FISURAS DE LO REAL

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FISURAS DE LO REAL Una mirada a la narrativa actual Antología

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Una mirada a la narrativa actual

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Una mirada a la narrativa actual

Antología

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Una mirada a la narrativa actualAntología

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irada a la narrativa actual

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FISURAS DE LO REAL

Una Mirada a la narrativa actual Antología

Prólogo de Jorge Córdoba

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Primera edición, 2013 Este libro ha sido realizado con el esfuerzo conjunto de todos sus auto-res y de BRUMA EDICIONES. Ilustración: foto © Thomas Völpel, Chairs, julio 2012. Diseño de tapa e interiores: Carolina Suarez © Bruma Ediciones Mendoza, Argentina. e-mail: [email protected] tel.: 54-9-261-155152414 http://brumaediciones.wordpress.com/ http://bruma-ediciones.blogspot.com.ar/ Fotocopiar libros está penado por la ley. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión o digital en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma, sin autorización expresa de la editorial. ISBN: 978-987-45255-0-5 Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en la Argentina – Printed in Argentina

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PRÓLOGO

A veces, el lenguaje narrativo es ese ciego punto de fuga de lo real, una hendidura

en el más absoluto silencio del mundo. La buena literatura es silencio. Es la fisura de

la totalidad que habla a través de lo universal. Es la Fisura de lo Real.

Presentamos a ustedes un recorte arbitrario, una inquisitiva manera de mirar la litera-

tura y de entender una poética. Presentamos treinta y tres narradores de habla hispa-

na de diversas partes del mundo. Treinta y tres voces que representan una porción

del universo que ya, literariamente, es irrepresentable. Treinta y tres colores distintos

y a la vez unidos por la misma pasión: la escritura.

En este reino de la disparidad donde se bifurca y extiende el enorme mosaico de la

narrativa actual: el lector encontrará desde un policial clásico hasta la prosa experi-

mental, desde microficciones hasta monólogos y autoficciones. A medida que va-

mos leyendo se suceden los grandes temas del hombre: el amor, la muerte, la trai-

ción, la tristeza, y sobre todo en la literatura de los más jóvenes, el absurdo de la

existencia y el dolor de vivir. Todo pasa por la mirada siempre inacabada del escri-

tor, tal como la vida misma pasa ante nosotros.

Claude Michel Cluny dice en una de sus aporías: “Tú, que deseas escribir, acuérdate

/ de la lección de Empédocles de Agrigento, y sé, por un momento, sombra / y luz,

muchacho y jovencita, árbol / y pájaro, / y pez mudo en las aguas profundas.” El

oficio del escritor es esa continua despersonalización, ese convertirse en otro por

unos momentos para buscar la representación de una parte del mundo. La narrativa

es el intento del ordenamiento lógico del mundo. Como dijimos, intento siempre

imposible: el mundo no es lineal, es entropía. Y en esa necesidad de ordenar a través

del logos –razón- algo de la entropía en el mundo, transcurre gran parte de la historia

de la literatura.

Desocupado lector, como dice el Quijote, dejamos en sus manos un muestrario de lo

que se está escribiendo. Sólo un recorte, apenas uno más de los tantos que hacemos a

diario de la realidad. Además de Argentina y España, tenemos recortes desde Chile,

otros de Perú, Puerto Rico y Venezuela, unos más de México, otro tanto de Uru-

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guay. Sin olvidar a Colombia ni a Ecuador, como así tampoco a las voces españolas

de Estados Unidos.

Y como buenos lectores, seamos también “pez mudo en las aguas profundas”. En el

más absoluto silencio del alma. Y oigamos ese murmullo imperceptible de la palabra

literaria, de la letra fuerte, de la letra que persiste.

Jorge Córdoba

Mendoza, Argentina, Noviembre del 2013

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MICHAEL BENITEZ ORTIZ

Michael Benitez

Ortiz. Bogotá

(Colombia). 1991.

A los 15 años

Judas Priest

salvó la vida a

cambio de podrirle

el alma. Colombia

perdió un ladrón y

ganó u

Escribe ebrio de

noche como t

cando guitarra.

ganado varios

premios literarios en Colombia, Chile, Argentina y España, donde ha publicado sus

relatos, crónicas y poemas. Libro de poemas inédito: Poemas de la

relatos: Bogotrash. [email protected]

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MICHAEL BENITEZ ORTIZ

Michael Benitez

Ortiz. Bogotá

(Colombia). 1991.

A los 15 años

Judas Priest le

salvó la vida a

cambio de podrirle

el alma. Colombia

perdió un ladrón y

ganó un poeta.

Escribe ebrio de

noche como to-

cando guitarra. Ha

ganado varios

premios literarios en Colombia, Chile, Argentina y España, donde ha publicado sus

Poemas de la noche. Y de

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CON-VERSACIÓN ENTRE-SUEÑOS

6 de la tarde. La noche empieza a caerse de culo contra el mundo como un pe-

rro negro que se resbala en las babas que salen poco a poco de sus bocas llenas de

palabras repetidas y cansadas, “has de saber, amigo, que ya todo está dicho y hecho

y que cualquier intento de creación es vano, por lo tanto sólo es importante saber

jugar el ajedrez ya creado y no tratar de inventarle nuevas fachadas a las torres, ni

piojos a los caballos…”. El cielo ha sido decapitado y cae la luz de las estrellas

contra el pavimento, como piñas maduras. Todo es caída y la gravedad es cómplice

de todos lo ahorcados. “Es cierto, todo está hecho… pero mal”

En la soledad la música ilumina con bombillos puntiagudos las paredes de

humo. El semáforo está en rojo serpiente naranja naranja verde mariposas negras

salen cuando explota la luz. “Nada de mal, si tú lo ves así es porque eres un peón”.

Un grito en un callejón en medio de mil edificios, donde todas las manos rompen, a

puñetazos y al mismo tiempo, los vidrios de la noche para llamar las ambulancias

marcando el número que comienza a surgir de la sangre con los picos de los pájaros

nocturnos. “Pero recuerda que sólo un peón puede salvar la reina”.

Las ratas juegan a las cartas a imagen y semejanza de los hombres, de sus dio-

ses malditos, mata-siete, trampas con queso podrido, nevera abierta.

El miedo es el motor del mundo o por lo menos su gasolina, o su jinete, o…

“sí, ¿y qué importa si sólo el rey le puede hacer el amor?” Las pesadillas de las

máquinas de escribir las sueña la lluvia de cabeza.

Un hombre se mete al baño a cagar mientras medita sobre si hace el amor a su

mujer o si al contrario el amor es quien los pone en cuatro a los dos. Piensa en escri-

bir un poema con esa idea pero mira la caneca de la basura llena de papel higiénico

untado de mierda y se arrepiente de su redundancia.

La noche aspira quitarse medio cuerpo, del ombligo para abajo, el amor necró-

filo recoge del desierto la media noche inerte y se hace verbo.

En el billar de la esquina el reloj está fatigado por correr tanto, con la pila des-

hidratada, pero no puede dormir y el cansancio le hacer ver que…“Pero el que mata

el rey gana la partida”. (Le dice al mismo tiempo que descarga sobre su pecho 5

balazos).

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EL ÁNGEL QUE PROTEGE LOS BALONES ES EL MISMO QUE ESCONDE LAS MEDIAS

El balón pasa ileso por debajo del carro, protegido por algún ángel mueco. El

día está caliente, metido en una licuadora negra. La gente se reúne los días como hoy

en el parque y mira desde las tribunas partidos de micro futbol, mientras enfría sus

cuerpos con bonices de guanábana o de mango. Yo no sé de dónde sacarán esos

nombres con que bautizan sus equipos: Los troncos del balón, La uchuva mecáni-

ca…”

Queda demostrado que los colombianos tienen la imaginación muy amplia,

aunque sólo se haga evidente a la hora de ponerle nombres a sus equipos de micro

futbol o ingeniarse nuevo métodos de tortura en las festivas y cotidianas masacres.

Yo, por mi parte, deseo olvidar de todo un poco y comulgar con el aire con bonice

de mandarina. Entonces uno se sienta, escucha gritos, háganle, duro con esos hijue-

putas, y se asfixia con esos cuerpos aburridos de domingo por la tarde. No hay nada

interesante, excepto que no llueve, ni agua ni goles, ni mierda. El domingo agoniza

con resaca la semana, padece y se queja por no poder morirse para siempre. Somos

poca cosa en la cárcel de los almanaques. El aburrimiento, no miento, no mata sino

mutila. Abro los ojos y veo como la cancha suda por sus abiertos poros de cemento.

Nada interesante, ni un pájaro que hable, ni un suicidio en los periódicos… el suici-

dio –pienso- es como hacerle un autogol a la vida. Las caras son muy repetidas,

parecen imágenes de billetes falsos (¿pero, acaso, hay billetes que no lo sean?)…”

El gol no es ningún orgasmo, o sí pero masturbándose en canchas con las uñas

sucias… el partido termina, el ángel mueco se masturba con su aureola. Suena el

disparo de una bala que no quiero que me encuentre o el balón debajo de algún

carro.

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RICARDO FELIPE NIETO PAVÍA

Ricardo Felipe Nieto

en Barranquilla -

1978, Filósofo de la Universidad

del Atlántico, Especialista en

Educación de la UNAB, Magister

en Ética y Filosofía Política

Universidad del Cauca. Prepara

do un libro de cuentos, y una

investigación filosófica sobre el

problema de la Ética en Latin

américa. [email protected]

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RICARDO FELIPE NIETO PAVÍA

Nieto Pavía, nació

- Colombia, en

1978, Filósofo de la Universidad

del Atlántico, Especialista en

Educación de la UNAB, Magister

en Ética y Filosofía Política de la

Universidad del Cauca. Preparan-

do un libro de cuentos, y una

investigación filosófica sobre el

problema de la Ética en Latino-

[email protected]

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LA INSURRECCIÓN DEL TEDIO

El perro de mi novia siempre me fastidia, creo que un día de estos lo voy a

matar; o no sé si a quien quiero matar realmente es a mi novia. Me tiene totalmente

exasperado, su existencia es superflua, pensando siempre en vestidos, perfumes y el

artista de moda. Lo he imaginado muchas veces, con un hacha, con una cuerda, con

cuchillos. No sé por qué no lo he hecho aún. Bueno, al perro si le queda muy poco

tiempo, creo que el sábado es el día límite. Lo he premeditado muy bien, lo voy a

llevar de paseo, lo lanzaré a la autopista, no se salvará, le diré a mi novia que el

perro se soltó y salió corriendo.

–Pobrecillo, lo atropelló un Corvette, no hubo mucha sangre porque el auto era

rojo –le diré.

Después veré qué sucede con mi novia. Le di una patada, el perro salió aullan-

do y mi novia preguntó qué le había sucedido, le contesté que se había estrellado

contra la puerta, qué perrito tonto. Me acomodo en el sofá y espero que mi novia

salga de la habitación; hoy nos vamos a cenar a un restaurant italiano que me gusta

mucho, el Muore sul tavolo, no sé por qué me gusta tanto este restaurant, ¿será

porque me siento muy cómodo en ese ambiente? Salimos de casa a las seis de la

tarde, tomamos un taxi que tardó 45 minutos en llevarnos, minutos infernales porque

ya no soportaba más las estupideces de mi novia. Antes de llegar, el taxi se detuvo

en el semáforo y un mendigo apestoso se acercó a pedir dinero, saqué unas monedas

del abrigo, se las arrojé en la cara y las monedas cayeron en la calzada; dos mendi-

gos que estaban cerca se dieron cuenta, corrieron a recogerlas, por lo que los tres se

pusieron a pelear, me causó mucha gracia. A mi novia no le pareció tan gracioso

como a mí, no entiendo por qué no, me excusé, diciendo que se me habían caído las

monedas, pobres mendigos.

Cuando llegamos al restaurant mi novia ya se había repuesto del incidente, y

nos disponíamos a tomar la mesa. Miré alrededor a ver si me encontraba con alguien

que me salvara la existencia. No vi a nadie. La tortura comenzó, me habló de su

hermano homosexual, de la vecina que no tiene nada de estilo, de los zapatos nue-

vos. Empuñé fuertemente el cuchillo de mesa y quería clavarlo en su cuello, me

contuve porque llegó el mesero, se salvó por unos minutos mientras servía lo que

hacía un momento habíamos ordenado. Qué bueno que comiendo no podemos

hablar, ella que piensa que es una mujer muy educada no habló con la boca llena.

Me tomé una copa de vino, comí un poco de carpaccio, pero ya había perdido el

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apetito, bebí más vino, nuevamente mi novia empieza a hablar sin parar, literalmente

quería ahogar su voz con cera caliente. Finalmente terminamos de cenar, me dio un

respiro, se quedó callada un buen rato.

El tedio de la existencia es cada vez más insoportable, no creo en Dios, ni en el

hombre; esto es la nada. Tomamos un taxi y nos dirigimos a un bar a tomar unas

copas, yo seguí tomando algo de vino, ya me estaban afectando los sentidos, sí, ya

quería estar ebrio; pero, no logré embriagarme. La segunda faena de la noche, em-

pieza mi novia a hablar de un programa de televisión que me importa un bledo; por

lo menos la música estridente no me dejaba escuchar muy bien lo que decía. Para

soportar un poco la situación me imaginé tomando unos palillos que estaban en la

barra y se los enterraba en los oídos, luego tomo la copa de vino, se la parto en la

boca, el vino le cae en el rostro y le corre por la garganta, ¡qué imagen! esto sí es

arte. Salimos del bar, tomamos el taxi a un motel, continuaba hablando incesante-

mente, me comentaba sobre los estúpidos peinados que le gustaban y los que le

parecían horribles. No aguanto más, quiero abrir la puerta del taxi, lanzarla, ver

cómo se parten todos los huesos de su cuerpo y cómo la carretera se tiñe de rojo.

Entramos a la habitación, nos quitamos la ropa, por fin el anhelado silencio y

tuvimos sexo. Nada que mencionar, sólo satisfacción y placer normal, ningún viaje a

la luna, ni las estrellas, nada de eso. Después en la cama otra copa de vino y un

cigarro. Silencio, era la única manera que se callara, en ese momento puedo apreciar

su belleza, su cuerpo desnudo, terso, su cabellera larga y negra, sus hermosos senos,

era perfecta, es ahí donde puedo lograr soportar mi existencia. De pronto ella se

incorpora y me dice:

–Sabes algo, estoy aburrida de esta relación, siempre es la misma rutina monó-

tona, no eres tú, soy yo, eres una hermosa persona que siempre ha estado ahí, que se

merece algo mejor que yo, además no sé qué me sucede últimamente; no te mentiré,

ya hace tres semanas que salgo con tu mejor amigo, sabes, quiero darle la oportuni-

dad a esa relación, no quiero que sigamos sufriendo, te quiero –y terminó diciendo–

y si quieres lo hacemos otra vez; ya sabes de despedida.

No dije nada y lo hicimos, me vestí, ella igual; me quedé pensando sobre lo

que me había dicho, no comprendía bien lo que sucedía, mi novia me había termina-

do,

– ¿Cómo? no puede ser, si yo la amo, ¿cómo puede hacerme esto? –pienso– y

además me dice que está aburrida ¿Cómo así?

Ella termina de vestirse, me da un beso en la frente.

–Mejor tomamos taxis diferentes –dijo ella.

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Me levanto y asiento, ella sin mirarme abre la puerta de la habitación y se va

primero. Luego, tomo un taxi al apartamento, subo las escaleras, abro la puerta,

entro y me reclino en el sofá, enciendo la tv; me doy cuenta de algo, el sábado no

podré matar al maldito perro de mi ex novia

EL FILÓSOFO

El general Eduardo Soler en el ocaso de su carrera, ya con varias medallas en

honor a su gran labor de mantener la paz a costa de la guerra, y de matar canallas

que no tenían amor por la patria, se sienta en su gran sillón de cuero y fuma un

habano tomando una copa de whisky. El general con satisfacción recuerda el reco-

rrido de su loable carrera militar; rememorando aquellos eventos en su vida que

fueron la causa de que hoy fuera un gran general de cuatro soles con honores milita-

res. Empieza a recordar cuando asistía al colegio a escuchar las clases, proveniente

de una familia humilde que sólo le podía brindar los estudios de una institución

pública, siempre pensaba que su realidad era la realidad del campesino que día a día

se despedaza para poder sobrevivir muriendo. En aquella época, todo era más sim-

ple, pero más duro, no pensaba que su mundo podía cambiar, miraba a su perro, el

cual siempre lo acompañaba en el desayuno antes de ir al colegio, pensaba que ese

perro siempre iba a ser un perro, como él, que siempre iba a ser un campesino igual

a su padre, eso no tenía discusión. Pero, de cierto modo, era como debían ser las

cosas, los cambios siempre son complicados y dominados por el azar.

No había más nada que pensar, el futuro era el pasado, las aspiraciones eran la

de conseguir una buena mujer que ayudara a criar a los hijos, la labranza era el

destino que representaría el resto de su existencia. El general recuerda con cariño

aquellos amigos de la adolescencia, cuando se escapaban de clases para ir al río a

bañarse toda la tarde; hermosa época, hasta aquella fatídica tarde en la que José,

Andrés y él estaban en el río y José queriendo demostrar con vanidad su gran habili-

dad en el nado, fue tragado por la corriente, no pudo ser encontrado, ese día desapa-

reció la inocencia del rostro del adolescente, el general ya era un hombre. Desde ese

día se acabaron las idas al río, conoció el sabor de la cerveza y el camino a la taberna

“La samaritana” donde se encontraban aquellas que debían complementar la hombr-

ía del general. Pero en esta transformación del niño en hombre, faltaba un hecho

determinante.

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Ya dejando las cosas de niños, el general salió en compañía de su padre a ca-

zar un animal que se estaba comiendo las gallinas, sospechaban que era un tigrillo.

Siguieron las huellas por más de dos horas, cuando de pronto, en unos matorrales

encontraron el cuerpo del tigrillo abatido. En ese momento, fueron sorprendidos por

tres hombres armados, el padre con la escopeta mata a uno; saca el revólver que

lleva en el cinturón, mata al segundo; pero el tercero le da un tiro en la cabeza, el

general quedó estupefacto cuando ve a su padre que es abatido; apunta con su esco-

peta y dispara al asesino que cae, la camisa verde del bandido se mancha de sangre

que comienza a enlodar el suelo. Todo sucedió muy rápido, el general quedó en

silencio, en una semana no pronunció una sola palabra. Los vecinos sabían muy bien

quienes habían sido, pero no se podía hacer nada, así era siempre. El padre fue ente-

rrado sin mayores comentarios, la vida continuó normalmente.

Después de una semana de silencio, el general lloró un día completo en su ca-

ma, acompañado de su perro. Al día siguiente se dirigió al colegio con la resignación

siempre presente. Era su último año de colegio, y había que encargarse de la cose-

cha, ya era el hombre de la casa. En la clase de filosofía todos estos pensamientos

pasaban por su cabeza, y no prestaba mucha atención a lo que el profesor decía.

Pero hubo algo que le llamó la atención; el profesor empezó a hablar de que la reali-

dad no es estática, que puede cambiar y el hombre es el que puede transformarla.

Esta idea empezó a retumbar en la cabeza del general.

–Transformar la realidad –se repetía– pero ¿cómo es esto posible?, nada puede

cambiar.

Al final de la clase, el general se acercó al profesor y le preguntó cómo era po-

sible transformar la realidad; el profesor le respondió:

–Sencillo hijo, con ideas.

Esto le dio nuevas perspectivas al general, lo hizo pensar en todo lo que podría

hacer, esa noche no durmió. Comenzó a construir un plan, fue sigiloso, lo pensó

todo, paso a paso, cada detalle era validado escrupulosamente (incluso la suerte),

cavilando pragmáticamente la manera de realizarlo. Cuando eran las 5 de la mañana,

ya había terminado su estratagema y sabía concretamente qué era lo que haría en los

próximos veinte años; no se escapaba un detalle, lo primero era preparar su partida,

era inevitable para poder cumplir su objetivo, no pretendía de ninguna manera dejar

a su familia, es decir a su madre y a su hermana menor, desprotegidas ahora que era

el hombre de la casa. Para lo cual, dejó a cargo de las cosas a un allegado de la

familia. Terminó el último año; era tiempo de ir a la ciudad.

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Con algunos ahorros mantuvo su estadía mientras conseguía trabajo. Unos días

después lo contrataron de mensajero en una empresa. Al principio lo preocupaba

mucho su familia, tenía contacto constante y estaba al tanto de las cosas, al parecer

todo marchaba con normalidad.

–Un poco mala la cosecha pero se puede comer –decía la madre.

Era muy eficiente en el trabajo, lo que significó, en un corto plazo, un ascenso

a supervisor, lo que le dio una entrada adicional. Empezó a enviar dinero a la fami-

lia, además logró ahorrar algo para hacer lo que lo llevó a emprender su viaje, iniciar

una carrera militar. Pero, nada era fácil, debía ahorrar lo suficiente para cumplir sus

planes, trabajó duro durante un año, pasando y sobrellevando penurias, hasta que

ingresó a la escuela militar.

Ya en la escuela militar todo fue muy natural, el general se sentía en su am-

biente y logró ascender en menos tiempo de lo habitual. Proezas ejemplares, gran

aptitud física, una inteligencia única en el campo de batalla. Con rapidez se convirtió

en un oficial militar de alto rango. Como oficial cada día se esforzaba para que su

labor fuera implacable, y lo era; eficiente al aniquilar al enemigo, teniendo en cuenta

siempre el fin, por lo tanto los medios siempre eran cuestión de papeleo. Inevitable-

mente se convirtió en el general más joven del ejército a los 29 años, hazaña que no

sucedía por casi dos siglos. El general recuerda cómo después, se encargó de la

búsqueda y destrucción de bandidos. En la construcción de un nuevo ejército, impla-

cable, que transformara la realidad. Realidad que debía ser cambiada porque era una

realidad del enemigo, y el enemigo tenía que ser aniquilado. El general hizo bien su

trabajo, fue reconocido por la sociedad que defendía, se convirtió en un personaje

que todos respetaban y temían.

Ahora, el general tiene el cabello cano, es viejo, con un dolor en la rodilla, al-

gunos dicen que por una esquirla de metralla, otros, que por jugar al futbol, él decía

que por jugar al ajedrez (la verdad no sabía ni cómo mueven las piezas). Se había

jubilado y recibió una medalla por el trabajo de toda su vida. Sigue reflexionando

sobre todos estos hechos, y recuerda con cariño a su profesor.

–Si no fuera por él, sería un simple campesino y no el reconocido general de

cuatro soles que ha cambiado un poco el mundo, que ha transformado la realidad –

piensa.

Pero todavía faltaba mucho por cambiar y el general ya no tiene más tiempo.

Pensando en el profesor, se da cuenta de que la única forma de que haya sucedido

todo lo que sucedió con su vida fue en gran parte por su causa. De repente, el gene-

ral cambia de semblante, frunce el ceño; coloca fuertemente la copa de whisky

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medio llena en el escritorio, que salpica un poco. Toma de la gaveta del escritorio la

pistola, la mete en su cinturón. Sale rápidamente de la casa en el automóvil; em-

prende un viaje de 8 horas.

Cuando llega al pueblo a las 2 de la madrugada, todo está en un oscuro silen-

cio, cosa que los habitantes le deben agradecer al general. Llega al centro del pueblo,

pasa por la iglesia, sigue dos cuadras más y reconoce la casa, no ha cambiado mu-

cho; el mismo color verde claro y la puerta de madera con la pintura vieja. Detiene

el automóvil enfrente, lentamente abre la puerta; al salir del auto el general observa

la calle solitaria. Camina hacia la casa, intenta ser sigiloso, pero le duela la rodilla.

Al llegar a la puerta, el general se detiene un momento, se arregla la chaqueta y toca

tres veces. Poco después se escuchan unos pasos lentos y viejos, abre la puerta el

jubilado profesor, mira al general, lo reconoce.

–General eres tú –con voz cansada dice el profesor– por qué demoraste tanto,

hace tiempo te esperaba.

El general sin contestar saca la pistola de su cinturón, apunta al profesor en la

cabeza; lo mira a los ojos, el profesor lo observa estoicamente. El general dispara, la

bala entra por la frente en medio de las cejas y sale por la nuca. Los ojos del profesor

se desvanecen, el cuerpo cae lentamente al piso. El general observa el cuerpo del

profesor y detalla la manera en que empieza a formarse un charco de sangre que

emana de la cabeza. Da la vuelta, entra en el auto, lo enciende, se queja por la rodilla

que le duele y con tranquilidad, toma el camino de regreso.

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DENISE ELIZABETH GRIFFITH

Denise Elizabeth

en Buenos Aires en 1993. Se

graduó en el IES en Lenguas

Vivas Spangenberg con orient

ción en letras. Recibió una me

ción en un concurso de la 19ª

Feria del libro y fue finalista, dos

años consecutivos, en concu

del Colegio del Arce. Actualme

te, se encuentra cursando el tercer

año del Traductorado técnico

científico y literario en el IES

Lenguas Vivas J.R. Fernández.

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DENISE ELIZABETH GRIFFITH

Elizabeth Griffith nació

en Buenos Aires en 1993. Se

el IES en Lenguas

Vivas Spangenberg con orienta-

ción en letras. Recibió una men-

ción en un concurso de la 19ª

Feria del libro y fue finalista, dos

años consecutivos, en concursos

del Colegio del Arce. Actualmen-

uentra cursando el tercer

año del Traductorado técnico-

científico y literario en el IES

Lenguas Vivas J.R. Fernández.

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EL ANFITRIÓN DE LAS PALOMAS

Buenos Aires es una ciudad superpoblada con palomas. Está comenzando a

ser asolada por estas mugrientas pero pasivas aves. El ser humano siempre se ha

creído el rey de la naturaleza pero estos seres están empezando a robarle su lugar

geográficamente hablando.

Tan grave es la situación que los habitantes de los barrios han puesto alam-

bres de púas en las ventanas de sus apartamentos y casas y el gobierno de la ciu-

dad, con el objetivo de ahuyentarlas, se las ha ingeniado para conseguir una cama-

da de halcones. Se han adiestrado tres razas distintas para disminuir la superpobla-

ción de aves. Es un procedimiento "natural", ya que se utilizan predadores habitua-

les de esta especie. Es una medida importante, pues esta xenofobia aviaria está

ganando lugar entre más y más habitantes…

Así era la situación. Las palomas estaban desplazando a todo animal citadino.

Toda la ciudad estaba haciendo su mejor esfuerzo por echarlas sin piedad salvo una

persona. Una persona cuyo nombre era Arturo Aurelius, que en ese momento apagó

el televisor. Arturo las alimentaba a diario y con amor. Por las mañanas, por las

tardes y por las noches. Ese era su mayor pasatiempo. Podía pasarse horas sentado

infelizmente en un banco alimentándolas. Tendía a buscar lugares solitarios porque,

de otra forma, se encontraba con la mirada poco sutil de la gente, que lo observaba

con desdén. Y su personalidad no tenía espacio para esa clase de miradas.

Él era un anciano jubilado y solitario; ávido lector de Borges y de información

sobre las palomas, se había aprendido las numerosas especies.

Sus compañeros, su familia y sus antiguos amigos ya no existían para él: los

detestaba porque eran unos traidores. Ocupaba su tiempo dando largas caminatas,

leyendo y yendo al templo. Los libros de política eran sus favoritos, le recordaban a

los maravillosos tiempos de orgullo y esplendor en los que militaba.

Solo del todo no estaba: tenía de mascota a un gato gris llamado Cholo. La ga-

ta de su hermana había quedado embarazada y su hermana le había ofrecido una

cría. No le gustaban los perros, prefería tirarse por una ventana a tener un perro. A

su lista de penurias se le añadía la lluvia porque representaba un obstáculo para la

vida al aire libre que tanto le gustaba, esa dimensión temporal y espacial en la que

disfrutaba de la ociosa compañía de sus amigas. Le pedía dinero a su hermana, le

decía que era para su salud cuando en realidad lo usaba para comprar alimento, que

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no era para él, más bien tenía la forma de granos para sus estimadas aves. Por otro

lado, estaba ahorrando para comprarse un mp3.

Era el único que no tenía alambres de púas en la ventana o en el balcón de su

departamento. Los seres grises solían posarse en la baranda y ésta se ensuciaba con

excrementos, excrementos que luego se convertían en polvo. Él, a cada segundo,

aspiraba de ese polvo inconcientemente y éste se posaba por doquier, su cabello

blancuzco incluido, y entre toda esa cebolla pasaba inadvertido. Su efecto era como

una droga, pero una droga letal, que poco a poco, le iba generando trastornos cere-

brales hasta el punto de llegar a contraer psitacosis.

Un 6 de septiembre salió de su casa para votar presidente. Después del último

libro de Eduardo Galeano que había leído, tenía una nueva y flamante visión. En

ningún momento lamentó no estar en el parque o en su casa mirando por la ventana.

La tarde siguiente, cuando estaba entretenido mirando la televisión sin mirar

oyó el gañido de un halcón. Se acercó, lo miraba fijamente, acechándolo, con sus

opacos ojos negros. Aquel derrotista anciano se limitó a desviar la mirada. La cabeza

le dolía horrores y sentía una fatiga fundidora. No paraba de toser, su tos era seca y

extremadamente aguda. No la reconocía como propia. Tenía escalofríos y temblaba

como un epiléptico. Se dejó caer en el sillón negro de la misma forma en la que lo

habría hecho alguien que se había pasado el día trabajando.

Las noticias del programa de la tarde se habían acabado y estaban rellenando

con informes. Hablaban de la nueva medida que estaba implementando el gobierno

para deshacerse de los bichos.

––Si esta medida fracasa, las palomas dominarán al mundo ––bromeó el con-

ductor rubio con cara de estúpido.

––Y me nombrarán vice ––respondió Arturo sumergido en un mundo que le

pertenecía.

Vio que el halcón seguía molestándolo y agarró una botella de vidrio para es-

tampársela triunfalmente.

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MIGUEL OVIEDO RISUEÑO

Miguel Oviedo Risueño. (Colo

bia 1960)

Escritor, Poeta, Comunicador

social. PUBLICACIONES: “Mas

allá del Galera” (1994) DI

rial DE LA Diócesis de Ipiales.

“Sin Agua en el Desierto”, (1991

Segunda Edición en 2012.

“¿Dónde Soñarás Esta Noche?”,

(1995); Segunda Edición en 2012.

“Poemas en punto G. Poemas en

punto de Guerra” Publicado por

Free-ebooks en 2012. “Vuelo de

Commetta” Cuento infantil P

blicado por Autoreseditores en

2013.INÉDITOS: (cuento y poe

ía), Novela Inédita: “Leticia Amaneció Desnuda”. “Al Morir el Sol, Cuentos de

Casi en la Noche”, “En tinta Verde”, Novela. “Al ladrar de los Perros”

“Huellas en La Arena” – Poesía

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MIGUEL OVIEDO RISUEÑO

uel Oviedo Risueño. (Colom-

Escritor, Poeta, Comunicador

social. PUBLICACIONES: “Mas

allá del Galera” (1994) DI Edito-

rial DE LA Diócesis de Ipiales.

“Sin Agua en el Desierto”, (1991);

Segunda Edición en 2012.

s Esta Noche?”,

Segunda Edición en 2012.

“Poemas en punto G. Poemas en

punto de Guerra” Publicado por

ebooks en 2012. “Vuelo de

Cuento infantil Pu-

blicado por Autoreseditores en

DITOS: (cuento y poes-

“Al Morir el Sol, Cuentos de

“En tinta Verde”, Novela. “Al ladrar de los Perros” – Poemas.

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CUERPOS MOJADOS

El pasado mes de marzo el agua cayó tanto que cuando desperté, pensé:

¡Llovió toda mi infancia! Como en el “poema invierno” (Jotamario Arbeláez –

El profeta en su Casa- paños menores 1988).

Los hombres y mujeres del barrio aleteaban entre los alambres descolgando la

ropa. Y achicando hacia la calle el agua que entraba a los cuartos. Acompasábamos

con música de olla y bacinillas las goteras del techo, que vaciábamos al sifón cuando

se desbordaban. Andábamos descalzos arremangados los pantalones.

Mi vecina del tercer piso volaba con un plástico hacia la sala para cubrir la

nueva enciclopedia ilustrada. Atravesando los tejados de luz a la sombra del palo de

agua, la vi inclinarse y la transparencia de su camiseta mojada me mostró lo que a

diario imaginaba cuando la veía caminar con su jean apretado, cruzar junto a la

ventana y sonreírme coqueta al movimiento suave de su cabello lacio. Cubrió los

libros y sus curvas rozaron su pecho y yo estaba allí sintiendo el calor húmedo de su

respiración, penetrando su silueta, dibujando en la sombra de su cuello, la huella de

mi boca, lacerando con mis dientes los negros lunares de sus senos. Sí, su respira-

ción y la mía, secando gota a gota, hasta escurrir mi lujuria guardada en días de

observarla, a la sombra del palo de agua.

Page 26: FISURAS DE LO REAL

RICARDO GUIDI

Ricardo Guidi vive en la

ciudad de La Plata

participado en varias ant

logías de cuentos, origin

das por distintos certám

nes literarios: “Concurso

Literario del Bicentenario

Municipalidad de La Pl

ta”. “XLIV Concurso N

cional e Internac

Editorial Raíz Alternativa”.

“XLV Concurso Nac

internacional

Raíz Alternativa”. “Concurso Literario Biblioteca Popular del Paraná, edición

2012”.

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Ricardo Guidi vive en la

ciudad de La Plata. Ha

participado en varias anto-

logías de cuentos, origina-

das por distintos certáme-

nes literarios: “Concurso

Literario del Bicentenario -

Municipalidad de La Pla-

ta”. “XLIV Concurso Na-

e Internacional

Editorial Raíz Alternativa”.

“XLV Concurso Nacional e

ional. Editorial

Raíz Alternativa”. “Concurso Literario Biblioteca Popular del Paraná, edición

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LADINO

Por los cien orificios, el haz de luz cruzaba la chapa como si fuera un colador.

Amanecía temprano en época de verano, y antes de que la pieza en penumbra

se llenara con lunares incandescentes, el gallo ladino se erguía sobre el travesaño de

palo y emitía un grito chillón.

El chiquilín, con los ojos inflamados, acusaba primero recibo, se quitaba de

encima la manta de trapo percudida, y se mojaba la cara apenas con la yema de los

dedos.

Algo encandilado, dejaba la tapera de una sola pieza, y caminaba hasta la

bomba descalzo, esquivando las piedritas filosas.

A las diez de la mañana el interior era un infierno. Los primeros bufidos y re-

zongos de Saborido se oían desde afuera. El chiquilín, con el torso desnudo, corría a

reanimar el fuego moribundo de la noche pasada. Al poco tiempo el tacho de agua

helada comenzaba a entibiarse, y cuando los primeros borbotones subían del fondo

para liberarse en la superficie, lo retiraba y dejaba a un costado esperando, como

Saborido había dicho.

Ajustarse el cordón del pantalón era lo primero en hacer. Se levantaba con

modorra del catre, empujaba el abdomen hacia adentro, ataba un doble nudo y con

eso bastaba. Saborido no era hombre de llevar camisa.

El gallo ladino caminaba sobre sus dos patas y el cogote erguido merodeando

su entorno, rodeaba por completo la tapera para que nadie ni si quiera se atreviera a

mirarla. Su picotazo certero y sagaz, le hacía levantar cada grano del piso sin dejar

pasar ni uno, pero otro instinto le demandaba otra fibra, la fibra animal. Entonces

bien ágil trepaba por el ramaje de la higuera que lindaba a la casa, allí solitario la

desparasitaba del bichaje oculto, que habitaba su corteza arrugada y grisácea.

Dos sombreros caídos sobre los hombros se veían pasar por el sendero, entre

el seco pajonal. Llevaban el torso desnudo. La piel del chiquilín iba empapada en

sudor, la de Saborido iba opaca, reseca, grisácea como la higuera. Al rato el sendero

demandaba una curva, y los dos se perdían tras el monte de coronillos.

Al medio día el sol ya rajaba la tierra. Regresaban ahora, los sombreros de paja

plantados en sus cabezas, dejando las caras en sombra, casi irreconocibles. Saborido

adelante, llevaba colgada del hombro una bolsa con demasiado peso, que encorvaba

su espalda; el chiquilín, más atrás, lo seguía con otra repleta, bamboleante, liviana

como el aire.

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El gallo ladino los esperaba en la casa, los había visto de lejos. Al acercarse

comenzaba a saltar de una rama al techo y otra vez a la rama, revoloteando sin norte

como un pájaro del monte enjaulado. No era una gracia a su amo, ni gesto de rebeld-

ía, el techo de chapa a esa hora escaldaba hasta el vaso de un caballo.

El chiquilín llamaba al gallo con un ligero silbido, le presentaba el brazo en

forma de hoz y el ave subía aleteando, luego seguía por el hombro y al final termi-

naba en su cabeza, donde picoteaba su pelo ralo. La demanda era evidente. Enton-

ces de la bolsa pesada, él sacaba puñados de maíz y los esparcía en el piso, por aquí,

por allí, jugando con el animal una suerte de seguidilla. Desde la bomba, Saborido lo

observaba mientras se refrescaba el cuello y la cara agrietada, gemía por la sensa-

ción y a la vez riendo le gritaba:

¡Dale pibe, dale no más!, ¡Hasta que el buche reviente!

La otra bolsa dentro de la casilla, colgaba de un gancho de fierro. Saborido ca-

lentaba agua en una pava tiznada, volcaba la yerba en un mate, luego solo un puñado

en un jarro de lata. La yerba se empapaba, él sorbía de la bombilla, el chiquilín

revolvía el caldo con uno de sus dedos. De la bolsa liviana Saborido había sacado un

par de galletas, parecían calabazas. La suya la había arrojado contra la mesa y de un

puñetazo la había hecho mil migajas, las mascaba despacio entre sorbidas. El chi-

quilín la cortaba en pedazos mayores, los sumergía en el magro caldo, luego devora-

ba esa blandura, entre quejidos de llagas.

La siesta sofocante los confinaba a un solo lugar, bajo la higuera. Saborido se

echaba en la hamaca y quedaba por horas inmóvil como un finado verdadero. El

chiquilín aprovechaba y desplegaba su ágil cuerpito de pluma, trepando las ramas

con brazos y piernas. Sobre la cima permanecía rato largo quieto y atento, observan-

do cada ave que la habitaba, el batir de las penetrantes chicharras, la quietud plena

de Saborido. Observaba todo desde aquí, liviano, y algunas veces pretendía saltar de

rama en rama, aletear, tal vez volar.

Esa noche se acostaron a dormir muy temprano, mañana iba a ser sábado y

debía primar el descanso. Saborido se acomodó en el catre frente a la puerta, cubier-

ta apenas por una tela. El chiquilín se arrolló en el suyo más chico. El gallo ladino

revoloteaba, no quería dormir, engullía las últimas migas de la mesa descalabrada, y

hasta había volteado un vaso con restos de vino. Saborido desde el catre lo tentaba

como todas las noches, con su mano como cuenco, colmada de rico maíz. Le atraía

que picara rapaz, hasta que todo estuviera acabado. Antes que se durmieran, el gallo

aleteaba hasta su travesaño de palo, ubicado en lo alto, en el ángulo de un oscuro

rincón.

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Atardecía el sábado. Algunos coches desvencijados y decenas de caballos ro-

deaban el galpón, que antes había sido deposito del yerbatal. El sol se escondía y la

luz propia de ese santuario se filtraba por las rendijas hacia la oscuridad exterior. Un

único portón habilitado se abría y cerraba sigilosamente, por él entraban sin cesar

hombres y algunos niños. El murmullo se oía claro desde afuera, eran cientos las

almas adentro.

Saborido y los suyos casi llegaron últimos. El hombre traía atada al cordón del

pantalón una bolsa repleta de granos; el chiquilín, al gallo ladino montado en el

hombro.

Más tarde el murmullo creció hasta el griterío, palabras de aliento, incontables

insultos. Entre las voces se oyó claro a Saborido exclamando:

¡Dale gallito!, ¡Tumbalo gallito!

Casi a la media noche salió de repente la muchedumbre y atravesaron el

portón sigiloso. Parecía un hormiguero.

De regreso a la tapera caminaron en fila. Lento el chiquilín, sangraba de un ojo

y su piel parecía lacerada. Saborido sonriente por el triunfo, se refregó varias veces

las manos, mientras pensó cuál sería el premio merecido. Poco antes de llegar se dijo

convencido una sola palabra:

Azúcar.

Sí, azúcar bien blanca. Dos cucharadas repletas le ofrecería, para endulzar al

magro caldo de mañana.

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TATA EVANGELISTA

Cristina Evangelista

nació en la ciudad

de

año 1962. Actua

mente vive en la

provincia de San

Luis donde se

desempeña como

directora de una

escuela unipersonal

en el paraje Est

ción R

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Cristina Evangelista

nació en la ciudad

Córdoba en el

año 1962. Actual-

mente vive en la

provincia de San

Luis donde se

desempeña como

directora de una

escuela unipersonal

en el paraje Esta-

ción Río Quinto.

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ALGUNOS VICIOS

Chicos en una escuela rural.

-Seño, ¡no sabés lo que pasó el sábado en el patio de mi casa!

Así empezó la conversación: Milagros tenía todavía el susto en la piel, no obs-

tante, esperó hasta la hora de la leche, justo cuando se cambia la yerba al mate, para

acercarse al escritorio y, con la excusa de cebar, empezó a contar:

- El sábado llegó mi tío de visita a mi casa y se quedó a comer y enseguidita

llegó mi papá con un amigo que no se quieren con mi tío porque supieron tener

problema de mujeres…

- ¿Cómo problema de mujeres?

- Es que el amigo de mi papá, según decían, lo corneaba a mi tío.

- Mmmmmmirá vos…Pero, ¿era así?

- No sé, me parece que no, pero mi tío por las dudas cada vez que se acuerda

se pone en pedo, por eso cuando mi mamá lo vio le dijo:”Humberto no te pongas a

chupar, ya te dije que si no te la aguantás la corrás a la mierda a la Mirta, pero

termínatela con andar mamao, porque aparte de cornudo… borracho”

- Y tu mamá se preocupa por él… ¿toma mucho tu tío?

- Tomaba antes, dice que se curó mascando “sombra de toro”, ahora solo se

mama cuando se acuerda que es cornudo.

- Qué raro que no se haya separado y pone punto a este asunto.

- Es que está como embrujado el tío…, y dicen que mi tía tiene videos sesua-

les.

A esta altura del relato los compañeros, que son vecinos de Milagros y que co-

nocían a los personajes, se arrimaron a agregarle detalles a la historia:

-¿Le contaste que la Mirta es tu madrina?

-La Mirta es mi madrina, seño… mi mamá me dio a ella porque antes era re

buena la Mirta.

-¿Cómo que te dio? ¿Vos viviste con la Mirta?

-No seño, me dio para que ella sea mi madrina.

-¡Ah!

Yael, la encargada del mate, revolvía con la bombilla la yerba de tal manera

que pensé que la iba a desarmar. Se había puesto ansiosa porque algo sabía del

sábado en cuestión:

-Pero contale bien que pasó –casi que ordenóYael.

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-Bueno resulta que mi tío después de comer empezó a tomar un poquito, un

poquito, un poquito más…

-¿Y tu mamá no le decía nada?

-No, porque a mi mamá no le gusta retarlo delante de la gente, y a mí me pare-

ce que los otros lo chupaban a propósito…

-¿Por qué a propósito?

-Porque empieza hablar que se va a matar, y llora, y se le da por llamar a los

gritos a mi tía Mirta… y ella no lo escucha si esta como a quince leguas de mi ca-

sa… y después se quedó dormido echado en la mesa, en el patio… Nosotros lo

dejamos y nos fuimos adentro a dormir, mi mamá no quiere que estemos cuando él

se pone así…

-¡Qué situación fea, hija!

-Sí, seño, mapue, cuando nosotros no lo veíamos, se despertó, se fue al galpón

y sacó unas sogas que son del patrón, llevó un tacho y la silla al lado del monte más

grande…

Me empecé a agarrar la cabeza porque era previsible el final de la historia y

pensaba para mis adentros: con razón quiere contarla, pobrecita, con la imagen que

le debe haber quedado en el alma… Con qué necesidad por dios…

-y mapue, pasó la soga por la rama, hizo un nudo para matarse y patió el ta-

cho…

-…

Y Yael volvió a azuzar el relato:

- ¡Pero decile a la seño que pasó!

- Como estaba mamao el tío no se puso la soga en el cogote, se la pasó por los

pieses, y cuando el tachó se cayó él quedó atrancado de la cintura… Y a nosotros

nos despertaron los gritos de él.

- ¿Y qué gritaba?

- “¡Mirta, vení a bajarme que no puedo morir sin vos!”

LA CULEBRA Y LA IGUANA

El viernes, antes de terminar, apareció la culebra como queriendo entrar a la

escuela. Pobre animal, ahí nomás acabó sus sueños académicos, pero generó sinnú-

meros de comentarios e investigaciones que los chicos hoy relataban en la escuela.

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-Mi papá dice que esa no hace nada porque es una víbora sin dientes, se ali-

menta de la culebrilla…

- Sí seño, come culebrilla, por eso no engorda y cada vez es más larga…

-Dicen que es “guenísima”, que se puede jugar con ella…

A este punto y con tantas virtudes desconocidas sentía culpa por la muerte de

la culebra, pero me salvó el relato de Milagros al cambiar de especie.

-Yo, seño, vi una iguana.

- ¿Dónde?

-En mi casa al lado del lavarropa, me creía que era una víbora y era una igua-

na. Y mi papá la mató.

-¡Las colas de la iguana se comen! Acotó Brisa, yo las como y después hago

aníos.

- ¡Sí!, se hacen aníos y se los ponen en los dedos.

-Sí seño, son buenos para las muelas…

-¿Son buenos para qué? Pregunto asombrada.

- Para las muelas, vos te pones un anío de la cola de iguana y no te duele más

la muela.

- ¿Y en dónde me lo pongo? ¿En la muela que duele?

-No seño, en el dedo nomás, y no te duele nunca más la muela.

-¡Ah! ¡Mirá vos!

- Sí, la abuela de mi mamá nos enseñó eso. Ella tenía un novio que le había re-

galado anío de iguana, y siempre le dolían las muelas, y después se le cayeron todas

las muelas, los dientes, todo, y bueno, no le dolió mas.

-Y a vos seño, ¿te duelen las muelas?

- No, yo fui al dentista y me las arreglo.

- Y querés que te traiga un anío de iguana?

- Sí, dale… tráeme uno.

- Vas a ver qué lindo queda en el dedo.

PUNTOS DE VISTA

Con Teté, volviendo al mediodía.

-Seño, ¿anda bien tu auto?

-¡Sí, pobre!, demasiado, nunca nos ha dejado.

- Yeso que es viejito y lo tenés lleno de tierra…

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-Y sí…

-Mi mamá dice que vos tenés que tener un auto mejor, que tendrían que pagar-

te bien…

- Y sí, Teté, pero no es así.

- Mi mamá dice que en la ciudad pura pinta pura pinta las maestras y no ense-

ñan nada.

-Bueno, no siempre es así.

-Sí seño, es así, andan en autooooss, pinturrajiadaaaaasss, limpiiiiitaaas….

-Y está bien que sea así, Teté.

-No seño,mi mamá dice que vos sabés andar con el poncho que es una hilacha,

que en cualquier momento te quedás sin auto y trabajás todos los días…

- …

-También dice que sos buenísima…

Page 35: FISURAS DE LO REAL

SANTIAGO QUELAL PASQUEL

Santiago Quelal Pa

quel nació en Quito en

1987. Participó

varias antologías de

poesía y cuento dentro

y fuera del país, tiene

un libro inédito de

cuento

fin del mundo

novelas también inéd

tas La gente no habla

y La ciudad sin din

ro.

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SANTIAGO QUELAL PASQUEL

Santiago Quelal Pas-

quel nació en Quito en

1987. Participó en

varias antologías de

poesía y cuento dentro

y fuera del país, tiene

un libro inédito de

cuento La fiebre del

fin del mundo, dos

novelas también inédi-

La gente no habla

La ciudad sin dine-

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LA FIEBRE DEL Dr. DOBRONSKY

A Gabriela Dobronsky La reina de espadas arremete con furia

al rey de corazones, quien abre sus ojos oro- rubí. Espada de honestidad, corazón de voluntad. Calor, color, sudor, se funden en la batalla.

Esa noche fue terrorífica. El Dr. Dobronsky soñó que su novia de juventud,

cuarenta años atrás, quería asesinarlo y asestarle un puñal persiguiéndolo por un

extraño pueblo desértico. Se escondió en una cantina al estilo western para perderla

de vista, pero cuando se sentó en la barra, su antigua novia estaba esperándolo.

Intacta. Joven. Coqueta. Con el mismo aire intocable, jugueteando con su pelo en-

sortijado. Al acercarse le susurró:

¿Por qué no pierdes la cabeza y vuelves a volar?

El Dr. Dobronsky despertó de súbito como si ese susurro fuera un ventarrón

indefinido. Se palpó la frente: estaba sudando. Temblando, estiró su mano hacia la

mesa de dormir, se puso los lentes de descanso y se levantó pesadamente para salir

por la puerta trasera de su departamento, llegando a un pequeño jardín poblado de

jazmines, lirios y violetas. Su presbicia había empeorado, por lo tanto, no se acerca-

ba mucho a las flores, de manera particular a las violetas, porque al no poder verlas

de cerca, se tornaba nostálgico; las violetas le recordaban a su novia de juventud:

Fernanda. Era la flor favorita de su idilio.

Cruzó el jardín en busca de una pastilla contra la fiebre hasta llegar a su mesa

de trabajo. No encontró la pastilla en ningún lado. En su desesperación su mirada se

detuvo para contemplar el retrato de Fernanda. Ella lo estaba abrazando frente a las

ruinas de Sacsayhuamán, en el Cuzco, en posición de combate, semejante al vuelo

de un águila. Al ver esas fotos sintió un vértigo febril, como si el vuelo del águila le

atravesara las sienes.

-¿Dónde están las malditas pastillas?, ¿dónde las dejé ayer? -se angustió el

Dr. Dobronsky.

Sin encontrarlas, salió a su trabajo como profesor en el colegio La Gasca.

Llevaba un terno oscuro con una corbata un poco babeada por la fiebre. Cuando se

sentó en el escritorio del aula, buscó a Isis: la chica más guapa y aplicada del curso.

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-¿Isis?, me siento un poco mal. Quiero preguntarte algo, pero quiero que me

respondas con toda sinceridad.

Isis se ajustó su bufanda multicolor y asintió.

-¿Crees que alguien, a mi edad, pueda aún enamorarse? -dijo el Dr. Dobrons-

ky.

Emilia, la mejor amiga de Isis, se puso unas gafas multicolores para molestar

al Dr. Dobronsky y de paso coquetearlo.

-Sí, apuesto a que sí, licen -aclaró Isis-. Debe tener fe en el amor.

-¿Así? -dudó el Dr. Dobronsky, temblando en su pupitre. De pronto, ordenó:

-Hoy es viernes ¡Vamos al laboratorio de Química!, ¡alisten sus mandiles!

Después de pensar nerviosamente en el asunto del amor, entró al laboratorio.

Los estudiantes miraban con recelo su comportamiento.

-¡Hoy el doc está raronsky! -dijo la gata Isis a Emilia.

-¡Saquen la violeta que pedí la otra semana!, ¡apresúrense! -vociferó el Dr.

Dobronsky.

Isis cruzó sus piernas, haciendo relucir sus atributos a través de su falda blan-

quecina. El Dr. Dobronsky la observó, como si fuera un aliciente para calmar su

pesar. Sonrió y dijo:

-Saquen sus violetas. Rasguen la primera capa del pétalo. Lo más fino que

puedan, luego colóquenlo en las placas con cuidado, tal como les enseñé en la clase

teórica.

Emilia deslizó un pétalo de violeta bajo su mandil, para cruzarse de brazos,

mientras Isis se limitaba a escuchar música en su iPod.

-¿Qué escuchas Isis? -dijo Emilia, rascándose la cabeza, un poco aburrida.

-Estoy buscando algo de música para la ocasión -dijo Isis-. Algo de U2. La

voz del papacito de Paúl Hewson es exquisita, ¡ultraviolet! ¡Es una delicia U2!

-¡De delirio mamacita! ¡Pásame un audífono! -señaló Emilia.

-¡El Cabronsky está mirando tus piernas! -susurró Emilia-. ¡No seas descara-

da!, ¡falta que abras las piernas!

-¡Está con fiebre el pobrecito! -dijo Isis, mientras aguzaba su mirada para an-

clarse en los ojos del Dr. Dobronsky-. ¡No te preocupes!, mira y aprende.

-Bien, todos lo han hecho. Señor Pérez y señor Altamirano traigan los micros-

copios del laboratorio de Química ¡Apresúrense! -decidió el doctor.

Los muchachos del curso armaron una gran algarabía al notar un Dr. Dobrons-

ky desconcentrado ante la mirada de Isis. Al sentirse fuera de su acostumbrada

autoridad, todos los chicos empezaron a conversar, escuchar música e incluso a

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fugarse. El doctor lo observaba todo, con el rabillo del ojo, pero no dijo nada, se

mantenía anclado en el juego de miradas con Isis.

Cuando Pérez y Altamirano regresaron el curso fue silenciado por un golpe

contundente por parte del Dr. Dobronsky.

-¡Cierren la boca!, ¡estoy concentrado! -dijo el doctor.

Al finalizar esas palabras todos entendieron que el Dr. Dobronsky estaba con

fiebre. Los párpados estaban arrugados y los ojos parecían hinchados. Rojos. Las

risas contenidas no se hicieron esperar, las fugas también, incluso había quienes

tomaron fotografías con la idea de subirlas al facebook.

Sonia, quien era conocida por sacar las notas más altas en Biología y Química,

estaba verdaderamente interesada en conocer el tejido vegetal y aplicar el azul de

metileno sobre la violeta, así que salió con su grupo de amigas directo a la dirección

del colegio.

La directora, al escuchar lo acontecido, tembló en su silla tan sólo de imagi-

narlo. Se acarició su talón izquierdo, descascarando una caracha que tenía desde

hace una semana. De igual manera dejó su organigrama y acompañó a Sonia para

ver lo sucedido.

Al escuchar el sonido de los tacones al acercarse al curso, la algarabía aumentó

y se formó una especie de manada tras la directora. Cuando la directora cruzó el

umbral de la puerta, vio al doctor babeando en el escritorio.

-¡Por dios! -gritó la directora-. ¿Qué le pasa al doctor?

El Dr Dobronsky medía sus últimas fuerzas en el concurso de miradas. Isis es-

taba bien sentada en una silla, frente al escritorio del doctor. Juventud vs vejez.

Retándolo, tratando de provocar su derrota, sacándole lágrimas, sudor, mientras Isis,

toda oronda seguía susurrando la canción de U2:

-Baby, baby, baby...light my way

-Baby, baby, baby...light my way

El Dr. Dobronsky era un amasijo de nervios. Estaba sudando a chorros. Su

mandil yacía magreado de costura a costura; pero no se rendía, trataba ese juego de

miradas como si fuera un juego de vida o muerte, de convertir roma en amor.

La directora no sabía qué hacer: si reprender a Isis o sancionar al Dr. Do-

bronsky, pero no se atrevió a ninguna de ellas porque sentía en sus miradas algo

salvaje, sobrenatural, algo que estaba fuera de sus manos, que le causaba un inson-

dable temor.

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De pronto, como si alguien abriera una ventana de bienvenida a los sueños, un

viento cargado de polvo sopló por todo el laboratorio de Biología y derrumbó al Dr.

Dobronsky.

Un silencio apócrifo se apoderó de la directora y los estudiantes. La directora

fue la primera que se decidió acercarse al ver a Isis feliz, inmóvil, arrogante, onde-

ando su larga cabellera al viento.

-¡Dr Dobronsky! -advirtió la directora-. ¿Qué le pasa?, ¿está bien?

Sus tímidas manos se posaron en el cuello del doctor para constatar su fiebre.

-¡Dios!, ¡está ardiendo! -anunció la directora.

El Dr Dobronsky, al sentir que era manoseado por alguien, alzó su cuello; sin

distinguir demasiado quien estaba cerca y con todas las fuerzas de su corazón repi-

tió.

-Fernanda… ¿ya es recreo?

-¿Ya es recreo?.. Fernanda.

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MARIANO TANGARI

Mariano Tangari nació en Buenos

Aires en 1990. Se desempeña a

tualmente como pianista y profesor

de piano. Tiene varios cuentos y

relatos inéditos.

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ació en Buenos

Aires en 1990. Se desempeña ac-

tualmente como pianista y profesor

de piano. Tiene varios cuentos y

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Brevísimo comentario preliminar:

A los improbables lectores de este relato, quisiera pedirles disculpas por algunas

duras opiniones que he volcado en el texto. Puedo asegurar que en esta pequeña

obra he perseguido únicamente un ideal de invención formal, tomando como mode-

lo una forma musical e incorporándola (probablemente con escaso éxito) a una

narración. Las oraciones, las situaciones y los personajes no valen nada por sí

mismos, y sólo se me ofrecen como materiales susceptibles de elaboración, desarro-

llo y ornamentación.

Hecha ya esta innecesaria advertencia, el autor desaparece de buena gana, y deja

paso a la obra… VARIACIONES SOBRE UN TEMA BURGUÉS Tema

S y P se encuentran en el subterráneo y se saludan cálidamente. S comienza a

contarle a P lo que le sucede. Le dice que su esposa no lo satisface en la cama, y que

está harto de sus hijos pequeños. P le recomienda a S ir en búsqueda de una travesu-

ra con alguna otra mujer y enviar a los niños a un colegio de doble escolaridad.

Ahora comienza P a sincerarse con S. Le cuenta que ha conocido a una mu-

chacha encantadora, amable, dócil, modesta, pero un poco aburrida. Pide consejo a

S, quien le dice que una mujer así es realmente un bien muy preciado, y que lo mejor

que puede hacer contra el aburrimiento es buscarse alguna ocupación, algún pasa-

tiempo.

S y P se despiden con grandes abrazos, y prometen ambos seguir al pie de la

letra los consejos que se han dado mutuamente. Variación I

S y P se encuentran en el subterráneo y se saludan cálidamente. S intenta lucir

sonriente, pero no lo consigue, y comienza a contarle a P lo que le sucede. Le dice

que su esposa lo ha engañado con su hermano mayor, y que, para colmo, sus hijos

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pequeños se han encariñado con él. P le recomienda a S buscarse alguna ocupación,

algún pasatiempo para olvidarse de su esposa, y enviar a los niños a un colegio de

doble escolaridad como castigo por su traición.

Ahora comienza P a sincerarse con S. Le cuenta que ha conocido a una mu-

chacha encantadora, amable, dócil, modesta, pero que no lo satisface en la cama.

Pide consejo a P, quien le recomienda a S ir en búsqueda de una travesura con algu-

na otra mujer.

S y P se despiden con grandes abrazos, luego de convencerse mutuamente de

que la vida es complicada, y las mujeres aún más. Variación II

S y P se encuentran en el subterráneo y se saludan fríamente. S le dirige a P

una mirada despectiva, y, ante una pregunta amable de su interlocutor, comienza a

contarle de mala gana lo que le sucede. En verdad, se aburre mucho hablando con P,

y para divertirse un poco, inventa una historia. Le dice que su matrimonio pasa por

un muy buen momento, que su esposa está cada día más enamorada de él, y que sus

hijos han obtenido excelentes calificaciones en la escuela. P, un poco envidioso, le

recomienda a S ir en búsqueda de alguna travesura con otra mujer, para probar si

realmente ama a su esposa, y enviar a los niños a un colegio de doble escolaridad

para sacar mayor provecho de su dedicación al estudio.

Ahora comienza P a “sincerarse” con S. A él también le aburre mucho esta

charla, y para divertirse un poco, inventa una historia. Le cuenta que ha conocido a

una mujer excepcional, sexualmente muy intrépida, pero que lamentablemente no se

conforma con un sólo hombre. Sugestivamente, pide consejo a S, quién –muy ocu-

pado con su teléfono celular y sin escuchar lo que su amigo le cuenta – le recomien-

da vagamente buscarse alguna ocupación, algún pasatiempo.

S y P se despiden con un apretón de manos, muy aliviados de concluir con una

conversación tan hipócrita e incómoda. Variación III

La mujer de S y la mujer de P se encuentran en el subterráneo y se saludan

amistosamente. La señora de S comienza a contarle a la otra lo que le sucede. Le

dice que su esposo no la satisface en la cama, y que tiene la sospecha de que éste

odia a sus hijos. La señora de P le recomienda a la mujer ser fiel a su marido y al

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sagrado matrimonio, y enviar a los niños a un colegio de escolaridad simple para que

pasen más tiempo con su padre y aprendan a ganarse su “buen corazón”.

Ahora comienza ella a sincerarse con la esposa de S. Le dice que se siente

bendecida de poder contar con un hombre tan dócil, amable, modesto y trabajador

como P, pero que después de tantos años de sana convivencia, empieza a aburrirse

un poco junto a él. Pide consejo a la mujer de S, quien le dice que un hombre así es

realmente un bien muy preciado, y que lo mejor que puede hacer contra el aburri-

miento es buscarse alguna ocupación, algún pasatiempo.

Las dos señoras se despiden con un abrazo sincero, luego de convencerse mu-

tuamente de que los hombres son complicados, pero las mujeres no lo son menos. Variación IV

S y P se encuentran en el subterráneo. S saluda a P con cierta reserva, mientras

que su amigo le estrecha la mano con una sonrisa. P nota que S está demasiado

callado, y le pregunta qué le pasa. S posa su mirada en el suelo durante unos segun-

dos, y aunando fuerzas, comienza a contarle a P lo que le sucede. Le dice que su

esposa no lo satisface en la cama, y que está harto de sus hijos pequeños. P le reco-

mienda enviar a los niños a un colegio de doble escolaridad, e ir en búsqueda de una

travesura con alguna otra mujer. S observa a su amigo con tristeza, y le dice que, en

honor a la sólida amistad que los une desde hace tanto tiempo, debe confesarle algo.

P se apresta a escucharlo con mucha atención. S le cuenta que ha conocido a una

mujer excepcional, sexualmente muy intrépida. Luego, saca del bolsillo del pantalón

su celular y le muestra a P una foto de la muchacha. El rostro de P palidece visible-

mente, y balbuceando, se arroja furioso sobre su amigo. Tres policías acuden rápi-

damente al lugar y separan a los dos hombres. P, con la voz ronca por la conmoción,

le reprocha a S su vil traición. S le responde que él no tiene la culpa de que su mujer

no lo satisfaga en la cama y que la de P no se conforme con un solo hombre.

Además, le recomienda a su amigo que cuide mejor de su esposa en lugar de andar

constantemente en búsqueda de alguna ocupación, algún pasatiempo.

Fuertemente asidos por los policías, S y P se despiden lanzándose mutuamente

insultos e imprecaciones; y cada uno por su lado se convence de que no se puede ya

confiar en los amigos, y aún menos en las mujeres.

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GERHARDO VAN JUNKER

Gerardo Miguel Hidalgo. Nació

en Villa Mercedes (San Luis) en

Noviembre de 1991. Autodida

ta. Miembro del G

Arcadia. Participó en varias

antologías. En 2013 fundó y

dirige Editorial Rorschach,

la que publicó “Feria de sens

ciones”. Tiene más de 10 libros

en preparación e inéditos.

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GERHARDO VAN JUNKER

Gerardo Miguel Hidalgo. Nació

en Villa Mercedes (San Luis) en

Noviembre de 1991. Autodidac-

ta. Miembro del Grupo Literario

Arcadia. Participó en varias

En 2013 fundó y

dirige Editorial Rorschach, con

la que publicó “Feria de sensa-

ciones”. Tiene más de 10 libros

en preparación e inéditos.

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LAS MANCHAS DE RORSCHACH

El profesor Sigmund me mandó a llamar a su despacho. El enfermero empuja

mi silla de ruedas a paso excesivamente lento, tanto así que podría haber visto las

hojas caer si hubiera tenido conexión al mundo exterior, en aquel pasillo. Abrió la

puerta con la frialdad característica de las personas que detestan su trabajo, detestan

el trato considerado entre personas y detestan su estilo de vida porque no completan

sus frustrados sueños de la infancia. La luz del día me encegueció por un momento,

mientras el orangután-enfermero me dio el impulso necesario para detenerme antes

de estrellarme en el escritorio y antes de golpear, mis rodillas viejas y cansadas… y

vaya a saber qué otra cosa más.

–Buen día Steve, hoy vamos a probar un método, que se inventó hace casi un

siglo, denominado las manchas de rorschach. Consiste básicamente en que me digas

la primera palabra que se te cruce por la mente al ver la tarjeta. ¿De acuerdo? Vea-

mos…

Empecemos por esta…

Me mostró la primera. Parecía una mariposa pero mis labios pronunciaron

“realidad”, lo que provocó la inevitable pregunta: ¿Por qué realidad? Porque allí no

hay nada concreto. Noto leves líneas, que interpreto como sendas que llevan a la

nada; poseen un centro oscuro como los tiempos en que estamos inmersos, por ende,

allí veo realidad.

El profesor con sus numerosos años de tratar a distintos pacientes, tomó nota

de todo lo balbuceado por mí áspera –y por momentos afónica voz– y luego sacó la

siguiente imagen.

Parecía un perro; un perro callejero; calle-padre; el libre albedrío me llevó a

pronunciar padre. Rememoré cómo escapé de él y mi vida en la intemperie junto con

los perros –infaltables compañeros de experiencias–. Entre las muchas cosas que

recordé, su rostro no era una de ellas; la cara de mi antepasado se encuentra amonto-

nada en la pila del olvido, lleno de polvo. Simplemente se esfumó, pero siguen

presentes su voz profunda y demoledora, agobiándome con sus gritos y con la ambi-

ción de que fuera copia fidedigna de él mismo. Su machismo, su política, su deca-

dencia alcohólica, quisieron formar en mí su descendencia bastarda.

Afortunadamente me detuvo Sigmund antes de explotar y cambió de tarjeta.

La imagen ya no era del bicolor blanco y negro, sino que se agregaban el celeste y el

rosa. Me inspiraba un roble, un ave y la torre de ajedrez (uno de mis juegos favori-

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tos); cuando el rey de los descalzos, perdió horas enseñándomelo, quedé profunda-

mente perplejo y atónito por la torre, las direcciones de movimiento, su marchar

elegante y fuerte y la trampa que logré tenderle. La torre fue la que me condujo por

el brillante camino de la lucidez mental, con el cual derroté al rey cuando menos lo

esperaba…

– ¡Suficiente!–Increpó, acto seguido levantó el tubo del teléfono y llamó al

enfermero– ¡Lleva al paciente a su cuarto!

El orangután-enfermero me llevó de nuevo a la cárcel sin vida blanca, aban-

donándome delante de los ventanales de mi cuarto. Comencé a observar el exterior y

pensé en las películas que le comenté al profesor…, pero lo que más ocupó mis

pensamientos fue tratar de saber por qué asistí a mi propio funeral.

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ELENA NILDA PAHL

Elena Nilda Pahl: Docente, narrad

ra oral, escritora. Autora de los

libros de poesía “Cielito y cielo”,

“La máscara rota” y de “Balcones e

interiores” (Aforismos y poe

Ha obtenido numerosos premios a

nivel nacional e internacional por

sus trabajos poéticos y en cuento.

Reside en la ciudad de Río Cuarto

(Córdoba) donde integra el grupo de

narradores orales “Encuentros” y el

de teatro “Farándula” de la Unive

sidad Nacional de Río Cuarto.

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Elena Nilda Pahl: Docente, narrado-

ra oral, escritora. Autora de los

libros de poesía “Cielito y cielo”,

“La máscara rota” y de “Balcones e

interiores” (Aforismos y poesías).

Ha obtenido numerosos premios a

nivel nacional e internacional por

jos poéticos y en cuento.

Reside en la ciudad de Río Cuarto

(Córdoba) donde integra el grupo de

narradores orales “Encuentros” y el

de teatro “Farándula” de la Univer-

sidad Nacional de Río Cuarto.

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METAMORFOSIS

...Y sí, hubo que aceptar la cruda realidad, ya no serían los mismos, tan suaves

y delicados. Mejor sería olvidar la violenta transformación que los volvió tumefac-

tos, sanguinolentos, desmembrados.

Algo turbio y pegajoso, amarillo como la envidia los masacró. Primero fue el

afilado cuchillo, luego el vapor sibilante y después los sordos plop, plop, saliendo

desde lo más profundo y cárdeno de la paila...Pero el aroma... ¡Ah!,¡el almibarado

aroma!, del dulce a punto, como queriendo justificar el sacrificio de los pétalos de

rosas.

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XOANA FERNÁNDEZ BORDÓN

SEBASTIÁN SERDÁN

Xoana Fernández Bordón nació en el año 1983 en Buenos Aires. Ha participado en

diversos certámenes literarios a nivel nacional, tanto de poesía como de narrativa. El

texto incluido en esta edición cuenta con la colaboración de Sebastián Serdán, nac

do en el año 1979 en la Ciudad de Buenos Aires.

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XOANA FERNÁNDEZ BORDÓN

Ha participado en

diversos certámenes literarios a nivel nacional, tanto de poesía como de narrativa. El

edición cuenta con la colaboración de Sebastián Serdán, naci-

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19 DÍAS

El hombre extendió, sin quitar la vista del televisor, el brazo derecho hacia la

puerta de la heladera. Al tocar el frío metal de la manija, viró su rostro en dirección

al artefacto y encontró, imán mediante, una esquela escrita que lo perturbó, no por-

que los diecinueve palitos muy prolijamente alineados infundieran amenaza alguna,

sino por la incapacidad de recordar cuándo o por qué los había dibujado. El único

ser viviente en toda la casa, a parte de él, era un potus que el antiguo inquilino había

dejado y que, a fuerza de ignorarlo, pronto dejaría el mundo de los vivos.

Palpó sus bolsillos. Su voz, murmurante, iniciaba una repetición casi rítmica...

tinta azul, diecinueve algos de tres (¡¿tres?!) centímetros cada uno, tinta azul, dieci-

nueve... Minutos o meses, libros, pastillas, deudas... Pasados o próximos... mejor no

indagar. ¿Mejor no indagar? Se sentó a descansar la vista. "No debo dormirme"

intentó pensar... Se concentró en la planta moribunda que oficiaba de centro de

mesa, escuchando distraídamente las últimas noticias de medianoche, hasta que

tomó conciencia de la postura encorvada de su espalda por el reflejo en la ventana.

Enderezó la columna y con determinación arrancó el papel de la puerta blanca,

echando a rodar el imán por el piso.

Hizo una regresión mental. Seis de la mañana: café sin azúcar, cincuenta mi-

nutos de colectivo, fábrica, diez horas, colectivo cincuenta minutos, casa, ducha,

más café, televisión, cena. Cuanto más profundizaba más exactos eran sus tiempos.

Pero nada, al menos por el día de hoy. Restaba escarbar en días anteriores, pe-

ro el cansancio era inseparable de sus ojos. Buscó la birome de tinta azul, la en-

contró en su bolso. Trazó con énfasis un rayón que tachara el dibujo del papel defi-

nitivamente, acabando con el enigma, sorteando las conjeturas antes de que pudieran

convertirse en reseñas imborrables. Pero sobre el papel sólo quedó una marca sin

rastros de tinta. Dos veces. Tres. "Ésto se pone difícil". La hoja recuperó su lugar en

la cocina con la vigilancia de otro imán en desuso. Humedeció la punta de la birome

y volvió a probar... “buéh, ahora funciona” .Anotó en el mismo papel: LUNES 13

DE MAYO: ni libros ni deudas... mañana veremos...

Tiempo de descansar.

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El sol arañaba raudamente las ventanas. Ignacio despertó sorprendido por una

claridad inusitada. Se incorporó en la cama tratando de ubicarse en tiempo y espacio.

Miró el reloj en la mesita de luz: las manecillas habían detenido su movimiento en

las seis en punto y un tono amarillo acaramelado invadía todos los rincones de su

cuarto. Preocupado, corrió a la cocina, donde un gatito dorado sobre la heladera le

indicó la hora: once y cuarto. Con rapidez tomó el teléfono inalámbrico y comenzó a

marcar el número de la fábrica, al tiempo en que se cercioraba de la hora echando

una nueva mirada a la panza del gato. No fue tan grande su sorpresa al ver que real-

mente era casi el mediodía y que por primera vez en siete años llegaría tarde al

trabajo, como lo fue encontrarse nuevamente frente al papel de la noche anterior,

con sus diecinueve marcas. Alguien pedía que contestaran del otro lado de la línea,

Ignacio miró el teléfono e ignoró la voz. Estaba totalmente desconcertado. Se acercó

al papel en la heladera, pasó sus dedos por la tinta que anulaba la primera de las

diecinueve rayitas. Todavía quedaban las marcas que la presión de la lapicera había

dejado al querer tachar todos los palitos. ¿Hola? ¿Hola?, el hombre se sobresaltó y

retomó la llamada que había iniciado, quiso explicar porqué llegaría tarde pero en la

administración no dudaron de concederle el día.

"Yo no hice eso". Un atisbo de desesperación cobraba fuerza entre sus múscu-

los, inquietando sus pies, los dedos de sus manos, convirtiéndose en resoplidos y

parpadeos nerviosos. Estaba claro que esa noche no se había levantado, y suponía

que no administraba, en toda su vida, algún episodio de sonambulismo. "¿Qué está

pasando?" Miró el potus marchito, recordó un mito acerca de tener esa planta en la

casa, pero no podía vincular los sucesos. Evitemos la locura se dijo. Lo regó, lo

cambió de lugar, y antes de acomodarse en el sofá a intentar relajarse con la televi-

sión, súbitamente rebotó sobre sus pasos buscando la heladera: "dios mío... es tinta

negra..."

Unos minutos levantando cosas en la mesada alternadamente, revisando cajo-

nes con frenesí en busca de una lapicera negra que de antemano consideraba inexis-

tente, hicieron evidente la rareza de la situación. Sin embargo, al darse cuenta del

desorden que estaba causando, le pareció aún más absurda tanta preocupación.

"Quizá sea un simple descuido" se dijo, y pensó que incluso más que preocupante

era cómico tanto alboroto por un papel que pudo haber traído de algún lado sin darse

cuenta y que, extenuado en la noche anterior, tal vez tampoco haya notado que el

primer palito estaba tachado desde un comienzo. Para asegurarse del ridículo anotó,

en él, la fecha: MARTES 14 DE MAYO: soy un idiota, y dibujo una carita feliz,

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para dejarlo pegado en el electrodoméstico, luego de una observación minuciosa de

todos sus detalles.

Un imán sobre el costado del termotanque le sugería la posibilidad de almorzar

pizzas de todos los gustos. Ignacio recordó que estaba en ayunas, y la rutina de

almorzar cada día a igual hora ya se hacía sentir. "Sí, qué tal, para hacerte un pedi-

do... Yrigoyen 2042 primero A...“y el silencio invadió su oído. ¿Me escuchás?-... sí,

sí, disculpe don, primero a, me dijo, quédese tranquilo don, yo mismo se lo alcanzo.-

Veinte minutos después un hombre lo miraba firmemente a los ojos, olvidando

entregarle la caja que llevaba en sus manos. ¿Se siente bien señor? El hombre bajó

su mirada hacia su garganta y su pecho, y al adelantarse para entregar la pizza, sin

disimulo, giró su atención hacia la cocina, y repentinamente pretendió marcharse.

¡Hombre! ¿Qué pasa? ¿No me cobra? -Ah sí, discúlpeme Ignacio, son cincuenta.-

Pensó en no darle propina pero, si conocía su nombre, hubiera sido poco ama-

ble. Buscó unas monedas en su bolso mientras intentaba recordar a ese hombre de

alguna otra ocasión. Quizá dijo su nombre en la charla telefónica, pero de por sí el

silencio del sujeto ya lo había inquietado. ¿Lo habría confundido con el inquilino

anterior? Aunque no creía que se llamara igual que él. Tenga, y gracias.

Un minuto después la caja con la pizza caía torpemente sobre la mesada luego

de golpear de punta contra la pared. Ignacio corrió por las escaleras del edificio y

saltó a la calle buscando al hombre que parecía apurar el paso, aunque sin desespe-

rarse. ¡¿Por qué hiciste eso?! ¡¿Quién sos?! ¡¡¿Cómo sabés mi nombre?!! -… Todos

lo sabemos... y yo no lo hice... yo no los taché-. La salsa de tomate cubría del segun-

do al quinto palito del papel.

Mientras las preguntas surgían enérgicamente, el tipo mantenía la calma sin

detener su marcha presurosa. Si se negaba a responder o quisiera escapar, lo pondría

contra la pared tomándolo furiosamente de la ropa, lo insultaría, le gritaría, lo golpe-

aría si fuera necesario. Al llegar a un puesto de diarios Ignacio se detuvo, no espera-

ba aquellas respuestas que lo sumieron en la inquietud, y fueron un eco perforándole

los oídos. El hombre caminó con el mismo ritmo hasta la esquina donde dobló y

desapareció. "Todos lo sabemos", ¿quiénes eran todos? "Yo no los taché", eviden-

temente conocía los hechos que lo perturbaban. Volvió sobre sus pasos, compró el

diario para recuperar un poco la cordura.

Sonaba el teléfono, sostuvo el periódico bajo su brazo y se apuró a meter la

llave en la cerradura. Ingresó justo a tiempo para atender.

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- Buenas tardes, ¿Ignacio?

- Hola, ¿Sofía?

- Hola Ignacio, sí, Sofía, ¿cómo estás? ¿Qué te anda pasando querido? Hace

días que estoy tratando de comunicarme con vos y no atendés el teléfono?

- ¿Días? Pero si no hace más de una hora, una hora y media que hablamos. Te

avisé que me quedé dormido y me dijiste que me tomara el día.

- Te dije que te tomarás el día, “un día”, no una semana. Ya es lunes, en tal ca-

so me hubieras avisado si tenías algún problema, vos tenés un desempeño intacha-

ble, si necesitabas días, sabés que no habría peros…

- ¿Una semana?, ¿de qué me estás hablando, Sofía?, ¿me estás cargando?- pa-

recía un juego de palabras irónico, “un desempeño intachable”… tachable… palitos

tachados.., "necesitabas días”… días… palitos… palitos tachados… días tachados…

Sin soltar el teléfono y el diario se abalanzó contra la heladera, miró el papel soste-

nido por el imán, los ojos querían salírseles de las cuencas: ya eran siete las tachadu-

ras. Dejó el teléfono sobre la mesada con la voz femenina sonando lejana, y abrió el

diario, la portada confirmaba las palabras de la mujer: LUNES 20 MAYO DE 2013.

Ignacio se agarró la cabeza y cayó desvanecido.

(Sucede, en muchas ocasiones de nuestras vidas, que realidades opuestas nos

enfrentan convergiendo bajo un mismo escenario y un mismo paso inicial. Prematu-

ramente podremos elegir nuestro primer paso no habiendo captado las señales que

sacudieron nuestra mente y nuestros sueños. Sólo algunos meditarán en el reflejo de

un detalle que a un Todo lo hará inequívoco, único, inevitable. Comprendiendo que,

como una alfombra presta a desenrrollarse, se estarán gestando los próximos hitos,

hazañas, y lo consecutivo. Probablemente sí, ahora, y bajo su nuevo estado oníri-

co, Ignacio observara el papel -está en su mente, mientras él no lo decida no lo habrá

dejado-, se vería a sí mismo definiendo el azar del dibujo, atento a sus expectativas,

ansias y desvelos. Probablemente…)

Es de noche. No hay sentido en hablar de tiempos, él ya no quiere saberlo. Ca-

da mirada que posa sobre el papel dictamina un número distinto de marcas. A veces

son más, a veces parecen menos, como un termómetro imposible. Como una burla

magistralmente pergeñada. No sabe si llorar, aunque ya lo está haciendo, o si que-

darse inmóvil en el frío piso de la cocina. Un cuchillo y un plato de madera han

caído con él en su desmayo. El teléfono zumba un ruido alarmante desde quién sabe

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cuándo, pero no parece alterar su momentánea paz. Comienza a tiritar. Los ojos del

gato se balancean muy lentamente al ritmo de un tictac grave, lejano y estirado. El

grifo gotea, y cada gota cayendo es una majestuosidad de resplandores y reflejos.

Ignacio lo comprende, desde el piso, sin recuperar del todo el conocimiento: ya no

es un autómata, ya no cumple órdenes. La calma lo encuentra.

Al fin.

El viento sacude las ventanas con un ulular sugestivo. El hombre repuesto ya

del golpe contra el piso, se levanta y enciende las luces. Escucha las primeras gotas

de lluvia contra el vidrio. Abre de par en par las ventanas del balcón y deja que el

agua, el viento, la vida, todo, lo golpee. En su cabeza, el abultamiento doloroso. Se

palpa. "Al menos no hay sangre, no ha de ser tan terrible"...y el timbre del teléfono

dando vueltas dentro... ¿Cuántos días han pasado?, ¿Cuántos pasarán? Aún espera.

El aire ingresa feroz, arrebatador en el departamento, la caja de pizza se mueve en la

mesada, el potus ve inquietar sus hojas amarronadas, presto a un nuevo olvido.

Ignacio se apura a cerrar la ventana. Acomoda la caja, toma un jarrito y riega la

planta, "aún se puede salvar". Sobre la heladera, junto al reloj dorado hay una lapice-

ra. El hombre, atiborrado de dudas, de anhelos, de ansias, no logra evitar la tenta-

ción.

“Termino con esto de una vez” –pensó en voz alta, haciendo malabares con la

birome entre sus dedos-.”Restan ocho. Ocho miserables y esquizofrénicos ¿días?...

sí, seguramente”. “Y es mucho”. Sin quitar el papel de la heladera tachó uno. Otro.

Otros más. Sonreía con orgullo, convencido de haber retomado el control de la

situación. "Un papel no me va a joder la vida". Una tras otra, las marcas certeras

invalidaron la voluntad escrita. Se alejó unos pasos como queriendo admirar una

obra. Todo estaba claro, más que nunca, como debió ser. Sólo tres. "... y a ver cómo

sigue el juego". Si bien no era hombre de desafíos, todas sus ansiedades se alineaban

en el punto exacto de su espera. Tres días, porque sí. Porque así lo decidió en su

arrebato. O en su hartazgo. Tres días para lo que venga. Y más vale que venga: no

va a ser en vano todo este pesar. Y desconectó el teléfono, dió vuelta el gato-reloj

sin mirarlo, guardó algo de dinero en su billetera y recogió el plato y el cuchillo del

suelo guardando este último en su bolso. Y salió a la calle.

Avanzó unos metros casi hasta el puesto de diarios. El agua junto al cordón

corría ligera llevándose hojas, botellas y mugre. “Pasé toda una vida siendo del

montón, siguiendo la corriente”, Ignacio se dio vuelta y emprendió la dirección

contraria. Caminó sin rumbo. Al doblar una esquina una figura humana avanzó

atravesando la noche y la lluvia rápidamente hacia él. En una fracción de segundo

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pensó en su cuchillo ¡estúpido! Debí traerlo en el bolsillo, no había tiempo de revisar

el bolso. Sólo contuvo la respiración el instante previo a sentir una mano en su hom-

bro y el olor a alcohol. “¿Tiene una monedita?” le dijo un viejo borracho. “No, no

tengo”, le contestó entre asqueado y aliviado, alejándose de los dedos sucios del

viejo que se recostó sobre la pared y se dejó caer entre unas bolsas de residuos.

¡Andá a la mierda! le gritó, tratando de reincorporarse. Ignacio se alejó lentamente

sin dejar de mirarlo. “…si pudiera cam….biar mi vida…no cambi…aría nada…!”, el

viejo se refregaba la cara empapada en lluvia con las manos huesudas “…aunque

vuel….va el tiempo atrás…” el viejo levantaba el dedo índice y lo observaba embo-

bado, “ya está escrito… todos tenemos (el indigente tose, carraspea) todos tenemos

los días contados…” a Ignacio sus palabras lo sorprendieron, pero el indigente de

pronto se levantó sin perder el equilibrio, y con una voz nueva, suave, sin los balbu-

ceos y el temblor de ebrio, lo mira fijo a los ojos y le dice claramente “no se puede

esquivar el destino”. El viejo se desplomó boca abajo sobre las bolsas, los dos bra-

zos estirados como queriendo alcanzarlo, y con la voz ronca de borracho balbuceó o

lloró o suplicó… una monedita por favor…. Ignacio… una monedita. Éste corrió

bajo la lluvia hasta dejar de oír al borracho.

(… Probablemente advertiría que en su afán de errar entre hastíos cotidianos y

angustias magras, no ha trazado boceto alguno que pudiera repercutir en el lento

desenlace de sus días. En efecto…)

En su carrera por las calles mojadas y vacías tropieza con nuevas incertidum-

bres. Qué hacer, qué buscar, dónde ir. Percibe aromas distintos, lo humedad lo en-

vuelve, el viento recrudece diseminando sus ideas. Quiere gritar. Se arrodilla sobre

el asfalto empedrado, y su grito se confunde con una luz endiablada que aparenta

volar hacia él. Trastabilla sobre sus manos desesperadamente y alcanza la vereda. Su

alma entera parece palpitar buscando ayuda, pero no hay nadie alrededor. Decide

volver. La puerta de su departamento lo detiene en su impulso desquiciado. Algo

semejante al pánico lo vulnera y acobarda. Únicamente es el vértigo del sudor en

todo su cuerpo lo que infiere el paso del tiempo. La puerta está abierta. Aunque lo

alarmante para Ignacio es que el papel está clavado sobre ella con el cuchillo que

debía estar en su bolso. Ya no parece conmoverlo el hecho de encontrar sólo un día

sin marca. Sin dificultad arranca el cuchillo de la puerta. Tiembla su mano como una

fiebre extraordinaria. –Ignacio… ¡Ignacio!- grita alguien en el interior del departa-

mento. Y es una voz conocida, una voz que por algún motivo ha quedado en su

memoria. Y entra entonces con una expectativa que le renueva la sangre y el aliento.

Se abalanza furioso, cuchillo en mano, contra aquel hombre, sin prudencia ni dudas.

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Y hunde secamente su cólera, su angustia, su multitud de frustraciones contra él, que

parecía aguardarlo en silencio. Aquel hombre que ahora tiene su mismo rostro, sus

manos, sus mismos ojos quietos.

Ya no oye al portero del edificio gritando desesperadamente su nombre, ni el

ladrido del timbre, ni las sirenas llegando. Sólo puede ver su cuerpo en el frío piso

de la cocina, su torso apagado sobre un charco de sangre, (En efecto no hay papel.

Y nunca lo hubo.) la ostentación de un cuchillo atravesando la carne.

Ignacio está exhausto y ensancha su pecho para disfrutar del aire, se recuesta

sobre su propio cuerpo y cierra los ojos aliviado.

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JORGE DURAN

Jorge Duran participa un año

talleres teatrales en el Con

torio Nacional de B

Fue alumno de Galina

va en Mendoza. Funda Teatro del

Hombre y Pequeño T

fundador de La Avispa en M

doza. Su cuento La Fidela recibió

el premio de la F

Del Árbol Bs. As.

Madrid, premió Adiós

Ed. Vita Brevis, España,

to El negrito.

Dirigió La zorra y las uvas en

Colegio Esquiú en Mar del Plata.

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Jorge Duran participa un año en

talleres teatrales en el Conserva-

de Buenos Aires.

lumno de Galina Tolmache-

a. Funda Teatro del

Pequeño Teatro. Co

a Avispa en Men-

Su cuento La Fidela recibió

FAO y de la Ed.

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Adiós Mamá.. Y

Ed. Vita Brevis, España, el cuen-

a zorra y las uvas en el

en Mar del Plata.

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EL BANDONEONISTA

Casi un ranchito la casa.

Por Guaymallén…

Caía la tarde…

Un alto olor a molienda llegaba de las bodegas cercanas.

Alcancé a ver su figura debajo del parral, al fondo de la casita.

Alto, desgarbado, de pie, la pierna derecha sobre una silla de totora, encima el

bandoneón, el cuello casi colgando sobre el pecho, la melena larga.

El fuelle totalmente abierto hasta donde daba. Lo venía cerrando despaciosa-

mente mientras desgranaba una melodía muy dulce, los ligados largos y el compás

bien marcado me decía que era un tango y que no debía confundirlo con Bach u otro

clásico.

Volvía a abrir el fuelle y se perdía en improvisaciones lentas que remataba con

acordes fortísimos de una belleza muy sugestiva.

En la puerta, una puertita de caños y alambre tejido había dos niñas.

Con timidez les pregunté si me podía parar un momento a escuchar.

-Pase –Me dijo la más grandecita, de unos diez años. -Pase hasta el fondo.- no

le diga nada y siéntese a escucharlo.

Tomé asiento en una sillita petiza de totora.

Él tenía un puchito apagado en la comisura de los labios.

Notó mi presencia, levantó un poco la cabeza, me miró y luego la giró en sen-

tido contrario y volvió a sumergirse en su misterio musical.

No puedo decir cuánto tiempo estuve así.

Debí seguir mi camino pues ya estaba retrasado.

Dije gracias a las niñas.

- La más grandecita volvió a hablar: - Gracias a usted, señor. Mi papá toca to-

das las noches en el “Gaucho Florido”, frente al parque.

Al cabo de unos días fui al “Gaucho”. Desde la vereda se escuchaba: “Ensue-

ños” un tango muy sentido y ejecutado de una manera profunda y dramática si es

que vale el término.

La noche era cálida. Sabía que el lugar era una especie de parada de mujeres

de la noche donde se bebía y servían algunas minutas.

Me quedé un buen rato en la vereda. Me afirmé en los hierros de un puentecito

sobre el canal y cuando terminó el tango entré.

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Sobre cuatro cajones de cerveza habían improvisado un escenario y ahí estaba

el músico. Sobre el piso su sombrero boca arriba para recibir algún dinero.

Sentí una gran desazón. El hombre era un artista.

Fui hasta el escenario y dejé un billete en el sombrero vacío.

Afuera, mientras caminaba en la noche el hombre arrancó con “Adiós Noni-

no.”

Sentí como una urgencia de volver al “Gaucho” y beberme todo el vino que

encontrara…

Pasaron varios días sin poder sacarme de la mente la figura del hombre tocan-

do su bandoneón.

No pude quedarme así…

Logré averiguar que padecía una enfermedad. Le daban ataques sorpresivos y

varias veces le había sucedido tocando en una orquesta.

Pensé en esas dos niñas…

Pensé mucho en ese músico sin trabajo y enfermo…

No dejo de pensar en ellos.

PARA ELISA

Todos los días viajo en el subterráneo de la línea C (Constitución – Retiro) en

la ciudad de Buenos Aires. En algunas oportunidades encuentro a personas que ya

las he visto anteriormente.

A ese hombre que no dejaba de mirar, creo haberlo visto con anterioridad.

Pero no en el subterráneo, de esto estoy segura.

Cabello blanco no muy abundante arriba, pero si largo atrás y se toma la colita con

un elástico dorado. Alto, delgado, las manos muy blancas, pulcras, los dedos largos.

Lleva un anillo con una piedra negra. Su rostro realmente habla. No es una persona

común que pase desapercibida.

Sobretodo gris, camisa blanca y corbata negra.

No, este hombre no es una persona cualquiera…

En uno de los bolsillos del sobretodo sobresaliendo hacia arriba lleva algo así co-

mo hojas pentagramadas mezcladas, con piezas de música.

Hoy hubo mucho trabajo en la oficina. Estuve muy ocupada y me olvidé totalmen-

te del hombre del subterráneo.

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Ahora que estoy en mi departamento, me vuelvo a acordar del hombre, tanto que

no puedo leer el libro que empecé hace unos días.

Hace ya un par de semanas que no lo he vuelto a ver.

No sé porqué causa quedé tan preocupada por esa persona…

Pasaron varias semanas y esta tarde lo he visto desde el taxi que me lleva.

Hago detener el coche y bajo raudamente.

Por más que busco y busco por las calles alrededor de donde lo vi. No puedo en-

contrarlo. Es por el barrio de San Telmo.

Entro al Británico a tomar un café y me recrimino a mi misma esta circunstancia

tan absurda que me ocurre. Me prometo sacarme esta idea de la cabeza.

-¡Que me importa quién es!

-¿Me importa acaso?

-¡No, no, para nada!..

Esta última semana también he tenido mucho trabajo.

Después de ocho días de no haberme acordado del hombre, hoy mientras que ca-

minaba por San Telmo otra vez, creí escuchar su voz. Sí, creo haber escuchado su voz.

-¿Pero acaso lo he sentido hablar anteriormente?

-¿Acaso conozco su voz?

Volví a la casa donde creí escucharla.

Casita pequeña. Una puerta muy alta con vidrios biselados y dos ventanas a los

costados con cortinas blancas pesadas.

Alguien tocaba el piano. Mejor dicho alguien ejecutaba torpemente “Para Elisa”.

Estoy segura que alguien habló. Pero si seguía parada ahí tendría problemas. Opté

por retirarme.

Cuando llegué a la casa de mi amiga por la calle Carlos Calvo pensé en contarle el

caso pero se me fue de la mente por un par de horas debido a la interesante conversación

de mi amiga contándome algo de su viaje a Europa. Me sentí contenta por eso, luego no

quise hacerlo pensando en que tenía que superar esto. Tomamos el té y hablamos cosas

banales.

Han pasado algunos días y no me he acordado del hombre hasta hoy.

Caminaba por la avenida Alvear en el barrio de Recoleta y vi de atrás a un hombre

de sobretodo gris con papeles en el bolsillo. Lo seguí hasta sobrepasarlo y al darme

vuelta para cerciorarme de su aspecto noté que no era él.

-¡Así no puedo seguir! -me dije. -¡Así no puedo seguir!..

Días después caminaba por la vereda aquella de San Telmo y al pasar por la casita

pequeña escuché la voz. Alguien tocaba “Para Elisa” torpemente.

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Si, escuché perfectamente cuando dijo: -Mi bemol, mi bemol, corrigiendo al alum-

no torpe.

Corrí a la casa de mi amiga y le conté todo de un tirón.

Fuimos hasta la casa donde escuché la voz y le preguntamos a la señora que nos

atendió, acerca del profesor de música.

-Sí, -nos dijo. -Mi hijo que hoy tiene treinta años y es pianista fue su alumno, pero

el profesor ya murió hace muchos años. -Se llamaba Germán.

Trajo entonces una foto del hombre. Ahí estaba: de pie al lado del piano vertical.

La camisa blanca, la corbata negra, el sobretodo gris con las partituras en uno de los

bolsillos. Una mano sobre el hombro del niño mostraba el anillo con la piedra negra.

Claro, su rostro era más joven.

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IVÁN ALBERTO PITTALUGA

Iván Alberto Pittaluga

Avellaneda en 1961. Es docente

y escritor. Ha sido finalista en los

concursos Sigmar (2010 y 2012)

y Elevé (2011). Desde 2009

concurre al taller literario "Entr

líneas" que coordina la licenciada

Elsa Todoroff.

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IVÁN ALBERTO PITTALUGA

Iván Alberto Pittaluga nació en

eda en 1961. Es docente

y escritor. Ha sido finalista en los

concursos Sigmar (2010 y 2012)

y Elevé (2011). Desde 2009

concurre al taller literario "Entre-

líneas" que coordina la licenciada

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CASTILLO DE NAIPES

La carta-documento había llegado al mediodía. Muriel estaba recalentando el arroz y

unas sobras de la noche anterior cuando golpearon la puerta (el timbre no funciona-

ba). El empleado de correo le dio la carta y siguió su trabajo, buscando otros moro-

sos en el mismo piso del monoblock.

Muriel releyó varias veces el mensaje, buscando inútilmente un resquicio para

la esperanza. El olor a quemado la trajo de vuelta a la realidad. Puteando, apagó el

gas, pero ya era demasiado tarde. El arroz se había echado a perder. Lo tiró a la

basura. No había más para comer, pero no le importó: la mala noticia le había quita-

do el apetito.

Se dejó caer en un sillón, que crujió y se inclinó peligrosamente. Estaba viejo

y vencido, pero todavía resistía. Como ella.

En el centro de la pequeña habitación, húmeda y oscura, estaba la mesa redon-

da, cubierta por un gastado mantel de franela verde. Alrededor se habían sentado, en

otros tiempos, elegantes señoras de Barrio Norte. Muriel, la echadora de cartas,

alquilaba entonces un departamento en la calle Posadas. En esa época, hasta tenía

una recepcionista. Cobraba lo que se le ocurría por echar las cartas y adivinar el

futuro. Había que pedir turno con un mes de anticipación.

Pero todo comenzó a cambiar cuando Muriel supo que tenía un don: podía

predecir la fecha exacta de la muerte de su cliente. La primera en recibir esa predic-

ción la tomó en broma. Un mes después, tal como Muriel había dicho, la enterraban

en el cementerio de la Recoleta.

La segunda salió furiosa del encuentro. Seguramente por eso cruzó la calle sin

mirar y la atropelló el colectivo. La clientela de las echadoras de cartas depende del

boca a boca. Cuando acertó por tercera vez, las amigas de la difunta hicieron correr

la voz: Muriel era una bruja que tenía un pacto con el diablo. Las antiguas clientas

ricas desaparecieron, persignándose para alejar a los malos espíritus.

Los que empezaron a venir fueron sus posibles herederos. Querían saber cuan-

do su pariente pasaría a mejor vida… y ellos también. No funcionó. Muriel les dijo

cuando morirían ellos. Pero no podía saber la fecha de la muerte de un tercero. En

pocas semanas, se quedó sin clientes.

Logró que la recepcionista renunciara, amenazándola con decirle la fecha de

su muerte. Pero dejó de alquilar en la calle Posadas y se fue a Belgrano, después a

Villa Adelina, siguió cuesta abajo hacia José C. Paz y finalmente terminó su descen-

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so en ese cuarto miserable del Barrio Pepsi, un inmenso monoblock en Florencio

Varela, donde se le acababa de quemar el arroz.

Llevaba tanto tiempo sin echar las cartas que dudaba si su don se mantenía in-

tacto. ¿Tal vez, como sus clientes, la había abandonado?

Sonó el timbre. ¿Sería la policía que venía a desalojarla? No, era un hombre

joven, bien vestido.

- ¿Sra. Muriel Mendiondo? Soy Norberto López Prieto, de la compañía de se-

guros “La infalible”, ¿puedo pasar?

Norberto López Prieto sonreía como si tuviera una careta atada a la nuca. Traía

una propuesta: querían contratarla para la sección “Seguros de vida”.

- Antes de darle el seguro, usted entrevista al cliente, le tira las cartas y des-

pués nos dice cuál es la fecha de defunción, entonces nosotros decidimos si nos

conviene darle el seguro de vida o no, ¿Me sigue?

- ¿Y me van a pagar? – preguntó la anciana.

- ¡Por supuesto, abuela! ¡Un sueldazo! Firme acá y le doy un adelanto.

- Bueno, no voy a negar que estoy muy necesitada. Pero, ¿podría hacerme an-

tes un favor? ¿Me dejaría echarle las cartas?

El hombre de la sonrisa de plástico no se opuso. Se sentaron en la mesa y Mu-

riel mezcló las cartas grasientas. Las fue sacando una tras otra, dejándolas boca

arriba.

- ¿Y, abuela? ¿Cuánto me queda? – dijo Norberto, sin dejar de sonreír.

Muriel sacó una última carta del mazo.

Miró a los ojos al hombre y dijo tristemente:

- Nada. No le queda nada.

- ¿Cómo?

En ese momento, el ruinoso monoblock se vino abajo. Cemento, maderas po-

dridas, vidrios y personas se desplomaron ruidosamente, levantando una nube de

polvo que tardó horas en disiparse. Los diarios y noticieros comentaron que el viejo

edificio cayó de golpe, como caen los castillos de naipes.

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TALLER DE SUICIDAS

En la vieja casona de Altolaguirre al 1200, hoy abandonada, funcionó hasta el

año pasado el “Taller de Suicidios” de Maru Esquivel. Se reunían los viernes, a las

seis de la tarde.

El primer día, las diez asistentes (porque eran todas mujeres) participaron de

un cine debate basado en la película “Mar adentro”, de Alejandro Amenábar. Se

sumergieron tanto en la patética historia de Ramón Sampedro que aplaudieron cuan-

do su amiga lo envenena con cianuro potásico. A algunas participantes el tema les

pareció un poco fuerte, pero a la mayoría las entusiasmó. Ese mes se la pasaron

viendo películas de suicidas, como “Plegarias para Bobby” de Russell Mulcahy,

donde un adolescente gay se suicida por la intolerancia de su madre y “Fiesta de

despedida” de Randall Kleiser, donde un enfermo de VIH invita a sus amigos a una

fiesta antes de ingerir una sobredosis de barbitúricos. Tres asistentes desaparecieron

para nunca más volver, pero eso no desanimó a Maru.

El segundo mes lo dedicaron a leer biografías. Leyeron sobre el tirano corintio

Periandro, de quien Diógenes Laercio cuenta que, para evitar que sus enemigos

descuartizaran su cuerpo cuando se quitara la vida, ideó un astuto plan. El monarca

eligió un lugar apartado en un bosque y encargó a dos jóvenes militares que lo asesi-

naran y enterraran allí mismo. Pero las órdenes del maquiavélico Periandro no aca-

baban ahí: había encargado a otros dos hombres que siguieran a sus asesinos por

encargo, los mataran y sepultaran un poco más lejos. A su vez, otros dos hombres

debían acabar con los anteriores y enterrarlos algunos metros después, así hasta un

número desconocido de muertos.

Las participantes, entusiasmadas con la propuesta de Maru, estudiaron a dife-

rentes personajes literarios que decidieron dar por terminadas sus vidas: a Césare

Pavese que se liquidó con una sobredosis de barbitúricos, a Sylvia Plath que abrió el

gas y se dejó morir, a Ernest Hemingway que se voló la tapa de los sesos de un

escopetazo y a John Kennedy Toole quien se encerró en su auto y se envenenó con

los gases del motor. A medida que desaparecían los escritores, también desaparecían

las participantes. El grupo se estabilizó en cuatro seguidoras fieles.

A partir del tercer mes, Maru explicó las teorías de Lombroso, quien en “Ge-

nio y Locura” señala que los grandes creadores son normalmente gente desequili-

brada. También les hizo leer a Kay Redfield Jamison, quien estableció una relación

entre los procesos creativos y los desórdenes psiquiátricos y, por supuesto, a James

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C. Kaufman, que en su prolijo estudio sobre unos dos mil escritores muertos, llegó a

la conclusión que los talentosos tienen más posibilidades de suicidarse que los me-

diocres. La tasa de suicidios es mayor entre los que se dedican a la poesía y todavía

más alta en las poetisas realmente buenas.

Para amenizar las reuniones, Maru invitaba, de vez en cuando, a policías,

bomberos y médicos forenses para que contaran los suicidios más interesantes que

habían conocido. También visitó la casona el filósofo nihilista Cornelio Destroyer

quien disertó sobre su último bestseller: "La vida es una mierda".

En los encuentros siguientes, las participantes produjeron poesías, sonetos,

haikus y limericks en abundancia. Las musas revolotearon frenéticamente por la

vieja casona de Altolaguirre durante esos viernes de primavera. Maru, emocionada

por el increíble talento de sus discípulas, las animó a publicar un libro con esas

maravillas. Las cuatro mujeres chillaron de alegría y financiaron una edición barata

que les salió bastante cara.

A fin de año, Maru las desafió con un concurso de suicidios. Ya sea porque la

consigna no estuvo bien formulada o porque las participantes se excedieron en su

enardecimiento, la actividad fue una verdadera hecatombe: una se pegó un tiro, otra

se arrojó de un décimo piso, una tercera se cortó las venas. La ganadora fue, indiscu-

tiblemente, Sonia Martinetti, quien metió la cabeza en la máquina de picar carne de

la carnicería de su marido.

Las cuatro suicidas fueron veladas juntas en el saloncito estilo inglés donde se

reunían los viernes. Después de dar su más sentido pésame a cada uno de los nume-

rosos parientes, Maru les mostraba, entre lágrimas, el librito donde las fallecidas

habían publicado sus creaciones. Aunque el precio del pequeño volumen era exorbi-

tante y las poesías eran mediocres, ninguno dejó de comprar un ejemplar.

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LUCIANA PECHACEK

Luciana Pechacek nació en

San Isidro, Provincia de

Buenos Aires en 1979.

Publicó el relato "Los

peces de papá" en la Ant

logía Literaria Profesor Di

Marco 2013, Editorial

Aguirre y "Apagar la r

dio" en la selección de

relatos breves

radio y se encendió

aire, Editorial Planeta

Color.

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LUCIANA PECHACEK

Luciana Pechacek nació en

San Isidro, Provincia de

Buenos Aires en 1979.

Publicó el relato "Los

ces de papá" en la Anto-

logía Literaria Profesor Di

Marco 2013, Editorial

Aguirre y "Apagar la ra-

dio" en la selección de

relatos breves Prendí la

radio y se encendió el

Editorial Planeta

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PLAZA DE ARMAS

Llego a la ciudad agotada y después de una breve siesta - no sólo soy compra-

dora y morfona, encima me gusta dormir - decido ir a la Plaza de Armas. ¿Realmen-

te se parece a la de Lima, como sospecho?

Camino por el Paseo Puente. Paro por un churro gordo, corto y relleno de dul-

ce de leche. Y vuelvo, cien metros después, a buscar otro. En Buenos Aires los

churros son más finos, largos y dorados.

En Puente 801 decenas de personas comiendo empanadas en Zunino. Merodeo

por la esquina, espío, saco una foto. Entro. Aprendo que “de pino” son de carne. No

me les animo. Observo a los comensales. Comen parados y toman jugo o café. En

Santiago se toma café instantáneo.

Sigo y doy con un PreUnic. Me gustan las perfumerías en general y las extran-

jeras en particular. Es agradable bañarme, de vuelta en casa, y oler a África, Chile,

España. Compro un shampoo, un acondicionador de cacao y, cuando me estoy yen-

do, una crema hidratante de Garnier. A las pocas cuadras, otro PreUnic y una pro-

moción: dos acondicionadores de cereza y mora al precio de uno.

Hace frío. De repente, un La Polar y un tapado fucsia a 14.995 pesos. Lo com-

pro, claro. Me prometo volver por ropa interior y zapatos. Y por las empanadas de

Zunino. Tengo la hipótesis de que hay poco que vivir después de haber comido una

de ésas, hojaldrada y con bastante queso. Acomodo la mochila. ¿Adónde iba? Sólo

sé que tengo un tapado fucsia.

Entonces aparece, pelada, inmensa, gélida: la Plaza de Armas. Hay poco verde

y mucho cemento. Entro a la Catedral, quiero refugiarme en su calor. Los santos me

asustan, en especial uno cuyo nombre no me acuerdo - aunque puede que me con-

funda con Lourdes, metida en esa gruta oscura en la Basílica de La Merced. ¿Cómo

soy católica si les temo a los santos? Se me ocurre una idea para un próximo relato:

una compulsiva cuya llegada a una plaza se dilata por tanta compra y cuando llega,

se desilusiona, no es tan bonita. Empieza la misa. Saco fotos y los feligreses me

miran mal. He estado en muchos templos del mundo y nunca me habían mirado feo

por ser turista. Quiero anotar la idea para escribir después el cuento pero no puedo.

Sería el colmo: los creyentes golpeándose el pecho al grito de “por mi culpa, por mi

culpa, por mi grandísima culpa” y yo acodada en la pila bautismal, usándola de

escritorio. Mejor busco un bar y anoto mientras tomo un café. Salgo. Ya anocheció.

Los edificios alrededor de la plaza se llenan de luces anaranjadas. La gente va o

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viene, hay músicos tocando, puestitos con tarotistas y angeólogos, una estatua

humana me chifla, un borracho me lleva puesta (¿O me lo llevo puesto yo?), un

señor pinta paisajes con tinta marrón y un palito. No busco el bar. Prefiero anotar

más tarde. Quiero dar otra vuelta por la Plaza.

Page 70: FISURAS DE LO REAL

ANDRÉS NORBERTO BAODOINO

Andrés Norberto

(Norberto Dresan): Nació en

Buenos Aires en 1956.

y escritor. Autor

mas de amor y sueños del alma”

(Abril 2013). Mención y Ant

logía del XXIX Certamen

Nacional De Poesía “Letras

Argentinas de Hoy 2013” y del

XXXVI Concurso Internacional

de Poesía y Narrativa 2013 "La

Fuerza de la Palabra”. Finalista,

Antología y Mención Especial

del Concurso Poesía UDA 2013

del Sindicato Unión Docentes

Argentinos. Misiva de agrad

cimiento del Vaticano en respuesta a un poema mío enviado a Su Santidad Franc

co.

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ANDRÉS NORBERTO BAODOINO

Andrés Norberto Baodoino

berto Dresan): Nació en

Buenos Aires en 1956. Docente

escritor. Autor del libro “Ri-

mas de amor y sueños del alma”

(Abril 2013). Mención y Anto-

XXIX Certamen

Nacional De Poesía “Letras

Argentinas de Hoy 2013” y del

XXXVI Concurso Internacional

e Poesía y Narrativa 2013 "La

Fuerza de la Palabra”. Finalista,

Antología y Mención Especial

del Concurso Poesía UDA 2013

del Sindicato Unión Docentes

Argentinos. Misiva de agrade-

a un poema mío enviado a Su Santidad Francis-

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LA AMBICIÓN

Los destellos del sol asoman detrás de un monte e iluminan las copas de los

arbustos, se reflejan sobre el pasto y con la helada de la madrugada forman mil

luces de colores. La sombra de los árboles casi sin hojas se proyecta sobre el suelo

como un gran fantasma, mientras un zorzal con su gorjeo aflautado y reiterativo

sacude sus plumas en una rama. A lo lejos el canto del gallo despierta a los anima-

les. Mañana de invierno.

Estancia La Potranca, es el nombre que los antepasados le habían puesto pero

en realidad es un haras en la actualidad, sitio donde se crían caballos para carreras.

La casa del dueño Adrián Lero, un joven empresario que visita regularmente el

lugar para controlar sus negocios. Cerca del hogar del patrón como lo llaman sus

empleados, está la casa del encargado Lorenzo, un hombre conocedor de su trabajo

que con eficiencia se ganó el respeto del propietario. Ahí vive con su mujer María

que, además de las tareas del hogar ayuda a su esposo en el cuidado de los animales.

Su hijo Leandro con apenas veintidós años colabora como un experto con su

padre en la alimentación y reproducción de pura sangre, mientras su hermana Paula

un año menor, se ocupa de las compras de insumos.

Con ellos y algunos peones que llegan de otro campo se trabaja con mucho en-

tusiasmo pero con tranquilidad; los días pasan en medio de bromas y mates, entre

asados y cuentos. Nada hacía suponer que la calma que reinaba en el lugar un día iba

a cambiar bruscamente.

Máximo es el que administra el dinero que produce el haras, asesora en la ven-

ta, paga el sueldo a los empleados, se ocupa de los bancos y del movimiento de

dinero. Por lo general pasa dos o tres veces por semana, especialmente cuando está

Adrián.

La tranquilidad y armonía se rompe cuando aparece Reinaldo, el jockey que

entrena a los caballos, un hombre joven pero conocedor de sus virtudes y de su

experiencia; es bastante pedante y altanero. Para colmo gusta de Paula, cosa que

molesta demasiado a su papá Lorenzo.

—Este muchacho no me cae bien, siempre detrás de nuestra hija, que se ocupe

de su trabajo —enojado el padre.

—Tranquilo querido, ella sabe bien lo que quiere —contesta su esposa—.

Además él cuenta con el beneplácito del dueño porque en lo suyo es bueno. No

compliquemos las cosas.

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—En eso tienes razón, dependemos de esto para vivir —dice el hombre y con-

tinúa—:

—Me propusieron un negocio, se trata de sembrar en un campo que alquilaron

acá cerca. Necesitan inversión por lo que deberíamos poner ahí nuestros ahorros.

—¿Te parece, no será arriesgado? dice María—. No olvides que estamos pa-

gando el departamento que compramos a nuestro hijo, pronto se casará.

—Es gente del lugar y para mí, segura; o nos atrevemos o nunca tendremos

un futuro mejor —manifiesta Lorenzo.

En un par de días arregla condiciones con esta gente, en la que participan varios

inversores con el fin de sacar rédito de sus ahorros en algunos y del capital para

otros. Avisado por su mujer de que viene el patrón deja de lado sus asuntos para

recibirlo. El tema es la venta de un potrillo y se quiere asegurar que todo esté en

orden.

—Hola don Adrián ¿Cómo está usted? —saluda el encargado.

—Muy bien y me alegra ver que acá todo camina de diez —contesta el dueño.

—Usted sabe señor que además de una labor, ésta es una dedicación —replica

Lorenzo.

—A propósito, ¿me da un parte del caballo que vamos a vender? —dice

Adrián.

—Es un zaino de tres años y medio, ya tiene los cuatro dientes incisivos per-

manentes, cuello y espalda larga, cruz prominente, cuartos traseros musculosos,

cuartilla flexible, alzada de un metro con sesenta y un peso aproximado de trescien-

tos cincuenta kilos —señala el capataz.

—Perfecto, buen informe, entonces ya podemos vender. Esta gente quiere un

pura sangre bueno —manifiesta contento y agrega—: Ya me comunico con Máximo

para que arregle todo con ellos.

Pasan unos días y el negocio se cierra, los interesados ven al animal, les gusta

y cierran trato. Solo les queda concretar el intercambio del dinero que retiraría el

administrador por el potro.

Las cosas parecen marchar muy bien y encarriladas, si el haras produce se aseguran

el trabajo, el propietario hace sus negocios y todos contentos. Pero como tormenta

de verano aparecieron las nubes oscuras y el cielo azul pasó a negro.

Indignado con pesadumbre entra Lorenzo a la casa donde su mujer cocina, se

desploma sobre una silla a la que casi parte las patas, apoya sus manos sobre la mesa

y como si tuviera una pesadilla, se toma la cabeza con sus manos. Respira profundo

y le cuenta a María la mala noticia, era evidente que ella tenía razón por el riesgo

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sobre los ahorros; esta gente no eran más que estafadores que si bien habían alquila-

do las tierras con documentos adulterados con el cuento de progresar y cultivar soja,

la misión era quedarse con la plata y fugar. Así lo hicieron, desaparecieron, se los

tragó la tierra, nunca mejor dicho y con ellos todo el dinero.

María irrumpe en llanto mientras toma con las manos su delantal, como una

niña que abraza su muñeca por las noches buscando protección. Se dan un fuerte

abrazo y tratan sin reproches de consolarse; se habían quedado sin plata y con de-

udas, debían empezar de nuevo. Los días siguientes no fueron fáciles pero debían

continuar, por supuesto sin decirles nada a los hijos.

Llegado el mediodía del sábado, Adrián Lero pasa a buscar el dinero producto

de la venta que trae Máximo en un maletín. Los peones con sus labores de cuidado y

limpieza de los caballos, Lorenzo y Leandro atendiendo un potrillo que había nacido

un mes atrás y Reinaldo montando un corcel que era parte del entrenamiento que le

debía dar, sin antes y como era costumbre, revolotear como ave de rapiña a Paula,

que elegantemente se hacía la distraída y se refugiaba donde estaba su madre. El

administrador ya había llegado con el efectivo, el que no se presentaba era el dueño

y ya era la tarde, así que decidieron llamarlo para saber que sucedía.

—Hola señor, soy Lorenzo y estamos preocupados por usted, Máximo hace

mucho que está.

—Si debí llamar para avisar, estoy retrasado se rompió mi camioneta y la

están arreglando, cuando termine voy —dice Adrián.

Comunicado esto cada uno volvió a sus quehaceres mientras el hombre con el

dinero, del cual no se separaba, decide dar una caminata para aminorar la espera y

Leandro, que ya había terminado la tarea con su padre va al pueblo por unas com-

pras personales.

Así al cabo de un tiempo llega el propietario con su camioneta arreglada, salu-

da a todos y pregunta por su administrador; todos se miran y no saben qué decir, lo

habían visto caminar solo y salen a buscarlo. Un grito desgarrador congela el alma

de todos menos el de una persona.

— ¡Patrón! ¡Patrón! Venga pronto esto es un horror —llora María.

Sobre el piso de una caballeriza está tendido Máximo boca abajo muerto, con

un puñal clavado en su espalda; un gran charco de sangre lo rodea. El maletín con el

dinero no está. Todos desde la puerta miran azorados, con espanto, no entienden que

está sucediendo. En eso llega el muchacho que había ido de compras y se suma al

grupo. Adrián todavía con temblor en su cuerpo les dice que no debían entrar ni

tocar nada y procede a llamar a un conocido de su padre, el inspector de policía

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Miguel Lisboa. Un hombre casi por jubilarse pero de una gran experiencia. Había

entrado a la fuerza policíaca, comenzó como agente, luego oficial, subinspector y

finalmente el cargo que posee, funcionario de la secretaría de gobierno.

Después de una hora por el camino de entrada aparece un auto con dos perso-

nas, estacionan en la casa principal. Baja un joven, ayudante del detective reciente-

mente ingresado a la institución y un señor robusto, alto, de traje gris, camisa blanca,

corbata, sobretodo azul oscuro abierto y sombrero negro. Sin duda impacta la figura

de Miguel Lisboa.

Se presenta, estrecha un abrazo con Adrián y saluda con su mano a cada uno

de los presentes. Pide ver la escena del crimen, observa detenidamente junto a su

colaborador todas y cada una de las cosas que hay en el lugar; por supuesto a la

víctima y el arma homicida. Los invita a pasar a la sala principal y una vez todos

reunidos comienza con los interrogatorios:

—Saben ustedes el motivo de mi presencia, les pido traten de ser lo más explí-

citos y claros en sus respuestas. Recuerden cada cosa porque puede ser relevante, lo

importante en estos momentos no son los hechos sino los detalles, que me puedan

dar pistas de lo sucedido —suena con tono terminante Lisboa, y continúa—:

—Por lo que podemos apreciar Máximo lleva un par de horas fallecido,

dígame señor Adrián ¿Dónde estaba usted en ese momento?

—En la ruta, mi auto se rompió y tuve que esperar su reparación. Cuando lle-

gué nos encontramos con el hecho consumado.

—Señora María la misma pregunta, espero su exposición —observa el oficial.

—Siempre estuve con mi hija, prendimos el hogar en la sala que estamos y

luego fuimos a las habitaciones de arriba, pusimos en funcionamiento las estufas

para calentar los ambientes, acondicionamos la habitación del señor y la de huésped.

—Deduzco por lo recién expuesto que usted señorita Paula corrobora lo dicho

por su madre.

—Totalmente, señor inspector. Después de cruzar un par de palabras bien

temprano con Reinaldo vine a la casa, terminamos con las cosas de la cocina, pasa-

mos a esta sala e inmediatamente fuimos a las otras habitaciones en el piso superior

ante la llegada del dueño y con la posibilidad que viniese acompañado también la de

invitados.

Estuvimos mucho tiempo arriba —afirma la muchacha.

El detective con su sabiduría lograda a través de los años y como zorro viejo,

observa a cada uno de los allí presentes mientras formula las preguntas, buscando

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gestos o titubeos que le puedan dar una pista. Mientras su ayudante toma nota, con-

tinúa con el interrogatorio:

—Muy bien, su turno señor Lorenzo ¿Qué hizo usted durante la tarde?

—Estuve atendiendo un potrillo que hace poco nació, curando una lastimadura

producto de un alambrado y observando su crecimiento para volcar en una planilla

que tenemos para control de los animales. Luego limpiamos el lugar.

—Dice limpiamos, es decir estaba acompañado ¿Es eso cierto? —pregunta

Miguel.

—Así es —afirma el encargado—. Estuve con mi hijo que colaboró en las ta-

reas, pero después se fue al pueblo para hacer unos trámites y cuando volvió como el

señor Adrián, ya lo habían asesinado.

— ¿Es de esa manera como lo cuenta su padre, señor Leandro? —interroga el

policía.

— ¡Exacto! Así ocurrió —replica el muchacho.

—Por lo que puedo deducir, en algún momento usted Lorenzo se quedó solo

¿Qué hizo entonces? —interpeló Lisboa.

—Cuando terminamos con el potrillo mi hijo se marchó y yo acicalé a la ye-

gua para que pudiera amamantar a su cría, me quedé acá observando que todo estu-

viese en orden —declara el interrogado.

El oficial camina por la sala dando vueltas, mira a los presentes e inmerso en

la tesis que va armando, piensa todo lo dicho. De esta manera interroga también a

los peones que habían estado juntos haciendo tareas de mantenimiento, por lo que

era difícil que fuese uno de ellos ya que nunca se separaron. Salvo que hubiesen

participado todos y repartido el botín, cosa poco probable pues sería muy evidente.

Debía haber otro móvil, otra causa, otro asesino. Llegó el turno del jockey para

declarar. Era el último testimonio.

—Cuénteme por favor que hacía usted durante la tarde —consulta el agente.

—Mi tarea consiste en hacer caminar y correr a las yeguas y potrillos, eso es-

tuve haciendo. Pero en un momento como hacía mucho frío decidí venir a la casa a

tomar algo caliente, como la señora María no estaba me serví café, me senté un

momento frente al ventanal que da al parque y ahí es cuando vi todo —dice Reinal-

do.

—Cuente qué observó, por favor.

—Con gran estupor vi a Lorenzo cuando apuñaló por la espalda a Máximo, lo

arrastró dentro del establo y se quedó con el dinero. ¡Él es el asesino!

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Se hizo un gran silencio, todas las miradas apuntaban hacia el acusado quién

irrumpió con voz alta y enérgica diciendo:

— ¡Mentira! ¡Yo sería incapaz! Siempre he sido humilde pero un buen hom-

bre y de principios. Tú me inculpas porque yo no quiero que te acerques a mi hija,

porque nunca me caíste bien. Es una venganza seguramente.

Miguel Lisboa pide calma, se hace a un lado con su ayudante, hablan por unos

minutos, observan lo anotado por éste. Con la mano derecha frota su barbilla, cami-

na hacia donde estaba el jockey y le pregunta:

—Por favor, dígame ¿A qué hora entró usted a la sala? ¿Estaba el hogar pren-

dido cuándo entró en busca de algo caliente? ¿No había nadie aquí?

—Estaba cayendo la tarde, no sé exactamente la hora pues no tengo reloj; sí

estaba solo en la sala y el hogar efectivamente estaba prendido. A decir verdad acá

el ambiente era cálido y afuera mucho frío, así que tomando mi café vi todo lo suce-

dido.

El inspector camina hacia el ventanal, pasa su dedo índice por el vidrio qué de-

ja una marca, ya que al frío de afuera contrarrestaba el calor de adentro por lo tanto

el cristal esta empañado. Se dirige al jinete y mirándolo fijo le dice:

—Explíqueme señor Reinaldo, a través de su declaración ¿Cómo hizo para ver

lo sucedido con los vidrios totalmente empañados? —y con vos firme continuó: Si

yo, al lado del ventanal, no puedo ver ¿Cómo hizo usted sentado en el sillón para

distinguir lo que pasaba afuera?

Un fuego recorre su cuerpo, su cara enrojece de repente, su respiración se hace

agitada. Calla por unos segundos y comienza a tartamudear sin saber qué decir.

— ¡Usted es el asesino! —sentencia Lisboa y continúa diciendo:

—Enterado estoy por conversaciones con su patrón del interés que tiene por

Paula, de la negativa del padre a esta relación y de su pedido con Adrián de ser

algún día el capataz del lugar. Visto y considerando los hechos deduzco que en un

descuido apuñaló al pobre difunto, no con el fin de robo sino de culpar a Lorenzo

quedando a su disposición el cargo vacante y con ello conquistar el corazón de la

adolescente, es decir matar dos pájaros de un tiro.

Llevando sus manos a la cara Reinaldo suelta un profundo llanto. Lo han des-

cubierto en su macabro plan, pero por ser un inexperto y debido a su ambición co-

metió un pequeño error que el detective inspector no pasó por alto y pudo desen-

mascarar. Lo había dicho al comenzar su alocución “Lo importante son los detalles”.

El ayudante le coloca las esposas, dan aviso al comisario y al juez interviniente.

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Retiran el cuerpo, llevan preso al asesino y devuelven el maletín con el dinero que

estaba escondido entre el forraje de la caballeriza.

De a poco todo vuelve a la normalidad, Adrián ayuda a Lorenzo con sus de-

udas reafirmando su confianza en lo personal y laboral. Contratan otro jinete reco-

mendado por un conocido y el joven empresario se encarga de ahí en más de sus

negocios.

Es llamativo como la ambición por el dinero vuelve malvada a ciertas perso-

nas. Los celos por ver en otros lo que ellos no tienen y la envidia de desear el gozo

ajeno, son las penas que en algún momento deberán pagar. Pero la balanza de la justicia tiene dos platos, para el bien de nosotros en uno

está el amor.

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GONZALO RODRÍGUEZ

Gonzalo Rodríguez nació en Mo

tevideo el 4 de octubre de 1955,

escritor por reciente afición (una de

tantas), ganando mención especial

en concurso de cuento breve en

ANCAP, 2005 (Uruguay), mención

especial en concurso Paco Espínola

2008 (Uruguay), 1er. y 3er. premio

en concurso de microcuentos L

brería Mediática 2010 (Venezuela),

2º premio en concurso Ciudad

Galdós 2011 (España), mención

especial en concurso de minicue

tos por sms del programa “La Máquina de Pensar” 2012 (Uruguay)

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GONZALO RODRÍGUEZ

Gonzalo Rodríguez nació en Mon-

tevideo el 4 de octubre de 1955,

escritor por reciente afición (una de

tantas), ganando mención especial

en concurso de cuento breve en

ANCAP, 2005 (Uruguay), mención

especial en concurso Paco Espínola

2008 (Uruguay), 1er. y 3er. premio

en concurso de microcuentos Li-

brería Mediática 2010 (Venezuela),

2º premio en concurso Ciudad

Galdós 2011 (España), mención

especial en concurso de minicuen-

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SIN RETORNO

Yo no había querido partir así, por lo menos esa era mi sensación. Me di cuen-

ta, sin entender, que ni siquiera había preparado equipaje para ir tan lejos…

Fue en una mañana espléndida. Se levantaba la bruma del amanecer, el aliento

que la tierra exhala y que desaparece con las primeras luces y la brisa. En un arreba-

to de lucidez, recordé en ese instante a Vasconcellos, “... un viento friíto, friíto...” Y

era así el viento que penetraba por la ventanilla del auto, rodando por la carretera, a

muchos, muchos kilómetros de cualquier poblado. El barullo de la ciudad era solo

una quimera, un recuerdo de algo que viví horas antes, horas trocadas en años. Ca-

lles, casas, gente, ¿dónde estaban? No las veía; antes bien, miraba devorando con

placer el verde y morado, el oro que el Sol desparramaba a mi alrededor. La carrete-

ra cortaba el paisaje en dos. Era una serpiente interminable que se retorcía, subía, se

hundía, desaparecía y reaparecía entre sierras. Los cerros, como olas quietas a dis-

tancia nostálgica, confundían su gris verde en el horizonte, opacos tonos que quise

tocar, en una carrera absurda, deseando llegar allí. Y cuando estuve, más se alejaron.

Estaba solo. ¿Y dónde, entonces, las ciudades, la gente? ¿Y mis hijos? ¿Y mis

amores? Miré mecánicamente al interior del auto, atrás, a mi costado, buscándolos,

aun a sabiendas de lo inútil de ello. Eran parte de mi vida, la mejor parte. Pero ahora

no había más que eso, únicamente kilómetros de prados y cerros, hasta el límite

visible. ¿Y más allá? No había más allá, no existía. Y si la gente que amaba no

estaba allí, ¿en realidad tampoco existía? En mi mente sí, en mi recuerdo, sí. Re-

cordé sus rostros, sus voces, sus abrazos... Pero no estaban.

No sé cómo fue. En mis meditaciones y mi comunión con la mañana y el cam-

po, me sorprendió aquello. El sonido me sobresaltó. No comprendí el suceder de

tantas cosas comprimidas en un solo segundo. ¡Tantas cosas!, ruidos, golpes, mie-

dos, culpas, dolor…

En un instante demente, estuve en el gris verde, en la pradera, entre las nubes;

los vi. Vi a mis hijos, la vi a ella; vi a mis padres, mis amigos, mi piano, mi mar, mi

niñez; escuché la música, escuché a Beethoven, amé a mis amores, acaricié, besé,

lloré. Me hablaron, me gozaron. Me amaron, me odiaron. Odié, mentí, hice mal, hice

bien, fui torpe, viajé, recordé, olvidé. Todo en un segundo, un agujero negro que me

tragó en frenético viaje.

Ya no estaba en el auto. Volaba, miraba desde algún lugar; me observé a mí

mismo, y no me importó.

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LA PUERTA

Era de buena madera, de rica artesanía en las molduras y los robustos bastido-

res. El color amarillento y desparejo fue alguna vez blanco satinado. Así lo revela-

ban las aristas menos expuestas. Un ostentoso marco rodeaba el vano con estrías a

diferentes niveles, sobresaliendo del muro varios centímetros. La abertura, desde su

umbral hasta el dintel, alcanzaba los tres metros El picaporte, al lado izquierdo,

había sido segado y, en su lugar, un amasijo de pasta cubría el agujero donde antes

giraba un bronce. Hasta el ojo de la llave fue cegado. Las paredes, decrépitas como

la puerta, mostraban irregulares tonalidades entre gris claro, blanco y amarillo, que

se mimetizaban con manchas de humedad provenientes del alto techo de bovedilla.

Las manchas se confundían con sombras, mutando al efecto de la escasa luz que

penetraba por un ventanuco en lo alto. Más abajo de este, el nicho de un interruptor

eléctrico estaba toscamente relleno con papel. En las noches se repetía la metamor-

fosis entre manchas y sombras, cuando la lámpara estaba encendida. Ella colgaba de

un precario cable, que nacía de un hueco lejano en el centro del techo. A veces

bailaba, merced a una corriente de aire que penetraba por una oculta hendija.

La danza de sombras y manchas mantuvo la atención de Pedro desde que la

lámpara se encendió, como todos los días, a la misma hora. Algunos pegotes en la

superficie de la bombilla se agigantaban y cobraban vida en las paredes. Iban y

venían cuando algo soplaba desde afuera. Formas imprecisas que estimulaban su

imaginación. Una de ellas se movía sobre la puerta. Saltaba sobre las molduras del

bastidor. Los ojos de Pedro, como dos péndulos de opaco azul, seguían el vaivén.

Continuó moviendo los péndulos, hipnotizado, hasta que los posó repentinamente a

un lado de la puerta, y los dejó allí, quietos. Quedó tenso. Parpadeó varias veces y

miró fijo para asegurarse de lo que veía: un negro y fino espacio vertical entre el

borde de la hoja y el marco. La línea recta de éste, se unía perpendicular a un ángulo

de escasos grados, también negro, en el dintel.

La puerta, no tenía dudas, estaba abierta.

Pedro quedó mirando la puerta unos instantes. Había olvidado las sombras y

las manchas. Se hacía preguntas: “¿Habrá sido una corriente de aire? ¿Cuándo

sucedió, cómo…?” No recordaba haberla visto así antes. Se levantó de su cama, dio

unos pasos sobre el frío piso de monolítico, con cautela, acercándose hasta quedar a

dos metros de la puerta. Se detuvo. La oscuridad a través de la hendidura era absolu-

ta. Allí, parado y mirando hacia la negrura, pensó que nunca había visto salir a na-

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die. Ni entrar. “¿Siempre estará oscuro detrás de la puerta, allí dentro? ¿Qué tan

profundo será ese pozo de silencio?...” De improviso, una sombra se movió sobre la

madera, y los goznes crujieron. Su sobresalto fue tal, que casi cae al retroceder, sin

dejar de mirar la puerta. Quiso tranquilizarse: “Fue una leve ráfaga”. Se quedó muy

quieto y estiró el cuello, adelantando la cabeza, al acecho. Aguzaba sus oídos tratan-

do de captar algún sonido, cuando el latido del reloj en su mesita de noche llamó su

atención. Le taladraba la cabeza aquella monótona monserga de las horas. Fue hacia

la mesita, tomó con decisión el reloj y lo escondió bajo la almohada, convencido de

que entre lienzos y plumas ahogaría su mecánica palabrería. Se volvió y se paró un

poco más cerca de la puerta; en un principio, el silencio era total, pero segundos

luego le pareció oír pasos muy lejanos, que cesaron de repente. Escudriñó con ansie-

dad el estrecho abismo. Silencio otra vez... Seguía inmóvil, hasta que se estremeció

tal como si despertase de un sueño, y sintió el frío en la desnudez de sus pies. Los

miró: había salido de su cama sin calzarse. Cuando era niño, alguien lo había asusta-

do:-El Diablo te va a llevar de los pies, si no te portas bien...-Desde entonces, no

pudo dormir nunca con los pies destapados. “¿Estará el Diablo detrás de esa negra

hendija?” Súbitamente, se sacudió, volteó su cabeza hacia atrás y recordó que deba-

jo de la almohada estaba el reloj, que seguía martillando sus tímpanos y su cerebro.

Corrió hacia su cama y tomó con ira aquella máquina. Luego de arrojarla fuertemen-

te contra el piso, vio su corazón saltar y rodar enredado en una espiral de fino metal.

Otras vísceras se desparramaron mientras sonaba por última vez una de las campa-

nas, golpeando contra un badajo de monolítico. -¡Ahora me dejarás en paz!-, gritó

Pedro, y giró otra vez hacia la puerta. La fina abertura permanecía oscura y él pensó

que, sin picaporte ni llave, nadie hubiera podido abrirla del lado opuesto. Solo él

podría haberlo hecho, empujando hacia allá. ¿Lo hizo y no lo recordaba? -¡No, no

fue así!- Estaba seguro. -¡Sé muy bien lo que hago!- Algo cortó en seco su monólo-

go: escuchó el golpe de algún cacharro y un breve carraspear, más allá de la puerta,

lejos...

Calzó sus pies, vulnerables y fríos. Vencería al miedo con el miedo: acercó su

desgreñada cabeza a la negra abertura; sus oídos no recibieron sonido alguno, y una

discreta brisa pasó breve por su rostro, el aliento que salía de aquella boca apenas

abierta. Entrecerró sus ojos mientras los forzaba a ver en el vacío. Nada. Podría

empujar la puerta, tan sólo un poco, un poco... Su mano izquierda se levantó lenta-

mente hasta casi tocarla, pero no se atrevió. No sabía qué encontraría detrás ¡Oyó

pasos en una escalera! Eran distantes pero nítidos. Se apartó de la puerta como si

hubiese tocado una brasa. “¿Vendrá alguien?” Su mano derecha temblaba en forma

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compulsiva. No quitaba su mirada del espacio estrecho entre el marco y la hoja.

Nada. Retrocediendo lento, terminó sentado en la cama. Así quedó unos minutos, sin

ver ni escuchar algo distinto a las sombras y el silencio. -¡Claro! ¿Por qué no lo

pensé antes? ¿Por qué no se me ocurrió?- Sus ojos estaban habituados a la luz del

ambiente. No vería nada al otro lado de la puerta, con esa luz. Esperaría a que se

apagara, a una hora determinada, antes de dormirse. “¿A qué hora?” No tenía ya el

reloj. “¿Faltará mucho aún?” Vaciló unos instantes. Decidió no pasarse así toda la

noche: quitaría la bombilla eléctrica. Llevó la mesita de luz hacia el centro de la

habitación; se subió y se dispuso a ello. Aún estirándose no llegaba a asirla. Dio dos

o tres pequeños saltos, hasta que su temblorosa mano derecha sintió el calor cercano.

Logró golpear la lámpara una vez, y cayó al suelo. El movimiento de la bombilla

infundió frenética vida a las sombras y las manchas. Sombras que se agrandaban, se

movían, se estiraban, mutaban. -¡No, atrás!-, gritó Pedro. Tuvo fuerza suficiente para

incorporarse y arrojar con ira una de sus zapatillas hacia la luz. Una sorda explosión

desparramó añicos de vidrio y penumbra por todo el cuarto. Corrió hacia la puerta

pero, sin atreverse a tocarla, gritó por la abertura: -¿Quién es? ¿Quién está allí?

¡Miren... no hay luz, veo mejor!- Podía ver un tenue resplandor más allá de la puer-

ta. Tímidos, llegaron breves sonidos, se insinuaron lejanas voces, algo se fue avi-

vando. Algo se movía, alguien corría, alguna luz se encendía. -¿Quién es? ¿Quién

está?-Daba gritos. Estaba paralizado ante la puerta. Algo crecía allá dentro.-¿Ya

vienen, ya vienen?-Por el estrecho espacio llegaban, más y más cerca, ruidos, luces,

pasos y golpes. Pedro reía ahora, tocaba su cabeza con la mano izquierda, levantaba

sin control la derecha, señalando la puerta: -¡Que vengan, que vengan... no hay luz y

los puedo ver, vengan!-Los pasos eran nítidos. Algo corría allí atrás, algo daba

voces, algo iluminaba... Algo rozó la puerta, se escucharon cerrojos, sonaron voces.

La puerta se abrió, no fue Pedro...

……………….

Un pobre rayo solar atravesaba el cristal sucio del ventanuco, incrustado en lo

alto del muro. En la pared contraria, un haz de luz acariciaba las manchas de hume-

dad. Las lamía de arriba abajo, pero sin embargo no se movían. Por un instante, la

bombilla eléctrica pareció encendida con una luz prestada. El haz siguió su camino

sobre la pared, hasta dar con la cama de Pedro. Él observaba el entorno con su rostro

distendido y una sonrisa perenne. No tenía miedo, ni ansiedad, ni preocupación.

Todo estaba en orden: las manchas, las sombras, la lámpara, la puerta. Mirando

hacia la puerta cerrada, se preguntó cuándo vendrían ellos otra vez.

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MARÍA SOLEDAD RICO

María Soledad Rico

Buenos Aires en 1979. Publicó

cuento "La caída", en antología

"Murmullos en el papel", Dunken.

Actualmente, trabajando en pr

yecto de publicación de cuentos.

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MARÍA SOLEDAD RICO

Rico, nacida en

Buenos Aires en 1979. Publicó el

cuento "La caída", en antología

"Murmullos en el papel", Dunken.

Actualmente, trabajando en pro-

yecto de publicación de cuentos.

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BOOKS

“Te dije que guardaras guita para comer algo decente… Además hay cuentas

que pagar Carlos. ¿Vos sos o te hacés? Me tenés harta.” Dijo Marina, retorciendo los

labios para detener el mentiroso llanto.

Me ponía furioso cada vez que la veía llorar, era, sin dudas, un acto manipula-

dor. Hubo veces en que hasta llegué a golpearla al ver asomar sus putas lágrimas.

A diario discutíamos por lo mismo, era insoportable. Ella me decía que yo co-

braba y el dinero iba desapareciendo sin dejar otra cosa más que libros en el camino.

Yo era el único que trabajaba, tenía derecho a gastar mi dinero en lo que se me diera

la gana.

Conseguir este trabajo en la librería fue lo mejor que me pasó en la vida. Soy

un gran lector y esto… Esto era el paraíso.

En un principio la convencí de hacer las compras con la excusa de que me hac-

ían importantes descuentos por ser empleado de la librería. Pero con el tiempo las

cosas empezaron a cambiar de color, se volvió muy pesada.

Mordiéndose la falsa angustia, Marina se fue a su cuarto y me dejó al fin solo.

Pasé la noche primero entre lecturas y luego sumiéndome en la oscuridad de la

cocina, con la única preocupación que me absorbe realmente: pensar en cuál es el

libro que voy a comprar al día siguiente. Eso me llena de satisfacción más allá de

quitarme el sueño. Afortunadamente, aún cuento con lugar disponible en mi biblio-

teca.

A las paredes del departamento atornillé un mueble con estantes que construí

con mis propias manos. Ocupa, prácticamente, desde el techo hasta el piso. Todas

las paredes del living, pasillos y el cuarto están tapizadas de hermosos libros. Los

hay de todos los tamaños, colores y gustos. Si hay algo en lo que no me puedo man-

tener es en una línea de lectura. Leo todo.

Por suerte no cuento con mucha ropa, lo que me permitió quitar los roperos y

guardar todo bajo la cama. Marina no estuvo de acuerdo, pero no me importó porque

lo primordial era hacer más lugar para los libros.

Al día siguiente, Marina me sorprendió todavía en la cocina. Tenía una valija

en su mano. Me estaba dejando por otro más joven y con más dinero. Me dijo que

estaba cansada de mí, que nunca hablábamos de nada, que vivíamos en la miseria

por mi culpa, que nunca cogíamos y no se qué paparruchadas más.

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Infeliz, no entendés nada… Ojalá te mueras antes que yo así voy a tu entierro

y bailo sobre tu tumba. Mejor si te vas, para lo único que servís es para gastar mi

plata.

En cuanto pegó el portazo volví automáticamente a mi rutina.

Todos los días caliento agua en el calentador eléctrico y uso el mismo saquito

de té durante una semana. Después de tomarlo me preparo la vianda para el trabajo,

que consta de algunos fideos sin aceite ni nada. A diario el mismo plato para no

perder el tiempo pensando en frivolidades.

Por las noches a veces, si se me antoja algo exótico y sin que los vecinos me

vean, revuelvo la basura ajena a la pesca de algo no mohoso para cenar. Por suerte, a

algunos parece que les sobra el dinero y tiran cosas en perfecto estado.

Las duchas con agua fría vienen bien para reactivar las funciones cardíacas, lo

leí en uno de mis libros de medicina. Así es que me hicieron un favor cuando me

cortaron el gas. Mientras tenga el calentador eléctrico voy a poder seguir tomando

mi té y cocinando mis fideos, que es lo único que necesito para subsistir, además de

mis preciosos libros, así que se pueden meter el agua caliente en el culo. Y nada de

jaboncitos ni champucitos, esas cosas son de puto.

Antes de partir hacia el trabajo, me pongo mi uniforme, al cual trato de lavar

pocas veces para que no se destiña. Tuve que ajustar otra vez un poco más el cin-

turón. Me preocupa, ya casi no me quedan agujeros para retroceder y no quisiera

tener que agujerearlo, fue un regalo de mi padre para mi cumpleaños número cator-

ce. Debe ser por culpa de la hija de puta esta, me estresó tanto que me hizo adelgazar

hasta quedar piel y huesos.

Rumbo al trabajo, suelo pasar por un frondoso parque y siempre que miro sus

bancos, sueño sentarme en alguno de ellos a leer al sol. Inmediatamente caigo en la

realidad, es una total estupidez sacar a los libros de la seguridad de mi casa. Podría

pasar cualquier cosa, que me sorprenda la lluvia o que algún pájaro los cague… Se

arruinarían. No, inmediatamente la idea es abortada, aunque la imagen mental de la

lectura al sol siempre se hace presente al día siguiente.

Los días laborales transcurren generalmente en tranquilidad, salvo por algún

que otro imbécil que me interrumpe al momento de estar eligiendo el libro que me

voy a llevar ese día. Metódicamente, uno por día como mínimo, bien envuelto en

papel y luego en una bolsa. A veces son dos o tres, depende de mi bolsillo. Puedo

ahorrar bastante más ahora que no pago por la electricidad. En uno de mis libros

explicaba paso a paso cómo hacer para colgarse de los cables maestros que abundan

en lo alto de las calles.

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Al llegar a casa, ceno rápidamente para poder empezar a leer lo antes posible

ya que un libro debe ser terminado en no más de cuatro noches.

Y así todos los días de mi vida pasan en la más absoluta felicidad. No necesito

ninguno de los lujos de pequeño burgués que se da la mayoría de la gente. No nece-

sito esposa, ni televisión, ni teléfono, ni nada, solo mis libros y siempre estarán

esperándome al volver a casa.

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JULIAN PISCHETZ

Julian Pischetz: Nacido en

1977. Lector, escritor y d

cente. Reside por estos

en la ciudad de Mendoza. En

el momento de ed

antología Fisuras de lo real

trabaja en una serie de micro

relatos que giran en torno a la

violencia explícita.

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Pischetz: Nacido en

1977. Lector, escritor y do-

cente. Reside por estos días

en la ciudad de Mendoza. En

el momento de editarse la

antología Fisuras de lo real

trabaja en una serie de micro

relatos que giran en torno a la

violencia explícita.

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TUMBA SIN NOMBRE

El viaje eterno

El viento acaba de acariciar el frío metal como si fuera una navaja rasurando

un lánguido rostro. Las vías del ferrocarril que parecían muertas han empezado a

retumbar. José es el mótorman del convoy, su mirada muestra cierto interés por el

futuro cercano. Ninguna estación lo espera, tampoco existen ya pasos a nivel que

modifiquen su destino. Nadie cambiará de trocha, ni siquiera el chancho imprecará a

un polizón dentro de la formación para alterar el devenir.

José se desliza, como sus sueños, desde la máquina hacia el último eslabón de

la formación. Sin darse cuenta da vuelta la copa del gobernador, pero este ni siquiera

parece haberse dado cuenta, es más, José acaba de percibir que la rechoncha figura

del temible político ya no se encuentra en el lugar, ¡nada se encuentra en su lugar!

Los ejes de la máquina deambulan por el corredor, el vapor de la caldera forma

figuras confusas en el cielo, el silbato de la locomotora pita penal y el foguista, tan

entrañable amigo, deja su uniforme y se alista en el 101 de paracaidistas.

Sólo queda él, dudando de su existencia pretérita y futura. ¿Será un fantasma?

¿Tal vez el resabio de algún hechizo egipcio? ¡No mi amigo! si fuera así el final

estaría mucho más cerca de lo aparente.

Acaba de empezar el viaje. Todos saben que él no lo sabe. ¿Pero lo presiente?

Sacude su cabeza, trata de despejar las nubes que embotan su mente, apura

otro trago y da un paso hacia atrás, aunque, tal vez no lo sepa, o a lo mejor no quiere

darse por aludido, acaba de emprender el último salto hacia el abismo, ya no hay

vuelta atrás; pero siempre está el pasado, diferente en cada caso. José, el mótorman,

tal eternauta bizarro, acaba de penetrar en el mundo de lo inimaginable.

Vuelta a casa

Retorna al hogar, confundido tal vez, siempre decidido. Su mujer lo espera con

los quejidos de su inseparable desazón y el eco del hambre en cada rincón. José

entorna la puerta, pero ya su mujer no está, ella murió plácidamente en un pasado

que es imposible rememorar. La puerta apunta hacia el sol, la luz cada vez se hace

más insoportable, el ruido metálico estremece los huesos del mótorman, la desespe-

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ración de lo inagotable se vuelve cada vez más omnipresente. José solo atina a afe-

rrarse del freno y jalar violentamente de él. Sólo ha logrado abrir la puerta, y con el

mínimo resplandor que se proyecta desde la cocina, observa la silueta de su mujer,

ella está a punto de estamparle un golpe por haber llegado borracho tras horas de

ausencia, supone que gastó los pocos dineros con los que contaban.

Infancia

El tren acaba de reabastecerse con agua, extraña figura para una maquinaria

diesel. José trata de despertar al foguista, pero algo que parece ser un resplandor de

un pasado inexistente le hace caer en cuentas de que la máquina hace cincuenta años

que no se mueve a vapor. Despabila sus pensamientos y entra en razón; nunca ha

llevado un tren a vapor. El silbido de la máquina cada vez se hace más presente, el

crepitar de los maderos anuncia la potencia máxima. El mótorman piensa... se acaba

el carbón, ya no hay estaciones de agua para recargar los depósitos. Confundido se

da vuelta y se encuentra en la penumbra de la habitación de su pequeño hijo, desnu-

trido, a punto de desvanecerse, ¡pobre niño!, si hubiese sido alimentado mínimamen-

te podría llorar o gritar de hambre. El guarda aparece y reclama más velocidad,

desde la capital le han informado que están atrasados. José, con toda la calma de un

buen desesperado, observa las chispas que surgen al contactar la maquinaria con los

rieles, ¿rieles? ¡Esta ruta jamás fue concluida! El puente sólo es un abismo que

divide la nada. El niño intenta tomar aire para sollozar, pero nadie le enseñó... El

gobernador quiere entrar en pánico, golpea la tapa de madera de un cajón sordo

enterrado en un cementerio desconocido. El chancho abre sus ojos con terror; ¡el

foguista! El foguista es solo una ilusión de máquinas pasadas que se movían con

vapor. El llanto inexistente de su hijo atormenta a Juan. Su mujer levanta el brazo

sosteniendo violentamente el palo de amasar.

La máquina en sus últimos estertores ha llegado a la estación. Pero José se

apeó en el medio de la nada, todavía lo acompañan el silbido incesante y el llanto

ahogado de su infancia. La puerta continúa abierta, Juan intenta abrirla con empeño,

su madre cada vez que la cierra ríe macabramente. El tren vuelve a partir de la esta-

ción, no existe final.

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MARIANO CONTRERA

Mariano Contre

nació en Lobos,

Buenos Aires,

Argentina, en

donde vive hasta la

fecha. Luego de

finalizado el col

gio secundario,

estudió profesorado

en inglés, trabaja

do de

sión en varias

escuelas de la zona.

En 2010 l

primer libro “La idea fija”, con más de 400 ejemplares vendidos.

2013 publicó su segundo libro, “Media hora de felicidad” que ya cuenta con 300

ejemplares vendidos. Recientemente Mariano ha sido premiado en concursos inte

nacionales desarrollados en Uruguay y dos en España.

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MARIANO CONTRERA

Mariano Contrera

nació en Lobos,

Buenos Aires,

Argentina, en

donde vive hasta la

fecha. Luego de

inalizado el cole-

gio secundario,

estudió profesorado

en inglés, trabajan-

do de esta profe-

sión en varias

escuelas de la zona.

En 2010 lanzó su

A principios de

2013 publicó su segundo libro, “Media hora de felicidad” que ya cuenta con 300

a sido premiado en concursos inter-

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IVAIR SNOCKSOVICH

Hacía un tiempo ya que mi padre había fallecido, no tanto como para olvidar

el asunto, pero lo suficiente como para poder volver a entrar en su casa sin angustia

o tristeza. Había llegado el momento de clasificar sus pertenencias, y ver cuáles eran

para limpiar, ordenar o tirar. Vivía solo el viejo Héctor, mi madre había muerto

hacía cerca de diez años, y él nunca quiso moverse de su morada, a pesar de ser

demasiado grande para una sola persona. Mi hermano Patricio, mayor que yo y un

tanto más sensible, no estaba en condiciones de hurgar las pertenencias de nuestro

padre sin echarse en lágrimas, por lo cual la tarea recayó sobre mí. Fue simple, no

había demasiada suciedad, ni demasiadas posesiones innecesarias, no acostumbraba

el viejo Héctor acumular porquerías, todo lo inservible lo tiraba, y lo que estaba en

desuso lo donaba a Cáritas, según él allá por el año no sé cuánto debieron recurrir

irremediablemente a la caridad por mucho tiempo, mi abuela los crió sola a él y a

mis cinco tíos con el sueldo de una empleada doméstica. La mayoría de su ropa

(salvo por una camisa que tomé para mí, y el sweater que le regalamos para el últi-

mo cumpleaños que permanecía aún sin estrenar) fue regalada a una familia necesi-

tada que conocíamos, y los muebles fueron llevados a un remate (excepto por un

roperito que me llevé, y una cómoda que fue a parar para mi hermano), sólo quedaba

revisar el altillo.

Me adentré sigilosamente, procurando no golpear mi cabeza con el bajo nivel

del techo, y a la vez mirando los escalones para no tropezar con nada. Lo primero

con lo que me topé fue una enorme caja con juguetes maltratados y destruidos de

nuestra infancia, la cual llevé a casa para una clasificación más intensiva. Cuadernos

viejos de nuestros colegios primarios, carpetas y demás, dudé entre sacarlas afuera

para el cartonero o llevármelas, opté por lo segundo, quizás Patricio me lo reprocha-

ra después. Un televisor blanco y negro, una vieja antena de parrilla toda doblada,

algunos libros y enciclopedias antiguas, algunos discos de tango, y un Winco que

atesoré para mí. Luego más bolsas de apolillada ropa vieja, alguna incluso de cuando

nosotros éramos chicos, amarillentos diarios antiguos, revistas “Gente” de los años

setenta y ochenta, “TV Guías”, y “Para Ti” (seguramente éstas últimas pertenecien-

tes a mi madre). Fue en una caja más pequeña, como del tamaño de una caja de

pizza, que encontré un álbum de figuritas, cuidadosamente envuelto en una bolsa de

celofán, era del mundial del ’62, y mientras lo estudiaba detenidamente con la lin-

terna comprobé que estaba casi lleno, y digo casi porque luego mirándolo en mi casa

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comprobé que sólo una figurita faltaba, la del número cuatro de Checoslovaquia, un

tal Ivair Snocksovich. Los demás diez rostros duros y ataviados con gruesos bigotes

eran testigos de la falta de uno de sus compañeros de equipo.

El tiempo pasó, rematamos los muebles, vendimos la casa (afortunadamente

apareció un comprador al poco tiempo), fuimos cerrando la herida y haciendo el

duelo, pasó el bastante tiempo como para que revisara todos los juguetes que había

en aquella caja encontrada, sin necesidad de llorar frente a mi hijo. Cada autito traía

a la memoria una navidad en familia, el muñeco de He-Man mi cumpleaños número

doce, el auto de los Cazafantasmas mis catorce, ése fue el año en que el tío Rubén se

puso en pedo, después encontré un muñeco de Mr. T, me lo dieron en la navidad del

ochenta y cuatro. Había una réplica del “Auto fantástico” pegada con cinta aisladora,

que mi hermano deliberadamente había pisoteado luego de una discusión de fútbol

(él de Boca, yo de River, en esa época fanáticos los dos, hoy en día ya dejó de im-

portarnos en lo absoluto). Limpié el tocadiscos que había encontrado, y escuché

nuevamente luego de muchísimos años uno de los pocos discos de vinilo que poseo,

Led Zeppelin II. Usé la camisa a rayas del viejo, y su sweater a rombos, ya había

pasado el lapso suficiente como para recordarlo sin necesidad de que la memoria me

jugara una mala pasada emotiva y me hiciera llegar a los sollozos, podíamos recor-

dar ya los momentos divertidos, las locuras de papá, las maldades que les hacía a los

vecinos, y cosas así. Fue en ese entonces, a cerca de un año de su muerte, que volví

a encontrar el álbum de figuritas, lo saqué de la bolsita de celofán y lo estudié en

detenimiento. Los colores psicodélicos de su portada hacía fácil notar que databa de

mediados de los sesenta, estaba en perfectas condiciones de conservación, y las

figuras en su interior estaban prolijamente adheridas, ni torcidas, ni chorreadas de

pegamento. Sólo faltaba algo en esa fatídica página, en la cual la figurita número

setenta y nueve no estaba, Ivair Snocksovich. Por cómo estaba conservado, en con-

diciones impecables, y envuelto en nylon, supe que era algo importante en la vida de

mi viejo, algo que desde su temprana adolescencia estaba pendiente, durante años no

había dejado de buscar la figurita que le faltaba, ésa, la difícil, porque todo álbum

tiene una que es la difícil, no sé si es un mito o si verdaderamente la cínica fabrica

deliberadamente imprime menos cantidad de una figurita en particular con la inten-

ción de que sea virtualmente imposible de conseguir. Busqué en internet, y descubrí

que hay miles coleccionistas, que compran éstas cosas, álbumes tanto inconclusos

como llenos, pagando muchísimo más dinero por los que estén completos, entré en

foros especializados y pregunté por la que necesitaba, si alguien sabía dónde podría

encontrarla, -No existe, es un fantasma- me dijeron directamente, según éstos fanáti-

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cos y conocedores del tema, la fábrica no había impreso ningún ejemplar de Ivair

Snocksovich. Ante mi descreimiento me explicaron la historia que todos los colec-

cionistas especializados conocen. Aparentemente la imprenta Gandulfo Hermanos

S.A. se estaba fundiendo, estaba en convocatoria de acreedores, debía mucha guita y

los cheques rebotaban, se la jugaron, decidieron sacar el dichoso álbum mundialista

(el primero en el mundo con motivo de una copa de fútbol) a nivel nacional, con una

tirada de impresión enorme. Todo iba viento en popa, hicieron tantos ejemplares

como pudieron, fueron progresivamente imprimiendo todos los equipos participantes

y uno por uno los jugadores del mundial, todos los protagonistas, pero faltándoles

muy poco, y con muchos productos ya rondando la calle, llegó la liquidación antes

de tiempo. Apareció la orden del juzgado de desalojar las instalaciones de la fábrica

adquirida por una imprenta de libros de cocina, quedándoles pendiente para impri-

mir exactamente una figurita, Ivair Snocksovich. Busque lugares específicos de

coleccionistas en Capital y, aunque no lo pudiera creer, había cientos de especialis-

tas en éste “arte de completar y coleccionar álbumes”, cómo citaba la página del

club argentino de figuritas. En varios locales me ofrecieron comprármelo, pero

ninguno sabía nada del paradero del aguerrido defensor Checoslovaco. Era recono-

cido por tener en su mano izquierda un dedo supernumerario, jugó cincuenta y tres

partidos en su selección, anotando doce goles (según Wikipedia). Jugó solamente en

el fútbol local de Checoslovaquia, en una época en que las transferencias al exterior

no eran tan comunes como hoy en día.

En una obscura galería comercial casi abandonada del barrio de Colegiales,

húmeda y fresca a pesar del calor reinante en el exterior, local dieciocho, se encon-

traba una de esas tiendas especializadas, “Juntar y pegar”. Un muchacho alto, gran-

dote, detrás de un pequeño y frágil mostrador de vidrio con pequeñas figuras envuel-

tas en bolsitas de celofán, no había nada en el diminuto local, nada en las paredes, ni

afiches, ni plantas, ni decoración de ningún tipo, solo el hombre, el mostrador, y una

repisa detrás con un par de carpetas. Le mostré el álbum, y le expliqué la historia de

mi viejo.

-¡Ah, Héctor! ¿Vos sos el hijo? Mira vos…qué grande que estás. Siempre me

hablaba de vos y de tu hermano. ¿Cómo anda el viejo?- Tenía una voz ronca y pro-

funda que combinaba perfectamente con su gran tamaño.

-Muerto.- Respondí. Demasiado seco tal vez, pero no había mucho más que

decir.

-Uh, lo siento mucho. Mirá, él siempre venía, una vez al mes más o menos,

siempre buscando eso mismo que buscás vos. Esa figurita en particular, pero yo le

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expliqué que era imposible de conseguir, busqué por todos lados, a cada viaje que

voy a comprar pregunto, me fijo en convenciones… todos me dicen que es imposi-

ble, que la fábrica se fundió antes de imprimirla. Es un fantasma, nunca nadie la vio,

no existe.-

Averigüé al tiempo, mediante un amigo que trabaja en el Registro Nacional de

Sociedades y Empresas, que la imprenta había estado radicada en la ciudad de San

Carlos, provincia de Santa Fe, por lo que mis siguientes vacaciones emprendieron el

rumbo de la mencionada ciudad, muy bella por cierto, con un río y algunas playas.

Me costó convencer a mi esposa de ir a descansar allí, pero con la excusa de que es

muy seguro para nuestros hijos y tranquilo para relajarnos nosotros, finalmente

aceptó. No quise revelar mis verdaderas intenciones respecto a la ciudad, porque

hubieran sido tratadas con desmedro, calificando toda la campaña de búsqueda cómo

una reverenda boludez.

Desde que descubrí el álbum, y sobre todo a partir del momento en que com-

probé que hasta sus últimos días mi padre no había dejado de buscar la dichosa

figura del balompié, no pude dejar de pensar en el pobre viejo, mi viejo. Soñaba con

él, vagando en éste mundo sin poder partir al cielo hasta no dejar sus cuentas salda-

das aquí en la tierra, y su cuenta pendiente era precisamente ésa. La noche antes de

partir a Santa Fe, con las valijas ya listas, sin poder dormir divagaba y alucinaba,

Héctor aparecía en la obscuridad de mi habitación, rogándome la concreción de su

único proyecto inconcluso. Todo lo que supo proponerse en vida mi viejo logró

conseguirlo, comenzando con superar una infancia difícil. Creció con lo justo y sin

caprichos, en una familia pobre de las afueras de Lobos, trabajó desde chiquito en la

pequeña granja de su familia, plantaciones a pequeña escala de tomates lechugas,

acelgas, etc. Punteaba y araba, cargaba baldes y baldes de agua para regar los almá-

cigos, cosechaba y volvía a plantar. Su historial de esfuerzo desmedido no aminoró

cuando se enamoró de mi madre, alta y hermosa, rubia, de familia con buen pasar, le

costó muchísimos, demasiados rechazos, pero ganó por cansancio luego de tres años

de perseguirla con flores, bombones y poemas. Se casaron, y a fuerza de romperse el

culo trabajando logró levantar la casa en la cual vivimos todos hasta hace pocos

años. Nació mi hermano mayor, y a fuerza de más sacrificio pudo conseguir un

ascenso en su trabajo que bastara para darle de comer, al nacer yo la exigencia no

bajó, busco un segundo trabajo. Nunca se quejó, nada se interpuso entre él y sus

sueños, no hubo un día de mi infancia en el que recuerde haberlo visto quejándose, o

de ml humor, o sin ganas de jugar con nosotros. Por eso mismo no podía dejar de

pensar en él, y sabía que la muerte no sería obstáculo suficiente como para detenerlo

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en la búsqueda de su única cuenta pendiente, ésa figurita de mierda, ése fantasma de

su niñez.

Tanta suerte tengo que al llegar a San Carlos llovía como perro, llegamos al

hotel, nos instalamos, almorzamos allí mismo y nos volcamos a la siesta. Habré

dormido media hora, a pesar del cansancio de haber manejado toda la mañana, un

sueño incómodo (no alcanzaba a calificarse como pesadilla) me despertó, otra vez

imágenes de mi viejo. Tomé un café en el barcito del hotel, e intenté averiguar todo

lo posible sobre la imprenta. Afortunadamente San Carlos es una ciudad pequeña, de

unos cuarenta mil habitantes, por lo que no me fue difícil obtener información. En el

edificio que pertenecía a la fábrica actualmente hay un pequeño centro comercial,

me dio la dirección acompañada de las correspondientes instrucciones sobre cómo

llegar, pero no sin antes advertirme que los tres hermanos que formaban la sociedad

habían fallecido, quedando en la ciudad sólo un nieto, otro de los hermanos Gandul-

fo murió sin descendencia, y el tercero tuvo un solo hijo que vive actualmente en

Méjico. Mi única opción era encontrarme con este tipo, y averiguar si existían ejem-

plares de lo que yo buscaba. Visité el lugar, compré un mate de recuerdo en un local

de la galería comercial, en las antiguas instalaciones fabriles. Haciéndome el boludo

obtuve diversas informaciones con los lugareños, hasta que obtuve el paradero del

heredero de Gandulfo Hermanos S.A., vivía aún al lado de la que supo ser la fábrica,

en la casa que una vez perteneció a sus padres. Ya que estaba allí me la jugué y le

toqué timbre. Había hecho cuatrocientos kilómetros y estaba a diez metros de la casa

del tipo, no iba a irme sin intentarlo. Me atendió una nena, supuse que sería la hija,

inmediatamente la madre tomó su lugar, preguntando con la desconfianza común de

los días que corren cuál era mi propósito allí. Le expliqué que buscaba a alguien que

tuviera algo que ver con la imprenta, que tal vez su marido podría ayudarme. No

estaba, o eso dijo al menos, le aseguré que volvería a pasar antes de irme.

El segundo día en la provincia fue soleado, por lo que disfrutamos de un día de

playa y diversión en familia, aunque no podía sacarme de la cabeza el verdadero

motivo del viaje. Cenamos afuera, en uno de los pocos restaurantes de la ciudad. El

tercer y último día en San Carlos fue caluroso en extremo, cerca de treinta y siete

grados, por lo que escasamente salimos del río, fuimos a media mañana y solo deja-

mos el agua para un frugal almuerzo bajo las plantas. Contemplando el paisaje,

extremadamente relajado y semi adormecido por la pesadez del día, comencé una

especie de introspección express. Al sol, sentado sobre una gran piedra y con los

pies en la fresca agua, y con un ridículo sombrero de paja, lo vi a mi viejo, como a

diez metros, en el medio del curso del río, caminando sobre el agua al estilo de

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Jesús. Le grité, pero no me oyó, le hice señas con ambos brazos en alto pero no me

vio, me miró, y siguió caminando, alejándose. Quería contarle que estaba siguiendo

la pista de la figurita que le faltaba, que estaba cerca de averiguar algo, que había

hecho cuatrocientos kilómetros por él, que era el último regalo que podía darle, que

era parte de todo lo que no pude decirle en vida, de todo lo que no alcancé a agrade-

cerle cuando estaba.

Con la excusa de ir a comprar cigarrillos, dejé a mi familia allí y partí al pue-

blo, volví a la morada junto a la ex imprenta, toque timbre y esperé, en la ventana

cerrada junto a la puerta se corrió una cortina, y unos ojos me estudiaron, volvió a

cerrarse y al cabo de unos largos segundos apareció un tipo. Saludos de cortesía pero

a la vez con extrema desconfianza, le transmití la necesidad de hablar con alguien

cercano a la cerrada compañía, era el indicado, Gabriel era su nombre, como el

ángel. Estaba en bermudas y ojotas, mojado, evidentemente recién salido de la pile-

ta. La historia de mi viejo fue resumida, le mostré el álbum que llevaba oculto en la

guantera del auto, le rogué ayuda, le dije lo ingrato que había sido con mi viejo, le

confesé la cantidad de veces que no quise atenderlo en el teléfono, las oportunidades

que no aproveché para agradecerle la educación que me pagó, los domingos en los

que evitaba visitarlo, que despreciaba sus asaditos familiares.

-No puedo ayudarle, perdóneme, no existe esa figurita, no se fabricó, es una

sombra, es un fantasma. Disculpe.- Le di la mano, le pedí perdón por los problemas

y me fui. Subí al auto y en el asiento del conductor lloré. Lloré como cuando mi

padre me cagaba a pedos de niño y me mandaba a la habitación, o como cuando me

pegaba un buen bife correctivo. Con la frente apoyada en el volante, haciendo be-

rrinches como un pendejo, aprendí la última lección que mi viejo pudo darme, supe

que era inútil seguir sombras o fantasmas, era inútil vivir tras los sueños. Por varios

minutos putié a todos, a Dios por ser tan irónico, a los hermanos Gandulfo por ser

tan crueles, toqué bocina y golpeé el tablero del auto hasta que la mano me dolió,

maldije a viva voz a mi familia por romperme las bolas, a mi esposa, al auto, a Ivair

Snocksovich, a Checoslovaquia, país de mierda, hijos de mil putas todos, manga de

forros.

Unos golpecitos en el vidrio me sobresaltaron y me forzaron a calmarme, se-

qué las lágrimas con la manga de la camisa y bajé el vidrio. Era Gabriel, como el

ángel.

-Tome, es la figurita que le falta, hicimos una de prueba, una muestra de im-

presión antes de lanzar la colección, es la única. A veces está bien perseguir fantas-

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mas, a veces existen. Ahora váyase, deje de hacer escándalo en el barrio o llamo a la

policía, y no se le ocurra volver jamás.-

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FELIPE DÍAZ GALARCE

Felipe Díaz

Creció en la zona de Tal

gante, Chile. Ha desarroll

do su experiencia en torno

al teatro y realización a

diovisual. Actor, dramatu

go, director y diseñador

teatral. Publicó

Valparaíso 2012, Corazón

de Hueso. En proceso de

edición se encue

tran“Papá Noel, Mamá

Tampoco” y la co

junto a Lizardo Catalán

“Maniquíes: Profilácticos & Caramelos”. Todos los textos han sido llevados a

escena por la compañía de Teatro Turba, residente en Valparaíso, Chile.

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FELIPE DÍAZ GALARCE

Galarce, 1985.

Creció en la zona de Tala-

gante, Chile. Ha desarrolla-

do su experiencia en torno

al teatro y realización au-

Actor, dramatur-

go, director y diseñador

teatral. Publicó “Rodeo’s”,

Valparaíso 2012, Corazón

de Hueso. En proceso de

edición se encuen-

“Papá Noel, Mamá

y la co-escritura

junto a Lizardo Catalán

Todos los textos han sido llevados a

residente en Valparaíso, Chile.

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LA FRONTERA BLANCA

El viaje no estuvo exento de cambios bruscos antes de llegar a nuestro destino.

Cuando nos proponíamos cruzar el paso de los Libertadores una tormenta nunca

antes vista en el mes de febrero había cubierto los caminos con una densa nieve,

provocando aluviones que hicieron crecer el río arrastrando animales, vehículos y

casas. Tras almorzar en el último restaurant antes de la cordillera fui a la botillería a

comprar una cerveza y le conté nuestra situación a la señora que atendía. Ella se

preocupó porque habían anunciado lluvia para esa noche y nosotros nos habíamos

dado cuenta que nuestra carpa no tenía forro que nos cubriera. Salí a fumar, mi

amiga se lavaba los dientes, las nubes estaban encima cuando llegó un joven de

rostro familiar. Tras conversar con su madre el joven sale y nos cuenta que vive en

Valparaíso al igual que nosotros, que hablará con su padre que es director del único

colegio del caserío para ver donde podemos pasar la noche y continuar con nuestro

viaje al día siguiente. Antes que termináramos de hablar llega una camioneta con un

señor de semblante picaresco, al bajarse me dio la impresión de saber la situación

de antemano. Dice que podrá alojarnos en su casa, aunque que será incomo-

do porque viene toda su familia a celebrar el cumpleaños de una de sus hijas con una

fiesta de disfraces.. Tras matear durante casi una hora, nos entregaron antifaces para

no desentonar. Recuerdo nítidamente que el joven porteño entró vestido de guerrero

romano a la botillería familiar, desatando carcajadas en el recinto por la manera de

sacar una decena de botellas de diversos licores, su padre tuvo que hacerle un juego

de luces del vehículo para que se detuviera de una vez, apenas podía traerlas. Todo

el pequeño pueblito estaba en la fiesta, mal que mal el padre de la festejada era toda

una celebridad: un músico director de la escuela y dueño de la botillería. El hecho de

que estuvieran todos disfrazados hizo que nuestra presencia pasara desapercibida.

Mientras yo bailaba con una monja desenfrenada, mi amiga bailaba con un viejo

zorro pequeño, el zorro de las espadas y el antifaz. El resto de la noche fue una

ridiculez muy agradable. La monja siguió siendo casta y el zorro terminó siendo el

héroe de mi amiga. Al otro día no abrieron el paso, nos despedimos de la familia

muy agradecidos prometiendo volver, tuvimos que pasar por el paso que está más al

sur, cerca de Talca interrumpiendo la llegada a nuestro primer destino: Mendoza, al

que solo llegaríamos después de tres días.

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MENDOZA SE LLEVÓ A MI AMIGA

El extremo calor nos hizo decidirnos por un hostal con piscina. Nos bañamos

con alevosía. El viaje había sido largo. Cuando nos disponíamos a salir llegaron a

compartir la pieza dos franceses. Mi amiga de pronto comenzó a buscar algo que

nunca encontró. Comenzamos a dialogar ya que ellos hablaban en español bastante

bien. Venían haciendo dedo desde Uruguay, justo por la ruta que después seguiría-

mos. Les conté que somos de Valparaíso; asombrados, nos dicen que se dirigen a ese

puerto. Algo nos estaba soñando. Se trataba de un músico y un productor de la banda

“Las Malas” de la cual mi amiga era seguidora. Acordamos esperar abajo junto la

piscina. Hablamos inglés y español a duras penas con unos holandeses que venían de

Bolivia, contaban que no lo habían pasado muy bien, así es que le recomendé Valpa-

raíso y Chiloé, aunque nunca había estado en la famosa isla. Al rato llegaron los

franchutes. Decidimos salir a caminar y tomar unas cervezas, nos habían dado un

dato de una zona donde se tocaba música en vivo. En el trayecto nos topamos con

una murguita de cinco músicos, como si Cupido juntara grupos también. Flechamos

de inmediato. “Che, ¿dónde van?” Preguntó un pibe. “Pa’ allá a escuchar a los músi-

cos” dijo mi amiga.”Nosotros pal otro lado, ¿vamos?” dijo una voz picante. Miré a

los franceses y dije “ya po”. Fumamos unos cigarritos de la risa hasta atontarnos y

nos fuimos con un par de cervezas a una plaza. Eran tres argentinos, un mexicano y

un italiano que estaba aprendiendo a tocar el charango. Una muestra de música

increíble. Una recitación musicalizada se mandó un pibe moreno de voz profunda

que hablaba de una tragedia de amor protagonizada por chorros del bajo mundo. El

otro pibe de origen mapuche según recuerdo, interpretó una canción altiplánica muy

sentida. Y por último, el mexicano moreno se lanzó un cover de “19 días y 500

noches” de Sabina, enamorando perdidamente a mi compañera de viaje. Fue la

última noche que vi a mi amiga antes de partir a la provincia de Córdoba.

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LA PRIMERA DE LAS ÚLTIMAS COPAS.

El joven al fin logró cruzar la Cordillera de los Andes para ver a su madre en

las sierras de Calamuchita, Argentina. De su equipaje sacó una botella de vino

obsequiado por una pintora que había retratado sus ojos mirando el océano pacifico.

La madre le dijo que nunca bebió vino por miedo al pecado de embriagarse. Él

apuntó con su dedo un espejo que reflejaba la “Última Cena” de Velásquez. Ella

respondió de igual manera indicando una réplica del “Beso de Judas” de Caravaggio

que estaba justo detrás del joven, como si quisiera decir que la célebre traición tenía

su origen en el exceso de la bebida. Él descorchó la botella sonriendo, sirvió dos

copas y la besó en la frente. Tras unos segundos, ella llevó instintivamente las ma-

nos a su boca, dejando salir un vapor de entre sus dedos, luego levantó la copa con

parsimonia y dijo “a tu salud”. Los ojos del joven no pudieron abrirse más. Mientras

se escuchaba la tormenta, una luz del cielo entró por la ventana para fotografiar el

“Triunfo de Baco”, una tercera pintura que estaba en la cocina donde se encontraba

la pequeña familia. Ella cerró los ojos, murmuró algo indescriptible como si hablara

con su espíritu, bebió su copa de un solo trago y asimismo la de su hijo. Éste con los

ojos acuosos dijo “mamita…tengo que contarte algo…”. Ella interrumpió la confe-

sión y volvió a llenar las copas, le acercó una, cogió la suya y dijo “quédate conmigo

hasta el final, acá también hay vino delicioso que nos puede acompañar”.

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MARTÍN CARBONETTO

Martín Carbonetto nació en Qui

mes en 1979, provincia de Buenos

Aires. Lanzó el libro “Fricciones”

con el escritor Alberto R. Suárez,

con quién más tarde publicó una

selección de relatos fantásticos

denominada “Dos plumas, un tint

ro”. Actualmente se encuentra

concluyendo un nuevo libro de

cuentos y corrigiendo su primera

novela, “Thertaris y la herejía de un

dios”.

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CARBONETTO

Martín Carbonetto nació en Quil-

mes en 1979, provincia de Buenos

Lanzó el libro “Fricciones”

con el escritor Alberto R. Suárez,

con quién más tarde publicó una

selección de relatos fantásticos

os plumas, un tinte-

Actualmente se encuentra

concluyendo un nuevo libro de

cuentos y corrigiendo su primera

novela, “Thertaris y la herejía de un

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OSCURIDAD

Si usted transita mi casa, la que fue de mis padres y antes de mis abuelos, no-

tará el estilo Luis XV que se mantiene en todos los ambientes. Advertirá además,

que algunos muebles son originales y valiosísimos, pero que la mayoría son repro-

ducciones. También, estoy seguro, verá que poseo en las salas como el living varios

cuadros que despertarían la codicia de un coleccionista. Por otro lado apreciará,

dispersos en los amplios salones, adornos de buen gusto, cortinados pesados, acoge-

doras alfombras, candelabros de bronce, fuentes de plata y alguna que otra escultura,

sobre todo en las antecámaras o en los vestíbulos que dan hacia las escaleras. Conti-

nuando con la recorrida, al detenerse frente a mi orgullosa biblioteca, verá cuán

buenos son los volúmenes que atesoro, cuán antiguas son algunas de aquellas obras

y sus encuadernaciones y, si observa con sumo detalle, podrá deleitarse no sólo con

el meticuloso orden en que están colocados (géneros, autores y años en que fueron

escritos) sino también, aunque requerirá para ello algo más de conocimientos por su

parte, que de cuanto autor se ve no falta obra alguna.

Todo eso lo notará con mayor o menor interés, pero hay otra cosa que no es-

capará a sus sentidos, por ser justamente susceptible de observación y extrañeza,

algo que hasta hace muy poco no formaba parte del decorado general y que es de mi

absoluta responsabilidad. En todos los ambientes, en cada rincón, he instalado cen-

tenares de lámparas eléctricas y de aceite, veladores, algunos reflectores, velas, e

incluso, aunque suene disparatado, antorchas. En mi residencia, desde hace un tiem-

po, no existe la oscuridad, no hay un mínimo de oscuridad sobre ningún sector. ¿Que

si he tenido un sueño, una pesadilla? No lo llamaría así. Pero le decía. He estudiado

cada haz de luz que se desprende desde el exterior con cada momento del día, en

cada estación del año, para cada circunstancia climática posible y, sobre todo, estu-

dié cada fotón que es arrojado por las luces artificiales al llegar la noche, realicé al

menos un millar de cuentas y ecuaciones con el único fin de mantener las luces en el

mayor equilibrio posible, sin que nada pueda proyectar una sombra demasiado pro-

funda.

Usted se ríe, claro. Permítame terminar de contarle y sacará sus propias con-

clusiones. Si bien esta obsesión parece ser propia de un loco, no corresponde a una

enfermedad; esa esperanza no existe. Es un medio de supervivencia, una necesidad

imperiosa para evitar revivir el horror que he sufrido. Veo que lo escandalizo, pero

créame que después de lo que le contaré, usted podría comenzar a tomar en mayor

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consideración los llantos de los niños por las noches cuando se los deja en sus cuar-

tos a oscuras. Dicen que cuando somos pequeños poseemos un nivel de percepción

que vamos perdiendo a medida que maduramos o comenzamos a ser más lógicos.

Sin embargo ahora creo que en realidad lo único que nos salva de la locura es el

olvido, olvido de cosas que no queremos volver a ver.

Escúcheme, preste atención. Fue una noche de invierno, no recuerdo la fecha.

Había cenado luego de un largo día de trabajo en mi escritorio, y pronto me fui a la

cama. Me recosté y apagué la luz luego de intentar leer unos párrafos vaya uno a

saber de qué libro inútil. Instantáneo fue el momento en que me rodearon las tinie-

blas de mi habitación.

Estaba alcanzando el estado de duermevela cuando comencé a sentir un leve

cosquilleo en el rostro, común, muy similar al que podría causar el roce de un pelo

de la barba contra las mantas. Me moví de lado, pasé mi mano por la mejilla para

quitarme la residual sensación de picazón y continué en lo mío. Sin embargo, instan-

tes siguientes, ya con los ojos pesados, percibí un sutil movimiento de las sábanas

contra mis piernas, como efectuado por otra fuerza que no provenía de la inmovili-

dad de mi cansado cuerpo. Fue casi imperceptible, un roce demasiado suave como

para que me molestara. Por ello volví a darme vuelta y continué con el sueño, y esa

vez de manera exitosa. Pero, ¡ay!, cuántas de esas sensaciones nos albergan mientras

entablamos batalla con el dios de la inconciencia y les restamos lógica importancia.

A la noche siguiente, por supuesto, volví a la impostergable rutina de conciliar

el sueño. En esa oportunidad, desvelado, permanecí durante algunas horas leyendo

en la cama, y cuando el cansancio llegó, apagué en acto maquinal la luz, quité el

almohadón del respaldo y me relajé para pasar la noche. Fue allí cuando una corrien-

te extraña de aire besó mis labios, demasiado fría. Noté entonces que tenía la venta-

na entreabierta (por suerte pienso ahora) y se lo adjudiqué a ello. Me incorporé para

cerrarla y evitar un posible resfriado. Regresé veloz a las mantas en completa oscu-

ridad y silencio. Me dormí, no recuerdo más. ¿Cómo? ¿El viento? No esté tan segu-

ro, espere, aún no termino.

Todo aquello, ahora lo sé, sólo fueron advertencias, mensajes o certidumbres

que yo no había tomado en cuenta, que nadie lo hace jamás. ¿Acaso me dirá que

nunca sintió ese tipo de molestias, casi imperceptibles?

A la noche siguiente el frío me empujó más temprano de lo normal al amparo

de las cobijas. Terminé el libro, pero no tuve ganas de levantarme por otro, por lo

tanto busqué de manera forzada un sueño que no tenía. Apagué la luz y permanecí

con los ojos abiertos, pensando en cualquier cosa, e instantes seguidos comencé a

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notarlo. Vi cómo aquella oscuridad, la que nos envuelve a todos por igual en cual-

quier punto, que es la misma que compartimos sin quererlo, no está conformada sólo

por insuficiencia de luz. No. En esa negrura hay otras luces, variaciones internas que

si uno logra hacerlo con atención, notará que las sombras varían, moviéndose de un

lado hacia otro. Pero lo que realmente me alarmó fue ver cómo, de pronto, el haz de

claridad que ingresaba por la puerta desde el vestíbulo fue eclipsada de golpe, anu-

lada, despojada de mi vista sin que nada ni nadie generase una sombra, como si algo

(debo llamarlo así pues no podría definirlo) se interpusiese en mi campo de visión.

No dudé, y me lancé sobre el interruptor del velador, pero para cuando la bombilla

se encendió, no puede notar nada fuera de lo normal, no hasta el momento de volver

a apagarla. En ese instante comprobé que la claridad volvía a ingresar débil desde el

pasillo. Qué fue aquello, se pregunta usted. Créame que yo me pregunté lo mismo.

Es cierto que no buscaba respuesta, y tampoco hubiese sabido qué hacer con ella,

pero esos instantes de duda no son evitables. Sin embargo, y luego de aquellos inter-

rogantes y con algo de temor por lo extraño del caso, pude dormirme.

Lo realmente terrible, y por lo cual hoy mi casa está amparada por la gracia de

la luz, es lo que sucedió a la noche siguiente.

Me encontraba recostado, sin siquiera recordar lo vivido la pasada jornada,

cuando a los minutos de estar a oscuras y acomodándome en mi lecho, volví a notar

que la constante claridad que ingresaba a mi habitación era velada, como si alguna

clase de silueta hecha de silencio y negrura se hubiese parado al pie de mi cama.

Presentí, debo admitirlo, que algo me observaba desde las tinieblas, algo que no

podemos ver o no se deja ver. Me paralicé por segundos, los latidos en mi pecho

aumentaron, mi respiración se entrecortaba. Alcancé el interruptor, pero al accionar-

lo la bombilla no encendió. ¿Un corte de luz? Tal vez, aunque poco afortunado.

Luego de algunos segundos observé cómo la tenue claridad volvía a ingresar. Sin

embargo, algo había visto, estaba seguro de aquella presencia, pude distinguir la

fantasmagoría materializada en la sombra. Nervioso tomé un cigarrillo, pero cuando

lo encendí, cuando la cerilla arrojó un súbito fulgor en toda la estancia enceguecien-

do mis dilatadas pupilas por segundos, al cabo de ello, vi a escasos centímetros de

mi cara algo parecido a un rostro, algo a lo que siempre temí, algo innombrable e

indescriptible que se agazapó y huyó profiriendo un doloroso aullido que hirió mis

oídos y mi alma, que perturbó para siempre mi existencia.

Ahora sé que algo nos acecha en la noche, siempre, en cualquier lugar, desde

tiempos inmemoriales, desde su perverso mundo de tinieblas y sombras.

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Sí, así como lo escucha. ¿No me cree?, le sugiero que haga la prueba entonces.

Esta noche, antes de dormir, apague la luz y espere, observe a su alrededor y verá, lo

verá usted mismo.

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JUAN CARLOS VECCHI

Juan Carlos Vecchi

nació el 16 de n

viembre del año

1957 en la ciudad de

Olavarría, Provincia

de Buenos Aires,

Argentina, donde

aún reside. Publicó

“LATIDOS” (po

mas y aforismos;

edición independie

te de 1.000 ejempl

res, 1982); “DIARIO

DE A BORDO”

(realismo mágico,

relatos y cuentos, editorial Argenta, 3.000 ejemplares). Además, participó en inn

merables antologías cooperativas nacionales e internacionales. Recibió la distinción

“El escritor del año” durante la “Muestra de libros en Olavarría” (2011). Actualme

te, tiene varios libros inéditos y coordina talleres literarios desde el año 1995 (nivel

inicial y avanzado). Es corrector de estilos literarios y asesor técnico literario.

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JUAN CARLOS VECCHI

Juan Carlos Vecchi

nació el 16 de no-

viembre del año

1957 en la ciudad de

Olavarría, Provincia

de Buenos Aires,

Argentina, donde

aún reside. Publicó

“LATIDOS” (poe-

mas y aforismos;

edición independien-

te de 1.000 ejempla-

res, 1982); “DIARIO

DE A BORDO”

(realismo mágico,

relatos y cuentos, editorial Argenta, 3.000 ejemplares). Además, participó en innu-

as cooperativas nacionales e internacionales. Recibió la distinción

“El escritor del año” durante la “Muestra de libros en Olavarría” (2011). Actualmen-

te, tiene varios libros inéditos y coordina talleres literarios desde el año 1995 (nivel

do). Es corrector de estilos literarios y asesor técnico literario.

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LA FRAZADA O LA MUERTE

La mirada podría ser una de esas miradas que se pierden en cualquier historia,

pero es Gabriela Flores la mujer sentada en uno de los bordes de la cama mirando la

fotografía de su bisabuela materna.

El genealógico hábito nocturno de los treinta centímetros hacia la derecha mo-

vió su mirada hasta la blanca cabellera de su abuela. Movió la cabeza un poco más,

siempre hacia la derecha; en la dulce sonrisa de su madre solía encontrar ese método

para mitigar su incondicional melancolía.

La suya no colgaba en la pared del débito familiar; no se estremeció al pensar

que no faltaba mucho para ser un cuadro más.

Después recostó la tristeza de su cuerpo sobre la amorosa textura de una de las

frazadas, la frazada tejida por su abuela; estiró un brazo hacia el costado y se tapó

con la otra frazada, la frazada que había tejido su madre..

Acuartelada en aquel tejemaneje congénito de ausencia, se preguntó por qué

nunca había tejido una frazada ella misma.

Fue entonces cuando soltó la risa hasta el cielorraso al darse cuenta que siem-

pre le había quedado más cómodo dejarse morir que aprender a tejer una frazada.

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JUAN RUY PACHACÚTEC

Rodrigo Spinozzi nació

en Córdoba en 1994,

comenzó a escribir a los

14 años, siendo sus det

nantes las historias fab

losas y las leyendas

aborígenes. Actualmente

estudia en la UBA y vive

en el partido de La M

tanza, Bs As.

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JUAN RUY PACHACÚTEC

Rodrigo Spinozzi nació

Córdoba en 1994,

comenzó a escribir a los

14 años, siendo sus deto-

nantes las historias fabu-

losas y las leyendas

aborígenes. Actualmente

estudia en la UBA y vive

en el partido de La Ma-

tanza, Bs As.

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ESO NO ES UN RUIDO

El frío en la nuca se inyecta en las vértebras y corre cuesta abajo. La oscuridad

total en los alrededores y las voces enmudecidas por completo. Nulos pasos, nulos

vagabundos, nulos ruidos. El viento esboza una sonrisa siniestra y arranca el quejido

de una puerta. La copia descolorida de mi cuerpo sobre la calle se estira, como si

algún demonio quisiera llevársela.

El desierto se ha insertado en las casas, dueño del tiempo y del calor, y el color

del mundo se escapa con el vaho como un alma estrujada entre ramas.

“… no pasa nada… los ruidos, son inventos. Para explicarse fenómenos… es

cosa de palurdos”.

Las casas forman un pasillo por el cual solo corre el viento, como queriendo

huir de aquél lugar porque está seguro de que es mala idea encontrarse allí. “Los

espíritus llegan al mundo a las tres de la mañana”.

Los ojos corren desesperados al reloj.

Tres y cinco. Tres. Tres. Y cinco.

El cerebro se encoge.

El oído se achica esperando recibir sonidos a leguas de distancia, totalmente

comprimido y los sentidos se reconcentran. Sobreviene el deseo de ser como el

Timbó, alto y lleno de oídos, ni los pasos del zorro se le pierden.

“Es mentira. Los espíritus se quedan en el hanan pacha”.

A lo lejos un aullido suave, casi como una respuesta, hace que todo el esquele-

to se descalabre. El paso aumenta su ritmo. La mirada apunta en derredor ansiosa de

reencontrar el automóvil.

Pero las luces parecen engañar.

“Dicen que arrastra cadenas y escupe fuego. Dicen que sus ojos son los ojos de

Satanás. Dicen que las desgracias que te trae su aliento son eternas. Dicen que no le

gustan los extraños…”

Electricidad en la espalda. Pispiar una sombra entre las maderas, pasar atolon-

drado. El corazón da un repentino vuelco. Pierde la consciencia, no puede reaccio-

nar. Convertido en piedra. La piel vuelta hielo, el corazón desbocado, los músculos

inmóviles… y el sonido del viento y el crujir del árbol y la plaza desolada y las luces

apagadas y…

El gato que emerge de entre las chapas, maullando agitado. Entre siseos echa a

correr hacia la dirección contraria.

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Nuevo intento de moverse. Los brazos rodean el torso una vez másy las pier-

nas vuelven a andar. Los cabellos se agitan y el corazón parece no poder calmarse.

Los vistazos son cientos y buscan cualquier cacharro. La boca tiembla.

“Eso no es un ruido”, intentando convencer al cerebro de que lo que acaba de

escuchar no es maligno. Pero ya intenta correr.

Otro ruido casi golpea su cuerpo. Es el ladrido del perro como quién responde

a la tortura. Un latigazo de adrenalina. El perro ladra sin parar.

Luego oscuridad. El farol se rinde y no arroja más destellos. Algo le aprieta el

pecho hasta más no poder. Ya no sabe si seguir andando pero ahora los ladridos

parecen aumentar, quiere dejarlos atrás.

Repentinamente mira el reloj. ¡Son las tres y diez!

Ya sus pasos aumentan de velocidad cuando todos los otros faroles se extin-

guen y las luces mueren; las pocas restantes, mueren. Ahora un nuevo aullido esta

vez frente a él. Se frena en seco.

Los perros ladran detrás. Delante también. Mira en derredor. Algo le azota la

columna. Los ojos en todas las direcciones desesperados, y la respiración sin tregua.

La primera ráfaga de viento. Vuelve la parálisis. Y el efecto asmático, y todos

los monstruos en su cabeza. No quiere ver. No quiere ver nada.

El viento viene detrás como una avalancha, atrapa las hojas y unos papeles, y

se los arroja en la cara; siente el frío horrible y sabe que el monstruo le romperá el

cuello con sus fauces. Sabe su desgracia porque el viento lo envuelve.

No ve nada al final del callejón. Mugre. Negro. Viento.

Gira sobre sus pies, porque ahora quiere correr, quiere buscar el auto, meterse

en él, y huir… y es allí cuando deja de moverse. Porque ahora sí que se estremece

por completo. Le duelen las vértebras. Ahora sí que siente el mutismo doloroso.

Porque ve los ojos llenos de rabia y de sudor volcánico, y ve las fauces de una mula

endemoniada de la desgracia pintada.

Siente un profundo dolor y ve su alma escapársele de la boca. Vomita su pena

y reconoce a las personas maltratadas y a los hombres torturados por su rebenque.

Recuerda algún peón diciéndole que tendrá su merecido…

Tendrá su merecido. Su merecido. Lo tendrá. Los ojos de fuego. Se los mere-

ce.

Page 112: FISURAS DE LO REAL

ANSELMO MIGUEL MOLINAS

Molinas Anselmo Miguel. Nacido y res

dente desde 1945 en Argentin

Santa Fe, la del litoral paisaje isleñ

los puentes transgresores.

docencia y la investigación en los niveles

medio y superior. Todavía anda por la

vida y en familia, suele enojarse con sus

escritos pero ama la literatura. Cue

algunos antecedentes literarios:

inéditas, poesías y relatos.

premios, menciones y participación en

publicaciones colectivas nacionales e

internacionales.

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ANSELMO MIGUEL MOLINAS

Anselmo Miguel. Nacido y resi-

dente desde 1945 en Argentina, ciudad de

del litoral paisaje isleño y

los puentes transgresores. Ejerció la

cia y la investigación en los niveles

Todavía anda por la

vida y en familia, suele enojarse con sus

escritos pero ama la literatura. Cuenta con

antecedentes literarios: novelas

inéditas, poesías y relatos. Ha obtenido

premios, menciones y participación en

publicaciones colectivas nacionales e

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EL EFECTO CARICIA

No se creía inmortal. Solo lo tomó por sorpresa el momento.

Entendió que era demasiado pronto para presentarse así, sin aviso previo. En

ese segundo supo que todos los cuidados por perdurar se diluyeron y no encontró

razones.

De un día a otro su lugar cambió. Ahora era él. Quiso mostrar lo que antes pa-

reció no importarle. Nos amaba. Nosotros lo sabíamos.

Aún así, le faltó tiempo.

Page 114: FISURAS DE LO REAL

BENITO BOLIVAR

Benito Bolívar es un escritor

Venezolano, nacido en 1987,

quién desde el 2011 vive en

la Argentina. Hasta ahora

tenido diversos blogs dónde

da a conocer sus escritos, y

el cuento acá presentado es

su primera publicación

formal, con lo cual da inicio

a su carrera como joven

escritor. Actualmente está

preparando una recopilación

de cuentos.

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Benito Bolívar es un escritor

Venezolano, nacido en 1987,

quién desde el 2011 vive en

la Argentina. Hasta ahora ha

tenido diversos blogs dónde

da a conocer sus escritos, y

el cuento acá presentado es

su primera publicación

formal, con lo cual da inicio

a su carrera como joven

escritor. Actualmente está

preparando una recopilación

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EL MIMO

Él es un Mimo, siempre calza zapatos de charol, tan desgastados que dan

cuenta de lo mucho que ha andado. Viste un pantalón negro, siempre el mismo, muy

ajustado desde el tobillo hasta la cadera para darle el sostén necesario en cada paso.

Usa una remera manga larga que alterna rayas horizontales negras y blancas, real-

mente ya son amarillas y grises, que buscan representar un horizonte más atractivo

que el que lo rodea a diario; remata el atuendo con un sombrero redondeado en la

parte superior y de ala corta que ata en su base con una cinta de seda negra y lo

decora con una flor color carmesí, falsa evidentemente, ¿Pero qué sería de él sin un

poco de esperanza representada en ese único color? Por último, se le ve la cara

siempre tan blanca como la niebla, una lágrima de color ébano un poco por debajo

del ojo izquierdo, y en los labios, con la misma tétrica tintura, una sonrisa exagera-

da, porque como buen Mimo nunca está ni triste ni feliz, sino que es un poco de

ambas emociones, realmente es un poco de todo y de nada al mismo tiempo. Con

este maquillaje muestra y oculta su identidad, esconde sus emociones y se prepara

para imitar lo que sea que suceda en su entorno, a fin de cuentas, su cara es como un

lienzo blanco y se puede moldear al gusto del que transita a su lado.

Desde pequeño aprendió de sus mayores que no hay mejor elección en la vida

que la de ser un Mimo, tratando de imitar, agradar y de encontrar un lugar, uno que

nunca es suyo; todo el tiempo intentando suplantar un lugar que ya fue ocupado.

¡Pero no importa! el imitar es una de las formas de vivir la vida y el único manda-

miento que puede tener un Mimo, al menos así lo escuchó siempre y lo convirtió en

su única verdad.

Este Mimo todos los días se vestía, maquillaba, suspiraba y salía a la vida a

buscar ese lugar concurrido y de moda, iba imitando personas, cosas, animales,

situaciones, verdades, mentiras, pensamientos, sentimientos, todo y nada, siempre

cosas ficticias, ¡Sí, ficticias!, porque cuando todos ven un mimo actúan, con la in-

tención de divertirse con la imitación que les ofrece ese sujeto tan común y extraño.

Así fue transcurriendo su vida, pasando de la niñez a la adultez, y convirtién-

dose en todo un maestro de la imitación, perfeccionando su técnica con cada nueva

imitación, tomando retos mayores cada día, cumpliendo hazañas asombrosas, siendo

reconocido por eso, en fin, cosechando éxitos. Hasta que un día al despertar, enten-

dió que había sufrido una metamorfosis, ya no existía ropa, sombrero, flor, maquilla-

je color negro, blanco o carmesí, sino que ahora, todo esto, era su piel. Al fin era un

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Mimo de carne y hueso, uno de verdad, un Mimo por excelencia, podemos decir que

finalmente era ¡El Mimo!, así que embargado de una felicidad irrisoria salió a la

misma vida de siempre, esperando que notaran que ahora ya no fingía, que de ver-

dad era un Mimo, uno que, a fin de cuentas, no podía hacer nada más que imitar una

y otra vez lo que veía, sin detenerse nunca, sin pensar en nada más que imitar una y

otra vez, una y otra vez, y otra, y otra más, ¡y sí!, ¡otra más!; ya nada lo podía sacar

del estado de imitador perfecto y gracioso que constituía su vida...

Así transcurrió otro tanto de su existencia, hasta que un día cualquiera e igual

a los demás al tratar de verse en un espejo no vio nada, su reflejo no existía, pero no

le extrañó el cambio fue tan gradual y en tanto tiempo que no le sorprendió en lo

más mínimo; ahora el mimo no es blanco y negro, de carne y hueso, ahora es platea-

do y de vidrio, más grande de lo que se recuerda y totalmente plano, sin dimensio-

nes, aunque es capaz de reflejarlas todas.

Después de su segunda metamorfosis, sólo siente resignación. Sale de vuelta a

esa vida de tantos años que en nada cambió aunque todo es diferente, salió una vez

más reflejar, como el perfecto espejo que es, la vida que ve y percibe.

Ahora el Mimo puede reproducir emociones auténticas, un sueño logrado des-

pués de tantos años, reproduce perfectamente la felicidad de la sonrisa que antaño

tenía, el amor de los ojos iluminados, la tristeza de la lágrima color ébano, la sorpre-

sa de la boca abierta, la desconfianza de los ojos entornados, el miedo de los ojos

desorbitados, la pasión de un corazón que palpita sin cesar, la lujuria de un cuerpo

que transpira, los nervios del tartamudeo y el desprecio de una nariz respingada,

pero es capaz de sólo eso, reproducir, nunca sentir de verdad y casi nunca algo

sincero o loable, el mundo dónde está no lo es, nunca lo fue, pero ahora es cuando

puede comprenderlo.

El Mimo ya no piensa, sólo existe en la rutina de levantarse y recordarse sien-

do un niño feliz, luego recuerda sus años de Mimo no consumado, su aprendizaje

constante y su ropa desgastada, después cuando se convirtió en El Mimo! El perfec-

to Mimo de carne y hueso, y ya no puede recordar desde cuando es un espejo. Sale

de nuevo a la vida y ve tantos Mimos en el mismo camino que él transitó y transita,

siguiendo sus pasos, y sólo pocos, muy pocos de hecho, quitándose la ropa, el ma-

quillaje, los miedos y decidiendo ser diferentes, aunque nota que cada vez son me-

nos los que lo hacen. Viendo esto el Mimo observa otra cosa, un detalle que nunca

vio, existen diferentes tipos de Mimos, no todos son iguales, sino que vienen en

series, y sólo un ojo tan afinado como el de él es capaz de ver los diferentes tipos de

Mimos.

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Con esta nueva revelación camina de arriba abajo, entendiendo que los Mimos

siempre se han imitado entre ellos, que la originalidad no existió nunca, ni nada que

imitar ya todo existía y era imitado, de hecho son millones de Mimos imitándose

unos a otros, buscando un lugar dónde encajar, un lugar ya ocupado por otro, un

lugar que no le pertenece a nadie, porque nadie quiere el que tiene sino el que imita,

el que intenta en vano, y sin éxito, reproducir.

Hay tantos detalles que ahora están claros para él, que por primera vez en su

vida se sorprende de verdad, porque mas allá de entender la realidad de la vida de

los Mimos se da cuenta de que no sabe ser otra cosa, que no puede ser otra cosa, y

ahora tiene que vivir sabiendo que pudo haber sido cualquier otra cosa, pero eligió

ser Mimo y se convirtió en el mejor de todos y ya no puede retroceder, sino seguir

siendo el ejemplo de todos los demás Mimos, seguir siendo el punto a alcanzar y a

superar, seguir siendo el vivo ejemplo de que el esfuerzo puede valer la pena y que

se puede llegar a ser perfecto. Ante esto grita, llora, ríe e intenta decir que este cami-

no a lo mejor está mal y que sin duda lleva a la infelicidad y la soledad, así lo fue y

es para él, pero los Mimos no gritan, lloran, ríen y mucho menos hablan, sólo imitan.

Ahora ya por terminar su vida, el Mimo lo hace imitando, buscando un lugar

que ya está ocupado y que no le pertenece, buscando un lugar que nunca ocupará,

como siempre lo hizo, aunque esta vez con la tranquilidad que da la resignación de

saberse el mejor de su tipo, y este absurdo detalle lo hace, al menos así lo cree él,

diferente del resto y con esto deja de ser un Mimo/Espejo y se consagra como El

Gran Mimo, el único en su estilo, el único con sus logros, el único que es diferente

entre un mundo lleno de muchos como él. Se consagra como tantos otros millones

antes, durante y después de él.

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ELVER HERRERA

Elver Renferi Herrera nació

en Guatemala en 1960.

Publicó: “La búsqueda”

escrito en 1976 en el Barrio

Santa Teresa de Nueva

Concepción. “Trágica

noche” se escribió en Pos

ville, Iowa, 2004. Refugi

do político en Canadá

1992-1994.

derno (ilegal) durante 13

años, 2 meses y 11 días en

los Estados Unidos.

tualmente, trabaja como organizador internacional del sindicato de trab

United Food and Commercial Workers. Tiene un libro inédito sobre la redada de la

planta de Agriprocessors en Postville y otro de cuentos en preparación.

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Renferi Herrera nació

en Guatemala en 1960.

Publicó: “La búsqueda”

escrito en 1976 en el Barrio

Santa Teresa de Nueva

ción. “Trágica

noche” se escribió en Post-

ville, Iowa, 2004. Refugia-

do político en Canadá

1994. Esclavo mo-

derno (ilegal) durante 13

años, 2 meses y 11 días en

los Estados Unidos. Ac-

tualmente, trabaja como organizador internacional del sindicato de trabajadores:

Commercial Workers. Tiene un libro inédito sobre la redada de la

planta de Agriprocessors en Postville y otro de cuentos en preparación.

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LA BÚSQUEDA

¿Era o no era?

La vio entrar entre rechiflas y gritos, ya casi desnuda. Ella agarra el tubo cro-

mado de metal y se impulsa hacia arriba abriendo las piernas. Él ve cómo aplauden

aquellos estúpidos desde las mesas y otros le tiran billetes.

¿Era o no era Araceli?

Se mordió los nudillos sin dejar de mirar a esa mujer, sin dejar de preguntarse.

Tambaleándose en un vértigo de tequila, se acercó al escenario. Las miradas se

tantearon en la distancia y recordó el idilio en Nueva Concepción.

Nunca fue del agrado de doña Joaquina, quien le estudiaba de pies a cabeza al

igual que a un insecto.

Cristian y Araceli se conocieron en la iglesia, y se volvieron inseparables. El

inocente y tembloroso beso no tardó en llegar.

La escuela cerró, a través de escritos dejados en lugares secretos y ayuda de

amigos se comunicaron en las vacaciones. En la secundaria, soñaron: él quería ser

ingeniero, y ella bailarina.

Doña Joaquina falleció. Araceli no tenía más parientes, así que la posibilidad

de quedarse era improbable; la familia residía en la ciudad y allá tendría que ir ella a

vivir. Después del funeral, se quedó un tiempo. Esa mañana salieron a estudiar… y

el atardecer los sorprendió en una covacha con rumores del campo, desnudos en la

hamaca.

Un nuevo día despuntó. Las promesas se unieron a la triste despedida: el bus

arrancó y él guardó el rostro de ella como si fuese una fotografía.

Cristian emigró para empezar la universidad y se reencontró con Araceli. En

los moteles se refugiaron y se juraron amor eterno.

Una tarde de abril fue a proponerle que vivieran juntos.

La actitud misteriosa de Araceli antes de su desaparición le cuentan los afligi-

dos parientes. Uno de la familia piensa que se debió al trato que le dio la bruja de

doña Joaquina. Entre argumentos a favor y en contra, alguien le pregunta si han

reñido.

—Hacíamos planes para casarnos cuando me graduara.

Otro familiar agregó:

—Pues ya preguntamos con sus amistades, y no saben nada. Por un momento

pensamos que se había ido a vivir con vos.

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— ¡Conmigo no está! La última vez que conversamos, me despedí de ella en

esta misma puerta.

Apesadumbrado, Cristian visitó hospitales y departamentos de Policía. Nunca

se rindió.

Y ahora, pasados cincuenta meses y una noche, allí está ella frente a él.

Cristian se encamina a la salida. La luz de la calle lo recibe llorando. Enciende

un cigarrillo bajo el rótulo Club de Bailarinas del Barón Azul.

La infatigable búsqueda ha concluido.

TRÁGICA NOCHE

Gregorio recordó cuando la vio por primera vez en el pasillo, el júbilo al saber

que compartían la misma aula. Y esa emoción a la salida, poder acompañarla a la

casa.

Una tarde de junio, a sus dieciséis cumplidos, tomó valor, olvidó el cosquilleo

que le alborotaba el estómago y le propuso que fuera su novia. La crisis de nervios

que debió enfrentar cuando la presentó ante sus parientes y el alivio al ver con satis-

facción que sus padres la aceptaban como parte de la familia. Escuchar decir a Flo-

rencio, su padre:

—Estoy contento por tu decisión, m’hijo: ella te hará muy feliz.

Y pensar que ahora, pasados cinco años de esa declaración de amor, ella de-

seaba ser su mujer y así formar la familia soñada.

La abraza, la estrecha en un beso que ella corresponde amorosamente.

Los alarma el repique de campanas, y a lo lejos alguien que grita:

— ¡Están robando en la iglesia!

También los vecinos del parque oyen los gritos. Las campanas siguen sonan-

do. La noticia no tarda en esparcirse por el pueblo y las luces de las viviendas se

encienden una a una. Empuñando linternas, candiles y quinqués, la gente se precipita

a las calles y se reúne en el graderío del santuario.

— ¡Los maleantes están ocultos en la parte de arriba! —dice una voz histérica.

— ¡Capturémosles y los linchamos para que aprendan esos infelices ladrones!

— ¡De aquí no salen con vida esos desgraciados! ¿Escucharon? ¡No salen vi-

vos!

El viejo campanario queda en silencio.

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La pareja de enamorados corre hacia la multitud, que se ha armado con mache-

tes, palos, azadones y hachas.

Entre la oscuridad y la densa niebla es difícil divisar a los saqueadores.

— ¡De este lado hay un ratero!

Todos ven de dónde provino el bramido y una mano sobresale en medio de la

turba señalando el techado.

Sin pensarlo, Gregorio suelta a Gloria, brinca y se encarama en la barandilla

sobre el ventanal, encima de la parte baja del alféizar. Ayudado por amigos y cono-

cidos trepa al techo. Con dificultad llega a la azotea para alcanzar la zona del frente

donde supuestamente el ladrón se encuentra oculto.

Un fogonazo desgarra la noche y silencia el griterío.

La sombra entre las tinieblas siente un dolor agudo, acaso en una de las vérte-

bras. Es una bala rabiosa que a su paso ha perforado carne y hueso. La sangre le

empapa la camisa. Tambaleándose, logra agarrarse a una de las cruces en reparación.

Las fuerzas le abandonan. Los ojos se abren, y de un solo golpe se tragan el cielo y

sus estrellas sin luna. El cuerpo cae a un costado del portón de la iglesia. Entre

murmullos y vivas, los curiosos rodean el bulto humano que yace en la tierra. La

penumbra le cede el paso a la claridad con los candiles y quinqués y las linternas le

iluminan la cara al muerto. A grandes zancadas un vecino se aproxima, lleva una

escopeta. Sofocado por el esfuerzo, se va abriendo camino a empujones.

— ¡Le di! —grita—. ¡Lo tenemos al muy maldito!

Hincado en el suelo alguien del grupo examina el cadáver y reconoce la voz.

Se levanta. En él hay confusión y angustia. Suspira hondo y con tono lastimero le

dice al recién llegado:

— ¡Mataste a tu propio hijo, Florencio!

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CLAUDIO PAGGI

Claudio Pagginació en Junín

(Bs.As.) en agosto de 1962. Es

Ingeniero por la UNLP. Desde

pequeño ha sido un incansable

lector. A punto de cumplir los

cincuenta se animó a volcar en

papel las historias, ya desespera

zadas, que habitaban su mente. Sus

relatos están hechos de un barro

que, por momentos, logra parece

se a la carne.

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nació en Junín

(Bs.As.) en agosto de 1962. Es

ro por la UNLP. Desde

pequeño ha sido un incansable

lector. A punto de cumplir los

cincuenta se animó a volcar en

papel las historias, ya desesperan-

zadas, que habitaban su mente. Sus

están hechos de un barro

por momentos, logra parecer-

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EL SECRETO

La noche es muy fría, a las nueve Diego bajó del tren en Del Viso y hace una

hora que camina por las calles de un barrio apartado, un barrio de obreros y emplea-

dos municipales, de casas bajas y modestas. Es viernes y tiene pensado encontrarse

luego con sus amigos para salir por allí a tomar algo y ver si tiene la suerte de cru-

zarse con la Colorada.

Todos los negocios han cerrado y las calles, salvo por un grupo de chicos que

pasan hablando fuerte, están vacías. Los perros han buscado refugio y no molestan

y sólo un gato, de color indefinido, lo mira sin interés desde lo alto de un pilar.

Este quehacer de Diego viene de muy atrás, desde que tenía diez años. Ahora,

que tiene veintidós, ya es un oficio y él, un experto.

Sin verlos ha aprendido a intuir los fondos de las casas. Si lo contara, si conta-

ra a sus amigos lo que hace las noches de los fines de semana antes de encontrarlos,

ellos primero se sorprenderían pero luego, cuando Diego les relatara los detalles, lo

mirarían creyendo que les miente, que nada de lo dicho por él es cierto.

Sin embargo nadie supo nunca de su debilidad, o su vicio. Nunca, con nadie,

se confesó de sus actividades prohibidas.

Ahora Diego se detiene, su experiencia, o un sexto sentido, le indica que esa

casa tiene lo que él busca. Es una típica casa de barrio que tiene a la derecha el

portón de un garage que, posiblemente, nunca albergó un auto. La línea del frente,

hasta el vecino, se completa con un tapial bajo del que emerge una reja sin preten-

siones. Dos metros hacia dentro y luego de un breve jardín, la puerta de ingreso y

dos ventanas, una a cada lado. En el extremo de la izquierda un pilar alto. El frente

está pintado de un color rosa desvaído y desde un nicho, pequeño e iluminado, si-

tuado al costado de la entrada, una Virgen de Luján custodia al hogar y a sus mora-

dores.

Diego puede ver a través del cortinado, de lo que supone es el comedor, la luz

inconstante y de colores variables de un televisor y se imagina a la familia entera

sentada frente a él. Esa visión siempre lo tranquiliza, ya que puede suponer que no lo

molestarán mientras haga lo suyo.

De día, cuando el sol brilla en lo alto y todas las cosas se muestran tal cual

son, Diego reflexiona sobre su pasión, y toma conciencia del riesgo que asume cada

vez que se entrega a ella. Se plantea seriamente abandonar, vencer el deseo que lo

domina, dejar definitivamente en el pasado este hábito tenaz. Se dice a sí mismo que

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debe buscar algo nuevo que lo ayude a renunciar o, si fuera necesario, que lo obligue

a no hacerlo más.

En otras ocasiones ya lo había intentado, como cuando había logrado que Ma-

rio, un amigo de su padre, que tenía la concesión de la cantina del club, lo aceptara

como su ayudante en esas horas entre pasada la tardecita y la medianoche en la que

se encontraba para salir con sus amigos. Aquella vez pasaron dos semanas en la que

su actividad prohibida no pudo tentarlo, pero el sábado de la tercer semana, cuando

Mario le pidió que fuese a los fondos del club a buscar, entre un montón de trastos,

unos caballetes para armar unas mesas, ya allí, en medio de ese desorden de cosas en

desuso volvió a sentir el deseo que creía vencido.

Una hora después, cuando regresó con los caballetes y comenzó a armarlos en

el salón, Mario, desde atrás del mostrador, le hizo un gesto con su mano, como

preguntándole dónde había estado. Diego le respondió ambiguamente y allí quedó

todo. Pero ni el viernes siguiente ni ningún día más Diego volvió a aparecer por el

club.

Esta noche en Del Viso Diego palpa en su bolsillo y se asegura que ella esté

allí, plateada y poderosa; luego, de un salto elástico y sordo trepa al pilar, camina

rápidamente por el tapial medianero que lo lleva hasta el frente de la casa y de un

nuevo salto gana el techo. Esta parte es siempre la de mayor riesgo, es el momento

en el que se siente más vulnerable. Un auto doblando por la esquina, un vecino que

sale a sacar la basura y ¡zás! Diego quedaría al descubierto y no restaría otra acción

que la huída. Correr, correr cuadra tras cuadra, doblando aquí y allá con total aleato-

riedad, deseando que nadie lo siguiese y sintiendo cómo el aire va inflamando sus

pulmones y secando su boca.

Había pasado ya varias veces por esa situación y precisamente por ello disfru-

taba tanto cuando llegaba al techo sin sobresaltos.

Todo había comenzado cuando tenía unos diez años y al igual que ahora vivía

con sus padres en su casa de Carapachay. Diego, que era hijo único, pasaba las

siestas del verano solo, en el fondo del patio, donde su padre cultivaba una pequeña

huerta. Una de aquellas tardes, sentado a la sombra, con la espalda apoyada contra la

medianera del terreno vecino, en el que vivía un matrimonio de ancianos pequeñitos

a los que él conocía de verlos sentados en el frente de su casa, se le ocurrió trepar al

tapial para descubrir cómo era la casa de ellos, sin saber que lo que vería del otro

lado lo marcaría para siempre y lo llevaría luego a buscar lo mismo en otros lugares.

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Lo que vio aquella tarde Diego fue sólo un galpón, algo que en su casa no hab-

ía. Era un galponcito modesto, apoyado en la medianera, con los costados cerrados

con ladrillos colocados de canto y el frente abierto. Desde donde Diego estaba no

podía ver lo que en él se guardaba y entonces el veneno de la curiosidad se le in-

yectó en la sangre. Ese día ya eran casi las cuatro y media, hora en que la siesta

terminaba en el barrio y llegaba la hora del riego y la merienda. Diego decidió espe-

rar un día más. Aquella noche soñó con el galpón de los Otero.

Al otro día, a la hora de la siesta, cuando supuso que sus padres ya estaban

dormidos, presuponiendo vagamente una simetría de conductas al otro lado del

tapial, lo cruzó y se metió en el galponcito. Fue para Diego una experiencia maravi-

llosa. En un caos de frascos y cajas pudo ver toda una colección de clavos, rollos de

alambre de distintos diámetros, una guadaña algo oxidada, sin el mango, pero, aún

así, amenazante; martillos, pinzas, dentro de una caja de cartón una agujereadora

manual para madera con ocho mechas distintas y bellas, una trampa para ratas y

muchas cosas más que provocaron el nacimiento de ese obsesivo interés que el

tiempo sólo acentuaría.

Una y otra siesta Diego cruzaba el tapial y visitaba el galpón de los Otero,

nunca se llevó ni siquiera un clavo, él no buscaba la posesión de una u otra cosa,

admiraba el sitio tal como estaba. Si hubiese podido llevarse a su casa el galponcito

íntegro lo hubiese hecho, pero no entraba en sus planes saquearlo.

Una tarde encontró a don Otero conversando con su padre y a la noche lo en-

viaron a la cama sin cenar, no sin antes escuchar de sus padres que se sentían de-

fraudados y que deseaban que el hambre lo hiciera recapacitar de sus malas accio-

nes.

Sin embargo Diego no comprendió. Sabía que robar no estaba bien, pero él no

se había llevado nada en aquellas visitas.

Respetuoso del mandato paterno no volvió a cruzar el tapial de los Otero, y así

fue cómo Diego inició su profesión de voyeur de galpones. Hasta los quince años

despuntó su vicio visitando, con excusas, corralones, carpinterías y talleres; pero

pasada esa edad, cuando tuvo el permiso de sus padres para empezar a salir de noche

con sus amigos, sintió que la oportunidad de volver a visitar un galponcito suburba-

no retornaba.

Ahora está sobre un techo de una casa obrera en Del Viso, donde nadie sabe

quién es él. Diego camina suave sobre el techo y vuelve a bajar al tapial medianero

del otro lado de la casa. Al fondo, como intuía, ve, bajo la luz fría de la luna, el

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brillo de las chapas del galponcito, siente su corazón acelerarse, tiene la ilusión de

que hoy va a sorprenderse.

Sin embargo algo no está bien, encuentra que la puerta de alambre está cerrada

con un candado y entonces recorre su perímetro buscando un lugar alternativo por

donde ingresar. Unas gallinas despiertan ruidosamente y antes que Diego pueda

tomar la decisión de huir alcanza a ver la silueta de un hombre recortada bajo el

marco de la puerta, allá en la casa, rodeada al instante por el resto de su familia.

Diego los oye murmurar y ve al hombre avanzar hacia el fondo con cautela. Ha

perdido la oportunidad de escapar y opta por ocultarse pero cuando la cercanía le

muestra que el dueño de casa empuña un arma el miedo lo altera y corre tratando de

llegar al tapial. En su mano brilla, metálica, la linterna. El hombre, muerto de miedo

y pensando en su familia que lo aguarda dentro de la casa, levanta el arma y dispara.

Diego siente un puño que golpea su espalda, sus manos y sus piernas se le

hacen ajenas y llega a su boca el sabor tibio de la sangre.

Un mes después, cuando su familia no tenía ya donde buscarlo y se comenza-

ba a ilusionar con un Diego de viaje por allí, identificaron su cadáver en la morgue.

Primero sus padres y luego sus amigos, al enterarse de lo sucedido, no pudie-

ron comprenderlo. La policía allanó su cuarto y luego toda su casa sin hallar nada

que pudiese suponerse robado.

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JAIRO MANUEL SÁNCHEZ HOYOS

JAIRO MANUEL SÁNCHEZ

HOYOS, nacido el 27 de febr

ro de 1951 en morrocoy, C

lombia. Enamorado de la lect

ra y aficionado a la escritura.

Ha publicado d

cuento. Para este diciembre

2013, publica la novela el

Grito largo de los Senderos.

Finalista en varios concursos

de poesía y cuentos, en Méx

co, España y Argentina. En

Chimbarongo, Perú

mención especial en el concu

so de cuento realizado por la biblioteca de ese municipio. Aparece en varias antolo

ías de América y España.

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JAIRO MANUEL SÁNCHEZ HOYOS

JAIRO MANUEL SÁNCHEZ

nacido el 27 de febre-

ro de 1951 en morrocoy, Co-

lombia. Enamorado de la lectu-

ra y aficionado a la escritura.

Ha publicado dos novelas y un

cuento. Para este diciembre

2013, publica la novela el

Grito largo de los Senderos.

Finalista en varios concursos

de poesía y cuentos, en Méxi-

co, España y Argentina. En

Chimbarongo, Perú recibió

mención especial en el concur-

ealizado por la biblioteca de ese municipio. Aparece en varias antolog-

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EL CASO DE FLIRTICIA.

El pueblo se acostó entusiasmado, serían dos tardes de carreras y una noche

de verbena, en honor a San José. Todo estaba listo para escuchar las alegres y me-

lodiosas notas de la prestigiosa Banda 6 de Enero de Momil, la de la fama en el

momento. Dicha agrupación partió muy de madrugada a tocar el alba. Era una ma-

drugada fría y oscura, constantes lampos sobresalían por los lados de los montes de

María, la Alta, en donde había llovido toda la noche, básicamente en Ovejas, donde

nace el arroyo de Pichilín que pasa por Toluviejo, la meta donde se llevaría a cabo

este compromiso patronal.

Viajan entretenidos, tomándose del pelo y riendo hasta más no poder, cuan-

do… ¡Plan!, se partió el cardán. El viejo camión había “sacado la mano”. Tocó

andar a pie el resto del camino. Encabezaba la marcha Flirticia, quien era la del

bombo, lo hacía sobre el lomo de “Sonsa”, una vieja mula cedida por uno de los

feligreses. Ya casi para llegar les surgió otro inconveniente, Pichilín estaba de “bote

en bote”, ni siquiera se veía el puente. Pero esto no amilanó la marcha del grupo, es

más, fue en este preciso momento cuando a ella se le ocurre la súbita idea de anun-

ciar la banda, pues, con esto elevaría los corazones y pondría los ánimos en vilo,

deseosos del regocijo. Así que en medio del puente, se acomoda bien, bien, el

bombo y con la mano zurda, porque era zurda, dejó caer el mazazo. Queriendo ella

atraer la alegría, ¿por qué tenía que sobrevenir la desgracia? La Sonsa, que además

de sonsa, venía legañosa, soñolienta y pasmosa, pegó un brinco de a cinco, lanzán-

dola a la del bombo al vacío.

Sin tiempo que perder los hombres se lanzaron a las gélidas y revoltosas

aguas. Pero por más que buscaron, jamás dieron con el cuerpo de la infortunada

mujer. Desde entonces, cada vez que crece el arroyo, se escucha, corriente abajo, el

triste sonar de un bombo.

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LUIS FELIPE VALENCIA TAMAYO

Luis Felipe Vale

(Manizales, Colombia) Escritor

y profesor de Literatura y

Humanidades en la Universidad

de Manizales.

diversos reconocimientos tanto

en Colombia como en España y

México por su producción

literaria, destacándose en los

géneros de ens

Además de la Literatura, lo

apasionan el periodismo, el cine

y la música, actividades que

gusta mezclar en su quehacer

personal y profesional.

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LUIS FELIPE VALENCIA TAMAYO

Luis Felipe Valencia Tamayo

(Manizales, Colombia) Escritor

y profesor de Literatura y

Humanidades en la Universidad

. Ha obtenido

diversos reconocimientos tanto

en Colombia como en España y

México por su producción

literaria, destacándose en los

géneros de ensayo y cuento.

Además de la Literatura, lo

apasionan el periodismo, el cine

y la música, actividades que

gusta mezclar en su quehacer

personal y profesional.

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UN PUEBLO SIN CONSUELO

Ocurre siempre, pero aquella vez causó más tristeza de la que uno puede tener

por normal. Las veces anteriores fueron las reinas, la selección de fútbol, el equipo

de ciclistas, los tríos y cantantes del pueblo. El camino fue el mismo. A todos los

despedimos y les deseamos buena suerte en el mismo lugar en el que se ve gigante la

valla que dice por un lado “Vaya con Dios, esperamos que vuelva pronto”. Lleva-

mos los músicos, los grupos de danzas de las escuelas, los niños con pequeñas ban-

deritas que ellos mismos elaboran. Cada adiós es el mismo: las madres dejan atrave-

sar sus rostros por las lágrimas y novios y novias se estrechan en abrazos que ya

desean interminables. Así nos reconocemos en el pueblo y festejamos las oportuni-

dades que tenemos de llevar la bandera a otros lugares.

Cuando viajó Alina, todos creímos que traería la corona. Cuándo va a pensar

uno que hubiera mujer más bella que Alina, la reina desde chiquita. Lastimosamente,

regresó sin nada de lo que todos le presentimos. No lo pudimos creer. Hasta la bruja,

vecina nuestra, mantuvo su presagio sobre nuestra reina negando cualquier posibili-

dad de equívoco suyo. “Le robaron la corona, mijita; una cosa dicen las cartas y otra

dicen los hombres... ¡desgraciados!”, dijo, bravucona, Elvira. Todos sobrellevamos

la triste derrota de Alina, la reina del pueblo, la reina que todos quisimos, la que los

jóvenes desean, aunque intimidados; la que los viejos queremos a nuestro lado pero

no podemos complacer. Ah, si el viejo pudiera y el viejo quisiera... Lo cierto es que

reina sí teníamos, la más bella; pero qué le íbamos a hacer si para el resto del mundo

no fue la mejor.

Luego vino lo de los muchachos de la selección. Tantos años de trabajo y es-

fuerzo. Yo mismo pasé muchas noches viéndolos entrenar como guerreros. En el día

practicaban con la bola, examinaban estrategias y ensayaban cobros para el sagaz

portero; en la noche entrenaban como reclutas, haciendo sentadillas, lagartijas,

abdominales. Como la cancha no tiene luz, sólo los resplandores de las casas veci-

nas, los muchachos de la selección de fútbol entrenaban en medio de los niños que

se atravesaban jugando sus llevas y escondrijos. Vistos todos los esfuerzos de los

jugadores, el pueblo entero se animó a apoyarlos. Doña Clelia se comprometió a

elaborar los uniformes; don Paco el de la abundancia quiso patrocinar el equipo con

una buena renta. El padre, a fuerza de algunas súplicas de sus grupos catequéticos,

donó parte de la recaudación de la misa de un domingo sólo para que ellos pudieran

viajar. Y todos nos hicimos a la idea de que nadie jugaría mejor que nuestros mu-

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chachos, que en el campeonato ellos arrasarían y se llevarían no sólo los aplausos

sino todos los títulos. Los veíamos jugar y para nosotros eran magos con la pelota.

Despedimos a nuestra selección con bombos y platillos, seguros de que traerían la

copa. No fue así. Una vez más, nos robaron; los muchachos dijeron que un árbitro

les había cogido ojeriza desde el principio del torneo y los perjudicó en la primera

fase con decisiones infames. El pueblo quedó triste, descompuesto... La única conso-

lada fue Alina, que sintió que alguien más vivía en carne propia lo que ella ya había

sentido.

Nos empeñamos en sacar adelante una nueva gesta. Los muchachos del fútbol

quisieron dedicarse a otra cosa, olvidaron sus talentos con la bola y optaron por

dedicarse a los pedales. Se unieron a un incipiente grupo de ciclistas que tenían los

vecinos de nuestras tiendas. Esforzados y valientes, día a día mostraban con qué

facilidad ascendían esas cumbres que nos rodean. Los veíamos enrutarse como en

una montaña rusa y llegar a casa a desafiar las penalidades de nuestra dieta con una

alimentación realmente escasa. El pueblo tuvo una vez más una esperanza. Así las

cosas, todos colaboramos para que ellos se alimentaran mejor y tuvieran la oportuni-

dad de llevar su pedaleo a las altas competencias del mundo. El equipo se ensambló,

y para nosotros cada ascenso a la cumbre que hacían nuestros escaladores excitaba

los pensamientos y las imágenes de los triunfos y reconocimientos venideros. Los

despedimos allí mismo donde también se recibe a los que llegan. Los abrazamos, les

empacamos parte de nuestras comidas y les echamos todas las bendiciones que

teníamos guardadas en el alma para ocasiones especiales. Denodados atletas regresa-

ron con la mirada caída. Los habían saboteado, dijeron. Tras dos pruebas iniciales

maravillosas, una mañana de competencia los jueces descubrieron sustancias prohi-

bidas en la habitación de nuestros ciclistas. Los perjudicaron. Pura envidia. En el

pueblo todos sabíamos quiénes eran los mejores; pero nadie quería saber lo que

nosotros pensábamos. La desolación se notó en todas nuestras miradas; una rabia

interna parecía hacerse común denominador de nuestros empeños.

Pero no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista. Había aún cosas

qué mirar en todos aquellos que viven en nuestro pueblo. ¿Y nuestras voces? ¡Por

Dios! ¿Podrán en el mundo igualarse nuestras voces? Ángeles, voces de ángeles. El

pueblo se unió para apoyar al trío. Los escuchamos embelesados en la plaza y tam-

bién momentos antes de la despedida que le dimos. Viajaron a representarnos, a traer

las alabanzas que suscitarían después de escuchados, a traer las noticias de aquellos

que, sorprendidos, quisieran saber dónde habían dado su primera nota. Pero no fue

así. Regresaron con sus instrumentos y sus voces tristes. Dijeron que todo se lo

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habían robado, que melodías como las que ellos expresaron no pudieron ser mejora-

das, que todo el mundo lo supo. Sin embargo, perdieron. Los jueces los habían

damnificado, no porque sus voces no fueran hermosas sino porque tenían en mente

mejores rostros. Sí, de acuerdo con el trío, perdieron por feos. Hubiera ido Alina,

que también canta muy lindo. Pero nadie en el pueblo lo tuvo presente. Ahí sí como

dicen, después de miado para qué bacinilla.

A pesar de la tristeza, el pueblo se repuso. Nos levantamos a los pocos días

con los deseos de continuar nuestras vidas como si nada de esto hubiera pasado.

Pero vino un hecho que alteró nuestras vidas y aún nos hace sonrojar, más que en-

tristecer.

Al pueblo había llegado un bello curita; bello en todos los sentidos: amable,

cordial, de rostro angelical. Mejor dicho, a los pocos días de estar entre nosotros nos

demostró su santidad en pequeños actos cotidianos de pura nobleza. Confieso que

yo, que hacía mucho no me confesaba, tuve por fin un hombre al que quise tener

como administrador de mi perdón. Nos hicimos amigos de él y él se hizo amigo de

todos. A quien conocíamos le hablábamos de las bondades de nuestro cura párroco,

joven, entusiasta y con aroma de santidad. La fe en nuestro padre se propagó y, por

primera vez en mucho tiempo, hombres y mujeres distintos de los vecinos del pue-

blo leyeron la valla en la que se da la bienvenida a los foráneos. Bautizos, primeras

comuniones, matrimonios, extremaunción, todos quisimos que fuera otorgado por él.

Incluso hubo quienes dejaron a un lado la Confirmación sólo por el hecho de que

venía el obispo o su vicario para concederla. No, así no quisieron las cosas. Fue la fe

las que nos colocó en un lugar del mundo, y el padre como lugar de peregrinación.

Organizó un bello santuario y un lindísimo oratorio en los que propios y extraños

por fin nos conocíamos.

Hasta que llegaron las gratas noticias. En la misa del domingo, el padre anun-

ció que había sido llamado a Roma y que debía ausentarse por unos días. Lo aplau-

dimos, claro, pero también lloramos al perderlo, así fuera por poco tiempo. En pere-

grinación, lo acompañamos hasta el lugar en el que siempre nos hemos despedido

los vecinos. Lo abrazamos, lo besamos, le obsequiamos nuestras lágrimas. Cuando

lo vimos lejos, fue que se escuchó la voz de Leticia: “Ese hombre va a ser nuestro

Papa”. La miramos sorprendidos. No lo pensamos dos veces, inmediatamente cap-

tamos que el padre no había querido decirnos nada, de puro modesto, pero él debía

saber que viajaba a Roma para que allá hicieran todo el proceso para acercarlo al

papado. Nuestra esperanza creció: un santo como él no se encuentra a la vuelta de la

esquina, menos en un mundo tan infiel. Los peregrinos que llegaban supieron de

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nuestra historia; el lugar del que había salido el próximo Papa creció en visitantes y

todos nos alegramos de ocupar un sitio en el corazón de los demás. Periodistas,

escritores, hombres de fe y curiosos pasaron por esta tierrita.

Pasó el tiempo y no recibimos las noticias que esperábamos. Llamamos al

obispo y no nos quiso contestar. El misterio nos alentaba pero también nos confund-

ía. Teníamos todos los preparativos para recibir a nuestro triunfador padrecito hecho

Papa. Y regresó, triste, cabizbajo, con el rostro ensombrecido sin la sonrisa habitual

que le conocimos. Apareció en la iglesia cuando caía la tarde y nos estábamos

haciendo a la idea de que se trataba de un día más sin verlo. “¡Padre!”, gritó el joven

sacristán, que lo vio primero que todos. Venía sin sus hábitos, venía sin su cuello

blanco, venía como un joven citadino que quiere impresionar a las jovencitas de una

fiesta. No era el mismo que conocimos.

No llegó a ser Papa, ni siquiera alcanzó a continuar su vocación sacerdotal.

Regresó a disculparse, a implorar nuestro perdón y a llevarse a Alina. No había

viajado a Roma, se fue a encontrar con el obispo para asumir con entereza su peca-

do. Entre lágrimas, dijo que no revelaría ninguna de nuestras culpas, que lamentaba

el embarazo de Alina y que algún día regresaría para reír un rato con nuestras gra-

cias. No es necesario que regrese para que lo recordemos. Por él vienen a vernos,

por él los periodistas nos preguntan la historia del hombre que salió de aquí conver-

tido en Papa y regresó a responder por un niño. Por él nuestro pueblo se ha quedado

triste, orando día y noche, sin risa, sin reinas, sin equipo de fútbol, sin ciclistas, sin

voces y sin canciones. Es lo peor que nos ha podido pasar. No le endilgo culpas a

nadie, en el fondo hemos sido nosotros mismos los que todo lo hemos hecho.

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ELIZABETH CORTEZ

Elizabeth María Cortéz

nace en Guaymallén,

provincia de

los cuatros

da con sus padres a Bu

nos Aires donde reside en

la actualidad. Es profes

ra de inglés y desde hace

varios años se dedica a la

escritura. Ha publicado

artículos sobre la Guerra

civil española en la revi

ta Carta de España. Tiene

un libro de cuentos inéd

to, Tiempos peregrinos.

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Elizabeth María Cortéz

nace en Guaymallén,

provincia de Mendoza. A

los cuatros años se trasla-

da con sus padres a Bue-

nos Aires donde reside en

la actualidad. Es profeso-

ra de inglés y desde hace

años se dedica a la

escritura. Ha publicado

artículos sobre la Guerra

civil española en la revis-

ta Carta de España. Tiene

un libro de cuentos inédi-

to, Tiempos peregrinos.

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ESTELA Y LOS CERROS

A mis padres

Después de almorzar, casi nunca dormía la siesta. Ese mediodía preparó un té

con limón que bebió de un sorbo porque se le hacía tarde. Tomó el guardapolvo que

colgaba del perchero, subió a la moto y bajó por la calle Pueyrredón hasta la Esquina

de la Virgen. Le extrañó no encontrar a Martita en la puerta. Hacía tanto calor que

probablemente había cerrado el almacén más temprano. Dobló por Drummond para

acortar el camino y así llegar antes del atardecer a visitar a los pacientes que vivían

en los cerros. Manejaba lentamente por temor a perder el equilibrio como le había

sucedido al esquivar al perro de los Artero que parecía saber sus horarios y estaba al

acecho cada vez que oía el ruido de la moto. Viró a la izquierda y pensó que era

inútil pasar por la carpintería de Luis porque rara vez lo veía. El portón abierto,

desvencijado, le permitía sin embargo percibir de lejos su figura cortando madera

con la sierra. Al pasar por la iglesia, no se persignó pero se tocó la cadenita con la cruz que

llevaba debajo de la remera. Se acordó de la medalla con la imagen de la virgen que

le habían regalado al tomar la primera comunión y que besaba antes de irse a dormir

o cuando tenía prueba en la escuela. A Estela siempre le había llamado la atención el

aro blanco incandescente que usaban los curas alrededor del cuello de la camisa que

contrastaba con la sotana oscura. Más tarde supo que a los sacerdotes había que

decirles “padre”. Entonces tenía dos padres: Manuel y ese otro padre espiritual al

que le debía respeto y obediencia como le había inculcado su madre. Sintió un tirón

en la rodilla derecha como cuando se arrodillaba para confesar sus pecados a través

de las celosías de madera del confesonario que sólo le dejaban ver las pupilas bri-

llantes del cura. ¿Qué cosas tan graves hacían los niños ante los ojos de Dios para

tener que arrodillarse? Hasta le parecía gracioso y un poco absurdo repetir siempre

lo mismo: los enojos con Martita por alguna tontería o cuando le contestaba mal a su

abuela. De todos modos se esforzaba por darle seriedad a lo que estaba contando. Se

mostraba arrepentida para merecer el perdón y sentirse aliviada de haber cumplido

una vez más con el rito dominical. Dejó atrás la plaza del pueblo y entró en el camino de las fincas. De a poco el

aire iba impregnándose del aroma de los duraznos. Las copas de los álamos se abra-

zaban de vereda a vereda dejando apenas reflejar los rayos del sol en el asfalto. Al

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cruzar el río, detenía la moto. Se bajaba y lo primero que hacía era tocar el agua. Se

descalzaba, se arremangaba los pantalones y contemplaba sus pies sumergidos mien-

tras que el agua corría lentamente entre las piedras. Chapoteaba despacito para no

salpicarse la ropa. El sol ardiente le daba en la cara y la invitaba a meterse en el

agua. No corría ni una brisa como el día que se escapó de su casa en bicicleta. El sol

derretía la brea del asfalto pegándose en las ruedas de la bici. Pedaleaba haciendo un

gran esfuerzo con todo el cuerpo sobre todo con las pantorrillas que se le hinchaban

y a veces se le acalambraban. De pronto una bajada y a gran velocidad se lanzaba

cuesta abajo soltando las manos del manubrio. Se ponía de pie y sus brazos eran

alas. Gritaba de felicidad en medio de la soledad de la montaña que le devolvía el

eco de su voz. Un cielo despejado y un vientito cálido le anunciaban la proximidad

del río. Dejó la bici debajo de un arbusto y caminando entró en la zona de los ripios.

Se acercó al río con paso lento. Se agachó a recoger agua con las manos. Bebió un

poco y se lavó la cara. De a poco iba abandonándose al placer del agua. Ni siquiera

se había dado cuenta de que no había llevado malla. Se sumergía lentamente. Una

extraña sensación se apoderó de Estela al sentir que se adentraba en el río cada vez

más. De golpe se le salió una alpargata y dejó que se la llevara la corriente. No podía

parar de reír mientras los shorts de jeans iban adhiriéndosele al cuerpo al igual que la

remera. El pelo mojado se le pegaba a los hombros y a la espalda. Después se tiraba

sobre la arena y dormitaba un poco dejando que se le secara la ropa. Un silencio

profundo se quebraba con el rumor del agua y el piar de algún pájaro. ¡Cuánto tiempo había pasado! Sin embargo ese recuerdo volvía con fuerza.

De algún modo, Estela buscó preservar esos momentos felices a lo largo de su vida.

Volviendo a los cerros, permitiéndose ese pequeño paréntesis de éxtasis que le daba

la suficiente energía para seguir a pie por la cuesta empinada que bordeaba al río

hasta llegar a la casa de adobe de Rosa en la inmensidad andina. No tuvo necesidad

de golpear las manos porque uno de los hijos de Rosa estaba jugando con el perro

que apenas la vio, la recibió con un ladrido amistoso. Entró en la casa y Rosa estaba

acomodando unas vasijas en unas cajas que llevaría a la feria del barrio Namuncurá

el fin de semana. Allí había conocido a la doctora Estela Valiente, médica de familia

y jefa del hospital San José. Rosa había enviudado hacía cuatro años y vivía con los tres hijos menores .El

hijo mayor se había ido a Buenos Aires a probar suerte. Estela se sentó a la mesa. Contemplaba silenciosamente a esa mujer joven, ca-

llada, con la espalda un poco encorvada y un gesto de dolor en el rostro que apenas

esbozó una sonrisa al verla. El encuentro con Rosa le hacía dudar de sus certezas. La

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realidad con la que se enfrentaba desmoronaba su mundo de verdades absolutas, su

vida resuelta, el sentido práctico que aplicaba para resolver situaciones. Entonces

comprendió que no debía demorarse más. Puso el maletín sobre la mesa, sacó el

recetario y una caja de medicamentos. -¿Cómo te encontrás, Rosa? -Aquí me ve doctora, con este pie que parece una empanada. -Sí, se ve hinchado. Ha sido una quemadura profunda. Vamos a ver cómo está.

Estela se acercó a ella, se agachó y después le pidió a Juan que le acercara el ban-

quito que había usado días pasados. Juan fue rápidamente a la pieza y se lo trajo.

Con sumo cuidado, Estela apoyó el pie lastimado de Rosa y fue lentamente sacándo-

le la venda. -Está un poco mejor, pero la piel muy enrojecida todavía. ¿Te duele? Apenas

entré vi que estabas parada acomodando cajas. Te había dicho que no abusaras.

Necesitás reposo, Rosa. Al menos por una semana más. Estela sacó una crema del maletín y suavemente fue pasándola alrededor de la

quemadura hasta llegar a la llaga más profunda. Rosa apretaba fuertemente la boca y

cerraba los ojos. -Ahora te dejo otra caja de antibióticos que vas a tomar cada seis horas. Son

fuertes así que los tenés que tomar con un vaso de leche tibia. La semana que viene

vengo, pero si te sentís mal, ya sabés, le decís a Juancito que me vaya a buscar a

casa o se acerque al hospital. Estoy todas las mañanas hasta la una. -Entonces, este fin de semana tampoco puedo ir a la feria. -Si apenas podés apoyar el pie. Quedate tranquila. Vengo a mitad de semana

para hacerte las curaciones. -Gracias, doctora, Si no fuera por usted, nadie viene por aquí. Estela miró a Juan y a Elenita, la hija menor de Rosa, y apoyando la mano en

el hombro de Elenita, dijo: Ustedes me la cuidan a la mami. En poquitos días nomás

va andar de aquí para allá como antes. Estela acomodó el maletín. Juan la acompañó a la puerta y se despidieron. De

ahí, se fue rápidamente al rancho que estaba un poco más debajo del de Rosa. Allí

vivían dos viejitos, doña Blanca y don Emilio, un viejo cascarrabias que no se resig-

naba a dejar de cosechar tomates y duraznos cuando lo llamaban de alguna finca en

Chacras de Coria. En época de vendimia se iba a cosechar uvas para hacer el vino él

mismo. Doña Blanca preparaba mermeladas de duraznos y siempre le regalaba a

Estela unos cuantos frascos para que repartiera en el hospital. Don Emilio padecía de

hidropesía coronaria. Sin embargo parecía desentenderse de la enfermedad. En vano

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eran los cuidados de su mujer que apenas podía con él. Rara vez hacía el régimen de

comida que la doctora le mandaba porque decía que él no tenía nada. -Me quieren enfermar, nomás, decía siempre enojado. -Anda flojito de la memoria. Lo sacamos de un infarto, le recordaba Estela. -Pasaba a mejor vida, doctorcita. -Déjese de bromas, hombre. Un infarto no es cualquier cosa. Usted puede

hacer vida normal, comer y beber, pero con medida. Doña Blanca era una mujer de edad avanzada pero sana y muy activa. El ma-

trimonio tenía dos hijas pero ninguna de ellas los visitaba. Estela nunca quiso pre-

guntar nada sobre ese tema. Esperaba que quizás algún día fuera Doña Blanca la que

le contara. En una de las visitas de Estela, Doña Blanca estaba muy angustiada y se

sinceró con la doctora. Las dos hijas se habían peleado por una herencia que un

hermano de la mujer le había dejado al morir. Era una casa chica en Guaymallén.

Cuando una de las hermanas se enteró de esa herencia, hizo firmar un documento a

la madre donde la casa heredada aparecía como una donación que ésta le hacía a su

hija menor, por consiguiente desheredaba a la otra. Así fue que la se quedó con la

casa se separó para siempre de la familia. Doña Blanca había sido estafada por su

propia hija. Golpe duro que la tuvo en cama con una depresión aguda cerca de un

año. Estela la visitaba a diario para reconfortarla y ayudarla a pasar ese mal trance. Así transcurría la vida de Estela. El contacto con los pacientes de los cerros

había dado un giro a su vida. Sentía una especial debilidad por ellos que se hallaban

marginados de todo. ¿Qué era todo? El progreso del que ella gozaba. Tener un buen

auto, una casa confortable, dinero para irse de vacaciones en verano y en invierno

todos los años. Una profesión respetable y la seguridad que le daba saberse impres-

cindible o con autoridad para decidir lo que nadie pondría en duda. “Ahí viene la

doctora”. Esa frase bastaba para sentirse omnipotente, para que un pasillo de hospi-

tal se convirtiera en la esperanza o la tristeza de muchos que esperaban en silencio.

El peso de su palabra, de un diagnóstico. Todo recaía sobre sus espaldas. Los pa-

cientes de los cerros eran almas solitarias que le habían revelado un mundo más allá

de la ciencia. Un mundo más humano.

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CLAUX

Claudia Beatriz Schuardt

nació en Lomas de Zamora,

provincia de Buenos Aires el

5 de marzo de 1968. Su

pasión fue siempre la liter

tura y pese a

tualmente, es su primera

publicación.

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Claudia Beatriz Schuardt

nació en Lomas de Zamora,

provincia de Buenos Aires el

5 de marzo de 1968. Su

iempre la litera-

tura y pese a escribir habi-

tualmente, es su primera

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PESADILLA

Un trueno despertó a Pablo Obregón. Estaba transpirado y agitado como si

hubiera corrido y con un terrible dolor de cabeza. La luz de un relámpago lo ubicó

en la habitación de la casona que había alquilado junto al lago para tratar de empezar

su nueva novela. Era un escritor joven y talentoso que estaba en ascenso, pero desde

que su novia Leonela lo había dejado no había podido escribir ni una sola línea más,

y la editorial lo presionaba para publicar algo suyo.

Un nuevo trueno, esta vez más violento que el anterior, lo hizo saltar de la ca-

ma. Desde que había llegado a esa casa, llovía; y aunque ese clima hubiera sido ideal

para escribir algo, el total aislamiento había llegado a inquietarlo. A algunos escrito-

res la soledad les parecía buena compañera; él prefería escribir en un bar rodeado del

bullicio de la gente. La tormenta afuera era inquietante, pero el cielo (casi permanen-

temente iluminado por los relámpagos) le permitió caminar hacia el ventanal sin

intentar prender la luz. Las cortinas se agitaban vivamente llenando la habitación de

un aire refrescante. Pablo se sentó en el piso con su cuaderno y la lapicera en la

mano: “La inusitada fuerza de un trueno me despertó de la pesadilla. Todavía podía

sentir en mi cabeza los gritos de Leonora, mientras veía cómo el criminal la arras-

traba tomándola de su largo pelo negro por toda la habitación”, escribió Pablo casi

automáticamente a la luz de un nuevo relámpago. Sintiéndose inspirado caminó

hacia la cama e intentó sin éxito prender el velador para poder seguir. No sabía

cuándo volvería de nuevo la luz, y malhumorado, se volvió a acomodar en la cama

para volver a dormirse. Sin embargo, la Musa proféticamente siguió susurrándole al

oído:

“Leonora caminaba descalza por la casa oscura. A cada paso se podía escu-

char el crujir de las maderas del piso hueco. La casa definitivamente la inquietaba.

Afuera, un viento de tormenta comenzaba a agitar las ramas de los pinos de la

entrada, provocando un ulular casi fantasmal. El cielo se tornaba gris oscuro a

medida que empezaba a gotear sobre el techo de chapas. Leonora creyó escuchar

un ruido seco en la planta alta, y se sobresaltó. Lenta, muy lentamente, comenzó a

subir las escaleras. Miró por la ventana. El lago apenas se distinguía entre la llu-

via, que ahora era intensa. Cuando Leonora volvió los ojos hacia arriba vio una

sombra que se arrojaba sobre ella y sintió los escalones que se clavaban en su

cuerpo…”

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Pablo volvió a despertarse sobresaltado. Afuera la lluvia seguía cayendo con

tenacidad, pero ya era de día. El velador estaba prendido. Suspiró aliviado. Sobre la

mesa de luz el anotador contenía un párrafo que Pablo no recordaba haber escrito,

pero indudablemente era su letra. Seguramente con los vasos de whisky de la noche

anterior lo había olvidado. Se metió al baño para tomar una ducha que lo despejara y

recordó los gritos de Leonela en su pesadilla. Moría por llamar a su novia, pero

pensó que en realidad ella merecía llevarse un buen susto, como en la historia que

estaba escribiendo. Quizá sus palabras, plasmadas en aquellas hojas, traspasaran la

frontera de la ficción y pudieran volverse realidad.

Pablo salió de la ducha y bajó las escaleras con cuidado. Abrió la puerta y el

aire lo envolvió, refrescándolo todo. Ahora parecía que la lluvia iba a dejar de caer

de una vez y permitiría a Pablo ver de nuevo el sol. Subió nuevamente para buscar el

anotador y su lapicera, volvió a bajar y se acomodó en el sofá para seguir escribien-

do:

“Leonora sintió el cuerpo de su agresor desnudo y mojado moviéndose sobre

ella y percibió su excitación. Aunque tenía el cuerpo dolorido y estaba un poco

atontada, consiguió estirar el brazo para alcanzar una estatuilla que había sobre la

mesa y golpeó violentamente la cabeza del hombre. Afuera seguía lloviendo insufri-

blemente, como desde que había llegado a la casa del lago.

Leonora, venciendo su miedo al agua, había tomado un bote en el muelle y le

había pedido al dueño que la llevara muy lejos. Nunca pensó que Paulo se trans-

formaría de esa manera. Cuando lo conoció le pareció un hombre encantador y

gentil, pero a medida que pasaban los días, y especialmente desde que habían deci-

dido vivir juntos, el príncipe fue dejando paso a la bestia. Aunque Leonora buscaba

justificar su comportamiento cada vez más violento, pronto comprendió que debía

continuar su camino lejos de él. El problema fue que cuando le planteó la separa-

ción, Paulo enloqueció, dándole a Leonora una paliza descomunal, que la envió por

unos días al hospital. Y aunque Paulo todos los días la visitaba, mostrándose arre-

pentido y pidiéndole mil veces perdón, mientras juraba que no volvería a hacerlo,

Leonora, en cuanto se sintió en condiciones, se fue del hospital y sin pasar por su

casa, se dirigió al puerto y tomó el primer bote que encontró para que la llevara

lejos de la ciudad, a alguno de los pequeños poblados escondidos a orillas del lago.

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Allí buscaría empezar una nueva vida, lejos de Paulo, de su violencia, de su locu-

ra…”

Pablo se sintió repentinamente cansado. No sabía ni siquiera por qué había

elegido a Leonela como la heroína de este esbozo de novela, quizá porque la extra-

ñaba demasiado, porque el amor suele ser cruel, no permitiéndonos olvidar a quien

amamos, quizá porque en el fondo se sentía un poco culpable del fracaso de la pare-

ja, pero en su novela el villano era él. Tal vez, poniéndose en el lugar de Leonela,

lograría comprenderla un poco y acercarse nuevamente a ella. Pablo se vistió y,

aprovechando la pausa en la lluvia, fue a pasear por la orilla del lago, que ahora

parecía cubierto de una neblina fantasmal. Disfrutando del terror que hubiera sentido

Leonela al cruzar el lago, sabiendo que ella no sabía nadar, decidió continuar con el

proyecto de su novela:

“Temblando por el miedo que le provocaba el agua desde que salió del muelle

hasta que llegó a la casa del lago, pero decidida a cambiar de vida, Leonora alquiló

por unos meses una casa en la orilla, un lugar de aspecto tenebroso, con falta de

mantenimiento y arreglo, pero donde seguramente Paulo no la encontraría. Una vez

por semana, el dueño del bote le traería las provisiones necesarias para su supervi-

vencia, hasta que Leonora consiguiera trabajo en el pueblo cercano. Pero ahora el

destino volvía a meterse violentamente en su vida, y ella se sentía nuevamente ate-

rrada: un desconocido se había metido en la casa, la había atacado y ella lo había

golpeado. Parecía estar muerto. Leonora salió corriendo hacia fuera bajo la lluvia.

Todo estaba lleno de barro, de modo que a cada paso Leonora se hundía o se resba-

laba. Estaba empapada y tenía frío, además de sentirse dolorida por la caída de la

escalera. No sabía a dónde escapar. La lluvia era intensa y la tarde iba apagando,

sumando oscuridad a la tormenta. De pronto, alguien la tomó de su pelo largo y

frenó su carrera. No podía verlo, pero sabía que era el hombre que la había ataca-

do. Se tiró violentamente sobre ella, hundiendo la cara de Leonora en el barro,

mientras ella intentaba contener el aire. Se sentía asfixiada; si él no la soltaba,

moriría. De pronto el atacante le levantó la cabeza del barro y, pasándole el brazo

por el cuello, la arrastró hacia el lago. Leonora gritaba aterrada. Le tenía fobia al

agua y su agresor parecía saberlo. Leonora pateaba y gritaba. El hombre la sosten-

ía firmemente mientras se metía con ella en el lago, hasta que el agua helada le

llegó a la cintura. Allí la volvió a tomar del cabello y le hundió la cabeza en el

agua, una y otra vez, mientras Leonora gritaba inútilmente cada vez que su cabeza

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salía del agua, hasta que casi no tuvo más aire. El agua helada le cortaba el rostro,

se metía por su nariz y su garganta, quemándola; Leonora intentó respirar, pero

una gran bocanada de agua entró en sus pulmones y mientras se ahogaba sentía

todavía a su agresor empujándola más y más hacia el fondo. ¿Por qué?, pensó por

última vez, mientras su cuerpo se hundía lentamente y el rostro del desconocido iba

transformándose en el de Paulo, que la miraba y sonreía tras una cortina de agua.”

Pablo miró hacia el horizonte. Mañana sería un gran día. Había dejado de llo-

ver y empezaría a escribir su novela. Se frotó la cabeza. Aunque todavía le dolía, el

golpe pareció despertarle de nuevo la inspiración. A lo lejos, un cuerpo de mujer en

las aguas del lago se hundía definitivamente, abrazada a la muerte.

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CLAUDIA COSTANZI

Claudia Costanzi, nació

en Córdoba Capital. Se

publicaron

cuentos "El miedo" y

"La Rata Blanca" en la

antología "Café de

Letras Memorias de un

Taller"

además, en la Revista

Rumbos. Ganadora del

segundo premio

relato "Las flores son

para los muertos" en el Concurso Literario de Poesía y Narrativa “

Palabra”, a publicarse en la antología "La Fuerza de la Palabra 2013".

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Claudia Costanzi, nació

en Córdoba Capital. Se

publicaron dos de sus

cuentos "El miedo" y

"La Rata Blanca" en la

antología "Café de

Letras Memorias de un

y el último,

además, en la Revista

Rumbos. Ganadora del

segundo premio con el

relato "Las flores son

“La Fuerza de la

a publicarse en la antología "La Fuerza de la Palabra 2013".

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TERAPIA

- Sería conveniente que hiciéramos terapia, pero terapia de pareja – me dijo

Sergio con absoluto convencimiento aquella tarde de otoño, mientras se balanceaba

sobre su silla.

Reaccioné incómoda ante la iniciativa – No me parece, hace poco que estamos

saliendo. ¿Qué pasaría entonces si tuviéramos una convivencia de cinco años?

Efectivamente, había conocido a ese hombre unos nueve meses atrás y, pronto,

comenzamos una relación amorosa. Él era un cuarentón atractivo, empleado jerár-

quico, viudo, con hijos adolescentes, que decía amarme y ansiaba pasar por segunda

vez por el registro civil. Mis amigas, al observarlo, no dejaron de advertir excitadas

que el sujeto parecía un “buen partido”. Sin embargo, Sergio estaba intranquilo,

inseguro, incómodo, es como que se diluía sin consideración la magia de los prime-

ros tiempos, esa magia gracias a la cual, con el afán de seducir, sólo mostrás y en-

sanchás lo bueno que tenés para ofrecer.

Con el discurrir de los días el tono de Sergio se volvió imperativo – Quiero

que hagamos terapia, pero terapia de pareja.

- ¿Por qué? En verdad tenemos problemas pero creo que son cuestiones indi-

viduales que, obviamente, llevamos luego a la relación. Se trata, en todo caso, de

hacer terapia pero cada uno por su lado y así lo nuestro va a mejorar – propuse.

Es cierto que atravesábamos por algunas dificultades las que, según mi modes-

to entender, tenían su epicentro en los celos, la desconfianza y ciertas rarezas de

Sergio. Por razones que desconozco él dudaba de todo y de todos; así fue como

comenzó a cuestionarme la manera de vestir, la forma de caminar, el tono de mi voz,

el matiz de mis palabras, la longitud de los tacones de mis zapatos, la consistencia de

mi maquillaje, el volumen de mi peinado...

- Es que sos una histérica en el sentido científico del término – me apuntó una no-

che, un tanto compasivo y otro tanto acusador, mientras compartíamos un café.

Seguramente lo indagué con el gesto de mi rostro porque siguió:

– Estuve leyendo mucho sobre psicología y encajás justo en esa dolencia mental,

sino fijate – agregó a la par que me extendía unas hojas de papel en las que había

fotocopiado un artículo, en apariencia médico:

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– En esta nota se develan las características de una personalidad histérica y vos

reunís a varias y eso nos ocasiona complicaciones en la pareja.

Tomé los apuntes y leí la larga lista de particularidades, al parecer propias

de esa “patología” – Dejate de embromar – le espeté molesta, –nada que ver, yo no

soy así.

- ¡Eureka! – gritó – esa es una de las señales inconfundibles, todo histérico

niega que lo es.

Lo miré atónita – Entonces no puedo defenderme, o me come el tigre o me

come el león – aseveré y me fui enojada, previo tirarle por la cabeza los dos libros

de autoayuda que, según él, me iba a prestar a fin que los leyera para comprender

acabadamente “mi problema”, pero sólo en los párrafos que se había tomado el

trabajo de subrayar a efectos que no me distraiga.

Desde ahí en adelante, Sergio comenzó a manifestar síntomas que me alerta-

ron. Por ejemplo, repetía hasta el cansancio sus palabras como si su interlocutor

fuera idiota; se lavaba las manos con inusitada frecuencia, incluso antes y después

de tocarme, y los dientes y la lengua antes y después de darme un beso; verificaba si

había cerrado la puerta de su casa al salir exactamente cinco veces cada vez; le

propinaba diez estiraditas a su prepucio y diez palmadas a sus testículos como ritual

previo a hacer el amor y retrocedía veinte kilómetros o más para volver a su vivien-

da sólo a fin de cerciorarse que estaba cerrado el paso del gas. Por si todo eso fuera

poco, se le dio por revisar mi cartera y mi celular en busca del “cuerpo del delito”,

quizá, y por comer las empanadas con cuchillo y tenedor separando la carne de la

masa con obsesiva prolijidad.

Fastidiada y con preocupación, casi le rogué que pensara en abordar una con-

sulta con un psicólogo a la mayor brevedad; al negarse terminantemente, cual si

fuera una mácula en su currículo, accedí a su solicitud de hacer terapia de a dos

pero ocultando mi soslayada y real intención: que algún profesional del rubro le

revisara el cerebro.

Aquella tarde de otoño Sergio me miró tras pestañear quince veces, ni una

más, ni una menos. Sentado sobre la cama y mientras balanceaba exageradamente su

delgado torso me dijo - Sería conveniente que hiciéramos terapia, pero terapia de

pareja. Su voz trémula retumbó en las paredes de su dormitorio blanco del hospital

psiquiátrico y yo asentí, pues daba igual.

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Y QUIÉN DIJO QUE ESTO NO ES AMOR

Tomé el pequeño sobre púrpura perfumado, seguramente con su agua de colo-

nia favorita, que me extendían las manitos temblorosas de mi tía Matilde, y sonreí.

- Es muy importante que lo entregues esta misma tarde. El Sr. Rodríguez vive

en la casita de las tejas de la calle arbolada, justo al lado de la despensa – me dijo la

anciana con esa voz que parecía desgranarse a la caída de cada palabra. Luego,

entornó los parpados al susurrar - Y quien dijo que esto no es amor…

La miré; quizá mis ojos lanzaron una pregunta porque, sin permitirme esbozar

alguna cosa agregó, desde su lecho de enferma – Él debe estar confundido ya que

hace varios días no me ve, exactamente cinco, los que llevo postrada en esta cama, y

no quiero que piense que lo he abandonado.

En efecto, desde el lunes pasado mi tía vieja se encontraba sumergida en su

camita de una plaza, rodeada de píldoras y ungüentos, de vapores y palanganas, de

rosarios y estampitas. Desde el lunes, su frágil salud había empeorado y nosotras,

sus tres sobrinas, turnándonos la acompañábamos por aquellas horas que dolían a

encierro y a pena.

Matilde supo ser una mujer bonita y simpática en sus años mozos que, por

esos vericuetos de la vida, se quedó soltera. Nos contaba historias porque, al parecer,

las historias le sobraban. Nos hizo saber que de joven los pretendientes no le eran

escasos y que uno de ellos fue el hombre que repartía la leche en un carro, casa por

casa, allá lejos en el tiempo; sólo a ella le envolvía los botellones con papel celofán

en su ambición de resultarle agradable. El hijo del farmacéutico no se quedó atrás

por eso, cuando le vendía la diadermina, haciéndose el despistado y a escondidas de

su padre le llenaba el envase con esa crema hasta el tope, cosa que la cliente se

beneficiara con la yapa. Y ni que hablar de las rondas domingueras del brazo de sus

amigas por la plaza del barrio; los muchachos se deshacían en miradas mientras que

los más osados le lanzaban algún piropo moderado, pues transcurrían otras épocas y

ella era una chica de buena familia.

También nos comentaba que su madre, a la sazón nuestra abuela, fue una da-

ma jodida que, por codiciar el mejor partido para su hija, le corrió literalmente a

todos los festejantes en razón de no cubrir sus elevadas expectativas, uno por uno,

sin piedad y sin siquiera avizorar que quedaría para “vestir santos” por culpa de

tanta exigencia.

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Matilde era muy sumisa, así que se limitó a obedecer los mandatos de su pro-

genitora, sin cuestionarlos, bajando la cabeza ante todo varón que se le arrimaba a

dos metros de distancia, más o menos.

Y así, sin escrúpulos, a la tía la atropellaron los años pero, según alardeaba

permanentemente, no por eso se esfumó su encanto para con el “sexo opuesto”.

- ¡Y quien dijo que esto no es amor!- exclamó ilusionada la vez que su médico

de cabecera le palmeó un hombro para finalmente chantarle un fraternal besito en la

mejilla y aconsejarla – Cuídese de la gripe que este invierno viene con todo para los

mayorcitos. Lo mismo vitoreó la octogenaria en aquella oportunidad en que el joven

taxista, que siempre la trasladaba, le tomó la mano para recalcarle que era la pasajera

más amable de todas a la par que la alertaba sobre los peligros de un posible tropiezo

con el cordón de la vereda al descender del vehículo.

A sus sobrinas, sus relatos se nos aparecían como las fantasías de una anciana

que se lamentaba por no haberse casado y parido unos cuantos hijos y el doble de

nietos. Es que el gesto cordial de cualquier hombre solía ser interpretado por la tía

como un acto de enamoramiento categórico.

Aquel sábado soleado concurrí, en varias oportunidades, a la casita de las tejas

del Sr. Rodríguez para cumplir con el recado de Matilde, pero nadie me atendió.

Pensé y pensé que hacer con el sobre púrpura que bailoteaba entre mis dedos.

Este hombre se había instalado en el barrio unos seis años atrás. Era un señor

mayor y jubilado que salía a caminar a diario, religiosamente. En su recorrida, pasa-

ba por el frente del domicilio de Matilde. Ella le tenía calculado los horarios así que,

a las seis de la tarde en punto, después de tomar el té y acicalarse, se apostaba en la

verja de su jardín de geranios a esperar la aparición del caballero con su paso lento y

ceremonioso. Y todos los días igual, él la saludaba y ella le devolvía el saludo, inter-

cambiaban unas seis palabras cada uno sobre el estado del tiempo para seguir el Sr.

Rodríguez su camino y para meterse la tía en el silencio de su casa, a soñar, induda-

blemente.

En el anverso del sobrecito púrpura sólo se leía el apellido del destinatario.

Les conté a mis hermanas el extraño pedido de la tía y mi fracasada misión de entre-

gar la misiva; ambas rieron abiertamente.

- Vaya a saber quién es ese sujeto y qué disparate escribió la viejita en su car-

ta. Sabemos que fantasea. Dejá las cosas como están en honor a su dignidad – me

aconsejó una.

- Ese hombre es un vecino más que la trata amigablemente, eso es todo. La tía

no está en su sano juicio, así que olvidate del tema – repitió la otra.

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Y me olvidé del asunto, pero sólo a medias.

Al poquísimo tiempo Matilde murió. Sus sobrinas nos encargamos de la cere-

monia de rigor a la que asistieron algunos pocos parientes y, para mi sorpresa, el

misterioso Sr. Rodríguez.

Antes de que sus restos fueran trasladados al cementerio el hombre se me

acercó, se encontraba ataviado como quien asiste a una boda, impecable traje negro,

camisa blanca almidonada, moñito y jazmín en el ojal. Con un solemne ademán sacó

de uno de sus bolsillos un sobrecito azul dirigido a la tía y me lo extendió; yo busqué

presurosa en mi cartera hasta dar con el sobre púrpura, se lo entregué. Ninguno de

los dos articuló palabra. Sentí una rara mezcla de remordimiento y profundo alivio.

Sucedidas las horas y ya relajada del trajín, desplegué la misiva que me arri-

maron las manos temblorosas del Sr. Rodríguez para leer con fascinación lo que él

supo escribir: “Querida Matilde: y quien dijo que esto no es amor…”. Guardé con

cuidado la sucinta esquela de aquel caballero, perfumada seguramente con su agua

de colonia favorita, y sonreí.

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WALTER TOSCANO

Artista plástico, caricaturista, ilustr

dor, performer, realizador de muñecos

de trapo, cuentista breve y poeta p

ruano. Codirige la marca de diseños

alternativos Trapos & Cartones; ha

publicado las revistas Piel de Kam

león (literatura) y PerroKalato (arte

gráfico internacional).

Poemas y cuentos breves suyos han

sido publicados en revistas y libros de

antología del Perú y México. Tiene

distinciones o premios nacionales e

internacionales en pintura, poesía, mini

ficción, humor gráfico y caricatura.

[email protected],

www.waltertoscano.blogspot.com,

www.facebook.com/WalterToscanoArt

ista?fref=ts

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Artista plástico, caricaturista, ilustra-

, realizador de muñecos

de trapo, cuentista breve y poeta pe-

ruano. Codirige la marca de diseños

alternativos Trapos & Cartones; ha

publicado las revistas Piel de Kama-

eratura) y PerroKalato (arte

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KAFKA

A los nueve meses tuvo contracciones y, luego de desvanecerse, fue hospitali-

zada de emergencia. Después de dos horas, el llanto de un recién nacido la despertó.

Entre sus patas ásperas, Franz Kafka imaginaría su epitafio: Conoció el crujido

antes de echarse a volar.

HORMIGAS II

¿Por qué con tanto apuro las hormigas tocan entre sí sus bocas? ¿Algún trozo

de alimento comparten con sutiles besos? Yo las observo, desde mi cama, transitar

apresuradas y sin pausa. Una gran línea zigzagueante atraviesa el cielo raso de mi

habitación de puerta a ventana externa. ¿Qué deliciosa comida alberga mi cuarto sin

que yo lo sepa? Intentaré descubrir el origen de sus movimientos. Sin embargo, ya

es hora de la cena y mi estómago hormiguea de hambre.

Hoy contaré menos hormigas antes de dormir.

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ÍNDICE Prólogo…………………………………………………………….... 7

Michael Benitez Ortiz……………………………………………….. 10

Ricardo Felipe Nieto Pavía………………………………………….. 13

Denise Elizabeth Griffith……………………………………………. 20

Miguel Oviedo Risueño……………………………………………... 23

Ricardo Guidi……………………………………………………….. 25

Tata Evangelista……………………………………………………... 29

Santiago Quelal Pasquel…………………………………………….. 34

Mariano Tangari………………………...…………………………... 39

Gerhardo Van Junker……………………………………………….. 43

Elena Nilda Pahl…………………………………………………….. 46

Xoana Fernández Bordón / Sebastián Serdán……………………….. 48

Jorge Duran………………………………………………………….. 56

Iván Alberto Pittaluga……………………………………………….. 61

Luciana Pechacek…………………………………………………… 66

Andrés Norberto Baodoino…………………………………………. 69

Gonzalo Rodríguez………………………………………………….. 77

María Soledad Rico…………………………………………………. 82

Julian Pischetz………………………………………………………. 86

Mariano Contrera…………………………………………………… 89

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Felipe Díaz Galarce…………………………………………………. 97

Martín Carbonetto…………………………………………………… 101

Juan Carlos Vecchi………………………………………………….. 106

Juan Ruy Pachacútec………………………………………………... 108

Anselmo Miguel Molinas…………………………………………… 111

Benito Bolívar……………………………………………………….. 113

Elver Herrera………………………………………………………… 117

Claudio Paggi………………………………………………………... 121

Jairo Manuel Sánchez Hoyos………………………………………... 126

Luis Felipe Valencia Tamayo………………………………………... 128

Elizabeth María Cortéz……………………………………………..... 133

Claux…………………………………………………………………. 138

Claudia Costanzi……………………………………………………... 143

Walter Toscano………………………………………………………. 149

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www.brumaediciones76.wix.com/brumaediciones www.bruma-ediciones.blogspot.com.ar www.brumaediciones.wordpress.com

A veces, el lenguaje narrativo es ese ciego punto de fuga de lo real, una hendidura en el más absoluto silencio del mundo. La buena lite- ratura es silencio. Es la fisura de la totalidad que habla a través de lo universal. Es la Fisura de lo Real. Presentamos a ustedes un recorte arbitrario, una inquisitiva manera de mirar la literatura y de entender una poética. Presentamos treinta y tres narradores de habla hispana de diversas partes del mundo. Treinta y tres voces que representan una porción del universo que ya, literariamente, es irrepresentable. Treinta y tres colores distintos y a la vez unidos por la misma pasión: la escritura. Desocupado lector, como dice el Quijote, dejamos en sus manos un muestrario de lo que se está escribiendo. Sólo un recorte, apenas uno más de los tantos que hacemos a diario de la realidad. Además de Argentina y España, tenemos recortes desde Chile, otros de Perú, Puerto Rico y Venezuela, unos más de México y otro tanto de Uruguay. Sin olvidar a Colombia ni a Ecuador, como así tampoco a las voces españolas de Estados Unidos. (Fragmento del prólogo) Jorge Córdoba.