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Entre historias y consejasAnécdotas de la vida en Saltillo

J O S É G A R C Í A R O D R Í G U E Z

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Entre historias y consejas

JOSÉ GARCÍA RODRÍGUEZ

Anécdotas de la vida en Saltillo

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Entre historias y consejasAnécdotas de la vida en SaltilloJosé García Rodríguez

Cuauhtémoc sur 349Saltillo, Coahuila

Esta obra es publicada sin fines de lucroy su distribución será gratuita.

Enero de 2019

Impreso en Saltillo, Coah., México

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Presentación

FOMENTAR LA LECTURA es una responsabilidad social,por ello dentro de las acciones que el Gobierno delEstado lleva a cabo está la del fomento continuo ala lectura, en la que ha participado muy activamenteel Consejo Editorial del Estado con la publicaciónde la Colección Clásicos de Bolsillo, que ya tienedos emisiones con 10 títulos de autores de famauniversal.

La tercera emisión de esta Colección está dedicadaa cinco autores coahuilenses, con señalados méritosen la literatura de nuestra región y figurasimportantes dentro de la cultura en el estado, porlo que el nombre sufre una variación: ColecciónClásicos Coahuilenses de Bolsillo, que incluirá textospoéticos y narrativos de Manuel Acuña, José GarcíaRodríguez, Rafael del Río, Felipe Sánchez de laFuente y Julio Torri.

Así, el gobierno de Coahuila brinda a las nuevasgeneraciones la oportunidad de deleitarse con las

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creaciones literarias de estos coahuilenses de letrasde los siglos XIX y XX, creaciones que son elespejo del tiempo en que vivieron. Leerlas nospermitirá ponernos en contacto con lugares,personas, costumbres y experiencias de aquellasépocas.

Miguel Ángel Riquelme SolísGobernador Constitucional

del Estado de Coahuila de Zaragoza

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Las Galindos

I

ERAN TRES HERMANAS, María de Jesús, María delos Dolores y María del Refugio Galindo, que en laintimidad del hogar y del afecto, se llamaban Chita,Lola y Cuca, y eran conocidas en el lugar,indistintamente, con tales diminutivos y con elnombre genérico de “las Galindos”. Habían pasadode la juventud en honesta soltería, no porque fuesenfeas o tuvieran defectos de otra índole que alejarana los hombres, pues al contrario, fueron, si noguapas, simpáticas y hacendosas, y aunque habíanquedado huérfanas desde niñas, supieron conservarsiempre su buena fama y merecer la estimación desus convecinos. Pero estaban tocadas del sinomaléfico –¿por qué no benéfico?–, que sin razónaparente, condena a veces a familias enteras demuchachas a no hacer otra cosa en la vida que“vestir santos”.

Las Galindos vivían de su trabajo. Bordabanmuy bien; deshilaban y tejían de gancho

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primorosamente, y eran extremadas en la prepara-ción de dulces, panes y frutas de sartén. Nadiehacía como ellas las mermeladas, las tirillas dedurazno y de membrillo, la jalea de tejocote –piedrade toque de las habilidades confiteras–, el turrón,los gaznates y los bollos de leche. Tales golosinastenían demanda todo el año, pero muy espe-cialmente durante las vigilias de Semana Santa ylas fiestas de Noche Buena, Año Nuevo y Día deReyes, en que se celebraban las Posadas y sebajaban los Nacimientos. Entonces obtenían las treshermanas muy buenas utilidades, que unidas a lascircunstancias de ser propia la casa en quehabitaban, baratos los mantenimientos y ellashumildes y económicas, les permitían vivirtranquilas, y según comentarios de la gente, hacerahorros para la vejez y los casos fortuitos.

Chita, la mayor, delgada y nerviosa, añadía alos fueros de la edad, los dones de una inteligenciaclara y una voluntad enérgica, y era por eso, lacabeza del hogar. Lola, la mediana, aunque deapariencia que no extrañaba por robusta, eraactivísima y hábil para todos los trajines domésticos,y Cuca, la menor, sana y procerosa, tenía a sucargo los quehaceres que requerían fuerza yresistencia, como cambiar de sitio los muebles

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cuando se sacudía la casa, tirar a la calle el cajónde la basura, y cuando hacían dulces, menear elcazo y sacarlo prontamente de la lumbre, en cuantoestaba de punto. En el ejercicio de tales actividadesestaba siempre bien deslindada la participación decada una. Lola encendía la lumbre o calentaba elhorno, mezclaba los ingredientes, preparaba lasvasijas o las canastas; Chita daba los puntos, y Cuca,remangada y sudorosa, movía la gran cuchara depalo en la mezcla compacta y resistente, oempuñando la pala, metía en el horno las hojas delata con las pellas de masa, y las sacaba, una veztranscurrido el tiempo necesario. No obstante ladivisión de funciones que podrían llamarsefundamentales, adecuadas a las cualidadescaracterísticas de cada quien, las tres participabande las tareas que no requerían habilidad especial,como lavar los trastos, pelar almendras, mondarduraznos o deshuesar tejocotes.

Tenían su casa modesta, casi pobre, pero limpiay arreglada. El estrado con su trozo de alfombra,el canapé con su funda de plegados volantes, lassillas de tule puestas simétricamente en torno de lasala, sendas rinconeras en los ángulos, y sobre unade ellas, multitud de cachivaches, entre los cualessobresalía una imagen de bulto del Santo Cristo

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de la Capilla, a cuyo pie ardía constantemente unalamparilla de aceite. En las paredes, numerosasestampas de santos, adornadas con flores de papel,y en épocas propicias, con sartas de maravillas yespigas naturales. En la alcoba contigua a la sala ycomunicada con ella, sin otra luz exterior que la deuna claraboya abierta cerca del techo, las tres camasde madera, limpias y bien guarnecidas, los tresbaúles forrados de piel cruda con clavos dorados,y otra muchedumbre de estampas, destacándoseen la cabecera de cada lecho, por su mayor tamañoy más profusa ofrenda de adornos, la imagen delsanto correspondiente al nombre de cada una delas tres hermanas.

Para ir de paseo, de visita o a misa losdomingos y fiestas de guardar, salían las tres juntas,las mayores atrás y la más joven delante, con elpelo partido por el medio, pegado en ondas a lassienes y recogido en la nuca por apretado rodete;las faldas plegadas, barriendo el suelo, sin dejarver ni las puntas de los pies, y cruzados al pecho,sobre las “mascadas” de seda, los tápalos de merinode largos flecos. En las grandes solemnidades –laSemana Santa, el Jueves de Corpus, el Novenarioy la Función del Señor de la Capilla–, se ponían lostúnicos de gro, los aretes de filigrana de oro y los

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anillos de esmeraldas, de los llamados “memorias”,que se descomponían en una cadenilla de sutilesargollas.

II

Durante la feria, famosa en todo el país, que severificaba en el mes de octubre de cada año, llenabala ciudad una gran muchedumbre de gente forastera,procedente de todas partes, que acudía a vender ya comprar, al husmo de lícitas empresascomerciales y de ganancias indebidas, de los juegosde suerte –albures, ruleta, chuza, manitas,carcamanes–, no menos que al poderoso atractivode comedias, funciones de circo, peleas de gallosy corridas de toros. Y con honrados mercaderes,sencillos rancheros y personas de arraigo, quevenían a hacer negocios o a divertirse honestamente,llegaba también gran copia de pícaros, diestros entodo género de maldades, que entre la enormepoblación hacinada en mesones, casas particularesy hasta en las calles y plazas bajo improvisadasbarracas de manta y de madera, y a favor del tráficoy barullo de las fiestas, tenían ocasión y coyunturapara ejercer sus habilidades con el mayor provechoy el menor peligro. Y después de cerrada la feria,

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cuando los forasteros regresaban a su tierra, ySaltillo recobraba su quietud ordinaria, siempreocurrían, como huellas de la pasada algazara, robos,pleitos, asesinatos y escándalos, causados por losresiduos de gente perversa que las autoridadesprocuraban perseguir y eliminar prontamente, paraque la ciudad volviera a su habitual seguridad ysosiego.

III

A la sazón, se estaba a fines de noviembre; un mesantes había terminado la feria, y hacía una deaquellas nortadas, frecuentes durante el invierno,de cielo nublado, temporal y “candelilla”, que porvarias semanas no había permitido la alegría delsol, sino por breves y parciales escampos. Aquellanoche había cesado la lluvia, pero el frío era intenso,y se sumergían las cosas en una masa de niebla,que la falta de luz en las casas y de alumbrado enlas calles, volvía compacta y tenebrosa. Los vecinosdesde temprano habían cerrado sus puertas y ningúnrumor ni movimiento de vida se percibían bajo lassombras.

Las Galindos vivían cerca del Ojo de Agua,casi a extramuros de la ciudad. Su casa –sala con

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ventana y puertas exteriores, recámara, cocina ypatio–, cercada de solares vacíos y frontera a lastapias de una huerta, era más alta que el piso de lacalle, y tenía, a la entrada, una escalinata de piedrasdesunidas y rotas por el uso y el tiempo. Apartadadel centro urbano y lejos también de las demásviviendas del barrio, peligrosa para mujeres solas,hubiera atemorizado a otras que no hubieran sidolas Galindos, acostumbradas desde muy jóvenes aenfrentarse con la vida y a no atenerse sino a suspropios recursos.

Chita, después de cenar, entreabrió la ventanaprotegida con gruesas rejas de palo, miró unmomento hacia abajo y hacia arriba, y dijo a sushermanas en tono hiperbólico:

–¡Está la noche como boca de lobo!Lola y Cuca, a su vez se asomaron una en pos

de otra, y repitieron la misma frase:–¡Como boca de lobo!–¡Como boca de lobo!Rezaron un largo rosario de quince, y se

acostaron. Chita apagó la vela que en viejapalmatoria de hierro había puesto sobre una silla, ala cabecera de la cama. Sólo la débil lamparita votivaquedó iluminando confusamente la imagen deCristo, cuya sombra se proyectaba hacia arriba,

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deformándose, en el muro encalado, y derramabapor toda la estancia un vislumbre trémulo, conalternativas de crecimiento y de mengua, como siluchara por triunfar de la sombra.

Acababa Chita de dormirse cuando despertóescuchando unos golpes subterráneos y a compás,que hacían trepidar ligeramente el suelo y los muros,y cesando por momentos, continuaban de nuevo,al parecer más cercanos. Chita se levantóquedamente y pegó el oído en la pared que daba alpatio; pero los golpes, en vez de precisarse, se oíanmás lejos. Se fue a la sala, y se dio cuenta enseguida, de que sonaban del lado de la calle, junto ala casa, y atisbando por una rendija, pudo ver quetres individuos hacían un agujero debajo de la puertade entrada. Despertó a sus hermanas, enterándolasde lo que pasaba y recomendándoles se vistieranaprisa y en silencio.

–Pediremos auxilio –propuso una de ellas.–No –afirmó Chita–; entrarán antes de que los

vecinos nos oigan.–¿Entonces?–No tengan miedo… Tú, Cuca, cubre con

alguna cosa la luz de la lamparita… Tú, Lola, tráeme,pero volando, el hacha de la cocina.

Cuca y Lola cumplieron las órdenes de Chita.

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–Ahora –ordenó ésta, empuñando el hacha–,pónganse las dos del otro lado de la puerta, perobien pegadas a la pared y sin hacer ruido.

Obedecieron, como antes, automáticamente,tanto por la autoridad que la hermana mayor teníasobre ellas, como por el dominio que ejercen enlos momentos de peligro las voluntades enérgicas.

Los golpes continuaron. De repente se hundióun trozo del piso, a un paso del umbral; la punta deuna barreta aparecía y desaparecía en los bordesdel hoyo que por momentos se hacía más grande;en seguida, dos manos crispadas asomaronarañando la tierra. Cesaron los golpes, y del hoyosurgió lentamente una cabeza desgreñada. El hachala partió en dos pedazos.

–Estírenlo, muchachas –murmuró Chita.Lola y Cuca, cogiéndolo por los hombros,

jalaron el cuerpo hasta en medio de la sala.Asomó inmediatamente otra cabeza, y el hacha

la cortó de un solo tajo.–Estírenlo, muchachas.Apareció la tercera cabeza, y un tercer hachazo

la separó del tronco.–Ése déjenlo allí tapando el agujero… Lávense

las manos, y mientras amanece, vamos a rezar laNovena del Santo Cristo, en acción de gracias.

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Chita se manifestaba tranquila. Cuca y Lola,aunque azoradas y trémulas bajo el horror de lasangre que les manchaba las manos y las ropas ycorría por el suelo, se sentían confortadas por lapresencia de ánimo de la hermana mayor.

–Rezaremos en la recámara –propuso una.–No –dijo Chita–; aquí ante la imagen del

Señor. Allí dentro nos daría más miedo.Se arrodillaron, persignándose devotamente.

La luz de la lamparilla subía hasta el techo, y desdeallí descendía medrosa y desmayada; las sombras,saliendo de los rincones, se alargaban paracapturarla; pero ella tornaba a escapar hacia arriba,y las sombras se replegaban de nuevo; a cuyoalucinante vaivén, temblaban las vigas, los muros,los muebles, la imagen del Crucificado, y parecíaque volviendo a la vida, iban a levantarse losmuertos.

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“En ésas nos viéramos, Chepita”

EL LICENCIADO don José María de Letona, parientedel Excelentísimo señor don Juan Ruiz de ApodacaElisa López de Letona y Lazqueti, Virrey de la NuevaEspaña, anteponiendo la felicidad de su país a laspreocupaciones y vanidades aristocráticas, abrazóla revolución encabezada por don Miguel Hidalgo,y en calidad de asesor de guerra o algo por estearte, acompañó al infortunado caudillo hasta el finde su gloriosa aventura.

Después de la aprehensión de los jefesinsurgentes, el licenciado Letona no logrópreservarse de las represalias que don Félix MaríaCalleja del Rey emprendió –táctica peculiar de losvencedores respecto de los vencidos–, contra todoslos que de alguna manera tomaron parte en larebelión fracasada; sufrió prisiones y maltratos, yno hubiera podido escapar de la muerte, sin elprotector influjo de su pariente el Prebendado donMiguel Sánchez Navarro. Pero como se habíaafiliado al primer movimiento libertador, el licenciadoLetona, al consumarse la Independencia por el Plan

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de Iguala, se convirtió en personaje político deimportancia, como sucede siempre si triunfa sucausa, no digo a individuos de altas prendasmorales, sino a bastos y vulgares sujetos. Y el 10de mayo de 1831 asumió el gobierno de Coahuila,entre la general alegría de los saltilleros que conocíanlas grandes cualidades de intelecto y corazón de sunuevo gobernante.

Era el licenciado Letona un hombre de sutiempo, de arraigadas convicciones religiosas, fielobservante del rito católico, apostólico, romano,de intachable conducta pública y privada, noobstante su romancesca aventura revolucionaria,compartida con generosa ilusión por muchoshombres de su misma contextura moral; decultivado talento, ameno trato y bondadoso carácterque no perjudicaba a la energía, sino antes bien, leprestaba el medio de ejercerse con más eficacia ymejor suceso. Y aunque a veces solía entregarse aprácticas extravagantes –achaque común a todoslos hombres extraordinarios–, durmiendo en uncajón y pasando los días subido en una higuera desu huerta, semejantes caprichos no eran en él sinolas excentricidades de una personalidad superior,que por extrañas que parecieran, no mudaban sussentimientos ni perturbaban su juicio.

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Tenía el licenciado Letona, como todos loshombres de su generación, muy viva la concienciade la responsabilidad, y al recibir la investidura delpoder, sabía que lejos de hacer negocios ysatisfacer apetitos –maneras de gobernar que noestaban entonces de moda–, iba a sacrificar sutranquilidad y sus intereses particulares en favordel estado, a velar efectivamente por la vida, lahonra, la hacienda y la libertad física y moral desus conciudadanos. Y se manejó con tal saber ydestreza, que enderezó en breve tiempo cuanto enlas varias incumbencias del gobierno andaba torcido,particularmente lo que miraba a la seguridad depersonas y bienes, pues persiguió el latrocinio a talgrado, que solía abandonar por la noche su capaespañola en los bancos de piedra de la Plaza deArmas, sin que nadie se atreviera a llevársela. Losrateros que habrían logrado escapar a la terriblebatida y que seguirían haciendo de las suyas a lachitacallando, sabedores de que la fina prenda erade su Señoría –en los pueblos cortos nada se tienesecreto–, se guardarían muy bien de tocarla parano dar señales de vida.

Después de la guerra de Independencia y lostrastornos políticos que la siguieron, la ciudad deSaltillo había vuelto a su quietud habitual. Echada

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en el declive de su loma, ceñida de huertas, oreadapor el aire fresco y saludable de la sierra, saboreabasu vida mansa, sin ambiciones febriles ni prisasfatigantes… La misa de alba, el trabajo moderadoque daba lo preciso para vivir sin exigencias nifantasías, la sabrosa charla en las reboticas y enlos estrados, los yantares sobrios, el santo rosarioal anochecer y la paz del sueño cuando la campanamayor daba la queda y se oían los primeros pitosde los serenos… Nada turbaba el sosiego de losánimos, si no era a veces el eco de las contiendaslejanas y el temor a las correrías de los salvajes.Ricos y pobres se sabían mutuamente de memoria,y sin que se enfriaran las cordialidades del trato nila estima verdadera, las murmuraciones de los unosa expensas de los otros, eran sabrosas yentretenidas. Todo se sabía mediante un sistemade información, que mal año para los más perfectosde los tiempos modernos. La vida de los pacíficossaltilleros semejaba un juego a cartas vistas, dondenadie puede llamarse a engaño, sin astucias quevalgan ni estratagemas que sirvan. La manera devivir de los hombres y las mujeres, sobre todo sipertenecían a las clases pudientes, era observadaen todos sus aspectos, aun los más íntimos ysecretos, por el fisgoneo de sus convecinos, y nada

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podían hacer bueno ni malo, que no saliera a luz,corriendo en el acto, como el agua que se desborda,por todos los recovecos de la ciudad. Claro que secometerían pecados veniales y hasta mortales, ycomo seres humanos, muchos sucumbirían a lastentaciones del demonio; pero se temía al escándalo,y en tales casos, la maledicencia bajaba la voz o secallaba del todo, para no pregonar el mal ejemplo.

Y sucedió por entonces un acontecimientoinesperado que turbó la monotonía del vivir saltillero,como un ruido estridente en un silencio grato, comouna canción alegre en la paz de un cementerio…Chepita apareció en Saltillo… Andaba, al parecer,entre los veinticinco y los treinta años. En su rostroovalado y moreno los ojos oscuros de largaspestañas tenían temblores de luz, como las piedraspreciosas; los labios acorazonados y rojos se abríanen perenne sonrisa; los cabellos castaños partidospor el medio, perfilando la frente, en cuya tersuratrazaban las cejas su curva impecable, se pegabanen ondas a las sienes y formaban en la nuca unabultado moño; la gentil cabeza se erguía sobre lasarmoniosas líneas de un cuerpo gallardo, cuyosmovimientos aunaban la distinción y la gracia; eltraje de colores vivos, de estilo más bien popularque señoril, pero sencillo y correcto, dejaba ver

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los pies bien calzados con zapatillas de tacón alto,y cubríale el busto un rebozo tornasol, terciadocon garbo.

Las primeras veces causó, más que todo,sorpresa; pero días después, cuando pasaba Chepitarepicando rítmicamente con los tacones sobre laslosas de las aceras, los vecinos salían a las ventanas,los transeúntes se paraban, los horteras desatendíanel despacho para verla pasar, y en el Parián las“puesteras” tlaxcaltecas, hablando en su viejoidioma, se disputaban el gusto de regalarle lasmejores manzanas y las rosas más lindas. Undomingo que Chepita fue a misa de once, los fielesdesatendiendo la santa ceremonia, no hacían otracosa que volverse disimuladamente para verla, apesar de que ella se mantuvo con la corrección y elrespeto debidos a la casa del Señor, y nadie rezó aderechas las oraciones finales, por salir en tropel apararse en la puerta y admirar de cerca a lainquietante “fuereña”. Las señoras principales, sólopor conocerla, visitaban a las vecinas de las callesque sabían frecuentaba Chepita, y después de mirarlacon avidez, como miran las mujeres cuando aman ycuando odian, hablaban de ella despectivamente,juzgándola más que bonita, escandalosa, pues vestíade un modo deshonesto y andaba por todas partes

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y a todas horas, a veces sola y a veces acompañada,que no se sabía cuál fuese de ambas cosas la másvituperable. Las autoridades que se lo consentíanestaban faltando a su deber.

Chepita, como todas las mujeres, percatándoseal vuelo de quienes la miraban con afecto y simpatía,les pagaba en miradas y sonrisas amables; dabaconversación a los que se atrevían a acercársele,que pronto fueron muchos; llegaba con facilidad ala confianza y a las bromas, y no se extrañaba deuna frase imprudente, ni se enojaba por unaproposición atrevida.

No tardó mucho en saberse que hacíaexcursiones a las huertas, al Cerro del Pueblo yhasta a la Boca de San Lorenzo, en compañía deamigos, y que en su casa, próxima al crucero delas calles del Mezquite y de los Sauces, se reuníanjóvenes, hombres maduros y viejos verdes a tocarla guitarra, cantar, bailar y jugar a las cartas, aménde lo que no era posible que saliese a flor de agua.

Las damas de más campanillas, pertenecientesa las cofradías y otras asociaciones piadosas dellugar, a quienes indudablemente competía el derechomoral de velar por las buenas costumbres, pusieronlas hablillas en conocimiento del señor cura, pidiéndoleconsejo, y el señor cura se las comunicó al

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gobernador, suplicándole arbitrase el remedio. Ellicenciado Letona, respetuoso como el que más delos derechos ajenos, solicitó informes de algunos desus amigos, que por alternar con toda laya de gentes,podrían estar mejor informados; pero como se losdieran contradictorios, por ser los unos enemigos ylos otros parciales de la guapa moza, comisionó aun corchete de su entera confianza para que vigilandode cerca la casa de Chepita, indagara la verdad delas cosas. No fue de provecho la medida, pues elespía sólo pudo informar al gobernador lo que ésteya sabía, que la visitaban Fulano, Mengano y Zutano,que hacían dentro bastante mitote de música, charla,cantos y risas, y que al sonar la queda, salían losque habían entrado, y Chepita cerraba su puerta yapagaba su luz; que si más tarde regresaban algunos,ello no le constaba, pues no habiendo alumbrado enel barrio y estando la casa tan cerca de la esquina,que volver ésta y entrar en aquélla, era todo uno,sólo parándose en la misma puerta –para lo cual noestaba autorizado–, podría saberse si había entradasy salidas clandestinas.

El licenciado Letona se hallaba perplejo, pues siaquella señora ponía una nota de color subido en elhigiénico medio tono de la vida saltillera, él comogobernante, no podía atropellar los derechos de nadie,

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ni proceder en detrimento de persona alguna, porhumilde o despreciable que fuera, sino en los casosde un delito bien comprobado o de una transgresiónostensible de la moral y las buenas costumbres.Meditaba el escrupuloso funcionario cuál sería en elcaso su deber, y casi se había resuelto a esperarmejor coyuntura para emplear medidas de rigor,cuando un día, al llegar a su casa un tanto fatigadopor estarse en verano y venir de cuestarriba y a pie–el oficio no daba en aquellos tiempos para usarcoche–, su mujer le condujo a la alcoba matrimonial,revelando en su actitud disgusto y preocupación, ytras de cerrar la puerta, le anunció que iba acomunicarle algo muy grave relativo a Paquito.

Por aquel entonces, era éste su único hijo varón,muchachote de doce años, bien desarrollado yguapote, carilleno, de grandes ojos garzos, rojos losmofletes, rubio el cabello, naturalmente ondulado, yunas gruesas y bien hechas pantorrillas, que para sílas quisieran las chicas mejor dotadas. A pesar de suedad, aún andaba de corto y siempre al cuidado deuna nana indígena –cara de ídolo, trenzas sueltaspor la espalda, rebozo azul, enaguas plegadas yzapatos de gamuza–, y ella lo desnudaba en la nochepara meterlo en la cama, lo levantaba, lo vestía, lollevaba a la escuela y lo acompañaba a todas partes,

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cogiéndolo de la mano para atravesar las calles, yevitándole comer golosinas a deshora, ensuciarse laropa y amistarse con chicos de dudosas costumbres.

–¿Pero qué es ello? –preguntó ansiosamenteel licenciado Letona.

–Figúrate que esta mañana, cuando el niñoregresaba de la escuela, lo encontró esa Chepita, esamala pécora que tanto escándalo mueve, sin que túla reprimas, cosa que ya te tiene a mal todo elmundo…

El licenciado pretendió hablar, tal vez paradisculparse; pero la señora, con un gesto, le indicóque esperara.

–Y acercándose a él –continuó la dama–, leacarició la cara y el pelo, le dijo que el gobernadortenía un hijo muy chulo, le dio un par de besos enlas mejillas y le regaló un cucurucho de caramelos…

El licenciado, alzando las manos que teníaapoyadas en las rodillas, hizo un ademan dedesolación.

–Y es lo más grave que el niño, desde estamañana, no habla sino de Chepita; afirma con unfuego que yo no le había conocido, que esbonitísima y simpática, y cuando la nombra, seruboriza hasta la raíz del pelo. Se enfurruñó y medio una respuesta grosera, cuando le advertí que

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esa Chepita es una mujer vulgar, de malossentimientos, y que no merece la estimación de laspersonas decentes.

–¿Cuál fue esa respuesta?–Que las señoras que vienen a casa son más

vulgares y malas, porque sin ser tan guapas comoChepita, ni andar tan limpias como ella, se pasan eltiempo murmurando unas de otras, y a pesar deque meriendan y comen aquí muchas veces, a élnunca le han dado ni un pedazo de charamusca.

Leve sonrisa de satisfacción por la agudeza delchico, iluminó la faz preocupada de ambos esposos,y alivió pasajeramente la solemnidad de la escena.

–¿Y la nana qué dice? ¿Acaso no pudo evitarlo?–La nana –replicó irónicamente la señora–, se

muestra también encantada, y jura y perjura quelas caricias que Chepita hizo al niño nada tienen demalo, y que esa perdida es preciosa y muy buena.

–Se pondrá remedio –afirmó el licenciado, yaconvencido.

–Pero pronto, hijo mío, para que la cosa nopase a mayores; no por Paquito, que ya sabré yocómo me las arreglo para evitar esa clase deencuentros, sino por los demás que están o puedenestar en pecado, y también por el buen nombre detu gobierno. Acabo de consultar al padre guardián

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y al señor cura, y ambos opinan que no dejes pasarmás tiempo sin aplicar a esa mala mujer el correctivoque merece.

Aquella misma tarde dio orden el gobernadorpara que a la mañana siguiente se llamara a Chepita.

El licenciado Letona que había estado en laguerra y tratado trascendentales negocios conpersonajes de viso y con peligrosos bandoleros,ante la proximidad de su entrevista con aquella mozavulgar, sentía sin saber por qué causa, una molestiarecóndita, una indefinible inquietud que,enervándole, no le permitían concentrar su atenciónen sus labores habituales. Cuando abrieron la puertapara dar paso a Chepita, penetró, precediéndola,un aroma suavísimo que recordó al licenciadoLetona el de la flor de los huisaches en primavera.Indicó a Chepita un asiento y fingió que leía unoficio, para tener tiempo de serenarse y observar ahurtadillas a la terrible diablesa. De su calladoexamen sacó por consecuencia que la fama se habíaquedado corta, pues en verdad, era bella la moza ytenía, además, un singular atractivo. Allá por lashonduras de su ser masculino, sintió el licenciadoLetona algo así como un grato cosquilleo; perohombre virtuoso, acostumbrado a vencer losinstintos malsanos, ahogó con un acto de voluntad

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aquella sensual complacencia.–¿Es usted Chepita? –preguntó cortésmente.–Para servir a Dios y a Usía.–¿De dónde es usted?–De aquí.–¿Cómo entonces no se la había visto hasta

ahora?–Hace años que me fui a vivir a México… Allá

me casé… Se murió mi marido, que de Dios goce…–Amén.–Y me decidí a regresar a mi tierra.–¿Vive usted sola?–Sí señor.–¿Que no tiene usted parientes?–No señor.–¿Y de qué vive usted?–Coso ajeno, y trabajo donde me ocupan.–Eso produce poco, y debe usted de tener otras

ganancias, a juzgar por su traje, sus afeites y superfume.

–No crea Usía, señor gobernador… El rebozome lo compró mi difunto, que de Dios goce…

–Amén.–El perfume, yo misma lo hago con las

florecitas amarillas de los huisaches… Me enseñóun italiano, y si viera Usía que es fácil y cuesta casi

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nada… El vestido… Tóquelo Usía… Es de indianade a real… Y los afeites, no los uso, pues miscolores, aunque me esté mal el decirlo, son naturales,como puede Usía convencerse, si quiere.

–No… No es necesario –prosiguió ellicenciado, próximo al espanto–. Me informan,además, que usted se pasea por lugares apartados,acompañada de amigos, y los recibe por la nocheen su casa, donde hay música, vino y baraja.

–En cierto modo, no lo han engañado a Usía,y en cierto modo, sí… Es verdad que tengo amigosy que salen a paseo conmigo y van a mi casa adivertirse… Son gentes que me han mostradocariño, y claro, no voy a hacerles un desaire; peroni en el paseo ni en mi casa hacemos nada malo…Usía puede convencerse, si gusta, yendo a pasar elrato con nosotros.

–Gracias… No es para tanto… Probablementees cierto lo que usted me cuenta… Pero vox populi,vox Dei…

–¿Cómo dice Usía?–La voz del pueblo es la voz de Dios, y ésta la

condena a usted. Es, pues, absolutamente precisoque deje usted ese modo un poco estrafalario devestir; que se ponga una falda más larga y una blusamás alta de cuello, que las que ahora trae, y se

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cubra la cabeza con un rebozo negro; que no salgaa la calle sino para las diligencias indispensables…nada de paseos ni cosas por ese arte, y menosacompañada… Despida a los amigos, ciérrelesdefinitivamente la puerta de su casa, y entrégueseal trabajo, que no ha de faltarle, y a las prácticaspiadosas, frecuentando los sacramentos y tomandocomo director espiritual a cualquiera de los señorescuras o a uno de los reverendos padres de nuestroSeñor San Francisco, como usted lo prefiera… ¿Meentiende?

–Sí señor –contestó Chepita compungida, conla cabeza inclinada, los ojos bajos, más coloradaque de ordinario, y haciendo dobladillo con elextremo del rebozo.

–Pues de lo contrario –prosiguió el gobernador,poniendo mayor severidad en la voz y marcandolas palabras con el índice de la mano derecha–, meveré en el penoso deber de desterrarla, no sólo dela ciudad, sino del estado… Medite lo que le hedicho, y vaya usted con Dios.

Chepita se encaminó a la puerta, enjugándoselas lágrimas con un fino pañolito de seda randado,que esparció más intensamente el aroma de la florde los huisaches. En el umbral se detuvo, volviéndose

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al licenciado Letona que puestas las manos en losbatientes, se disponía a cerrarlos.

–Estoy pensando –le dijo entre sollozos–, quesi soy tan mala y perniciosa, que por eso no mequieren aquí, lo mejor será que me vaya, antes deque Usía me destierre… Y esté Usía seguro de quelo haré muy pronto.

–¡En ésas nos viéramos, Chepita! –exclamóel licenciado, cerrando la puerta.

No se sabe si la guapa Chepita cumplió supropósito de marcharse o se plegó a los consejosdel licenciado Letona; pero la frase final de éste“En ésas nos viéramos, Chepita”, perduró comoun modismo local, ahora casi olvidado, parasignificar el deseo, y al mismo tiempo la duda, deque se verifique una cosa.

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Cuando César pasó el Rubicón

LAS DAMAS PERTENECIENTES a las Congregaciones yCofradías de las Ánimas, de la Vela Perpetua, delSeñor San José y del Santo Cristo de la Capilla,convocadas por el señor cura, se reunieron en lasacristía de la parroquia de Santiago, en tanto quelos señores de más campanillas, comerciantes,agricultores y propietarios de fincas urbanas,conferenciaban en la Sala de Cabildos, presididospor el alcalde, que lo era a la sazón Su Señoría donManuel Carreño.

Ambas reuniones tenían doble motivo:comunicar a los presentes la próxima llegada delIlustrísimo y Reverendísimo señor doctor don frayJosé María de Jesús Belaunzarán, recientementenombrado Obispo de Linares, quien de paso parala Sede de su Diócesis, permanecería por cortotiempo en la fresca y apacible ciudad de LeonaVicario, y acordar el hospedaje, recibimiento yfestejos que habrían de preparársele, pues ademásde príncipe de la Iglesia, a quien el pueblo católicodebía cariño y respeto, era el señor Belaunzarán

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persona de clarísimo ingenio, vasta ilustración yreconocidas virtudes. Las manifestaciones de amory veneración de sus feligreses debían, por tanto,corresponder a la categoría eclesiástica, intelectualy moral del personaje a quien iban a dirigirse.

Después de minuciosas deliberaciones,prolongadas por más de tres horas, despertando lainquieta curiosidad del vecindario que momentosdespués de iniciadas las juntas, ya sabía que estabancelebrándose y cuál era su objeto, se tomaronimportantes acuerdos. Alojar a Su Ilustrísima en lacasa de los señores Sánchez Navarro, quienes porsu amplio trato de gentes y buena posicióneconómica, estaban en aptitud de agasajarlo enforma apropiada; invitar al vecindario para adornarlos frentes de las casas; engalanar interior yexteriormente las Consistoriales, las parroquias, laCapilla del Santo Cristo y los demás templos de laciudad con los atavíos de las grandes solemnidadesciviles y religiosas; ofrecer un banquete al señorObispo al día siguiente de su llegada; levantar arcosemblemáticos en los cruceros de la Calle Real, cuyopavimento se cubriría de flores hasta la entrada dela parroquia de Santiago; echar a vuelo las campanasde todos los templos; instruir a un grupo de gentedel pueblo para que al llegar a la ciudad la diligencia

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en que viajaba el señor Belaunzarán, quitara lasmulas al vehículo y lo condujera a brazo hasta elalojamiento destinado al señor Obispo; salir aencontrar a Su Ilustrísima hasta la hacienda de laEncantada, a cinco leguas de la ciudad, los señorescuras, los demás miembros del clero secular yregular y el Cabildo Municipal, y allí el señor alcaldehacerle presentes, en nombre del pueblo, sus filialessaludos y respetuosa bienvenida.

Como se acordó se hizo. El día en que SuIlustrísima debía de llegar, amanecieron las ventanasy las puertas adornadas de cortinajes auténticos ofigurados con tápalos, sobrecamas, sábanasrandadas y otros lienzos de difícil clasificación;algunas, festonadas de flores y convertidas enretablos del Santo Cristo de la Capilla, del PatrónSantiago y de la Virgen de Guadalupe; las callesbarridas y regadas con desusado esmero; lascozolejas para la iluminación nocturna alineadas enlos pretiles de las casas y en las capiteles, cornisasy saledizos de templos y edificios públicos; en laparroquia de Santiago, vestidos los altares con lascolgaduras y paños más ricos, con velas enteraslos candelabros y las arañas, tendida una alfombradesde la puerta hasta el dosel levantado en elPresbiterio, recosidas la seda y las borlas del palio

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y limpias y brillantes las varas de bronce; en lacasa de los señores Sánchez Navarro, preparada lamejor alcoba, con los muebles más finos, la camamás blanda, las sábanas de lino, la sobrecama debrocatel, y aderezada la mesa con manteles dealemanisco y vajilla de plata; colmadas de olorososperones, tamales, enchiladas y pan de pulque,destinados al señor Obispo, las canastas y bandejasde los tlaxcaltecas del pueblo de San Esteban;levantados tres arcos en la Calle Real, uno de cañasde maíz, otro de espigas de trigo, y el tercero demadera y manta pintada al temple, imitando bloquesde mármol, y todos con leyendas alusivas en prosay en verso. Las señoras, en afanosa competencia,preparaban el banquete que se serviría en la Salade Cabildos, y en cuya lista de platos figuraban elmole de guajolote, la fritada de cabrito, los chilesrellenos, los pollos en diversos adobos, lasmermeladas, las tirillas de durazno, la jalea detejocote, los cubiletes y los huevos reales; todo ellocon garantía de excelencia, como quiera que a cadaseñora le había correspondido preparar un platillo,y todas ponían su mayor empeño y saber culinariopara que lo suyo fuera lo más sabroso y mejorpresentado.

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Aquel día los comerciantes cerraron sustiendas, los profesores sus escuelas, los menestralessus talleres, y todo el mundo se echó a la calle,vestido con sus ropas domingueras, estacionándosey apretujándose en azoteas, ventanas, puertas yaceras de la Calle Real, por donde entraría SuIlustrísima, y el grupo de fieles que debía sustituirlas mulas de la diligencia, se hallaba apostado en elsitio estratégico, a extramuros de la ciudad. Lassueltas piedras del arroyo habían desaparecido bajolas flores; la bandera nacional flotaba sobre las CasasConsistoriales; la multitud, ruidosa y alegre, iba yvenía en pintoresco desorden; los cargadores, enlo alto de las torres, estaban alerta, asidos a lascuerdas de los badajos, para comenzar el repique,cuando la diligencia llegara a la entrada de la ciudad;algunos cohetes estallaban, como impacienteanticipación de los millares que estallarían en tiempooportuno, y entretanto, el clero y el CabildoMunicipal encabezado por el alcalde, vistiendo SuSeñoría casaquín, calzón corto y sombreromontado, caminaban en ruin carricoche, tirado porun tronco de machos perezosos, con rumbo a laEncantada, hasta encontrar al Ilustrísimo señorBelaunzarán.

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Al cabo de una hora larga, apareció la diligenciaa lo lejos, como un arca ventruda, balanceándosesobre las sopandas de cuero, entre la polvareda quelevantaba a su paso, velozmente arrastrada por dobletiro de mulas, que regían desde el alto pescante, agritos y latigazos, dos espantables visiones, el cocheroy el sota, desfigurados por el polvo.

Los sacerdotes, el alcalde y sus acompañantesse apearon, y cuando la diligencia se detuvo,recibieron de rodillas la bendición que les dio SuIlustrísima, sacando la mano y asomándose, risueño,por la portezuela; se levantaron, y después de saludarlorespetuosamente y besarle el anillo, por rigurosoturno de categorías, Su Señoría el alcalde,retrocediendo un poco, se irguió, tomó un airesolemne, tosió y comenzó a hablar de esta manera:

–Ilustrísimo señor, cuando César pasó elRubicón…

Se le escapó de la memoria lo que habíapensado decir, y se detuvo.

–Ilustrísimo señor –repitió–, cuando Césarpasó el Rubicón…

Como las ideas continuaban ausentes, volvióa detenerse.

–Ilustrísimo señor –dijo por tercera vez–,cuando César pasó el Rubicón…

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Y tornó a callarse, visiblemente atolondrado.Entonces el señor Obispo, con sonrisa entrebenévola e irónica y con voz de timbre agradable,persuasiva y cortés.

–Señor alcalde –le dijo–, son las cuatro de latarde, y venimos sin comer… Vamos a reparar lasfuerzas, y después nos dirá Su Señoría lo que hizoCésar cuando pasó el Rubicón.

El alcalde al escuchar aquellas palabras, decuya sutil ironía no se dio cuenta, vio el cielo abierto,sonrió con humildad, entre obediente y corrido, ya invitación de Su Ilustrísima, subió a la diligencia;subieron también los señores curas; los demáscomisionados ocuparon de nuevo el coche que loshabía llevado, y se reanudó la marcha hacia la yacercana ciudad de Leona Vicario.

La tradición no dice si más tarde y en ocasiónmás propicia, logró Su Señoría el alcalde decir alseñor Obispo lo que hizo César cuando pasó elRubicón.

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Ya apareció lo perdido

DON MANUEL CARREÑO, sujeto de hidalga ascen-dencia, honrado, prudente y cortés, aunque untanto melindroso, dueño de algunas fincas urbanas,huertas, y tierras de labor, estaba casado con doñaAna Pereda, también de claro abolengo, y según lapública voz, acostumbraba comunicarle cuantotrato, incumbencia o negocio traía entre manos,consultando con ella la mejor manera de agenciarlosy resolverlos, quizás por aquello que suele decirseque el consejo de la mujer es poco, y el que no lotoma es loco. Tan señaladas ventajas le habíangranjeado el favor popular, valiéndole la honra deser electo acalde de la ciudad. Con el tratamientode Señoría, uso de vara y paje, casaca, calzón cortoy sombrero montado en las grandes festividades,amén de las prerrogativas de sentarse bajo doselen las ceremonias religiosas y recibir en el cuello lallave de oro del Sagrario, al cerrarse la Gloria elJueves Santo.

Estas satisfacciones no estaban compensadaspor las amarguras que trae consigo el poder, pues

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en la pequeña ciudad provinciana que vivíapatriarcalmente bajo el suave gobierno de Su Señoríadon Manuel Carreño, eran raros los crímenes,escándalos o desaguisados de cualquier otro género,que suelen desvelar y dar dolores de cabeza a lasautoridades de otras partes. Aquel apartado ytranquilo lugar que parecía dormir a todas horas ala sombra de las frondosas huertas que por loscuatro rumbos lo circuían, semejaba una casa limpiay pacífica, donde todas las cosas se hallan en susitio, habitada por una familia honesta y regida poruna ama hacendosa y previsora. Nada de industriasque llenan el espacio de humo y el corazón y lamente de los obreros de ideas y sentimientos derebelión; nada de tráfico febril que despierta lasambiciones y relaja las costumbres; nada quesignificase el ardiente afán de los pueblos y loshombres para apurar en un momento todos losgoces de la vida. Al amanecer, las damas pudientesy las mujeres humildes compraban personalmenteen el Parián las diarias provisiones; los señores sereunían en alguna tertulia a comentar lo que pasabaen otras partes del país, y que llegaba a suconocimiento con meses de retardo; los pobres seiban al taller y a la obra o salían a los campos vecinosa cultivar sus labores y a apacentar las vacas y las

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cabras; al mediodía, señalado con los toques de lacampana mayor, todo el mundo volcaba el puchero,en seguida dormía la siesta y tornaba más tarde alas mismas tareas, hasta que sonaba el Ángelus enla quietud melancólica de la tarde, hora de volver acasa para cenar y meterse en la cama. Raras vecestransitaban dos personas a la vez por una calle; elpaso de un coche era un acontecimientoextraordinario que hacía asomar a las ventanas depalo multitud de cabezas curiosas, y la queda,vibrando pausada y solemne en el silencio de lanoche, señalaba el momento de cerrar las puertas,apagar las luces y entregar los intereses, la honra yla vida a los serenos vigilantes armados de chuzo,farol y pito, que desempeñaban su cargo casi porfórmula, pues la mayoría de los vecinos eran gentesde buenas costumbres, y los demás, aunqueviciosos u holgazanes, incapaces de fechoríasmayores. Un baile, una boda, algunas pastorelaspor navidad, contadas funciones de teatro, circo otoros, en la temporada de feria, solían turbar, comoexcepciones efímeras, el sosiego y la paz de aquelvivir saludable.

Tenía don Manuel poco tiempo de haberentrado en funciones, cuando llegó el Jueves deCorpus, primera festividad religiosa a que debía

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asistir con su carácter de alcalde, oyendo la misacantada que iba a celebrarse con todas lassolemnidades del ritual. Hizo llamar desde muytemprano al peluquero de la esquina, que dicho seade paso, era también músico y sacamuelas, paraque le afeitara y le hiciera el pelo. El rapista sepresentó solícito con todos los adminículos delramo; bacía, navaja, tijeras, peines y una medianacanica que metía en la boca de los clientes demejillas enjutas –entre los cuales se contaba donManuel–, a fin de que extendido el pellejo, corrierafácilmente la navaja; y en un santiamén terminó sucometido, con gran destreza de manos, sin dejaren la cara de la víctima sino cuatro raspones, quefueron restañados con agua florida y desaparecidoscon una capa de polvos de arroz. Se entregó enseguida Su Señoría al brazo secular de su mujer,quien le ayudó a ponerse la camisa de pecheraalmidonada, el corbatín, las medias, las zapatillasde hebilla dorada, el calzón corto, y por último, lacasaca de largos faldones y el sombrero montado;prendas que ahora solamente se ven en el teatro oen las estampas de los tiempos pretéritos, pero queeran entonces la indumentaria obligada de la primeraautoridad política de los pueblos.

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Acababa Su Señoría de vestirse y estaba aúnsudoroso y jadeante por la brega que había tenidocon el botón del cuello y el lazo del corbatín, sinpoder acomodarse a la tiesura de la ropa nueva yde las flamantes zapatillas, cuando le ocurrió, másbien por fortuna que por desgracia, pues peorhubiera sido que le ocurriera momentos más tarde,una de esas diligencias tan personales y precisas,que no admiten delegación ni consienten dilatorias,y que en las horas de mayor satisfacción para loshombres, suelen revelarles la miseria de que estánhechos. Su Señoría debió haber previsto el suceso,pues su larga experiencia de bodas, bautismos ydías de santo, originada por compromisos deamistad y parentesco, le había enseñado quecuantas veces se ponía de tiros largos para asistira una fiesta, sentíase presa de extraño accidenteque le obligaba a correr con frecuencia, no diré adónde, pues en aquella época el lugar carecía denombre, no se encontraba cercano a las piezas nial abrigo de indiscreciones, sino a los cuatro vientosy bajo el imperio tutelar de cerdos, gallinas y otrosbichos que se disputaban encarnizadamente eltributo debido a sus derechos de jurisdicción.

A semejante lugar se fue aquella vez SuSeñoría, con la prisa y buen arte que le permitían

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sus sesenta años y sus zapatillas nuevas; se desatótan brevemente como era posible, dadas sus muchasvueltas, la faja de seda que mantenía el calzón ensu sitio y evitaba el crecimiento del vientre, tancomún en los tiempos modernos por el uso de lostirantes; para contener la impaciencia de losintrépidos habitantes de aquella libre república,empeñó con igual desenfado que si fuera su varade alcalde, una caña seca de las muchas que habíapor el suelo –relieves de asnal almuerzo–, ydescargando incesantes mandobles a diestra ysiniestra, empezó a batallar con los faldones de lacasaca: él por levantarlos, cuidando, al mismotiempo, de que no se arrugaran, y ellos, rebeldes,propendiendo a su natural posición.

Su Señoría que a pesar de su edad, no estabadispéptico, pues en aquella época, dichosa portodos conceptos, ni aun el áspero nombre de taldolencia era conocido por el vulgo, salió de su apurosencilla y llanamente, sin ruido ni alboroto, y segúncuentan las crónicas, sin que hubiese menester losservicios complementarios de adminículo alguno;dejó el campo libre a los que tenazmente se lodisputaban, y que tal vez lo hubieran conquistado aviva fuerza, sin la previsión que armó la diestra deSu Señoría; volvió a ceñirse la faja, y como el

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curioso que contempla desde una eminencia elcampo donde se verificó una batalla famosa, estuvomirando atentamente hacia el sitio donde había sidola suya, con claras señales de extrañeza y visiblesdeseos de descubrir algo oculto; pero reflexionandoque se hacía tarde, se dirigió de prisa a la calle paratomar el camino de la iglesia, donde ya repicabanlas campanas, dando la segunda llamada.

Su Señoría anunció su partida desde el patiocon un recio “¡Ya me voy!” Vino doña Ana al zaguánpara preguntarle si no olvidaba alguna cosa yadvertirle que no fuera a salir de repente, porqueun aire fresco, después de la sofocante apretura enque iba a encontrarse, podía ocasionarle un resfrío.

Don Manuel escuchaba estas advertenciasimpaciente y preocupado, como quien tiene en elmagín problemas más graves y dificultosos. Nopudo, al cabo, con la presión de sus cavilaciones,y haciendo rápidas señales de asentimiento a losconsejos de su mujer, a fin de abreviarlos, le dijocon tono en que se transparentaba una profundaextrañeza:

–¡Cosa más rara! Si vieras que fui, me senté,me levanté y vi que no había nada…

–Las gallinas…–No dejé que se acercaran…

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–El marrano… Es tan atrevido…–Tampoco… Lo mantuve con la caña a

respetable distancia.–¿Entonces?...–Pues es lo mismo que yo pregunto…Un nuevo repique dio la señal, y Su Señoría,

no queriendo hacerse esperar, dejó la investigacióndel misterioso suceso para ocasión más propicia;cortó bruscamente la plática y se dirigió a la puerta,seguido de su fiel Cirilo, mozo antiguo, criado enla casa, a quien había convertido en paje, merced auna librea un tanto desastrada, pero que lo poníaen carácter.

Su Señoría llegó a la iglesia, donde la gente,no encontrando sitio para acomodarse dentro delsagrado recinto, se apiñaba ante la puerta,ocupando un gran espacio del atrio, y no obstantesu investidura, tuvo que entrar por la sacristía conno poca dificultad, abriéndose paso, a veces conlos codos, y a veces con súplicas y regaños.

Todas las arañas del templo estabanencendidas, cubiertos de flores y velas los altares,adornado el mayor con las colgaduras de terciopelorojo que solamente salían a luz en las grandesfestividades, el púlpito revestido, y se esperaba unmagnífico sermón, pues el padre dominico

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encargado de pronunciarlo, tenía fama de oradorelocuente. Entre los preludios del órgano y de laorquesta instalada en el coro, se oían cuchicheos,toses, estornudos y otros ruidos indefinibles,mientras los monaguillos, vestidos de rojo, iban deun lado para otro con la cruz y los ciriales, corríana encender las velas que se apagaban, y andabanen continuo ajetreo, preparando la salida de lossacerdotes, que ya asomaban por la puerta de laSacristía, con las albas planchadas y amponas, lascasullas doradas y los bonetes negros.

Su Señoría fue recibido por algunoseclesiásticos y por los miembros del ayuntamiento,y fueron todos a sentarse bajo dosel, al ladoizquierdo del Presbiterio, mientras Cirilo, seestacionaba junto a un grupo de caballeros, un pocomás lejos, pero en sitio visible, por lo que a su amopudiera ofrecérsele.

La misa comenzó con gorgoritos, balanceode incensarios, acordes de orquesta y de órgano ymucho sentarse y levantarse de los tres sacerdotesque la cantaban; y como se estaba en el mes demayo, con un día de sol espléndido que entrabapor las ventanas hasta las naves del templo, y eramucha la cera encendida y grande la aglomeraciónde fieles, las mujeres se abanicaban, los hombres

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se enjugaban con el pañuelo el copioso sudor quebañaba su rostro, y se percibía ese sordo anhelar,ese jadeo característico de las multitudes que seahogan.

Conforme se alargaba la misa, la incomodidady la impaciencia de la gente allí congregada, subíande punto, y se agravaron durante la hora larga queempleó el orador en explicar el origen y demáspormenores de la fiesta del día. Don Manuelmirándolo sin pestañear, en incómoda posturaacrecentada por la molesta sensación de la ropanueva, no quería perder sílaba de aquellas elocuentespalabras, y comenzó a sudar, a sentir que todo elcuerpo se le iba empapando, y que de la cabezaabajo, haciéndole cosquillas por las orejas, le corríael sudor con desusada abundancia. Varias vecestuvo la intención de pasarse el pañuelo por la frentey por el cuello; pero le pareció de mal tono aquellamaniobra, tanto más cuanto que el señor alcalde,tan elegantemente ataviado, ostentándose en el lugarde honor, debía de atraer la atención de losconcurrentes, que encontrarían poco adecuado ala dignidad del sujeto, aquello de limpiarse el sudor,como cualquier ganapán en medio de su faena. SuSeñoría debía mantener incólume el decoro de sualto ministerio, y no dar muestras de que también

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él participaba de las flaquezas del vulgo. Pero elcalor arreciaba, la inmovilidad acrecía la angustia,el sudor amenazaba derramarse sobre la flamantecasaca, y como viera que el predicador y las demáspersonas de viso se enjugaban la frente y el cuello,no una sino repetidas veces, el mal ejemplo dio altraste con sus escrúpulos, y con el fin de sacar elpañuelo, llevó bonitamente su mano derecha hacialos faldones de la casaca, buscando a tientas laprofundísima bolsa que en tal lugar solían tener lasprendas de su especie. Hallar la embocaduradespués de algunos tanteos, introducir la mano ysacarla bruscamente, como si hubiese topado conla punta de un alfiler, todo fue obra de unosinstantes. Su Señoría volvió a cruzar los brazossobre el pecho, y en seguida, con disimulo, comosi tratara de espantarse una mosca, se pasó la manopor cerca de la nariz, pues la busca de la verdad,ya comenzada por el tacto, necesitaba el testimoniodecisivo del olfato; y sin dar muestra alguna delplacer del descubrimiento, ni dejar ver en su caraque se le hubiera disipado la sombra de una duda,sino con perfecta calma, espió el momento en quesus ojos se encontraron con los de su paje, y conun guiño, le significó que debía acercarse. Ciriloacudió en el acto, introduciéndose por detrás de

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las personas que acompañaban a Su Señoría, y donManuel Carreño, sin volver por completo la cabeza,pero inclinándola lo bastante para que su voz fueseoída por el paje, le dijo suavemente, sin perder lacompostura que le imponía su ministerio:

–Corre, y dile a doña Anita que ya apareció loperdido.

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Un alcalde como hay pocos

LA LUZ DE LAS VENTANAS de la mejor casa del barrio,abiertas de par en par, dividía la calle en dosporciones tenebrosas, iluminaba los baches delarroyo, subía por los muros de enfrente, yproyectaba sobre ellos las quietas sombras de loscuriosos apiñados afuera, y las móviles siluetas delos que bailaban adentro. La orquesta tocabaperezosas danzas y ligeros valses que llenaban lapaz de la noche de emoción y de ensueño. Losvecinos, a oscuras, detrás de las rejas de palo osentados a las puertas, invisibles, pero revelandosu presencia por toses, risas, fragmentos dediálogos y brillar de cigarrillos, disfrutaban de loque era para ellos un solaz y un encanto pocofrecuentes en la monotonía del vivir provinciano.

El doctor don Santiago Hewetson celebrabasu cumpleaños. Había llegado a Saltillo con elejército angloamericano, en 1846; se había casadocon una de las más distinguidas y ricas damas dellugar, y radicándose allí, aprovechaba lasconsideraciones sociales que le valían de consuno

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su ventajosa alianza matrimonial y sus personalesmerecimientos.

Asistían a la fiesta todas las familias perte-necientes a la alta sociedad saltillera; las señorasluciendo ricos trajes de gro –muy de moda en laépoca–, ajustados los corpiños, ahuecadas lasmangas y amponas las faldas, y los caballerosllevando con distinción las antiestéticas levitas decuadrados faldones. Los aperitivos de vinosparreños, precursores de la cena próxima aservirse, habían arrebolado los rostros, desatadolas lenguas y hecho más alegre y ruidosa la fiesta.

El reloj de la Capilla del Santo Cristo dio lasdiez, seguidas de la queda, pausada y lánguida,como si las campanas hubieran interrumpido, paradarla, el primer sueño, y acababa de extinguirse elúltimo tañido, cuando se presentó en la casa deldoctor Hewetson el jefe de la Ronda, sujeto de caracobriza y ruda, blusa y pantalón de mezclilla,sombrero de petate, sin otro distintivo de suautoridad que un sable colgado al cinto, y llamadoel Jicote, por su extremado rigor en el ejercicio desus funciones, particularmente, contra los chicos“venaderos”, autores del apodo. Pidió se le mostrarala licencia para el baile, y se le contestó que no lahabía ni se juzgaba necesario, por tratarse de unareunión de gente decente y en casa conocida.

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Era entonces gobernador del estado, donRafael de la Fuente, hombre honorable, reposadoy modesto, como había muchos en aquellostiempos, cuando las ambiciones políticas aún nocontaminaban los principios; y era alcalde de laciudad don Juan Ángel Morales, de humildeposición económica, pero de grandes cualidadespúblicas y privadas. La extenuación y pequeñez desu cuerpo, su paso tranquilo, su mirar bondadosoy su voz acariciante, contrastaban con su carácterviril y con la firmeza de sus decisiones.

Aquella noche, don Juan Ángel cerraba la puertade su casa, donde acostumbraba sentarse despuésde la cena, y se disponía a rezar sus oraciones parameterse en la cama, cuando llegó apresuradamenteel Jicote.

–Señor presidente –dijo éste, previo elrespetuoso saludo, cortésmente contestado–, nohay más novedad que un baile sin licencia en lacasa del doctor don Santiago.

–Usted, señor Hernández –replicó tranquila-mente don Juan Ángel–, ya cuenta algunos añosen el servicio de policía, y sabe cuáles son susobligaciones.

–Sí señor presidente, pero…–No hay pero que valga… Vaya usted y cumpla

con ellas.

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El Jicote, impulsado por su natural riguroso, ysintiéndose fuerte con las órdenes recibidas, sepresentó de nuevo en la casa del doctor Hewetson,ordenando la suspensión inmediata del baile. El doctorle contestó con aspereza; replicó el gendarme enigual tono; se cambiaron frases enérgicas; salieronlos invitados y terciaron en la disputa; el Jicote llamóa los demás individuos de la ronda, que se habíanquedado a la puerta, aprehendió a todos los señorespresentes, y sin atender a las protestas y lloros delas damas, los puso entre filas y dio con ellos en lacárcel municipal. Alguno que logró escaparse, fuecorriendo a poner lo acontecido en conocimientodel gobernador.

Ya se había acostado don Juan Ángel Moralescuando llamaron a la puerta. Metió los pies en loszapatos, que eran, por cierto, de los de pala y talón;se puso el sombrero para evitar el relente; seenvolvió en un sarape, y abrió la ventana, cuyasrejas de palo, gruesas y juntas, no permitíandistinguir claramente al que llamaba, bajo la densaoscuridad de la calle.

El visitante que oyó rechinar las maderas, sedirigió a la ventana y dio las buenas noches. En lavoz lo reconoció don Juan Ángel. Era el gobernadordel estado.

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–Señor –dijo aquél–, sírvase usted dispen-sarme… Voy a abrir para que tenga la bondad depasar.

–No se moleste, señor Morales… Sólo lesuplico me dispense una palabra.

–Como quiera que sea, señor, hágame lamerced de honrar mi casa.

–La hora es muy inoportuna… El negocio esurgente, y estoy de prisa.

Refirió brevemente el gobernador cómo, poruna causa baladí, acababan de ser llevadas a lacárcel algunas personas distinguidas, y en suconcepto, merecedoras de consideración y respeto.

–Y vengo –concluyó–, a suplicar a usted sesirva dar orden de que sean puestas en libertad.

–No me es posible, señor gobernador, pues asabiendas, han infringido la ley.

–La ley, señor Morales, no debe aplicarse tanal pie de la letra.

–Señor gobernador –replicó don Juan Ángel,con tono mesurado, pero firme–, el estado es deusted… El municipio es mío… Permítame que seayo quien resuelva los negocios municipales, segúnmi leal saber y entender.

–No era más que una súplica, señor Morales…Dispense la molestia, y que pase usted buenas noches.

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–Buenas noches, señor gobernador.Al día siguiente, a la hora que acostumbraba

asistir a su despacho para atender a los asuntosoficiales y juzgar a los borrachines, escandalosos,rateros y faltistas de todo género, capturadosdurante la tarde y la noche anteriores, llegó donJuan Ángel, y viendo entre el grupo de presos aldoctor Hewetson y a los demás personajes –todosamigos suyos–, malhumorados por la desvelada yla humillación, los saludó cortésmente, sin darsepor entendido de la poca o ninguna atención conque ellos le correspondieron; se sentó a su mesa, ydispuso que se acercaran los reos para sentenciarlos.El doctor Hewetson y sus amigos temblaban decólera.

–Sírvanse excusarme, señores –les dijo elalcalde–, si se ha usado con ustedes de un rigor, alparecer, incompatible con personas de su posicióny categoría social. Pero creo que las leyes se hanhecho para que se cumplan, y que los más obligadosa cumplirlas son precisamente las personasnotables, por la influencia que su ejemplo ejercesobre los demás. Si no fuera así, ¿cómo habríamosde aplicar esas mismas leyes que no acatan lospoderosos, a los pobrecitos, a los miserables, queforman la inmensa mayoría del pueblo? ¿Y con qué

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derecho podríamos castigar en ellos lo que nocastigamos en los otros? Ustedes han incurrido asabiendas en una transgresión de la ley, y enconsecuencia, se han hecho acreedores a uncastigo. Les impongo, pues, una multa de cienpesos a cada uno, y nadie podrá salir hasta que losentregue. Hay aquí quien lleve los recados y traigael dinero.

Algunos protestaron, pero a una seña delalcalde, fueron retirados, y él siguió sentenciandoa los demás delincuentes.

Cuando concluyó su fastidiosa tarea, don JuanÁngel, antes de marcharse, se despidióamablemente de sus enojados amigos. Ellos sequedaron llenándole de injurias; pero uno que habíaguardado silencio, mientras los demás sedesahogaban:

–Si dejamos a un lado susceptibilidades yorgullos –dijo–, debemos confesar que tiene razóndon Juan Ángel. No cabe duda que es hombre, y sihubiera muchos como él, otro gallo nos cantara.

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Donde las dan las toman

EL DOCTOR HEWETSON, médico de las tropas yanquisque bajo las órdenes del general Taylor, invadierona México, en 1846, gustó de la apacible ciudad deSaltillo, se avecindó en ella, y entre las ingenuasdamas saltillenses, encontró guapa, rica yaristocrática novia, que añadía a tan singularesencantos, el de llamarse, castizamente, Josefa, conel indiscutible derecho a los graciosos diminutivosanexos: “Pepa”, “Pepita” y “Chepita”. Se casó, yel dinero y las relaciones de parentesco y amistadde su mujer le formaron una posición socialventajosa, tanto para el ejercicio de su habilidadprofesional, dándole fama, como para el espíritude empresa, característico de su raza, brindándolelos medios de establecer productivas industrias,desconocidas hasta entonces en la región.

Era el doctor alto, robusto, bien parecido,aunque tardo de movimientos y torpe de palabra; ycomo en él se mezclaban, con recíproco daño, estaúltima falla y la dificultad que naturalmente oponela pronunciación de una lengua extranjera, no podía

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expresarse sino en un español chapurrado ygrotesco. Muy estimado como médico y comonegociante, estaba en opinión de recto, caballerosoy humanitario; pero deslucía tales cualidades,poniéndose formidables borracheras que le hacíancometer las más extrañas locuras.

Un 19 de marzo, queriendo festejar el día delsanto de su mujer, invitó a sus amistades a la cenay el baile preparados para aquel fin, con laesplendidez que le permitían su posición y susriquezas.

Se desembarazó la amplia sala de veladores,vitrinas y adornos incompatibles con el libre espacioque la danza requiere; se quitaron las alfombras y sepulieron con cera los baldosines del piso; se alinearona lo largo de los muros sofás, sillones y sillas, doradoslos unos, de caoba y palo rosa los otros, y forradostodos de ricos brocateles; se encendieron las velasde las arañas de cristal y de los candelabros de bronce,distribuidos sobre consolas y rinconeras. En elcomedor, de muebles severos y antiguos, seaderezaron las mesas con manteles de lino y encajes,servicio de plata y profusión de luces y flores. En elcorredor del patio, contiguo a la sala y bordeado demacetas florecidas, se instalaron los músicos, quesin embargo de ser oficiales de profesiones menos

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románticas –carpinteros, sastres, rapistas–, seconcertaban maravillosamente para formar la mejororquesta que entonces había en Saltillo.

La sala estaba llena de damas y caballeros delas más aristocráticas familias saltillenses, y si noestaban vestidos conforme a la última moda, porqueen ésta, como en otras materias, la dificultad de lascomunicaciones retardaba el arribo oportuno de lasnovedades, todos lucían, en cambio, trajes de telasy paños costosos, y las damas, abundancia deespléndidas joyas. La animación era grande,favorecida por el trato frecuente y la mutuaconfianza de las personas allí congregadas. Ya variasveces habían circulado, sobre cristalinas bandejas,las copas de buenos vinos extranjeros y parreños,pues no pocos bebedores daban la preferencia aestos últimos. Ya se habían bailado algunas piezas,y señoras y señores descansaban por breveintervalo, conversando alegre y ruidosamente,cuando abierta de improviso la puerta vidriera quedaba a las habitaciones interiores, apareció el doctorHewetson completamente desnudo, y avanzó rígido,solemne y pausado hacia el centro de la sala.

Hubo un instante de asombro, seguido de unaexclamación de disgusto. Las señoras se levantaronde sus asientos, y cubriéndose el rostro con el

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abanico, corrieron hacia la puerta de salida,llamando a voces a los señores. Algunos de ellosrodearon al doctor, tanto para evitar a las damas laindecorosa visión, como para hacerlo volver a laalcoba de donde había salido. Pero no lograron suintento, pues el doctor rechazó brutalmente conempujones y gruñidos, a quienes se atrevieron asujetarlo. Los curiosos de afuera, apiñados en lasventanas, presenciaban, regocijadamente, lagraciosa ocurrencia. Doña Josefa, avergonzada, nohallando disculpa plausible, lloraba sin consuelo.Las señoras, poniéndose apresuradamente losabrigos, no callaban su indignación.

–¡Es intolerable!–¡Qué indignidad!–¡Qué canallada!Los invitados se marcharon; fueron despedidos

los músicos; se apagaron las luces; la casa quedóen un instante silenciosa y oscura, y la crónica delcaso, desparramándose al punto, penetró en todaspartes, tal vez por las rendijas y los ojos de lasllaves, como quiera que las puertas se habíancerrado hacía más de dos horas, al toque de laqueda.

Doña Brígida, hermana mayor de doña Josefa,solterona de recio carácter y temple varonil, se

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enteró como todo el mundo, del escandalososuceso, y a la mañana siguiente, se encaminó muytemprano a la casa del doctor. Llegó en los precisosmomentos en que su cuñado, en mangas de camisa,con los ojos hinchados y el pelo en desorden,apuraba en el comedor, una taza de café biencargado, para curarse la “cruda”. Doña Brígida separó frente a él, y sin preámbulos ni saludos...

–Es usted –le dijo–, un viejo indecente, sinver-güenza, cochino y canalla.

–Oye, Brígida –repuso el doctor, con lenta ytartajosa lengua–, ¿tú decirme a mí que yo serindecente, sinvergüenzo, cochino y canallo?

–Sí señor, y mucho más merece.–Pos todo ese eres tú… Y agrégale pendeca.Y volviéndole la espalda, se metió parsi-

moniosamente en su cuarto.

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Gobernador barrendero

EN SEPTIEMBRE de 1872, por motivos que huelgareferir, se encargó interinamente del gobierno deCoahuila, el licenciado don Juan N. Arizpe, miembrode una familia distinguida, hombre de claro talentoy honradez intachable, doctor en derecho a losveinte años, soldado, a pesar de su títulouniversitario, en defensa del país contra la invasiónangloamericana, y sin otra imperfección ostensible,que aquella del orden físico, atribuida por lasantiguas crónicas a un famoso monarca, en cuyoretrato acertó a disimularla hábilmente, con aduladorartificio, un artista no menos famoso; imperfección,falla o defecto, como quiera llamársele, que elingenio popular designa entre nosotros, conpedestre, aunque gráfico símbolo, diciendo de quienla sufre, que tiene un farol apagado.

Fuese por el afán, común a todo nuevofuncionario, de subsanar las omisiones y enmendarlos equívocos de sus predecesores; fuese porqueel Cabildo Municipal de la ciudad de Saltillo nopudiera, a causa de los disturbios políticos,

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normalizar sus funciones, o simplemente porquela higiene pública se hallase en un estado tal deabandono que reclamara más eficaces medidas, esel caso que el nuevo gobernador mandó publicaruna orden perentoria para que diariamente, a lasseis de la mañana, estuvieran barridos y regadoslos “patios” exteriores, es decir, las porciones de lacalle correspondientes a cada casa, bajo los másseveros castigos para los remisos o desobedientes.Y comisionó a un gendarme de la media docenaque componían el cuerpo de seguridad pública, paraque vigilando el cumplimiento de aquella disposición,se la recordara por una sola vez a los infractores ytomara nota de los reincidentes, a fin de aplicarleslas penas establecidas.

Una dama aristocrática, doña Agripina Casta-ñeda, no hizo maldito caso de la orden gubernativa.Vivía sola en una pequeña casa de la Calle Real, juntoa la fuente pública del barrio, y eran proverbiales sugenio vivo y su costumbre de calentarle las orejas acualquiera, con las más amargas verdades; y comoentonces las clases directoras y las dirigidas,conviviendo democráticamente, se conocían de caray mañas, el gendarme llamó con sobresalto a la puertade la señora, quien al verlo, arrugó el entrecejo yapenas si le contestó el respetuoso saludo.

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–Señora doña Agripina, usted no ha mandadobarrer y regar su patio…

–No tengo quien lo haga.–Perdóneme, pero vengo a recordárselo.–¿Por orden de quién?–Del señor gobernador.–Pues dígale a ese viejo tuerto que si tiene el

antojo de ver limpio mi patio, que venga él a barrerloy a regarlo.

Y se entró en la casa, sin esperar la respuesta.Entonces las oficinas del gobierno se hallaban

instaladas con sencillez verdaderamenterepublicana, sin puertas prohibidas, sin antesalas,ujieres, ni formalidades por el estilo, que en lostiempos modernos, la complicación de los negociosha hecho, tal vez, indispensables; y el particular oel empleado, lo mismo los de alta que los de bajacategoría, cuando deseaban hablar con elgobernador, se acercaban a él en cualquier parte,sin fórmulas previas y sin temor alguno de ser malacogidos. El gendarme, pues, se presentóllanamente ante el mandatario, a darle cuenta de sucomisión, y entre los infractores, nombró a doñaAgripina Castañeda.

–¿Recordaste a esa señora la obligación en queestá de cumplir las disposiciones del gobierno, bajo

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las penas decretadas, en caso de no hacerlo?–preguntó el gobernante.

–Sí señor.–¿Y qué contestó?–Señor gobernador –titubeó el gendarme–, no

me atrevo a decírselo a su mercé.–Todos los empleados –repuso solemnemente

el licenciado Arizpe–, están obligados a referir loshechos tal y como han sucedido, para que lasautoridades puedan tomar las determinaciones quecorrespondan.

El gendarme entonces, aunque con visiblerepugnancia, baja la cabeza y desviados los ojos,repitió al gobernador, verdadera y completa, larespuesta de doña Agripina. La escuchó aquél sinhacer comentario alguno, ni dejar traslucir laimpresión que le hubiese causado, y despidió algendarme, recomendándole siguiera poniendo elmismo celo en el cumplimiento de sus deberes.

A la mañana siguiente, antes del alba, cuandodoña Agripina se disponía a dejar el lecho, y acasorezaba sus oraciones, oyó con sorpresa el chapoteodel agua y el raer de la escoba junto a su puerta ydebajo de su ventana. Escuchó con mayor atención,y no le cupo duda de que alguien barría y regabasu patio. Se levantó prontamente para cerciorarse

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de aquella novedad, y abriendo la puerta a tiempoque el barrendero se acercaba para llamar, seencontró frente a frente del licenciado don Juan N.Arizpe, gobernador del estado.

–Buenos días, señora doña Agripina.–Buenos días –contestó ella de muy mala

gana.–Está usted complacida, pues este viejo tuerto

le ha barrido y regado su patio con el mayor esmero.Pero tal servicio hecho por el gobernador, le cuestaa usted cincuenta pesos que hoy mismo pasarán acobrarle.

Doña Agripina le contestó con un tremendoportazo.

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Los dulceros

EL AVANCE DEL EJÉRCITO angloamericano hacia elsur, después de la toma de Monterrey, se supo enSaltillo, por los vecinos de pueblos y ranchos, quehuían ante la invasión, como aves empujadas porla tormenta. Las noticias sobre la conducta de losyanquis no eran, en verdad, alarmantes; pero elodio a la dominación extranjera, la humillación desoportarla y la incertidumbre de lo que a cada quienpudiera caberle en suerte, traían a todo el mundointranquilo y temeroso. Unos ponían a salvo susanimales y cosechas; otros cerraban sus tiendas ydespachos; familias enteras salían a esconderse enlos lugares más apartados de la sierra, o emigrabanal centro del país, donde creían hallarse másseguras, y no pocos hombres decididos se afiliabanen las guerrillas formadas para hostilizar a losinvasores. No se hablaba de otra cosa en las tertuliascaseras y en los platicaderos de tiendas y barberías,y el intercambio de noticias y comentariosaumentaba el desconcierto y el pesimismo de lasgentes; nadie atendía a sus habituales menesteres,

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y los trastornos de la vida comercial y domésticaeran cada día más agudos y molestos.

No había en la Plaza guarnición militar, pueslas fuerzas del general Ampudia, apenas llegadasde Monterrey, continuaron su marcha hacia SanLuis Potosí. Las guerrillas no estaban en aptitud dedefenderla, y sus actividades tenían otro caráctermás en consonancia con su escaso número y suspocos recursos. No había, pues, temor de quehubiera combates en la ciudad; pero cuando llególa noticia de la próxima entrada de losangloamericanos –el 16 de noviembre de 1846–,cundió en un momento el azoro. Hombres, mujeresy chiquillos, a quienes la nueva había cogido en lacalle, corrían sofocados y jadeantes, comunicandosu alarma a cuantas personas encontraban al paso;el vecindario trancaba sus puertas, los comerciantescerraban sus tiendas con prisa y estrépito, y los“puesteros” del Parián, cargando sus mercancías,se dispersaban en todas direcciones, en busca delrefugio más próximo.

El tiempo estaba hermoso, como suele estardurante el otoño. Las huertas prestaban al paisaje,triste de suyo, la melancolía de sus frondasamarillas, y las calles desiertas y polvosas, las acerasfestonadas de zacate, las casas y los comercios

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cerrados daban a la ciudad el aspecto de un lugarabandonado y desierto.

Los yanquis entraron por las calles delReventón y Landín –hoy de Allende–, hasta la Plazade Armas, y ocuparon el Palacio Municipal, que esactualmente el Palacio de Gobierno… Dragonesmontados en grandes caballos; infantería bienuniformada y con armas flamantes; artillería dediferentes calibres, tirada por mulas poderosas, ynumerosos carros de ambulancia y pertrechos…Los soldados miraban a todas partes, quizásextrañando la soledad y el silencio, y los vecinos,atisbando por las rendijas de puertas y ventanas,admiraban a aquel ejército tan diferente de las tropasdel país, rotas, descalzas, hambrientas, montadasen jamelgos escuálidos y armadas con riflesdesiguales y viejos.

Pronto quedaron los servicios públicos alcorriente, y las autoridades militares pusieron enpráctica toda clase de medios para tranquilizar alos vecinos y hacer que los ausentes volvieran asus hogares. Se mantenía un orden estricto; secastigaban los atropellos cometidos por lasoldadesca, que en verdad, no eran muchos nigraves; se pagaban religiosamente, y en oro, losvíveres y los demás objetos comerciales que se

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consumían… Pero aunque los vecinos, desechandoel temor, reanudaron sus negocios, laanimadversión general contra los invasorescontinuaba, y eran frecuentes los asesinatos desoldados y oficiales yanquis, no sólo en losarrabales, sino en el mismo centro de la ciudad. Unmozo maleante, apodado el Rey Dormido, encompañía de daifas y amigos, se ocupaban deatraerlos a ciertos lugares de donde ya no salían.

Formaba entonces el exterior de la Plaza deToros –donde ahora se halla el mercado–, una seriede cuartos “redondos”, ocupados por barberías,tabernas, pequeños comercios y familias de obrerosy artesanos. En uno de ellos, frente al lado orientalde la calle de Landín, vivía un dulcero especialistaen biznagas cubiertas, y acostumbraba asolearlasen la “banqueta”, bajo la vigilancia de su mujer,para preservarlas de chicos traviesos y perroscallejeros. Al sur, abría la Plaza de Tlaxcala sugrande espacio cuadrangular, entre la Plaza deToros, la parroquia de San Esteban, comercios,cantinas y uno que otro domicilio privado.

La dulcera, una guapa moza de grandes ojosnegros y cuerpo gallardo, estaba una tarde, pocodespués del mediodía, parada en la puerta, cuidandolas biznagas que acababa de mondar el dulcero,

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cuando pasó un sargento yanqui algún tanto bebido,a juzgar por el desorden de su traje y su andarinseguro. Reparando en ella, trató de hacerle unacaricia. La moza se entró prontamente, y él penetrópersiguiéndola. El dulcero que en el fondo del cuartoy sentado en el suelo, cortaba las biznagas, selevantó de un salto y se lanzó sobre el yanqui. Elinstinto de conservación se sobrepuso a laborrachera, y comprendiendo el peligro, pues ibadesarmado, cogió el sargento un hacha que viosobre un mueble, y atacó con furia al dulcero. Éste,esquivando ágilmente los golpes, y manejando suafilado cuchillo con rapidez y destreza, acribilló asu adversario, que, al fin, cayó muerto en mitad dela estancia. La moza que, presenciando la riña, habíaempuñado nerviosamente una barra de hierro queservía de tranca, metió las biznagas, cerró la puerta,y entre ella y su marido arrimaron al muerto a unrincón, lo cubrieron con petates y trastos, yremoviendo el piso de tierra, desaparecieron lasmanchas de sangre.

Marido y mujer estaban realmente asustados,pues el delito, aunque tenía disculpa, era de aquellosque las autoridades militares castigaban con laúltima pena. Deliberaron.

–¿Qué hacemos? –preguntó ella.

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–Enterrarlo.–¿Dónde?–Aquí mismo.–Hay que escarbar, y los vecinos se darán

cuenta.–¿Entonces?–Meterlo en un costal y tirarlo a la noche al

arroyo.–¿Y si nos cogen al llevarlo?–En todo hay riesgo… Pero así es menos.El dulcero se dejó convencer, y como en el

cuarto cerrado la oscuridad era completa,encendieron una vela de sebo, y poniendo mano ala obra, destaparon el cadáver y prepararon un sacode ixtle.

–Buena ropa y buenos zapatos –dijo la mujer,observando al difunto–. Reló y tumbaga de oro…

–Quítaselos.–No… Esas cosas podrían denunciarnos.El muerto no cupo en el saco, y el dulcero que

antes de confitar biznagas, había destazado resesen el rastro, le cortó limpia y prontamente laspiernas. Fue así perfectamente empacado, y sobrólo bastante en la boca del saco para doblarlo ycoserlo. El ruido de caballos herrados en las piedrasde la calle y el tintineo de los sables, les advirtieron

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el paso de una patrulla. Apagaron la vela y guardaronprudente silencio.

Ya cerrada la noche, vieron que hacía untiempo favorable para su propósito. Soplaba fuertenorte, caía menuda llovizna y la niebla,arrastrándose por el suelo, apagaba rumores yluces, y fuera de muy corto radio, hacía invisibleslas cosas. El silencio era absoluto. Nadie transitabapor las calles y las casas vecinas no daban señalesde vida. ¿Qué hora sería? En aquel momentosonaron campanadas, y la dulcera se puso acontarlas… Las doce… Era ya tiempo de llevarseal difunto. Ayudado por la mujer, el dulcero se loechó a cuestas. Cerraron quedamente la casa, yemprendieron la marcha sigilosa y apresurada.Parándose en cada bocacalle, escuchabanansiosamente, y al cerciorarse de que nadie venía,continuaban, cada vez más aprisa, su peligrosocamino. Los guiaba más que la vista, casi inútil acausa de la noche y la niebla, el instintivoconocimiento de la ciudad que el dulcero tenía, ypor calles y callejas torcidas y angostas, llegaron,al fin, a la margen del arroyo. Soltó el dulcero supesada carga, haciendo que se deslizara sin ruidohasta el fondo, y con las mismas precauciones yprisas, volvieron a su casa.

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Tres días después, una de las patrullasmontadas que buscaban al sargento desaparecido,encontró el cadáver semidevorado por los famélicosperros del rumbo. Registraron las casas cercanas,capturaron a algunos sospechosos, y pasó por lascalles, ante la compasión y la cólera mudas delvecindario, la triste caravana de los presos,miserablemente vestidos, envueltos en rotossarapes, entre doble fila de dragones, y seguida delas mujeres llorosas y los chicos compungidos.

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El Rey Dormido

Braulio Flores, alias el Rey Dormido, bohemio de laclase popular, sin oficio alguno, pues de muchosentendía y ninguno practicaba, era habitualparroquiano de cuantas tabernas y casas llanas habíaen Saltillo; asistente a todos los casorios, pastorelasy bailes de candil; número uno en las peleas de gallos,toros de aficionados, chuzas y carcamanes de lastemporadas de feria; actor principal en las pedreasde los barrios rivales –Guanajuato y el Andrajo–, yen las riñas de más trascendencia, que solían terminarcon heridos y hasta muertos.

Alto, robusto y muy ágil para manejar elgarrote, la piedra y el cuchillo, era temible comoenemigo; pero todo el mundo, aun conociendo losdefectos y vicios del Rey Dormido, tenía por él lasimpatía, mezcla de miedo y admiración, queinspiraban siempre a las gentes pacíficas y timorataslos sujetos valientes y desaforados.

Cuando la guerra con los Estados Unidos,estaba Braulio Flores en la plenitud de sus facultadesy de su fama. Pero no quiso incorporarse a las

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tropas regulares ni a las guerrillas formadas paracombatir a los invasores. Prefirió quedarse en laciudad y hacer la campaña a su modo y por losmedios que le aconsejaban, a una, su patriotismo ysu barbarie.

En aquella época el alumbrado público deSaltillo se limitaba a la Plaza de Armas y a las callesinmediatas, y eso, por dos o tres horas a lo sumo,mientras se consumían las velas de sebo puestasen los faroles. Más tarde, todo quedaba en tinieblas,que sin embargo, no incomodaban a los vecinoshonrados, pues nadie salía de casa después de laqueda, y menos en aquellos tiempos de inquietudesy peligros. Y la oscuridad era más profunda,naturalmente, en las torcidas callejas de los barrios,cruzadas por los arroyos del Ojo de Agua, de laTórtola y del Muerto, y en la calle de los Sauces,donde vivían las mozas del partido, sombreada porlos árboles que le daban nombre, alineados al bordede una acequia, cuya corriente luchaba con elsilencio, ella haciéndolo más hondo, y él volviéndolamás ruidosa.

En tales sitios, y a favor de las sombras,desarrollaba sus tragedias el Rey Dormido. Deacuerdo con amigos de confianza, y empleando elseñuelo de mujerzuelas pintadas y rabicortas –casi

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tan pintadas como las damas decentes de ahora, ycon las faldas, en verdad, un poco más largas quelas de uso común en los tiempos actuales–, atraíaa los yanquis hacia lugares convenidos, y en mediodel amor y del vino, los mataba a puñaladas, losenterraba en las fosas abiertas de antemano, y él ysus amigos continuaban alegremente la juerga.

Repetidas noche a noche las misteriosasdesapariciones de soldados y oficiales, la autoridadmilitar tomó empeño en descubrir a los culpables,y el Rey Dormido, sorprendido repentinamente ensu siniestro juego del placer y de la muerte, fuecapturado, sin que él ni los suyos pudieran hacerresistencia. Se le remachó al tobillo derecho unacadena rematada por gruesa bala de plomo; se lepuso centinela de vista, y sometido pocos díasdespués a un juicio sumario, fue condenado a lahorca.

Pero teniendo los angloamericanos que salir alencuentro de las fuerzas mexicanas al mando deSanta Anna, que marchaban sobre Saltillo, movieronsu Cuartel General a la hacienda de Buenavista, ycon él trasladaron al Rey Dormido.

El tránsito de soldados, vehículos, partidas dereses y recuas cargadas de forraje, era incesante yactivo entre Buenavista y Saltillo. Los carros de

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víveres y pertrechos de guerra, en largas hileras,como enormes reptiles, se arrastraban lentamentepor el camino, entre espesas nubes de polvo; lastropas desfilaban a los puestos avanzados oacampaban en los cerros que se alzan al sur deBuenavista, cubiertos de pedruscos calcáreos ymatorrales cenicientos, junto a un laberinto debarrancas rojizas, salpicadas de ralos mezquites, ala sazón sin follaje, como rotos y desteñidosharapos. Los oficiales se cruzaban en un ir y venirapresurado; sonaban los clarines y la artilleríatrepidaba sordamente sobre los baches y las piedras.

Entre el movimiento y la confusión motivadospor la proximidad del enemigo, y sentado en unpoyo, junto a la entrada de la casa que ocupaba elCuartel General, el Rey Dormido, vigilado por uncentinela, esperaba se dieran las órdenes paradestinarle nueva prisión, o más probablemente, paraejecutar su sentencia. Pensaba que le habríanllevado para ajusticiarlo en presencia de todo elejército o para ponerlo en las primeras filas, duranteel combate, a fin de que lo mataran sus mismoscompatriotas, y revolvía en su imaginación, aunqueen vano, los más estrambóticos proyectos de fuga.

Era la víspera de la batalla de la Angostura. Unoficial llegó en un caballo magnífico, por la estampa,

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la alzada y el brío; desmontó, y dejando lacabalgadura a la puerta, penetró en el CuartelGeneral. El Rey Dormido levantó disimuladamentela bala de plomo sujeta a su pie; la acomodó,sosteniéndola, en el brazo izquierdo; dio repentinoempellón al centinela, haciéndole caer y soltar elarma; saltó ágilmente sobre el caballo que lacasualidad había puesto a su alcance, y emprendióvertiginosa carrera hacia el campo mexicano,perseguido por dos disparos de su guardián, queno acertaron a herirlo.

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La mejor política

EL GENERAL DON SANTIAGO Vidaurri realizó laconquista del estado de Coahuila, y el CongresoConstituyente de 1857 la sancionó, sin que pudieranimpedirlo los diputados coahuilenses, no obstantesu alto valer personal y su infatigable empeño. Laempresa llevada a la práctica por motivoseconómicos y políticos, fue legalmente consumadapor el miedo, Vidaurri necesitaba los recursos deCoahuila para sostener el gobierno de Nuevo León,y buscaba el agrandamiento territorial de sujurisdicción gubernativa para aumentar su poder ysu influjo como hombre de Estado. Y los PoderesFederales, temiendo el disgusto del caudillofronterizo, quizás con el buen propósito de evitarnuevos disturbios, estimaron conveniente dejarlela presa, para tenerlo sosegado y contento.

Coahuila fue entonces sacrificado en favor deintereses ajenos, y cuando años más tarde,recuperó su independencia, en plena invasiónextranjera, no fue por un acto de reivindicación yde justicia, sino por una represalia del presidente

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Juárez contra Vidaurri, que al aproximarse aquél aMonterrey, lo recibió a balazos y estuvo a puntode capturarlo.

La anexión de Coahuila a Nuevo León causógran descontento a los coahuilenses, sobre todo alos saltilleros, cuya proximidad a Monterrey leshacía más palpable la dependencia y más continuala humillación. Saltillo estaba verdaderamente deluto, y el resentimiento de sus moradores sedesahogaba en hablillas y murmuraciones, quetransmitiéndose de casa en casa y de tienda en tienda,eran repetidas y celebradas por todas partes.Inútilmente el licenciado don Santiago Rodríguez,al abandonar el gobierno de Coahuila, a causa de laanexión, recomendaba el empleo de procedimientoslegales, como únicos medios, para recobrar laindependencia del estado, pues la animosidad sehacía pública de muchas maneras y los escándalosse multiplicaban. Macedonio Gómez, jefe políticode Saltillo, más bien capataz que funcionario, burdosujeto, de cuyo rústico traje era singularcomplemento una “cuarta” colgada del cinto decuero –única arma que necesitaba, según decía,para mantener en orden a los saltilleros–, no sedaba paz a la mano, imponiendo multas y arrestosy hasta azotaínas a los habitantes de la ciudad, que

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de algún modo externaban su desagrado por elrégimen intruso.

Una noche se verificaba una fiesta en uncorralón de la Calle Real, convertido en teatromerced al toldo de lona que mal lo defendía de laintemperie, al tablado con telón y bambalinas demanta chafarrinada, que hacían de escenario, y alos bancos de tosca madera, empotrados en el suelo,y a los que se daba el nombre de lunetas. Asistíadon Santiago Vidaurri, y a mitad de la función,empezaron a car de las azoteas vecinas, volandoperezosos, como las hojas secas otoñales, multitudde papeles impresos con versos ofensivos para elgobernador, a la vez que una lluvia de huevospodridos hacía blanco en él y en las personas de sucomitiva. La fiesta se suspendió por tal causa, ylos autores de aquel desacato, en su mayoríaestudiantes, tuvieron que emigrar para eludir elcastigo.

Don José Pellegrini, italiano avecindado enSaltillo desde hacía treinta años, era el más acrecensor de don Santiago Vidaurri. Hombresimpático, de vivos ademanes y facundia inagotable,Pellegrini se había granjeado la estima de todas lasclases sociales, lo mismo de las personas de visoque de la gente de humilde linaje. A todos los trataba

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con igual gentileza, les prestaba servicios y losdivertía con su charla agradable, salpimentada dechascarrillos donosos. Era comisionista, y en razónde su oficio, visitaba diariamente las tiendas delcentro, los tendajos de barrio, los puestos del Parián,y hacía, de paso, breves estancias en la botica deGoríbar, en la barbería de don Merced y en laSacristía de la Capilla del Santo Cristo, para dar yrecibir noticias y hacer comentarios, sobre todo,con el padre Calixti, su tocayo y paisano, varóningenuo y dulce si los había, a quien gustaba deescandalizar con sus chistes de color subido y susversiones poco caritativas.

Una mañana despertó Pellegrini bajo agradablesensación de equilibrio, bienestar y alegría. El airefresco tonificaba los músculos y estimulaba el afánde la vida. Había llovido la noche anterior; el cieloparecía más diáfano, los árboles más verdes, losempedrados de las calles más limpios y azules, yen las paredes, las manchas de humedad avivabana trechos la pintura descolorida. Pellegrini vivía enla calle del Comercio, una de las más céntricas yfrecuentadas, y apenas salió de su casa, se encontrócon amigos que le dieron la desagradable noticiade que se acababa de aprehender y llevar aMonterrey, sin consideración ni miramiento

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algunos, por orden de Vidaurri, al licenciado donSantiago Rodríguez y a otras distinguidas personasde Saltillo, acusándolas de rebelión y de haberintentado asesinar al caudillo reinero, por medio debandidos contratados para el caso. Los saltilleros,que conocían la honorabilidad de los presuntosreos, y que tenían por ellos verdadera estimación,se llenaron de enojo, aunque la falta de arbitriospara aventurarse a las vías de hecho, redujo sucólera a los desahogos privados y a los comentariosmás o menos violentos sobre aquel atropello.

Pellegrini llegó a la barbería de don Merced, yestuvo más cáustico que nunca, poniendo comotrapos a Vidaurri, a Macedonio Gómez y a losprincipales servidores del gobierno local. Debió deoírlo algún amigo de aquéllos, pues una hora mástarde, recibió Pellegrini la orden de presentarse enla Jefatura Política. Allí sufrió descortés reprimenda,y se le impuso una multa de cincuenta pesos. Loscomerciantes de la plaza, espontáneamente,pagaron a escote la suma señalada.

No por esto renunció Pellegrini a sus críticas,y como le fuera aplicada una segunda multa deigual cantidad, sus amigos le pagaron en la mismaforma. Se repitió el caso por una vez más, yentonces el Jefe Político condenó a Pellegrini a un

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arresto de un mes, durante el cual, formaría partede las cuadrillas de presos que salían todas lasmañanas a barrer y regar las calles.

Aquel mismo día llegó a Saltillo el general donSantiago Vidaurri, y enterado de las faltas yreincidencias de don José Pellegrini, ordenó quefuera este señor conducido a su presencia.

Pellegrini entró temeroso en la sala del PalacioMunicipal, donde se hallaba Vidaurri, cuya aventajadaestatura, porte señoril y expresión severa leacrecentaron el miedo; pero cuando el gobernador,saludándolo cortésmente, le invitó a sentarse, yadvirtió Pellegrini la voz mesurada del temiblecacique, la serenidad de sus ojos azules, su frentepálida y alta, coronada por abundantes cabelloscastaños peinados hacia atrás, recobró la calma yse preparó, como quien hace examen de conciencia,para contestar el esperado interrogatorio.

–¿Es usted el señor Pellegrini?–Servidor de usted.–Gracias.Una pausa en que Vidaurri, con la mirada vaga,

parecía recapacitar.–Me han informado –continuó–, que usted se

expresa mal de mí y de mi gobierno… ¿Le he hechoa usted algún daño?

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–No señor.–Entonces ¿cuáles son sus motivos?–Señor general… Soy italiano, como usted ya

sabrá; pero llevo treinta años de vivir en el Saltillo…Aquí he formado mi familia y tengo establecidosmis pequeños negocios… Me siento saltillero ycoahuilense… Y en verdad, participando de lossentimientos de mis convecinos, me ha parecidomuy mal que se haya privado a Coahuila de suindependencia… Y por eso me desahogo, ¿para quénegárselo a usted, si lo sabe?, como se desahogantodos los habitantes de la ciudad.

–¡Ah vamos!... Si es ese el caso, voy a darorden de que le devuelvan a usted las multas queha pagado y se levante su arresto. Por lo demás,tiene usted desde hoy, autorización mía para decirlo que guste de mi persona y mi gobierno, sin temorde que le sobrevenga molestia alguna de parte delas autoridades, pues daré para ello las instruccionesnecesarias.

Pellegrini, de asombrado y confuso, no logróde momento coordinar las ideas ni articular laspalabras. Quedó como hipnotizado por aquellos ojosazules que le miraban serenamente, y cuyabenevolencia parecía, a veces, inhibirse, rectificadapor el enérgico pliegue de los labios.

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–Señor general –no pudo decir más despuésde dominar su desconcierto–, le agradezco muchosu deferencia.

Vidaurri se levantó, tendiendo la mano aPellegrini, que se la estrechó cordialmente; y ambosse encaminaron a la puerta.

–Diga usted al señor Gómez –ordenó elgobernador al gendarme que había ido custodiandoal reo–, que el señor Pellegrini ha quedado enabsoluta libertad, y que me haga favor de venir enseguida, porque tengo que hablarle.

Pellegrini se dirigió a sus platicaderos favoritospara comunicar a sus amigos el buen suceso de sulibertad. En la botica de Goríbar, el doctor donGonzalo Farías que todas las mañanas atendía allía sus enfermos, se quedó, al escucharle, másembobado que de costumbre; en la barbería de donMerced, las novedades referidas por Pellegrini,hicieron que el hábil rapista vertiera el agua de labacía, ladeándola inconscientemente, en el pechodel parroquiano a quien afeitaba, y que estuvieraéste a punto de tragarse la canica que tenía en laboca para distender las arrugadas mejillas; don JoséMaría Careaga, desconcertado por tan inverosímilesnoticias, arrojó al cajón de los desperdicios el sobre

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de una carta que acababa de recibir por el ordinario,y después, vuelto en sí, perdió más de una horabuscándolo, pues acostumbraba utilizar lascubiertas de su correspondencia para hacercálculos y escribir recados; pero todos ponían encuarentena las gentilezas de Vidaurri, suponiéndolasinvenciones de Pellegrini, para divertirse y prepararalguna broma; y ni la seriedad con que el italianolas contaba, ni sus afirmaciones categóricas yreiteradas, eran parte para convencerlos. “El quehabía tomado el Saltillo a sangre y fuego–pensaban–, y permitido que la soldadesca saquearalas casas, llevándose no solamente los objetosvaliosos, sino hasta los vasos de noche; el que habíacapturado y conducido a Monterrey, como acriminales, a los coahuilenses más respetables, sintener en cuenta la edad, la categoría social y lasreconocidas prendas intelectuales de las víctimas;el conquistador de un estado de su propio país, nopodía haber tenido aquel rasgo de nobleza que lescontaba su amigo”.

–Muy bien –decían algunos a Pellegrini, antesus invariables afirmaciones–; puesto que ya le dioa usted carta blanca para hablar lo que le acomode,despáchese ahora a su gusto.

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–No señores –respondía Pellegrini–; preci-samente porque me dio permiso de hablar, estoyresuelto a callarme.

Don Santiago Vidaurri, profundo psicólogo,como todo hombre superior, desarmó a suadversario. La política había sido más eficaz que laviolencia.

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Otro alcalde como hay pocos

UN SUCESO EXTRAORDINARIO turbaba la quietudaldeana de la ciudad de Saltillo. Nadie durmió laacostumbrada siesta; algunos vecinos salieron hastala Plaza de las Carretas, y no pocos hasta la Fábricade Arizpe; las azoteas, las puertas, las ventanas dela Calle Real estaban llenas de curiosos; personasde viso y pobres menestrales iban y venían por las“banquetas”, o se estacionaban, expectantes, en ellado de la sombra. El sol esplendía bajo un cielolímpido; el calor era intenso, y el aire en rachasintermitentes, cubría la ciudad bajo una nube depolvo.

En las primeras horas de la mañana habíallegado el general Sánchez Román, adelantándosea su brigada que entraría a Saltillo aquella mismatarde. Una entrada de tropa no era un espectáculonuevo, pero sí poco frecuente, y por ello, capaz desacar de su rutina a los vecinos de la ciudadprovinciana, cuya vida monótona estaba siempreávida de conmoverse con algo imprevisto. Yentonces con mayor razón, pues se decía que la

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brigada del general Sánchez Román estabacompuesta de buenas tropas de línea.

Al cabo, cuando la expectación comenzaba afatigarse, se oyeron las cornetas y los tambores;se avistó en lo alto de la Calle Real, la masa obscuray compacta, alargándose a medida que bajaba; sehicieron perceptibles el rumor compasado de lamarcha y el traqueteo de la artillería en las piedrasdel arroyo. De cerca, se veían los uniformesdeslucidos y rotos, flacos los caballos, heterogéneaslas armas, y los hombres huraños y tristes,agobiados por la fatiga. Hasta las banderas decolores desteñidos, plegadas bajo el peso de susborlas y galones oxidados, carecían de aire marcialy semejaban aves prisioneras con las alas cortadase inútiles. Pero alegraban el desfile el toque de labanda de guerra, el pasodoble de la música y losvítores y aplausos de los vecinos.

Al día siguiente circularon volantes impresos,invitando al público a la serenata que la oficialidadde la brigada Sánchez Román daría aquella noche,de las ocho a las once, en la Plaza de Armas, comoun homenaje a la sociedad saltillense. El programaera selecto: las Oberturas In Argelis, Muda dePortici, el Gran Vals de Strauss, y otras piezasentonces en boga.

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La Plaza de Armas –cuadro formado por vallasde adobe que servían de asientos, sin otro adornoque una pila en el centro y un poste con un faroljunto a ella–, comenzó desde temprano a llenarsede gente. Las familias principales ocupando las sillasque habían mandado poner dentro del recinto, ylos demás concurrentes sentados en las vallas y enlas aceras, o andando de un lado para otro,esperaban pacientemente que comenzara laserenata. Sobre el rumor de la muchedumbresobresalían, a intervalos, los estentóreos pregonesde Jerónimo el Pastelero, más famoso por lapotencia de su voz que por la calidad de sus pasteles.

Don Jesús Valdés Mejía, llamado por todo elmundo “don Jesusito”, sujeto pequeño y gordo, deaspecto amable y tranquilo, a la sazón en funcionesde alcalde, vivía frente a la Plaza de Armas, y estabasentado a la puerta con las personas de su familia yalgunos amigos que acostumbraban hacerle latertulia. El reloj de la Capilla del Santo Cristo dio lasnueve, sin que llegara la música anunciada para lasocho, y repentinamente, un cilindrero se puso atocar bajo el farol de la plaza. El alcalde, por cuyamente pasó una sospecha, hizo llamar a ungendarme.

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–Anda –le ordenó–, y tráeme aquí al cilindrero.El músico ambulante llegó un tanto asustado a

la presencia del alcalde.–¿Por qué motivo –le preguntó éste–, se ha

puesto usted a tocar en la plaza?–Señor, porque me pagaron.–¿Quiénes?–Unos señores oficiales.–Muy bien… Vaya usted a seguir tocando.El cilindrero volvió a estacionarse en el mismo

sitio, y siguió dando vueltas al manubrio del viejoinstrumento desafinado y afónico.

El alcalde, entre tanto, daba órdenes alcomandante de policía.

–Llame usted a la Ronda y a la Junta de Auxiliosy proceda a aprehender y llevar a la cárcel a todoslos oficiales que se encuentren. Recorra para ellolas cantinas y los burdeles, pero teniendo en cuentaque de la rapidez con que se haga el movimiento,depende que no se presenten obstáculos paraefectuarlo… Ya usted me comprende, y le dejo laresponsabilidad del resultado.

Todos sabemos de lo que son capaces losrancheros norteños cuando con un arma en lamano, cumplen obligaciones o defienden principios.Nadie los iguala en astucia y decisión. Aquellos

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auxiliares, en su mayoría labradores y obreros,unidos a la policía, cuyos componentes estabanhechos del mismo barro, se dieron tal maña, quedos horas después, la mayor parte de los oficialesde la brigada Sánchez Román, desarmados y sinhaber sabido cómo ni cómo no, se hallabanencerrados en la cárcel municipal.

Las aprehensiones ocasionaron alborotosaislados, y la gente, percatándose de ellos, se retirótemerosa de mayores desórdenes, pues nadie sabíade qué se trataba. Sólo permanecieron en la plazaunos cuantos curiosos que desde el callejón delTruco y a la sombra de los Portales, observaban loque iba a acontecer.

Con visible satisfacción recibió el señor ValdésMejía el parte de estar cumplidas sus órdenes, y enel acto dispuso que las mismas fuerzas que habíanhecho las capturas, guarnecieran el PalacioMunicipal –hoy Palacio del Gobierno–, donde sehallaba la cárcel, apostándose en el zaguán de lapuerta principal y en la azotea, con orden precisade repeler cualquier agresión.

Media hora después se presentó en la casa delseñor Valdés Mejía don Melchor Lobo Rodríguez,gobernador interino del estado. Llegó agitado ynervioso.

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–¿Usted ordenó la captura de los oficiales?–preguntó a don Jesusito.

–Yo la ordené.–Si no tiene inconveniente, ¿puede informarme

por qué?–Invitaron, como usted sabe, a una serenata

dedicada a la sociedad de Saltillo, y en lugar de labanda, mandaron a un cilindrero. ¿No juzga ustedesto como una burla grosera?

–Evidentemente, pero…–El uniforme y las armas que portan para

defensa de la Nación, no deben servirles parainsultar a una ciudad donde no han encontrado sinoatenciones.

–Tiene usted razón, pero acaba de estar en micasa el general Sánchez Román, y se muestrafurioso… Dice que sacará a los oficiales por lafuerza, y sólo he logrado calmarlo, prometiéndoleque vendría yo personalmente a suplicar a usted lalibertad de los detenidos.

–Los presos están bajo la jurisdicción de miautoridad… Yo no tolero afrentas como la que hanhecho a la sociedad de Saltillo… Saldrán si danuna satisfacción por escrito y pagan una multa demil pesos… de lo contrario, tendrán treinta días de

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arresto, y en caso de que se intente sacarlos, repeleréla fuerza con la fuerza.

–Sírvase reflexionar, don Jesusito… El casoes delicado y puede acarrear muy gravesconsecuencias…

–La responsabilidad es de la PresidenciaMunicipal, y estoy resuelto a asumirla.

–¿No hay, pues, remedio?–Ninguno, si no es el que ya he dicho.El señor Lobo Rodríguez, conocedor de la

energía de carácter de don Jesusito, comprendióque era inútil insistir, y preocupado por losacontecimientos que sobrevendrían seguramente,y por los medios de que se valdría para evitarlos,regresó a comunicar al general Sánchez Román lainquebrantable decisión del alcalde.

Quien llega por primera vez a un lugar, máximesi es de alta posición económica, militar o política,halla siempre oficiosos que le enteren hasta de loque menos le importa, no digamos de aquello quetiene particular interés en saber. Cuando el señorLobo Rodríguez volvió de su entrevista con elalcalde, ya el general Sánchez Román sabía que elfuncionario municipal era hombre de una pieza,incapaz de flaquear y tozudamente dispuesto amantener sus decisiones. Pero la confirmación de

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tales informes por boca del gobernador, hizo quesu disgusto estallara en interjecciones, bravatas yamenazas. El desahogo dio paso a la reflexión; sepaseó agitado a lo largo de la pieza; se sentó; volvióa levantarse; encendió y arrojó media docena decigarrillos, y al cabo, accedió a las exigencias delalcalde. Mandó pagar la multa y se trasladó a lacárcel municipal, donde su mal apagado enojo vertiósobre los oficiales prisioneros, que confesaron suculpa, una andanada de improperios; los obligó afirmar la carta en la que daban una satisfacción a lasociedad saltillense, por la falta cometida; se losllevó consigo, y a aquella hora, sin más tiempo queel indispensable para preparar la marcha,silenciosamente, como si huyera, abandonó laciudad de Saltillo.

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Para qué están los centinelas

A LAS PRIMERAS HORAS de una tarde de julio del añode gracia de 1872, bajo un sol de fuego y entre lasofocante polvareda que del camino se levantaba–habían pasado seis meses sin que cayera una gotade lluvia–, llegó a los suburbios de Saltillo el coroneldon Miguel Palacios, al frente de su regimiento.Los caballos estragados y sudorosos, los jinetescon el paño de sol desplegado y la carabina a laespalda, cubiertos de polvo amarillento que les dabaun aspecto entre cómico y espantable, hicieron altoen el espacio cuadrangular formado a la entrada dela ciudad por casitas y tapias de adobe, llamado“Plaza de las Carretas”, porque en él paraban lasque venían con cargamento de leña, carbón, forrajesy otros artículos de comercio.

Desde allí se oteaba el caserío aglomerado enla cuesta, como apoyándose mutuamente para nodespeñarse, circuido de huertas y dominado por elcampanario de la Capilla del Santo Cristo y por eldomo y la torre trunca de la parroquia de Santiago.Desde allí se descubría el valle entero, encerrado

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entre montañas azules y cerros pardos, risueño ala derecha, por sus arboledas y sembradíos, severoa la izquierda, por sus lomas áridas y campos sincultivo, hasta la más remota lontananza que ladiafanidad del aire aproximaba y definía, dondeblanqueaban, abajo, caminos y lugares, y seperfilaban, arriba, el cono truncado de la Mesa delLeón y las cumbres estriadas de la Sierra dePesquería. Desde allí arrancaban las calles Real,de Santiago y del Huisache, con tan violento declive,que tal parecían los cauces de otros tantos arroyos.

El coronel con recia voz de mando y graninsolencia tal vez exasperado por el bochorno y lafatiga, llamó a un carretero que reposaba tendidobocarriba a la sombra de su carreta.

–¡Ven acá, talísimo!El hombre se levantó en un segundo y se

acercó solícitamente con el sombrero en la mano.–¿Dónde hay por aquí un lugar apropiado para

alojar a mi tropa?–Baja su mercé por esa calle, que es la del

Huisache y luego se divide en otra que se llama deLandín; sigue por la que va a mano izquierda hastallegar a una pila y unos fresnos que se nombran dela Vaca, y adelantito está el Mesón del Huisachecon el rótulo sobre el portón. Allí hay muchos

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cuartos, corral grande y buenos macheros.El coronel, sin dar las gracias a su informante,

picó espuelas, y la larga hilera de tropa, de dos enfondo, se puso en movimiento, perdiéndose en laprofundidad de la calle y dejando oír por un rato eltintineo de los sables y el ruido de las herradurassobre las sueltas piedras del piso. Minutos después,entre la sorpresa del vecindario cuyas puertas yventanas se llenaron de caras curiosas, el regimientoentraba pausadamente en el Mesón del Huisache.

El coronel, antes de desmontar, ordenó quetodos los huéspedes, incluso el mesonero,desalojaran el local, y los rancheros arreando losburros mal cargados por el azoro y la prisa, oarrastrando de las patas traseras los cerdosberreantes; los fuereños andando, invisibles, bajola balumba de jaulas y huacales; las mujeres consartas de gallinas; los perros ladrando oescondiéndose medrosos detrás de sus dueños, yel mesonero, al hombro la frazada y en la diestra elfarol legañoso de las vigilancias nocturnas, fueronsaliendo malhumorados y mudos, ante la risa, elestupor o la indignación de los curiosos.

El mesonero se encaminó a la casa del señordon Esteban Múzquiz, propietario de la finca y delnegocio, para comunicarle las malas nuevas.

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Era don Esteban un sujeto chiquitín y cenceño,rayando en los sesenta, de voz atiplada, pulcro ybien ceñido, maestro en cortesías y docto enachaques judiciales, aunque por su edad y buenasprendas, nadie le aplicaba la despectivadenominación de tinterillo. Acababa el buen señorde levantarse de la siesta; estaba en mangas decamisa, sentado a la mesa de su despacho; teníadelante de sí un pocillo de chocolate cuya espumalevantaba casi otro tanto del tamaño de la vasija,cercado de gaznates y puchas, y se disponía a catartan sabrosa merienda, cuando se anunció elmesonero. Recibido democráticamente, el hombrele contó a quemarropa y con exageración depormenores, el atropello de que era víctima.

Don Esteban se tomó el chocolate a pequeñossorbos, consumiendo de paso los sabrososaditamentos bien remojados en el espeso líquido,aunque con menor pausa y deleite que de ordinario,pues le habían puesto de mal talante las novedadesque acababa de oír, y apartando el servicio, selevantó parsimoniosamente; hizo y encendió sucigarrillo de hoja; se vistió el saco y se lo abotonócomo de costumbre; se acomodó el bombín –únicaclase de sombreros que había usado siempre–; tomóde su biblioteca un ejemplar de la Constitución de

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1857, y se lo puso bajo el brazo; cogió el bastón depuño de cuerno, y en compañía del mesonero sedirigió al lugar de la catástrofe. Como tenía queatravesar la mitad de Saltillo, y caminaba decuestarriba y de prisa, sintiendo, además, la desazóndel ultraje y el peso de la merienda, llegó al Mesóndel Huisache sudoroso y sofocado.

Los centinelas le marcaron el alto; pero el oficialdel cuerpo de guardia enterado de que deseabahablar con el coronel, lo introdujo hasta la piezaque éste ocupaba, pobre habitación con sólo uncatre de tijera, una silla y una mesa. En aquellosmomentos el coronel Palacios, todavía cubierto depolvo, puesto el kepí y con el paño del sol sobrelos hombros, devoraba un gran plato de huevosrancheros y frijoles.

Don Esteban se paró en el umbral, ydescubriéndose, dio las buenas tardes; pero elcoronel, sin dar señales de haberlo visto, nicontestarle, continuó comiendo. Al cabo de un rato,y tras de beberse una vaso de agua, levantó losojos duros de suyo y entonces de expresión máshostil por el polvo que le cubría las cejas, las pestañasy los crespos bigotes.

–¿Qué se le ofrece? –preguntó con voz áspera.–Nada más que servirle, señor coronel

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–contestó melosamente don Esteban, dando un pasohacia dentro–. Soy Esteban Múzquiz, humilde criadode usted y propietario de esta finca que el señorcoronel ha tenido a bien tomarla para alojamientode su tropa. Y como la Constitución que nos rige–y aquí don Esteban abrió el librito por la señal quede antemano había puesto–, expresa en su Artículo27, que la propiedad de las personas no puede serocupada sin su consentimiento, sino por causa deutilidad pública y previa indemnización…

–¡Capitán Olaguíbel! –gritó Palacios,interrumpiendo a don Esteban.

–¡A sus órdenes, mi coronel! –contesto eloficial, cuadrándose en la puerta.

–¡Ponga usted a este señor de patitas en lacalle!

–Pero, señor coronel… –profirió, suplicante,don Esteban.

–¿Sabe usted para qué están los centinelas enla puerta? –le preguntó Palacios, acercándose a élcomo si fuera a pegarle.

–La Ordenanza…–¡No, señor mío! ¡Están para que no entre

aquí la Constitución!

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“¡Sígueme y te haré feliz!”

EL DOCTOR DON PACUAL Urías, para dar majestad asu persona, usaba sombrero alto y capa españolaque le bajaba hasta los pies; pero su cuerpo pequeñoy gordo y su paso menudo y vacilante, sugería alas chicas traviesas la graciosa tonada que a vecesosaban cantarle:

¡Ja, ja, ja,qué risa me dade ver la bolaque rodando va!

Le gustaba parecer imponente y enérgico, yarrugaba las cejas, ponía fosco el mirar y apretabalos labios; pero algo indefinible en su cara redonday rasurada, decía que aquella actitud era engañosa,y que detrás de la máscara no había sino unaingenuidad cercana a la simpleza.

Don Pascual había estudiado medicina por unmero accidente, y la practicaba por inercia mezcladacon su poco de avaricia, pues siendo rico y soltero,

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no tenía otros motivos para afanarse por aumentarsus rentas.

Vivía con sus hermanos mayores, personasde gran ascendencia social por su posicióneconómica y sus cualidades morales, y élparticipaba de las consideraciones y ventajasconsiguientes, aunque carecía de autoridadprofesional, porque era bien sabido que curaba todaslas enfermedades, desde un resfriado hasta unatifoidea, con infusión de canela; manía o desengañorespecto a la eficacia de su saber, que le había validoel apodo de Doctor Canela. Pero si otros lesuperaban en habilidad terapéutica, él les aventajabaen tranquilidad de conciencia, pues de seguro quesu tratamiento favorito no había ocasionado lamuerte de nadie.

Se levantaba don Pascual a las ocho de lamañana; se lavaba con agua fría; rezaba susoraciones al Santo Cristo de la Capilla, de quien eramuy devoto, y cuya imagen tenía colgada sobre elrespaldo de la cama; se desayunaba con una tazade chocolate, un vaso de leche cruda, dos huevostibios y competente ración de esponjados molletes;se fumaba un cigarrito, y se ponía a leer elHippocratis Coi Opera Omnia, donde nuncaaprendió una fórmula distinta de su acostumbrada

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infusión de canela. Se iba después a hacer susvisitas, entreveradas de largas estaciones en plenacalle, conversando con los amigos, y remataba enla botica de don Antonio Goríbar, donde era parteintegrante de la tertulia habitual, y solía recetar asus enfermos que no podían pagar las visitas adomicilio.

Una de las particularidades de don Pascual erala sujeción de su vida cotidiana a una rutinainalterable, cuya interrupción le ponía de mal talante,como quiera que contrariaba el recio impulso desu naturaleza a la ejecución instintiva de los mismosactos. Esto le ocurría cuando una enfermedad–rara, por cierto, pues era don Pascual de buenpalo–, le obligaba a recluirse; cuando visitasinoportunas le hacían detenerse en los momentosen que iba a salir, y sobre todo, cuando recibía unacarta. Este último accidente le contrariabasobremanera, pues caballeroso y cumplido en susrelaciones sociales, le gustaba contestar sucorrespondencia a vuelta de correo, y semejantefaena le hacía sudar la gota gorda, porque no erafértil de magín ni largo de pluma, y perdía toda unamañana para pergeñar diez renglones.

Una vez recibió la esquela mortuoria de unaprima suya, doña María de Jesús, fallecida en un

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pueblo cercano. Apenas hacía un mes que aquellaprima había pasado una semana en la casa de donPascual, y el hecho común de morirse la gentecuando le toca, llenó de asombro al ingenuo doctorque se dijo a sí mismo, se lo repitió a sus hermanoscuando acudió a darles la funesta noticia, y a todoslos amigos con quienes la fue comentando:

–¡Pero, señor, si hace apenas un mes que pasóuna semana con nosotros!

Aquella mañana no abrió el Hippocratis CoiOpera Omnia, ni salió a visitar a sus enfermos, ymalhumorado por la interrupción de sus hábitos,pero decidido a cumplir con sus deberes familiares,se puso a escribir a las hermanas de la primafallecida, para darles el pésame. Y después depasearse por la alcoba, fumar varios cigarrillos yromper media docena de pliegos echados a perder,formuló la siguiente carta, escrita en papel celestecon filos dorados, firmada con una rúbrica demúltiples enlaces, cerrada con dos rojas obleas yremitida al correo que salía aquella misma tarde:

Mis queridísimas e inolvidables primas: Con elmayor dolor y sentimiento de mi corazón herecibido yo y toda la familia la tarjeta mortuoriaque se sirvieron dirigirnos, participándonos el

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terrible acontecimiento de la defunción de nuestraqueridísima e inolvidable prima doña María deJesús (que de Dios goce). Las acompañamos austedes en su justo y grandísimo dolor, esperandomuy confiados en que mi queridísima e inolvidableprima doña María de Jesús (que de Dios goce), hade haber recibido el premio debido a sus virtudes.[Hasta aquí lo referente al contenido de la tarjetade defunción ya enunciado].Pasemos a otro ligero negocio. Cuando estuvoaquí nuestra queridísima e inolvidable prima (quede Dios goce), ahora ya difunta, la acompañabaun joven estudiante, el cual pidió en nuestra casaunos pesos (veinte y tantos), y como ya ha corridotanto tiempo, y no los ha remitido, desearíamosque ustedes le hicieran un recuerdo sobre esteparticular y nos avisaran su contenido.Y sin más por ahora y repitiéndoles nuestro pésamepor el sensible fallecimiento de mi queridísima einolvidable prima doña María de Jesús (que deDios goce), y deseándoles mil felicidades, nosrepetimos a sus órdenes como sus afectísimosprimos que atentos S. M. B. –Pascual Urías yfamilia.

Y se quedó satisfecho de la gentil manera comohabía redactado la carta de condolencia y cobradouna cuenta. Sobre todo, la fórmula de transición

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del uno al otro tema, le pareció ingeniosa y delicada.Las mañanas eran para el buen doctor la parte

enojosa de la vida: la de los esfuerzos, lasobligaciones y las molestias; la que hace del hombreun esclavo, destinado a rendir una tarea ineludible;pero las tardes constituían para él las horasagradables de libertad y abandono, en las que vivíapropiamente para sí, dejándose conducirsuavemente, sin resistencias de enojososimperativos, por las inclinaciones naturales de sutemperamento y sus costumbres. Comía a las doceen punto; conversaba un cuarto de hora desobremesa con sus hermanos, saboreando el café;pasaba a su alcoba, encendía la vela, cerraba lasmaderas, se desnudaba, se calaba el gorro que ledefendía la calva de moscas y corrientes de aire, yse metía en la cama a dormir la siesta hasta corridaslas cuatro. Al levantarse, tomaba la merienda–chocolate con pan fino–, y se marchaba a la casade don Pepe Arizpe, a la cotidiana sesión de malilla,a la que asistía casi siempre en calidad de mirón,pues los jugadores, procuraban excluirlo del tercio,porque llevándolo de compañero, no era posible,por su torpeza, dar un codillo común y corriente,y menos si trataba de cortar una contrabola.

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Pero tomara o no parte en el juego, a las seisen invierno y a las siete en verano, se marchaba asu diversión favorita, a la que tarde a tarde acudíacon regularidad matemática, y nunca dejaba porninguna consideración humana ni divina. Entrabaen el Parián por el lado correspondiente a la callede Landín, donde las tortilleras, sentadas en el suelo,junto a sus canastas, pregonaban su mercancía, yavanzando por el corredor de la izquierda, entrelos puestos de frutas, legumbres y flores, saludandoa las vendedoras –todas conocidas o amigassuyas–, y trabando con ellas pasajeros diálogos,iba a pasar por las fondas que exhalaban sabrosoolor a fritada y barbacoa, y daba la vuelta por elcorredor de las carnicerías… Viaje de exploraciónconcienzuda en busca de las criadas bonitas que aaquella hora llenaban el Parián, haciendo suscompras; al cabo del cual, salía a estacionarse enalguna de las esquinas próximas. Y en cuantoaparecía una fámula de paso menudo y sonorotaconeo –señales de gracia y juventud–, la cesta albrazo y cubierta la cabeza y parte de la cara con elrebozo tentador, don Pascual se lanzaba tras ella yapresurando el andar, le decía disimuladamente ycon voz amorosa:

–¡Sígueme y te haré feliz!

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Algunas volvían la cara a otro lado; otras lesacaban la lengua, y no pocas le contestaban conalguna frase cruda y grosera. Pero él sindecepcionarse por tales fracasos, repetía su juego,hasta que cerrada la noche, quedaba el Pariándesierto y oscuro. Y cuentan las crónicas –acasomalévolas–, que cuando alguna chica de aquellasse aventuraba a seguirlo –lo que era muy raro–, lafelicidad prometida por don Pascual consistía en laespléndida dádiva de… una peseta.

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Tío Baticolas

MANUFACTURABA RETRANCAS de ixtle, de cuero, decerda, de lona, según el gusto del comprador, ycomo a alguno se le ocurriera una vez dar a talesobjetos el nombre poco común de baticolas, con élbautizó al fabricante, que tío Baticolas fue desdeentonces, aun cuando dado a los vicios, no volvieraa poner en práctica su habilidad de otros tiempos.

Tío Baticolas tenía cincuenta años, peroaparentaba más a causa de su vivir desordenado.Sus ojos sin pestañas ardían como brasas bajo laurdimbre de las cejas; la punta de su nariz roja partíaen dos gajos el bigote cano que Orlando, comoparéntesis, la boca desdentada, tenía un juego deabrirse y cerrarse, según se distendía o se aflojabael pellejo de las mejillas enjutas; su mentónpuntiagudo formaba una escuadra perfecta con ellargo pescuezo de nuez prominente y abultadostendones; andaba siempre en camisa, cuya faldase le escapaba en cómica libertad del cinto de lospantalones, y éstos en vías de caerse, pero detenidospor los huesos de las caderas, se le arrugaban,

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como cañones de notas, sobre las viejas chanclas.Con una mano ayudaba a los cuadriles a impedir eltotal descenso de las bragas, y con la otra accionabaparsimoniosamente o se quitaba y se ponía la gorraencajada de través sobre las greñas apelmazadas yerguidas como cresta de gallo.

Pasaba los días y gran parte de las noches en“La Tina Verde”, famosa taberna establecida en elángulo de la calle de la Cruz y el callejón delTlacuache. La enorme tina simbólica, erguida sobreel mostrador, difundía a distancia sus hálitosincitantes, inspiraba la música de arpa, guitarra yflauta, que acompañaba el baile, los cantos y elsosegado sueño de los parroquianos, y brindaba ala miseria y a las penas, olvidos y placeres tantomás sabrosos cuanto más pasajeros. De allí tíoBaticolas se marchaba a su casa, caminando por elmedio de la calle, dando dos pasos para adelante yuno para atrás, hablando consigo mismo,dirigiéndole la palabra al gato cuyos ojos brillabanen la oscuridad de un pretil, al perro prisionero enuna ventana, que le contestaba, ladrándole con furia,al transeúnte a quien seguía hasta verle entrar enuna casa o doblar una esquina, a un guardacantón,a un árbol, a una tienda, que tal vez le despertabanrecuerdos confusos y lejanos. Su perorata dicha

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con voz ronca, pero tranquila y mesurada, noparecía el desahogo de un ebrio, sino el discursorazonado de un académico. Los vecinos y losserenos que oían las voces, acostumbrados a aquelhecho trivial, murmuraban despectivamente:

–¡Es tío Baticolas!Se encaminaba a su casa un Viernes Santo, y

viendo la gran copia de gente que entraba en unaiglesia abierta de par en par, allá se fue también él;se metió entre la multitud apretada en las naves; searrodilló santiguándose devotamente; se sentó sobrelos talones y siguió hablando en voz baja consigomismo, y dando cabezadas. Se iba a celebrar laceremonia de las Tinieblas, en que los fieles,apagadas las luces, se disciplinaban con más omenos rigor, según la gravedad de las culpas y ladevoción del penitente. El sacristán con un brazadode disciplinas, unas sencillas, otras con herretesen los canelones, pasaba dificultosamente entre losfieles, preguntando a cada quien de cuáles quería,y tío Baticolas, al oír entre sueños la pregunta:

–Yo… –contestó solemnemente–, una chiquitade mezcal.

A veces dejaba de emborracharse por algúntiempo, haciendo propósitos de enmienda definitivay proyectos de trabajo. Entonces no salía de casa,

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y tornándose malhumorado, exigente y gruñón, eramás molesto para sus familiares que deseaban verlevolver a sus borracheras acostumbradas. Uno deaquellos recesos coincidió con la Función del Ojode Agua, que se celebraba entonces como ahora,tres semanas después de la Función Patronal delSanto Cristo de la Capilla, y tío Baticolas concibióla idea de instalar un puesto, suponiendo que acausa del gentío que siempre concurre a la fiesta,podría él obtener regulares ganancias, base de unfuturo y más amplio negocio. Un puesto, pero ¿dequé? Pues de vino, por ser el “artículo” que élconocía mejor, y el que más se acomodaba alentusiasmo y alegría de las verbenas populares. ¿Yel capital? Con cinco pesos sería bastante…Cantidad que le facilitó su mujer; lavando,planchando y cosiendo ajeno, ella sostenía la casay hacia pequeños ahorros, importunada por lasnecedades de su marido y quizás por el sentimientojustificadamente egoísta de quitarse un estorbo.

Compró tío Baticolas seis botellas castellanasde buen mezcal de maguey, que le costaron cuatropesos y seis reales, dejándole una reserva disponiblede dos reales; y con cuatro soleras, dos sábanasviejas, y unos cuantos petates y cajones, armó sutendejón en el sitio que le pareció más adecuado, lo

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más cerca posible de las “Danzas”, y encargandodel despacho a un sobrino, chico listo y capaz detales menesteres, se sentó a la parte de afuera delestablecimiento, a esperar a los consumidores.

La función se animaba a medida que atardecía.Desde la colina donde brota el manantial bajo sucaseta pintada de azul, hasta la explanada dondedesembocan jadeantes y fatigosas las calles de laciudad, bullía la gente agrupada en incómodos sitioso subiendo y bajando lentamente por lasresbaladizas veredas –visión de múltiples colores yformas, en heterogéneas y cambiantes amal-gamas–; y albeaban los toldos y humeaban lascocinas de los puestos instalados en desorden.–“¡A seis por cuartilla, duraznos, a seis!”… “¡Elmás loco de los toros!”… “¡Fresco el tepache; dulceel aguamiel!”… “¡Al ruido de uñas, legítimoSalvatierra!”… “¡Al pan de pulque!”–. Olores demeriendas domingueras; charangas pegajosas,tronar de cohetes, bordoneo metálico de losmatachines… Abajo, las techumbres grises de laciudad, esfumándose en las sombras ascendentes;a lo lejos las montañas azules con toques de sol ypinceladas de rosa; enfrente las serranías de unvioleta pálido, recortándose sobre el cielo donde secombinaban en gradaciones sutiles el verde, el azul,

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el perla y el carmín, entre orlas de plata, estrías decobre y ráfagas de oro. En la fiesta, las velasescamadas del altar, visibles en la cumbre, junto alOjo de Agua, y en el declive de la colina, losmecheros de aceite, las cazolejas de sebo, los farolesde vidrio y de papel, las teas humosas, las enormesfogatas, las luces de los cohetes, daban a la funciónel aspecto fantástico de un mundo poblado desiluetas y de sombras.

Unos amigos de tío Baticolas, holgándose deverle, se acercaron a saludarle, y él, deseandoobsequiarlos, los invitó a tomar una copa, y ordenóal dependiente que sirviera cuatro mezcales. Se lostomaron de un sorbo, pues los cuatro eran del arma,y tío Baticolas pagó los dos reales que importabanlas copas. Se fueron a dar una vuelta. Al cabo deun rato regresaron.

–Déque la venta –ordenó tío Baticolas al chico.Éste le entregó los dos reales, que aquél se embolsódespués de contarlos.

–Ahora –ordenó–, sirva cuatro mezcales.Se los tomaron con la misma destreza, y el

obsequiante tornó a hacer el pago. Nueva excursiónpor los diversos lugares de la fiesta, y después,nuevo regreso.

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–Déque la venta… Sirva cuatro mezcales.Tal juego repetido cada quince minutos, acabó

con la existencia de vino del tendejón, dejandosolamente a tío Baticolas los dos reales en el bolsilloy una gran borrachera en el cuerpo. Los dos realessirvieron para tomar “la del estribo”, ya bien entradala noche, en otro puesto de vino, en cuya puertacampeaba este rótulo: “Hoy no se fía, mañana sí”…Y los amigos viéndole sin dinero, abandonaron atío Baticolas que, instintivamente, tomó el caminode su casa.

Vivía en la calle de Santa Anna y tenía quepasar por la fuente pública del barrio, que empotradaen los muros, bajo un arco festonado de yedras,sonaba en la quietud de la noche con rumorsoñoliento. Por un reflejo fisiológico, la nociónconfusa del agua determinó en tío Baticolas lapremura de una de aquellas necesidades llamadasmenores, y como sólo andando podía conservar elequilibrio, pues pararse equivalía a caerse, se asióde las rejas de una ventana, mientras cedía alimperativo de la natural exigencia. Bamboleándosey dialogando consigo mismo, según su costumbre,pasó largo rato, durante el cual, sus propiaspercepciones y el rumor de la fuente se confundieronen una sola sensación.

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–¡Dios mío –exclamó entonces–, si de mí hade salir el diluvio, cúmplase tu santísima voluntad!

Las mujeres del barrio que fueron demadrugada a la fuente, le encontraron tirado en laacera y profundamente dormido.

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Pastorela de Navidad

ALLÁ POR EL ÚLTIMO tercio del siglo pasado, no habíatemporada más alegre en la vida saltillera, que la deNavidad, Año Nuevo y fiesta de Reyes. Ni el veranocon los días de campo, las excursiones a lashuertas, los baños en los Pilares o en San Lorenzo–que necesariamente debían ser tres, para quefueran provechosos–; ni la feria de octubre con elir y venir de gente forastera, los puestos ytendejones en plazas y calles, las corridas de toros,las peleas de gallos, las “maromas” y la ocasión dehacer negocios y realizar buenas ganancias, teníantan poderoso atractivo como las Posadas, laspastorelas que se representaban con más o menospropiedad y lucimiento, en los distintos barrios dela ciudad, la Noche Buena con la cena tradicional yla Misa de Gallo, las visitas nocturnas a losNacimientos que en la mayor parte de las casas,tanto ricas como pobres, solían ponerse, y entrelos cuales descollaba el de doña Petra Treviño porsu hermoso Misterio y multitud de figuras demovimiento, que eran la admiración y el encanto

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de chicos y grandes, y como feliz remate, las“bajadas” del Niño Dios, con el rosario y el baile,los tamales y los buñuelos, el turrón y los huevitosde faltriquera.

Haciéndolas más íntimas, por lo que tenían deprofanas, y más de acuerdo con la tradición, porlo que tenían de religiosas –causa, tal vez, de suatracción singular–, aquellas fiestas se verificabancomúnmente bajo temperaturas glaciales, en quela “candelilla” colgaba de los pretiles y los árboles,y la gente quebraba el hielo al transitar por las aceras,o entre el silencio y la blancura de la nieve, queamalgamando ambas sensaciones en una sola, setendía de las montañas abajo por todo el valle, hastala más remota lontananza.

Entre las pastorelas, era la más famosa la quehacían en un corral del Callejón del Humo, losvecinos de este barrio, tanto por lo céntrico dellugar, a dos pasos del Parián y de la Plaza de Armas,como por tomar parte en ella Jerónimo el Pastelero.

Era éste originario y vecino de la barriada deGuanajuato, que comprendía la parte oriental deSaltillo, a partir de la calle de Santiago. Alto, flaco,de nariz grande, mentón fuerte, negros y duros losojos y lacio el cabello también negro, poseía unavoz estentórea, en fuerza de la cual pregonaba su

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mercancía en el centro de la ciudad, y se le oía enlos arrabales. A este extraordinario don natural debíaJerónimo su renombre de actor.

En el fondo del corralón dividido de los corralescontiguos por tapias de adobe, bajas y desportilladas,se levantaba a cielo raso el tablado, hecho demorillos, tablones bastos, sábanas y sobrecamas,y adornado con listones de papel de china y farolillosde hojalata. Los espectadores que llevaban sillas,se instalaban en las primeras filas, cerca del tablado,y los demás permanecían de pie o se sentaban enlas tapias. Grandes fogatas, distribuidas en elcorralón y atizadas constantemente, daban luz alespectáculo, aliviaban del frío a los asistentes yprestaban a la representación un aspecto fantásticomuy en consonancia con el argumento.

Arrebujados los hombres en “plés”, en capasde paño o en pintados sarapes de factura local, ybien calados los sombreros; cubiertas las mujereshasta la cabeza con finos mantos de terciopelo oburdos tápalos de estambre, pues la intemperie, lafrialdad de aquellas noches de invierno y el carácterpopular de la fiesta dispensaban de observar lasreglas de urbanidad, ineludibles en otros sitios yocasiones, aquellas buenas gentes, a pesar de lasincomodidades, concurrían a la pastorela del

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Callejón del Humo, por el natural deseo de divertirse,no satisfecho sino poquísimas veces durante el año,y principalmente, porque aquel espectáculoencarnaba sus sentimientos más hondos y susconvicciones más arraigadas.

La noche del 25 de diciembre de 1868, la fiestatenía, además, el extraordinario incentivo de ser laprimera que iba a celebrarse, después de laszozobras y trastornos de la guerra extranjera. Sehallaban presentes el gobernador del estado y elayuntamiento de la ciudad. Las principales familiasy una gran muchedumbre de la clase media y gentedel pueblo, en apretados grupos, llenaban elcorralón, desde el pie del tablado hasta los ámbitosmás lejanos y oscuros. Multitud de cabezas seperfilaban sobre las tapias, al fulgor intermitentede las hogueras; los cohetes estallaban en el aire ycaían en lluvia de luces policromas; la genteconversaba en voz alta, y se oían, a veces, diálogosacalorados de quienes se disputaban un lugar opugnaban por abrirse paso.

La pastorela comenzó a desarrollarse con lamonotonía propia del tema y de la maneracaracterística de las representaciones populares.Sonó una salva de aplausos cuando Jerónimo hizosu entrada en el papel de Asmodeo, con el traje

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negro galoneado de plata, los cuernos erguidossobre la frente y la espada desnuda en la manoderecha. Entró impetuosamente, midiendo el tabladocon enormes zancadas, blandiendo el acero,lanzando sobre los espectadores su voz de trueno,y animando con su briosa declamación la languidezde la escena.

–¡Venid, infernales furias,venid siguiendo mis pasos;bajad, oscuras tinieblasdel caliginoso espacio!...

¡Sabrán de las confusiones,de los incendios que hago,las ponzoñas que respiroy los venenos que esparzo!...

Del fondo del corralón, del sitio tenebroso dondese apiñaba la multitud, surgió un trémulo balido,perfectamente imitado, que hizo reír a losespectadores. Jerónimo interrumpió la tirada; paseósus ojos coléricos por todo el corral, y reanudó elparlamento. Un segundo balido, más trémulo ylargo que el primero, causó de nuevo la risa de laconcurrencia. Volvió el actor a interrumpirse y a

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escudriñar con mirada, ya no colérica, sino feroz,los fondos oscuros del lugar, y al fin, siguiódeclamando, aunque un tanto resfriado por lainterrupción y la burla. Pero un nuevo balido,perfeccionado por la repetición, tornó a motivar laalegría del público. Multitud de cabezas se volvieronhacia el sitio de donde había salido. Algunosceceaban, imponiendo silencio. Y Jerónimo, en elcolmo de la indignación, aventó lejos la espada yse quitó los cuernos, arrojándolos al suelo.

–¡Ya no soy Asmodeo ni soy nada! Ai estánlos cuernos y ai está la espada, talísimos! –gritó,perdidos los bártulos–. ¡Y ese que me hizo elborrego, que vaya…!

Y pronunciando sin eufemismos lo que el calópopular apellida “la grande”, saltó la tapia cercanaal tablado, y se perdió entre las sombras.

La gente reía, y comentando lo acontecido,censuraba no menos que la inconveniencia de laburla, el insolente arrebato de Jerónimo.

La aparición de un nuevo Asmodeo restablecióel silencio. Vestido también de negro y plata, entróllanamente en el escenario; levantó los cuernos yse los colocó en la cabeza; cogió la espada, cuyahoja se había doblado por el golpe, la enderezóparsimoniosamente, sobándola sobre la rodilla, la

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empuñó sin brío, y continuó la declamacióninterrumpida, en el pasaje donde Jerónimo la habíadejado. Volvió el público a interesarse en larepresentación, y prosiguió ésta sin incidentesextraños hasta la bajada del Ángel.

–¡Venid, Miguel dichoso,del arca celestial;apresurando el paso,venid, corred, volad!

Había un corpulento nogal en uno de los corralescontiguos, y por gruesa cuerda tendida desde lasramas más altas hasta los morillos del tablado,bajaba el Mensajero Celeste, de pie en un trapecioque se deslizaba por ella, y cuyo descenso regía,mediante otra cuerda, un sujeto encaramado en elárbol. Llegó el momento oportuno, y el Ángel –unchico de doce años–, se desprendió de la alturavertiginosamente.

–¡No le aflojes tan recio –gritó con espanto–,porque me lleva el …!

Y dio suelta a un macho cabrío de la especieverbal, que causó a los espectadores, primero,estupor, y después general carcajada, unísona einterminable, pues cuando parecía extinguirse,

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comenzaba de nuevo con mayor intensidad yresonancia.

Aumentaba las risas lo que pasaba en la escena.Apenas el Ángel había pisado la tierra, cuandoAsmodeo, que seguramente era su padre, lo cogióa coscorrones; el chico se puso a berrear con todassus ganas, corriendo por el foro para evitar elcastigo, y la madre, hecha una furia y seguida delclan entero –mujeres, chicos y viejos–, subió alescenario para defender al Ángel, con gritos ymanotadas, de las iras del padre.

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La botica es buen negocio

LA BOTICA DE DON ANTONIO Goríbar era por aquelentonces el único establecimiento de su especie quehabía en Saltillo… Anaqueles pintados de verde,tarros de porcelana en cuyo negro marbete sedestacaban con letras doradas, nombresestrambóticos, algunos de los cuales, a mediasentendidos, sugerían a los profanos ideas deespanto y de muerte... “Arsenicum Lodatum”,“Causticum”, “Chamomilla Matricaria”, “CinchonaOfficinalis”, “Strychnos Nux Vomica”, “Ipe-cacuanha”, “Opium”, “Secale Cornutum”…Frascos de cristal con palo de orozús, azúcar candey pastillas de goma; en el sotabanco, el bote de lamanteca, el balde con sanguijuelas y el garrafón deagua destilada; en el centro del mostrador, el fanalde vidrios opacos, camarín misterioso de lasbalanzas de precisión, de las espátulas, de losmorteros, donde se forjaba la salud o la muerte, enforma de píldoras, papeles y cucharadas; y en unoy otro lado como ventrudos heraldos, los globosde cristal con agua de color y sendas lámparas

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detrás, que lanzaban en la noche, sobre la oscuridadde la Plaza de Armas, su emblemática luz, roja yverde. Entre el mostrador y una de las puertas,algunas sillas de tule, no para los clientes quehubiesen de esperar, sino para los habituales a latertulia que a todas horas del día, hasta las diez dela noche, iban a la botica a leer y comentar elperiódico de México, las cartas particulares quehablaban de política, y a saborear la chismografíalocal, picante y entretenida, pues aquellos señores,a semejanza del Diablo Cojuelo, podían levantar lostechos de las casas, como se levanta la coberturade una olla, para saber lo que dentro se cuece.Detrás del mostrador, don Antonio Goríbar, almismo tiempo dueño y farmacéutico responsable,el pelo entrecano mal peinado hacia atrás, despejadala frente, saltones y móviles los ojos, grande la nariz,gruesos los labios, empabilados los bigotes, torcidala corbata, descuidada la ropa, nervioso el ademán,hablando y moviéndose siempre, sin respiro nicansancio. Hombre ingenioso y dinámico, cuandohabía sido regidor, abrumó al ayuntamiento conproyectos que deslumbrando la escasa visión desus colegas, encontraron una resistencia pasiva–la más tenaz de las resistencias–, y se quedarondurmiendo en el archivo municipal, entre otros, el

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proyecto grandioso, ciertamente, para hosmanizarla ciudad, sacando sus calles a cordel, yterraplenando los altibajos, para que fuera supendiente más regular y menos pronunciada.Hablaba y se movía, preparando medicinas ydespachando a los clientes, sin que se diera el casode que una receta resultara en daño del enfermo,porque tuviera los componentes trocados o puestosen mayor cantidad –lo que se debía a su habilidady experiencia–, y sin que su parlería, principalatractivo de su constante tertulia, alejara la clientela,a causa, tal vez, de que no tenía competidor en laplaza.

Las recetas no eran muchas, pues los médicossólo gozaban de crédito entre las clasesacomodadas; pero la demanda de ceratos, ungüentosimple y ungüento doble, elíxir paregórico, alcanfor,sal de higuera, aceite de ricino, bálsamo tranquilo,purgas de limonada, cuernecillo de centeno ysanguijuelas, era activa y constante, y despachando,don Antonio no le daba paz a la mano ni reposo a lalengua.

Unas gentes decían que estaba haciendofortuna; otras que apenas ganaba para vivir; y asícomo él y sus amigos comentaban cuanto ocurríaen la ciudad, ésta, a su vez –en el juego donde hay

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desquite, no hay quien se pique–, iba con mil ojosy otros tantos oídos, detrás de todos y cada unode ellos para contarles los pasos.

Una tarde se paró frente a la botica un sujetomontado en poderosa mula. El enorme jarano, lachaqueta de cuero, las chaparreras, el sarapeamarrado de los tientos, el morral colgado de lacabeza de la silla y el pelo de la cabalgaduraempabilado por el polvo y el sudor, demostrabanque el hombre venía de afuera y que la jornadahabía sido larga y presurosa. Se apeó, sofrenó labestia, soltó el cabestro y fue desenrollándolo amedida que él entraba en la botica tieso yesparrancado, y haciendo sonar las espuelas en losladrillos del piso.

–Favor de despacharla pronto –dijo alargandouna receta a don Antonio–, porque el enfermo estágrave.

–¡Ah!... Es para Bartolo… –observó donAntonio, comenzando a bajar las sustancias quenecesitaba–. Ya sabía yo que habían llamado aldoctor urgentemente.

–Yo vine anoche por él… Y no quería ir.–¿Por qué?–Porque le habían dicho que asaltaban en el

Caracol.

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–¿Y es cierto?–Sí; pero yo le aseguré que aunque nos salieran

esas gentes, no nos harían nada.–¿El capitán es su amigo?–Sí señor… Y también del amo don Bartolo.

Se le avisó la urgencia del caso para que dejarapasar al doctor.

–¿Y él consintió?–¡Cómo no!... Ha recibido muchos favores

del amo. Además no tratan de robar, sino que traenun asunto de política.

–¡Hombre!–No están conformes con el gobierno y van a

sostener el plan de quién sabe qué…–El plan de la Noria.–¡Ándele, el mismo!–Pues están frescos… Bueno, ¿y Bartolo de

qué está enfermo?–De un ataque que le dio de repente, después

de comer… Estaba bueno y sano.–Ya le había yo dicho que a su edad es peligroso

cargar el estómago con fritada, barbacoa ychicharrones, que le gustan tanto… Y sobre todo,que ya no es tiempo de andar en malos pasos…¿Es tan enamorado como siempre?

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–La verdad, no sé –contestó el rancheroriéndose maliciosamente.

–Usted no querrá decirlo, pero a Bartolosiempre le ha gustado la fruta verde.

El ranchero soltó una carcajada.–Según por la receta –siguió don Antonio–, se

trata, en efecto, de un derrame cerebral…Seguramente al doctor no le pareció convenientetraerlo.

–Dijo que era muy peligroso.Don Antonio acabó de preparar la medicina;

envolvió la botella en un trozo de papel de estraza yla puso en el mostrador, al alcance del ranchero.

–¿Cuánto? –preguntó éste.–Doce reales.El hombre sacó un pañuelo colorado, y

desatando con ayuda de los dientes el recio nudodonde traía el dinero, sacó una moneda de plata dea dos reales, la dejó en el mostrador, y recogiendoel cabestro, metió la botella en el morral; montó,picó espuelas, y a todo galope salió por la CalleReal abajo.

Don Antonio que andaba volviendo a su sitiolas substancias, no se había dado cuenta de queaquél le había dejado dos reales en vez de doce;pero al percatarse, saltó el mostrador con agilidad

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de un muchacho, y corrió hacia la esquina parallamar al ranchero y advertirle su error, pero ésteno oyó las palmadas y las voces, y siguió corriendohasta perderse en la primera curva de la calle.Entonces don Antonio hizo un ademán de desprecio.

–¡Váyase al tal! –exclamó–. ¡Al cabo quetodavía me gano real y medio!

De lo que dedujo quien lo oyó, y despuéstodo el pueblo, que don Antonio Goríbar sí ganabadinero y que la botica era un buen negocio.

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Un juicio de Salomón

ERA ALGO SINGULAR lo que pasaba con tío Camacho.El concepto que de él tenía la gente participaba dela burla y del respeto, en tan rara mezcla, que jamásla burla disminuía la austeridad del respeto, ni elrespeto llegaba nunca a desvanecer el encanto dela burla. Esto era así porque en lo físico y en lomoral, unía tío Camacho cualidades contrarias, sinque se menoscabaran mutuamente, sino antes bien,equilibrándose de manera tal que según por el ladoque se examinara al sujeto, parecía que la cualidadcorrespondiente se perfilaba con más nitidez. Y sushechos y dichos participaban de ese doble carácter,ofreciendo un sentido chusco y un sentido serioque la gente percibía muy bien, usándolos al revésy al derecho, según la ocasión y el motivo.

Era tío Camacho de esas personas que noaparentan edad definida. Había quien dijera que erarelativamente joven, y quien asegurara que hacíacuarenta años no había cambiado de aspecto. Teníanegros el pelo, los ojos y los bigotes, combadoséstos como una tapa sobre la boca y el mentón.

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Cuadradas la cabeza y la cara, donde cejas y ojerasse combinaban en forma de cuadros; cuadrada lanariz; cuadrados los hombros, las manos y los pies,era la realización anticipada del cubismo pictóricode estos últimos tiempos. Hablaba lentamente, entono doctrinal, marcando las palabras con el índicede la mano derecha, y andaba con pasos largos yacompasados, mirando al suelo, como profunda-mente abstraído.

Tío Camacho era comerciante. Tenía una tiendade abarrotes en céntrico lugar, atendida a ratos porél, y la mayor parte del tiempo, por un dependienteque barría el establecimiento y la calle, despachaba,cobraba las cuentas y llevaba la contabilidad y lacorrespondencia del negocio. Aquel muchacho concara de viejo, taciturno y macilento, bajo un doselde escobas de popote y de cortadillo, de reatas ymecates de diversos grosores, colgados de lasvigas; entre el mostrador sobre el cual oscilabanlas balanzas también suspendidas del techo, y losfrascos de especias, el pan cubierto de moscas,los jabones de trementina y de puerco, los paquetesde maizena, las botellas de vino, la hilera debotecillos para llevar con granos de frijol la cuentade los “pilones”, el arroz y la harina, el café engreña y la sal, que llenaban los sotabancos y olían

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a ratón, iba y venía pesando manteca, midiendomaíz, partiendo con enorme machete los reciosconos de azúcar, y en los ratos de menos trajín,haciendo alcatraces y llenándolos con “tlacos” y“cuartillas” de los artículos de mayor consumo.Mientras tanto, tío Camacho se paseaba en labanqueta o en el interior de la tienda, según el tiempoy la hora, con las manos a la espalda y en actitudmeditabunda. Así oía, sin detenerse, las solicitudesde los clientes para que les habilitara mercancías acrédito. Si el solicitante no era de su agrado, senegaba en redondo; pero si merecía su confianza,se paraba, encarándose con el dependiente:

–¡Muchacho!–Mande usted.–Dale a don Fulano tanto de mercancías.Y continuaba paseándose. El cliente recogía

su “mandado”, daba las gracias, se despedía y semarchaba. Un rato después, tío Camacho,parándose de nuevo ante el dependiente, preguntaba:

–¡Muchacho!–Mande usted.–¿Ya le apuntaste las mercancías a don Fulano?–Sí señor.–Pues apúntaselas otra vez para que no se te

olvide.

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En cierta ocasión el Juzgado de Hacienda ledemandó el pago de unos impuestos, y como tíoCamacho se negara a cubrirlos, por no estarconforme con el monto de ellos, la facultadeconómico-coactiva que ya entonces existía,aunque se estaba quieta detrás de su mesa cargadade polvorientos expedientes, esperando que lasvíctimas se pusieran a su alcance, y no andaba,como ahora, en automóvil, persiguiéndolas con unaeficacia ineludible; la facultad económico-coactiva,decía, le obligó a pagar la suma que se le cobraba.Tío Camacho se metió el dinero en los bolsillos delchaleco y se dirigió al Juzgado.

–Vengo a pagar –dijo lacónicamente, parándoseante la mesa del Juez.

–Muy bien –contestó el funcionario con unarisita irónica que denunciaba su satisfacción antela palinodia de un rebelde–. A ver –añadió,dirigiéndose a su secretario–, arregle usted losrecibos del señor Camacho.

–Pero señor Juez –observó éste–, mande ustedque me saquen el dinero de los bolsillos, porque,francamente, por mi propia mano, no tengo valorpara dar lo mío.

Las vicisitudes de la vida lo obligaron a liquidarsu negocio mercantil y a trabajar como empleado.

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Desempeñaba el cargo de juez menor cuando suesposa tuvo la ocurrencia de darle una cachetiza auna sirvienta. Ésta fue a quejarse, ignorando que eljuez era su amo. Tío Camacho oyó el relato de laofensa, mandó comparecer a su esposa paratomarle declaración, y hallándola culpable, lasentenció a pagar diez pesos de multa. Se levantóde su sitial de funcionario, pasó solemnemente allado opuesto y declarándose representante legal desu cónyuge puso sobre la mesa el importe de lamulta; volvió con la misma solemnidad a su asiento,recogió el dinero para darle el destino legalcorrespondiente, y despidió a la quejosa, haciéndolever que la culpable había quedado ya castigada.

Pero ningún juicio tan sabio como el quepronunció tío Camacho cuando una muchacha dela clase humilde se le presentó, quejándose de quela habían forzado. Después de contemplarla de hitoen hito, en silencio y por largo rato, le ordenó querindiera su declaración detallada del hecho, que elsecretario fue poniendo por escrito. Allí dijo ellacómo un individuo que desde hacía tiempo lapretendía, molestándola frecuentemente conproposiciones amorosas que ella siempre habíarechazado, un día que la había encontrado en casade una amiga, quien seguramente ya estaba de

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acuerdo, pues se había salido a poco, pretextandoun “mandado”, cerró las puertas y valiéndose desu fuerza física, había abusado de ellacobardemente.

–Muy bien –dijo tío Camacho cuando la mozaterminó su relación–. ¿Sabes firmar?

–Sí señor… Aunque mal.–Pues firma tu declaración…Y el ladino juez le dio la pluma y le acercó el

tintero que mantuvo cogido entre el índice y elpulgar; y cuando la declarante quiso mojar la pluma,se lo desvió como distraídamente; lo intentó aquéllade nuevo, y tío Camacho tornó a mover el tintero,y así se repitió el lance varias veces, hasta que lamuchacha, corrida, se quedó sin saber qué hacerni qué decir.

–Mira, hija –observó al fin, tío Camacho–, sitú hubieras hecho lo mismo nada te habríapasado… No vengas aquí con cuentos, y andabendita de Dios.

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Tío Careaga

DON JOSÉ MARÍA CAREAGA, generalmente llamado“tío Careaga”, fue el Shylock saltillero, larepresentación viviente de la avaricia, pasión detodas las épocas y de todos los sitios, que ha pasado,por humana, a la vida del arte, desde el personajesimbólico de Shakespeare, hasta el Torquemada deGaldós y el Ahorcapobres de Narciso Oller.

Otras pasiones, altas o bajas, necesitan paraejercerse, horizontes dilatados, sol que les prestebrillo, rumor de multitud que las aplauda o lasvitupere. La avaricia medra en las ciudades y enlos campos, siempre a la sombra, silenciosamente,labrando su tela, como la araña, en la puerta de suguarida. Semejante a la venganza, huye de laostentación, se oculta, calla, tiene paciencia; peronunca perdona y no se satisface hasta que no sacala última gota de sangre. Escasa o abundante –ellodepende de la robustez de la víctima–, la fruicióndel vampiro es igual siempre, porque consiste tantoen el acto mismo de chuparla, como en la cantidadque de ella deglute.

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Saltillo era pequeño y pobre; ignoraba el lujo ylos vicios costosos, desconocía las empresasaventuradas; se dedicaba a hacer casas de adobe,a ordeñar vacas, a sembrar cereales, a cultivarmanzanos; se contentaba con el traje lugareño, losmanjares burdos, el vivir tedioso, y en elcamposanto, con un montículo de tierra y una cruzde palo. Y sin embargo, había necesidades queengrosaban los réditos, y por tanto, el caudal de“tío Careaga”, convirtiéndole en una deidad, mezclade ángel y demonio, importunada con súplicas yacribillada con denuestos. Y el buen señor vivíaformulando cálculos, redactando recibos y misivasde apremio, en pequeños trozos de papel hechosdel revés de un anuncio, de un sobre o de una carta,con su escritura pastosa, de letras apretadas yrenglones juntos, sin márgenes ni espacios; y comoun genio del agio, formando escuela que hamultiplicado los “tío-careagas” saltilleros, yareproduciendo simplemente el tipo original, yadisfrazándolo por el natural progreso de los tiempos,con la toga del abogado, la bata del médico, elanuncio del mercader y hasta el escapulario delcreyente.

Tío Careaga no tenía amistades. Vivía aisladosin dar ni recibir demostraciones de afecto, en parte,

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a causa de su carácter huraño, y en parte, paraevitar los compromisos sociales que siempreoriginan gastos. Su cabeza inclinada hacia adelante,hundida entre los hombros; el andar acompasado;el traje de color indefinible, siempre grande de sacoy corto de pantalones, como si fuera “gallo” dedos personas distintas; el sombrero grasiento; elrostro escondido tras de unas enormes gafas negrasy sombreado por la barba que parecía no crecer niafeitarse nunca, salía todas las mañanas metódi-camente, para enterarse de lo que pudiera importarley activar las demandas que por cobro de pesos yejecución de hipotecas tenía pendientes en lostribunales. Visitaba las trastiendas donde se reuníana conversar personas de diferente categoría social,y en todas partes era recibido con demostracionesde simpatía, y puesto como no digan dueñascuando se marchaba. Regresaba a casa a las doce,y a veces solía llevar sobre la palma de la manouna rebanada de melón, tres manzanas y tres higos;prodigalidad que seguramente pesaba sobre suconciencia, porque sentía la necesidad dedisculparse con los conocidos que acasoencontraba:

–Para mis muchachitos… Siquiera queprueben…

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Sólo en procrear hijos no había sido parco“tío Careaga”. Tenía seis, y todos desastrados,como chicos vagabundos, iban a la escuela gratuitadel padre Calixti. Su mujer y su hija mayor bastantebonita, pero deslucida por el desaseo y la malaropa, nunca salían a la calle, ni se asomaban siquieraa la ventana. La casa cerrada de día, sin luz en lanoche para ahorrar el gasto de velas, ofrecía unaspecto de abandono y miseria. Las habitacionesno tenían otros muebles –y esos de los máscorrientes–, que las sillas indispensables parasentarse y los catres para dormir. Ni una maceta,ni una jaula, ni un objeto que alegrara la vista ohiciera pensar en que aquello era la habitación deuna familia, pues tío Careaga odiaba todo lo quesignificara una inversión superflua que no sirvieraestrictamente para un uso forzoso o no rindiera unproducto. Comían y cenaban en la cocina, en unamesa mugrosa, sin mantel, junto al fogón, y despuésde servirse el caldo de chivo maloliente, el trozo decarne, los frijoles sin freír y seis tortillas contadaspor barba, tío Careaga procedía en persona, puesla madre era condescendiente en extremo, a repartirel postre. Consistía éste en un piloncillo sujeto a uncordón corredizo colgado del techo, exactamenteencima de la mesa. Tío Careaga lo hacía bajar de

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modo que los chicos, por riguroso turno, pudierandarle una lamida.

–¡Una nomás! –ordenaba severamente.Y si alguno intentaba repetirla, jalaba el cordón,

y el piloncillo campaneándose en la altura, dejababurlando al transgresor.

El único medio de conseguir la benevolenciade tío Careaga era mostrarse económico, guardarpapeles, hilachas, clavos, chapas mohosas,candados descompuestos, y sobre todo, escatimarla comida y remendar la ropa. “Quien guarda, halla”;“comer para vivir; no vivir para comer”; “remiendatu sayo y te durará un año; remiéndalo otra vez yte durará otro mes; vuélvelo a remendar y te volveráa durar”, eran sus aforismos favoritos queconstantemente repetía. Y poniéndolos en práctica,por convicción o necesidad, la señora y los chicosle tenían contento y lograban alguna laxación–siempre pequeña–, del tiránico régimen.

En la tertulia de don Pepe Arizpe se discutíauna vez sobre el probable destino que daba tíoCareaga a su dinero –cuantioso según la vozpública–, que no era posible pudiera colocar enSaltillo. Unos afirmaban que lo tenía enterrado yotros que lo prestaba en Monterrey y en diversoslugares del país.

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–Yo creo que lo entierra –opinó el doctorSalas–, y me propongo comprobarlo cuando vengapor aquí tío Careaga.

Como nombrando al ruin de Roma luegoasoma, el aludido llegó a la tertulia, dio las buenastardes y se sentó, con su habitual actitud deinhibición y silencio.

–Como decía –continuó el doctor Salas, acuyas palabras daba autoridad su reciente regresonada menos que de París–; se ha descubierto enEuropa que los cuerpos pesados, especialmentemetálicos, que se entierran a cierta profundidad,cambian de sitio debido al movimiento de rotaciónde la tierra… Y por eso sucede que el dineroenterrado no vuelve a encontrarse, y en las minasse pierden las vetas más ricas.

Tío Careaga se fue saliendo bonitamente y sindespedirse ganó la puerta. Todos lo notaron,atribuyéndolo algunos a que había ido a cerciorarsede la verdad del hecho relatado –lo cual confirmabala hipótesis del doctor Salas–, en tanto que otrosjuzgaban la evasión del avaro como un acto enconsonancia con su carácter y costumbres. Unahora después, cuando aún no se había disuelto lareunión, vino de nuevo tío Careaga, y ocupó elmismo asiento.

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–Oiga, doctor –dijo repentinamente, diri-giéndose a Salas–, eso que usted nos contaba hacerato no es cierto.

–¿Y usted cómo lo sabe?–Hombre –contestó con evidente desconcierto

y tal vez arrepentido de su franqueza–, porque haycosas que no pueden ser.

–Quizás tiene razón don José María –dijo Salas,guiñando el ojo a sus amigos.

Y varió de tema, pues no era el caso de discutir,desde el momento en que aquél, con sus maniobras,les había hecho saber que sí enterraba el dinero.

La hija mayor de tío Careaga, a la sazón deveinte años, se enamoró del primer mozalbete conquien pudo cruzar una mirada, y a pesar de lavigilancia paterna, llegó a las cartitas y a lasentrevistas por la ventana a media noche, sorteandocon habilidad no aprendida la ligereza de sueño detío Careaga y su mujer. Pero como estos manejosno pueden estar ocultos por largo tiempo, sedescubrieron las relaciones; tío Careaga tomóinformes del novio, y resultó que éste era huérfanode padre y madre, que no tenía en qué caersemuerto y que trabajaba como galopín en la boticade don Antonio Goríbar. Así llegó a explicarse eltaimado viejo el sorprendente encuentro en el patio

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de su casa de una pastilla de goma, cuyaprocedencia le intrigó sobremanera, atribuyéndola,al fin, a que algún muchacho la hubiese aventadodesde una casa vecina. Tío Careaga se pusofurioso; increpó a la novia para que dejara semejantedevaneo, advirtiéndole que si llegaba a ver al galánpaseando la calle, saldría a darle una mano de palos.

Tales amenazas interrumpieron por algunosdías la correspondencia escrita y las entrevistas;pero a poco se reanudaron unas y otras, con másardor, por el incentivo de la prohibición y el peligro,y resueltos a jugar el todo por el todo, decidieronque el mozo tuviera una conferencia con tíoCareaga, le informara de sus rectas y limpiasintenciones y le pidiera su anuencia para formalizarel noviazgo.

Como lo pensaron lo hicieron. Una noche elamartelado mozo llamó a la puerta, preguntando pordon José María; se le hizo pasar a tientas a la piezadesmantelada y oscura que tenía los honores de sala;vino tío Careaga, sin sospechar quién fuera elvisitante; inquirió el motivo de la visita, y cuando elotro lo expuso con palabras entrecortadas y frasesincoherentes, tío Careaga se levantó enfurecido.

–Es usted un majadero –le dijo–. Trae unamano atrás y otra delante; no tiene oficio ni

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beneficio, y se atreve a soliviantar a una joven seriay decente que de seguro no piensa en cometer eldisparate de perder el tiempo con un pelagatoscomo usted, que no sirve para nada… ¡Hágame elfavor de largarse, y si lo vuelvo a ver por aquí,esté usted seguro de que le romperé la cabeza!

Y tío Careaga, encendiendo una cerilla paraenseñar al mozo la puerta, vio un espectáculoextraño. Estaba éste en calzoncillos, maniobrandopara subir a su lugar los pantalones caídos hastalas corvas.

–¿Qué significa esta desvergüenza? –gritóairado tío Careaga.

–Dispense usted –contestó humildemente elmuchacho–. Para que no se me acaben lospantalones, tengo la costumbre de bajármeloscuando me siento, y lo hice aquí sin darmecuenta…

La actitud de tío Careaga cambió de improviso.–Amiguito –dijo poniendo familiarmente la

mano en el hombro del muchacho–, retiro cuantole dije… Usted me conviene, y se casará con mihija.

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Bonitas y decentes, pero…

Don Fabián Ponce tenía la cáscara amarga y lapulpa dulce. Avinagrado, regañón, sin pizca dediplomacia, pues decía las cosas claras, aunqueofendieran, su genio se armonizaba con su rostroanguloso, de pelo entrecano cortado en cepillo, ojoschicos bajo cejas pobladas, unidas por perenneceño, y boca en forma de O, ajena a la risa. Hablabaparco y siempre con pocas y bruscas palabras,como exclamaciones de enojo. Pero unaobservación detenida descubría en don Fabián uncorazón sensible, una honradez ingénita y unasinceridad a prueba de desengaños.

Don Fabián era propietario de algunas casas ytenía cortas sumas prestadas a rédito, cuyosproductos, aunque exiguos, le bastaban para vivirsin inquietudes, pues baratos los mantenimientos yparvas las necesidades, no daban ocasión paraahogos y apuros. Su mujer, conforme a la sanacostumbre de entonces, hacía en persona losmenesteres domésticos. El mobiliario de su casaera pobre. Un canapé con forro de indiana, algunas

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sillas de tule y un cuadro religioso, en la sala; en laalcoba, la cama matrimonial de madera, sillastambién de tule, dos “castañas” forradas de pielcruda y un perchero clavado a la pared; en elcomedor, una mesa sin pintar y nada de asientosque a las horas de comer se traían de las otraspiezas, botellón y vasos de barro, platos y tazas deloza burda, cucharas de estaño, y falta absoluta detenedores y cuchillos, subsanada cuando llegaba elcaso, con la navaja que para diversos usos llevabadon Fabián en el bolsillo. Y como remate de tanprudente sistema, café con leche, semitas de aguay algún resto de las comidas anteriores en eldesayuno y en la cena; caldo, carne asada, frijolesy tortillas, al mediodía; un pocillo de chocolatedespués de la siesta, como única golosina; ropalimpia cada mes y un traje cada cinco años…

Tal vez durante su juventud viajara don Fabián;pero a la sazón hacía cuarenta años que no salía aparte alguna. Se levantaba a las cinco de la mañana;iba a misa primera; volvía a casa a desayunar; semarchaba en seguida a husmear lo que de curiosoo nuevo acontecía –que no solía acontecer casinunca–, y a conversar en las trastiendas con losamigos; a las doce en punto tornaba para comer;dormía hasta las cuatro; tomaba la merienda al

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levantarse; se iba de paseo al Pueblo o a SanLorenzo; cenaba a las ocho, y a las nueve y media,antes de sonar la queda, ya estaba en el primersueño… Programa invariable que no había alteradosino dos veces en su vida: una, cuando contrajomatrimonio que se verificó a la madrugada, despuésdel baile, según la usanza del tiempo, y otra, cuandouna famosa farándula que llegó al Saltillo durantela feria, representó en el corral del Callejón delHumo, a dos reales la entrada, el gran dramahistórico “María Antonieta”. Asistió don Fabián, ycuando aquellos bandidos, tocados con el gorrofrigio y empuñando enormes mosquetes, obligarona la Reina a separarse de sus hijos, el buen donFabián, en medio del silencio y la emoción queseñoreaba el espíritu del público, se puso en pie, yabiertos los brazos y apretados los puños, gritócon voz robusta que dominó la de los actores:–“¡Pero qué no hay aquí un hombre que auxilie aesa pobre señora!” Su propio desahogo y la risageneral que sucedió a la sorpresa, le volvieron a larealidad, y se hundió en el asiento, avergonzado desu ex abrupto que había echado a perder el mejorpasaje del drama.

Y sucedió que una vez, por motivos quedebieron de ser poderosos, puesto que lo

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determinaron a romper sus hábitos de tantos años,tuvo que hacer un viaje a San Luis Potosí. Con susarape al hombro, y en mediano lío, una muda deropa, tomó don Fabián la diligencia que arrancandodel Hotel de San Agustín, en la Calle Real abajo,salía por la Calle Real arriba… Era una tibia mañanade junio; aún había estrellas, y la luna desvelada yrojiza, hinchado un carrillo, como si hubierarecibido un sopapo durante una juerga, trasponíalas cumbres escuetas del Cerro del Pueblo.

Se hallaban entonces en San Luis dostarambanes saltilleros: Tiburcio García y ManuelCampa, amigos de intrigas políticas y derevoluciones, y sobre todo, del vivir alegre ydescuidado. Acaso volvían de alguna fiesta a lasseis de la mañana, cuando vieron venir a un sujetoque caminaba despacio, mirando a todos ladoscomo suelen hacerlo los que son nuevos en un lugar.En el acto reconocieron a don Fabián, y se pusieronde acuerdo para divertirse a costa de su paisano.Se fueron derechos y presurosos a él, lo abrazaronefusivamente, le hicieron mil preguntas sobre laspersonas y cosas del Saltillo, y se ofrecieron aacompañarle a donde tuviera que ir para el arreglode sus negocios. Don Fabián, no obstante laaspereza de su genio, se dejó vencer por las

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amabilidades de aquellos locos, cuyas aventurasconocía, pues en realidad, la ayuda de personasavezadas al medio, no le pareció del todo mal, auncuando fuera la de dos perillanes, que a pesar desus calaveradas –cosas de muchachos–, erancaballeros y serviciales.

Acompañado por ellos, no experimentódificultad alguna para ver a los señores de quienesdependía el buen suceso de sus asuntos, y estabaencantado de la maña que se daban Campa y Garcíapara sortear obstáculos y vencer resistencias, pueslos arreglos que él no hubiera hecho en un mes,quedaron felizmente terminados en una mañana,dejándole expedito para regresar a su casa, y loque era más de estimarse, ahorrándole casi latotalidad de los gastos calculados.

Sonaron las doce, y los dos amigos le invitarona comer. Don Fabián se resistía, más que por otracausa, por no estar acostumbrado a convitessemejantes; pero al fin accedió, pensando en losbuenos servicios que aquéllos le habían prestado ytemeroso de que tomaran a desaire su negativa. Lepropusieron tomar un aperitivo, y a esto sí nolograron persuadirlo; fue en vano que le ofrecieranoporto, jerez o cualquiera otro vino suave, pues donFabián se encastilló en su resistencia, y no hubiera

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habido poder humano que de ella le sacara.–Comeremos en la casa de la familia donde

nos asistimos –explicó Campa.–Va usted a ver cómo le colman de atenciones

–agregó García–. Pero no le dé cuidado, pues laseñora y las muchachas son francas y sencillascomo la gente de nuestra tierra.

Y adelantándose uno de ellos para prevenir ala dueña, condujeron a don Fabián a una casa delas que se dicen llanas, porque cualquiera puedeentrar en ellas a su talante, si satisface el precio; ycomo en los atrasados lugares del norte no seconocían ciertos refinamientos comunes ycorrientes en el sur, sobre todo en ciudadesopulentas como San Luis Potosí, don Fabián noentró en malicia, y antes se quedó tan admiradocomo cohibido, al sentir bajo sus pies la blandaalfombra, al ver las pesadas cortinas, los mueblestapizados de seda y el gran piano de cola queocupaba un ángulo de la sala. Vino la señora debastante buen ver todavía, con mucho colorete enlas mejillas y en los labios, y en pos de ella,aparecieron las muchachas, realmente guapas, bienvestidas y esparciendo un gratísimo aroma.

Hubo las presentaciones de rigor, y cuandotodos se sentaron, don Fabián en la actitud de

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encogimiento que correspondía a su estado moral;la señora y las señoritas, con modestia ycompostura, y los dos amigos fingidamenterespetuosos, pidieron éstos permiso, mientrasestaba a punto la comida, para ir al arreglo de ciertonegocio; la dueña se excusó también para dar unavuelta por la cocina, y se quedó solo don Fabiáncon las tres mozas que se cruzaron entre sí miradasde inteligencia. Y una de ellas levantándosesúbitamente se puso a besar al asombrado viejo enambos carrillos; otra se le sentó en las piernas y latercera le abrazó por el cuello, mientras aquél,despavorido, procuraba rechazarlas, agitando lasmanos como si se espantara un enjambre de avispas.

–¿Pero niñas, qué contiene esto? –exclamabacon angustia–. ¡Esténse quietas, por Dios!

Pero como ellas no obedecían, y antesextremaban sus caricias, don Fabián redoblando susesfuerzos, logró desasirse, y con la rapidez que aúnle permitía su buena salud, no obstante sus muchosaños, echó a correr y ganó la calle. Lasdesvergonzadas mozas quedaron desternillándose derisa, en unión de la dueña y de los dos amigos que através de la vidriera de una alcoba contigua,estuvieron presenciando la graciosa escena.

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Aquella misma tarde Campa y García sehicieron los encontradizos con don Fabián. Éste alverlos, juntando más las pobladas cejas yredondeando el óvalo de la boca, contestó de malagana el amable saludo de los bohemios.

–¡Pero amigo don Fabián! –preguntóCampa–, ¿por qué se nos fue antes de comer y sinesperarnos? ¡Caramba, que estamos sentidos conusted!

–¡Muy sentidos! –corroboró García.–¡Muy sentidos! –repitió irónicamente don

Fabián.–¿Qué no le simpatizó la familia?–¡La familia! –subrayó el viejo.–Usted se dio cuenta… una señora y unas

muchachas bonitas y decentes…–¡Sí! –exclamó don Fabián con un grito

bronco, alejándose de sus paisanos como de unpeligro…– ¡Bonitas y decentes, pero perdidas comoellas solas!

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Doña Jesusita

LA CALLE ANGOSTA y torcida era de las más antiguasde la ciudad; las aceras cortadas por hoyos ysaledizos obligaban a los transeúntes a caminar poren medio del arroyo, lleno también de baches ypiedras sueltas, aunque de más amplitud parasortear los obstáculos. La pequeña casa mostraba,por grandes desconchados, los adobes de sufábrica, y tenía una puerta desvencijada y unaventana de rejas de palo.

El visitante llamaba con el puño cerrado, porno haber aldabón ni cosa por el estilo, y si tardabanen abrir, con una de las muchas piedras que tenía asu alcance. Después de un rato de inquietar conlos golpes la curiosidad de los vecinos, que salíana enterarse, rechinaba la ventana, y sin que se vierala persona, a causa de los gruesos y cerradosbarrotes de la reja, una cascada voz de mujer, condejos masculinos, preguntaba:

–¿Quién es?–Yo –respondía el interpelado, acercándose a

la ventana.

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Si era desconocido, allí tenía que dar susreferencias y tratar su negocio. Si era conocido, lamisma voz exclamaba:

–¡Ah, eres tú, Fulanito! Un momento, porfavor… Voy a abrirte.

Chirriaba la llave, dando repetidas vueltas enla cerradura; la aldaba desencajada pegaba en lasmaderas; la tranca chocaba pesadamente contra lajamba; rodaba, probablemente empujada con el pie,la piedra que aseguraba la extremidad inferior delas hojas de la puerta, y ésta se abría rechinando,como quejándose por la fuerza que se le hacía.Doña Jesusita invitaba al visitante a pasar a la sala.

Andaba la señora en las cercanías de los setentaaños, a juzgar por sus ojos apagados y sus mejillashundidas, que permitían a su nariz sobresalir yencorvarse sobre la boca plegada hacia dentro porla falta de dientes. Su pelo todavía negro, partidopor el medio, se pegaba a las sienes en ondasperfectas y brillantes, y un bozo que era casi unmostacho, negreaba sobre su labio superior y sederramaba por el agudo mentón en pelos más ralos,pero más largos. Vestía de negro con una manteletacruzada al pecho, y anudado a la cintura, un delantalde color oscuro, que ella, al recibir una visita,enrollaba hacia arriba, sujetándolo con una mano,

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como una atención semejante al acto de quitarse elsombrero.

La señora y su visitante tomaban asiento en elestrado, compuesto de unos viejos muebles debejuco, que gemían al peso de las personas, sobreun trozo de alfombra que sólo cubría una pequeñaparte de la estancia, entre las cuatro paredestapizadas de imágenes de santos, y junto a unarinconera con más santos, pero éstos de bulto, quecompartían la jurisdicción territorial con unapalmatoria, unas despabiladeras y una caja decerillas.

–¡Qué milagro, Fulanito!–No me agradezca la visita, doña María de

Jesús, vengo a pedirle un favor.–Si puedo con mucho gusto… Tú dirás.–Necesito cien pesos… a seis meses.–Tú sabes, hijo, que la pica que tengo es poca

cosa. En este momento no puedo servirte; perodentro de unos días que me paguen un dinerito,sino se te hace malobra, de buena voluntad y conel favor de Dios, te los facilito.

–Puedo esperarme… ¿con qué rédito?–Pues mira, hijo, consulté el otro día con el

señor Obispo, y me dijo que el rédito que pasaradel medio por ciento mensual era pecado. De modo

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que si tú, por tu propia voluntad, como cosa tuya,sin que yo intervenga para nada… ¿me entiendes?...Pues no quiero gravar mi conciencia… me das otrocuatro y medio, con el favor de Dios, te presto eldinero… Pero si no puedes, entonces no te lopresto, porque, francamente, el medio por cientoes muy poco y no me costea…

El negocio se efectuaba casi siempre, bajo lascondiciones indicadas por doña Jesusita, salvandoella sus escrúpulos y remediando el solicitante susnecesidades.

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Más vale maña que fuerza

LA DERROTA DE ICAMOLE fue un rudo golpe para laRevolución de Tuxtepec. “En estos momentos–escribía a un su amigo el dueño de “Paredón”,hacienda cercana al lugar del combate–, estácomiendo en mi casa el general Porfirio Díaz. Llegósolo y se muestra desmoralizado, pues las fuerzasy jefes que lo acompañaban se dispersaron ocayeron prisioneros”. Y sin embargo, aquellarebelión injustificada contra un régimen legal, lejosde extinguirse, cobró mayor fuerza. Diariamentellegaban noticias de nuevos pronunciamientos detropas federales; las partidas rebeldes aparecían portodas partes, imponiendo préstamos, requisandocaballos, armas y víveres, y las autoridades yvecinos, sobre todo en los pueblos pequeños, vivíanen constante zozobra.

Saltillo carecía prácticamente de defensa, pueslas fuerzas de su guarnición abandonaban la ciudadcon harta frecuencia, por necesidades de lacampaña. Y así, las partidas volantes de losrevolucionarios solían entrar en los suburbios,

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pasearse en la Alameda, y hasta una vez presen-ciaron una fiesta, sin apearse de sus cabalgaduras,agrupados en la puerta del teatro.

El licenciado don Antonio García Carrillo, a lasazón gobernador del estado, que gozaba de lageneral simpatía de los coahuilenses, jugaba unanoche en el Casino Militar, con dos de sus amigos,su habitual partida de malilla. Acababan de sonarlas doce campanadas de la medianoche, y en posde ellas, los silbatos de los serenos, cuando seoyeron distintamente balazos y gritos, como saliendode un sitio próximo.

–Soldados borrachos –observó alguien.Pasados algunos momentos, los tiros y los

gritos se repitieron, y como quiera que la situaciónpolítica reinante ofrecía más causas de temor quede confianza, García Carrillo y sus amigos creyeronconveniente suspender la partida y retirarse.

Al salir encontraron a un sereno que llegabajadeante por el susto y la carrera. Venía a avisar algobernador que el coronel Manuel Ortega, jefe delRegimiento que guarnecía la plaza, acababa depronunciarse, tenía formada la tropa frente alPalacio y andaba en busca de las autoridades civilespara capturarlas.

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–Me lo esperaba –comentó el gobernador–.Ayer recibió Ortega un duro reproche del generalFuero, por haberse negado a obedecer una citalibrada por el Juzgado Penal.

–Pero ese no es motivo para sublevarse.–Para quien tiene el concepto del honor militar,

seguramente que no; para un soldadón inculto, sinnoción del deber, cualquier pretexto es bueno paraprobar fortuna y ganar ascensos.

Sus amigos se empeñaban en acompañar aGarcía Carrillo, pero él los convenció de queconvenía a sus planes marcharse solo. Y por callesextraviadas, protegido por la oscuridad –paraaquellas horas todas las casas estaban cerradas yel aceite de los faroles públicos se había yaconsumido–, se dirigió a la Oficina de los TelégrafosFederales, situada en la esquina de la Calle Real yCallejón de Vega.

–Soy el gobernador del estado –dijo GarcíaCarrillo al telegrafista–, y por graves motivos deorden público, necesito que extienda usted el mensajeque voy a dictarle… “Monterrey, N.L… Fecha deHoy.–Sr. mayor Florencio Santacilia. –ComandanciaMilitar.–Saltillo, Coah.–Sírvase asumir el mando deese Regimiento, y proceda a la aprehensión delcoronel Manuel Ortega, remitiéndolo a este Cuartel

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General, bajo segura custodia.–El General Jefe dela Zona, Carlos Fuero”.

El telegrafista, al conocer la redacción delmensaje, expresó tímidamente una excusa.

–Ya he dicho a usted –le atajó GarcíaCarrillo–, que se trata de una medida urgente deorden público. Si usted expide el mensaje, la res-ponsabilidad será mía; pero si no lo expide, sobreusted recaerán las consecuencias.

El telegrafista tuvo todavía un momento devacilación; pero al fin convencido de que suresistencia podría ser peligrosa, escribió el telegramay lo puso en manos del gobernador. Éste, evitando,como antes, las calles del centro, llegó a laComandancia Militar que ocupaba la casa número3 de la Calle Nueva, hoy de Juárez.

El ancho portón, abierto de par en par, dejabasalir la luz macilenta de un farol colgado del techodel zaguán. Oficiales y soldados entraban y salían,emergiendo bruscamente de la oscuridad osumergiéndose en ella, y perfilaban por un instanteen el cuadro luminoso su confusa silueta. Quiso lasuerte que al llegar García Carrillo saliera el mayorSantacilia.

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–¿Usted por aquí, señor gobernador?–preguntó aquél sorprendido–. ¿Qué no sabe lo quepasa?

–Ya estoy informado… pero urgía que ustedrecibiera en propia mano este mensaje.

Santacilia, acercándose al farol, abrió eltelegrama y leyó rápidamente.

–¿Acata usted esas órdenes? –pregunto GarcíaCarrillo.

–Seguramente… estaba ya preparándome parair a presentarme al Cuartel General.

–¿Entonces?–Pierda usted cuidado… todo este alboroto

terminará dentro de un cuarto de hora.Santacilia de acuerdo con algunos oficiales de

su confianza, se encaminó a la Plaza de Armas,donde el coronel Ortega en los primeros chispazosde una gran papalina, andaba organizando supronunciamiento. Le llamó aparte, le cogió por elbrazo, y elogiando su actitud y aconsejándole losmedios de evitar un fracaso, lo fue conduciendobonitamente hasta la Comandancia; lo hizo entraren su cuarto, y mientras las pistolas de los oficialesque estaban de acuerdo, le apuntaban a la cabeza,mandó desarmarlo, y entre un pelotón de soldadosfieles, lo remitió a Monterrey.

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Fue en seguida a la plaza y ordenó a la tropavolver al cuartel, y como oficiales y soldadosignoraban los movimientos políticos y no hacíanotra cosa que obedecer y seguir a sus jefesinmediatos, aceptaron la orden, sin discutir losmotivos.

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Don Timoteo

LOS OJOS PEQUEÑOS, los labios carnosos, la narizagrandada por un lobanillo, las mejillas colgantes yemblanquecidas por los cañones de la barba canosa,la doble papada derramándose sobre el pecho, searmonizaban por modo admirable, con la obesidaddel cuerpo, el contoneo del andar, el vaivén de unahernia de imponente volumen, y los molinetes delbastón, alternados con recios golpes en el suelo. Yla apariencia física de don Timoteo, estrafalariacomo era, se armonizaba también con el carácterexpansivo y jovial del personaje, con su parlarincansable, revestido de forma altisonante yenfática, y su manía pueril de manifestarse libre-pensador y espíritu fuerte ante toda clase depersonas, pero en particular, ante aquellas que élsabía religiosas y timoratas.

Habían ya pasado la Guerra de Reforma y laIntervención Francesa, cuyas vicisitudes,desparramando las nuevas ideas, acabaron con nopocas costumbres tradicionales; pero hasta lasgentes que más blasonaban de liberalismo, seguían

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respetando a los sacerdotes, oyendo misa, sintiendosecretos disgustos ante las irreverencias ydesahogos de los jacobinos, descubriéndose alpasar frente a los templos, viendo con hostilidad alos protestantes, casándose por la Iglesia,bautizando a sus hijos, y sobre todo, en el hogar,permaneciendo las mujeres fielmente apegadas alas doctrinas y prácticas católicas. Pero no tenerreligión o hablar mal de ella, ya no eran delitos, yaun cuando la mayoría de la gente condenara en sufuero interno tales costumbres, los librepensadores,por recalcitrantes que fueran, no sufrían por ellovejación alguna ni en sus intereses ni en su persona.

Tal pasaba con don Timoteo cuyo gozo mayorera recorrer diariamente los platicaderos de laciudad, para contar chascarrillos picantes a costade los curas, y expresar ideas heréticas que dejabanespantados a sus interlocutores. Y eso hasta enpresencia de sacerdotes a quienes mortificaba conalusiones y preguntas irreverentes, que procurabasuavizar en seguida con frases amables, palmaditascariñosas en la espalda de la víctima, una vueltasobre los talones y un paseíto jacarandoso quemovían a risa a los presentes y les hacían olvidar lainconveniencia de las palabras.

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El liberalismo de don Timoteo llegaba hasta elfanático extremo que él ridiculizaba en los demás.Tenía en la sala de su casa un retrato de don BenitoJuárez, y siempre que entraba o salía, se cuadrabaante él, terciándose el bastón a manera de espada,y haciéndole un saludo militar.

Acostumbraba pasar diariamente por laliberaría de Zamora –única por aquel entonces enSaltillo–, precisamente a la hora en que los clientes,en su mayor parte señoras, compraban estampas,novenas y libros de devoción; se paraba sonrientey satisfecho en la puerta de la tienda, y preguntabacon tono declamatorio y zumbón:

–¿Por ventura, Zamora, tiene usted elCatecismo del bruto de Ripalda?

Zamora, conociendo ya la comedia,representada mil veces, se reía sin contestarle, ylas señoras se volvían a verle con rostro espantadoo colérico.

Y sucedió que una vez don Timoteo enfermógravemente, y la naturaleza del mal y sus sesentaaños corridos hicieron creer que moriría. El médicocomunicó su temor al enfermo, con eufemismos yreticencias, y a la familia con toda claridad. Y elbueno de don Timoteo que no necesitaba del avisodel médico para sentir y comprender su gravedad,

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ordenó que llamaran al cura, y abjurando de suserrores, se confesó y comulgó devotamente.

En los pueblos cortos nada se queda oculto, yaunque parezca paradójico, muchas veces se sabenlas cosas antes de que sucedan. Lo que pudierallamarse la conversión de don Timoteo, notable porlos antecedentes del buen señor, corrió por todo ellugar, extrañando a muchos, realizando la previsiónde algunos, y dando a las beatas la satisfacción,pecaminosa en el fondo, de echarle en cara suspasadas burlas.

–Ya se confesó don Timoteo.–Él mismo pidió al padre.–¡Quién había de decirlo! ¡Tan hereje como

era!–Nuestro Señor le tocó el corazón.Con estas apreciaciones, acompañadas de

hondos suspiros, se comentaba el caso entre laspersonas distinguidas, pertenecientes a los círculossociales de más alcurnia o solvencia.

En cambio, en los tendajos y otros lugaresdemocráticos que don Timoteo frecuentaba conmás asiduidad, los comentarios tenían diferentesentido.

–Se rajó don Timoteo –decían.–De medio a medio.

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–Como palo verde.–Es que la mira muy cerca.–Para eso, mejor se hubiera callado.Dios no quiso llevárselo por entonces; le

restituyó la salud, y al cabo de dos meses, yarepuesto, coloradito, saleroso y risueño comoantes, salió una mañana a dar un paseo y llegó adescansar a uno de sus platicaderos de costumbre,donde fue recibido con las mayores muestras deestimación y contento. Pero hecha la obligadanarración de la enfermedad, de la curación y demásincidentes, uno de sus amigos le espetó aquemarropa esta pregunta:

–¿Por qué siendo usted librepensador, sedecidió a confesarse?

–¡Qué quieres, hijo! –contestó jovialmente–.¡Me confesé para no irme en pelo al otro mundo!

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El colmo del empeño

EL MONTEPÍO TENÍA una sola puerta para la calle, ycomo ésta era angosta y altas las paredes de la iglesiafrontera, estaba tan escaso de luz, que los que veníande afuera necesitaban algunos minutos paraacostumbrar sus ojos a la penumbra. Entonces veíanmultitud de objetos disímbolos, en extravagantemezcla, colgados de la pared o acomodados en losanaqueles. Catalejos, planchas, pistolas, relojes,floreros, lámparas, serruchos, imágenes; paquetesrojos, blancos, polícromos –acaso frazadas ysarapes–; otros negros –tal vez tápalos, rebozos otrajes masculinos–; sombreros, rifles, bandas decuero, sillas de montar... Y sacando apenas la cabezasobre la línea del mostrador, el dueño del montepío,don Gamaliel, con su rostro pálido, afilado, ascético,coronado de cabellos blancos, donde se abrían,mirando inexpresivamente, los ojos oscuros yhundidos. Su torso, a causa de un defecto anató-mico, formaba un ángulo recto con las piernas, ytenía el pobre señor que sentarse sobre la espaldapara leer o ver de frente a las personas con quieneshablaba.

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Apoyado en su bastón y con la lentitud a quele obligaban su deformidad y sus años, llegó donGamaliel una mañana al montepío, como era sucostumbre; encargó algunas comisiones aldependiente que salió a cumplirlas; se descubrió,poniendo el sombrero junto a sí, sobre el mostrador,y pendiente del despacho, se sentó a leer El AñoCristiano.

Entró un sujeto en el montepío. Don Gamaliel,interrumpiendo su lectura, se dispuso a atenderlo.

–¿Cuánto puede prestarme por él? –pregutó elrecién llegado, alargándole un sombrero.

Don Gamaliel se acercó la prenda a los ojos yla revisó parsimoniosamente, volviéndola por todoslados.

–Está muy viejo, y además, muy mugroso–dijo con su vocecita lenta y apagada.

–Siquiera cuatro reales.–No… Ya no sirve.–¿Cuánto es lo más que puede prestarme?–Real y medio.–Está bien.Hizo don Gamaliel en el registro la anotación

correspondiente; extendió el recibo con su letratrémula y ondulante, y juntamente con el real ymedio, lo entregó al interesado; prendió con un

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alfiler a la prenda la etiqueta numerada; valiéndosedel tacto, localizó en los anaqueles un clavo, lacolgó, y tornó apaciblemente a la lectura de El AñoCristiano.

Cuando al mediodía regresó el dependiente, ydon Gamaliel se dispuso a marcharse para comer,no recordaba dónde había dejado su sombrero. Seemprendió inútilmente una minuciosa búsqueda portodos los recovecos del montepío, y ya sedesesperaba de encontrarlo, cuando el dependiente,con el alborozo del hallazgo:

–¡Mírelo! –exclamó–. ¡Allí está colgado de unclavo, y con papeleta de empeño!

Don Gamaliel se quedó perplejo, fluctuandoentre la pena y el asombro… Sorprendido por aquelpícaro, había prestado real y medio sobre su propiosombrero.

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Don Tirso el Cargador

DESDE QUE SE INVENTÓ el comercio, en el principiode las sociedades humanas, han sido infinitas lascosas destinadas a la compraventa. Los mante-nimientos indispensables, los objetos de lujo, elamor, el ingenio, la conciencia, la patria, todo, en elorden material y moral, ha obedecido a la ley de laoferta y la demanda. Pero ni la industria de losgriegos, ni la actividad de los fenicios, ni la avariciade los judíos, llegaron nunca a mercancear el géneroque fue la especialidad comercial de don Tirso elCargador.

Era don Tirso mozo de cordel como lo indicael aditamento, aunque apenas ejercía el oficio, comoquiera que su comercio –en el cual campaba porsus respetos, sin trabas, impuestos ni com-petidores–, le rendía más seguras y cómodasganancias.

En la época de su florecimiento debía de tenerdon Tirso, a juzgar por su apariencia, alrededor decincuenta años. Su rostro cobrizo, y escaso debarba, ancho y de líneas cuadrangulares, carac-

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terístico de su raza tlaxcalteca, tenía una expresiónhabitual de seriedad y reserva, nunca iluminada porla pasión o la risa, y los miembros de su cuerpo, nigruesos ni delgados, carecían de proporciónrespecto a la enorme barriga, que rebasando lasapretadas vueltas de una faja verde, se ostentaba,prominente y oronda, bajo el mandil de gamuza.Metido hasta los ojos el fieltro negro ygrotescamente deformado por el uso; colgado elmecapal del brazo izquierdo, y apoyada la manoderecha en un grueso garrote, don Tirso seestacionaba en las esquinas o paseaba lentamentepor las calles más céntricas.

Componían su parroquia los chicos de lasescuelas y los holgazanes que acostumbraban tomarla copa y perder el tiempo, charlando, en lostendajos cercanos al Parián, y unos y otrosbuscaban diariamente, con devota perseverancia,el singular y acreditado producto de don Tirso.

Ellos le compraban y él les vendía,indirectamente, el buen humor y el contento, ydirectamente, el aire de su estómago, del quesiempre guardaba provisión disponible, estilizadopara fines trascendentales, como la voz de loscantantes, las piruetas de los bailarines y lasmaniobras de los prestidigitadores. Ignoro si tal

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facultad sería dádiva de los dioses, semejante a lade escribir buenos versos, pintar bellos cuadros ycomponer bien concertada música, o si don Tirso,para adquirirla, comería ciertas legumbres –entrenosotros, repollos, frijoles y calabazas–, como lopracticaba Diógenes el filósofo, para disuadir desus malos propósitos a su colega Crates, quevíctima del flato, intentaba suicidarse, pueshaciéndole segunda, le ofrecía, por modo sutil ydelicado, un auxilio moral de probada eficacia,puesto que el mal de muchos no sólo es consuelode tontos, sino también de sabios. Lo cierto es quedon Tirso estaba siempre en aptitud de servir lospedidos de sus clientes, sin dilaciones, reparos nifigurerías. Su tarifa, bien conocida del público, noembarazaba los tratos con explicaciones niregateos. Un tlaco –equivalente a un centavo–, porun aire suave; dos tlacos por uno ruidoso; tres poruno gorgoriteado, y medio real o sean seis tlacos,por un “asusta chuchos” y un “enoja gatas”.

–¡Don Tirso, uno de a tlaco!–¡Don Tirso, uno de a dos!–¡Don Tirso, uno de a tres!Y don Tirso, solemne y hierático, extendía la

mano, recibía el precio y entregaba prontamente lamercancía, como quien tiene sus géneros

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ordenados y listos para un fácil manejo. Y losclientes celebraban la compra con risa y chacota.

–¡Don Tirso, un asusta chuchos!–¡Don Tirso, un enoja gatas!El asusta chuchos era un tanto complicado,

había que esperar la pasada de un can, entoncesfrecuente, pues tolerados por la policía, que sólode cuando en cuando les echaba yerba, los perrosambulaban por todas partes, oliscando las basuras,metiéndose en las casas, ensuciando las esquinasy dando el espectáculo de sus amoríos indisolublesy sus ruidosos pleitos. El can aparecía en el extremode la calle, y viendo al grupo de muchachos querodeaba a don Tirso, torcía el viaje hacia el ladoopuesto; pero aquéllos, con estudiada indiferencia,para no alarmarlo, cambiaban también de acera, yel perro, desviándose de nuevo, venía a pasar juntoa don Tirso. Éste tronaba de súbito; el animal corríaespantado, y parándose lejos, ladraba obstinada-mente en son de protesta por la desatención y elinsulto.

El enoja gatas era más hacedero. Las mujeresiban y venían con la canasta de la compra al brazo.Los parroquianos indicaban la que por su aspectoles parecía más a propósito; al pasar ella, don Tirso,impasible, disparaba, y mientras la clientela reía a

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carcajadas y bailaba de gusto, la mujer los motejabade sinvergüenzas, indecentes y cochinos.

Algunos creían que don Tirso llevaba unavejiga debajo de la ropa para satisfacer las demandasde su original comercio; pero la opinión generalrechazaba la especie, creyéndole comerciantehonrado y conceptuando su mercancía auténtica yde primera clase. La naturaleza le había favorecidocon aquel don singular, al que podía aplicarse loque dijo Quevedo de otro género de tráfico hartomenos inocente:

Dicen que es la mejor mercadería,porque la venden y se queda en casa,y lo demás vendido se desvía.

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La denuncia de un soneto

EL SENADO DECLARÓ nulas las elecciones paragobernador y diputados locales, que entresangrientos desórdenes y seguidas de levantamien-tos armados e instalaciones de dos gobiernos, severificaron en Coahuila el 26 de octubre de 1884;decretó el estado de sitio y nombró gobernadorprovisional al general don Julio M. Cervantes.

Los contendientes no tuvieron más remedioque deponer las armas; pero reanudaron supropaganda electoral con más encono que antes,ya que a la diversidad de intereses y principios, depreferencia y simpatías personales, habían venidoa añadirse los agravios hechos y recibidos durantela contienda armada. En el fondo, la pugna era entreel partido genuinamente coahuilense y los interesespolíticos del caudillo neoleonés, general donFrancisco Naranjo, a la sazón ministro de la Guerra;encarnados, los primeros, en el Gran CírculoFusionista de Coahuila, y los segundos, en lapersonalidad, eminente por mil títulos, del generaldon Victoriano Cepeda.

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Y como siempre sucede en nuestras luchaspolíticas, mientras llegaba el momento de esgrimirnuevamente los argumentos decisivos,materializados en la acción del garrote y la pistola,se peleaba por medio de la prensa, compitiendoambos partidos en virulencia y desenfreno.

Era órgano del partido cepedista El Látigo,redactado por el doctor Jesús María Gil y un grupode sus correligionarios, y el Círculo Fusionistaeditaba Don Petate, del que era director yresponsable don José Juan Segundo Sánchez, yprincipales colabores, Jacobo M. Aguirre, BernardoLaredo y el licenciado Severiano González León,alias el Chato Severiano, autor de picantes estribillospara las sátiras que el periódico publicaba.

Si El Látigo era procaz, Don Petate no lo eramenos, pero llevaba sobre aquél la ventaja de estarescrito con más gracia y talento. El Látigo apenascirculaba, y en cambio, la gente hacía cola a lapuerta de la imprenta, para comprar Don Petate,agotando la edición tan pronto como salía.

Don José Juan Segundo Sánchez tendría, a lasazón, cincuenta años. De estatura mediana, untanto gordo y cargado de espaldas, abundantes ylargos el bigote y la piocha, saltones y claros losojos, agrandados por gruesos lentes de miope, y el

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hablar áspero y lento, era hombre de ingenio ycultura, y sobre todo, escritor satírico de venainagotable.

El doctor Jesús María Gil, a quien la gentellamaba “Gilito”, pequeño, flaco, cetrino y nervioso,era hombre bueno y honrado, pero carecía de lasaptitudes literarias de su rival. A pesar de susactividades políticas, no abandonaba su profesión,y sobre un viejo caballo, tiesas las piernas en losestribos, encorvado sobre el cuello del animal,empuñando la rienda con la mano izquierda y asidoa la crin con la derecha, trotaba velozmente de aquípara allá, visitando a sus enfermos.

Tan pintoresca silueta dio pie a don José JuanSánchez para una injusta diatriba que sólo seexplica, aunque no se disculpa, por la violencia yceguedad de las pasiones políticas. Retrató al doctorGil, sin nombrarlo, en un ingenioso soneto,aderezado con las más atroces injurias. El públicoreconoció al retratado, celebró la ocurrencia, sepasó de mano en mano el periódico y aprendió dememoria el soneto.

El doctor Gil se puso furioso; pero como noera hombre de armas tomar, entre el duelo y laacusación judicial, se decidió por esta última; otorgópoder a su correligionario y amigo el licenciado

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Bruno García, y éste acudió al Juzgado de Letrasdel Ramo Penal a presentar la querella.

Estaba el Juzgado en la planta baja del Palaciodel Gobierno, y tenía tres puertas, una para la Plazade Armas y dos para la calle de las Zapaterías, quehoy lleva el nombre de Ocampo. A ellas se agolpógran cantidad de curiosos, la mañana en que donJosé Juan Segundo Sánchez, citado como directory responsable de Don Petate, se presentó anotificarse de la demanda y a contestarla en lostérminos de la ley.

Don José Juan se impuso parsimoniosamentedel escrito de acusación.

–Señor Juez, ¿y el cuerpo del delito? –preguntóal terminar la lectura.

–Ahí lo tiene usted, agregado a los autos.Volvió el acusado la hoja, y encontró el ejemplar

de Don Petate, donde se había publicado el soneto.–Con permiso de usted, señor Juez…Y asegurándose las gafas en su sitio, se puso

a leer en voz alta la tremenda invectiva, subrayandolas palabras de valor y dándoles la entonaciónapropiada para realzar su sentido.

La gente apiñada en las puertas se reía a todotrapo, y el Juez, el secretario y hasta el abogadoacusador pugnaban inútilmente por contener la risa.

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–Señor Juez –dijo don José Juan–, en estesoneto, como les consta a las personas presentes,no se nombra para nada al señor doctor Gil.

–No se le nombra –arguyó el licenciadoGarcía–, pero se ve claramente que es a él a quiense refiere.

–Pues yo declaro que el autor del soneto noha tenido la intención de aludir al señor doctor Gil.Y para que usted, señor Juez, y el señor licenciadoGarcía comprueben mi buena fe, en el númeropróximo de Don Petate, haré reproducir el sonetoen la primera plana, encuadrando en un marco, contipo más grande que el ordinario y con una notaque diga: “Este soneto no se refiere de modo algunoal señor doctor don Jesús María Gil”.

La parte acusadora rechazó el ofrecimiento,por parecerle peor el remedio que la enfermedad;pero la acusación no prosperó por falta de pruebas.

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Política porfirista

LAS REVOLUCIONES y la guerra contra los francesesoriginaron en todo el país la formación espontáneade grupos armados, bajo el mando de individuosenérgicos y audaces que se convertían frecuen-temente de oscuros guerrilleros en generalesfamosos. Pasada la guerra, volvían tales sujetos alas ciudades con el renombre conquistado y laaureola del triunfo, para resarcirse de los peligroscorridos y hacerse pagar sus servicios, ocupandolos puestos públicos de primera importancia ydisfrutando de las ventajas que proporciona el poder.Es de advertir, sin embargo, que los revolucionariosde entonces no se hacían ricos, en parte, porcarecer de destreza, y en parte, por la escasez deelementos en qué ejercitarla, cuando acaso la tenían.Se contentaban con los sueldos, exiguos por cierto,asignados a gobernadores, senadores, diputados,etc., con la posesión de algún pequeño ranchocuyos productos apenas les bastaban para comer.Pero erigidos, según su categoría, en caudillos ocaciques, merced a los partidos que en torno de

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ellos se habían formado, y apoyándose en sushombres de armas, siempre dispuestos para entraren campaña, conservaban su influjo político, seenfrentaban con el gobierno federal, constituían unamago constante de nuevas revoluciones, y cuandoeran dos o más en el mismo estado, se disputabanla primacía, primero con el voto, y si éste fallaba,con las armas, que entonces, como ahora, solíanser las más eficaces.

Los generales Hipólito Charles y VictorianoCepeda, dominaban en Coahuila, como caudillosmayores, sobre una multitud de caciques queextendían por villas y ranchos la reata política decuyo extremo tiraban los jefes. Ambos eranveteranos de la Guerra de Reforma y de laIntervención Francesa –honra suprema de entonces,como ahora la de ser revolucionario–, y gozaban derenombre y ascendiente, bien ganados y merecidos.Charles llevaba sobre Cepeda la enorme ventaja dehaberse afiliado a la Revolución de Tuxtepec, ycompartido sus reveses y sus triunfos.

Charles representaba a las clases media ypudiente, y Cepeda al pueblo trabajador, que aúnno se llamaba proletario, aunque entonces, comoahora, no poseía otros bienes que sus muchos hijos;y en cada elección, así se tratara de la más humilde

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presidencia municipal o de la gubernatura del estado,ambos caudillos ponían en juego a sus partidariosy armaban grandes zapatiestas que siempreacababan en golpes y balazos.

Cuando el general Díaz, en 1884, llegó porsegunda vez a la Presidencia de la República,seguramente con el firme propósito de permaneceren ella hasta la muerte, suprimió de hecho lasoberanía de los estados y las libertades políticas,dejando solamente la vana satisfacción de losconceptos escritos. Los fusilamientos de Veracruzy la Ley Fuga aplicada a García de la Cadena y aotros de menos renombre, espantaron a los cau-dillos y caciques locales, que llamados a la capitaldel país, sujetos a la ordenanza y estrechamentevigilados por la Secretaría de Guerra, reconocieronsu impotencia, y entre el pan y el palo, optaron porel primero.

Charles y Cepeda, después de la algaradaelectoral de 1884, de la declaración del estado desitio y el nombramiento por el Senado del generalJulio M. Cervantes como gobernador provisionalde Coahuila, sufrieron la misma suerte, y perdidosy ociosos en la vieja Metrópoli, pendientes de unacomisión militar que nunca llegaba, y teniendosiempre ante sí la macabra visión de los ajusticiados,

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fueron dominando, hasta extinguirlos, sus ímpetusde rebeldía.

El general Charles tenía bienes en Coahuila, ydespués de dos años de ausencia, comprendiendopor las cartas de su administrador, el atraso de susnegocios, se dirigió al Presidente de la República,pidiéndole audiencia, para exponerle la urgentenecesidad en que estaba de hacer un viaje aCoahuila. El general Díaz lo recibió sin demora, ydespués de escucharlo con marcado interés:

–Debía habérmelo comunicado hace tiempo–le dijo–. ¿Cuándo quiere usted hacer el viaje?

–Mañana mismo, si fuera posible.–Está bien. Hoy daré a la Secretaría de Guerra

las instrucciones del caso.La entrevista duró más de una hora y fue en

extremo afectuosa, pues recordando los tiemposde lucha, se contaron anécdotas y se hicieroncomentarios sobre personas y sucesos. Charles seretiró muy complacido.

A la mañana siguiente, cuando llegó a laestación para tomar el tren del Norte, vio en el andéna una escolta de veinticinco soldados. El oficial sele cuadró, preguntándole:

–¿Es usted mi general Charles?–Servidor, mi capitán.

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–Estoy a sus órdenes, mi general.–Yo no he pedido escolta.–Tengo orden de la Secretaría de Guerra de

acompañarlo a usted a Coahuila, y volver con usted.Charles tuvo un momento de indecisión. ¿Se

juzgaba culpable y se creyó descubierto? ¿Erainocente y le irritó la desconfianza?

–No es necesario –dijo al fin–, pues renuncioa mi viaje.

Regresó a su alojamiento, y no volvió nunca aCoahuila.

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Rutina y progreso

LAS DOS PUERTAS del tendajo se abrían a la calle,frente a la pila cercada de fresnos, donde siemprehabía chillidos de urracas, algazara de muchachos,parloteo de comadres y rebrillos de sol en el aguade la fuente y en las charcas formadas alrededorpor el descuido de las aguadoras… Cuadro de vida,de ruido y alegría, entre la soledad y el silencio delas calles cercanas, y en señalado contraste con elinterior del tendajo destartalado y oscuro, comovivienda abandonada.

Los anaqueles ladeados, sosteniéndose apenaslos unos sobre los otros, y el mostrador con rendijasy costras de mugre, ambos desnudos y vacíos, nocontenían señal alguna de que fuese aquél uncomercio. Un agujero apenas cubierto con unacortinilla de tela encarnada, daba paso a la trastienda,donde había una cama, una mesa, algunas sillas yotros muebles y trebejos de aplicación enigmática.Allí don Sabás, en chaleco durante el verano, yarrebujando en un sarape saltillero de vivos colorescuando hacía frío, se paseaba del uno al otro

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extremo de la estancia, ante los amigos que nuncafaltaban en su animada tertulia.

Don Sabás recibía diariamente las visitas dealtos funcionarios, de ricos rentistas, de clérigos,literatos, bohemios y estudiantes, que iban a fumarun cigarro en su compañía y a pasar un rato decharla. ¿Por qué motivos aquel viejo pobre, deescasa cultura, sin influencia política, desprovistode iniciativa y de acción, ejercía un atractivo tanpoderoso y constante para toda clase de personas?Nadie, lógicamente, podía esperar nada de él. Ni elarrancado, dinero; ni el intelectual, enseñanza; ni elnegociante, oportunidades para buenas empresas;ni el político, consejos; ni el sacerdote, comunidadde sentimientos e ideas, pues era don Sabáslibrepensador y clerófobo, y repetía a menudo queen las casas bien ordenadas no deben hallarsemujeres con pantalones, ni hombres con enaguas.La atracción de aquel vejete cargado de espaldas,de cabello crespo, de ojos vivaces, mejillas enjutas,bigote recortado y voz acatarrada, que nada dabade sí, ni una copa de vino barato, ni siquiera uncigarrillo, sencillamente porque nada tenía que dar,volviendo así desinteresadas la simpatía y asiduidadde sus amigos, se originaba, quizás, en que él, porun fenómeno difícil de analizar, era símbolo de la

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época que pasaba y la época que venía, del carácterde una raza cuyas aspiraciones no estaban deacuerdo con las facultades de acción de suorganismo. Una fantasía de trotamundos en uncuerpo paralizado. Un afán de novedades exóticasen un ambiente de preocupaciones inveteradas yde hábitos ancestrales. Desacuerdos que aún noencontraban el puente que los uniera, como doscaminos cortados por honda barranca.Divergencias que pugnaban por acomodarse,mediante rebeldías y trastornos en el ordencolectivo, y apasionamientos, murmuraciones ymalestares en el orden privado. Don Sabásrepresentaba instintivamente, dándole cuerpo yexpresión, aquellas tendencias comunes, y suscontertulios, también por instinto, acudían a ver comoen un espejo, con el interés que despierta la propiaapariencia, aunque carezca de cualidades estéticas,la imagen completa del medio social de que formabanparte. Allí lo contemplaban en síntesis vivientes, ysignificaba para ellos la satisfacción, no definida yclara, sino inconsciente y oscura, de saberse, desaborearse a sí mismos, aun cuando fuera amargoel sabor y desagradable el espectáculo.

Las conversaciones favoritas de don Sabásversaban sobre los infortunios políticos y el visible

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atraso de México en todos los órdenes de la vidasocial.

–¡Qué vergüenza! –exclamaba, deambulandoa lo largo de la estancia y haciendo breves altosante sus interlocutores–. En la guerra con losEstados Unidos, el ejército yanqui nos invadía sinencontrar resistencia, entre escaramuzas queparecían juegos de muchachos. Venía bienpertrechado, con sus caballos gordos y lucidos,con tiendas de campaña, servicio de cocina y dehospital, pagando las provisiones que consumía yponiendo en práctica un plan de campañaperfectamente definido… Mientras los soldadosmexicanos, desnudos y hambrientos, con armasde diversos sistemas, todos anticuados, sin parquesuficiente, sin médicos, con la caballada muriéndosede flaca, teniendo que saquear, para aliementarse,los miserables poblados por donde pasaban, eranvíctimas del desconcierto de sus generales queparecían estar confabulados con el enemigo…

Un muchacho, golpeando el mostrador conlas monedas, procuraba llamar la atención de donSabás, sin conseguir otra cosa que una miradaindiferente, cuando éste, paseándose, llegaba hastala puerta que daba al tendajo.

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–Llegó Taylor a Monterrey –continuaba donSabás–; y el general Ampudia, después de tres díasde una resistencia inútil y torpe, por falta de unplan bien meditado, propuso a los invasores larendición de la plaza, a cambio de algunasconcesiones, de las cuales era la principal que ledejaran salir con tambor batiente y banderadesplegada. Taylor soltó la risa al enterarse de lapropuesta. –“Digan a ese guajolote –ordenó enseguida–, que entregue la plaza, y se vayaenhorabuena con tambor batiente y banderadesplegada”.

–Bueno, don Sabás –preguntó una vez algunode los oyentes–, ¿y el general Taylor usó la palabra“guajolote”?

–No precisamente… pero debió de emplearen su idioma alguna otra del mismo significado…Entró Taylor en el Saltillo y se dio la batalla de laAngostura, donde el saltimbanqui de Santa Annasacrificó inútilmente a una muchedumbre deinfelices, después de hacerlos caminar cientos deleguas a pie, descalzos, hambrientos y sin abrigoen pleno invierno; acto digno de un loco, queparecería increíble sino lo hubiésemos presen-ciado… Y lo más triste del caso es que mientraslos americanos nos pegaban, nosotros estábamos

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contentísimos porque era la primera vez queveíamos circular el oro por todas partes. Unranchero amigo mío vino un día a traerme la feliznoticia: –“Los americanos habían llegado a surancho… no molestaban a nadie… comprabanleche, pollos, huevos, cabritos, forrajes, y lospagaban con oro… Llevaban botiquín, cocina ycarros abarrotados de comestibles…” –“¿Y lapatria?” –le interrumpí indignado. –“Pues oiga–me contestó–, croque no venía, porque, la verdá,yo no la vide”.

Los oyentes reían y comentaban la anécdota.Don Sabás se detenía en la puerta del tendajo, dondeel muchacho esperaba pacientemente.

–¿Qué quieres? –le preguntaba.–Cuartilla de café y cuartilla de piloncillo.Entraba una mujer en la tienda.–Don Sabás, un cuarterón de frijol, un jabón

y una vela, por vida suyita.Don Sabás les volvía la espalda, sin contes-

tarles, y se encaraba con sus amigos.–¿Y los franceses? Se pasearon por todo el

país… ¡El 5 de mayo!... Veinte mil hombresencerrados en Puebla contra seis mil que atacarona campo raso… en cualquiera otra parte aquélloshubieran cogido vivos a éstos, como a codornices

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con trampa… Y en cuanto se largaron los franceses,espantados por el coco del Norte y por otros cocospróximos a su casa, y nuestra lucha se convirtióde nuevo en guerra civil, nos volvimos unos tigres,con los atropellos, las matanzas y las atrocidadesde siempre. Pero eso sí, ganando grados yconquistando el título de caudillos, a fuerza dederramar sangre de hermanos, en albazos yemboscadas, a las que se daba el retumbantenombre de batallas… Y de todo tiene la culpa nuestroatraso, nuestra inverosímil incuria, que llevamosen la masa de la sangre… Aquí, en nuestro pobrepueblo, no hay empedrados, ni banquetas, nihigiene, ni policía… las viejas del barrio lavan en lapila los trastos tiznados y las bacinicas… no hayescuelas suficientes, y las tres cuartas partes delos muchachos se quedan burros… Comemos elpan y la carne mosqueados, la leche con agua y elagua con inmundicias… Los que tienen dinero sededican al agio, a plantar magueyes o a construircasas de adobe, como hace trescientos años,arrimadas unas a otras para favorecer elintercambio de ratones, cucarachas, talcascuanesy enfermedades… Cada casa es un rancho, convacas, gallinas, caballos y marranos… Todavía sehacen las frazadas en los telares de palo, se muele

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el nixtamal en el metate y se hace la salsa con eltejolote… Hemos dejado que se degeneren, por faltade cultivo, las manzanas que nos trajeron lostlaxcaltecas… las siembras siguen siendo un juegode suerte, pues se pierden por las heladas, lassequías y el chahuistle, porque no tenemos semillasapropiadas para el clima de la región, ni sabemoscómo se previenen o se curan las plagas… Todavíahay gentes que rezan novenas para que aparezcanlas cosas que se les extravían, y que ponen de cabezao bañan a los santos de su devoción, si no lesconceden el milagro que les piden… pero losamericanos, con el ferrocarril, la luz eléctrica, elteléfono y las máquinas de todas clases, tendránque desasnarnos, y queramos o no, con carameloso a patadas y empujones, nos impondrán el progreso.

Aquí don Sabás metía la mano en un florerodesportillado puesto sobre una rinconera, y sacabauna hoja de maíz, polvosa y ratonada; la recortabacon los dientes y la raspaba por ambos lados conel filo de una hoja de tijeras que guardaba allí mismo;de un botecito de hojalata colocado junto al florero,tomaba una pulgarada de tabaco; enrollaba elcigarro; extraía de los bolsillos del pantalón elpedernal, el eslabón y la yesca, y tras de algunos

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golpes rápidos y diestros, lo encendía, envol-viéndose en una nube de humo picoso y fuerte…

Los marchantes desde el tendajo, le suplicabanque los despachara. Y al fin, parándose frente a lapuerta, les gritaba con impaciencia y enojo:

–¡No estén molestando! ¡Estoy ocupado!

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Comercio y ajedrez

MAÑANA DE ABRIL luminosa y fresca. Algarabía deurracas y gorriones en el jardín cercano. Presurosoir y venir de mujeres y chicos con la canasta albrazo. Bandadas de palomas y golondrinas que seposan en los pretiles, vuelan de pronto, giranruidosamente en el aire, y regresan al punto departida para repetir muchas veces el mismo juego.El domo y las torres de la Catedral, destacándosecon detalles de colores y precisión de líneas sobreel cobalto cenital y el azul desvaído de la lejanía.

El sol mañanero, en anchas fajas doradas, pasapor las dos puertas abiertas, hasta el fondo deltendajo, reflejándose en frascos y botellas yatrayendo un enjambre de moscas sobre el pan malcubierto por exiguo mantel. El propietario, donChuy, envuelto en roja frazada y puesto elsombrero que originariamente era negro, y ahoraes gris por el polvo acumulado de muchos años;apenas visible entre el cobertor y el sombrero, lacara de ojos mansos, piel juvenil y barba entrecana;parado en medio de la faja luminosa que hace resaltar

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el color de su abrigo y la pringue de su fieltro, gozade aquel sol amoroso. Cuando llegan los marchantes–pocos y espaciados–, pasa tras el mostrador, losdespacha y vuelve a situarse bajo el sol, siguiéndolohacia la puerta, a medida que mengua y se sale,para recibir hasta lo último aquel cálido baño devida y alegría.

El reloj público da las ocho. Don Chuy damuestras de inquietud y se asoma repetidas vecesa la puerta. Está, indudablemente, en espera dealguien que se retarda. De improviso, dobla laesquina próxima y entra en la tienda un sujeto malvestido, de andar perezoso, con las manos metidasen los bolsillos del pantalón, y tan pequeño ydelgado, que podría tomársele por un rapaz de diezaños, si no fuera por los poblados bigotes que lecubren la boca. Sin saludar, pero disculpándosepor la tardanza, coge la silla que por encima delmostrador le pasa don Chuy; éste saca el ajedrez;colocan las piezas; echan la rifa inicial para verquién lleva las blancas, y comienzan su diaria sesión,sólo interrumpida para comer, y que ordinariamenteprolongan hasta las diez de la noche.

Entra una marchante.–Media libra de azúcar, don Chuy, por favor…Don Chuy no da señales de haber escuchado.

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La mujer repite el pedido, y como tampoco recibecontestación, se impacienta y se marcha.

Otra cliente se asoma a la puerta, ve a donChuy enfrascado en el juego, y probablemente yaexperimentada, menea la cabeza, gira sobre lostalones y se va a hacer la compra a otra parte.

Llega un muchacho, avanza hasta el mostrador,y atraído por las figurillas erguidas sobre el tablero,se olvida del mandado. Pero repentinamentereacciona.

–¡Una pieza de pan!Ante el mutismo de don Chuy, el rapaz vuelve

a quedarse embobado, mirando el juego, y al finrepite más fuerte:

–¡Una pieza de pan!En esos momentos termina una partida, y los

jugadores, haciendo comentarios, comienzannuevamente a colocar las piezas en su sitio. DonChuy mira distraídamente al muchacho.

–¡Una pieza de pan!–¡No hay!–¡Mírelas! –observó el chico, apuntando con

el dedo las que aparecen mal cubiertas por el mantel.–No sirven… Están mosqueadas.

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¡Qué brutos hemos sido!

CLARA PERTENECÍA a una familia acomodada. Supadre era dueño de algunas tierras de labor en lascercanías del pueblo; pero siguiendo las costumbresde sus antepasados, él y sus hijos hacíanpersonalmente las faenas agrícolas, y sóloalquilaban peones cuando era indispensable paraaprovechar las besanas y recoger a tiempo lascosechas. Económicos por hábito y por lascircunstancias del medio en que vivían, no eran,sin embargo, miserables; tenían bien puesta su casa;hombres y mujeres vestían decentemente y en suscomidas se compensaba la sencillez con laabundancia.

Clara era bastante bonita; pero como en lapequeña cabecera del municipio donde habíanacido, escaseaban los muchachos casaderos desu categoría social, y eran pocas las veces que ibaa Saltillo –y esas, por uno o dos días a lo más–, nohabía tenido oportunidades de encontrar novio;vivía un tanto melancólica y aburrida, ocupandosu tiempo en ayudar a su madre y a su hermana

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mayor en los quehaceres de la casa, y pasaba lashoras restantes en la iglesia, oyendo misa por lamañana, arreglando los altares y asistiendo alrosario, por la tarde, y los sábados todo el día,enseñando a los chicos la doctrina.

Una mañana supo en la iglesia que el señorcura había despedido al sacristán, por haberdescubierto que al recoger las limosnas, seembolsaba una buena parte, amén de otrasprevaricaciones análogas, y que lo había sustituidocon un sujeto más bien maduro que joven, serio yde pocas palabras, llamado Froylán, que ya sehallaba en funciones. El nuevo sacristán, tal vezpor ser forastero, carecía de amistades en el lugary resultaba poco simpático; pero había algo en susmaneras que le daba personalidad, y pronto se captóla estimación y el respeto de los feligreses, grandesy chicos, y las cosas de la iglesia andaban en susmanos mejor de lo que antes habían andado.

Clara, con motivo del aseo y arreglo de losaltares, la preparación de las fiestas religiosas y elcatecismo, hablaba diariamente con Froylán. Deltrato nació la simpatía, y de la simpatía el amor.Froylán se enamoró perdidamente de Clara, y éstade él. Tuvieron ocultas por algún tiempo susrelaciones; pero al fin, fueron conocidas por propios

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y extraños, y los parientes de Clara se pusieronfuriosos, pues no podían consentir en que ésta secasara con un sacristán que era, además, unadvenedizo. Prohibieron a Clara ir a la iglesia, si noera acompañada por su madre o su hermana mayor,salir sola a la puerta o sentarse en la noche a laventana. Los hermanos amenazaron al novio, ycomo nada aprovechaba para obtener la rupturaentre Froylán y Clara, mandaron a la obstinada mozaa Saltillo, a la casa de unos parientes, juzgando quela ausencia acabaría lo que no habían podido losregaños, las amenazas y las prohibiciones. Pero elamor se exacerba siempre con los obstáculos, y laausencia ofreció a los novios un incentivoromancesco. Froylán compró un caballejo, y todaslas noches andaba los veinticuatro kilómetros quehay de ida y vuelta del pueblo a Saltillo, para platicarcon Clara y estar de regreso a las cinco de lamadrugada en que debía llamar la primera misa. Seconvencieron, al fin, los parientes de Clara de queel caso estaba perdido por ellos, y oyendo el consejodel señor cura, se allanaron a permitir el matrimonio.El día de la boda los padres y los hermanos de lanovia se salieron de la casa para no presenciar laceremonia, y sólo quedaron, para respeto ycompañía de Clara, la hermana mayor y una tía

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solterona, que por serlo, tenía gusto especial enproteger amores y zurcir casamientos, sobre todosi eran, como aquél, de la mano izquierda. Los reciéncasados se fueron a vivir a otra casa, y quedaronrotas las relaciones de Clara con su familia.

Y sucedió que una mañana, dos meses despuésdel matrimonio, los dos hermanos mayores de Clara,Juan y Francisco, cortaban el maíz de una laborpróxima al pueblo. Después de trabajar flojamentedos horas escasas, hicieron lumbre, calentaron elalmuerzo, comieron y bebieron con la parsimoniahabitual de los rancheros, liaron y encendieron loscigarrillos, se recostaron a reposar un poco,cubriéndose la cara con el sombrero para defenderlade la luz, las moscas y los “zancudos”, cuandovieron llegar a su cuñado Froylán. Montaba éstesu flaco jamelgo, sobre viejo fuste descabezado ysin estribos. Se apeó, persogó su cabalgadura a lasombra de un árbol, y sacando un machete, sindarse por entendido de la presencia de loshermanos, se puso a cortar maíz con actividad ydestreza.

–Quiere granjearnos –comentó Juan, yacerrando los ojos para echar un sueño.

–Pero ni siquiera saluda.–Tiene miedo de que no le contestemos.

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Y se durmieron hasta bien entrada la tarde.Cuando despertaron, ya Froylán había cortado

todo el maíz, acomodándolo en montones uniformesy bien hechos, concluyendo en un rato lo que ellosno hubieran acabado en dos días.

–¡Mira que animal tan trabajador! –observóFrancisco incorporándose.

–De veras… ¡Quién lo hubiera imaginado!Permanecieron silenciosos por algunos

minutos.–¡Qué brutos hemos sido! –exclamó Juan de

repente.–¿Por qué? –preguntó Francisco alarmado.–¡Por no haber aprovechado a este tonto desde

hace dos años!

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La propia cosa

I

EL RANCHO DE DON Fermín, con estación del en-tonces Ferrocarril Internacional, y cercano a lasgrandes serranías donde abundaban el venado y eloso, era muy frecuentado por los aficionados a lacaza mayor. Principalmente los jefes de Estación–en aquella época, yanquis en su totalidad–,gustaban sobremanera de las aventuras cinegéticas.Apenas llegaban, se hacían amigos de don Fermín,frecuentaban su trato y se familiarizaban connuestras costumbres rurales, yendo de caceríamontados en caballejos del país y observando elritual de rigor en nuestros campos. Quizás susimpresiones, evocadas en otras partes yembellecidas por el tiempo y la distancia,contribuirían a revestir de singular atractivo aquellascorrerías llenas de peripecias y no exentas deriesgos, a que habían asistido.

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II

Mr. Morgan acababa de llegar como jefe de Estación,y se presentó a don Fermín, con una carta de suantecesor, quien lo recomendaba como un buenamigo y hacía la súplica de que se le llevase a lasierra a matar venados. Don Fermín que era “muygente” en su casa, como decimos los fronterizos,y que se desvivía por prestar a cualquiera unservicio, acogió a Mr. Morgan con la franquezaranchera, exenta de ceremonias y cumplidos, tanpropia para suscitar la confianza de quien la recibe,e hizo la formal promesa de que en tiempooportuno, prepararía una excursión para que sunuevo amigo pudiera gozar de todos los atractivosdel lance. El yanqui se mostró encantado, y desdeaquel día fue asiduo concurrente a las tertuliasnocturnas de “la casa grande” del rancho, que porestarse, a la sazón, en pleno verano, se tenían afuera,bajo la inmensidad del cielo tachonado de estrellas,bañado a veces por la luz de lejanos relámpagos, yante el misterio vago y profundo de los camposdesiertos. Allí tuvo ocasión de lucir sus albos trajesde “palm-beach”, planchados diariamente por loschinos que le servían, y de prodigar, en lenguatrabajosa y pausada, su amabilidad un tanto dulzona.

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Mr. Morgan había encargado a su país un buenrifle, y cuando lo recibió con los accesorioscorrespondientes, se fue derecho a casa de donFermín, para mostrárselo.

–¡Oh, don Fermín!... Mire mi carabina… ahorasí podremos ir cuando usted quiere.

–De veras es buena –dijo don Fermín,examinando el arma–. Con ésta va usted a hacermequedar mal.

–¡Oh, don Fermín!... Yo he tirado poco… peroeste carabaina es muy seguro.

Aquella noche se trató formalmente de lacacería; se discutió el lugar; se fijó el itinerario; seresolvieron entre don Fermín y el mayordomo,algunas dificultades del orden material, y por fin,se señaló para de ahí a dos días la fecha de salida;decisión que aumentó las amabilidades de Mr.Morgan, reveladoras del placer y el agradecimientoque lo poseían.

III

Se prepararon los caballos para los expedicionarios;un carro para llevar las provisiones y traer de regresolos animales muertos, y como instrumentosesenciales, una cornamenta de venado y un cuerno

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de caza, cuyo sonido imitaba el balar de las reses.Los caballos esperaban ensillados a la puerta

de la casa grande. Apenas habían cantado losprimeros gallos. Aún brillaban las estrellas. Una fajadébilmente luminosa se extendía al oriente, porencima de las montañas. Era el campo una masade formas imprecisas, y soplaba un aire frío,saturado de aromas silvestres.

Mr. Morgan llegó hecho un cazador de figurín,con pantalones y botas de montar, canana, bolsade cartuchos, gemelos a la bandolera, casco inglésy el flamante rifle pendiente del hombro izquierdo.

Como a invitado y poco práctico en tal génerode aventuras, se le guardaron toda clase deconsideraciones, dándole el más filosófico de loscaballejos, y a falta de silla inglesa, acomodandosobre el duro fuste vaquero una bien curtida zalea,que unida al paso de cuna del jamelgo, bastaríapara que Mr. Morgan hiciera la caminata con laposible comodidad.

Montaron, y precedidos de un guía conocedordel terreno y seguidos por el carro que iba dandotumbos en los baches del camino, emprendieron elde la sierra, con la ruidosa despedida de todos losperros del rancho, que parecían ladrar en com-petencia.

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Pronto dejaron el camino llano, comenzado asubir la serie de pequeños montículos separadospor barrancas profundas, que forman lasestribaciones de la montaña. Un sendero sinuoso,bordeado de cedros y pinos, los hundía a veces enoscuras gargantas, y a veces los sacaba a sitiosaltos y despejados, desde los cuales podían ver asus pies el valle dilatado, todavía cubierto desombras, y arriba, con la vaguedad de un ensueño,la masa enorme de la sierra. A medida que subíanal paso lento de las cabalgaduras, acostumbradas acaminar por desfiladeros empinados y pedregosos,el aire se hacía más fresco y las emanaciones de laselva ensanchaban el pecho y alegraban el espíritu.

Mr. Morgan no gozaba todo lo que se habíaimaginado al espaciar su mente de yanquiaventurero por el espejismo de las sierrasmexicanas, llenas para las gentes de su raza, de unmisterioso encanto de leyenda. Su locuacidad habíacesado a las dos horas de camino. Don Fermínque caminaba tras él, advertía que cada cincominutos cambiaba de postura en la silla, que“tejoloteaba”, como dicen gráficamente losrancheros, indicando con ello que se sentía doloridoe incómodo.

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Estaban próximos a trasponer la primeracumbre de la montaña, para entrar en una sucesiónde pequeños valles cubiertos de arboleda, tapizadosde zacate y humedecidos por manantiales quecorrían libremente, buscando paso por las junturasde las rocas, para precipitarse en abismosdesconocidos. Tras unos valles seguían otros, haciacualquiera dirección que se caminara, solamentedivididos por suaves recuestos, y como todos teníanaspecto semejante, formaban un verdaderolaberinto, del que era imposible salir al que osabapenetrar en ellos, sin una guía experimentado o sincabal conocimiento del terreno. A lo largo delsendero aparecían de improviso peñas enormes,en cuyas resquebrajaduras ondeaba alguna yerba ose extendían las ramas de algún arbolillocontrahecho, como cíclopes monstruosos que conlos brazos en alto y suelta la melena, amenazabancaer sobre los viajeros. De pronto, un cedro cuyocónico ramaje brotaba desde abajo, a flor de tierra,parecía, negro e inmóvil, un guarda misterioso quevelaba, imponiendo silencio. Un pino alto y esbelto,agitando sus ramas cimeras con movimientocadencioso, hacía señas a alguien que acechabadesde lejos, y una multitud de arbolillos recientes omatojos enanos, desparramados por el declive del

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terreno, a la orilla de las barrancas o al pie de laspeñas, semejaban una muchedumbre astuta yapresurada, que corría en pos de los viandantespara vigilarlos. Un gran cacto erizado de espinas,compacto y majestuoso, se alzaba en mitad delsendero, como para cerrar el paso.

Al llegar a la cima, aquel cortejo de personajeshostiles comenzó a desvanecerse, cuando laclaridad que salía del oriente entre nubes rosadas,iba poco a poco ganando cielo y volviendo a lascosas sus formas y colores verdaderos. Unoscuantos pasos más, y el sol bañó las cúspidesdistantes, disipó la neblina en las hondonadas ydescubrió el grandioso espectáculo de la vastaregión que desde allí se alcanzaba, salpicada decaseríos, de arboleda, de estanques luminosos yserranías minúsculas que la cruzaban por todosrumbos, encerrándola en un laberinto decomplicadas verrugas.

Atravesaron los cazadores el primer valle,subieron la cuesta con dirección al segundo, y alllegar a la cima, divisaron un grupo de venados,bajo la sombra de un mogote de palmas, a cuyo piese formaba un aguaje. Hicieron alto, se apearon, ypara no espantarlos, avanzaron entre los matorrales,rodeando por la falda de las lomas que formaban el

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valle. Don Fermín marchaba delante, apartandoágilmente las ramas que le cerraban el paso, ysubiendo y bajando las quiebras del terreno, con larapidez de un mozo de veinte años, y Mr. Morganlo seguía, sin quedarse a la zaga, pues aunque albajarse del caballo, había permanecido un instanteesparrancado, dormidas las piernas y doloridas lascaderas, la vista de los venados, emocionándolevivamente, le prestaba vigor y ligereza, y sedeslizaba tras de don Fermín, sin más contratiempoque los araños de los arbustos espinosos entre loscuales iba abriéndose camino.

Cuando don Fermín consideró que habíallegado el momento oportuno, advirtió a Mr. Morganque se preparara; se puso en la cabeza lacornamenta, y tocando el cuerno, avanzólentamente entre los matorrales. Un corpulentovenado se apartó del grupo, y con la vista fija enlas astas que asomaban sobre el monte, se dirigió aencontrarlas, engallado y lento.

–Prepárese y apunte con calma –recomendódon Fermín.

Mr. Morgan no estaba sereno. Su corazónpalpitaba aceleradamente, y la carabina temblabaen sus manos, aun cuando él hacía inútilesesfuerzos por dominarse. Materialmente se ahogaba,

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y sus músculos no obedecían al mandato de suvoluntad. Con el rifle echado a la cara, y en actitudde disparar, esperaba el instante propicio, cuandoya el venado se hallaba a corta distancia. DonFermín se había detenido un poco más lejos,mostrando solamente sus postizos apéndices, leindicó por señas que debía tirar, y Mr. Morgan, enun supremo esfuerzo para calmar la agitación desus nervios, jaló del llamador, y sonó el tiro.Entonces, sin que nadie pudiera explicarse la formay el instante en que aquello se verificó, el animaldio un salto, lanzándose rectamente hacia el sitiodonde se había producido el fogonazo, y sin dartiempo a Mr. Morgan de hacer un segundo disparoo de ponerse en salvo, lo derribó, y enganchándolo,lo zarandeó en el aire repetidas veces. Todo elloduró unos cuantos segundos, pero fueron bastantespara que don Fermín, cazador experto, disparara asu vez, matando el venado y salvando la vida deMr. Morgan. Éste su puso en pie, pálido y cubiertode polvo, sin abandonar su amable risita, entoncesvisiblemente forzada. Don Fermín recogió elzarakof, los gemelos, la bolsa de cartuchos, lacanana y el arma, que andaban desparramados porel suelo, algunos a considerable distancia, y los fuecolocando sobre su dueño, como sobre un maniquí,

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que le dejaba hacer, inmóvil y entontecido.–¡Oh, don Fermín! –exclamó de improviso

Mr. Morgan, poniéndose todavía más pálido.–¿Qué le pasa? –preguntó don Fermín

alarmado.–Siento algo que me corre.–¿Dónde?–Aquí –contestó, palpándose la parte posterior

del muslo derecho.–¡Demonio! ¡Como no vaya a estar herido!

Métase detrás de esos chaparros y desabróchesela ropa, a ver qué tiene.

Mr. Morgan obedeció automáticamente y másmuerto que vivo. Permaneció unos momentosoculto, y apareció después muy risueño, en notablecontraste con su aspecto anterior.

–¿Qué hay? –le preguntó ansiosamente donFermín.

–¡Oh, don Fermín! –exclamó Mr. Morgan–.No es sangre… es la propia cosa.

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Villa y los “curas”

DESPUÉS DE LAS SUCESIVAS derrotas de los federalesen San Pedro y Paredón, las fuerzas del generalVilla entraron en Saltillo el 19 de mayo de 1914, sinencontrar resistencia, pues el enemigo habíaevacuado la plaza durante el día y la nocheanteriores, cometiendo vituperables desafueros,como el incendio del Casino, el saqueo de algunastiendas y el intento de volar el Puente de las Huertas.

Repiques, gritos, disparos, pelotones decaballería a toda brida por las calles, eran clarosindicios de que las tropas revolucionarias ocupabanla ciudad, y los vecinos, abriendo sus puertascautelosamente, se pusieron al habla, y al fin, seaventuraron a salir de casa, para contar los muertos,fisgonear por las tiendas robadas, en una de lascuales yacía aún el cadáver del dueño asesinado,junto a la rota caja de fierro, contemplar las ruinasdel edificio destruido por las llamas, y comunicarsemutuamente sus experiencias personales, puesningún barrio había carecido de episodios, trágicoso chuscos, dignos de ser referidos y comentados.

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Los simpatizadores del movimiento legalista nodisimulaban su satisfacción, no sólo por el triunfode su partido –sentimiento muy natural–, sino por laesperanza –también muy humana–, de alcanzar algomás positivo y de mayor sustancia. Los partidariosde los federales, si no estaban alegres, pues eraimposible que lo estuvieran, tampoco se hallabandesesperados, como quiera que las cosas ya no teníanremedio, y al cabo, la situación política se definía,después de largo tiempo de incertidumbres ysobresaltos, trayendo consigo la tranquilidadindispensable para que cada quien pudiera dedicarsea ganar la vida. Quizás un secreto instinto les advertíaque no todo estaba definitivamente perdido, que eltriunfo de los contrarios era pasajero, pues así comose dice de los pobres y de los tontos, que aquéllosdescubren las minas y éstos las trabajan para quelos ricos las aprovechen, los idealistas, que siempretienen algo de tontos y de pobres, hacen lasrevoluciones para que, al fin, vengan a gozar de susventajas los mismos contra los cuales se levantaron.Ello sin contar con los inmediatos cambios dechaqueta, y hasta de prendas más íntimas, realizadospor muchos, que introduciéndose bonitamente, porarte de birlibirloque, en las filas vencedoras, se hacíanpasar por revolucionarios de viejo cuño.

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La guerrilla del coronel Severiano Rodríguez ylas brigadas pertenecientes a la División del Norte,al mando de los generales Herrera, Ortega, TrinidadRodríguez y algunos otros, entraron en Saltillo lasprimeras. Pocos días después, en medio de enormeexpectación, hecha de curiosidad y de miedo en dosisiguales, llegó el general Villa y se alojó en la residenciade don Francisco Arizpe y Ramos, una de las máscéntricas y mejores de la ciudad.

El pueblo se aglomeraba frente a la casa, ansiosode conocer al célebre guerrillero, ya convertido endivisionario, que solía cruzar por las piezas que dabana la calle, o salir montando magnífico caballoenjaezado, no a la usanza ranchera, sino como podríaserlo el de cualquier alto jefe del régimen caído.Vistiendo uniforme de campaña y tocado con cascoinglés, Villa pasaba ante las multitudes, como elsímbolo viviente de la revolución, sin que la pocointeresante figura del caudillo fuera parte adesilusionarlas. El cuerpo un tanto obeso, desprovistode actitudes gallardas, el color amarillento, el mentóndeprimido, los labios abultados bajo el ralo y rojizobigote, los pequeños ojos de escurridizo mirar, cuyahabitual contracción ahondaba las patas de gallo delas sienes, mal podrían corresponder a las prendasfísicas que la imaginación popular atribuye a loshéroes.

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Las personas pudientes habían emigrado, ysólo permanecían en Saltillo las gentes de pocosrecursos, en su mayoría simpatizadores de larevolución. Acudieron éstos a saludar al generalVilla, bajo la égida protectora del coronel ingenieroVito Alessio Robles. El caudillo los recibiócortésmente, con rústica llaneza, pero al expresarlesel deseo de que su estancia en la ciudad de Saltillo,fuera grata para sus moradores, terminó con la frasede ritual:

–Pero a ver con cuánto me ayudan…Los visitantes no se excusaron, ni acaso

hubiera sido prudente que lo hicieran, pero leadvirtieron que no eran ricos y vivían de su trabajopersonal.

–Si me traen tres cuartillas –replicó– con esome conformo… Pero si no me ayudan, ¿con qué“manijo” yo los dieciséis mil hombres que traigo?

Se creía que iba a empezar una vida nueva,libre de aquella atmósfera de opresión moral quepesaba sobre el país, como un gran dolor contenido,y todo el mundo se hacía las más generosas ilusiones.Los nuevos funcionarios, como hechos en el moldede la revolución, no podían ser sino modelos devirtudes ciudadanas, y verdaderos quijotes lossoldados que habían vertido su sangre por las

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libertades públicas. Los ideales políticos tienen lacaracterística de tender un manto florido sobre lasatrocidades que se ejecutan al realizarlos.

Inopinadamente, comenzaron las aprehen-siones, increíbles de pronto, no ya de los partidariosde los federales, sino hasta de los amigos delmovimiento legalista. En la casa, en la calle, en eldespacho, en las mismas oficinas públicas dondealgunos prestaban sus servicios, eran capturadosdurante el día, a la media noche, a la madrugada,con alardes de fuerza, llevándolos por en mediodel arroyo, entre un pelotón de soldados. Se llenóla cárcel de personas que en su mayor parte, noacertaban a saber cuál era su delito. Pero las nuevasautoridades sí lo sabían, paladeando el desquite deagravios baladíes que databan de muchos añosatrás.

Encarcelamientos, exilios, consignaciones a lasbrigadas villistas, cuyos ejecutivos procederespermitían sacar la castaña con la mano del gato yno tener responsabilidades ni verse en el caso deceder a súplicas y recomendaciones… Tal fue eltorpe cuadro que enfrió los entusiasmos de losparciales de buena fe, que eran los más, y no sirvióde escarmiento a los enemigos, que eran los menos,ya que oportunamente se habían puesto en salvo.

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El general Villa ordenó la aprehensión de los“curas”, quienes fueron recluidos en undepartamento de la misma casa que aquél ocupaba.Eudistas franceses del templo de San Francisco deAsís; dominicos españoles del Santuario deGuadalupe; jesuitas del Colegio de San JuanNepomuceno, y sacerdotes del clero secular, queoficiaban en las parroquias de la ciudad, encerradossin consideración alguna, sin alimentos, ni camasni aun sillas para sentarse, estuvieron más de unasemana ignorando cuál sería su suerte, hasta queun día recibieron orden de pasar a la sala dondelos esperaba el general Villa.

Recostado en un sofá, abierto el cuello de lacamisa, dejando ver el pelambre del pecho;enrolladas las mangas hasta más arriba de los codos;el zarakof echado hacia atrás; al descubierto lapistola y la canana repleta de cartuchos; cascandoy comiendo nueces, así recibió el jefe de la Divisióndel Norte a los “curas” prisioneros. Cuando entraronen la estancia, indecisos y azorados, Villa lescontestó el saludo con aire desdeñoso y les indicóque tomaran asiento.

–A ver –les dijo en seguida –; córtense paraeste lado los mexicanos, y para este otro, los“istranjeros”.

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Se hizo el cambio de lugares en silencio quese prolongó algunos momentos, mientras el generalsaboreaba unos corazones de nuez que le habíansalido enteros.

–Ahora –ordenó–, párense los “jisuitas”.Los aludidos se pusieron de pie en ambos

grupos.–¿Pero qué hay jisuitas mexicanos? –preguntó

Villa, con fingida sorpresa.–Sí, señor general –contestó uno de los padres

amablemente–; yo soy jesuita y soy tan mexicanocomo usted.

–¡Cállese, tal! –gritó Villa, llevando la mano ala pistola–. ¡Si vuelve a decir eso, le rompo la boca!¡Los jisuitas no son mexicanos!

Hubo un silencio embarazoso. Villa, al fin, seaquietó; tornó a cascar nueces, y volviéndoseafablemente al grupo de “curas” mexicanos.

–¿Y ustedes, mexicanitos –preguntó–, por quédejan que vengan otros a beberse su chocolatito?...De ora en adelante no le convidan a nadie, y se lovan a beber ustedes solitos… Vayan, vayan a decirsus misitas y a rezar sus rosarios, y a ver con cuántome ayudan para sostener a mis muchachos… Yustedes –continuó severamente, dirigiéndose a los

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jesuitas–, si para mañana no me entregan un millónde pesos, los mando fusilar.

Los sacerdotes del clero secular salieron enlibertad y los demás siguieron presos. Y como noentregaron la suma exigida, fueron llevados, alcerrar la noche, a una casa vecina y deshabitada, ymetidos en una pieza oscura y sin muebles. Losprisioneros callaban, sobrecogidos por aquel cambiode cárcel que nada bueno prometía.

–¡Salga uno! –gritó repentinamente el oficialque los custodiaba.

Y se les fue sacando para sujetarlos a ejecucionessimuladas, mediante la certera pistola de un buentirador que les quemaba el pelo sin herirlos, y lacuerda de un experto en semejante género de suertes,que los hacía balancearse un rato en el aire, y sabíabajarlos oportunamente, antes de que perecieran…Todo ello para que “cantaran”, descubriendo el sitiodel “entierro” o el lugar del depósito.

A la mañana siguiente, salía con rumbo aTorreón, uno de aquellos pintorescos trenes militaresque con tanta frecuencia transitaban entonces,atestados de tropa, de caballos, de forrajes, demuebles heterogéneos –consolas doradas y catresde tijera, sillas de tule y armarios de nogal tallado,finas alfombras y rústicos petates–. Las soldaderas

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instaladas en el techo de los furgones, no sólo hacíanallí sus faenas domésticas, sino que llevaban consigo,sujetándolos sabía Dios cómo, cerdos, perros, loros,gallinas, cabras y macetas. Y cuando el tren separaba, descendían, como pájaros dañinos, sobrehuertas y labores, dejando mondos los árboles ydevastados los campos.

En una “jaula” de ganado enganchada a aqueltren, metieron a los “curas”, por orden de Villa,para llevarlos al destierro, y se dio la consigna deque si alguien acudía, hombre o mujer, a proveerlosde abrigos, víveres o cualquiera otra cosa, fuerairremisiblemente embarcado con ellos.

Entre tanto, sentado en el balcón de sualojamiento, desde el cual se dominaba parte de laciudad, y sobre el fondo azul de las serranías, elpanorama del valle, con su grato contraste de lomasestériles y verdes hondonadas, el general don FelipeÁngeles, el lugarteniente de Villa, el caballerososoldado, cuya personalidad adunaba al ascendientede la tradición y de la ciencia, la popular aureola delas luchas libertadoras, entregado a la lectura deShakespeare, se deleitaba, tal vez, con la ambicióny los crímenes de Macbeth, con la avaricia deShylock y con las incertidumbres de Hamlet.

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Un gobernador villista

ALTO, DELGADO, COBRIZA la piel, la nariz ancha ycorta, negros los ojos y también negro el alborotadopelambre, con un poco de español y un mucho deindio norteño, el general Santiago Ramírez,gobernador villista de Coahuila, durante los mesesde enero a septiembre de 1915, era originario deuna hacienda cercana a Saltillo, donde cortó leña,cuidó cabras y labró tierras; rudos oficios quefortaleciendo los músculos y curando de miedos elespíritu, han sido el origen de todos los“empecinados” grandes y chicos de nuestra historia.

No bien se instaló en el Palacio del Gobierno,mandó llamar a un conocido profesor saltillense.Acudió éste a la cita, un tanto temeroso, sabedorde que Ramírez mandaba matar a no importa quiéncon sencillez franciscana, y apenas se había sentadoen la sala de espera, cuando una puerta se abriócon estruendo, y salieron disparados, primero, unbombín que fue a parar debajo de una silla, y luego,entre una andanada de atroces insultos, el jefe dePatio de los Ferrocarriles, que llegó tambaleándose,

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con la ropa en desorden, hasta el extremo opuestode la estancia.

Ordenó el gobernador al jefe de Patio que leformara un tren en el acto; éste arguyó que nohabía locomotora en estado de servicio; Ramírezinsistió, sin atender las excusas; el otro repitió losmotivos, y concluyó la entrevista bajo perentoriaamenaza de fusilamiento, si la orden no se cumplía,y con aquella pintoresca expulsión, ciertamente apropósito para confirmar versiones y acrecersobresaltos.

Cuando entró el profesor en el despacho deRamírez, el temible mandatario, todavía agitado ycolérico, iba y tornaba de un lado para otro, conactitudes de fiera hostigada.

–¿Don Fulano? –preguntó deteniéndose anteel profesor, cambiando su enojo en amable cortesía.

–Servidor de usted.–Mis amigos me dicen que usted es el bueno

para esa escuela grandota que está en la Alameda.El general aludía a la Escuela Normal del

Estado.–Yo no sé leer ni escribir –continuó–, y sin

embargo, ya ve cómo soy gobernador… pero megusta que los chamacos aprendan… Vaya usted aabrir la Escuela, y cuente con el dinero necesario.

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El profesor no quiso aceptar por causaspoderosas, y logró hacer valer sus excusas, sindespertar la suspicacia pasional de Ramírez; perose designó a otra persona, y la Escuela Normal dioprincipio a sus cátedras, aunque con pocosalumnos, a causa de la intranquilidad de la época.

Se labraba, a la sazón, en Saltillo, el pedestalpara la estatua de Manuel Acuña, obra notable delescultor Jesús Contreras, adquirida por el gobiernodel licenciado don Miguel Cárdenas, y no obstantela oposición del gobierno federal, llevada en 1912 ala capital coahuilense, mediante las tenacesgestiones de don Venustiano Carranza, entoncesgobernador del estado. Y Ramírez, movido por laintuición misteriosa, que sugiriendo actos detrascendencia benéfica, aun a los más siniestrospersonajes de nuestras tragedias políticas,constituye un motivo de optimismo sobre el porvenirde México, como nación y como raza, cualesquieraque hayan sido y puedan ser después sus errores ycaídas; Ramírez, el ignorante campesino, elsanguinario guerrillero, no tuvo reparo en costearla conclusión de la obra, y con su carácter oficial,mediante la solemnidad y lucimiento que el casoreclamaba, inauguró el monumento levantado a unpoeta.

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Los saltilleros, carrancistas en su granmayoría, odiaban a Ramírez, y como el mercado ylas tiendas apenas tenían qué vender, y los vecinoscarecían de dinero para comprar, se encerraban ensu casa, y la ciudad, quieta de suyo, se manteníaen un ambiente de tristeza y desolación. Pero aúnhabía gente bastante, entre los simpatizadores deVilla, para llenar la sala de espera del gobernador,solicitando empleos, donativos, pensiones, y muyparticularmente, pases de los ferrocarriles, cuyapródiga expedición se convirtió en un enormeabuso.

Un sujeto humildemente vestido, se presentóante el gobernador que sentado a su mesa y echadohacia atrás en cómodo sillón giratorio, fumaba ungrueso cigarrillo de hoja y apuraba a pequeñossorbos, un vaso de coñac, repetidas veces vaciadoy vuelto a llenar del contenido de una botella –Martel,cinco letras–, que se erguía, gallarda y triunfal, sobreun rimero de expedientes.

–Señor –dijo aquél, contestando a la mudainterrogación de Ramírez–, soy empleado deCorreos; me han trasladado a Chihuahua, y comosólo me dan gastos de viaje para mí, y no puedopor eso, mover a la familia, he venido a suplicarleme haga el favor de facilitarme un pase.

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–¿Para quién?–Para mi esposa, mi hija y mi suegra.–¡Hombre! –exclamó Rodríguez, incorpo-

rándose–. ¡Las suegras ni de azúcar son buenas!¿Para qué quieres llevarte esa vieja talísima?

–No tiene más familia ni amparo quenosotros…

–¡Déjala aquí que se la lleve el dominio! Si noquieres que sufra, mátala… y si tú no puedes,dímelo con toda franqueza, y yo te la mando matarinmediatamente.

El hombre, azorado y cohibido, sin saber sieran burlas o veras, no hallaba que contestar, y ledaba vueltas al sombrero entre sus manostemblorosas. Y aquellas chuscadas, bajo las cualesrevivía, tal vez, un viejo rencor o dominaba unaidea incrustada por acaso en la psique sencilla delantiguo labriego, terminaron con una ordenviolenta, dada al secretario, en tono que no dejabalugar a observaciones ni réplicas.

–Dale un pase a Chihuahua, únicamente parasu mujer y su hija.

Y con brusco ademán indicó al secretario y alsolicitante que debía marcharse.

El general Santiago Ramírez gustaba de labuena vida. Montaba magníficos caballos, vistiendo

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ricos trajes de charro; ocupaba una eleganteresidencia, cuyo dueño había emigrado, huyendode la revolución; tomaba el baño cada vez que leplacía, en el muy cómodo de la mansión señorialde don Francisco Arizpe y Ramos, también ausentepor idénticos motivos; traía consigo una gran bandade música, que antaño fue la de Policía de la ciudadde México; daba suntuosos banquetes a susamigos, en los que se bebía de lo bueno y se servían,so pena de incurrir en su enojo, no menos decincuenta platillos, y hasta promovió y llevó a efectola fundación de un casino, a cuyo baile inauguralasistió vestido de etiqueta. Y entre sus incontablesaventuras amorosas, perfiladas algunas sobre eltablado de la tragedia, estremecidas por el estallidode los fusiles y coloreadas por la sangre, hubo unaque excitó más que las otras, el erotismo de fierade aquel hombre primitivo. Una gallarda mozaresidente en Monterrey, lo enamoró de tal guisa,que hubiera él satisfecho sus deseos por la fuerza,de haber ella vivido dentro de la jurisdiccióngubernamental del apasionado mandatario. Ensayóen vano todos los medios de mayor eficaciasuasoria, pero tropezando con la obstinación de lasuegra que no se avenía a entregarle a la novia,sino mediante los requisitos legales, fingió darse a

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partido, mandó alistar un tren especial, embarcó labanda de música y los regalos y objetosindispensables para la boda, y en compañía de susmás íntimos amigos y de uno de los jueces delRegistro Civil de Saltillo, se encaminó a Monterreypara celebrar el casorio. Pero las autoridadesreineras, advertidas del caso, le notificaron que sideseaba casarse, debía verificarlo ante el juezcompetente, pues no podían consentir en unmatrimonio de burlas. Y Ramírez que no ibadispuesto a las veras, se volvió a su sede oficial,madurando, quizás, algún otro proyecto derealización menos comprometida.

Debió de llevarlo a la práctica con buen éxito,ya que algún tiempo después, se hallaba encompañía de la gallarda muchacha, cuando en súbitoalbazo, lo arrojaron de Saltillo las fuerzascarrancistas al mando de los generales DávilaSánchez, Gutiérrez, Huerta Vargas y algunos otros.Montó Ramírez a caballo, y bajo la granizada debalas que le silbaban en torno, corrió a toda bridapor las calles de Ramos Arizpe, donde las mujeresabrían las puertas, y arrojándole el nejayote y elcontenido de los vasos de noche, le gritaban condejo de burla:

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–¡Viejo tal! ¿Por qué se va tan temprano? ¡Nose vaya sin desayunar!

Ocho días más tarde el general Ramírezrecuperaba a Saltillo, y el vecindario callaba y seescondía, temiendo las represalias. Un muchachoimpresor fue acusado de espionaje.

–¡Que lo maten! –ordenó Ramírez.Los abuelos del reo, un anciano achacoso y

una anciana ciega, ambos octogenarios, seabrazaron llorando a las rodillas del general. Él losrechazó bruscamente, y repitió la orden siniestra:

–¡Que lo maten!Lizardo Gutiérrez, de oficio mecánico y

presidente municipal de Ciudad Múzquiz, reparabalas armas de los carrancistas que operaban en lasserranías de la comarca. Llevado a Saltillo, fueconducido de la estación a Palacio, para oír deRamírez pocas y crueles palabras, y del Palacio alpanteón, donde recibió un tiro en la frente, al bordede la fosa ya preparada para enterrarlo.

Sobre tales escenas una tormenta estival vertióla frescura de sus aguas; sacó de la tierra unconfortante olor de búcaro nuevo; purificó laatmósfera impregnada de polvo; precipitando porlas calles torrentes impetuosos, las limpió debasuras; reavivó los colores marchitos de las

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fachadas, y puso cabrilleos de cristal en las hojasde los árboles. Las palomas en bandadas ruidosas,se posaban en los frontis de las iglesias, y las urracasestridentes, poseídas de un vértigo de inquietud,mecían bajo el peso de su muchedumbre, losfresnos de la Plaza de Armas. El sol occiduoconcentraba sus rayos de un oro suavementepurpurino, en las torres amarillentas de la Catedralde Santiago y de la Capilla del Santo Cristo,destacando con etérea ingravidez sobre el violetadescolorido de las montañas, en cuyo fondo lejanocolgaba un aguacero su grácil cortina del pórticoluminoso de un arcoíris. Aquella tarde se extinguíamelancólica, como amante desdeñada, sin que losmoradores de la ciudad sumergieran en ella los ojosy el espíritu. Pocos transeúntes cruzaban las calles,visiblemente sin ánimo de paseo, y nadie sealargaba, como otras veces, hasta las huertas delPueblo o de San Lorenzo, embellecidas por la lluviareciente, como guapas mozas que salen del baño yañaden a su gracia natural, la que les da la limpieza,manifestándose en el cabello suelto sobre la espalda,que aún chorrea por las puntas gotas cristalinas.

El general Ramírez, desde un balcón delPalacio, cazaba certeramente, con un rifle de salón,las urracas y las palomas posadas en los fresnos

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de la plaza y en la fachada de la Catedral. Volabanasustadas a cada disparo, y regresaban minutosdespués al mismo sitio.

Un centenar de mujeres, canasta al brazo,sentadas en el borde de la acera, exactamente debajode los balcones del Palacio, esperaban el repartoque diariamente les hacían, de papeles villistas deveinticinco centavos. Ramírez reparó en ellas; dejóla carabina; apoyó ambas manos en el barandal,como orador que empieza su discurso, y les gritócon voz estentórea:

–¡Viejas talísimas! ¡Lárguense todas! ¡Hoy notengo qué darles, pues no he robado ni para mí!

Y se entró, cerrando de golpe la ventana.La muerte dignificó al general Santiago

Ramírez. Camino del sepulcro, anunció con certerovaticinio, realizado por meses más tarde, el próximofin del general Huerta Vargas, y ya en el patíbulo,arengó a los curiosos, amonestó a los periodistas,hizo evolucionar al pelotón que había de fusilarlo,dio la voz de fuego, y demostrando que sabía morir,demostró que era hombre.

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De qué murió don Crispín

EL ZAPATERO DON CRISPÍN y doña Petra su mujer sehallaban en situación insoportable. Hacía seis mesesque no pagaban la renta del cuarto “redondo” enque vivían, y esperaban por momentos ser lanzadosa la calle; debían en todos los tendajos del barrio, yya nadie les fiaba ni el valor de un cigarrillo; nocontaban con la ayuda de vecinos y amigos, porhaberlos cansado con préstamos nunca devueltos,y lo que era más grave, habían vendido algunospares de zapatos que don Crispín tenía encompostura, y cuyos dueños iban diariamente apreguntar si “ya estaban”.

Las causas del desastre eran las borracherasde don Crispín, que a la sazón, cuando ya era viejo,habían aumentado en intensidad y frecuencia. Pocoa poco fueron vendiendo las sillas, la cama, lostrastos de cocina, las frazadas, la ropa, lasherramientas del oficio, y al fin, hasta las prendasajenas.

Aquel día tenían ya veinticinco horas de nocomer, y encerrados, para eludir las visitas de

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clientes y acreedores que a cada rato llamaban a lapuerta, hablaban a media voz, en un rincón de lapieza, sobre la mejor manera de salir de aquel estadoangustioso.

–Todo por tu culpa –dijo suspirando doñaPetra.

–Ya lo sé… No me lo eches en cara. De lo queahora se trata es de saber qué haremos.

–Se me ocurre una cosa.–A ver…–Que tú te mueras… pero no de veras –añadió

doña Petra, ante el refunfuño de protesta de donCrispín.

–¿Entonces cómo?–De mentiras… Te tiendo en medio del cuarto,

y con las limosnas que dé la gente nos vamos aotra parte. ¿Qué te parece?

Había entonces la costumbre de poner a lospies de los difuntos pobres una cazuela, donde lostranseúntes piadosos dejaban donativos de más omenos cuantía, según la posibilidad de cada uno.

–Me parece bien –dijo don Crispín, despuésde reflexionar unos momentos–. ¿Cuándo lohacemos?

–Luego, luego… Al mal rato darle prisa.Aquella misma tarde, cuando daban las

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campanas el toque de oraciones, doña Petra abrióde par en par la puerta de la vivienda, y apareciódon Crispín tendido sobre un petate, en medio delcuarto, amarrada la cabeza por debajo de la barbacon un trapo negro, los brazos cruzados sobre elpecho, y a los pies, la cazuela de las limosnas, juntoa una vela de sebo encendida en el pico de un frascoroto. La viuda, tapada de medio ojo, y acurrucadaen un rincón, repasaba las cuentas de su rosario.

Las gentes se detenían y entraban, los hombresquitándose el sombrero, las mujeres echándose elrebozo en la cabeza; contemplaban al difunto,rezando un padre nuestro, metían mano al bolsillo,y ponían en la cazuela “cuartilla”, “medio”, “unreal”, y algunos hasta una peseta.

–Lo siento mucho –decían las mujeres a doñaPetra.

–Muchas gracias… Dios se los pague...–contestaba ésta.

A medida que la noche avanzaba, lostranseúntes iban siendo más escasos. Después dela queda que sonó lúgubremente, como el clamorde las sombras y del miedo, transcurrió media horasin que nadie transitara, y ya doña Petra pensabaen cerrar la puerta para contar el dinero y prepararel viaje, cuando se oyeron pasos y voces que

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pausadamente se acercaban.Era tío Baticolas, borrachín profesional de aquel

barrio, que volvía a su casa, como de costumbre,bastante bebido y hablando solo. Se detuvo en lapuerta, balanceándose y abriendo los brazos paraapoyarse en las jambas.

–¡Hombre, un difunto! –exclamó de pronto,quitándose el sombrero–. ¡Dios lo haiga perdonado!

Entró, tropezándose en el umbral quesobresalía un tanto del piso, y estuvo a punto decaerse de bruces sobre el muerto. Hurgó largotiempo en el bolsillo del pantalón, y extrajo cuartilla,que puso parsimoniosamente en la cazuela.

–¡Pero, hombre –dijo de pronto–, si es micompadre Crispín! ¡Qué barbaridad! ¡Pobrecito demi compadre! ¡Dios lo tenga en su santa gloria!...¡Pero hombre, si aquí está mi comadre, y yo queno la había columbrado!... Comadrita, la acompañoen sus sentimientos.

–Muchas gracias, compadre, y que Dios se lopague.

–Pero oiga, ¿y cuándo sucedió la desgracia?–Hoy en la tarde.–Y dígame, comadrita, ¿de qué murió mi

compadre?

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Don Crispín y su mujer no habían habladosobre la causa de la defunción, y como doña Petraestaba nerviosa por la presencia del borrachín, queamenazaba prolongarse, perdió la serenidad, y conella el discernimiento.

–De un dolor de muelas –contestóirreflexivamente.

–¡Pos, hombre –exclamó tío Baticolas–, senecesita ser muy pendejo para morirse de un dolorde muelas!

Don Crispín se sintió ofendido, yenderezándose, sin acordarse de que estaba muerto.

–¡Compadre –gritó indignado–, cada uno semuere de lo que le da la gana!, y si lo dice por sucuartilla, agárrela, y no se meta en lo que no leimporta.

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Clínica revolucionaria

UN DESTACAMENTO de las fuerzas revolucionariasocupaba una ranchería cercana a la margen del ríoBravo, aproximadamente a treinta kilómetros aloeste de Matamoros, que aún se hallaba en poderde los federales. La posición era ventajosa, ya queprotegida por cerrado y áspero monte, facilitabalos movimientos para hostilizar la plaza, la defensade los ataques del enemigo, el paso al “otro lado”de reses, pieles, fibras y demás productosvendibles, la conducción a “este lado” de víveres,armas y municiones, y ofrecía muy a la mano, fácily seguro refugio, en los casos desesperados. Encambio, la tropa, alojada en jacales de ramas, sufríael calor sofocante de la comarca y la acciónperniciosa del paludismo, las víboras de cascabel,las garrapatas, las niguas y el pinolillo.

Una mañana, un sujeto cruzó el río Bravo enla pequeña lancha que solía hacer tal servicio entreambas orillas, y se presentó a los soldados queestaban de guardia en el lado mexicano. Era elhombre chaparro, gordinflón y moreno, con

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engomado bigote a lo káiser, ostensiblemente teñidode negro, gruesos anteojos de miope, traje oscuro,raído y lustroso y bombín estrafalario para aquellugar y aquel clima. Solicitó ser llevado ante elcoronel Félix Flores, jefe del destacamento, y nohubo demora ni obstáculo para complacerlo, puesse hallaba aquél en un sitio próximo, a la orilla delrío, completando el diario refresco, después delbaño acostumbrado, con una docena de cervezasheladas, que su agente financiero acababa de traerle,a cambio de un cuero de vaca.

–Soy el doctor Pinillos –dijo el recién llegado,una vez cambiados los saludos de estilo–; recibidoen la Universidad de Columbia y con diez años depráctica entre la mexicanada de Texas.

–Entonces ya tiene usted más experiencia quenosotros –dijo el coronel en tono humorístico.

–¿Por qué? –preguntó intrigado el doctor.–Porque hace diez años que usted mata gente,

y nosotros hace apenas dos años que comenzamosa matarla.

Los soldados y el médico rieron de buena ganael chiste del coronel.

–¿Y en qué podemos servirle? –preguntó éste.–Quiero darme de alta y prestar mis servicios

a la revolución como facultativo y como soldado.

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–Magnífico… pero le advierto que la tarea esdura, que salvo ocasiones extraordinarias, se comemal y poco, se arriesga constantemente el pellejo yno hay dinero para nada.

–No importa… Me quedo, si usted me lopermite.

–Con todo gusto… mira, Pilongo –dijo elcoronel, dirigiéndose a su asistente–, dale al doctorun caballo, una montura, un 30-30, una pistola yuna guaripa, para que tire al río la “cuba”, porquecon ella le va a hervir la sesera.

Aún no tomaba posesión el doctor Pinillos delos bienes que se le habían adjudicado, cuando setuvo noticia de que el enemigo se aproximaba. Latropa ocupó los puntos estratégicos; pero lasfuerzas contrarias, estacionándose fuera del alcancede los fusiles, emplazaron un cañón de 14milímetros y comenzaron a bombardear el camporevolucionario. Una bala hirió de refilón a un soldado,abriéndole el vientre y vaciándole los intestinos. Elinfeliz, instintivamente, se oprimió con ambosbrazos la herida, dio algunos pasos tambaleándosey cayó luego en tierra. Los soldados quedesempeñaban el servicio de ambulancia, sin otroequipo que una parihuela hecha de una mantaamarrada a dos palos, lo pusieron en ella y lo llevaron

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a uno de los jacales del rancho.Avisado el doctor Pinillos, acudió en el acto,

satisfecho de que tan pronto se le ofreciera ocasiónde acreditar su habilidad profesional y su diligencia.

–Pónganlo sobre una mesa –ordenó despuésde reconocer al herido.

–No hay mesa.–Sobre una cama.–No hay cama.–Entonces sobre un petate, cerca de la puerta,

para que tenga yo buena luz.El herido se quejaba lastimeramente.–¡Ay!... ¡Ay!... ¡Ay, Diosito!–Traigan el cloroformo.–No hay cloroformo.–¿Qué podemos darle, entonces, para que se

duerma?–No hay más que mezcal.–A ver, pues, un medio litro.Trajeron una barriquita tapada con un olote,

llenaron hasta los bordes una vieja cafetera de peltre,y sosteniendo la cabeza del herido, le hicieron beberhasta la última gota del singular anestésico.Momentos después dejó aquél de quejarse y sequedó profundamente dormido.

–Algodón –ordenó el médico.

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–No hay.–Trapos limpios.–Tampoco hay.–Entonces, un manojo de zacate verde.Se lo trajeron, y haciendo con él una pelota, la

empapó de mezcal para desinfectarla, y lavócuidadosamente la herida, que tenía una longitudde veinte centímetros.

–Unas tijeras.Consiguieron las de una vecina que hacía

cigarrillos, y las ocupaba en picar el tabaco y cortarlas hojas.

El doctor cercenó las tiras de carne y de pielque colgaban de la herida.

–Una aguja.–No hay más que ésta –dijo uno de los

soldados, sacando la que llevaba ensartada en latoquilla del sombrero–, y es la que sirve para coserlas monturas y remendar los zapatos.

–Está buena… El hilo.–Hilo no hay.–¿Con qué haces, entonces, los remiendos?–Con pitas de maguey.–Tráeme unas.El soldado no tuvo que caminar mucho para

ello, pues cerca del jacal había unas pencas de

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maguey recién cortadas. Desprendió pronta yágilmente las pitas, enhebró la aguja y la puso enmanos del doctor. La sumergió éste en el mezcal,y juntando los bordes de la herida, se dispuso acoserla.

El herido se rebulló ligeramente y comenzó aquejarse.

–Otro medio litro de mezcal –ordenó elmédico.

Lo bebió el enfermo de la misma manera queantes y volvió a quedarse inmóvil y como muerto.

El doctor acabó de coser la herida, y comohabía estado largo tiempo de rodillas, se levantócansadísimo y limpiándose con la manga del saco,pues no tenía pañuelo, el sudor que le corría por lafrente y el cuello.

–¿Las tijeras? –inquirió el soldado que las habíatraído–. Me encargó la señora que se las llevara enseguida.

El doctor se registró uno por uno los bolsillos,sin resultado, y él y sus ayudantes echaron unamirada inquisitiva alrededor del petate donde yacíael herido.

–Aquí estaban.–Pero no hay nada.–A ver –dijo súbitamente el doctor,

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inclinándose sobre el enfermo y palpándole elvientre–. ¡Hombre! –exclamó–. Se nos quedaronadentro… Dénme un cuchillo.

Le alargaron uno que servía a su dueño paratoda clase de menesteres, y Pinillos cortó la costura,extrajo las tijeras y volvió a coser la herida. Perocomo echara de menos el estuche de sus anteojos,y tampoco parecieron por ninguna parte,aleccionado por la experiencia, repitió elreconocimiento de antes y se cercioró de quetambién el estuche, deslizándose, se había alojadoen el estómago del herido. Requirió nuevamente elcuchillo, cortó otra vez las puntadas, sacó el estuche,y ya se disponía a ejecutar la nueva sutura, cuandoel enfermo entreabriendo los ojos, tornó a quejarsey a rebullirse.

–Doctorcito… –dijo al fin, con lenguaestropajosa–. Por vida suyita… póngame mejor dosbotones y dos ojales… para que abra y cierre sumercé cuando le dé la gana.

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De cerca, la muerte asusta

PEQUEÑA, DELGADA, hundidas las mejillas y la boca,por la falta de muelas y dientes, blanco el pelo,sano el color, y a pesar de sus noventa añoscumplidos, vivos los ojos y ágiles los movimientos;limpia la ropa, aunque remendada y raída; una sartade medallas y un escapulario colgados del cuello, yenredado en la mano izquierda el rosario de gruesascuentas, era doña Andreíta una viejecilla simpáticaque caía muy bien y se granjeaba la protección detodo el mundo.

Huérfana desde niña y criada en un rancho,nunca fue a la escuela; no sabía leer ni escribir, yse expresaba en un castellano arcaico, mezcladocon dicciones viciosas, que aún perdura entre lagente del pueblo, y particularmente, en el campo.Batalló mucho para sostenerse. Miedosa de loshombres, rechazó siempre a los no pocos, segúnella, que la pretendieron con buenos y malos fines.Prefirió servir de pilmama, coser ajeno, lavar yplanchar ropa y desempeñar otras laboresigualmente duras y mal remuneradas, que al menos,

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le proporcionaban los medios de vivir independientey honrada. En los últimos tiempos se habíaencariñado con un matrimonio, al que sirvió comoama de llaves, por espacio de veinte o más años;pero inopinadamente, sus amos tuvieron quetrasladar su domicilio a otra tierra, y ella no se sintiócon ánimo para seguirlos, pues no pudo resignarsea dejar la iglesia donde había rezado y oído misatoda su vida, ni a perder de vista el camposantodonde estaban los huesos de sus padres. Se quedósola, llena de achaques y debilitada por la edad. Yainútil para trabajar, tuvo que recurrir a la caridadpara mantenerse, aunque no a la callejera que no seavenía con su innata delicadeza, sino a la queespontáneamente le ofrecieran las personas que laconocían y la estimaban.

De esa manera, sacaba escasamente con quépagar el cuartito que ocupaba en una casa devecindad, y lo indispensable para su alimentación.No podía reponer su ropa y su calzado, y cuandose enfermaba, careciendo de quién valerse, pasabaprivaciones y trabajos.

Normalmente, se levantaba a la madrugada,ponía lumbre, compraba una pieza de pan en untendajo cercano, hacía café, se desayunaba y seiba a la iglesia a oír todas las misas que se decían

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hasta media mañana; regresaba a su cuarto apreparar y tomar su comida –arroz, frijoles ytortillas–; dormía una hora de siesta, se sentaba aremendar sus trapos, y a la primera llamada alrosario, volvía a la iglesia, y allí permanecía hastaque el sacristán cerraba las puertas. Los sábadossólo oía una misa y no asistía al rosario, puesdestinaba aquel día para visitar a las personas queacostumbraban socorrerla.

A las primeras horas de la mañana y a lasúltimas de la tarde, cuando eran escasos los fieles,doña Andreíta se arrodillaba ante el altar de JesúsNazareno, y poniéndose en cruz, le suplicaba casien voz alta, que se acordara de ella, que la quitarade padecer y se la llevara consigo.

–Mira, Señor mío –clamaba–, que no tengopadre ni madre ni perrito que me ladre… Antes mevide pobre, pero no sola. Hora estoy sola y pobre yviviendo de caridá… Ya me da vergüenzapresentarme cada ocho días en ca de las personasque me socorren… Estoy muy vieja, cualquier díame quedo en la cama o me caigo en la calle, sinque nadie me valga… Ya no quiero vivir, Señor.Acuérdate de mí…

Unos muchachos, parientes del sacristán, quemerodeaban por la iglesia, haciendo diversión de

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encender y apagar velas, adornar altares y circularentre los fieles la bandeja de las limosnas, oyeronmuchas veces la jaculatoria de doña Andreíta, ydeterminaron hacerle una travesura. Se escondierondebajo de la mesa del altar de Jesús Nazareno,cubiertos por los paños, y cuando ella, puesta derodillas y en cruz, decía fervorosamente suacostumbrada oración, oyó una voz que parecíavenir de muy lejos.

–Andreíta… Andreíta…–¿Qué?... ¿Quién me habla? –preguntó algún

tanto asustada.–Soy yo –contestó la voz–, el Ángel de tu

Guarda, que vengo a decirte de parte de nuestroSeñor, que ha oído tu súplica, que te concede loque deseas, y que te prevengas luego, luego, porqueva a mandar por ti.

Doña Andreíta persignándose apresura-damente, se levantó para marcharse.

–¿Qué me respondes? –preguntó la voz.–Angelito, por vida tuyita, dile que no me

jallaste.

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¿Quién escribió el Quijote?

EL DIRECTOR DE LA ESCUELA Oficial Mixta del pueblo,avisado oportunamente del próximo arribo delinspector escolar, encargó a los alumnos que deahí en adelante, se presentaran limpios de ropa ybien lavados de manos y cara; los puso a barrer yregar el frente de la escuela, el patio y los salonesde clase, a borrar las rayas y figuras pintadas enlas paredes, a raspar y limpiar los pupitres dondese habían ejercitado con mayor libertad lasinclinaciones artísticas de los chicos, y recomendóa los profesores subalternos la más cuidadosapreparación de sus clases, sobre todo, en lo tocanteal carácter socialista que debía tener la enseñanzamoderna.

A la mañana siguiente, todo marchaba comoel director lo había dispuesto, y se comenzaron lostrabajos a la hora reglamentaria. El inspector sepresentó quince minutos más tarde, y fue recibidopor el director con las atenciones debidas a lajerarquía escolar. Era joven, moreno y robusto.Vestía guayabera de piel, pantalón y botas de montar

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y sombrero tejano; indumentaria ciertamenteapropiada para las andanzas al sol y al aire, por maloscaminos y lugares incómodos. Su aspecto risueñoy amable correspondía a su trato jovial y bromista.Dio primero una ojeada general al edificio, por fueray por dentro; visitó en seguida los departamentos deprimaria elemental, y como viera en uno de ellos,entre otras estampas, un viejo grabado querepresentaba unas ruinas coloniales, rematadas poruna cruz, mandó retirarlo, por ser contrario a la ley.Entró luego en los salones de V y VI años, parapresenciar las clases de civismo, español,matemáticas e historia de México, el director quelas daba, se esforzó en retorcerles la punta, parahacerlas caber en el socialismo prescrito, como quientrata de ensartar una aguja con un hilo grueso. Loschicos se lucieron, por lo atinado de sus respuestasy su unánime participación en las clases. El inspectorfelicitó al director y a los alumnos.

–Voy a hacerles una pregunta –dijo entre gravey risueño, dirigiéndose a éstos–. Vamos a ver si medicen quién escribió el Quijote.

Silencio general. Nadie alzó la mano paracontestar, y todos miraban al director, comopidiéndole auxilio. Él también revelaba mortificacióny ansiedad.

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–¿Quién escribió el Quijote? –volvió a preguntarel inspector–. A ver usted –añadió, dirigiéndose aun muchacho de mirada inteligente, sentado en laprimera fila de bancos.

–Baltasar Rangel –apuntó el director.–Vamos a ver, Baltasar, ¿quién escribió el

Quijote?–Señor inspector –contestó con voz trémula

el aludido–, puedo asegurarle que no fui yo.–A ver si hay otro que me lo diga.Igual silencio que antes.–Señor inspector –dijo el director, acercán-

dose–, aseguro a usted sin temor a equivocarme,que no fue ninguno de mis alumnos, pues todosson buenos y bien educados.

–Me doy por satisfecho –dijo el inspectorirónicamente–, y me retiro. Vamos a que el señordirector me dé los datos para mi informe… Buenosdías, amiguitos… A seguir trabajando y portándosebien.

Mientras los profesores estaban en laDirección, los chicos comentaron el caso.

–¡A poco fue el Cispa! –dijo uno.–¡Mientes! –gritó el aludido–. ¡No fui yo!

¡Serías tú que me acusas!

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–¡Como si a mí me castigaran todos los días,como a ti, por las faltas que cometes!

–Una cosa es que uno haga travesuras, y otraque escriba cosas malas.

–¡Y sé quién fue! –gritó otro.–¿Quién?–¡Cucaracha!–Sí… ¡Miren qué fácil! –protestó el que tenía

aquel apodo.–Ayer traías un lápiz de marcar bultos.–¿Y qué? A ver dime dónde lo escribí…El regreso del director cortó el altercado. Venía

muy serio. Dijo que no quería hacer averiguaciones,para no provocar denuncias y malquerencias entrecompañeros; pero les habló largamente sobre elbuen comportamiento que los niños deben tenerdentro y fuera de la escuela, y calificó como unagrave falta de educación y de moral escribir cosasfeas.

Entre tanto, el inspector pasó a despedirse delpresidente municipal.

–¿Qué tal encontró usted la escuela? –lepreguntó el funcionario.

–Bastante bien, aunque faltan libros, pupitresy material escolar. Carece de las obras de consultarecomendadas por la Dirección de Educación,

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como el A B C del Comunista, El Capital, de Marx,El Origen de la Familia, de Engels, y algunosotros. No hay retrete, y los niños tienen que ir hastaun arroyo no muy cercano, con pérdida de tiempoy menoscabo de la disciplina.

–Estamos, señor inspector, muy escasos defondos… casi en bancarrota… pero se hará loposible… ¿Y el adelanto de los niños?

–Bien en general… pero, fíjese, ni aun el mismodirector, pudo decirme quién escribió el Quijote.

–Seguramente, señor inspector, porqueninguno de ellos lo escribió. El director es personacorrecta, y los niños no son capaces de un actosemejante.

El inspector llegó a la Oficina de Correos, adepositar su correspondencia.

–¿Qué tal anda la escuela? –inquirió eladministrador.

–¡Qué tal andará que ni los niños de sexto añoni el mismo director me pudieron decir quiénescribió el Quijote!

–Tengo la mejor opinión del director, y de loschicos me informan que están mucho mejordisciplinados que en otras partes. Estoy cierto deque no fue ninguno de ellos.

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Camino de la Estación, el inspector se encontróde manos a boca con el juez. Habían sidocompañeros de escuela, y se saludaron con afectoy confianza.

–¿Vas a rendir buen informe? –preguntó el juez.–En lo general, sí… pero, la verdad, me ha

disgustado que ni el director ni los alumnos mepudieran decir quién escribió el Quijote.

–No formes por eso un mal juicio. Es queninguno de ellos debe de haberlo escrito, pues losmuchachos son buenos, y el director es personaseria.

El inspector se despidió de su amigo, llegó a laEstación apenas a tiempo de tomar el tren, y semarchó al pueblo, sin que nadie pudiera decirlequién escribió el Quijote.

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Los acuerdos de un alcalde

EL PALACIO MUNICIPAL, con frente a la plaza delpueblo, es una casa espaciosa, en la que estáninstaladas todas las dependencias oficiales; la salade sesiones y a la vez, despacho del presidente, latesorería, la recaudación de rentas, los juzgados,la policía, la cárcel y el amplio corral donde seencierran los animales mostrencos y los cogidosen daño.

La sala de sesiones se comunica con el zaguán,y tiene ventana y puerta exteriores. Hay en ella dosmesas llenas de papeles, cantidad de sillas de tule,y en las paredes, los retratos de Hidalgo, y de Juárez,maltratados por el polvo y las moscas, a causa desu larga permanencia en el sitio, y colgada en latestera principal, la efigie del caudillo en turno,siempre flamante, como acabada de salir de lostórculos, a cada nueva fase de las mutacionespolíticas.

Sentado ante su mesa, el secretario delrepublicano ayuntamiento lee, escribe o papelea.Se llama Tiburcio, le dicen Bucho, y ofrece su

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persona singular amalgama de ranchero y citadino,sin que ninguno de los dos caracteres domine niabsorba al otro. Fuma continuamente, y para matarel tiempo y el fastidio, se levanta, se pasea, se asomaa la puerta y platica con Liborio y Valente, sujetosde carrillera y pistola al cinto, únicos integrantesde la policía del pueblo, y de los cuales, el unodebe seis muertes, y el otro diez. Valente y Liboriotambién se fastidian, y bostezan, se estiran, danpaseítos en corto, cabecean sentados en los poyosdel zaguán, comen cacahuates, mascan quiote yfuman, poniendo el suelo de suerte que si necesitala escoba, no ha menester la regadera.

Llega el presidente don Cuco, de notoriaprocedencia campesina. Cincuentón, moreno,grande y rollizo, viene en camisa que desabrochada,descubre el pecho velludo; trae el sombrero en lamano, y se enjuga con un paliacate el copioso sudorque le escurre por el cogote y le pega a la frente losrecios mechones de pelo. Se sienta, resoplando,ante una mesa.

–¿Qué hay de nuevo? –pregunta.El secretario coge unos cuantos papeles, se

sienta junto al presidente, y comienza el acuerdo.–“Consignas electorales procedentes de

arriba”.

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–Que se haga como se manda.–“Solicitud de los Sindicatos de Obreros y

Campesinos para que se suelte a un camarada presopor homicidio”.

–Que se le eche tierra a la causa.–“Chismes por cuestiones domésticas”.–Que no se haga caso.–“Acusaciones por daños recíprocos en aguas

y montes ejidales”.–Que no joroben, y se arreglen como puedan.–“Petición de la profesora (guapa, por cierto),

para que se le suba el sueldo y se le mande pintar laescuela, cuyas paredes están llenas de letreros ymonos indecentes”.

–Concedido.–“Solicitud verbal de Liborio y Valente, para

que se les permita castigar a los chicos que lesgritan cuicos, soplones, tecolotes y lambe…blanquillos (con perdón de ustedes)”.

Nota alegre en la monotonía del acuerdo. DonCuco y Bucho se ríen de buena gana.

–Que los cojan y les den azotes.–“Solicitud de una viuda pobre, madre de cinco

chiquillos, para que se le perdonen las contribucionesque adeuda, por un jacal, y un pequeño solar quetiene en las orillas del pueblo”.

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–Que no ha lugar.–“Noticia de que los regidores tratan de acusar

a don Cuco, por haberse éste apropiado uno de losojos de agua de la comunidad”.

Abundante gama de improperios para losacusadores.

–¡Me la van a pagar!–“Queja de los ricachones, porque los demás

vecinos dejan sueltos sus marranos, y estosanimales trillan los alfalfares, escarban las hortalizasy se bañan en la acequia del agua potable”.

–Que no ha lugar, porque ellos también dejansueltos los suyos.

En esos precisos momentos, una marranaseguida de ocho marranillos, se cuela desen-fadadamente en la sala de sesiones, guiándolos consuaves gruñidos, a los que ellos responden al unísonoy en tono igualmente tierno. Bucho se levanta paraespantarlos, y los gendarmes se apresuran a veniren su ayuda.

–¡Cochi!–¡Cochi!Pero la marrana que seguramente tiene a punto

de honor, como ciertos conductores de pueblos,no desandar el camino, agudiza los gruñidos enson de alarma, se escabulle por entre las piernas de

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sus perseguidores, atraviesa la sala, derriba una silla,desencaja una puerta, y por el zaguán, se salebonitamente a la calle.

Ante la lección objetiva del clan invasor, elpresidente reacciona.

–Conviene cortar el abuso… haz una orden, yque Liborio y Valente la corran casa por casa.

–Que diga…–Por acuerdo de la Presidencia, se ordena a

los vecinos que tengan marranos, que los amarren,y a los que no tengan, que no los amarren.

–¿No le parece que sale sobrando la segundaparte?

–No; porque hay vecinos que no tienenmarranos y amarran los ajenos.

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Estrategia campesina

LA CEJA DEL CERRO, formada por grandes peñascosque parecían querer desplomarse, como puestosadrede en peligroso equilibrio, bajaba hasta lamargen derecha del arroyo –torrentera ancha yprofunda–, y separaba las casas del rancho de lastierras de labor; aquellas encaramadas en la vertientecontraria, para evitar el peligro de inundaciones, yal amparo de la barrera de rocas, contra huracanesy nortes helados; y las otras, tendidas a lo largo delcauce, valladeadas de álamos, huisaches y palosblancos, y con frecuencia abonadas por los limosde las crecientes.

En el rancho vivían el dueño y dos trabajadoresque le ayudaban a cultivar las tierras, mediantesalario de cincuenta centavos por día, corta raciónsemanaria de maíz y frijol, y aprovechamientogratuito de dos pegujales donde sólo cabían cuatrolitros de siembra.

El dueño, don Gregorio, llamado don Goyopor sirvientes y amigos, sesentón, alto, robusto,curtido por las intemperies y las rudas faenas

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agrícolas, a que toda su vida se había dedicado,era activo, optimista y pronto a la risa y a la broma.Él, ayudado de sus peones, hacía todos los trabajosdel campo, y cuando las siembras estaban en puntode cosecharse, las vigilaba personalmente de día yde noche, pues no tenía sino dar veinte pasos desu casa a la ceja del cerro, para asomarse por loshuecos abiertos entre las peñas, y ver a sus pies,de un cabo al otro la labor de su propiedad. Y desdeallí bajaba a espantar los animales, a capturarlos, siera posible, para cobrar el daño a sus propietarios,y cuando de gentes se trataba, para quitarles el roboy amenazarlos con la consignación a las autoridadesde la villa cercana.

Aquel año, la labor de maíz estaba excep-cionalmente bien dada, pues aparte de los riegos,habían caído lluvias abundantes en las épocascríticas que deciden de la bondad o pérdida de lacosecha. Ofrecía el maíz un hermoso colorverdinegro, y no había caña que no tuviera cuatroy hasta cinco mazorcas.

El fruto copioso y bueno tentaba a los pájaros,a los burros, a las reses, a los viandantes y a lagente malévola de los ranchos vecinos. “Había quejugarse muy avispa”, según decía don Gregorio,para defender la milpa de tantos aficionados, y el

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buen hombre no descansaba ni de día ni de noche,cuidando su labor y espantando a los dañeros, apedradas, a gritos, y a veces, a balazos disparadosal aire.

Una noche que estaba ya don Gregorio endisposición de acostarse, “le dio la del indio”, y seencaminó a su divisadero acostumbrado. Llegó yaplicando el oído, que en la oscuridad de la hora, leservía mejor que la vista, oyó un tropel de animalesque caminaban al trote. El ruido se aproximaba, yal fin, esforzando sus ojos de lince, percibió en lavereda que cruzaba el arroyo y salía a su labor, ungrupo negro y confuso. Era una recua que entróen el cauce, salió al lado opuesto y desaparecióbajo la sombra de los árboles. Venían, sin duda, ahacer carga, y como eran, a juzgar por el bulto, nopocas bestias y arrieros, don Gregorio fue en buscade sus peones para pedirles ayuda. Uno de ellosacababa de llegar de la villa; pero había venidoborracho y estaba durmiendo la mona. El otro habíasalido desde la mañana a traer el mandado, y aúnno regresaba. Don Gregorio volvió a su casa; sacóde su escondite una pistola vieja con cincocartuchos, la escopeta de dos tiros que usaba para“ir a las liebres”, y el alfanje que servía paradesyerbar y picar rastrojo, por si sucedía luchar

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cuerpo a cuerpo. Regresó al divisadero, y a favorde la serenidad del ambiente, oyó el ruido peculiarde las mazorcas arrancadas de las cañas.

–¡Ah, bandidos talísimos! –gritó con voz reciaque vibró en los ecos del cerro–. ¡Ándale, Pedro;tú por la vereda! ¡Tú, Pancho, por este lado delarroyo!; ¡Tú Matías, por el otro lado! ¡Corran, Juany Cirilo, a salirse por el camino! ¡Disparen sobreseguro! ¡Que no se escape ninguno!

Y mientras gritaba, soltó tres balazos conbreves intervalos. Los ladrones huyeron, y donGregorio, sin dejar de dar voces: “¡Ándenle!¡Síganlos! ¡No los dejen ir” Bajó de su atalaya,disparó otros dos tiros en la dirección que suponíallevaban los fugitivos, y con la escopeta preparada,atravesó la labor y llegó a donde estabanapersogados los burros. Eran ocho, con buenosaparejos y “mancuernas” de ixtle, y junto a ellos, alpie de un huisache, yacían en montón lossombreros, y los “jorongos” de los ladrones. DonGregorio recogió las prendas, soltó los burros, yantecogiéndolos, se los llevó al rancho y los encerróen el corral. Cerró su puerta y se sentó a descansar,a reírse del susto que les había dado él solo a losdañeros, y a regocijarse por el no despreciable botínque les había cogido.

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Propaganda electoral

SE ESTABA EN LA ÉPOCA de elecciones municipales,para la renovación de ayuntamientos, y aunque nadieignoraba que no resultaría triunfante sino elcandidato designado de antemano por el gober-nador, los propagandistas, por un curioso fenómenoque sólo puede achacarse a la pueril inocencia dealgunos ambiciosos y a la malicia de los que medrana su costa, andaban muy activos recorriendo losranchos en busca de prosélitos, mediante dádivasexiguas y promesas abundantes, consistentes lasdádivas en baratijas, como peines, espejos ynavajas, botellas de mezcal y unos cuantostostones; y las promesas, en jornales más altos,menor proporción para los amos en los contratosde aparcería, y reparto inmediato de las tierras delabor y agostadero. Llegaban en automóvil, puesimportaba la rapidez de los movimientos, paramadrugarles a los contrarios, y aprovechaban,preferentemente, los días de fiesta, para coger alos rancheros reunidos y a tiro de lengua.

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Aquel domingo, desparramados en grupos bajolos árboles de la plaza o a la sombra de las paredes,los vecinos jugaban a la rayuela, a la baraja, a lapelota, o charlaban, fumando, mascando quiote ycomiendo cacahuates, cuando irrumpió, jadeandoy pitando ronco, un ford destartalado, donde veníanembanastados media docena de sujetos, amén dela carga de chiquillos cogidos de las muellestraseras, que había levantado a su paso por lascallejas del rancho. Se paró; los sujetos se apearon,y uno de ellos preguntó a los vecinos que se hallabanmás cerca:

–¿Paulino Presas?Como todos, en la plaza, estaban pendientes

de los recién venidos, el interrogado gritó,dirigiéndose al grupo más próximo:

–¡Paulino Presas!Uno de aquel grupo lo repitió al de más allá, y

éste a otro, hasta que apareció Paulino Presas,inquiriendo quién lo llamaba, y encaminándose enseguida hacia los ocupantes del ford, con elsombrero a media cabeza, chispeantes los ojos, puesya había olfateado el medro, las manos en losbolsillos del pantalón, como demostrando pocointerés, y el andar desbaratado, indicador de lainconsistente inquietud de su carácter.

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Paulino Presas era un mal labrador, pero unbuen líder político. Año tras año perdía sussiembras, por no darles los trabajos requeridos; perocomo propagandista electoral, era hábil y activo.Ratero, bebedor, holgazán, deudor insolvente delamo, de los ricachos y comerciantes del lugar,gozaba, sin embargo, por otro fenómeno decomplicada explicación, de un ascendiente efectivosobre sus convecinos, que aun sabiendo susmáculas, lo seguían a ojos cerrados, cuando deasuntos políticos se trataba.

Paulino se acercó a los del automóvil, lossaludó amablemente, y ellos a él con la deferenciade quien va a solicitar un servicio.

–Don Fulano –dijo el que hacía de jefe,refiriéndose a un connotado político–, nos informóque ya le había escrito a usted sobre nuestrascandidaturas y programas, y nos recomendó queviniésemos a verlo personalmente, para aclarardetalles y ponernos de acuerdo.

–Ya saben que estoy a sus órdenes.–Muchas gracias… Nuestros candidatos son

todos revolucionarios convencidos y calificados,y los puntos principales de su programa son el alzade los jornales, en favor de los trabajadores; la rebajadel por cierto que corresponde al amo, en los

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contratos de aparcería, y el reparto de toda clasede tierras, grandes y chicas, de labor y deagostadero, puesto que la tierra debe pertenecer aquien la trabaja.

–¡Ah, qué bueno! Cabalmente, eso es lo quepretendemos nosotros los campesinos.

El jefe se llevó aparte a Paulino, hasta la sombrade un árbol cercano. Hablaron animadamente, conmucho manoteo del jefe y cabezadas afirmativasde Paulino. Aquél hizo seña a uno de susacompañantes, y éste le llevó un grueso paquetede propaganda impresa y dos grandes botellas detequila.

Los rancheros habían interrumpido sus juegosy sus charlas, y estaban pendientes de la entrevistaentre Paulino y el sujeto forastero. Dio éste el paquetea Paulino, que se lo puso bajo el brazo; le alargóluego las dos botellas de tequila que hallaron amplioalbergue en los bolsillos de la chaqueta del líderranchero, y al fin, sacó un montoncillo de pesosque Paulino cogió con ávido movimiento y deslizóágilmente en la faltriquera derecha del pantalón. Losmirones no perdieron un solo detalle de talesmaniobras.

No hubo más. Los del automóvil sedespidieron de Paulino con efusivos apretones de

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manos y reiteradas recomendaciones para que “lediera recio al negocio”, a las que él contestó conotras tantas promesas de actividad y eficacia.

–Pierdan cuidado… pierdan cuidado… pierdancuidado… –repetía, a medida que los otrosrenovaban sus encargos, y mientras el automóvilse ponía en movimiento.

Paulino, con aire de triunfador, se encaminó asu casa, entre la expectante curiosidad de susconvecinos, que lo veían con secreta envidia, puesdos botellas de vino y un puñado de pesos no erantan mal bocado.

–¡Pero, hombre, Paulino –le dijo uno deellos–, no seas carbón!

–¿Por qué?–¿Pos no eres tú de los otros?–Pos sí… ¡pero a la buena si iba a no recibir

lo que me dieron!

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Las varas de taray

DON MATEO, VECINO de una congregación de lasierra, tenía fama de rico. Experto y trabajador,levantaba buenas cosechas y era dueño de unganado de cabras y de no pocas reses, pues en elmonte, por cada cabeza ajena, aparecían cinco desu fierro. Pero sus hábitos de vida en nada ledistinguían de los campesinos más pobres.Trabajaba personalmente su labor, y en los casosde apuro, ocupaba a sus amigos y compadres, aquienes devolvía en trabajo la ayuda recibida,cuando ellos, a su turno, la habían menester. Vivíaen una choza hecha de troncos y puyas de palma,compuesta de dos piezas y amplio corral de ramas.Vestía camisa de manta, sombrero de petate,guaraches y pantalones de mezclilla, con múltiplesremiendos de otro color, y sujetos a la cintura porancha “víbora” de cuero.

Un domingo en la mañana, sentado don Mateoen la puerta de su vivienda, tomaba el fresco y sedivertía con el animado espectáculo de la plaza.Los mercaderes ambulantes llegaban en “guayines”,

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en burros y a pie, estos últimos, pendientes loscestos de las extremidades de un palo apoyadosobre la espalda, y se estacionaban a la sombra delos árboles, entre apretado grupo de compradoresy curiosos. Las mujeres iban por agua al estanque,y regresaban con la tinaja erguida sobre loshombros. Los chicos gritaban, jugando a la pelota,y las gallinas, los cerdos y los perros merodeabanpor todas partes.

Caballero en un burro aparejado, con un paloen la diestra, para arrearlo y arrendarlo, llegóPolicarpo, “abonero” que frecuentaba la comarca,vendiendo peines, agujas, carretes de hilo, manta yotros géneros baratos. Con suave golpe en elpescuezo y un “óchiquis”, que el sufrido animalobedeció al instante, paró su jumento, y desmontóde un ágil salto.

–Buenos días le dé Dios, don Mateo.–Buenos días, Policarpo.–Con la venia, voy a meter el burro.–Entra.Don Mateo se levantó, dejando franca la

puerta, y Policarpo y el burro entraron en la casa,de paso para el corral.

–¿Qué es de la ancheta? –preguntó don Mateocuando volvió Policarpo.

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–No quise traerla… corre el ruido de que haypor aquí pronunciados.

–¡Hombre sí! Dizque por ai andan, encuerandoa la gente y comiéndose los trigos y los animales.

–¿Y usté no ha escondido los suyos, ni arecogido su cosecha?

–Los trigos todavía no están de corte, y losanimales no hay dónde escaparlos, y menos así,de rota batida. ¡Que sea lo que Dios quiera!

–Oiga, don Mateo –dijo Policarpo, después deun corto silencio–, usté una vez me contó algo deuna relación que nunca han podido encontrarla.

–Sí, y es verdá… Está entre el arroyo de laMora y la falda del cerro. Se ha visto arder por ahídesde el tiempo de mis agüelos. Y yo también hedevisado muchas veces levantarse una llama azul,tamaña así.

Don Mateo levantó la mano extendida como aun metro del suelo.

–¿Y no la ha buscado?–Sí; pero he perdido el tiempo.–Yo traigo unas varas que se echan y se clavan

donde hay dinero o metales enterrados.–¿De veras?–Sí, señor. Muchas personas las han echado

y han descubierto buenos entierros. Si quiere,podemos echarlas, y vamos a medias.

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–A verlas…Policarpo hurgó en las entrañas del aparejo de

su burro, y sacó dos varillas de medio metro delargo, y al parecer, con casquillos dorados en unode sus extremos.

–¿Qué le parece?–Bueno –dijo don Mateo, después de

examinarlas atentamente–; las echaremos así comodices; pero luego, luego; ahora que no hay fisgonesen las labores.

–Ándele, pues.Don Mateo metió en un costal una barra y una

pala y encargando a la familia que le enviaran lacomida a la labor, allá se fue en compañía dePolicarpo.

Señalado el sitio por aquél, echó Policarpo lasvaras en diversos parajes. Donde primero seclavaron, tras de hacer un pozo bastante profundo,sacó don Mateo una herradura. Repitieron la pruebaen otro lugar, y salió a la luz un tornillo. Pero comoestos objetos confirmaban la virtud de las varas deindicar dónde había metales ocultos, siguieron labúsqueda, sin más intervalo, que media hora paracomer y chupar un cigarro, hasta la puesta del sol,en que la fatiga y la falta de luz les impusieron lavuelta a las casas. Nada habían encontrado; pero

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el hallazgo del tornillo y la herradura –esta última,por otra parte, señal inequívoca de buena suerte–,los persuadió a reanudar las exploraciones alsiguiente día.

Cenaron con el buen apetito que despiertanlas faenas corporales, frijoles, café con leche decabra y abundantes tortillas de maíz pinto, mássabrosas que las de maíz blanco, y durmieron deuna pieza hasta las primeras luces del alba. A talhora despertaron, no por el hábito de madrugar,sino sobresaltados por los tiros, los gritos y el tropelde caballos que inopinadamente turbaron la quietudy el silencio del lugar. Se levantó don Mateo, seasomó con precaución a la puerta, y supo por unsu vecino, que los pronunciados acababan de entraren el pueblo… Treinta hombres, al mando delcapitán Moreno… Estaba comunicando la novedada Policarpo, cuando llamaron apresuradamente ala puerta.

–¡Ave María Purísima! –exclamó aquél.Abrió don Mateo. Era un soldado, a juzgar

por las carrilleras que le cruzaban el pecho, las“mitazas” de cuero y las sonantes espuelas.

–¿Es usté don Mateo?–Sí, señor… A la orden.

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–De parte de mi capitán, que vaya para alláluego, luego.

Don Mateo se trasladó al sitio donde habíanhecho alto los pronunciados… Los caballos,puestos en fila, comían haces de trigo; losguerrilleros esparcidos, unos por las casas,buscaban qué comer y qué beber, y otros,forrajeaban en los trigales cercanos; el capitánhablaba con los vecinos que habían ido a saludarlo,algunos a darse de alta, y los más, a veroficiosamente en qué podían servirle.

–¿Es usted don Mateo? –le preguntó, cuandoéste se detuvo junto al grupo.

–A sus órdenes… Aquí vengo a su llamado.–Tengo informes de que usté es rico, y quiero

que me dé doscientos pesos para los gastos de lacausa.

Los labios de don Mateo se torcieron en unasonrisa socarrona.

–¡Qué rico he de ser! –exclamó–. Le haninformado mal. Soy más pobre que cualquiera.¿Cómo voy a tener la cantidá que me pide?

–Sí la tiene, y va a dármela en seguida.–No puedo… le aseguro que no puedo.El capitán, atendiendo a unos sujetos recién

llegados, dando órdenes y respondiendo a las

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consultas que los guerrilleros y otras gentes veníana hacerle, parecía haberse olvidado de don Mateo.

–Mira, Blas –dijo a un soldado–, anda al arroyoy corta una docena de varas de taray, de una mataque está junto al paso.

–¿De qué tamaño?–De dos metros, más o menos.Don Mateo, pensando que el capitán había

admitido su excusa, creyó oportuno alejarse, y pian,pianito, como quien no quiere la cosa, lo puso enpráctica.

–No se vaya, don Mateo. Todavía tenemosqué hablar –dijo el capitán, advirtiendo la maniobradel taimado ranchero.

Don Mateo se detuvo muy a su pesar. Elsoldado que había ido por las varas de taray, regresócon un brazado que descargó en el suelo, frente alcapitán.

–Mira –dijo éste, tranquila y sencillamente,como si se tratara de la cosa más natural delmundo–, quiébrale esas varas a don Mateo en ellomo, hasta que afloje los doscientos pesos.

El soldado empuñó una vara y flageló con ellaal desdichado viejo, hasta que saltó hecha pedazos.Iba a coger otra; pero lo atajó don Mateo.

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–No, señor –dijo lastimeramente, quitándose lavíbora y sacudiéndola sobre la mano derecha, en laque fueron cayendo diez relucientes aztecas–. Aquíestá el dinero.

–Si los entrega desde antes, se evita los azotes–observó jovialmente el capitán–. Venga también lavíbora que buena falta me hace… muchas gracias,y vaya con Dios.

Don Mateo se dirigió a su casa, melancólico ydolorido, con la espalda llena de verdugones, peroa decir verdad, sintiendo más las monedas que losazotes.

–¿Qué pasó? –le preguntó Policarpo.–Que tus varas no sirven para nada… buenas,

las de taray… sacan el dinero en menos que cantaun gallo.

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Índice

Presentación ...................................................... 5Las Galindos ...................................................... 7“En ésas nos viéramos, Chepita” ........................ 17Cuando César pasó el Rubicón .......................... 33Ya apareció lo perdido ....................................... 40Un alcalde como hay pocos ............................... 52Donde las dan las toman .................................... 59Gobernador barrendero...................................... 64Los dulceros ..................................................... 69El Rey Dormido ................................................. 77La mejor política ................................................ 82Otro alcalde como hay pocos............................. 92Para qué están los centinelas ........................... 100“¡Sígueme y te haré feliz!” ............................... 106Tío Baticolas ................................................... 114Pastorela de Navidad ....................................... 122La botica es buen negocio ................................ 130Un juicio de Salomón ....................................... 137Tío Careaga ..................................................... 143

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Bonitas y decentes, pero… .............................. 152Doña Jesusita .................................................. 160Más vale maña que fuerza ................................ 164Don Timoteo ................................................... 170El colmo del empeño ........................................ 175Don Tirso el Cargador ................................... 178La denuncia de un soneto ................................ 183Política porfirista ............................................. 188Rutina y progreso ............................................ 193Comercio y ajedrez ........................................... 202¡Qué brutos hemos sido! ................................. 205La propia cosa ................................................. 210Villa y los “curas” ............................................ 220Un gobernador villista ..................................... 229De qué murió don Crispín ................................ 239Clínica revolucionaria ...................................... 244De cerca, la muerte asusta ............................... 251¿Quién escribió el Quijote? .............................. 255Los acuerdos de un alcalde ............................. 261Estrategia campesina ....................................... 266Propaganda electoral ....................................... 270Las varas de taray ........................................... 275

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Entre historias y consejasAnécdotas de la vida en Saltillo

JOSÉ GARCÍA RODRÍGUEZ

Esta obra fue editada por el Consejo Editorial del Estadoe impresa en sus Talleres Gráficos

“Profr. Arturo Berrueto González”Enero de 2019

El tiraje fue de 1000 ejemplares

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José García Rodr íguez

Educador, poeta y escritor. Director del Ateneo Fuente en tres ocasiones, de la Escuela Normal de Coahuila y de Educación. Formó parte de la XXII Legislatura del Estado que en 1913 desconoció al gobierno del general Victoriano Huerta. Oficial mayor de Educación Pública (1916). Cronista de Saltillo. Obtuvo primer premio con la “Oda a Cuauhtémoc” en el certamen literario convocado por el Ateneo Mexicano que dirigía el eminente educador don Justo Sierra. Colaboró en la Revista Azul, Revista Moderna, Mundo Ilustrado, Revista de Revistas, El Espectador de Monterrey Magazine de la Fronteray . De su extensa obra destacan: Sinfonía de la Luz; Las horas iluminadas; Relatos, misterio y realismo; Las tres hermanas; Alma rústica; Las 13 vetas Miren lo que sucedió en la feria del Saltillo De la vida ilusoria; ; ; Anécdotas Tras la huella del Quijote. y Perteneció al Seminario de Cultura Mexicana. Sus restos descansan en la Rotonda de los Hombres Ilustres de Coahuila en el Panteón de Santiago, en Saltillo.

(Saltillo Coah., 1872-1948)

Coahuilensesd e B o l s i l l o