FERAL

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Capitulos promocionales de FERAL escrito por DAVID JASSO, publicado por TRANSVERSAL sello perteneciente a la editorial EQUIPO SIRIUS

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FERALDavid Jasso

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Diseño colección: Jorge RuizMaquetación: Equipo SiriusCubierta: Francisco Pacheco

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recupe-ración de la información ni transmitir alguna parte de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado -electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.-, sin el permiso previo de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

2010 EQUIPO SIRIUSPrimera edición: mayo, 2010

ISBN: 978-84-92893-22-5Depósito legal: Imprime: Impreso en España / Printed in Spain

Equipo Sirius, S.A.Antequera, 2. 28041 MadridCorreo-e: [email protected]

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Para Iris,para que siga luchando

contra los ferales de este mundohasta conseguir la felicidad.

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Presentar una obra como “FERAL” es un verdadero honor.Presentar a un autor como David Jasso es también otro auténtico honor.Me explicaré.“Feral” es una novela insólita. Y lo es por muchas razones. No solamente porque aúne dos géneros distintos, como son la ciencia-ficción y el te-rror en uno solo. Porque eso, no es la primera vez que sucede. Tenemos muestras claras, como “Alíen”, “Soy leyenda”, “La invasión de los ladro-nes de cuerpos” o la novela de Henlein “Los amos de las marionetas”, desdichadamente traducida en España con el nombre de “Titán invade la Tierra”, por no citar algunas otras.No. “Feral” es algo distinto. Su ambiente de tradicional ciencia-ficción –esa Colonia minera espacial, Runa–, con el horror que se desencade-nará después en la vida habitual de los residentes en esa mina cósmi-ca, forman una amalgama muy especial, porque todo ello se relacionará después con otros factores que vienen a demostrarnos, por ejemplo, que los “monstruos” no siempre vienen de otros mundos, sino que también están en este, desgraciadamente.En medio del horrendo caos que la trama de la novela nos presenta, y que sumerge al lector inexorablemente en un auténtico clima de angus-tia, en una atmósfera opresiva, devastadora y terrible, al autor le sobran recursos para apuntar hacia otros horrores mucho más cercanos a noso-

INTRODUCCIÓN

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tros, como son la manipulación deshumanizada, la perversidad helada y sin alma de aquellos que saben y pueden manejar a la Humanidad con la mentira, la manipulación y los sagrados e intocables principios de sus ambiciones económicas y de poder.En ese punto radica, tal vez, el terror más comprensible y más cercano a nosotros mismos, que nos hace ver que, en muchas ocasiones –casi siem-pre, por desgracia–, el hombre es el peor enemigo del hombre, aunque la posible amenaza llegue desde otros mundos.No es tarea fácil manejar esos recursos con la habilidad casi diabólica con la que David Jasso nos muestra esas inquietantes realidades, dentro del cuadro siniestro, cruel y sangrante de su intriga pura y dura, el nudo de su alucinante historia, tan claustrofóbica como aterradora. Logra de forma perfecta ofrecernos, paralelamente, la visión de los dos lados opuestos de la tragedia, a través de los sentimientos (?) de los humanos y de los “no humanos”, como si pudiéramos situarnos tras el prisma visual de cada personaje en el momento crucial de su enfrentamiento a vida o muerte.La situación que se produce en la Colonia Minera se convertirá en un terrible juego de odio, de sangre, de miedos y de muerte, en el que uno acaba por preguntarse quiénes son, realmente, los peores, si los alieníge-nas con sus espantosos conceptos de la vida ajena, o los que están desti-nados a ser sus víctimas, entre los cuales hallaremos víctimas y héroes, sí, pero también gente despreciable, indigna de sobrevivir, capaz de los más bajos instintos con tal de alcanzar la supervivencia a cualquier precio.Todo eso, dentro de un relato aparente lineal, pero que no lo es tanto, ni mucho menos, no es nada fácil de lograr. Hace falta que un talento y una mano firme al escribir sea capaz de manejar todos esos recursos, todos esos personajes, todas esas situaciones, para hacer de ello un todo sorprendente, angustioso para el lector, que desde el mismo principio de la obra, hasta su alucinante final, será incapaz de dejar la obra por un solo momento.Ese es, sin duda, el gran mérito de este autor, cuyas anteriores obras ya fueron capaces de sorprender a sus lectores, y que estoy seguro que ahora, con “Feral” alcanzará su cenit, capaz de sorprender, emocionar y, sobre todo, horrorizar al lector, logrando sumergirle en la atmósfera que él ha sido capaz de crear, una atmósfera de angustias, de terrores y de miedos indescriptibles, con unos personajes creíbles –¡y tan creíbles!–, con los que, sin duda se sentirá identificado en todo momento, como si fuesen seres cercanos a él, conocidos de toda la vida, tal vez porque cada

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una de sus criaturas sean profundamente humanas tanto en sus virtudes como en sus defectos.Amigo lector, sólo me queda recomendarte que abras este libro y leas la primera página. Ya no te será posible dejarlo hasta llegar a la palabra FIN.¿Qué más se puede decir de una novela?Creo que absolutamente nada. Todo lo que pueda decirse de esta novela, lo dice sobradamente su autor, con su propia creación literaria, con su admirable obra.Y eso, amigo lector, es mucho.

Curtis Garland

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Información extraída de la Wikipedia:El término feral proviene del latín ferālis ('feroz, letal'), y éste de fera: 'fiera, animal salvaje'.La Real Academia Española lo define como un adjetivo en desuso, que significaba 'cruel, sangriento'.

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El miedo me empapa.El miedo es sudor. Sudor frío y pegajoso que te cubre por completo.

Su hedor te posee; no puedes desprenderte de él. Recorre tu cuerpo hasta lograr que cada poro de tu piel se sienta sucio.

Y ahora estoy cubierta de miedo; soy una gran gota de miedo a pun-to de quebrarse en cientos de pequeñas estrellas ya extinguidas.

Tengo tanto miedo que apenas puedo pensar, solo soy capaz de im-plorar un rápido final.

Sé que voy a morir en el transcurso de los próximos minutos. Sé que mi vida ha llegado a su fin. No me asusta morir, ya no, no después de lo que he pasado estos últimos días. Estoy deseando que todo acabe de una vez, que la pesadilla llegue a término. Dejar de existir, dejar de temer, dejar de sufrir.... No, no tengo miedo a morir, ya no. Lo que de verdad me asus-ta es la forma en que va a suceder. Eso es lo que me aterroriza, lo que me enferma, lo que me estremece.

Intento apartar de mi mente las violentas imágenes que me asaltan, ese sangriento anticipo del futuro cercano. Tejidos desgarrados, explosio-nes de vísceras... Tengo mucho miedo. Me cubre como sucio sudor. No puedo librarme de él.

El miedo se ha convertido en mi piel.Apenas me atrevo a moverme, me quedo quieta, absolutamente. Re-

primiendo sollozos, procurando acallar mi desbocado corazón, sin atrever-

Prólogo

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me siquiera a temblar. Caída sobre el frío suelo de acero mientras el áspero grillete que ciñe mi cuello se me clava en la tráquea. Me trago en silencio el lacerante dolor de mis heridas, algunas de ellas todavía sangrantes. Lo que más duele es el golpe del costado. Sé que nunca me repondré; mis costillas no llegarán a soldarse, no viviré lo suficiente. Voy a morir de un momento a otro. Y la espera resulta insoportable. Me consuelo pensando que ya no tendré que soportar mucho más tiempo el dolor de cada inspiración. El miedo por fin acabará aunque sea entre zarpazos y odio desmedido.

Pero aun así la esperanza se niega a abandonarme. Quiero engañar-me: si no me oye, quizás no venga. Sé que es una vana esperanza sin senti-do. Vendrá, claro que vendrá.

Dios, ojalá acabe todo pronto y rápido. Por favor, que sea rápido, por favor. No puedo resistirlo más. No puedo esperar más.

Miro hacia el oscuro corredor que se extiende frente a mí. No se ve nada, a lo lejos un par de luces de emergencia apenas iluminan la pared de enfrente. Más allá, todavía invisible, él.

Espero oír sus garras avanzando sobre el metal hacia mí, lanzado hacia su víctima. Es estremecedor, el preludio del dolor y la muerte. Sé que está ahí y en cualquier momento vendrá hacia mí para devorarme y desga-rrarme. Ese es el plan. El maldito plan. Porque yo soy el cebo.

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Marea se colocó el casquete neuronal y se dispuso a soportar otra abu-rrida sesión de implantes doctorales. La holoweb refulgía frente a ella pres-ta a bombardearla con triDimágenes. Ya conocía de sobra la historia de la colonia espacial, pero tenía que convertirse en una experta en el tema, su futuro profesional dependía de ello. Bostezó. Preferiría estar experimen-tando cualquier otra cosa, estáticdance, sensoculebrones, holowebs histó-ricas o incluso publicidad gubernamental. Hasta estaba dispuesta a tragarse esas viejas imágenes 3D anteriores a la expansión, esas antiguallas que solo se veían y escuchaban.

Pero no, debía formarse y consolidar los conocimientos que den-tro de poco le permitirían entrar a formar parte del gabinete de comu-nicación de la empresa minera en la que también trabajaban sus padres (y, en realidad, el resto de los habitantes de la colonia). Se resignó a aguantar una vez más el aburrimiento de los datos históricos. Miró el pequeño relojito de la unidad formativa; no podía permitirse conectar-se tarde otra vez. Mierda, tenía que empezar ya la sesión, pero le daba una pereza terrible. A su alrededor otros alumnos estaban imbuidos en sus propios conocimientos. Marea introdujo un dedo con cuidado y se rascó la cabeza entre el pelo y el casquete, cada vez picaban más esos malditos artilugios, el material comenzaba a estar bastante deteriorado. Suspiró resignada.

Lo cierto era que estaba convencida de que ya sabía todo lo que debía saber. Desde que nació, hacía ya casi dieciocho años-t, su vida había

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transcurrido en la colonia, y la instalación no guardaba secretos para ella. Cuando era niña jugaba al escondite entre los grandes contenedores mineros (algo que su padre le tenía prohibido: ahí radicaba la diversión) o corría con sus amigos doblando los tallos de los cereales que crecían en el invernadero hiperbárico (algo que hacía que el viejo responsable de botánica les persiguiera inútilmente entre las risas y gritos de los chicos, ahí radicaba la diversión). Ay, me estoy haciendo vieja, pensó, qué tiempos aquellos. Pero tenía bien clara su asignación laboral, debería conocer la colonia mejor que la palma de su mano. Una de sus funciones sería proporcionar información sobre las instalaciones a cualquier persona interesada en reemigrar a Runa y, si esa persona en cuestión interesaba a la colonia, debería presentarle el asentamiento como la mejor opción del universo. Nada más lejos de la verdad, opinaba ella, pero debía aceptar las cosas tal y como eran... Bueno, se dijo, a neuroestudiar, cuanto antes lo hagamos, mejor.

El ordenador entendió su pensamiento y ejecutó el programa de forma-ción. De nuevo los datos llegaron hasta su cerebro. Le resultó imposible pen-sar en Nilo, y eso que últimamente no podía apartarlo de su mente; Marea se temía que le quería. Cada vez estaba más segura de esa posibilidad. De todas formas, en esos momentos Nilo ya no tenía cabida, había sido expulsado de su sistema neuronal. Durante las sesiones formativas la concentración solo se centra en los datos recibidos. Ni siquiera pudo distraerse pensando en otras cosas, su atención se vio obligada a percibir solo aquello que el programa le brindaba. Durante un rato, Nilo desapareció de sus recuerdos, quedó escondi-do dentro de su piel, camuflado entre sus circunvalaciones cerebrales. El bom-bardeo datal desbordó a la joven y los conocimientos se aposentaron con más fuerza en su mente. Siempre se preguntaba cómo lo hacían en otros tiempos, con la asimilación lineal, ella estaba segura de que, desde luego, no hubiera podido arrancar de su mente el rostro sonriente de Nilo y concentrarse en ninguna otra cosa que no fuera soñar con él. A veces se sorprendía de que los implantes neuronales fueran capaces de conseguir la atención única y total.

Volvió a repasar la soporífera historia de la expansión terráquea, algo absurdo porque cualquier niño de tres años ya ha sentido todos esos datos decenas de veces. Volverlos a experimentar en esta sesión de consolidación era tan innecesario como decidir respirar. Experimentó una vez más el desarrollo de la navegación espacial, la necesidad de materiales específicos, la creación de colonias mineras y el momento fundamental del desarrollo moderno: la cons-titución y consolidación de Minerspace, la principal empresa de explotación minera de la galaxia. De las entrañas de los mundos al corazón de los soles, como reza el eslogan de la empresa.

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La colonia en ese pequeño planetoide era bastante reciente, apenas con-taba con veinte años-t y desde su fundación se había expandido. La población se había incrementado en casi quinientos colonos (entre nacimientos y reemi-grantes). No estaba mal, teniendo en cuenta que la cantidad original en la se-gunda fase de arraigo apenas sobrepasaba las cinco mil personas. Por supuesto, todos los parámetros de crecimiento poblacional estaban controlados, ya que cada nacimiento suponía un incremento de los soportes vitales y la asignación de recursos, medios, tareas y espacio.

El programa formativo instruyó de nuevo a Marea en la historia, orga-nización, funcionamiento e instalaciones de la colonia; repasó sus posibilida-des de extracción de mineral, de crecimiento poblacional, de comunicaciones con otros asentamientos, de oferta cultural y de ocio, y, en general, sobre la maravillosa vida que Minerspace ofrece a los trabajadores del planetoide. Un nuevo mundo a tu alcance, otro de esos magníficos eslóganes. Marea, desde luego, afirmaba estar más o menos convencida. Minerspace..., decía con una amplia sonrisa rebosando su rostro, joder, trabajar en Minerspace es todo un honor.

Cuando la sesión acabó, suspiró aliviada. Qué rollo. Cerró los ojos mientras sus sentidos se reacostumbraban a la percepción sensorial. Las varia-ciones de presión hicieron vibrar los huesecillos de su oído interno. Sus dedos recuperaron la sensibilidad con ese conocido cosquilleo que se produce en las extremidades dormidas. En cuanto pudo sujetarlo, depositó el casquete sobre la mesa y se volvió hacia los otros asistentes. En la pequeña aula, no había de-masiados neuroestudiantes (el espacio era un bien escaso y la zona formativa se utilizaba por turnos bien organizados), pero sí constató que había gente de todas la edades; la mayoría de ellos mostraba la expresión, entre ida y concen-trada, característica de los implantes doctorales. No pudo evitar sentir cierta lástima por todos ellos, y por supuesto también por ella misma, el proceso de implantación definitiva era tedioso y largo. Cualquier cosa era mejor que asistir a neuroclases.

Nilo no estaba. Era una pena, pero sus turnos nunca coincidían. Le gustaba ese chico. En ese momento, dominada por la ligera resaca que se ex-perimenta después de la formación, hubiera agradecido ver su sonrisa franca y salir a dar un paseo con él. Ojalá se decidiera ya de una vez por todas a lan-zarse, pero, por lo visto, el chico no acababa de aclarar sus ideas.

Marea se dirigió hacia los alojamientos de su familia, no tenía nada que hacer hasta la hora de cenar, quizás pudiera neuroleer un poco o ver algún programa intrascendente en la holoweb del salón. O quizás se conectase con una de sus amigas.

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Por el camino le saludaron algunas de las personas con las que se cruzó, Marea era una chica cordial y llena de vitalidad, siempre disfru-taba de la presencia de los demás y se paraba para intercambiar algún comentario. La vida era bella y le gustaba disfrutarla. Se alegró cuando se encontró con la pequeña Tea y su madre. La bebita era encantadora, un rollizo montoncito de carne siempre con una sonrisa formándose en su boca (o unos gases, no lo tenía claro). Hasta pudo tomarla en brazos unos minutos mientras su vecina le contaba lo rápido que crecía y lo bien que se portaba. Para Marea abrazar a un bebé era uno de los mayores placeres de la vida, se sentía mucho más que viva, porque constataba que la vida era maravillosa, que en cada uno de esos minúsculos deditos lanzados hacia su nariz crecía una promesa de futuro y que en cada ser humano habitaba algo misterioso e inabarcable.

Tea le dirigió sus mejores sonrisas y alguno de sus mejores gases mien-tras Marea aflautaba la voz y le decía incoherencias que hubieran hecho sal-tar todas las alarmas de cualquier programa formativo de comunicación oral. Cuando la depositó en el carrito sintió que su instinto maternal se disparaba hasta límites desconocidos y no pudo evitar pensar cómo sería tener un niño con Nilo. Casi se derritió. Oh, un niño de Nilo, sería capaz de morir de feli-cidad. Acunar un Nilo diminuto entre sus brazos, mientras su padre acaricia-ba los cabellos de ella con arrobo... Marea se volvería hacia él y sus miradas coincidirían con un chispazo de pasión. Bien, sí, vale, cada vez tenía menos dudas sobre sus sentimientos y quizás debería experimentar menos sensocu-lebrones.

Continuó su camino sintiéndose un poco más alegre. Todo llegaría, solo debía aguardar un poco más, o decidirse ella a dar el primer paso, como insistía su amiga Arena desde hacía semanas. A pesar del aburrimiento de las clases, se sentía feliz, el implante de datos sobre la colonia tenía su lado inte-resante. A fin de cuentas siempre había vivido allí y esa era su casa. Su vida era sencilla y agradable. Bueno, eso era lo que suponía, porque en realidad era la única existencia que conocía, así que carecía de demasiados puntos de referencia, aunque, desde luego, en ese momento, se sentía radiante y dichosa. Le gustaba incluso esa imitación barata de sol que refulgía en los paneles supe-riores de los corredores para producir sensación de espacio abierto. El efecto estaba bastante bien conseguido y Runa casi aparentaba ser una ciudad, más que una colonia conformada de interminables corredores, pasillos compar-timentados y hangares más o menos amplios. Minerspace había cuidado el diseño de todos los componentes para que los pobladores evitaran cualquier tipo de claustrofobia y se sintieran a gusto.

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El nacimiento de Marea había significado el inicio de la segunda ge-neración de exterráneos en su familia. Siempre había vivido en la colonia y a pesar de las historias de su abuela (insufriblemente aburridas, peor que los implantes neuronales, aunque cueste creerlo) y de las holowebs históricas (no mucho más entretenidas), nunca había sentido el más mínimo interés por vi-sitar el lejano planeta Tierra, y eso que, según parecía, la cosa había mejorado bastante últimamente.

Esperaba cruzarse con Nilo por el corredor, a veces sucedía. Cuando ella le miraba, él bajaba la vista como si sus pies fueran más interesantes que la muchacha, las primeras veces ella se mosqueó un poco, pero luego compren-dió que ese era un buen síntoma. Le encantaba el casi imperceptible rubor que coloreaba las mejillas del chico cuando hablaba con ella, era tan mono. Siempre le habían gustado los tímidos. Le hacían parecer más fuerte y de-cidida, porque en realidad ella también era bastante tímida y recatada, por mucho que su madre le dijera que no tenía vergüenza y que la estáticdance que tanto le gustaba practicar era solo para pervertidas sin moral. Qué sabrá ella de sensobaile.

Quizás Nilo no llegara a convertirse en el chico de su vida, pero ella estaba dispuesta a intentarlo. Al menos… podrían pasarlo bien en el proceso. Vamos, que Marea tenía que empezar a asumirlo, no había necesidad de darle más vueltas: ese chico le gustaba mucho.

Pero ese día no hubo suerte, y eso que antes de entrar en su alojamiento Marea deambuló un poco por la zona de paso esperando coincidir con él, haciéndose la encontradiza. Pero tampoco quería que resultara demasiado evi-dente que estaba ahí, esperándole. Mientras paseaba despacio por el corredor, soñaba con un futuro compartido. Imaginaba que él le daba el código de su localizador, todo un símbolo de entrega y confianza. Pero para comprometer-se a esos extremos debería esperar todavía bastante, su relación casi no era ni una relación. Esperaba que espabilara pronto y se diera cuenta de que debía reaccionar, si no, tendría que tomar ella la iniciativa. Ay, estos chicos, se dijo Marea, qué tontos son todos, nunca saben lo que quieren, siempre tenemos que decírselo nosotras.

Entró en casa un poco desilusionada, sus padres todavía tardarían un rato en regresar. Sus turnos estaban bien coordinados para conciliar la vida familiar. Se dispuso a preparar la cena programada, sin poder sacarse al tonto de Nilo de la cabeza. Más le valdría olvidarse un poco de él y repasar los datos formativos, pronto empezaría a trabajar y su ritmo de vida variaría conside-rablemente. Sonrió mientras sacaba de los armarios los utensilios de cocina. Estaba ilusionada, la perspectiva del trabajo le encantaba, sabía que sería duro,

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pero tenía verdaderas ganas de resultar útil y de encarrilar su destino por su propio camino.

No pedía mucho más a la vida. Tenía un porvenir, una familia, un sue-ño, un mundo y muchos planes para el futuro. Lejos quedaban ya los ajetrea-dos días de la complicada terraformación y los años de los vientos estelares (razón por la cual la estructura de cualquier emplazamiento humano se había reforzado hasta el máximo posible). La prosperidad y la paz reinaban en su vida. Era lo más parecido a ser feliz.

Poco tiempo después Marea estaría implorando que la mataran. Lloran-do sangre. Y rezando para dejar de existir.

No tuvo esa suerte.

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Cuando la señal activó el implante de Helecho ya fue demasiado tarde, nunca tuvieron ni la más mínima oportunidad. Helecho fue sacudido lite-ralmente por la alarma de su departamento y su organismo se aprestó para la actividad, sus latidos se aceleraron, las glándulas suprarrenales comen-zaron a segregar adrenalina de forma controlada, sus pupilas se dilataron y su actividad cerebral se expandió para afrontar situaciones comprometidas. Interrumpió su recorrido habitual por la galería terciaria y corrió hasta la terminal más cercana. No tuvo que desplazarse demasiado, las había cada pocos metros, casi tantas como rocas en la sección de extracción minera. Se conectó al ordenador secundario de soporte global a través de su im-plante; su antebrazo no tembló cuando lo hizo, estaba preparado para eso. Su cuerpo y su mente respondían a los estímulos para los que había sido entrenado. Incluso aunque se tratara de una sesión de simulacro preparada por el ordenador, él actuaba con la máxima diligencia y efectividad. Una alarma técnica era una alarma técnica.

La conexión se estableció inmediatamente y sintió el mensaje con una intensidad inesperada. Tuvo que cerrar los ojos para concentrarse en los datos que le llegaban. Sus manos se abrieron y cerraron de forma in-voluntaria. Una vena se marcó en su sien como un lento rayo amoratado. Problemas, problemas graves e inexplicables. El ordenador le informó de un mal funcionamiento. Pero lo desconcertante era que el propio orde-nador no sabía evaluarlo. Helecho nunca había imaginado una alarma no

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valorada, era una posibilidad impensable. El mantenimiento de todos los soportes estaba previsto, controlado y asegurado.

En caso de mal funcionamiento de alguna unidad, el propio ordena-dor realizaba las correcciones necesarias y avisaba a los técnicos encargados. En realidad, el factor humano no era necesario, pero en Minerspace no querían prescindir de la supervisión realizada por personas (habían apren-dido de la tragedia de Atolón, cuando una serie de inesperados fallos en cadena en los sistemas de renovación de oxígeno produjeron más de diez mil víctimas).

Con una irrefrenable ráfaga de pánico se preguntó si ese mal fun-cionamiento no tendría algo que ver con sus actividades de desvío de los últimos tiempos. Enseguida descartó la idea. No tenía que ser tan aprensi-vo; una cosa no tenía nada que ver con la otra. En absoluto, pero no pudo dejar de sentirse intranquilo, sabía que tenía un problema, un problema muy grave y que tendría que solucionarlo lo antes posible de una forma u otra. Pero sus desvíos no tenían la más mínima relación con lo que estaba sucediendo en aquel momento; estaba seguro. Intentó centrarse en su la-bor y olvidar los misteriosos anónimos que le amenazaban con denunciar sus actividades ilegales. Ya arreglaría ese tema. Ahora, debía dedicar todos sus esfuerzos a la alarma técnica que se había disparado.

Helecho estudió los datos pero no fue capaz de descifrarlos. Lo que más le inquietaba era que el sistema no ofreciera su propia interpretación de los hechos, que no aportara ninguna sugerencia. En definitiva: que el ordenador no supiera qué diablos pasaba. Recordó que, en tiempos, los primitivos ordenadores tenían una molesta tendencia a quedarse colgados, la tecnología cuántica actual no lo permitía, pero no pudo dejar de pensar que en realidad el problema que se le presentaba era algo muy parecido. El autodiagnóstico no era viable. ¿Desde cuándo existía esa opción? Los orde-nadores se autoevaluaban, enmendaban los errores y corregían los daños; ellos mismos decían qué era lo que iba mal en ellos mismos.

El hombre se desconectó de la terminal. Ni se le ocurrió pensar que esa instalación funcionara mal, el sistema lo hubiera advertido. De forma instintiva se frotó el antebrazo para recuperar la circulación y paliar el pi-corcillo que siempre se generaba con cada conexión, solo duraba unos se-gundos. Lo mejor sería acercarse al control central. Miró a su alrededor: todo funcionaba con normalidad. Se encontraba desconcertado; toda la formación y preparación que había recibido no le servía de nada. Se sen-tía como el mecánico al que le piden que presupueste la reparación del alma de un vehículo. El sistema había detectado un mal funcionamiento

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pero no sabía informar sobre qué se trataba ni cuáles eran los motivos. Inconcebible. Y latente en el fondo, persistía esa sensación incómoda de alguien que se sabe amenazado y chantajeado, no podía librarse de ella. Necesitaba un poco más de tiempo para solucionar su asunto antes de que todo saliera a la luz y acabara expulsado de la colonia. No le convenía que ahora tuviera lugar una avería o comenzaran a detectarse extraños malfuncionamientos; todo eso podía acabar complicando su situación. Una revisión a fondo terminaría descubriendo sus manejos. Se dijo a sí mismo que no debía preocuparse, que era como si a un asesino le llegara una nota interna conminándole a ser más productivo en su trabajo y co-menzara a pensar que le habían descubierto; una cosa no tenía nada que ver con la otra, sobre todo si sus asesinatos no habían tenido nada que ver con sus funciones laborales. Pero ya estaba comenzando a desvariar de nuevo, no podía evitarlo.

Sacudió la cabeza desechando esas ideas. Él no era un asesino, y lo que ahora ocurría no tenía relación alguna con sus desvíos. Aunque tendría que asegurarse. Tomó la firme determinación de dejar esa práctica de una vez por todas. No valía la pena, no le reportaba apenas ningún beneficio. Además no lo necesitaba. En realidad solo lo hacía para demostrarse a sí mismo que podía hacerlo y por realizar algún pequeño favor, pero a fin de cuentas el que se estaba jugando la expulsión era él.

Pensó que deseaba establecer comunicación personal con Inter y se conectó de forma instantánea con el segundo técnico, quizás él tuviera alguna explicación. El sistema de intercomunicación hipotalámica estaba incorporado al sensor de la placa identificativa que portaba en su pecho.

—Inter —absurdamente estuvo tentado de preguntar “¿me recibes?”, pero eso era una obviedad: las comunicaciones siempre funcionaban. Por supuesto que le recibía—, he sentido una alarma técnica.

—Helecho, te iba a llamar. Yo también la he sentido.—¿Te has conectado a alguna terminal?—Sí, claro. A dos distintas. Y utilizando diferentes implantes...Esa era una buena idea, sí señor. Helecho solo había utilizado el im-

plante de su antebrazo izquierdo, como siempre.—¿Y...?—No sé, no lo entiendo, esto es imposiTodo pasó muy rápido. El terror irrumpió de golpe con la velocidad

de un chasquido.Las luces se apagaron de repente. Se oyó un “oohh” generalizado,

todos los habitantes de la colonia se vieron sorprendidos por el suceso. Eso

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no era posible, Runa no podía quedarse a oscuras, literalmente no podía, existían sistemas redundantes, mecanismos de seguridad. La luz era vital. Verdaderamente vital.

—¿Inter? —entonces Helecho lo preguntó y sintió que comenzaba a deslizarse por un siniestro tobogán sin final—: ¿Me recibes?

Lo imposible estaba sucediendo. La comunicación se había inte-rrumpido. Las comunicaciones nunca se cortaban, esa no era una opción. No podía ver nada, ni siquiera los implantes de sus brazos. No era posible. Sencillamente, eso no podía estar ocurriendo.

Helecho esperó que se encendieran los focos de emergencia, aque-llos que estaban pensados para que se activaran en las grandes catástrofes, aquellos que tenían asegurada su función. Aquellos que no esperaba ver encenderse en toda su vida. Nada ocurrió. La oscuridad era total. En ese sector espacial no había ningún astro cercano con luz propia ni ningún cuerpo con un grado de albedo elevado, por eso no había ninguna cúpula transparente que configurara una absurda ventana a un cielo oscuro pobla-do solo de lejanas estrellas. Toda la cubierta era de sólido metal reforzado para resistir las terribles temperaturas y la mortal presión del planetoide.

Helecho aspiró con fuerza, fue casi un acto reflejo, si los sistemas secundarios de soporte global fallaban, el aire dejaría de ser respirable en pocos minutos.

Se escucharon algunas voces lejanas preguntando qué pasaba, y unos cuantos gritos de protesta. La histeria estaba a punto de hacer acto de pre-sencia. Un fuerte golpe resonó en la oscuridad. No había manera de saber qué lo había producido.

Pero lo que más preocupó a Helecho no fue solo la impensable au-sencia de iluminación, sino el silencio. No se oían vehículos, no se oía música lejana, ni siquiera el sonido de las compuertas de acceso a los sec-tores adyacentes. Tampoco se apreciaba el leve temblor producido por la maquinaria de extracción. Eso también era imposible, los macrotaladros funcionaban todas las horas-t del día. El hombre prestó más atención. El silencio casi dolía. Echó algo más en falta, algo sutil; algo que sabía que tenía que estar presente, pero que no acababa de identificar. Entonces cayó en la cuenta: no se oía el zumbido de las maquinas de mantenimiento, ese soplido inaudible, pero siempre constante, ese zumbido por debajo del espectro sonoro, siempre existente. Dios mío, pensó, esto no es solo un apagón, es un fallo total. No solo fallaba la iluminación, los sistemas vitales tampoco realizaban su función. Resopló estremecido. Si la colonia comen-zaba a despresurizarse morirían todos reventados en muy poco tiempo.

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Helecho se palmeó nervioso los bolsillos de equipamiento de su cha-leco técnico, sus manos temblaron cuando abrió con premura el cierre del bolsillo lateral y extrajo una pequeña linterna que no había necesitado en su vida. Realizó un par de intentos antes de lograr accionar el interruptor, no lo localizaba. Se acordó de que debía tomar aire y aspiró de nuevo con fuerza, como si esa pudiera ser su última respiración. El haz de luz luchó contra las sombras y fue derrotado casi instantáneamente. El técnico ape-nas veía a un par de metros. Le costó acostumbrarse a esas sombras móviles, a esos extraños reflejos originados en su mano, al deficiente cordón de luz que le ataba a las sombras. Tragó saliva y se vio obligado a expulsar el aire con fuerza, comenzaba a estar asustado de veras, esto era algo muy serio.

No lo pensó más, echó a correr hacia la sala de control. Anticipaba ante sí el leve resplandor de la linterna como si se abriera camino entre maleza de sombras.

Vio otra luz, quizás algún otro operario equipado con su propia lám-para.

Corrió hacia la sala de control como si la vida le fuera en ello, estaba convencido de que toda la colonia iba a morir en breve. Se equivocaba.

No tuvieron esa suerte.

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El apagón global fue lo primero. El primer paso de la tragedia. Ma-rea estaba camino del servicio. No entendió qué había ocurrido, no había dado ninguna orden relativa al soporte lumínico.

Luces, ordenó mentalmente. Nada ocurrió; su pensamiento no ha-bía sido captado. Luces, repitió, imaginando la estancia completamente iluminada, como había que hacer. Nada. Se sorprendió.

—Luces —vocalizó sintiéndose un poco ridícula al dar órdenes verba-les, como los niños pequeños no habituados a los sensores de pensamiento.

Nada.La primera emoción que sintió fue desconcierto, no miedo. Eso

vendría más tarde. Desconcierto porque eso no había pasado nunca. Le costaba admitir que estuviera ocurriendo. Quizás su padre había reprogra-mado el sistema perceptivo. Siempre estaba haciendo apaños de esos; el día menos pensado volverían a llamarle la atención.

Pensó en que hablaba con su padre, pero el comunicador personal no se activó. Mamá, pensó. Tampoco se estableció contacto. No le gusta-ba estar allí en la más completa oscuridad. Papá, pensó. El comunicador seguía sin activarse. Papá. De nuevo nada. Valoró llamar a Nilo, pero no lo pensó definitivamente. Mamá, otra vez. No. Mierda, mierda, mierda. Tampoco.

Intentó orientarse y volvió sobre sus pasos extendiendo las manos hacia delante. Parecía mentira lo pronto que se desorientaba una en la os-

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curidad. Pensó que era extraño que no se viera ninguno de los leds habitua-les, ni siquiera en el micropanel de control de la pared, ni el reloj que había junto a la puerta. La oscuridad era total. Nunca había visto nada parecido, ni remotamente. Nunca se había previsto que eso sucediera. En la casa no había ningún tipo de lámpara auxiliar o de luz portátil.

Arrastró la mano por la pared del pasillo intentando localizar la sa-lida. A oscuras incluso su textura parecía diferente, casi inapropiada. No había nadie en la casa, sus padres todavía no habían llegado. Se dio cuenta de que estaba un poco perdida, esa columna que palpaba solo podía ser la que había a mitad de trayecto. Sintió el tacto del metal, le pareció que estaba un poco frío como si hubiera perdido parte del calor inducido. Se choqueteó con una pared, soltó una risita nerviosa para evitar sentirse ridí-cula e intentó orientarse en serio.

Comenzó a preocuparse, ¿cómo era posible que no se hubiera en-cendido ninguna luz de emergencia? ¿Cómo permitía esto el ordenador central?

Por otra parte, el silencio era total. Su respiración, el único sonido existente, sonaba extrañamente discordante, como si se tratara de la de otra persona. Un primer estremecimiento la sacudió, fue muy leve, apenas el amago de un escalofrío. Estaba sola, en la oscuridad y viviendo unos suce-sos imposibles. En esa oscuridad densa y pegajosa, que la había devorado por completo y que la invalidaba, que la convertía en un ser indefenso sin posibilidades de supervivencia. Finalmente palpó la puerta. Suspiró alivia-da. Pensó que se abría. No sucedió.

Ábrete, pensó con claridad, expresamente. No sucedió.Entonces sí que se asustó, estaba encerrada. Mamá, pensó de nuevo.

Nada. Papá. Nada. Ya no le importaba quedar como una niña tonta y mie-dosa; Nilo, pensó. Nilo. Nilo. Nilo. Nada. Arena. Nada. Control central. Nada. Alguien. Nada.

Comenzó a golpear el metal con fuerza. No cabía duda, había per-dido calor.

Los golpes no produjeron otro efecto que no fuera causarle dolor en los puños. Intentó calmarse. Eso no podía estar pasando. Alguien habría detectado el fallo e iría a sacarla de allí. En el peor de los casos, sus padres no tardarían demasiado en llegar.

Recordó algunas de las cosas que había neuroestudiado, cualquier crío tiene implantados esos conocimientos desde muy jovencito, aunque, que ella supiera, nadie había tenido que ponerlos en práctica fuera de ejer-cicios de simulación. Sabía que las puertas disponían de un mecanismo

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manual de apertura. Palpó el marco de la compuerta, intentó concentrarse en lo que sus dedos percibían, ver con sus yemas. No fue capaz ni de lo-calizar dónde terminaba el marco. Ni siquiera sabía muy bien qué estaba tocando.

Fue entonces cuando el miedo comenzó a florecer en su pecho como una extraña flor negra de profundas raíces. Se imaginó que, mientras bus-caba el cajetín de apertura, sus dedos tocaban algo inadecuado, algo que no debería estar allí, un cuerpo carnoso y blando que se hundiría bajo la presión de sus dedos, retiraría la mano con premura y emitiría un grito, pero eso seguiría allí a su lado, quizás acercándose más a ella. No se atrevió a seguir palpando la puerta, su visión había resultado demasiado vívida. En la oscuridad cualquier cosa podría ocurrir, y ese temor infundado resultaba más que plausible.

Como había hecho en su imaginación, retiró la mano. No quería se-guir buscando y encontrarse con ese algo incorrecto y horrible. Ese mundo sin luz podría estar habitado de pesadillas que la acechaban a su alrededor, acercándose cada vez más a ella. Cuando se enterara ya sería demasiado tar-de. Sentiría el roce imposible, el aliento incongruente. Estaba naufragando en un océano de negrura. Apretó la espalda contra la puerta. Eso debería hacerle sentirse más segura, al menos nada podría llegar a ella desde atrás.

Su respiración comenzó a acelerarse. Se dijo que todo eran temores suyos, tontas imaginaciones, aprensiones de una chica acostumbrada a las comodidades de Runa. Aguardó en silencio, quería oír si había alguien más a su lado, enterarse si alguien se acercaba. Procuró poner las manos tras de sí, uno de sus mayores temores era que sus dedos encontraran sin querer algo caliente y húmedo, que se agitara al ser tocado. Que sus manos rozaran a los habitantes de la oscuridad. Las retiró todavía más. Entonces tocó algo junto al marco.

Sí, había localizado el pequeño cajetín técnico. Allí dentro había un mecanismo manual que le permitiría salir. Sin pretenderlo lo había encon-trado. Bien, ahora solo necesitaba un destornillador de emergencia para abrir el cajetín.

No había ninguno en casa, pero daba igual porque ella era incapaz de moverse de donde estaba.

Retiró las manos y se acurrucó en la esquina, dejó que la oscuridad se riera de ella.

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Helecho llegó al centro de control sofocado y sudoroso. Poco antes, cuando había accedido a una de las vías principales, constató desconcer-tado que los vehículos no se movían; el tráfico había cesado. No era de extrañar, todos ellos también estaban controlados por el ordenador secun-dario de soporte global. Pero, pero... eso significaba que el fallo era a nivel superior. Los distintos sistemas independientes estaban cayendo uno tras otro. Todo estaba fallando. No, no era posible. Era una especie de desvío pero a lo grande. Algo inviable a todas luces. Física y programativamente imposible.

Inter había llegado antes que él y se esforzaba en utilizar el sistema de apertura manual. Destrabó el mecanismo y entre ambos pudieron abrir la compuerta. Hacerlo a la luz de las linternas no resultó sencillo, todo parecía bailar una danza demencial.

Entraron juntos en una sala habitualmente repleta de luces e indica-dores, allí solo estaba Planta y el haz de su propia linterna. El gran panel de cuarzo se encontraba completamente apagado, ni siquiera reflejaba los rayos de luz que atravesaban su desnudez allá donde debería haber decenas de datos. Planta tenía el casquete sobre su regazo.

—No funciona nada —anunció con tono desesperado. La mujer apenas era una sombra. Su voz sonaba peligrosamente cercana a la depre-sión, con un tono más cascado del habitual, como si la oscuridad también se hubiera adentrado en su interior—. Llevo un rato intentando sentir

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algo, conectar con cualquier unidad, encontrar una explicación... pero no he conseguido nada. Nada de nada.

Y dejó caer sus brazos con cansancio. Helecho evitó iluminar a la mujer. Era el equivalente a retirar la vista cuando ves algo inadecuado. La linterna osciló, la sala parecía distinta, normalmente los paneles de control refulgían con datos indiferentes. Ahora se había vuelto inmensa porque sus límites los había devorado la oscuridad.

Helecho buscó el rostro de su compañero, pero no llegó a encontrar-lo; se había acercado a la consola central. No quiso mirar a Planta. Sabía que si sus desvíos salían a la luz tendría que darle las explicaciones a ella. Y le dolería mucho hacerlo, Planta siempre había sido una buena jefa, ade-más de una excelente persona, que, más allá del distanciamiento propio de su carácter, siempre estaba dispuesta a echar una mano y a ayudar en un momento de apuro. Se le ocurrió que quizás ella le comprendiera y llegara a apoyarle. Había oído que en su juventud, ella había participado en psi-correvueltas, pero lo cierto era que le sonaba más a leyenda urbana que a realidad plausible.

—Tenemos que activar los sistemas básicos de soporte o será una gran catástrofe —advirtió Inter.

—Ya lo he intentado —afirmó Planta—. ¿Qué te crees que he hecho primero? ¿Acaso no tengo el protocolo implantado desde mucho antes que tú? —se le oyó tragar saliva. Planta era la máxima autoridad en sistemas y la inmediata superior de Helecho e Inter, llevaba en Runa desde siempre, ella había ayudado a instalar y desarrollar todos los sistemas existentes—. Pero no es posible. No funciona. No funciona nada. Ni siquiera la fuerza auxiliar.

Los medios técnicos de la colonia eran bastante rudimentarios, destinados solamente a cumplir con la función preventiva de controlar el tráfico aéreo en el cuadrante y a asegurar la supervivencia de los colonos, pero aún así sus sistemas de seguridad eran redundantes y autovincu-lantes; es decir, el malfuncionamiento de uno de ellos activaba de forma automática el mecanismo secundario. Al tiempo que el primero autoeva-luaba su fallo, se lo comunicaba a los técnicos a través de la alarma epi-telial y comenzaba a repararse por sí solo. Los mecanismos de soporte vital poseían hasta diez grados de redundancia y diferentes formas de mantenerse siempre activos.

En ese momento se encendió la pantalla de visualización de datos. Fue un destello mortecino, apenas un chispazo acuoso que recorrió el pa-nel. Todo lo demás siguió apagado. Los tres técnicos miraron hacia allá.

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Planta se colocó el casquete neuronal en un visto y no visto. Sintieron renacer la esperanza.

—El casquete no funciona —anunció sin quitárselo. Confiaba en que tarde o temprano se recuperara el contacto.

Inter y Helecho tomaron posiciones frente a sendas terminales y co-nectaron sus implantes manuales.

—Yo tampoco siento nada —dijo el primero.—Nada... —confirmó Helecho. —¿Qué diablos está pasando? —clamó Planta a punto de perder los

nervios—. La terminal visual no puede funcionar sin los casquetes senso-riales; ambos sistemas comparten recursos.

De forma inesperada y sin fundamento técnico alguno, apareció un mensaje escrito en la pantalla.

Claro, preciso, escueto. Con refulgentes letras de emulsión polari-zada. Lo leyeron con asombro. No podían creerlo. Era imposible. Luego observaron sus rostros al tenue resplandor que del panel, apenas un res-coldo. Lo impensable volvía a suceder. Esa tarde nada tenía sentido. Algo comenzó a crecer en el interior de Helecho como un diminuto briozoo. Algo que iba más allá del miedo. Algo que no tenía nada que ver con sus desvíos, ni su temor a ser descubierto, sino mucho más profundo e intenso, como un virus no adeeneado pulsando desde su vientre por expandirse.

Las luces se encendieron bruscamente, como se habían apagado. He-lecho dio un respingo tan violento que asustó a Planta y la mujer estuvo a punto de dejar caer su casquete. Todos emitieron gemidos apagados y se apresuraron a entornar la vista y a cubrirse los ojos, sus pupilas se habían habituado a la oscuridad. A Helecho la llegada de la luz le resultó tan in-quietante e inexplicable como el apagón.

El murmullo de los extractores y de la maquinaria de soporte vital se reanudó. Era reconfortante escuchar el sonido de la salvación, el soplido de la respiración de las maquinarias. Los viejos dragones volvían a la vida y traían con ellos el fuego de la seguridad.

Con incuestionable profesionalidad Planta se colocó el casquete am-plificador. Su rostro era inescrutable. Una aterradora sospecha acudió a su mente, no podía ser, no podía ser. Descartó la idea, era demasiado horrible. Nunca creyó que eso supusiera una verdadera amenaza; confiaba en que se tratara de exageraciones a las que había tenido acceso de forma inadecuada. No, no podía ser. Mejor intentar salir de dudas, tenía que comenzar la au-toevaluación, había que realizar el control de daños. Parecía no importarle

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el aterrador mensaje que había aparecido en la pantalla sin explicación posible.

Muchos de los mecanismos no estaban preparados para soportar una parada no programada. Era probable que algunos sistemas pudieran verse afectados. Ellos mismos deberían comenzar a autoevaluar su estado y a corregir por sí solos los posibles daños.

Inter se acercó al ordenador principal y se conectó a él de nuevo. Ce-rró los ojos para sentir el flujo de datos con más intensidad. Nunca nadie había previsto una contingencia como la que estaban viviendo. Helecho se sintió un tanto fuera de lugar; no sabía qué hacer, no lo tenía claro, no se le había instruido para un caso así. Su instinto le sugirió una forma de proceder. Le surgió del fondo del alma.

Quizás fue el miedo lo que le impulsó a acercarse a ese interruptor olvidado que nunca había usado nadie. Sabía que habría una revisión pro-funda de todo el sistema y que accionarlo suponía muchas posibilidades de ser descubierto, pero por otra parte se le ocurrió que el sistema global esta-ba tan deteriorado que cualquiera de sus actividades pasaría desapercibida, oculta por miríadas de errores informáticos.

Pensó en que se abriera el vidrio protector, y el sensor de pensamien-to lo abrió. Al menos el mecanismo externo funcionaba. Daba la sensación de que algunos sistemas habían vuelto a la normalidad. Miró a sus compa-ñeros. Quizás debería hacer lo mismo que ellos, conectarse a su propia ter-minal, comenzar a evaluar la situación e intentar encontrar una explicación para lo que estaba ocurriendo. Sin embargo posó su mano sobre la palanca que controlaba el mecanismo, sus dedos se ciñeron al acero y, haciendo un esfuerzo consciente por no pensar en las consecuencias, lo accionó.

Planta se encontraba sumamente concentrada. Su implante estaba recibiendo miriadas de información. Tenía que darse prisa, tenía que acce-der a la base de datos y recuperar la mayor cantidad posible de informes.

Durante unas décimas de segundo no ocurrió nada. Luego sintió que las miradas de sus compañeros se centraban en él. Incluso Planta inte-rrumpió su volcado. El mecanismo solicitaba la confirmación de la orden, si nadie la anulaba en cinco segundos la alarma general se dispararía en toda la colonia. Ellos lo habían sentido, sus terminales habían interpretado la acción de Helecho.

No hablaron, no hizo falta; solo se miraron entre ellos y releyeron el extraño y amenazador mensaje que todavía permanecía en la gran pantalla.

Dentro de 2 horas-t llegaremos al puerto de embarque. Luego extermi-naremos a toda la colonia.

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Planta afirmó con la cabeza de forma casi imperceptible. Estuvo de acuerdo con la decisión de Helecho. Confirmó la orden. La alarma general se disparó en la colonia.

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En cuanto la luz de emergencia se encendió, lo primero que Marea pen-só fue que la puerta se abriera. La densa oscuridad que la había envuelto hasta ese momento había resultado demasiado sólida, tan impenetrable como el propio metal que la encerraba en su propia casa. Respiró aliviada, el sensor de pensamiento funcionó bien y la puerta se abrió. Salió al exte-rior a toda velocidad, intentando huir de sus oscuras ensoñaciones.

El aspecto que presentaba el exterior era muy diferente al habitual. Normalmente la luz funcionaba en ciclos que modificaban su intensidad para reproducir el biorritmo humano y minimizar los trastornos somá-ticos, pero incluso cuando la cúpula recreaba noche cerrada había más luz que ahora. Solo funcionaban las luces de emergencia. Los paneles vir-tuales que simulaban espacio abierto habían dejado de funcionar; todo parecía mucho más pequeño e inconfortable. Resultaba desconcertante e intranquilizador. Al contemplar las calles apenas iluminadas con las luces de emergencia no pudo evitar pensar que era como si en su tarta de cum-pleaños alguien hubiera plantado un par de varillas de incienso prendidas con solo un punto de brasa en lugar de dieciocho coloridas velas.

Pensó en papá con fuerza, pero el intercomunicador no funcio-nó. Lo intentó unas cuantas veces más con varias personas, pero resultó evidente que no podría contactar con nadie, ni siquiera con Nilo. Ella no fue la única que había salido al exterior. En muchas de las puertas de las viviendas aparecieron sus ocupantes. Todos mostraban expresiones

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extrañadas y asustadas, como si se hubieran despertado de golpe de un sueño demasiado profundo. Imaginó que ella también tendría un aspec-to parecido.

Muy cerca comenzó a formarse un corrillo y decidió acercarse; qui-zás alguien tuviera información sobre lo que pasaba, quizás todo tuviera una explicación lógica. Y entonces sin motivo aparente se asustó. Dio un respingo. Les ocurrió a todos. Durante unos instantes nadie supo qué ha-bía pasado. No había sido una descarga eléctrica, ni un dolor y, mucho menos, un golpe. La manera más precisa de describirlo era decir que se había asustado. Como si alguien hubiera salido inesperadamente de detrás de una esquina y le hubiera gritado ¡¡Uuhh!!

Hacía mucho que había recibido la última neuropráctica de una se-ñal de alarma y le costó reconocerla. Pero enseguida cayó en la cuenta. Supo que en esa ocasión no se trataba de un simulacro, que la alarma ge-neral se había disparado de verdad.

Aceleró sus pasos para llegar junto a los demás.—¿Lo habéis sentido? —inquirió desconcertada una mujer.Todos lo habían experimentado, la pregunta era innecesaria. La alar-

ma general había sacudido a todos los colonos por igual, era uno de los implantes básicos de todos los habitantes.

—¿Qué puede estar pasando? Los sistemas de comunicación no fun-cionan.

—Tendremos que acudir al punto de reunión. Es lo que dicta el protocolo.

Enseguida se sumaron más voces que expresaban su desconcierto y su temor. Nadie aportaba ninguna otra solución.

Era cierto, lo sabían de sobras; las instrucciones decían que en un caso de incomunicación como el que se estaba dando había que acudir al punto de reunión más cercano. Era aconsejable que todo el personal se encontrara localizable.

Pero Marea comenzó a valorar otras posibilidades; no le gustaba es-tar sola. En la oscuridad de su casa lo había pasado bastante mal, quería estar con su familia.

Su padre se encontraba en la mina. Ya no quedaba mucho para que terminara su turno. Trabajaba como técnico de perforación. En realidad su tarea no era tan cansada como sonaba, se limitaba a mirar un par de pan-tallas y a comprobar que todos los mecanismos de extracción bailaban la coreografía correcta. Una vez dijo en plan de broma que un mono podría realizar el noventa por ciento de su trabajo; y si el cierre de su fiambrera no

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estuviera personalizado, el cien por cien. Era un tipo muy divertido. Marea le quería mucho.

En ese momento descartó ir hasta la mina; estaba bastante lejos. Se recordó a sí misma que el procedimiento de emergencia indicaba que una vez disparada la alarma era obligatorio acudir a los puntos de reunión de-signados al efecto. La premisa era estar todos juntos, apoyarse unos a otros y estar localizados para resolver la emergencia de la mejor manera posible.

Sin embargo sí le pareció una buena idea ir a buscar a Nilo. Sabía que a esa hora estaría en sus habitáculos (o en su “casa” como indica el pro-tocolo de atención a reemigrantes que había que llamar al espacio utilizado como residencia, independientemente del tamaño que tuviera. “Casa” es un término mucho más afectivo, más cálido, por eso ella tendría que uti-lizar esa palabra cuando hablara con posibles nuevos colonos). Se esforzó por olvidar esas tontas instrucciones neuroimplantadas que no venían a cuento: le sorprendió lo fuertemente arraigados que tenía los conceptos.

Se dijo que ir a buscar a Nilo no suponía demasiado rodeo, que podría pasarse a recogerle y acudir juntos al punto de reunión. Sabía per-fectamente que existían cuatro puntos de reunión. El más importante era el central, la gran plaza colindante con el gran salón social multiusos con capacidad para más de la mitad de los colonos, y luego otros tres puntos más, estratégicamente distribuidos en la colonia para que todos pudieran acudir con prontitud por muy dispersos que se encontraran. El espíritu era muy semejante al de los refugios antiaéreos utilizados antaño en las revueltas terrestres, aunque afortunadamente a ella no le había tocado vivirlas.

No perdería mucho tiempo, se dijo, serían solo unos minutos. Ni ella sabía por qué lo hacía. Bueno, un poco sí: tenía miedo, se encontraba muy asustada. Algo en su interior la sacudía con fuerza (casi con tanto ím-petu como la alarma subcutánea) y le decía que las cosas iban a estropearse, que lo que pasaba era muy preocupante. Por eso quería estar con Nilo; quizás después de haber sido asustado por la alarma encontrara el ánimo suficiente para acercarse a ella. O para declararle su amor, soñó Marea, quizás la oscuridad apenas disipada por los focos de emergencia le sirviera para percatarse de sus sentimientos hacia ella.

Se lanzó a correr hacia sus estancias (casa, se recordó, casa). Le sorprendió comprobar que no funcionaba ningún vehículo. Podía cruzar las vías de comunicación sin ningún problema, todos los circulautos, incluso los de transporte, se encontraban varados allá donde les encontró el apagón.

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Resultaba evidente que pasaba algo muy grave. Las comunicaciones no funcionaban, la alarma general se había disparado, los vehículos no podían circular...

Quería estar con Nilo, compartir su temor con él, encontrar con-suelo entre sus brazos. Estaba segura de que sus padres aparecerían tarde o temprano en el lugar de reunión, no pasaba nada si se retrasaba unos minutos.

Se dirigió a buen paso hacia la casa (eso es) de Nilo. Se cruzó con decenas de personas que también habían sentido la alarma y se dirigían al punto de encuentro. Sus semblantes demostraban preocupación, pero la mayor parte de las opiniones coincidían en que se sufría alguna especie de avería que pronto sería subsanada, aunque, como medida de seguridad, se convocaba a todos los colonos para informarles personalmente ante la falta de canales de comunicación. En cualquier caso todos estaban preocupados, conocían la fragilidad del ser humano ante las inclemencias del exterior del asentamiento y sabían de su dependencia de los medios técnicos para subsistir.

Por supuesto se equivocaban. Si los equipos no funcionaban era por-que habían sido violados y usurpados. La auténtica amenaza no era la des-presurización o la falta de oxígeno, sino la violencia desatada que pronto les azotaría.

Marea siguió corriendo hacia la residencia de Nilo.

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DEL GANADOR DEL PREMIOIGNOTUS 2009

CicatricesClaudio CerdánUn guerrero marcado, un traidor a su cre-do, desciende a los infiernos con la única obsesión de matar a un dios. Su cuerpo es una herida abierta y su alma, vendida hace tiempo, busca una redención impo-sible de alcanzar.

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La Silla (2ª Edición)David JassoUna novela potente, agobiante, claus-trofóbica, oscura y absorbente. Una nueva forma de terror psicológico que sacude al lector y le atrapa sin remisión. «La novela revelación que dio a cono-cer a David Jasso»

DAVID JASSODavid Jasso (Zaragoza, 1961) es uno de los nuevos maestros del terror español. Lo demostró con «La silla», su primera novela, convertida hoy en obra de culto, y lo confirmó con «Día de perros», premio Ignotus a la mejor novela, y «Cazador de mentiras» (escrita junto a Santiago Eximeno).Ahora vuelve a sorprendernos con un nuevo registro que combina ciencia ficción y terror, en una historia trepidante que no podemos dejar de leer. Ha trabajado como periodista en prensa, radio y televisión, actualmente es director del departamento audiovisual de una importante vídeo productora. Imparte talleres de literatura y creatividad para adolescentes y jóvenes.Es el presidente de Nocte, la Asociación española de escritores de terror (www.nocte.es). Se declara adicto al chocolate (el de cacao), en rehabilitación.

Más datos en www.davidjasso.es

Feral es una historia sorprendente y estremecedora que combina con maestría ciencia-ficción y terror. Evoca miedos primigenios en un angustioso entorno y demuestra que la soledad de la galaxia es tan pavorosa como los mismos ecos de nuestra mente. Es una novela claustrofóbica y potente que atrapa desde las primeras páginas y nos traslada a un mundo de violencia y degradación del que no hay escapatoria.La rutina de la colonia minera Runa queda bruscamente interrumpida cuando todos sus sistemas de soporte vital sufren un inexplicable apagón. Entonces se desata el horror. Un horror como nunca nadie había imaginado. Los colonos deberán enfrentarse a sus miedos más profundos y ni siquiera la muerte les permitirá huir.No hay dónde escapar, es imposible esconderse, no se dispone de armas, comunicación o vehículos. Pero lo peor de todo es que no son solo víctimas: son cebos.El terror habita en la oscuridad del espacio. Preferirás estar muerto.

LA CRÍTICA HA DICHO:

«David Jasso ha trazado una historia sin fisuras. Después de leer Feral, mirarás a las estrellas de otra manera» (Ocio zero)

«El autor está a la altura del mismísimo Stephen King» (NGC 3660)

«David Jasso sabe relatar una persecución sin dejar respiro» (Anika entre libros)

«Con habilidad casi diabólica David Jasso nos muestra una historia alucinante, tan claustrofóbica como aterradora» (Curtis Garland)

ISBN:978-84-92893-22-5

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