguna manera, lo señalaba ya cla­ramente: en ella no sólo se afirma que en la sociedad los in­dividuos no renuncian a su derecho natural sino también, de forma explícita, que el derecho de las supremas potestades a gobernar la sociedad está en proporción con la potestad por la que supera al súbdito... como siempre ocurre en el estado de Na­turaleza”.

La “física social” de la composición de individuos no es, en­tonces, una física de la composición de fuerzas iguales. La constitución del individuo compuesto en la que consiste la so­ciedad no es la unión amigable de individuos iguales en poder (o en derecho) sino la articulación de las fuerzas de individuos que “chocan", que, en el espacio de la impotencia, “se encuen­tran” (y no de cualquier modo) con la naturaleza, con las cosas exteriores y con otros individuos. Para que una sociedad so­breviva es preciso -sigue siéndolo- que las supremas potesta­des eliminen las causas de la disgregación y, también, que no dilapiden su “autoridad” haciendo cosas absurdas que podrían provocar la indignación, la ira y la revuelta, pero no ya porque de ello dependa la continuidad del lazo social sino porque lo que está en juego es la conservación de la forma institucional

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que la sociedad tiene en cada momento o. lo que es lo mismo, de la relación de poder que la hacer tener la forma insti­tucional que tiene: una sociedad en la que sólo el temor impi­de a los súbditos tomar las armas no es una sociedad en paz sino en estado de guerra; una sociedad cuya paz depende sólo de la inercia de unos súbditos que se comportan como ganado “merece más bien el nombre de soledad que de sociedad” (77*. cap. 5. 4). Y esta consideración hace también que no quepa, sin más, hablar de “multitud” sin determinación al­guna: la multitud tiene siempre alguna determinación en cuya función será una u otra cosa. Hay multitudes libres, y hay también multitudes sojuzgadas: una multitud libre se guía más por la esperanza que por el miedo, mientras que una multitud sojuzgada se guía más por el miedo que por la esperanza. Aquélla, en efecto, procura cultivar la vida, ésta, en cambio, evitar simplemente la muerte; aquélla, repito, procura vivir para sí, mientras que ésta es, por fuerza, del vencedor” (TP, cap. 5, 6).

Como hiciera Maquiavelo, también Spinoza decide analizar cuáles son las características de los distintos tipos de Estado y qué mecanismo utilizan para sobrevivir eficazmente. Así, los capítulos 6 y 7 del TP están dedicados a analizar lo que sucede en la monarquía y los capítulos 8, 9 y 10 lo que sucede en la aristocracia. El capítulo 11 inicia el análisis de la democracia y Spinoza, aunque reconoce que hay distintas formas posibles de Estado democrático, deja escrito que va a hablar de aquél en el que “absolutamente todos los que están sometidos sólo a las leyes de la patria y, además, son autónomos y viven honra­damente, tienen derecho a votar en el Consejo Supremo y a desempeñar cargos en el Estado” (TP, cap. 11,3).

Pocas líneas más adelante (y los amantes de Spinoza agradecerían que se las hubiera ahorrado) el texto termina in­concluso.

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Spinoza murió el 21 de febrero de 1677 y, por eso, el TP es una obra inacabada: el resto (el análisis de la democracia, de la manera de establecerla y conservarla) falta. Reliqua desiderantur.

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5. A modo de cierre: un pensamiento contra la servidumbre

Si toda filosofía se afirma como una determinada manera de mirar el mundo y de intervenir en él, la de Spinoza lo hace de manera plenamente consciente. Hasta el último momento: antes de morir había dejado previsto el modo en que sus escritos debían hacerse llegar a manos de Jan Rieuwertsz para su publi­cación, y antes de finalizar el año estaba ya publicada su Opera posthuma. Desde que viera la luz, no ha dejado de producir escándalo... y, también, en sentido contrario, de generar alegría.

La filosofía de Spinoza está escrita, toda ella, en clave po­lítica: se trata de una reflexión que se afirma contra la necesidad de la servidumbre y que busca una liberación posible y factible: como cooperación que construye la libertad. La filosofía de Spinoza es también, por eso, reflexión sobre los efectos de la actuación y del discurso y escritura atenta a sus efectos (poli-ti­cos): una escritura que se hace posicionamiento. Posicionamien- to político y posicionamiento teórico: en el campo de batalla de la filosofía; reconociendo la naturaleza “impura” o, si se quiere, “corpórea” de todo filosofar.

Desde sus primeros textos, pensados como intervención en la disputa anticonfesional, pasando por los desarrollos metafísicos y cognoscitivos que se ensayan en los PPC, en el TRE o en las distintas fases de la redacción de la Ética como afirmación de inmanencia y como crítica de la mistificación que introduce me­diaciones en el ser o en el conocimiento (y de ahí la importancia que adquiere en su obra la crítica al cartesianismo y la apuesta por la capacidad explicativa de una ciencia que no precisa de

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más fundamentación que su propia práctica), por la defensa de la libertad de investigación, de interpretación y de palabra que hace explícita en el TTP o por esa opción que en los textos políticos aborda una explicación de la actividad humana que rompe con los absolutos morales y con las legitimaciones -religiosas o laicas- de esa estructuración de lo político que fundamenta el orden de la obediencia (y en ese sentido el mantenimiento del derecho natural despojado de toda carga teológica y la crítica de los supuestos que articulan la mistificación hobbesiana del liberalismo suponen la reivindicación liberadora y democrática de la cooperación libre)... los resultados a los que llega la fi­losofía de Spinoza -recorriendo todos los campos de batalla que constituyen el terreno filosófico del XVII-, todos ellos, son otras tantas exigencias de liberación; un pensamiento que se afirma contra la servidumbre: contra la servidumbre de la naturaleza humana -sujeta a las pasiones o, lo que viene a ser lo mismo, precaria ante la consistencia del mundo- y, también, contra la servidumbre política.

La de Spinoza es una reflexión consciente de no moverse en el terreno “puro” de la “pura” teoría, consciente de la consis­tencia terrenal -política- de toda teoría y de todo conocimiento. Consciente también de la consistencia política -terrenal- de toda posición filosófica. La potencia de su discurso deriva pre­cisamente del modo en que toma pié en esa evidencia y, desde ella, construye una discursividad cuya tensión hacia la libertad (libertad real; con una consistencia ontológica y política) muy difícilmente puede ser pasada por alto: de ahí que sus críticos sólo pudieran pensar el spinozismo como monstruosidad y que lo identificaran como la mayor y más perversa forma de ateís­mo. De ahí también, quizá, paradójicamente, que incluso entre esos críticos se extendiera inmediatamente la imagen del “ateo virtuoso” para referirse a Spinoza: una forma de conjurar la po­tencia subversiva de su pensamiento insistiendo en la afabilidad personal del personaje y cargando la interpretación sobre su

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afirmación del necesario respeto a las leyes (una afirmación que, sacada de contexto, algunos quieren hacer valer para presentarle -aún hoy- como un profeta de la resignación y de la obediencia).

A pesar de una tradición interpretativa que entre el XVIII y el XX se empeñó en anular la consistencia terrenal y política de su pensamiento (discutiendo sus tesis como si fueran sólo tesis fi­losóficas -tesis metafísicas o gnoseológicas- y, en la interpreta­ción, convirtiendo a Spinoza en un místico de la fatalidad, pro­motor de un amor Dei intelectualis entendido como despreocu­pación por lo mundano, defensor de un deísmo difuso, de una espiritualidad difusa o de un difuso panteísmo), a pesar de los intentos de recuperación de su obra desplegados en clave meta­física o incluso en clave religiosa, basta una lectura que tenga en cuenta los asuntos a los que Spinoza se enfrenta cuando escribe (en lugar de leer en él una supuesta eternidad de las cuestiones filosóficas) para darse de bruces con un pensamiento levantado contra las mistificaciones del pensar y articulado como ma­quinaria para la liberación. Una filosofía que se apoya en el co­nocimiento y que sin abandonar la inmanencia ontológica y ex­plicativa piensa el mundo y la actuación desde una apuesta polí­tica y ética por la potencia individual y colectiva.

Un pensamiento en defensa de la libertad y contra la servi­dumbre. Un pensamiento contra los absolutos, que proclama el carácter constituyente del deseo de liberación y que se nie­ga a pensar la necesidad de la renuncia. Una filosofía que se inserta en esa corriente maldita del pensamiento que articula materialismo y rebeldía y que entronca, tanto en la crítica co­mo en la prospectiva, con las tradiciones inconformistas y re­volucionarias (poniendo en valor la potencia del conocimien­to efectivo -sin contarse cuentos- y poniéndolo al servicio de un proyecto de transformación del mundo) contrarias a la ete­rnización del orden y la gobernanza de la barbarie. Una apuesta contra la naturalización de la impotencia y contra la sumisión.

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En este sentido es sintomático el interés que la obra de Spi­noza ha despertado en aquellas reflexiones que (particularmente en las últimas décadas) han insistido en la naturaleza conflictual de las relaciones sociales y que han querido entender los me­canismos por los que se garantiza la explotación y por los que puede construirse la alternativa.

Spinoza, es cierto, no ha teorizado las dinámicas sociales a partir del enfrentamiento de clases, ni ha pensado propiamente el capitalismo, ni ha escrito sobre la consistencia biopolítica del dominio, ni ha entendido el universo humano desde la perspec­tiva de la globalización, ni ha pensado la prioridad de la igual­dad (en ese sentido no podemos dejar de señalar esos párrafos Anales del TP (cap. 11, 3 y 4) que explicitan una vergonzosa consideración despectiva de las mujeres), pero en su obra en­contramos con qué pensar -y cómo hacerlo- la crítica de todas las mistificaciones y la alegría creadora de la libertad. En esto, difícilmente podrá encontrarse un pensamiento que sea equipa­rable al suyo (y no sólo en el XVII): potente incluso para pensar los límites y las mistificaciones del pensamiento revolucionario de los siglos posteriores.

La muerte de Spinoza, como hemos señalado, dejó inconcluso el TP precisamente en el punto en que se iba a iniciar la temati- zación de la democracia. El resto falta. Pero eso puede también leerse como una incitación.

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Selección bibliográfica(para una lectura contemporánea de Spinoza)

1. Obras: ediciones clásicas

Benedictos de Spinoza Opera quotquot repena sunt, ed. Van Vloten-J. P. N. Land, (2 vols.) La Haya, Nijhoff, 1882-1883.

Spinoza Opera, transcríp. Cari Gebhardl. (4 vols., aunque hay otro pos­terior) Heidelbcrg, Cari Winters, 1924.

Adiciones castellanas

Tratado breve (traducción de Atilano Domínguez), Madrid, Alianza, 1990.

Tratado de la reforma del entendimiento: Principios de filosofía de Des­canes: Pensamientos Metafísicas (traducción Atilano Domínguez), Madrid, Alianza, 1988.

Ética (traducción de Vidal Pefta), Madrid. Editora Nacional, 1984 (posteriormente editada en Alianza)

Tratado teológico-político (traducción de Atilano Domínguez), Ma­drid. Alianza. 1986.

Tratado político (traducción de Atilano Domínguez), Madrid, Alian­za, 1986.

Correspondencia completa (traducción de Juan Domingo Sánchez Es- top), Madrid, Hiperión, 1988.

Compendio de gramática hebrea (traducción de Guadalupe González), Madrid, Trotta, 2005.

2. Textos auxiliares

Domínguez, Atilano. Biografías de Spinoza. Madrid. Alianza, 1995

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(Atilano Domínguez ha publicado también vanos ensayos sobre bi­bliografía hispanoamericana sobre Spinoza).

Giancotti Boscherini, Emilia. Lexicón Spinozanum (2 vols). La Haya, Nijhoff, 1970.

Gueret, M (et al.). Spinoza: Ethica. Concordances, índex, lisies de fré- quences, tables comparatives, Louvain-la-neuve. Cetedoc, 1977.

Meinsma, K.O. Spinoza et son cercle (trad. francesa), París, Vrin, 1983.

3. Estudios

Balibar, Etienne. Spinoza et la politique, París, PUF, 198S.Bertrand. Michéle. Spinoza et l'imaginaire, París, PUF, 1983.Bodei, Remo. Geometría deile passioni, Milán, Feltrinelli, 1991.Bove, Laurent. La stratégie du conatus, París. Vrin, 1996 (próxima pu­

blicación castellana en Tierradenadie ediciones).Cremaschi, S. L'automa spirituale. La teoría della mente e delle

passioni in Spinoza, Mápoles, ESI. 1981.Cristofolini, Paolo. La scienza intuitiva di Spinoza, Nápoles, Morano,

1987.Chaui, Marilena. Política en Spinoza, Buenos Aires, Gorla, 2004.Deleuze, Gilíes. Spinoza y el problema de ¡a expresión, Barcelona, El

Aleph, 1996.— Spinoza: filosofía práctica, Barcelona, Tusquets, 2001.Fernández, Eugenio, de la Cámara, M’ Luisa. El gobierno de los

afectos en Baruj Spinoza, Madrid, Trotta, 2007.Galcerán Huguet, Montserrat (ed.). Spinoza contemporáneo. Ciempo-

zuelos, Tierradenadie ediciones, 2008.García del Campo, Juan Pedro. El individuo compuesto en la filosofía

política de Spinoza, Madrid, UCM, 1992.Kaminsky, Gregorio. La política de las pasiones, Buenos Aires,

Gedisa, 1990.Macherey, Pierre. Hegel ou Spinoza, París, Maspero, 1979.Malheron, Alexandre. Individu et communauté chez Spinoza, París,

Minuit, 1969.— Le Christ et la salut des ignorants chez Spinoza, París, Aubier-Mon-

taigne, 1971.

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Montag, Warren. Cuerpos, masas, poder. Spinoza y sus contemporá­neos. Ciempozuelos, Tierradenadie ediciones, 2005.

Moreau, Pierre-Frangois. Spinoza, París, Seuil, 1975.— Spinoza: l’expérience et l ’étemité, París, PUF, 1994.Morfino, Vittorio. Suhstantia sive Organismus, Milán Guerini e

associatti, 1997.— Incursioni spinoziste, Milán. 2002.Negri,, Antonio. La anomalía salvaje, Barcelona. Anthropos, 2004.— Spinoza subversivo, Madrid. Akal, 2000.Peña García, Vidal. El materialismo de Spinoza, Madrid, Revista de

Occidente, 1974.Préposiet, Jean. Spinoza et la liberté des hommes, París, Gallimard, 1967.Tatián. Diego. La cautela del salvaje, Buenos Aires, Adriana Hidalgo

editora, 2001.Tosel, André. Spinoza et le crépuscule de la servitude, París. Aubier,

1984.— Du matérialisme de Spinoza, París, Rimé, 1994.Zac, Sylvain. Spinoza et l ’interprétation de l ’Écriture, París, PUF,

1965.

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índice

Introducción 9

1. Campos de batalla 13

- Lo que constituye la Comunidad 15- Reforma (religiosa) y revuelta (política) 19- Soberanía y derecho 29- El otro frente: el conocimiento 37

2. De Baruch a Benedictus. Spinoza “el maldito’' 31

- La República de las Provincias Unidas 51- Ortodoxia y disidencia: el maldito y su círculo 62- Dios y el hombre: primeros escritos 78

3. El conocimiento y la metafísica 90

- Romper con Descartes 90- Reconstruir el discurso: una Etica 105- El origen de las ideas y el conocimiento 119

4. Defender la libertad. Pensar desde la inmanencia 133

- Lo teológico-político y la herencia de Maquiavelo 135- Libertad y potencia. El córtalas 158- Ius sive potentia 177

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5. A modo de cierre: un pensamiento contra la servidumbre 188

Selección bibliográfica 193(para una lectura contemporánea de Spinoza)

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