Fernando Hernández

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Las pedagogías de la cultura visual como lugares de posibilidad para construir espacios de relación Fernando Hernández Universidad de Barcelona “La cuestión no son sólo los objetos, sino cómo estos se abordan, la indagación que posibilitan y el espacio de interacción e intercambio que nos brindan en esa encrucijada entre la mirada de la realidad que construyen y la mirada cultural que los visualizadores proyectan”. (Hernández, 2010a: 11). Introducción: señalar un punto de partida La cultura visual, su estudio y su vinculación con prácticas pedagógicas, ha formado parte de mi trayectoria de intereses desde que en 1997 publiqué el libro Educación y cultura visual (Hernández, 1997). En este tiempo he recorrido diferentes posiciones que me han permitido transitar desde una postura inicial en la que consideraba a la cultura visual como el conjunto de artefactos, representaciones y relatos que se investiga desde los estudios de cultura visual (lo que me llevó explorar cuestiones epistemológicas y genealógicas tal y como se refleja, por ejemplo en Hernández (2005) y especialmente en Hernández, 2006), hasta la posición actual en la pongo el énfasis en los procesos relacionales que los sujetos llevan a cabo en diferentes entornos y mediante los cuales se reconocen, autorizan o resisten frente cómo las prácticas de la cultura visual les conforman (Hernández, 2010b; 2011). En este trayecto he tratado de favorecer la producción de experiencias educativas mediadores de pedagogías de la cultura visual (Hernández, 2010a) que me han permitido transitar por las posibilidades y dificultades que el abordaje relacional de la cultura visual ofrece para construir otra narrativa para la educación en la escuela, en los museos, en la universidad, en los proyectos comunitarios...

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Las pedagogías de la cultura visual como lugares de posibilidad para construir

espacios de relación

Fernando Hernández

Universidad de Barcelona

“La cuestión no son sólo los objetos, sino cómo estos se abordan, la

indagación que posibilitan y el espacio de interacción e intercambio

que nos brindan en esa encrucijada entre la mirada de la realidad que

construyen y la mirada cultural que los visualizadores proyectan”.

(Hernández, 2010a: 11).

Introducción: señalar un punto de partida

La cultura visual, su estudio y su vinculación con prácticas pedagógicas, ha formado

parte de mi trayectoria de intereses desde que en 1997 publiqué el libro Educación y

cultura visual (Hernández, 1997). En este tiempo he recorrido diferentes posiciones

que me han permitido transitar desde una postura inicial en la que consideraba a la

cultura visual como el conjunto de artefactos, representaciones y relatos que se

investiga desde los estudios de cultura visual (lo que me llevó explorar cuestiones

epistemológicas y genealógicas tal y como se refleja, por ejemplo en Hernández (2005)

y especialmente en Hernández, 2006), hasta la posición actual en la pongo el énfasis

en los procesos relacionales que los sujetos llevan a cabo en diferentes entornos y

mediante los cuales se reconocen, autorizan o resisten frente cómo las prácticas de la

cultura visual les conforman (Hernández, 2010b; 2011).

En este trayecto he tratado de favorecer la producción de experiencias educativas

mediadores de pedagogías de la cultura visual (Hernández, 2010a) que me han

permitido transitar por las posibilidades y dificultades que el abordaje relacional de la

cultura visual ofrece para construir otra narrativa para la educación en la escuela, en

los museos, en la universidad, en los proyectos comunitarios...

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Desde estas bases lo que presento en este capítulo es el sentido de la cultura visual

como proceso de relación que tiene lugar a partir de la construcción de relatos que

reflejan las miradas subjetivas (y por tanto culturales) de los visualizadores. Se trata de

dejar de lado lo que yo había hecho hasta ahora: tomar las series y relaciones de

imágenes como un resultado para pasar a considerarlas como un punto de partida

para una conversación en torno a dos cuestiones:

Qué miradas culturales propician las imágenes y artefactos de la cultura

visual cuando se ponen en relación (entre ellas y con los sujetos).

Qué experiencias de subjetividad median y posibilitan.

Articular este capítulo desde estas premisas supone una invitación a acercarse a la

cultura visual a partir del cruce entre lo que sería una mirada cultural (visualidad) y las

prácticas de subjetividad que se vinculan a lo que dicen los artefactos de la cultura

visual de quien mira y que su vez construye relatos visuales. Esta perspectiva permite

cuestionar al menos dos asunciones presentes en las aproximaciones a la cultura

visual desde la educación. La primera es la que considera que la cultura visual son los

objetos y artefactos visuales que nos rodean y con los que interactuamos. Frente a

esta posición lo que sostengo es que lo relevante de las pedagogías de la cultura visual

no son los objetos, sino las relaciones que mantenemos con ellos. La segunda posición

cuestiona la noción de productores de la cultura visual de los individuos, en la medida

en que no se trata sólo de hacer con,… sino de ser con las representaciones y

artefactos de la cultura visual.

Delimitar el campo de las pedagogías de la cultura visual

Tomemos una cita del texto de Deleuze y Guattari (2008) como punto de partida para

fundamentar nuestra aproximación. En lugar de ‘libro’ pongamos ‘imagen visual’, y por

extensión, ‘representación visual’. Reapropiémonos ahora de la cita.

“Un libro (una imagen) no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias

diversamente formadas, de fechas y velocidades muy diferentes. Cuando se

atribuye el libro (una imagen) a un sujeto, está descuidando ese trabajo de las

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materias y de la exterioridad de sus relaciones. Se está fabricando un buen

Dios para movimientos geológicos. En un libro (una imagen), como en

cualquier otra cosa, hay líneas de articulación o de segmentaridad, estratos,

territorialidades; pero también líneas de fuga, movimientos de

desterritorialización y de desestratificación (…) (Deleuze y Guattari, 2008: 10)

Señalamos así el territorio por el que podemos transitar. Un territorio en el que se

descentra el esencialismo objetual de la imagen, de las representaciones de la cultura

visual y de los propios visualizadores. Pero que no nos deja a la intemperie sino que

nos brinda otras posibilidades hacia las que orientar nuestro trayecto. Para descubrirlo

ampliemos la cita.

Un libro (una imagen) tampoco tiene objeto. En tanto que agenciamiento,

sólo está en conexión con otros agenciamientos, en relación con otros

cuerpos sin órganos. Nunca hay que preguntar qué quiere decir un libro (una

imagen), significante o significado, en un libro (una imagen) no hay nada que

comprender, tan sólo hay que preguntase cómo funciona, en conexión con

qué hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y

metamorfosea la suya, con qué cuerpos sin órganos hace converger el suyo.

Un libro (una imagen) sólo existe gracias al afuera y en el exterior (Deleuze y

Guattari, 2008: 11).

Si una imagen visual (pintura, fotografía, filme, artefacto de la cultura popular,

contenidos de la red social,…) no tiene sujeto ni objeto, los vínculos que podemos

establecer dependen del lugar de nuestra comprensión. Pero ésta no es espontánea, ni

depende de la clarividencia ‘natural’ de quien la realice. Tiene que ver con el uso que

hacemos del cúmulo de conocimientos, experiencias y saberes de los que disponemos.

Una salvedad en este punto: el conocimiento no es sólo de naturaleza disciplinar. No

depende de un conocimiento específico. También es relacional y experiencial.

Depende de los agenciamientos, de las manifestaciones de autoría. Un ejemplo puede

ilustrar este conocimiento desplazado.

Hace unos años mostré una reproducción de “A la barra del Folies Bergés” de Édouard

Manet (1882) a tres colaboradores con la pregunta de cómo presentarían esta obra a

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un público determinado. La finalidad de esta cuestión era explorar el papel que juega

el conocimiento base de una persona a la hora de agenciarse de una representación

visual en el campo del arte.

El primero de los colaboradores, una educadora especialista en lenguaje visual,

comentó que ella hablaría de los conceptos formales que están presentes en la

representación de Manet. De esta manera la imagen quedaba comprimida en términos

como línea, equilibrio, armonía, contraste, ejes compositivos, etc. El segundo, un

artista buen conocedor de la historia del arte, abundó en el contexto de la

representación, en el papel de los lugares de ocio y espectáculo por los que transitaba

el artista flaneur, en su afán por representar la vida diaria de París en el final de siglo

XIX. La tercera, fue una estudiante de arte de segundo curso, que manifestó que no

había visto con anterioridad la obra de Manet. Su observación se centró en la

representación central de la mujer, en la soledad que reflejaba y en el mundo que

escondía su mirada vacía. ¿Cuál es la forma de comprensión más compleja? Son

diferentes, pero las dos primeras apelan –de nuevo Deleuze y Guattari- al ‘calco’,

mientras que la tercera se instala en un punto de fuga que conecta con la experiencia

de la mirada de quien dice ver lo que ve de sí.

Este ejemplo me lleva a recordar algo que es fundamental para el argumento que se

articula en este texto: que las imágenes no hablan por sí mismas, sino que (se)

configuran en contextos en los que (se) nutren de y a la vez producen significados que

luego son completados, ampliados, transformados y revisados por las prácticas de

visualidad (por las miradas culturales) de los visualizadores.

La perspectiva de la que quiero partir me lleva a considerar que los artefactos de la

cultura visual forman parte de relatos discursivos al tiempo que ellos mismos

constituyen otros discursos. Entiendo discurso como las estrategias y tecnologías de

fijar la realidad y de vernos a nosotros mismos y a los otros. En este sentido, son en sí

mismas una praxis que va más allá de la propia representación y que apreciamos en

sus efectos en los cuerpos que son representados y en los que se miran, se reconocen

o se desean en las representaciones visuales. La lista de como las obras artísticas

siguen este dictado se puede derivar de la mayoría de las aproximaciones temáticas

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en las que en los últimos años se han organizado los relatos de la historia del arte en

torno al cuerpo, el paisaje, la infancia, el joven, la mujer,….

De esta manera las imágenes no se configuran desde un posicionamiento esencialista

(pues las imágenes no son, como hemos visto en la cita de Deleuze y Guattari, sino

para quien las produce y las mira; para quien se las agencia) sino que adquieren

sentido más allá de su materialidad y circulación, por las relaciones que posibilitan

sobre todo en las construcciones de identidad y subjetividad de los visualizadores. Lo

que a la postre conforma y confirma los imaginarios culturales desde los que se mira

de manera normalizada al mundo, a uno mismo y,… a las producciones de la cultura

visual.

Si aceptamos la premisa de lo que he presenado hasta ahora, esta

desobjetiviación/desujetivación ayuda a descentrar la mirada del objeto y de su

atracción y nos lleva a rescatar que aquello que es mirado, actúa como espejo de quien

mira. Por eso, a modo del espejo en el que se mira la madrasta de Blancanieves, no nos

devuelve lo que vemos, sino lo que nos dice que vemos. Que queremos y podemos

ver,… y oír. En este sentido, coincido con Sánchez Moreno (2007) de que la mirada nos

conforma, además de confirmarnos, como señalaba John Berger (2000). La mirada nos

descubre lo que podemos y debemos ser. Porque lo que miramos, y las tecnologías de

la mirada (del observador que diría Jonathan Crary (2007)) que lo facilitan forman

parte, y a la vez produce un discurso que regula no sólo la mirada, sino a quien mira. Y

lo hace distrayendo y desplazando el foco de su mirada: al mirar al objeto, o al relato

sobre su productor, desvía la mirada sobre quien ve.

En medio de este recorrido, mientras iba construyendo este texto, me encontré en un

libro repleto de sugerencias y aportaciones, con una frase que ampliaba el enfoque

de la argumentación que he ido tejiendo hasta ahora “…el concepto de cuerpo no

puede separarse del concepto de imagen” (Belting, 2007:8). Esta cita me sugería una

bifurcación en el camino para abordar las relaciones con la cultura visual: “no sólo

como superficie/contenido, sino como praxis, como práctica que hace cuerpos y

modos de ser” (idem). Desde esta posición, y de nuevo de la mano de Belting

(2007:10) quien añade que “la perspectiva antropológica fija su atención en la praxis

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de la imagen, lo cual requiere un tratamiento distinto al de las técnicas de la imagen y

su historia”, me planteo explorar no lo que lo que decimos sobre las imágenes o

hacemos con ellas, sino lo que la imágenes dicen y hacen con nosotros, los

visualizadores. Sentido éste que orienta la noción y función de las pedagogías de la

cultura visual.

Puntos de partida para delimitar el campo de las pedagogías de la cultura visual

Cuando estoy con los estudiantes o escribo un texto, trato de evitar las presentaciones

simplificadoras. No sé si siempre lo consigo. Pero cuando reduzco un campo a una

serie de dicotomías siempre señalo que no se considere como un referente de

realidad. Que sólo es una estrategia para esbozar una comprensión sobre aquel

fenómeno al que nos acercamos. Pues una explicación, un mapa, como escribió

Bateson, nunca es la realidad. No ocurre ni en el intento del mapa que se superponía

con el lugar que de manera tan enigmática nos presentó Borges. Por eso aquello que

hablamos o en lo que nos fijamos de una imagen es siempre más complejo y variado

de lo que decimos o vemos. Por ello, las experiencias de la realidad requieren ser

narradas desde la conciencia de que son incompletas y no pueden reducirse a un mapa

conceptual o una representación visual. Nos movemos siempre desde

aproximaciones y tanteos. No desde certezas y verdades.

Esta advertencia nos puede ser útil cuando ahora pensemos sobre los posibles nexos

entre pedagogía y cultura visual. Decir que puede tener tres sentidos, o que transita

por tres posiciones es a todas luces un reduccionismo, pues no son sólo estas las

aproximaciones que pueden localizarse en la bibliografía, las propuestas pedagógicas o

los ejemplos que se muestran en congresos y jornadas. Además son enfoques que no

están cerrados en sí mismos, sino que se vinculan entre ellos y se hibridan de otras

referencias y aportaciones. En todo caso, se pueden tomar como hipótesis de trabajo y

como un camino intermedio para transitar desde los argumentos que he planteado al

inicio y que nos llevan a los lugares que invito a recorrer más tarde. Algunas de estas

ideas ya las expuse en otros lugares (Hernández, 2010b, 2011), pero ahora, desde otro

tiempo y con diferente bagaje, las he revisado y vuelto a narrar. Espero que con más

claridad y, a la vez, sin eludir la complejidad que encierran.

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(a) Las relaciones entre pedagogía y cultura visual se configuran más allá de una

ampliación del repertorio de imágenes y artefactos visuales.

Si dirigimos nuestra atención hacia los inicios de los años noventa del pasado siglo, la

cultura visual se nos presenta en primer lugar, como una trama teórico-metodológica

deudora del post-estructuralismo, los estudios culturales, la nueva historia del arte, los

estudios feministas, los estudios cinematográficos, entre otras referencias

disciplinares, que pone su atención no tanto en la lectura de las imágenes –como un

texto a descifrar- como en las localizaciones culturales a las que se vinculan esas

representaciones visuales y que incluye el paisaje visual que conforma la mirada de los

visualizadores (Hernández, 2006). Esto nos llevará a considerar que las imágenes y

otros artefactos visuales son portadores y mediadores de significados que contribuyen

a pensar el mundo,… y a los visualizadores.

Esta aproximación, que se entrecruza con el replanteamiento de la Historia del arte

desde los Estudios Visuales (Elkins, 2003; Brea, 2005) tiene como foco la noción de

visualidad (Foster, 1988), que enfatiza el sentido cultural de toda mirada, al tiempo

que subjetiviza la operación cultural de mirar. Lo que supone que toda mirada –y el dar

cuenta de lo que miramos- está impregnada de huellas culturales y biográficas.

Esta aproximación tiene importantes consecuencias para lo que se podría denominar

como pedagogías de la mirada y de la cultura visual. Desde esta posición, el énfasis no

se pone en la lectura de la imagen, como estableció una tradición marcada por una

visión normativa de la alfabetización visual (Hernández, 2009) sino en expandir lo que

había sido el contenido de la educación de las artes visuales, ampliando no sólo los

referentes, sino poniendo el énfasis en la importancia de potenciar la noción de

significación desde la perspectiva de los visualizadores. Dos citas, aparecidas en

trabajos de comienzos de la década pasada delimitan este territorio de expansión de

los referentes de la educación de la cultura visual al que me he referido.

La cultura visual está expandiendo el territorio de las artes visuales. Este

territorio incluye las bellas artes, la televisión, el cine, el vídeo, la tecnología

informática, la fotografía de moda, la publicidad, etc. (Freedman: 2000: 315).

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La cultura visual tiene que ver con imágenes de los medios de masas como la

televisión, las películas, los vídeos musicales, la tecnología informática, los

anuncios, las revistas y los periódicos. Estas imágenes crean significado y una

visión para los estudiantes actuales y para todos nosotros. (Taylor y

Ballenge-Morris, 2003: 21).

Esta extensión de referentes y medios es relevante por varias razones. Entronca con lo

que desde los años ochenta (en una vinculación con las Vanguardias, pero con otras

finalidades y desde otro contexto) venían realizando los artistas visuales en su afán por

cuestionar los límites y los medios del arte (Tavin, 2005). Además incorpora las

tecnologías de la mirada con las que los escolares se han ido relacionando de manera

normalizada desde entonces. Y abre las puertas de la educación de las artes a plantear

la conveniencia de ir más allá de las obras de los artistas y de las prácticas centradas

en las bellas artes como referentes educativos.

Pero reconocer la importancia de esta ampliación no significa que generara un modo

diferente de relación. Quizá por esa razón ha sido frecuente leer en revistas y

publicaciones, escuchar en congresos presentaciones o recibir propuestas de

educación en museos, en las que se utilizaban, por ejemplo, aproximaciones

formalistas o descifradoras (qué ves, qué historia cuenta esta obra/imagen) pero

indicando que se hacía desde una posición de acercamiento a la cultura visual.

Y es que, como ya he señalado en otro lugar (Hernández, 2010a: 12)

El giro hacia la cultura visual no trata sólo de ampliar los objetos que podían formar

parte del acervo de estudio de la Educación Artística. Lo que se plantea no es una

cuestión de ‘objetos’ sino de las estrategias para relacionarnos con ellos. Es una

cuestión epistemológica, metodológica y política. Lo que significaba que la pregunta

a responder no es qué es la cultura visual y qué objetos se incluyen bajo su paraguas,

sino cómo favorecer el cambio de posicionamiento de los sujetos, de manera que

pasen de actuar como receptores o lectores (descifradores de la verdad) a la de

visualizadores críticos.

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(b) Las relaciones entre pedagogía y cultura visual se plantean desde la consideración

de las imágenes y artefactos visuales como textos que permiten expandir sus

significados por parte de los visualizadores.

Desde una historia cultural del arte este enunciado nos lleva a prestar atención no sólo

al contexto de producción de las representaciones que llamamos obras de arte, sino al

de su distribución y recepción. Incluyendo además en la cultura visual, como he

señalado más arriba, las representaciones vinculadas al paisaje visual de los sujetos,

como en su día plateó Alpers (1987) para referirse a lo que veían los holandeses del

siglo XVII (y sus efectos en la construcción cultural de la mirada y de su identidad). Que

no es sólo lo que el sujeto ve (en un museo, una exposición, una película, un videoclip,

un anuncio publicitario, una fotografía, o en diferentes entornos virtuales,…) sino que

se focaliza en donde el sujeto es colocado y fijado por el discurso del que forma parte

eso que mira (y que le mira).

Desde esta posición se nos invita a pensar de forma crítica el momento histórico en el

que vivimos y a revisar las miradas con las que hemos construido los relatos sobre

otras épocas a partir de sus representaciones visuales (Trafí-Prats, 2009). Además, la

cultura visual aparece como una referencia para situar una serie de debates y

metodologías, no sólo sobre la visión y la imagen, sino sobre las formas culturales e

históricas de visualidad.

Sin embargo, este paraguas posicional se articula en torno a la dualidad mirar-decir,

con la ilusión de que el decir da cuenta de lo que se mira, cuando en realidad siempre

vemos más de lo que decimos ver. Se olvida que el decir es un camino hacia la

construcción de experiencias (de una praxis) que subvierte lo que vemos y los efectos

de la mirada. De no ser así, especialmente en diferentes contextos educativos, se

construye un artificio que termina en un juego de palabras –erudito en ocasiones, de

puro expresionismo verbal en otras-, que gira y termina en el simulacro de que

hablamos de lo que vemos (y no de cómo nos vemos en lo que vemos).

La crítica a este artificio que ha puesto el énfasis en el ‘decir’ como pedagogía de la

cultura visual, es lo que ha llevado a algunos autores (Efland, 2005; Herrmann, 2005;

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Dorn, 2005) a plantear una crítica a la perspectiva de la educación de la cultura visual

desde el supuesto que los estudiantes hablan sobre arte pero que no hacen arte.

No pongo en duda que en ocasiones –por ejemplo en los museos- esto haya ocurrido,

pero no como finalidad, sino como forma de explorar un campo que requiere de

tanteos y aproximaciones. En cualquier caso, la perspectiva educativa de la cultura

visual nos ha brindado de una caja de instrumentos conceptuales, metodológicos y

posicionales que nos ayudan a pensar y explorar la relación entre las

representaciones visuales y la construcción de posiciones subjetivas. Algo que permite

llevar el cuestionamiento, la crítica, la implicación y la cotidianidad a nuestras

escuelas, museos y proyectos comunitarios. No desde la actuación celebratoria, sino

desde un rigor crítico en el que se presta atención no sólo a cómo se constituyen las

genealogías y efectos discursivos sino a los procesos de indagación en torno a las

experiencias identitarias (cómo la sociedad mediante las imágenes quiere que seamos

y en los lugares de subordinación y dependencia que nos coloca) y las apropiaciones

subjetivas que hacemos de esos posicionamientos. Todo ello plasmado en proyectos y

narrativas visuales (Hernández, 2010b).

(c) Las relaciones entre pedagogía y cultura visual se plantean desde la consideración

de que, especialmente en la época actual, vienen marcadas por las tecnologías de

la mirada que afectan a los procesos de subjetivización de los visualizadores.

Poner en primer término de la relación las tecnologías de la mirada significa que la

cultura visual no sería tanto un qué (objetos, imágenes) o un cómo (un método para

comprender o interpretar lo que vemos). Se constituye como el espacio de relación

que traza puentes en el ‘vacío’ que se proyecta entre lo que vemos y cómo somos

vistos por aquello que vemos. Por tanto, la cultura visual cuando se refiere a la

educación puede articularse como un cruce de relatos sin un orden preestablecido que

permite indagar sobre las maneras culturales de mirar y sus efectos sobre cada uno de

nosotros.

Pero no nos engañamos y pesamos (sabemos) que casi nunca vemos lo que

queremos ver, sino aquello que nos hacen ver (Sánchez Moreno, 2007). Lo que

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descentra la preocupación por producir significados y la desplaza a indagar el origen –

los caminos de apropiación de sentido- desde los que hemos aprendido a construir

significados. Lo que nos lleva a explorar las fuentes de las que se nutre no sólo nuestra

manera de ver/mirar, sino los sentidos y experiencias que consideramos como

nuestros pero que forman parte de otros relatos y referencias culturales.

De aquí la importancia de indagar en la escuela, en el museo, en la comunidad sobre

las políticas de la mirada, también de esos objetos culturales a los que le damos el

atributo de ‘artísticos’. Es por ello que considero que quizá la contribución principal

de las pedagogías de la cultura visual sea proponer (argumentando su sentido) un

cambio en el foco de la mirada y del lugar de quien mira.

La tradición de la mirada occidental sobre arte y las imágenes se ha construido –como

ya he señalado- en dirección hacia el objeto (considerado como texto a descifrar) o al

sujeto que la produce desde su concepción de autor-creador individual. En este marco

el foco de la mirada se dirige hacia lo que es mirado con la voluntad de poseerlo

descifrándolo o apropiándose expandiendo sus significados. Esto supone, como

plantea Laplanche (1999), que el objeto y su productor lanzan un enigma al

espectador-lector, que éste ha de descifrar con la ayuda de las disciplinas de la mirada

(que la disciplinan): la historia del arte (la iconografía), la semiótica, el psicoanálisis, el

perceptulismo formalista,… De esta manera la escuela, el museo o la comunidad se

articulan como lugares simbólicos que enseñan a disciplinar la mirada (para ver ‘bien’

lo que ‘debe’ ser visto) y que otorga como moneda de cambio y recompensa al

sometimiento disciplinar al goce que se deriva de descifrar el ‘enigma’ que va

asociado a poder ‘ver’ más allá de la superficie de lo que se mira.

En este territorio de la mirada la cultura visual, tal y como yo la construyo y asumo,

reconoce estas maneras de mirar, pero señala sus limitaciones. Por eso planteo y

sugiero que estas miradas disciplinadas dejan de lado, porque no lo cuestionan al

hacerlo emerger- el efecto que lo mirado tiene en quien mira. No me refiero sólo al

efecto emocional o evocativo, sino al posicional (desde donde se mira y es mirado) y

subjetivador (en qué lugar discursivo le coloca) desde esa mirada que se normaliza y

regula.

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Sin eludir que las fronteras entre estas tres perspectivas no son siempre nítidas y que

plantean las preguntas que dejan sin responder (¿por qué cultura visual si todo es

cultura? ¿Por qué visual si va más allá de la operación de ver?) mi aproximación trata

de perfilar unos referentes que pueden ser explorados desde una posición

antidogmática y de un afán por quebrar dualidades: emisor-receptor, profesor-

alumno, hombre-mujer, artes-cultura popular, cuerpo-mente, hacer-decir,…

Supone además una invitación a estar atentos ante las emergencias cotidianas que se

reflejan en aquello que aparece de improviso y nos sorprende, como la reactualización

del mito del vampiro o los muertos vivientes en la cultura juvenil, y que reclaman de

nuestra atención. Lo hacen en la medida en que posibilitan espacios de encuentro o

confrontación no sólo ante lo que miramos, sino, sobre todo, ante los efectos que

producen en nuestro sentido de ser ‘aquello’ que nos mira y la localización de desde

donde nos mira (Kaplan, 1998).

Por otra parte, también he querido afrontar una ausencia que encuentro en muchos

trabajos que utilizan las imágenes con el propósito de abrir un lugar para la cultura

visual en la educación. Se las toma como ilustración de lo que se dice en el texto, o se

las considera que hablan por sí mismas, o se les aplica un modelo definido de

antemano que se impone y fija maneras de mirar (Duncum, 2006). En los siguientes

apartados ilustraré cómo entiendo la pedagogía de la cultura visual a partir del espacio

de ‘entre medio’ (in between) en el que se posibilitan y tienen lugar las relaciones con

y desde las imágenes y artefactos visuales y con otros sujetos.

La cultura visual como lugar de relaciones y resonancias

Una historia para comenzar. Entre el 26 de noviembre y el 28 de marzo de 2011 se

presentó en el Centro de Arte Reina Sofía de Madrid la exposición “ATLAS ¿Cómo

llevar el mundo a cuestas?”. Lo que nos planteaba Georges Didi-Huberman1, el

comisario de la exposición, era que a partir del marco de pensamiento introducido

por Aby Warburg (1866-1929) y su “Bilderatlas” en el conocimiento histórico de las

1 En Un conocimiento por el montaje. Entrevista con Georges Didi-Huberman realizada por Pedro

Romero se encuentran opiniones en torno a los ejes principales de su pensamiento respecto a la imagen y de sus autores de referencia. Se puede acceder en: http://www.circulobellasartes.com/ag_ediciones-minerva-LeerMinervaCompleto.php?art=141

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imágenes éstas ya no se ven de la misma forma. Lo que ha cambiado, no son tanto las

obras en sí, como la manera de concebir sus relaciones: cómo se posicionan unas

frente a otras y todas juntas frente al devenir histórico.

El rescata que Didi-Huberman hacía la contribución de Warburg, entró como una

ráfaga de aire fresco, que me ha permitido profundizar y a la vez ampliar el sentido

relacional de la pedagogía de la cultura visual de la que hablaba más arriba. Activó una

serie de resonancias, que como señalan Deleuze y Guattari (1994), nos llevan a

considerar que las imágenes y artefactos de la cultura visual son, como “los conceptos

(son) centros de vibraciones, cada uno en sí mismo y los unos en relación con los otros.

Por esta razón todo resuena, en vez de sucederse o corresponderse” (Deleuze y

Guattari , 1994: 28). Encontrar, explorar, investigar y proyectar las vibraciones entre

las imágenes (y de estas con los sujetos visualizadores) es uno de los propósitos de la

perspectiva educativa de la cultura visual considerada como lugar de relaciones y

resonancias. Voy a ilustrarlo con un ejemplo.

En octubre de 2010 los liceos franceses entraron en un periodo de huelgas en protesta

por la reforma de las pensiones introducida por el gobierno presidido por Sarkozy.

Durante dos semanas la prensa europea mostró cada día imágenes de los estudiantes

en las calles como las que se ven a continuación.

Figura 1.2. 3. y 4. Manifestaciones estudiantiles en Francia, Octubre 2010. Fuente REUTERS/Charles Platiau y otros medios en los que las fotos aparecen sin firma.

Además de recoger acciones de violencia o de multitudes, los fotógrafos, con reiterada

insistencia, ponían el foco de su objetivo en las jóvenes manifestantes. Esta

reincidencia resonó en mí con diferentes connotaciones contradictorias que me

sugerían desde una mirada machista hasta la reivindicación del papel de las mujeres

jóvenes en la sociedad francesa. Sin embargo, una imagen se repetía desde posiciones

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diferentes. Una imagen que apareció varios días en diversos diarios, con diferentes

formatos –vertical/horizontal- y que realizó el conocido fotoperiodista Francois Mori.

Figura 5. Manifestaciones en París, octubre 2010. Foto AP / Francois Mori.

Me pregunté entonces por qué esa fotografía se estaba convirtiendo en el icono que

representaba a la revuelta estudiantil. En mi diario del curso de “Historia y currículum

de educación artística”, escribí lo siguiente:

Mientras seguía las manifestaciones de los estudiantes de los liceos franceses

noté que una imagen se repetía en los diferentes diarios y en diferentes días.

Una joven, con una estética chic informal, subida a los hombros de un

compañero, alzaba el puño entre las pancartas y las cabezas de la

manifestación. Esta imagen me interrogó sobre su persistencia y sobre el

hecho de que los jefes de redacción la hubieran elegido como imagen de los

acontecimientos.

Esto me hizo pensar que en el imaginario francés había otra imagen, en la que

también otra mujer lideraba otra revuelta. Esta imagen está en el cuadro de

Eugène Delacroix. La libertad liderando al pueblo (28 Julio 1830) que se

encuentra en el museo del Louvre.

Esta relación entre dos imágenes dejaba un espacio ‘entre’ que me

posibilitaba ampliar los referentes visuales y las relaciones, tanto para

desarrollar una indagación sobre las imágenes que representan la revolución

como el de los imaginarios sociales a los que se vincula.

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Figuras 6 y 7. Libertad guiando al pueblo. Eugène Delacroix en 1830. Museo del Louvre de París. Manifestaciones en París, octubre 2010. Foto AP / Francois Mori.

Lo que escribí en mi diario terminaba con una pregunta ¿Por qué en Paris y no a

Barcelona? Unos meses después comenzaron en la Puerta del Sol de Madrid y más

tarde en la plaza de Cataluña de Barcelona y en otras plazas de España las

concentraciones del movimiento 15M.

Recapitulemos. Warburg nos invitaba a explorar la relación entre las imágenes como

práctica interpretativa e investigadora. Un acontecimiento en el presente me llevó a

poner dos imágenes en relación. Pero el recorrido no termina aquí, pues sólo es el

principio de una exploración que todavía continúa. Springgay nos dice que “el

significado encuentra su lugar en el espacio ‘en-entre’, donde el lenguaje titubea y

flaquea, donde la incertidumbre no puede ser representada, y donde el conocimiento

permanece inexpresado” (Springgay, 2008: 38). Por eso cuando ponemos dos

imágenes en relación queda un espacio ‘en medio’: es el lugar del sujeto y de la

subjetividad.

Este espacio de ‘en medio’ posibilita un encuentro conversacional del que emergen

nuevas relaciones y significados. Constituye una oportunidad única para ahondar en el

sentido de nuestra relación con la cultura visual y las subjetividades que habitamos al

participar y vivir la experiencia de indagación y de interpretación, que compartimos.

Este espacio ‘entre’ se relaciona con el concepto de ‘liminalidad’ que Judit Vidiella

(2009) rescata en su tesis doctoral, y que define

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como un estado de ambigüedad, de obertura y de indeterminación en el que

se disuelve el sentido de identidad. Se trata de un periodo de transición en el

que los límites del pensamiento, de la autocomprensión y del

comportamiento se relajan y permiten la emergencia de nuevos valores. Un

estado que en inglés se reconoce como estar in between categorías sociales o

identidades personales (Vidiella, 2009: 128-130).

El espacio en blanco entre las imágenes se plantea entonces no sólo como un lugar de

interpretación sino de autcomprensión que no persigue encontrar la respuesta

‘verdadera’ sino reflejar las resonancias que el encuentro entre las imágenes

desencadena en el sujeto.

Son diversas las maneras en que el espacio de ‘en medio’ permita establecer

relaciones. Fue lo que experimentamos con los estudiantes en el curso de Historia y

currículum de la educación artística (2010-11) en la facultad de Bellas Artes de la

Universidad de Barcelona.

Figuras 7 y 8. Tom Ford, Vogue Francia, enero 2011. Ben Hassett, Elle Reino Unido, mayo 2011. Relación de Clara Lladó.

Una de las formas de relación que hemos visto que predomina, como se muestra en el

caso de Clara (figuras 7 y 8) es la de yuxtaposición en la que no sólo se vinculan dos

imágenes publicitarias por la similitud corporal de las modelos, sino porque en el

espacio de ‘en medio’ es donde se articula la indagación de Clara a partir de una

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resonancia que le lleva a un recorrido más amplio y que le interroga sobre su

subjetividad.

¿Qué sucede para que las niñas tengan referentes de mujeres que se acercan más a la femme fatale que a la tradicional princesa pero por otro lado se sienten atraídas por hombres de tipología “emasculated”?

En la misma dirección, Elizabeth Grosz (2001) nos plantea que el espacio de ‘en

medio’ no es una localización sino un proceso, un movimiento de desplazamiento de

significado en el que los conceptos y las ideas “resuenan más que conectan o se

corresponden unas con otras” (Deleuze y Guattari, 1994: 23).

Esto me lleva a considerar, como he indicado en otro lugar (Hernández, 2008: 103),

que ni el texto ‘explica’ la imagen, ni la imagen ‘ilustra’ el texto. A través de ambos, “se

tematiza el espacio de la relación pedagógica y la posición de los sujetos en esta

relación, dentro de un orden institucional de subordinación y exclusión”. Dialogando

con esta posición, Alfred Porres (2012:57) señala “que ‘entre medio’ de la imagen y el

texto se entreteje un espacio abierto, una brecha en ‘lo conocido’ que invita al lector –

y al propio autor como lector– a seguir hilvanando reverberaciones”.

Esta práctica de tejer y destejer trae el eco de la noción de resonancia de Conle (2007)

quien la define como un conjunto de imágenes en una narrativa que evocan otra seria

de imágenes en quien escucha o lee. Este conjunto no es idéntico, sino que están

relacionados metafóricamente. En este sentido desde la resonancia, el lugar de ‘en

medio’, se configura como espontáneo, automático y no estructurado de manera

consciente. Conle (2007) nos recuerda que el mundo narrativo en el que se inscriben

las resonancias no se puede equiparar al mundo creado por el narrador ni con el

mundo de la imaginación del lector / oyente, sino de la “la dimensión virtual que

surge de la confluencia de ambos durante los momentos en los que experimenta la

narrativa” (Conle: 2007: 21).

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Estas relaciones de yuxtaposición no consisten en la mera creación de parajes o series

de imágenes, sino que son “complejas, no lineales y asociativas” (Ellsworth, 2005: 22) y

requieren de una lectura que permita situarse de forma fluida y cambiante en relación

a lo que vemos y desde como estas relaciones nos ven.

La yuxtaposición invita a las incoherencias, las ambigüedades y la ambivalencia

y sitúa en primer plano el hecho de que siempre habrá «temas de los que no se

habla» que se podrán interrogar o no. Es una forma de rechazar estar

contenida por formas de escritura lineales con el fin de poder explorar otros

modos de direccionalidad no lineales y ambivalentes, aunque racionales. Y es

un intento de poner en movimiento lecturas que –para la escritora y para los

lectores– llevan a autointerrogarte y a interrogarse entre sí. (Ellsworth 2005:

22-23)

Desde esta posición considero, en paralelismo a lo que he apuntado en otro lugar

respecto al papel del investigador en la perspectiva basada en las artes (Hernández,

2008), que el visualizador es alguien que forma parte de lo que ve, que nutre las

historias y no sólo las recoge, que se muestra como un personaje vulnerable y

necesariamente en crisis. Lo que se persigue no es tanto capturar la realidad, la verdad

de las imágenes, como producir y desencadenar nuevos relatos, es decir, “contar una

historia que permita a otros contar(se) la suya” (Hernández, 2008: 97).

Lo que está en juego en ese lugar de ‘en medio’ es la capacidad del visualizador para,

como señala Ellsworth (2005)

Leer a través no significa que utilizo varios textos como filtros o lentes

estáticos, determinados o conocidos entre sí. Contrariamente, leer a través

ilumina el proceso de mi lectura y centra la atención en los intereses que yo

llevo conmigo en la lectura y cómo estos intereses dan forma a los significados

que construyo. Leer dos textos puestos uno al lado del otro puede

desestabilizar el sentido que le doy por separado a cada texto, porque las

presencias y las ausencias en cada texto y en el sentido que les he dado nunca

coinciden. (Ellsworth, 2005: 24)

Page 19: Fernando Hernández

El significado en el lugar de ‘en medio’ llevado a la pedagogía de la cultura visual no

está, por tanto, en las imágenes sino en la relación que establecemos con ellas, en su

valor de uso, en el modo en que nos permiten ver y ser vistos a través de ellas. (Porres,

2012). Veamos un ejemplo.

La escuela como lugar de posibilidad y de búsqueda de sentido

Hace unas semanas, con ocasión de participar en las jornadas “Em nome das artes ou

em nome dos públicos?” tuve la oportunidad de cenar con dos colegas a los que tengo

la oportunidad de orientar en sus tesis doctorales. A la cena asistió Sara, la hija de uno

de ellos. Tuvimos una animada conversación sobre los cambios educativos que el

nuevo gobierno portugués estaba planteando, y también hablamos de la relación con

la cultura visual desde ese lugar de relación que es el espacio ‘en medio’ entre las

imágenes. Sara me dijo que le había interesado lo que habíamos hablado sobre el lugar

de ‘en medio’. La invité a escribir lo que le había sugerido y nos despedimos.

Unas semanas después recibí un texto y una fotografía (figura 9) de parte de Sara.

Figura 9: Sara en el espacio de ‘en medio’ de una exposición.

Por esas casualidades que suceden cuando se visita una exposición, Sara se había

colocado en el espacio ‘en medio’ entre las dos piezas que conformaban un retrato.

Estar ‘en medio’ aparecía, se mostraba así como el lugar en el que Sara se colocaba

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para mirar a quien realizaba la fotografía y que más tarde le haría depositaria de su

propia mirada en ese lugar donde se plasmaba su propia subjetividad relacional.

El texto que acompañada era extenso y rico en observaciones que pueden sorprender

a quienes piensen que los jóvenes de secundaria sólo se interesan por sí mismos y las

relaciones con los amigos. En los primeros párrafos, Sara escribió lo siguiente:

No me acuerdo bien cómo le expliqué a mi madre acerca de lo que dijo en el restaurante. Creo que fue la mejor cena que he visto nunca, debido a que su conversación fue muy interesante para mí. Nunca había pensado en ese espacio en blanco (entre), que para mí es la cosa más normal del mundo, nunca había pensado en ello y le agradezco por haber hablado de ello. Como yo lo entiendo, el espacio en blanco (entre) es el lugar donde circulan mejor nuestras apreciaciones críticas, nuestra visión sobre un tema particular, en ese espacio en blanco está nuestra subjetividad, estamos nosotros como personas. Por ejemplo, si hubiera una exposición de solo un cuadro, no habría espacio para colocar nuestra subjetividad, no existiría un espacio donde conseguiríamos trabajar tanto nuestra apreciación crítica como nuestra subjetividad. Sin embargo, si hubiera más cuadros habría más hipótesis para evaluar cada una de las piezas pues exige una mayor capacidad de evaluación y ahí, a través de ese espacio en blanco (entre), conseguiríamos usar la subjetividad en relación a todos los cuadros.

Sería difícil plasmar mejor que como lo ha hecho Sara lo que he tratado de señalar en

las páginas interiores. Lo que era normal en sus visitas a museos y exposiciones

adquirió un nuevo sentido en el contexto de la conversación. Un sentido de ruptura

con las formas más extendidas de plantear las pedagogías de la cultura visual. Sara, al

descubrir el papel del espacio de ‘en medio’ se encuentra con la importancia de que la

mirada posibilite los encuentros y las relaciones: con lo que ve y consigo misma.

De esta manera la pedagogía de la cultura visual se convierte en una oportunidad para

generar relatos alternativos que posibiliten expandir el sentido de la educación de las artes

visuales y de lo que sucede en la escuela y en otras instituciones educativas. Nos lleva a las

relaciones de subjetividad como un espacio central para explorar, debatir y generar relatos

visuales y performativos que dialogan y contesten a los hegemónicos. Lo que reafirma la

opción de que la cultura visual además de hablar desde otro lugar del arte –y de otras

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prácticas de visualización- también impulsa la realización de proyectos y prácticas generadas

como procesos de indagación.

De esta manera una propuesta pedagógica desde la cultura visual puede ayudar a

contextualizar los efectos de la mirada, y mediante prácticas críticas como señala Sara,

explorar las experiencias (efectos, relaciones) en torno a cómo lo que miramos nos

conforma, nos hace ser lo que otros quieren que seamos, y poder elaborar respuestas

no reproductivas frente al efecto de esas miradas.

La pedagogía de la cultura visual tal y como aquí la he esbozado se configura como un

espacio explorar alternativas no sólo sobre el papel de las artes visuales en la

Escuela, sino, de manera espacial, en torno a la función y el sentido de aprender en

una Escuela que reclama un cambio radical en su relato.

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