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FICCIÓN DE LA NOMENCLATURA DSM Y REALIDAD DEL SUFRIMIENTO PSÍQUICO: UNA LECTURA PSICOANALÍTICA DE LOS LLAMADOS “TRASTORNOS GENERALIZADOS DEL DESARROLLO NO ESPECIFICADOS” A PARTIR DE LA HORA DE JUEGO
Consuelo SPENCER
El éxito del término “innovación” parece totalmente coherente con nuestra época actual:
estamos en los inicios de un nuevo siglo y sumergidos en una renovación tecnológica tan
insistente que ya ha dejado de sorprendernos. Paralelamente, seguramente el abuso de
este concepto sobre el cual de pronto todo el mundo parecía comenzar a hablar, ha
conducido a concebirlo como el motor ideal de un cambio, positivo, para el cual basta tan
sólo “inventar”. En este último caso estaríamos más bien frente a una “ficción” o al menos
una innovación ficticia o pseudo-innovación, como lo según, según mi punto de vista, el
caso de las siguientes entidades nosográficas introducidas por la psiquiatría en los últimos
cuarenta y cinco años y para las cuales conservaré su expresión original, en inglés:
« Disintegrative psychosis of childhood » (1969)
« Progressive disintegrative psychosis of childhood » (1977)
« Multiplex Developmental Disorder » (1986)
« Multiple Complex Developmental Disorder » (1993)
« Pervasive Developmental Disorder » (1987)
« Pervasive disintegrative disorder » (1988)
« Multidimensionally Impaired Disorder » (1998)
Según la teoría propuesta por Norbert Alter (20001), estas categorías nosográficas
habrían permanecido en la fase “precoz” de simple la invención, puesto que para este
autor, la innovación correspondería esencialmente al proceso de socialización y de
aceptación que permite transformar un descubrimiento en nuevas prácticas. Más allá
de la relativa concurrencia de estas siete categorías nosográficas, la proximidad léxica
de sus términos (y esto sin siquiera referirme a las siglas que las representan, tales
como MDD y McDD) se encontraría al origen de una notable confusión en la medida en
que el clínico, encontrándose frente a sutiles y mínimas variaciones semánticas, sería
incapaz de distinguir si se trata de una nueva entidad clínica, de una versión algo
distinta de una entidad ya existente, o bien de la misma pero que ha sido simplemente
nombrada de una manera diferente. Me pregunto yo, en este punto, si algún
profesional de la salud se sirve de la expresión “psicosis desintegrativa y progresiva del
niño” o del “trastorno generalizado de desintegración” para referirse a jóvenes
pacientes que padecen de alteraciones mentales severas.
1 L’innovation ordinaire (2000).
Lo que obviamente no se puede negar es que estos niños, cual sea el nombre a través de
los cuales se los identifica, sufren y que ese sufrimiento sin lugar a dudas se agudiza
como consecuencia de la falta de conocimiento o más bien, según mi parecer, el des-
conocimiento que las rodea, como lo es en el contexto chileno en relación a la psicosis
infantil según lo que pude observar en un terreno de investigación que realicé en Chile en
2011 y cuyos resultados aparecen resumidos en mi tesis doctoral publicada en 2014. En
este país existe la creencia bastante generalizada, y por qué no decirlo antojadiza, de que
una psicosis no se presenta en menores de once o doce años.
Está posición o actitud que yo considero como una dificultad para pensar la locura del
niño (La palabra locura me parece, personalmente, siempre necesaria de asociarla a su
traducción francesa “folie”, como lo escribe Milan Kundera en su novela de 1990 La
inmortalidad, las palabras “fou”, “folle” y “folie" tienen en francés una resonancia mucho
más poética que en las otras lenguas), estaría estrechamente relacionada con la esencia
misma de la patología (Spencer, 2014) que, como bien lo saben los psicoanalistas que
trabajan con niños psicóticos y como bien lo sugirió Frances Tustin, tiende a producir
desorden y confusión tanto en el analista que en el setting de trabajo ¿Pero esta
confusión y este desorden son realidad o ficción?
.
Si bien no se tratan de evidencias de laboratorio, los fenómenos transfero-contra-
transferenciales son sin duda reales y su realidad puede inferirse precisamente de los
efectos que estos producen no sólo en el terapeuta sino más ampliamente en la
nomenclatura internacional (Spencer, 2014). Como lo señala Neyraut (1974), es evidente
que, a pesar de las pruebas “reales”, si la contra-transferencia da cuenta de una cierta
manifestación susceptible de acreditar una tendencia o un fantasma prestado al analista,
esta manifestación no tendría necesidad de ningún otro soporte material para
transformarse en realidad psíquica: ella sería para el paciente, escribe Neyraut, “más real
que la realidad”. De la misma manera, los sueños, manifiestamente compuestos de
ficción, constituyen la vía regia al inconsciente y representarían por lo tanto aquello aue es
más íntimo al sujeto ¿Pero cómo se puede demostrar (objetivar, comprobar), por ejemplo
para efectos de contribución al conocimiento de la comunidad científica, la realidad de la
angustia que caracteriza la psicosis de tipo esquizofrénico sobre todo en niños que
precisamente por el estadio de desarrollo en que se encuentran no poseen el vocabulario
que podría considerarse necesario para dar cuenta de una tal vivencia?
Considero que esta angustia, que en caso de una psicosis de tipo esquizofrénico y según
mis hipótesis de trabajo que se apoyan a su vez en el pensamiento de Klein, remite a un
no saber no saber dónde se encuentran los pedazos de sí mismo que se encuentran
dispersos en el exterior, es fundamental a la hora de elaborar el diagnóstico de patologías
severas de la infancia y que ésta debe ser, según la expresión utilizada por el filósofo
francés Maine de Biran (1807), “apercibido” contra-transferencialmente por el terapeuta.
A una época en que el ideal de la “especificidad” - en psicopatología aquella de los
trastornos – se encuentra sumamente exaltada, es a la especificidad de la transferencia
que propongo de poner en relieve en este trabajo y esto principalmente al interior de la
clínica de la psicosis infantil y más precisamente dentro de los primeros encuentros entre
terapeuta y paciente, encuentros orientados al establecimiento del diagnóstico de este
último.
Los clínicos que utilizan las clasificaciones internacionales se aproximan al paciente a
través de criterios destinados a eliminar toda ambigüedad (Darcourt, 2006). Como si fuera
posible evadir el hecho de que la tarea clínica, consistente en establecer un diagnóstico
que represente de manera más o menos correcta el funcionamiento psíquico del sujeto,
es por definición muy compleja. Y esto, negando igualmente el lugar reservado para
aquello que cada paciente aporta de singular. Estos criterios, que conocemos bien2,
generan una exigencia que, como lo plantea Guy Darcourt3, vuelve imposible la atribución
de un diagnóstico a todos los casos observados. Si se observa esta situación a partir de lo
que Michel Foucault (1972) llama “constelaciones”, se puede constatar la presencia de un
exceso de niños manifestando afecciones mentales severas y que no son incluidos en las
clasificaciones propuestas por la APA y la OMS.
La mayor parte de estos niños permanecen agrupados en las categorías nosográficas
“residuales” “no especificado” (DSM) o “otros trastornos, sin precisión” (CIM). A través de
esta operación, los sistemas de clasificación actuales dejan de lado a un gran número de
niños cuya patología, aunque severa, no corresponde a ninguna de las categorías
identificadas en el capítulo de los “trastornos generalizados del desarrollo” (Bursztejn,
2003). De esta manera, los niños que sufren de “psicosis desintegrativas” (Debray-Ritzen,
1976) o “desorganizadoras” (Manzano-Garrido y Palacio Espasa, 1983) o “de tipo
esquizofrénico” (expresión utilizada tanto por Margaret Mahler que por Frances Tustin),
temática que trabajé en mi tesis doctoral, recibirán sistemáticamente el diagnóstico de
“trastorno generalizado del desarrollo no especificado”. Más aún, este diagnóstico será
muchas veces reducido a un simple “TGD no especificado”.
Pero ¿qué es lo que quiere decir el término de “trastorno generalizado del desarrollo no
especificado”? ¿A qué configuración psíquica remite, o más bien, qué variedad de
“trastornos” comprende (más allá de aquellos trastornos pertenecientes al espectro
autista, al Trastorno de Rett y del Trastorno desintegrativo infantil que, históricamente, ha
excluido desde siempre a la esquizofrenia infantil)? Frente a este tipo de cuestiones
vemos el ideal de la especificidad volar en pedazos…
El psicoanálisis nos ofrece un conocimiento y unas herramientas de exploración muy
valiosas en la elaboración de un diagnóstico más fino, más específico, pero donde la
especificidad es ajena a aquella propia a los trastornos. El juego analítico puede bien
2Un número suficiente de síntomas, una duración mínima, un grado de gravedad mínima que
genere un sufrimiento clínicamente significativo o una alteración del funcionamiento social, profesional o de otras áreas (APA, 2000). 3 Darcourt, op. cit.
salirse de su contexto clásico de la cura para representar la técnica utilizada en la
exploración diagnóstica.
Como lo señala Melanie Klein (1932), los diversos elementos que el niño nos muestra en
una hora de juego, no son consecuencia del azar y libran su significación si son sometidos
a la misma interpretación que los sueños. El juego, afirma Klein, al igual que los sueños,
esconde un contenido latente, y a partir de sus elementos, ciertos detalles que poseen el
valor de “asociaciones” permiten de descubrir la significación oculta. En lo que se refiere a
la hora de juego diagnóstica, yo la definiría ante todo como un espacio favorable a que el
niño nos muestre su manera de practicar o vivir su vida amorosa (Freud, 1912), es decir
como un espacio donde éste pueda transferir.
María L. Siquier de Ocampo, María E. García Arzeno, Elsa Grassano y col. (1987)
conciben el proceso psicodiagnóstico como un proceso analítico dentro del cual la
especificidad del vínculo del paciente al terapeuta posee una importancia mayor para el
diagnóstico. Este “vínculo transferencial breve” (Siquier de Ocampo et al., 1987) que se
establece durante las primeras sesiones de juego analítico nos revelan, dicen estas
autoras argentinas, la manera específica a través de la cual el niño siente el contacto con
el terapeuta. Como lo indica Analía Kornblit, una de las autoras de Las técnicas
proyectivas y el proceso psicodiagnóstico, la precisión diagnóstica de esta técnica reside
en el análisis de las sensaciones contra-transferenciales. Según este modelo de trabajo,
el clínico deberá entonces captar lo que el paciente le transfiere y detectar al mismo
tiempo aquello que los elementos transferidos suscitan en él.
A partir de la teoría elaborada por Klein (1932), sabemos que el niño posee una aptitud a
transferir de manera inmediata. En él, la transferencia se establece desde el principio
Klein, 1932; Aberastury, 1984; Efron et al., 1987; Brenman-Pick, 1989) y es caracterizada
por su intensidad, su pureza (Meltzer, 1967) y su polimorfismo (Begoin-Guignard, 1986).
El analista, sostiene Klein (1946-1963), puede según el momento representar una parte
del self, del superyó o de cualquier otra figura internalizada. Revelando los detalles de la
transferencia, precisa el autor, es esencial pensar en términos de situaciones totales
transferidas del pasado al presente, como también de emociones, de defensas y de
relaciones de objeto. Sin embargo, es importante detenerse un momento antes este
postulado, para insistir, como lo hace Michel Neyraut (1974) en su estudio psicoanalítico
sobre La transferencia, en la complejidad de los elementos desplazados en la
transferencia, esta última no pudiéndose por lo tanto asimilar pura y simplemente a los
elementos que ella desplaza a menos que se quiera cosificar la situación analítica. Esto
demostraría, plantea el autor, la necesidad de ligar más íntimamente que lo que es usual
transferencia y contra-transferencia. Describir la transferencia de Dora, señala Serge
Viderman (1970) al respecto, es describir al mismo tiempo la respuesta por parte de
Freud, respuesta múltiple y formada por “todos aquellos movimientos que hacen de la
contra-transferencia otra cosa que el triste resto afectivo al cual ha querido reducírsela,
pero también otra cosa que una lúcida y pura inversión dialéctica”4. En este sentido, Para
Margaret Little (1987, in Heimann et al., 1987), transferencia y contra-transferencia no
serían solamente síntesis realizadas a partir del analista y el paciente actuando
separadamente, pero más bien el esfuerzo de un trabajo conjunto.
Estas restricciones en relación a la definición de transferencia permiten, parafraseando a
Pierre Fédida (1981) no desnaturalizar la construcción metapsicológica de la situación
psicoanalítica. Por una parte es importante recordar que, bien que la literatura analítica
haya consagrado su atención mucho más a la dimensión de repetición de la transferencia,
como lo escriben Sacha Nacht y Serge Viderman (1959), “ocurre que las condiciones
técnicas de un análisis y la situación analítica en sí misma, solicitan implícitamente al
paciente a revivir non solamente todo aquello que ya ha vivido, y luego olvidado, sino
también todo aquello que habría deseado vivir y que no ha conseguido hacerlo”5. Es así
como, según los planteamientos de Arminda Aberastury (1984), quien mantuvo una
correspondencia sostenida con Melanie Klein (y quien es más conocida en Francia bajo el
nombre de Arminda Pichon-Rivière), el niño nos comunica, desde la primera sesión y
como se verá en el material clínico, además del fantasma de la enfermedad o del conflicto
causante de su sufrimiento, su propio fantasma de una eventual cura. El niño repite,
afirma Pichon-Rivière (1989) hechos y síntomas. Sin embargo, es sobre todo la primera
acción realizada por el pequeño paciente que este autor considera fundamental para la
comprensión de su mundo interno, en la medida que nos muestra la actitud del niño frente
a la realidad; una actitud que, según Klein (1929), tendría relación con el tipo de patología
que éste sufre.
Se dice normalmente que los niños psicóticos no juegan. Y es verdad, en estricto rigor
ellos no “juegan”. Jugar, declara René Diatkine (1995), es poder evocar aquello que no
está, obteniendo una cantidad suficiente de placer de esta contradicción.
OCTAVE
Klein, para avanzar sus interpretaciones, se apoyaba en el concepto de la sobre-
determinación psíquica, exigiendo entonces que el mismo material fuera expresado por el
niño en versiones diferentes, y muchas veces a través de diversas mediaciones, es decir
juguetes, agua, recorte, dibujo, etc. Para Freud (1923c), este tipo de complejidad sería
comparable a la solución de los puzles infantiles en la medida en que, como lo señala
este autor, si logramos ordenar el montón desordenado de piezas de madera (donde cada
una de ellas posee un trozo incomprensible de dibujo), de manera que el dibujo cobra
sentido, que no queda ninguna laguna entre los diversos ensamblajes y que el conjunto
cubre todo el cuadro, si todas estas condiciones se cumplen, sabríamos entonces que se
ha encontrado la solución del puzle y que no existe otra. Comparto esta apreciación de
Freud, me parece que posee una gran agudeza al plantear las numerosas metáforas
4 Viderman (1970), p. 63. La traducción ha sido realizada por mí.
5 p. 556. La traducción fue realizada por mí.
presentes tan lúcidamente a lo largo de sus escritos, lo que habría que revisar es esta
idea de que no existe otra versión, pues esto es parcialmente cierto y parcialmente falso.
Es falso en la medida en que, como lo sostiene Piera Aulagnier (1984), en psicoanálisis
no habría una verdad definitiva. “Aquí, escribe Viderman (1970), la verdad universal
indispensable al lenguaje se ha fragmentado en una multiplicidad de verdades
individuales que dan cuenta de la libertad de la interpretación y de su carácter
irreductiblemente creador”6. Es cierto ya que, si bien la verdad del inconsciente no es
jamás entregada de una vez por todas, el analista (y el investigador) debe encontrar un
punto en el cual detenerse.
De un modo bastante lúdico, Viderman concluye: “Aparece más bien que aquello que es
así determinado es la determinación de aquel que interpreta de determinar sin equívoco
todas las determinaciones para tener al fin bajo una misma mirada un sentido cerrado,
mientras que él es, cada vez que se empuja el análisis más lejos, abierto indefinidamente
a sentidos indeterminados que sólo la decisión de permanecer ahí detiene y fija en un
punto”7. La determinación que tiene aquel que interpreta de “determinar las
determinaciones” o de “permanecer ahí” corresponde, según mi apreciación, al ejercicio a
través del cual el terapeuta opera en la contra-transferencia.
Vi a Octavio 4 ocasiones en el marco de un proceso de psicodiagnóstico realizado en un
servicio de psiquiatría infantil de un hospital de París. Octave es un lindo niño de 7 años y
de apariencia marcadamente seria. Presentaré a continuación une pequeña viñeta clínica
de la primera sesión que tuvimos en el contexto de una evaluación diagnóstica que realicé
sirviéndome únicamente del juego analítico y prestando atención especial a los
fenómenos transfero-contra-transferenciales.
Estoy presente cuando Octave entra por primera vez a la unidad del servicio de
psiquiatría a la cual ha sido derivado con el fin de aclarar el diagnóstico de la patología
que el niño manifiesta. Como lo realizo siempre, en la medida de lo posible, en mi práctica
clínica en el hospital, y siguiendo el modelo de trabajo planteado por Siquier de Ocampo
et al., intento conocer lo menos posible acerca de la sintomatología y la historia antes de
verlos en hora de juego, para poder así reconocer bastante libremente y de la manera
más eficiente el material entregado. De golpe la “formailidad” y la “frialdad” con la que dice
“adiós” a sus padres, que han venido a dejarlo en la mañana y, de hecho, apenas entran
los tres a la unidad, me impactan: “Muchas gracias mamá”…”Papá, hasta luego; hasta
6 Note de bas de page, p. 61. La traducción fue realizada por mí.
7 Viderman (1970), p. 129.
luego mamá”…”Mamá, hasta luego; hasta luego papá”. En un instante, y de una manera
bastante radical, se me viene a la mente el fenómeno de la alteración del discurso
observado por Juliette-Louise Despert en niños esquizofrénicos. Se trata, según la
descripción del autor, de un tipo de palabras “muy reveladoras”, las cuales expresarían
perfectamente la disociación afectiva que precedería, dice ella, con mucha anticipación la
aparición de síntomas más dramáticos. Esta particularidad del discurso consistiría en una
disociación del signo y de la función de comunicación del lenguaje y sería el resultado de
los fenómenos disociativos (de la spaltung según la terminología utilizada por Eugen
Bleuler), según Despert, patognomónicos de la esquizofrenia infantil. Las primeras frases
de Octave me transportan directamente a esta descripción. Sin embargo, es sobre todo la
claridad inmediata que experimento frente al comportamiento de Octave que constituye mi
primera reacción frente a su breve aparición en la unidad. Y de manera igualmente
inmediata me cuestiono sobre el hecho que esta idea, surgida en mí bajo la forma casi de
una certeza, era a la vez demasiado precipitada y demasiado preeminente. Era como si
un cierto movimiento hubiese puesto fin al acto de conocer a este niño.
Justo después de haber visto a Octave, y una vez que me encuentro fuera del hospital,
siento un repentino afecto de tristeza que en un primer momento logro apenas
comprender. Sin embargo, progresivamente (y para nada con la inmediata claridad con la
que había percibido sus primeros comportamientos en la Unidad), tengo la convicción de
que se trata bien de una reacción estrechamente ligada a nuestro primer encuentro. Me
aproximo a esta hipótesis por la doble razón de que este tipo de sentimientos no es
frecuente en mí y porque este afecto surge de manera repentina y con una fuerza
remarcable. Estas dos características, de “no-pertenencia” y de “intensidad inusitada”
confieren a la experiencia vivenciada un carácter de extrañeza (no necesariamente
inquietante). En un primer momento, movilizada por este afecto, tengo la impresión de
haberle hecho daño a Octave. Me cuestiono sobre todo el hecho de haber tomado notas
durante la sesión, como si aquello pudiera haberlo dañado. Si bien este custionamiento no
tenía sentido lógico: sabía bien que durante la hora de juego diagnóstica, de la misma
manera que para los textos de los sueños de los pacientes (Freud, 1899-19008), las notas
eran fundamentales. Más aún, en vista de las dificultades particulares para lograr una
atención flotante en el trabajo analítico con niños (sobre todo cuando éstos presentan una
8 Freud le deja al paciente la tarea de anotar él mismo los textos de los sueños que le parecen
interesantes.
patología severa, una extrema agitación o inhibición, etc.), una toma de notas
extremadamente detallada así como una reflexión profunda sobre el transcurso de la
sesión y las asociaciones llevadas a cabo, permitirían de restablecer, retroactivamente,
las oscilaciones de la contra-transferencia en sus lazos con la transferencia (Schacht,
1989). Sin embargo, mi inquietud es tan fuerte y yo diría tan reveladora, que me veo en la
obligación de llamar a Chile a la psicóloga que me enseñó esta técnica, para preguntarle,
o más bien confirmarme si se debía realmente tomar notas o si bien me había
equivocado. “Que el psicoterapeuta se interrogue sobre la pertinencia de su trabajo,
declara Picco (2003) es un procedimiento más bien de buen augurio. Sin embargo, esta
interrogación se produce probablemente con más insistencia y a veces dolor cuando éste
trabaja con pacientes psicóticos”9.
Su primera reacción, al encontrarse frente a la caja de juegos, consiste en verbalizar:
“Plastilina, toda”. “Plata (o dinero), naranjo” repite luego varias veces, de manera
mecánica y estereotipada. Su primera acción consiste en tomar el bastoncito de plastilina
amarilla y, pareciendo hacer un gran esfuerzo, cortarlo en dos. Esto, a través de una
dramatización en la que muestra que utiliza mucha más fuerza de la fuerza real que
necesitaría normalmente un niño. « Ih-ih-ih-ih-aaah » emite cada vez que procede a cortar
cada uno de los bastoncitos. Se lo hago notar: “Es difícil”. Su gesto me hace pensar, de
manera bastante clara, a una constipación. Esta ideas me habría sido luego confirmada
tanto por la repetición de la misma “unidad de juego” que por la acentuación del afecto
cada vez implicado. En efecto, Octave recoge todos los bastoncitos de plastilina que
puede tener en sus manos y, sacándolos uno a uno de la caja, los parte de la misma
manera, en dos o tres tozos y siempre a través de un gesto que denota una enorme
dificultad, un gran esfuerzo de su parte. De esta manera, luego de algunos minutos, estoy
bastante convencida sobre esta hipótesis, más precisamente, sobre la idea de que Octave
sufre de constipación.
Teniendo las tres pelotas (azul, amarilla y verde) en sus manos, Octave toma un profundo
impulso (al punto que creí que iba a hacer malabarismo con ellas). Sin embargo, las lanza
todas al mismo tiempo hacia el techo y les dice: “¡Vamos, ustedes se las arreglan!”…”a
las gallinas!”. El niño repite sistemáticamente y de manera estereotipada. Lanza las balas
una a una arriba de un gran estante, dejándolas en lo alto del mueble. Luego de cada
9 p. 80. Soy yo quien traduzco.
lanzamiento, me pregunta haciendo referencia al color, y únicamente al color, cómo ir a
buscar la pelota que falta: “¿Cómo se va a hacer para recuperar la verde/ la amarilla/ la
azul?”. Por mi parte, voy a buscar una a una las pelotas que lanza, debiendo subir a una
silla para lograrlo. “Vamos a lanzar las tres”…plata”. No es sino en nuestro segundo
encuentro que le pido que me explique su juego: me dice que la pelota “tiene ganas de
venir con nosotros.
“¿Cómo vamos a hacer para recuperarla/ agarrarla, buscarla/ salvarla?”. Son las
diferentes expresiones que Octave utiliza para verbalizar la pregunta que enuncia incluso
antes de haber lanzado, cuando se está preparando para hacerlo. A través de este juego
de “fort-da”, Octave establecería una transferencia donde la pérdida del objeto resulta
inquietante y donde el interés para recuperarla sería el afecto predominante. El obtiene
placer, un placer que parece determinado por la pura descarga. Yo noto sobretodo su
persistencia a investir fuertemente esta situación en la cual hay que ir a “recuperar”.
“¿Cómo lo vamos a hacer?”. Esta vez me da la impresión de esperar a que yo le de una
explicación acerca del procedimiento que habría que poner en práctica. Le devuelvo la
pregunta a él: “Con la amarilla” responde él. Octave parece desear que yo recupere la
pelota “perdida” sirviéndome de la pelota amarilla.
“¡Ah, pillín!” le dice él a la pelota cuando la recupera finalmente entre sus manos. “Dónde
está la amarilla?...”¡Dale, anda a salvarla!” me pide luego el niño muy enfáticamente. Sin
embargo, no veo la pelota amarilla que esta vez parece haber desaparecido “de verdad”.
“Vamos a intentar recuperarla con las otras”…”¡Vamos, ustedes se las arreglan!”. Le
explico que buscaré la pelota después y que, de todas maneras, nos veremos el próximo
viernes. Octave parece interpretar mis palabras como una manera de decirle “adiós” y por
esta razón va rápidamente hacia la puerta y sale de la consulta. Vuelve enseguida pero a
partir de ese momento su presencia dentro de la sesión se vuelve frágil para mí. Esto
correspondería a un segundo movimiento transfero-contra-transferencial marcado por el
sentimiento de fragilidad que él suscita en mí. Cuando lo invito a mirar las otras cosas
contenidas en la caja de juegos, come un trocito de plastilina que retiro de su boca, un
gesto que lo lleva a preguntarme: “¿Hace mal?”. “Me imagino que hace mal al estómago”.
“Qué mala suerte” agrega él en una actitud de decepción.
Rodrigo es también un niño de siete años que llega al hospital con el objetivo de realizar
una evaluación diagnóstica. Encuentro a Rodrigo por primera vez a la salida de la oficina
de un colega (psicomotricista) que acaba de verlo. Se trata de un niño pálido pero de
mirada intensa. Tiene una apariencia “tierna” y, presentándose con un chupete en la boca
y un osito de peluche (su “doudou”, un perro bastante grande), da la impresión de ser un
niño mucho más pequeño que de siete años. Por otra parte, los bolsillos de su polerón
(pulóver) están llenos de objetos (aparentemente de pequeños juguetitos), lo cual tomará
sentido a lo largo de las sesiones.
Su primer gesto consiste en tomar el avión y hacerlo volar brevemente haciendo el ruido
correspondiente: “mmmmm”. Saca el esqueleto, depositándolo enseguida al interior de la
caja. Toma de nuevo el avión y lo hace volar (“mmmmm”) un instante. Saca el WC et lo
pone rápidamente de nuevo en la caja. Toma el tigre haciendo el sonido de un rugido
“grrrrrrrr”. En ese momento, percibo el contraste entre este grito de “animal salvage” y la
ternura de “pequeñito” asociada al “doudou”, e imagino que Rodrigo este sostén le es
seguramente indispensable. Avanzo la hipótesis de que Rodrigo tendría la necesidad de
protegerse al momento de expresar contenidos de carácter agresivo.
Pasando por alto diversos detalles de la sesión, con el fin de poder abocarme luego al
tema del diagnóstico diferencial entre la patología de Octave y de Rodrigo, me gustaría
destacar que este último, por un lado, se acercará como en un tartamudeo (yendo y
viniendo, entrecortadamente) al bastoncito de plastilina amarilla (primero apenas
tocándolo, luego sacándole trocitos minúsculos, sacándolo y volviéndolo a meter en la
caja, para finalmente embutirlo con fuerza dentro de las tazas) y al avión, el cual hará
volar en reiteradas ocasiones pero de manera rápida y fugaz. Cuando lo observo
realizando estos movimientos, Rodrigo me da la impresión de querer sacar pequeños
trocitos de todas partes, de manera acelerada y desparramada, lo que se traduce en un
permanente temblor. Considero fundamental la elaboración de este tipo de impresiones si
se tiene el objetivo de conocer el mundo interno del niño. Como lo sostiene Wilfred R.
Bion en 1977, lo que importa es la impresión ya que ella se transformará en otra
impresión que se transformará en una cosa que luego el terapeuta podrá transformar en
interpretación. Otra característica esencial al juego de este niño es la tendencia a cubrir
completamente los diversos objetos contenidos en la caja (animales, avión, tren, etc.) y el
trasvasije de plastilina que realiza desde una taza a otra en un movimiento circular que
parece no tener fin. Es así como el contacto con Rodrigo me permite, primero que nada,
de reconocer la fragilidad y precareidad de su unidad psíquica, lo que habría sido
revelado tanto por la remarcable limitación de sus movimientos y sus permanentes
temblores, que a través de su tendencia a “cubrir”. Este niño parece cubrir o envolver
psíquicamente los objetos de su entorno así como su identidad, escondiéndose detrás de
los múltiples actos que ejecuta, los cuales, en un primer momento, me dan la impresión
de un “esparcimiento”. Paralelamente, este niño se protegería de este contacto con el
objeto, que parece tanto temer, por el constante desplazamiento de los contenidos como
por la corta duración de los diversos “emplazamientos” que realiza. Todo esto daría cuenta
de un mecanismo de defensa utilizado por Rodrigo consistente en “desparramar” con el
fin de no entrar en contacto de manera demasiado violenta con el objeto.
Contra-transferencialmente, en mi contacto con Rodrigo, me siento de alguna manera
“invadida” por sus múltiples actos, gestos y movimientos que, desde una primera mirada,
me aparecen como desparramados y desconectados entre ellos, al punto que cada vez
que intentaba llevar a cabo una descripción detallada de nuestras sesiones,
experimentaba una dificultad especial a encontrar el hilo conductor de su juego, incluso
cuando se trataba de un material aparentemente “simple” donde la constante repetición y
la poca elaboración habrían podido, al contrario, facilitar la comprensión. Reflexionando
acerca de esta dificultad, llegué a la idea que ésta consistía en que el material se
presentaba a mí de manera demasiado directa, en el sentido preciso de que era
únicamente capaz de captar los detalles de su juego y no la globalidad de éste. Como
consecuencia de ello, de manera singular con este niño en paticular, sentí la absoluta
necesidad de mirar el material con otro clínico con el fin de encontrar la “punta” del hilo
del sentido. Estas observaciones pertenecientes a un registro contra-transferencial, dentro
de las cuales destaco el carácter de demasiado directo así como los mementos de
confusión y de inquietud surgidos al final de la sesión (cuando el juego de Rodrigo se
agita, creo haber perdido la llave de la caja cuando en realidad la tengo en la mano, creo
que un autito es de él pero en realidad pertenece a la caja de juegos), serían el reflejo de
la propia experiencia del niño. Dicho de otro modo, éste sería un aspecto central del
funcionamiento psíquico de Rodrigo que produciría este efecto de “perderse en los
detalles” acompañado de esta dificultad a alcanzar lo más esencial. Es así como a través
de las transferencias establecidas por Rodrigo, éste último comunicaría al terapeuta su
vivencia de “desparramiento” (épqrpillement), lo que tendría como efecto el impedimento a
establecer un contacto y tener una comprensión más profunda del material. Sin embargo,
y este es un punto fundamental a aclarar en relación al diagnóstico, especialmente del
diagnóstico diferencial, en aquellos momentos en que Rodrigo muestra un funcionamiento
más primitivo, su comportamiento se acerca a una especia de “salvagería” y no de una
configuración de tipo psicótica. Yo no observo ni la bizarrería, ni la confusión con el otro
(de hecho esta confusión no se produce en mí que al final de la tercera sesión) ni el “terror
a pensar” (Spencer, 2014) propio al registro psicótico.
le mécanisme du clivage ne deviendrait pathologique que lorsque les parties du soi ont été
morcelées à l’extrême (désintégrées), et qu’elles se trouvent largement dispersées et dans
un grand nombre de registres séparés (Tustin, 1972). C’est ainsi que, avec Octave, on
aurait assisté non seulement à la dispersion de son jeu - comme dans le cas de Rodrigo -
mais surtout à une constante rupture (j’ai décrit des « disparitions perpétuelles, massives
et très angoissantes »).
El mecanismo de clivaje no se vuelve patológico que cuando las partes de sí mismo
a=han sido desestructuradas al extremo (desintegradas) et qu’elles se trouvent largement
dispersées et dans un grand nombre de registres séparés (Tustin, 1972). C’est ainsi que,
avec Octave, on aurait assisté non seulement à la dispersion de son jeu - comme dans le
cas de Rodrigo - mais surtout à une constante rupture (j’ai décrit des « disparitions
perpétuelles, massives et très angoissantes »).
Me gustaría finalizar señalando, con Didier Houzel (1987), que el análisis de la
transferencia constituye un poderoso método de exploración de los estados
psicopatológicos. En este sentido, el sentimiento de no saber dónde se encuentras las
partes del self dispersas en el mundo exterior – fanstame subyacente a los procesos de
clivaje – constituiría una fuente de gran angustia e inseguridad (Klein, 1946-1963)..