EN LA ESCUELA DEL ESPÍRITU SANTO y la libertad

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JACQUES PHILIPPE

LA LIBERTAD INTERIOR LA FUERZA DE LA FE,

DE LA ESPERANZA Y DEL AMOR

EN LA ESCUELA DEL ESPÍRITU SANTO

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JACQUES PHILIPPE

LA LIBERTAD INTERIOR

LA FUERZA DE LA FE, DE LA ESPERANZA Y DEL AMOR

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Libertad y felicidad No obstante, hay que señalar que esta poderosa aspiración de

libertad en el hombre contemporáneo, aun cuando contenga buena parte de engaño y a veces se lleve a cabo por caminos erróneos, siempre conserva algo de recto y noble.

En efecto, el hombre no ha sido creado para ser esclavo, sino para dominar la Creación. Así lo dice el Génesis explícitamente. Nadie ha sido hecho para llevar una vida apagada, estrecha o constreñida a un espacio reducido, sino para vivir «a sus anchas». Por el simple hecho de haber sido creado a imagen de Dios, los espacios limitados le resultan insoportables y guarda en su interior una necesidad irreprimible de absoluto e infinito. Ahí reside su grandeza y, en ocasiones, su desgracia.

Por otro lado, el ser humano manifiesta tan gran ansia de libertad porque su aspiración fundamental es la aspiración a la felicidad, y porque comprende que no existe felicidad sin amor, ni amor sin libertad: y así es exactamente. El hombre ha sido creado por amor y para amar, y sólo puede hallar la felicidad amando y siendo amado. Como dice Santa Catalina de Siena, el hombre no sabría vivir sin amor. El alma no puede vivir sin amor; necesita siempre algo que amar, pues está hecha de amor y por amor la creé. El problema es que a veces ama al revés; se ama egoístamente a sí mismo y termina sintiéndose frustrado, porque sólo un amor auténtico es capaz de colmarlo.

Si es cierto que sólo el amor puede colmarlo, también lo es que no existe amor sin libertad: un amor que proceda de la coacción, del interés o de la simple satisfacción de una necesidad no merece ser llamado amor. El amor no se cobra ni se compra. El verdadero amor, y por lo tanto el amor dichoso, sólo existe entre personas que disponen libremente de ellas mismas para entregarse al otro.

Así es como se entiende la extraordinaria importancia de la libertad, que proporciona su valor al amor; y el amor constituye la condición para la felicidad. Es sin duda la intuición -incluso vaga- de esta verdad la que hace al hombre estimar la libertad, y nadie puede convencerlo de lo contrario.

Pero ¿cómo acceder a esta libertad que permite el desarrollo del amor? Para ayudar a quienes desean alcanzar este fin, comenzaremos por recordar algunos errores bastante extendidos, a

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INTRODUCCIÓN

Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad' «Ofreceremos a Dios nuestra voluntad, nuestra razón, nuestra

inteligencia, todo nuestro ser a través de las manos y el corazón de la Santísima Virgen. Entonces nuestro espíritu poseerá esta preciada libertad del alma, tan ajena a la ansiedad, a la tristeza, a la depresión, al encogimiento, a la pobreza de espíritu. Navegaremos en el abandono, liberándonos de nosotros mismos para atamos a Él, el Infinito».

Madre Yvonne-Airnée de Malestroit Este libro pretende abordar un aspecto fundamental de la vida

cristiana: el de la libertad interior. Su objeto es muy sencillo: considero esencial que cada cristiano descubra que, incluso en las circunstancias externas más adversas, dispone en su interior de un espacio de libertad que nadie puede arrebatarle, porque Dios es su fuente y su garantía. Sin este descubrimiento, nos pasaremos la vida agobiados y no llegaremos a gozar nunca de la auténtica felicidad. Por el contrario, si hemos sabido desarrollar dentro de nosotros este espacio

interior de libertad, sin duda serán muchas las cosas que nos hagan sufrir, pero ninguna logrará hundimos ni agobiamos del todo.

La afirmación fundamental que queremos desarrollar es muy simple, pero de gran alcance: el hombre conquista su libertad interior en la misma medida en que se fortalecen en él la fe, la esperanza y la caridad. Demostraremos de un modo concreto cómo el dinamismo de lo que tradicionalmente se han denominado las «virtudes teologales» constituye el centro de la vida espiritual; al tiempo que pondremos de manifiesto el papel decisivo que desempeña en nuestro crecimiento interior la virtud de la esperanza: una virtud que sólo puede cultivarse unida a la pobreza de corazón, de modo que este trabajo también se podría considerar un comentario en tomo a la primera bienaventuranza: Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Retomaremos profundizando en ellos algunos temas abordados en libros anteriores como la paz interior, la vida de oración y la docilidad al Espíritu Santo4.

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En los inicios del tercer milenio, nos gustaría que este libro fuera una ayuda para quienes desean ser dóciles a esa maravillosa renovación interior que el Espíritu Santo quiere obrar en los corazones con el fin de hacemos acceder a la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

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I. LIBERTAD Y ACEPTACIÓN

1. LA CONQUISTA DE LA LIBERTAD La noción de libertad puede considerarse un lugar de encuentro

privilegiado entre la cultura moderna y el cristianismo. De hecho, este último se presenta como un mensaje de libertad y liberación. Para convencerse de ello, basta con abrir el Nuevo Testamento, donde los términos «libre», «libertad» y «liberar» se utilizan con frecuencia: La verdad os hará libres, dice Jesús en el Evangelio de San Juan'; y San Pablo afirma: Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad; y en otro momento: Conn esta libertad nos liberó Cristo. Santiago llama a la ley cristiana la Ley de la libertad'. Queda, pues, por descubrir cuál es la verdadera naturaleza de esa libertad e intentar comprenderla.

Por lo que concierne a la cultura moderna, desde hace algunos siglos ésta ha estado marcada --como cualquiera puede constatar de modo evidente- por un poderoso anhelo de libertad. Sin embargo, somos testigos de cómo la noción de libertad se ha cargado de ambigüedad y ha conducido a errores motivo de terribles alienaciones y causa de la muerte de millones de personas. Por desgracia, el siglo XX es buen ejemplo de ello. Sin embargo, el deseo de libertad continúa manifestándose en todos los campos: social, político, económico o psicológico. Seguramente se habla tanto de él porque, a pesar de todos los «progresos» realizados, sigue siendo un deseo insatisfecho...

En el plano moral, da la impresión de que el único valor que todavía suscita cierta unanimidad en este inicio del tercer milenio es el de la libertad. Todo el mundo está más o menos de acuerdo en que el respeto a la libertad de los demás constituye un principio ético fundamental: algo más teórico que real (el liberalismo occidental es, a su manera, cada vez más totalitario). Quizá no se trate más que de una manifestación de ese egocentrismo endémico al que ha llegado el hombre moderno, para quien el respeto de la libertad de cada uno constituye menos el reconocimiento de una exigencia ética que una reivindicación individual: ¡que nadie se permita impedirme que haga lo que quiera!

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recuerda divertida las parrafadas que intercambiaba con las hermanas cuando éstas pasaban camino de la siega hacia un prado que, en realidad, no es más grande que un pañuelo de bolsillo.

Este hecho anodino -la estrechez de los lugares donde vivió Teresita- me hizo reflexionar mucho y darme cuenta de hasta qué punto la vida de la santa transcurrió en un mundo humanamente muy reducido: un pequeño Carmelo provinciano de vulgar arquitectura, un jardín minúsculo, una pequeña comunidad compuesta por religiosas cuya educación, cultura y costumbres serían seguramente básicas, un clima en el cual el sol suele brillar por su ausencia... ¡Y tan corto espacio de tiempo -diez años- vivido en ese convento! Y, sin embargo -y esto es lo sorprendente-, cuando se leen los escritos de Santa Teresita, la impresión que queda no es en absoluto la de una vida pasada en un mundo estrecho, sino muy al contrario. Salvando ciertas limitaciones de estilo, emana de su modo de expresarse y de su sensibilidad

espiritual una maravillosa sensación de amplitud, de expansión. Teresa vive inmersa en grandes horizontes: los de la misericordia infinita de Dios y su ilimitado deseo de amor. Se siente como una reina con el mundo a sus pies, porque todo lo puede conseguir de Dios y, a través del amor, llegar a cualquier punto del universo en el que un misionero necesite de su oración y su sacrificio.

Se podría elaborar todo un estudio filológico acerca de la importancia de los términos con que Teresa expresa la ¡limitada dimensión del universo espiritual en el que se mueve: «horizontes sin fin», «inmensos deseos», «océanos de gracias», «abismos de amor», «torrentes de misericordia» y muchos más. En concreto, el manuscrito B, que recoge el relato del descubrimiento de su vocación al corazón de la Iglesia, es muy revelador. Sin duda, Teresa padeció también el sufrimiento y la monotonía del sacrificio; pero todo se vio superado y transformado por la intensidad de su vida interior.

¿Por qué el mundo de Teresa, humanamente tan pequeño y pobre, produce esa impresión de amplitud? ¿De dónde esa sensación de libertad obtenida del relato de su vida en el Carmelo?

Muy sencillo: es que Teresa ama intensamente. Está abrasada de amor a Dios, de caridad hacia sus hermanas; y carga con la Iglesia y con el mundo entero con la ternura de una madre. Este es su secreto: el pequeño convento no la oprime porque ama. El amor todo lo transforma y da un toque de infinitud a las cosas más

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los cuales ninguno somos completamente ajenos, pero de los que es preciso huir con objeto de gozar de la auténtica libertad.

La  libertad.‐  ¿reivindicación  de  autonomía  o reconocimiento de dependencia? 

Si -como ya hemos comentado- la libertad parece constituir un dominio común del cristianismo y la cultura moderna, quizá es también el punto en el que discrepan de forma más radical. Para el hombre moderno ser libre a menudo significa poder desembarazarse de toda atadura y autoridad: «Ni Dios ni amo». En el cristianismo, por el contrario, la libertad sólo se puede hallar mediante la sumisión a Dios, esa obediencia de la fe de que habla San Pablo. La auténtica libertad es menos una conquista del hombre que un don gratuito de Dios, un fruto del Espíritu Santo recibido en la medida en que nos situemos en una amorosa dependencia frente a nuestro Creador y Salvador. Es aquí donde se pone más plenamente de manifiesto la paradoja evangélica: Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará, o dicho de otro modo: quien quiera a toda costa preservar y defender la libertad la perderá; pero quien acepte «perderla» devolviéndola confiadamente a las manos de Dios, la salvará. Le será restituida infinitamente más hermosa y profunda, como un regalo maravilloso de la ternura divina. Más adelante veremos cómo nuestra libertad es proporcional al amor y a la confianza filial que nos unan a nuestro Padre del cielo.

Para alentarnos contamos con el ejemplo vivo de los santos, que se han entregado a Dios sin reservas, no deseando hacer más que Su voluntad, y que en recompensa han ido recibiendo progresivamente el sentimiento de gozar de una inmensa libertad que nada en este mundo puede arrebatarles, y en consecuencia una intensa felicidad. ¿Cómo es esto posible? Intentaremos comprenderlo poco a poco.

¿Libertad exterior o interior? Otro error fundamental relativo a la noción de libertad es

considerar esta última como una realidad exterior dependiente de las circunstancias, y no una realidad ante todo interior. Existe algo muy obvio, pero que nos cuesta mucho comprender: y es que, cuanto más dependa nuestra sensación de libertad de las circunstancias externas, mayor será la evidencia de que todavía no somos verdaderamente libres. En este terreno, como en tantos otros,

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revivimos el drama experimentado por San Agustín: «Tú estabas dentro de mí y yo fuera. Y fuera te andaba buscando».

Nos explicaremos. Con mucha frecuencia tenemos la impresión de que lo que limita nuestra libertad son las circunstancias que nos rodean: las normas impuestas por la sociedad, las obligaciones de todo tipo que los demás hacen recaer sobre nosotros, tal o cual limitación que disminuye nuestras posibilidades físicas, nuestra salud, etc. Por lo tanto, para hallar nuestra libertad sería preciso eliminar todas estas ataduras y obstáculos. Cuando nos sentimos prácticamente «asfixiados» por las circunstancias que nos rodean, nos volvemos en contra de las instituciones o de las personas que son aparentemente su causa. ¡Cuánto resentimiento hemos alimentado en nuestra vida contra todo lo que no es de nuestro agrado y nos impide ser lo libres que desearíamos!

Este modo de ver las cosas encierra cierta parte de verdad: a veces hay limitaciones que es preciso remediar, barreras que hay que salvar para conquistar la libertad. Pero contiene también buena parte de engaño que deberíamos desenmascarar, so pena de no gustar jamás de la verdadera libertad. Incluso aunque desapareciera de nuestras vidas todo cuanto creemos que se opone a nuestra libertad, no existiría garantía de acabar consiguiendo esa plena libertad a la que aspiramos. Cuando superamos unos límites, siempre aparecen otros detrás. De ahí el riesgo -en caso de detenerse en la situación descrita- de encontrarse inmerso en un proceso sin fin, en una permanente insatisfacción. Nunca dejaremos de tropezar con obstáculos dolorosos. De algunos de ellos podremos librarnos, pero sólo para topamos con otros más firmes: las leyes de la física, los límites de la naturaleza humana o los de la vida en sociedad...

¿Liberación o suicidio? El deseo de libertad que habita en el corazón del hombre

contemporáneo a menudo se traduce en un intento desesperado de traspasar los límites dentro de los cuales se siente como encerrado. Siempre queremos ir más lejos, más deprisa; queremos aumentar nuestro poder de transformar la realidad. Y esto es así en todos los aspectos de la existencia. Creemos que seremos más libres cuando los «progresos» de la biología nos permitan elegir el sexo de nuestros hijos. Pensamos que encontraremos la libertad intentando llegar más allá de nuestras posibilidades. No contentos con practicar

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el alpinismo «normal», nos lanzamos al alpinismo «de riesgo», hasta el día en que vamos demasiado lejos y la emocionante aventura se ve truncada por una caída mortal. Esta faceta suicida de algunas búsquedas de libertad aparece evocada de modo significativo en la última escena de la película Le grand Bleu, cuyo protagonista, fascinado por la soltura y la libertad con que se mueven los delfines en el fondo del océano, acaba yendo tras ellos. La película, no obstante, omite lo evidente, y es que, actuando de esta forma, el héroe se condena a una muerte segura. ¡Cuántos jóvenes desaparecidos por el exceso de velocidad o por sobredosis de heroína!; ¡por un anúelo de libertad que no ha sabido hallar el auténtico modo de hacerse realidad! ¿No se convierte entonces en un sueño al que vale más renunciar a cambio de una vida apagada y mediocre? ¡Claro que no! Pero es necesario descubrir dentro de uno mismo y en la intimidad con Dios la libertad verdadera.

«Os apocáis en vuestros corazones» Para lograr comprender cuál es la naturaleza de este espacio de

libertad interior que cada uno alberga dentro de sí y que nadie le puede arrebatar, querría aludir a una experiencia propia relacionada con Santa Teresita del Niño Jesús que me ha servido de mucha ayuda.

Hace ya muchos años que Teresa de Lisieux es para mí una buena amiga, en cuya escuela de sencillez y confianza evangélica he aprendido muchas cosas. Hará unos dos años, en una de las primeras ocasiones en que, a petición de otra ciudad (me parece recordar que se trataba de Marsella), sus reliquias salieron del Carmelo, yo me encontraba en Lisieux. Las carmelitas habían acudido a los hermanos de la Comunidad des Béatitudes para que las ayudaran a trasladar el pesado y precioso relicario hasta el automóvil que debía conducirlo a su destino. Tan grata misión, a la que me presté voluntario, me brindó la inesperada oportunidad de entrar en la clausura de las Carmelitas de Lisieux y contemplar gozoso y emocionado los mismos lugares que habitó Santa Teresita: la enfermería, el claustro, la lavandería, el jardín del Carmelo con su avenida de castaños ... ; sitios todos ellos que yo había conocido a través de los recuerdos evocados por nuestra santa en sus Manuscritos autobiográficos. Para mí lo más sorprendente fue encontrar todo aquello mucho más pequeño de lo que me había imaginado. Así, por ejemplo, hacia el final de su vida Teresa

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poco, ¿su sexo y el color de sus ojos? Soñamos con la vida como si ésta fuese un inmenso supermercado en el que cada estante despliega un amplio surtido de posibilidades del que poder tomar, a placer y sin coacción, lo que nos gusta, y dejar lo demás... Recurriendo a una imagen de enorme actualidad, querríamos elegir nuestra vida como el que escoge una prenda de un grueso catálogo de venta por correo.

Que el uso de nuestra libertad con frecuencia nos conduce a optar entre distintas posibilidades es un hecho cierto... y, además, un hecho bueno. Pero pecaríamos de falta de realismo si lo contempláramos sólo desde este ángulo. En nuestra vida hay multitud de aspectos fundamentales que no elegimos: nuestro sexo, nuestros padres, el color de los ojos, el carácter o nuestra lengua materna. Y los elementos de nuestra existencia que sí elegimos son de una importancia bastante menor que los que no escogemos.

De hecho, si en la etapa de la adolescencia la vida se presenta ante nosotros como un gran abanico de posibilidades entre las que elegir, no podemos dejar de admitir que, con los años, el abanico se va cerrando... Son muchas las elecciones que hacer y, una vez hechas, las posibilidades restantes se reducen de manera proporcional. Casarse implica escoger a una mujer, con lo cual quedan excluidas todas las demás. (Entre paréntesis, nos podríamos preguntar si uno elige verdaderamente la mujer con la que se casa; lo más habitual es casarse con la mujer de la que has caído rendidamente enamorado y, como la expresión «caer rendidamente» indica, no se trata precisamente de una elección).

Hablando en broma, se me ocurre pensar que la opción del celibato por el Reino de Dios y la del matrimonio cristiano están al fin y al cabo muy próximas, ya que si el célibe elige renunciar a todas las mujeres, el que se casa renuncia a todas menos a una, de modo que la diferencia numérica no es precisamente aplastante.

Cuantos más años vamos cumpliendo, menos son nuestras posibilidades de elegir: En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando hayas envejecido, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras 16. ¿Qué queda entonces de nuestra libertad si nuestra visión de ella es la «de supermercado» descrita hace un momento?

Este falso concepto de libertad conlleva graves repercusiones sobre el comportamiento de los jóvenes de hoy en día. Es muy

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vulgares. Todos los santos han vivido la misma experiencia: «El amor es un misterio que transforma cuanto toca en algo bello y agradable a Dios. El amor de Dios hace libre al alma. Es como una reina que no conoce la opresión de la esclavitud», exclama Santa Faustina Kowalska en su diario espiritual.

Reflexionando sobre todo esto, acude a mi memoria la frase que San Pablo dirige a los cristianos de Corinto: «No os apocáis en nosotros, sino que os apocáis en vuestros corazones»". A menudo nos sentimos agobiados por nuestra situación, por nuestra familia o nuestro entorno. No obstante, quizá el problema resida fuera: ciertamente, es en nuestros corazones donde nos angustiamos, en ellos está el origen de nuestra falta de libertad. Si amáramos más, el amor daría una dimensión infinita a nuestras vidas y nunca volveríamos a sentirnos oprimidos.

Con esto no quiero decir que no existan a veces circunstancias objetivas que transformar, situaciones difíciles o agobiantes que es preciso superar para que el corazón experimente una auténtica libertad interior. Pero creo también que con frecuencia vivimos engañados y echamos la culpa a lo que nos rodea cuando el problema reside más allá. Nuestra falta de libertad proviene de nuestra falta de amor: nos creemos víctimas de un contexto poco favorable cuando el problema real (y con él su solución) se encuentra dentro de nosotros. Es nuestro corazón el prisionero de su egoísmo o de sus miedos; es él el que debe cambiar y aprender a amar dejándose transformar por el Espíritu Santo. He aquí el único modo de escapar de ese sentimiento de angustia en el que nos encerramos. Quien no sabe amar, siempre se sentirá en desventaja, todo le agobiará; quien sabe amar, no se creerá encerrado en ningún sitio. Esto es lo que me ha enseñado Santa Teresita. Y me ha hecho comprender también otra cosa importante que desarrollaremos un poco más adelante: nuestra incapacidad para amar proviene muchas veces de nuestra falta de fe y de esperanza.

Un testimonio de nuestro tiempo: Etty Hillesum Me gustaría mencionar brevemente otro testimonio más reciente

de libertad interior; un testimonio muy diferente -y a la vez muy cercano- del de Santa Teresita del Niño Jesús, y que causó en mí una fuerte impresión. Se trata de Etty Hillesum, una joven judía muerta en Auschwitz en septiembre de 1942, cuyo diario fue publicado en 198111. La «historia de su alma» se desarrolla en

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Holanda durante la época en que se intensifica la persecución nazi contra los judíos. Gracias a un amigo psicólogo, judío también, Etty -sin llegar a ser nunca explícitamente cristiana- descubre los valores del cristianismo: la oración, la presencia de Dios en su interior, la invitación evangélica a abandonarse confiadamente en la Providencia. Es conmovedor comprobar cómo esta joven, afectivamente muy frágil, pero animada por una fuerte exigencia de coherencia consigo misma, se entrega a vivir estos valores y, al tiempo que le son progresivamente arrebatadas todas sus libertades externas, descubre dentro de sí una felicidad y una libertad interior que en adelante nadie le podrá arrancar. Aunque luego tendremos ocasión de citar algunos pasajes de sus escritos, veamos uno de ellos especialmente esclarecedor sobre su experiencia espiritual.

«Esta mañana, paseando en bicicleta por el Stadionkade, he disfrutado del amplio horizonte que se descubre desde los alrededores de la ciudad, mientras respiraba el aire fresco, que todavía no nos han racionado. Por todas partes se ven carteles en los que se prohíbe a los judíos transitar por los senderos que conducen al campo. Pero, por encima de ese poquito de carretera que nos queda permitido, se extiende el cielo entero. No pueden nada contra nosotros; absolutamente nada. Pueden hacemos la vida muy dura, pueden despojarnos de algunos bienes materiales, pueden quitamos la libertad exterior de movimientos ... ; pero es nuestra lamentable actitud psicológica la que nos despoja de nuestras mejores fuerzas: la actitud de sentirnos perseguidos, humillados, oprimidos; la de dejamos llevar por el rencor; la de envalentonamos para ocultar nuestro miedo. Tenemos todo el derecho de estar de vez en cuando tristes y abatidos, porque nos hacen sufrir: es humano y comprensible. Y, sin embargo, la auténtica expoliación nos la infligimos nosotros. La vida me parece tan hermosa.., y me siento libre. Dentro de mí el cielo se despliega tan grande como el firmamento.

Creo en Dios y creo en el hombre, y me atrevo a decirlo sin falsa vergüenza ( ... ) Soy una mujer feliz y ¡sí!, me vuelco en alabanzas a esta vida en el año del Señor (hoy y siempre del Señor) 1942... ¿qué año es de la guerra?» 13.

La libertad interior. libertad de creer, de esperar, de amar La idea que me gustaría desarrollar ahora, en la misma línea de

la experiencia vivida por Santa Teresita y por Etty, es la siguiente: la

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verdadera libertad, esa libertad soberana del creyente, consiste en que éste, en cualquier circunstancia y gracias a la asistencia del Espíritu Santo, que «ayuda nuestra debilidad»II, cuenta con la posibilidad de creer, de esperar y de amar. Nadie se lo podrá impedir jamás. «Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni criatura alguna podrá separamos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, Señor nuestro»`. Nadie en el mundo podrá prohibirme jamás que crea en Dios, que ponga en Él toda mi confianza, que le ame a Él y al prójimo con todo el corazón. La fe, la esperanza y la caridad son plenamente libres, porque si están sólidamente enraizadas en nosotros, poseen la facultad de alimentarse incluso de lo que se opone a ellas. Si mediante la persecución quieren impedirme que ame, siempre me queda la posibilidad de perdonar a mis enemigos y de transformar la opresión en un amor más grande. Si quieren ahogar mi fe quitándome la vida, mi muerte se convertirá en la más bella profesión de fe que se pueda concebir. El amor, sólo él, es capaz de vencer el mal con el bien, de obtener un bien del mal.

Los restantes capítulos de esta obra querrían ser, desde distintos puntos de vista, una ilustración de esta verdad espléndida, porque quien la entiende y la pone en práctica alcanza esa libertad soberana. El crecimiento en la fe, la esperanza y la caridad es la única vía de acceso a la libertad.

Antes de profundizar en este campo, examinaremos un aspecto importante relacionado con los diferentes modos en que la libertad puede ejercerse de un modo concreto.

El acto de libertad.‐ ¿elegir o aceptar? A causa de la errónea visión de la libertad a que aludíamos antes,

a menudo se considera que el único ejercicio de libertad auténtico consiste en elegir de entre diferentes posibilidades la que más nos conviene; de forma que, cuanto mayor ' sea el abanico de posibilidades, más libres seremos. La medida de nuestra libertad sería proporcional a la cantidad de opciones posibles.

Sin embargo, y de un modo inconsciente, esta noción de libertad, que enseguida incurre en contradicción y conduce a un callejón sin salida, se halla muy presente. En todas las circunstancias de nuestra vida nos gustaría contar con la «facultad de elegir». Elegir el lugar de vacaciones, la profesión, el nombre de nuestros hijos y, dentro de

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2. LA ACEPTACIÓN DE UNO MISMO

Dios es realista Nos proponemos ahora recordar algunos campos de nuestra vida

en los que debemos vivir ese avance, a veces difícil, que desde la rebelión o la resignación nos conduce a la aceptación, haciéndonos llegar finalmente a «elegir lo que no hemos elegido».

Lógicamente, empezaremos por nosotros mismos y diremos algunas palabras sobre el lento aprendizaje del amor a uno mismo: una tarea necesaria si queremos aceptamos plenamente tal y como somos.

Primera observación: en la vida lo más importante no es tanto lo que nosotros podemos hacer como dar cabida a la acción de Dios. El gran secreto de toda fecundidad y crecimiento espiritual es aprender a dejar hacer a Dios: «Sin mí no podéis hacer nada" dice Jesús. Y es que el amor divino es infinitamente más poderoso que cualquier cosa que hagamos nosotros ayudados de nuestro buen juicio o nuestras propias fuerzas. Así pues, una de las condiciones más necesarias para permitir que la gracia de Dios obre en nuestra vida es decir «sí» a lo que somos y a nuestras circunstancias.

Dios, en efecto, es «realista». Su gracia no actúa sobre lo imaginario, lo ideal o lo soñado, sino sobre lo real y lo concreto de nuestra existencia. Aunque la trama de mi vida cotidiana no me parezca demasiado gloriosa, no existe ningún otro lugar en el que podré dejarme tocar por la gracia de Dios. La persona a la que Dios ama con el cariño de un Padre que quiere salir a su encuentro y transformar por amor, no es la que a mí «me gustaría ser» o la que «debería ser»; es, sencillamente, la que soy. Dios no ama personas «ideales» o seres «virtuales»; el amor sólo se da hacia seres reales y concretos. A Él no le interesan santos de pasta flora, sino nosotros, pecadores como somos. En la vida espiritual a veces perdemos tontamente el tiempo quejándonos de no ser de tal o cual manera, lamentándonos por tener este defecto o aquella limitación, imaginando todo el bien que podríamos hacer si, en lugar de ser como somos, estuviéramos un poco menos lisiados o más dotados de una u otra cualidad o virtud; y así interminablemente. Todo eso no es más que tiempo y energía perdidos y sólo consigue retrasar la obra del Espíritu Santo en nuestros corazones.

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significativa su actitud frente al matrimonio o a cualquier otro tipo de compromiso: las elecciones definitivas se retrasan, porque todas ellas se contemplan como una pérdida de libertad. Consecuencia: no se atreven a tomar decisiones, ¡con lo cual no viven! Y es la vida misma la que decide por ellos, porque el tiempo sigue pasando inexorablemente...

Ser libre es también aceptar lo que no se ha elegido Si el ejercicio de la libertad como elección entre diferentes

opciones tiene sin duda su importancia, no obstante es fundamental -so pena de quedar expuesto a dolorosas desilusiones- comprender que existe otro modo de ejercer la libertad; un modo a primera vista menos celebrado y más pobre y humilde, pero a fin de cuentas más corriente, y de una fecundidad humana y espiritual inmensa: la libertad no es solamente elegir, sino aceptar lo que no hemos elegido.

Me gustaría resaltar la importancia de este modo de ejercer la libertad. El acto más elevado y fecundo de libertad humana reside antes en la aceptación que en el dominio. El hombre manifiesta la grandeza de su libertad cuando transforma la realidad, pero más aún cuando acoge confiadamente la realidad que le viene dada día tras día.

Resulta natural y fácil aceptar las situaciones que, sin haber sido elegidas, se presentan en nuestra vida bajo un aspecto agradable y placentero. Evidentemente, el problema se plantea a la hora de enfrentarnos con lo que nos desagrada, nos contraría a nos hace sufrir. Y, sin embargo, es precisamente en estos casos cuando, para ser realmente libres, se nos pide «elegir» lo que no hemos querido e incluso lo que no hubiéramos querido a ningún precio. He aquí una ley paradójica de nuestra existencia: ¡no podemos ser verdaderamente libres si no aceptamos no serlo siempre!

Este es el punto --de importancia decisiva- que vamos a abordar ahora: quien desea acceder a una verdadera libertad interior, debe entrenarse en la serena y gustosa aceptación de multitud de cosas que parecen ir en contra de su libertad. Aceptar sus limitaciones personales, su fragilidad, su impotencia, esta o aquella situación que la vida le impone, etc.: algo que cuesta mucho hacer, porque sentimos un rechazo espontáneo hacia las situaciones sobre las que no ejercemos nuestro control. Pero la verdad es ésta: las situaciones que nos hacen crecer de verdad son precisamente aquellas que no

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dominamos ; y la ilustraremos con un buen número de ejemplos concretos. La mayor ilusión del hombre es la de dominar su vida. Porque la vida es un don que, por su misma naturaleza, escapa a todo intento de ser dominado

Rebelión, resignación, aceptación Antes de seguir avanzando, convendría hacer alguna precisión

lingüística. Existen tres actitudes posibles frente a aquello de nuestra vida, de nuestra persona o de nuestras circunstancias, que nos desagrada o que consideramos negativo.

La primera es la rebelión; es el caso de quien no se acepta a sí mismo y se rebela: contra Dios que lo ha hecho así, contra la vida que permite tal o cual acontecimiento, contra la sociedad, etc. La rebelión no siempre es negativa. Puede tratarse de una primera e inevitable reacción psicológica ante circunstancias brutalmente dolorosas, y beneficiosa siempre que no nos quedemos encerrados en ella. Al término rebelión se le puede dar también otro significado positivo: el del rechazo de una situación inadmisible que nos hace obrar respecto a ella empujados por justas motivaciones y con medios legítimos y proporcionados. Nosotros nos referimos aquí al término rebelión en su sentido de rechazo de lo real. La rebelión suele ser la primera reacción espontánea frente al sufrimiento. El problema está en que no resuelve nada; por el contrario, no hace sino añadir un mal a otro mal y es fuente de desesperación, de violencia y de resentimiento. Quizá cierto romanticismo literario haya hecho apología de la rebelión, pero basta un mínimo de sentido común para darse cuenta de que jamás se ha construido nada importante ni positivo a partir de la rebelión; ésta solamente aumenta y propaga más aún el mal que pretende remediar.

A la rebelión tal vez le suceda la resignación: como me doy cuenta de que soy incapaz de cambiar tal situación o de cambiarme a mí mismo, termino por resignarme. Al lado de la rebelión, la resignación puede representar cierto progreso, en la medida en que conduce a una actitud menos agresiva y más realista. Sin embargo, es insuficiente; quizá sea una virtud filosófica, pero nunca cristiana, porque carece de esperanza. La resignación constituye una declaración de impotencia, sin más. Aunque puede ser una etapa necesaria, resulta estéril si se permanece en ella.

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La actitud a la que conviene aspirar es la aceptación. Con respecto a la resignación, la aceptación implica una disposición interior muy diferente. La aceptación me lleva a decir «sí» a una realidad percibida en un primer momento como negativa, porque dentro de mí se alza el presentimiento de que algo positivo acabará brotando de ella. En este caso existe, pues, una perspectiva esperanzadora. Así, por ejemplo, puedo decir sí a lo que soy a pesar de mis fallos, porque me sé amado por Dios; porque confío en que el Señor es capaz de hacer cosas espléndidas con mis miserias. Puedo decir sí a la realidad más ruin y más frustrante en el plano humano, porque -empleando la forma de expresarse de Santa Teresita de Lisieux- creo que «el amor es tan poderoso que sabe sacar provecho de todo, del bien y del mal que halla en mí»19. La diferencia decisiva entre la resignación y la aceptación radica en que en esta última -incluso si la realidad objetiva en la que me encuentro no varía- la actitud del corazón es muy distinta, pues en él anidan ya -podríamos decir que en estado embrionario- las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad. Aceptar mis miserias, por ejemplo, es confiar en Dios que me ha creado tal y como soy. Este acto de aceptación implica la existencia de fe en Dios, de confianza en Él y también de amor, pues confiar en alguien ya es amarle. A causa de esta presencia de la fe, la esperanza y la caridad, la aceptación cobra un valor, un alcance y una fecundidad muy grandes. Porque (no nos cansaremos de decirlo), en cuanto hay algo de fe, de esperanza y de caridad, automáticamente hay también disponibilidad a la gracia divina, hay acogida de esta gracia y, más pronto o más tarde, hay efectos positivos. La gracia de Dios nunca se da en vano a quien la recibe, sino que resulta siempre extraordinariamente fecunda.

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a la conversión y al progreso espiritual, pero sin provocar nunca la angustia de no llegar, esa «presión» que sentimos a veces bajo la mirada de los demás o en el modo en que nos juzgamos a nosotros mismos: nunca estamos del todo bien, nunca suficientemente de tal manera o de tal otra; el descontento de nosotros mismos es permanente y nos consideramos culpables de no haber respondido a esa expectativa o a aquella norma. No debemos sentirnos culpables de existir (como les ocurre a muchos, a menudo de una manera inconsciente) porque seamos unos pobres pecadores. La mirada que Dios nos dirige nos autoriza plenamente a ser nosotros mismos, con nuestras limitaciones y nuestra incapacidad; nos otorga el «derecho al error» y nos libera de esa especie de angustia u obligación, que no tiene su origen en la voluntad divina, sino en nuestra psicología enferma, y que con frecuencia hace presa en nosotros: la obligación de ser, al fin y al cabo, otra cosa distinta de la que somos.

En nuestra vida social sufrimos frecuentemente la tensión constante de responder a lo que los demás esperan de nosotros (o a lo que nos imaginamos que esperan de nosotros), lo cual puede acabar resultando agotador. Nuestro mundo ha desechado el cristianismo, sus dogmas y sus mandamientos bajo el pretexto de que es una religión culpabilizadora, cuando nunca hemos estado más culpabilizados que hoy en día: todas las jovencitas se sienten más o menos culpables de no ser tan atractivas como la última «top-model» del momento, y los hombres de no tener tanto éxito como el dueño de Microsoft... Los modelos propuestos por la cultura contemporánea son mucho más gravosos de imitar que la llamada a la perfección que nos dirige Jesús en el Evangelio: Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, que yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Pues mi yugo es suave y mi carga ligera 29.

Bajo la mirada de Dios nos sentimos liberados del apremio de ser «los mejores», los perpetuos «ganadores»; y podemos vivir con el ánimo tranquilo, sin hacer continuos esfuerzos por mostrarnos como en nuestro mejor día, ni gastar increíbles energías en aparentar lo que no somos; podemos -sencillamente- ser como somos. No existe mejor técnica de relajación que ésta: apoyarnos como niños pequeños en la ternura de un Padre que nos quiere como somos.

Vemos tanta dificultad en aceptar nuestras flaquezas porque pensamos que éstas nos incapacitan para el amor: como fallamos en tal punto y en tal otro, no merecemos ser amados. Vivir bajo la

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Muy a menudo, lo que impide la acción de la gracia divina en nuestra vida no son tanto nuestros pecados o errores como esa falta de aceptación de nuestra debilidad, todos esos rechazos más o menos conscientes de lo que somos o de nuestra situación concreta. Para «liberar» la gracia en nuestra vida y permitir esas transformaciones profundas y espectaculares, bastaría a veces con decir «sí» (un sí inspirado por la confianza en Dios) a aquellos aspectos de nuestra vida hacia los cuales mantenemos una postura de rechazo interior. Si no admito que tengo tal falta o debilidad, si no admito que estoy marcado por ese acontecimiento pasado o por haber caído en este o aquel pecado, sin darme cuenta hago estéril la acción del Espíritu Santo. Éste sólo influye en mi realidad en la medida en que yo lo acepte: el Espíritu Santo nunca obra sin la colaboración de mi libertad. Y, si no me acepto como soy, impido que el Espíritu Santo me haga mejor.

De forma análoga, si no acepto a los otros tal y como son (y, por ejemplo, me paso la vida exigiéndoles que correspondan a mis esperanzas), tampoco permito al Espíritu Santo que actúe de modo positivo en mi relación con ellos o que convierta esta relación en una oportunidad para el cambio. Más adelante volveremos sobre ello.

Las actitudes descritas son estériles porque se encentran marcadas por un «rechazo de lo real» que hunde sus raíces en la falta de fe y esperanza en Dios, que a su vez engendra una falta de amor. Todo ello nos cierra a la gracia y paraliza la acción divina.

Deseo de cambio y aceptación de lo que somos Acabarnos de recordar la necesidad de «aceptarnos como

somos», con nuestras miserias y nuestras limitaciones. Y quizá podríamos objetar: ¿no es esto fruto de la pasividad o de la pereza? ¿Qué ocurre entonces con el deseo de progresar, de cambiar, de vencerse para mejorar? ¿Acaso no nos invita el Evangelio a la conversión: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto?`.

El deseo de mejorar, de tender sin descanso al propio vencimiento para crecer en perfección, es evidentemente indispensable: dejar de progresar es dejar de vivir. Quien no quiere ser santo, no conseguirá serlo. A fin de cuentas, Dios nos da lo que nosotros deseamos, ni más ni menos. Pero para ser santos tenemos que aceptarnos como somos. Estas dos actitudes sólo son contradictorias en apariencia: debamos vivir la aceptación de

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nuestras limitaciones, pero sin consentir resignarnos a la mediocridad; debamos albergar deseos de cambio, pero sin que éstos impliquen un rechazo más o menos consciente de nuestras debilidades o una no aceptación de nosotros mismos.

El secreto es muy sencillo: se trata de comprender que no se puede transformar de un modo fecundo lo real si no se comienza por aceptarlo; y se trata también de tener la humildad de reconocer que no podemos cambiar por nuestras propias fuerzas, sino que todo progreso, toda victoria sobre nosotros mismos, es un don de la gracia divina. Esta gracia para cambiar no la obtendré si no la deseo, pero para recibir la gracia que me ha de transformar es preciso que me acoja y me acepte tal como soy.

La mediación de la mirada de Otro La tarea de aceptarse a uno mismo es bastante más difícil de lo

que parece. El orgullo, el temor a no ser amado y la convicción de nuestra poca valía están firmemente enraizados en nosotros. Basta con constatar lo mal que llevamos nuestras caídas, nuestros errores y nuestras debilidades; cuánto nos pueden desmoralizar y crear en nosotros sentimientos de culpa o inquietud.

Creo que no somos realmente capaces de aceptarnos a nosotros mismos si no es bajo la mirada de Dios. Para amarnos necesitamos de una mediación, de la mirada de alguien que, como el Señor por boca de Isaías, nos diga: Eres a mis ojos de muy gran estima, de gran precio y te amo`.En este sentido, existe una experiencia humana muy común: la jovencita que, creyéndose fea (cosa que, curiosamente, les ocurre a muchas jovencitas, incluso a las que son guapas), comienza a pensar que no es tan horrorosa el día que un joven se fija en ella y posa sobre su rostro su tierna mirada de enamorado.

Para amarnos y aceptarnos como somos tenemos una necesidad vital de la mediación de la mirada de otro. Esa mirada puede ser la de un padre, un amigo o un director espiritual, pero por encima de todas ellas se encuentra la mirada de nuestro Padre Dios: la mirada más pura, más verdadera, más cariñosa, más llena de amor, más repleta de esperanza que existe en el mundo. Creo que el mejor regalo que obtiene quien busca el rostro de Dios mediante la perseverancia en la oración es que, un día u otro, percibirá posada sobre él esa mirada y se sentirá tan tiernamente amado que recibirá la gracia de aceptarse plenamente a sí mismo.

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Todo lo dicho trae consigo una importante consecuencia: cuando el hombre se aparta de Dios, desgraciadamente se priva al mismo tiempo de toda posibilidad real de amarse a sí mismo. Esto se observa claramente en la evolución de la cultura moderna. El hombre que se aparta de Dios acaba perdiendo el sentido de su dignidad y aborreciéndose a sí mismo. Resulta chocante comprobar -en los medios de comunicación, por ejemplo- cómo el humor se vuelve cada vez menos compasivo y amable y mucho más corrosivo. En ocasiones, también el arte es incapaz de reproducir la belleza del rostro humano. Y a la inversa: quien no se ama a sí mismo, se aparta de Dios, como hemos explicado un poco antes. En el Diálogo de carmelitas, de Bemanos, la anciana priora dirige estas palabras a la joven Blanche de la Force: «Ante todo no te desprecies nunca. Es muy difícil despreciarse sin ofender a Dios en nosotros».

Me gustaría concluir este punto citando un breve pasaje del hermoso libro de Henri Nouwen Le retour de l'Enfant prodigue": «Durante mucho tiempo consideré la imagen negativa que tenía de mí como una virtud. Me habían prevenido tantas veces contra el orgullo y la vanidad que llegué a pensar que era bueno despreciarme a mí mismo. Ahora me doy cuenta de que el verdadero pecado consiste en negar el amor primero de Dios por mí, en ignorar mi bondad original. Porque, si no me apoyo en ese amor primero y en esa bondad original, pierdo el contacto con mi auténtico yo y me destruyo».

La libertad de ser pecadores, la libertad de ser santos Cuando nos descubrimos a nosotros mismos a la luz de la mirada

divina -un descubrimiento maravilloso-, experimentamos una gran libertad; una doble libertad, podríamos decir: la de ser pecadores y la de ser santos.

En cuanto a la primera, evidentemente no significa que seamos libres de pecar tranquilamente y sin consecuencias (eso no sería libertad, sino irresponsabilidad); me refiero más bien a que nuestra condición de pecadores no nos aniquila, que de alguna manera tenemos «derecho» a ser miserables, derecho a ser lo que somos. Dios conoce nuestras debilidades y nuestras flaquezas, pero no nos condena ni se escandaliza de ellas. Como se apiada un padre de sus hijos, se apiada Yavé de los que lo temen; Él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo'. Con la mirada que posa sobre nosotros, Dios nos invita a la santidad y nos estimula

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Evidentemente, resulta difícil aceptar lo que no percibimos como bueno, gratificante o positivo. Y es más difícil aún cuando se trata de dificultades y sufrimientos de todo tipo. Nos referiremos a todas esas realidades consideradas negativas con el término de «contrariedades».

El asunto es un poco delicado. No se trata de volverse pasivo y «tragárselo» todo sin pestañear. Pero tenemos la experiencia de que, sean cuales sean nuestros proyectos o nuestra cuidadosa planificación, existen multitud de circunstancias que no podemos dominar y multitud de acontecimientos contrarios a nuestra previsión, nuestras aspiraciones o nuestros deseos, que nos vemos obligados a aceptar.

En este sentido, creo que lo más importante es no contentarse con aceptarlas a regañadientes, sino aceptarlas verdaderamente. No limitarse a «sufrirlas», sino -en cierto modo--- «elegirlas» (incluso cuando no tenemos otra elección, cosa que nos contraría aún más). Aquí elegir significa realizar un acto de libertad que nos lleve, además de a resignarnos, a recibirlas de forma positiva. Cosa nada fácil, sobre todo cuando se trata de pruebas dolorosas, pero sí un buen método que debemos decidirnos a poner en práctica con la mayor frecuencia posible y con una actitud de fe y espernza. Si tenemos la fe suficiente en Dios para creer que El es capaz de extraer un bien de todo lo que nos ocurre, así lo hará: Que te suceda como has creído, dice en varias ocasiones Jesús en el Evangelio.

Es ésta una verdad absolutamente fundamental: Dios puede sacar provecho de todo, tanto de lo bueno como de lo malo, de lo positivo como de lo negativo. Por eso es Dios, es el «Padre Todopoderoso» que confesamos en el Credo. Sacar un bien de lo bueno no es difícil: cualquiera es capaz de hacerlo. Pero sólo Dios, en su omnipotencia, en su amor y sabiduría, posee la facultad de obtener un bien de un mal. ¿Cómo? No nos corresponde a nosotros demostrarlo ni explicarlo enteramente (ninguna filosofía o reflexión teológica es capaz de ello), pero sí creerlo basándonos en las palabras de la Escritura que nos invitan a esa confianza: Todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios. Si lo creemos, así lo experimentaremos. Repasando toda su existencia unos días antes de su muerte, decía Teresita de Lisieux: «Todo es gracia».

Ahora querríamos hacer algunas reflexiones sobre este punto que nos ayuden a adoptar una actitud de fe y de esperanza frente a toda dificultad.

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mirada de Dios nos hace percibir la falsedad de esta idea: el amor es gratuito -y no se merece, y nuestras debilidades no impiden que Dios nos ame, sino al contrario. Nos hemos liberado de una obligación desesperante y terrible: la de ser personas de bien para ser amadas.

Sin embargo, la mirada de Dios, al tiempo que nos autoriza a ser nosotros mismos, pobres pecadores, nos permite también toda clase de audacias en nuestra lucha hacia la santidad: tenemos derecho a aspirar a la cima, a desear la más alta santidad, porque Dios puede y quiere concedérnosla. Él jamás nos encierra dentro de nuestra mediocridad, ni nos condena a una triste resignación; siempre conservamos la esperanza de progresar en el amor. Dios es capaz de hacer del pecador un santo: su gracia puede hacer realidad ese milagro y hay que tener una fe sin límites en el poder de su amor. La persona que todos los días cae y, a pesar de ello, se levanta diciendo: «Señor, te doy gracias porque estoy seguro de que harás de mí un santo», agrada enormemente al Señor, más pronto o más tarde, recibirá lo que espera de El.

Por lo tanto, nuestra actitud ante Dios ha de ser ésta: una sosegada y «distendida» aceptación de nosotros mismos y de nuestras debilidades, a un tiempo unida a un inmenso deseo de santidad, a una firme determinación de progresar, apoyados en una ilimitada confianza en el poder de la gracia divina. Una doble actitud magníficamente expresada en el siguiente pasaje, tomado del diario espiritual de Santa Faustina:

«Deseo amarte más de lo que nadie te haya amado nunca. A pesar de mi miseria y mi pequeñez, he anclado firmemente mi alma en el abismo de tu misericordia, ¡Dios mío y Creador mío! A pesar de mis grandes miserias, no temo nada y albergo la esperanza de cantar eternamente mi canto de alabanza. Que ningún alma -ni siquiera la más miserable- dude, mientras siga con vida, de poder ser muy santa. Porque grande es el poder de la gracia divina».

«Creencias limitadoras» y prohibiciones Todo cuanto venimos diciendo permite evitar un concepto

erróneo de la aceptación de sí y de las flaquezas. Ésta no consiste en dejamos encerrar por las limitaciones que consideramos tales y que, como ocurre con frecuencia, no lo son en realidad. A consecuencia de nuestras caídas y de la educación recibida (esa persona que nos ha repetido mil veces: «tú no llegarás», o «nunca harás nada bueno», etc.); a causa de los reveses sufridos y de

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nuestra falta de confianza en Dios, tenemos una fuerte tendencia a llevar inscrita en nosotros toda una serie de «creencias limitadoras» y de convicciones, que no se corresponden con la realidad, de acuerdo con las cuales nos hemos persuadido de que jamás seremos capaces de hacer esto o aquello, de afrontar tal o cual situación. Los ejemplos son innumerables: «no llegaré», «jamás saldré de esto», «no puedo», «siempre será así»... Afirmaciones de este tipo nada tienen que ver con la aceptación de nuestras limitaciones mencionada en este capítulo; son, por el contrario, el fruto de la historia de nuestras heridas, de nuestros temores y de nuestras faltas de confianza en nosotros mismos y en Dios, a las que conviene dar salida y de las cuales es preciso desembarazarse. Aceptarse a uno mismo significa acoger las miserias propias, pero también las riquezas, permitiendo que se desarrollen todas nuestras legítimas posibilidades y nuestra auténtica capacidad. Así pues, antes de expresarnos en términos tales como «soy incapaz de hacer tal cosa o tal otra», resulta conveniente discernir si esta afirmación procede de un sano realismo espiritual, o es una convicción de naturaleza puramente psicológica que deberíamos desechar.

A veces podemos sentir también la tendencia a prohibirnos determinadas sanas aspiraciones, o bien ciertos modos de realizarnos a nosotros mismos, e incluso algunas formas legítimas de felicidad, a través de una serie de mecanismos psicológicos inconscientes que nos inclinan a considerarnos culpables o a prohibirnos la felicidad. Este hecho también puede tener su origen en una falsa representación de la voluntad divina, como si Dios quisiera privarnos sistemáticamente de todo lo bueno de la vida. Esto, desde luego, no tiene nada que ver con el realismo espiritual y la aceptación de nuestras limitaciones. Es cierto que Dios nos pide a veces sacrificios y renuncias, pero también lo es que nos libera de los miedos y las falsas culpabilidades que nos aprisionan, devolviéndonos la libertad de aceptar plenamente todo cuanto de bueno y grato Él, en su sabiduría, quiere otorgarnos, animándonos y manifestándonos su amor.

Si en todo caso existiera un terreno en el que nada se nos prohibirá jamás, es en el de la santidad. Siempre, claro está, que no confundamos la santidad con lo que no es, es decir, la perfección externa, el heroísmo o la impecabilidad. Pero, si entendemos la santidad en el sentido correcto (la posibilidad de crecer indefinidamente en el amor a Dios y a nuestros hermanos), convenzámonos de que en ese campo nada nos resultará

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inaccesible. Basta con no desanimarnos nunca y no ofrecer resistencia a la acción de la gracia divina, confiando enteramente en ella.

No todos poseemos madera de héroe; pero, por la gracia divina, sí tenemos todos madera de santo: es la ropa bautismal de la que nos revestimos al recibir el sacramento que nos hace hijos de Dios.

Aceptarse a uno mismo para aceptar a los demás Otra advertencia: existe un profundo vínculo de doble dirección

entre aceptación de sí y aceptación de los demás. El uno propicia el otro.

A veces no llegamos a aceptar a los demás porque, en el fondo, no nos aceptamos a nosotros. El que no está en paz consigo mismo, necesariamente estará en guerra con los demás. Mi no-aceptación de mí crea una tensión interior, una insatisfacción y una frustración que con frecuencia volcamos sobre los demás, convertidos así en cabeza de turco de nuestros conflictos interiores. Un pequeño ejemplo: cuando estamos de mal humor contra lo que nos rodea, suele ser porque no nos sentimos contentos con nosotros mismos ¡y se lo hacemos pagar a los demás! Etty Hillesum escribe: «Empiezo a darme cuenta de que, cuando sientes aversión hacia el prójimo, debes buscar la raíz en el disgusto contigo mismo: ama a tu prójimo como a ti mismo».

Y a la inversa: el hombre que cierra su corazón a los demás, que no hace ningún esfuerzo por amarlos tal como son, que no sabe reconciliarse con ellos, jamás tendrá la fortuna de vivir esa profunda reconciliación con uno mismo que tanto necesitamos. De hecho, siempre acabamos siendo víctimas de nuestra pobreza de corazón para con el prójimo, de nuestros juicios y de nuestro rigor.

3. LA ACEPTACIÓN DEL SUFRIMIENTO

Aceptar las contrariedades Después de hablar de la aceptación de uno mismo, nos

disponemos a abordar la aceptación de los acontecimientos. El «principio fundamental» es el mismo: no seremos capaces de transformar eficazmente nuestra vida si no comenzamos por acogerla en su integridad y, en consecuencia, por aceptar cualquier acontecimiento exterior al que nos enfrentemos.

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encerremos en nuestros proyectos, nuestros planes o nuestro juicio personal. La auténtica cárcel que nos aprisiona y de la que debemos liberamos somos nosotros mismos y nuestra pequeñez de corazón y de entendimiento. Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros, y por encima de los vuestros mis pensamientos 31 , dice la Escritura. En la vida, lo peor que podría sucedemos es que todo fuera de acuerdo con nuestros deseos: eso supondría el fin de todo crecimiento. Para ir adentrándonos poco a poco en la sabiduría divina, que es infinitamente más bella, más rica, más fecunda y más misericordiosa que la nuestra 38, es necesario que nuestra sabiduría humana se tambalee: no para ser destruida, sino elevada y purificada; para quedar prisionera de sus propios límites, porque siempre se halla marcada por una parte de egoísmo y de orgullo, de faltas de fe y de amor más o menos conscientes. Existe en nosotros mucha estrechez de corazón y de miras que hay que eliminar para poder recibir progresivamente la sabiduría divina y vivir una profunda renovación y un ensanchamiento de nuestras mentalidades. Mientras que el pecado es estrechez, la santidad es amplitud de espíritu y grandeza de alma.

Del señorío al abandono: la purificación de la inteligencia En circunstancias de prueba, lo que nos suele resultar más difícil

no es tanto el dolor como no saber su porqué. El dolor en sí mismo causa a veces menos sufrimiento que el hecho de no entender su sentido. No hay peor prueba que la de la inteligencia cuando ésta se topa con los «porqués» sin respuesta. Por el contrario, si el entendimiento se encuentra satisfecho, es mucho más fácil acoger y soportar el dolor: aunque una medicina que me cura me siente mal, no la rechazaré porque entiendo que es capaz de devolverme la salud.

Todo esto merece una breve reflexión sobre el papel de la inteligencia en la vida espiritual.

Como todas las facultades de que Dios nos ha dotado, la inteligencia es esencialmente buena y útil. Existe en el hombre una sed de verdad, una necesidad de comprender mediante la razón, que forma parte de su dignidad y de su grandeza. Despreciar la inteligencia, sus posibilidades y su papel en la vida humana y espiritual, no sería justo". La fe no puede prescindir de la razón y no hay nada más hermoso que la posibilidad dada al hombre de

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El  sufrimiento  que  más  daño  hace  es  aquel  que  no  se acepta 

Hay que darse cuenta de una cosa: cuando experimentamos un sufrimiento, lo que más daño nos hace no es tanto éste como su rechazo, porque entonces al propio dolor le añadimos otro tormento: el de nuestra oposición, nuestra rebelión, nuestro resentimiento y la inquietud que provoca en nosotros. La tensa resistencia que genera en nuestro interior y la no aceptación del sufrimiento hacen que éste aumente. Mientras que, cuando estamos dispuestos a aceptarlo, se vuelve de golpe menos doloroso. «Un sufrimiento sereno deja de ser un sufrimiento», decía el cura de Ars.

Cuando sobreviene el dolor, es perfectamente normal intentar remediarlo en la medida de lo posible. Si me duele la cabeza, tendré que tomarme una aspirina para aliviarme. Pero siempre habrá sufrimientos irremediables que conviene esforzarse en aceptar con tranquilidad. Y esto no es masoquismo, ni gusto por el dolor, sino todo lo contrario, porque la aceptación de un sufrimiento hace éste mucho más soportable que la crispación del rechazo. Una realidad comprobable también en el plano físico: quien se da un golpe estando endurecido y tenso, se hace mucho más daño que el que lo recibe distendido. A veces querer eliminar un sufrimiento a cualquier precio provoca después sufrimientos mucho más difíciles de sobrellevar. Es sorprendente ver lo desgraciados que somos en nuestra vida diaria a causa de la mentalidad hedonista de nuestra sociedad, para la cual cualquier dolor es un mal y hay que evitarlo a toda costa.

Quien adopta como línea de conducta habitual la huida del dolor, el no aceptar más que lo grato y cómodo rechazando lo demás, antes o después acabará cargando con cruces más pesadas que quien se esfuerza por aceptar de buen grado un sufrimiento que, considerado con realismo, es imposible eliminar.

En la adhesión al dolor encontramos fuerza. ¿No habla la Escritura del «pan de lágrimas»?30 . Dios es fiel y siempre da la fuerza necesaria para asumir, un día tras otro, lo más duro y difícil de nuestra vida. Dice Etty Hillesum: «Desde el momento en que me he mostrado dispuesta a afrontarlas, las pruebas siempre se han transformado en belleza»31. Sin embargo, no disponemos de la misma gracia para soportar el dolor suplementario que nos procuramos a nosotros mismos con nuestro rechazo de las contrariedades normales de la vida.

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Añadiremos que el auténtico mal no es tanto el dolor como el miedo al dolor Si lo acogemos con confianza y con paz, el dolor nos hace crecer, nos educa, nos purifica, nos enseña a amar de modo desinteresado, nos hace humildes, mansos y comprensivos con el prójimo. El miedo al dolor, por el contrario, nos endurece, nos encorseta en actitudes protectoras y defensivas, y a menudo nos conduce a decisiones irracionales de nefastas consecuencias. «Los peores sufrimientos del hombre son los que se temen», dice Etty Hillesunill. El sufrimiento malo no es el vivido, sino el «representado», ése que se apodera de la imaginación y nos coloca en situaciones falsas. El problema no está en la realidad, que es esencialmente positiva, incluso en su parte dolorosa, sino en nuestra representación de la realidad.

Rehuir el dolor es rehuir la vida El ambiente cultural que nos rodea no cesa de repetir la cantinela

de su «evangelio» a través de la publicidad y de los medios de comunicación: toma como regla de vida huir del dolor a cualquier precio y no busques más que el placer. Pero se olvida de una cosa: y es que no existe mejor modo de ser infeliz que el de adoptar este principio de conducta. No deseo hacer apología del dolor: éste ha de ser aliviado en la medida de lo posible. Pero forma parte de nuestra vida y querer eliminarlo por completo significa eludir la vida misma. Rehuir el dolor es rehuir la vida y, a fin de cuentas, cuanto la vida puede traernos de bueno y de bello. Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará, nos dice Jesús; y su evangelio es bastante más fiable que el de la publicidad. Obviamente, no tengo nada en contra del placer, que es una cosa buena, y que -también él- forma parte de la vida. De no existir el placer, no se podría «dar placer», que es el modo más corriente de manifestar el amor a los demás. El placer es bueno, pero no ha sido hecho para «tomarlo» egoístamente, sino para darlo y recibirlo. Sin embargo, me sigo sorprendiendo al constatar en la conducta de muchas personas cómo con frecuencia, huyendo de un pequeño sufrimiento (normal y asumible), se infligen otros mucho mayores. Y he visto, por ejemplo, a algunos padres disgustados durante años, simplemente por no querer aceptar la vocación de alguno de sus hijos. Huyen del dolor de la separación o de una elección distinta de la que esperaban, condenándose con ello a años de tormento. Los ejemplos serían interminables y confirmarían que la aceptación del dolor y del sacrificio (cuando éstos son legítimos, claro está) no es

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una actitud masoquista y suicida, sino todo lo contrario. Al aceptar los sufrimientos «propuestos» por la vida y permitidos por Dios para nuestro progreso y nuestra purificación, nos ahorramos otros mucho mayores. Hay que ser realistas y dejar de soñar, de una vez por todas, con una vida sin dolor y sin lucha. Ésta la obtendremos en el Paraíso, pero no aquí, en la tierra. Debemos tomar valientemente y cada día la cruz en pos de Cristo, y antes o después su amargura se transformará en inmensa dulzura.

Así pues, permanezcamos atentos a nuestra actitud interior, cuyas consecuencias a largo plazo son más importantes de lo que parece. Cuando nos enfrentamos al dolor cotidiano, al «peso del día y del calor», al cansancio, hay que evitar pasarse el tiempo refunfuñando por dentro o esperando que acabe cuanto antes; hay que evitar soñar permanentemente con una vida distinta: es preferible aceptarla de corazón. La vida es buena y bella tal como es, incluso con su parte de dolor. Cuando Dios creó al hombre y a la mujer, derramó sobre toda vida humana una inmensa bendición que nunca nos ha retirado a pesar del pecado y de su cortejo de sufrimientos, porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables`, sobre todo el primer don y la primera llamada, es decir, los de la vida. Toda existencia, incluso si se encuentra abocada al dolor, es infinitamente bendita e infinitamente valiosa.

Una actitud así nos introduce en la realidad y nos ahorra muchas energías: las mismas que gastamos quejándonos, exigiendo que las cosas sean diferentes, soñando con imposibles... Y tanto más legítima en cuanto que, como cristianos, estamos seguros de que nos espera una eternidad de dicha: el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos; por lo tanto, no tenemos ningún motivo válido para quejamos de las dificultades de esta vida. Guardemos en nuestros corazones las palabras de San Pablo, que nos promete que la leve tribulación del momento nos produce, sobre toda medida, un peso eterno de gloria.

En  el  mal  no  sólo  hay  mal:  el  lado  positivo  de  las contrariedades 

Por otra parte, hay que admitir que las contrariedades, por penosas que sean, no traen sólo inconvenientes, sino que a menudo contienen muchas ventajas.

La primera de ellas es que nos impiden constituirnos en propietarios de nuestras vidas y de nuestro tiempo, y evitan que nos

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horario del Carmelo no le dejaba demasiado tiempo libre. Cuando por fin lograba sacar una o dos horas para ponerse a trabajar, lo hacía con la siguiente disposición: «elijo» que me molesten. Entonces, si alguna de las hermanas le pedía algo mientras estaba ocupada, Teresita, en lugar de despacharla secamente, se esforzaba por atenderla de buen grado: eso era lo que había elegido; y, si no venía nadie a interrumpirla, lo consideraba un regalo de Dios y daba gracias por ello. Actuando de este modo, Teresa vivía en paz y nunca se enfadaba; en todo hallaba la manera de hacer su voluntad, porque su voluntad era la de aceptarlo todo.

Cuando la lucha se nos plantea en este terreno, quizá nos haría bien meditar estas palabras de Jesús: Mi vida ( ... ) nadie me la quita, sino que yo la doy voluntariamente 12. Unas palabras paradójicas. Bien cierto es que a Jesús le quitaron la vida: apresado, condenado, llevado al suplicio y crucificado. Pero, como dice la liturgia, «se entregó libremente a la inuerte». Su corazón albergaba esa firme aceptación, esa adhesión a la voluntad del Padre, gracias a la cual su muerte continuó siendo plenamente libre, pues hizo de ella una ofrenda de amor. Mediante el consentimiento libre y amoroso, la vida quitada se transforma en una vida entregada.

Otro ejemplo esclarecedor lo hallamos en el testimonio de Jacques Fesch. Arrestado por el asesinato de un policía después de un extraño sueño en el que decide cambiar de vida (comete un atraco a mano armada para comprarse un barco y atravesar en él el océano), pasa tres años en la cárcel antes de ser ejecutado en octubre de 1957, a la edad de 27 años. En su celda se reencuentra con Cristo y vive un hermoso itinerario espiritual. Esto es lo que escribe unos días antes de morir: «¡Dichosos los que Dios honra con el martirio! La sangre que corre tiene un gran valor a los ojos del Señor, sobre todo la que se ofrece libremente. Yo no soy libre, pero si hoy me ofrecieran la libertad a cambio de una ofensa a Dios, me negaría, prefiriendo la muerte. Coopero con mi ejecución aceptándola con toda mi alma y ofreciéndosela al Señor; así moriré menos indignamente» 43.

Nuestra vida siempre cuenta con esta maravillosa posibilidad: la de hacer de lo que nos quitan (lo que nos quita la vida misma, las circunstancias o los demás) algo que ofrecer. Exteriormente no se aprecia ninguna diferencia, pero en el interior todo queda transfigurado: el destino se convierte en una elección libre, la violencia en amor, la pérdida en fecundidad. La libertad humana posee una grandeza increíble. Gracias a ella, el hombre no tiene el

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cooperar a la obra de Dios mediante su libertad, su entendimiento y todas sus demás facultades. Esos momentos de nuestra vida en que la inteligencia aprehende lo que Dios hace, a qué nos llama y cuál es su pedagogía para hacemos crecer, son muy positivos, pues nos permiten aportar -a la obra de la gracia divina toda nuestra cooperación. Una colaboración que se encuentra enteramente en el orden de las cosas queridas por Dios, quien no ha hecho de nosotros marionetas, sino personas libres y responsables llamadas a dar a su amor el consentimiento de su inteligencia y la adhesión de su libertad. De ahí que sea bueno y legítimo querer comprender el sentido de cuanto vivimos.

Pero hemos de reconocer que a veces nuestro imperioso anhelo de comprenderlo todo se halla cargado de ambigüedad y necesita ser purificado. En efecto, el afán de comprender puede estar inspirado por motivaciones, más o menos conscientes, que no siempre son justas. Existe un deseo de comprender que expresa la sed de conocer la verdad para acogerla y conformar nuestra vida según ella, cosa absolutamente legítima; pero existe también un deseo de comprender que representa la voluntad de poder: comprender es dominar, aprehender, ser dueño de la situación. Así, todo cuanto hay en nosotros de deseo de dominación o de instinto de propiedad, alimenta, quizá inconscientemente, el deseo de comprender.

Este último puede también tener su origen, que tampoco es puro, en nuestro fondo de inseguridad. Comprender es reafirmarse, asegurarse mediante el sentimiento de que, una vez comprendido, se estará en condiciones de controlar la situación. Pero es ésta una seguridad humana, frágil y engañosa que, un día u otro, siempre podrá malograrse. Porque la única auténtica seguridad en que debemos apoyarnos en esta vida no es en nuestra capacidad de controlar los acontecimientos mediante la inteligencia, ni en la de preverlos, sino en la certeza de que Dios es fiel y jamás nos puede abandonar, pues su amor de Padre es irrevocable.

En circunstancias de prueba, a menudo nuestra necesidad de comprender lo que ocurre es simplemente la expresión de nuestra incapacidad para abandonarnos en Dios con confianza y de nuestra búsqueda de seguridad humana, es decir, algo de lo que debemos purificamos. Nadie gozará de una plena libertad interior si no aprende a despojarse del deseo de apoyarse en seguridades humanas para experimentar que sólo Dios es su «roca», tal y como dice la Escritura.

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Para que nuestra inteligencia consiga desembarazarse de los dos principales defectos que acabamos de describir (voluntad de dominar, necesidad de autoafirmación por falta de abandono), es preciso que atravesemos en nuestras vidas ciertas etapas (sin duda las más penosas) en las que, sea cual sea nuestro esfuerzo, no lleguemos a comprender el porqué de lo que nos ocurre. Y esto es muy doloroso, puesto que --como ya hemos dicho antes- una prueba cuyo significado se comprende resulta fácil de aceptar; pero, si la inteligencia se encuentra como perdida en la noche, la cosa es completamente distinta.

Hay períodos de la existencia en que necesitamos a cualquier precio buscar comprender lo que vivimos (mediante la reflexión, mediante la oración o pidiendo consejo a quien demuestra su prudencia), porque es gracias a esta luz y en cooperación con ella como hemos comprendido que así progresaremos. Pero existen también momentos en que se ha de renunciar a entender: entonces habrá llegado el momento de abandonarse en Dios con confianza ciega. La luz vendrá más tarde: Lo que yo hago, tú ahora no lo entiendes, lo entenderás después, le dice Jesús a Pedro. En este caso, intentar comprender a toda costa nos haría más mal que bien, aumentaría el dolor en lugar de calmarlo y sólo lograría exacerbar nuestras dudas, nuestras inseguridades, nuestros miedos y nuestros interrogantes, sin darles respuesta. No se trata ya de satisfacer la inteligencia buscando una respuesta, sino de hacer actos de fe y de abandonarse en Dios. Lo único que puede concedernos sosiego no es contar con la respuesta a nuestraspreguntas, sino la oración humilde y confiada, esa actitud expresada por el profeta Jeremías: Bueno es esperar callando el socorro de Yavé".

Comprender la voluntad divina A causa de nuestra necesidad de aseguramos, nos gustaría ante

todo tener la certeza de estar cumpliendo la voluntad de Dios: un deseo lógico y natural si lo que pretendemos es amoldamos a ella; y, si las buscamos con corazón sincero, normalmente contaremos con las luces que nos permitan comprenderla. Pero no siempre es así. Incluso en el caso de que empleemos cuanto haga falta (la oración, la meditación o la dirección espiritual) para conocer la voluntad de Dios en tal o cual situación, no siempre obtendremos una respuesta totalmente clara, o al menos no inmediatamente. Por dos razones: la primera, porque Dios nos trata como adultos y existen multitud de

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circunstancias en que quiere que decidamos por nosotros mismos. Y, en segundo lugar, con el fin de purificarnos: si siempre tuviéramos la seguridad de estar en la verdad, de estar haciendo la voluntad de Dios, no tardaríamos en caer en una peligrosa presunción que podría convertirse fácilmente en orgullo espiritual. La imposibilidad de estar siempre absolutamente seguros de hacer la voluntad divina es una dolorosa desgracia, pero nos protege, nos hace humildes y pequeños, en búsqueda constante, y nos impide apoyarnos en nosotros mismos y alcanzar una falsa seguridad que nos eximiría del abandono.

En este tipo de situaciones «veladas» en cuanto a la voluntad de Dios, es importante decirse a uno mismo: aunque ciertos aspectos de Su voluntad se me escapan, hay también muchos otros que conozco con certeza y a los que me puedo agarrar sin ningún riesgo de error y sabiendo que ese «asidero» es seguro: cumplir con los deberes de mi estado actual y vivir los puntos esenciales de toda vocación cristiana. A veces caemos en el defecto siguiente (que es necesario conocer y evitar): como me encuentro a oscuras sobre cuál sea la voluntad divina en este asunto importante (por ejemplo, la respuesta a la propia vocación u otra decisión seria), me paso el tiempo interrogándome y alimentando cierto desaliento que me impide atenerme a lo que es para mí la voluntad de Dios cotidiana: perseverar en la oración, seguir confiando y amar a las personas a las que trato habitualmente. Cuando no existen respuestas para el futuro, el mejor modo de prepararse a recibirlas es vivir plenamente el hoy.

Mi  vida  (  ...  )  nadie  me  la  quita,  sino  que  yo  la  doy voluntariamente 

Nos conviene entrenamos no solamente en soportar las contrariedades, sino también -y en cierto sentido- en elegirlas. Lo cual no quiere decir buscarlas con agrado; pero sí recibirlas de corazón cuando se presentan mediante un acto positivo de nuestra libertad que nos haga pasar (¡cuanto antes, mejor!) de la reacción más o menos violenta de enojo a un consentimiento fundamentado en la confianza.

Como nos ocurre a cualquiera de nosotros, a Santa Teresita no le gustaba demasiado que la molestaran. A veces le confiaban algún encargo que requería especial atención (unas veces pintar, otras redactar una obrita teatral para la comunidad), pero el estricto

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orden se sienten personalmente agredidos por quienes van dejándolo todo en cualquier sitio, mientras que a la persona de temperamento contrario la agobia quien exige, siempre y en todo, un orden perfecto. Y enseguida echarnos mano de consideraciones morales, cuando no se trata más que de diferencias de carácter. Todos padecemos una fuerte tendencia a alabar lo que nos gusta y conviene a nuestro temperamento, y a criticar lo que no nos agrada. Los ejemplos serían interminables. Y, si no se tiene esto en cuenta, nuestras familias y nuestras comunidades correrán el riesgo de convertirse en permanentes campos de batalla entre los defensores del orden y los de la libertad, entre los partidarios de la puntualidad y los de la flexibilidad, los amantes de la calma y los del tumulto, los madrugadores y los trasnochadores, los locuaces y los taciturnos, y así sucesivamente.

De ahí la necesidad de educamos para aceptar a los demás como son, para comprender que su sensibilidad y los valores que los sustentan no son idénticos a los nuestros; para ensanchar y domar nuestro corazón y nuestros pensamientos en consideración hacia ellos. Es este un aspecto especialmente importante en las relaciones entre hombres y mujeres. Tras algunos decenios del dominio de una ideología que, confundiendo igualdad con identidad, ha sostenido que el hombre y la mujer son perfectamente intercambiables, ahora estamos redescubriendo (afortunadamente) las profundas diferencias psicológicas entre ambos sexos.

Una tarea complicada que nos obliga a relativizar nuestra inteligencia, a hacernos pequeños y humildes; a saber renunciar a ese «orgullo de tener razón» que tan a menudo nos impide sintonizar con los otros; y esta renuncia, que a veces significa morir a nosotros mismos, cuesta terriblemente.

Pero no tenemos nada que perder. Es una suerte que nos contraríe la manera de ver las cosas de los demás, pues así tendremos ocasión de salir de nuestra estrechez de miras para abrimos a otras cualidades. Hace 25 años que vivo en comunidad y he de reconocer que, a fin de cuentas, he acabado recibiendo más de aquellos con quienes no me entendía quede aquellos a los que me unía cierta afinidad. De haberme limitado a frecuentar a personas de mi misma sensibilidad, esos otros valores distintos a los míos nunca me habrían abierto los nuevos horizontes que he llegado a descubrir.

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poder de cambiar cuanto le rodea, pero sí que dispone (lo cual es mucho mejor) de la capacidad de otorgarle un sentido a todo, ¡incluso a lo que carece de él! Aunque no siempre seamos dueños del transcurrir de nuestra vida, sí lo somos del sentido que le damos. Gracias a nuestra libertad, no existe ningún acontecimiento (se trate del que se trate) que no pueda recibir un significado positivo y ser expresión de amor, o transformarse en abandono, en confianza, en esperanza o en ofrenda... Los actos más importantes y fecundos de nuestra libertad no son aquellos mediante los cuales transformamos el mundo exterior, sino aquellos mediante los cuales modificamos nuestra propia actitud interior para concederle un sentido positivo a algo, recurriendo en última instancia a la fe, por la que sabemos que de cualquier cosa sin excepción Dios puede obtener un bien. He aquí una veta inagotable, una riqueza ¡limitada que explotar y que elimina de nuestra existencia cuanto hay de negativo, de banal o de indiferente, porque todo adquiere un sentido: lo positivo acaba siendo motivo de alegría y acción de gracias; lo negativo, ocasión de abandono, de fe y de ofrenda: todo se transforma en gracia. Deberíamos dar muchas gracias a Dios por el valioso don de la libertad.

La  impotencia en  la prueba y  la prueba de  la  impotencia: libertad de creer, de esperar, de amar 

A lo largo de nuestra vida, todos conoceremos alguna situación de prueba o de dificultad que nos afectará personalmente, bien a nosotros, bien a quienes nos sean muy queridos; una situación en la que no habrá nada que hacer, porque -por muchas vueltas que le demos y aunque pensemos en ello día y noche- la solución no estará en nuestras manos. Sentirse así de pobre, tan desarmado e impotente, constituye una gran prueba. Más aún cuando se trata de alguien muy próximo, pues ver debatirse en medio de dificultades a una persona a la que queremos y carecer de los medios de ayuda necesarios es sin duda uno de los peores sufrimientos que padeceremos en nuestra vida. A muchos padres les acaba llegando, antes o después. Cuando el hijo es pequeño, siempre existe alguna manera de intervenir o de ayudar en los problemas que vayan surgiendo. Pero cuando crece, cuando se hace independiente y no atiende a razones, es terrible para los padres ser testigos de cómo un hijo se refugia en la droga o se embarca en aventuras demoledoras; a pesar de su inmenso deseo de ayudarle, se sienten

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absolutamente inermes... Entonces, incluso si aparentemente no hay de dónde agarrarse ni se dispone de los medios concretos para intervenir, tenemos que decirnos a nosotros mismos que, a pesar de todo, aún nos queda la posibilidad de creer, de esperar y de amar. Creer que Dios no abandona a esa persona y que la oración por ella dará sus frutos en el tiempo oportuno. Esperarlo todo de la fidelidad y el poder del Señor. Amar a esa persona sin dejar de llevarla en el corazón y en la oración, perdonando todas sus culpas y el mal que haya hecho, y expresando nuestro amor por ella de acuerdo con las circunstancias; un amor que no se puede traducir en hechos visibles, pero que se expresa en la confianza, en el abandono y en el perdón; un amor mayor y más puro cuanto más desgraciado. Incluso cuando nada podemos hacer en el plano de los hechos, siempre conservamos esa libertad interior de perseverar en el amor: una libertad que ninguna circunstancia, por trágica que sea, logrará quitamos.

Ésta ha de ser para nosotros una certeza firme, una certeza liberadora y llena de consuelo en medio de esta prueba de impotencia: si yo no puedo hacer nada, desde el momento en que creo, espero y amo, algo ocurre en el plano de lo invisible, y sus frutos se manifestarán antes o después, en el tiempo de la misericordia divina. El amor, aunque pobre e impotente en apariencia, siempre es fecundo y no puede no serlo porque participa del mismo ser y de la vida misma de Dios. Y la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado 44.

4. LA ACEPTACIÓN DE LOS JEMÁS

Aceptar el sufrimiento que nos causan los demás Acabamos de exponer la conveniencia de no «resistimos» a las

contrariedades y aceptarlas de buen grado. Ahora retomaremos el tema, referido esta vez a las contrariedades que nos llegan no a través de sucesos materiales, sino por culpa de los demás. ¿Cómo debemos comportarnos frente al dolor provocado por quienes nos rodean? La línea de conducta ha de ser la misma: esforzamos por «consentir».

Tampoco en este caso se trata de permanecer pasivo. A veces es necesario salir al paso de aquella persona cuya conducta nos

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hace sufrir para ayudarle a darse cuenta y corregirse. Otras veces es nuestro deber reaccionar con firmeza contra ciertas situaciones injustas y protegernos -o proteger a los demás- de comportamientos destructivos. Pero siempre quedará cierta parte de sufrimiento que procede de nuestro entorno y que no seremos capaces de evitar ni corregir, sino que habremos de aceptar con una actitud de esperanza y de perdón.

Nos cuesta más asimilar esto que las contrariedades materiales. Es más fácil no enojarse por no llegar a una cita debido al reventón de una rueda que por el retraso a que me obliga mi mujer al pasar una hora al teléfono con una de sus amigas. Los disgustos motivados por los otros son más difíciles de aceptar que las molestias materiales, porque en el primer caso entra en juego la libertad y nos consta que las cosas podían haber sido diferentes. Es lógico guardar más rencor a un ser libre por los problemas que nos origina, que a circunstancias impersonales.

Aunque no resulta sencillo, hay que saber perdonar a los que nos hagan sufrir o nos decepcionen, e incluso aceptar como un favor o como un beneficio los problemas que nos crean. Esta actitud no es espontánea ni natural, pero sí la más adecuada si queremos conquistar la paz y la libertad interior. En este sentido, haremos algunas consideraciones que nos pueden ayudar.

Tener en cuenta las diferencias de carácter Primera observación: en los sufrimientos que nos procuran los

demás no hay por qué ver sistemáticamente mala voluntad por su parte (tal y como nos inclinamos a hacer habitualmente). Cuando surgen problemas entre dos personas, es frecuente que ambas se apresuren a hacer valoraciones morales la una de la otra, cuando en realidad lo que hay de fondo no son sino malentendidos o dificultades de comunicación. Debido a nuestras distintas formas de expresamos y a nuestros filtros psicológicos, a veces percibimos erróneamente las auténticas intenciones o motivaciones de los demás.

Todos tenemos caracteres bien diferenciados, maneras de ver las cosas opuestas, y sensibilidades opuestas, y éste es un hecho que hay que reconocer con realismo y aceptar con humor. A algunos les encanta el orden y el menor síntoma de desorden crea en ellos inseguridad. Hay otros que en un contexto excesivamente cuadriculado y ordenado se asfixian enseguida. Los que aman el

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Podríamos decir que todo el misterio de la Redención de Cristo a través de su encamación, su muerte y su resurrección, consiste en este intercambio maravilloso: en el corazón de Cristo Dios nos ha amado humanamente con el fin de hacernos aptos para amar divinamente. Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios, es decir, ame como sólo Dios es capaz de amar, con la pureza, la intensidad, la fuerza, la ternura y la infatigable paciencia propias del amor divino. Citamos un hermoso texto de San Juan de la Cruz sobre las «cualidades» del amor divino que el alma es capaz de experimentar cuando es transformada en amor y unida a Dios: «Porque, cuando uno ama y hace bien a otro, hácele bien y ámale según su condición y sus propiedades; y así tu Esposo, estando en ti, como quien él es te hace las mercedes: porque siendo él omnipotente, hácete bien y ámate con omnipotencia; y siendo sabio, sientes que te hace bien y ama con sabiduría; y siendo infinitamente bueno, sientes que te ama con bondad; siendo santo, sientes que te ama y hace mercedes con santidad; y siendo él justo, sientes que te ama y hace mercedes justamente; siendo 61 misericordioso, piadoso y clemente, sientes su misericordia y piedad y clemencia; y siendo él fuerte y subido y delicado ser, sientes que te ama fuerte, subida y delicadamente; y como sea limpio y puro, sientes que con pureza y limpieza te ama; y como sea verdadero, sientes que te ama de veras; y como él sea liberal, sientes que te ama y hace mercedes con liberalidad sin algún interese, sólo por hacerte bien; y como él sea la virtud de la suma humildad, con suma bondad y con suma estimación te ama, e igualándote consigo, mostrándosete en estas vías de sus noticias (él mismo) alegremente con este su rostro lleno de gracias y diciéndote en esta unión suya, no sin gran júbilo tuyo: "Yo soy tuyo y para ti, y gusto de ser tal cual soy por ser tuyo y para darme a ti"». Es extraordinariamente esperanzador y un gran consuelo saber que, merced a la obra de la gracia divina en nosotros (si seguimos abiertos mediante la perseverancia en la fe, la oración y los sacramentos), el Espíritu Santo transformará y ensanchará nuestros corazones hasta hacerlos capaces algún día de amar como Dios ama.

Observemos que la conclusión del pasaje evangélico citado un poco antes contiene dos principios fundamentales de la vida espiritual (¡y también de la vida humana!): con la medida que midáis seréis medidos vosotros. Una interpretación superficial sería la siguiente: Dios recompensará con largueza a los que son generosos en el amor y en el perdón, parcamente a aquellos cuya actitud hacia

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Algunas reflexiones sobre el perdón Dicho esto, no hay duda de que existen casos en que el

sufrimiento que otros provocan en nosotros es debido a una auténtica falta por su parte. La actitud que se nos pide entonces no es solamente la de flexibilidad y comprensión hacia las diferencias a que acabamos de referimos; es otra más exigente y más difícil: la del perdón.

La cultura moderna (sólo hay que fijarse, por ejemplo, en el cine) no hace mucho por ensalzar el perdón; muy al contrario, suele legitimar el rencor y la venganza. ¿Y así es como disminuirá el mal en el mundo? Debemos proclamar muy alto que el único modo de paliar el dolor que pesa sobre la humanidad es el perdón.

«La Iglesia, al anunciar el perdón y el amor a los enemigos, es consciente de introducir en el patrimonio espiritual de toda la humanidad una forma nueva de relacionarse con los demás; una forma ciertamente trabajosa, pero rica en esperanza. Para lograrlo, sabe que puede contar con la ayuda del Señor, que nunca abandona a quien acude a Él en los momentos difíciles. La caridad no tiene en cuenta el mal (1 Co 13, 5). En estas palabras de la primera carta a los Corintios, el apóstol Pablo recuerda que el perdón es una de las formas más nobles del ejercicio de la caridad».

No queremos tratar aquí del tema del perdón, un tema fundamental pero complejo. Nuestro propósito es únicamente insistir en que, si no entendemos la importancia del perdón y no lo integramos en nuestra convivencia con los demás, nunca alcanzaremos la libertad interior y permaneceremos siempre prisioneros de nuestros rencores.

Cuando nos negamos a perdonar algo de lo que hemos sido víctimas, no hacemos más que añadir mal sobre mal, sin resolver absolutamente nada: nos limitamos a aumentar la cantidad de mal que hay en el mundo, del que -en mi opinión- tenemos más que suficiente. No seamos cómplices en la propagación del mal. Como nos pide San Pablo, no te dejes vencer por el mal; antes bien, vence el mal con el bien.

Detengámonos brevemente con objeto de señalar algunos obstáculos que hacen difícil el perdón o lo imposibilitan.

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Perdonar no es avalar el mal Lo que hace a veces tan difícil el perdón es que, de modo más o

menos consciente, pensamos que perdonar a una persona que nos ha hecho sufrir vendría a ser actuar como si ésta no hubiera hecho nada malo; sería como llamar «bien» al mal o apoyar una injusticia, cosas todas ellas que no estamos dispuestos a admitir.

Sin embargo, perdonar no consiste en aceptar el mal ni en pretender que es justo lo que no lo es; evidentemente, no debemos admitir nada parecido: sería como burlarse de la verdad. Perdonar significa lo siguiente: a pesar de que esta persona me ha hecho daño, yo no quiero condenarla, ni identificarla con su falta, ni tomarme la justicia por mi mano. Dejo a Dios, el único que escudriña las entrañas y los corazones y juzga con justicia`, la misión de examinar sus obras y emir un juicio, pues yo no deseo encargarme de tan difícil y delicada tarea, que sólo corresponde a Dios. Es más, no quiero reducir a quien me ha ofendido a un juicio definitivo e inapelable; sino que lo miro con ojos esperanzados, creo que algo en él puede dar un giro y cambiar, y continúo queriendo su bien. Creo también que del mal que me ha hecho, aunque humanamente parezca irremediable, Dios puede obtener un bien... A fin de cuentas, nosotros sólo podemos perdonar de verdad porque Cristo ha resucitado de entre los muertos, y esta resurrección constituye la garantía de que Dios es capaz de sanar cualquier mal.

Los lazos del rencor Por otro lado, debemos darnos cuenta de que, cuando

perdonamos a alguien, si en cierto sentido le hacemos un bien a esa persona (liberándola de una deuda), ante todo nos hacemos un bien a nosotros, pues recobramos la libertad que el rencor y el resentimiento estuvieron a punto de hacemos perder.

A veces nuestra libertad puede verse enturbiada por lazos afectivos demasiado fuertes o por la dependencia de esa persona a la que queremos demasiado (y mal), la cual acaba resultándonos tan indispensable que nos hace perder parte de nuestra autonomía. Al igual que la dependencia afectiva, la negativa a perdonar nos encadena a quien queremos mal y enajena nuestra libertad. Somos tan dependientes de las personas a las que aborrecemos como de las que amamos de forma exagerada. Cuando guardamos rencor a alguien, no dejamos de pensar en él; nos inundan sentimientos negativos que agotan gran parte de nuestras energías; y se produce

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un «bloqueo» en la relación que no nos deja ni psicológica ni espiritualmente disponibles para vivir los demás aspectos de nuestra vida. El rencor perjudica las fuerzas de aquel de quien se adueña y causa en él mucho daño. Cuando alguien nos ha hecho sufrir, nuestra tendencia espontánea es a guardar cuidadosamente el recuerdo del daño padecido, como una «factura» que esgrimir en el momento oportuno para exigir cuentas y hacer pagar al otro lo que nos debe. De lo que no somos conscientes es de que esas facturas acumuladas terminan por envenenar nuestra vida. Es mucho más inteligente perdonar toda deuda, tal y como invita el Evangelio: a su vez, se nos perdonará todo a nosotros y nuestro corazón quedará libre.

Todos hemos experimentado cómo el resentimiento guardado a otra persona nos lleva a perder la objetividad respecto a ella. Entonces todo lo vemos negro y nos cerramos a cuanto -a pesar de que nos haya hecho sufrir- podría aportarnos de positivo.

Con la medida que midáis seréis medidos vosotros Uno de los pasajes del Evangelio más bellos sobre la invitación a

perdonar lo encontramos en los versículos de Lc 6, 27-38. Merece la pena releerlos, pues este texto fundamental ha de guiamos en nuestra actitud hacia los demás.

Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; así será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los perversos.Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida buena, apretada, colmada, rebosante echarán en vuestro regazo; porque con la medida que midáis seréis medidos vosotros.

Palabras muy exigentes; y, sin embargo, se trata de una exigencia que debemos entender como un «regalo» magnífico que Dios quiere hacemos. Dios da lo que pide, y este texto contiene la promesa de poder transformar nuestro corazón hasta el punto de hacemos capaces de amar con un amor tan puro, tan gratuito y tan desinteresado como el suyo. Dios quiere concedemos que perdonemos como sólo Él es capaz y que de este modo nos volvamos semejantes a Él, porque Dios nunca es tan Dios como cuando perdona.

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pecados mortales desde que se levanta hasta que se acuesta puede impedirme que ame al Señor y sirva al prójimo, ni me priva de ningún bien espiritual, ni es obstáculo para que yo siga dirigiéndome a la plenitud del amor. Aunque a mi alrededor el mundo se desmoronase, nada me quitaría la posibilidad de rezar, de amar a Dios y de poner en Él toda nú esperanza.

Por supuesto que no se trata de encerrarse en una torre de marfil y volverse absolutamente indiferentes a lo que sucede junto a nosotros, ni tampoco de permanecer siempre pasivos. Cuando en nuestro entorno surgen problemas, claro que debemos desear que se resuelvan, además de discernir lo que Dios quiere de nosotros: ¿debo intervenir?; ¿está en mi mano, de un modo real y concreto, hacer algo? Si la respuesta es afirmativa, sería un pecado de omisión no hacer nada.

Lo que quiero decir es que, aunque parezca que todo marcha mal, es absolutamente necesario preservar esa libertad nuestra de continuar esperando en Dios y sirviéndole con entusiasmo y alegría. En efecto, el demonio a menudo busca cómo descorazonarnos, desmoralizamos o hacemos perder la alegría de servir al Señor, y uno de sus métodos preferidos consiste en inquietamos con lo que nos toca de cerca.

Supongamos que formo parte de una comunidad: el demonio, con el fin de hacerme perder todo mi dinamismo y mi energía espiritual, se las arreglará para que me fije en un montón de cosas negativas, tales como el comportamiento injusto de los directores o de los hermanos, sus errores, su falta de fervor, sus pecados a veces graves, etc. Entonces se abatirá sobre mí una carga de inquietud, de tristeza y desaliento, que irá minando poco a poco mi propio impulso espiritual: ¿de qué sirven tantos esfuerzos por rezar, o por ser generoso, cuando existen tantos problemas entre nosotros? Y enseguida nos asalta la tibieza... Tenemos que detectar cómo actúa la tentación y reaccionar diciendo: pase lo que pase, no tengo nada que perder; debo conservar mi fervor, y continuar amando a Dios y rezando con todo el corazón; debo amar a las personas con las que convivo, incluso aunque no sepa en qué acabará esta situación. No pierdo el tiempo ni me equivoco intentando amar en lo cotidiano: este amor nunca será en vano. «Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor», dice San Juan de la Cruz.

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el prójimo es mezquina. Este versículo posee sin embargo un significado más profundo que el del castigo o la recompensa dictados por Dios de acuerdo con nuestra conducta. De hecho, no es Dios quien castiga, sino el hombre el que se castiga a sí mismo. El versículo se limita a enunciar una «ley» inherente a la existencia humana: quien se niega a perdonar, quien se niega a amar, antes o después acabará siendo víctima de su falta de amor. El mal que hacemos o el que queremos para los demás siempre se vuelve contra nosotros. Quien adopta una actitud de estrechez de corazón hacia el prójimo padecerá esa misma estrechez. Al reducir al otro a un juicio, un desprecio, un rechazo o un rencor, me envuelvo en una red que terminará por ahogarme. Mis aspiraciones más profundas -al absoluto, al infinito...- tropezarán con barreras infranqueables y nunca se verán realizadas. Mi falta de misericordia hacia los demás me condena a un mundo estrecho, un mundo asfixiante de cálculos e intereses. Basta un mínimo de lucidez y realismo para constatar esta ley y su implacabilidad: no saldrás de allí hasta que devuelvas el último céntimo".

Cuando nos hallemos interiormente «oprimidos», muchas veces no habrá otra razón que ésta: que nuestro corazón es mezquino en sus disposiciones hacia el prójimo y se niega a amar y a perdonar con generosidad. Por el contrario, la generosidad en el amor y el perdón, la benevolencia en los juicios y la misericordia nos hacen «hijos del Altísimo» y nos empujan a navegar en un universo de gratuidad, en los océanos ¡limitados del amor y la vida divina, donde las aspiraciones más profundas de nuestro corazón serán un día saciadas. Si amamos al prójimo, nos dice Isaías, entonces brotará tu luz como la aurora y pronto germinará tu curación... Serás como huerto regado, como fuente de aguas que no se agotan 52.

Obtener fruto de las faltas ajenas Por lo que se refiere a las faltas e imperfecciones de nuestro

prójimo, es bueno considerar -al igual que ocurre con las demás contrariedades- que «en el mal no sólo hay mal». La conducta cuestionable de quienes nos rodean y que constituye para nosotros un motivo de sufrimiento, no es totalmente negativa, sino que ofrece ciertos beneficios.

En nosotros está sólidamente enraizada la tendencia a buscar en nuestra relación con los demás lo que puede llenar nuestras carencias, sobre todo las carencias de nuestra infancia. Las

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imperfecciones de los otros y las decepciones que nos causan nos obligan a esforzarnos por amarlos con un amor verdadero y a establecer con ellos una relación que no se limite a la búsqueda inconsciente de satisfacer nuestras propias necesidades, sino que tienda a hacerse pura y desinteresada como el mismo amor divino: sed Perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto`.

Por otro lado, estos defectos nos ayudan también a no esperar del prójimo la felicidad, la plenitud o la realización que sólo podemos encontrar en Dios, quien nos invita a «enraizarnos» en Él. A veces es tras una decepción en la relación con alguien de quien esperamos mucho (seguramente demasiado) como aprendemos a profundizar en la oración y en la intimidad con Dios, a esperar de Él esa plenitud, esa paz y esa seguridad que únicamente su amor infinito puede garantizamos. Cuando los demás nos defraudan, nos hacen pasar de un amor «idólatra» (un amor que aguarda demasiado) a un amor realista, libre y, por lo tanto, finalmente dichoso. El amor romántico siempre se verá amenazado por las decepciones; la caridad jamás, porque no busca su propio interés".

El pecado de los demás no me quita nada Una de las mayores dificultades que nos impide perdonar

proviene del hecho siguiente: después de algún suceso doloroso o del comportamiento negativo de una persona que repercute en nuestra historia personal, tenemos la sensación de vernos privados de algo que consideramos importante, si no vital. A menudo es esta sensación difusa de haber sido desprovistos por culpa de otros de ciertos bienes necesarios lo que alimenta nuestro rencor. Puede tratarse de bienes materiales, afectivos, morales (no haber recibido el amor al que se tenía derecho, o la estima necesaria, etc.) o espirituales (esa conducta del responsable de mi comunidad que me ha impedido determinado crecimiento espiritual, etc.).

Para encontrarnos en disposición de perdonar o de vivir en paz y sin rencores, incluso cuando nuestro entorno se vuelve motivo de dolor por determinadas conductas erróneas, es necesario darse cuenta de algo importante, y es que debemos revisar enteramente ese sentimiento de frustración que acabamos de describir, pues no se corresponde con la realidad. Hemos de dar un vuelco a nuestra mentalidad y a nuestros juicios para llegar a comprender cuáles son los bienes auténticos y percatamos de que, en realidad, el mal que

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proviene de los otros no me priva de nada, así que carezco de razones válidas para quererlos mal.

Por supuesto que los demás tienen la capacidad de privarme de muchas cosas en el plano humano y material, pero nadie puede quitarme lo esencial, el único bien verdadero y definitivo, que es el amor que Dios me da y el que yo puedo darle, y el crecimiento que de él se derivará. Nadie será nunca capaz de privarme de la posibilidad de creer en Dios, de esperar en Él, de amarlo en todo lugar y circunstancia. Nadie me podrá arrebatar este bien esencial y auténtico, ni impedirá que crezca lo que hay en mí de más profundo y definitivo. Porque es esencialmente a través del ejercicio de la fe, de la esperanza y del amor como se construye el hombre; todo lo demás es secundario y relativo, y podemos pasar sin ello porque no es un mal absoluto. Hay en nosotros algo indestructible que está garantizado por la fidelidad y el amor de Dios. El Señor es mi pastor, nada me falta... Aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno, porque tú estás conmigo. Tu clava y tu cayado son mis consuelos 15.

En lugar de perder el tiempo y desperdiciar energías acusando a los demás de lo que no marcha bien en nuestra vida, o reprochándoles lo que consideramos que nos quitan, es preciso esforzarse por adquirir una autonomía espiritual, profundizando en la relación personal con Dios, fuente única e inagotable de todo bien, y creciendo en la fe, la esperanza y el amor desinteresado. Debemos convencemos de una vez por todas de que el hecho de que los demás sean pecadores, a mí no me impide convertirme en santo; que nadie me priva de nada y que, al atardecer de mi vida, cuando me encuentre cara a cara con Dios (que nunca permitirá que carezca de todo lo necesario para avanzar espiritual y humanamente), no cometeré la niñería de acusar a los demás de mi falta de progreso espiritual.

La trampa de la desmovilización En algunos momentos de la lucha, cuando nos hallamos

especialmente preocupados por lo que «no va» en nuestro entorno, en nuestra comunidad, en nuestra familia o en nuestro medio eclesial, y nos sentimos tentados de desalentamos y bajar los brazos, esto es lo que deberíamos decimos: pase lo que pase, sean cuales sean los errores y faltas cometidos aquí y allá, esto no nos quita absolutamente nada. Ni siquiera el vivir entre gente que comete

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Evidentemente, esta capacidad de ser libre con respecto al mal no es inmediata, sino fruto de una larga conquista y, sobre todo, de una prolongada labor de la gracia, que nos hace crecer en el ejercicio de las virtudes teologales. Es un aspecto de la madurez espiritual y, sin duda, constituye más un don de Dios que el resultado de nuestros esfuerzos. Dicho esto, hay que aclarar que se nos dará con más certeza y antes cuanto más inclinados estemos hacia ella, cuanto más la deseemos y busquemos poner por obra las actitudes que acabamos de mencionar. Si nos enraizamos en Dios mediante la fe y la oración, si dejamos de reprocharle a nuestro entorno todo lo que no marcha en nuestra vida y de consideramos víctimas de los demás o de las circunstancias, si asumimos decididamente nuestra propia responsabilidad y aceptamos nuestra vida tal y como es, si ejercitamos en todo momento nuestra capacidad de creer, de esperar y de amar, si nos proponemos conquistarla, esta libertad nos será concedida progresivamente.

La regia libertad de los hijos de Dios Durante su bautismo, el cristiano es ungido con óleo perfumado,

signo de su nueva condición: a través de su unión con Cristo, en lo sucesivo será Sacerdote, Profeta y Rey. ¿Cuál es el significado de esa realeza de la que se reviste? El cristiano es rey porque es hijo y heredero del Rey de cielo y tierra; pero también lo es en el sentido de que no se halla sometido a nadie, sino que todo se somete a él, al igual que ocurre con los reyes. Si hemos entendido bien lo dicho hasta el momento, esto es lo que se convierte en realidad para quien deja desarrollar en sí mismo la gracia del bautismo, es decir, para el que vive como un hijo de Dios en la fe, la esperanza y la caridad. Habrá penas y miserias, pero él no se someterá' a nada, ni dependerá de circunstancias afortunadas o desafortunadas, ni existirán para él acontecimientos negativos, sino que todo cuanto sucede en el mundo estará a su servicio y beneficiará a su crecimiento en el amor y en su condición de hijo de Dios. Ni las circunstancias, ni las contingencias buenas o malas, ni el comportamiento de los demás pueden afectarle negativamente: sólo pueden fomentar su verdadero bien, que es amar.

San Pablo expresa así este sentimiento de libertad real, privilegio de quien vive en los brazos del Padre: Todo es vuestro, y añade: y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios`. Y en la «oración del alma enamorada» San Juan de la Cruz lo describe con estas hermosas

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Por el contrario, si me entristezco y los problemas que existen en mi entomo me llevan a perder el fervor, no resolveré nada: sólo añadiré mal sobre mal. Si el pecado que me rodea me conduce al desasosiego y el descorazonamiento, únicamente acelero la propagación del mal. El mal no puede vencerse más que con el bien, poniendo freno a la difusión del pecado con nuestra devoción, nuestra alegría y nuestra esperanza, haciendo hoy el bien que está en nuestra mano sin preocupamos del mañana.

El  verdadero mal  no  se  halla  fuera  de  nosotros,  sino  en nosotros 

Otra cosa que deberíamos decimos en estos momentos de la lucha: no es de la conversión del prójimo de la que tenemos que ocuparnos, sino de la nuestra. Hay pocas probabilidades de que veamos la conversión del prójimo si no nos afanamos seriamente en la nuestra. Es mucho más realista y alentador este punto de vista: mi influencia sobre los demás no es grande, y los intentos por cambiarlos no tienen demasiado futuro. Más aún cuando, la mayor parte del tiempo, deseamos que cambien de acuerdo no con los designios divinos, sino con los criterios y los plazos que brotan de nuestra manera humana de ver las cosas. Así que, si me ocupo prioritariamente de mi propia conversión, aumentará la esperanza de que las cosas avancen. Vale más buscar la reforma de mi corazón que la del mundo o la Iglesia: será más fecundo para todos.

Con el fin de animar al lector a seguir esta línea de conducta, me gustaría hacer una reflexión en torno a la siguiente cuestión: ¿en qué medida puede afectarme el mal que me rodea? Pido perdón de antemano a las personas a las que pueda escandalizar mi respuesta, pues considero mi deber afirmar que ese mal que me rodea (los pecados de los otros, de la Iglesia o de la sociedad) no me afecta; para mí sólo puede convertirse en auténtico mal en la medida en que encuentre en mí alguna complicidad, en la medida en que yo lo deje penetrar en mi corazón.

Es lógico que el mal que existe en tomo de nosotros nos haga sufrir; no es cuestión de blindarse y vivir indiferente a todo, sino al contrario: a mayor santidad, mayor sufrimiento a causa del mal y del pecado que hay en el mundo. Pero el mal exterior sólo me hace daño si no me deja reaccionar bien, es decir, si reacciono con miedo, con inquietud, con desaliento, con tristeza; bajando los brazos y desasosegándome en busca de soluciones precipitadas que no

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arreglan nada; juzgando, alimentando rencores y amargura, negándome a perdonar.. Como dice Jesús en el evangelio de San Marcos, nada hay fuera del hombre que al entrar en él pueda hacerlo impuro... pero lo que sale del hombre, eso sí que hace impuro al hombre 51. El mal no procede de las circunstancias externas; procede del modo en que reacciona nuestro interior. «Lo que arruina nuestras almas no es lo que ocurre fuera, sino el eco que esto suscita en nosotros»58. Así pues, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el mal que me hacen otros no procede de ellos, sino de mí. Como dicen los Padres de la Iglesia, uno sólo es herido por sí mismo.

Nuestra complicidad refuerza el mal Tenemos que pedir al Señor la gracia de detectar en nosotros

toda esa complicidad con el mal (especialmente en el terreno de la palabra) mediante la cual, en lugar de contrarrestarlo, le insuflamos vida.

Cuando nos fijamos demasiado en lo que no «marcha bien», cuando lo convertimos en el tema preferido de nuestras conversaciones, cuando nos quejamos de nuestros problemas y nos desanimamos, acabamos proporcionando al mal más consistencia de la que en realidad posee. A veces nuestra manera de deplorar el mal sólo logra reforzarlo. Hace poco le oí decir a un sacerdote: «No me voy a pasar la vida denunciando el pecado: eso sería hacerle demasiado honor. Prefiero alentar el bien antes que condenar el mal». Y creo que no se equivoca. La postura que recomendamos no es la del avestruz que se niega a ver la realidad, ni la de impedir que se actúe, sino ese optimismo propio de la caridad y del amor desinteresado que permite movilizar todas nuestras energías hacia el bien: la caridad no se irrita, no piensa mal, no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta'9.

Es ésta una verdad aplicable también respecto a uno mismo: avanzaremos de forma mucho más segura y eficaz si nos entregamos de lleno al bien de que somos capaces, a pesar de nuestros fallos, que inquietándonos exageradamente por éstos. De igual modo, a cualquiera se le alienta mejor hacia la con versión y el crecimiento espiritual animándolo con lo positivo, qÚe insistiendo en cada uno de sus errores. El bien posee más consistencia y entidad

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que el mal, y su impulso es capaz de hacerlo triunfar sobre este último.

Mayor gravedad reviste esa perversa satisfacción que se apodera de nosotros al detectar y poner en evidencia el mal con el propósito de justificar nuestros rencores y amarguras; lo cual representa una cómoda manera de descargarlos sobre cuanto nos rodea, cuando en realidad su origen se encuentra en el vacío espiritual que anida en nosotros y en la insatisfacción que genera. Más de una vez he constatado cómo las personas más críticas son aquellas cuyo vacío espiritual es mayor, y uno acaba preguntándose si es que algunos (a semejanza de lo que ocurre con ideologías como el marxismo) para existir no se habrán tenido que fabricar enemigos; tan grande es su vacío interior.

El mal viene a llenar un vacío Jesús vivió inmerso en un océano de mal, de odio, de violencia,

de mentira. Su corazón fue destrozado y atravesado de parte a parte; ningún hombre ha sufrido como El; y, sin embargo, no se ha dejado alcanzar por el mal, éste no ha logrado penetrar en Él, porque su alma estaba llena de confianza en el Padre, de abandono y de ofrecimiento amoroso. Nosotros debemos seguir sus huellas... ultrajado, no devolvía el ultraje; maltratado, no amenazaba. Lo mismo se puede decir de la Santísima Virgen, al pie de la cruz. Ella bebió un cáliz de dolor, pero su corazón se mantuvo puro: sin miedo, sin rebelión, sin odio, sin desesperación; con aceptación, con perdón, con esperanza...

Si el mal penetra en nuestro corazón, es porque ha encontrado en él un lugar en el que anidar, una complicidad; si el sufrimiento nos vuelve agrios o malos, es porque nuestro corazón está vacío: vacío de fe, de esperanza y de amor. Si, por el contrario, en nuestro corazón existe una confianza total en Dios, si el fin de nuestra vida no es la búsqueda de nosotros mismos, sino hacer la voluntad de Dios, amarla con todo el corazón y amar al prójimo como a nosotros mismos, es imposible que el mal triunfe en nosotros. El sufrimiento, sí; pero no el mal. El Padre Kolbe murió en Auschwitz, en el bunker del hambre, y sin embargo mantuvo su corazón puro e intacto en medio de aquel infierno, porque, filialmente abandonado en la Inmaculada, no odió a sus verdugos, sino que aceptó dar su vida por amon Tanto él como sus compañeros murieron cantando el Magnificat; vencieron el mal con el bien.

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aceptación de cada instante como el lugar de su presencia, el medio en el que se da a nosotros. Cada segundo constituye un momento de comunión con la eternidad; en cierto sentido, contiene la eternidad. En lugar de proyectamos constantemente sobre el pasado o el futuro, deberíamos aprender a vivir cada momento como suficiente en sí mismo, como plenitud de existencia, porque en él está Dios; y, si Dios está en él, no nos falta nada. Nuestra sensación de vacío o frustración, esa impresión de que carecemos de esto o aquello, proviene a menudo del hecho de vivir en el pasado (entre lamentos y decepciones) o en el futuro (cargados de temores o vanas esperanzas), en lugar de habitar cada segundo acogiéndolo tal como es, es decir, lleno de una presencia de Dios que -si nos unimos a ella con fe- nos fortalece y sostiene. Como dice el salmo 145, todos los ojos se dirigen expectantes a ti, y tú les das su alimento a su tiempo. Abres tu mano y sacias a todo viviente a placer.

Desde una perspectiva cristiana, esta realidad de la gracia del instante presente es muy liberadora. Por muy desastroso que haya sido mi pasado, por muy incierto que parezca mi futuro, ahora, con un acto de fe, de confianza y abandono, puedo ponerme en contacto con Dios: Dios eternamente presente, eternamente joven, eternamente nuevo, a quien pertenecen mi pasado y mi futuro, y que puede perdonarlo todo, purificarlo todo, renovarlo todo... Te renovará en su amor'. En el momento presente, a causa de ese amor infinitamente misericordioso con que me ama el Padre, siempre cuento con la posibilidad de volver a empezar de cero, sin que el pasado (por lamentable que haya sido) me lo impida, y sin que el futuro (aunque parezca oscuro) me atormente. Mi pasado está en manos de la Misericordia divina, que puede sacar provecho de todo, tanto de lo bueno como de lo malo, y mi porvenir en manos de Su Providencia, que no se olvidará de mí. Esta actitud de fe es sumamente valiosa, pues evita que vivamos como tantas personas que sufren una permanente insatisfacción, sintiéndose «ahogados» entre un pasado que les pesa y un futuro que les inquieta. Por el contrario, vivir el instante presente ensancha el corazón.

2. EL VERBO AMAR SÓLO SE CONJUGA EN PRESENTE En los tratados de espiritualidad se suele hablar de las etapas de

la vida interior: los grados de la escala de virtudes o los peldaños de la escalera hacia la perfección; según el autor, se enumeran tres, siete, doce o cualquier otra cifra. Sin duda, hay mucho que aprender

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palabras: «¿Con qué dilaciones esperas, pues desde luego puedes amar a Dios en tu corazón? Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos, y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues, ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti»

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II. EL INSTANTE PRESENTE

1. LIBERTAD E INSTANTE PRESENTE Una de las condiciones indispensables para conquistar la libertad

interior es la capacidad de vivir el instante presente. Es este tema absolutamente fundamental el que nos disponemos a desarrollar ahora.

Primera observación: no podemos ejercer auténticamente nuestra libertad si no es en el instante presente. Carecemos de toda influencia sobre el pasado, del que no podemos cambiar ni una coma; cualquier escenario imaginario sobre el que intentemos revivir algún hecho pasado del que nos arrepentimos o que consideramos un descalabro (debería de haber hecho esto o aquello ... ) cae por su propio peso: no es posible echar marcha atrás en el tiempo. Sólo hay un acto de libertad que podamos plantear con respecto a nuestro pasado: aceptarlo tal como es y ponerlo confiadamente en manos de Dios.

Tampoco somos capaces de dominar nuestro futuro: sabemos muy bien que, independientemente de cuáles sean nuestras previsiones, planes y promesas, basta muy poco para que nada salga como pensábamos. Es imposible programar la vida; sólo nos queda acogerla un instante tras otro.

A fin de cuentas, lo único que nos pertenece es el momento actual: sólo en este medio nos podemos plantear actos libres; sólo en el instante presente establecemos un auténtico contacto con la realidad.

Existe la posibilidad de entender trágicamente el carácter fugaz del momento actual o el hecho de que ni el pasado ni el futuro nos pertenezcan. Pero, desde la perspectiva de la fe y la esperanza cristianas, el instante presente se revela ante nosotros como un tesoro de gracia y de inmenso consuelo.

En primer lugar, el «ahora» es el de la presencia de Dios: yo estoy con vosotros todos los días hasta elfin del mu ndo'. Dios es el eterno presente. Tenemos que convencemos de que cada instante, sea cual sea su contenido, está lleno de la presencia de Dios y supone la posibilidad de la comunión con Dios. Nuestra relación con Dios no se establece en el pasado ni en el futuro, sino mediante la

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vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? ¿Quién de vosotros, por mucho que se preocupe, puede añadir a su estatura un solo codo?... No andéis, pues, inquietos diciendo: ¿Qué comeremos?, o ¿qué beberemos?, o ¿con qué nos vestiremos ?.

No se trata de volverse irresponsables o faltos de previsión; tenemos obligación de trazar proyectos y pensar en el mañana. Pero es preciso hacerlo sin inquietud, sin esa zozobra que roe el corazón, que no resuelve absolutamente nada y que tan a menudo nos impide estar disponibles para lo que hemos de vivir en el instante presente. Hay que «procurar no añadir al peso de hoy el de la angustia que nos inspira el futuro» 10. El corazón no puede quedar atrapado por lo incierto del mañana y recibir al tiempo la gracia del momento presente: una cosa excluye a la otra. Así pues, debemos buscar el Reino, es decir, recibir la presencia de Dios que se nos entrega aquí y ahora, en la búsqueda amorosa y confiada de su voluntad para el día de hoy, y lo demás se nos dará por añadidura. Esto, evidentemente, no quiere decir que en el futuro no vayamos a sufrir más pruebas o dificultades; sino que, a medida que se vayan presentando, contaremos con la gracia para asumirlas.

Convenzámonos de una cosa: la gracia, al igual que el maná que alimentó a los judíos en el desierto, no se «almacena». No se pueden obtener reservas de ella; sólo se puede recibir instante tras instante. Forma parte de ese «pan de cada día» que pedimos en el Padrenuestro. El hecho de que hoy me sienta tan débil que me desmaye sólo de pensar en un pinchazo, no quiere decir que el día de mañana no vaya a obtener la gracia del martirio, si eso es lo que se me pide.

Para permanecer libre tanto del pasado como del futuro, es imprescindible obligarse a hacer un trabajo de «reeducación» de nuestra psicología. Ciertas observaciones de sentido común pueden ayudamos a ello.

Las cosas raramente ocurren como las prevemos; la mayor parte de nuestros miedos y aprensiones son totalmente imaginarios: todos tenemos experiencia de ello. Cosas que creíamos iban a resultar dificilísimas luego se revelan muy sencillas; y, por contra, se nos presentan obstáculos en los que nunca hubiéramos pensado. La correspondencia entre nuestra representación de los hechos futuros y lo que luego sucede realmente resulta tan pequeña que gs preciso distanciarse de las obras de nuestra imaginación; vale más recibir

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de estas consideraciones, sea de la descripción de las siete moradas de Santa Teresa de Jesús, sea de los doce grados de la humildad de la regla de San Benito.

Sin embargo, la experiencia me ha enseñado a ver las cosas de otra manera. Suelo decir en broma que la escalera hacia la perfección no tiene más que un peldaño: el que subo hoy. Sin preocuparme ni del pasado ni del futuro, hoy me decido a creer, hoy me decido a poner toda mi confianza en Dios, hoy elijo amar a Dios y al prójimo. E, independientemente del resultado de mis buenos propósitos, sean un éxito o un fracaso, al día siguiente -que es un nuevo hoy que me regala la paciencia divina- vuelvo a empezar. Y así incansablemente, sin intentar medir mis progresos y sin querer saber dónde me encuentro. Sin desanimarme por los reveses ni vanagloriarme de mis logros; sin contar únicamente con mis propias fuerzas, sino sólo con la fidelidad del Señor.

San Pablo describe así esta actitud fundamental de la vida espiritual: olvidando lo que queda atrás, persigo lo que está delante, lanzándome hacia la meta, hacia el premio de la excelsa vocación de Dios en Cristo Jesús... cualquiera que sea el punto al que hayamos llegado, caminemos en esa misma dirección'. Estas palabras dan cuerpo a un aspecto fundamental de la espiritualidad monástica. San Antonio de Egipto, padre de la vida monástica (que vivió 105 años y a los cien decía: «aún no he empezado a convertirme»), repetía sin cesar estas frases de San Pablo, según cuenta su biógrafo, San Atanasio, quien añade: «También recordaba las palabras de Elías: «El Señor vive en quien hoy está junto a mí»; y señalaba que, al decir hoy, Elías no tenía en cuenta el tiempo pasado. De tal modo que, manteniéndose siempre en los comienzos, se esforzaba cada día por presentarse ante Dios como hay que mostrarse ante El: con un corazón puro y dispuesto a obedecer su voluntad y ninguna otra»'. Todos los santos han puesto por obra esta actitud, de la que Santa Teresita es un claro ejemplo: «¡Oh, Jesús!, para amarte no tengo nada más que el hoy»-.

3. SÓLO SE PUEDE SUFRIR UN INSTANTE Este empeño por vivir cada instante tal como se presenta,

abandonando tanto el pasado como el futuro en las manos de la dulce misericordia de Dios -según expresión de Bernanos-, es más importante aún en momentos de sufrimiento. Esto es lo que decía Teresa de Lisieux durante su enfermedad: «únicamente sufro un instante. Sólo nos desanimamos y nos desesperamos si pensamos

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en el pasado y en el porvenir ... »'. No podemos estar sufriendo toda la vida: sólo se puede sufrir un instante detrás de otro. Nadie posee capacidad para estar sufriendo diez o veinte años. Tenemos la gracia para sobrellevar el sufrimiento que nos corresponde hoy y ahora. Lo que normalmente acaba por hundimos es la proyección en el futuro: no el dolor, sino la representación que nos hacemos de él. «El gran obstáculo es siempre la representación, y no la realidad. Cargamos con la realidad y todo su sufrimiento, con todas las dificultades que comporta: la cargamos, nos la echamos a la espalda y es llevándola encima como aumenta nuestra resistencia. Sin embargo, con la representación del dolor -que no es el dolor, porque éste es fecundo y puede hacernos hermosa la vidasí hay que acabar. Y es acabando con esas representaciones que aprisionan la vida tras sus barrotes, como liberamos en nosotros mismos la vida real con todas sus energías y como nos hacemos capaces de soportar el auténtico dolor. tanto en nuestra propia vida como en la de la humanidad».

4. A CADA DÍA LE BASTA SU CONTRARIEDAD A cada día le basta su contrariedades: son éstas unas de las

palabras del Evangelio más llenas de sabiduría. Intentemos seguir esta enseñanza fundamental de Jesús no añadiendo a las penas de hoy, que ya son suficientes, las de ayer y las de mañana. Con frecuencia nos quejamos de sufrir demasiado, sin darnos cuenta de que a veces somos un poco masoquistas: como si no nos bastase el dolor de hoy, a éste le sumamos los pesares de ayer y las inquietudes con respecto al mañana. No es de extrañar que nos hundamos... Para que la vida se nos haga soportable, es fundamental ejercitarse en no cargar más que con las dificultades de hoy, entregando el pasado a la Misericordia divina, y el futuro a la Providencia.

Permitimos que el pasado pese sobre nosotros cada vez que nos detenemos en nuestros remordimientos por las antiguas faltas: cada vez que rumiamos nuestros fallos, nuestra sensación de derrota; cada vez que recordamos en vano nuestras elecciones de ayer como si nos fuera posible modificarlas. Es evidente que tenemos que pedir perdón a Dios de nuestros pecados, o -llegado el caso- aprender la lección que nos enseña la experiencia. pero sin volver sobre ellos repetidamente. Hacerlo una vez con total sinceridad es suficiente. Debemos procurar reparar el mal que hayamos ocasionado siempre que sea posible, pero en la mayoría de los

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casos lo que hay que hacer es dejarlo todo en las manos de Dios, confiando en su omnipotencia para reparar, y sacar fruto hasta de nuestros errores. No se trata, claro está, de volvemos indiferentes ante el mal cometido, o de ser superficiales e irresponsables, sino de prohibimos toda actitud o pensamiento que nos impidan vivir el instante presente o armamos de confianza y sentido positivo: esto es lo que ocurre cuando nos abruman los remordimientos y sentimientos de culpa, cuando rumiamos nuestros fracasos y nos dejamos invadir por el desaliento a causa de los errores pasados.

A veces tenemos la sensación de haber perdido mucho tiempo de nuestra vida, de haber desperdiciado multitud de ocasiones de amar y crecer. Si este sentimiento nos impulsa a arrepentirnos y a recomenzar con coraje y confianza pidiendo a Dios la gracia de recuperar el tiempo perdido mediante la renovación de nuestro fervor, bienvenido sea. Pero, si ese sentimiento nos abate, si nos da la impresión de que nuestra vida está irremediablemente perdida, y que las cosas buenas y positivas que habríamos podido disfrutar en adelante nos están vedadas, entonces es preciso rechazarlo. No tenemos derecho a dejamos acorralar por nuestro pasado: eso sería añadir un pecado más a los ya cometidos; sería una falta de confianza en la misericordia y el poder infinitos de Dios, que nos ama y está siempre dispuesto a ofrecemos una nueva oportunidad de alcanzar plenamente la santidad, sin que el pasado suponga jamás un impedimento. Cuando nos sentimos tentado s por el abatimiento al considerar nuestro pasado y el escaso camino recorrido, es necesario hacer un gran acto de fe y de esperanza, como el siguiente: te doy gracias, Dios mío, por todo mi pasado; creo firmemente que, de cuanto he vivido, Tú podrás sacar un bien; no quiero tener ningún pesar y desde hoy me decido a recomenzar desde cero con exactamente la misma confianza que si toda mi historia pasada no estuviera hecha sino de fidelidad y santidad. ¡Nada podrá agradar más a Dios que esta actitud!

5. EL MAÑANA SE PREOCUPARÁ DE SÍ MISMO Como acabamos de decir, tenemos el defecto de añadir al peso

de hoy el del pasado, e incluso el del porvenir. El remedio contra esta actitud consiste en meditar (y pedir a Dios la gracia de vivir) las enseñanzas del Evangelio respecto al abandono en la Providencia: Respecto a vuestra vida, no os preocupéis acerca de qué comeréis, ni respecto a vuestro cuerpo, acerca de qué os pondréis. Mirad las aves del cielo que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y

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8. EL TIEMPO PSICOLÓGICO Y EL TIEMPO INTERIOR Si nos esforzamos por vivir así, si profundizamos en nuestra

relación con Dios y en nuestra vida de oración de manera que percibamos su presencia en nosotros y vivamos cualquier cosa en la mayor comunión posible con esa presencia que habita en nosotros, acabaremos haciendo un descubrimiento maravilloso: el del tiempo interior, ese ritmo de la gracia que conduce nuestra vida a su más profundo nivel.

En efecto, podríamos decir que hay dos modalidades de tiempo: el tiempo de la cabeza y el del corazón. El primero es el tiempo psicológico, el tiempo cerebral; el que nos representamos, calculamos y repartimos en horas y días; el que intentamos manejar y programar. Ese tiempo que siempre nos falta y del que nunca tenemos suficiente; el tiempo que o bien pasa demasiado deprisa, o bien demasiado despacio. Pero existe también otro tiempo: ése que experimentamos en ciertos momentos de dicha o de gracia, pero que en el fondo existe siempre; el tiempo en el que deberíamos aprender poco a poco a instalarnos de modo permanente. Este tiempo es el tiempo de Dios, el de los hondos ritmos de la gracia en nuestra vida. No es un tiempo desmenuzado ni repartido en pedazos, sino hecho de una sucesión de instantes que se encadenan unos con otros armoniosa y apaciblemente. Cada uno de esos momentos es un todo en si mismo y conlleva una plenitud que lo colma y hace que no falte nada, que sea suficiente porque está lleno. Lleno porque hago lo que he de hacer en comunión con la voluntad divina y siendo dócil al Espíritu Santo. Lleno de nuestra presencia ante Dios o de nuestra presencia ante tal o cual persona con la que nos encontramos, hablamos o coincidimos; lleno de nuestra presencia ante esta o aquella tarea que desempeñamos con calma y poniendo toda nuestra atención y nuestro corazón. Este tiempo es comunión con la eternidad; no lo programamos (de hecho, no podemos vivirlo a menos que procuremos desprendemos de nuestros planes); más bien, lo acogemos.

Si nos mantuviéramos siempre en este tiempo, le daríamos menos oportunidades al mal. El demonio se infiltra en los tiempos vacíos o mal vividos por rechazar esto o buscar aquello otro con avidez...

Creo que los santos han descubierto este tiempo interior, logrando asumirlo. Para ello es necesaria una inmensa libertad, un total desprendimiento de cualquier plan o voluntad personal. Es

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las cosas tal como van viniendo una' tras otra, en la confianza de que tendremos la gracia en el momento preciso, que montar todo tipo de escenarios «en previsión de» y para protegemos de lo que pudiera venir; escenarios que, por lo común, suelen resultar inadecuados. La mejor manera de preparar el futuro no consiste en pensar en él sin descanso, sino en estar bien anclado en el instante presente. En el Evangelio, tras advertir a sus discípulos que serán llevados ante los tribunales, añade Jesús: Grabaos, pues, en vuestros corazones el no preocuparos por lo que habéis de responder, pues yo os daré tal elocuencia y sabiduría que no la podrán resistir ni contradecir todos nuestros adversarios .

La proyección en el futuro y la representación que imagina nuestra mente nos apartan de la realidad y acaban impidiéndonos «manejar» ésta de forma adecuada; absorben nuestras mejores energías, en definitiva. Citemos otro pasaje del diario de Etty Hillesum: «Cuando proyectamos de antemano nuestra inquietud sobre todo tipo de cosas por venir, impedimos que éstas transcurran orgánicamente. Tengo una inmensa confianza en mí: no la certeza de ver lo bien que se me presenta la vida, sino la de continuar aceptando la vida y encontrándola buena, incluso en los peores momentos» 12.

Como hemos señalado en un capítulo anterior, el miedo al sufrimiento nos hace más daño que el sufrimiento mismo. Y así es como debemos empeñamos en vivir: «Hay que eliminar a diario, como si fueran pulgas, las mil inquietudes que provocan en nosotros los días por venir y roen nuestras mejores fuerzas creadoras. Mentalmente tomamos toda una serie de medidas para los días siguientes, y nada -nada de nada- sale como habíamos previsto. A cada día le basta su propio afán. Hay que hacer lo que hay que hacer; y, en cuanto al resto, evitar dejarse contaminar por las mil pequeñas angustias que son otras tantas muestras de desconfianza en Dios. Todo terminará arreglándose... Nuestra única obligación moral es la de cultivar en nosotros vastos espacios de paz e ir ampliándolos progresivamente, hasta que esa paz irradie a los demás. Y, cuanta más paz exista entre las personas, más paz habrá en este mundo en ebullición»

6. VIVIR, Y NO ESPERAR A VIVIR Así pues, es conveniente no proyectarse en el futuro y vivir el

momento acogiendo la gracia particular y aceptándola como buena, sea de la naturaleza que sea, incluso si nos desagrada. La vida

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presente siempre es buena, pues el Creador ha derramado sobre ella una bendición que jamás retirará, ni siquiera aunque el pasado del hombre haya venido a complicar un poco las cosas. Y vio Dios que era bueno, dice el Génesis. Para Dios ver no es solamente constatar, sino dotar de realidad. Jesús también expresa esta verdad intrínseca de la existencia en los textos acerca del abandono en la Providencia a los que acabamos de aludir hace un momento: ¿Acaso no es la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido?".

A veces lo que nos hace proyectamos en el futuro no es tanto la inquietud como la espera de circunstancias más felices. Quizá se trate de un hecho preciso: reencontramos próximamente con una persona a la que queremos, o la perspectiva de volver a casa después de un viaje largo y agotador .. ; o quizá no se trate de una espera de nada concreto, sino de una expectativa algo desvaída, o a veces imaginaria: esperamos confusamente el momento en que nos vaya mejor, o en que las circunstancias sean diferentes y nos permitan vivir cosas más interesantes. Aunque por el momento no vivamos plenamente, más tarde (¿cuándo?) «viviremos en serio». Por supuesto que este tipo de espera, sea precisa o inconcreta, es totalmente legítima, pero comporta cierto peligro al que se debe estar atento; porque podemos pasar nuestra existencia no viviendo, sino esperando a vivir Así pues, no resulta del todo indiferente «rectificar el tiro» por lo que respecta a esta actitud psicológica. En efecto, ésta nos despega de lo real, de la vida presente: como lo que estoy viviendo ahora no me satisface, tengo la esperanza de vivir --dentro de algunos días, o de unos cuantos meses- algo más agradable, y me proyecto sobre ello, deseando que el tiempo pase lo más rápido posible para encontrarme por fin en esa situación futura que anhelo. No obstante, existe un riesgo de falta de cohesión con la realidad o de adhesión a lo vivido ahora. Por otra parte, ¿quién me garantiza que, cuando llegue, ese momento tan esperado no me defraudará? Y -lo que es más importante- corro el peligro de adoptar una postura en la que, a la espera de ese futuro en el que «viviré en serio», pase junto a mí algo que debería vivir ahora. Si no me instalo debidamente en el hoy, dejo pasar determinadas gracias. Hay que vivir plenamente cada instante, sin preocuparnos por saber si el tiempo pasa demasiado deprisa o demasiado lento, y aceptando cuanto llega hasta mí un momento detrás de otro.

No olvidemos tampoco que, a la hora de vivir lo cotidiano, Dios no espera de nosotros más que una cosa a la vez. Nunca dos. Y poco

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importa que la tarea que he de desempeñar parezca secundaria (barrer la cocina) o importante (pronunciar una conferencia delante de 40.000 personas): es preciso hacer una y otra metido en ellas, sencillamente y con calma, y no intentar resolver más de un problema a la vez. Incluso cuando me dedico a algo insignificante, sería un error hacerlo a toda prisa, con la impresión de estar perdiendo el tiempo, para pasar lo antes posible a una actividad que considero más importante. Desde el momento en que una cosa, por banal que sea, es necesaria y forma parte de la vida, merece ser cumplida por sí misma, es decir, estando plenamente presentes en ella.

7. LA DISPONIBILIDAD HACIA EL OTRO Es éste un aspecto fundamental en lo tocante a las relaciones de

unos con otros. En cada encuentro con una persona, sea cual sea su duración, debemos transmitir la sensación de estar disponibles en ese momento al cien por cien, y de no tener ninguna preocupación ni otra cosa que hacer que estar con esa persona y vivir con ella lo que haya que vivir en ese instante, todo el tiempo que haga falta. Y no es una simple cuestión de cortesía, sino una verdadera disponibilidad del corazón. Esto es algo que cuesta mucho, porque tenemos un fuerte instinto de propiedad en lo relativo al tiempo, y el hecho de no poder dominarlo a nuestro antojo crea en nosotros cierta inseguridad. Pero el amor auténtico tiene este precio. Si Jesús nos pide que no nos dejemos inquietar, lo hace lleno de compasión y ternura, y sobre todo con el fin de salvaguardar la calidad de nuestras relaciones: un corazón habitado por la inquietud y la preocupación no se encuentra disponible para nadie y es incapaz de hacer de cada encuentro un momento de verdadera comunión del que el corazón salga contento. Los padres deben recordar que los niños pueden pasarse sin su presencia y sin reclamar constantemente su atención sólo si disponen habitualmente de algunos momentos durante los cuales perciben que papá y mamá no tienen otra cosa que hacer que dedicarse a ellos. Si en lugar de confiar a Dios nuestras inquietudes nos dejamos devorar por ellas, seremos incapaces de proporcionar calidad a nuestra presencia, y el niño sufrirá la inseguridad de no saberse querido con certeza, incluso aunque lo inundemos de regalos costosos.

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solo fin: aumentar la fe, la esperanza y la caridad. Si no es éste su resultado, no sirven absolutamente para nada.

El Nuevo Testamento -y especialmente las cartas de San Pablo- esclarece mucho el dinamismo de la fe, la esperanza y la caridad, estableciéndolas como el centro de la existencia cristiana. Dirigiéndose a los cristianos de Tesalónica, el Apóstol confiesa acordarse sin cesar ante nuestro Dios y Padre, del ejercicio de vuestra fe, del esfuerzo de vuestra caridad y de la constancia de vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo2 . En la lucha interior (otro tema muy querido de San Pablo) las armas del cristiano son fundamentalmente estas mismas virtudes teologales: seamos sobrios, revestidos con la coraza de la fe y de la caridad, y con el yelmo de la esperanza de salvación l.

Hagamos notar que las virtudes teologales desempeñan un papel clave en la vida espiritual, pues constituyen un medio privilegiado de colaboración entre nuestra libertad y la gracia divina. Todo cuanto hay de positivo y de bueno en nuestra vida procede de la gracia divina, de la acción gratuita e inmerecible del Espíritu Santo en nuestros corazones. Pero esta gracia sólo puede ser plenamente fecunda en nosotros si cuenta con la cooperación de nuestra libertad. «Os he creado sin vosotros, pero no os salvaré sin vosotros», decía el Señor a Santa Catalina de Siena.

Así pues, las virtudes teologales son a la vez, misteriosa pero realmente, un don de Dios y una actividad del hombre. La primera cita extraída de la carta a los Tesalonicenses que acabamos de mencionar así lo manifiesta claramente. La fe es un don gratuito de Dios: nadie puede decir «Jesús es el Señor» sin que el Espíritu Santo se lo conceda. Pero, al mismo tiempo, es también una decisión del hombre, un acto de adhesión voluntaria a la verdad que proponen la Escritura y la Tradición de la Iglesia. Este aspecto voluntario aparece más marcado aún en momentos de duda y tentación. «Creo lo que quiero creer», decía Santa Teresita del Niño Jesús en la prueba final de su vida, y sobre el corazón llevaba escrito con su sangre el Credo. Habrá ocasiones en que la fe sea espontánea, pero no debemos olvidar que se trata de un acto, una adhesión voluntaria de nuestra voluntad a la palabra de Dios, que a veces exige un gran esfuerzo. Creer no siempre «sale solo»: hay momentos en que es preciso armarse de valor para cortar por lo sano con dudas y vacilaciones. No obstante, no olvidemos que, cuando hacemos un acto de fe, éste sólo es posible porque el Espíritu Santo ayuda nuestra debilidad 4

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preciso estar dispuestos a hacer en el segundo siguiente lo contrario de lo que habíamos previsto; vivir el más completo abandono, sin inquietud y sin temor; no tener otro anhelo que cumplir la voluntad de Dios; estar siempre disponibles a personas y acontecimientos. Es preciso también haber experimentado en la oración lo que es la comunión con la presencia de Dios en nosotros y la escucha interior del Espíritu Santo para seguir sus mociones.

Cuando vivimos de acuerdo con este tiempo interior, experimentamos cómo nada está dejado al azar. Aunque caminemos a menudo en la oscuridad y lo desconocido, presentimos y constatamos que nuestra vida transcurre según un ritmo que nos excede y no dominamos, pero en el que nos abandonamos gustosos; que nos lleva más allá de nosotros mismos, pero en el que todos los acontecimientos discurren de acuerdo con una sabiduría infinita.

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III. EL DINAMISMO DE LA FE, LA ESPERANZA Y LA CARIDAD

1. LAS VIRTUDES TEOLOGALES En nuestras reflexiones anteriores hemos mencionado a menudo

la importancia de la fe, la esperanza y la caridad, que se conocen comúnmente como «virtudes teologales», es decir, las virtudes que nos unen a Dios. De hecho, la tesis fundamental de esta obra es la siguiente: sólo podremos adquirir la libertad interior en la medida en que desarrollemos el ejercicio concreto de estas virtudes.

Lamentablemente, en el lenguaje actual la palabra «virtud» ha perdido mucho de su significado. Para entender éste correctamente, es preciso acudir a su sentido etimológico: en latín «virtus» quiere decir «fuerza». La virtud teologal de la fe es la fe en tanto que es para nosotros una fuerza. La epístola a los Romanos nos dice a propósito de Abraham: Ante la promesa de Dios no dudó dejándose llevar de la incredulidad, sino que confortado por la fe, dio gloria a Dios, persuadido de que poderoso es Él para cumplir lo que prometió.

De igual modo, la virtud teologal de la esperanza no es una vaga espera difuminada y lejana, sino esa certeza respecto a la fidelidad de Dios, que cumplirá sus promesas; una certeza que confiere una inmensa fuerza. En cuanto a la caridad teologal, podríamos decir que es la valentía de amar a Dios y al prójimo.

Estas tres virtudes teologales constituyen el dinamismo esencial de la vida cristiana. Es indispensable conocer el papel que desempeñan, llamar la atención sobre ellas y convertirlas -a ellas, y no a otros aspectos secundarios, como ocurTe en ocasiones- en el centro de toda la vida espiritual. La madurez. del cristiano es su capacidad para vivir de fe ' de esperanza y de caridad. Ser cristiano no es frecuentar tal o cual práctica, ni seguir una lista de mandamientos y deberes; ser cristiano es, ante todo, creer en Dios, esperarlo todo de Él y querer amarle a Él y al prójimo de todo corazón. Todos los demás aspectos de la vida cristiana (la oración, los sacramentos, todas las gracias que recibimos de Dios -incluidas las experiencias místicas más sublimes-) no persiguen más que un

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al grupo y dar buen ejemplo ante él. Para eso lo había elegido Jesús y, por supuesto, su elección no pudo ser equivocada: Pedro estaba totalmente entregado a su misión. Y es entonces cuando sus bellas confesiones, y el agudo sentido que posee de su responsabilidad para con el resto de los discípulos, todo eso se viene abajo en pocos segundos; basta con que, en el patio del Sumo Sacerdote, un humilde criado le plantee esta pregunta: ¿No eras tú también discípulo de este hombre? Y por tres veces renegará Pedro de su Maestro, jurando no tener nada que ver con Él... ¡Qué vuelco se produce! ¡El primero convertido en el último! Sin embargo, el Espíritu Santo, que es el Padre de los pobres, se sirve de tan lamentable caída para volver a remover en lo más hondo el corazón del Apóstol: Pedro cruza su mirada con la de Jesús, y en esa mirada descubre el horror de su traición y toda su miseria; pero, al mismo tiempo, se da cuenta de que no está condenado, que es más tiernamente amado que nunca y que existe para él la esperanza de levantarse y ser salvado. Y Pedro se funde en lágrimas, en las cuales su corazón está ya purificado. La fortuna de Pedro es la de haber aceptado cruzar su mirada con la de Jesús... ¿Y tú, Judas?, ¿por qué huiste de esa mirada y te dejaste cercar por la desesperación? ¡También para ti hubo, hasta el último momento, la esperanza del perdón y la salvación! Tu pecado no fue peor que el de Pedro...

En esa mirada del Maestro, Pedro ha vivido una efusión del Espíritu Santo. Una de esas efusiones dolorosas que empobrecen, que despojan de forma radical, pero que acaban revelándose infinitamente beneficiosas, porque muestran al hombre su impotencia, su absoluta miseria y su nada, y le obligan desde ese momento a no apoyarse en sus solas fuerzas, ni en sus pretendidas cualidades o en las virtudes que cree poseer; que le obligan a contar exclusivamente con la misericordia y la fidelidad divinas, penetrando así en la auténtica libertad.

Los Padres del desierto no dudaban en afirmar: «El que ve su pecado es mayor que el que resucita, a los muertos». El Espíritu Santo ha hecho que se opere en Pedro un cambio decisivo: ha pasado de la confianza en sí mismo a la confianza en Dios, de la presunción a la esperanza. Se puede decir que, con motivo de su negación, Pedro ha perdido cuantas virtudes practicaba hasta el momento y creía poseer: su fervor, su fidelidad al Maestro, su valor, etc. En pocos segundos, todo ha estallado en pedazos. Por el contrario, Pedro ha comenzado a practicar, por primera vez en su vida, otra virtud que antes no conocía: la virtud de la esperanza.

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Igualmente, también la esperanza constituye una elección que a menudo requiere un esfuerzo. Es más fácil inquietarse, temer o desanimarse, que esperar. Esperar es dar crédito: una expresión que indica claramente cómo en la esperanza no hay pasividad, puesto que implica un acto.

En cuanto al amor, también éste es una decisión: quizá cuando el deseo nos empuja a ello, el amor surja de modo espontáneo, pero muy a menudo amar significa «elegir» amar o «decidir» amar. De otro modo, el amor sólo sería emoción, superficialidad o egoísmo, y no lo que esencialmente es, es decir, algo que compromete nuestra libertad.

Dicho esto, es siempre con la mediación de un acto de Dios (oculto o perceptible) como la fe, la esperanza y la caridad se hacen posibles. La cuestión de fondo que recorre estas reflexiones es la siguiente: ¿cómo un acto humano (el acto de creer, de esperar o de amar) puede ser un acto plenamente humano, libre y voluntario, a la vez que un don gratuito de Dios, un fruto de la acción del Espíritu Santo en el corazón del hombre? En este punto tocamos el profundo misterio de la «interacción» entre la actividad de Dios y nuestra libertad, un problema espinoso tanto en el plano filosófico como en el teológico. Sin adentramos en él, diremos simplemente que no existe contradicción entre el obrar de Dios y la libertad humana: Dios es el Creador de nuestra libertad y, cuanto más influye Él en nuestro corazón, más libres nos hacemos. Los actos que realizamos bajo la acción del Espíritu Santo provienen de Dios, pero son también actos plenamente libres, plenamente queridos y plenamente nuestros. Porque Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos. Las virtudes teologales nacen y crecen en el corazón del hombre gracias a la obra y a la pedagogía del Espíritu Santo. Sin embargo, esta pedagogía divina resulta a veces muy desconcertante. Con objeto de ilustrar este último aspecto y facilitar nuestra cooperación a la obra de la gracia, nos gustaría decir unas palabras acerca de la manera en que el Espíritu Santo obra en nosotros.

2. LAS TRES EFUSIONES DEL ESPÍRITU SANTO Obviamente, no es posible descifrar del todo la acción del Espíritu

Santo en la Vida del hombre, ni establecer leyes algunas sobre ella, y mucho menos programarla: El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va'.

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Sin embargo, en el modo en que el Espíritu Santo conduce nuestra existencia y acrecienta en nosotros la fe, la esperanza y la caridad, existen ciertas grandes constantes que podemos describir. Nos gustaría intentar hacerlo basándonos para ello en la meditación de los misterios del Rosario.

El Rosario y sus diferentes misterios (gozosos, dolorosos y gloriosos)* es una hermosa oración a través de la cual nos confiamos a la Virgen para entrar en comunión con los sucesos de la vida de Cristo, misterios siempre vivos y vivificadores. No obstante, el Rosario constituye también un símbolo de toda la existencia humana. Decía Marthe Robin: «Toda vida es una Misa»; de forma análoga, podría decirse también que toda vida es un Rosario. Indudablemente, no lo descubriremos hasta el final, cuando haya sido desgranado del todo y nuestra existencia halle su forma y su armonía definitivas, una vez superado cuanto pueda resultar aparentemente caótico en su desarrollo visible.

Al igual que el Rosario con sus misterios gozosos, dolorosos y finalmente gloriosos, por lo que se refiere a la obra del Espíritu Santo en nuestra existencia podría decirse que ésta posee también «efusiones» de gozo, de dolor y de gloria. El orden en que aparecen enumeradas tiene su importancia, incluso aunque las cosas discurran de una manera más cíclica que lineal.

Existen efusiones del Espíritu que iluminan y revelan; efusiones del Espíritu que expolian y empobrecen; efusiones del Espíritu que confirman y fortalecen. Las tres son necesarias: las primeras para hacer brotar la fe, las segundas para enseñar la esperanza, las terceras para comunicar la valentía de amar.

Tomemos como ejemplo la vida de San Pedro, un personaje muy familiar para lectores del Evangelio como nosotros y cuyo itinerario es muy significativo.

En el ámbito de la Renovación carismática, en el que se habla con frecuencia del Espíritu Santo, a la pregunta «¿Cuándo recibió San Pedro la efusión del Espíritu Santo», generalmente obtendremos esta respuesta: «En Pentecostés». Sí, en efecto; pero siempre me gusta añadir que no es ésa la única vez; personalmente, creo que San Pedro experimentó otras «efusiones del Espíritu Santo» antes que la mencionada en los Hechos de los Apóstoles. Concretamente suelo mencionar dos.

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3. LA VOCACIÓN Y EL DON DE LA FE Sin duda, la primera efusión del Espíritu Santo en la vida de San

Pedro está relacionada con el momento de su vocación, cuando se siente empujado a dejarlo todo (oficio, redes, barca, familia ... ) para seguir a Jesús. En Pedro tanto el mensaje como la persona del Señor provocan una fuerte conmoción: Jamás hombre alguno ha hablado como él. Impresionado por el profeta de Galilea y lleno de entusiasmo, Pedro presiente que sus palabras son palabras de vida eterna, y al mismo tiempo adivina que, con su respuesta a la llamada que Jesús le dirige -ven y sígueme, su vida emprende un destino completamente nuevo, pues a partir de ahora vivirá consagrado a un proyecto extraordinario. A la vez que revela a Pedro quién es Jesús, el Espíritu Santo le revela también el sentido nuevo de su propia existencia, suscitando en él una alegría y una dicha enormes. En ese momento comienza esa maravillosa aventura espiritual en la que Pedro se ve de alguna manera embarcado.

Es ésta una de esas «efusiones gozosas» del Espíritu Santo que abren el corazón y los horizontes, que revelan la belleza del misterio de Cristo y nuestra vocación a seguirle. El Espíritu enriquece nuestra existencia con una nueva presencia de Cristo y una nueva comprensión de cuál es el destino de nuestra vida. En momentos como éste, el principal papel del Espíritu Santo es el de iluminar y despertar en el corazón del hombre una respuesta que constituya la adhesión de la fe.

4. LAS LÁGRIMAS DE PEDRO Y EL DON DE LA ESPERANZA Pero el Espíritu Santo no es solamente el que enriquece, sino

también el que hace pobre; no solamente el que amplía los horizontes y el corazón, sino también quien nos conduce a través de puertas estrechas... Algo que Pedro experimentará sobre todo en el momento más terrible de su vida: el de su traición. No obstante, en virtud de la misericordia divina, ésta se convertirá en ocasión de una profunda efusión del Espíritu Santo, manifestada a través de sus lágrimas. Lágrimas con las que el primero entre los Apóstoles sentirá toda su miseria y su pecado, pero con las que también recibirá la esperanza del perdón.

Para Pedro, esta traición supone una terrible caída. Pocas horas antes, se había declarado ante todos dispuesto a seguir a Jesús hasta la prisión, e incluso hasta la muerte. Era el jefe de los Apóstoles y, como tal, consciente de su obligación particular de guiar

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constituido por la esperanza. Si estamos atentos a lo que ocurre en nosotros, nos daremos cuenta de que, cuando el amor se enfría o deja de crecer, a menudo se debe a que nuestros anhelos, nuestros miedos, nuestras inquietudes y nuestro desánimo lo están ahogando. En un diálogo con Santa Faustina, Jesús afirma que «los mayores obstáculos para la santidad son el desaliento y la inquietud».

De alguna manera, el amor es connatural al hombre: éste ha sido creado para amar y lleva dentro de sí una aspiración profunda a entregars. Aunque pocas veces seamos conscientes de ello, la necesidad más profunda del hombre es sin duda la de entregarse. Como explica una parábola del Evangelio, el amor podría crecer solo en el corazón como el trigo que, una vez sembrado, brota de sí mismo, vele o duerma el labrador`. Pero la realidad es que, muy a menudo, el amor no crece: su desarrollo se ve bloqueado por algo. Puede tratarse del egoísmo, el orgullo o, en palabras del Evangelio, los cuidados del siglo y la seducción de la riqueza`; o bien cualquier otra traba. Sin embargo, la mayoría de las veces el problema radica en la falta de esperanza.

A causa de esta falta, no creemos realmente que Dios pueda hacernos dichosos y construimos una felicidad con nuestras propias recetas: la codicia egoísta. No esperamos que Dios nos haga vivir en plenitud y nos creamos una identidad artificial: el orgullo. 0 bien (y ésta es la situación más común entre personas de buena voluntad) nos gustaría mucho amar y ser generosos en ese amor y en la entrega de nosotros mismos, pero nos vemos atenazados por el miedo, la duda o la intranquilidad. La falta de esperanza y la falta de confianza en lo que la gracia divina puede obrar en nosotros y en lo que nosotros podemos hacer con su ayuda, trae como inevitable consecuencia un estrechamiento del corazón y una mengua de la caridad. Y, por el contrario, la con fianza -como dice Teresa de Lisieux- conduce al amor.

El hecho de que una persona pierda su fervor, su impulso y su generosidad en el amor a Dios y al prójimo, obedece muy a menudo al desaliento, es decir, a una especie de desesperanza oculta que ha comenzado a invadir el corazón con un efecto desmovilizador. A causa de los fracasos, las decepciones, las dificultades, la experiencia de nuestra miseria y las inquietudes que nos desasosiegan, perdemos nuestra energía y «bajamos los brazos». En este caso, el remedio (es decir, el modo de hacer rebrotar el amor) no reside en un esfuerzo voluntarista, sino en reanimar la

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Mientras contamos con nosotros mismos y con nuestras propias fuerzas, mientras no somos radical-' mente pobres, no podemos ejercitar la virtud de la esperanza. Porque esta virtud es la que practica quien se sabe infinitamente débil y frágil; quien no se apoya solamente en sí mismo, sino que cuenta confiadamente con Dios; quien lo espera todo de Él, y únicamente de Él, con inmensa confianza. Al encontrarse con la mirada de Jesús, conmovido hasta las lágrimas, Pedro ha hecho el primer auténtico acto de esperanza de su existencia: lo que yo no soy capaz de hacer por mis propias fuerzas, lo espero de Ti, Dios mío, y no en virtud de mis méritos, ya que no poseo ninguno, sino en virtud de Tu sola misericordia.

Este episodio de la vida de Pedro contiene una enseñanza fundamental: la verdadera esperanza, la teologal (que nos une a Dios), sólo puede proceder de una experiencia de profunda pobreza. Mientras somos ricos, contamos con nuestras riquezas; no podemos hacer otra cosa, pues es algo «grabado» en nosotros. Para aprender a esperar, que consiste en contar solamente con Dios, es preciso pasar por algunos empobrecimientos radicales, que son la fuente de la felicidad por constituir la etapa previa a una extraordinaria experiencia de la bondad, la fidelidad y el poder de Dios. Bienaventurados los pobres en el espíritu --que podríamos traducir como los expoliados por el Espíritu- porque de ellos es el reino de los cielos.

5. PENTECOSTÉS Y EL DON DE LA CARIDAD Continuando con el simbolismo del rosario para finalmente

acabar en los misterios gloriosos, diremos que Pentecostés fue para Pedro y los demás discípulos una «efusión gloriosa» del Espíritu Santo: una efusión que llena a la persona de la presencia divina, que une íntimamente con Cristo y cuyo más bello fruto lo constituye la valentía para amar En el Cenáculo Pedro recibe, según la promesa de Jesús, una fuerza venida de lo alto8. Es la fuerza de la caridad, el fuego del amor, la valentía de amar a Dios sobre todas las cosas, de confesarlo audazmente delante de los hombres y de consagrar toda su vida al servicio del prójimo mediante el anuncio del Evangelio. Abrasado de esta caridad derramada en su corazón por el Espíritu Santo, a partir de ese momento Pedro será un apóstol infatigable a quien hacen feliz las ocasiones que se le presentan de sufrir por el nombre de Jesús', entregado por entero al servicio de sus hermanos y hermanas, apacentando la grey de Dios... de corazón.

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6. EL FUEGO QUE ILUMINA, ABRASA Y TRANSFIGURA Se puede establecer un interesante paralelismo entre estos tres

aspectos de la vida interior, estas efusiones gozosas, dolorosas y gloriosas del Espíritu Santo, y la imagen del fuego y el leño arrojado a las llamas que emplea San Juan de la Cruz para ilustrar algunos sucesos de nuestra vida espiritual y hacer comprender que, independientemente de cuáles sean las circunstancias que atraviesa nuestra alma -felices o penosas, oscuras o llenas de luz, es siempre el mismo amor el que actúa, la misma luz la que la rodea.

Cuando el fuego se acerca al leño, en primer lugar lo ilumina, lo alumbra y lo aviva; esta fase correspondería a un misterio gozoso: el amor divino que se nos revela también a nosotros nos da luz y calor. Si el fuego se aproxima aún más, en un primer momento los efectos son aparentemente inversos: en contacto con la llama, el leño comienza a oscurecer, a despedir humo, a oler mal y a desprender brea y otras sustancias desagradables. Se trata de la efusión dolorosa: el alma, penetrada más hondamente por la implacable luz divina, experimenta su miseria, su pecado y su absoluta impureza. Esta etapa dura el tiempo necesario hasta que el fuego purificador haya concluido su tarea y el alma en su totalidad sea iluminada y abrasada, transformada en fuego de amor, como el leño quemado que, en lo sucesivo, también él ha quedado convertido en fuego. Es la efusión gloriosa, en la cual el alma se ve fortalecida en la caridad, ese fuego que Jesús ha venido a traer a la tierra.

A mi entender, la principal enseñanza que se extrae de esta imagen va acompañada de un gran optimismo: no debemos tener miedo a esos momentos en que la experiencia de nuestra miseria nos anonada; no debemos desesperar, sino continuar entregándonos a Dios confiadamente, convencidos de que -antes o después- esta miseria nuestra se transformará en ardiente caridad. Santa Teresita del Niño Jesús escribe a su hermana María del Sagrado Corazón: «Alejémonos de todo lo que brilla, amemos nuestra pequeñez... entonces seremos pobres en el espíritu y Jesús vendrá a buscarnos. Por muy lejos que estemos, nos transformará en llamas de amor»

7. DINAMISMO DE LAS VIRTUDES TEOLOGALES Y PAPEL

CLAVE DE LA ESPERANZA San Serafín de Sarov afirma que el fin de la vida cristiana es la

adquisición del Espíritu Santo. A lo que podríamos añadir (y los 75

sucesos de la vida de San Pedro que acabamos de meditar así lo confirman) que el fin de la obra del Espíritu Santo en nuestra vida consiste en suscitar y hacer crecer las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad: éste es, por decirlo así, su «papel» principal, y todos los demás carismas, dones u operaciones de la gracia son sólo medios con vistas al crecimiento de la fe, la esperanza y la caridad.

Las tres virtudes teologales no se pueden separar; ninguna de ellas es capaz de existir realmente sin las otras. Nos gustaría exponer ahora algunas reflexiones sobre el modo en que las tres se articulan entre ellas. Todo cuanto digamos a este respecto posee consecuencias muy importantes y muy concretas en la vida interior.

La más importante de las tres es, por supuesto, el amor. «A la tarde te examinarán en el amor», dice San Juan de la Cruz. Es preciso releer el maravilloso «Himno a la caridad» de la segunda carta a los Corintios, en el que San Pablo deja muy claro su papel fundamental: «aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy» 12 ; para añadir un poco después: «Ahora permanecen la fe, la esperanza y la caridad, estas tres; pero la mayor de ellas es la caridad»". La fe y la esperanza son provisionales, sólo para este mundo, y enseguida pasarán: en el cielo, la fe será reemplazada por la visión, la esperanza por la posesión; sólo el amor no pasará jamás: nada reemplazará a la caridad porque ésta es el fin. Lo cual significa que en esta tierra el amor es la participación más plena en la vida del cielo, mientras que la fe y la esperanza se hallan al servicio de la caridad, la única que posee un carácter definitivo.

Dicho esto, es imprescindible comprender que aquí abajo el amor no puede existir sin sus «siervas», que son la fe y la esperanza: la caridad tiene una total necesidad de ellas para crecer y desarrollarse. Explicaremos por qué.

8. EL AMOR NECESITA DE LA ESPERANZA; LA ESPERANZA

SE FUNDAMENTA EN LA FE No puede existir caridad sin esperanza. La caridad, fruto último

de la vida teologal, sólo se desarrolla en condiciones favorables. El amor necesita espacio para expandirse y crecer; es una realidad maravillosa, pero en cierto sentido también frágil ' pues sin su «espacio vital» acaba fácilmente ahogada, comprimida e infecunda. Y el «medio» concreto que precisa para desplegarse se halla

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Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios19: esta bienaventuranza contiene una de las más bellas promesas del Evangelio. Siempre me ha impresionado el lazo que el Apóstol San Juan establece en su primera carta entre la esperanza y la pureza de corazón. En los dos primeros versículos del capítulo 3 hace un maravilloso resumen del contenido de la esperanza cristiana: Ved qué amor nos ha tenido el Padre para llamamos hijos de Dios, y que lo seamos. Por eso el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a Él. Carísimos, ahora somos hijos de Dios y todavía no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos como es. Y continúa diciendo: Todo el que tiene esta esperanza en él, se purifica, así como él es puro. La esperanza -parece decir el Apóstol- tiene la facultad de purificar el corazón.

En realidad, esta sorprendente afirmación concuerda perfectamente con la gran tradición profética del Antiguo Testamento, según la cual el corazón puro no es tanto el que se halla libre de toda falta u ofensa como el que pone toda su esperanza en Dios y está seguro del cumplimiento de sus promesas. El corazón puro no cuenta consigo mismo ni con cálculos humanos, sino que lo esp~ra todo de Dios con absoluta confianza, y sólo de El. La impureza de corazón es esa actitud de duplicidad del hombre -tan denunciada por los profetas- que, al carecer de plena confianza en Dios, recurre también a los ídolos y mendiga fuera una salvación que no está del todo seguro de obtener de Dios. El corazón impuro duda y vive dividido.

Quien tiene un corazón puro verá a Dios, lo contemplará en la eternidad- pero ya en este mundo verá también actuar a Dios: Él responderá a su esperanza e intervendrá en su favor. Quien en Dios espera, no será defraudado.

A propósito del papel purificador de la esperanza, no podemos dejar de citar un fragmento del gran poeta Charles Péguy. En La porche du mystére de la deuxiéme vertu hace hablar en estos términos a Dios, sorprendido de ver cómo la esperanza renace sin cesar en el corazón del hombre:

Se preguntan, se dicen: Pero cómo es posible Que esta fuente de la Esperanza fluya eternamente, Brote eternamente, mane eternamente Fluya eternamente.

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esperanza, en reencontrar una nueva confianza en lo que Dios, por grande que sea nuestra miseria, puede hacer por nosotros y en lo que nosotros podemos realizar con la ayuda de la gracia.

Mi experiencia como director espiritual me lleva a creer que la mayoría de las faltas de amor, de fervor y de generosidad proceden en realidad de un desaliento más o menos consciente. «Es el desánimo lo que pierde a las almas», decía Libermann. En ese momento, la terapia apropiada es la de descubrir la raíz del desaliento, ese «punto de desesperanza», y poner el remedio espiritual, que consiste en volver a dotar a la persona de una mirada esperanzada sobre este aspecto concreto de su vida.

Todo esto responde a una realidad psicológica muy sencilla, pero importantísima (El dinamismo de la fe, la esperanza y la caridad está arraigado en nuestra estructura psicológica.): para que nuestra voluntad sea fuerte y dispuesta, necesita verse alimentada por el deseo. Y ese deseo no puede ser poderoso si lo que se desea no se percibe como posible y accesible; porque, si nos representamos algo como inaccesible, dejamos de desearlo y quererlo con fuerza. No se puede querer nada de modo eficaz si psicológicamente tenemos la sensación de que "no llegaremos"

Cuando la voluntad desfallece, para volver a despertarla se necesita una labor de «remodelación» de nuestras representaciones que nos permita percibir de nuevo lo que queremos como accesible y deseable.

La esperanza es la virtud que pone en práctica esa remodelación; gracias a ella, sé que lo puedo esperar todo de Dios con total confianza. Todo lo puedo en aquel que me conforta, dice San Pablo`. La esperanza nos cura del miedo y el desaliento, dilata el corazón y permite que el amor se expanda.

Pero, a su vez, también la esperanza, para constituir una auténtica fuerza, necesita de una verdad en la que apoyarse. Este fundamento le es conferido por la fe: puedo esperar contra toda esperanza porque sé a quien he creído. La fe hace que me adhiera a la verdad trasmitida por la Escritura, la cual no cesa de mostrarme la bondad de Dios, su misericordia y su absoluta fidelidad a sus promesas. A través de la Palabra de Dios, nos dice la epístola a los Hebreos, tenemos firme consuelo los que buscamos refugio en la posesión de le esperanza propuesta., la cual tenemos como segura y firme ancla de nuestra alma, que penetra hasta el interior del velo, donde Jesús entró como precursor.

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La Escritura nos revela el amor absolutamente in---, :condicional e irrevocable de Dios hacia sus hijos ,manifestado en Cristo, nacido, muerto y resucitado por nosotros. Él me amó y se entregó a sí mismo por mí". Por la fe el corazón se adhiere a esta verdad y encuentra en ella una esperanza inmensa e indestructible.,!«La fe es la madre del amor y de la esperanza, así como de la confianza y de la certeza».

9. PAPEL CLAVE DE LA ESPERANZA Las anteriores consideraciones demuestran el papel clave de la

esperanza en la vida cristiana. Podríamos decir que, si la caridad es en sí misma la mayor de las tres virtudes teologales, en la práctica la esperanza es la más importante. Mientras hay esperanza, el amor se desarrolla; si la esperanza se extingue, el amor se enfría. Un mundo sin esperanza enseguida se convierte en un mundo sin amor. Pero también la esperanza tiene necesidad de la fe, de la que es auténtica expresión. No existe fe viva sin obras y la primera obra producto de la fe es la esperanza. San Juan Climagne, un Padre del siglo VII, dice que «la fe pone a nuestro alcance lo que parecía sin esperanza», y añade: «El hombre de fe no es solamente el que cree que Dios lo puede todo, sino el que cree que lo puede obtener todo de Dios».

Nunca habría que dejar de meditar esas palabras de San Juan de la Cruz que fueron decisivas para conducir a Teresa de Lisieux por su «caminito de confianza y de amor»: «De Dios obtenemos tanto como esperamos»15. Dios no nos da según nuestras cualidades o nuestros méritos, sino según nuestra esperanza. Esta verdad es extraordinariamente liberadora: aun suponiendo que todos nuestros recursos humanos y espirituales entren en bancarrota, siempre nos quedará la -invencible- esperanza.

Sin embargo, como ya hemos dicho antes, la esperanza sólo puede nacer en la pobreza. Lo cual demuestra en qué medida la pobreza en el espíritu es la clave de todo verdadero crecimiento en el amor. Bienaventurados los pobres en el espíritu porque de ellos es el reino de los cielos 26.

10. DINAMISMO DEL PECADO Y DINAMISMO DE LA GRACIA Ya antes hemos llamado la atención sobre este dinamismo propio

de la vida teologal: la fe engendra esperanza, y la esperanza posibilita y favorece el despliegue del amor. Este dinamismo es fruto

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de la gracia y obra del Espíritu Santo, pero sin ninguna duda precisa de la cooperación de nuestra voluntad; y ese aspecto positivo se opone frontalmente al dinamismo negativo del pecado:

Fe Esperanza Amor Duda Desconfianza Pecado Si analizamos qué es el pecado y cómo toma posesión del

corazón del hombre --- en concreto, conviene leer el relato del pecado de Adán y Eva en el segundo capítulo del Génesis-, podemos comprobar que en la raíz del pecado se halla la duda, la sospecha sobre Dios: ¿Es tan bueno como dice? ¿Podemos fiamos de su palabra? ¿Es verdaderamente Padre? De la duda nace la desconfianza: no esperamos de Dios que nos pueda colmar y hacer felices. Entonces intentamos arreglárnoslas por nuestra cuenta en la desobediencia, y de ahí nacen el egoísmo, la codicia, la envidia, el niiedo, el conflicto, la violencia y todo el cortejo del mal.

Esto nos lleva a comprender la importancia de la fe: ella es la raíz de nuestra salud y liberación; de ella nace todo un proceso de vida que constituye la curación del proceso, de muerte creado por el pecado. Todo ello es el motivo de que Jesús insista tan a menudo en la fe: Si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: «Trasládate de aquí allá», y se trasladará y nada os será imposible 27. La fe es 21 una convicción de las cosas que se esperan ' dice la carta a los Hebreos.

11. ESPERANZA Y PUREZA DE CORAZÓN Hemos destacado el papel clave de la esperanza en nuestra vida:

fundamentada en la fe, es ella la que permite que el amor se expanda y crezca; podríamos decir que se trata de la virtud cristiana por excelencia. La esencia de la lucha del cristiano está en mantener -gracias a la fuerza de la fe- una mirada de esperanza hacia cualquier circunstancia, hacia nosotros, hacia los demás y hacia la Iglesia y el mundo; una mirada de esperanza que nos ayuda a reaccionar ante cualquier situación amando... Por el contrario, si la esperanza disminuye, automáticamente el amor se enfría y nos replegamos en medio de estrategias temerosas y egoístas. Gracias a la esperanza podemos recomenzar todas las mañanas y decidimos a amar; es como una fuente que renueva y purifica sin cesar el corazón y, más allá del cansancio y el hastío, nos proporciona un nuevo vigor para amar.

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Pablo nos recuerda una enseñanza clásica, pero que no está de más repetir en estos tiempos de confusión: el libertinaje no es la libertad, sino-hablando en propiedad- una esclavitud por la cual el hombre se hace prisionero de lo que hay en él de más superficial: sus codicias egoístas, sus miedos, sus fallos, etc. El cristiano debe ser consciente de ello y no ahorrar nada en su lucha incesante contra las tendencias descritas por San Pablo, abriéndose permanentemente a las gracias salvíficas que nacen de la cruz de Cristo para ir haciéndose poco a poco cada día más libre, de modo que pueda seguir las inspiraciones interiores del Espíritu hacia el bien, porque en esto consiste la verdadera libertad. El hombre libre es aquel que, con la gracia de Cristo, escapa a esta maldición: No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero... ¡Pobre de mí!, para hacerse capaz de cumplir el bien.

La cuestión de fondo que anida en la enseñanza de San Pablo es el rechazo de la idolatría que recorre todo el Antiguo Testamento. Se invita al fiel a preservar su libertad, a no entregar su alma a los ídolos, es decir, a no esperar de cualquier realidad de este mundo (el placer sensible, el poder, la honra, el trabajo, una amistad ... ) la plenitud, la paz, la felicidad o la seguridad que sólo Dios puede dar, so pena de acabar totalmente decepcionado o de infligir un gran daño tanto a uno mismo como a los demás.

Para el lector de hoy en día quizá fuera conveniente completar la enseñanza de San Pablo añadiendo que, si queremos que esa lucha por apartarnos de cualquier mala inclinación obtenga su fruto, hay que tener en cuenta dos cosas. La primera, que no bastará con nuestros esfuerzos; que sólo la gracia de Dios podrá lograr la victoria; y que el principal combate será el de la oración, la paciencia y la esperanza. En segundo lugar, que no nos podemos curar de una pasión más que con otra pasión; un amor desviado con un amor mayor; un comportamiento negativo con un comportamiento positivo que no niega, sino que asume el deseo subyacente al primero. Cualquier esfuerzo que se contente con enfrentarse directamente a una conducta negativa sin darse cuenta de que detrás de ella existe alguna esperanza o alguna necesidad positiva que se ha de reconocer, jamás conseguirá su objetivo. Una ascesis «en bruto» que no haga un esfuerzo de inteligencia y comprensión para tener en cuenta lo que una correcta antropología puede enseñarnos acerca del hombre; que no distinga detrás de esas conductas erróneas cuáles son las necesidades que --de modo más o menos inconsciente buscamos colmar; que no proponga una satisfacción

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Eternamente joven, eternamente pura. Eternamente fresca, eternamente fluida Eternamente viva. De dónde toma esta criatura tanta agua pura, tanta agua clara. Tanto caudal, tanta corriente. ¿Acaso lo crea ella? ¿Constantemente? -No --dice Dios-. Sólo Yo creo. -Entonces, de dónde toma tanta agua. Para esta fuente viva. Cómo es posible que esta fuente eterna Mane eternamente. Que este manantial eterno Corra eternamente. Algún secreto ha de encerrar. Algún misterio. Para que a esta fuente no la enturbien eternamente las fuertes y

densas lluvias del otoño. Para que no la agoten eternamente los ardientes ardores de julio. -Buenas gentes --dice Dios-, no es tan difícil. El misterio no es tan complicado, su secreto no es tan difícil. Si hubiera querido formar manantiales puros con agua pura, Manantiales de agua pura, Nunca habría hallado suficiente en (toda) mi Creación. Porque no hay suficiente. Pero son precisamente las aguas malas con las que forma

manantiales de agua pura. Y por eso nunca falta. Y por eso también es la Esperanza. Entonces cómo se las ingenia para hacer agua pura con aguas

malas Agua joven con agua vieja, Días jóvenes con días viejos. Agua nueva con agua usada. Fuentes del agua vieja. Almas frescas con almas viejas. Fuentes de alma con el alma vieja. Agua fresca con agua tibia. Ay del que sea tibio.

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Mañanas jóvenes con noches viejas. Almas claras con almas turbias.

Agua clara con agua turbia. Agua, almas niñas con almas gastadas.

Almas que se levantan con almas que se acuestan. Almas que manan con almas estancadas.

Cómo lo consigue, cómo se las ingenia, Ése es, hijos míos, mi secreto. Porque Yo soy su Padre.

Almas nuevas con almas ya usadas Días nuevos con días ya usados. Almas transparentes con almas turbias. Almas que se levantan con almas que se acuestan. Días transparentes con días turbios. Si fuese con días transparentes con los que hace días

transparentes. Si fuese con las almas, con el agua clara con la que hace

fuentes. Con agua clara con la que hace agua clara. Si fuese con el alma pura con la que hace agua pura, Entonces no sería difícil. Todo el mundo podría hacer lo mismo. Y

no habría secreto. Pero es con un agua impura, un agua envejecida, un agua

cualquiera. Pero es con un alma impura con la que hace un alma pura y es el

más hermoso secreto que existe en el jardín del mundo.

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IV. DE LA LEY A LA GRACIA: GRATUIDAD DEL AMOR

1. LA LEY Y LA GRACIA San Pablo es uno de los autores del Nuevo Testamento que con

más frecuencia menciona el tema de la libertad cristiana. En Cristo, el creyente pasa de la esclavitud a la libertad, y en sus epístolas el Apóstol se convertirá en ardiente defensor de la gloriosa libertad de los hijos de Dios'.

Tomemos como punto de partida de nuestras reflexiones el capítulo cinco de la Carta a los Gálatas, y más concretamente la afirmación del primer versículo: Con esta libertad nos liberó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir de nuevo por el yugo de la esclavitud. A San Pablo le preocupa el riesgo de que el creyente pierda de una u otra manera esa libertad tan preciosa obtenida por Cristo, lo que explica el enérgico tono empleado en esta epístola: Me sorprende que abandonéis tan deprisa a quien os llamó por la gracia de Cristo, para ir a otro evangelio'. Oh gálatas insensatos, ¿quién os ha fascinado a vosotros, a cuyos ojos fue presentado Jesucristo crucificado ?3.

Según San Pablo, ¿cómo puede el cristiano ver amenazada su libertad? En el capítulo mencionado el Apóstol denuncia las dos «trampas» que podrían motivar su pérdida: la ley y la carne.

2. ALLÍ DONDE REINA EL ESPÍRITU ESTÁ LA LIBERTAD. LIBERTAD Y LIBERTINAJE.

La trampa de la carne (aquí la carne no designa el cuerpo, sino la naturaleza humana herida y pecadora, es decir, cuanto en el hombre se resiste a Dios) aparece expuesta en los versículos 13 a 25 y es de fácil comprensión: escudándose en la libertad, en lugar de seguir los impulsos del Espíritu y servimos por amor unos a otros, viendo así manifestarse los frutos del Espíritu (caridad, alegría, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia), nos entregamos a las pasiones, al egoísmo, al pecado en todas sus formas: fornicación, impureza, lujuria, idolatría, hechicería, enemistades, disputas, celos, iras, peleas, disensiones, divisiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes a estas. San

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prescripciones. Todo esto nos impide gustar la gloriosa libertad de los hijos de Dios que se saben incondicionalmente amados, con independencia de sus méritos o de su «boletín de notas», sea éste bueno o malo.

4. APRENDER A AMAR: DAR Y RECIBIR GRATUITAMENTE Estamos en este mundo para aprender a amar en la escuela de

Jesús. Y aprender a amar resulta muy sencillo: es saber dar gratuitamente y saber recibir gratuitamente. Sin embargo, a nosotros, a quienes el pecado nos ha vuelto bastante complicados, una cosa tan simple como ésta se nos hace muy difícil.

En nosotros dar gratuitamente no es algo natural: tenemos una fuerte tendencia a dar para recibir a cambio. La entrega de nosotros mismos está motivada siempre, en mayor o menor medida, por la espera de una gratificación. El Evangelio nos invita a superar dicha limitación para practicar un amor tan puro y desinteresado como el de Dios, que es libre porque puede existir y prolongarse en el tiempo sin hallarse condicionado por la respuesta o los méritos de aquel a quien se dirige: Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; así será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y con los perversos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso...

Tampoco es fácil recibir gratuitamente. A todos nos encanta recibir una cosa cuando la consideramos una recompensa a nuestros méritos. Pero recibir gratuitamente significa también confiar en quien da y mantener el corazón abierto y disponible para acoger ¡También acoger es ser libre! Recibir gratuitamente requiere mucha humildad. No podemos recibir gratuitamente si no reconocemos y aceptamos que somos pobres, algo contra lo que se rebela nuestro orgullo. Somos capaces de reivindicar y de exigir, pero pocas veces de acoger.

Pecamos de falta de agradecimiento cada vez que, en nuestra relación con Dios o con los demás, el bien que hacemos se transforma en un pretexto para reivindicar un derecho o para exigir de la otra parte reconocimiento o compensación; o también -aunque de modo más sutil- cada vez que, a causa de tal limitación o fallo por nuestra parte, tenemos miedo a no recibir amor, como si el amor tuviera que pagarse o merecerse. El Evangelio intenta por todos los medios acabar con esta lógica. Recordándonos, por ejemplo, que

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legítima o un trueque compatible con la vocación de la persona, una ascesis así está condenada al fracaso.

3. LA TRAMPA DE LA LEY Hay que resaltar que, por encima de esta enseñanza clásica

sobre el peligro de volvernos esclavos de nuestros pecados y nuestras tendencias egoístas, San Pablo quiere hacernos comprender que existe otra trampa para la libertad del cristiano más sutil, más difícil de detectar y, por lo tanto, más peligrosa: la trampa de la ley. Se trata de otra manifestación de la carne que no se expresa mediante el desorden moral (de hecho, puede adoptar la apariencia de la moralidad más estricta), sino en la que el régimen de la gracia es sustituido por el de la ley, lo cual constituye una perversión del Evangelio. Explicaremos por qué.

La circunstancia histórica que motiva que San Pablo se exprese en estos términos es de sobra conocida: en la comunidad en la que ha anunciado el Evangelio, algunos «rectifican» sus enseñanzas afirmando ante estos cristianos neófitos que no podrán salvarse sin la circuncisión y sin la práctica de multitud de prescripciones de la ley de Moisés. Pablo reacciona enérgicamente y avisa que, obrando así, habéis roto con Cristo los que queréis ser justificados por la ley; habéis quedado separados de la gracia. La ley en sí misma es buena: prescribe cosas buenas; ayuda a discernir el bien del mal y lo que construye al hombre de lo que lo destruye; y desempeña una necesaria función pedagógica. Pero su trampa es la siguiente: al hacer de la práctica de la ley condición para la salvación, nos instalamos en una lógica según la cual la salvación no proviene del amor gratuito de Dios manifestado en Cristo, sino de las obras realizadas por el hombre. Las dos lógicas se oponen mutuamente: por la de la gracia ' el hombre recibe de forma gratuita e independientemente de sus méritos la salvación y el amor de Dios a través de Cristo, y responde a este amor de forma gratuita mediante las obras buenas que el Espíritu Santo le concede realizar; por la de la ley, es en premio a sus buenas obras como el hombre merece la salvación y el amor de Dios. Lógicas, pues, opuestas, ya que la una se fundarnenta en el amor gratuito e incondicional de Dios, y la otra en el hombre y sus capacidades.

A causa sobre todo de su experiencia personal, San Pablo es especialmente sensible al carácter gratuito de la salvación recibida de Cristo y así lo pone a menudo de relieve, como ocurre en su carta a Tito: Pues también nosotros fuimos algún tiempo insensatos,

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desobedientes, descarriados, esclavos de las pasiones y placeres de toda clase, consumiendo la vida en la maldad y en la envidia, aborrecibles, odiándonos unos a otros. Pero cuando se manifestó la bondad y la benevolencia de Dios, nuestro Salvador, él nos salvó, no por las obras de justicia que nosotros hicimos, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y renovación del Espíritu Santo'. 0 en su carta a los Efesios: Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por el pecado, nos dio vida en Cristo -por gracia fuisteis salvados- y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús.

La ley (no en cuanto a lo que prescribe, que es bueno, sino como «lógica de vida» o manera de situarse frente a Dios) es perversa y conduce a la muerte, pues contradice esta verdad de la gratuidad de la salvación y acaba por matar el amor.

La ley puede llevamos al orgullo: como soy capaz de cumplir sus prescripciones, me creo justo y desprecio a quienes no hacen como yo. Es el pecado de los fariseos denunciado con energía por Jesús en el Evangelio, porque nada hay que mate el amor y la misericordia hacia el prójimo con más facilidad que el orgullo espiritual. Por otro lado, la lógica de la ley puede llevarme también a la desesperanza: puesto que soy incapaz de cumplir plenamente sus exigencias, caigo en la desesperación y en la culpabilidad y me siento condenado de forma irremediable.

Me gustaría añadir que, quien toma el camino del orgullo, quien se vanagloria de sus éxitos espirituales, antes o después acaba cayendo en la desesperación: inevitablemente, llegará el día en que deba enfrentarse a sus limitaciones, o en que sufra un sonoro fracaso, o en que sus logros espirituales -basados en sus propios esfuerzos- vuelen en pedazos.

Esta lógica de la ley que conduce bien al orgullo, bien a la desesperanza, puede adoptar distintas variantes: la rígida piedad de quien lo hace todo «por obligación», como si tuviera una deuda que pagar a Dios, cuando Cristo en la cruz redimió cualquier deuda del hombre con Dios, llamándolo a devolverle todo por amor y agradecimiento, y no en virtud de ninguna deuda; el temor de quien siempre se siente culpable y tiene la sensación de no hacer jamás lo suficiente por Dios; la mentalidad mercantilista del que calcula sus méritos, mide sus progresos, se pasa la vida esperando la recompensa de Dios a sus esfuerzos y se queja en cuanto las cosas

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no salen como él querría; la actitud superficial de quien, en cuanto ha hecho algo bien, cree haber «llegado» ya y se desanima o se rebela al enfrentarse a sus limitaciones; o la pequeñez de espíritu del que lo mide todo con el rasero de estrictas prescripciones, de frágiles y pobres elementos', de preceptos y enseñanzas de los hombres' del tipo: no toméis, no gustéis, no toquéis, en lugar de vivir con el corazón ensanchado por el amor; o del que con su legalismo o su perfeccionismo hace la vida imposible a los demás y se convierte en un ser inmisericorde.

En la misma medida en que esta «lógica de la ley» es causa de muerte (porque el orgullo, la desesperación, el legalismo, el mercantilismo y las restantes actitudes que acabamos de describir matan el amor); en esa misma medida, es fuente de vida la «lógica de la gracia», que permite el crecimiento del amor. La razón estriba en que se trata de una lógica de «gratuidad», y la gratuidad es el único régimen por el que puede existir el amor, que no tolera ningún otro. Creo que estas palabras de Jesús, gratis lo recibisteis, dad1o gratis", se cuentan entre las más importantes del Evangelio. El amor de Dios es absolutamente gratuito; no se puede merecer, ni conquistar: hay que limitarse a acogerlo mediante la fe, que -según San Pablo- constituye la única vía de acceso. Es esta disposición interior la que permite al hombre recibir ese amor gratuito otorgándole plena confianza. Un amor recibido gratuitamente que nos invita a su vez a amar gratuitamente. Es más, mediante la renovación de nuestro corazón por la gracia del Espíritu Santo, nos confiere de forma progresiva la posibilidad de hacer obras de amor y nos da la fuerza necesaria para cumplirlas.

Vivir en lo posible de acuerdo con está «lógica de la gracia» nos cura al mismo tiempo del orgullo (mis obras no son así por ser mías, sino porque Dios me da la posibilidad de cumplirlas) y de la desesperanza, pues, sean cuales sean mis fallos, para levantarme siempre podré recurrir al amor absolutamente gratuito e incondicional de Dios.

Por el contrario, la lógica de la ley nos mantiene en una dependencia negativa: en lugar de vivir sujetos al amor y a la misericordia divina (y de ser, por tanto, libres, pues ambos nos son dados gratuitamente y sin medida), dependemos de nosotros mismos: nuestro aprecio a la vida, la percepción que tenemos de nosotros, nuestra paz, nuestra sensación de seguridad y todo lo demás se ven condicionados por nuestros resultados, nuestros éxitos o nuestro fracaso en el cumplimiento de determinadas

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vivido algún tiempo como los «reyes de la fiesta», de repente se encuentran devueltos a una terrible soledad.

En un plano algo más elevado, se busca satisfacer la necesidad de ser a través de la adquisición y el ejercicio de ciertos talentos (deportivos, artísticos o intelectuales). Aunque a primera vista parece un medio mejor que el anterior, hay que estar atentos al peligro de confundir el ser con el hacer, identificando a la persona con el conjunto de sus talentos o aptitudes. Porque ¿somos solamente eso? ¿Y si pierdo mis facultades? ¿Si soy el mejor futbolista del mundo y acabo en una silla de ruedas? ¿Si me conozco al dedillo toda la literatura francesa y pierdo la memoria a raíz de un accidente? ¿Qué seré yo entonces ... ?

Claro está que la tendencia a constituirse un ser sobre la base del hacer cuenta con un aspecto positivo en la construcción de la persona, que se desarrolla mediante el ejercicio de sus diferentes capacidades. Es normal y bueno que alguien se descubra capaz de hacer tal cosa o tal otra y ponga en marcha todo su potencial para así saber quién es, para adquirir confianza en sí mismo y experimentar la alegría de exprimir los talentos que se le han confiado. La educación y la pedagogía se basan en buena medida sobre esta tendencia, y así debe ser.

Pero no podemos identificar a la persona con la suma de sus aptitudes: es mucho más que eso. No se puede juzgar a alguien solamente por sus facultades; cada persona posee un valor y una dignidad únicas, independientes de su «saber hacer». Y, si no se percibe así, existe el grave peligro de, frente a un fracaso, caer en una profunda «crisis existencial»; o de mantener respecto a los demás una actitud de menosprecio cuando nos topemos con sus limitaciones o con su falta de capacidad. Todo ello puede malograr las relaciones entre personas e impedirles acceder a esa gratuidad de la que hemos hablado en el capítulo anterior y que es propia del amor. ¿Qué lugar queda para los pobres o los discapacitados en un mundo en el que la persona sólo existe en función de su eficacia, o del bien visible que está en situación de producir?

2. ORGULLO Y POBREZA ESPIRITUAL A este propósito, considero interesante dedicar unas reflexiones a

la problemática del orgullo. Todos nacemos con una profunda herida que vivimos con una falta: la falta de ser; e intentamos llenar este vacío por compensación, lo que lleva a cualquier ser humano a

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somos siervos inútiles (Lc 17, 10), pero también que los obreros de la undécima hora reciben el mismo salario que los de la primera. Aunque nos cuesta reconocer este hecho (que crea en nosotros una terrible inseguridad), resulta vital, porque jamás encontraremos la felicidad si nos quedarnos en una lógica de regateos, de derechos y deberes: una lógica que puede tener su razón de ser en nuestra sociedad terrena, pero que debemos ir superando poco a poco para penetrar en la del amor.

Aprender a dar y a recibir gratuitamente requiere una reeducación larga y laboriosa de nuestra psicología, que no se halla «estructurada» para ello, sino que lleva varios milenios condicionada por la necesidad de luchar para sobrevivir. A pesar de nuestros progresos tecnológicos, en realidad nuestra psicología es la de -podríamos decir- el hombre prehistórico; o, dicho de otro modo, su misma estructuración se basa en gran parte en mecanismos de defensa, supervivencia, etc., y no es capaz de una relación confiada y gratuita o de un amor libre y desinteresado. Así pues, la obra del Espíritu Santo estaría encaminada a reestructurar nuestra «psique» con objeto de hacerla apta para funcionar de este modo. La oposición que establece San Pablo entre el hombre psíquico y el hombre espiritual, entre el «hombre viejo» y el «hombre nuevo» podría interpretarse en estos términos. Se podría decir que la irrupción de la Revelación divina y del Evangelio en el mundo es como un fermento evolutivo que tiene como fin «modificar» nuestro psiquismo hacia una lógica de gratuidad que será la del Reino, porque es la del amor. Se trata de un proceso de divinización, pues su fin consiste en llegar a amar a Dios como Dios ama: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto". ¡Una divinización que es verdadera humanización! Esta maravillosa y liberadora evolución necesita de la cooperación de nuestra libertad y sólo se puede producir mediante dolorosas refundiciones de la psique que a veces son vividas como un auténtico duelo. No se puede llegar a una nueva manera de ser más que a costa de la «muerte» -algo así como una agonía- de muchas de nuestras conductas naturales. Pero, una vez franqueada la «puerta estrecha» de esta conversión de nuestra mentalidad, penetramos en un universo espléndido: el del Reino, el mundo donde el amor es la única ley, un paraíso de gratuidad en el que el amor se intercambia sin límites y se da y se recibe sin restricciones; en el que no existen los «derechos» ni los «deberes», ni nada que defender o conquistar; donde no existe oposición entre «lo tuyo» y «lo mío»; donde el

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corazón se ensancha hasta el infinito. En este mundo nuevo reina el amor, un amor terriblemente exigente (porque lo pide todo: mientras no se ama totalmente, no se ama verdaderamente), pero soberanamente libre, pues no tiene otra ley que él mismo.

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V. POBREZA ESPIRITUAL Y LIBERTAD

1. LA NECESIDAD DE SER Una de las necesidades más imperiosas en el hombre es la de su

identidad (En el plano psicológico y espiritual la necesidad más profunda del hombre es el amor: amar y ser amado. A esta necesidad de amor, de comunión, aparecen inevitablemente ligadas otras necesidades fundamentales: la de la verdad (para amar hay que conocer) y la de la identidad (para amar hay que ser). A estas tres necesidades fundamentales les corresponden las tres facultades espirituales que distingue la teología tradicional: la voluntad, la inteligencia y la memoria. Las virtudes teologales permiten encontrar en la relación con Dios la satisfacción última de estas necesidades: la fe posibilita el acceso a la verdad, la esperanza ayuda a hallar en Dios la seguridad y la identidad, y la caridad nos hace vivir en comunión de amor con Dios y con el prójimo.): tenemos necesidad de saber quiénes somos, de existir a nuestros propios ojos y a los de los demás. Todos vivimos una «falta de ser», una falta extremadamente profunda. Tan arraigado está este deseo de identidad, que puede conducir a aberraciones: algo que constatamos especialmente hoy en día en hombres y mujeres (jóvenes la mayoría) que son capaces de presentar la apariencia más inverosímil por el simple hecho de existir ante ellos mismos y ante los demás según unos modelos propuestos por el ambiente cultural o los criterios de una moda cambiante con los que se identifican. Los medios de comunicación son el vehículo que difunde este aluvión de modelos: el joven y dinámico ejecutivo, el futbolista de la selección, la top-model, o el amo del barrio...

En un plano muy superficial, con frecuencia esta necesidad tiende a saciarse con el tener, con la posesión de bienes materiales o con determinado estilo exterior de vida: me identifico con mis bienes, mi aspecto físico, mi moto y mi yate... Se produce entonces una terrible confusión al pretender colmar la necesidad de ser con el tener. Las cosas pueden hacer ilusión durante algún tiempo, pero ésta no durará mucho: los sinsabores llegarán enseguida... ¡Cuántas personas han acabado dándose cuenta de que sólo se interesaban por ellas a causa de su dinero, y no de ellas mismas! Y, tras haber

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que no tenemos derecho a confundir a alguien con el mal que comete (lo cual supondría acorralar a esa persona y perder toda esperanza respecto a ella), ni a identificar a nadie (y menos aún a uno mismo) con el bien que haga.

3. LAS PRUEBAS ESPIRITUALES Estas últimas reflexiones arrojan luces interesantes sobre la

pedagogía divina empleada con cada uno de nosotros y acerca del significado de las pruebas en la vida interior.

En mi opinión, las pruebas que se pueden atravesar en la vida cristiana --esas «purificaciones» en el lenguaje de la mística- no poseen otro sentido que el de obrar la destrucción de cuanto hay de artificial o de «construido» en nuestra personalidad, de modo que pueda emerger nuestro ser auténtico y sepamos lo que somos para Dios. Las noches espirituales son -podríamos decir- empobrecimientos en ocasiones muy rudos, que eliminan radicalmente en el creyente toda posibilidad de apoyarse en sí mismo, en sus conocimientos (humanos o espirituales), en sus talentos y capacidades e incluso en sus virtudes. Y, sin embargo, son empobrecimientos beneficiosos porque le ayudan a poner su identidad allí donde realmente está. En la noche espiritual el hombre se descubre absolutamente pobre e incapaz de cualquier bien y cualquier amor, y capaz de todos los pecados que existen en el mundo. Una experiencia muy dolorosa cuando, por ejemplo, una persona que ama al Señor atraviesa una fase durante la cual no detecta en sí misma ni el más mínimo átomo de fervor, pero si un profundo disgusto por las cosas espirituales. Haber entregado la vida a Dios y verse incapaz hasta del más insignificante movimiento hacia Él constituye un terrible sufrimiento, pues lo que parece haberse perdido es el significado mismo de la vida. En las pruebas de este tipo la persona no pierde el amor a Dios, pues su ser continúa profundamente orientado a El, pero sí el sentimiento amoroso. Aunque el amor existe, se percibe como sufrimiento: el sufrimiento de sentirse incapaz de amar, o el de no amar lo suficiente...

El fruto de esta prueba, sin embargo, es éste: impedir al hombre toda posibilidad de apoyarse en el bien de que es capaz para que la misericordia divina se convierta en el único fundamento de su vida. Se trata de una auténtica revolución interior: hacer que no nos apoyemos en nuestro amor a Dios, sino exclusivamente en el amor que Dios nos tiene. En una ocasión, un sacerdote me dijo en

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constituirse una identidad compensatoria que variará en unos y otros según la forma que adopte la herida. Así es como nos fabricamos un «ego», diferente del auténtico «ser», de modo similar a como se infla un globo. Este «yo» artificial posee ciertas características propias: por ser artificial, requiere un gran gasto de energía para sostenerse; y, como es frágil, necesita ser defendido. El orgullo y la dureza siempre van unidos.

Los límites de este globo, lejos de ser flexibles, se mantienen vigilados por «tumos de guardia» que protegen esta identidad ficticia: ¡y ay de quien la discuta o la amenace!; ¡ay de quien la ponga en cuestión o entorpezca la expansión de nuestro yo!, pues se convertirá en objeto de sus violentas o agresivas reacciones. Cuando el Evangelio dice que debemos «morir a nosotros mismos», en realidad alude a la muerte de ese «ego» -ese yo fabricado artificialmente- para que pueda aparecer el «ser» auténtico regalado por Dios.

Evidentemente, esta misma problemática la encontramos también en el terreno de la vida espiritual, donde la búsqueda de identidad es ---como en cualquier otro terreno - extremadamente activa.

La tendencia a construir un «yo» en el plano de la vida espiritual puede considerarse normal y positiva: constituye un resorte del crecimiento humano y espiritual; una motivación para progresar, adquirir dones y talentos e imitar este o aquel modelo que nos atrae y con el que nos identificamos en mayor o menor medida. Desear ser alguien en el terreno religioso -alguien como San Francisco de Asís, o como la Madre Teresa- puede constituir el inicio de un camino de santidad o la respuesta a la vocación. Desde luego, siempre es mejor ambicionar «ser alguien» de acuerdo con los valores evangélicos que «destacar» entre granujas...

Pero se trata de una problemática peligrosa si no se supera. Buscamos cómo realizarnos según determinadas virtudes o cualidades espirituales; lo cual significa que, de modo inconsciente, nos identificamos con el bien que somos capaces de hacer. Evidentemente, hacer el bien (rezar, ayunar, entregarse al servicio del prójimo, ser apostólico, tener tal carisma, etc.) es algo bueno. Pero resulta extraordinariamente peligroso identificarnos con el bien espiritual del que somos capaces.

Porque esa identidad, a pesar de ser superior a la identidad con las riquezas materiales o con los talentos humanos, no es menos frágil o artificial que éstas: llegará el día en que tal o cual virtud sufra

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un descalabro, o en que se nos quite esta o aquella cualidad espiritual en la que destacábamos. ¿Cómo recibiremos estos golpes si nos identificamos con nuestros logros espirituales? He conocido a más de un religioso entregado en cuerpo y alma al apostolado o a cualquier otra buena causa que, el día en que la enfermedad o un superior lo apartan de ella, sufre una profunda crisis, hasta el punto de no saber quién es.

Esta identificación de uno mismo con el bien que es capaz de hacer conduce al orgullo espiritual: de forma más o menos consciente, nos consideramos el origen o el autor de ese bien; y, en lugar de reconocer la verdad, es decir, que todo el bien de que somos capaces de llevar a cabo es un don gratuito de Dios, nos lo atribuimos a nosotros. El bien que hagamos no es de nuestra propiedad, sino un estímulo que Dios nos concede. ¿Qué tienes tú que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?', nos recuerda San Pablo. El orgullo nos empuja a juzgar a quienes no hacen ese bien del que nos envanecemos, o a impacientarnos con los que nos impiden llevar a cabo nuestro proyecto; etc.

Orgullo, dureza, desprecio del prójimo; y también temor y desaliento: he aquí los resultados inevitables de la confusión entre el yo y mis talentos; y los fracasos serán mal asumidos, porque en lugar de aceptarlos como los incidentes lógicos, e incluso provechosos, del camino, los viviremos dramáticamente como un ataque contra nuestro ser, como una amenaza a nuestra identidad. De ahí también el excesivo temor al fracaso.

Así pues, tenemos que afirmar de modo rotundo que el hombre es más que el bien que está en condiciones de hacer: es hijo de Dios -haga o no haga el bien, e incluso siendo incapaz de hacerlo- y siempre será hijo de Dios, porque los dones y la llamada de Dios son irrevocables. Nuestro Padre del cielo no nos quiere por el bien que hacemos: nos ama gratuitamente, por nosotros mismos, porque nos ha adoptado para siempre com hijos suyos. Esta verdad que descubrir es la gran apuesta de la frecuente «crisis de los cincuenta»: después de pasar años volcados en el activismo, a los cincuenta nos encontramos con un gran vacío interior, pues hemos vivido en el «hacer», olvidando proveemos de los medios para acoger nuestra verdadera e inalienable identidad: la de un hijo de Dios amado no por lo que hace, sino por lo que es

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Así se comprende el inmenso valor de la virtud contraria al orgullo: la humildad o pobreza espiritual, que pone nuestro yo a salvo de cuanto pudiera suponer un peligro. Si nuestro tesoro está en Dios, nadie nos lo podrá arrebatar. La humildad es la verdad: yo soy el que soy; no una estructura artificial, frágil y siempre amenazada, sino lo que soy a los ojos de Dios: un niño pobre que no posee nada, un niño que todo lo recibe, pero infinitamente amado y totalmente libre; un niño que no tiene miedo a nada, ni nada que perder, porque ya lo posee todo por adelantado del amor gratuito y benevolente del Padre, que un día le dijo estas palabras definitivas: Todo lo mío es tuyo.

Nuestra verdadera identidad, mucho más profunda que el tener o que el hacer, -e incluso que las virtudes morales y las cualidades espirituales, es la que vamos descubriendo poco a poco viviendo bajo la mirada de Dios; la que nadie, ni ningún acontecimiento, ni ninguna caída, ni ningún fracaso podrán arrancarnos nunca. Nuestro tesoro no es de esos que devoran la polilla y el orín6: nuestro tesoro está en el cielo, es decir, entre las manos de Dios. No depende de las circunstancias, ni de lo que tenemos o dejamos de tener, ni --en cierto modo- tampoco de lo que hagamos o no, de nuestros éxitos y nuestros fracasos: sólo depende de Dios, de su benevolencia y su bondad inmutables. Nuestra identidad, nuestro «ser» tiene otro origen distinto de nuestros actos, y mucho más profundo: el amor creador de Dios que nos ha hecho, a su imagen y nos ha destinado a vivir siempre con El, que es el amor que no puede volverse atrás.

A este respecto me gustaría citar un hermoso pasaje de una ensayista contemporánea que ya hemos mencionado antes. «El amor es lo que queda cuando ya no queda nada más. En lo más hondo de nosotros, todos lo recordamos cuando -más allá de nuestros fracasos, de nuestras separaciones, de las palabras a las que sobrevivimos- desde la oscuridad de la noche se eleva, como un canto apenas audible, la seguridad de que, por encima de los desastres de nuestras biografías, más allá incluso de la alegría, de la pena, del nacimiento, de la muerte, existe un espacio que nadie amenaza, que nadie ha amenazado nunca y que no corre ningún peligro de ser destruido: un espacio intacto que es el del amor que ha creado nuestro ser»

Todo esto no quiere decir que el modo en que nos conduzcamos sea indiferente: en la medida de lo posible, hay que hacer el bien y evitar el mal, pues el pecado nos hiere a nosotros y a los demás, y sus estragos son costosos y lentos de reparar; lo que significa es

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5. EL HOMBRE LIBRE: EL QUE NO TIENE NADA QUE

PERDER Nuestro mundo busca la libertad, pero lo hace en la acumulación

del tener y el poder, y olvidando esta verdad esencial: sólo es verdaderamente libre aquel al que no le queda nada que perder porque ya ha sido despojado, desprendido de todo; porque es libre de todos" y de todo, y de él se puede decir en verdad que «ha dejado la muerte atrás», pues todo su «bien» está en Dios y únicamente en El. Soberanamente libre es el que no ambiciona ni teme nada: no ambiciona nada porque cualquier bien realmente importante lo obtiene de Dios; y no teme nada porque nada tiene que perder o defender, ya que no posee enemigos ni se siente amenazado por nadie. Es el pobre de las Bienaventuranzas, desprendido, humilde, misericordioso, manso, trabajador por la paz.

En el primer círculo, de Solzhenitsin, podemos encontrar una alegoría de esta verdad. La obra, ambientada en la época de la dictadura estalinista, narra la entrevista entre un prisionero político, un «zek», y un alto funcionario del Partido. El primero ha sido encarcelado, conocido años de gulag y perdido a su familia en los bombardeos. El funcionario, por su parte, disfruta de libertad y es rico y poderoso, pero tiembla sin cesar, porque en el contexto en el que se desarrolla la obra corre el peligro de -un día u otro- convertirse en víctima de una de las continuas purgas que acabe con él en la cárcel. Además tiene necesidad de los servicios de este científico «zek» para un proyecto que le han pedido que lleve a cabo y en el que se juega su carrera; de ahí que trate por todos los medios de convencerlo para obtener su colaboración. En el diálogo Solzhenitsin muestra con enorme habilidad cómo el hombre libre, que es en definitiva quien lleva la batuta, no se identifica con el poderoso funcionario, sino con el preso que no tiene nada que perder. En caso necesario, se halla dispuesto a volver a Siberia: sabe que, incluso en tan terribles condiciones, se puede continuar siendo un hombre. '

No quiero decir con esto que haya que desearle a nadie vivir una experiencia como ésta, sólo que es bueno meditar sobre ella; y que, si la experiencia de los gulags o de los campos de concentración constituye uno de los mayores dramas del siglo xx, sin embargo abunda también en testimonios de personas que, paradójicamente, después de perderlo todo, han encontrado tras los barrotes la auténtica libertad. En su libro, Etty Hillesum, encerrada en el campo

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confesión: cuando ya no creas en lo que tú puedes hacer por Dios, continúa creyendo en lo que Dios puede hacer por ti.

Porque, de modo progresivo y paralelamente al terrible empobrecimiento que experimenta quien está pasando esta prueba y no se desalienta, sino que espera en el Señor, comienza a percatarse de algo que hasta ese momento sólo era para él una piadosa expresión, convertida ahora en experiencia de vida: Dios no me ama a causa del bien de que soy capaz, o del amor que le tengo, sino que me ama de manera absolutamente incondicional, en virtud de Él mismo, de Su misericordia y de Su ternura infinita; en virtud de su sola Paternidad con respecto a mí.

Esta experiencia provoca en la vida cristiana un vuelco fundamental que supone una inmensa gracia: el cimiento de mi relación con Dios, de mi vida, ya no soy yo, sino sola y exclusivamente Dios. Lo que significa también que me vuelvo plenamente libre. Y, cuanto más se basa mi trato con Dios en aquello de lo que soy capaz, más frágil es; mientras que, si se fundamenta únicamente en la paternidad de Dios, permanece al abrigo de cualquier fracaso.

Evidentemente, esto no quiere decir que, para quien ha atravesado esta prueba, a partir de entonces le resulte indiferente obrar el bien o el mal: en realidad, está más enamorado que nunca de Dios y deseoso de agradarle mediante sus buenas obras, pero hace ese bien de manera pura, libre y desinteresada; su conducta no se basa en la necesidad de crearse una identidad, de un ansia de éxitos o del deseo de probarse a sí mismo o a otros que existe. Su causa última tampoco es el querer merecer cualquier cosa a cambio. Su origen es Dios.

Este «vuelco» en nuestra vida espiritual en el que participan íntimamente una experiencia radical de empobrecimiento y una nueva revelación de Dios en cuanto Padre, encuentra su expresión en el fragmento siguiente, tomado del libro del fraile egipcio Matta el Masldne (Mateo el Pobre) en su libro sobre la oración9. Este denomina «tibieza espiritual» (En un sentido muy distinto del habitual: pereza o negligencia voluntaria en el servicio de Dios) a la pruebaa la que acabamos de aludir, en la que el alma -antes llena de fervor y deseosa de servir a Dios- se siente incapaz de rezar y de amar, y privada de todo bien espiritual, y describe así su significado y cómo acaba haciendo reposar sobre una nueva base la relación del hombre con Dios:

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«Cuando el alma se entrega a la lucha espiritual, a la perseverancia en la oración y al minucioso cumplimiento de otras prácticas espirituales, quizá tenga la sensación de que esta actividad, o su asiduidad, condicionan su relación con Dios. Puede entonces parecerle que su perseverancia y su fidelidad a la oración son la causa que le hace merecer ser amada por Dios y convertirse en Su hija. Pero Dios no quiere que el alma continúe por este falso camino que, de hecho, acabaría alejándola definitivamente del amor gratuito de Dios y de la vida junto a Él. De modo que la aparta de esa energía y asiduidad que corren el peligro de causar su descarrío.

En cuanto Dios le retira las capacidades que gratuitamente le había ofrecido en prueba de Su amor, es decir, esa energía y esa perseverancia en las obras espirituales, el alma se queda sin fuerzas e incapaz de cualquier actividad espiritual, y se enfrenta a esta sorprendente verdad, que se empeña en negar y considerar como altamente improbable: que Dios, en su paternidad, no necesita de nuestra oración ni de nuestras obras. Al principio, el hombre se aferra a la idea de que, efectivamente, la paternidad de Dios se ha alejado de él como consecuencia de su falta de oración; y que Dios ha abandonado su alma y la ha olvidado porque sus obras y su perseverancia no han estado a la altura de Su amor. El alma trata en vano de levantarse de su caída y su tristeza para retomar su actividad, pero sus intentos son inútiles. Luego, poco a poco empieza a comprender que la grandeza de Dios no puede medirse con el rasero de la futilidad humana. Que Su paternidad eminentemente superior ha aceptado adoptar a los hijos del polvo a causa de Su infinita ternura y de la inmensidad de Su gracia, y no a cambio de las obras y esfuerzos del hombre. Que nuestra adopción por parte de Dios es una verdad cuya fuente es Dios, y no nosotros mismos; una verdad siempre presente, que -a pesar de nuestra impotencia y nuestro pecado- continúa dando testimonio de la bondad y generosidad de Dios. De este modo, la tibieza espiritual conduce a esas almas a revisar desde el principio su concepción de Dios y su valoración de las relaciones espirituales que unen el alma con Dios. Entonces su idea del esfuerzo y de la asiduidad en las obras espirituales se ve profundamente modificada; éstas no se consideran ya el precio del amor de Dios, sino una respuesta a Su amor y paternidad».

Destaquemos que lo que Dios hace con algunas almas, dejándolas meterse de lleno en este prueba de la «tibieza espiritual» que acabamos de describir, desea hacerlo con todas -de una

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manera más común o progresiva, podríamos decir- mediante los sufrimientos de la vida: fracasos, impotencias, golpes de todo tipo, enfermedades, depresiones, fragilidades psicológicas y afectivas, independientemente de cuál sea su origen, entre los que se cuenta nuestra propia culpa. Incluso en el caso de que sus causas nada tengan que ver con una intervención divina ni estén directamente ligadas a la vida espiritual, Dios se sirve de ellas con el mismo objetivo. A fin de cuentas, no existe tanta diferencia entre las pruebas espirituales y las demás, porque Dios se sirve de todo, hasta de lo que no está «programado», ¡hasta de las consecuencias de nuestros pecados!... Resulta consolador saber que podemos obtener un gran bien espiritual de una prueba que nada tiene de espiritual. Así pues, no temamos esos momentos en los que la vida nos expolia o nos empobrece en el terreno que sea, porque Dios sabrá hacer brotar de ellos una preciosa libertad.

4. LA MISERICORDIA COMO ÚNICO APOYO El hombre libre, el cristiano espiritualmente «maduro» ---es decir,

el que realmente se ha convertido en «hijo de Dios»- es aquel que ha experimentado su auténtica nada, su absoluta miseria; el que ha quedado «reducido a nada», pero en ese abismo ha acabado descubriendo una ternura inefable, el amor plenamente incondicional de Dios. Desde ese momento no tiene más que un solo apoyo y una única esperanza: la ¡limitada misericordia del Padre; ésta es su total seguridad. Lo espera todo de esta misericordia, y sólo de ella, y no de algún recurso personal o de la ayuda de los demás. En él se han realizado las palabras que Dios dirige a Israel por boca del profeta Sofonías: Dejaré en medio de ti como resto un pueblo humilde y modesto, que esperará en el nombre de Iavé. El resto de Israel no hará iniquidad (Sof 3, 12-13). Se esfuerza generosamente por hacer el bien y acoge con alegría y gratitud el que le procura el prójimo, pero con inmensa libertad, porque su sostén está más allá: sólo en Dios. Sus debilidades no lo inquietan, ni se enfada con los demás porque no siempre correspondan a lo que espera de ellos. Su apoyo en Dios lo mantiene protegido de cualquier contratiempo y le concede una gran libertad interior que pone enteramente al servicio de Dios y de sus hermanos, con la alegría de corresponder con amor al amor.

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de Westerbork, reflexiona de este modo: «Las vallas de espinos sólo son una cuestión de punto de vista. «Nosotros detrás de las vallas de espinos», decía un día un anciano inasequible al desaliento con un gesto melancólico de su mano; «y ellos, ¿es que acaso no viven ellos también detrás de las vallas de espinos?» (y apuntaba con el dedo hacia las elevadas villas que se alzan como carceleros al otro lado de la cerca)`. Y en otro lugar: «Cuando se tiene vida interior, la verdad es que poco importa de qué lado de las rejas de un campo se esté» 'l.

6. BIENAVENTURADOS LOS POBRES A medida que van pasando los años, a medida que me voy

encontrando con personas con las que hablo en profundidad y experimento la acción discreta y misteriosa -pero real- de Dios en mi vida y en la de los demás, cada vez me sorprende más comprobar la sabiduría contenida en el Evangelio, qué verdad encierra y cuánta luz -ni más ni menos que la necesaria- arroja sobre la condición del hombre. Este Evangelio paradójico e inagotable, que ni siquiera los cristianos hemos empezado todavía a vivir verdaderamente, posee la increíble facultad (o la fuerza) de hacer de nosotros seres libres, de volvemos capaces de amar de verdad, de «humanizarnos» realmente---o,lo que es lo mismo- de divinizamos, pues hemos sido creados a imagen de Dios. En esta Palabra se nos revelan del modo más fecundo y más hondo que existe todas las leyes de la existencia y, en particular, aquellas según las cuales nos es posible alcanzar la felicidad.

En el centro mismo del Evangelio están las Bienaventuranzas; la primera las resume todas: Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Me gustaría que las consideraciones de este libro ayudaran al lector a comprender esta sorprendente afirmación de Jesús, a percibir su verdad y a vivirla. La pobreza espiritual, la absoluta dependencia de Dios y de Su misericordia, es la condición para la libertad interior. Tenemos que hacemos como niños y «aceptar esperarlo todo, absolutamente todo, del don del Padre, un instante tras otro»

Ignoramos lo que le espera a nuestro mundo en los próximos años, qué acontecimientos marcarán el tercer milenio. Pero una cosa es segura: nunca hallarán desprevenidos a quienes hayan sabido descubrir y desarrollar ese espacio inalienable de libertad que Dios ha depositado en sus corazones al hacerlos hijos suyos.

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A modo de conclusión, queremos proponer al lector como tema de meditación un hermoso diálogo entre Jesús y un español contemporáneo cuyo anonimato preferimos conservar. Este texto nos parece la expresión más adecuada de los temas abordados en el libro para trazar el camino hacia la libertad interior, sobre todo la aceptación realista de uno mismo y la fe en Dios, presente en todos los sucesos de nuestra vida.

«-¿No te has preguntado nunca cuál de las cosas que vives es la que me causa mayor alegría?

-No -le digo a Jesús. Y Él me responde: ---Cuando con lúcida libertad contestas que sí a las llamadas de

Dios -y continúa diciéndome-: Recuerda esta frase del Evangelio: La verdad os hará libres.

Sólo podéis responder a las llamadas de la gracia libremente cuando vuestra propia verdad se hace patente, cuando la aceptáis con humildad y cuando, desde ella, mantenéis un diálogo con Dios, dándoos cuenta de que todo lo que os haya pasado y os vaya a pasar responde a un amoroso y providente proyecto de Aquel que es vuestro Padre.

Sí, muchas cosas os dejarán perplejos, e incluso os conducirán hasta una densa oscuridad; o bien causarán en vosotros un dolor hiriente y paralizador; pero la fuente de vuestra fe será vuestro escudo. ¿No se ha revelado Dios como vuestro Abba? ¿No he abrazado Yo, el Hijo, lo más miserable de vuestra condición? ¿No os defiende a vosotros el Espíritu Santo Paráclito? Todas estas realidades, creídas con el alma y el corazón, despertarán vuestra confianza.

¡No tengáis miedo de vosotros mismos! ¡No temáis lo que sois, vuestra realidad, esa realidad que afronta cualquier ser humano, en la que Dios planta su tienda para habitar con vosotros! Dios se ha hecho carne, su nuevo nombre es Enunanuel. Dios con nosotros: Dios con tu realidad. Ábrete a ella sin miedo. Sólo en la medida en que te descubras a ti mismo, descubrirás la hondura de su amor. En lo profundo de lo que eres, experimentarás que no estás solo. Amorosa y misericordiosamente, alguien ha penetrado en el misterio de tu humanidad más íntima, y no como espectador, ni como juez, sino como alguien que te ama, que se ofrece y se une a ti para

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liberarte, para salvarte, para sanarte... Para quedarse siempre contigo amándote, ¡amándote!».

Pascua 2002

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Para los que aspiran así a la plenitud del amor, cualquier indicación que ilumine o acorte su camino es muy valiosa. Casi nadie tiene conciencia de ello, pero en mi opinión, es tan necesario que las almas santas se santifiquen más y más rápidamente, como que los pecadores se conviertan, pues ello beneficia igualmente a la Iglesia. El mundo se salvará por la oración de los santos.

Por eso, aunque no todos entenderán este lenguaje, consideramos de gran importancia el hecho de transmitir a los cristianos de hoy el gran mensaje de los santos, con el fin de permitirles progresar con mayor rapidez hacia la perfección del amor.

La cuestión clave de este camino es quizá la de saber en qué concentrar nuestros esfuerzos. Y eso no siempre es evidente, ni es siempre lo que nos imaginamos al iniciarlo.

En este pasaje, como en otras determinadas reflexiones de su «Diario», sor Faustina nos da una indicación, fruto de su experiencia, que merece ser oída: la vía más corta es la fidelidad a las inspiraciones del Espíritu Santo. Más que dispersar nuestros esfuerzos en aspectos de nuestra vida que quizá resultarían estériles o poco eficaces, sor Faustina nos propone centrarlos en este punto: estar atentos a reconocer, acoger y poner en práctica las inspiraciones del Espíritu Santo. Eso, con gran diferencia, será lo más «gratificante».

Vamos a explicar la razón, y a continuación describiremos lo que significa.

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JACQUES PHILIPPE

EN LA ESCUELA DEL ESPÍRITU SANTO

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1. INTRODUCCIÓN

«¡Oh, Jesús mío, qué fácil es santificarse! ¡Solamente hace falta un poquito de buena voluntad! Y si Jesús descubre ese mínimo de buena voluntad en el alma, se apresura a darse a ella. Y nada le detiene, ni las faltas, ni las caídas, absolutamente nada. Jesús tiene prisa por ayudar a este alma, y si el alma es fiel a esta gracia de Dios, en poco tiempo logrará llegar a la más alta santidad que una criatura pueda alcanzar aquí abajo. Dios es muy generoso y no niega a nadie su gracia. Incluso nos da más de lo que pedimos. La vía más corta es la fidelidad a las inspiraciones del Espíritu Santo.»

Este hermoso texto está extraído del diario de sor Faustina (Diario, Santa Faustina Kowalska. Ed. PP. Marianos de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María. La Hermana Faustina Kowalska, nacida en 1905 y muerta el 5 de octubre de 1938, fue canonizada por el papa Juan Pablo II el domingo 30 de abril del año 2000. Esta religiosa polaca recibió de Jesús la misión de dar a conocer al mundo la Misericordia divina con mayor profundidad, en especial por medio de un icono del Cristo Misericordioso que ella hizo pintar).

En su sencillez y concisión, ofrece un mensaje extraordinariamente importante a todos los que aspiran a la santidad, dicho con sencillez, a los que quieren responder con la mayor plenitud posible al amor de Dios.

La gran pregunta de estas almas, en ocasiones angustiadas, es la de saber cómo hacerlo.

Es posible que tú, lector, formes parte de aquellos a quienes esta pregunta no les preocupa demasiado. Quizá tu corazón no ha conocido jamás esa aspiración de amar a Dios tanto como sea posible amarle. Entonces, te lo ruego, suplica al Espíritu Santo que ponga en ti ese deseo y ¡pídele que no te deje descansar jamás! Entonces serás dichoso: «Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados» (Mt 5, 6) (el sentido de la justicia en la Escritura, más que el que le damos habitualmente, se refiere a la actitud del hombre cuya voluntad se «ajusta» plenamente a la de Dios, amándole y amando al prójimo: dicho de otro modo, lo que entendemos por santidad).

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Esto tiene una importante consecuencia. Para acceder a la santidad, el hombre no puede limitarse a seguir unos principios generales que valen para todo el mundo. Es preciso captar también lo que Dios le pide en especial, y que quizá no pide a ningún otro. ¿Cómo detectarlo? De distintas maneras, por cierto: a través de los acontecimientos de la vida, de los consejos de un director espiritual y de otros muchos medios.

Entre ellos, hay uno cuya importancia fundamental merece una explicación: se trata de las inspiraciones de la gracia divina. En otras palabras, se trata de esas peticiones interiores, de esas mociones del Espíritu Santo en lo más profundo de nuestro corazón, con las que Dios nos da a conocer lo que nos pide, al tiempo que, si accedemos a ello, nos infunde la fuerza necesaria para hacerlo. Más adelante diremos cómo detectar y acoger esas inspiraciones.

Bien entendido, para llegar a ser santos debemos esforzarnos por obedecer a la voluntad de Dios, tal como se nos aparece en la Escritura, en los mandamientos, etc., de manera general y válida para todos. Pero, como acabamos de decir, es indispensable también ir más lejos: aspirar a conocer no sólo lo que Dios pide a todos de manera general, sino también lo que espera específicamente de mí. Es ahí donde intervienen esas inspiraciones de las que hablamos. Pero es preciso afirmar también que, en lo que concierne al cumplimiento de la voluntad general de Dios para nosotros, esas inspiraciones son necesarias.

La primera razón es la siguiente: si aspiramos a la perfección, tenemos tantas cosas que practicar, tantos mandamientos y virtudes que poner por obra, que nos es imposible combatir en todos los frentes y, en un momento de nuestra vida es importante saber qué virtud debe ser la prioritaria, no según nuestros criterios, sino según lo que Dios nos pide en realidad, lo que será infinitamente más eficaz. No siempre es lo que pensamos de forma espontánea, y habría mucho que decir respecto a eso: suele ocurrir que hagamos unos esfuerzos desmesurados para avanzar en un punto, cuando lo que Dios nos pide es otra cosa. Por ejemplo, luchamos denodadamente por corregir un defecto de carácter, mientras que lo que Dios nos pide es ¡el de aceptarnos a nosotros mismos con humildad y con paciencia! Las inspiraciones de la gracia son muy valiosas, pues nos permiten orientar acertadamente nuestros esfuerzos en la multitud de combates que hemos de entablar... Sin ellas, corremos el gran riesgo de relajarnos en determinados aspectos, o de exigirnos a nosotros mismos más de lo que Dios nos

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2. PRIMERA PARTE. LA SANTIDAD ES LA OBRA DEL ESPÍRITU

La ilusión general es la de pensar que la santificación es obra del hombre: se trata de trazar un programa de perfección bien claro, y de ponerse manos a la obra con valor y paciencia para llevarlo a cabo de forma progresiva. Y eso es todo.

Desgraciadamente (o afortunadamente) eso no es todo... Es indudable que el valor y la paciencia son necesarios. Pero ciertamente no lo es que la santidad consista en el cumplimiento de un programa de vida que nos fijamos. Por varias razones, dos de ellas las principales a las que nos referimos a continuación.

2.1. LA TAREA ES SUPERIOR A NUESTRAS FUERZAS Es imposible acceder a la santidad por nuestras propias fuerzas.

Toda la Escritura nos enseña que sólo puede ser fruto de la gracia de Dios. Jesús nos dice: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,15). Y San Pablo: «El querer está en mí, pero no el hacer lo bueno» (Rom 7, 18). Los mismos santos lo atestiguan. Veamos cómo se expresa Grignon de Monfort hablando de esta santificación que es el plan de Dios para nosotros:

«¡Oh, qué obra admirable: el polvo transformado en luz, la suciedad en pureza, el pecado en santidad, la criatura en el Creador y el hombre en Dios! ¡Oh! ¡Obra admirable!, lo repito, pero una obra difícil en sí misma e imposible para la sola naturaleza; solamente Dios, por una gracia y una gracia abundante, puede conseguirlo; y la creación de todo el universo no es una obra maestra tan grande como ésta»'. (' El Secreto de María, Casals, 1979; comienzo de la primera parte)

Sean los que sean nuestros esfuerzos, no podemos cambiarnos a nosotros mismos. Sólo Dios puede terminar con nuestros defectos, con nuestras limitaciones en el orden del amor; solamente Él tiene un dominio lo bastante profundo de nuestros corazones para ello. Ser conscientes de esto nos evitará gran número de combates inútiles y de desánimos. No tratemos de hacernos santos por nuestras propias fuerzas (Por supuesto, eso no quiere decir que no debamos esforzarnos, pero para que nuestros esfuerzos no resulten estériles debemos orientarlos en la buena dirección: no han de ir

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dirigidos a conseguir la perfección como resultado de ellos, sino a dejar actuar a Dios sin oponer resistencia, para abrirnos lo más plenamente posible a su gracia que nos santifica.), sino de encontrar el medio de actuar de modo que Dios nos haga santos.

Eso exige mucha humildad (renunciar a la orgullosa pretensión de lograrlo por nosotros mismos, aceptar nuestras carencias, etc.), pero al mismo tiempo es muy estimulante.

En efecto, si nuestras propias fuerzas tienen límites, no los tienen el poder y el amor de Dios. Y sin duda alguna, podemos conseguir que este poder y este amor acudan en socorro de nuestra debilidad: nos basta aceptarla serenamente y poner sólo en Dios toda nuestra confianza y nuestra esperanza. En el fondo es muy sencillo, pero como todas las cosas sencillas, necesitamos años para comprenderlas y sobre todo para vivirlas.

En cierto modo, el secreto de la santidad radica en descubrir que todo podemos obtenerlo de Dios, a condición de saber cómo recibirlo. Es el secreto de la vía de infancia de Santa Teresa de Lisieux: «Dios tiene un corazón de padre, y podemos obtener infaliblemente lo que necesitamos, si sabemos ganárnoslo por el corazón»'. (' Veamos un pasaje de una carta de Teresa que puede ayudarnos a comprender lo que quiere decir: «Quisiera tratar de haceros comprender, por medio de una sencilla comparación, lo mucho que Jesús ama a las almas, incluso a las imperfectas, que confían en Él. Me imagino que un padre tiene dos hijos traviesos y desobedientes, y que al ir a castigarlos, uno de ellos tiembla y se aleja de él con terror, aunque en el fondo de su corazón tiene la sensación de que debe ser castigado: y que su hermano, al contrario, se arroja en brazos de su padre diciéndole que lamenta haberle disgustado, que le quiere, y que, para demostrárselo, en adelante será bueno; después, si este niño pide a su padre que le castigue con un beso, no creo que el corazón del padre pueda resistirse a la confianza filial de su hijo, del que conoce la sinceridad y el cariño. Sin embargo, no ignora que su hijo recaerá en las mismas faltas más de una vez, pero está dispuesto a perdonarle siempre, si sigue ganándoselo por el corazón (...) (Carta 258).

Creo que la idea de que todo puede conseguirse de Dios, la ha encontrado Teresa en el que ha sido casi su único maestro, san Juan de la Cruz. Esto es lo que nos dice este último en su Cántico Espiritual:

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«Grande es el poder y la porfía del amor, pues al mismo Dios prenda y liga. Dichosa el alma que ama, pues tiene a Dios por prisionero rendido a todo lo que ella quisiere, porque tiene tal condición, que, si le llevan por amor y por bien, le harán hacer cuanto quisieren». (Cántico Espiritual B, estrofa 32, 1, en Vida y obras de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1978.)

Esta frase audaz sobre el poder que pueden tener nuestro amor y nuestra confianza sobre el corazón de Dios comporta una hermosa y profunda verdad.

El mismo san Juan de la Cruz lo expresa en otros términos: «Lo que mueve y vence es una esperanza porfiada».(Noche oscura (2). Coment., c. 21, 8)

Y también: «... se agrada tanto el Amado del alma, que es verdad decir que

tanto alcanza dél cuando ella dél espera». La santidad no es un programa de vida, sino algo que se obtiene

de Dios; incluso existen unos medios infalibles para obtenerla, pero la cuestión está en entender cuáles son... Todos tenemos la posibilidad de llegar a ser santos, simplemente porque Dios se deja vencer por la confianza que ponemos en Él. Lo que diremos a continuación, tiene como objeto situamos en este buen camino...

2.2. SÓLO DIOS CONOCE EL CAMINO DE CADA UNO Veamos la segunda razón por la que no podemos alcanzar la

santidad trazándonos un programa: hay tantas formas de santidad, y por tanto tantos caminos hacia ella, como personas. Cada una es absolutamente única para Dios. La santidad no consiste en la práctica de un determinado modelo de perfección que sería idéntico para todos: es el brote de una realidad absolutamente única, que sólo Dios conoce y que sólo Él sabe hacer eclosionar. Nosotros ignoramos en qué consiste nuestra propia santidad, eso no se desvela más que a lo largo del camino, y con frecuencia es algo bien distinto de lo que podríamos imaginar. Hasta el punto de que el mayor obstáculo para la santidad es quizá el de «aferrarnos» a la imagen que nos hacemos de nuestra propia perfección...

Lo que Dios quiere es siempre diferente, siempre desconcertante, pero a fin de cuentas, infinitamente más hermoso, pues sólo Dios es capaz de crear obras maestras, absolutamente únicas, mientras que el hombre sólo sabe imitar.

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que hace el bien que le inspira el Espíritu. Y encontramos otra importante ley de la vida espiritual: lo que es capaz de satisfacer a nuestros corazones, no son tanto los bienes que recibimos, sino el bien inspirado por Dios que practicamos. Hay más felicidad en dar que en recibir.

Acabamos de demostrar hasta qué punto es fecundo acoger y obedecer a las mociones del Espíritu, e incluso llegar a decir, con sor Faustina, que es el principal medio de nuestra santificación. Se nos plantean distintas preguntas: «¿cómo reconocer y discernir esas mociones del Espíritu? ¿Recibimos todos esas mociones? ¿Con qué frecuencia? ¿Cómo favorecer su presencia en nuestra vida espiritual?

A continuación intentaremos responder a esas preguntas, empezando por la última.

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pide, algo que es igualmente grave y más frecuente de lo que parece. Dios nos llama a la perfección, pero no es perfeccionista. Y la perfección no se alcanza tanto por la identificación exterior con un ideal, como por la fidelidad interior a unas inspiraciones.

Existe una segunda razón demostrada por la experiencia. Con frecuencia no tenemos la fuerza de cumplir la voluntad y los mandamientos de Dios que conocemos y que son válidos para todos. Ahora bien, cada vez que somos fieles en nuestra respuesta a una moción del Espíritu con el deseo de ser dóciles a lo que Dios espera de nosotros -incluso a propósito de algo casi insignificante en sí-, esta fidelidad atrae sobre nosotros un aumento de gracia y de fortaleza que podrá aplicarse a otros aspectos, y que quizá un día nos hará capaces de obedecer a esos mandatos, pues hasta el momento, carecemos de la fuerza para cumplirlos. Podríamos decir que es una aplicación de la promesa de Jesús en el Evangelio:

«Siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho» (Mt 25, 23). Podemos deducir una «ley espiritual» fundamental: Obtendremos la gracia de ser fieles en las cosas importantes lo que por el momento nos resulta imposible a fuerza de ser fieles en las cosas pequeñas a nuestro alcance, sobre todo cuando esas cosas pequeñas son las que nos pide el Espíritu Santo llamando a nuestro corazón por medio de sus inspiraciones.

Terminemos este párrafo con una consideración, también fundamental, para motivarnos en el deseo de fidelidad a esas inspiraciones. Si nos proponemos luchar por lograr algún progreso espiritual según nuestras ideas y nuestros propios criterios, no tenemos el éxito asegurado. Ya lo hemos dicho: entre lo que Dios nos pide realmente y lo que nosotros imaginamos que nos pide, suele haber una enorme diferencia. No obtendremos la gracia para hacer lo que Dios no nos pide, y al contrario, tenemos asegurada su gracia para lo que espera de nosotros: Dios da lo que ordena. Cuando nos inspira hacer algo (si realmente es Él la fuente de esta inspiración), concede al mismo tiempo la capacidad para hacerlo, incluso si nos supera o nos asusta en un primer momento... Toda moción divina, al tiempo que es luz para comprender lo que Dios desea, es fuerza para cumplirlo: luz que ilumina la inteligencia, y fuerza que anima a la voluntad.

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2.3. LA FIDELIDAD A LA GRACIA ATRAE A OTRAS GRACIAS Veamos un breve relato de sor Faustina, extraído también de su

Diario. «Aquella noche, yo intentaba cumplir mis obligaciones hasta la

bendición, pues me sentía más enferma que de costumbre. Inmediatamente después de la bendición, fui a acostarme. Pero de repente, al entrar en mi cuarto, sentí interiormente que tenía que ir a la celda de sor N., que tenía necesidad de ayuda. Entré enseguida en su celda, y sor N. me dijo: "¡Oh, hermana mía, qué bien que Dios te haya traído!". Hablaba en voz tan baja que apenas podía oírla. Me dijo: "Hermana mía, por favor trata de traerme un poco de té con limón. Tengo mucha sed y no puedo moverme porque sufro mucho". Y realmente era así, y tenía mucha fiebre. La acomodé mejor, y un poco de té calmó su sed. Cuando volví a mi celda, mi alma estaba inundada de un gran amor de Dios, y comprendí que es preciso estar muy atento a las inspiraciones interiores y obedecerlas fielmente. Y la fidelidad a una gracia atrae a otras».(Santa Faustina Kowalska, op. cit.)

Este texto ilustra algunas de las cosas dichas anteriormente. Subraya un punto capital: cada fidelidad a una inspiración está recompensada con gracias más abundantes, en especial con unas inspiraciones más frecuentes y más poderosas, y aparece también como un impulso del alma hacia una mayor fidelidad a Dios, una percepción más clara de su voluntad y una mayor facilidad para cumplirla. Así lo afirma también san Francisco de Sales:

«Cuando se aprovecha bien una inspiración que el Señor nos da, nos concede otra, y así Nuestro Señor continúa otorgando sus gracias a medida que se aprovechan»8.( 8 Carta 2074 en la edición de Annecy. Al presentar los puntos esenciales de la espiritualidad de san Francisco de Sales, el padre Ravier afirma que «las inspiraciones son uno de los medios de los que se sirve el Espíritu Santo para guiar a cada uno en cada instante. Discernirlos y seguirlos es uno de los puntos más importantes de la vida devota», en Francisco de Sales, Lettres d'amitié spirituelle, Desclée de Brouwer, p. 818.)

El dinamismo fundamental que podrá conducirnos poco a poco hacia la santidad: radica en nuestra fidelidad a una gracia que atrae a otras. Santa Teresa de Lisieux nos atestigua también ese «dinamismo de la fidelidad» que hace cada vez más fácil el cumplimiento de la voluntad de Dios:

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«La práctica de la virtud me resulta dulce y natural; al principio, mi rostro solía traslucir el combate, pero poco a poco desapareció esa impresión y se me hizo fácil la renuncia desde el primer momento. Jesús lo dijo: "Al que tiene, se le dará y abundará". Por una gracia fielmente recibida, Él me concedía una multitud de otras ...» (Manuscrito autobiográfico A, folio 48.)

Añadamos que esto va acompañado de la gracia de la felicidad: normalmente, la obediencia al Espíritu nos cuesta en un primer momento, porque choca con nuestros temores, con nuestros apegos, etc., pero a fin de cuentas, esta obediencia siempre lleva consigo una efusión de gracia que ensancha el corazón, y hace que el alma se sienta libre y feliz al caminar por los caminos del Señor: «Correré por el camino de tus mandamientos, pues tú ensancharás mi corazón» (Sal 119, 32). Dios nos recompensará ampliamente, con una generosidad que sólo es propia de Él: nos trata como el Dios que es... Hay también en ello como una ley espiritual confirmada por la experiencia, y que merece ser apuntada: esta vía de la docilidad a las mociones del Espíritu Santo, aunque es exigente, pues «el Espíritu sopla donde quiere» (Jn 3, 8), es una vía de libertad y de felicidad en la que el alma camina sin coacción, y el corazón no se siente oprimido, sino dilatado. Esta dilatación del corazón es como un signo patente de la presencia del Espíritu.

El Espíritu Santo recibe acertadamente el apelativo de «Consolador». Cuando las acogemos, estas llamadas del Espíritu que nos iluminan y nos empujan a obrar, vierten en nuestro corazón, además de luz y fuerza, una especie de bálsamo de descanso y de paz que con frecuencia nos colma de consuelo. Incluso en el caso de que su objeto fuera de escasa importancia, esas llamadas, al proceder del Espíritu divino, participan del poder que Dios tiene para consolarnos y colmarnos.

Por sí sola, una gotita del bálsamo del Espíritu Santo puede llenar nuestro corazón de un contento mayor que todos los bienes de la tierra, porque participa de la infinitud de Dios. (" Richard de Saint-Victor dice: «Me atrevo a afirmar que una sola gota de esos consuelos divinos puede hacer lo que todos los placeres del mundo no podrían lograr. Estos no serenan el corazón, y una sola gota de la dulzura interior que el Espíritu Santo vierte en el alma la arrebata fuera de sí y le causa una santa embriaguez.)

«Derramas el óleo sobre mi cabeza y mi copa rebosa» (Sal 23). Y esta unción del Espíritu se derrama irremisiblemente en el alma

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3.4. VIVIR UNA OBEDIENCIA FILIAL Y CONFIADA Para conseguir que Dios nos desvele su voluntad a través de sus

inspiraciones, es preciso empezar por obedecer a los deseos de Dios que ya conocemos. Esto tiene varios campos de aplicación.

Como hemos dicho anteriormente, cada fidelidad a la gracia atrae gracias nuevas, siempre más abundantes. Si estamos atentos a obedecer a las mociones del Espíritu, éstas serán más numerosas. Y al contrario, si somos negligentes, correrán el riesgo de hacerse más escasas. «A todo el que tiene, se le dará, pero al que no tiene, incluso lo que tiene se le quitará» (Lc 19, 26), dice Jesús. Ese es ya un primer principio. Para obtener más inspiraciones, hay que empezar por obedecer a las que recibimos.

Es evidente que Dios nos gratificará con nuevas inspiraciones siempre que nos vea más fieles en el cumplimiento de su voluntad cuando ésta se nos manifiesta por otras vías: los mandamientos, nuestros deberes de estado, etc. Conocemos múltiples expresiones de la voluntad de Dios sin necesidad de que sean inspiraciones especiales: la voluntad de Dios se nos da a conocer de un modo general por medio de los mandamientos de la Escritura, las enseñanzas de la Iglesia, las exigencias propias de nuestra vocación, de nuestra vida profesional, etc.

Si existe en nosotros un deseo sincero de fidelidad en todos esos ámbitos, el Espíritu de Dios nos favorecerá con más mociones. Si somos negligentes en nuestros deberes habituales, por muchas inspiraciones particulares que pidamos a Dios, pocas posibilidades tendremos de que nos escuche...

No olvidemos tampoco aceptar por amor de Dios todas las ocasiones legítimas que se nos ofrecen para vivir la obediencia en el terreno de la vida comunitaria, familiar o social. Ciertamente, hay que obedecer a Dios más que a los hombres, pero es ilusorio creernos capaces de obedecer a Dios cuando somos incapaces de obedecer a los hombres. En ambos casos, hay que superar los mismos obstáculos: el apego a nosotros mismos, a nuestra voluntad propia. El que sólo obedece a las personas si ello le complace, se hace muy dulces ilusiones en cuanto a su capacidad de obedecer al Espíritu Santo. Si no estoy dispuesto a renunciar nunca a mi propia voluntad (mis ideas, mis gustos, mis aficiones...) frente a los hombres, ¿qué me garantiza que seré capaz de ello cuando Dios me lo pida?

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3. SEGUNDA PARTE. ¿CÓMO FAVORECER LA IRRUPCIÓN DE LAS

INSPIRACIONES?

Dios ama a los hombres con un amor igual y quiere conducirlos a todos a la perfección, pero al mismo tiempo tiene caminos distintos para unos y otros. Lo que quiere decir que las inspiraciones de la gracia tendrán frecuencias y manifestaciones muy diferentes de una persona a otra. No se puede obligar al Espíritu, y Dios es dueño de sus dones.

No obstante, no podemos dudar de que Dios concederá a todo el mundo las inspiraciones necesarias para su propia santificación.

Oigamos a san Francisco de Sales: «¡Oh, cuán dichosos son aquellos que tienen sus corazones

abiertos a las inspiraciones santas! Porque jamás faltan a nadie las que le son necesarias para vivir santa y piadosamente en su estado y para ejercer religiosamente las obligaciones de su profesión y vida. Porque, así como Dios, por mediación de la naturaleza, da a cada animal los instintos que le son necesarios para su conservación y para el ejercicio de sus propiedades naturales, así también, si nosotros no resistimos a la gracia divina, danos a cada uno las necesarias inspiraciones para vivir, obrar y conservarnos santamente en la vida espiritual»'. (‘Tratado del amor de Dios, Primer Monasterio de la Visitación, Madrid 1984. Libro 8, Capítulo 10.)

Hay que añadir también que esas mociones del Espíritu, incluso si desgraciadamente ocupan un escaso lugar en la existencia de muchos cristianos, no son nada especial en sí mismas, sino que forman parte de un «funcionamiento normal» de la vida espiritual.

Así lo sugiere san Pablo cuando dice: «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Rom 8, 14), y también: «si vivimos según el Espíritu, caminemos también según el Espíritu» (Gal 5, 25). Todos hemos recibido la adopción filial y la gracia del Espíritu Santo a través del bautismo. El fruto normal de ese sacramento es la aparición en nuestra vida de lo que se llama en teología los «dones del Espíritu Santo», que tienen por objeto «disponer al alma a experimentar prontamente el impulso de la inspiración divina» (Suma Teológica, la IIae q. 68 a. 1.) (Santo

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Tomás de Aquino). Y dice también: «Los dones del Espíritu Santo capacitan a las almas para someterse a las mociones divinas».

Todo cristiano debe, pues, desear y pedir las gracias de la inspiración. Ciertamente, Dios las concede en mayor o menor medida, y «a quien mucho se le ha dado, mucho se le exigirá» (Lc 12, 48), como al que menos se la ha dado, menos se le pedirá.

Falta decir que no son facultativas, pero pueden ser decisivas para nuestro avance espiritual, y el hecho de acogerlas en nuestra vida es de la mayor importancia.

¿Qué es lo que permite concretamente la manifestación de las inspiraciones de la gracia? ¿Qué hemos de hacer para que el Señor nos haga beneficiarnos de ellas en la mayor medida posible? A continuación damos cierto número de condiciones que favorecen su manifestación.

3.1. PRACTICAR LA ALABANZA Y LA GRATITUD Quizá, lo que nos impide recibir de Dios unas gracias más

abundantes es simplemente no reconocer las que nos ha concedido y no agradecérselas suficientemente.

No hay duda de que si damos gracias a Dios con todo nuestro corazón por cada gracia recibida, en especial por las inspiraciones, El nos concederá aún más.

Oigamos a Santa Teresa de Lisieux hablando a su hermana Céline:

«Lo que más atrae las gracias de Dios es la gratitud, pues si le agradecemos un bien, se conmueve y se apresura a concedernos diez más, y si se las agradecemos con la misma efusión ¡qué incalculable multiplicación de gracias! Yo tengo la experiencia, inténtalo y lo verás. Mi gratitud por todo lo que me da no tiene límites, y se lo demuestro de mil maneras»4. 4 Conseils et souvenirs, recogidos por sor Genoveva

No se trata de actuar con «cálculo», sino de ser conscientes de que nuestra ingratitud con respecto a Dios nos repliega sobre nosotros mismos y nos cierra a su gracia. «Bendice alma mía a Yavé y no olvides ninguno de sus favores», dice el salmo'. (. 5 Sal 103, 2.) La alabanza purifica el corazón y lo dispone maravillosamente a recibir la gracia divina y las mociones del Espíritu Santo.

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3.2. DESEARLAS Y PEDIRLAS Por supuesto, es preciso desearlas y pedirlas con frecuencia en

la oración: «Pedid y se os dará» (Lc 11, 9). Esa debería ser una de las peticiones que dirigimos a Dios con mayor frecuencia: «Inspírame en todas mis decisiones, y haz que no descuide ninguna de tus inspiraciones.»

Debemos pedirlo en todas las circunstancias de nuestra vida. En momentos especiales, ante unas decisiones importantes, o cuando tenemos la impresión de que nuestra vida con el Señor se estanca un poco y hemos de vivificarla, quizá nos es conveniente tomarnos unos días de retiro y de rezar con más intensidad para pedir la luz del Espíritu Santo. Y sería bien sorprendente que Dios no nos responda entonces con sus inspiraciones.

3.3. ESTAR DECIDIDOS A NO NEGAR A DIOS COSA ALGUNA Más que una oración consciente y concreta sobre este tema, es

importante que haya en nosotros una firme y constante determinación de obedecer a Dios en todas las cosas, grandes o pequeñas, sin excepción. Cuanto mayor es nuestra actitud de plena fidelidad, más nos favorece Dios con sus inspiraciones.

Yo no digo que haya que ser efectivamente capaces de obedecer en todo a Dios: eso, indudablemente, es todavía imposible a causa de nuestra fragilidad. Pero hay que estar firmemente decididos, y actuar de modo que, especialmente gracias a la oración, nos fortalezcamos incesantemente en el propósito de no descuidar ninguno de los deseos que Dios podría expresarnos, por insignificante que sea.

Advirtamos que esta determinación no debe convertirse en escrúpulos de los que podría servirse el demonio para desalentarnos, como el temor a «dejar de lado la voluntad de Dios» o la angustia de no captarla. En ese ámbito, como en todos, hemos de dejarnos guiar por el amor y no por el temor y, como decía san Francisco de Sales, hemos de «amar la obediencia más que temer a la desobediencia»(Carta a santa Juana de Chantal.)

. Debemos fortalecernos sin cesar en el propósito de ser dóciles a Dios, cuidando de que el demonio no se sirva jamás de él para turbarnos con inquietudes o para descorazonarnos cuando se produzcan nuestras inevitables caídas.

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este tema, pues ya lo hemos tratado en otro libro (La paz interior, Jacques Philippe. Rialp. ed., 2004.)

Pero es importante subrayarlo, porque si no tratamos de «vivir la paz» en todas las circunstancias que nos hacen perderla (y son numerosas), difícilmente seremos capaces de escuchar la voz del Espíritu Santo cuando quiera hablar a nuestro corazón: se lo impedirá la agitación que permitimos que reine en él. Como ya explicamos en la obra citada, cuando atravesamos por momentos difíciles, es muy beneficioso el esfuerzo que hacemos por permanecer en paz en toda ocasión. Justamente el hecho de mantener esa paz, nos dará el máximo de oportunidades para reaccionar ante esa situación, no de un modo humano, inquieto y precipitado (que nos puede llevar al desastre), sino prestando atención a lo que el Espíritu Santo pueda sugerirnos, lo que, bien entendido, será muy provechoso. Pongamos, pues, en práctica estas palabras de san Juan de la Cruz:

«Procure conservar el corazón en paz; no le desasosiegue ningún suceso deste mundo" (Dichos de luz y amor, 153, en Vida y obras de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1978). Aunque todo se derrumbe aquí abajo y todos los acontecimientos nos sean adversos, sería inútil que nos turbásemos, pues esa turbación nos aportaría más perjuicio que provecho» (Máxima 175.)

Y el mayor de estos perjuicios será el de hacernos incapaces de obedecer a los impulsos del Espíritu Santo.

Esto va unido a la práctica del silencio. Un silencio que no es un vacío, sino que es paz, atención a la presencia de Dios y a la presencia del otro, espera confiada y esperanza en Dios. Evidentemente, el exceso de ruido -no en sentido físico, sino en el de ese torbellino incesante de pensamientos, de imaginaciones, de palabras oídas o dichas en las que nos solemos dejar atrapar, y que no hacen más que alimentar nuestras preocupaciones, nuestros temores, nuestras insatisfacciones, etc.- deja al Espíritu Santo muy pocas posibilidades de poder expresarse. El silencio no es un «vacío», sino una actitud general de interioridad que permite preservar en nuestro corazón una «celda interior» (en palabras de santa Catalina de Siena) en la que estamos en presencia de Dios y conversamos con Él. El silencio es todo lo contrario de la dispersión del alma hacia fuera, de la curiosidad, de la charlatanería, etc.: es la capacidad de entrar de un modo natural en nuestro interior imantados por la presencia de Dios que nos habita.

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3.5. VIVIR EL ABANDONO Por último, no olvidemos la forma de obediencia quizá más

importante y más descuidada: es lo que podríamos llamar «la obediencia a los acontecimientos». A fin de cuentas, los sucesos de la vida son la expresión más segura de la voluntad de Dios, porque no corren el riesgo de una interpretación subjetiva. Si Dios nos ve dóciles a los acontecimientos, capaces de aceptar serena y amorosamente lo que nos «imponen» las circunstancias de la vida con un espíritu de confianza filial y de abandono a su voluntad, no hay duda de que multiplicará para nosotros las manifestaciones más personales de su voluntad a través de la acción de su Espíritu, que habla a nuestro corazón.

Y al contrario, si persistimos en rebelarnos y endurecernos ante las contrariedades, esta forma de desconfianza con respecto a Dios difícilmente permitirá que el Espíritu Santo guíe nuestra vida.

Lo que nos impide en gran manera hacernos santos es, sin duda, nuestra dificultad para aceptar plenamente todo lo que nos sucede. No en el sentido de un fatalismo que nos haría completamente pasivos, sino en el de un abandono confiado y total en las manos del Padre.

Cuando nos enfrentamos a acontecimientos dolorosos, aunque no nos rebelemos, los sufrimos de mal grado o nos resignamos pasivamente. No obstante, Dios nos invita a una actitud más fecunda y positiva: hacer como santa Teresita, que decía: «Yo elegí todo», sobreentendiéndose: Yo elijo todo lo que Dios quiere para mí. No me limito a sufrir, sino, por una decisión libre de mi voluntad, decido elegir lo que no he elegido. Santa Teresita tiene esta frase: «Quiero todo lo que me contraría». Exteriormente esto no cambia en nada la situación, pero interiormente lo cambia todo; esa aceptación, inspirada por el amor y la confianza, me hace libre, ahora activo y no pasivo, y permite a Dios sacar un bien de todo lo que me sucede, de lo bueno como de lo malo.

Evidentemente, esta noción plantea un difícil problema teológico y existencial. No se trata de caer en el fatalismo o en la pasividad, ni de decir que todo lo que sucede es voluntad de Dios: Dios no quiere el mal ni el pecado. Muchas de las cosas que ocurren no se deben a la voluntad de Dios, pero, en su sabiduría -que resulta escandalosa para nuestra inteligencia- las permite. Dios nos pide que hagamos todo lo posible por eliminar el mal. Pero sucede que, cualesquiera que sean nuestros esfuerzos, se dan una serie de circunstancias que

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no podemos dominar, que no son obligadamente queridas por Dios, pero que sin embargo las permite, y nos invita a aceptarlas con paz y confianza, incluso si nos hacen sufrir y nos contrarían. No se trata de aceptar el mal, sino aceptar la misteriosa sabiduría de Dios, que permite el mal. Esta aceptación no es un compromiso: es la expresión de una confianza en Dios más fuerte que el mal. En ello hay una forma de obediencia, dolorosa pero fecunda. Significa que, después de haber hecho todo lo que cabe, estamos invitados, ante lo que los acontecimientos imponen de todos modos a nuestra voluntad, a vivir una actitud de abandono y confianza fianza filial en nuestro Padre celestial, en la seguridad de que «todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios» (Rom 8, 28). Por poner un ejemplo; Dios no quiso la traición de Judas o la cobardía de Pilatos (Dios no puede querer el pecado), pero las permitió, y quiso que Jesús aceptara filialmente esos hechos, como lo hizo: «Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mc 14, 36).

3.6. VIVIR EL DESPRENDIMIENTO No podemos recibir las mociones del Espíritu si estamos

endurecidos, apegados a nuestros bienes, a nuestras ideas, a nuestros criterios, etc. Para dejarnos guiar por el Espíritu de Dios, necesitamos una gran docilidad y una flexibilidad que se adquieren poco a poco a través de la práctica del desprendimiento. Esforcémonos por no «apegarnos» a nada en el aspecto material, afectivo o incluso espiritual. No en el sentido de convertirse en un «no me importa...» o de mostrarnos indiferentes a todo, ni en el de practicar una especie de ascesis forzada para despojarnos de todo lo que constituye nuestra vida; eso no suele ser lo que el Señor nos pide.

Es preciso mantener nuestro corazón en una actitud de desprendimiento, conservar una especie de libertad, de distancia y de reserva interior ante todo, que hace que si se nos impide tal cosa, tal costumbre, tal relación, tal proyecto personal, no hagamos un drama. Este desprendimiento debe practicarse en todos los aspectos de nuestra vida. Pero indudablemente, el aspecto material no es el más importante: a veces vemos mucho más obstaculizado nuestro avance espiritual por el apego a determinadas ideas, criterios y comportamientos propios.

Oigamos el consejo de un franciscano del siglo xvi:

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«Que vuestra voluntad esté siempre preparada para cualquier eventualidad. Y que vuestro corazón no se esclavice a nada. Cuando experimentéis algún deseo, hacedlo de modo que no sufráis en caso de fracaso, sino mantened el espíritu tan tranquilo como si no hubieseis anhelado cosa alguna. La verdadera libertad consiste en no apegarse a nada. Así es como Dios busca vuestra alma para realizar en ella cosas grandiosas».(Juan de Bonilla, Breve Tratado de la paz del alma, col. Neblí, Rialp, 2005, p. 34.)

El apego a nuestro propio «saber», incluso cuando se traza unos fines que son excelentes en sí mismos, es quizá el peor obstáculo a la docilidad al Espíritu Santo: un obstáculo tanto más grave, cuanto que suele ser inconsciente, pues evidentemente es más fácil no ser consciente de un apego a nuestra propia voluntad cuando lo que deseamos es una cosa buena en sí: como el bien pretendido es bueno, nos justificamos de quererlo con una obstinación que nos ciega, sin damos cuenta de que el modo en que tratamos de que se haga realidad nuestra idea no corresponde obligatoriamente a los planes de Dios.

Nunca se dará una coincidencia perfecta entre la sabiduría de Dios y la nuestra, lo que significa que, cualquiera que sea la etapa de nuestro itinerario espiritual, jamás estaremos dispensados de vivir el desprendimiento en relación con nuestros criterios personales, por bien intencionados que sean.

3.7. VIVIR EL SILENCIO Y LA PAZ El Espíritu de Dios es un espíritu de paz, habla y actúa en la paz,

nunca en la inquietud y en la agitación. Además, las mociones del Espíritu son toques delicados, que no se manifiestan en el estrépito, y sólo pueden emerger en nuestra consciencia espiritual si existe en ella una zona de calma, de serenidad y de paz. Si nuestro interior es siempre ruidoso y agitado, la dulce voz del Espíritu Santo tendrá muchas dificultades para hacerse oír.

Esto significa que, si queremos percibir las mociones del Espíritu Santo y obedecerlas, adquiere la mayor importancia el hecho de tratar de mantener nuestro corazón en paz en toda ocasión.

Esto no es fácil, pero a fuerza de luchar por adquirir la esperanza en Dios, el abandono, la humildad y la aceptación de nuestras miserias gracias a una confianza inconmovible en la misericordia divina, llegaremos a ello paso a paso. No queremos insistir aquí en

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3.8. PERSEVERAR FIELMENTE EN LA ORACIÓN Esas aptitudes de las que acabamos de hablar, que facilitan la

manifestación de las mociones del Espíritu, sólo podremos adquirirlas progresivamente, y exigen una plena fidelidad a la oración. Para fortalecernos en la determinación de no negar cosa alguna a Dios; para vivir el desprendimiento, el abandono filial y confiado; para aprender a amar el silencio y la interioridad; para descubrir ese «lugar del corazón» al que el Espíritu nos convoca dulcemente, es indispensable la oración. No queremos hablar aquí de ello, pues lo hemos hecho extensamente en otro lugar, pero es necesario recordar lo provechoso que es el dedicar, fiel y regularmente, un tiempo a esta práctica de la silenciosa oración personal que el mismo Jesús nos recomienda: «Cuando te pongas a orar entra en tu habitación y cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo oculto» (Mt 6, 6).

3.9. EXAMINAR LOS MOVIMIENTOS DE NUESTRO CORAZÓN ¿Dónde nacen esas inspiraciones de la gracia? No nacen en

nuestra imaginación o en nuestra cabeza, sino que surgen en lo más íntimo de nuestro corazón. Para reconocerlas, es preciso estar atentos a lo que ocurre en él, a los «movimientos» que podemos detectar en su interior, y saber distinguir si esos movimientos provienen de nuestra naturaleza, de la acción del demonio o de la influencia del Espíritu Santo. Más adelante trataremos de esa distinción. De momento queremos decir esto: si atendemos a todos los consejos citados anteriormente, obtendremos la capacidad de estar atentos a lo que sucede en el nivel más profundo y más importante de nuestro interior: un nivel en el que no siempre hay más trepidación, sino que es el íntimo lugar del corazón del que vamos tomando conciencia poco a poco, y donde el Espíritu hace nacer sus mociones.

Aprendiendo a advertir los diversos movimientos de nuestra alma, aprenderemos también a reconocer las mociones del Espíritu Santo. Eso no significa que hayamos de caer en una especie de introspección psicológica continua, inquieta y forzada, que podría centrarnos en nosotros mismos, o hacer de nosotros un juguete de vaivén de emociones y pensamientos que no conducen a nada bueno.

Se trata de vivir en tal disposición habitual de deseo de Dios, de paz , de oración, de atención a lo que sucede en nosotros que, si

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hace surgir en nuestro interior algún movimiento de la gracia, no sea ahogado o no se pierda en el «ruido de fondo» de otras demandas o emociones, sino que pueda brotar en nuestra conciencia y ser reconocido como una inspiración divina.

Eso exige una especie de vigilancia que nos obliga a examinar de vez en cuando lo que nos mueve, lo que nos impulsa a hacer ciertas cosas en lugar de otras. Esta vigilancia nos hace capaces de percibir en nosotros una diversidad de movimientos.

Algunos de ellos son movimientos «desordenados», es decir tendencias a decir o hacer algo cuyo origen no es sano.

En efecto, a menudo nos sentimos movidos por el temor, por el resentimiento, por la cólera, por la agresividad, por la necesidad de hacernos notar o admirar por los demás, por la sensualidad, etc. Esas mociones «desordenadas» pueden proceder de nuestra «naturaleza corrompida» como se decía antes; hoy diríamos que provienen de nuestras «heridas», lo que viene a ser lo mismo. También pueden venir del demonio, y en ese caso se trata de tentaciones. Y al contrario, en ocasiones nos vemos impulsados por movimientos buenos, como un deseo sincero y desinteresado de ayudar a alguien. Esos movimientos buenos pueden tener un origen natural (¡no todo está corrompido en nosotros!) o sobrenatural, es decir ser el fruto de la actuación de la gracia divina en nuestra alma de un modo no forzosamente consciente. Apuntemos también que algunos movimientos aparentemente buenos (cuyo fin parece bueno) pueden no serlo en realidad, y provenir del demonio, que es astuto y que, en ocasiones, nos empuja a hacer algo que parece bueno, pero que, de hecho, es contrario a la voluntad de Dios y cuyos resultados serían negativos en nuestra vida.

El clima de interioridad del que hablamos nos ayuda a percibir la diversidad de esos movimientos, de su origen, de sus efectos: por ejemplo, los que dejan en nosotros alegría y paz, y los que, al contrario, suscitan inquietud y tristeza, etc.

Este examen de nuestro corazón nos ayudará especialmente a tomar conciencia de ciertos movimientos que surgen en nuestro interior de vez en cuando y que, con un poco de experiencia, llegaremos a ser capaces de identificar como invitaciones del Espíritu Santo, que nos impulsa a hacer (o no hacer) determinadas cosas; nos referimos a inspiraciones de la gracia, y de la importancia que tiene el seguirlas, pues son muy fecundas para nuestro progreso espiritual y muy valiosas para ayudarnos en el servicio de Dios y del

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prójimo. Estas inspiraciones pueden ser más o menos abundantes, eso depende de Dios.

No obstante, mejor será no dejarlas perder, pues nos abren a la acción del «Espíritu Santo que acude en ayuda de nuestra flaqueza» (Rom 8, 26).

3.10. ABRIR EL CORAZÓN A UN DIRECTOR ESPIRITUAL Si contamos con la posibilidad de abrir nuestro corazón a una

persona que pueda aconsejarnos espiritualmente, se nos facilitará extraordinariamente el discernimiento de la acción del Espíritu Santo. Frecuentemente, no somos capaces de ver con claridad en nosotros mismos, en nuestras motivaciones, etc., y explicando con palabras lo que estamos viviendo, conseguiremos la luz a través del diálogo con una persona que cuente con cierta experiencia.

Sabemos que Dios «bendice» la actitud de abrir el corazón. En efecto, es una actitud de humildad (reconocemos que no nos bastamos a nosotros mismos) y de confianza en el otro; además, da pruebas de que, puesto que ponemos los medios, es realmente sincero nuestro deseo de ver claro para cumplir la voluntad de Dios. Estas disposiciones agradan mucho a Dios, que no deja de responder a ellas con sus gracias. Es preciso pedir encarecidamente al Señor que nos proporcione alguien al que abrir nuestro corazón, y aprovechar las ocasiones que nos concede con este objeto, lo que en ciertas circunstancias exige valor. No desesperemos, sin embargo, si, aun sin culpa por nuestra parte, no lo logramos fácilmente. Si no encontramos un padre espiritual a pesar de buscarlo sinceramente, no nos preocupemos: Dios proveerá de otro modo.

Añadamos que no hemos de descuidar la confesión frecuente: incluso aunque no llegue a ser una dirección espiritual, es también un camino de purificación del corazón y de luz para comprender lo que sucede en nuestra alma.

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deberes de estado y ciertas inspiraciones puede ser a veces más aparente que real. La historia de la Iglesia presenta casos-límite en este terreno: san Nicolás de Flüe abandonando a su familia, o santa Juana de Chantal pasando por encima de uno de sus hijos, tirado delante de la puerta para impedirle que obedezca a la llamada de fundar la Visitación. Pero estas decisiones no eran fruto de la obstinación: habían sido maduradas profundamente en la oración, en la meditación, y sometidas al criterio de un director espiritual.

Suele ocurrir que nuestros deberes familiares o profesionales sean un cómodo pretexto para no obedecer a las inspiraciones del Espíritu Santo, pero este criterio de coherencia entre ellas y las exigencias propias de nuestra condición es importante, y el hecho de tomarlo en consideración puede evitar numerosas ilusiones espirituales.

4.2.4. Criterio interno: el árbol se conoce por su fruto El criterio de discernimiento más importante es el que nos da el

mismo Jesús en el Evangelio: «El árbol se conoce por su fruto» (Mt 12, 33). Si obedecemos, la inspiración divina será fecunda y dará frutos buenos: frutos de paz, de alegría, de caridad, de unidad, de humildad... Una inspiración que procede de nuestra carne o del demonio será estéril, es decir dará frutos negativos: tristeza, amargura, soberbia, etc.

Este criterio es muy importante, pero presenta un grave inconveniente: ¡sólo se aplica después de los resultados! Una vez que hemos llevado a cabo la decisión, valoramos sus consecuencias. Sin embargo, en la práctica preferiríamos evidentemente tener unos criterios que nos permitieran evitar los errores y, por lo tanto, saber si una inspiración es de Dios o no, antes de adoptarla.

A pesar del inconveniente citado, este criterio no es del todo inútil. En primer lugar, porque permite adquirir experiencia. Y luego, porque incluso antes de poner en práctica la decisión, se pueden manifestar ya algunos frutos en nuestro interior (frutos de paz, de alegría, etc.).

4.2.5. Adquirir la experiencia Hemos dicho anteriormente que nuestra capacidad concreta para

reconocer las mociones del Espíritu proviene de la adquisición de

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4. TERCERA PARTE. ¿CÓMO SE RECONOCE QUE UNA INSPIRACIÓN PROCEDE

DE DIOS?

Ahora llegamos a la cuestión más delicada. En esa confusa y frecuente multitud de pensamientos, emociones y sensaciones que nos habitan interiormente, ¿cómo reconocer las inspiraciones que tienen su origen en Dios? ¿Cómo identificar lo que viene del Espíritu Santo sin confundirlo con lo que quizá es fruto de nuestra imaginación, de la autosugestión, o de las tentaciones del demonio, etc.?

Evidentemente, no existe una respuesta automática. Nuestro «yo», y las diferentes influencias de orden psicológico o espiritual que actúan sobre él, forman un universo demasiado complejo como para reducir el discernimiento de las mociones del Espíritu Santo a algunas reglas que bastaría aplicar mecánicamente.

Sin embargo, podemos hacer algunas reflexiones y formular ciertos criterios que nos permitan orientarnos. Estos criterios no nos harán lograr una infalibilidad que no existe en esta materia, aunque bastan para ir adelante (incluso si a veces lo hacemos a tientas) y para hacer posible una colaboración cada vez más estrecha entre nuestra libertad y la gracia divina.

4.1. LA ADQUISICIÓN PROGRESIVA DE UN «SENTIDO

ESPIRITUAL» Antes de pasar revista a los criterios que nos permitan identificar

las mociones del Espíritu, desearíamos hacer una importante puntualización.

En definitiva, lo que nos permitirá reconocer con mayor facilidad y prontitud las mociones divinas y corresponder a ellas, es el desarrollo en nosotros de una especie de «sentido espiritual» que es inexistente o muy tosco en el comienzo de la vida, pero que puede afinarse mucho gracias a la experiencia, y sobre todo a la fidelidad en nuestro firme caminar en seguimiento del Señor'. (El desarrollo de ese «sentido espiritual» procede de la teología de los «dones del Espíritu Santo», tal y como la han expuesto santo Tomás de Aquino y muchos otros autores, cada uno a su modo. No entraremos en ello,

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ni hablaremos con detalle de los diversos dones del Espíritu Santo, pues complicaría nuestra exposición, que pretendemos hacer lo más sencilla posible. No obstante, ver el texto de san Francisco de Sales en el anexo.)

Este «oído espiritual» es una especie de aptitud para descubrir la voz única y reconocible de Jesús entre todas las múltiples y discordantes voces que se dejan oír en el interior de nosotros mismos. Ese sentido es una como familiaridad amorosa, que nos hace distinguir, cada vez más con mayor facilidad, la voz del Esposo en medio del concierto de los sonidos que se presentan a nuestros oídos.

El Espíritu Santo utiliza un «tono de voz» para cada uno, un timbre que le es propio, con una dulzura y una fuerza, una pureza y una claridad especial que, cuando estamos acostumbrados a oírlo, nos permiten reconocerlo casi con toda seguridad. Por supuesto, el demonio, «mono de imitación de Dios», tratará en alguna ocasión de imitar la voz del Esposo. Pero si, gracias a esa familiaridad amorosa y a la búsqueda constante y pura de la voluntad divina, estamos realmente habituados a ella, reconoceremos fácilmente la otra que, por bien imitada que esté, «desafina» en alguna parte, y por tanto no es la voz de Dios.

En el Evangelio de Juan, Jesús nos promete que el Espíritu Santo se nos dará progresivamente. Hablando de sí mismo como del Buen Pastor, dice: «... las ovejas me siguen porque conocen mi voz. Pero no siguen a un extraño, sino que huyen de él, porque no conocen la voz de los extraños» (Jn 10, 4-5).

4.2. CRITERIOS QUE PERMITEN DECIR QUE UNA

INSPIRACIÓN VIENE DE DIOS Ese «sentido espiritual» necesita basarse en criterios de

discernimiento para formarse progresivamente.

4.2.1. Criterio externo: Dios no se contradice Existen cierto número de criterios, que podríamos llamar

«externos», a los que deben ajustarse las inspiraciones para poder identificarlas como venidas de Dios; en especial, esos criterios permiten eliminar, como no procedentes de Dios, algunas pseudo-inspiraciones que se nos presentan. Estos criterios se desprenden sencillamente de la coherencia de Dios: el Espíritu Santo no puede

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inspirarnos algo que sea contradictorio con su voluntad, tal y como se expresa por los medios más usuales: la Palabra de Dios, la enseñanza de la Iglesia y las exigencias de nuestra vocación.

4.2.2. Coherencia con  la Sagrada Escritura y  la enseñanza de la Iglesia 

Una inspiración divina no puede incitarnos a hacer algo que esté en contradicción con lo que la Palabra de Dios nos enseña y nos pide. Y no una palabra de Dios entregada a la fantástica interpretación de cada uno, sino la Sagrada Escritura como nos ha sido transmitida y explicada por el magisterio de la Iglesia. Por ejemplo, una inspiración no puede pedirme realizar unos actos que la Iglesia considera inmorales.

En consecuencia, las auténticas inspiraciones irán siempre en el sentido de un espíritu de obediencia a la Iglesia. Indudablemente, no sería de inspiración divina el comportamiento de un religioso que desobedeciera a sus superiores, o un obispo al Santo Padre, aunque el fin fuera loable en sí. «Cuando Dios arroja sus inspiraciones en un corazón, la primera que Él comunica es la de la obediencia»', (Tratado del Amor de Dios, libro 8, capítulo 13.) dice san Francisco de Sales.

4.2.3. Coherencia con las exigencias de mi propia vocación De mi vocación particular (como persona casada, consagrada,

padre, sacerdote etc.) y de las circunstancias de mi vida (obligaciones profesionales, etc.) se deriva todo un conjunto de exigencias que constituyen la voluntad de Dios para mí. Una inspiración no puede pedirme algo que esté en contradicción manifiesta con lo que antes se llamaba «los deberes de estado». El Espíritu Santo puede incitar a una madre de familia a preocuparse un poco menos por las labores del hogar para dedicar algún tiempo a la oración, pero si le sugiere que emplee tanto tiempo en la oración hasta el punto de que su marido y sus hijos lleguen a padecer, habría que plantearse algunas preguntas. Las inspiraciones van dirigidas hacia el cumplimiento de los deberes de estado, no le desvían de él, sino que, al contrario, facilitan su realización.

Este criterio suele tener unos ámbitos de aplicación un poco delicados, pues el límite que nos trazan nuestros deberes de estado presenta cierto margen de flexibilidad. La contradicción entre

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de las pruebas más seguras de humildad es el espíritu de obediencia.

En conclusión, podemos decir que las inspiraciones divinas se reconocen en esto: nos infunden paz, no son variables, e imprimen en nosotros sentimientos de humildad.

Hagamos ahora unas reflexiones complementarias sobre el tema del discernimiento de la voluntad de Dios.

4.2.8. ¿Es siempre la voluntad de Dios lo que más cuesta? Evidentemente, la voluntad de Dios, y en consecuencia las

inspiraciones de su gracia, suelen ir en sentido contrario a nuestras tendencias inmediatas, en la medida en que, con frecuencia, son deseos de una comodidad egoísta, de facilidad, de pereza, etc.; san Juan de la Cruz nos dice en un célebre pasaje:

«Que el alma se aplique sin cesar no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso, (...), no a lo más gustoso, sino antes a lo que da menos gusto»'. (6 Subida al Monte Carmelo, libro 1, cap. 13.)

Al decir esto no está equivocado, siempre dentro del contexto en que se expresa. Pero no habría que interpretar erróneamente tales máximas, y tomar como una ley sistemática para descubrir la voluntad de Dios, el principio de que, en una situación determinada, lo que nos pida será siempre lo más difícil. Eso nos haría caer en un voluntarismo ascético exagerado que no tiene nada que ver con la libertad del Espíritu Santo. Podemos incluso añadir que la idea de que Dios pide siempre y constantemente lo más costoso, es típicamente el tipo de pensamiento que insinúa el demonio para desalentarnos y alejarnos de Dios.

Dios es un Padre, ciertamente exigente porque nos ama y nos invita a darle todo, pero no es un verdugo. Con gran frecuencia nos deja libres. Cuando nos exige algo, es para hacernos crecer en su amor. El único mandato es el de amar. Se puede sufrir por amor, pero también se puede gozar y descansar por amor... El hecho de representarnos la vida bajo la guía de Dios como algo asfixiante, en completa y permanente contradicción con todas nuestras aspiraciones, incluso las más legítimas, es una trampa de nuestra imaginación o del demonio.

Dios no tiene por objeto complicarnos la vida, sino en definitiva, simplificárnosla. La docilidad a Dios libera y ensancha el corazón. Por eso, Jesús, que nos invita a renunciar a nosotros mismos para

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una especie de «sentido espiritual». Este último es un don de Dios, pero se desarrolla y se afianza también gracias a la experiencia.

Al constatar el resultado obtenido tras ciertas decisiones fruto de lo que pensamos ser inspiraciones, con frecuencia estaremos en condiciones de darnos cuenta de si nuestra «idea» procedía de Dios o si era solamente producto de nuestra psicología. Eso no siempre es agradable para nuestro orgullo; no nos gusta mucho reconocer que nos hemos equivocado. Pero hay que pasar por ello...

Hemos de saber que en la vida espiritual, incluso si estamos llenos de buena voluntad y seguros de que Dios nos asiste con gran fidelidad, en ningún caso estamos dispensados de la experiencia de un cierto aprendizaje que implica tanteos, éxitos y errores. Dios ha querido que las cosas sean así, es una ley humana de la que nadie está exento, ni siquiera la persona más espiritual. Si, confiando en que todo es gracia, recibimos con humildad las lecciones de la experiencia y continuamos adelante sin desanimarnos, se creará en nosotros una mayor seguridad de juicio que nunca llegará a la infalibilidad, infalibilidad que no existe en este bajo mundo'.

Así pues, la experiencia de los resultados objetivos, de las confirmaciones o invalidaciones fruto de los hechos, así como del estado interior en el que nos dejan algunas de nuestras decisiones (si nos dejan serenos, humildes y alegres, o si nos dejan tristes, inquietos, tensos...), nos permitirá aprender a distinguir mejor lo que viene de Dios y lo que viene del demonio, de nosotros mismos, de nuestros rasgos de carácter, de nuestras inclinaciones, etc.

4.2.6. Discernimiento de los espíritus La experiencia de la Iglesia y de los santos expresa una ley

general: lo que viene del Espíritu lleva consigo alegría, paz, tranquilidad de espíritu, dulzura, sencillez y luz. Al contrario, lo que viene del espíritu del mal acarrea tristeza, desconcierto, inquietud, agitación, confusión y tinieblas. Esas señales de buen y mal espíritu son ciertas en sí mismas. La paz, la alegría, etc. son frutos seguros del Espíritu Santo, pues el demonio es incapaz de provocarlos de un modo duradero. En cambio, el desconcierto y la tristeza son pruebas ciertas del mal espíritu, pues el Espíritu Santo no puede ser el origen de ellas.

Entre todas esas señales de buen y mal espíritu, la más característica es la que se refiere a la paz. El Espíritu de Dios

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produce inevitablemente paz en el alma; el demonio produce inevitablemente inquietud.

Sin embargo, en la práctica las cosas son más complejas. Una inspiración puede venir de Dios y, no obstante, suscitar en nosotros un gran desconcierto. Pero ese desconcierto no tiene su origen en la inspiración, que en sí misma (como todo lo que procede del Espíritu de Dios) es dulce y pacífica: procede de nuestra resistencia a ella. Una vez que la recibimos y dejamos de oponer esa resistencia, nuestro corazón se encuentra entonces inmerso en una profunda paz.

Es una situación muy frecuente. Algunas inspiraciones de la gracia, cuando nos atañen, chocan en nosotros con resistencias más o menos conscientes y profundas, despiertan temores humanos, recuperan el apego a ciertas costumbres, etc. Nos inquieta la perspectiva de poner en práctica lo que sugiere el Espíritu Santo: ¿cómo voy a lograrlo? ¿Qué van a pensar los demás? ¿Tendré la fuerza necesaria?, etc.

Para describirlo podemos emplear una imagen: la de un gran río tranquilo en sí mismo, pero en el que se producen remolinos y torbellinos cuando encuentra obstáculos.

Cuando una inspiración viene realmente de Dios, y hacemos callar nuestros temores aceptándola de todo corazón, entonces la paz nos inunda inevitablemente: el Espíritu Santo no deja de conceder esa paz al que se deja guiar por él. En ocasiones, esta paz solamente puede residir en «el extremo más fino del alma», mientras que en el plano humano y psicológico subsisten preguntas e inquietudes; pero la paz está ahí, y es reconocible.

Y al contrario, si una inspiración viene del demonio o de lo que en nosotros hay de malo (ambiciones, egoísmo, la exagerada necesidad de ser apreciados, etc.), y la consentimos, jamás podrá dejar nuestro corazón en una paz completa y profunda. Esa paz sólo será aparente, y bastará muy poco para que desaparezca dando paso a la confusión. Podemos negar esta confusión, podemos reprimirla en el fondo de la conciencia, pero está ahí, dispuesta a resurgir cuando llegue la hora de la verdad.

Subrayemos, pues, este punto importante: Una inspiración divina puede desconcertarnos en un primer momento, pero en la medida en que no la rechacemos, sino que nos abramos a ella y la aceptemos, poco a poco nos infundirá la paz.

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Ésta es una ley básica, aplicable en «situaciones normales» de la vida espiritual al que está sinceramente dispuesto a hacer la voluntad de Dios en todas las cosas. Sin embargo, la vida espiritual y la interacción entre lo espiritual y lo psicológico son realidades complejas, y así, pueden presentarse situaciones de prueba, de temperamentos psicológicos peculiares que hacen difícil la aplicación práctica de este criterio. Pero sigue siendo fundamental, y lo encontramos en toda la tradición de la Iglesia.

4.2.7. Signos complementarios: constancia y humildad Una de las características del Espíritu de Dios es la constancia.

En cambio, lo que viene de nuestra carne o del espíritu malo es inestable y variable. Sabemos que nada hay más inconstante que nuestro humor o nuestros antojos. Y lo mismo el demonio: nos empuja en una dirección, luego en otra, nos pone in mente la idea de abandonar un proyecto para emprender uno nuevo, de modo que al final no hagamos nada en absoluto. Una de las frecuentes estrategias que pone en práctica para impedirnos llevar a cabo un propósito bueno consiste en hacernos seducir por otro que consideramos mejor, con objeto de que nos apartemos del primero. Y al contrario: las inspiraciones divinas son estables y constantes. Por eso, como regla general, es conveniente no obedecer a una inspiración con demasiada rapidez (sobre todo en temas importantes) con el fin de comprobar que no desaparece completamente al cabo de cierto tiempo, lo que será una prueba de que no proviene de Dios.

Otra característica del Espíritu de Dios consiste en que, al iluminarnos e impulsarnos a actuar, imprime en el alma una profunda humildad. Nos hace obrar el bien de tal modo que nos sintamos felices al hacerlo, pero sin presunción, sin vanagloria ni autosatisfacción. Percibimos claramente que el bien que realizamos no viene de nosotros mismos, sino que viene de Dios.

Cuando actuamos movidos por el Espíritu Santo, puede haber en ello (porque somos humanos) un punto de vanagloria que viene a «parasitarnos» y contra el que hemos de defendernos, pero en el fondo vemos claramente que no somos más que fragilidad, que todo el bien que podemos realizar procede de Dios y que no tenemos motivos para enorgullecemos.

Esta auténtica humildad no aparece en el que actúa por impulso de su carne o del demonio. Y no olvidemos que, en la práctica, una

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superior. Esta obediencia agrada a Dios, aunque en ocasiones puede retrasar aparentemente el cumplimiento de cosas que Él mismo nos pide. Dios prefiere la prudencia y la sumisión, a la precipitación.

En cambio es muy probable que, sin esta obediencia, enseguida seamos juguetes del demonio que, al ver nuestra precipitación para seguir unas inspiraciones sin consultarlas con alguien cuando es necesario, muy pronto nos engañará y nos conducirá poco a poco a hacer cosas que no tendrán nada que ver con la voluntad de Dios.

En la mayoría de las ocasiones, en caso de duda sobre nuestra futura conducta, lo mejor será que nos abramos a una o varias personas de nuestra confianza y obedezcamos sus consejos (si no tenemos unos motivos decisivos para actuar de otro modo), en lugar de multiplicar unas reflexiones y unas ponderaciones personales que corren el riesgo de hacernos dar vueltas sobre lo mismo y, más que otra cosa, aumentar nuestra confusión.

4.2.10. ¿Y cuando no somos fieles a la gracia? Ya hemos insistido en la importancia de no desdeñar ninguna de

las inspiraciones divinas, pues eso podría llevarnos a una actitud de temor, un temor que, ante nuestra resistencia a recibir esas inspiraciones, puede tener consecuencias irremediables en nuestra vida con el Señor.

Insistimos en ello para subrayar la importancia de ese modo de colaboración con lo que Dios opera en nuestra vida y para hacernos atentos a él, pero no tiene por objeto suscitar un temor que inquieta y descorazona. Hemos de hacer todo lo posible para evitar la infidelidad, pero saber al mismo tiempo que no es irremediable cuando nos sorprende.

El Señor está siempre dispuesto a levantarnos cuando caemos y, si después de ellas nos volvemos hacia Él con un corazón humilde y confiado, encuentra el medio de transformar esas caídas en bienes. Cada vez que nos demos cuenta de que, por superficialidad, falta de atención o cobardía, hemos ahogado o desdeñado alguna inspiración, no nos desanimemos. Pidamos sinceramente perdón al Señor, aprovechemos la circunstancia para humillarnos y reconocer la pobreza de nuestra virtud, y roguémosle que nos «castigue» ¡concediéndonos un aumento de fidelidad que nos haga recuperar las gracias perdidas!

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tomar nuestra cruz y seguirle, nos dice: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 30). Aunque en ocasiones nos cuesta obedecer la voluntad de Dios, sobre todo al principio, cumplirla con amor acaba por llenarnos de gozo, y se puede decir que existe un auténtico placer en llevar a cabo el bien que Dios nos inspira. Cuanto más caminemos en la docilidad al Espíritu Santo, menos dolorosa será nuestra adhesión a la voluntad divina, pues se hará más libre y espontánea. «Haz que vaya por la senda de tus mandamientos, pues en ella me complazco», dice el Salmo'.( ' Sal 119, 35.)

La vida está hecha de pruebas, eso es cierto, pero si continuamente nos sentimos tristes y desdichados en determinado camino, tendremos que plantearnos seriamente la cuestión de saber si estamos en el adecuado, o si nos estamos imponiendo unas cargas que Dios no nos envía. El criterio de discernimiento de una vocación es sentirse feliz en ella. Pensar, como hacen algunos escrupulosos o determinados falsos ascetas, que lo que Dios nos pide en todas circunstancias es forzosamente lo más difícil, puede falsear extraordinariamente nuestros juicios, y es importante ser consciente de que el demonio se puede servir de eso para confundirnos.

Me gustaría contar un hecho. Como a todos, de vez en cuando me sucede lo siguiente: cuando, después de un día bastante agotador me voy a dormir, encantado de meterme en la cama que me espera, percibo una ligera sensación interior que me dice: «¿No entrarías un momento en la capilla para hacerme compañía?» Tras algunos instantes de desconcierto y resistencia, del tipo: «Jesús, ¡exageras, estoy cansado, y si no cuento con mi dosis de sueño, mañana estaré de malhumor!», termino por consentir y por pasar unos momentos con Jesús. Después, me voy a dormir en paz y tan contento, y al día siguiente no me despierto más cansado que de costumbre. Gracias Señor, era tu voluntad, ahí están los frutos.

No obstante, a veces me sucede lo contrario. Ante un problema grave que me preocupa, me digo: esta noche rezaré durante una hora en la capilla para que se resuelva. Y al dirigirme a dicha capilla, una voz me dice en el fondo de mi corazón: «¿Sabes?, me complacería más que te fueras a acostar inmediatamente y confiaras en mí; yo me ocupo de tu problema». Y recordándome mi feliz condición de «servidor inútil», me voy a dormir en paz, abandonando todo en las manos del Señor...

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Todo ello viene a decir que la voluntad de Dios está donde existe el máximo de amor, pero no forzosamente donde esté el máximo de sufrimiento... ¡Hay más amor en descansar gracias a la confianza que en angustiarse por la inquietud!

4.2.9.  Diferentes  comportamientos  según  la  importancia de las inspiraciones 

Para saber cómo hemos de comportarnos respecto a lo que pensamos ser inspiraciones divinas, es preciso tener en cuenta un aspecto que todavía no hemos abordado aquí: el objeto de esas inspiraciones y su mayor o menor importancia.

El Señor puede inspirarme que distribuya mis bienes entre los pobres y marche al desierto, imitando así a san Antonio el Grande, lo mismo que puede inspirarme cosas insignificantes como el ejemplo que acabamos de dar.

Ciertamente, y ya lo hemos dicho, es importante esforzarnos por no descuidar cualquier inspiración. Una cosa que nos parece insignificante puede tener un alcance mayor de lo que pensamos. Recuerdo que un día, predicando un retiro, luché esforzadamente antes de obedecer a una moción que me impulsaba a invitar a los participantes a venerar, durante el rezo del rosario, la cruz que los niños habían dejado allí cubierta de flores (me decía «va a durar demasiado, no es el momento, etc.»). A lo largo de la ceremonia, una persona quedó curada de un grave problema en la columna vertebral.

Además, como hemos dicho, en ocasiones una mínima obediencia a Dios puede alcanzarnos un progreso espiritual mayor que el que logramos a veces tras años de unos esfuerzos que nos hemos fijado. La fidelidad a las gracias pequeñas atrae a las grandes.

Dicho esto, es evidente que hay que tratar a las inspiraciones de un modo diferente según su importancia. Como dice san Francisco de Sales', no se cuentan del mismo modo las monedas y los lingotes de oro. Mientras estos últimos deben pesarse con precisión, no sería prudente tomar unas precauciones y un tiempo desproporcionados para evaluar los segundos.

Comentemos de paso que, en cierto sentido, muchas mociones del Espíritu no necesitan deliberación: frecuentemente se trata de un movimiento interior que nos facilita el cumplimiento de algo que, de

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todos modos, tendríamos que hacer. Siento rencor hacia alguien, y me veo inclinado a perdonar. Ha llegado la hora de la misa, y me siento tentado a entretenerme en un trabajo urgente, lo que me obligaría a llegar con retraso, y percibo una moción que me impulsa a dejarlo todo en suspenso para ir a la capilla. No hay más que obedecer a ese movimiento, porque evidentemente es un buen movimiento... Lo mismo que el demonio nos tienta, el Espíritu Santo, en un sentido contrario, nos llama, nos estimula, nos suele despertar interiormente para facilitar el cumplimiento de lo que Dios desea de nosotros. Y sin duda Él lo haría aún mejor si estuviéramos más atentos y más obedientes a sus mociones. Escuchemos a san Francisco de Sales:

«Sin la inspiración, nuestras almas vivirían una vida perezosa, paralítica e inútil; mas a la llegada de los divinos rayos de la inspiración, sentimos una luz mezclada de un calor vivificante, la cual ilumina nuestro entendimiento, y despierta y anima nuestra voluntad, dándonos fuerza para querer y hacer el bien que se refiere a la salud eterna». (Tratado del Amor de Dios, libro 8, cap. 9.)

Hay ocasiones en que una moción nos llama a algo desacostumbrado que no entra en el discurrir normal de nuestras actividades, sin por otra parte, tener una extremada importancia. Ya hemos dado algunos ejemplos. El Señor me impulsa a un acto de caridad, a un servicio, a un momento de oración, a un pequeño sacrificio, a un gesto de humildad, etc. En esos casos, hay que evaluar rápidamente la cosa. Si nos parece razonable, compatible con nuestras obligaciones, si (según la experiencia que tenemos de la pedagogía de Dios respecto a nosotros) nos parece bien y reconocemos la voz de Jesús, y si en fin, cuando más aceptamos más en paz nos sentimos, entonces no queda más que ponerla en práctica. Si nos hemos equivocado e inmediatamente comprendemos que se trataba de un movimiento de vanagloria, de presunción o de una idea que nos habíamos formado, no será una catástrofe: servirá para nuestra educación espiritual. Y por otra parte, Dios no nos lo tomará en cuenta.

Cuando, al contrario, recibimos una llamada para hechos más importantes como una vocación o un cambio de orientación en nuestra vida, opciones que pueden tener graves repercusiones sobre los demás o que nos conducirían a hacer cosas que van claramente más allá de la regla de vida habitual para nuestra vocación, entonces, es indispensable no tomar decisiones antes de haber consultado esta inspiración con un director espiritual o con un

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6. PLEGARIA DEL CARDENAL MERCIER

«Os voy a revelar un secreto de santidad y de felicidad. Si dejáis descansar todos los días vuestra imaginación durante cinco minutos, cerráis los ojos a todas las cosas de los sentidos y los oídos a todos los ruidos de la tierra, de manera que seáis capaces de retiraros al santuario de vuestra alma bautizada que es templo del Espíritu Santo, y hablando al Santo Espíritu le decís:

Espíritu Santo, alma de mi alma Te adoro, ilumíname, guíame, Fortaléceme y consuélame. Dime todo lo que he de hacer Y mándame hacerlo. Te prometo someterme a todo lo que me pidas y aceptar todo lo que permitas que me suceda. ¡Indícame solamente cuál es tu voluntad! vuestra vida transcurrirá alegre y serena, abundará el consuelo

aun en medio de las tribulaciones, pues la gracia se os concederá en proporción a las pruebas junto a la fuerza para soportarlas, conduciéndoos hasta las puertas del Paraíso, llenos de merecimientos. Esta sumisión al Espíritu Santo es el secreto de la santidad.»

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Para Dios nada hay imposible... Si lo esperamos de Él con la confianza audaz de los niños, nos las concederá...

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5. CONCLUSIÓN

Hasta ahora hemos enumerado algunas condiciones que permiten la manifestación de las inspiraciones divinas en nuestra vida e incluso su multiplicación, de modo que podamos vivir cada vez más movidos y guiados por el Espíritu Santo.

Este trabajo quedaría incompleto si omitiéramos unas palabras que sirvan de conclusión.

Se trata del amor filial por la Virgen María. Entre todas las criaturas, María es la que más ha vivido bajo la sombra del Espíritu Santo'; toda su vida ha sido una obediencia perfecta a las operaciones del Espíritu en ella, obediencia que le ha conducido a un amor cada vez más ardiente y elevado. En el anexo podremos leer el hermoso texto de san Francisco de Sales en el que nos da a conocer cómo, al no encontrar el Espíritu Santo resistencia alguna, el amor en María crecía incesantemente.

María es nuestra madre en el orden de la gracia. Como tal, nos comunica la plenitud de gracia que le es propia. Y yo creo que entre los dones que María concede a los que se consideran hijos suyos y que la «llevan a su casa» siguiendo el ejemplo del discípulo amado', el más valioso es la participación en su total disponibilidad a la gracia, en su capacidad a dejarnos mover por el Espíritu Santo sin oponer resistencia. María nos comunica su humildad, su confianza en Dios, su completa entrega a la voluntad divina, su silencio, su atención interior al Espíritu...

Lo que quiere decir que uno de los medios más seguros para poner en práctica poco a poco las indicaciones de esta obrita, es el de confiar a la Virgen toda nuestra vida espiritual. Ella nos enseñará lo que ha vivido tan perfectamente: a reconocer con seguridad, a acoger con confianza plena, y a poner en práctica con una fidelidad total todas las llamadas de la gracia a través de las cuales Dios opera en nuestras vidas, así como en la de su humilde esclava, maravillas de amor.

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cooperación con las mociones del Espíritu Santo y a la obediencia a ellas.

Toda nuestra perfección depende de esa fidelidad, y podemos decir que el resumen de la vida espiritual consiste en atender a las direcciones y mociones del Espíritu de Dios en nuestra alma, y a fortalecer nuestra voluntad en el propósito de seguir empleando con este objeto todas las prácticas de oración, lectura, sacramentos, el ejercicio de las virtudes y de las obras de caridad.

2. Hay quien se ejercita en hermosas devociones y realiza numerosos actos de virtud; están entregados a los actos materiales virtuosos. Eso es bueno para los que comienzan, pero es más perfecto obedecer a la llamada interior del Espíritu Santo y comportarse según sus mociones. Ciertamente, en esta forma de actuación hay menor satisfacción sensible, pero hay mayor interioridad y más virtud.

3. El fin al que debemos aspirar, después de habernos ejercitado durante largo tiempo en la pureza de corazón, es el de estar poseído y gobernado por el Espíritu Santo de tal modo, que sea sólo Él quien dirija todas nuestras potencias y nuestros sentidos todos, quien regule nuestros movimientos interiores y exteriores, y que nosotros mismos nos abandonemos completamente gracias a una renuncia espiritual de nuestras voluntades y de nuestras propias satisfacciones. Así, ya no viviremos en nosotros mismos sino en Jesucristo, con una fiel correspondencia a las actuaciones de su espíritu divino y un perfecto sometimiento de todas nuestras rebeldías al poder de su gracia.

4. Nuestro mayor perjuicio es la oposición que manifestamos a los designios de Dios, y la resistencia con la que nos enfrentamos a sus inspiraciones; porque no las queremos escuchar, o habiéndolas escuchado las rechazamos, o tras haberlas recibido las debilitamos o las mancillamos por mil imperfecciones de apegos, de complacencia con nosotros mismos y de amor propio.

Sin embargo, el aspecto esencial de la vida espiritual consiste en disponemos de tal modo a la gracia por medio de la pureza de corazón que, de dos personas que se consagran al mismo tiempo al servicio de Dios, si una se dedica enteramente a las obras de caridad, y la otra se aplica plenamente a purificar su corazón y a suprimir todo lo que en ella se opone a la gracia, esta última llegará dos veces antes que la primera a la perfección.

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7. ANEXO 1. TEXTOS DE LOUIS LALLEMANT (1587-1635)

El padre Lallemant es una de las grandes figuras de la Compañía de Jesús en Francia en el siglo xvii. Encargado del «tercer año» (último año de formación de los jesuitas), tuvo como alumnos a santos como Isaac Bogues y Juan de Brébeuf, mártires en Canadá. El núcleo de su doctrina espiritual era la docilidad al Espíritu Santo, acompañada de la purificación del corazón, o práctica del desasimiento, que permite esta docilidad. Las notas de sus conferencias están agrupadas en un libro' del que citamos los siguientes extractos:

7.1. NATURALEZA DE LA DOCILIDAD AL ESPÍRITU SANTO Cuando un alma se abandona a la guía del Espíritu Santo, Él la

eleva poco a poco y la gobierna. Al principio, no sabe dónde va, pero una luz interior la ilumina lentamente dejándole ver todas sus acciones y el gobierno de Dios en ellas, de tal modo que casi no tiene más que dejar hacer a Dios en ella y por ella lo que le place; así avanza maravillosamente.

Tenemos una imagen de la guía del Espíritu Santo en la que Dios tuvo con los israelitas a la salida de Egipto durante su viaje por el desierto para llegar a la tierra de promisión. Para conducirles, les dio una columna de nube durante el día, y por la noche, una columna de fuego. Ellos seguían el movimiento de esta columna y se detenían cuando ella se detenía; nunca la adelantaban, solamente la seguían y jamás se separaban de ella. Así es como hemos de comportarnos en relación con el Espíritu Santo.

7.2. MEDIOS DE CONSEGUIR ESA DOCILIDAD Los principales medios para conseguir esta dirección del Espíritu

Santo son los siguientes: 1. Obedecer fielmente a los deseos de Dios, que ya nos guían.

No conocemos algunos de ellos porque somos ignorantes, pero Dios sólo nos pedirá cuentas de los conocimientos que nos ha concedido. Hagamos un buen uso y nos dará otros nuevos. Obedezcamos a los designios que ya nos ha hecho conocer, y a continuación nos manifestará otros.

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2. Renovar con frecuencia el buen propósito de seguir en todas las cosas la voluntad de Dios, y afirmarnos en esta resolución todo lo posible.

3. Pedir incesantemente esa luz y esa fuerza del Espíritu Santo para obedecer a los deseos de Dios; encadenémonos al Espíritu Santo y adhirámonos a Él, como decía san Pablo a los sacerdotes de Éfeso: «Encadenado por el Espíritu Santo, voy a Jerusalén» (Hch 2, 22). Sobre todo, al cambiar unas circunstancias importantes, pedir a Dios las luces del Espíritu Santo y asegurarle sinceramente que no deseamos otra cosa que hacer su voluntad. Después, si no nos concede nuevas luces, haremos como hasta ahora lo que acostumbramos a hacer, y que nos parecerá siempre lo mejor...

4. Observar atentamente los diversos movimientos de nuestra alma. Con este sistema, llegaremos a conocer poco a poco lo que es de Dios y lo que no lo es. En un alma obediente a la gracia, lo que viene de Dios es sereno y tranquilo. Lo que viene del demonio es violento y lleva consigo la inquietud y la ansiedad.

7.3. RESPUESTA A ALGUNAS OBJECIONES A ESTA PRÁCTICA (...) La segunda (objeción) parece indicar que esa guía interior del

Espíritu Santo destruye la obediencia que se debe a los superiores. En primer lugar, se puede responder que así como las inspiraciones interiores de la gracia no destruyen la creencia en las proposiciones exteriores de los artículos de la fe, sino que inclinan dulcemente a la inteligencia a creer, igualmente, la guía de los dones del Espíritu Santo, en lugar de perjudicar a la obediencia, la ayuda y la facilita. En segundo lugar, que toda la guía interior e incluso las revelaciones divinas, deben estar siempre subordinadas a la obediencia, y se deben entender bajo la tácita convicción de que la obediencia nunca ordena algo distinto.

(...) En tercer lugar, esta guía interior del Espíritu Santo parece hacer inútiles las deliberaciones y las consultas. ¿Por qué pedir el consejo de los hombres cuando nos dirige el Espíritu Santo? Responderemos que el Espíritu Santo nos lleva a consultar a las personas competentes y a obedecer al consejo de otros.

Así fue como envió a san Pablo a Ananías, para que le dijera lo que debía hacer.

(...) La cuarta objeción se refiere a algunos que se quejan de no contar con la guía del Espíritu Santo y que no pueden percibirla.

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Les respondemos primeramente que las luces y las inspiraciones del Espíritu Santo, que son necesarias para hacer el bien y evitar el mal, no les faltan jamás, especialmente si están en estado de gracia. Y además, al vivir hacia fuera como lo hacen, y no entrar casi nunca dentro de ellos mismos; al no hacer más que unos exámenes superficiales; al no mirar más que hacia el exterior y a las faltas que aparecen a la vista de los demás, sino buscar las raíces interiores, las pasiones, las costumbres dominantes sin estudiar el estado y la disposición del alma y los movimientos del corazón, es natural que no conozcan en absoluto la guía del Espíritu Santo que es plenamente interior. ¿Cómo podrán conocerla? Ni siquiera conocen sus pecados interiores que son actos propios y que realizan libremente. Pero la conocerán infaliblemente si quieren hacerlo siempre que cuenten con las disposiciones requeridas.

En primer lugar, que sean fieles a obedecer a la luz que se les concede: esta luz crecerá continuamente.

En segundo lugar, que supriman los pecados y las imperfecciones que, como las nubes, les ocultan 'esa luz: verán más claro de día en día.

En tercer lugar, que no sufran cuando sus sentidos exteriores se extravían y se mancillan a causa de las sensualidades: Dios les abrirá los sentidos interiores.

En cuarto lugar, si es posible, que no salgan jamás de su interior o que regresen a él lo más pronto posible, y que estén atentos a lo que ocurre en él; ahí observarán los movimientos de los diferentes espíritus que nos hacen actuar.

En quinto lugar, que descubran sinceramente todo el fondo de su corazón a su superior o a su director espiritual: un alma que goza de ese candor y esa sencillez nunca deja de estar favorecida con la dirección del Espíritu Santo.

7.4. LOS MOTIVOS QUE NOS LLEVAN A LA DOCILIDAD: LA

PERFECCIÓN E INCLUSO LA SALVACIÓN DEPENDEN DE LA

DOCILIDAD A LA GRACIA 1. Los dos elementos de la vida espiritual son la purificación del

corazón y la dirección del Espíritu Santo. Son los dos polos de toda espiritualidad. Por esas dos vías se llega a la perfección según el grado de pureza adquirida y en proporción a la fidelidad a la

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Así pues, las tres mejores y más seguras señales de una legítima inspiración son: la perseverancia contra la inconstancia y ligereza, la paz y suavidad del corazón contra las inquietudes y falso celo; la humilde obediencia contra la singularidad y la terquedad.

8.3. BREVE MÉTODO PARA CONOCER LA VOLUNTAD DE

DIOS'(' LIBRO 8, CAP. 14.) San Basilio dice que la voluntad de Dios nos es declarada por sus

órdenes o mandamientos, y que entonces no hay nada que deliberar, porque en tal caso debemos hacer simplemente lo que es mandado; pero que para todo lo demás está en nuestra libertad escoger a nuestro gusto lo que nos pareciere bueno, aunque no será necesario hacer todo lo que es legítimo y laudable, sino tan sólo lo que es conveniente, y que, finalmente, para discernir debidamente lo que es conveniente, debemos escuchar el consejo de un prudente padre espiritual.

Pero quiero, ¡oh Teótimo!, advertirte sobre una molesta atención que acontece muchas veces a las almas que tienen un gran deseo de seguir en todo lo que es más del agrado de la voluntad divina. Porque el enemigo póneles en duda en todos los casos si es de la voluntad de Dios que hagan una cosa más bien que otra; como, por ejemplo, si es la voluntad de Dios que ellos coman con un amigo o no, que lleven trajes negros o grises, que ayunen en viernes o en sábado, que disfruten de la recreación o se abstengan de ella; en lo cual gastan mucho tiempo, y mientras se ocupan y embarazan en querer discernir lo que es mejor, pierden inútilmente la ocasión de hacer muchas cosas buenas, cuya ejecución sería más de la gloria de Dios que lo que pudiera ser el discernimiento de lo bueno y de lo mejor en que están entretenidas.

No se acostumbra a pesar la moneda pequeña, sino solamente las piezas de importancia; el comercio y cambio haríase demasiado enojoso y molesto y perderíase demasiado tiempo si fuera necesario pesar los sueldos, los cuartos, los ochavos, los dineros y las medias blancas; de igual modo, no se deben pesar toda clase de menudas acciones para saber si ellas valen más que las otras. Hay también muy frecuentemente la superstición de querer hacer este examen; porque ¿con qué fin se pondrá en duda si es mejor oír la Misa en una iglesia que en otra, hilar o coser, dar limosna a una mujer o a un hombre? No es servir bien a un amo emplear tanto tiempo en considerar lo que es necesario hacer y cómo se debe hacer lo que

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Así, nuestro mayor afán ha de ser, no tanto el de leer libros espirituales, como poner gran atención a las inspiraciones divinas, que no necesitan mucha lectura, y de ser extremadamente fieles en la correspondencia a las gracias que se nos regalan.

7. En algunas ocasiones puede suceder que, habiendo recibido de Dios una inspiración, nos encontremos inmediatamente acosados por rechazos, por dudas, por perplejidades y dificultades que nacen de nuestro corazón corrompido y de nuestras pasiones contrarias a la inspiración divina. Si la recibimos con una completa sumisión del corazón, nos llenará de la paz y el consuelo que acompaña al espíritu de Dios, y que comunica a las almas en las que no encuentra resistencia alguna.

7.5. LA EXCELENCIA DE LA GRACIA Y LA INJUSTICIA DE LA

OPOSICIÓN A ELLA 1. Tendríamos que recibir cada inspiración como una palabra de

Dios que procede de su sabiduría, de su misericordia y de su infinita bondad, y que, si no ponemos obstáculos, puede operar en nosotros unos efectos maravillosos. Consideremos lo que ha podido hacer una palabra de Dios: ha creado el cielo y la tierra, ha llevado a todas las criaturas desde la nada a la participación en el ser de Dios en el orden de la naturaleza al no haber encontrado resistencia en la nada. Y operaría algo más en nosotros si no nos resistiéramos. Nos sacaría de la nada moral a la participación sobrenatural en la santidad de Dios en el orden de la gracia, y a la participación en la felicidad de Dios en el orden de la gloria. Y, por un pequeño punto de honor, por un uso que satisface nuestra vanidad, por el placer de un momento, por una bagatela, impediríamos esos grandes efectos de la palabra de Dios, de sus inspiraciones y de las impresiones de su Espíritu: por tanto, ¿no estaréis de acuerdo en que la Sabiduría ha tenido razón al decir que el número de los locos es infinito?

2. Si pudiéramos ver el modo en que nuestras almas reciben las inspiraciones de Dios, comprobaríamos que, por así decir, permanecen en la superficie, sin entrar más dentro, a causa de la oposición que encuentran en nosotros impidiéndoles grabarse en nuestras almas: es el resultado de no entregarnos bastante al espíritu y que no servimos a Dios con una perfecta plenitud de corazón. Así, con objeto de que las gracias hagan su efecto en el corazón de los pecadores, es preciso que irrumpan con ruido y violencia, porque encuentran en ellas grandes resistencias; pero

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penetran dulcemente en las almas que están poseídas por Dios, llenándolas de esa paz admirable que acompaña siempre al espíritu de Dios. Al contrario, las sugerencias del enemigo no hacen impresión en las almas buenas, porque se encuentran con que predominan en ellas unos principios opuestos.

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8. ANEXO 2. TEXTOS DE SAN FRANCISCO DE SALES (1572-1622)

(Estos textos proceden del Tratado del Amor de Dios.)

8.1. CRITERIOS DE DISCERNIMIENTO DE LOS ESPÍRITUS'(' LIBRO 8, CAP. 12.)

Una de las mejores señales de la bondad de las inspiraciones, y particularmente de las extraordinarias, es la paz y la tranquilidad del corazón que las recibe; porque el Espíritu divino es, ciertamente, violento, pero con una violencia dulce, suave y apacible. Viene como un viento impetuoso y como un rayo celeste, pero no destruye a los apóstoles ni los turba; el pavor que reciben de su ruido es momentáneo, y se encuentra al punto seguido de una dulce seguridad.

Por el contrario, el espíritu maligno es turbulento, áspero, inquieto; y los que siguen sus sugestiones infernales, pensando que son inspiraciones del Cielo, se dan a conocer ordinariamente porque son inquietos, tercos, soberbios, emprendedores y manejadores de negocios, los cuales, bajo pretexto de celo, lo revuelven y desbaratan todo, censuran a todo el mundo, todo lo reprenden y hablan mal de todas las cosas: gentes sin dirección, ni condescendencia, que nada soportan y que ejercitan las pasiones del amor propio bajo el nombre de celo por el amor divino.

8.2. LA OBEDIENCIA, PRUEBA DE LA VERDAD DE LAS

INSPIRACIONES (LIBRO 8, CAP. 13.) Todo es seguro en la obediencia, todo es sospechoso fuera de

ella. Cuando Dios arroja sus inspiraciones en un corazón, la primera que El comunica es la de la obediencia... Quien dice que es inspirado y rehúsa obedecer a los superiores y seguir sus avisos, es impostor. Todos los profetas y los predicadores que han sido inspirados por Dios, han amado siempre a la Iglesia, han seguido su doctrina, han sido aprobados por ella... San Francisco, santo Domingo y los demás Padres de órdenes religiosas, consagráronse al servicio de las almas por una inspiración extraordinaria, pero, por eso mismo, sometiéronse más humilde y sinceramente a la sagrada jerarquía de la Iglesia.

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finalmente, el temor no es otra cosa que el amor en cuando nos hace huir y evitar lo que desagrada a la Majestad divina.

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es necesario. Debemos ajustar y acomodar nuestra atención a la importancia de las cosas que emprendemos: sería un cuidado o una diligencia irrazonable tomar tanto trabajo en pensar lo preciso para un viaje de una jornada como para otro de trescientas o cuatrocientas leguas.

La elección de la vocación, el intento de algún negocio de graves consecuencias, de alguna obra larga, o de gastos grandes, el cambio de morada, la elección de las amistades y otras cosas semejantes, merecen que se piensen seriamente, a fin de saber lo que es más conforme a la voluntad de Dios.

Pero en las acciones menudas y diarias, en las cuales la falta misma no es ni de consecuencias ni irreparable, ¿qué necesidad hay de mostrarse como si estuviera uno cargado de ocupaciones, lleno de atenciones y dificultades y obligado, por tanto, a hacer importunas consultas? ¿A qué propósito consumir el cerebro por saber si quiere Dios más que rece el rosario o el oficio de Nuestra Señora, ya que no hay tanta diferencia entre una y otra cosa para que sea necesario realizar a este fin una gran indagación; o que vaya al hospital a visitar a los enfermos y no a vísperas; o que acuda más bien al sermón, que a una iglesia donde hay indulgencias? Nada hay, de ordinario, tan aparentemente notable en una y otra cosa, que sea preciso por ello entrar en una gran deliberación. Es necesario proceder con buena fe y sin sutilezas en tales casos, y, como dice san Basilio, hacer libremente lo que nos parece bueno para no cansar nuestro espíritu, perder el tiempo y no ponernos en peligro de inquietud, de escrúpulos y de supersticiones. Pero yo entiendo así todo esto, siempre que no hay gran desproporción entre una obra y otra, y que no se dé una circunstancia considerable en favor de una más bien que de la otra.

Aun en las cosas mismas de importancia, es necesario conducirse muy humildemente, y no pensar encontrar la voluntad de Dios a fuerza de exámenes y sutilezas de discursos; mas después de haber pedido la luz del Espíritu Santo, aplicando nuestra consideración a buscar su beneplácito, tomando el consejo de nuestro director y, si fuese conveniente, de otras dos o tres personas espirituales, es necesario resolverse y determinarse en nombre de Dios, sin poner después en duda nuestra elección, sino cuidarla y sostenerla devota, tranquila y constantemente. Y aunque las dificultades, tentaciones y diversidades de sucesos que se encuentren en el progreso de la ejecución de nuestro designio, pudieran infundirnos alguna desconfianza de haber acertado en

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nuestra elección, es preciso, sin embargo, permanecer firmes y no mirar nada de eso, sino considerar que, si hubiéramos elegido otra cosa nos hubiéramos encontrado cien veces peor, además de que no sabemos si Dios quiere que seamos ejercitados en la consolación o en la tribulación, en la paz o en la guerra. Una vez que hayamos tomado la resolución, no debemos dudar nunca de la santidad de su ejecución y cumplimiento, porque si por nosotros no queda, ella no puede faltar; obrar de otro modo es señal de un gran amor propio o de niñería, debilidad y simpleza de espíritu.

8.4. EL ESPÍRITU SANTO ACTUABA SIN OBSTÁCULOS EN

MARÍA (LIBRO 7, CAP. 14.) Así como vemos crecer el alba del día no con diversas

interrupciones y sacudidas, sino con una cierta dilatación o crecimiento continuo que se verifica de un modo casi insensible, de suerte que realmente se la ve crecer en claridad, mas tan igualmente que no se percibe interrupción alguna, separación o discontinuidad en su aumento, así el divino amor crecía en cada momento en el corazón virginal de nuestra gloriosa Señora, mas por aumentos suaves, apacibles y continuos, sin agitación, ni sacudida, ni violencia alguna.

No es necesario, ¡oh Teótimo!, concebir impetuosidad ni agitación en este celestial amor del corazón maternal de la Virgen, porque el amor por sí mismo es dulce, gracioso, apacible y tranquilo; y si algunas veces produce asaltos o da sacudidas al espíritu es porque encuentra resistencia. Pero cuando las entradas del alma están abiertas, sin oposición ni contrariedad, hace sus progresos apaciblemente, con una suavidad incomparable. Así pues, el santo amor empleaba su fuerza en el corazón virginal de la Madre sin esfuerzo, ni impetuosidad, ni violencia, por cuanto no encontraba en él ni la menor resistencia o dificultad. Pues así como se ve a los grandes ríos formar remolinos de espumosas y alborotadas aguas y frecuentes rompientes cuando discurren por un cauce áspero y pedregoso, o donde las rocas forman bancos y escolleras que se oponen y dificultan la corriente, y, por el contrario, al entrar en la llanura corren y se deslizan con suavidad y sin esfuerzo; así el divino amor, encontrando en las almas muchas resistencias e impedimentos, como en verdad todas, en mayor o menor grado, ofrecen, causa violencias, combatiendo las malas inclinaciones, hiriendo el corazón y moviendo la voluntad con diversas agitaciones

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e impulsos, a fin de hacerse lugar o, al menos, salvar y sobrepujar los obstáculos.

Pero en la Santísima Virgen todo favorecía y ayudaba el curso del amor celeste; los progresos y crecimientos en él hacíanse incomparablemente en su alma más grandes que en todas las demás criaturas; progresos, sin embargo, infinitamente dulces, apacibles y tranquilos...

8.5. LOS SIETE DONES DEL ESPÍRITU SANTO (LIBRO 11, CAP. 15.)

El Espíritu Santo que habita en nosotros, queriendo hacer a nuestra alma manejable, flexible y obediente a sus divinas mociones e inspiraciones celestes, que son las leyes de su amor, en cuya observación consiste la felicidad sobrenatural de esta vida presente, nos da siete propiedades y perfecciones que en la Sagrada Escritura y en los libros de los teólogos son llamados dones del Espíritu Santo.

Ahora bien, estos dones no solamente son inseparables de la caridad, sino que, bien considerados en sí mismos y propiamente hablando, son las principales virtudes, propiedades y cualidades de ella. Porque:

la sabiduría no es, en realidad, otra cosa que el amor que saborea, gusta y experimenta cuán dulce y suave es Dios;

el entendimiento es el amor atento a considerar y penetrar la belleza de las verdades de la fe, para conocer por medio de ellas a Dios en Sí mismo, y después, descendiendo de ellas, considerarlo en las criaturas;

la ciencia, por el contrario, es el mismo amor que nos ayuda y mueve a conocernos a nosotros mismos y a las criaturas, para hacernos subir a un más perfecto conocimiento del servicio que a Dios debemos;

el consejo es asimismo el amor, en cuanto nos hace cuidadosos, atentos y hábiles para elegir bien los medios propios para servir a Dios santamente;

la fortaleza es el amor que alienta y anima el corazón para ejecutar lo que el consejo ha determinado debe ser hecho;

la piedad es el amor que endulza el trabajo y nos inclina a emplearnos cordial y agradablemente y con filial afecto en las obras que agradan a Dios, nuestro Padre;

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9. ANEXO 3. LIBERTAD Y SUMISIÓN

En todo lo que hemos dicho en este libro subyace una seria pregunta: ¿cómo conciliar la libertad del hombre con su sumisión a Dios? Hemos hablado frecuentemente de la necesidad de ser dócil a la voluntad de Dios, de dejarnos guiar por el Espíritu Santo, etc. Entonces podríamos objetar que el hombre ya no es más que una marioneta en las manos de Dios. ¿Dónde está nuestra responsabilidad y nuestra libertad?

Este temor es falso: incluso es la tentación más grave con la que el demonio trata de alejar al hombre de Dios. Al contrario, debemos afirmar enérgicamente que cuanto más sometido a Dios está el hombre, más libre es. Incluso podemos decir que el único modo que tiene el hombre de conquistar su libertad es el de obedecer a Dios. Eso es difícil de captar y siempre seguirá siendo un cierto misterio, pero, con una serie de comentarios, vamos a intentar hacerlo comprender.

1. La docilidad a Dios no hace una marioneta del hombre. Dejarse guiar por los mandamientos de Dios y por las inspiraciones del Espíritu no significa navegar con «piloto automático» sin tener nada que hacer, sino que da paso a todo un ejercicio de la libertad, de la responsabilidad, del espíritu de iniciativa, etc. Pero en lugar de que ese juego de mi libertad sea caótico o esté gobernado por mis deseos superficiales, está orientado por Dios en el sentido que es mejor para mí. Se convierte en una cooperación con la gracia divina, cooperación que no suprime, sino emplea todas mis facultades humanas de voluntad, de inteligencia, de raciocinio, etc.

2. Dios es nuestro creador, es Él quien en todo momento nos mantiene en la existencia como seres libres. Él es el origen de nuestra libertad y, cuanto más dependemos de Dios, más brota esta libertad. Depender de un ser humano puede ser una limitación, pero no lo es depender de Dios, pues en Él no hay límites: es infinito. La única cosa que Dios nos «prohíbe» es lo que nos prohíbe ser libres, lo que impide nuestra realización como personas capaces de amar y de ser amadas libremente, y de encontrar su felicidad en el amor. El único límite que Dios nos impone es nuestra condición de criaturas:

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no podemos, sin ser desgraciados, hacer de nuestra vida otra cosa para la que hemos sido creados: recibir y dar amor.

3. ¿Qué es la libertad? No es actuar según nuestros caprichos, sin freno alguno, sino permitir que lo mejor, lo más hermoso y más profundo de mí pueda emerger libremente y no verse ahogado por cosas más superficiales: temores, apegamientos egoístas, falsedades, etc. Si me someto a Dios, esta sumisión va exactamente a «decaparme» de toda una costra que paraliza, para dar paso a lo que hay de auténtico en mí.

Indudablemente, si me someto a la voluntad de Dios, una parte de mí mismo se va a oponer. Ésa es, precisamente, la parte negativa que me condiciona y me limita y de la que me voy a liberar progresivamente. En cambio, la voluntad de Dios no se opone jamás a lo que hay en mí de bueno: la aspiración a la verdad, a la vida, a la felicidad, a la plenitud del amor, etc. La sumisión a Dios poda cosas en mí, pero nunca ahoga lo mejor de mí mismo: las profundas aspiraciones positivas que me habitan. Al contrario, las despierta, las fortalece, las orienta y las libera de los obstáculos a su realización.

4. Esto está confirmado por la experiencia: el que camina con el Señor y se deja conducir por Él, experimenta progresivamente un sentimiento de libertad; su corazón no se reduce, no se ahoga, sino, al contrario, se dilata y «respira» continuamente más. Dios es el amor infinito, y en Él no hay nada de estrecho ni reducido, sino que todo es ancho y amplio. El alma que camina con Dios se siente libre, siente que no tiene nada que temer, sin que, al contrario, todo le está sometido porque todo concurre a su bien, las circunstancias favorables como las desfavorables, el bien como el mal. Siente que todo le pertenece porque es hija de Dios, que nada puede limitarla porque Dios le pertenece. No está condicionada por nada, sino que hace todo lo que quiere, porque lo que quiere es amar, y eso está siempre en su poder. Nada puede separarla de Dios al que ama, y siente que si estuviera en prisión sería también feliz, porque de todos modos ninguna fuerza del mundo puede arrebatarle a Dios.

5. La verdadera solución del problema no es filosófica, sino existencial. En el plano filosófico, siempre podemos sospechar una contradicción entre nuestra libertad y el querer divino. ¡A fin de cuentas, todo depende de cómo nos situamos ante Dios! La oposición entre nuestra voluntad y la voluntad de Dios se resuelve totalmente si nuestra relación con Dios llega a ser una relación de amor, y solamente puede resolverse así.

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Los que se aman unen sus voluntades libre y voluntariamente; dependen el uno del otro, y cuanto más unidos y dependientes, más felices están y más libres son. El adolescente está descontento de depender de sus padres, pues esta dependencia le pesa: preferiría ser autónomo y no necesitar a nadie. Pero el bebé (en el que nos tenemos que convertir, según el Evangelio) no sufre por depender totalmente de sus padres, al contrario, pues ese lazo de dependencia es el lugar de un intercambio de amor: al recibir todo de sus padres, en realidad lo que recibe es amor, al que responde amando, con una manera de amar que es justamente la alegría de recibir, y de devolver en amor lo que recibe.

6. Lo que significa que si deseamos que se solucionen las contradicciones (aparentes) entre el querer divino y nuestra libertad, es preciso pedir al Espíritu Santo la gracia de amar más a Dios, y el problema se resolverá por sí solo. Amar a Dios es la cosa más exigente que existe (nos pide un don total: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todos los medios), pero al mismo tiempo la menos obligatoria que haya: amar a Dios no es una obligación, pues su esplendor y su belleza son tales que amarle es una felicidad infinita. Dios es el bien infinito, amarle no coarta nuestra voluntad, sino que ensancha infinitamente el corazón.

Pero si, al contrario, nos apartamos de esta perspectiva de amor, si la relación entre Dios y el hombre es solamente una relación de creador a criatura, de amo a servidor, etc., entonces el problema llega a ser insoluble... Sólo el amor puede reducir la contradicción que existe entre dos libertades; solamente el amor permite que dos libertades se unan libremente.

Amar es perder libremente la voluntad, pero esta pérdida es ganancia, pues me da al Otro y me entrega al Otro. Amar a Dios es perderse para encontrar y poseer a Dios y, a fin de cuentas, encontrarse con uno mismo en El: «Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 39).

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ÍNDICE

LA LIBERTAD INTERIOR ....................................................... 3 INTRODUCCIÓN ............................................................................ 5 

I. LIBERTAD Y ACEPTACIÓN ............................................................. 7 1. La Conquista de la Libertad .............................................................. 7 2. La Aceptación de Uno Mismo......................................................... 20 3. La Aceptación del Sufrimiento ....................................................... 27 4. La aceptación de los jemás ............................................................. 38 

II. EL INSTANTE PRESENTE ............................................................ 55 1. Libertad e Instante Presente .......................................................... 55 2. El Verbo Amar sólo se Conjuga en Presente .................................. 56 3. Sólo se puede sufrir un instante ..................................................... 57 4. A Cada Día le Basta su contrariedad .............................................. 58 5. El Mañana se preocupará de sí mismo ........................................... 59 6. Vivir, y no esperar a Vivir ............................................................... 61 7. La Disponibilidad hacia el otro ....................................................... 63 8. El Tiempo Psicológico y el Tiempo Interior .................................... 64 

III. EL DINAMISMO DE LA FE, LA ESPERANZA Y LA CARIDAD ................. 67 1. Las Virtudes Teologales .................................................................. 67 2. Las Tres efusiones del Espíritu Santo ............................................. 69 3. La Vocación y el don de la Fe ......................................................... 71 4. Las Lágrimas de Pedro y el don de La Esperanza ........................... 71 5. Pentecostés y el don de La Caridad ................................................ 73 6. El Fuego que Ilumina, Abrasa y Transfigura ................................... 74 7. Dinamismo de Las Virtudes Teologales y papel clave de La 

Esperanza ................................................................................................. 74 8. El Amor necesita de la Esperanza; La Esperanza se fundamenta en 

la Fe .......................................................................................................... 75 9. Papel Clave de la Esperanza ........................................................... 78 10. Dinamismo del Pecado y Dinamismo de la Gracia ....................... 78 11. Esperanza y Pureza de Corazón .................................................... 79 

IV. DE LA LEY  A LA GRACIA: GRATUIDAD DEL AMOR .......................... 83 1. La Ley y La Gracia ........................................................................... 83 

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2. Allí donde Reina el Espíritu está La Libertad. Libertad y Libertinaje. ................................................................................................................. 83 

3. La Trampa de La Ley ....................................................................... 85 4. Aprender a amar: Dar y Recibir Gratuitamente ............................. 88 

V. POBREZA ESPIRITUAL Y LIBERTAD ............................................... 91 1. La Necesidad de Ser ....................................................................... 91 2. Orgullo y Pobreza Espiritual ........................................................... 92 3. Las Pruebas Espirituales ................................................................. 96 4. La Misericordia como único apoyo ................................................ 99 5. El Hombre Libre: El que no tiene nada que perder ...................... 100 6. Bienaventurados los Pobres ......................................................... 101 

EN LA ESCUELA  DEL ESPÍRITU SANTO .......................105 1. INTRODUCCIÓN .................................................................... 107 

2. PRIMERA PARTE. LA SANTIDAD ES LA OBRA DEL ESPÍRITU .............. 109 2.1. La Tarea es Superior a Nuestras Fuerzas ................................... 109 2.2. Sólo Dios conoce el camino de cada uno .................................. 111 2.3. La Fidelidad a la Gracia  atrae a otras Gracias ........................... 114 

3. SEGUNDA PARTE. ¿CÓMO FAVORECER LA IRRUPCIÓN DE LAS INSPIRACIONES? ............................................................................ 117 

3.1. Practicar la Alabanza y la Gratitud ............................................ 118 3.2. Desearlas y Pedirlas ................................................................... 119 3.3. Estar decididos a no negar a Dios cosa alguna .......................... 119 3.4. Vivir una Obediencia Filial y Confiada ....................................... 120 3.5. Vivir el Abandono ...................................................................... 121 3.6. Vivir el Desprendimiento ........................................................... 122 3.7. Vivir el Silencio y la Paz ............................................................. 123 3.8. Perseverar fielmente en la Oración ........................................... 125 3.9. Examinar los movimientos de Nuestro Corazón ....................... 125 3.10. Abrir el corazón a un Director Espiritual ................................. 127 

4. TERCERA PARTE. ¿CÓMO SE RECONOCE QUE UNA INSPIRACIÓN PROCEDE DE DIOS? ..................................................................................... 129 

4.1. La Adquisición Progresiva de un «Sentido Espiritual» .............. 129 4.2. Criterios que permiten decir que una inspiración viene de Dios

 ............................................................................................................... 130 

5. CONCLUSIÓN........................................................................ 143 

163

6. PLEGARIA DEL CARDENAL MERCIER ........................................... 144 

7. ANEXO 1. TEXTOS DE LOUIS LALLEMANT (1587‐1635) ................. 145 7.1. Naturaleza de la docilidad al Espíritu Santo .............................. 145 7.2. Medios de conseguir esa docilidad ........................................... 145 7.3. Respuesta a algunas objeciones a esta práctica ....................... 146 7.4. Los motivos que nos llevan a la docilidad: La Perfección e incluso 

la salvación dependen de la docilidad a la gracia .................................. 147 7.5. La Excelencia de la Gracia y la Injusticia de la oposición a ella . 149 

8. ANEXO 2. TEXTOS DE SAN FRANCISCO DE SALES (1572‐1622) ....... 151 8.1. Criterios de discernimiento de los Espíritus'(' Libro 8, Cap. 12.)

 ............................................................................................................... 151 8.2. La Obediencia, prueba de la verdad de las Inspiraciones (Libro 8, 

Cap. 13.) ................................................................................................. 151 8.3. Breve método para conocer La Voluntad de Dios'(' Libro 8, Cap. 

14.) ......................................................................................................... 152 8.4. El Espíritu Santo actuaba sin obstáculos en María (libro 7, cap. 

14.) ......................................................................................................... 154 8.5. Los Siete Dones Del Espíritu Santo (Libro 11, Cap. 15.) ............. 155 

9. ANEXO 3. LIBERTAD Y SUMISIÓN .............................................. 157