Escolástica, hermana de Benito, dedicada desde su infancia al Señor todopoderoso, solía visitar a...

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La Historia de Santa Escolástica

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La Historia de Santa Escolástica

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La historia que os vamos a contar nos la relata san Gregorio Magno, un Papa del siglo VI. Escuchad con atención porque es una historia muy bella. En ella se nos muestra de forma narrativa la primacía del amor.Rogad, mientras lo leéis, por nosotras, las benedictinas del siglo XXI, para que sepamos aunar la vehemencia del amor al Señor y a nuestros hermanos de santa Escolástica, con la discreción y orden de san Benito. Que sea su legado nuestra riqueza y tesoro para vivirlo nosotras primero y que de esta forma rezume con gozo para compartirlo con todos vosotros.

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Escolástica, hermana de Benito, dedicada desde su infancia al Señor todopoderoso, solía visitar a su hermano una vez al año. El varón de Dios se encontraba con ella fuera de las puertas del convento, en las posesiones del monasterio.

Cierto día vino Escolástica, como de costumbre, y su venerable hermano bajó a verla con algunos discípulos, y pasaron el día entero entonando las alabanzas de Dios y entretenidos en santas conversaciones.

Al anochecer, cenaron juntos.

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Con el interés de la conversación, se hizo tarde y entonces aquella santa mujer suplicó a su hermano:

«Te ruego que no me dejes esta noche y que sigamos hablando de las delicias del cielo hasta mañana.»

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A lo que respondió Benito:

«¿Qué es lo que dices, hermana? Yo no puedo en modo alguno quedarme fuera de la celda.»

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La santa monja, al oír la negativa de su hermano, puso sobre la mesa sus manos, con los dedos entrelazados y escondió en ellas la cabeza, para rogar al Dios todopoderoso.

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Al levantar la cabeza, comenzó a relampaguear, tronar y diluviar de tal modo, que ni Benito ni los hermanos que le acompañaban pudieron salir de aquel lugar.

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Entonces el varón de Dios comenzó a quejarse contrariado: «Dios todopoderoso te perdone, hermana. ¿Qué es lo que has hecho?»

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Ella respondió : «Ya ves, te he suplicado a ti, y no has querido escucharme; he suplicado a mi Dios, y me ha escuchado.

Ahora, pues, sal, si puedes, déjame y vuelve al monasterio.»

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Benito, que no había querido quedarse voluntariamente, no tuvo, al fin, más remedio que quedarse allí.

Así pudieron pasar toda la noche en vela, en santas conversaciones sobre la vida espiritual.

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No es de extrañar que prevaleciera el deseo de aquella mujer, ya que, como dice san Juan: Dios es amor, y, por esto, pudo más porque amó más.

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A los tres días, Benito, mirando al cielo, vio cómo el alma de su hermana salía de su cuerpo en figura de paloma y penetraba en el cielo.

Él, congratulándose de su gran gloria, dio gracias al Dios todopoderoso con himnos y cánticos, y envió a unos hermanos a que trajeran su cuerpo al monasterio y lo depositaran en el sepulcro que había preparado para sí.

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Así ocurrió que estas dos almas, siempre unidas en Dios, no vieron tampoco sus cuerpos separados ni siquiera en la sepultura.

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