Enrique Decarli - Vía Láctea

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Enrique Decarli vía láctea difusiona/ terna ediciones

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enrique decarlivía láctea, buenos aires, 2014

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vía láctea

Enrique Decarli

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Vía Láctea

Ahora me doy cuenta: Gallo era un tipo joven. En ese enton-ces me había parecido grande. Quizá por el uniforme, los bigotes o la piel oscura.

Parado en medio de la ruta, gordo y la pechera naranja, con el brazo derecho nos hacía señas para que bajáramos la veloci-dad y estacionáramos en la banquina. Frenamos en la puerta del destacamento. Gallo se acercó, la mano derecha sobre la sien. No pidió la cédula verde. No pidió el registro de papá. Tampoco pidió dinero.

—Voy hasta Mercedes —dijo—. ¿No me haría la gaucha-da, jefe?

Una beba de meses y franco por cuarenta y ocho horas. El apuro por llegar se le caía de la boca. Cada vez que nos acercá-bamos a un puesto caminero, Gallo abría la ventanilla y sacaba la gorra. Los policías parados en la puerta hacían la venia y queda-ban atrás. El cielo enrojecía: el sol caía hacia el oeste. Tomábamos café y Gallo nos contaba de Mercedes. El intendente, según él, los tenía a la miseria.

“Las estrellas no saben que formanlas constelaciones que nosotros vemos”

Jean Cocteau

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El destino de ese día era San Luis. Al día siguiente, en San Juan, esperar el lunes. No puedo molestar a un cliente el fin de semana, había dicho papá. Y menos a Astarita. Es un chinchu-do que ni te cuento. El lunes a media mañana tendríamos todo liquidado. Pero en Mercedes Gallo bajó del auto y papá le pre-guntó si conocía un lugar decente y económico donde dormir. A mí me daba lo mismo San Luis o Mercedes. Y en realidad prefería Mercedes. Veníamos viajando desde temprano y quería estirar las piernas. Bañarme. Salir a caminar. Descubrir y revolver alguna disquería. Igual el cambio de planes, a las cinco de la tarde y a noventa y pico de kilómetros de San Luis, me llamó la atención. Papá estaría cansado. Últimamente lo veía cansado. Una especie de cansancio crónico.

—Quién lo recomendó. Trabajo solo con gente de confianza.—Un muchacho —dijo papá—. Un policía que levantamos…

Un sargentito… —Antes de que pudiera ayudarlo, golpeó el puño derecho en la palma izquierda—. ¡García! —dijo—. ¡El sargento García!

Me tenté de risa. Figueroa se quedó mirándolo, serio. —Gallo, papá.—¡Gallo! ¡Eso es! —dijo papá—. ¡El sargento Gallo!—Ahora sí —dijo Figueroa—. Excelente muchacho el Gallo.La habitación era un galpón de madera levantado en el fondo

de la casa. Papá me miró y arqueó las cejas. Desvié la vista. Hu-biera sido un desprecio muy grande decirle a Figueroa: Mire, la verdad, no es lo que buscamos. Y después caminar, los tres en silencio, papá y yo con los bolsos en la mano, los veinte metros hasta la calle.

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—Macanudo —dijo papá—. ¿Desensillamos, hijo?Dejamos los bolsos y le pregunté a Figueroa si podía ducharme.

—Apenas un hilito —dijo—. Desde hace una semana, media Mercedes sin agua.

Figueroa y familia se bañaban en un club. En ese momento la mujer y la hija se estarían bañando. Alto y grandote, Figueroa parecía angustiado.

—Hay que aguantar —decía—. Qué se le va a hacer. Gracias que tenemos trabajo.

Lo que más me gustó de Yanina fue el pelo: lo primero que vi cuando volví a la cocina después de una siesta en el galpón. Las dos mujeres se dieron vuelta en cuanto abrí la puerta. Apreté los labios y con un cabezazo traté de decir algo: permiso, hola.

—Mi hijo —dijo papá. Hablaba con Figueroa, los dos sentados a la mesa frente a dos vasos de vino.

—Bienvenido —dijo la mujer grande.Yanina no dijo nada. Se limitó a sonreír.Comí mirando el plato o a un costado, contestando con mo-

nosílabos si me gustaba Villa Mercedes, si el guiso estaba rico, si quería tomar un poco de vino y cuántos años tenía.

Papá, Figueroa y la mujer se fueron a dormir. Me quedé sen-tado en silencio frente a Yanina, sonándome los dedos. Me moría de ganas de hacer pis y no me decidía a ir al baño. Cuando al fin me levanté, tiré la silla. Cayó con un ruido seco y Yanina se rió.

—¿Querés ir a caminar un rato? —dijo.

La noche era superestrellada, llena de estrellas que jamás había visto. Las estrellas me gustan. Hasta no hacía mucho tiem-

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po venía diciendo que quería ser astrónomo. Mamá me había regalado un libro que dejé en las primeras páginas porque no entendí nada. Alguien me dijo que los astrónomos saben un mon-tón de matemática y física: materias que, clavado, iban a marzo todos los años. Entonces dije que iba a ser profesor de gimnasia o bañero, pero las estrellas me siguieron gustando y el puñado que se ve por casa me alcanzaba. Mercedes, para mí, fue la Vía Láctea.

En el camino hablamos poco. En la plaza, a propósito o sin querer, de todos los bancos elegimos el único que estaba oscuro. Me quedé callado mirando el comienzo de una calle de tierra. A punto de proponer que volviéramos, Yanina me agarró una mano y rió —la misma risa divertida de cuando tiré la silla en la cocina— y, como si otra vez hubiera tirado la silla, sonó, seco, el primer disparo. Varios caballos parecían venir, a todo galope, de la calle de tierra. De vereda a vereda se había levantado una polvareda enorme. No se veía nada, pero se oía el ritmo de los cascos. Enseguida el primer caballo atravesó la nube de polvo y frenó bajo un farol. Era un caballo negro, hermoso, montado por un jinete vestido de negro. Capa, sombrero, guantes y hasta antifaz. Una espada colgada a la cintura. Tras la nube de polvo sonaban disparos y gritos, más cascos de caballos y ahora moto-res y sirenas. El caballo se puso en dos patas y relinchó. El jinete saludó al fondo de la calle sacándose el sombrero y cruzó la plaza saltando bancos, tachos de basura, bebederos, juegos.

Un grupo de policías se reunió donde se unían la plaza y la calle de tierra. La mayoría estaban armados, a caballo o en autos. Había gente de civil, Gallo entre ellos. Me reconoció y se acercó hasta nosotros. Me palmeó la espalda, saludó a Yanina. Al oído me hizo unos chistes sobre ella y nos preguntó si habíamos visto

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algo raro. No sé por qué le dije que no. Gallo dijo que, por favor, volviéramos rápido a lo de Figueroa.

—Al parecer, muchacho, hay un loco dando vueltas.

En una casa abandonada entendí los chistes de Gallo. Para mí fue medio vergonzoso. Aunque fingí cierto conocimiento y traté de acordarme de todo lo que me habían contado, de lo que había visto y leído en películas y revistas pornográficas y hasta de lo que decía la profesora de Biología, Yanina tuvo que tomar la iniciativa y la cosa recién ahí más o menos empezó a funcionar.

La noche era linda y lo que estaba pasándonos también. Igual no podía dejar de pensar en mis amigos: en ese mismo momento estarían agarrándose a trompadas. Había bronca con unos pibes de otro curso y habíamos quedado en arreglar el tema en un boliche. Cuando dije que no podía ir porque iba a acompañar a mi viejo a San Juan, muchos no me creyeron. Alguno, por lo bajo, me dijo cagón.

Volvimos tardísimo y helados. Entré en el galpón sin prender la luz. Ubiqué mi cama por la respiración de papá. Me saqué las zapatillas y me acosté vestido. Me costó dormirme. No podía sacarme de encima la imagen de los chicos lastimados. Ni dejar de escuchar la respiración de papá, honda, como agitada.

***

Hacía mucho tiempo, después de una discusión muy fuerte, yo le había preguntado a mamá si iba a separarse de papá. Según ella, podía quedarme tranquilo. Papá era un hombre extraordina-rio, tenía que creerle. A pesar de los años seguía enamorada. Aun-

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que también debía saber que era un hombre muy difícil. Algún día iba a entenderla. Y por favor, había dicho mamá, no le pidas más que te lleve de viaje.

Entonces pensé que la discusión venía por el lado de los viajes y me pareció una estupidez. Ése era el trabajo de papá. Mamá lo había conocido viajando, y hasta yo lo sabía desde primer gra-do, cuando describíamos nuestra familia y explicábamos a qué se dedicaban nuestros padres. Viajante, decía yo. Pero qué hace, querido, en concreto, tu padre: la muy boluda señorita Liliana. Se va de casa, le decía. Eso hace, irse. (Los chicos se reían). Y vuelve con regalos.

Lo segundo que pensé fue que mamá estaba celosa. Pero no le di la oportunidad de aclararlo. Nunca más le pregunté nada. Cerré el tema así. En adelante, me limité a observar cómo se desenvolvía la relación entre ellos, y traté de descubrir por mi cuenta qué podía ser eso que hiciera de papá un hombre tan difí-cil. Pero a los viajes no iba a renunciar. No iba a renunciar a armar el bolso la noche anterior, levantarme más temprano y desayunar un destino diferente. Saber que por unos días no iría al colegio. Si papá me invitaba, decía que sí. Él, entonces, escribía la nota: Sr. Director: mi hijo me acompañará en un viaje de negocios a realizarse entre los días… (tal y tal). Le ruego contemple justificar las inasistencias. Atentamente. Y la firma. Después el frío de la madrugada. Subir mi bolso y el bolso de papá al baúl, y pensar —en ese momento fugaz, al sentir el peso del bolso de papá— pensar siempre lo mismo: qué llevaría adentro para que fuera tan pesado. En la vereda despedirme de mamá con un beso y agarrar el termo de café. Sentir, cuando el auto bajaba a la calle, que al fin papá y yo nos fugábamos del mundo.

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Empecé a acompañarlo a los ocho. Al principio, una vez al año. Después (quizá a partir de aquella discusión) los viajes se fueron espaciando. Del último habían pasado tres años. Papá iba a San Clemente a visitar a un tal Morales, un cliente que tenía un hotel. A qué vas, me decían los chicos. ¿No te aburrís? Cómo me iba a aburrir, si hacía y deshacía a mi gusto. Papá no era un pesado de esos que te presentan a los clientes y vos, momia, te quedás mudo escuchando lo que hablan y no entendés nada pero hacés que sí para que los clientes y la familia digan qué maravilla el hijo del viajante. Ni a un solo cliente conocía. Ni el hotel ni la zapatería ni la Gendarmería ni nada. Pocas veces pasaba tanto tiempo suelto por calles desconocidas. Descubriendo galerías, cuevas, entubamientos. Jugando los fichines que quisiera. Yendo al cine, a alquilar bicicletas, caballos, a andar por los bosques y las playas y las calles y a la noche las dos camas, papá y yo en una habitación chiquita. Y en el final del viaje, eso sobre todo, sentir que papá estaba por decirme algo que cambiaría mi vida para siempre. Entonces, antes de apagar el velador, se incorporaba en la cama. Me miraba, los ojos entrecerrados y el ceño fruncido. Me señalaba y decía, por ejemplo:

—San Martín… San Martín cruzó los Andes en coche.

***

Que Yanina no se hubiera levantado me llamó la atención. A la noche, antes de despedirnos, le había dicho que seguramente arrancaríamos temprano. Estuve a punto de pedirle a Figueroa que la despertara, pero papá se encargó de dejar saludos “a la familia”. En la puerta de calle busqué la chapa municipal, pero no

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estaba: se distinguía apenas la marca ovalada, la pintura un poco más blanca que en el resto de la pared.

Paramos en la primera estación de servicio. Junto a la caja, en un enrejadito de madera, se exhibían los diarios del domin-go. El enmascarado era tapa sin excepción. En la ruta papá se desentendía de las noticias. Después se ponía al día, tranquilo, al atardecer, en los hoteles donde iba parando. Le pedí que me comprara uno.

Según El Nuevo Impulso no era la primera vez que aparecía el enmascarado. Una reseña sobre distintas apariciones en los últi-mos veinte años, en todo el país, incluía Zorros, encapuchados tipo Hombre Araña, enmascarados como El Llanero Solitario y, por último (de ése yo me acordaba) El Hombre Gato.

Los testigos coincidían en que pasada la medianoche el en-mascarado había entrado a la casa del intendente. A partir de ahí, diferían. Algunos decían que había ido a robar. A secuestrar al intendente o a alguien de la familia. A apretarlo por lo mal que se vivía.

Cerré el diario y miré a papá.—Yo lo vi —le dije.Papá se quedó mirando el café. De pronto se agarró el pecho,

cerró los ojos y frunció la cara.—Qué lo parió… —dijo, doblándose sobre la mesa.

El dolor aflojó un poco. Si bien fuimos despacio, parando de a ratos, entrada la tarde llegamos a Encón. Podríamos haber segui-do, ciento y pico de kilómetros hasta San Juan, pero papá prefirió quedarse. Quería consultar a un médico y descansar.

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La habitación del hotel era chiquita. Primer piso por escalera, ventana-balcón a la calle. Papá se recostó vestido. Me pidió la almohada de mi cama y se puso almohada doble. Con los pies se sacó, uno a uno, los zapatos. Bajé a la conserjería a pedir el médi-co. Cuando volví papá tenía los ojos cerrados. Las manos blancas y heladas, cruzadas sobre el pecho. Respiraba muy profundo.

Me acordé de una escena repetida en Maestro Ninja. El Ninja se acuesta en el piso, disminuye el ritmo cardíaco y su ayudante suele darlo por muerto. Papá cada tanto veía la serie conmigo y se reía. Decía que era un camelo berreta. Lee van Cleef, viejo como está, decía, no puede hacer nunca las cosas que hace aun-que se disfrace de Ninja. Y fue ahí, sentado en la cama de enfrente, que la idea se me incrustó por primera vez en la cabeza. Un segundo en el que hilvané todo y en el que todo, aparentemente, encajó. Haber visto en la tele a ese hombre viejo que a la noche se vestía de negro y hacía maravillas y ver, ahora, delante mío, tirado en la cama, a ese otro hombre viejo que mamá había calificado de “muy difícil” y del que, en realidad, no sabía nada de su vida, salvo que llevaba, de acá para allá, un bolso pesadísimo, visitando clientes y lugares que nadie conocía. Algún día iba a entender a mamá y quizá ese día había llegado: en Mercedes papá se había ido a dormir justo cuando aparecía el enmascarado.

Agachado al lado del bolso volvieron mil preguntas. No. La misma pregunta. La única. Formulada mil veces y mil veces sin respuesta: qué llevaría adentro para que pesara tanto. A medida que fui abriendo el cierre, despacio fue abriéndose el recuerdo del último viaje. 1986. San Clemente. Morales. Un cliente dueño de un hotel. Pero nosotros no dormimos en el hotel de Morales. No me acuerdo qué dijo papá. Que no quería poner a Morales en

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un compromiso o algo así. Hacía años que en casa no nos íbamos de vacaciones, yo estaba tan entusiasmado de volver al mar que papá me dejaba en la playa a la mañana y venía a buscarme a la noche. Nunca vi a Morales, nunca vi el hotel de Morales ni nunca supe qué fue de papá en esos dos días. Y nunca supo él qué fue de mí. Yo tenía trece años, y quizá, entonces sí, mamá tuviera razón al decirme que por favor no le pidiera más que me llevara de viaje.

Anochecía. Lo primero que apareció bajo el cierre era blanco, una camisa que reconocí enseguida porque siempre le faltó un botón. Alguien subía la escalera. Los escalones de madera crujían, papá roncaba. Levanté la camisa, debajo había un pantalón azul. Dos voces, por lo menos, subían la escalera. Dos hombres. Papá tosió. Ya no se oía el crujido de los escalones pero las voces se acercaban, hablando y riendo. Sin dejar de mirar a papá, levanté el pantalón azul. El pasillo, de pronto, se había tragado las vo-ces. Abajo del pantalón azul asomó una tela negra. En la ventana, frente a mí, un primer pedazo de luna. Y no sé si fue tristeza o emoción. Sé que cerré los ojos, porque me ponía a llorar. Afuera sonó una bocina y en la puerta dos golpes secos. ¡Qué pasa!, dijo papá en un ronquido. El sobresalto me dejó sentado al lado del bolso, el cierre abierto hasta la mitad.

—Nada, pá… —Papá, sentado en la cama, me miraba como un sonámbulo—. Golpearon la puerta.

Antes de levantarme me arrastré un poco por la alfombra simulando no sé muy bien qué, y pensando qué decir.

—Se me cayeron unas monedas.—Fijate quién es —dijo papá.Eran el conserje y el médico.

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“Costo-no-sé-cuánto” fue el diagnóstico. Algo terminado en “dritis”. El médico recetó un remedio que fui a comprar a una farmacia de turno. Le dijo a papá que, por las dudas, hiciera una nueva consulta en Buenos Aires.

Comimos en el bar del hotel. Antes de la cena papá había ojea-do el diario. Le pregunté por el enmascarado. Sin dejar que me conteste, y sin ningún tipo de conexión entre las dos preguntas, le pregunté por Morales.

—Morales, bien —dijo—. En San Clemente, lidiando con el hotel.

Para él, el enmascarado era un “chantún”.—Un tipo que busca fama, hijo. Un día de estos lo presenta

algún partido político, ponele la firma.Me reí.

—¿Lo votarías? —me preguntó.—No sé —le dije.—Te gustaría ser como él…Los ojos se me congestionaron otra vez. ¿Un héroe anónimo

al que todo el mundo respetara, protegiera y quisiera? Sí, claro que me gustaría ser como él.

—Ayer tendría que haber ido a una fiesta. Los chicos iban a agarrarse a trompadas y contaban conmigo.

Papá me miró. Me palmeó una mano.—Yo también contaba con vos.

Nunca supe qué pensó papá cuando se despertó de golpe y me vio (porque me vio) abriéndole el bolso. No sé si habrá per-cibido mi sospecha. No creo. Además el cliente que fuimos a ver existía. Estacionamos frente a un negocio de telas, entramos y

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papá (que esa mañana vestía la camisa blanca sin un botón) le dio la mano a un hombre que salió a recibirlo de atrás del mostrador.

—Cómo le va Astarita, qué dice, tanto tiempo. —Después me presentó.

—¡Qué acompañante! —dijo Astarita.—Un lujo —dijo papá.Ese lunes dormimos en San Juan. Y otra vez, antes de que

apagara el velador, sentí que papá estaba por decirme eso que cambiaría mi vida para siempre y yo venía esperando desde los ocho años. Entonces se incorporó en la cama. Me miró. Entrece-rró los ojos y frunció el ceño. Antes de hablar me señaló.

—¿Encontraste las monedas? —dijo.No esperó a que contestara. Entre el apagón y la madrugada

siguiente hubo apenas un sueño. Salimos tempranísimo. La vuel-ta fue de un tirón —así volvía papá de joven—, sin escalas más que para comer algo, cargar nafta y hacer pis. Papá estaba acos-tumbrado a esa sensación rara de dejar las cosas y la gente atrás. Para mí fue difícil. En Mercedes estuve a punto de pedirle que paráramos. Quería despedirme de Yanina y anotar la dirección. Si se lo hubiera dicho, habría parado, estoy seguro.

Pero no se lo dije, y un cartel verde anunció:

BUENOS AIRES698 Kms

Adrogué, 3 de mayo de 2009

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La cola del escorpión

La noche anterior no pude dormir. No era por los Reyes. Eran las palabras de papá. Las que había dicho en la cena.

—Mañana cuando te despiertes vas a tener una sorpresa.—Qué es —le pregunté.—Mañana cuando te despiertes.

Primero escuché la voz:—¡Vamos campeón! —Papá se asomó en la oscuridad. Con

las manos me hizo señas— Son las ocho ya.En la terraza me mostró una cosa cuadrada aunque no del

todo cuadrada. Un esqueleto de caña forrado en rojo y azul.—¿Te gusta?—Es de San Lorenzo —dije—. Pero qué es.—Un barrilete. Con un poco de viento vamos a remontarlo

hasta el cielo.—¿Y si se escapa?Papá se arrodilló en las baldosas. Le ató bien fuerte un hilo

que después trató de romper y no pudo.—El mejor hilo, campeón.Le pregunté por el trapo ese largo.

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—La cola —dijo, sonriendo.Si le poníamos una gillette en la punta iba a cortar todos los

hilos de todos los barriletes de todo el mundo.—Como un escorpión, hijo. Como la cola de un escorpión.La plaza de enfrente estaba vacía. Antes de cruzar le pregunté

por mamá.—Duerme —dijo. Me agarró la mano y me guiñó un

ojo—. Esto es entre vos y yo.En la plaza papá empezó a caminar para atrás, ligero, casi

corriendo. Movía los brazos y dejaba que el hilo, de a poco, se le escapara de entre las manos. El barrilete se movía para los costados, para atrás, para adelante. La punta de la cola, apoyada en la tierra, no terminaba nunca de levantar. Cuando por fin empezó a subir, papá me explicó:

—Ojo los cables de luz. Cuidado el hilo. ¿Ves…? —Sacudió una mano y me la mostró ensangrentada—. Está pidiendo hilo.

Entonces abrió las manos y el barrilete remontó como papá había prometido, hasta el cielo, hasta tapar el sol, hasta dejar de ser de San Lorenzo, rojo y azul, y hacerse negro muy negro, pero todavía cuadrado aunque no del todo cuadrado. Con cola de ser-piente. O de rayo, mejor. O mucho más: era la cola del escorpión.

De golpe papá dio dos pasos. Dos pasos que, me di cuenta, no quiso dar. Se enroscó rápido mucho hilo entre las manos y, sin mirarme, dijo:

—Todo en orden, campeón, eh…A mí, igual, me pareció preocupado. Clavó los talones en la

tierra y con los brazos tiró bien fuerte hacia atrás. Dos pasos más.Me acordé de unas vacaciones en Colón. Papá había sacado

un dorado inmenso. Antes de sacarlo también dijo eso de Todo en

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orden, campeón, eh, pero la caña se movía de acá para allá y papá casi se cae del bote de cabeza al río. Si el dorado era fuerte, el escorpión era un monstruo. Le ganó muchos pasos más a papá y al parecer se venía el ataque final. Porque se infló de los costados, inclinó la cabeza y subió al cielo, altísimo, llevándose a papá. El sol volvió a aparecer. Papá y el escorpión se perdieron en una nube.

Volví a la terraza y la terraza estaba vacía. Entre los cables de luz de la plaza, hecho pedazos, colgaba el escorpión. El esqueleto pelado, la cola temblando, rendida. Así lo había dejado papá, para que aprenda, hecho pedazos.

Bajé corriendo a despertar a mamá. A contarle lo que pasó. Que papá había ganado.

Adrogué, 14 de diciembre de 2008

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Los Despojados

Nadie bajó conmigo y nadie subió. El subte cerró las puertas y arrancó en dirección a Lavalle. Tendría que haberme sentado. Sacarme el zapato ahí mismo y revisarme el pie derecho. Un tirón fuerte acababa de morderme la planta y ahora subía por los tendones. Los andenes vacíos, sin embargo, no sé por qué, me acobardaron. Los puestos de diarios cerrados. Las cajas contra incendio deformadas por la penumbra.

El único sonido venía desde más allá de una arcada. Salté sobre el pie izquierdo hasta la escalera mecánica y, simplemente, me dejé llevar.

En el pasillo me senté en el suelo. Descansé un rato contra la pared y quizá me adormecí. De pronto la estación había enmu-decido y alguien a mi derecha tosió como a propósito. Abrí los ojos. Era un linyera más o menos de mi edad. Me levanté de un salto y desde esta nueva perspectiva entendí por qué, de repente, tanto silencio. La escalera mecánica no funcionaba. Pero no es que se hubiese detenido. Ya no estaba. No estaba más. En su lugar había un pozo.

El linyera levantó las cejas y sonrió. Abrió las manos y dijo:—La escalera mecánica.

“… y el placer se mezclaba con la tristeza de sentirme ausente, tal vez para siempre, del mundo de verdad…”

J. C. Onetti

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Me llamó la atención porque pareció presentarse. Había di-cho “la escalera mecánica” como quien dice “Juan”. Con la mano derecha señaló mi pie derecho.

—Tenés una tachuela en el zapato. Antes de que pudiera decir nada, el pasillo se inundó de ruido

a subte y el linyera me pidió que lo esperara.—Un minuto. Ni loco, pensé. Me hubiera ido volando, lo juro, si no fuera

por lo que ocurrió entonces. Parado frente a mí y de espaldas al pozo, sin dejar nunca de mirarme, el linyera levantó los brazos como un clavadista.

—¡Oiga! —le grité. — ¡Qué hace!El linyera cerró los ojos y saltó al vacío. La estación volvió a llenarse del sonido sinfín: el pozo otra

vez fue una escalera. La chica apareció de a poco. Primero la cabeza. Después el torso. Después las piernas y al fin los tacos. Pasó delante mío como si nada y entró en el andén de 9 de Julio. Curiosamente, el ruido de los tacos, ahora que ya no podía verla, se oía más nítido. Otra vez se había detenido el sonido de la es-calera, y a mi derecha el linyera estaba de vuelta. A espaldas del linyera, otra vez el pozo.

—Último tren… —dijo, exhalando una especie de cansan-cio crónico. Yo me quedé mirándolo con la pregunta colgada en la cara.

—Cómo hacés —le pregunté.—Cómo hago para qué.—Para convertirte en la escalera.—Ah —dijo él—. Soy la escalera.

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Me reí. Una mezcla de fascinación e incredulidad. Iba a pre-guntarle cómo hacía para convertirse en hombre cuando él me preguntó si yo quería convertirme en algo en particular.

—En millonario —dije.—¿Y aparte…?—Aparte, en nada.Volví a sentarme en el piso y me saqué el zapato. Efectivamen-

te: una tachuela había perforado la suela, la media y también la planta del pie.

—En una época, a los diez años más o menos, quise ser juga-dor de la selección juvenil. De adolescente, gimnasta ruso. A los veinte, bajista de una banda de rock famosa. A los treinta, actor de cine. Pero más que nada en el mundo siempre quise ser Jedi.

El linyera se rió a carcajadas.—En serio —le dije—. Como Skywalker, con la espada láser.

Eso sí: jamás se me ocurrió ser escalera.—Bueno —dijo él—. No hay muchas y la mayoría están rotas.

Si te interesa… Si querés… Yo podría… Vos me entendés, ¿no?La verdad, no lo entendía. Y mucho menos cuando bostezó

y se desperezó y el saco se abrió a la mitad sobre un pecho cur-tido y engrasado. Rayado. Pisoteado como los escalones de una escalera mecánica. Yo sabía que no soñaba porque la planta del pie derecho emitía constantes señales de dolor. La situación sería una locura, pero el linyera (la escalera o lo que fuese) era real.

—Cómo se hace para ser escalera —le pregunté.—Escalera o lo que quieras —dijo él. La conversación parecía

divertirlo.—Ya te dije: entonces, millonario.

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Se rió y sacudió la cabeza. Me miró bien a los ojos y esta vez sí sonó serio:

—La idea es servir.—¿Servir…? ¿Servir a cambio de qué?Frunció los labios como si esto lo hubiera intentado explicar

miles de veces, siempre sin resultados.—Vos, por ejemplo —me dijo—… ¿Qué hacés?—Soy abogado —dije.—Y a quién servís.No era la primera vez que no podía responder a esa pregunta.

—Esto hago. —Abrí la carpeta y fui mostrándole cédulas, ofi-cios, demandas, mandamientos. El trabajo para la mañana siguiente.

—Juicios —dijo él—. No recuerdo que hayas dicho que en alguna época quisiste…

—No quise —lo interrumpí. Le pregunté si él había nacido escalera. Dijo que no. Era es-

calera por opción. Le pregunté qué había sido antes de elegir ser escalera y dijo que no se acordaba.

—Cada tanto un fogonazo. Una sola imagen que se repite. Nada más. Porque mi vida, en realidad, empieza esa noche que, de casualidad, conocí a los Despojados.

Pensé en la tachuela que acababa de reunirnos.—¿Los Despojados? —Los Despojados —repitió; hizo una reverencia y la mímica

de sacarse un sombrero—. Vení —me dijo—. No tengas miedo.Nos asomamos a la arcada por la que hacía un rato se había ido

la chica. En los andenes ardían fogatas llenas de linyeras reunidos en una especie de olla popular.

—Qué hay de raro en los andenes —me preguntó.

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—Los linyeras —dije. Se volvió a reír, lleno de decepción. Me disculpé, pero no se me ocurría ni podía ver más rareza

que el ejército ese de linyeras. Entonces me pidió que volviera a mirar. Que por favor mirara bien. Que por un segundo me olvi-dara del mundo de arriba. Que mirara (así dijo y me emocionó) con ojos de despojado. Juro que hice, una vez más, un esfuerzo para ver lo que él quería que viera, pero no pude ver nada que no fueran los andenes. Dos andenes. Cuatro fogatas: una en cada punta de cada andén. Cuatro ollas gigantes. Muchos linyeras. Hombres y mujeres que metían latas en las ollas y de ahí comían.

—No sé —le dije.—Los bancos —dijo él.—Cuáles —le pregunté.—Precisamente… Los puestos de diarios —siguió—. Las

cajas contra incendio…Era verdad. No estaban. Lo miré maravillado.

—Bienvenido a los Despojados —dijo.

Cuando nos acercamos a la primera fogata, los linyeras deja-ron de hablar y de reír. Las manos se detuvieron adentro de las latas o adentro de la olla. Las miradas pesadas puestas en mí. Solo las sombras parecían moverse con los temblores del fuego. Lo único que se escuchaba era el crujido de las llamas y el compás irregular de mi único zapato.

—Respondo por él —dijo la Escalera.—Algo es algo —dijo un linyera señalando mi pie

descalzo—. ¿O no…? —Los demás rieron. Las miradas se re-lajaron y, poco a poco, la escena empezó a moverse. Uno a uno los linyeras fueron acercándose y presentándose. Los bancos. Los

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puestos de diarios. Las cajas contra incendio. Todos me dieron la mano en una larga fila ordenada.

La Escalera Mecánica me presentó en la fogata de la otra pun-ta. Después cruzamos las vías (cosa que siempre quise hacer y nunca había hecho) y me presentó en las dos fogatas del andén a Catedral.

—Respondo por él —decía.No sé de qué ni por qué la Escalera tenía que responder por

mí. Pero escucharlo me hacía bien, y al parecer era la clave para ser aceptado. En las otras fogatas conocí durmientes, barandas, ventiladores. Y ahora que lo sabía —lo sabía o lo creía o elegía creerlo, no sé— ahora, digamos, que algo de eso se movía en mí, en la fisonomía de cada linyera podía descubrir uno o dos rasgos de esos objetos.

La noche corría y yo, invitado entre los Despojados, asistía a una suerte de interna, un espectáculo que parecían montar en mi honor. A la Escalera Mecánica, por ejemplo, le echaban en cara los beneficios de ser escalera. Entre otras cosas, conocer todas las bombachas del subte.

—Porque cosa muy distinta es ser uno —dijo una caja contra incendio—, que para entrar en acción hay que esperar (Dios no lo permita) a que se prenda fuego la estación.

—Miren —decía la Escalera—… A esta altura, lo mío es un apostolado. Y ojo… Hay bombachas y bombachas, eh.

Sentados en semicírculo alrededor de la fogata, me acordé de un juego de mis épocas de Jedi. Ocurría antes de dormir-me. De repente, en algún departamento del edificio se encendía un ruido a muebles, y mi aliada incondicional, La Fuerza, me permitía ver exactamente en qué departamento se corrían los

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muebles. En qué ambiente del departamento. Qué muebles eran y quién o quiénes los movían. También podía ver con claridad el mundo de cañerías oculto tras las paredes. Un entramado que crecía y se hundía piso a piso y recibía el afluente de las cañerías de todos los departamentos. El caño maestro enterrado en los cimientos recorría los patios en busca del desagüe. Se unía a los caños maestros de otros edificios y juntos, fundidos en un solo caño más grande, ganaban las veredas, las calles y las avenidas para alejarse del barrio en busca del río. En esa época yo creía en las canaletas y en las rajaduras. En el óxido que bajo tierra estaría avanzando sobre hierros hundidos y olvidados. Todas cosas que entonces intuía vivas, más allá de mi conocimiento y mi control. Porque podían ser planificadas y construidas, estudiadas y expli-cadas, pero una vez puestas a vivir se olvidaban y transformaban.

Enfrente mío, ahora, desdentados y zaparrastrosos, con pelos como lanas y pieles como cueros, oxidados pero vivos (mucho más vivos que yo), serviciales y secretos, y, sobre todo, felices, reían los Despojados.

Mecánicamente busqué el reloj en los letreros luminosos. No estaban, claro. O sí: jugando a las cartas en otras fogatas. O a la escondida en los túneles. O haciendo percusión con las latas y las ollas. O alimentando el fuego.

Metí la mano en un bolsillo interno del saco y miré la hora en el celular. No tenía señal. Sentí que el tiempo se había detenido, pero fue solo eso: una sensación.

—Cinco menos cuarto —dije. Al día siguiente debía estar temprano en tribunales—. Tendría que ir yendo.

—Te acompaño —dijo la Escalera.

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—¿Ustedes no van a dormir? —¿Dormir…? —dijo un banco, y todos se rieron—. Dormir,

duerme la gente importante.—Claro…La ecuación se resolvía simple. A punto de irme creía enten-

derla. De día nos daban una mano, trataban de hacernos las cosas un poco más fáciles. ¿A cambio de qué? A cambio de nada. A cambio de la noche. La noche era toda de ellos y la aprovechaban de punta a punta.

—Pero —Algo no tan simple seguía sin cerrarme—… Si de día trabajan del primero al último subte. Si a la noche se quedan en la estación… ¿Cuándo ven a la familia? A los amigos…

Entonces no rieron. Me miraron serios y la imagen volvió a detenerse. Me di vuelta para comprobarlo porque lo presentí. Como si desde las otras fogatas hubieran escuchado mi pregunta y mi pregunta fuera una pregunta prohibida, la estación estaba llena de sombras cabizbajas. A algunos (aunque de esto no estoy muy seguro) se les llenaron los ojos de lágrimas.

—Bueno… —dijo la Escalera, buscando las palabras. Era la primera vez que lo veía dudar—. Digamos que, cada tanto, te-nemos un día de suerte.

Ver pasar a un familiar. Ver pasar a algún amigo por la estación; quizá servirle, por dos minutos. Esa era la miserable suerte de esos tipos. La Escalera había llevado a su mamá, años después de no verla, del andén de Diagonal Norte al pasillo de 9 de Julio: el mismo tramo que me había llevado a mí.

—Diez metros de suerte —le dije.—Derrotada —dijo él—… La vi derrotada. Pero lo que más

me dolió fue ver que tenía la bombacha y los zapatos rotos…

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Me quedé mirándolos uno a uno, ahora parados a mi alrededor.—Están locos —les dije. Y juro que hubiera querido saber la

identidad de cada uno de ellos para ir casa por casa y dar la buena noticia de que vivían. Estaban locos (locos de remate) pero vivos. Y, la verdad, vivían mucho mejor que nosotros. Me imaginé gol-peando las manos en la puerta de calle de esa mujer de bombacha y zapatos rotos, diciéndole que su hijo el desaparecido era una escalera mecánica en la estación Diagonal Norte del subte C. Me sacarían a las piñas. Y ahora sí resolvía la ecuación: era imposible traicionar el secreto.

—Están locos —repetí.Entonces debajo de una arcada apareció una chica. La chica

del principio, la de los tacos.—En diez salimos —gritó.Los Despojados, uno a uno, fueron dándome la mano.

—Cuando quieras —decían. Y en los ojos de cada uno de ellos, en las miradas abismales que se abrían, yo veía el entramado se-creto de las cañerías de mis sueños. Sentí que les debía algo inva-luable y tuve el impulso de pedirles disculpas, no sé muy bien de qué. Si siempre me había sentido vacío, ellos, de alguna manera, eran la explicación inentendible. Ahí estaban, apagando las foga-tas. Barriendo el piso. Escondiendo las ollas y las latas en el hueco bajo las plataformas. Después, en silencio, se distribuyeron por la estación. Los andenes, poco a poco, fueron transformándose en los andenes de todos los días: bancos, puestos de diario, cajas contra incendio.

—¿Vamos…? —me dijo la Escalera.Caminamos hasta el pozo y en el camino le pregunté por la

chica de los tacos.

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—La última incorporación —dijo—. Un cesto de basura en Diagonal.

—¿Andén?—Trenes a Retiro. Ahí había bajado. Ahí había empezado todo.—Nunca la vi —le dije—. Bah… La debo haber visto, pero…

Es muy linda.La Escalera se rió y me preguntó si había pensado algo. Le

contesté que sí: que ya me olvidaba el zapato y la carpeta. Seguían en el mismo lugar. En el pasillo, a metros de la arcada.

—No. Si querés sumarte, digo… A los Despojados.—¿Por qué a mí?Se encogió de hombros y levantó las cejas.

—Bueno… Porque estas cosas pasan de casualidad.—Gracias, pero no… No podría. Hay cosas… Recuerdos…—Cuántos. —Muchos, supongo.—Cuántos que valgan la pena. —No sé.—Porque yo tengo uno —dijo—. Sólo uno. Vacaciones de

invierno. Mi mamá junta el dinero para dos boletos ida y vuel-ta a Constitución. Llegamos a la terminal. Ella se sienta en un banco del hall. Seis años tendré. Corro toda la tarde entre la gente. Grito, subo, bajo… Soy feliz. Feliz, jugando en las esca-leras mecánicas.

—Yo también tengo un recuerdo de esa edad —le dije—. También en vacaciones de invierno. La primera vez que entro a un cine con mi mamá. La butaca es comodísima. Por primera vez no me duermo viendo una película. Ahí empieza mi vida. El bien

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contra el mal. Luke Skywalker vence a Darth Vader. Un nuevo Jedi llega a la galaxia.

Me abrazó y dijo que entendía. Y algo más:—Que La Fuerza te acompañe.Y se zambulló en el pozo.

Adrogué, 4 de abril de 2009

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