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Capítulo 3.
¿Cómo interpretar?
La buena y la mala interpretación
en VIOLA, Francesco, ZACCARIA, Giuseppe, Derecho e interpretación. Elementos de teoría hermenéutica del
derecho, Ana Cebeira, Aurelio de Prada, Aurelia Richart (trads.), Coordinación de la traducción y Prólogo de
Gregorio Robles Morchón, Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas, Universidad Carlos III,
Dykinson, Madrid, 2007, 452 pp.
Resumen
1. Dos modelos teóricos de la interpretación jurídica - Referencias bibliográficas - 2. Los elementos fundamentales del
modelo hermenéutico - Referencias bibliográficas - 3. ¿Qué es el método jurídico? - Referencias bibliográficas - 4.
Doctrinas del método y verdad práctica de la aplicación jurídica - Referencias bibliográficas - 5. Debate sobre los
métodos y las nuevas concepciones del razonamiento jurídico - Referencias bibliográficas - 6. El método de la
interpretación constitucional - Referencias bibliográficas - 7. Método y elección del método: los cuatro tipos de
interpretación - Referencias bibliográficas - 8. Argumentación y precomprensión - Referencias bibliográficas
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Texto
1. Dos modelos teóricos de la interpretación jurídica
Si se prescinde de los actos de interpretación no existe norma positiva alguna que pueda confirmarse como
capaz de proporcionar directivas para la acción, acabando por tanto por perder completamente su practicabilidad. En
consecuencia, el mismo derecho perdería una de sus fundamentales razones de ser [Viola, 1997] y dejaría en último
término de ser derecho.
A esta conclusión, difícil de rebatir y ahora convertida en patrimonio común de la teoría contemporánea del
derecho, fuertemente empeñada en reconstruir las operaciones desempeñadas por el juez en la aplicación de la ley, se
ha podido llegar sin embargo sólo a causa de un duro enfrentamiento crítico con aquella clase de sentido común
bastante difuso y difícil de que muera en la mentalidad del jurista positivo, para el cual él se limitaría a aplicar sólo la
ley, excluyendo el recurso a elementos y criterios de naturaleza diversa, externos a ella.
En la teoría iuspositivista de la interpretación la ley no tiene necesidad de ningún elemento integrativo que
no sea la lógica rigurosa del jurista [Lombardi Vallauri, Corso]. El enunciado del intérprete acerca del derecho está
formulado a través de una simple deducción de tipo lógico por los contenidos de las normas jurídicas. Dos
presupuestos implícitos de esta teoría: por un lado, el postulado del absoluto monopolio del Estado y, más en
concreto, del legislador, en la tarea de producción del derecho, a su vez sostenido por la idea de la total identificación
entre derecho y ley y por la consiguiente exclusión de cualquier otra fuente de derecho que no sea la legislativa (tesis
ésta que encontró en la época de las codificaciones, y en particular en el Código de Napoleón que proscribía todo
recurso a la equidad [Bobbio, pp. 79-86], su triunfal traducción concreta); por otro lado, el presupuesto de la plenitud
(así como de la completabilidad) del ordenamiento, visto idealmente como algo preexistente, ya totalmente puesto y
exento de lagunas, y por eso en disposición en todo caso posible de regular la situación concreta con una norma
obtenida para el mismo.
Dos han sido las principales versiones de este modelo iuspositivista de la interpretación, ambas muy
influyentes en forjar las posturas mentales de los juristas en el ámbito de las culturas jurídicas de la Europa
continental.
La primera, surgida en la primera mitad del siglo XIX y teorizada en Francia por los juristas de la Escuela de
la exégesis [Demolombe, Troplong], practicaba un método exegético que, al privilegiar rígidamente la interpretación
lógico-gramatical de los singulares enunciados normativos, veneraba de modo fetichista los textos legales («les textes
avant tout!») [Demolombe], de por sí considerados siempre suficientes para prever y para regular todos los casos
posibles en la concreta experiencia del derecho. En tal perspectiva la interpretación es mero reconocimiento y
reproducción de un derecho legislativo preexistente. Está rígidamente vinculada al sentido literal del texto normativo
y, por tanto, a los juicios de valor del legislador histórico: es por este motivo que los juristas de la Exégesis en sus
Comentarios siguen de manera absoluta y exclusiva el orden dado a las normas por los autores del Código de
Napoleón. La ley puede ser comprendida exclusivamente sobre la base del texto, por lo que su aplicación a los casos
concretos no es otra cosa que la explicitación de un sentido ya completamente proporcionado al intérprete, precisa y
unívocamente definido [Mengoni]. Cuando manifiestamente el legislador histórico no haya disciplinado la situación
que se presenta al intérprete, la dificultad se resolverá recurriendo al artificio de la voluntad presunta del legislador.
Para la segunda versión que, en la línea de continuidad con la antiquísima tradición jurídica romanística y
medieval, se difunde por Europa desde Alemania en las formas de la doctrina pandectística de la Jurisprudencia de
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conceptos1, el jurista-intérprete obtiene el derecho a través de un procedimiento axiomático que lo deduce
lógicamente de los conceptos contenidos como inmanentes en las normas jurídicas. La obra del intérprete consiste por
consiguiente en una actividad que se limita a reflejar y evidenciar significados preconstituidos. La interpretación
conceptual encuadra las normas en un sistema de conceptos científicos cada vez más amplios, obtenido a través de
procesos sucesivos y progresivos de abstracción, que precisamente permiten construir el sistema científico, es decir,
un orden sistemático dotado de creciente generalidad. Se origina así una jurisprudencia caracterizada por una postura
de tipo logicista y formalista [Wieacker].
La «jurisprudencia de conceptos» atribuía a los conceptos jurídicos y a su relación sistemática el carácter de
fuente de conocimiento: también hablaba incluso de la productividad de los conceptos que, acoplándose entre sí,
generan nuevos conceptos (así el primer Jhering) o de la fuerza de expansión lógica de la ley positiva y de su
«fecundidad interna» [Bergbohm].
En uno y en otro caso, aunque por diferentes vías, el modelo iuspositivista de la interpretación llega, si bien
en formas no siempre explicitadas sino a menudo ocultas, a afirmar la posibilidad de una expansión lógica del derecho
-es por consiguiente un modelo logicista que permite hablar, para las soluciones de casos concretos, de conclusiones
tautológicas de la ley, considerada como intrínsecamente capaz de colmar toda laguna; al mismo tiempo, por la fuerza
de su rígido anclaje en el tenor literal del texto de la ley, tal modelo es tajantemente contrario a introducir
valoraciones de orden teleológico que autoricen al intérprete a corregir el contenido de la ley, restringiendo o
ampliando su alcance.
Pero hay un punto fundamental que subyace a la teoría iuspositivista y que constituye, por decirlo así, su
«talón de Aquiles». Su tesis fundamental, según la cual el texto legal es comprendido en base a los datos lingüísticos
nudos (razón por la cual la aplicación consistiría exclusivamente en individualizar con precisión y objetividad un
significado dado anteriormente y determinado con exactitud) se funda de modo muy claro en el presupuesto de la
evidencia y de la objetiva univocidad del texto legal.
Es precisamente este presupuesto de fondo el que se convierte en objeto de discusión y es al final derribado
por la segunda principal teoría de la interpretación jurídica —la hermenéutica— elaborada en la segunda mitad del
siglo XX, encontrando estímulos y respuestas en la hermenéutica filosófica. En su versión crítica se empeña en una
discusión puntual y crítica de las tesis iuspositivistas, y en particular de su eje maestro, representado por la teoría
clásica del silogismo judicial, para la que el caso singular concreto encaja en la norma general a través de una simple
subsunción de tipo lógico [Esser, MacCormick, Zaccaria, 1984b].
¿Qué significa subsunción? Al subsumir se pone un caso singular dentro de la clase de casos indicados por el
supuesto de hecho legal, equiparando una concreta situación de hecho a todos aquellos casos que hasta el momento en
que el intérprete obra habían estado sin duda colocados normalmente (y por eso subsumidos) dentro del supuesto de
hecho de la ley [Engisch]. Pero en este esquema queda un problema de difícil solución con el cual frecuentemente
tropieza el jurista dentro del espacio de movimiento que el sistema jurídico no puede no dejarle. ¿Qué hacer cuando se
presenta un caso que no corresponde unívocamente a un preciso supuesto de hecho legal? ¿Equipararlo a casos ya
previstos, y por consiguiente encuadrarlo dentro de una clase de casos de interpretación experimentada, o al contrario,
considerar esenciales los aspectos de divergencia? Una tesis muy similar ha sido formulada también por Herbert Hart
cuando ha hablado de la textura abierta (open texture) de las normas jurídicas. La que él define como «zona de
penumbra», es decir, el área de casos en los que la norma se presenta con incierta aplicación, tiene como presupuesto
necesario «una zona de luz», es decir, un ámbito de casos para los que la interpretación y aplicación de la norma no
tiene duda ni controversia.
Cuando frente a un caso dudoso el intérprete, con la decisión judicial, incorpora en el tejido del derecho
positivo los elementos de innovación en relación con la ley [Esser], su resultado de la actividad interpretativa servirá a
su vez como base para nuevas interpretaciones. La regla-resultado creada por el juez se transforma en regla-base para
1 La Jurisprudencia de conceptos es una orientación metodológica desarrollada en Alemania por los discípulos de E C. von Savigny (Puchta, Gerber,
Laband, Windscheid) según la cual la tarea de la ciencia jurídica es la edificación de un sistema lógico entendido en el sentido de una pirámide conceptual. Ello conduce a una concepción lógico-formal del derecho.
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casos sucesivos.
Pero aquí se evidencia cómo la teoría de Hart, aunque innovadora respecto al modelo iuspositivista
tradicional, mantiene todavía indiscutido el presupuesto de la objetividad, por el cual es posible separar de modo neto
«zona de luz» y «zona de sombra». Olvida que el mismo hecho de trazar el límite entre «luz» y «sombra», aun cuando
esta operación pueda tal vez aparecer como pacífica e incontestada, es de hecho el resultado de una serie de decisiones
interpretativas y el fruto del ejercicio de una irrenunciable discrecionalidad [Guastini].
En sustancia la crítica desarrollada por la hermenéutica jurídica a la teoría silogística niega decisivamente,
como mera apariencia, la automaticidad que se afirma de la subsunción [Esser]. Para las tesis iuspositivistas la
decisión del intérprete está latente en la ley, como la estatua en un bloque de mármol, y por eso la conclusión
silogística entre la premisa mayor (supuesto de hecho legal) y la premisa menor (circunstancias de hecho) viene
presentada como una deducción automática.
Con el fin de realizar un silogismo es necesario, por el contrario, no sólo la actividad cognoscitiva para
identificar los posibles significados de un enunciado normativo, sino también una elección para operar entre las
muchas posibles premisas mayores; pero toda elección envuelve evidentemente una valoración. El razonamiento del
juez comienza de tal modo con una operación mental de tipo extralógico o prelógico, con una valoración. La fijación
de la premisa mayor y de la premisa menor, suponiendo respectivamente la interpretación de una norma legislativa y
la selección entre los elementos de hecho de los datos jurídicamente relevantes, configuran actos de valoración que
excluyen, sin sombra de duda, poder atribuir a los procedimientos de los jueces la forma y el contenido de
razonamientos simplemente deductivos.
Hay que subrayar que la conclusión se obtiene obligatoriamente mediante la decisiva mediación del lenguaje
-y se sabe que el legislador no está en disposición de indicar de modo definitivo las reglas de uso de las expresiones
lingüísticas por él mismo utilizadas. Así pues el nudo metodológico decisivo subyacente a la subsunción, y sin
embargo completamente oscurecido en el modelo silogístico del iuspositivismo, es el de la. preparación de las
premisas [Esser, Canaris2]. Las premisas no están en absoluto preconstituídas: la complejidad de su preparación
tecnificada implica un recurso ineludible a juicios axiológicos, un «ir de aquí para allá de la mirada del intérprete
entre las normas y las circunstancias de hecho» [Engisch], guiado por prevaloraciones del intérprete relativas a la
«razonabilidad» de la correspondencia entre el dato normativo y el dato de hecho. Las premisas normativas se
construyen y reconstruyen combinando diversos materiales legislativos [Tarello] y atribuyéndoles un sentido. Las
premisas de hecho, debiendo seleccionar los elementos jurídicamente relevantes, no pueden conseguirse más que a
través de juicios inductivos: en el proceder de quien aplica el derecho se alternan y se entrelazan inducción y
deducción. Pero a la crisis del modelo tradicional contribuyen también las tendencias evolutivas de los sistemas
jurídicos contemporáneos.
Un factor de dificultad extremadamente importante para el modelo tradicional proviene del hecho de que hoy
al legislador no le corresponde una posición de absoluto monopolio, sino sólo de preeminencia en la formación del
derecho [Kriele, Mengoni]. También el juez participa estructuralmente en el proceso formativo del derecho: hoy
anhela situarse como polo central del sistema jurídico. Se abre así la necesidad de un proceso nuevo de reflexión de la
relación entre ley y sentencia, del continuo modificarse de las normas positivas en la praxis. Ahora bien, en la
diversidad de la técnica de hallar el derecho averiguable en la praxis interpretativa del derecho continental codificado
de un lado y en la praxis anglosajona de los precedentes del otro, emergen elementos comunes relevantes [Esser,
Zaccaria 1984a]. Consisten en el hecho de que la actividad del juez ha resultado ser un elemento fundamental de
articulación interna en la innovación del derecho, un momento esencial en la obra de reconocimiento y de uso del
material jurídico. Pero justamente este aspecto entra en insoslayable conflicto con el modelo iuspositivista tradicional.
Sintéticamente, el conjunto de las tesis iuspositivistas sobre la interpretación puede ser reconducido a un
presupuesto fundamental, el de «depender de sí mismo», es decir, de la autoconsistencia del derecho positivo
2 Wilhelm Canaris (1937) es un destacado civilista alemán, que propugna una ciencia del derecho sistemática en el sentido de un sistema abierto de
principios jurí-dico-directivos de orden axiológico y teleológico. La obra teórico-jurídica más importante es Systemdenken und Systembegriffin der Jurisprudenz, entwickelt am Beispiel des deutschen Privatrechts (1969).
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[Hruschka]. El derecho positivo está perfectamente en disposición de contener, mantener y reproducirse a sí mismo,
sin recurrir de ningún modo a elementos externos, de naturaleza extrapositiva, de cualquier modo que éstos vengan
configurados. Esto significa que el «sentido» del derecho positivo es totalmente inmanente y es recabable por los
enunciados en su momento indicados como «derecho positivo». De este núcleo fundamental descienden la conocida
tesis de la inexistencia de lagunas en el discurso legislativo (puesto que de otro modo el derecho positivo parecería
algo incompleto y parcial) y su carácter contrario a todo elemento de tipo «iusnaturalista». Afirmar cualquier tesis
iusnaturalista significaría desde luego adcribirse a principios jurídicos «prepositivos» o «extrapositivos» y con esto
negar el dogma del «depender de sí mismo del derecho positivo». Y por este motivo un iuspositivista a su modo
consecuente de finales del siglo XIX, Karl Bergbohm, se propuso como objetivo esencial desalojar y eliminar el
derecho natural hasta sus escondites más ocultos [Bergbohm]. Es el derecho mismo el que se auto-produce y en
consecuencia está también en disposición de reproducirse. Pero esta tesis, como se ha observado con exactitud, rige
sólo bajo la condición previa de identificar el derecho fundamentalmente con la forma [Viola 1990], suprimiendo por
lo tanto sus contenidos. Además, como ha sido eficazmente demostrado, buscar refugio en la mera positividad del
derecho es siempre un autoengaño [Larenz, en particular pp. 243 y ss.; Kaufmann]. «El positivismo —lo afirmó ya
Karl Jaspers— no está en disposición de comprenderse a sí mismo» [Jaspers, en particular, p. 220]. Detenerse en el
nivel de la ley positiva presupone necesariamente una premisa extrapositiva que fundamente la autoridad del
legislador: la extrapositividad, a la que explícitamente se niega carta de naturaleza, está siempre contenida en los
presupuestos no expresados. El modelo iuspositivista silogístico desde luego da por descontado la premisa del carácter
normativo del ordenamiento [MacCormick]. La respuesta según la cual el derecho debe ser establecido y observado
porque es establecido y observado [Kelsen], sería una pseudorespuesta. Un iuspositivismo verdaderamente
consecuente debería limitarse a describir la existencia del derecho, sin afirmar su obligatoriedad [Viola 1990].
Desde este núcleo fundamental, centrado por completo en la auto-consistencia del derecho positivo,
desciende coherentemente una serie de cánones sobre cuya base el modelo iuspositivista ha articulado su perspectiva
metodológica de la interpretación de la ley, únicamente orientada a subrayar el monopolio del legislador en la
producción del derecho.
Podemos encontrar tales criterios sintetizados en el artículo 12 de las Disposiciones relativas a la ley en
general, en la cabecera del Código civil italiano, que pretende proporcionar la disciplina positiva prevista por el
legislador de 1942 para la interpretación de la ley. Desde luego, cuando en el artículo 12 se dice que «al aplicar la ley
no se le puede atribuir otro sentido que el que se hace evidente por el significado propio de las palabras» se indica,
como canon hermenéutico fundamental, el de la interpretación literal; a él se añaden después indicaciones de tipo
sistemático («según la conexión entre ellas»), y también la referencia a la «intención del legislador».
Pero estas indicaciones metodológicas del legislador de 1942 sólo son sostenibles y practicables si se releen a
la luz de los planteamientos posteriores a la redacción del artículo 12.
En primer lugar, para la superada concepción epistemológica a la que se refieren: no existe algo que se pueda
definir como el significado «propio» de las palabras, es decir, un significado inherente a ellas y desvinculado de su
uso en contextos lingüísticos determinados [Guastini]. El «significado propio» tiene que ser referido a usos
lingüísticos precisos [Irti].
En segundo lugar, la operación orientada a conectar los vocablos en la estructura conjunta del enunciado
jurídico es un momento necesario, pero no suficiente para determinar su significado: es necesario suponer la premisa
de que la función del discurso legislativo es siempre de tipo preceptivo-normativo. Más aún de cuanto el legislador
haya querido decir, es decisivo considerar qué disciplina ha querido dar [Tarello].
En tercer lugar porque, notoriamente, la noción jurídica de significado literal es profundamente ambigua y
no unívoca [Luzzati, en particular pp. 208 y ss.], pero es a menudo utilizada para expresar la función, de tipo
ilocutorio, consistente en prescribir la bondad de una interpretación de tipo declarativo.
Pero es sobre todo «la intención del legislador» la que configura un criterio bastante ambiguo. ¿Recurrir a
ella significa apelar a la voluntad subjetiva del legislador histórico (pero en tal caso buena parte del Código civil de
1942 se encontraría en contraste con la sucesiva Constitución republicana de 1948) o más bien a una voluntad objetiva
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que el intérprete debería deducir de una serie de otros factores (texto, circunstancias de hecho, sistema jurídico)?
En efecto, la metodología del modelo iuspositivista revela toda su dificultad precisamente al hablar de un
«sentido evidente». En muchos casos, en aquellos que la literatura jurídica ha llamado «casos difíciles» (Dworkin), no
hay en absoluto un significado evidente de las palabras: si se convierte en tal, sucede sólo como resultado del
procedimiento interpretativo, el cual por otro lado en cuanto operación cognoscitiva y valorativa compleja, puede
estar sólo orientado, pero no rigurosamente disciplinado por el legislador.
Todo esto sucede en último análisis por una razón simplicísima, pero fundamental, de la que el modelo
iuspositivista no está en disposición de dar cuenta: en principio la distancia que separa la universalidad de la ley y la
concreta situación jurídica en el caso singular es incolmable como no sea en el momento de la aplicación [Gadamer]:
el significado está estrechamente enlazado con las circunstancias, con los factores vitalmente determinantes del
contexto. El modelo iuspositivista considera que se elimina tal distancia del contexto bien sea simplemente haciendo
caso omiso del problema (y es la solución iluminista-exegética), bien sea buscando resolverlo a través del instrumento
dogmático (y es la solución de la «jurisprudencia de conceptos»). La dogmática conceptualista presupone un edificio
conceptual que debería conectar y contener potencialmente en un sistema coherente todos los posibles casos jurídicos:
como de una premisa presupuesta en él todo procede —asimismo el incremento oculto del derecho— a través de
deducciones conceptuales. Así, sin embargo, se termina por olvidar que el material jurídico no está compuesto sólo de
datos lingüísticos normativos. Está compuesto también de datos reales: y esto no sólo cuando haya intervenido un
cambio de las relaciones sociales que haga aparecer como inadecuado el derecho positivo vigente; la verdad es que la
distancia entre norma general y caso concreto es sencillamente ineliminable. La única alternativa es, pues, levantar
acta de la productividad de la función interpretativa y de su carácter insustituible, para poner bajo control teórico el
espacio de juego que se abre al intérprete: lo que precisamente sucede en el modelo hermenéutico. El hecho de que al
intérprete le sean atribuidos amplios poderes no significa en absoluto que puedan ser utilizados de manera arbitraria,
ni tampoco que aquel sea liberado del deber de comportarse según criterios racionales y controlables [Taruffo].
Sometido a los ataques de la crítica hermenéutica, que si bien no rechazando la exigencia de rigor subyacente
al ideal de la coherencia silogística, denuncia su irrealidad, se viene abajo el modelo iuspositivista de la interpretación
según el cual la disposición normativa y en consecuencia también la decisión del caso singular están ya
implícitamente dadas en el texto de la norma.
No pudiendo la ley contener nunca «su» propia interpretación ya que no puede anticipar todos los criterios y
elementos de hecho necesarios para la aplicación, cae definitivamente el dogma de que el derecho positivo depende de
sí mismo. Es inevitable entonces reconocer que el intérprete necesita, para alcanzar la decisión, de «informaciones»
que se añadan a la ley misma.
El principio de la coherencia con el ordenamiento normativo, sobre el cual se encontraba centrado el modelo
silogístico, manifiesta su ineficiencia porque el ordenamiento no es nunca completo. Más que la coherencia, en los
ordenamientos normativos contemporáneos es constitutiva la incoherencia. No obstante, el principio de coherencia
debe evidentemente mantener en el derecho su relevancia [MacCormick]. La hermenéutica jurídica recupera del
iuspositivismo la noción de coherencia, asignándole un papel central pero proponiéndola en una acepción
completamente cambiada, no tanto de carácter formal sino más bien material [Dworkin]. El sentido, entendido
holísticamente, posee una unidad, nunca completamente dada y que siempre hay que recrear. Hay que presuponer que
la «cosa» derecho «se presenta conjuntamente» según una armonía y una interdependencia de significado. La ventaja
de la coherencia (congruencia) hermenéutica respecto a la coherencia (ausencia de contradicciones) iuspositivista
consiste en la predicabilidad de la congruencia no sólo con relación a entidades lingüísticas como los enunciados
normativos, sino también con relación a entidades extralingüísticas como los comportamientos humanos
[Comanducci, Guastini, Zaccaria 1990].
El derecho es positivo sólo en cuanto interpretado [Hruschka], en el sentido de que individualizar una norma
como jurídicamente positiva no puede no conectarse con una operación hermenéutica.
Justamente aquí está la esencia del contraste entre el modelo iuspositivista tradicional y la hermenéutica, para
la cual el texto jurídico tiene necesidad constitutiva de una ayuda externa, de una alteridad que permita comprenderlo.
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Aspectos decisivos para la aplicación del derecho y para la decisión judicial son externos a la ley: en consecuencia el
modelo formalista y estatalista del iuspositivismo entra en crisis, con ventaja para un modelo más amplio y plural del
derecho como práctica interpretativa [Dworkin, Viola, 1990]. La hermenéutica tiene que ver con este constitutivo
remontarse más allá del texto, fuera del texto, en un horizonte que es necesariamente más amplio y que admite no una
sola respuesta, sino una pluralidad de posibles respuestas.
De lo que se trata en la hermenéutica jurídica es precisamente de afrontar una cuestión determinada con
respecto al posible significado que el texto jurídico interrogado pueda indicar [Esser, Zaccaria, 1984].
Referencias bibliográficas
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2. Los elementos fundamentales del modelo hermenéutico
El punto de partida del modelo hermenéutico está constituido por la relación entre norma y caso, entendida
como un recíproco y progresivo ponerse en correspondencia, como mutuo y dinámico producirse y enriquecerse
funcional, en el procedimiento aplicativo, de dos elementos, norma y caso, que originariamente pertenecen a dos
planos diversos, del deber ser y del ser [Kaufmann, Hassemer].
Desde el momento en que la norma no se presenta fuera de un procedimiento concreto de interpretación, y en
que las circunstancias de hecho sólo pueden ser verificadas en relación a los enunciados jurídicos [Hruschka] —y se
instituye en suma un círculo hermenéutico entre la comprensión de las normas y la comprensión de las circunstancias
de hecho— sólo se produce la concretización del derecho de modo simultáneo al caso concreto.
La comprensión de la norma no es, en consecuencia, un fenómeno estático y objetivo, sino un suceso muy
real, que implica a la persona en él empeñada y sus expectativas de sentido, fundadas sobre la experiencia vital. Todo
discurso interpretativo se desarrolla en una dimensión constitutiva relacional y comunicativa. El singular sujeto-
intérprete se mueve en el interior de un contexto y en el ámbito de una praxis que implican a la comunidad [Taylor
1985 y 1992].
La comprensión del sentido lingüístico es siempre y ante todo auto-comprensión del sujeto que realiza la
comprensión [Kaufmann, pp. 134 y ss.], en el sentido de que ésta depende de la idea que el intérprete se haga de la
aplicación.
En la categoría de la precomprensión [Esser, Zaccaria, 1984 y 1998] —y estamos en el primero de los tres
elementos fundamentales del modelo hermenéutico obtenidos de la hermenéutica general y adaptados a la
complejidad del procedimiento interpretativo— la hermenéutica jurídica individualiza la primera condición
hermenéutica del comprender jurídico. La precomprensión pone en movimiento el proceso interpretativo,
proporcionando al intérprete una primera orientación y abriendo su consideración al contenido lingüístico de los
textos y de los hechos. Es una potencialidad de conocimiento que desemboca en sujetos bien determinados con una
hipótesis de posible significado que, dejándose continuamente corregir por sucesivas hipótesis, que adecuen, mejoren
o sustituyan la originaria, puede conducir a modificar la expectativa de significado con que el intérprete se aproxima a
un texto.
Sin embargo sería gravemente restringido concebir la precomprensión en un sentido sólo empírico-
psicológico, reduciéndola a las hipótesis de partida que en un caso concreto o en una serie de casos concretos
efectivamente han puesto en movimiento el procedimiento de la comprensión.
Si bien ligada al intérprete individual llamado a aplicar la disposición abstracta a un caso concreto, la
precomprensión no configura —debido a su carácter estructural, irreductible a una mera dimensión empírica— un
acto de la subjetividad, un acto individual; siendo por el contrario determinada sobre la base de la participación en un
«sentido común», es también el resultado de una socialización profesional y de una formación jurídica, de una cadena
de interpretaciones precedentes que entran a constituir una tradición común.
El horizonte de quien aplica el derecho no es nunca puramente personal, sino que se inserta y debe medirse
en un horizonte general de expectativa, del cual no se puede salir. Precomprensión es nexo del intérprete con lo
transmitido, que lejos de ser personal, se presenta como común a la sociedad entera [Esser, Zaccaria, 1984b y 1998].
Considerado desde este punto de vista, el derecho positivo es el producto de un proceso de realización y de desarrollo
hermenéutico del significado; los textos jurídicos, las normas constituyen sólo un momento, por muy relevante que
sea, del más amplio y global proceso de positivización del derecho, que se caracteriza como profundización y
desarrollo, potencialmente infinitos y en niveles sucesivos, del significado contenido en los textos normativos.
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Naturalmente la precomprensión, si bien representa un factor del comprender jurídico del que sería ingenuo y
acrítico ignorar la existencia, tiene un valor limitado al momento heurístico de búsqueda de hipótesis de solución y
representa por eso tan sólo una parte (preparatoria) de la práctica jurídica [Mengoni, 1976 y 1996].
La hermenéutica indaga el comprender jurídico en el contexto de su «descubrimiento», no en el de la
motivación: considera a la jurisprudencia sobre todo en el ámbito de su actividad dedicada a encontrar las premisas
para la decisión del caso concreto. Si fuera absolutizada, es decir, transformada en método total del pensamiento
jurídico, recaería en la misma automaticidad que justamente reprocha a la metodología silogística tradicional,
acabando así por cambiar la descripción en prescripción [Zaccaria 1984a].
La precomprensión, lo hemos subrayado, es condición de la posibilidad de comprensión de textos jurídicos.
Pero los textos jurídicos sólo existen en tanto que en la vida práctica se produzcan determinadas situaciones críticas en
las que cada uno de nosotros pueda incurrir o pueda identificarse [Hruschka]. En consecuencia, hermenéutica
significa también que quien comprende está ligado a la cosa a interpretar (y por consiguiente a la necesidad de
entenderse sobre un lenguaje común), que se conecta con la tradición transmitida en el lenguaje. Comprender un texto
significa seguir su movimiento de sentido hacia la referencia, de lo que dice hacia aquello de lo que habla [Ricoeur].
El sentido del texto normativo —ésta es la segunda tesis fundamental de la hermenéutica jurídica— se
precisa a partir de una lógica de pregunta y respuesta. Que un cierto texto sea sometido a interpretación implica ya de
por sí una relación esencial con la pregunta planteada por dicho texto al intérprete.
«Al inicio» del caso jurídico hay sólo un relato, una «historia de la vida», que hay que encuadrar y valorar
jurídicamente. La comprensión de la norma se desarrolla después en el «círculo hermenéutico» de la relación entre la
cuestión puesta por ella y la respuesta que el intérprete se espera [Esser, Hassemer]. Por otro lado, el círculo se
establece entre el interés del intérprete por una justa y satisfactoria solución del caso, que representa el elemento de
«apertura» con que el intérprete interroga a los textos, y el significado normativo de las expresiones lingüísticas de la
ley: sin el interés originario en resolver un preciso problema concreto, el sentido normativo de los enunciados legales
no puede ser individualizado; pero viceversa, sin y fuera de las directivas puestas por la norma, el interés
hermenéutico por una justa solución no puede tampoco nacer y no está en disposición de desarrollarse
consiguientemente [Zaccaria 1984b y 1998].
Al plantearse preguntas el intérprete se pone a la búsqueda de algo que en parte, pero sólo en parte, ya
conoce. El interrogarse implica ya cierta comprensión del problema, pero al mismo tiempo representa de por sí poner
a prueba una posibilidad interpretativa. Si se plantea de modo correcto, la pregunta sugiere el sentido o la dirección,
siguiendo los cuales es posible hallar la respuesta. La función de la pregunta es por eso colocar la cosa del texto en la
óptica precisa.
Bajo la presión del interrogar, el texto comienza a hablar. La situación hermenéutica viene así iluminada por
el modelo del diálogo. Está a la escucha de un mensaje, es el tránsito necesario de tal mensaje a través de la escucha
de un texto.
Aquí, en este carácter preliminar de la pregunta, se muestra, con gran claridad, el perfecto paralelismo
existente entre hermenéutica filosófica y hermenéutica jurídica: corroborar el carácter central del caso en la
interpretación de un determinado enunciado jurídico (en el sentido de que la interpretación es siempre realizada, y no
puede no serlo, en conexión con circunstancias precisas, sean reales o hipotéticas) refleja claramente y transfiere muy
bien en el plano técnico de la metodología jurídica la gadameriana «precedencia de la pregunta» en la estructura
especulativa de la experiencia [Gadamer]. La determinación de la pregunta permite asimismo esclarecer si el
planteamiento preliminar es justo o equivocado y, en otras palabras, si las premisas son falsas, y por eso si la
dirección de la pregunta es inexacta y fuente de malentendidos, o bien si es correcta y fecunda. La interpretación
jurídica revela así en su fondo una estructura eminentemente dialéctica en la medida en que ella procede ensayando si
los argumentos son internamente consecuentes y poniendo de continuo a prueba la justeza de las conclusiones.
Desde el momento en que conocer no es describir, ni tampoco reproducir el objeto del conocimiento, no cabe
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duda alguna sobre el hecho de que el modelo hermenéutico rompe el antiguo mito de objetividad de la interpretación
jurídica, procedimiento que se propone defender de malentendidos.
Si por consiguiente no hay un único y verdadero sentido del texto, hay de hecho un amplio espacio para que
jueguen diversos momentos interpretativos [Zaccaria 1984a y 1984b]. Pero desmitificar la presunta objetividad de la
comprensión no significa en absoluto hablar a favor del subjetivismo interpretativo (o judicial), o aún peor, expresarse
a favor de la arbitraria manipulación de los textos jurídicos según fines particulares subjetivos, que es una de las más
graves violaciones de la ética profesional del jurista [Coing3]. El escepticismo interpretativo, al poner en un plano de
equivalencia todas las posibles interpretaciones, acabaría identificándose con el hecho bruto, y en cuanto tal
inaceptable, del poder decisional del intérprete.
El interés principal de la hermenéutica no va orientado a la aceptación de una perspectiva subjetivista, sino a
conservar y a ampliar la intersubjetividad [Habermas], porque el comprender es un interactuar que sucede sólo en la
intersubjetividad y en ella busca garantía.
La búsqueda del derecho significa por eso argumentación correcta en un sistema lingüístico abierto,
continuamente enriquecido por los significados del contexto. El interrogar del intérprete no puede estar separado del
contexto en el que la apertura de horizonte del significado adquiere una mayor (pero nunca completa) univocidad y
precisión de sentido.
Lo que por lo tanto caracteriza la posición y el intento programático de la hermenéutica jurídica entre las
teorías contemporáneas de la interpretación del derecho es su tendencia a una racionalidad controlable y discutible de
la aplicación de la norma, saliendo definitivamente de la hipocresía metodológica, que a menudo ha alejado y
minimizado el procedimiento con que el jurista estructura la normatividad con relación a los datos empíricos y de
hecho ha perpetuado una praxis que trata los textos normativos fuera de toda regla. Las principales teorías
hermenéuticas del derecho, desde Esser hasta Müller, se empeñan en demostrar que entre el texto legal y la específica
solución judicial del caso concreto no existe un vacuum: así, los procedimientos de Rechtsfindung y de
Rechtsgewinnung pueden, con una buena aproximación, ser analíticamente individualizados y lógicamente
controlados.
Para no caer en la subjetividad, la interpretación debe individualizar una serie de criterios de control —y es
esta la tercera característica fundamental del modelo hermenéutico— un modelo que está todo él centrado sobre las
dos polaridades contextúales del carácter inventivo-innovador de la praxis de interpretación, de un lado, y de la
inderogable necesidad de gobernarla racional y correctamente, por otro lado.
Del amplio debate desplegado en el ámbito del vasto horizonte de las teorías contemporáneas sobre el
razonamiento jurídico, han emergido como hipótesis más acreditadas los criterios de concordancia, de justeza y de
evidencia, de coherencia narrativa y de respeto de la tradición y del sentir común de los juristas.
Los primeros controles de racionalidad (de concordancia, de justeza y de evidencia) han sido elaborados por
Josef Esser con el fin de proporcionar al jurista directivas en orden a la exigencia de controlar el carácter correcto de
la aplicación de una máxima jurídica originariamente hallada, al inicio del procedimiento, sobre la base de la
comprensión. Tales controles conciernen, por un lado, a la compatibilidad de la solución hipotética con el conjunto
del sistema jurídico positivo concebido como ordenamiento normativo, y a su justeza material; y por otro lado,
verifican, a través del control de evidencia, la innegabilidad lógica —esta última valorable sólo a posteriori— de la
hipótesis de decisión asumida.
El control de «congruencia narrativa», propuesto por Neil MacCormick como criterio de justificación de la
premisa menor del silogismo decisional del juez, subraya que una falta de congruencia en un contexto narrativo
implica una falta de sentido [MacCormick, 1987].
3 Helmut Coing (1912). Exponente del renacimiento de concepciones iusnaturalistas producidas en la cultura alemana después de la II Guerra
Mundial, Coing atribuye a la idea del derecho un contenido ético, en la tentativa de conciliar el derecho natural con la conciencia histórica. Entre sus obras: Die obersten Grundsatze des Rechts (1947).
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Al reconstruir cuestiones de hecho respecto de las cuales no se puede recurrir a pruebas directas o a
observaciones inmediatas, un test de central importancia para justificar las decisiones es el de la congruencia
narrativa. La «historia» reconstruida por el intérprete debe poseer unidad y plausibilidad: si no se puede demostrar su
verdad de manera evidente, al menos se podrá llegar al grado más alto de probabilidad a través del criterio de la
«congruencia normativa», sopesando las diferentes interpretaciones posibles.
La «comunidad de interpretación jurídica» indica, como parámetro valorativo de la aceptabilidad de las
distintas alternativas de interpretación, la referencia a la comunidad que reúna los componentes de una tradición
jurídico-institucional determinada. Esto significa que las prácticas interpretativas se desarrollan en un contexto
comunitario, y que contribuyen de modo esencial a realizar los valores comunes [Pariotti, pp. 135-158]. La
comunidad interpretativa impone las reglas constitutivas, es decir, la gramática fundamental que sustenta y define la
praxis del juzgar. Respecto al «conflicto de interpretaciones», indica líneas interpretativas dotadas de una cierta
persistencia y sugiere modalidades de evolución de los comunes valores normativos. Desde luego, dentro de toda
comunidad lingüística -y por tanto también dentro de la comunidad jurídica, en la cual existen instituciones adecuadas
y roles precisos y en la que son relevantes tanto los intérpretes autorizados como sus partaer profesionalmente
competentes —tiene que existir un acuerdo previo sobre la aceptación y la utilización de determinados medios y
métodos de interpretación [Eco, en particular pp. 170 y ss.]—. Asimismo en las cuestiones más sutilmente
tecnificadas las actividades jurídicas fundamentales, como la dogmatización, la interpretación o la argumentación,
sólo pueden desenvolverse sobre la base de que se presupongan convenciones preinterpretativas, es decir, acuerdos
tácitos compartidos, que son en último análisis prácticas sociales que incorporan un conjunto de fines, de valores, de
finalidades.
Se trata de criterios de diversa naturaleza pero que tienen en común la preocupación por reprimir la excesiva
creatividad del interpretar, subrayando un vínculo elaborado por la cultura jurídica y que esencialmente desciende de
la exigencia general de racionalidad que se debe presuponer en el derecho y que, si es entendida como racionalidad
justificativa y argumentativa, puede constituir un límite a la aportación inventiva del juez en una doble dirección: en
relación con el poder, y respecto de los ciudadanos, más propensos a aceptar una decisión racionalmente justificable
[Wróblewski, 1986 y 1987].
La exigencia de un juzgar razonable, que sopese con equilibrio las razones favorables y contrarias, es a la vez
de naturaleza lógica y de naturaleza social: es en efecto una aspiración irrenunciable concebir el mundo humano y,
por tanto, también la empresa jurídica, como explicables en términos racionales y como justificables de modo
satisfactorio. En el ámbito específico de la teoría jurídica tal aspiración se concreta en el esfuerzo por superar una
concepción meramente coercitiva del derecho que lo entienda como exclusivo fruto de la voluntad del soberano. Al
contrario, la razonabilidad se vuelve una instancia interna, un modo de funcionar y de articularse de todo el sistema
jurídico en todas sus expresiones y en todos los sujetos que lo animan. Por otro lado se ha de notar que en la praxis
jurídica esto que vale como comportamiento «razonable» es una cuestión de hecho [MacCormick 1978], y en
consecuencia sus características se concretan necesariamente dentro de un contexto específico.
En el discurso público los argumentos razonables para aplicar y justificar una norma tienen la posibilidad de
ser aceptados sólo entre partner razonables. En este sentido cuanto viene elaborado, sostenido y aprobado por la
comunidad de los juristas trae a la mente sin duda los éndoxa aristotélicos [Perelman]: se trata en efecto de opiniones
notables, expresadas por la mayoría o por quienes están autorizados en un determinado ámbito.
Pero precisamente aquí se descubre también su límite: a no ser que se identifique tales éndoxa con
instrumentos de arbitrio, en manos de quienes en dicho ámbito específico, por estar autorizados, acaban por ser los
más fuertes, serán vistos por el contrario como elementos tópicos desde los que han de provenir la reflexión y la
argumentación. El carácter dialógico tiene que encaminarse a la búsqueda de una medida común intersubjetiva de
racionalidad que tenga en cuenta las diferencias y las situaciones particulares. La racionalidad no es, en efecto,
prerrogativa de un singular sujeto individual —el legislador, el juez— sino que configura una labor articulada que
tiene necesidad de la colaboración de pluralidad de sujetos y que justamente, para ver reconocidas las buenas razones
propias, no puede referirse sólo a una única, exclusiva razón, capaz de dar cuenta de todo.
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pensiero de Josef Esser. Un confronto con Ronald Dworkin, en «Ragion pratica», 6, 1998, n. 11, pp. 137-
152.
3. ¿Qué es el método jurídico?
El plano primero, en un cierto sentido el más inmediato y concreto sobre el que actúa la estrecha relación
entre hermenéutica y derecho, está representado por la aplicación, por el momento en que se realiza la eficacia
concreta del derecho. El derecho tiene de característico que su interpretación se concluye en decisiones positivas
[Merkl]. Una norma jurídica es ineficaz si no viene aplicada y seguida en el caso particular, como guía para un
determinado juicio. Un sistema de normas jurídicas no aplicadas se vuelve inefectivo, pierde su función regulativa y
su vigencia normativa y no puede justificar su pretensión de ser obedecido. En una palabra, se difumina su diferencia
con un sistema de normas morales. Por este motivo el momento de la aplicación es un momento fundamental de la
experiencia del derecho: en él no es pensable poder prescindir del rol del intérprete, insustituible mediador llamado a
moverse entre las necesidades de un sistema jurídico estable y el reconocimiento de horizontes de expectativa siempre
nuevos [Esser, p. 136]. Mas las reglas jurídicas disponibles, con su pretensión de aplicación vinculante, han de
acompasarse con la realidad vital que hay que juzgar: para ser aplicada una norma tiene la necesidad de ser
comprendida previamente. Además el intérprete no aplica in genere enunciados jurídicos singulares, sino por lo
general una disciplina jurídica global constituida por más disposiciones normativas: tiene que interpretar, según una
fundamental observación de Savigny, las fuentes del derecho en su conjunto, aclarando el significado de una norma
singular recurriendo a otras normas; esto complica inevitablemente su tarea ya que le implica en continuos conflictos
semánticos pero que, bien vistas las cosas, son la consecuencia de su misma finalidad ordenadora. El orden jurídico
no es, en efecto, un dato preliminar sino el resultado del trabajo interpretativo, de la práctica jurídica [Müller].
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El derecho es por tanto positivo sólo en cuanto aplicado, y es aplicado sólo en cuanto es interpretado. La
aplicación del derecho depende del modo en que sea comprendido el modelo normativo, y del modo en que se valora
el hecho que ha de ser regulado: en particular las dificultades nacen sobre todo de la necesidad de aplicar los
preceptos jurídicos, dados en su momento en referencia a una realidad precisa, a circunstancias de hecho
«fluctuantes», mutables y en definitiva siempre nuevas. En el modelo del Estado de derecho la soberanía de la ley
impone, como garantía de los derechos de los ciudadanos, que los preceptos jurídicos sean vinculantes para sus
propios autores incluso en el caso en que ya no se revelen como idóneos para conseguir los fines para los que fueron
emitidos, y que las instancias jurisdiccionales encargadas de su aplicación mantengan su dependencia del vínculo
legal. En los hechos ese vínculo del intérprete con la preprogamación jurídica, representada por el modelo vinculante
de las normas jurídicas, está hoy fuertemente redimensionado: pero si cada juez interpretase las normas a su modo,
esta circunstancia tendría el riesgo de hacer declinar la idea —necesariamente conectada con toda norma— de tratarse
de una norma igual para todos, de una medida unitaria. Al concepto de norma legal se enlaza la doble idea de la
vinculabilidad normativa, en cuanto norma válida, y de la validez universal, es decir, de disciplina de una
multiplicidad de casos. En la civilización jurídica occidental la ley se promulga para los ciudadanos como garantía de
generalidad y de igualdad de trato: el tú debes que la norma expresa en el ámbito del fenómeno jurídico no debe estar
plegado a fines subjetivos. Si no quiere aparecer como un mero arbitrio la interpretación ha de fundarse tanto en la
autoridad del texto como en el autocontrol por parte del intérprete de las operaciones interpretativas efectuadas con
referencia a las normas.
El método jurídico es el conjunto de los procedimientos intelectuales y de sus criterios-guía y de control,
utilizados por los juristas en el ejercicio del conocimiento y de la investigación del derecho (y en tal caso se tratará
prevalentemente de científicos del derecho), o en el empeño concreto propio de los procesos de concretización
jurídica (y en este caso se tratará por el contrario de jueces o de funcionarios administrativos). Ante todo el método no
puede ser elaborado sino por los mismos juristas, porque ellos son los que, por trato cotidiano, mejor conocen su
trabajo y utilizan los instrumentos y los criterios metódicos de integración del derecho no desde el exterior sino desde
el interior de la experiencia jurídica y sobre la base de sus exigencias. El método forma parte de la experiencia
cotidiana de los juristas [Bobbio, Farrar y Dugdale, Vallet de Goytisolo]. Por eso sería absurdo exigir que se les
dictaran desde fuera las directivas a las que atenerse en su comportamiento, sin tener experiencia directa del ámbito
con el que el método se relaciona [Capograssi4]. Estas conclusiones encajan por otro lado con las posiciones
generalmente compartidas por la epistemología contemporánea, según la cual, a diferencia de la tesis de Descartes de
un método único y universal, cada ámbito que se ocupa de un objeto específico posee un específico método, peculiar
al menos en cuanto a las relaciones entre los procedimientos internos y el modo de utilizarlos [Bergel]. No siendo sin
embargo la interpretación un monopolio de los juristas o de los «intérpretes autorizados», sino una prerrogativa que es
común a todo ciudadano, el método jurídico puede también ser legítimamente objeto de control por parte del ambiente
circunstante sometiéndolo a la criba y a la discusión racional de un auditorio más amplio.
Ya sea en sus versiones decimonónicas de Schleiermacher y Dilthey, ya sea en sus formulaciones del XX
inspiradas en el pensamiento de Gadamer, la hermenéutica filosófica se caracteriza por el afán en la comprensión del
mundo histórico. Asume como objeto privilegiado de análisis la filología, la creación literaria y artística, el
conocimiento histórico, la aplicación jurídica; en una palabra, los procedimientos cognoscitivos propios de las
ciencias del espíritu, que vienen presentados como modelos universales del problema hermenéutico. La distancia que
progresivamente ha ido colmando en el trascurso del siglo XX es la que separa una técnica subsidiaria particularmente
apropiada para campos específicos como la teología, la filología, el derecho, y un modo universal de comprender, un
concepto común de interpretación, que reivindica valor para todo tipo de discurso, oral o escrito, y en definitiva para
toda manifestación concreta del comportamiento humano. La hermenéutica se transforma así un modo de explicar las
relaciones recíprocas entre los métodos científicos de campos disciplinarios singulares y una verdad originaria que
trasciende el plano metodológico. Esta modificación-transformación de la hermenéutica, de ser técnica auxiliar —
típica de los ámbitos especializados en los que originariamente se ha desarrollado— a ser forma ontológica de la
comprensión del mundo (que deriva de su voluntad de descubrir las condiciones propiamente ontológicas del
comprender), decreta implícitamente el carácter secundario del conocimiento metódico y técnico-científico.
Subordina el aspecto epistemológico al ontológico. Hans-Georg Gadamer, por ejemplo, en Verdad y Método aspira a
4 Giuseppe Capograssi (1889-1956). Originalísima figura de filósofo del derecho, desarrolló, con plena autonomía de pensamiento respecto al
idealismo, una «filosofía déla experiencia jurídica» propia, atenta a la concreción del fenómeno jurídico. Su obra Il problema della scienza del diritto (1937) obtendría gran éxito no sólo entre los filósofos sino también entre los juristas.
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«estudiar, allí donde se dé, la experiencia de verdad que sobrepasa el ámbito sometido al control de la metodología
científica». En suma, la comprensión hermenéutica va sobre todo a la búsqueda del sentido, sin preocuparse
demasiado por la verificación metódica, por los instrumentos metódicos de la ciencia.
Es por consiguiente una perspectiva la de la hermenéutica que —aparte del aspecto de clara polémica contra
el objetivismo de las ciencias de la naturaleza, y, por consiguiente, contra el ideal metódico de ingenua objetivación
que le inspira— comporta inevitablemente cierta devaluación del método del que quiere sobre todo subrayar su
condicionamiento histórico y su pertenencia a la globalidad de la experiencia humana. La pareja verdad y método es
vista por consiguiente en términos tendencialmente antitéticos: las condiciones del comprender no se pueden reducir a
la única modalidad del «método», sino que comprenden también un aspecto de naturaleza existencial, representado
por la comprensión originaria y pre-reflexiva que caracteriza al intérprete, por la naturaleza anticipativa de la
comprensión, en cuanto modo fundamental del existir.
Este anti-metodologismo fundamental de la hermenéutica filosófica no encuentra sin embargo fácil expresión
en el ámbito del derecho que de siempre, pero de modo particularmente sofisticado en los últimos dos siglos, reconoce
en la metodología un momento importante e irrenunciable de la reflexión del jurista. De manera muy significativa un
estudioso tan versátil y singular como Emilio Betti5, que sintetiza en su obra la aportación del jurista técnico y la
herencia de la doctrina hermenéutica tradicional, teoriza una serie de cánones metódicos que son consustanciales a
una teoría general de las reglas de la comprensión.
Cuatro son los cánones fundamentales que en la teoría de Betti deben presidir todo momento del proceso
hermenéutico y todo tipo de interpretación, a fin de que el comprender pueda concebirse como forma metódicamente
disciplinada.
El canon de la autonomía hermenéutica del objeto subraya que toda expresión concreta de la praxis humana
(ya sea artística, literaria, jurídica) posee una precisa especificidad y alteridad propia que tiene que ser considerada y
respetada: sensus non est inferendus, sed efferendus: el sentido ha de ser aquel que se encuentra en el dato y que de él
se obtiene, y no un sentido que desde fuera a él se trasfiere. Los signos que hay que interpretar están frente al
intérprete como un algo «otro». En lo que está por interpretar no se debe introducir subrepticia y arbitrariamente un
significado, sino que se ha de obtenerlo de su coherente racionalidad interna.
El canon de la totalidad de sentido reafirma la relación recíproca y la coherencia existentes entre las distintas
partes constitutivas del discurso: sea las relaciones internas entre las partes singulares, sea el incremento de
significado que para ellas deriva de la totalidad del discurso, configuran un círculo hermenéutico que no es
característico tan sólo de la operación del comprender, sino que corresponde al sentido común. Este último nos dice
que allí donde se comunique un pensamiento, es necesario, tanto para el autor como para el intérprete, considerarlo en
su integridad.
El canon de la actualidad del entender anticipa la idea esseriana de la precomprensión, en el sentido de
subrayar la necesaria colaboración del intérprete, que pone en juego su entera sensibilidad, en el proceso
interpretativo. Sin el específico interés del intérprete al comprender, sin el auxilio de sus categorías mentales y
lingüísticas, la interpretación no podría proponerse ningún objetivo, y por consiguiente ningún objetivo práctico
aplicativo, de concretización del derecho en que consiste la interpretación jurídica.
Está, por último, el canon de la correspondencia de significado, según el cual el intérprete debe esforzarse en
ponerse en sintonía con el mensaje proveniente del signo a interpretar a fin de crear condiciones positivas de afinidad
y de receptividad.
Estos cánones bettianos, orientados a plantear el problema epistemológico de la comprensión «objetiva» del
significado, serán después recogidos y afinados por la hermenéutica jurídica posterior, que procederá en particular a
5 Emilio Betti (1890-1968). Doctísimo jurista, además de importantes contribuciones en derecho romano, civil, procesal e internacional, es autor de
una Teoría generale dell'interpretazione (1955) que, recogiendo el pensamiento hermenéutico de la tradición idealista-romántica y en polémica con la «Nueva hermenéutica» de Heidegger y Gadamer, subraya la exigencia de una objetividad metodológica del comprender.
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depurarlos de las incrustaciones psicologistas (en particular de la ilusión romántica para la cual el intérprete recorrería
con el pensamiento el proceso genético del autor que se transferiría a su espíritu), que todavía le caracterizaban. Al
caracterizarse la comprensión por la intersubjetividad y por la experiencia común, el control de objetividad auspiciado
por Betti a nivel metodológico no podrá decirse nunca que esté plenamente logrado. Sin embargo, de todos modos es
importante su tentativa de adaptar al derecho los cánones de la tradición hermenéutica, y al mismo tiempo insertar en
ella la exigencia metódica extraída del derecho. Esto significa que no existe ciertamente incompatibilidad entre
metodología y hermenéutica, y que el específico ámbito del derecho puede ayudar a comprender más a fondo el
peculiar modo de entender y practicar los procedimientos de interpretación en que consiste la hermenéutica. Podemos
por tanto advertir que no existe necesariamente una relación entre la polémica anti-metódica, conducida por algunas
formulaciones de la hermenéutica en sede filosófica general —Gadamer ha sostenido por ejemplo que la
hermenéutica no contiene una metodología sino que la precede— y la óptica con la que la hermenéutica considera por
su parte el método jurídico. ¿Cuál es la razón de fondo de tal asimetría? Es el mismo derecho, con sus características
estructurales, el que impone un resultado de este género. En la experiencia jurídica es en efecto central, como hemos
dicho, el momento de la aplicación. Eso pone en evidencia no sólo la utilidad de una activa toma de distancia del
intérprete hacia el texto (que va siempre colocado en un contexto aplicativo) sino también el carácter proficuo de la
inserción del tema de la verificación metódica en el ámbito de la comprensión hermenéutica. La interpretación
jurídica no es exclusivamente obra de reconocimiento de un derecho preexistente, sino también actividad participativa
en la constitución ulterior de derecho. En la aplicación del derecho el intérprete se orienta ciertamente sobre la base de
una precomprensión del caso sometido a él y de los posibles resultados de su exégesis, pero también surge la
exigencia de «objetividad» de su comprender.
Esta resistencia del derecho a sucumbir frente al redimensionamiento hermenéutico de la metodología es
consecuencia por otro lado de una antigua tradición del saber jurídico como saber técnico que, puesto frente al
desarrollo social, está habituado a definir el propio rol y el propio obrar mediante una reflexión sobre el método.
Referencias bibliográficas
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Moretto, Bibliopolis, Napoli, 1985; J. Vallet de Goytisolo, Metodología jurídica, Civitas, Madrid, 1988.
4. Doctrinas del método y verdad práctica de la aplicación jurídica
La larguísima historia del método en la ciencia jurídica y en la teoría de la interpretación jurídica da
testimonio del extraño y quizás insuperable destino del método, etimológicamente «camino correcto» (methodos) a
seguir en el procedimiento científico y en el interpretativo de las leyes: en efecto, esa historia nos revela al mismo
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tiempo, por un lado, la insuficiencia y el carácter no conclusivo del método, por otro lado, la insuprimibilidad y la
necesidad de la exigencia del método. En el momento aplicativo del derecho está presente, mejor dicho, es
ineliminable, como ya casi unánimemente está de acuerdo la mejor metodología jurídica contemporánea, un claro
componente de tipo axiológico-valorativo. Según las teorías hermenéuticas —las que Ronald Dworkin define como
«teorías interpretativas»— al ser el derecho fundamentalmente una práctica interpretativa en cuyo ámbito se
determinan las diferentes concretizaciones jurídicas, los cánones de validez mismos tienen que ser hallados e
identificados por medio de la praxis interpretativa. Pero ¿cómo evitar que tal praxis quede totalmente deferida a la
discrecionalidad del intérprete? ¿Cómo proporcionar a este último directivas que le permitan racionalizar lo más
posible el procedimiento? Si por un lado al problema del método no se puede dar una respuesta unívoca y
objetivamente válida, por otro lado no se puede programáticamente pensar en una falta absoluta de criterios al asumir
una decisión ni en un procedimiento no racional, ineficaz, no idóneo para conseguir un objetivo determinado. De
hecho, si no hay un dato respecto al cual controlar la fidelidad, la coherencia y el carácter correcto de la
interpretación, ¿cómo estar seguros de que es válida, esto es, no arbitraria? Los métodos tienen el sentido preciso de
desarrollar reglas para el control de la validez de las hipótesis de interpretación.
El hecho es que la cuestión del carácter correcto no viene nunca planteada en abstracto exigiendo cuál sea en
principio el método que se considere más correcto. Viene planteada en lo concreto, con referencia a un caso
específico, preguntándose en suma cuál sea en una determinada situación la respuesta más correcta que debe dar el
intérprete. En el momento en que la cuestión del método correcto es planteada en lo concreto, la situación del sujeto
que juzga se modifica y lo que hasta entonces era indefinido, se vuelve definido inmediatamente [Hruschka].Y cuál
sea, en una determinada situación, la respuesta más correcta es un problema de verdad práctica, que pone en juego el
objeto justicia y la posibilidad de alcanzarla. Desde luego al derecho va estrechamente unida y forma parte de su
naturaleza una exigencia de justeza, que a pesar de la variación de las circunstancias y de las preferencias subjetivas,
no se modifica y que por tal razón hay que tenerla como constitutiva de la empresa jurídica. Tanto la norma jurídica
singular y el sistema jurídico en su conjunto, cuanto también la decisión judicial singular, plantean una exigencia de
justicia, fuera de la cual dejarían de poder definirse como jurídicos.
La cuestión presenta al menos dos perfiles de interés evidentemente conectados: primero, por el lado del
sujeto que interpreta, en el sentido de un auto-control de aspectos relevantes del propio procedimiento, a fin de
evaluar, en la típica perspectiva tópica de hallar las premisas del razonamiento, qué hipótesis interpretativa deba ser
tenida como la más fundada jurídicamente en el caso específico. Pero es relevante también desde el lado del auditorio
que rodea al sujeto que interpreta, para valorar y controlar críticamente la hipótesis planteada como base de la
decisión. En los sistemas jurídicos avanzados tal control del carácter correcto de la interpretación está también
confiado a órganos técnicos, expresamente encargados de la función de controlar si el aparato del Estado, en el
ejercicio de sus tareas institucionales, ha mantenido su actividad interpretativa dentro de los márgenes de
discrecionalidad previstos por las normas (por ejemplo, en nuestro ordenamiento la razón fundamental del recurso de
casación, según el artículo 360 del Código de Procedimiento Civil, está constituida por la violación o la aplicación
incorrecta de las normas de derecho). La dificultad consiste naturalmente en encontrar un equilibrio entre los polos,
evidentemente entrelazados, de la actividad jurisdiccional: cuanto más es capaz el intérprete de ejercitar un auto-
control sobre el propio procedimiento interpretativo, tanto más estará en disposición de convencer a los demás de que
su interpretación es correcta. Las decisiones serán desde luego tanto más aceptables, cuanto más estén controladas y
justificadas racionalmente. El acto interpretativo tiene que hacer convincente la representación de la relación entre
textos jurídicos y hechos, es decir, la concreta disciplina de reglamentación elegida por el intérprete: el carácter
razonable confiere justamente la congruencia de la nueva comprensión del derecho con sus intentos normativos
precedentes. Pero incluso cuando las decisiones no vengan aceptadas por los interesados y vengan por eso
impugnadas ante órganos jurisdiccionales superiores, la obligación de comunicar la decisión y su motivación le
consienten el control en el caso de reexamen por parte de las jurisdicciones ordinarias, garantizando así la posibilidad
de protección jurídica de los derechos de los interesados. Precisamente por este motivo en los sistemas jurídicos
evolucionados la elaboración y la argumentación de las decisiones judiciales son obligatorias, según diversas
modalidades contempladas por los diferentes derechos positivos. Y es por esto que la comunicación de la decisión se
ha vuelto ahora un aspecto irrenunciable e intrínseco al Estado de derecho.
Comunicada y publicada, la decisión se encuentra por fin inserta en el círculo de discusión de la doctrina
jurídica y de la opinión pública: la primera tiene entre sus tareas fundamentales la crítica y el encuadre teórico de las
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soluciones dadas a problemas jurídicos concretos. La segunda puede someter a criba y a verificación crítica,
naturalmente en los modos que le son propios, las condiciones y la metodología de las formas de trabajo de la
actividad jurisdiccional, siempre con referencia a casos específicos. Si los intérpretes practican una honesta
metodología de trabajo y la comunican públicamente, entonces existe la esperanza de que el Estado de derecho se
exprese en formas políticamente democráticas.
Desde un determinado punto de vista, las normas jurídicas pueden ser consideradas como directivas que,
respondiendo de modo vinculante a la exigencia práctica de formular reglas de conducta que orientan el
comportamiento de los miembros de la comunidad, expresan un modo razonable de disciplinar multiplicidad de
situaciones jurídicas. El legislador quiere, en otras palabras, hacer vinculante la opinión y el propósito de disciplina de
la convivencia social que él se ha formado a partir de un abanico concreto de controversias de política legislativa. Por
su carácter universal y típico —es decir, por un lado, porque se dirigen no a personas determinadas sino a clases de
ciudadanos y porque, por otro lado, no regulan acciones individuales sino clases de acciones típicas— las normas, o
sea estas «razonables prescripciones anticipadas» de las que hemos hablado, han de expresarse necesariamente de una
forma abstracta. Asimismo, las características fundamentales de generalidad y de abstracción, dedicadas sobre todo a
garantizar los valores ético-políticos de igualdad de trato entre los ciudadanos y de certeza del derecho, constituyen a
partir de John Austin, elementos integrantes de la definición del derecho positivo y más en particular de la noción de
ley.
Las normas jurídicas en cuanto criterios-guía de la acción que no pretenden quedarse en el estadio de
prescripción «a la carta», tienen necesariamente que confrontarse con su «valer» para la vida concreta, midiéndose
con situaciones reales: tienen que pasar de la racionalidad forzosamente abstracta de su formulación a la racionalidad
concreta de su aplicación. El derecho es esencialmente un «hacer valer» [Opocher6] y, en el momento de la
aplicación, la razón práctica del intérprete asume un carácter claramente inventivo: no sólo porque su intervención
sucede en un momento posterior respecto al de producción de los textos normativos (y debe por consiguiente medirse
con problemas nuevos y diversos), sino también y sobre todo porque debe contextualizar las normas, teniendo en
cuenta todos los aspectos relevantes que caracterizan a la situación específica en que es necesario atribuir significado
a las disposiciones normativas. Dicho de modo más preciso, al intérprete se le atribuye la responsabilidad y la función
de cambiar la «razonabilidad abstracta» de la norma por la «razonabilidad concreta» de la decisión, cuidándose en
particular de la conexión razonable entre la norma (o las normas) y las exigencias contingentes del caso a valorar. La
razonabilidad constituye un precepto y una indicación para el intérprete: en algunos casos está establecida
formalmente por el derecho positivo, como sucede en el artículo 1367 de nuestro Código Civil, según el cual es
obligatorio interpretar las cláusulas de un contrato de modo que tengan un sentido y no de modo que carezcan de él.
Pero también cuando el intérprete es un juez administrativo deberá recurrir a la razonabilidad para valorar en cada
ocasión, en base a las circunstancias de hecho, si debe prevalecer el interés público o bien deben prevalecer los
intereses privados. Es significativo que una teoría jurídica fuertemente realista y filosóficamente impregnada de
empirismo, como es la de Alf Ross, atribuya implícitamente no poca relevancia a este elemento de la razonabilidad,
identificando el derecho válido con aquel que, según razonables expectativas, vendrá asumido fácticamente por los
tribunales de justicia en base a las propias decisiones futuras. Por otro lado, incluso el sistema jurídico que haya
puesto el mayor cuidado en la búsqueda de la plenitud de la ley no puede por menos que reservar al jurista cierto
margen de libertad, como ha demostrado puntualmente el movimiento del derecho libre7 [Lombardi Vallauri 1967 y
1990]. La razonabilidad, ya de la solución adoptada ya de las justificaciones esgrimidas, quiere decir que en un
ámbito en el que no hay certezas demostrativas, ni verdades empíricas, han de aportarse justificaciones, argumentos,
pruebas, para favorecer el paso de la incertidumbre y de la probabilidad, que caracterizan la situación de partida, a la
certeza y la univocidad —estas últimas muy importantes para el derecho— de la conclusión. No es sólo el jurista, de
6 Habiéndose formado en la escuela de Giuseppe Capograssi, Enrico Opocher (1914) desarrolla de modo original la «filosofía de la experiencia
jurídica», en el sentido de una filosofía de los valores enclavada en la conciencia del sujeto individual; desde el punto de vista jurídico, subraya la
fecundidad del momento del proceso, dentro del cual la experiencia jurídica encuentra su objetivación. Entre sus escritos de particular relieve está Analisi dell'idea della giustizia (1977) 7 Movimiento teórico-jurídico y doctrina jurídica que se desarrolla en el primer decenio del siglo XX por obra de juristas como F. Geny (cfr. supra
cap. 1, nota 19), E. Ehrlich, R Heck, R. Stammler y, sucesivamente, G. Radbruch, H. Kantorowicz, J. Stern, H. Jsay. La tesis fundamental del iusliberismo (o movimiento del derecho libre) es el acento puesto en el amplio margen de libertad que la ley deja al jurista, pues ésta no puede
nunca ser completa, y la consecuente necesidad del recurso a la obra integradora de la jurisprudencia. El derecho positivo constituye para el jurista
un área de confines no rigurosamente delimitados, en cuyo interior cae la decisión: en esto consiste la libertad de la ciencia jurídica. En formas menos radicales y extremas, muchos supuestos del movimiento del derecho libre han sido incorporados por la metodología jurídica contemporánea.
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hecho es la sociedad entera la que debe plantearse el problema del porqué de una determinada elección. El deber de
motivar que tras la Revolución francesa se impone al juez es precisamente la expresión técnica de esta exigencia
general de razonabilidad, en base a la cual quien produce la decisión está obligado a motivar su decisión a favor de
ésta mejor que a favor aquella solución, a la par que la motivación es controlada por el sistema jurídico. En el
derecho, aunque tiene entre sus fines liberar al orden social de la arbitrariedad, siempre existe el peligro de que el
margen de libertad legado a los elementos discrecionales de la interpretación y al carácter no impersonal del sujeto
particular institucionalmente autorizado que es el juez [Zaccaria] degenere en arbitrio subjetivo. Esta «razonabilidad»
concreta, que da aplicación a un texto normativo, no tiene sólo la obligación de motivar el porqué de sus elecciones;
también debe sujetarse a reglas racionales. Desde este punto de vista las reglas metódicas se pueden también leer
como tentativas de someter la empresa común de guiar la acción humana, en la que consiste el derecho, a argumentos
racionales, basados en la consideración de lo que en la sociedad —o cuanto menos en la sociedad de los juristas— se
tiene como razonable. La reflexión sobre las condiciones que producen el método es un momento importante, sea para
mejorar la autocomprensión de la práctica jurídica y para controlar la autojustificación de las elecciones realizadas,
sea para admitir su control público y su utilización para ámbitos de problemas afines. Si las consideraciones de razón
puestas por el intérprete a base de su concretización reivindican algún tipo de validez universal, ésta contempla el
ideal de igualdad que es connatural al derecho: se refiere a un postulado fundamental de justicia, el de tratar de modo
similar casos similares. El intérprete que no pretende obrar de modo arbitrario reivindica de hecho para su
interpretación el que sea justa, es decir, que se fundamente en consideraciones correctas: y si son correctas, va
implícito que deben valer también para futuros casos similares. De este modo el método llega a aspirar a un alcance
de tipo normativo y a una validez de tipo general.
La exigencia de objetividad, que está implícita en el método, posee también una gran relevancia para la
interpretación como fenómeno general de la comprensión [Betti, Hirsch]. Ciertamente: debido a que se coloca en una
compleja relación dialéctica con el intérprete, la «cosa» objeto de interpretación puede dar lugar, en un particular
contexto lingüístico, a una pluralidad y con frecuencia directamente a un «conflicto de interpretaciones» [Ricoeur].
Pero no es verdad, como se afirma cada vez más a menudo [Derrida, Rorty, Fish] que no existan normas, cosas,
hechos o verdades a interpretar, sino tan sólo interpretaciones e interpretaciones de interpretaciones. Supongamos que
yo en un día me acerque varias veces al Rijksmuseum de Amsterdam para interpretar «La ronda de noche» de
Rembrandt. Pues bien, según esas tesis relativistas no existe una objetividad de la obra de Rembrandt que haya que
interpretar sino que tan sólo poseen relevancia los diversos momentos —o directamente los diversos estados de
ánimo— en que realizo mi propia interpretación. Una conclusión, esta última, evidentemente inaceptable para el
derecho, en el cual es central la idea de validez: son interpretaciones válidas aquellas que hacen visibles las
posibilidades de error y de malentendido.
En este sentido hablar de buena y de mala interpretación, plantear el problema de las interpretaciones
correctas e incorrectas, si implícitamente admite el pluralismo interpretativo como algo que se da por descontado,
queda como un saludable antídoto a la interpretación que disuelve en su interior lo que debe interpretar y que en
consecuencia lo sustituye, dejando con este mismo hecho de ser interpretación. También en el campo jurídico, habrá
en la interpretación del material normativo criterios de juicio y de argumentación racional, de universabilidad y de
intersubjetividad que sólo rara vez permitan hablar de una única interpretación (o solución) correcta sino, con mucha
mayor frecuencia, de varias interpretaciones (y soluciones) «sostenibles» y «correctas». Esto por otro lado no
significa en absoluto que todas las interpretaciones sean «sostenibles» y «correctas».
La doctrina del método jurídico, que toma empuje con Friedrich Cari von Savigny, se atribuye la función de
mantener alejado al intérprete de interpretaciones equivocadas de los fenómenos jurídicos y eventualmente de
rectificar las interpretaciones equivocadas en las que el intérprete puede haber caído. Pero la idea que subyace al
método es mucho más antigua y recorre toda la historia del pensamiento jurídico: según ella, el recurso a la razón y la
praxis jurídica están conectadas entre sí inseparablemente, en el sentido de que sólo la razón puede asegurar una
praxis no arbitraria del derecho [Bobbio]. Desde este punto de vista el método jurídico no se conecta con una doctrina
jurídica particular y determinada, sino que se halla en todas las posiciones que rehúsan la irracionalidad del derecho
[Bergel]. A su vez, instituyendo correlaciones entre las argumentaciones utilizadas y el empleo de métodos a los que
recurre, se va reconociendo un modelo que, en cuanto reiterable, puede ser aplicado a circunstancias y problemas
diversos [Scarpelli].
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5. Debate sobre los métodos y las nuevas concepciones del razonamiento jurídico
Ya sistemáticamente descritas por Savigny al inicio del siglo XIX (Methodenvorlesung), las doctrinas
relativas al método dominaron la atención de los juristas durante todo el siglo pasado, pero se desarrollarían en un
gran debate (el Methodenstreit) sobre todo entre finales del XIX y los primeros decenios del XX [Wilhelm].
Las diversas teorías metodológicas vinculaban el trabajo aplicativo de las normas legales a la letra de las
normas, al contexto sistemático, a la voluntad del legislador, al sentido objetivo de la ley. Para todo el siglo XIX, bajo
el dominio del positivismo jurídico, prevalece la idea de que el principal instrumento de ayuda a disposición del juez y
del jurista está representado por los métodos de pensamiento de tipo lógico-formal, sostenidos a su vez en la idea
fundamental de la coherencia y de la plenitud lógica del sistema jurídico. Todas las normas jurídicas de las que se
necesite disponer están ya, según esta idea fundamental, contenidas como posibilidades lógicas dentro del sistema
jurídico. Las lagunas se colman por medio de simples operaciones de pensamiento de naturaleza lógico-formal. El
intérprete tiene la única función de descubrir y formular las normas, se le asigna una función puramente declarativa
del derecho. Y justamente para este objetivo son útiles los métodos de tipo lógico-formal. En este tipo de metodología
jurídica es indudablemente prevalente el papel jugado por la lógica, y al procedimiento de individualización del
derecho se le hace consistir en un proceso de naturaleza puramente cognitiva, con rigurosa —si bien presunta—
exclusión de todo aspecto de naturaleza valorativa.
Mas si se acepta semejante teoría del razonamiento jurídico, no se puede sino caer en un dilema bastante
difícil de resolver: o bien se afirma que en el sistema jurídico no hay incoherencias lógicas —lo que, por otra parte, es
imposible sostener— o bien se acepta por el contrario el dato innegable de que existen tales contradicciones: pero en
este caso la tesis deductivista está destinada a derrumbarse [Wellmann].
Los movimientos de signo antiformalista y realista que tienen lugar en el siglo XX han contribuido por su
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parte a aclarar al menos dos aspectos fundamentales que ponen en crisis las bases de la gran teoría ius-positivista en el
tema del método lógico-formal: por un lado se demuestra que el razonamiento del intérprete no es describible y
reconducible a los criterios de la lógica silogístico-deductiva, por otro lado se subraya que a pesar de eso está guiado
por reglas que permiten sustraerlo a la arbitrariedad y a la casualidad.
La crisis del enfoque iuspositivista tradicional se hace evidente sobre todo a partir de la segunda posguerra y
a consecuencia del amplio debate desarrollado en los años sesenta y setenta de nuestro siglo y del rechazo cada vez
más extendido, hasta hacerse de sentido común, a reducir la interpretación y la argumentación en el derecho a lógica
formal de tipo deductivo. Es necesario reconocer que el derecho es simultáneamente un sistema de materiales
normativos, un complejo de prácticas interpretativas y un conjunto de procedimientos argumentativos. El estudio del
razonamiento jurídico, que ha venido asumiendo una relevancia creciente, se ha reagrupado fundamentalmente en
torno a dos tendencias diversas, ha Nueva retórica, desarrollada sobre todo por la escuela belga de Chaim Perelman8,
presenta la lógica jurídica como una teoría de la argumentación, de la controversia, de la persuasión. La lógica formal,
propuesta de nuevo en las formas de la lógica deóntica de Georg Henrik von Wright9 considera por el contrario que a
las normas o, cuando menos, a parte de ellas, en cuanto enunciados directivos, se les puede aplicar la lógica
proposicional.
En el primer caso se avanza la tesis de que en el ámbito jurídico, en cuanto ámbito práctico —el
razonamiento jurídico puede ser asumido como paradigma del razonamiento práctico— no se puede conseguir la
certeza ni el carácter necesario de la demostración, sino sólo la probabilidad y la plausibilidad que son propias de la
argumentación. La argumentación se coloca en el cuadro de los razonamientos que, según la tesis fundamental de
Aristóteles, se denominan dialécticos o retóricos, para distinguirlos de los analíticos o lógico-formales. Por eso, al
hablar de argumentación, es esencial la referencia a un auditorio, que es necesario persuadir [Perelman, Aarnio,
Comanducci, Guastini].
En el segundo caso se trata por el contrario de los presupuestos a partir de los que un discurso directivo
puede transmitir su significado de guía de los comportamientos: presupuestos que consienten un control lógico —pero
sólo a posteriori— de las operaciones con las que juristas y jueces atribuyen significado a los enunciados normativos.
El control consiste en examinar si nos encontramos ante una correcta conexión de los enunciados dentro de un
razonamiento. En este sentido la lógica deóntica es una lógica especial, elaborada a partir de las modalidades
deónticas del obligar, del prohibir y del permitir, que da cuenta de los razonamientos jurídicos de los juristas: es
lógica de los juristas más que lógica del derecho [Bobbio].
En la metodología jurídica actual se ha elaborado la distinción entre la metodología de los métodos y la
metodología de los resultados [Lombardi Vallauri, pp. 79 y ss.]. Con la primera el jurista selecciona los resultados
sobre la base de los métodos, con la segunda el jurista escoge el «mejor» resultado y después lo motiva sobre la base
de los métodos que conducen a él.
Se ha sostenido, en otras palabras, que los métodos hermenéuticos pueden ser más o menos razonables, pero
desde el momento en que deben ser aplicados en condiciones de incertidumbre, ligados al contexto situacional de la
aplicación del derecho, no pueden estar dotados de certeza absoluta. Por lo demás, la existencia de una pluralidad de
métodos, que en cada caso se utilizan según lo que sea necesario, conlleva claramente las características de
incertidumbre propias de dichos métodos.
La «metodología de los métodos» puede conducir en muchos casos a una pluralidad de resultados posibles:
de aquí la necesidad de elegir de caso en caso el mejor resultado sobre la base de una serie de elementos (por ejemplo
los valores político-jurídicos implícitos en el ordenamiento). Pero queda de todos modos claro que también allí donde
se acabe, de una manera o de otra, por sostener la «metodología de los resultados», esta última no puede encontrar un
firme anclaje sino en el texto, que en un momento dado tiene su objetividad [Betti, pp. 304 y ss., Bianco, pp. 133 y
8 Chaim Perelman (1912-1984). De formación originariamente neopositivista, ha elaborado la teoría de la Nueva retórica (Traité de l’argumentation, con Lucie Olbrechts-Tyteca, 1976). Se trata de una teoría que analiza la lógica del discurso práctico con particular referencia ala
argumentación como procedimiento que, partiendo de premisas probables, llega a conclusiones probables. 9 Iniciador de los estudios de lógica deóntica, Georg Henrik von Wright (1916) es autor de Deontic Logic (1951) y de Explanation and Understanding (1971) en los cuales, en perspectiva analítica, indaga el concepto de intencionalidad.
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ss.]. En efecto, los resultados no pueden sino tomar como punto de partida el texto jurídico y asimismo en el iter del
procedimiento a través del que se desarrolla el razonamiento jurídico es la identidad del texto la que juega un rol muy
relevante y la que debe someterse a la prueba de los métodos hermenéuticos. Identidad del texto que está también
hermenéuticamente ligada y armonizada con los elementos esenciales del derecho vigente en el contexto global del
ordenamiento [Carcaterra].
Un punto —por otro lado intuido por la teoría jurídica del movimiento del derecho libre— acaba por
consiguiente por emerger con gran claridad: en la interpretación de las normas vigentes, diferentes métodos
interpretativos conducen a diversos resultados, y la elección del método es consecuencia de una dirección previa
grabada por el intérprete en su actividad de hallazgo del derecho. Si el intérprete juzga según el tenor literal de la
norma, o bien según su ratio objetiva o bien según la voluntad del legislador, los resultados que se producen son muy
distintos. En consecuencia, las metodologías de la interpretación no están en situación de determinar de forma unívoca
cómo se deba proceder por parte del intérprete en el procedimiento interpretativo. En cada caso viene demandada una
pre-decisión de tipo preventivo, que seleccione entre los diversos métodos de interpretación aquel —o mejor
aquellos— que se consideran como los más aptos para el caso concreto. En consecuencia los métodos se configuran,
según algunos, directamente como posibilidades, ofertadas al intérprete, de legitimar los resultados deseados o
considerados de algún modo como los más apropiados [Hassemer]. La elección del método dependerá entonces de
una pre-valoración, de una valoración preliminar relativa a su adecuación para proporcionar una determinada
solución. Por ello, en algunas de sus formulaciones [Esser, Kriele] la hermenéutica jurídica ha considerado como
carente de valor un catálogo de cánones interpretativos como el indicado por Savigny.
A esta objeción se puede sin embargo replicar afirmando que los cánones interpretativos, en la medida en
que se desmitifique su carácter absoluto, mantienen un cierto valor en cuanto el operador jurídico se orienta antes que
nada a través de ellos [Kaufmann, Fiss]. Además, si el pluralismo de los métodos representa una característica de
fondo de la cultura jurídica occidental, es debido a que mantiene un relieve significativo. Aunque las reglas
tradicionales de interpretación no pueden ser aisladas como métodos interpretativos autónomos y autosuficientes,
mantienen su función al demostrarse que son necesariamente complementarias en el proceso de concretización del
derecho, y que se entrelazan de diversas maneras [Larenz, 1991]. La circunstancia de que en la interpretación judicial
haya un margen indudable de integración valorativa y creativa no significa que se pueda legitimar el uso arbitrario de
métodos y que no exista el deber de juzgar a la luz de criterios racionales y controlables. Aunque el proceso de
concretización del derecho no sea racionalizable hasta su último extremo, no es posible conseguir la eliminación del
elemento racional que se conecta con el recurso a los métodos: de otro modo nos arriesgamos a ir en la dirección,
ciertamente negativa y no deseable, de un irracionalismo en la actividad de hallazgo del derecho [Larenz 1971].
Pero no hay sólo un argumento de racionalidad cuando se sugiere la relevancia del elemento metodológico
en el trabajo interpretativo de los juristas. A su favor milita también un elemento de carácter político. Aunque
sometido a los vínculos típicos que debe respetar el aparato del Estado en el ámbito del ejercicio de su oficio
institucional, el derecho que se traduce en normas aplicativas de decisión no es producido en principio según los
procedimientos democráticos propios de la legislación: tanto más motivada se vuelve por eso la exigencia de someter
a verificación el método de trabajo del intérprete, de someter a la criba del control crítico su honestidad y su
racionalidad, de modo que se garantice que las decisiones producidas judicial o administrativamente no traspasen,
trasgrediéndolos, los textos legales, y por tanto no alteren, autoatribuyendo al poder judicial o ejecutivo poderes
impropios, los resultados del juego político democrático.
Una de las cuestiones fundamentales se puede resumir en estos términos: ¿a quién se atribuye la valoración
del carácter correcto o incorrecto de los métodos de individualización del derecho?, ¿Está reservada a la autonomía de
la magistratura o por el contrario está reservada a otros sujetos competentes? Si nos ponemos en una perspectiva
histórica debemos recordar que en el desarrollo de la cultura jurídica moderna el método jurídico fue originariamente
elaborado por eruditos, que representaban y estructuraban una «opinión científica», orientando sus tesis sobre la idea
de «corrección» científica independiente de la praxis, y además con una postura políticamente fiel a los poseedores
institucionales del poder. Se trataba en suma de sujetos cultural y socialmente autorizados pero no dotados de una
independencia sancionada institucionalmente, ni encargados de funciones decisionales en el ámbito de la organización
burocrática-institucional del Estado.
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En otras palabras, una cosa es el «método jurídico» de la doctrina, y otra el «método jurídico» de la
jurisdicción, esto es, del poder del Estado que encuentra en la imparcialidad de la administración de justicia y en la
subordinación a la ley los elementos fundamentales de su ethos. Desde este último ángulo se puede añadir una
consideración de tipo teórico: mientras la aproximación exclusivamente científica, apropiada a la naturaleza del punto
de vista adoptado, puede —y casi debe— utilizar cualquier método, el método orientado a la aplicación práctica del
derecho no puede gozar en principio de un espacio análogo de máxima libertad sino que deberá sujetarse a una serie
de vínculos dependientes de la posición que el intérprete asume con respecto a la ley [Engisch10
(10)]. No es difícil
apuntar que, en la mayor parte de los casos, la praxis interpretativa del derecho no se adapta a los criterios elaborados
por la doctrina científica del método. Es al método jurídico determinado por las exigencias y por las necesidades
prácticas, y esencialmente orientado a la consecución aplicativa del derecho a partir de la ley y de la constitución, al
que aquí principalmente prestamos nuestra atención, afrontando la dificultad, recién indicada, de un «método de la
praxis» que puede separarse de las reglas de la doctrina científica del método, produciendo él mismo reglas nuevas.
Por consiguiente, no un método puramente erudito, sino un método que, si bien controlable por la ciencia, también sea
utilizable en lo concreto por la praxis jurídica. Queda sin embargo como algo difícilmente contestable que la
pluralidad de los cánones interpretativos no posee en último análisis un carácter jurídicamente necesario: las únicas
normas verdaderamente vinculantes en tema de interpretación jurídica son las que disciplinan el procedimiento
jurisdiccional, viniendo por tanto a asumir características de obligatoriedad —si bien con la necesidad de ser a su vez
interpretadas— por los actos interpretativos efectuados en el ámbito jurisdiccional.
El problema de la pluralidad de los métodos no está sólo en la extrema dificultad de proporcionar
indicaciones precisas para jerarquizarlos, o para consultarlos según un orden predeterminado, y por consiguiente para
indicar las prioridades respecto a las alternativas de su utilización; también pone sobre el tapete la posibilidad de
antinomias entre los postulados que los inspiran, e incluso la difícil documentabilidad y externabilidad de sus criterios
selectivos de utilización. En la concreta vida aplicativa del derecho de hecho sucede comúnmente que no sólo se
verifica que ningún método interpretativo es tal como para conducir de por sí a resultados ciertos y no opinables, y
por consiguiente para imponerse incontrovertiblemente como tipo de interpretación al que recurrir obligatoriamente;
sino que sucede que el comportamiento del intérprete a menudo se inclina a una composición sincrética y a una
síntesis ecléctica de los distintos tipos de interpretación, que por eso no funcionan casi nunca como métodos
«simples» sino como construcciones metódicas que se originan por la compleja contaminación de elementos
fundamentales de los métodos singulares. Ya en este necesario sincretismo de los métodos se puede percibir la
presencia de una racionalidad, que no puede ser nunca fuerte y resolutiva, sino siempre opinable. Una similar
circunstancia no configura por tanto sólo una relevante cuestión técnica, relativa al modo de funcionar del
razonamiento jurídico y a la dificultad de desplegar de modo preciso los diversos grados del iter metódico: ya que no
todos los pasos de la interpretación y de la argumentación son fácilmente determinables, queda en último análisis
central el porqué de la elección del método (o de los métodos). Pero ésta comporta también notables repercusiones en
el plano de los valores «políticos» y jurídicos inspiradores de los métodos singulares —que pueden también ser
parcialmente alternativos entre sí—.
El intérprete, al igual que el legislador, se pregunta siempre por las eventuales y previsibles consecuencias
prácticas que sucederían en el contexto social, caracterizado por cambios mucho más veloces que los del sistema
jurídico, al aceptar una u otra solución interpretativa. Por este motivo es necesario reconocer que el interpretar y el
argumentar no proceden de forma lineal, sino de modo intercalado, insertando en la trama de un tejido lógico
consideraciones valorativas y de oportunidad. La referencia al criterio de razonabilidad, por ejemplo, cual regla de
interpretación que se ha venido afirmando en la jurisprudencia constitucional, no opera según el paradigma silogístico
tradicional sino que deriva de una exigencia fundamental que, si fuera negada, no permitiría fundar según criterios
racionales la acción social que llamamos derecho, ni mucho menos dar lugar a premisas aceptables y controlables del
razonamiento jurídico. «La clase de lógica ampliada que es la lógica de lo verosímil» [Mengoni] a menudo considera
también, como criterio de elección entre varias interpretaciones posibles, el aspecto que se refiere a las implicaciones
prácticas inmediatas de los efectos jurídicos de la decisión. Este argumento de tipo consecuencialista manifiesta en
particular una específica relevancia en el ámbito de la interpretación constitucional donde es particularmente claro que
las consecuencias de la preferencia a favor de una en vez de otra interpretación atañen no sólo a las partes interesadas
10 Kart Engisch (1899-1990). Está entre los más importantes juristas y estudiosos de teoría y metodología del derecho alemán del siglo XX. Autor
de contribuciones fundamentales al análisis del método jurídico, a la teoría y a la lógica del derecho, es sobre todo conocido por Einfuhrung in das juristische Denken (1968, 4.a ed.) y por Die Idee der Konkretisierung im Recht und Rechtswissenschaft userer Zeit (l965).
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en la decisión concreta, sino también a todos los afectados por los efectos vinculantes de la decisión.
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Bologna, 1989.
6. El método de la interpretación constitucional
Dadas sus peculiaridades, es oportuno reservar algunas consideraciones específicas al problema del método
en la interpretación constitucional.
A través de ya sea de las cartas constitucionales, ya sea de la interpretación constitucional, se introducen
directamente en el tejido del derecho una serie de valores ético-políticos que, en cuanto tales, pre-existen al pacto
constitucional (pensemos, por ejemplo, en los derechos inviolables del hombre): los valores que identifican,
confiriéndole una precisa fisonomía, la especificidad constitucional de un ordenamiento social y jurídico y que se
encuentran incluidos sobre todo en las disposiciones programáticas y de principio o en los catálogos de derechos
insertos como preámbulos en los documentos constitucionales [Barnett]. Una vez que estos valores morales han sido
institucionalizados y así introducidos en el derecho positivo cual parámetros normativo-ideales de un determinado
Estado y de un ordenamiento concreto podemos hablar de su doble pertenencia, al ámbito de la moral y al del
derecho. Continúan teniendo vigencia ética pero asumen al mismo tiempo también una validez formal como
principios jurídicos [Alexy]. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas,
constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en
consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva [Ruggeri]. Véanse, por ejemplo, las «fórmulas elásticas» de los
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artículos 41, 42,43, 97 de la Constitución italiana. La peculiar latitud semántica del derecho constitucional y su
vínculo estructural con el momento político (evidente, sobre todo, en las partes organizativas de las cartas
constitucionales) comportan en consecuencia vínculos menos constrictivos y rigurosos en relación al intérprete y un
control más atenuado por parte de la dogmática, en comparación con cuanto sucede en sectores del derecho más
tecnificados.
Pero se cometería un grave error si se olvidara que la constitución, como cualquier ley, es siempre y ante
todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas [Crisafulli] y que, por eso, pertenece indudablemente
al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas
constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes
«autorizados» de la constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los
textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de
leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional
constitucional —al menos en la casi totalidad de los países europeos— ha venido a asumir una notable relevancia en
el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable
relevancia [Cheli].
Respecto a los empleados en otros sectores del derecho en los que es más amplio el recurso al esquema
silogístico [Tosi], el método de la interpretación constitucional se caracteriza sobre todo porque se funda, además de
en aplicación de reglas, en argumentaciones basadas en principios [Mengoni]. Los principios son especies particulares
de normas cuya aplicación no asume la forma silogística de la subsuncion, sino la de la optimización en la realización
del precepto. Prescriben que su contenido se realice en la medida de lo que sea posible. Por este motivo los principios
pueden entrar en competencia entre sí: en otras palabras, valorados singularmente, se pueden encontrar en situación de
recíproca y al menos parcial concurrencia, lo que implica para el intérprete la necesidad de resolver caso por caso la
colisión estableciendo una jerarquía, que en el contexto aplicativo significa prioridad de un principio respecto de otro.
La jerarquía, la escala de prioridad entre principios constitucionales diversos, se hace necesaria porque se
refiere a tipos particulares de normas dadas por una misma fuente de derecho, la constitución [Guastini]: en el
balancing test entre derechos concurrentes el Tribunal Supremo Americano habla de preferred position para algunos
derechos reconducibles a un valor constitucional primario, como la libertad de expresión y de asociación, la libertad
religiosa, los derechos de la personalidad y de participación política [Bin 1992 y Bobbitt 1991 y 1996].
Pero asimismo nuestro Tribunal constitucional se ve obligado continuamente a elegir en el caso a decidir, no
sólo en las hipótesis de juicios de igualdad a la luz del significado que haya que atribuir al artículo 3. 1 de la
Constitución italiana, sino también cuando, en la búsqueda de la norma que sirva de criterio, deba optar por ejemplo
entre el derecho de libertad individual y el derecho a la salud, entre el derecho de propiedad y de empresa y el
reconocimiento del valor «primario» del paisaje.
Además la difícil búsqueda de la jerarquía de los valores constitucionalmente tutelados —que, por ejemplo,
inspira la extendida técnica constitucional de la ponderación de bienes e intereses, utilizada sobre todo en relación con
los derechos individuales— exige una obra continua e incesante de re-definición y re-armonización de los principios
constitucionales en base de los elementos específicos que suministran los casos que hay que decidir. En el juicio de
constitucionalidad a que está sujeta la ley, las exigencias de esta última han de acomodarse a las exigencias del caso
específico [Zagrebelsky 1992]. Por eso, los enunciados constitucionales deben tener firme un núcleo identificativo del
valor originalmente tutelado, pero al mismo tiempo piden, a través de una razonable variedad de interpretaciones y de
aplicaciones, ser continuamente remodelados, adecuándolos a las innovaciones histórico-políticas y al cambio de
sentidos y significados socialmente admitidos [AA. VV, Dogliani]. Los principios que se encuentran en la base de las
constituciones y en torno a los cuales los documentos constitucionales se han formado, con la apertura de nuevos
horizontes y de nuevos problemas, tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un
conjunto dotado de sentido. Tienen necesidad de justificación renovada [Wellmann]. Si además se tiene presente que
la constitución es, ella misma, el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo
hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la
intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes
de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos [Zagrebelsky 1990], no es difícil
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reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos
y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las
fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En
muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines
constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la
imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el
juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas
interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética
que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto a través de la constitución penetran en el tejido del
ordenamiento positivo valores y principios históricamente acuñados [Kriele], y por eso mismo no irrevocables, que en
una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista [MacCormick] se sostiene que los problemas jurídicos más
consistentes, que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones
constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la
constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como
objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa.
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7. Método y elección del método: los cuatro tipos de interpretación
Sobre las modalidades con las que se configura la contaminación entre diversos métodos, a los que a menudo
se recurre en la práctica interpretativa del derecho, incide inevitablemente la idea global de derecho que es propia del
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intérprete: una idea global de la sociedad y del fenómeno jurídico que no puede, conscientemente o no, no
caracterizarlo y respecto a la cual los métodos de interpretación representan un componente parcial, si bien relevante.
La elección de un determinado método comporta de modo típico un resultado interpretativo dado: es evidente, por
ejemplo, que la preferencia por una interpretación de tipo literal, o que de cualquier modo privilegie la ratio objetiva
de las normas, añade relevancia a los elementos axiológicos de la autoridad, de la certeza del derecho y del orden
social, y presupone que el intérprete está vinculado a la estructura gramatical del texto legal considerado como
producto lingüístico. Un tipo de interpretación evolutiva, o que de cualquier modo dé valor a la intención directiva del
legislador o del ordenamiento, subraya por el contrario los valores de la adecuación del derecho a las
transformaciones sociales y de la realización de una tarea sustancial de justicia e implica la que un importante
exponente de la Tübinger Schule, Philip Heck11
, ha definido como una «obediencia pensante» [Heck]. Una
interpretación de tipo sistemático, en fin, privilegia la idea de que el legislador ha dispuesto las normas según un
orden sistemático y que el respeto de tal orden procura al intérprete elementos útiles de naturaleza semántica. En
realidad, la sutileza y la complejidad del mecanismo combinatorio de diversos métodos, que se adoptan en la praxis
interpretativa, hacen que las alternativas axiológicas en ellos comprendidas no resulten por lo general tan netas,
evidentes y extremas, como se ha indicado un poco más arriba: y en consecuencia la antítesis entre los valores que
inspiran los métodos con frecuencia no es legible desde fuera con la claridad que sería deseable.
La reticencia del intérprete a exteriorizar no sólo los criterios metodológicos que ha tenido a bien asumir,
sino incluso el recorrido lógico-valorativo a través del cual ha llegado a determinados resultados, eligiendo entre los
métodos y de vez en cuando utilizando sus variantes y elementos particulares, no corresponde solamente a un intento
éticamente poco recomendable y científicamente poco correcto de mantener una mayor libertad de movimiento y de
decisión, es decir, de reservarse amplios márgenes de discreción metodológica. De hecho refleja en el fondo una no
pequeña dificultad técnica, la de individualizar soluciones incontrovertibles para los problemas metodológicos y a la
vez la de analizar y comunicar exactamente qué es lo que en efecto hace la praxis jurídica y cómo lo hace,
produciendo un conjunto de reglas metódicas funcionales para la interpretación y la comprensión de las leyes. El
método no está en situación de poder explicar la elección del método.
En la perspectiva desde tiempo adoptada por la teoría contemporánea de la interpretación, el método jurídico
no es ya tanto un método del comprender, cuanto un método del actuar, un método en suma cuya validez y corrección
se miden fundamentalmente en la praxis.
Parafraseando la antigua enseñanza aristotélica, se podría decir que el método se puede desarrollar y verificar
tan sólo practicándolo: lo que es, se demuestra en su uso. Los criterios interpretativos no pueden sino emerger de la
observación de la praxis concreta del derecho y no de presuntos principios indiscutibles que a su vez estarían siempre
sujetos, frente al caso concreto, a la posibilidad de una contestación crítica. Para todo discurso relativo al método es
necesario por eso partir de la realidad, del análisis y de la observación de sus características concretas: y la realidad
interpretativa cotidiana nos confirma, sin sombra de duda, la falta de una jerarquía estable entre los diversos y
múltiples métodos.
Considerada la actitud del intérprete de combinar en variantes complejas los tipos elementales del método
jurídico, asumiéndolos como meros puntos de partida del procedimiento interpretativo, la ilustración de estos últimos
no podrá tener lugar más que de modo sintético y por referencias; aún resulta útil para este fin la clásica distinción de
Savigny, fundada sobre cuatro elementos de la interpretación (gramatical, lógico, histórico y sistemático) [Savigny],
que aparentemente se muestran simples y al mismo tiempo necesarios. En realidad, en la hermenéutica jurídica
contemporánea se ha difundido un cierto escepticismo acerca de su eficacia y en algunos autores se ha creado
directamente la sensación de que «a los esfuerzos teóricos respecto a los métodos (...) va unido algo de quijotesco»
[Kriele, p. 26]. En todo caso no se albergan ya muchas dudas respecto a la circunstancia del funcionamiento
simultáneo y concomitante de varios métodos interpretativos diversos y el propio Savigny afirma que «las cuatro
actividades tienen que operar conjuntamente si se quiere que la interpretación tenga éxito» [Engisch], reconociendo
que cada uno de los métodos puede colocarse en primer plano dependiendo del tipo de texto y de lo problemático de
la situación. Queda el hecho de que los cuatro tipos de interpretación delineados por Savigny individualizan una
11 Philip Heck (1858-1943). Principal exponente de la escuela teórico-jurídica de Tübingen, sostiene la estricta relación del derecho con la realidad
social: tanto en la interpretación cuanto en la integración de la ley, es preciso valorar los intereses en juego. En este sentido fue el fundador de la Jurisprudencia de intereses (ínteressenjurisprudenz). Entre sus obras: Begriffsbildung und Interessenjurisprudenz (1932).
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herencia sólida y duradera de la metodología jurídica, de la que ciertamente no es fácil prescindir.
Tomemos el punto de partida —como es natural— de la interpretación gramatical, es decir, de la
interpretación estrictamente lingüística de los enunciados que constituyen las disposiciones jurídicas. Con esta
expresión muchos se refieren al significado literal de las normas jurídicas, o sea, a la comprensión del orden particular
de las palabras, especialmente en enunciados complejos y quizás —como sucede cada vez más frecuentemente en el
agitado modo de obrar del legislador contemporáneo— escasamente dotados de profundización técnico-formal. La
progresiva pérdida de peso y de relevancia que hoy se registra en el recurso a la interpretación literal [Mazzarese,
Vernengo, Searle] y la carencia de univocidad que se puede encontrar en su caracterización y en su uso por parte de
los juristas son también consecuencia obligada de que prevalezcan en el momento formativo de la ley aspectos de
ambigüedad: la ambigüedad que es necesaria al realizarse los compromisos políticos de los que nace la legislación
contemporánea; a lo que se añade, en muchos contextos jurídicos, la falta de un control de las formulaciones
legislativas, conducida por un drafting altamente profesional.
El artículo 12 de las Disposiciones Preliminares del Código Civil italiano, al establecer que en la aplicación
de la ley no se la puede atribuir otro sentido sino el que se hace evidente a partir del «significado propio de las
palabras según la conexión de éstas», indica precisamente el criterio de la interpretación literal como principio que
debería imponer al intérprete una estricta adhesión a la letra de la ley, impidiéndole así transformarse en legislador.
Pero este artículo de las Disposiciones Preliminares se basa en un amplio número de presupuestos no demostrados e
indemostrables (el primero de todos, el de la claridad de las disposiciones jurídicas) que nos tienen que inducir a
poner sobre el tapete un interrogante radical: ¿es imaginable un enunciado que no tenga necesidad de interpretación
porque, al objeto de comprenderlo y aplicarlo, es suficiente interpretarlo literalmente? O sea, ¿podemos plantear la
hipótesis de una interpretación exclusivamente literal, capaz de adecuar de modo perfecto su recepción por parte de
quienes aplican la disposición a la voluntad de quien la produce? En efecto, como bien sabe todo intérprete obligado a
medirse con la realidad de la obra hermenéutica, la búsqueda de la conexión existente entre las palabras de la ley no
puede limitarse a los aspectos meramente semánticos, invistiendo de necesidad la coherencia ordinamental de un
discurso [Tarello] —el legislativo— que por su naturaleza, esencialmente directiva, exige una confrontación continua
entre el lenguaje técnico y el lenguaje común, con el fin ante todo de verificar si para el caso controvertido se pueda o
no remitir a una proposición normativa específica; e implica por eso un juicio del intérprete acerca del proceso de
estructuración global de la ley y su correspondencia con exigencias específicas [Frosini]. La conexión de las palabras
no representa tanto un orden meramente semántico, cuanto un orden funcional y ideológicamente jurídico.
Muchos teóricos del derecho de orientación normativista o imperativista se apoyan en la estructura
gramatical de los enunciados jurídicos para extraer de ellos la confirmación del carácter imperativo del derecho,
entendido como formado por mandatos que deben seguir obligatoriamente los miembros del grupo social.
Paradigmáticas de esta orientación son por ejemplo las tesis de Rene Capitant [Capitant], para el cual «la oposición
entre indicativo e imperativo es la oposición entre lo que es y lo que debe ser». En realidad, la juridicidad de los
enunciados no se encuentra contenida en los mismos, sino que se halla necesariamente más allá de ellos, en una serie
de elementos contextúales de fondo, que se colocan más allá de las palabras fuera del mero nivel lingüístico-
gramatical. En la interpretación del contrato, por ejemplo, para aclarar las intenciones de las partes contratantes no se
puede prescindir de la observación y de la valoración de los comportamientos de las partes antes y después de la
conclusión del contrato: no se puede determinar si ha habido intenciones comunes si no es recogiendo en sede
interpretativa múltiples elementos y reconduciéndolos a un fin común [Irti]. Además, asumir un enunciado en su
estructura sintáctico-gramatical significa casi siempre constatar sus elementos de equivocidad y resaltar sus espacios
de imprecisión, que por otro lado son intrínsecos al código lingüístico propio de una determinada comunidad: pero ya
esta misma constatación de imprecisión implica recurrir a otros elementos interpretativos, diversos de los gramaticales
y por consiguiente que trascienden del mero plano literal y léxico. Desde el momento en que cualquier comunicación
lingüística, por su carácter relacional, adquiere sentido y reduce sus aspectos de equivocidad sólo dentro de un
contexto preciso, es necesario reconocer que el comprender constituye una práctica social y presupone acciones
intersubjetivas. Una indirecta e involuntaria confirmación en tal sentido proviene de la etimología del término
«exégesis», que precisamente da nombre a la Escuela de juristas-intérpretes del Código de Napoleón caracterizada por
un absoluto primado de la interpretación lógico-gramatical (Escuela de la Exégesis), en el intento de garantizar
fidelidad a la ley y respeto del poder judicial al primado legislativo. «Exégesis» evoca etimológicamente (exegeisthai)
un «sacar afuera», aludiendo en suma a la profundidad, a los fondos subyacentes que el sentido literal necesariamente
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destapa. Por otro lado, con referencia a la interpretación bíblica, Emmanuel Levinas sostiene que para el fin propio de
una correcta hermenéutica es necesario «ir más allá del versículo», o sea, captar más allá del texto el mensaje que está
subentendido y que trasciende el mero plano de la narración [Levinas].
De manera análoga podemos decir que el derecho positivo es necesariamente siempre transpositivo
[Zaccaria]. En otros términos, hablar de la interpretación gramatical tiene sentido concretamente sólo si, respecto a la
comprobación de la estructura sintáctica de los enunciados, subsisten dudas: pero si estas dudas, una vez efectuado el
análisis gramatical —que no conduce de por sí a resultados absolutamente unívocos— permanecen, el elemento
lingüístico no será suficiente y será necesario, para penetrar más en profundidad en el sentido de las disposiciones
jurídicas, acudir a otros puntos de vista ulteriores. La resolución de las dudas y de las ambigüedades no podrá en suma
tener lugar aislando los términos en su absoluta literalidad sino, todo lo contrario, reconduciéndolos a la concreta
comunidad lingüística, a la determinación del contexto en el cual los signos lingüísticos encuentran la posibilidad de
adoptar un significado concreto. Para verificar si el texto jurídico está privado de sentido o bien va dirigido a regular
fenómenos parcial o totalmente diversos de aquellos que contempla, es necesario confrontar fenómenos y texto: ahora
bien, este procedimiento queda excluido por una interpretación exclusivamente literal. Propiamente tal tarea de
reducción de la ambigüedad, de discernimiento crítico entre interpretaciones erróneas y no erróneas de los fenómenos
jurídicos, representa una tarea que tan sólo puede realizar el mismo intérprete así como es el propio intérprete el
llamado a sanar eventuales contrastes entre el sentido literal común, propio del lenguaje cotidiano, y el sentido
técnico-jurídico propio de las expresiones normativas. Estas últimas, aún poseyendo en principio demarcaciones más
netas que los conceptos y las expresiones del lenguaje común, no vienen casi nunca precedidas de un definición
explicativa o estipulativa, que explícitamente atribuya un sentido definido y no equívoco a los términos utilizados.
Reconociendo la complejidad de la relación que se establece entre signo y significado, entre la creación del
signo y su recepción, la posición hermenéutica permite aclarar los nexos que ligan la letra y el espíritu de la ley, el
valor semántico y el significado contextual: nexos que sólo la actividad práctica está en disposición de hacer emerger.
El elemento lógico —y con él estamos en el segundo de los tipos de interpretación señalados por Savigny—
concentra su atención en la relación recíproca de las partes singulares de los enunciados normativos: mantiene sólidos
vínculos por una parte con la interpretación sistemática, que hace referencia al lugar que una disposición ocupa en el
sistema jurídico y, por tanto, a los nexos con los diversos sectores del ordenamiento jurídico, y por otro lado, con la
interpretación teleológica porque es prácticamente imposible disociar las relaciones sistemáticas existentes entre las
diferentes partes del ordenamiento de las consideraciones de naturaleza finalista. Si a la interpretación lógica se la
entiende como ampliación del horizonte conceptual y del sentido de la expresión gramatical singular en el contexto en
el que se encuentra inserta, configura un elemento precioso e incluso irrenunciable del procedimiento interpretativo; y
en este sentido buena parte del trabajo del jurista es de naturaleza lógica. Pero de nuevo sucederá que al registrarse
eventuales antinomias, incompatibilidades lógicas entre normas del mismo ordenamiento que sean contrarias entre sí,
el elemento lógico no podrá ir más allá del plano de la pura y simple constatación: para resolver la incompatibilidad es
necesario recurrir o a criterios jurídico-positivos (pero es raro que el ordenamiento jurídico los prevea) o bien a los
clásicos criterios doctrinales elaborados por el iuspositivismo del siglo XIX y XX, esto es, al criterio cronológico, al
jerárquico y de especialidad [Guastini, 1989 y 1993]. Pero estos criterios no siempre son concluyentes ni pueden
conducir, aplicados a la vez, a resultados contrastantes. La intervención del intérprete, debido a la tarea de
determinación unívoca de los contenidos normativos que se le ha confiado, no puede por menos que eliminar la
contraposición y la contradicción entre las normas: pero esto no se puede decidir tan sólo en base a las relaciones
lógicas.
El elemento histórico tiene en cuenta la formación histórica de las normas que hay que interpretar, y
comparando las situaciones jurídicas que preceden y siguen a la emanación de tales normas, trata de obligar al
intérprete a que indague el significado de las normas en el momento de su entrada en vigor. Al considerar la intentio
legis más que la ratio legis, la interpretación histórica puede tener interés tan sólo para disposiciones legislativas
singulares, por tener presente cuál era la situación de la disciplina jurídica antes de la intervención del legislador y en
el momento en el que ésta se produce. La obediencia «histórico-subjetiva» en relación con la voluntad del legislador
histórico «fotografía» y cristaliza el momento en el que la ley es promulgada, exigiendo del intérprete una adhesión
puntual a tal voluntad «originaria». Pero si —como es correcto e inevitable que suceda— el intérprete, al estar él
también caracterizado por la historicidad de su tarea interpretativa, pretende mantenerse fiel a la tarea de una continua
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reactualización de la disciplina jurídica, al cumplimiento de una indeclinable función regulativa en el tiempo que se le
ha confiado, la interpretación histórica, como ha observado agudamente Josef Esser, «acaba necesariamente en un
cierto momento en la ficción del legislador razonable, en el sentido de la previsión de la comprensión actualizada del
conflicto y del programa global» [Esser]. No entra, por consiguiente, en los límites de la interpretación histórica el
transmitir al intérprete el sentido de su función ordenadora y directiva. La disposición legal no es una entidad histórica
que se agote en el sentido cerrado de su originaria formulación. Debe trasformarse en norma para poder disciplinar en
el presente la vida social. La interpretación histórica quiere sólo entender cómo «la cosa derecho» ha sido entendida
por el legislador, no lo que el intérprete a su vez pueda hacer para ejecutar su tarea concretizadora en el ámbito del
sistema jurídico global. Se ve claramente que el tipo de interpretación que más que cualquier otro debería tener en
cuenta el valor histórico de la realidad jurídica, acaba paradójicamente por des-historificar no sólo el contexto de
comprensión, a partir del cual el intérprete comprende, sino incluso la historicidad del objeto del comprender,
disociando la idea del legislador de la realidad histórica.
El elemento sistemático, finalmente, al referirse a la relación existente entre una disposición jurídica y el
sistema de todas las instituciones y de todas las reglas jurídicas, en cierto sentido tiene siempre la última palabra: y
desde este punto de vista, por ejemplo, el sistema de la constitución goza de una indudable posición de privilegio
respecto de las singulares resoluciones normativas. El sistema no puede, sin embargo, ser entendido como algo
exclusivamente materializado en normas, concatenadas en sectores jurídicos, y en conceptos que a su vez están
elaborados por la dogmática jurídica. El sistema concierne más bien a grupos de problemas y decisiones ligadas por
conexiones lógicas y valorativas. Es la vida la que enlaza las singulares proposiciones normativas y también las
singulares determinaciones fácticas en una trama objetiva de conexiones de significado, en una concatenación ideal de
significados y de valores [Esser, Mengoni]. La interpretación sistemática aparece por otro lado como la traducción en
el plano jurídico de un canon hermenéutico más amplio y general, el de la totalidad y la coherencia, que a su vez es
admitido también por el sentido común [Betti]. Es en nombre de este último canon como se considera la relación que
liga las partes constitutivas de un discurso: en la relación entre el todo y las partes particulares se adquiere un
recíproco esclarecimiento, como reconoce en materia de contratos el artículo 1363 del Código Civil italiano, para el
cual «las cláusulas del contrato se interpretan las unas por medio de las otras, atribuyendo a cada una el sentido que
resulta del conjunto del acto». La relación que se establece entre los elementos singulares de una totalidad es una
relación de intrínseca coherencia y de unitaria armonía: la perspectiva hermenéutica precisamente ha subrayado que
en el razonamiento jurídico, en el derecho, no se busca sólo la coherencia normativa, es decir, la coherencia lógico-
sistemática del material jurídico, sino asimismo la coherencia narrativa, esto es, la unidad de sentido y la necesidad de
consonancia y de interdependencia finalista entre los diversos elementos.
Las diferentes metodologías, lejos de aparecer como singulares criterios independientes entre sí, muestran en
el proceso de concretizacion del derecho que actúan como métodos recíprocamente complementarios y que se
entrelazan de diversa manera: su respectivo peso, la prioridad que se confiera a uno sobre otro, se resuelve en cada
caso sobre todo en base a lo que pueden ofrecer como resultado en la controversia singular. El intento de hacer que
una decisión sea aceptable puede inducir a la estrategia del procedimiento judicial a colocar en segundo plano
argumentos e inferencias y a situar por el contrario en primer plano otros criterios: desde este punto de vista, a efectos
de control y de sujeción de la labor judicial, podría ser útil instituir correlaciones estables entre la elección de los
métodos y los argumentos empleados, evidenciando cómo en circunstancias particulares los intérpretes han tenido que
atenerse a particulares criterios metódicos y no a otros, diferentes o alternativos, aunque en ocasiones tales criterios no
vengan explícitamente reconocidos como métodos verdaderos y propios. En todo caso el problema es siempre
explicar el porqué, no arbitrario en la medida de lo posible, de la elección entre los diversos métodos interpretativos y
el porqué, no arbitrario, de su combinación de un modo y no de otro. Es cierto, además, que la hermenéutica
filosófica, a partir de la lección de Hans-Georg Gadamer, ha hecho transparente la limitada relevancia de las reglas
metódicas de interpretación, y ha puesto en evidencia que reducir la interpretación jurídica a una mera técnica
conlleva el riesgo de convertir en ciego el procedimiento aplicativo. La necesaria relativización de los métodos no
libera, por una exigencia ético-política propia del Estado de derecho, de la tarea de mantener lo más reducido posible
el espacio de discrecionalidad. En efecto, más que definir los criterios de corrección de las interpretaciones, la
hermenéutica se preocupa de mostrarnos la estructura del proceso del comprender, las condiciones de posibilidad de
la comprensión de los textos jurídicos.
A este respecto es oportuno subrayar las diferencias de enfoque que conllevan por un lado la hermenéutica
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jurídica y por otro la teoría analítica del derecho. La perspectiva hermenéutica adopta como punto de partida la unidad
lingüística representada por el discurso. En el discurso se vienen a determinar el entenderse, el comprenderse, el
eventual mal entenderse, y se explicitan también las conexiones de sentido que articulan los diversos sectores del
discurso práctico. El discurso jurídico encuentra en su base una serie de argumentos, de cuya validez tendrá que
suministrarse una justificación intersubjetiva. En la perspectiva hermenéutica la norma no puede ser considerada sino
como tan sólo uno entre los diversos argumentos que intervienen en el discurso justificativo, quizás incluso como un
argumento al que reservar una atención peculiar, pero nunca como el único argumento a considerar al fin de atribuir
sentido normativo al contexto.
La perspectiva analítica, por contra, desde el momento en que reconoce una perfecta identidad entre unidad
lingüística proposicional y norma, de hecho ve en ésta el elemento atomístico último y originario sobre el que edificar
el análisis lingüístico; y hace de él, por tanto, en formas más o menos exclusivas, el centro de la teoría jurídica, a la
vez que reserva al momento interpretativo —en la base de la desconfianza iluminista de quien fatalmente ve en ello
alteraciones del texto— una función secundaria y marginal [Viola].
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8. Argumentación y precomprensión
La argumentación no es tan sólo presupuesto de racionalidad y de información (que a su vez es premisa de la
producción de consenso respecto del resultado de la decisión): también se combina necesariamente con la tarea de
analizar y eventualmente de poner en cuestión los elementos que constituyen el presupuesto del juzgar. Nos referimos
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a aquel factor insuprimible del comprender que representa el pre-requisito del procedimiento de solución de los casos
jurídicos, al conjunto de orientaciones y expectativas de salida que la teoría contemporánea del derecho ha sintetizado
bajo el término de «precomprensión». El concepto de precomprensión indica la existencia y la relevancia de una
comprensión inmediata y pre-reflexiva, que precede a toda argumentación jurídica analítica y a toda estrategia
consciente y articulada de hallazgo del derecho. No es posible comprender el derecho si no es con una espera de
sentido, con un horizonte de expectativas (Erwartungshorizont); no se puede comprender ni progresar en el mismo sin
tener un interés en él [Bultmann]; el estatuto lógico del preguntar no puede, en efecto, no conllevar algún tipo de
comprensión preliminar del problema. La precomprensión es, en el sentido de Gadamer, condición de conocimiento
positivo, aunque provisional, del problema en juego, que pone en movimiento todo el proceso del comprender y lo
hace progresar. La precomprensión no es reducible a un prejuicio subjetivo inmotivado y preconstituido, a condición
de saber conservar sus prerrogativas de potencialidad abierta y de proyecto dinámico, que acepta medirse por un lado
con las dificultades del texto jurídico y por otro con la especificidad del caso singular.
La comprensión es proyecto, es anticipación de significados que guía el comprender y fija en cada caso las
circunstancias esenciales sobre la base de expectativas de resultados razonables. Desde este punto de vista la
precomprensión «está ahí»: en otras palabras, constituye un elemento ontológicamente insuprimible y, por eso, es un
elemento de la estructura misma de la comprensión que así puede ser aprovechado como «una posibilidad positiva y
productiva del comprender» [Gadamer 1995]. Mas si se considera que la precomprensión no se ajusta —en ese caso
infundadamente— al resultado de la comprensión, abre el espacio en el cual funciona el problema metodológico. El
paso del comprender «anticipado» al comprender «definitivo», en que consiste el proceso del interpretar, no puede
sino regirse por reglas metodológicas, que guían el uso de las anticipaciones preliminares de la comprensión
[Zaccaria, 1990, 1996]. Es sobre este plano sobre el que opera también el círculo hermenéutico —otro
«descubrimiento» cardinal de la filosofía hermenéutica, desde Heidegger a Gadamer— esto es, la relación partes-todo
que no se establece solamente entre el intérprete y el texto, sino también entre el texto y el interés vital en
comprenderlo [Heidegger 1969, Gadamer 1986]. Transferido al plano de la interpretación jurídica, el círculo
hermenéutico revela una sorprendente capacidad heurística, pudiendo dar cuenta no sólo de la circularidad que se
instituye entre cuestiones planteadas a textos normativos y respuestas que se esperan del intérprete, sino también de la
espiral de condicionamiento y enriquecimiento recíproco y progresivo que se instaura entre la interpretación del
enunciado normativo y la interpretación de las circunstancias de hecho.
Si bien ha sido utilizada por algunos hermenéuticos, como Josef Esser, como factor anti-metodológico en la
dirección de disponer de un criterio de elección entre los diversos métodos, bien vistas las cosas la precomprensión
expresa un principio metodológico, basado en la posibilidad para el intérprete de llegar a quedar advertido de sus
propios presupuestos culturales, históricos, jurídicos, del modo con que concibe las relaciones sociales y los intereses
en juego, con la finalidad de, si no de poner entre paréntesis tales elementos -operación de ordinario muy difícil-, al
menos de someterlos a un control de tipo racional: la comprensión sólo puede producir un buen efecto en la capacidad
de revisar constantemente los propios puntos de partida, las propias precondiciones preliminares. Traer a luz la
precomprensión y tomar clara conciencia de ella para poner bajo control sus condicionamientos, constituye por eso
una indirecta aunque preciosa contribución al trabajo metodológico que a partir de aquí -desde este dato insuprimible-
debe tomar el punto de partida. Utilizando una distinción fundamental, elaborada en el ámbito de la filosofía de la
ciencia [Reichenbach], se puede además observar que la precomprensión funciona en la fase de «descubrimiento» de
las premisas para la decisión de los casos singulares, y no en la fase de «justificación». Una cosa, en efecto, es el
procedimiento con que se determinan las premisas o las conclusiones, y otra es el procedimiento consistente en
justificar tales premisas. La precomprensión influye en el hallazgo y en la «preparación» de las premisas para
concretar el derecho (la «premisa mayor», relativa al material normativo, y la «premisa menor» relativa a los hechos);
mas está fuera de discusión que por un lado partiendo de premisas no correctas es posible argumentar correctamente
desde un punto de vista lógico; mientras que por otro lado es posible tener premisas o conclusiones correctas en
presencia de una argumentación incorrecta desde el punto de vista lógico [Atienza]. Por eso la precomprensión, que
de hecho es importantísima en el plano del ars inveniendi, no puede ser canjeada, si no es al precio de
tergiversaciones, por un método total del pensamiento jurídico, debiendo después insertarse en el tejido institucional
del derecho ya existente a fin de garantizar, por medio de la investigación de las relaciones sistemáticas, la unidad de
los criterios de valoración.
Una vez que se ha adquirido conciencia de la existencia de las pre-comprensiones, de la determinación
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histórica del lenguaje en que todo interpretar está envuelto, el procedimiento interpretativo es reconducido al terreno
de la ciencia jurídica, que está llamada a una tarea de control de las argumentaciones internas de la práctica jurídica,
caracterizada por la pertenencia del intérprete a un preciso horizonte cultural. De ese modo, las pre-cualificaciones y
las pre-suposiciones interpretativas son reconducidas al plano de una racionalidad común que, acaso sin saberlo, une a
los participantes en la práctica jurídica, sin imponerles por ello un acuerdo de tipo epistemológico sobre todos los
pasos argumentativos del razonamiento jurídico. Dado que el control de racionalidad que hay que efectuar sobre la
praxis jurídica concierne, aún antes de las conclusiones, a la preparación de las premisas, es decir, al modo de plantear
los elementos de partida, es clarísimo lo crucial que es tematizar la precomprensión como elemento comunicable del
procedimiento interpretativo [Esser, 1983 y 1990, Zaccaria, 1984, 1990 y 1996].
Puesto que la decisión hermenéutica a favor de un determinado criterio interpretativo se desarrolla y se
determina por vía argumentativa, es decir, cribando y ponderando el pro y el contra de las distintas hipótesis
interpretativas —claro que se puede hablar de la búsqueda del derecho como una razonable ponderación de hipótesis
interpretativas— es necesario verificar cómo toda interpretación está en disposición de «soportar» una u otra solución,
por ejemplo, preguntándose por las consecuencias que podrían derivarse de cierto resultado interpretativo. En otras
palabras es necesario, en el acto de comparar hipotéticas posibilidades normativas diferentes, basar la interpretación
sobre la argumentación [Ricoeur]. Entendida en modo amplio la argumentación reviste sin duda un papel central en el
derecho, aquel por el cual podemos decir que la práctica del derecho en gran parte consiste, en último análisis, en el
argumentar [Atienza]. Pero en el campo de la aplicación jurídica adquiere una relevancia del todo específica: desde
este punto de vista se pueden distinguir argumentaciones con respecto a los problemas concernientes a los hechos o
argumentaciones con respecto a las normas jurídicas. También aquí —al igual que en el caso de la interpretación de
normas y de la interpretación de hechos— los dos campos argumentativos no pueden separarse de manera escolástica,
tanto menos en la decisión práctica que subyace a la aplicación del derecho.
Los criterios de argumentación racional, si bien tienen el efecto positivo de poder universalizar la solución,
sólo rara vez consienten que se hable de una única solución «correcta», sino que permiten hablar de varias soluciones,
de varias respuestas interpretativas «sostenibles» (lo que por otro lado no significa que no se pueda presuponer la
unicidad de la respuesta correcta como idea regulativa). Entre esa pluralidad de interpretaciones posibles se podrá
escoger de antemano aquella que más se corresponda a las específicas exigencias de un particular sistema jurídico,
dentro del cuadro ético-político más idóneo para justificar los principios y las reglas del sistema jurídico mismo
[Dworkin]. La lógica de la argumentación, al pretender el carácter correcto de los argumentos, no se inspira de hecho
en criterios de lógica exclusivamente formal, ni tampoco puede ceder al arbitrio del decisionismo: si el argumentar
jurídico no supusiera un discurso normativo general de aspiración a la corrección de los argumentos, no se podría
reconocer sentido alguno a la idea de argumentar racionalmente. Y es esta universal pretensión de corrección la que
puede inducir a reconocer en el discurso jurídico un caso especial del discurso práctico general [Alexy]: la pretensión
de alguien es legítima en tanto en cuanto esté racionalmente fundada en el marco del ordenamiento vigente. Por otro
lado el principio de argumentación, según una idea fundamental de Peirce, se funda en comunidades argumentativas
libres, en las cuales conocer y reconocer se encuentran en una relación de intercambio recíproco. Pero una lógica
semejante no está en situación, a su vez, de cubrir el espectro del juicio acerca del carácter apropiado de una o más
varias normas para ser aplicadas a determinados casos: y es propiamente en demostrar el carácter apropiado de una
norma respecto a una situación dada donde se empeña el discurso orientado a aplicar las normas. Para todos aquellos
casos, por ejemplo, en que se plantea instancia de revisión en grados superiores al del juicio, el punto que es objeto de
controversia y sobre el que las partes son portadoras de diferentes interpretaciones está precisamente representado por
el hecho de considerar si los textos normativos responden de un modo mejor que de otro a la cuestión de derecho. En
una palabra, la interpretación recupera su espacio en el plano de la «justificación interna», de la coherencia lógica
entre premisas y conclusiones, mientras que la argumentación funciona como regla de control del proceso de
adaptación recíproca entre la norma interpretada y el hecho interpretado [Ricoeur, Zaccaria 1998, Carcaterra]. El
problema no consiste en «aplicar una regla conocida a un caso supuesto correctamente descrito, (...) sino en
«encontrar» la regla bajo la cual es apropiado situar un hecho que exija por sí ser interpretado» [Ricoeur]. Esta
actividad de descubrimiento de la regla no es cuestión sólo de lógica deductiva, sino que exige ciertamente ir más allá
de la lógica en sentido estricto, interrogándose sobre los argumentos favorables y contrarios a una determinada
solución. En el razonamiento jurídico y en su cuestión central, que es la de la racionalidad de la decisión jurídica,
acontecen tanto el hallazgo de las premisas —esto es, los primeros pasos para encontrar la hipótesis de solución—
cuanto la jerarquización de los criterios argumentativos. Un nivel importante está por eso representado por el
procedimiento, en el interior del cual los diversos actos del razonamiento juegan un papel decisivo. En otras palabras,
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en el razonamiento jurídico hay que resolver problemas de relevancia (o sea, si existen disposiciones normativas y
cuáles de ellas son aplicables al caso); una vez hallada la norma o normas aplicables, se plantean problemas de
interpretación en sentido estricto; existen en fin problemas de argumentación, que permiten pasar de las razones a la
conclusión.
Si, por ejemplo, un juez se encuentra frente a un caso de comportamientos secesionistas que persiguen
cambios inconstitucionales dirigidos a disolver la unidad del Estado disgregando su territorio, deberá previamente
constatar la relevancia del artículo 5 de la Constitución, que proclama que la República es una e indivisible, y del
artículo 241 del Código penal; a continuación deberá interpretar el significado del enunciado «quien quiera que
cometa un hecho dirigido a disolver la unidad del Estado» y por último habrá de argumentar que en el caso específico
no se trata simplemente de manifestaciones de la libertad de opinión, sino de un acto o de una serie de actos que
tienen como fin y como resultado final la disolución de la unidad del Estado.
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