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Pit volorep udipsanis quunt dipsam asitatqui inctum velic toreperi accum vitempo sanimil ipsum qui voluptis AT IL MAGNAM FUGA. PA VELIA VOLESTEM MAGNAM FIRMA Cargo 2.XXX. X-X de mes de 2010 PLIEGO Tras el relevo en la sede de Pedro, que ha acaparado buena parte de la atención mediática durante los últimos meses, es tiempo de retomar el camino del Año de la fe convocado por Benedicto XVI coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Vaticano II. ¿Qué supone hoy su celebración para un cristiano de Occidente?, ¿cómo trasladar al momento actual las grandes intuiciones conciliares?… A lo largo de estas páginas, el lector irá descubriendo que la misión de la Iglesia y de cada creyente no es otra que transmitir la belleza y la centralidad de la fe en medio de los desiertos de nuestro mundo. EL AÑO DE LA FE BERNABé DALMAU i RIBALTA Monje de Montserrat y director de Documents d’Església 2.851. 8-14 de junio de 2013

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PLIEGO

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tras el relevo en la sede de Pedro, que ha acaparado buena parte de la atención mediática durante los últimos meses,

es tiempo de retomar el camino del Año de la fe convocado por Benedicto Xvi coincidiendo con el cincuentenario de la apertura

del vaticano ii. ¿Qué supone hoy su celebración para un cristiano de occidente?, ¿cómo trasladar al momento actual las grandes intuiciones conciliares?… A lo largo de estas páginas, el lector irá descubriendo que la misión de la iglesia y de cada creyente no es otra que transmitir la belleza y la centralidad

de la fe en medio de los desiertos de nuestro mundo.

el AÑo De lA fe

BeRnABé DAlMAu i RIBAltAMonje de Montserrat y director de Documents d’Església

2.851. 8-14 de junio de 2013

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Cristianos para un tiempo nuevode fracaso en la gestión del cargo o de amargura contenida. los gestos posteriores –discreción en el momento de dejar el cargo, encuentro con el sucesor en Castel Gandolfo o al instalarse en la casa Mater ecclesiae– más bien muestran una serenidad y una humildad extremas, fruto de una profunda reflexión y de una madurez espiritual.

tales virtudes no han podido ser ahogadas por las calumnias que, desde el interior de la Iglesia, ven en la decisión de permanecer dentro de los muros vaticanos el privilegio de la inmunidad ante delitos que los medios más sensacionalistas ni siquiera han pensado inventar. Más bien, son una prueba ulterior de que la purificación de la Iglesia –esa suciedad de la que Ratzinger hablaba ya en el vía crucis de pocas semanas antes de ser elegido– es necesaria tanto en ambientes clericales como en insatisfechas personas consagradas, que derrochan la vocación recibida al servicio del Reino.

A la sorpresa de esta decisión, sucedió pocas semanas más tarde la elección del primer papa americano y, paradojas de la historia, jesuita. Se añadió en las primeras imágenes una serie de pequeños detalles, que cada día ofrecían una nueva flor, hasta recordar

a muchos el talante carismático del papa Juan XXIII. era la gracia de los comienzos, que será superada en el día a día de las grandes decisiones que deberá tomar en el futuro inmediato. entre tales prioridades, la transmisión de la fe ciertamente que ocupa un lugar central. Por ello, transcurrido el paréntesis que ha tenido por epicentro la Ciudad del Vaticano, vuelven a presentarse con agudeza los objetivos del Año de la fe, que ha pasado ya el ecuador.

Porque la elección de un nuevo papa no nos resuelve automáticamente ninguno de los retos que muy lúcidamente señaló Benedicto XVI al proponer la celebración del Año de la fe. estos retos, por lo menos en lo que tienen de esencial, los señaló en las dos alocuciones del día en que abrió el mencionado Año, cuando se cumplían 50 años de la inauguración del Vaticano II.

Benedicto XVI, siempre tan pragmático y poco amigo de estar pendiente de lo que dirán, en la improvisada alocución nocturna del 11 de octubre, que quería recordar la de Juan XXIII el día que abrió el Concilio, no dudó en afirmar: “en estos 50 años, hemos aprendido y experimentado que el pecado original existe y se traduce siempre de nuevo en pecados personales, que pueden

NUEVO RUMBO EN MEDIO DEL AÑO DE LA FE

A finales del pasado invierno, la Iglesia católica, y con ella la opinión pública universal, se vio sorprendida por dos corrientes de aire fresco, procedentes de personas muy distintas. nos referimos a la renuncia de Benedicto XVI al pontificado romano y a la elección para sucederle del cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio.

Pese a cierto esfuerzo, bastante correspondido a nivel general, para celebrar el Año de la fe y sacar el máximo jugo posible del Concilio Vaticano II a medio siglo de su apertura, las dos mencionadas noticias entrelazadas ahogaron de hecho durante bastantes semanas estos objetivos, porque las noticias mediáticas pasaron a primer plano y sacudieron al mundo católico por su carácter inédito. Vistas las cosas una vez acontecidos los hechos, no debe sorprender que, si dicho Concilio pedía a los obispos presentar la renuncia al cumplir 75 años, la novedad afectaría, tarde o temprano, en una forma u otra, también al obispo de Roma. Benedicto XVI, de gustos bávaros y poco dado a espectacularidades, tomaba una decisión que nos remitía a muchos siglos atrás y que era absolutamente revolucionaria, aunque se sabe que más de un papa del siglo XX había sopesado, por razones muy diversas, tal posibilidad.

la noticia cayó como fruta madura en el momento oportuno. es decir, cuando el papa Ratzinger ya no era objeto de campañas astutamente orquestadas para pedirle la dimisión del cargo y cuando, en plena lucidez mental, había encauzado un saneamiento de instituciones eclesiales, purificación que ahora ya nadie podría detener. “la reforma de la Curia es el triunfo de Ratzinger”, ha afirmado con razón Juan Rubio. Inútil querer atribuir a la decisión de renunciar una sensación

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Benedicto XVI saluda a los fieles congregados para la apertura oficial del Año de la fe

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también convertirse en estructuras de pecado”. lo decía en el contexto del Año de la fe que se iniciaba y que tenía unos objetivos precisos. Como es sabido, había anunciado la celebración de tal Año el 16 de octubre de 2011, queriendo que fuera “un momento de gracia y de compromiso por una conversión a Dios cada vez más plena, para reforzar nuestra fe en él y para anunciarlo con alegría al hombre de nuestro tiempo”. una carta apostólica publicada al día siguiente lleva el título de Porta fidei, expresión sacada de los Hechos de los Apóstoles, que explica que Pablo y Bernabé, cuando regresaron a Antioquía al término del llamado primer viaje misionero (Hch 13-14), “reunieron a la comunidad para explicarles todo lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los paganos la puerta de la fe” (Hch 14, 27).

EL MOMENTO PRESENTE DE LA IGLESIA Y DEL MUNDO

Desde el primer momento en que Benedicto XVI hizo alusión a la celebración de un Año de la fe, ofreció una definición inusual de lo que es la misión de la Iglesia. Ya sabemos que el misterio del Pueblo de Dios es casi tan indescriptible como el misterio mismo de Dios. De Dios, decimos con razón que es más lo que no sabemos que lo podemos decir de él. lo mismo podríamos aplicar a la Iglesia. Además de los términos bíblicos con que la solemos describir –Cuerpo de Cristo, Pueblo de Dios, especialmente–, el Vaticano II se esforzó en dibujar los contornos a través de multitud de imágenes también tomadas de los libros Sagrados (redil, ganado, cultivo, edificio, familia, templo), todas ellas

insuficientes para decirnos cómo Dios habita con la humanidad. Por ello, imágenes y descripciones son complementarias, y no podemos privilegiar ninguna si no queremos salir de nuestra aproximación al misterio.

el Papa hablaba de “la misión de toda la Iglesia de conducir a los hombres fuera del desierto en el que a menudo se encuentran hacia el lugar de la vida”. Pero podemos preguntarnos: ¿el mundo actual, en el inicio del tercer milenio, es realmente un desierto? ¿es un desierto la ciudad iluminada, que va extendiendo sus tentáculos hasta unirse a la próxima conurbación, que nos llena los oídos con las músicas estridentes, que nos presenta sus escaparates con todas las cosas posibles para consumir según nuestro agrado, que ofrece locales para llenar el tiempo muerto, que vomita en sus calles un vaivén de vehículos cada vez más sofisticados, mientras la gente transita por las aceras vistiendo y moviéndose como quiere sin que nadie haga caso? ¿no parece que Benedicto XVI participó del pesimismo que los últimos años del pontificado Pablo VI dejaban entender, desconcertado el papa Montini por los grandes cambios culturales que ocurrieron apenas acabada la celebración del Concilio Vaticano II? Ya hemos visto aquella mención provocadora sobre el pecado original.

no se trata, para examinar de cerca nuestro presente, de tener que recurrir siempre a la palabra del Papa, especialmente porque, como enseña el mismo Magisterio de la Iglesia, ni los papas pretenden siempre decir palabras definitivas, con autoridad, ni hemos de infravalorar “el sentido de la fe y de los carismas en el Pueblo de Dios” (cf. Lumen Gentium, 12). Pero, ciertamente,

no podemos ignorar los agudos análisis que Benedicto XVI hacía de muchas situaciones. en primer lugar, porque hasta ahora ha sido el papa, y después, porque su bagaje de teólogo eminente hacen de él un caso único en la historia del papado de la época contemporánea.

Pues bien, aunque cualquier fiel puede detectar en nuestra sociedad una serie de situaciones de desierto de las cuales la crisis económica mundial es el exponente más generalizado, no hace mucho años Benedicto XVI describió un diagnóstico del momento presente, yendo a las raíces del problema. Porque la crisis actual, como dicen todos los analistas, no es solo económica; es de civilización. es interesante que lo hiciera en Asís, el 27 de octubre de 2011, en el contexto de la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, en presencia de una representación cualificada de líderes religiosos mundiales.

Partía de los hechos de 1989 –la caída del Muro de Berlín y el hundimiento de los regímenes comunistas del este europeo–, presentándolos como la consecuencia de una causa espiritual: “Al final, la voluntad de ser libres fue más fuerte que el miedo ante la violencia, que ya no contaba con ningún apoyo espiritual”. Con esta premisa, podemos comprender su razonamiento y hacerlo nuestro. Porque esta afirmación suya, que sintetiza toda una visión de nuestra historia reciente, nos puede dar pistas para ulteriores reflexiones y constatar que, efectivamente, a menudo los hombres y las mujeres de nuestro tiempo se encuentran en un desierto.

Y así, sobre la base del valor de la libertad, vemos que aparecen nuevos rostros de la violencia y de la discordia. Por ejemplo, el terrorismo. Viene a sustituir, con una acción más mortecina y constante, lo que antes eran las grandes guerras. las consecuencias son las mismas: crueldad y falta total de respeto a las vidas humanas. la cosa se agrava cuando el motivo de este terrorismo es religioso, como si esto permitiera no solo relegar las normas del derecho, sino incluso justificar la violencia. los cristianos mismos lo tenemos complicado al denunciar

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El 11 de octubre de 2012, una gran multitud recordó con el Papa el Concilio Vaticano II

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la sentencia de Jesús: “no podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24).

A veces se me ocurre relacionar mentalmente, por un lado, aquella Hipona del tiempo de san Agustín, amenazada por los bárbaros y con la comunidad cristiana conviviendo con facciones heréticas; y, por el otro lado, nuestra Iglesia occidental de hoy. Quizá porque la veo pobre en sí misma, teniendo presente sobre todo la galopante disminución de recursos humanos. los católicos cada vez somos menos, lo miremos como lo miremos. no solo a causa de los inmigrantes no cristianos, sino de la deserción, formal o práctica, de los mismos creyentes. en un goteo constante, las cancillerías registran la gente que se da de baja en el libro de bautismos. todos los sacerdotes constatan la disminución de la recepción de los sacramentos. los mismos practicantes ocasionales son cada vez más ocasionales y menos motivados religiosamente. los anteayer tan numerosos cristianos en actitud de búsqueda, la élite formada básicamente por intelectuales, llevados por el viento imperante, cada vez busca menos. la crisis de valores afecta a todo lo que pida constancia, perseverancia, compromiso. A veces, algunos catequistas o educadores, para hacer más digerible el producto, en lugar de una proclamación explícita de la fe cristiana, han preferido insistir en la apreciación de los valores, y, ante el fracaso de su objetivo, han practicado hacia sí mismos una auténtica fuga mundi. Pero, a la larga, los que lo hacen sienten la justificada sensación de haber dado gato por liebre, y aumenta su desencanto.

en esta línea, podríamos sacar a relucir lo que advertía el papa Francisco a los sacerdotes en su primera misa crismal romana, pero que es aplicable también a los cristianos comprometidos y, en particular, a los miembros de la Vida Consagrada: “no es precisamente en autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas como vamos a encontrar al Señor: los cursos de autoayuda en la vida pueden ser útiles, pero vivir nuestra vida sacerdotal pasando de un curso a otro, de método en método, lleva a hacernos pelagianos, a minimizar el poder de la gracia que se activa y crece en la medida

LA TRANSMISIÓN DE LA FE

Y ahora podemos entretenernos en uno de los mayores problemas que tiene la Iglesia hoy en europa occidental: es el de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones. Ya era de prever que el renacimiento de la práctica religiosa en las posguerras –aquí en 1939, en el resto de europa en 1945– tendría algo de inflación que retrocedería con el paso de los años. Para mi generación, el mayo francés del 68 y la caída del Muro de Berlín en el 89 han sido las grandes sacudidas culturales que, sumadas al desarrollo tecnológico y los avatares políticos y económicos, han ido condicionando nuestro presente.

Visto fríamente, parece que no debería

haber relación causa-efecto entre los condicionamientos mencionados y el descenso de la práctica religiosa. Pero, de hecho, existe. Como tampoco, a priori, debería inquietar demasiado tal descenso, si se conservara, en el fondo de las personas, un sentido de Dios. Pero no es así. estos condicionamientos de la civilización no son factores indiferentes, que nazcan por casualidad en nuestro tiempo, sino que son cambios que influyen en lo más profundo de las personas. Sencillamente, producen una inversión de valores. en una visión evangélica, diríamos que promueven aquellos contravalores que resume bien

el sofisma que encierra la forma de razonar de estos terroristas, porque nuestra historia está llena de vergüenzas de este tipo, que pretenden, igualmente, tener una justificación doctrinal.

Si un tipo de violencia puede tener un fundamento religioso, hay otra que tiene un origen opuesto: la negación de Dios. Y no se limita a una opción de pensamiento, porque, cuando el hombre no admite ninguna norma o ningún juez por encima de sí mismo, se toma a sí mismo por norma. A nivel colectivo, el ejemplo más punzante serían los campos de concentración y los gulags. Pero también tiene una versión individual: cuando la negación de Dios no es una búsqueda sincera

de la verdad, sino que representa una decadencia espiritual, entonces se convierte en una anti-religión, en la que el deseo de felicidad y de afán del dinero corrompe al hombre y lo lleva a formas de violencia.

Y, así, nuestra fe se debate entre la confianza en el Dios misericordioso y el vacío de tantos de nuestros contemporáneos, en el que también nosotros podemos caer. Por ello, anhelando para todos el encuentro de esta vida en Dios, podemos fortalecer la fe a través de las palabras del salmista: “Me enseñarás el sendero de la vida: alegría y fiesta en abundancia ante ti; a tu lado, delicias para siempre” (Sal 16, 11).

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Momentos previos a la eucaristía inaugural del Año de la fe en la Plaza de San Pedro

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en que salimos con fe a darnos y a dar el evangelio a los demás; a dar la poca unción que tengamos a los que no tienen nada de nada” (28 de marzo de 2013).

Resumiendo este panorama, diría que el problema no es únicamente –aunque sea el más vistoso– la falta de vocaciones sacerdotales, sino la general disminución de vocaciones a un voluntariado permanente, a una vida religiosa o incluso al compromiso del matrimonio. Sin brazos no se puede trabajar, y la Iglesia necesita, en sus variados carismas, efectivos numerosos.

¿Cómo transmitiremos la fe? ¿Qué podemos sacar de positivo de la actual celebración del Año de la fe? una de las lecciones de la historia ayuda, en esta situación, a mantener la esperanza. Cierto, de la África proconsular cristiana no queda nada, ¡salvo los títulos de las sedes que otorgan a los obispos auxiliares! Pero la herencia de san Agustín es inmensa en el cristianismo extendido por todo el mundo. Por otra parte, y también coincidiendo con las migraciones de los pueblos llamados bárbaros, la historia nos ha proporcionado una paradoja. en el siglo VI, Casiodoro fundó en Calabria el cenáculo de Vivarium con intención de salvar la cultura antigua, pero de su pretensión intelectual nada quedó, mientras que la ausencia de prioritarias preocupaciones eruditas en san Benito, contemporáneo suyo, no impidió que sus discípulos tuvieran en el futuro un gran peso cultural.

la generación cristiana actual no puede cruzar los brazos ante el tema de la transmisión de la fe. todos vemos constantemente la preocupación de padres de familia –y, sobre todo, de abuelos– al constatar el alejamiento de muchos cristianos respecto a la Iglesia. es un fenómeno de magnitudes que

sobrepasa absolutamente la posible responsabilidad personal. Visto con los ojos de la fe, uno llega muy pronto a la conclusión de que estos padres y estos abuelos no tienen otro remedio que la oración y el ejemplo. es decir, que en medio del desconcierto que pueden sentir con respecto a la fe de los hijos y los nietos, lo único inquebrantable y quizás a la larga convincente es que las nuevas generaciones tengan el recuerdo de que los padres o los abuelos eran personas cristianamente coherentes.

LA BELLEZA Y LA CENTRALIDAD DE LA FE

esto nos lleva a valorar la belleza y la centralidad de la fe. es una temática que no es nueva. Ya el día del anuncio del Año de la fe, Benedicto XVI dijo: “Considero que (…) conviene destacar la belleza y la centralidad de la fe, la exigencia de reforzarla y profundizarla a nivel personal y comunitario, y hacerlo no tanto en una perspectiva celebrativa, sino más bien misionera, precisamente en la perspectiva de la misión ad gentes y de la nueva evangelización”. Y yo añado: mientras no sepamos descubrir el efecto humanizador y la belleza de la fe en Jesucristo, nos quedaremos en cuestiones marginales.

Que la fe es ardua, no hay que demostrarlo. tiene una dimensión de combate que explica la satisfacción apostólica por la obra bien hecha: “Pelea la buena batalla de la fe, echa mano de la vida eterna a la que has sido llamado” (1 tim 6, 12); “he combatido el

buen combate, he acabado la carrera, he conservado la fe” (2 tm 4, 7). Cualquier cristiano que viva atento al sentido de la vida comprenderá por qué santa Teresa de Jesús se quejaba al Señor: “¡Si tratas así a tus amigos, con razón tienes tan pocos!”. Pero los auténticos amigos de Jesús, como el hijo de la parábola que remolonea para ir a trabajar a la viña y acaba yendo (cf. Mt 21, 28-31), al final encajan el combate de la fe en la propia personalidad, sabiendo que una cosa es el combate y otra la crispación. la fe no puede convivir con la crispación. esta última está en contradicción con una auténtica vivencia de fe, porque “Dios ama al que da con alegría” (2 Co 9, 7) y la obediencia de la fe solo será aceptable a Dios y dulce para los hombres si es vivida sin miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración y sin protesta (cf. Regla benedictina 5, 14).

De ahí que el creyente, si va a fondo y por poco que se esfuerce, acabará descubriendo que la fe, tan central en su vida, tiene una dimensión no solo de paz, sino también de belleza. Si no descubre esta dimensión en el centro de su fe, quiere decir que esta no es suficientemente pura. Dios no nos ha llamado a la fealdad, en ningún ámbito de nuestra vida. Así lo han vivido los santos.

Pero es que, además, resulta un tema muy valorado por los teólogos, tanto clásicos como contemporáneos. Si a los nombres de Tomás de Aquino, de Martín Lutero, de Jonathan Edwards, de Søren Kierkegaard, de Karl Barth, de Hans Urs von Balthasar –por cierto, el libro que el

El papa Francisco se dirige a los sacerdotes durante la misa crismal del Jueves Santo

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Ya la sabiduría bíblica, en medio de la ironía contra los idólatras, había formulado el salto analógico que permite elevarse de las criaturas, especialmente en su dimensión de belleza, al Creador: “Han tomado por dioses quienes rigen el curso del mundo: el fuego, el viento, el aire ligero, el ciclo de los astros y el agua impetuosa, el sol, la luna y las demás lumbreras del cielo. Si, fascinados por la belleza de estas cosas, las han considerado dioses, tenían que darse cuenta de cómo su soberano las supera inmensamente, ya que fueron creadas por él, que es origen de toda belleza. Y si la fuerza y el poder de aquellas cosas les tenían azorados, debían comprender que es mucho más fuerte el que las formó. la grandeza y belleza de las criaturas lleva, de manera proporcional, a contemplar a su Creador” (Sab 13, 2-5).

Quizá demasiado precipitadamente, tanto en la edad Media como en la apologética que ha llegado hasta nuestros días, este texto ha sido interpretado como si la creencia en Dios fuera algo tan evidente que el no creyente o es un pobre ignorante o es un obstinado en la ignorancia. Hoy sabemos que la fe no admite estos simplismos, y el conjunto de la revelación cristiana nos muestra que, si la fe es hermosa, también está llena de dificultades.

no ha sido, ciertamente, tan global como el impacto franciscano el conocimiento que señala la identidad más específicamente cristiana –por no decir cristológica– de la belleza. el clásico que mejor ha expuesto tal identidad ha sido santo tomás de

amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé”.

De un modo similar, el protagonista del Libro de las maravillas de Ramon Llull descubre la belleza de la naturaleza contemplando un árbol cargado de hojas y de flores, con una hermosa fontana que lo regaba y “muchos pájaros que dulcemente cantaban”. Más conocido entre nosotros es el Cántico de las criaturas de Francisco de Asís. Y eso que este santo universal no oculta la realidad de la pobreza abrazada voluntariamente ni la crisis que provoca la proximidad de la hermana muerte, tal como nos muestra la figura del santo Francisco de la historia, por encima del Pobrecillo de las Florecillas. este enfoque de la fe, que sabe descubrir la belleza en las cosas humildes, ha llegado a ser tan universal que ya hacía decir al poeta catalán mosén Jacint Verdaguer: “todo el mundo es franciscano”.

en la encíclica citada de Juan Pablo II, el papa daba un paso más, al conceder a esta actitud humana inicial de maravilla el grado que permite la reflexión filosófica y la creación científica: “los conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado en él por la contemplación de la creación: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con los cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal (Fides et ratio, 4).

papa emérito se llevó a Castel Gandolfo tras su renuncia fue Gloria. Una estética teológica, de Von Balthasar–, de Bruno Forte añadimos el de san Agustín, podemos comprender por qué Benedicto XVI es sensible a este tema. el mismo día en que convocó el Año de la fe, precisó: “Considero que, transcurrido medio siglo de la apertura del Concilio, ligada a la feliz memoria del Beato Juan XXIII, sea oportuno recordar la belleza y la centralidad de la fe”. Y el motu proprio que anuncia este Año hace alusión más de una vez a la dimensión estética de esta virtud: “Ilustrar a todos los fieles la fuerza y la belleza de la fe”, refiriéndose al Catecismo (Porta fidei, 4); “su vida [la de San Agustín] fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios” (ib., 7); “por la fe, hombres y mujeres de toda edad (…) han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús” (ib., 13).

Si es característico del ser humano razonar, la relación dialéctica entre fe y razón se convierte también en armónica. Juan Pablo II dedicó toda una encíclica, Fides et ratio, a exponerlo, y de ahí nace igualmente una estética. Y el documento de Benedicto XVI Porta fidei hace hincapié en ello: “en efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad” (n. 12).

no es fácil ni espontáneo descubrir la belleza de la fe. Supone todo un camino. es un itinerario vinculado a la contemplación, empezando por la de la naturaleza misma. San Agustín explicaba así la continuidad entre los milagros de Jesús y el funcionamiento del mundo. Veía la existencia de la humanidad sobre la tierra como un milagro continuo que sobrepasaba los gestos puntuales del Señor hacia los desvalidos. Por eso, cuando confesaba la bondad de Dios y la escasez del propio itinerario que había aplazado la conversión, exclamaba: “tarde te

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Una de las sesiones del Sinodo de los obispos sobre la nueva evangelización

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Aquino, que parte de la Belleza (con mayúscula), que, de una vez por todas, ha habitado en un tiempo, en un lugar, en la carne del Verbo, cuyo rostro no osamos contemplar porque muestra un amor crucificado. nos encontramos en el ámbito de “la Palabra abreviada” con que san Agustín designaba la encarnación, tema que Benedicto XVI desarrollaba complaciente en sus homilías navideñas. Y, así, el rostro del Hombre de los dolores que sufre por amor nuestro es la revelación de “la belleza que salvará el mundo”, según la conocida afirmación del príncipe Miskin en El Idiota, de Dostoievski.

De hecho, la fe cristiana está centrada en Jesucristo, el “bello Pastor” (Jn 10, 11). no puede asumir otra belleza que la que le viene por la fragilidad mortal que el amor del Crucificado asume y redime. la comunidad cristiana es discípula de este hermoso Pastor, y no debe buscar otro camino que el de ser Iglesia de la caridad, que obtiene credibilidad solo dándose ella misma hasta el fin.

escribe el arzobispo italiano Bruno Forte: “De poco serviría proclamar con palabras la recta fe sobre Cristo, si esta confesión no se uniera al seguimiento de él, a esa apostolica vivendi forma que es inseparablemente verdad y amor, caridad para el prójimo y confesión de la fe. la Ecclesia de charitate muestra la belleza de su Señor y se revela bella esposa suya en las opciones y en los gestos de la caridad, en la atención solidaria para la justicia, en el cuidado de la gran casa del mundo como destinada a cada criatura, porque también los pobres tienen derecho a la belleza” (La via pulchritudinis, discurso del 27 de marzo de 2006).

Paradójicamente, el camino de la belleza de la fe sustentada en la debilidad del amor crucificado es el

único estímulo válido para proponer un mensaje cristiano capaz de atraer los corazones con vínculos de amor, y de vivir y testimoniar la belleza de la comunión en un mundo y en una Iglesia marcados por la desarmonía y la fragmentación.

LOS TRES OBJETIVOS DEL AÑO DE LA FE A LA LUZ DE LOS HECHOS RECIENTES

no sería lícito tratar del Año de la fe sin detenernos en los tres objetivos que propuso el papa Benedicto XVI al proponer su celebración, ni calibrar cómo su consecución se ha ido desarrollando.

el Año de la fe ha pretendido, siguiendo las pautas del Santo Padre ahora emérito, fortalecer la fe en toda la Iglesia, tanto por lo que se refiere al ardor con que debe ser vivida como por lo concerniente al conocimiento de los contenidos de esta fe. la ocasión la proporcionaban tres acontecimientos de la Iglesia católica: 50 años de la inauguración del Concilio Vaticano II, 20 años de la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica y la celebración, el pasado octubre de 2012, de la Asamblea General del Sínodo de Obispos sobre el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Son hechos que nos remiten, respectivamente, a la historia remota, al momento presente y a la proyección de futuro.

El Concilio Vaticano IIen efecto, el evento del Concilio

(1962-1965), sin lugar a dudas, va quedando cada vez más lejano, es un hecho que pertenece a la historia. Algunos dirán que ha quedado así porque se ha querido enterrar

estratégicamente su recuerdo. Quizá no hay que ser necesariamente tan mal pensados. Simplemente, con la rapidez vertiginosa con que se mueve nuestro mundo y con la que suben las nuevas generaciones, 50 años son mucho tiempo. no solo se han dado grandes cambios sociales y culturales, sino que la vida misma de la Iglesia ha sufrido tantas mutaciones que, inevitablemente, el Concilio queda en gran parte olvidado. Ya prácticamente no quedan obispos supervivientes de aquel acontecimiento. Con la jubilación de Ratzinger, desaparece de la escena el más joven de los expertos que asesoraron teológicamente a los Padres conciliares.

Con todo, hay que volver a valorar el evento y estudiar los textos. Incluso los detractores de Juan Pablo II, estoy seguro de que estarían de acuerdo con las palabras que reporta Benedicto XVI: “los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, ‘no pierden su valor ni su esplendor. Hay que leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la tradición de la Iglesia. (…) Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza’” (PF, 5). la afirmación parece fuera de discusión.

la discusión la hemos tenido –y podemos darla por terminada– cuando, pasados algunos decenios de su puesta en práctica y, sobre todo, a partir del Sínodo extraordinario de recepción del Concilio en 1985, se propició el debate sobre su interpretación. Con la publicación de la magna Historia del Concilio Vaticano II promovida por la escuela de Bolonia, en cinco volúmenes y traducida a cinco lenguas, se puso el acento en el acontecimiento y se promovió la hermenéutica de la ruptura. Sabido es que Benedicto XVI, en el encuentro navideño con la Curia romana en el primer año de pontificado, tras un análisis pormenorizado de la recepción conciliar, defendió, al contrario, una hermenéutica que sus detractores designaban simplemente como

La comunidad cristiana no debe buscar otro camino que el de ser Iglesia de la caridad

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más la música serena de Pablo VI en la Evangelii nuntiandi que los compases dodecafónicos de Juan Pablo II al promover la nueva evangelización. no pretendo hacer contraposiciones, ni menos todavía señalar cuál es la más armónica a los oídos. Solo me permito dar un aviso para navegantes, a fin de que, cuando el papa Bergoglio nos ofrezca su síntesis del último Sínodo, podamos captar más rápidamente su pensamiento.

CONCLUSIÓN

Hoy muchos de nuestros contemporáneos, cuando se encuentran con un cristiano consciente y responsable de su fe, le preguntan más o menos abiertamente por qué “todavía” es cristiano. este “todavía” asocia el cristianismo a un ambiente social de otro tiempo, el de los abuelos, con unas prácticas y unas creencias que ya no se dan. esto acompleja a muchos creyentes, cuando, en realidad, no debería ser así, si tuvieran el temple de los Padres de la Iglesia que, cuando iban al martirio, decían: “Ahora empiezo a ser discípulo”. Pero, de hecho, tienen la sensación de que son los últimos cristianos, que llega el fin del mundo. en realidad, estamos ciertamente a finales de “un” mundo, y quizás somos los últimos exponentes de “una” manera de vivir el cristianismo.

Retomando el hilo de la proclama de Benedicto XVI, “a lo largo de este Año [de la fe], será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del cruce de la santidad y el pecado. Mientras la primera pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, el segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, a fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos” (PF, 13).

es el miserando atque eligendo de la divisa episcopal del papa Francisco.

habla del peligro de que los sacerdotes pongan como prioridad la tendencia pelagiana a la autointrospección en perjuicio de la difusión del evangelio, pone el dedo en la llaga. Y que la advertencia nos venga de un papa jesuita, resulta un valor añadido. ¿no vemos en la programación de nuestras casas de ejercicios un espacio cada vez mayor concedido a las técnicas psicológicas en perjuicio de la profundización de la Sagrada escritura?

El Sínodo sobre la nueva evangelización

en tercer lugar, la celebración del Sínodo es importante por el hecho en sí y por el temario. el trabajo de los sínodos nos llega, sobre todo, a partir del compendio que es la exhortación apostólica postsinodal, una de tantas asignaturas pendientes con las que se encontrará el nuevo Papa. Con frecuencia se dice, y es verdad, que la metodología de los sínodos –su carácter consultivo, el hecho de que solo se hagan intervenciones y propuestas y dejen sistemáticamente para un escrito ulterior del papa la materia tratada– pide una reforma que, a pesar de los años transcurridos, no acaba de llegar. Pero el episcopado mundial está hoy formado por el doble de miembros que hace medio siglo, y un concilio que reúna dicho episcopado, como fue el caso del Vaticano II, es hoy en día logísticamente inviable. Hace falta, pues, valorar los sínodos como voz representativa del Magisterio de la Iglesia. en cuanto a la temática, la nueva evangelización, si se es consciente del peligro de reducirla a una expresión retórica, vemos que obedece a una necesidad real, muy urgente, tal como constatamos, aunque en formas diferentes, en todas las latitudes del mundo.

Sobre el tema ya se ha hablado muchísimo, y no es preciso insistir en ello. Solo me permito un apunte personal. A juzgar por las intervenciones del papa Francisco, que ya podemos llamar el artífice de la asamblea del episcopado latinoamericano celebrada en Aparecida, el Santo Padre nos ofrece

hermenéutica de la continuidad, pero que el Papa puso atención en designarla como hermenéutica de la continuidad en la reforma, lo que es muy distinto. Diría que la polémica está zanjada. no solo porque el papa Ratzinger fue el último en hablar y, además, puso su autoridad pontificia al servicio de la interpretación que él ya había asumido como teólogo, sino también porque Benedicto XVI, una vez establecidos tales principios, fue consciente de que estábamos en una época nueva, tal como dejó entender en la homilía de inauguración del Año de la fe. en esta ocasión, centró su interés en el tema al que hemos aludido al principio: el desierto en que se mueven muchos de nuestros contemporáneos. los recientes acontecimientos, es decir, el fin de un pontificado romano y el inicio de otro, con previsibles novedades, aunque nos duela, relegan definitivamente al pasado lo que fue el principal acontecimiento de la vida de la Iglesia en el siglo XX.

El Catecismo de la Iglesia Católicaen cuanto al segundo motivo

del Año de la fe, si podemos hablar del Catecismo como de un tema actual no es solo porque fue publicado más recientemente. Hay otra razón: el Catecismo, a pesar de sus límites, presenta una redacción incomparablemente más cohesionada que no la recopilación de los sucesivos documentos conciliares; la obra, pues, tiene una unidad orgánica que pretende exponer serenamente la fe de la Iglesia. Por otra parte, es una mina de textos que permite una aproximación muy pedagógica, tanto a la Sagrada escritura como al patrimonio espiritual de los grandes santos y místicos de la Iglesia; aproximación tanto a los textos de la liturgia como al legado mismo del Vaticano II. Que la fe de los católicos no se reduzca a sentimientos y rutinas pide un esfuerzo de transmisión pedagógica de contenidos, para saber en qué creemos los que creemos.

Aquí podríamos hacer un examen de conciencia –y dar la razón a la elección de este segundo objetivo para el Año de la fe– y valorar si la espiritualidad del pueblo cristiano está realmente impregnada de los contenidos de la fe de la Iglesia. Cuando el papa Francisco

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Benedicto XVI recibe el catecismo para jóvenes –YouCat– durante su visita al Líbano (2012)