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© 2019, Editorial Escarabajo S.A.S.

Calle 87 No. 12 – 08 Ap. 501

Bogotá, Colombia.

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[email protected]

© 2019, David Escobar De Lavalle

Primera edición en Colombia Editorial Escarabajo S.A.S.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser re-producida de forma total o parcial, ni registrada o transmitida en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor o la editorial.

ISBN: 978-958-52096-1-9

Queda hecho el depósito de ley.

Diagramación:

Daniela Cifuentes Morales

Editor:

Eduardo Bechara Navratilova

Diseño editorial:

Ernesto Herrera

Diseño de ilustración de portada:

Brayan Joseth Angulo Reales

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A Eloy y Rebeca, mis padres.

Y a Juan Pablo.

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y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso

y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros.

Ciudad sin sueño, Poeta en Nueva York

FEDERICO GARCÍA LORCA

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Nochebuena

El ruido sobrelleva el silencio entre papá y yo.

Los foquitos rojos, verdes, azules y amarillos que

bordean la ventana se prenden y apagan; alumbran la cara

de mi padre. En el reflejo del vidrio, veo que tiene los

ojos cerrados, se muerde el labio inferior. Se me ocurre

acercarme, darle un abrazo y remediar la molestia que

acabo de causarles. Espabilo y estoy a su derecha, apenas

a centímetros de él, pero guardo distancia; me trago las

ganas de decirle que nada tiene que cambiar. Los vidrios

de las ventanas cerradas vibran. Dan la sensación de que

podrían quebrarse, caer en pedacitos filosos y minar el

piso. Los equipos de sonido de la cuadra suenan a todo

volumen: es la manera en que los vecinos celebran la No-

chebuena. Se oyen vallenatos cantados con voces chillo-

nas, gaitas y acordeones grabadas décadas atrás; música

que no es de mi generación, pero que es la única opción

en una noche como esta. Las canciones se cruzan unas

con otras, se entreveran.

Papá abre los ojos, no me mira; dirige la vista al

primer piso. Entonces somos dos los que contemplamos:

en el antejardín, entre pequeños pétalos rojos y amarillos

de flores de coral, mamá y Tomás esperan al resto de in-

vitados. Ella, sentada en la mecedora con la pierna iz-

quierda sobre el muslo derecho, bebe vino de manzana

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enhielado; seguro lo hace en nombre del calor y las fies-

tas. Lleva puesto el vestido rojo por el que pagó tanto,

del que se siente tan orgullosa.

Tomás, a su izquierda en una silla plástica Rimax,

sorbe de la lata de cerveza y se inclina hacia el frente: la

asegura entre sus pies, vuelve el tronco al espaldar y se

acerca a mamá. Le habla al oído. Parecen compañeros

de crimen trabajando en el próximo asalto. Sé que a ma-

má le cae bien Tomás, especialmente porque siempre la

adula. “Te ves lindísima de rojo, Chayo”, podría estar

diciéndole en este momento.

En la calle se repite la escena de todos los veinti-

cuatro de diciembre: los señores hacen brindis con vasos

en los que sirvieron Old Parr de 12 años. Las señoras

caminan entre las casas de la cuadra y llevan degustacio-

nes de hayacas, arroz de coco y carne en posta que pre-

pararon ellas mismas ––o sus muchachas del servicio––;

aprovechan el tradicional recorrido para lucir sus vesti-

dos nuevos, pelos recién cepillados y las joyas que guar-

dan para estas ocasiones. Los niños juegan en la calle:

los más tímidos queman Chispitas Mariposa, dibujan

figuras efímeras en el aire; los temerarios ponen triki

trakes en la suela de sus zapatos, los rozan contra el piso

y los hacen explotar; inundan el aire con un olor a pól-

vora que conozco de memoria. Otros prefieren manejar

bicicletas, jugar con los carritos de tracción o muñecas

que el Niño Dios les adelantó. Es un momento plácido,

feliz.

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Me gustaría que fuera mentira, pero está pasando:

Estela y Jose aparecen en el antejardín. Ella, brusca,

aparta la cara de Tomás del oído de mamá, da fin al mo-

mento de complicidad. Mis hermanos parecen turnarse

para decirle cosas a Tomás, sus movimientos corporales

y la expresión de sus caras me dice que en realidad se

trata de gritos, todos sepultados bajo la música y la dis-

tancia que nos separa. Papá y yo, estupefactos, no pro-

nunciamos palabra; tampoco nos miramos, seguimos

atendiendo la escena. Algunos vecinos desde la calle y

en sus casas nos acompañan en nuestro rol de espectado-

res. Me pregunto qué tanto logran escuchar, qué pensa-

rán. Pero me preocupa más Tomás, que se ve aturdido y

se limita a prenderse de los brazos de la silla. Quisiera

estar abajo, protegiéndolo como él lo habría hecho, pero

soy incapaz de ser un héroe.

Los ojos miel muy abiertos de mamá delatan que

los rugidos que presencia no son claros para ella. Jose y

Estela, que hasta este momento eran los hermanos mayo-

res perfectos, con sus nombres sacados de la Biblia, aga-

rran con violencia a Tomás de los brazos, y como si se

tratara de un ladrón, lo exilian. Los tres desaparecen de la

escena. Mamá, agitada, se levanta y camina hasta el por-

tón, que es el límite de nuestra casa con el resto del mun-

do; les sigue las huellas con la mirada.

Los brindis, los intercambios de platos de comida y

los juegos quedaron congelados. Los vecinos detallan lo

que ocurre en casa de los Carbonó Pumarejo. También

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siguen con la mirada a mis hermanos, a Tomás, y se mi-

ran entre sí. Miran a mamá y después alzan los ojos hacia

nosotros como buscando respuesta. Papá da media vuel-

ta: evita encontrarse con los ojos de ellos y con los míos;

no me roza siquiera. Va y se sienta en el banco del toca-

dor de mamá, entierra la mirada en las baldosas.

Estela y Jose vuelven a aparecer en el antejardín:

exaltados, parece que tratan de justificarse con mamá por

lo que acaban de hacer. Me gustaría oír sus supuestas ra-

zones, pero la bulla no cesa. Prefiero cerrar la persiana

como si así pudiera clausurar lo que está pasando. Ca-

mino hacia la cama, no me siento ni me acuesto en ella,

prefiero quedarme sentado en el piso, que está frío por el

aire acondicionado que nunca se apaga, y apoyo la espal-

da en la base del sommier de mis padres.

––¿Qué hice mal, Federico? ––pregunta papá y

siento punzadas en el estómago.

Al salir del cuarto mis hermanos dejaron la puerta

entreabierta, y desde donde estoy, hacia mi izquierda, veo

el hall y los últimos escalones que traen al segundo piso.

Sé que la función no se acaba todavía; a pesar del escán-

dalo, oigo a Estela que dice, entre gritos: “Ya lo sabía”, y

a Jose: “Es que siempre ha sido evidente”. Mis hermanos

cruzan el hall y empujan la puerta que choca contra la

pared; me ven y me miran como a alguien que dejaron de

querer. Están frenéticos, sudorosos. Estela me mueve con

el pie y me ordena que me pare, que lo haga como lo ha-

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ce un hombre. “¿Acaso le habrá dicho algo así a To-

más?”, me pregunto. Ella insiste en que me levante:

“Apúrate, como un varón”, repite imperativa y siento que

la desconozco. Estela, que siempre ha sido de gestos cari-

ñosos, no para de gritar histérica, pero ni siquiera su mo-

lestia exagerada me hace mover.

Imagino a Tomás caminando, choqueado, con las

miradas de los vecinos encima. Sintiéndose confundido

por no entender lo que pasó, preguntándose qué hacer, a

dónde ir y pasar el resto de la noche; o si volver y con-

frontar a mis hermanos, rescatarme. Eso es algo que él

haría, algo que me gustaría que hiciera.

Mis hermanos me agarran de los brazos, me levan-

tan a la fuerza, me sientan en la cama. Vuelvo en mí mis-

mo, me percato de que mamá está debajo del marco de la

puerta. Da un sorbo largo al vino, y cuando lo hace, los

grandes aretes y brazaletes dorados que tiene puestos,

emiten un sonido metálico. Mamá termina el vino. Se ve

bajo control. No me sorprende.

Cierra sus ojos, uno, dos, tres segundos. Parece que

estuviera organizando sus ideas.

––Bonita noche para enterarnos de que Tomás es tu

novio, mijo ––dice mamá––. Pero hay invitados que es-

tán por llegar. Así que procuren acabar el show que tie-

nen armado. Estela, Jose, háganse el favor de tomarse un

trago, y de paso tráiganle un whisky seco a su papá.

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Mamá siempre ha sido el pilar de nuestra casa. La

más sensata. Sabía que ella entendería.

––Federico ––dice––, contigo seguimos en cuanto

se acabe la fiesta. Olvídate de que el tema queda acá.

Afuera estallan cohetes. Los colores de los juegos

pirotécnicos se filtran por la ventana del hall: se reflejan

en el piso, en la copa de mamá, en las guayaberas impo-

lutas de Jose y papá, y en los aretes de Estela.

––Federico ––esta vez es papá–– el celular, por fa-

vor. Entrégamelo. Y nada de computador hasta nueva

orden.

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I

No creo que a mi familia le agrade la idea de que salga de

la casa, pero si pudiera, buscaría un lugar desde donde

llamar a Tomás. Podría decirles que voy a la farmacia a

comprar algo para el dolor de estómago. No, no es tan

buena idea. Estela me diría que un veinticinco de diciem-

bre, a las diez de la mañana, las droguerías cercanas están

cerradas. Odiaría tener que darle la razón.

Haber salido del clóset fue un pésimo aguinaldo,

pero haberme quedado inmóvil y haber dejado que echa-

ran a Tomás fue incluso peor. Mamá alguna vez me dijo

que a papá y a mí nos cuesta procesar momentos difíci-

les, eso fue cuando por culpa de la trigonometría “casi

pierdo décimo”. Siempre he sido perezoso para los núme-

ros, y trigo me costó tanto que, para pasarla, Hugo, mi

profesor, citó a mis papás al colegio.

Yo no fui capaz de entregarles la nota de citación.

Durante esa semana, repensé cómo hacerlo. Podía dejár-

selas sobre la cama, en el tocador de mamá, en el escrito-

rio de papá o pegada en la puerta de la nevera con un

imán, pero, ¿sobre la cama? Habría sido muy cobarde de

mi parte, además, no quería quitarles el sueño; ¿sobre el

tocador? Mamá estaría tan ocupada maquillándose que

no se daría cuenta de que estaba ahí; el escritorio del es-

tudio de papá tampoco era una posibilidad, seguro habría

puesto un montón de libros sobre la nota y hubiera que-

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dado por fuera de vista. Estaba la opción de la nevera,

pero no quería correr el riesgo de que alguno de mis her-

manos la encontrara antes que mis papás.

Dejé de sobrepensar la estrategia cuando el propio

Hugo llamó al teléfono de mi casa un viernes por la no-

che. Resulta que papá había sido profesor de Literatura

del San Luis, colegio en el que estudié, y todos, desde el

Fray rector hasta las señoras que atendían las cafeterías,

sabían quién era Guillermo Carbonó. Cuando papá colgó

la llamada con Hugo, me pidieron que fuera hasta el estu-

dio. Me hicieron sentar en un sillón reclinable que él usa-

ba para leer. Papá y mamá se quedaron frente a mí.

––Entendemos que la adolescencia es una etapa

complicada de la vida. Solo queremos que sepas que es-

tamos dispuestos a acompañarte ––dijo papá.

Cuando él habla a veces pareciera que lee un guion

o tratara de ser lo más económico posible con el uso del

lenguaje.

––¿Por qué no nos dijiste nada de la citación? An-

das raro últimamente. No me digas que estás metiendo

vicio ––añadió mamá, casi sin dejar de terminar de hablar

a papá.

Le respondí con un suspiro y mirando hacia el piso.

Mamá sabía bien que mi única adicción era desayunar

con cereales, y yo entendía que ella hacía el comentario

por romper la tensión del momento. Lo que no podía de-

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cirles es que estaba en una relación, y que habíamos esta-

do discutiendo, y que esta era la razón por la que estaba

tan distraído en las clases de Hugo; mucho menos iba a

mencionarles que esa relación era con otro hombre, uno

al que ellos conocían y quien era más o menos mi único

amigo.

––Si necesitas clases con un profesor particular o

cualquier otra cosa, dinos —expresó mamá.

Se levantó, caminó hacia mí y me dio un beso en la

frente. Ella siempre sabe qué decir. En cambio yo opté

por contestarles, esta vez, no con suspiros, sino yendo

hasta la cocina: agarré una caja de Choco Krispis que es-

taba sin abrir, un plato, cuchara, yogurt y me encerré en

mi cuarto; fue un fin de semana en el que leí dos veces

Pedro Páramo, comí, dormí y miré por la ventana, pero

no les contesté nada sobre mi situación “trigonométrica”.

En la mañana del sábado los cerros estaban muy

verdes, y por la noche la brisa soplaba en el cielo despe-

jado. Podía pasar horas mirando por la ventana, tratando

de cazar una estrella fugaz en medio de la ciudad; sabía

que los sueños que pedía a las estrellas no se cumplirían,

pero era un ejercicio que me podía mantener concentrado

por horas, y esto para mí era suficiente, pues así no tenía

que pensar en mis grandes pequeños problemas, como

por ejemplo, imaginar lo decepcionada que estaría mi

familia si llegaba a perder el año, o repetirlo, que no es lo

mismo, pero así lo llama la mayoría de la gente.

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Solo salí para ir al baño o bajar hasta la nevera y

robar algo de comer. Si me topé con alguno de mis her-

manos no les dirigí la palabra, ellos fueron estudiantes

espléndidos, de esos que ganaban medallas, izaban la

bandera y llegaban a casa con menciones honoríficas de

las que papá, por supuesto, se sentía tan orgulloso que él

mismo las mandaba a enmarcar para después colgarlas en

la pared de su estudio.

Que ellos fueran seres humanos tan destacados me

dejaba a mí, por supuesto, expuesto a conversaciones que

podían tornarse incómodas, y hasta vergonzosas, por

aquello de no lograr destacar en su mismo nivel.

El domingo de ese fin de semana escuché a lo lejos

el sonido de un órgano: “Este programa es patrocinado

por…”. Era el inicio del Minuto de Dios, la transmisión

católica que mostraban todos los días a las seis de la tarde

en punto, y como si estuvieran esperando a que el reloj

marcara esa hora, tocaron a la puerta.

No contesté. Volvieron a tocar. Tampoco contesté.

Entonces abrieron la puerta.

––No esperaba que contestaras. Quería que supie-

ras que ibas a tener visita.

Era mamá. Yo estaba tendido en la cama, medio

adormilado, pero me senté hacia la cabecera. Presentía

que íbamos a tener una conversación y mamá podía ser

quisquillosa con los modales, así que me adelanté a lo

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que ella hubiera querido que hiciera.

––Tan plácido que te veías ahí echado, mijo. Te

hubieras quedado recostado, no quiero que digas que tu

mamá te quita la comodidad ––me guiñó el ojo, pero en

el fondo le gustaba que le demostrara que su educación

había surtido efecto en mí, y que aún conservaba los mo-

dales que desde pequeño se esforzó en enseñarnos a mí y

a mis hermanos; modales que me tenían sin mayor cuida-

do, pues me parecían viejos y hasta cierto punto innece-

sarios, pero para ella representaban mucho: era lo que

nos diferenciaba de otros de nuestra misma clase social y

de nuestros familiares, o algo por el estilo.

Mi madre se sentó en el piecero de la cama. Estaba

toda vestida de blanco, y el dorado de la cadena, los are-

tes y la esclava, resaltaban en su conjunto. Mamá, a pe-

sar de la hora, también llevaba puesto un sombrero tipo

pava que se quitó y puso en su regazo al sentarse. No

hacía falta que me lo dijera, yo sabía por qué estaba ves-

tida así.

––Vengo del comité de padres. Hablamos sobre la

comida de clausura del año ––dijo refiriéndose a la

reunión dominical que celebraban una vez al mes en el

colegio.

Mientras hablaba, mamá se quitaba, una a una, las

joyas que traía puestas y las ponía adentro de la copa del

sombrero. Ella era una institución en el comité: sus opi-

niones tenían, usualmente, más atención que las de otros

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padres. Esta consideración que sentían y le demostraban

siempre me había causado gran curiosidad. La fijación

me llegó hasta que me di cuenta de que ese lugar se lo

había ganado porque era la única que se tomaba el comi-

té en serio: para el resto de asistentes era un simple acto

protocolario, una manera más de matar el aburrimiento

de los domingos, o una obligación que recayó sobre ellos

por azar. Para mamá significaba un espacio más en dón-

de demostrar lo capaz que era de hacer cualquier cosa. Al

verla quitarse las prendas pensaba en todos los cambios

de ropa que hacía frente al espejo noches antes del en-

cuentro. También venían a mí esas imágenes en las que

ponía varias prendas sobre la cama y las miraba en silen-

cio, pensativa, tratando de encontrar la combinación ade-

cuada para la siguiente reunión, una con la cual pudiera

recibir halagos, aunque no tantos como para llamar la

atención.

––Guillermo y tú se parecen en eso: cuando viven

algo difícil quedan paralizados —perder trigonometría

era suficiente para que me causara parálisis. En esto esta-

ba de acuerdo con ella––. Es como si lo más mínimo lo

volvieran complicado. Yo entiendo que ustedes son per-

sonas que no toman las cosas a la ligera, eso es parte de

su encanto; pero es importante confiar en uno mismo,

Fede, ¿sabes a lo que me refiero? Tú eres, además de lin-

do, inteligente, y que hayas perdido un examen o dos en

la asignatura que sé que odias, no va definir quién serás

en la vida. Ánimos, que esa trigonometría no sirve es

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para nada.

Mamá me sacó una sonrisa. Luego añadió:

––Hugo estuvo en la reunión, sabes. Dijo que no

nos afanáramos, y que tú tampoco deberías preocuparte

tanto.

––¿Cómo no voy a afanarme, mamá? Siempre he

tratado de al menos ser sobresaliente y…

––Perder unos exámenes no va a dañar tu repu-

tación de buen estudiante, si es lo que te preocupa.

––¿Y qué tal que pierda el año?

––Papito, mucho menos te harán perder el año

––dijo mamá estirando la mano izquierda y detallando su

manicura.

––No estaría tan seguro de eso. ¿Entonces para qué

Hugo llamó a la casa a contarle a papá sobre la citación?

––Ay, papá bello, ¿por qué no confías en tu madre?

––se quitó el último de los accesorios y lo puso dentro

del sombrero––. Fede, ¿por qué crees que no me estreso

con este tema?

––No lo sé, tú siempre eres así: “Fresca”.

––Error, mijo, no soy fresca ––dejó de inspeccionar

las uñas de la otra mano y me mostró sus ojos color

miel––. ¿En serio te lo parezco?

––Pues, nunca te preocupas por nada ––me pareció

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que mamá quería estar segura de lo que le había dicho y

por eso me hizo repetirlo. Pensé que se había molestado,

pero en cambio, soltó una carcajada.

––¡Eres un cuento, Fede!

Una vez se le pasó el pequeño episodio de risa,

añadió:

––Hay algo que debes aprender ––cuando lo dijo,

puso una entonación seria––, y es aprender a priorizar.

¿Sabes a lo que me refiero?

Le hice cara de no estar seguro.

––Tampoco estoy hablándote en chino ––se rio––,

es más, déjame decírtelo de otra manera.

Carraspeó un poco y preguntó:

––¿Sabes por qué tu papá y yo hacemos tan buen

equipo?

No entendía a dónde quería llegar con todo esto.

Mamá sabía bien que no iba a responderle, así que tomó

nuevamente la palabra:

––Él se preocupa mucho por todo, en cambio, yo,

creo preocuparme solo por las cosas más “importantes”.

Pensé que lo que decía no dejaba muy bien puesto a

papá, luego añadió:

––Guillermo tiene la capacidad de fijarse en deta-

lles que yo no veo, pero a veces, por concentrarse tanto

en esos detalles, pierde la visión general de los proble-

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mas, y es ahí cuando entro yo. Por alguna razón se me da

bien analizar las cosas de una manera amplia, y creo que

se debe a que puedo identificar qué es lo más urgente en

determinadas situaciones. A esto, yo le llamo priorizar.

Cuando mamá acabó el minidiscurso, me quedé

mirando la puerta de madera del clóset que se abría y ce-

rraba por el viento que producía el abanico.

––Para Guillermo fue inquietante que Hugo lo lla-

mara para decirle que estaba preocupado por ti ––dijo

mamá y empezó a acariciarme las piernas––. Peludo, solo

en las piernas, como tu padre —me sacó otra sonrisa––.

Pero debes saber que Hugo no solo llamó a tu papá para

eso.

Pensé que tal vez sospechaba algo sobre Tomás y

yo, pero luego recordé que no habría por qué sospechar;

para ese tiempo, ya Tomás había salido del colegio.

––Dijo que te nota muy distraído, y eso, en cabeza

de tu papá representa una gran preocupación.

––Yo me siento bien, pero trigo me parece muy

difícil.

No solo tenía la cabeza volando por cualquier cosa

que estuviera pasando entre Tomi y yo, en verdad trigo-

nometría me parecía inútil y no entendía el porqué de su

existencia.

––Lo sé, Fede. Una mamá siempre sabe cuándo su

hijo no está bien, en este caso, sé que tú no necesitas de

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nuestra ayuda ––dijo con un tono amoroso y siguió acari-

ciando mi pierna––. Lo que trato de decir es que tu papá

se preocupó mucho, ¿sabes? Para él es difícil entender

que no todos somos como él, quiero decir, no todos so-

mos excelentes académicos; y, si la academia no marcha

bien, quiere decir que algo malo de verdad pasa con la

persona.

––Pero, mamá… ––no supe qué contestar, así que

suspiré.

––Fede, tu papá exageró un poco con la conversa-

ción de aquel día en el estudio. En realidad, según me

contó Hugo esta tarde, solo le dijo que por favor estudia-

ras unos temas para que no tuvieras que quedarte en recu-

peraciones a final del año.

––¿Y la citación?

––Hugo mencionó que es solo un formalismo, papi.

Es decir, nada de lo que debas preocuparte.

Mamá se levantó y me besó la frente, otra vez. Es

la manera en que ella da por clausurada una conversa-

ción. Quise abrir la boca y decirle que me había gustado

que me hablara, pero creo que habría sido muy cursi de

mi parte. Además, ella siempre entiende sin que uno dé

mayor explicación. Cuando estaba en la puerta, justo an-

tes de salir del cuarto volvió a mirarme y me dijo:

––Imaginé que estarías aburrido del Choco Krispis

y el yogurt, así que te pedí una mexicana de Pizza Loca.

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David Escobar De Lavalle

***

Esta vez es distinto: no puedo volver a encerrarme y es-

perar a que todo se resuelva por sí solo, o pedir que ven-

ga mamá a darme una charla motivacional. Necesito sa-

ber qué pasó con Tomás, a dónde fue, con quién estuvo

en Nochebuena. Es probable que haya ido a emborra-

charse a algún bar del centro, o se encontró con alguien

del colegio o la universidad. Aquí es fácil encontrarse de

casualidad con los amigos en la calle, al menos para To-

más, que es del tipo de gente a quien todos conocen.

Igual no dejo de preocuparme. Hace más de tres años

que su familia se mudó a Medellín y aquí no le queda

nadie tan cercano como para pasar estas fechas. Tomás

ama Santa Marta y decidió quedarse estudiando cine en

la Universidad del Magdalena. También se quedó por mí.

Me da un orgullo tonto decirlo, y es probable que no esté

bien que me jacte al mencionarlo, pero qué importa, se

siente bien. Aunque no se siente bien pensarlo solo y que

tus hermanos lo hayan echado de la casa por una razón

(si es que acaso lo es) tan tonta.

Tomás no viajó a Medellín este fin de año porque

hicimos plan de ir hoy a acampar, los dos solos, a Los

Ángeles, en el Tayrona. Estuvimos planeando el paseo

por varias semanas. La idea era celebrar el final de se-

mestre y que el filminuto que grabó, quedó nominado a

“mejor producción audiovisual de denuncia” en los pre-

mios Césares de la Universidad de Manizales. En el fil-

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Nadamos en el mismo mar

minuto, Tomás recorre la Avenida Campo Serrano y

muestra que no hay una sola caneca de basura. Ni una so-

la. Claramente por ser una calle con vendedores, almace-

nes y llena de transeúntes, es algo inaceptable. Al final no

ganó, pero solo necesitábamos una excusa para volarnos y

hacer de las nuestras. Debo decir que la idea de estar ale-

jados de la ciudad, sobreviviendo a picaduras de mosqui-

tos, insolados, comiendo sándwiches de atún con mayo-

nesa y bebiendo agua de botella no es que fuera mi plan

favorito, pero ver a Tomás deslizándose sobre las olas en

su tabla de skim y en su Speedo negro, pagaba cualquier

sacrificio.

No puedo evitar fantasear con Tomás, imaginar ver-

lo desde la orilla, yo haciéndole fotos que él después criti-

caría ––aunque solo lo habría hecho por molestarme––.

Otra de las cosas que me habría gustado de acampar con

Tomás es la de estar sentado en la orilla y verlo salir del

agua, jadeando por el cansancio, con su tabla debajo del

brazo y caminando hacia mí, para luego pedirme que le

diera de beber de la cantimplora. Pero mi momento favo-

rito habría sido ver a contraluz las gotas de agua de mar

deslizándose entre su pecho, ligeramente peludo, y ver lo

duras que habrían estado sus tetillas.

El aire acondicionado lleva varias horas apagado y

sube la temperatura del cuarto. Siento cómo empiezo a

sudar. Me quito la camiseta y la pongo sobre la mesa de

noche, con cuidado de no tirar la lámpara. No es suficien-

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te. Las piernas me sudan y prefiero bajarme el pantalón

del pijama hasta las rodillas. Me toco la verga mientras

pienso cómo me habría puesto de pie y lo habría tumbado

en la arena; habría empezado a lamer sus tetillas para eri-

zar su piel, hacerlo jadear, pero de gusto, al sentir mi len-

gua y mi respiración bajando desde sus tetillas hacia las

costillas, y después, más abajo, hasta su Speedo, para lue-

go quitarlo con mi boca…

Antes me preguntaba mucho cómo alguien como él

pudo fijarse en mí, en serio. Sé que tengo cosas buenas,

pero en el colegio parecía que había un sistema de castas,

y él y yo no estábamos en la misma. Prefiero no pensar

mucho al respecto, sino recordar lo bien que la hemos

pasado, o que la íbamos a pasar en Los Ángeles.

Y seguir tocándome.