Fabienne Bradu - Revista de la Universidad de México · un abatimiento extremo ante una prueba del...

5
Hacia 1830 Nathaniel Hawthorne escribió un cuento que Jorge Luis Borges no vaciló en calificar como uno de los mejores relatos de la literatura de todos los tiem- pos. El cuento, asegura Hawthorne, le fue inspirado por una nota roja que leyó en un periódico o una revista de la época. Si la anécdota no fuera cierta, sería lo de me- nos y sólo atestiguaría el vuelo de la imaginación de un hombre que rara vez salía de su habitación. Por lo de- más, la historia se cobija bajo la fascinante sencillez de los asuntos más complejos y enigmáticos. En el Londres de principios del XIX, un hombre bautizado Wakefield se despide de su esposa diciéndo- le que se va por unos días en un viaje de trabajo y, aun- que no le precise la fecha exacta del regreso por una manía suya de escudarse tras secretos de poca monta, le afirma que su ausencia no durará más de una semana a lo sumo. No obstante, Wakefield ya tiene apalabrado un pequeño departamento en una calle cercana a su ca- sa y, en lugar de dirigirse como de costumbre hacia la estación de coches, luego de despedirse de su esposa con un beso y una sonrisa mansa y taimada, se encami- na hacia su nuevo domicilio donde permanecerá vein- te años sin dar una sola señal de vida. Nathaniel Hawthorne se desvela durante doce pá- ginas para tratar de comprender la huida aparentemen- te carente de motivos y de premeditación. Y con maes- tría nos convence del insondable misterio de semejante proeza de excentricidad. Despojada de objeto y de ob- jetivos, la desaparición de Wakefield encarna un sueño de libertad acariciado por muchos, pero muy rara vez realizado: ingresar al ámbito de los muertos sin haber- se muerto y, sobre todo, observar, a corta y cotidiana distancia, las consecuencias de la propia desaparición sobre los deudos y entre el mundo de los vivos. Es se- guramente el sueño o la ilusión de numerosos suicidas, pero, hasta donde se sabe, nunca gozan como Wakefield la incomparable dicha de acechar, tras unos visillos se- miabiertos, los sutiles signos de dolor que lastran los días de los sobrevivientes. Wakefield cree descubrirlos a las tres semanas de su desaparición, en las sucesivas visitas del boticario y del médico a su antigua casa. Ya imagina a su mujer agoni- zando de angustia, postrada en el lecho por la falta de noticias y la razonable conjetura de su muerte. Hasta allí, ni Wakefield ni Hawthorne se equivocan del todo. Es verdad que la mujer padece una especie de embota- miento que en algunas personas se manifiesta como un abatimiento extremo ante una prueba del absur- do, un verdadero agotamiento psíquico que, quizá, se deba más a la necesidad de entender una situación que al hecho de extrañar a una persona. Después de diez años de matrimonio sin pena ni gloria, tal y como nos lo pinta Hawthorne, la memoria de la señora Wakefield repasa una y otra vez el relato de la relación en busca de razones que justificaran la partida del esposo; ni si- quiera las encuentra en los sobresaltos del tempera- mento que agitan los primeros años de matrimonio cuando todavía no se descubren todas las manías del otro, y sólo topa reiteradamente con la sonrisa última de Wakefield, que no sabe bien a bien a qué atribuir. Por su parte, Wakefield sigue ignorando lo que per- sigue y hasta cuándo prolongará la excéntrica pro eza. La 36 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO Mrs. Wa k e f i e l d Fabienne Bradu El cuento Wakefield, del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne, uno de los más enigmáticos y celebrados de la lite- ratura moderna, sirve a Fabienne Bradu para construir una metaficción en la que desarrolla su propia versión de los hechos, dando a la lectura su verdadero carácter de transfiguración.

Transcript of Fabienne Bradu - Revista de la Universidad de México · un abatimiento extremo ante una prueba del...

Hacia 1830 Nathaniel Hawthorne escribió un cuentoque Jorge Luis Borges no vaciló en calificar como unode los mejores relatos de la literatura de todos los tiem-pos. El cuento, asegura Hawthorne, le fue inspirado poruna nota roja que leyó en un periódico o una revista dela época. Si la anécdota no fuera cierta, sería lo de me-nos y sólo atestiguaría el vuelo de la imaginación de unhombre que rara vez salía de su habitación. Por lo de-más, la historia se cobija bajo la fascinante sencillezde los asuntos más complejos y enigmáticos.

En el Londres de principios del XIX, un hombrebautizado Wakefield se despide de su esposa diciéndo-le que se va por unos días en un viaje de trabajo y, aun-que no le precise la fecha exacta del regreso por unamanía suya de escudarse tras secretos de poca monta, leafirma que su ausencia no durará más de una semana alo sumo. No obstante, Wakefield ya tiene apalabradoun pequeño departamento en una calle cercana a su ca-sa y, en lugar de dirigirse como de costumbre hacia laestación de coches, luego de despedirse de su esposacon un beso y una sonrisa mansa y taimada, se encami-na hacia su nuevo domicilio donde permanecerá vein-te años sin dar una sola señal de vida.

Nathaniel Hawthorne se desvela durante doce pá-ginas para tratar de comprender la huida aparentemen-te carente de motivos y de premeditación. Y con maes-tría nos convence del insondable misterio de semejanteproeza de excentricidad. Despojada de objeto y de ob-jetivos, la desaparición de Wakefield encarna un sueñode libertad acariciado por muchos, pero muy rara vezrealizado: ingresar al ámbito de los muertos sin haber-

se muerto y, sobre todo, observar, a corta y cotidianadistancia, las consecuencias de la propia desapariciónsobre los deudos y entre el mundo de los vivos. Es se-guramente el sueño o la ilusión de numerosos suicidas,p e ro, hasta donde se sabe, nunca gozan como Wa k e f i e l dla incomparable dicha de acechar, tras unos visillos se-miabiertos, los sutiles signos de dolor que lastran losdías de los sobrevivientes.

Wakefield cree descubrirlos a las tres semanas de sudesaparición, en las sucesivas visitas del boticario y delmédico a su antigua casa. Ya imagina a su mujer agoni-zando de angustia, postrada en el lecho por la falta denoticias y la razonable conjetura de su muerte. Hastaallí, ni Wakefield ni Hawthorne se equivocan del todo.Es verdad que la mujer padece una especie de embota-miento que en algunas personas se manifiesta comoun abatimiento extremo ante una prueba del absur-do, un verdadero agotamiento psíquico que, quizá, sedeba más a la necesidad de entender una situación queal hecho de extrañar a una persona. Después de diezaños de matrimonio sin pena ni gloria, tal y como nos lopinta Hawthorne, la memoria de la señora Wakefieldrepasa una y otra vez el relato de la relación en buscade razones que justificaran la partida del esposo; ni si-quiera las encuentra en los sobresaltos del tempera-mento que agitan los primeros años de matrimoniocuando todavía no se descubren todas las manías delotro, y sólo topa reiteradamente con la sonrisa últimade Wakefield, que no sabe bien a bien a qué atribuir.

Por su parte, Wakefield sigue ignorando lo que per-sigue y hasta cuándo prolongará la excéntrica pro eza. La

36 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO

Mrs. Wa k e f i e l dFabienne Bradu

El cuento Wa k e f i e l d, del escritor norteamericano NathanielH a w t h o rne, uno de los más enigmáticos y celebrados de la lite-ratura moderna, sirve a Fabienne Bradu para construir unametaficción en la que desarrolla su propia versión de los hechos,dando a la lectura su verd a d e ro carácter de transfiguración.

invisibilidad así conseguida —otro espejismo de liber-tad— comienza a tornarse angustiosa cuando Wa k e f i e l dadvierte la intrascendencia de su acto y entiende que elhueco que ha dejado tampoco resulta visible para na-die. Quizá con un poco menos de vanidad o un pocomás de perspicacia, habría llegado a la misma conclu-sión sin necesidad de armar semejante teatro, por más si-giloso que éste haya sido. Vivimos con la ilusión de quenuestra muerte obviará el hueco de lo que fuimos, yr ara vez caemos en la cuenta de que si no hubiéramosnacido, este hueco no existiría para nadie, y nuestra noexistencia no modificaría en un ápice la faz de la Tierra.Pero el pobre fatuo de Wakefield ya nació, ya tiene es-posa, amigos, conocidos y hasta una mascota que tratacon negligente afecto. La angustia llega a su paroxismoel día en que se cruza con su esposa en la calle, sus ma-nos casi se rozan a causa de la afluencia de transeúntes,sus miradas se encuentran como en el gran espejo sinreflejo y la señora Wakefield no lo reconoce y sigue sucamino. A los diez años de voluntaria invisibilidad,Wakefield se ha convertido en un hombre literalmenteinvisible para su esposa. Se comprende que Ha w t h o r n ese obnubile con el personaje y, sobre todo, con su des-p ropósito de prolongar otros diez años el estado quele acaba de causar una honda turbación, casi al puntode una parálisis irremediable.

Pero aquí es donde se me antoja bifurcar el senderodel desvelo, abandonar a Wakefield a sus desvaríos ysus mediocres sueños de libertad, y seguir a la señoraWakefield a partir del punto en que la deja Ha w t h o r n e :

“La serena viuda, recuperando su paso, prosigue haciala iglesia, pero se detiene a la entrada y dirige una mira-da perpleja hacia la calle. Sin embargo, entra, abriendosu libro de rezos mientras avanza”. Aunque no puedac o m p robarlo, tengo la convicción de que la señoraWakefield sí reconoció a su esposo, quizá no en el mo-mento exacto en que sus miradas se cruzaron, sino unpoco después, ahora que sus ojos recorren las hojas derezos sin poder descifrar una sola palabra. Entonces,una ola de rabia rompe sobre su espalda, empapándolela médula con aceite hirviente que le derrite los sesos.Se sienta en una banca de la iglesia con el libro abiertosobre las rodillas. Las hojas de papel biblia parecen cre-pitar con el temblor que agita sus piernas. Procura tran-quilizarse, pero el estupor le corta la respiración. Pocoa poco va recobrando el aliento, al tiempo que el rom-pecabezas se reconstruye en su mente. Y el rostro queasí completa el recuerdo, vuelve a animarse con la son-risa mansa y taimada de Wakefield, el día de su partida.Todavía vacila en calificar la conducta del esposo: ¿lohabrá hecho por estulticia o por crueldad? Aunque elrecuento de su dolor la incline hacia la autocompasióny, por ende, hacia la posibilidad de la crueldad en sumarido, la señora Wakefield termina por desechar laeventualidad que sólo sería la manifestación de un es-píritu alta y admirablemente perverso. Equivaldría aatribuirle una excesiva inteligencia que diez años dematrimonio habían bastado para desterrar de sus certe-zas. Wakefield no es una mala persona, pero su bondadse origina en un poso de indolencia y cobardía. Y eso

MRS. WA K E F I E L D

REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 37

Fachada en Pall Mall, Londres

que, a diferencia de Hawthorne, la señora Wakefieldignora la reacción del hombre justo después del encuen-tro: “Y él huye a sus habitaciones, atranca la puerta y searroja sobre la cama”.

De regreso a casa, la señora Wakefield despide a lasirvienta y al zarrapastroso lacayo, se prepara un té, en-ciende la chimenea y se sienta en el sillón del amo, cu-yo uso había cancelado durante diez años en señal derespeto a la memoria del esposo. La mujer no sabe quese encuentra exactamente a la mitad del via crucis infli-gido por un Dios tan impenetrable como el desgraciadode su marido. Lo insondable de su destino comienza afatigarla y trata de resistir la tentación de multiplicarlas conjeturas. ¿De qué le sirve formularse preguntasque de antemano sabe no puede responder? Que siWakefield se cansó de la vida conyugal; que si Wa k e f i e l dse enamoró de otra mujer y la abandonó para vivir otrau otras aventuras. Por supuesto, son las primeras hipó-tesis que asoman a su mente, como suele suceder conlas mujeres bruscamente privadas de su legítima pare-ja. Pero, algo le dice que la explicación no está en unsimple y, por lo tanto, vil adulterio. De haber sido el ca-so, Wakefield habría huido lejos y para siempre; no es-taría merodeando las cercanías de su casa. A no ser que eladulterio se había saldado por un fracaso y Wakefield,como un cazador prudente, estuviera rondando la pre-sa en vista de un retorno arre p e n t i d o. Tampoco esta eve n-tualidad la convence y, menos aún, la seduce: la sonrisade Wakefield le sugiere el desquiciamiento que enciende

un acto gratuito, sublime expresión de libertad para al-gunos, pero que pronto se extingue en las tinieblas dela locura. En diez años, el aspecto de Wakefield habíadesmejorado a una velocidad que no denotaba expe-riencias positivas, como si la alegría y el amor hubiesensido desterrados de su vida. Wakefield se veía prematu-ramente viejo y su rostro, surcado por los insomnios yla amargura.

Ahora, la señora Wakefield se levanta y sube a la re-cámara para observar su figura en el espejo de cuerpoe n t e ro. Por más que Hawthorne nos asegure que to-d avía es una mujer atractiva, ella no lo sabe o, mejor di-cho, lo duda en su fuero interno. Contempla sus pechos,no muy grandes pero aún firmes y alzados; su cinturaapenas ha crecido por los costados y sigue augurando elelástico contraste con unas nalgas redondeadas comouna invitación a comerse la vida a manos llenas; sushombros no se han abatido con los embates de la falsaviudez. En suma, el balance es positivo, pero la señoraWakefield tiene temor de levantar los ojos hacia su pro-pio rostro. Hace tiempo que no se atreve a observar susrasgos con detenimiento. Cuando sus ojos suben hastala boca, como quien pone un pie vacilante en el primerescalón para asegurarse de la firmeza de unas tablas, unasonrisa se dibuja en sus labios como si acabara de des-cubrir que la escalera es lo suficientemente sólida parallevarla hasta el cielo. Ya no titubea; los ojos se conta-gian de los labios y chispean destellos que podrían con-fundirse con coquetería. Pero no se trata de esto, sino

38 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO

Park Village West, Londres Layer Marney Towers, Essex

tan sólo de un gusto inédito por su figura que nuncaantes había sentido con semejante contundencia, ni si-quiera en los tiempos del noviazgo cuando se tomabamuchas molestias para complacer al prometido. Cara acara consigo misma, en este enfrentamiento distintoa la soledad impuesta por la falta de compañía, la son-risa de la señora Wakefield se torna risa, una genuinaexplosión de alegría gratuita.

La mujer decide festejar el descubrimiento y se sir-ve un whisky, debidamente añejado por los diez añosde ausencia de su único catador, al que, sin embargo,añade un poco de agua caliente a la usanza británica entiempos de frío. Se repantiga en el sillón de la sala fren-te a las llamas sugerentes. La casa está silenciosa, el aire ,entibiado por el fuego y el licor. Una sensación de bie-nestar la va meciendo hasta adormecer los rastros decólera y muda indignación. Su mente divaga hasta traerel recuerdo de Sócrates poco antes de beber la cicuta.Le han quitado los grilletes de los tobillos y, aunque sa-be que va a morir en unos minutos, se regocija de sen-tir por última vez el alivio de la liberación. A causa delwhisky la señora Wakefield ha perdido su acostumbra-da mesura y cree comprender cabalmente a Sócrates.No la acusemos de la misma fatuidad que inflama elc erebro del marido. En ella, la osada comparación conSócrates conlleva el encanto de la ingenuidad, cuandose comprenden hondos asuntos en carne propia.

Sin embargo, al paso de las horas, la inquietud vuel-ve a cosquillear los sentidos de la serena viuda. Es unalinfa que intermitentemente pica sus narices. La me-moria la identifica en el acto, pero la conciencia no lo-gra distinguir si se trata de un olor puntual y presente,o de una jugarreta de la imaginación. Por oleadas tanf u rt i vas y tenaces como el pasado, le re g resa el olor acre ,levemente rancio, del pelo de Wakefield. El olor la tur-ba como si el fantasma del marido hubiese irrumpidoen la sala. Se da cuenta de que el efluvio emana del en-caje que cubre la cabeza del sillón y que ella no ha qui-tado por una estúpida superstición. Arranca el adornoy lo arroja al fuego con una violencia carente de preme-ditación. El fuego devora el encaje con una docilidadque la subyuga. Entonces, decide reunir frente a la chi-menea todas las prendas y las pertenencias de Wa k e f i e l dque había conservado como un desafío al destino. Ha s t aaltas horas de la noche contempla con satisfacción laobediente labor del fuego. Antes de irse a dormir, rea-viva las ascuas con el whisky que queda en el garrafónde cristal de Bohemia.

Si me he demorado en esta noche que le escapó aHawthorne, es porque la considero decisiva en la vidade la señora Wakefield. Aunque la juzguemos inverosí-mil por sus excesivos simbolismos, sostengo que cons-tituyó un parteaguas o, mejor dicho, una part e n o g é-n esis, en los veinte años que duró la desaparición de

Wakefield. Gracias a Hawthorne, sabemos que éstereapareció un buen día sin más premeditación con laque se había borrado a sí mismo. Hawthorne lo regre-sa caminando bajo la lluvia, atraído por el color rojizodel fuego que arde en la que considera todavía su casa,subiendo los escalones del porche con pasos torpes acausa de una debilidad en las rodillas, antes de empu-jar la puerta que parece abrirse por sí sola.

Mientras entra —atestigua Hawthorne— tenemos unaúltima imagen de su rostro y reconocemos la taimadasonrisa, aquella que había sido precursora de la pequeñabroma que ha estado desde entonces gastando a expen-sas de su esposa. ¡Con qué crueldad se ha burlado de lapobre mujer! En fin. ¡Que descanses muy bien esta no-che, Wakefield!

Es bien sabido que la curiosidad de las mujeres su-pera la de los hombres. Hawthorne abandona a Wa k e f i e l den el umbral de la casa. Por una razón que no me expli-co, no le interesa especular sobre lo que sucedió des-pués de que Wakefield da los primeros pasos hacia elsalón. Allá él, y no le guardemos rencor porque, comolo afirma Jorge Luis Borges, incluso deteniéndose eneste umbral, ha escrito uno de los más impecables cuen-tos de la literatura contemporánea.

Pe ro antes de contar lo escamoteado por Ha w t h o r n e ,necesito hacer un breve repaso de los diez años que su-c e d i e ron a la noche de Getsemaní de la señora Wa k e f i e l d .Al día siguiente, amaneció con la decisión tomada sinque su voluntad hubiese intervenido en ella y antesbien fuera el resultado del sueño: si Wakefield no habíatenido el valor de matarse para infligirle el dolor de unaverdadera viudez prematura, ella lo mataría de la peorforma para él: por el olvido y la indiferencia. Claro que

MRS. WA K E F I E L D

REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 39

Victoria & Albert Museum, Londres

la decisión aún podía verse como una manera de ven-ganza, pero con el tiempo la señora Wakefield consi-guió transformarla en una genuina liberación que, ade-más, era el único trofeo tangible al final del camino. Lapusilanimidad de Wakefield le regaló el tiempo necesa-rio para llegar a la meta sin desmedidos esfuerzos. En eltrayecto, cayó algunas veces pero siempre volvía a le-vantarse animosa y airosa. La intervención del médicono fue ajena a su progresiva mejoría. Pasaba de cuandoen cuando a verla, siempre pendiente de su salud, hastaque las visitas se volvieron casi cotidianas y carentes dem o t i vos profesionales. Conversaban de todo y nada, sinnunca tocar el tema de la desaparición de Wakefield.La mujer tampoco le mencionó sus sospechas y certe-zas acerca de la muerte en vida del susodicho, y semejan-te acuerdo tácito contribuyó a que ambos se olvidarandel marido. La ironía del asunto es que la presencia delhombre en quien Wakefield había cifrado la seguridadde haber dado en el blanco con su muerte fingida, ahorase había vuelto el principal obstáculo a su resurrección,igualmente fingida.

En pocas palabras, la señora Wakefield se había ena-morado del diligente y apuesto médico, y aunque nadase había consumado entre ellos, la mujer vivía feliz,hasta diría, radiante. En el transcurso de la segundamitad del via crucis, la señora Wakefield descubrió otrave rdad: era más agradable tener a un enamorado quea un marido. Por eso, no tenía prisa en convertir al mé-dico en un sustituto de la figura conyugal. Tal era, máso menos, la situación y el estado de ánimo de la señoraWakefield el día en que su viudo reapareció en casa.

Mi admiración por Hawthorne me hace intuir quetampoco debería franquear el doble umbral de la casa ydel cuento. Una cosa es la curiosidad humana y otra, lamesura narrativa. Lo que sucedió en la sala, es previsi-ble y si reprodujera las palabras que la señora Wakefieldle dirigió al hombre de la triste figura, se me acusaría deregodeo en un feminismo trasnochado. Además, pese ala excéntrica proeza, Wakefield es un pobre diablo quepoco sabe de la auténtica libertad. Sería desleal insistiren el fracaso de su equívoca aventura.

40 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO

...la señora Wakefield descubrió otra verdad: era másagradable tener a un enamorado que a un marido.

Bracken House, Londres