Franco de vita vuelve en primera fila:wm

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FRANCO DE VITA VUELVE EN PRIMERA FILA. Por Willy Mckey Para Alegría Music.

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ENSAYOS DESDE UNA PRIMERA FILA

Por Willy Mckey. Para Alegría Music Siempre se llega tarde a las canciones ajenas. La única manera de ser puntual con ellas es apropiándoselas. A la una de la tarde Franco De Vita se instala en el estudio en Polanco e inicia una cadena de ensayos que descubre una singularidad nueva dentro de cada canción elegida. Sus cómplices sonoros van llegando puntuales y uno a uno desde que termina esa convención universal que es la hora del almuerzo. Un piano está en medio de todo. Los pianos llenan los espacios de una manera tan propia que cualquier otro objeto se siente incómodo. Y aquí no somos más que otro objeto donde la música rebota. La acústica milimétricamente ambicionada del estudio se mezcla con la libertad necesaria para sobrevivir a un ensayo tras otro. Y otro. Y otro.

 

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Axel, el sostenido. Esas ganas de llegar a tiempo se notan en la emoción que siente Axel quien, ya terminada su canción, ocupa el banco frente al piano y le muestra a De Vita unos versos que hasta hace algunos días también eran desconocidos para él. Suena el piano y aparece un dilema: preferir ser las alas de una mujer o clavos en su pared, por ejemplo. Y entonces sucede: la combinación logra que De Vita oiga algo nuevo. No debe ser sencillo que el dueño de “No hay cielo” o “Somos tres” se sorprenda. Además, es algo que sólo puede acontecer con sinceridad: la acústica del lugar es tan buena que cualquier ejercicio de simulación habría quedado en evidencia. El poeta español Antonio Gamoneda dice que la poesía tiene la obligación de hacer que palabras que jamás habrían podido conocerse en medio de la mezquindad de nuestra habla cotidiana se consigan, se toquen, que hagan juntas algo que nunca hayamos visto. Y la canción es mucho más que la rima como gimnasia terapéutica, más que ritmo y artificio. La canción es un género poético, de modo que la buena canción es siempre una posibilidad de asombro. Ambos se pasean por las letras ajenas. Hacen memoria. Se recuentan. Hay algo que traspasa ese vidrio que los convierte en peces tropicales. Quizás sea la nostalgia, que suele aparecer primero en la memoria y mientras los demás creen que seguimos allí. En un ejercicio renacentista, la canción –como la escultura- está en dos lugares antes de que se deje escuchar: en la cabeza del autor y dentro del bloque de piedra que debe ser tallado. No es primera vez que aparece la imagen, pero si viene a cuento es porque resulta: la canción es un ejercicio escultórico. La letra se talla, su forma aparece a partir de aquello que se le va quitando. Y mientras más cerca se está del final, más peligroso es el cincel y más determinante el pulso. Es lo que ha estado haciendo Franco De Vita durante años. Es lo que ahora convoca a estos monstruos en torno a su jardín escultórico, ese lugar donde las reglas del museo han sido abolidas y el propio artista te dice: “Tócalas, halas tuyas. Es lo que quiero. Mi arte es para eso: aquí se vale”.

 

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Gloria, la bemol. Los huracanes, en la distancia, también devienen paisaje, dibujo. Gloria Trevi entra al estudio a bordo de unas botas negras que la despegan del suelo, pero sin alejarla de nadie. El cansancio de una agenda puede afectar el aire. Incluso el de los ciclones. Hoy esa altura de las plataformas la cuida: algo está afectado en su ritmo y resulta conmovedor. Mientras tanto, De Vita empieza a perseguir una canción delante de todos. El proceso del cantautor es intenso. Se muda del papel y sus tachaduras a la experiencia, así que esa hoja rayada ya no es la letra de una canción: ha sido suplantada por una hoja de ruta. Gloria lo sigue. Pero ese ciclón que nos habían anunciado por la tele seguía sin aparecer. De Vita la vio venir antes que todos: en lugar de ensayar con la pista, hace un primer conjuro y el piano vuelve a aparecer. La palabra poética proviene del conjuro. Y la magia proviene de la necesidad del hombre por sentir que puede modificar el mundo. Pone su voz los gestos de La Trevi, sus inflexiones, su maravilla. Franco De Vita busca a Gloria Trevi dentro de ella misma y lo consigue. No conozco otra manera de hablar de un milagro sino desde el testimonio: juro que las botas empezaron a disolverse delante de todos los presentes, quienes sin saber cómo ya estaban viendo a La Trevi descalza y suya. Se fue curada, llevándose puesta una bonita canción triste entre el pecho y el abrigo que la protegía de un frío que no llegó este lunes. Las botas sobraban. Gloria se fue levitando. Los cantautores son animales que nacen salvajes, crudos. Se hacen a sí mismos en una especie de downtown de la canción donde nadie trabaja por encargo. Son los duros, los que no necesitan al resto del gang, los completos. Pero allí dentro hay un músico, un cantante, un escritor. Todos se necesitan tanto. Tanto. Una melodía sola y perfecta puede convertirse en un monstruo para el escritor si no logra habitarla, mientras que una letra venida de otra mano puede hacer que el cantante sospeche de sí mismo. Pero como en todo cuento barriobajero, en el downtown la experiencia común y la memoria son las verdaderas armas. Hay en los cantautores el miedo constante de perderse allá adentro, pero recordarse en el otro siempre salva. Siempre. Victor Manuelle, el fajador. Antes de entrar al estudio, le prometen que saldremos de esto rápido y él casi les ruega lo contrario. Está cansado y se le nota, “pero si dejamos que lo que más gozamos hacer dure poco, entonces no vale la pena”. Victor Manuelle llega con el sol puesto, hablando de Veracruz y su festival, de la canción como una casa, como un lugar que debe habitarse bien, llenarse. Reflexiona, evalúa, repasa y pone al tanto al grupo de lo que pasa con la salsa, lo que necesita, lo que él quiere darle. Durante el improvisado seminario sobre música caribe, pasa uno de los autobuses turísticos de dos pisos que con puntualidad británica recorren Ciudad de México y sus pasajeros tienen, sin saberlo, la oportunidad de ver la escena menos mexicana de su tour típico: un sonero puertorriqueño, un cantautor español, un productor estadounidense, un editor audiovisual italiano y un músico cubano hablan de una versión hecha por un nuevo dueto colombiano mientras terminan con el humo de la tertulia mientras Franco de Vita, el extranjero, prepara un concierto. Apenas llega al estudio, el piano empieza a demandar otros asuntos. Entran a grabar y la verdad es que al soneo de Víctor le hubiera bastado con una sola toma. Pero el hombre es un fajador: el tipo está enamorado de la canción. No sólo de la música: de la canción, del género.

 

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De Vita lo nota. Es parte de saber escoger los cómplices. Se sale del estudio y los deja solos. El sonerito se queda con ella, escuchándola, haciéndola sentir bonita. Y lo hace. Es un Caribe. Aquello que en “la industria” llamaban crossover siempre se pareció más a un apetito que a una meta. Quien canta está diciendo y quien dice quiere ser escuchado. Y es inevitable que quien ha sido escuchado quiera llevar su voz más lejos. Siempre. Pero basta con oír a los productores, a los ingenieros de sonido, a la gente de radio: todo confirma que, en los terrenos del pop, aquel mito del lenguaje universal de la música puede sorprender a más de uno por relativo. Así como en la tauromaquia se dice que “de toros no saben ni las vacas”, del público lo único que se sabe es que no se equivoca. Lo bueno es que, a pesar de los espejismos y las supuestas fórmulas, todavía existen trincheras en las que predominan el Keeling y el instinto como argumentos poderosos. Esta esquina de Polanco, Ciudad de México, es una. Y también es una prolongación del aeropuerto Internacional Benito Juárez, donde los convocados vienen a cantar con alguien que parece haber logrado algo… algo, una cosa sin nombre, pero muy parecida a la habilidad para saber que hacer una carrera musical no se trata simplemente de satisfacer un apetito.

 

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Gian Marco, el zen. Somos occidentales: Japón siempre va a sonar lejos. Incluso para un cantautor peruano que con trece años llegó a cantar en un país llamado Venezuela, cuando algunos locales dejaban sonar a una banda llamada Icaro. Y Gian Marco acaba de estar en Japón. Debe ser por eso que llega con una calma que escode su afinación poderosa. También es un bonito contraste. Mientras dentro de la cabina se escucha la resonancia de los metales y se come chocolate venezolano, afuera él está convertido en relator de la tribu: describe a sus colegas y camaradas cómo es el público y la maravilla de los teatros que conoció con una paciencia zen que no necesita preguntas para dar respuestas. Los viajes largos permiten poner las cosas en su lugar y darles la palabra precisa. La canción que lo trae hasta Franco De Vita nunca ha sido grabada por su autor, pero fue un éxito continental. Sin embargo, desde la primera nota se distancian hacia una deriva natural y nueva que aparece sólo para ser reconocida por quien sabe cómo esta hecha y cuanto más es capaz de dar. Es otro viaje largo. Esto de hoy no se trata de versiona. No son simples covers de canciones que todos van a reconocer y traerán el éxito como va el agua a los molinos: es una suerte de recreación compartida, las ganas de ver qué puede hacerse con una canción que encuentra a su dueño con ganas de algo nuevo y el talento para alcanzarlo con la complicidad de un amigo. Es Gian Marco el primero que le pregunta si está cansado: “No. No todavía. Eso que hiciste ahora me gusta, ¡pero te estás aprovechando para cantar más que yo! Miren, ¿no tenemos que ir a ver cómo está quedando aquello? Vamos a vernos con Carlitos allá, mejor… ¿no?” De Vita se refiere al montaje del escenario para el concierto en Estudios Churubusco, en Coyoacán. A diecisiete minutos en carro: eso que aquí llaman cerca. Ya son más de las nueve de la noche. No está cansado. No todavía El Autor. El cantante escucha al músico mientras el escritor se aventura a alargar una vocal para replantear la métrica. Pero esta Sonorísima Trinidad no sólo opera dentro de la canción: en el espectáculo también es preciso dejar que todas las miradas posibles sumen. Sólo existe una distancia que permite construir una poética: se debe estar cerca… muy cerca. Franco De Vita llega a Churubusco y se encuentra con la banda que ha tenido en la cabeza durante estas ocho horas en las que ha estado negociándose las voces. Se monta la banda y todo fluye. Llegó el hombre.

 

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Carlos Rivera, el atento. Esta noche, las sillas del Foro 2 de los Estudios Churubusco todavía son una referencia vacía, pero en la quinta silla de la séptima fila del ala derecha de Franco De Vita —quien ya manda en la tarima, acoplando a la banda y poniéndose a gusto— está el muchacho que ganara un reality show tiempo atrás. Lo observa. Está atento al acople. Ni siquiera conversa con la persona que lo acompaña. Sólo lo interrumpen (o creen interrumpirlo) los productores, quienes un par de veces le dicen que pronto le tocará ensayar. Pero Carlos Rivera sólo mira a Franco De Vita desde adentro. O desde años más adelante. Sólo él sabe. Dos taburetes altos se ponen en el medio de todo y, apenas el director de escena menciona su nombre, Carlos pega un salto y llega hasta el micrófono que le extienden. No se escucha, pero no se detiene: está cantando con Franco De Vita y un asunto técnico siempre será pasajero durante un ensayo. La experiencia, en cambio, no lo es. Por eso hay tanta gente haciendo cosas detrás de estas sillas: por una experiencia que promete y que para verse cumplida debe estar completa. Carlos termina y, mientras De Vita y la banda siguen ensayando los temas que cantará en solitario, los que estuvieron en el estudio comparten los hallazgos del día. Pero, al mismo tiempo que empieza a sonar la bandola de Saúl Vera como una buena noticia del presente, pasan a hablar sobre el día anterior: hacen un inventario de la sorpresa grata de la española Vanesa Martín y la versión de los colombianos Gusi y Beto, hasta que llega el momento de oír los nombres de la gente de uno, con la emoción que da que sea un acento ajeno el que los nombre: lo bien que sonaron los muchachos de San Luis, el vozarrón de la pequeña Vielka Prieto en la fulía, lo bonita que estuvo la sesión con Rafael “Pollo” Brito… También se llega tarde a los relatos ajenos. La única manera de ser puntual con ellos es robándoselos. En eso que esconden los cuatro minutos que el mundo decidió convertir en la talla de una canción hay mucha gente involucrada, pero alguien debe imaginar esos cuatro minutos a solas. Delante de la primera fila de un concierto, mucho más cerca de la tarima, está la mirada de un hacedor de canciones que ya había imaginado esto. Hoy se trata de compartirlo con el resto. Sólo es posible compartir aquello que ha sido esculpido de verdad. Ese aplauso que está por venir —y que durará apenas segundos— lleva años tramándose. También estuvo en dos lugares antes de poder ser escuchado: en la cabeza del autor y en un bloque de piedra que es ese silencio prolongado que aprendimos a llamar futuro.

 

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CINCO TEORIAS EN PRIMERA FILA 1. Siete hombres para mover un piano. Una suerte de teoría neurolingüística afirma que al hacer operaciones aritméticas mentalmente, sólo es posible articularlas en la lengua materna en la que aprendimos a sumar, restar, multiplicar y dividir. Quizás con la música suceda algo parecido, puesta tan en medio entre el lenguaje y las matemáticas. En italiano, piano significa lento, suave. Este día, como todos los días largos, comienza despacio. Empieza con un repaso de las decisiones del día anterior y vemos cómo la escenografía ha sido reformulada con mucho tino. No se ha parado de trabajar en nueve meses y tres días. Esos tres días son estos, los de Estudios Churubusco. Además, ahora hay un riel que cruza el foro de un lado al otro para hacer posible la mecánica estrategia del paneo horizontal estable. Entramos y se oye el grito técnico: “¡Dolly disponible! Atentos, que vamos a probar”. Es un truco con nombre de mujer. El llamado de atención era necesario: todos estaban viendo a un animal fantástico que comenzaba su descenso desde la tarima hacia un contenedor, convertido en un peso enorme y delicadísimo. Siete hombres en simultáneo se encargan de llevar al indómito piano hasta su jaula. Uno de los obstáculos a superar era, precisamente, el riel de Dolly. Todo parecía una escena del cine mexicano de oro que se filmaba acá: se enciende un motor y Dolly empieza a moverse, centímetros apenas; los siete rángers del piano avanzan lentos pero firmes; alguno vocea “¡Cuidado con el riel!” y un tobillo de los catorce de esta bestia se enreda.

 

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El resto de los presentes somos público. No podemos ni movernos: el piano es el muchacho de la película atado a los rieles y asediado por una locomotora. Tensión. Y, justo en ese momento, los metales inconfundibles de “Latino”, el tema de Franco De Vita, suenan desde la lejana tarima. No suenan: nos despiertan, nos recuerdan que estamos aquí. Este día, como todos los días largos, tenía que comenzar así: despacio, pero rotundo. 2. Un consulado de seis por seis. Una suerte de teoría poética de José Antonio Ramos Sucre afirmaba que un idioma es el universo traducido a ese idioma. Quizás con la música suceda algo parecido, puesta tan en medio entre el lenguaje y los viajes. El vacío que ha dejado el piano es un espacio cuadrado, de unos seis metros por lado, y tiene como destino llenarse de evocaciones. Es el ensayo general y lo hermoso es que si bien una buena parte de las cosas ha sido pensada meticulosamente para ofrecer un espectáculo perfecto, otra se ha dejado en manos del sentimiento y la tierra, que al fin y al cabo son las coordenadas de todos los afectos. Pero es desde afuera cómo empiezan los sonidos a armar su consulado. La bandola de Saúl Vera es el marco para que la producción vaya colocando en esa tarima pequeña toda la percusión que De Vita utilizará, con la intención de invitar al público a dar un viaje sonoro hasta casa, su casa. El maestro Vera está en una de las sillas del público, frente al lugar abandonado por el piano, en la tarima central, pero su bandola lo abandona y los bajos empiezan a llenar las cuatro esquinas vacías, avisando que saben lo que viene. Afuera, en el sol y cerca del área donde trabajan los matices de la madera de los tambores, Vielka Prieto comparte con la cantante que va a acompañarla el ritmo sabroso —sanguíneo, cardíaco— de los cantos de pilón, la fulía y hasta un poquito de una tonada que se le sale en medio de la conversa. Lo hace con una ternura tan cercana a la tierra que no parece que en las mañanas de su cotidianidad amanezca viendo unas costas ajenas, mexicanas, otras. Uno la oye y es una voz tan poderosa y tersa a la vez que nadie entiende dónde puede llevarla guardada. Mientras eso sucede, un inquieto Rafael “Pollo” Brito persigue a su cuatro hasta donde están los cueros y empieza a tocar, dándole la espalda a los instrumentos que el percusionista de De Vita está revisando metódicamente. Luego de guardar silencio durante varios compases, uno de los camarógrafos le dice al técnico que está a su lado: — Qué bien suena ese instrumento con la percusión, ¿no?  — No, bróder. La percusión no está sonando. Mira…  Y, como si todo fuese un guión dentro de otro, el percusionista termina de arreglar su espacio de trabajo y se retira, dejando a Brito delante de los ojos del camarógrafo quien no puede creer la magia que hace el maracucho con cuatro cuerdas y un poquito de madera. No dice una palabra más, ni siquiera para poner en duda lo que escucha: hace zoom in y contempla. La voz de Diego, el director, los convoca a todos a la tarima donde ya no queda rastro del piano. Brito se le sale de cuadro para el camarógrafo silente, que apaga, se saca el audífono del oído y va a servirse un café que le explique qué es ese universo que acaba de mudarse a una tarima de seis por seis. 3. Canciones que rondan. Una suerte de teoría física afirma que los sonidos no se agotan ni se extinguen: van avanzando por el espacio infinito, rebotando de los cuerpos que se lo permiten y afectando el aire. Con la música debe pasar lo mismo.

 

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El piano ha vuelto. Esta vez fueron necesarios ocho hombres para volver a subirlo a escena. También han vuelto algunas canciones de Franco De Vita hasta el lugar desde donde salieron, la voz de su dueño, para orbitar las ganas de evolucionar con ellas. Gian Marco es el primero. Llega con un nuevo mantra que responde a quienes no entienden de dónde saca esa calma tan vital: “¡Es que yo sigo en Tokio, hermano!”. Se sienta y parece que en el ensayo del día anterior se hubiesen tomado quince minutos de descanso y continuara justo ahora. Suenan bien. Ambos han hecho lo que querían y a los presentes se les sale de las manos el primer aplauso de la jornada. Pero luego llegó esa voz nueva, afrutada y honda con la que Franco De Vita ha decidido acompañarse para interpelar al mismísimo Dios. Vanesa Martín, ésa de cuyo duende hablaban ayer en estas mismas sillas quienes estuvieron en el estudio, se nos aparece elegante y con un río puesto en la garganta. No es un volumen nuevo lo que De Vita nos deja ver en ella: es algo más parecido a una textura, a un asunto que nadie sabe cómo está tocando con las manos pero es eso lo que sucede. Esta voz nos está acomodando una noche que apenas comienza.

 

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A medida que avanza el ensayo general, Franco De Vita va descubriéndose cosas a sí mismo que le permiten sorprendernos a nosotros: hasta en una canción que hemos coreado cientos de veces puede habitar algo nuevo, pero es su dueño quien decide qué hacer con eso. Y el día de hoy consiste en eso: en tomar las decisiones finales. Hay que bajar el piano. Cuento de nuevo: son nueve. El día, mientras avanza, exige más de todos. Incluso del piano. 4. Franco De Vita y lo moderno. Según Vicente Luis Mora en El lectoespectador (2012), una manera de entender la modernidad de una poética es entender que lo moderno radica en “el modo en que el escritor mira; la forma personal y extemporánea en que observa su realidad con ojos nuevos”. Algo así debe pasar en la música cuando un cantautor revisita su poética con la intención de transformarla delante de nuestros propios oídos. Todavía no puedo creer la maravilla alquímica que alcanzó esta fórmula vallenata llamada Gusi & Beto al versionar, ellos mismos, la más amnésica y evocadora de las piezas del señor Franco De Vita. Hasta las piernas más serias del conjunto de cuerdas que, elegantes y académicas, acompañarán a la banda en este concierto se meneaban en clave de Valledupar ante la melodía con la cual el acordeón de Beto despierta el ensayo entero, levantándolo de las sillas que hasta ahora habían servido a todos para el aguante. Cuando parecía que el cansancio era un acuerdo en el foro, un suceso que pronto todos sabrán llamar India Martínez llegó en un traje verde y justiciero. No era fácil convocar el entusiasmo, pero hay magas en este mundo. Fue escuchar aquello de “Y ya lo sabía que por tus ojos yo me perdería/ y sería lo más hermoso que me pasaría / y una vida… una vida no me bastaría,/ ¿pero quién me lo diría?” y montar al foro entero en el más bonito de los columpios que haya dibujado una voz de mujer. Me excuso, sería que ya se acercaba la medianoche, pero no sabría ponerle otras palabras. El piano se había venido acercando al escenario central alzado por veinte brazos. Axel supo aprovechar el envión y que la presión que había salido espantada del escenario. El engranaje perfecto entre su guitarra y Franco De Vita emocionado y de pie, dándole sentido a todas las teclas y a la complicidad posible para asegurar que una vez, esta vez, bastara para tener el tema montado y a tono para darle paso al Caribe.

 

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5. Caribe octosílabo. La teoría de que el octosílabo es la base de la poesía popular escrita en español por un asunto de sístole y diástole es una exageración con la que me gusta pactar para explicar ciertas cosas. Nuestra música, por ejemplo. Eso que hizo Víctor Manuelle en la medianoche del Foro 2 de Estudios Churubusco es irrepetible. Algo mejor y más pulido se logrará en algunas horas y será la experiencia común, pero que el sonero se montara justo mientras las cámaras estaban cambiando sus tarjetas y se pusiera a improvisar delante de unas cincuenta personas que su talento atendió como si fueran miles, hace de cada segundo de testimonio un tesoro. Por supuesto, el ensayo final con las pruebas de cámara quedó impecable: ya el hombre había cantado entre amigos. FRANCO DE VITA VUELVE EN PRIMERA FILA

 

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¿Y cómo iba a terminar esto sino como empezó? Se juntan otra vez los hermanos que comparten paisajes, sabores y dolores. Santiago, de San Luis, se acomoda en un piano que ya parece no moverse más, mientras Luigi se instala a cantar las coordenadas que los unen. Saúl Vera y Rafael “Pollo” Brito se acomodan en sus puestos y no hay más nada que hacer: la voz y el talento de Franco De Vita se convierte en el rector de un arreglo hermoso que deja que en Ciudad de México sepan desde dónde viene esto que suena, cuál es el mapa posible y cómo a cualquiera que no sea ajeno lo conmueve oír un joropito de esos que apagan y se encienden fiestas y candelas, según nos toque. En italiano, piano significa lento, suave. Este día, como todos los días largos, terminan a tiempo. La música del Caribe es, antes que una ejecución, una experiencia. Ha bebido de cada uno de los barcos que trajo gente a poblar este continente que fue nuevo mientras pudo. Bebe y bebe en serio: se emborracha, absorbe y hace verdades con lo que dice. Somos la mezcla infalible y la manera de volver siempre. No por haber nacido ahí, sino por lo que hacemos para que la partida de nacimiento valga la pena. Es reconocernos y saber así nuestra hora y cada una de las direcciones posibles del alma. En fin: esta música.

 

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FRANCO DE VITA: LA PRIMERA FILA ES UN PASILLO

1. La distancia [lejos]. Ver no es un asunto de distancia. La distancia, antes que importar, determina. No se ve mejor desde más cerca ni desde más lejos. Sólo se ven otras cosas. La primera fila, entonces, es más que un punto de vista privilegiado: quienes están allí no son quienes van a ver todo mejor, sino a quienes se quiere tener más cerca. Estar, en cambio, sí es un asunto de distancia. Ya el escenario está listo para iniciar el concierto. Hemos podido verlo con la fascinación de quien descubre un nuevo lugar en su cabeza. La tarima de seis metros por lado, ésa que sirvió como consulado sonoro durante una hora, ha quedado reservada para la intimidad del piano. Allí se cantarán las versiones más íntimas que forman parte de este repertorio de Franco De VIta. La música venezolana fue tanta que ameritó un lugar más amplio: ahora los cantos de pilón y la fulía estarán en la tarima central. Mientras los productores argumentan la decisión para que el director tome sus decisiones, aparecen las primeras banderas de Venezuela en la cola que sirve para ir ordenando al público fuera de las bardas de Estudios Churubusco. Quien la lleva —una chica, parece; no se ve bien desde acá— la lleva en la mano tranquila. No la mueve, como si nuestra bandera paciente también estuviera esperando ve tú a saber qué cosa. Tiene paciencia. Ella no sólo quiere ver lo que pasa: quiere estar allí. Franco De Vita baja del motor-home que le sirve de guarida. Luego de bajar los tres escalones, alguien le señala hacia la cola, como haciéndole ver que las personas que van a aplaudirlo en unas horas han llegado antes de lo previsto. Pero él ha salido por otra razón: ha llegado Gigi D’Alessio y deben ensayar en el seis por seis del piano. “Bueno, vamos a darle…”, dice. Y justo en ese momento, la chica de la fila empieza a ondear su bandera, como si el movimiento la ayudara a acelerar el tiempo para entrar a oír a Franco. Ella no sabe que ya lo está acompañando, que sus ganas de traer esas tres franjas estrelladas que siempre aparecen en sus conciertos daría la salida a lo que viene. Hay algo que no la deja saberlo: la distancia.

 

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2. Los panas [cerca]. Es curioso que los periodistas no lo notaran, pero mientras esperaban que comenzara la rueda de prensa con los artistas invitados, en los monitores de la carpa podrían haber visto la altísima factura con la cual se filmaba el ensayo de De Vita y D’Alessio. Quizás la calidad de la transmisión los hizo creer que es un material de prensa y por eso todos le daban la espalda mientras ponían su atención en diez sillas todavía vacías. La rueda de prensa fue impecable. Cada una de las preguntas que escondían algo de malicia o escándalo fueron convertidas en armonía y melodía, en esta complicidad polifónica que han logrado todos. El espacio sirvió para que cada invitado hablara de Franco De Vita desde sus propios argumentos, desde sus carreras y sus distintos puntos de vista de Franco De Vita… o de su obra… o de su amistad. Nadie está aquí por azar. Todavía con la emoción puesta en el cuerpo, Gigi D’Alessio se incorpora para los minutos finales y explica cómo en Italia es casi inconcebible una idea como ésta: “Me da una envidia hermosa que Franco De Vita pueda hacer esto, trayendo a sus amigos de todas partes donde comparten su idioma para algo tan bueno”. La reacción fue inmediata: en una especie de picaresca colectiva, cada uno de los presentes se puso a la orden para acompañarlo en Italia si sus paisanos no querían. Y a Gigi pareció gustarle la idea. El grupo de venezolanos ha ido creciendo. Se han sumado a quienes habitan la parte de atrás del escenario el joven director Héctor Palma y su equipo, Enrique Gómez, hombre de radio, y Ana María Simon, quien ha estado compartiendo a mitades —como manda el sacramento— cada una de las angustias del “Pollo” Brito. Se cruzan delante de los termos de café, al mismo tiempo que llevan la responsabilidad de registrar todo esto, de transmitir algún en vivo, de compartir con quienes no pueden ver la magnitud de todo lo que no va a estar en el DVD que resulte de este año de trabajo. Pero también a la hora de echar una mano en lo que se pueda. Todos juegan a favor de que esto salga bien. Detrás, entre el tirro y la verdad de los pasillos, cada quien ha convertido este concierto en algo propio.

 

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3. El camino [recorridos]. Entre el motor-home de Franco De Vita y el pasillo que conduce a la parte de atrás de la tarima hay tres escalones, cuatro metros de suelo asfaltado, una ambulancia, la pequeña acera de hormigón de poco menos que un metro y un escalón que permite cruzar el umbral de una roja puerta de seguridad de una sola hoja. Allí comienza el pasillo que está hecho de una entrada a bambalinas, el desvío hacia los servicios, una escalera de caracol que esconde la sala de maquillaje y el calor de los camerinos, hasta la puerta de doble hoja y el mismo color rojo extintor de incendios. Y detrás de esas puertas están las míticas y pesadas telas negras que llevan hacia el backstage. Esa parte siempre se recorre a ciegas, después del encandilamiento de la blancura halógena: detrás del escenario todo es contraste y memoria. Desde la primera tela hasta el primero de los cuatro escalones que conducen al escenario principal hay veintiséis pasos de los largos. Franco De Vita hizo ese recorrido, de ida y vuelta, tres docenas de veces.

 

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4. Franco. Su temperamento cambia en cada una de las estaciones que separan el lugar donde puede estar a solas y el punto del foco que lo responsabiliza del espectáculo. Antes de empezar a pendular entre esos extremos que visitará constantemente durante todo este día de trabajo, duerme un poco. En el foro empiezan a corear su nombre con un entusiasmo que es legítimo. Él lo sabe: ya probó un poco cuando D’Alessio y él compartían teclas. Las teclas. En uno de los acercamientos, dice que quiere tener un teclado a mano para cuando salga de escena, algo que le permita seguir cerca de la música. Quiere que descanse el cuerpo, no el oído ni las ganas. Lo pide como si fuese otra manera de hidratarse, quizás: que junto a la botella de agua perenne, siga estando la música. Quiere tocar. Todos están listos. Fuera luces. Franco De Vita cruza los pasillos, el asfaltado, el iluminado, el oscuro. Pone el pie derecho en el primer escalón. Nadie lo ha visto aún. El público guarda silencio y de pronto esa voz que todos han estado repasando durante días rompe los segundos más expectantes de esta semana. Es el grito que faltaba para sentir que toda distancia había sido derrotada: — ¡Buenas noches, señores! Gracias por venir esta noche. ¡Vamos a empezar! 5. El concierto [memoria]. Acá, justo en este espacio y si seguimos los rigores de lo cronológico, deberían estar dos decenas de temas. Veinte temas. Todos replanteados, sorprendentes. En este espacio del tiempo narrado debe estar un relato convertido en experiencia. Veinte temas que fueron aplaudidos y que empezaron a formar parte de biografías individualísimas. También debería estar la celebración de aquellos que saben cómo suena el éxito y reconocen un hit porque lo han tenido en las manos. O los descansos de la banda, pidiendo algo de agua entre uno y otro tema. Las reacciones de Franco De Vita cuando el final de una nueva versión se convierte en estallido. Las reacciones de cada uno de los invitados, después de que el director les aseguraba que su tema había quedado bien. El aplauso repentino. Los encores.

 

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Este concierto es un asunto de distancias. Una distancia que sería imposible sin la complicidad que sólo permite este pasillo, este vaso comunicante que enlaza los dos tiempos que van a transformarse en una canción. En una o en veinte canciones. En otra crónica: ésa que nos sigue, la final, la que viene. Este concierto: el concierto de Franco De Vita.

 

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FRANCO DE VITA VUELVE EN PRIMERA

FILA 1. Cántame (FDV + Rafael “Pollo” Brito + Saúl Vera + Vielka Prieto). El aplauso de inmediato puso en evidencia que ya conocían la oz que daba comienzo a la experiencia:

-­‐ ¡Buenas Noches, señores! Gracias por Venir esra noche. ¡Vamos a empezar! Desde hace quince minutos, el regidor de lo que está a punto de empezar en el Foro 2 de Estudios Churubusco ha estado explicando las dinámicas que vivirán quienes han venido hasta Coyoacán para formar parte de un concierto largo, pensado y empeñado en resumir la carrera de Franco De Vita, algo que cada uno de los asistentes sabe inabarcable. Tanto que ésta es la primera vez que se hace necesaria una segunda edición del formato en primera fila. El repertorio suma más de veinte canciones. Se hará más de una toma de cada pieza. No son el público del concierto de un cantautor: son los asistentes de una épica sonora. Al cuatro y a la voz de Rafael “Pollo” Brito se le suma la bandola del maestro Saúl Vera. El inicio del concierto no es una canción, sino una coordenada, un imperativo. Cántame por las noches que es cuando duele más… y quienes la recuerdean le ponen hondura, distancia. Ninguno de estos sonidos demanda absurdos asuntos de aduana y uniformes. Las banderas que se agitan son un recordatorio y no la patria convertia en una excusa. Y los himnos van a sobrar siempre que haya canciones.

 

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La orden del verso es leve, pero directa: cántame, cántame. Una plegaria que casi duele. Casi. Suena en tantas direcciones que es imposible perseguirla. Mira cómo me mira la luna: sabe que sin ti yo estoy a oscuras. Mientras el país se les agita, Franco De Vita y Rafael Brito se cantan e invocan a esa voz hecha de tierra que falta. Vielka Prieto entra demostrando que las migraciones mienten, que no se ha ido, que el mar que mira es el mismo porque lo lleva adentro y su canto crece hasta ser pilón y fulía. Tamboritas venezolanas despiertan a Ciudad de México. Ha comenzado el viaje. Este arranque fue santiguarse las ganas: persignarse y pedir permiso al silencio para romperlo. 2. Somos 3 (FDV). Esta canción tiene una edad de la que muy pocos cantautores pueden presumir en la historia del pop en América Latina. Al menos que puedan cantarla fuera de sus fronteras geográficas naturales y pase esto que está pasando acá, a cinco horas de vuelo de aquel sótano de La Florida. Esta misma letra que alguna vez sonó como un reto al asunto socialcristiano de los años ochenta de la postdevaluación se redibuja a sí misma casi tres décadas después y funciona. Aunque también parece advertirle a los presentes que buena parte de lo que les viene tendrá a un tercero en medio. Algunos, incluso, venidos desde lejos. 3. Cómo decirte no (FDV + Gigi D’Alessio). La atmosfera lograda por De Vita y Gigi D’Alessio parece parte de un pacto con el piano. Son quienes inauguran el ya tantas veces visitado espacio de seis metros por seis, metido dentro de la sed de música de aquellos que han tenido la suerte de ocupar esas localidades que parecían alejadas del show y ahora devienen privilegiadas, invitadas por el propio piano a la complicidad de esta canción corrida sin estribillo relatora. Y nadie se niega a cantar. Es imposible. Todos los labios susurran los versos, todos los hombros se columpian, todas las melenas largas de las mujeres se agitan cuando niegan con la cabeza al cantar la parte que va desde el para bien o para mal hasta el pero el corazón no entiende y no sabe de contar ¿Cómo decir que no a quienes se acercan a llevarnos la música? ¿Cómo?

 

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4. No hay cielo (FDV). El elemento determinante de las letras del disco de 1984, y lo que determinó la singularidad de Franco De Vita como cantautor, era su potencia conversacional y apelativa. La voz del sujeto que canta desde los versos de ese long-play busca a un cómplice, invoca y construye al interlocutor. Esos giros de alguien que evoca y aprovecha la ocasión para decir lo convirtieron en el autor de canciones capaces de estimular una memoria emotiva que trasciende el simple hit de la radio: un universo poético concebido desde el pop para que cada quien sea capaz de ponerle el nombre de alguien a cada letra, apropiársela, volverla parte de la memoria individual. Es la firma de Franco De Vita: la canción cedida a la voz de quien la precise. 5. Ay, Dios (FDV + Vanesa Martín). Una de las regiones del imaginario que mejor ha atendido a la luna está en el alma del gitanito, en la temperatura del sur español, en la guitarra insomne del hombre que habla con ella y con Dios a la vez. Vanesa Martín es la luna. Su voz de hembra viva, puesta en el cielo, rebota en el mar que le roba a la versión original. No. Más que robárselo, lo muda: hace que el trópico se ausente y se vuelva esta verdad meditérranea. Y lo que nos llega a los oídos es un reflejo, una plegaria respondida justo a tiempo. Es la luna rezando y Franco De Vita convertido en feligrés atento, cuidándola.

 

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6. Ya lo había vivido (FDV + Gusi & Beto). El arreglo que este par ha puesto en los oídos de todos se convierte, de inmediato, en una sorpresa gratísima. El aplauso que sacaron del público a punta de acodeón fue capaz de seducirlos hasta bordear la locura. Es el tipo de sucesos que justifican el fenómeno de hacer un segundo espectáculo en primera fila: la música merecía que estos jueves hicieran suya “Ya lo había vivido”. La primera ejecución del tema quedó impecable, pero allí vino lo inédito: el público pidió que se repitiera. Todas las ganas de bailarlo otra vez puestas como argumento. Mientras tanto, detrás de la tarima, quienes ya los habían oído celebraban con los brazos abiertos y silbidos no haberse equivocado en sus predicciones. Gusi & Beto complacieron con el encore, pero antes aprovecharon para dejar el alma en una estrofa de “El cantor de Fonseca” que llenó el Foro 2. Y entonces repitieron, acabando con cualquier duda. 7. Contra vientos y mareas (FDV). Siempre hacen falta las canciones tristes. Tristes y Bellas. Canciones con una voz que nombra sus extravíos, la necesidad del otro, la soledad como punto de partida. Dudas puestas en rima contra las certezas: versos sin certezas. Canciones que vengan a preguntarse cosas, frenando la carcajada de las afirmaciones repentinas. Baladas valientes, no por soberbias sino por acercarse a la confesión hecha en voz alta y sin culpa. Una inocencia repetida hasta volverse sonido. Canciones tristes. Tristes y bellas como ésta, pero en una voz que no crea que la alegría es un pecado. 8. Traigo una pena (FDV + Víctor Manuelle). La función de un campeón es reinventar el ring: no el boxeo ni el combate, sino el espacio donde todos van a poner los ojos. El fajador se sube al ring para un combate que ha ganado antes. Victor Manuelle ya había ayudado a Franco De Vita con su pena, pero como arte de una pandilla que incluía a Cheo Feliciano y Gilberto Santarosa. Pero ahora le toca fajarse con los fans en primera fila y sin el resto del gang. Hace lo que quiere con el asonante y el consonante: el sonero habita la canción y se mueve dentro de ella con la certeza de un campeón. El público entero se muda a su esquina. Lo alienta. Lo aplauden. Lo coronan antes del campanazo. La pena ha sido abolida. Viva el campeón.

 

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9. Esta vez (FDV + Axel). El hombre de la guitarra espera en el primer escalón, a la derecha de Franco De Vita. Respira hondo. Cierra los ojos y repasa los versos como quien se resguarda de esa intemperie que es el olvido en tarima. Recuerda. Repasa. Revisa que la canción del maestro esté bien aprendida. Importa poco que siempre haya la oportunidad de repetir: si en el vivo es la música convertida en experiencia para el espectador, también es un reto para cada uno de los ejecutantes que desea brindarle lo mejor de su trabajo a quienes han venido a escucharlo. Desde afuera de un oficio tan respetable, cantar parece ser siempre una oportunidad irrepetible. Ninguno quiere fallar esta vez, la primera vez. 10. Y ahora qué (FDV). Aparece el primer tema inédito para su bautizo de fuego: será estrenado en vivo y en el Foo 2 de Estudios Churubusco a su máxima capacidad. Franco De Vita tiene el mayor peso de la canción reposando en el piano que es el eje de las diez cámaras que lo registran todo. Todos los músicos están involucrados en esta aventura metida dentro de la otra. Incluso la sección de cuerdas, que no participa en este track, está reunida en torno al

 

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monitor del camerino. La fe es más fuerte cuando se ejerce en compañía de otros. Luego de la primera toma, en la tarima están demasiados concentrados en las órdenes que dan desde la dirección musical y la dirección del espectáculo. El bajista Iván Barrera y el director Diego Álvarez ordenan todo para una segunda toma. Eso impide que, en medio de las decisiones en caliente, oigan lo que suena desde las sillas, en forma de murmuro. Es un rumor menudo. Un tatareo casi invisible. La melodía ha sido sembrada y desde ya resuena. Ya en la segunda toma hay quienes le dan lugar en su voz a estos versos que preguntan. El aplauso con la aprobación del director nos comunica que hemos llegado a la mitad del recorrido. Esto apenas comienza a sonar.

11. Y tú te vas [FDV + Carlos Rivera]. Quien haya escuchado la mitad del repertorio seguramente se quedó con una canción en el apetito. Quien haya visto la primera edición de este formato ya sabe que habrá temas que no escuchará hoy. Un concepto como el de en primera fila fue pensado por la compañía disquera para que las carreras consolidadas se mostraran resumidas y universales, capaces de influir en nuevos mercados y nuevas generaciones musicales de creadores. El asunto es cuando carreras como la de Franco De Vita resultan inabarcables. Por eso esto es un nuevo concierto: no la continuación del primero, ni su secuela ni las canciones que quedaron por fuera. Convencer a quien cuenta la música antes de cantarla de que este nuevo concierto era necesario fue una parte más del trabajo. Parte de los preparativos de este concierto fue la posibilidad de elegir una vez más, incluso a los intérpretes de las canciones. Ahí está la gente sonando al segundo acorde, arrancando la segunda mitad de esta épica y dándole la razón a esta aventura. Lo bueno es que cuando temas como éste son coreados así se calma hasta al más feroz de los empresarios.

 

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12. Que no muera la esperanza [FDV + Wisin]. Hay categorías musicales amplias y, un poco más allá, eso que hemos acordado en llamar el género urbano. Es una categoría que ha mutado, que se ha movido tantas veces de lugar que resulta inatrapable. Digamos, entonces, que en el espacio temporal que coincide con este concierto, uno de los más destacados representantes del género urbano es Wisin, otrora parte de un dúo que uno enuncia de inmediato y sin querer. El cóver de la canción logra mudarla con éxito a las regiones de dominio del invitado. Es poderosa, levantapúblicos, buena. Las pulsadas electrónicas han sido sustituidas por uno de los mejores acoples de percusionistas en vivo de todo el continente. El tecladista no para de bailar en medio de su laberinto y el bajo de Iván Barrera conduce a buen puerto al resto de la banda para no abandonarlos en la intemperie de un pamcupá-cupam más en la radio. No es música urbana: es música, es la canción saliendo a la calle donde nació, donde ha estado siempre. Wisin sabe acompañarla hasta esa esquina en la   que el trópico y el smog conviven y se alteran.

 

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13. Te pienso sin querer [FDV + Gloria Trevi]. La esperaban. Todos detrás de tarima estaban atentos a cuál sería el momento anhelado. Empresarios, mánagers, músicos, técnicos, operadores, cada una de las personas que había formado parte de este proyecto quería verla llenar el Foro 2 de Estudios Churubusco. No se trata de una mujer. No. No es a la diva del pelo suelto a quien aguardan comiéndose las uñas. Ella, incluso, forma parte de quienes estamos apostando por los versos que vienen. A quien todos esperan es a la canción. A esta canción. A este estribillo convertido en un ritornelo de perdón. A su voz de enamorada reconociendo la culpa. Al tarareo inmediato y al solo de guitarra que Josefo ejecutará mientras todos nos asomamos a ver la reacción del público ante el estreno. Es buena. Pero pasa algo mejor: tras la segunda toma, una voz desde el público empieza a cantar con fuerza, con ganas, agradeciéndola. De Vita no duda y, desde el piano, la acompaña por una estrofa completa y se permite el lujo de ver a la protagonista de esta noche, a esta canción, empezar a acomodarse en la garganta de la gente que lo canta. 14. Al norte del sur [FDV + San Luis + Rafael “Pollo” Brito + Saúl Vera]. A diferencia de la pandilla disuelta que dejó solo al triunfante Víctor Manuelle, acá empieza a armarse una complicidad nueva. Ahora les toca a los hermanos de San Luis este salto, encompinchados con la sabia guasa de Brito y el serio bordoneo del maestro Vera. Santiago y Luigi, los San Luis, lo hicieron muy bien. Franco De Vita no duda en reiterar de dónde vienen y de cuánto son capaces, por si queda alguna duda, Brito aprovecha su versatilidad: el maracucho canta el último de los jamás te lo perdonarán y arranca un joropo con su cuatro. Saúl Vera lo acomoda de inmediato en la bandola. La cúspide se alcanza cuando José Gregorio Hernández —sí, así se llama— atraviesa corriendo el backstage de punta a punta para alcanzarlos con sus maracas. La doble palma con la que se acompaña el joropo venezolano se vuelve la moneda de cambio en todo el aforo. El vigor que dan los nervios cuando se juntan con el talento es impresionante, pero el asunto de la tierra también lo es. Pepe, el coordinador de los tiempos de la escena, es venezolano como muchos de los del crew. Ésta es la primera vez en toda la grabación que después de su “¡Cinco, cuatro, tres…!” no sale dándole la espalda al escenario, sino caminando

 

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hacia atrás. Mira hacia donde están los muchachos, porque saben que ellos son quienes pueden devolverle el mapa. Puede parecer una nimiedad, una casualidad buscada entre tantas, pero los San Luis son hermanos. Lo digo porque ésta también es la primera canción que Fernando De Vita, el hermano de Franco, canta completa, sentado en uno de los taburetes que pronto estarán ahora junto al piano. 15. A medio vivir [FDV + Gian Marco]. Ese lugar que tiene al piano como centro vuelve a juntar al primero que lo probó en el ensayo general: Gian Marco. La tarima esconde cosas: las luces encandilan, nublan cosas como saber que pare ellos, para los invitados, el cantor de éxito eclipsa al cantautor. Gian Marco, mientras está lejos de los reflectores y cada vez que se plantea a De Vita como un tema, habla del cantautor. Recuerda versos. Articula imágenes desde la memoria. Entra en las canciones y sale de ellas. Ayer, antes de la rueda de prensa, Gian Marco conversaba con Víctor Manuelle afueras del motor-home y en la clave más armoniosa de toda la gira: hablaban de sus hijos. Se cuentan sobre la música que escuchan sus cachorros. Es hermoso. Alguien que oía la guitarra de Joe Danova cuando niño sabe lo que cuestan los versos y lo lejos que están de las manos. También sabe el sacrificio implícito en compartirlos. Por eso ponen esta emoción en el canto: piensan mientras sue  nan sentados. Zen. Meditar sentados. Pensar en el otro.

 

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16. Cuando tus ojos me miran [FDV + India Martínez]. La India Martínez no existe. Esa voz no existe. Es un deseo puesto en nuestros oídos. Adentro. Donde oír deja de ser un sentido y se transforma en una percepción platónica. Todos lo saben, menos ella. Su mánager, entusiasmado y canoso, lo sabe. Franco De Vita lo sabe. Diego Álvarez, el director, lo sabe. Grita sin atormentar: su voz está puesta en cada una de las órdenes. Es, junto al tecladista Alean Imbert, quien más baila. Salta de cámara en cámara porque desde el ensayo general se ha aprendido lo que India Martínez puede darnos. Diegolángello, le decimos, y sonríe. No dirige el segmento de la India Martínez: lo esculpe desde su ánimo y acento. Quita todo lo que sobra y logra lo que está allá, en el futuro. Sabe que es la última figura que desconoce. Es Pigmalión y lo que trama es nuestro futuro. No ve lo que vemos nosotros, sino lo que veremos luego. Eso que hemos empezado a imaginar justo ahora, cuando se ha terminado el desfile de invitados que han convertido el Foro 2 de los Estudios Churubusco en el eje de la canción de Franco De Vita, esa rima suelta que siempre está dispuesta a ser dedicada a esos nombres que nos quedan lejos. 17. Será. 18. Tengo. 19. Sólo importas tú. 20. Latino. 21. Fantasía. “Tengo la suerte de seguir haciendo lo que amo. Y de seguir haciéndolo con la misma ilusión, con las mismas ganas. No hablemos de sueños, porque suelen ser peligrosos: mi filosofía es ponerme metas y creo que lo hemos ido logrando. Si los jóvenes talentos pueden conseguir ser escuchados a través de un empresario que está atento y sigue oyendo a las nuevas bandas o por un reality show. Y ahí está la música, ¿no? Volviendo a su pureza, al principio de una guitarra y una voz defendiéndose con una buena canción. Creo que de eso se trata”.

 

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22. Sin tanto espacio. El cierre del concierto fue épico. Sólo es posible entender esta temperatura oyéndola. Se expande hasta volverse la conversación de la semana de cada una de las personas que estuvo acá. Quien todavía pueda creer que la música no transforma es porque no sabe que aquí, en las afueras del silencio, hay personas que saben que un concierto terminó y eso los vuelve otros. Se trata de un final que es un alivio y una meta alcanzada detrás del escenario, pero que en las sillas se convierte en el final de un sueño. Han estado arriba y juntos, donde la canción los lleva. “Vuela si puedes volar:/ desde arriba puedes mirar mejor./ No tardarás mucho en bajar/ y del suelo no pasarás”. El peligro poético de lo imperativo se nos repite. Todos recuerdan sin querer el cántame del inicio. Franco De Vita es un cantante ordena desde el placer y es obedecido. La leyenda de Hammelin revive en los legendarios estudios de Coyoacán. Todos corean. Todos. Diegolángello lo sabe y los registra. Todos cantan. Todo termina. Y entonces aparece la canción convertida en ejercicio. La canción como un territorio seguro donde volver a cantar y hacerlo desde cerca. Una distancia desde la cual es posible ver al arte besándose con la historia. Eso es la primera fila: un lugar para salvarse.            

Crónicas hechas por Willy Mckey (www.prodavinci.com) para ALEGRIA MUSIC.

 

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Biografía Willy Mckey Caracas, 1980. Escritor y editor. Licenciado en Letras por la UCV y tesista de la Maestría de Estudios Literarios. Coeditó, junto a Santiago Acosta, del proyecto hemerográfico El Salmón – Revista de Poesía. Su primer poemario, Vocado de orfandad [2007], resultó ganador del premio Fundarte, mención poesía. Es colaborador de la revista de ideas digital www.ProDaVinci.com y ha publicado diversos artículos en el Papel Literario, suplemento del diario El Nacional. Coordinó la Sala Eugenio Montejo y fue parte del equipo fundador de la Biblioteca Los Palos Grandes, de Cultura Chacao, en Caracas.

Ha conceptualizado experiencias como Hemos venido a hablar del otro [presentado en al FIL Guadalajara 2011], la web www.RafaelCadenas.org, Necromenaje a la containerphilia. Tributo a Carlos Contramaestre, los conciertos/recitales Los expulsados de la ciudad y otros performances de escritura. Condujo junto a Luis Yslas la segunda etapa del programa de radio ReLecturas. Fue miembro fundador de la editorial Lugar Común, colectivo al cual ya no pertenece. Su segundo poemario, Paisajeno, es también una experiencia performática que incluye la autoedición, venta personalizada e intervención urbana. Parte de su trabajo está en las antologías En-obra, hecha por Gina Saraceni [Editorial Equinoccio, Universidad Simón Bolívar. Caracas, 2008] y 4M3R1C4 2.0: Novísima poesía latinoamericana, hecha por Héctor Hernández Montecinos.