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El regreso del hijo pródigo Henri Nouwen Pág. 1 de 50 EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt INDICE Historia de dos hijos y su padre Prólogo: Encuentro con un cuadro Introducción: El hijo menor; el hijo mayor y el padre Parte I: EL HIJO MENOR 1. Rembrandt y el hijo menor 2. El hijo menor se marcha 3. El regreso del hijo menor Parte II: EL HIJO MAYOR 4. Rembrandt y el hijo mayor 5. El hijo mayor se marcha 6. El regreso del hijo mayor Parte III: EL PADRE 7. Rembrandt y el padre 8. El padre le da la bienvenida 9. El padre organiza una fiesta Conclusión: Convertirse en el padre Epílogo: Vivir el cuadro

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El regreso del hijo pródigo – Henri Nouwen

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EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO

Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt

INDICE

Historia de dos hijos y su padre

Prólogo: Encuentro con un cuadro

Introducción: El hijo menor; el hijo mayor y elpadre

Parte I: EL HIJO MENOR

1. Rembrandt y el hijo menor

2. El hijo menor se marcha

3. El regreso del hijo menor

Parte II: EL HIJO MAYOR

4. Rembrandt y el hijo mayor

5. El hijo mayor se marcha

6. El regreso del hijo mayor

Parte III: EL PADRE

7. Rembrandt y el padre

8. El padre le da la bienvenida

9. El padre organiza una fiesta

Conclusión: Convertirse en el padre

Epílogo: Vivir el cuadro

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HISTORIA DE DOS HIJOSY SU PADRE

Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a supadre: 'Padre, dame la parte de herencia que mecorresponde'. Y el padre les repartió sus bienes.Pocos días después, el hijo menor recogió todo loque tenía y se fue a un país lejano, donde mal-gastó sus bienes en una vida licenciosa.

Ya había gastado todo, cuando sobrevino muchamiseria en aquel país, y comenzó a sufrir priva-ciones. Entonces se puso al servicio de uno de loshabitantes de esa región, que lo envió a su cam-po para cuidar cerdos. El hubiera deseado cal-mar su hambre con las bellotas que comían loscerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapa-citó y dijo: '¡Cuántos jornaleros de mi padretienen pan en abundancia, y yo estoy aquí mu-riéndome de hambre! Ahora mismo iré a la casade mi padre y le diré: Padre, pequé contra elCielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijotuyo, trátame como a uno de tus jornaleros'.

Entonces partió y volvió a la casa de su padre.Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y seconmovió profundamente; corrió a su encuentro,lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: 'Padre, pe-qué contra el Cielo y contra ti; no merezco serllamado hijo tuyo'. Pero el padre dijo a sus ser-vidores: 'Traigan en seguida la mejor ropa y vís-tanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandaliasen los pies. Traigan el ternero engordado y má-tenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijoestaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba per-dido y fue encontrado'. Y comenzó la fiesta.

El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, yacerca de la casa, oyó la música y los coros queacompañaban la danza. Y llamando a uno de lossirvientes, le preguntó que significaba eso. El lerespondió: 'Tu hermano ha regresado, y tu padrehizo matar el ternero engordado, porque lo harecobrado sano y salvo'. El se enojó y no quisoentrar. Su padre salió para rogarle que entrara,pero él le respondió: 'Hace tantos años que tesirvo sin haber desobedecido jamás ni una solade tus órdenes, y nunca me diste un cabrito parahacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora queese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gasta-do tus bienes con mujeres, haces matar para élel ternero engordado!'.

Pero el padre le dijo: 'Hijo mío, tú estás siempreconmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo quehaya fiesta y alegría, porque tu hermano estabamuerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido yha sido encontrado.” (Lc 15, 11-32)

Prólogo

Encuentro con un cuadro

El cartel

Un encuentro aparentemente insignificante conun cartel representando un detalle de El Regresodel Hijo Pródigo de Rembrandt hizo que comen-zara una larga aventura espiritual que me llevaríaa entender mejor mi vocación y a obtener nuevafuerza para vivirla. Los protagonistas de estaaventura son un cuadro del siglo XVII y su autor,una parábola del siglo I y su autor, y un hombredel siglo XX en busca del significado de la vida.

La historia comienza a finales de 1983 en el pue-blo de Trosly, Francia, donde estaba pasandounos meses en El Arca, una comunidad que acogea personas con enfermedades mentales. Fundadaen 1964 por Jean Vanier, la comunidad de Troslyes la primera de las más de noventa comunidadesEl Arca esparcidas por todo el mundo.

Un día fui a visitar a mi amiga Simone Landrien alpequeño centro de documentación de la comuni-dad. Mientras hablábamos, mis ojos dieron con ungran cartel colgado en su puerta. Vi a un hombrevestido con un enorme manto rojo tocando tier-namente los hombros de un muchacho desaliñadoque estaba arrodillado ante él. No podía apartarla mirada. Me sentí atraído por la intimidad quehabía entre las dos figuras, el cálido rojo delmanto del hombre, el amarillo dorado de la túni-ca del muchacho, y la misteriosa luz que envolvíaa ambos. Pero fueron sobre todo las manos, lasmanos del anciano, la manera como tocaban loshombros del muchacho, lo que me trasladó a unlugar donde nunca había estado antes.

Dándome cuenta de que ya no estaba prestandoatención a la conversación, dije a Simone:“Háblame de ese cartel”. Ella dijo: “Es una re-producción de El Regreso del Hijo Pródigo deRembrandt, te gusta?” Seguí mirando fijamente elcartel y por fin tartamudeé: “Es muy bonito, másque bonito… me entran ganas de reír y llorar almismo tiempo... no puedo decirte lo que sientocuando lo miro, pero me conmueve profundamen-te.” Simone añadió: “Deberías conseguirte unacopia. La puedes comprar en París.” “Si”, dije,“tengo que conseguir una copia.”

La primera vez que vi El Regreso del Hijo Pródigo,acababa de terminar un viaje agotador de seissemanas dando conferencias por los Estados Uni-dos, lanzando un llamamiento a las comunidadescristianas para que hicieran todo lo posible porprevenir la violencia y la guerra en América Cen-

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tral. Estaba realmente cansado, tanto que casi nopodía andar. Me sentía preocupado, solo, intran-quilo y muy necesitado. Durante todo el viaje mehabía sentido como un guerrero fuerte y valerosoluchando incansablemente por la justicia y la paz,capaz de hacer frente sin miedo al oscuro mundo.Pero ahora me sentía vulnerable como un niñopequeño que quiere gatear hasta el regazo de sumadre y llorar. Tan pronto como las multitudesque me alababan o me criticaban se alejaron,experimenté una soledad devastadora y fácilmen-te podía haberme rendido a las seductoras vocesque me prometían descanso físico y emocional.

Este era mi estado la primera vez que me encon-tré con El Regreso del Hijo Pródigo de Rembrandtcolgado de la puerta del despacho de Simone. Micorazón dio un brinco cuando lo vi. Tras mi largoviaje, aquel tierno abrazo de padre e hijo expre-saba todo lo que yo deseaba en aquel momento.De hecho, yo era el hijo agotado por los largosviajes; quería que me abrazaran; buscaba unhogar donde sentirme a salvo. Yo no era sino elhijo que vuelve a casa; y no quería ser otra cosa.Durante mucho tiempo había ido de un lado aotro: enfrentándome, suplicando, aconsejando yconsolando. Ahora sólo quería descansar en unlugar que pudiera sentirlo mío, un lugar dondepudiera sentirme como en casa.

Ocurrieron muchas cosas en los meses y años si-guientes. El enorme cansancio desapareció y volvía mis clases y a mis viajes, pero el abrazo deRembrandt seguía grabado en mi corazón másprofundamente que cualquier otra expresión deapoyo emocional. Me había puesto en contactocon algo dentro de mí que reposa más allá de losaltibajos de una vida atareada, algo que repre-senta el anhelo progresivo del espíritu humano, elanhelo por el regreso final, por un sólido senti-miento de seguridad, por un hogar duradero.Mientras seguía ocupado con mucha gente, en-vuelto en innumerables asuntos, y presente enmultitud de lugares, El Regreso del Hijo Pródigoestaba conmigo y seguía dando un significadomayor a mi vida espiritual. El anhelo por un hogarduradero que había llegado a mi conciencia gra-cias al cuadro de Rembrandt, crecía más fuerte ymás profundamente convirtiendo al pintor en unfiel compañero y guía.

Dos años después de haber visto el cartel deRembrandt, dimití de mi puesto como profesor enla Universidad de Harvard y volví a El Arca enTrosly, donde pasé un año entero. El propósito deeste traslado era determinar si estaba llamado avivir una vida dedicada a gente con enfermedadesmentales en una de las comunidades de El Arca.Durante aquel año de transición, me sentí espe-cialmente cerca de Rembrandt y de su Hijo Pródi-go. Después de todo, buscaba un hogar nuevo.

Parecía como si mi compañero holandés mehubiera sido dado como un compañero especial.Antes de que terminara el año, ya había tomadola resolución de incorporarme a Daybreak, la co-munidad de El Arca en Toronto.

El cuadro

Justo antes de dejar Trosly, recibí una invitaciónde mis amigos Bobby Massie y su mujer, DanaRobert, para que fuera con ellos a la Unión Sovié-tica. Mi reacción inmediata fue: “Ahora podré verel cuadro original.” Sabía que el original habíasido adquirido en 1766 por Catalina la Grandepara el Hermitage en San Petersburgo y que con-tinuaba allí. Nunca pensé que tendría la oportu-nidad de verlo tan pronto. Aunque estaba ansiosopor contemplar con mis propios ojos un país quehabía influido tan fuertemente en mis pensamien-tos, emociones y sentimientos durante la mayorparte de mi vida, esto se convertía en algo trivialfrente a la oportunidad de sentarme ante el cua-dro que me había revelado los anhelos más pro-fundos de mi corazón.

Desde el momento de mi partida, supe que midecisión de unirme a El Arca y mi visita a la UniónSoviética estaban estrechamente unidas. El víncu-lo -estaba seguro- era El Regreso del Hijo Pródigode Rembrandt. De alguna manera, tuve la sensa-ción de que ver este cuadro me permitiría entraren el misterio del regreso al hogar de una formahasta entonces desconocida para mí.

La vuelta de un viaje agotador a un lugar segurohabía significado un volver a casa; dejar el mundode los profesores y estudiantes para vivir en unacomunidad dedicada a cuidar hombres y mujerescon enfermedades mentales me hizo sentir denuevo en casa; conocer a gente de un país que sehabía separado del resto del mundo mediantemuros y fronteras fuertemente vigiladas, eratambién una forma de volver a casa. Sin embargo,más allá de todo aquello, “volver a casa” signifi-caba para mí, caminar paso a paso hacia el Unicoque me espera con los brazos abiertos y deseatenerme en un abrazo eterno. Sabía que Rem-brandt entendió profundamente este regresoespiritual. Sabía que cuando Rembrandt pintó suRegreso del Hijo Pródigo, había llevado una vidatal que no tenía ninguna duda sobre su verdaderoy último hogar. Sentí que si hubiera conocido aRembrandt en el lugar donde pintó a aquel padrecon su hijo, Dios y humanidad, compasión y mise-ria, en un círculo de amor, lo habría conocidotodo acerca de la vida y la muerte. También tuvela esperanza de que, a través de la obra maestrade Rembrandt, un día sería capaz de expresartodo lo que quería decir acerca del amor.

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Estar en San Petersburgo es una cosa. Tener laoportunidad de reflexionar tranquilamente sobreEl Regreso del Hijo Pródigo en el Hermitage, esotra. Cuando vi la enorme cola de gente esperan-do para entrar en el museo, me pregunté cómo ydurante cuánto tiempo podría ver lo que másdeseaba.

Mi inquietud, sin embargo, desapareció. Nuestroviaje oficial terminaba en San Petersburgo y lamayor parte del grupo volvió a casa. Pero la ma-dre de Bobby, Suzanne Massie, que entonces seencontraba en la Unión Soviética, nos invitó apasar unos días con ella. Suzanne es una expertaen la cultura y arte rusos y su libro The land ofthe Firebird me fue muy útil a la hora de prepa-rar nuestro viaje. Le pregunté a Suzanne: “¿Cómopodría acercarme al Hijo Pródigo?” Ella contestó:“Ahora, Henri, no te preocupes. Tendrás todo eltiempo que quieras y necesites”.

Durante nuestro segundo día en San Petersburgo,Suzanne me dio un número de teléfono y me dijo:“Este es el número del despacho de Alexei Briant-sev. Es muy amigo mío. Llámale y te ayudará allegar hasta tu Hijo Pródigo.”. Marqué el númeroal instante y me sorprendió oir a Alexei, con suamable acento inglés, prometiéndome encontrar-se conmigo en una de las puertas laterales, lejosde la entrada reservada a los turistas.

El sábado 26 de julio de 1986 a las dos y media dela tarde fui al Hermitage, caminé junto al ríoNeva y llegué hasta la puerta que Alexei me habíaindicado. Entré y alguien sentado tras una granmesa de despacho me permitió utilizar el teléfo-no de la casa para llamar a Alexei. A los pocosminutos apareció haciéndome un caluroso recibi-miento. Me llevó por una serie de pasillos esplén-didos y escaleras elegantes hasta llegar a un lugarinaccesible para los turistas. Era una habitaciónlarga de techos altos: parecía el estudio de unartista de cierta edad. Había cuadros por todaspartes. En la mitad, había unas mesas enormes ysillas cubiertas de papeles y objetos de todo tipo.Enseguida me di cuenta de que Alexei era el di-rector del departamento de restauración delHermitage. Con gran amabilidad y muy interesadopor mi deseo de ver el cuadro de Rembrandt contiempo, me ofreció toda la ayuda que quisiera.Me llevó directamente al Hijo Pródigo, ordenó alvigilante que no me molestara y me dejó allí.

Y allí estaba yo, delante del cuadro que habíaestado en mi mente y en mi corazón desde hacíacasi tres años. Estaba maravillado por su majes-tuosa belleza. Su tamaño, mayor que el tamañonatural; sus abundantes rojos, marrones y amari-llos; sus huecos sombreados y sus brillantes pri-meros planos, pero sobre todo, el abrazo de pa-dre e hijo envuelto de luz y rodeado de cuatro

misteriosos mirones. Todo esto me impactó conuna intensidad mayor de lo que nunca hubierapodido imaginar. Hubo momentos en los que mepregunté si el original no me desilusionaría. Todolo contrario. Su grandeza y esplendor hacían quetodas las demás cosas pasaran a un segundo pla-no. Me dejó completamente cautivado. Realmen-te, estar aquí era volver a casa.

Mientras muchos grupos de turistas pasaban rápi-damente con sus guías, yo permanecía sentado enuna de las sillas forradas de terciopelo rojo queestán frente a los cuadros. Sólo miraba. ¡Ahoraestaba viendo el original! No sólo veía al padreabrazando a su hijo recién llegado a casa, sinotambién al hermano mayor y a las otras tres figu-ras. Es un óleo sobre lienzo de dos metros y me-dio de alto por casi dos de ancho. Me llevó unrato darme cuenta de que efectivamente estabaallí, asimilar que estaba verdaderamente en pre-sencia de lo que durante tanto tiempo había que-rido ver, disfrutar del hecho de que estaba sólo,sentado en el Hermitage de San Petersburgo,pudiendo contemplar El Regreso del Hijo Pródigotodo el tiempo que quisiera.

El cuadro estaba expuesto de la forma más ade-cuada, en una pared que recibía la luz natural depleno a través de una gran ventana cercana si-tuada formando ángulo de ochenta grados. Senta-do allí, me di cuenta de que a medida que seacercaba la tarde, la luz se hacía más intensa. Alas cuatro, el sol cubrió el cuadro con una inten-sidad diferente, y las figuras de atrás —que du-rante las primeras horas parecían algo borrosas—parecieron salir de sus rincones oscuros. A medidaque transcurría la tarde, la luz del sol se hizo másdirecta y estremecedora. El abrazo del padre y elhijo se hizo más fuerte, más profundo, y los mi-rones participaban más directamente de aquelmisterioso acontecimiento de reconciliación,perdón y cura interior. Poco a poco, me fui dandocuenta de que había tantos cuadros del Hijo Pró-digo como cambios de luz, y me quedé durantelargo rato fascinado por aquel gracioso baile denaturaleza y arte.

Alexei regresó. Sin darme cuenta habían pasadomás de dos horas desde que se había marchadodejándome a solas con el cuadro. Con sonrisacompasiva y gesto de apoyo, me sugirió que nece-sitaba un descanso y me invitó a un café. Me con-dujo por los majestuosos vestíbulos del museo —lamayor parte del cual fue la residencia de inviernode los zares— hacia la zona de trabajo en la quehabíamos estado antes. Alexei y su colega habíanpreparado una enorme bandeja llena de pan,quesos y dulces y me animaron a que lo probaratodo. Tomar el café de la tarde con los restaura-dores del Hermitage no estuvo nunca en mis pla-nes cuando soñaba con pasar un rato a solas con

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El Regreso del Hijo Pródigo. Tanto Alexei como sucompañero me explicaron todo lo que sabíanacerca del cuadro de Rembrandt y se quedaronintrigados por saber por qué estaba yo tan intere-sado en él. Parecían sorprendidos y algo perplejoscon mis reflexiones y observaciones espirituales.Me escucharon muy atentamente pidiéndome queles contara más.

Después del café volví al cuadro durante otrahora hasta que el vigilante y la mujer de la lim-pieza me hicieron saber, muy claramente porcierto, que el museo se iba a cerrar y que yahabía estado bastante tiempo.

Cuatro días más tarde volví a visitar el museo. Enaquella sesión me ocurrió algo divertido, algo queno puedo dejar de contar. Debido al ángulo desdeel que el sol de la mañana iluminaba el cuadro, elbarniz emitía una luz confusa. Así pues, cogí unade las sillas de terciopelo rojo y la llevé a un lu-gar desde el que aquella luz tenía una intensidadmenor y podía ver así con claridad las figuras delcuadro. En cuanto el vigilante —un hombre joveny muy serio vestido con gorra y uniforme militar—vio lo que hacía, se enfadó mucho por mi atrevi-miento de coger la silla y ponerla en otro sitio. Seacercó y, soltando una parrafada en ruso yhaciendo una serie de gestos universales, meordenó que devolviera la silla a su sitio. Comorespuesta, yo señalé primero hacia el sol y luegohacia el lienzo para tratar de explicar por quéhabía cambiado la silla de sitio. Mis esfuerzos notuvieron ningún éxito, de forma que dejé la sillaen su sitio y me senté en el suelo. El vigilante seenfadó aún más. Tras nuevos y animados intentospor ganarme su simpatía, me dijo que me sentaraencima del radiador que estaba bajo la ventana;desde allí podría ver bien. Pero la primera guíaque pasó con su grupo de turistas vino hacia mí yme dijo en tono severo que me levantara de en-cima del radiador y que me sentara en una de lassillas de terciopelo. Pero entonces, el vigilante seenfadó con la guía y con múltiples palabras ygestos le dijo que había sido él quien me habíadejado que me sentara en el radiador. La guía nopareció quedarse conforme pero decidió volvercon los turistas que estaban mirando el Rem-brandt y preguntándose por el tamaño de las figu-ras. Minutos más tarde, Alexei vino a ver quéhacía. El vigilante se le acercó de inmediato yempezaron una larga conversación. Evidentemen-te, el vigilante estaba tratando de explicar lo quehabía pasado, pero la discusión duraba tanto quepensé que todo aquello desembocaría en algoraro. Entonces, de repente, Alexei se marchó. Porun momento me sentí algo culpable por haberprovocado tal revuelo y pensé que había conse-guido que Alexei se enfadara conmigo. Sin em-bargo, diez minutos más tarde, Alexei volvía car-gado con un enorme y confortable sillón de ter-

ciopelo rojo y patas pintadas de color dorado.¡Todo para mí! Con una gran sonrisa, colocó lasilla frente al cuadro invitándome a tomar asien-to. Alexei, el vigilante y yo sonreímos. Tenía mipropia silla, y ya nadie me pondría objeción algu-na. De repente, aquello me pareció de lo máscómico. Tres sillas vacías que no podían tocarse yme ofrecían un lujoso sillón traído de algún lugarde aquel palacio de invierno que podía movercuanto quisiera. ¡Elegante burocracia! Me pregun-té si alguna de las figuras del cuadro, que habíansido testigo de toda la escena, estaría sonriendo.Nunca lo sabré.

Pasé más de cuatro horas con El Hijo Pródigo,tomando notas de lo que decían los guías y losturistas, de lo que veía mientras el sol iluminabacon aquella intensidad el cuadro, y de lo que yomismo experimentaba en lo más profundo de miser a la vez que me convertía más y más en partede la historia que Jesús contó una vez y Rem-brandt pintó más tarde. Me pregunté si aquelprecioso tiempo pasado en el Hermitage daría sufruto alguna vez y cómo lo haría.

Cuando me alejé del cuadro, me acerqué al jovenvigilante y traté de expresarle mi gratitud porhaberme aguantado tanto tiempo. Cuando le miréa los ojos, bajo aquella gorra rusa vi a un hombrecomo yo: temeroso y con grandes deseos de serperdonado. De aquella cara surgió una hermosasonrisa. Yo también sonreí, y los dos nos sentimossalvados.

El acontecimiento

Algunas semanas después de mi visita al Hermita-ge en San Petersburgo, fui a El Arca de Daybreak,en Toronto, para vivir y trabajar como guía de lacomunidad. Aunque me había tomado un añoentero para clarificar mi vocación y para discernirsi Dios me llamaba para llevar una vida dedicadaa personas con enfermedades mentales, todavíame sentía inquieto y dudaba de mi capacidad dehacerlo bien. Nunca antes había prestado dema-siada atención a la gente con enfermedades men-tales. Todo lo contrario. Me había centrado cadavez más en los estudiantes universitarios y susproblemas. Había aprendido a dar conferencias ya escribir libros, a explicar las cosas sistemática-mente, a poner títulos y subtítulos, a discutir y aanalizar. Así pues, tenía muy poca idea de cómocomunicarme con hombres y mujeres que casi nohablan y que, si lo hacen, no sienten ningún inte-rés por los argumentos lógicos o las opinionesbien razonadas. Todavía sabía menos acerca decómo anunciar el Evangelio de Jesús a personasque escuchaban más con el corazón que con lamente y que eran mucho más sensibles a cómovivía yo que a mis palabras.

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Llegué a Daybreak en agosto de 1986 con el con-vencimiento de que había hecho la elección co-rrecta, pero con el corazón lleno de inquietud porlo que me esperaba. A pesar de todo estaba con-vencido de que, tras pasar más de veinte años enlas aulas, había llegado la hora de confiar en queDios ama a los pobres de espíritu de manera es-pecial y en que, aunque yo tenía muy poco queofrecerles, ellos tenían mucho que ofrecerme amí.

Una de las primeras cosas que hice al llegar fuebuscar el lugar adecuado para colocar mi repro-ducción de El Regreso del Hijo Pródigo. El lugarque me habían asignado para trabajar me parecióel ideal. Podía ver aquel misterioso abrazo depadre e hijo que se había convertido en una partetan íntima de mi trayectoria espiritual desdecualquier sitio en que me sentara a leer, escribiro charlar con alguien.

Desde mi visita al Hermitage, me hice más y másconsciente de las cuatro figuras, dos mujeres ydos hombres, que estaban de pie rodeando elespacio luminoso donde el padre daba la bienve-nida a su hijo. Su forma de mirar te hacía pregun-tarte qué pensarían o sentirían sobre lo que esta-ban viendo. Aquellos mirones o espectadoresdaban pie a todo tipo de interpretaciones. Cuan-do reflexionaba sobre mi propio trabajo me hacíamás y más consciente del largo tiempo en quehabía desempeñado el papel de espectador. Du-rante años había instruido a los estudiantes en losdiferentes aspectos de la vida espiritual, tratandode ayudarles a ver la importancia de vivir todosellos. Pero ¿me había atrevido a llegar al fondode lo esencial, a arrodillarme y a dejarme abrazarpor un Dios misericordioso?

El simple hecho de ser capaz de dar una opinión,de expresar un argumento, de defender una pos-tura y de clarificar una visión me había dado, ytodavía me da, una sensación de control. Y por logeneral, me siento mucho más seguro experimen-tando una sensación de control sobre una situa-ción indefinible, que arriesgándome a que sea lasituación la que me controle.

Ciertamente había pasado muchas horas en ora-ción, muchos días y meses de retiro y había teni-do innumerables conversaciones con directoresespirituales, pero jamás había abandonado com-pletamente el papel de espectador. Aunque du-rante toda la vida había sentido el deseo de sen-tirme implicado desde dentro, elegía una y otravez la postura del observador distante. A vecesera una mirada curiosa, otras era una miradacelosa, otras era una mirada inquieta, y de vez encuando era una mirada de amor. Pero dejar loque de alguna forma era la postura segura delespectador crítico me parecía saltar a un territo-

rio desconocido. Deseaba tanto controlar mi tra-yectoria espiritual, ser capaz de predecir al me-nos una parte del resultado, que renunciar a laseguridad del espectador a cambio de la vulnera-bilidad del hijo que vuelve, me parecía casi impo-sible. Enseñar a los estudiantes, explicar las pala-bras y acciones de Jesús y mostrarles los distintoscaminos espirituales que la gente ha elegido a lolargo de los tiempos, era como adoptar la posturade una de las cuatro figuras que rodeaban aquelabrazo divino. Las dos mujeres de pie a diferen-tes distancias detrás del padre, el hombre senta-do con la mirada perdida en el vacío, y el otroalto, de pie, erguido, contemplando con miradacrítica el acontecimiento, todos ellos representandistintas formas de no compromiso. Vemos indife-rencia, curiosidad, un soñar despierto, una obser-vación atenta; alguno mira fijamente, otro con-templa, otro observa sin fijar la mirada y otrosimplemente mira; uno está de pie al fondo, otrose apoya en un arco, otro está sentado con losbrazos cruzados o de pie con las manos juntas unasobre otra. Cada una de estas posturas me es muyfamiliar. Algunas más cómodas que otras, perotodas ellas son formas de no comprometerse.

Pasar de dar clases a universitarios a vivir conenfermos mentales supuso, al menos para mí, darun paso hacia la plataforma donde el padre abra-za a su hijo arrodillado. Es el lugar de la luz, ellugar de la verdad, el lugar del amor. Es el lugardonde yo quiero estar aunque me da mucho mie-do llegar a él. Es el lugar donde recibiré todo loque deseo, todo lo que siempre he esperado, todolo que necesitaré, pero también es el lugar dondetengo que dejar todo lo que quiero retener. Es ellugar que me enfrenta con el hecho de que acep-tar de verdad el amor, el perdón y la curación es,a menudo, mucho más duro que entregarlo. Es ellugar más allá de lo que uno mismo puede obte-ner, merecer y de las recompensas que puederecibir. Es el lugar de la rendición y de la totalconfianza.

Poco después de llegar a Daybreak, Linda, unapreciosa joven con síndrome de Down, me rodeócon sus brazos y dijo: “Bienvenido”. Esto lo hacecon todos los recién llegados y siempre con abso-luta convicción y amor. Pero ¿cómo recibir unabrazo así? Linda no me conocía. No tenía ni ideade lo que había vivido antes de llegar a Daybreak.No había tenido ocasión de encontrarse con milado oscuro, ni de descubrir mis puntos de luz. Nohabía leído ninguno de mis libros, no me habíaoído hablar y jamás había mantenido una conver-sación conmigo.

Así pues, ¿tenía que limitarme a sonreír, a piro-pearle y a seguir caminando como si nada hubieraocurrido? Tal vez Linda estaba de pie en algúnlugar de la plataforma diciendo con su gesto:

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“¡ven, no seas tan vergonzoso, tu Padre tambiénquiere abrazarte!”. Parece que cada vez —ya seala bienvenida de Linda, el apretón de manos deBill, la sonrisa de Gregory, el silencio de Adam olas palabras de Raymond— tengo que elegir entre“explicar” esos gestos o simplemente aceptarloscomo invitaciones a llegar más alto.

Estos años en Daybreak no han sido fáciles. Hevivido muchas luchas internas y mucho dolor men-tal, emocional y espiritual. Nada, absolutamentenada parecía indicarme que el cambio había me-recido la pena. Pero el paso de Harvard a El Arcasignificó dar un pequeño paso en el cambio deactitud de espectador a participante, de juez apecador arrepentido, de profesor de cómo se amaa persona que se deja amar. No tenía la menoridea de lo difícil que iba a resultar este viaje. Nome daba cuenta de lo profundamente arraigadaque estaba en mí la resistencia y lo angustiosoque sería para mí “darme cuenta”, caer de rodi-llas y dejar que las lágrimas corrieran libremente.No sabía lo duro que iba a resultar convertirme enparte del gran acontecimiento que el cuadro deRembrandt representa.

Cada pequeño paso hacia su interior era comouna petición imposible, una petición que me exi-gía dejar de lado una vez más mi deseo de con-trolar, de predecir; una petición a superar elmiedo de no saber a dónde me llevaría todo aque-llo; una petición a rendirme al amor que no cono-ce límites. Sabía que nunca sería capaz de vivir elgran mandamiento de amar sin condiciones nirequisitos. El paso de enseñar sobre el amor adejarme amar me iba a resultar más largo de loque pensaba.

La visión

Mucho de lo que ha ocurrido desde mi llegada aDaybreak está escrito en mis diarios y libros denotas, pero, tal y como está, muy poco puedecompartirse con los demás. Las palabras son de-masiado crudas, demasiado ruidosas, demasiado“sangrientas”, demasiado desnudas. Pero ahoraha llegado el momento en el que es posible mirarhacia atrás, mirar aquellos años de alboroto ydescribir, con más objetividad que antes, el lugaral que me ha trasladado toda esta lucha. Todavíano soy lo suficientemente libre como para dejar-me abandonar completamente en el abrazo segu-ro del Padre. En muchos sentidos, sigo caminandohacia su significado profundo. Todavía soy comoel hijo pródigo: viajo, preparo discursos, predigocómo será todo cuando finalmente llegue a lacasa de mi Padre. Pero estoy en el camino a casa.He dejado el país lejano y siento el amor máscerca. Ahora estoy preparado para contar mi his-toria. En ella se podrá encontrar algo de esperan-za, de luz y de consuelo. Mucho de cuanto he

vivido durante estos últimos años formará partede esta historia, no como expresión de confusióno de desesperación, sino como etapas en mi ca-mino hacia la luz.

El cuadro de Rembrandt ha estado muy cerca demí durante todo este tiempo. Lo he cambiado desitio innumerables veces: del despacho a la capi-lla, de la capilla a la sala de estar de Dayspring(la casa de oración de Daybreak) y de la sala deestar de Dayspring otra vez a la capilla. Hehablado sobre él miles de veces dentro y fuera dela comunidad de Daybreak: a los enfermos menta-les y a los que les atienden, a ministros y a sacer-dotes, y a hombres y mujeres de toda condición.Cuanto más hablaba sobre El Hijo Pródigo, más loconsideraba como si se tratara de mi propia obra:un cuadro que contenía no sólo lo esencial de lahistoria que Dios quería que yo contara, sinotambién lo que yo mismo quería contar a Dios y alos hombres y mujeres de Dios. En él está todo elEvangelio. En él está toda mi vida y la de misamigos. Este cuadro se ha convertido en una mis-teriosa ventana a través de la cual puedo ponerun pie en el Reino de Dios. Es como una entradainmensa que me permitiera pasar al otro lado dela existencia y, desde allí, contemplar la extrañavariedad de gentes y acontecimientos que com-ponen mi vida diaria.

Durante años traté de ver a Dios en la diversidadde experiencias humanas: soledad y amor, pena yalegría, resentimiento y gratitud, guerra y paz.Intenté comprender los altibajos del alma huma-na, para poder percibir el hambre y la sed quesólo un Dios cuyo nombre es Amor podía satisfa-cer. Traté de descubrir lo duradero más allá de lopasajero, lo eterno más allá de lo temporal, elamor perfecto más allá de los miedos que nosparalizan, y la consolación divina más allá de ladesolación provocada por la angustia y la deses-peración humanas. Procuré proyectarme más alláde la calidad mortal de nuestra existencia haciauna presencia más duradera, más profunda, másabierta y más maravillosa de lo que podemosimaginar, e intentaba hablar de esa presenciacomo una presencia que ya desde ahora puede servista, oída y palpada por aquéllos que quierencreer.

Sin embargo, en el tiempo pasado aquí, en Day-break, he sido conducido a un lugar más interior,un lugar en el que no había estado antes. Es unlugar dentro de mí donde Dios ha elegido hospe-darse. Donde me siento a salvo en el abrazo de unDios todo amor que me llama por mi nombre y medice: “Tú eres mi hijo amado, en quien me com-plazco.” Donde saboreo la alegría y la paz que noexisten en este mundo.

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Este lugar siempre ha estado allí. Yo siempre supeque era la fuente de gracia. Sin embargo, nohabía sido capaz de entrar y vivir allí de verdad.Jesús dice: “El que me ama se mantendrá fiel amis palabras. Mi Padre lo amará, y mi Padre y yovendremos a él y viviremos en él.” (Jn 14,23)Estas palabras siempre me han impresionado muyprofundamente. ¡Soy la casa de Dios!

Pero me había resultado muy duro experimentarla verdad que encierran. Sí, Dios hace su moradaen lo más íntimo de mi ser, pero ¿cómo podíaaceptar la llamada de Jesús: “Permanezcan uni-dos a mi como yo lo estoy a ustedes” (Jn 15,4)?La invitación es muy clara. Hacer mi morada don-de Dios ha hecho la suya, éste es el enorme retoespiritual. Parecía una tarea imposible.

Con mis pensamientos, sentimientos, emociones ypasiones, estaba constantemente fuera del lugarque Dios había elegido para hacer su morada.Llegar a casa y permanecer allí donde Dios habi-ta, escuchar la voz de la verdad y del amor, eralo que más miedo me daba porque sabía que Diosera un amante celoso que lo quería todo de mí entodo momento. ¿Cuándo estaría preparado paraaceptar esa clase de amor?

Dios mismo me mostraría el camino. Las crisisfísicas y emocionales interrumpieron la vida tanatareada que llevaba en Daybreak y me obligarona volver a casa y a buscar a Dios en el único lugardonde podía buscarlo: en mi propio santuariointerior. No puedo decir que lo haya conseguido;nunca lo haré en esta vida, porque el caminohasta Dios llega mucho más allá de las fronterasde la muerte. Es un viaje largo y muy exigente,pero está lleno de sorpresas maravillosas y a me-nudo nos proporciona la satisfacción del objetivocumplido.

La primera vez que vi el cuadro de Rembrandt noestaba tan familiarizado con la morada de Dios

dentro de mí como lo estoy ahora. Sin embargo,mi reacción profunda al abrazo del padre a suhijo me hizo ver que estaba buscando desespera-damente ese lugar interior donde yo tambiénpudiera ser abrazado como el joven del cuadro.Al mismo tiempo, no podía prever lo que iba asuponer el acercarme más y más a ese lugar. Es-toy muy agradecido por no haber sabido de ante-mano lo que Dios me tenía preparado. Y tambiénagradezco el nuevo lugar que se me ha abierto através de todo el sufrimiento interior. Ahora ten-go una vocación nueva. Es la vocación de hablar yescribir desde ese lugar profundo hacia las otrasdimensiones de mí mismo y de dirigirme a lasvidas llenas de inquietud de otras personas. Ten-go que arrodillarme ante el Padre, apoyar mi oídoen su pecho y escuchar sin interrupción los latidosde su corazón. Entonces, y sólo entonces, puedodecir con sumo cuidado y muy amablemente loque oigo. Ahora sé que debo hablar desde laeternidad al tiempo real, desde la alegría durade-ra a las realidades pasajeras de nuestra cortaexistencia en este mundo, desde la morada delamor a las moradas del miedo, desde la casa deDios a las casas de los seres humanos. Soy plena-mente consciente de la grandeza de esta voca-ción. Más aún, estoy totalmente seguro de queéste es el único camino para mí. Podría llamárse-le visión “profética”: mirar a la gente y a estemundo con los ojos de Dios.

¿Es ésta una posibilidad real para un ser humano?Más importante aún: ¿es ésta una opción verdade-ra para mí? No se trata de una cuestión intelec-tual. Es una cuestión de vocación. Estoy llamadoa entrar en mi propio santuario interior dondeDios ha elegido hacer su morada. La única formade llegar a ese lugar es rezando, rezando cons-tantemente. El dolor y las luchas pueden aclararel camino, pero estoy seguro de que es únicamen-te la oración continua la que me permite entrarallí.

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Introducción

El hijo menor, el hijo mayor y elpadre

Al año siguiente de ver El Hijo Pródigo por prime-ra vez, mi trayectoria espiritual estuvo marcadapor tres fases que me ayudaron a encontrar laestructura de mi historia personal.

La primera fase consistió en mi experiencia de serel hijo menor. Los largos años de enseñanza en launiversidad, así como mi intensa implicación enlos asuntos de América Central y del Sur, habíanhecho que me sintiera algo perdido. Había ido deun sitio a otro, había conocido gente de todo tipoy formado parte de cantidad de movimientos.Pero al final me sentía sin hogar y muy cansado.Cuando vi la manera tan tierna que tenía el padrede apoyar las manos en los hombros de su jovenhijo y de acercarlo a su corazón, sentí muy pro-fundamente que aquel hijo perdido era yo y quequería volver como lo hacía él para ser abrazadocomo él. Durante mucho tiempo pensé en mímismo como en el hijo pródigo que vuelve a casa,anticipando el momento de ser recibido por miPadre.

Entonces, casi inesperadamente, algo cambió enmi perspectiva. Después de un año en Francia ytras mi visita al Hermitage en San Petersburgo,los sentimientos de desesperación que habíanhecho que me identificara tan fuertemente con elhijo más joven volvieron al fondo de mi concien-cia. Había decidido ya marcharme a Daybreak,por lo que me sentía más seguro de mí mismo queantes.

La segunda fase en mi trayectoria espiritual co-menzó una mañana mientras hablaba del cuadrode Rembrandt con Bart Gavigan, un amigo deInglaterra que había llegado a conocerme muyprofundamente el año anterior. Mientras explica-ba a Bart lo intensamente que había llegado aidentificarme con el hijo menor me miró atenta-mente y dijo: “me pregunto si no serás más biencomo el hijo mayor.” Con estas palabras abrió unespacio nuevo dentro de mí.

Francamente, nunca había pensado en mí mismocomo en el hijo mayor, pero una vez que Bart meenfrentó a esa posibilidad, miles de ideas comen-zaron a darme vueltas por la cabeza. Lo primeroque pensé es que, efectivamente, soy el mayorde mis hermanos; después, caí en la cuenta de loobediente que había sido a lo largo de mi vida.Cuando tenía seis años ya quería ser sacerdote ynunca cambié de opinión. Nací, fui bautizado,confirmado y ordenado en la misma iglesia y

siempre obedecí a mis padres, a mis profesores, amis obispos y a mi Dios. Nunca me fui de casa,jamás perdí el tiempo ni malgasté el dinero enbúsquedas sensuales, tampoco había “embotadomi corazón por el exceso de comida, la embria-guez y las preocupaciones de la vida” (Lc 21,34).Durante toda mi vida fui responsable, tradicionaly hogareño. Pero, con todo, había estado tanperdido como el hijo menor. De repente, me vi deuna forma totalmente nueva. Vi mis celos, micólera, mi susceptibilidad, mi cabezonería, miresentimiento y, sobre todo, mi sutil fariseísmo.Vi lo mucho que me quejaba y comprobé que granparte de mis pensamientos y de mis sentimientoseran manejados por el resentimiento. Por unmomento me pareció imposible que alguna vezhubiera podido pensar en mí como en el hijo me-nor. Con toda seguridad, yo era el hijo mayor,pero estaba tan perdido como su hermano, aun-que hubiera estado “en casa” toda mi vida.

Había trabajado mucho en la granja de mi padre,pero nunca había disfrutado completamente de laalegría de estar en casa. En vez de estar agrade-cido por todos los privilegios que había recibido,me había convertido en una persona resentida:celosa de mis hermanos y hermanas menores quehabían corrido tantos riesgos y que, a pesar detodo, eran recibidos tan calurosamente. Durantemi primer año en Dayreak, aquel comentario tanperspicaz de Bart siguió iluminando mi vida inter-ior.

Pero iban a suceder más cosas. En los meses quesiguieron a la celebración del treinta aniversariode mi ordenación como sacerdote, fui entrandoen una profunda oscuridad interior y comencé asentir una intensa angustia. Llegué a un punto enque ya no me sentía a salvo en mi comunidad ytuve que marcharme para buscar ayuda y trabajardirectamente en mi curación profunda. Los pocoslibros que me llevé trataban de Rembrandt y dela parábola del hijo pródigo. En el tiempo que vivíen un lugar aislado, lejos de mis amigos y de micomunidad, encontré gran consuelo en la lecturade la tormentosa vida del gran pintor holandés yen el aprendizaje de más datos acerca de la tra-yectoria agonizante que le llevó a pintar su mag-nífica obra.

Durante horas me quedaba mirando los espléndi-dos dibujos y cuadros que pintó entre dificulta-des, desilusiones y tristezas, y llegué a compren-der cómo de su pincel emergió la figura de unanciano casi ciego abrazando a su hijo en un ges-to de perdón y compasión. Una persona tiene quemorir muchas veces y derramar muchas lágrimaspara poder pintar un retrato de Dios con tantahumildad.

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Fue durante este período de inmensa tristezainterior cuando otro amigo pronunció la palabraque más necesitaba oír e inició la tercera fase demi trayectoria espiritual. Sue Mosteller, que esta-ba en la comunidad de Daybreak desde principiosde los setenta y que había insistido en su momen-to en llevarme allí, me prestó una ayuda indis-pensable cuando las cosas se pusieron difíciles yme ayudó a luchar contra todo para alcanzar laauténtica libertad interior. Cuando fue a visitar-me a mi “hermitage” y me habló de El Hijo Pró-digo, dijo: “tanto si eres el hijo mayor como sieres el hijo menor, debes caer en la cuenta deque a lo que estás llamado es a ser el padre.”

Aquellas palabras me cayeron como un jarro deagua fría, porque, después de todos aquellos añosviviendo con el cuadro y mirando al anciano sos-teniendo a su hijo, jamás se me ocurrió que elpadre era quien expresaba más plenamente mivocación en la vida.

Sue no me dio la oportunidad de protestar: “Todatu vida has estado buscando amigos, suplicandoafecto; has estado interesado en miles de cosas,has rogado que te apreciaran, que te quisieran,que te consideraran. Ha llegado la hora de recla-mar tu verdadera vocación: ser un padre quepuede acoger a sus hijos en casa sin pedirles ex-plicaciones y sin pedirles nada a cambio. Mira alpadre de tu cuadro y verás lo que estás llamado aser. Nosotros, en Daybreak, y la mayor parte dela gente que te rodea, no necesitamos que seasun buen amigo o un buen hermano. Lo que nece-sitamos es que seas un padre capaz de reclamarpara sí la autoridad de la verdadera compasión”.

Mirando al anciano vestido con aquel manto rojo,sentía una profunda resistencia a pensar en mí de

aquella forma. Me identificaba más con el jovenderrochador o con el rencoroso hijo mayor. Perola idea de ser como aquel anciano que no teníanada que perder porque ya lo había perdido todoy sólo le quedaba dar, me abrumaba. Sin embar-go, Rembrandt murió cuando tenía sesenta y tresaños y yo estoy más cerca de esa edad que de lade cualquiera de los dos hijos. Rembrandt busca-ba ponerse en el lugar del padre; ¿por qué no ibayo a hacer lo mismo?

El año y medio que ha pasado desde que Sue Mos-teller me lanzó el reto ha sido un tiempo de em-pezar a exigirme mi paternidad espiritual. Ha sidouna lucha lenta y muy dura, y todavía a vecessiento deseos de permanecer en el papel de hijo yno crecer nunca. Pero también he saboreado lainmensa alegría de los hijos que vuelven a casa,la alegría de imponerles las manos en un gesto deperdón y bendición. He empezado a conocer loque significa ser un padre que no hace preguntassino que lo único que quiere es acoger a sus hijosen casa.

Todo lo que he vivido desde mi primer encuentrocon aquella representación del cuadro de Rem-brandt no sólo me ha dado la inspiración paraescribir este libro, sino que también me dio laidea para estructurarlo. Primero me reflejaré enel hijo menor, después en el mayor, y por últimoen el padre. Porque, de hecho, soy el hijo menor,soy el hijo mayor, y estoy en camino de conver-tirme en el padre. Y para vosotros, los que váis arealizar este viaje espiritual conmigo, espero yrezo para que descubráis en vuestro interior nosólo a los hijos extraviados, sino también al padrey la madre compasivos que es Dios.

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Parte I

EL HIJO MENOR

El hijo menor dijo a su padre: “Padre, dame laparte de la herencia que me corresponde.” Y elpadre les repartió el patrimonio. A los pocos díasel hijo menor recogió sus cosas, se marchó a unpaís lejano y allí despilfarró toda su fortuna vi-viendo como un libertino. Cuando lo había gasta-do todo, sobrevino una gran carestía en aquellacomarca y comenzó a padecer necesidad. Enton-ces fue a servir a casa de un hombre de aquelpaís, quien le mandó a sus campos a cuidar cer-dos. Habría deseado llenar su estómago con lasalgarrobas que comían los cerdos pero nadie selas daba. Entonces, recapacitó y se dijo: “Cuán-tos jornaleros de mi padre tienen pan de sobramientras yo aquí me muero de hambre! Me pon-dré en camino, volveré a casa de mi padre y lediré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.Ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame comoa uno de tus jornaleros”. Se puso en camino y sefue a casa de su padre.

1. REMBRANDT Y EL HIJO MENOR

Rembrandt pintó El Hijo Pródigo en los últimosaños de su vida. Seguramente fue una de sus úl-timas obras. Cuanto más leo sobre ella, más laveo como la declaración final de una vida tumul-tuosa y atormentada. Junto con su inacabadoSimeón y el Niño Jesús, El Hijo Pródigo muestra lapercepción del pintor sobre sí mismo a una de-terminada edad, una percepción en la que laceguera física y una profunda visión interior estáníntimamente relacionadas. La forma como el vie-jo Simeón coge al niño y la forma como el ancianopadre abraza a su hijo exhausto, revela una visióninterior que recuerda las palabras de Jesús a susdiscípulos: “Dichosos los ojos que ven lo que us-tedes ven.” (Lc 10,23) Tanto Simeón como elpadre del hijo que vuelve a casa llevan dentro desí esa misteriosa luz que les hace ver. Es una luzinterior, escondida en lo profundo, pero que irra-dia una luminosidad que impregna toda esa tiernabelleza.

Esta luz interior, sin embargo, estuvo escondidadurante mucho tiempo. Durante años permanecióinaccesible para Rembrandt. Sólo gradualmente ya través de mucha angustia, pudo descubrir esaluz en su interior y, a través de lo que vivía en suinterior, en cuantos pintó. Antes de ser como elpadre, Rembrandt fue durante largo tiempo comoel joven orgulloso que “recogió sus cosas, se mar-chó a un país lejano y allí despilfarro todo sufortuna viviendo como un libertino.”

Cuando miro los autorretratos que Rembrandtdibujó con tanta profundidad en sus últimos añosy que explican en gran medida su habilidad parapintar a aquel padre radiante y al anciano Si-meón, no puedo olvidarme de que cuando Rem-brandt fue joven tenía todos los rasgos del hijopródigo: insolente, autosuficiente, derrochador,sensual y muy arrogante. Cuando tenía treintaaños, se hizo un autorretrato con su mujer, Sas-kia, representando al hijo perdido en un burdel.Allí no hay vida interior. Borracho, con la bocamedio abierta y los ojos ávidos de lujuria, miracon desdén a los que observan el retrato, como siquisiera decir: “¿A que es divertido?” Con la manoderecha levanta una copa medio vacía, mientrascon la izquierda toca la espalda de su esposa quemira con ojos no menos impúdicos. El pelo largo yrizado de Rembrandt, el sombrero de terciopelocon esa enorme pluma blanca, y la espada envai-nada en una funda de cuero con empuñadura deoro rozando la parte trasera de los dos juerguis-tas, deja fuera de toda duda sus intenciones. Lacortina de la esquina superior derecha le recuer-da a uno los burdeles infames del barrio “rojo” deAmsterdam. Pensando en el joven Rembrandt deeste autorretrato como El Hijo Pródigo, me pare-ce casi imposible que sea éste el mismo hombreque, treinta años después, se pintara con aquellosojos que penetran tan profundamente en los mis-terios ocultos de la vida.

Es más, todos los biógrafos de Rembrandt lo des-criben como un joven orgulloso, plenamente con-vencido de su talento y ansioso por conocer todolo que el mundo tiene que ofrecerle; un extrover-tido amante de la lujuria e insensible a cuantos lerodean. Sin ninguna duda, una de las mayorespreocupaciones de Rembrandt fue el dinero. Ganómucho, gastó mucho y perdió mucho. Malgastógran parte de su energía en interminables juiciospor problemas financieros y procesos de banca-rrota. Los autorretratos que pintó entre los veintey muchos y los treinta y pocos años, reflejan unRembrandt hambriento de fama y adulación, afi-cionado a costumbres extravagantes, que prefierelas cadenas de oro a los tradicionales cuellos al-midonados y que lleva sombreros extravagantes,boinas, cascos y turbantes. Aunque gran parte deeste vestuario tan elaborado puede considerarseuna forma normal de practicar y hacer alarde delas técnicas de pintura, también revela un carác-ter arrogante que no busca solamente agradar asus patrocinadores.

Sin embargo, a este corto período de éxito, popu-laridad y riqueza le siguió otro de dolor, desgraciay desastre. Sería agotador tratar de enumerar lacantidad de desgracias ocurridas en la vida deRembrandt. Realmente, no son muy diferentes alas del hijo pródigo. Después de perder a su hijoRumbartus en 1635, a su primera hija Cornelia en

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1638, y a su segunda hija Cornelia en 1640, sumujer, Saskia, a quien amó y admiró profunda-mente, muere en 1642. Se queda sólo con su hijode nueve meses, Titus. Tras la muerte de Saskia,su vida sigue marcada por incontables problemasy desgracias. A una relación desgraciada con laniñera de Titus, Geertje Dircx, que acabó en plei-to y en el confinamiento de ésta en un asilo, lesigue una unión más estable con Hendrickje Stof-fels. Ella le dio un hijo que muere en 1652 y unahija, Cornelia, la única que le sobrevivirá.

Durante aquellos años su popularidad como pintorcayó en picada, aunque algunos críticos continua-ron considerándole uno de los mejores pintoresde la época. Los problemas financieros fueron tangraves que en 1656 fue declarado insolvente,pidiendo el derecho a ceder toda su propiedad yefectos a beneficio de sus acreedores y así evitarla bancarrota. Todas sus posesiones, sus obras ylas obras de otros pintores, su colección de cachi-vaches, su casa de Amsterdam y sus muebles fue-ron vendidos en tres subastas en 1657 y 1658.

Aunque no estuvo nunca completamente libre dedeudas y deudores, a los 50 años es capaz deencontrar un poco de paz. El calor y la profundi-dad de las obras de esta época muestran que lasdesilusiones no consiguieron amargarle. Al contra-rio, tuvieron un efecto purificador en su visión delas cosas. Jakob Rosenberg escribe: “Empezó amirar al hombre y a la naturaleza con una miradamás penetrante, sin distraerse con el esplendorde fuera”. En 1663, Hendrickje muere y, cincoaños más tarde, Rembrandt es testigo del matri-monio y la muerte de su querido hijo Titus. Cuan-do Rembrandt muere en 1669 es un hombre pobrey solitario. Sólo su hija Cornelia, su nuera Magda-lene van Loo y su nieta Titia le sobrevivieron.

Cuando miro al hijo pródigo, de rodillas ante supadre, apoyando la cara contra su pecho, no dejode ver al que un día fuera un artista autosuficien-te y venerado, que ha llegado a comprender porfin que toda la gloria que había conseguido eragloria vana. En lugar de la ropa cara con la que eljoven Rembrandt se retrató a sí mismo en el bur-del, lleva una túnica sobre los hombros que cubresu cuerpo enfermo; y las sandalias con las quehabía caminado hasta tan lejos, están ahora gas-tadas y ya no sirven.

Pasando mi mirada del hijo arrepentido al padrecompasivo, veo que los destellos de luz de lascadenas de oro, los cascos, las velas y las lámpa-ras escondidas, han desaparecido y han sido susti-tuidos por la luz interior de la vejez. Es el movi-miento desde la gloria que seduce en la búsquedade la riqueza y de la fama, a la gloria que se es-conde en el alma humana y que va más allá de lamuerte.

2. EL HIJO MENOR SE MARCHA

"Un hombre tenía dos hijos. Y el menor dijo a supadre: "Padre, dame la parte de la herencia queme corresponde." Y el padre les repartió el pa-trimonio. A los pocos días el hijo menor recogiótodas sus cosas, se marchó a un país lejano y allídespilfarró toda su fortuna viviendo como unlibertino".

Un rechazo radical…

El título completo del cuadro de Rembrandt es,como ya se ha dicho, El Regreso del Hijo Pródigo.En el “regreso”, queda implícita la marcha. Re-gresar es volver al hogar después de haberloabandonado, un volver después de haberse ido. Elpadre que da la bienvenida al hijo está muy con-tento porque éste, "estaba muerto y ha vuelto ala vida, estaba perdido y ha sido encontrado" (Lc.15,32). La inmensa alegría al volver el hijo perdi-do esconde la inmensa tristeza de la marcha. Elencuentro deja detrás la separación; la vuelta acasa esconde bajo su manto el momento de lapartida. Mirando el regreso, tierno y lleno dealegría, siento que debo atreverme a saborear lostristes acontecimientos que le precedieron. Sólocuando tenga el coraje de profundizar en lo quesignifica dejar el hogar, podré entender de ver-dad lo que es volver a él. El amarillo con maticesmarrones de la ropa del hijo parece bonito cuan-do se observa en rica armonía con el rojo delmanto del Padre; pero lo cierto es que el hijo vavestido con harapos que delatan la miseria que hadejado atrás. En el contexto de un abrazo apasio-nado, nuestra ruina interior puede parecernoshermosa, pero su única belleza proviene de lacompasión que despierta.

Para comprender el misterio de la compasión entoda su profundidad, tengo que observar conhonestidad la realidad que la evoca. El hecho esque, mucho antes de volver, el hijo se había mar-chado. Dijo a su padre: “Padre, dame la parte dela herencia que me corresponde”; reunió todo loque le había tocado y se fue. Lucas cuenta todoesto de forma tan simple y prosaica que resultadifícil caer en la cuenta de que todo lo que estáocurriendo es realmente un hecho inaudito:hiriente, ofensivo, y en total contradicción con latradición más venerada de la época. KennethBailey, en su penetrante explicación de la historiade Lucas, muestra que la manera que tuvo el hijode marcharse es equivalente a desear la muertedel padre.

Bailey escribe:“Durante más de quince años he estado pregun-tando a gente de todo tipo, desde Marruecos has-ta la India, y desde Turquía al Sudán acerca de las

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implicaciones que puede tener el hecho de queun hijo reclame su herencia en vida del padre. Larespuesta ha sido siempre la misma... La conver-sación se desarrolla como sigue:- ¿Hubo alguna vez alguien en su pueblo que pi-diera una cosa así?- ¡Jamás!- ¿Podría alguna vez alguien pedir una cosa así?- ¡Imposible!- Si alguna vez alguien lo hiciera, ¿qué ocurriría?- Su padre lo mataría a golpes, ¡desde luego!- ¿Por qué?- Una petición así significaría que deseaba que supadre muriera.”

Bailey explica que el hijo pide no sólo que sehaga una división de la herencia, sino que tam-bién reclama el derecho de disponer de su parte.“Tras renunciar a sus posesiones en favor de suhijo, el padre tiene todavía derecho a vivir de losbeneficios... mientras esté vivo. Así, el hijo me-nor no tiene derecho alguno sobre las propieda-des hasta la muerte de su padre. La implicaciónde “Padre, no puedo esperar a que mueras”, sub-raya la petición del hijo.”

Así pues, la “marcha” del hijo es un acto muchomás ofensivo de lo que puede parecer en unaprimera lectura. Supone rechazar el hogar en elque el hijo nació y fue alimentado, y es una rup-tura con la tradición más preciosa mantenidacuidadosamente por la gran comunidad de la queél formaba parte. Cuando Lucas escribe: “se mar-chó a un país lejano”, quiere indicar mucho másque el deseo de un hombre joven por ver mundo.Habla de un corte drástico con la forma de vivir,de pensar y de actuar que le había sido transmiti-da de generación en generación como un legadosagrado. Más que una falta de respeto es unatraición a los valores de la familia y de la comu-nidad. El “país lejano” es el mundo en el que seignora todo lo que en casa se considera sagrado.

Esta explicación es muy significativa para mí, nosólo porque me ayuda a una comprensión másprecisa de la parábola en su contexto histórico,sino porque me lleva necesariamente a recono-cerme en el hijo menor. Al principio me fue muyduro descubrir en la historia de mi vida una rebe-lión tan desafiante. No me reconozco a mí mismorechazando los valores de mi propia herencia.Pero cuanto más detenidamente pienso en lossutiles caminos por los que ha transcurrido mivida, veo que he preferido la tierra lejana alhogar y, entonces, el hijo menor surge rápida-mente. Me refiero aquí a un “abandonar el hogar”espiritual que es distinto del hecho físico de quehe pasado la mayor parte de mi vida fuera de miquerida Holanda.

La parábola del hijo pródigo expresa el amor sinfronteras de Dios, mucho más fuertemente quecualquier otra historia del Evangelio. Y cuantomás me sitúo en la historia bajo la luz del amordivino, más clara veo la relación entre el abando-no del hogar y mi propia experiencia espiritual.

El cuadro de Rembrandt representando al Padredando la bienvenida al hijo, disipa cualquier otromovimiento externo. En contraste con su grabadodel Hijo Pródigo de 1636 - lleno de acción, elpadre corriendo hacia su hijo y el hijo lanzandosea los pies de su padre -, el cuadro del Hermitage,pintado unos 30 años después, es de una calmatotal. El padre tocando a su hijo en una bendicióninterminable; el hijo descansando en el pecho desu padre en una paz eterna. Christian Tumpelescribe: "El momento del recibimiento y del per-dón en la quietud de su composición no tiene fin.El movimiento de padre e hijo habla de algo queno pasa, sino que dura para siempre." Jakob Ro-senberg resume esta visión de forma muy bellacuando escribe: "El conjunto de padre e hijo ca-rece de cualquier movimiento exterior, pero todolo interior está en movimiento... La historia notiene nada que ver con un padre terrenal... Loque se representa aquí es el amor y la misericor-dia divinas en su poder de transformar la muerteen vida."

Sordo a la voz del amor

Así pues, dejar el hogar es mucho más que unsimple acontecimiento ligado a un lugar y a unmomento. Es la negación de la realidad espiritualde que pertenezco a Dios con todo mi ser, de queDios me tiene a salvo en un abrazo eterno, de queestoy grabado en las palmas de las manos de Diosy de que estoy escondido en sus sombras. Dejar elhogar significa ignorar la verdad de que Dios meha moldeado en secreto, me ha formado en lasprofundidades de la tierra y me ha tejido en elseno de mi madre (Salmo 139,13-15). Dejar elhogar significa vivir como si no tuviera casa ytuviera que ir de un lado a otro tratando de en-contrar una.

El hogar es el centro de mi ser, allí donde puedooir la voz que dice: “Tú eres mi hijo amado, enquien me complazco” -la misma voz que dio vidaal primer Adán y habló a Jesús, el segundo Adán;la misma voz que habla a todos los hijos de Dios ylos libera de tener que vivir en un mundo oscuro,haciendo que permanezcan en la luz. Yo he oídoesa voz. Me habló en el pasado y continúahablándome ahora. Es la voz del amor que nodeja de llamar, que habla desde la eternidad yque da vida y amor dondequiera que es escucha-da. Cuando la oigo, sé que estoy en casa con Diosy que no tengo que tener miedo a nada. Como elAmado de mi Padre celestial, “aunque pase por

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un valle tenebroso, ningún mal temeré” (Salmo23,4). Como el Amado, puedo curar a los enfer-mos, resucitar a los muertos, limpiar a los lepro-sos, arrojar a los demonios (Mt 10,8). Habiendo“recibido gratis” puedo “dar gratis.” Como elAmado, puedo enfrentarme a cualquier cosa,consolar, amonestar, y animar sin miedo a serrechazado y sin necesidad de afirmación. Como elAmado, puedo sufrir persecución sin sentir deseosde venganza, y recibir alabanzas sin tener queutilizarlas como prueba de mi bondad. Como elAmado, puedo ser torturado y asesinado sin tenerninguna duda de que el amor que se me da esmás fuerte que la muerte. Como el Amado, soylibre para dar y libre para recibir, libre inclusopara morir al tiempo que doy vida.

Jesús me hizo ver claro que yo también puedoescuchar la misma voz que El escuchó en el ríoJordán y en el Monte Tabor. Me hizo ver claro queyo, lo mismo que Él, tengo mi casa junto al Pa-dre. Pidiendo al Padre por sus discípulos, dice:“Ellos no pertenecen al mundo, como tampocopertenezco yo. Haz que ellos sean completamen-te tuyos por medio de la verdad; tu palabra es laverdad. Yo los he enviado al mundo como tú meenviaste a mí. Por ellos yo me ofrezco entera-mente a ti, para que también ellos se ofrezcanenteramente a ti por medio de la verdad.” (Jn17,16-19) Estas palabras revelan cuál es mi ver-dadero hogar, mi auténtica morada, mi casa. Lafe es la que me hace confiar en que el hogarsiempre ha estado allí y en que siempre estaráallí. Las manos firmes del padre descansan en loshombros del pródigo en una bendición eterna:“Tú eres mi hijo amado, en quien me complaz-co.”

He abandonado el hogar una y otra vez. ¡He huidode las manos benditas y he corrido hacia lugareslejanos en busca de amor! Esta es la gran tragediade mi vida y de la vida de tantos y tantos queencuentro en mi camino. De alguna forma, me hevuelto sordo a la voz que me llama “mi hijo ama-do”, he abandonado el único lugar donde puedooír esa voz, y me he marchado esperando deses-peradamente encontrar en algún otro lugar lo queya no era capaz de encontrar en casa.

Al principio todo esto suena increíble. ¿Por quéiba a dejar el lugar donde puedo escuchar todo loque necesito oír? Cuanto más pienso en esto, másconsciente me hago de que la verdadera voz delamor es una voz muy suave y amable que mehabla desde los lugares más recónditos de mi ser.No es una voz bulliciosa, que se impone y exigeatención. Es la voz del padre casi ciego que hallorado mucho y ha librado muchas batallas. Esuna voz que sólo puede ser escuchada por aqué-llos que se dejan tocar.

Sentir el contacto de las manos benditas de Dios yescuchar su voz llamándome “mi hijo amado” sonuna misma cosa. El profeta Elías vio esto muyclaro. Elías estaba sentado en el monte esperan-do encontrarse con Yahvé. Y delante de él pasóun viento fuerte y poderoso que rompía los mon-tes y quebraba las peñas; pero no estaba Yahvéen el viento. Y vino tras el viento un terremoto,pero no estaba Yahvé en el terremoto. Vino trasel terremoto un fuego, pero no estaba Yahvé enel fuego. Tras el fuego vino un ligero y suavesusurro. Cuando lo oyó Elías, se cubrió el rostrocon su manto porque sabía que Yahvé estabapresente. En la ternura de Dios, la voz era comoun contacto y ese contacto era también la voz. (1Re 19,11-13)

Pero hay muchas otras voces, voces fuertes, vo-ces llenas de promesas muy seductoras. Estasvoces dicen: “Sal y demuestra que vales.” Pocodespués de que Jesús escuchara la voz llamándole“mi hijo amado”, fue conducido al desierto paraque escuchara aquellas otras voces. Le decíanque demostrara que merecía ser amado, que me-recía tener éxito, fama y poder. Estas voces nome son desconocidas. Siempre están ahí, y siem-pre llegan a lo más íntimo de mí mismo, allá don-de me cuestiono mi bondad y donde dudo de mivalía. Me sugieren que tengo que, a través de unaserie de esfuerzos y de un trabajo muy duro, ga-narme el derecho a que se me ame. Quieren queme demuestre a mí mismo y a los demás que me-rezco que se me quiera, y me empujan a quehaga todo lo posible para que se me acepte. Nie-gan que el amor sea un regalo completamentegratuito. Dejo el hogar cada vez que pierdo la feen la voz que me llama “mi hijo amado” y hagocaso de las voces que me ofrecen una inmensavariedad de formas para ganar el amor que tantodeseo.

He escuchado estas voces casi desde que tengooídos y siempre me han acompañado. Me hanllegado a través de mis padres, mis amigos, mismaestros, y mis colegas, pero sobre todo, me hanllegado y todavía me llegan, a través de los me-dios de comunicación que me rodean. Y dicen:“Demuéstrame que eres un buen chico. ¡Y mejortodavía si eres mejor que tu amigo! ¿Qué tal tusnotas? ¡Estoy seguro de que lo que hagas lo haráspor ti mismo! ¿Qué contactos tienes? ¿Estás segu-ro de que quieres ser amigo de esa gente? ¡Estostrofeos demuestran lo buen deportista que eras!¡No descubras cuáles son tus debilidades porquete utilizarán! ¿Ya lo has arreglado todo paracuando te jubiles? ¡Cuando dejas de producir,dejas de interesar a la gente! ¡Cuando estásmuerto, estás muerto!”

Cuando permanezco en contacto con la voz queme trata como a un hijo amado, estas preguntas y

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consejos me parecen inofensivos. Padres, amigosy profesores, incluso los que me hablan a travésde los medios de comunicación, son muy sinceros.Sus advertencias están bien intencionadas. Dehecho, pueden ser expresiones limitadas de unamor divino sin límites. Pero cuando olvido la vozdel amor incondicional, entonces estas sugeren-cias inocentes pueden comenzar a dominar mivida muy fácilmente y empujarme hacia el “paíslejano.” No me resulta nada difícil reconocercuándo ocurre esto. Cólera, resentimiento, celos,deseos de venganza, lujuria, codicia, antagonis-mos y rivalidades son las señales que me indicanque me he ido de casa. Y me ocurre con bastantefacilidad. Cuando me paro a pensar sobre lo quepasa por mi mente, llego a la conclusión de queson muy pocos los momentos durante el día en losque me siento realmente libre de estas emocio-nes, pasiones y sentimientos oscuros.

Cayendo constantemente en la misma trampa,antes de ser plenamente consciente de ello, meencuentro a mí mismo preguntándome por quéalguien me ha hecho daño, por qué me ha recha-zado, o por qué no me ha prestado atención. Sindarme cuenta, me veo obsesionado por el éxito,por mi soledad, y por la forma como el mundoabusa de mí. A pesar de mis constantes esfuerzos,a menudo me encuentro soñando despierto, so-ñando que soy rico, poderoso y muy famoso. To-dos estos juegos mentales me revelan la fragili-dad de mi fe en que soy “el hijo amado”, aquélen quien descansa el favor de Dios. Tengo tantomiedo a no gustar, a que me censuren, a que medejen de lado, a que no me tengan en cuenta, aque me persigan, a que me maten, que constan-temente estoy inventando estrategias nuevaspara defenderme y asegurarme el amor que creoque necesito y merezco. Y al hacerlo, me alejomás y más de la casa de mi padre y elijo vivir enun “país lejano.”

Buscando donde no puede ser encontrado

La cuestión es la siguiente: “¿A quién pertenezco?¿A Dios o al mundo?” Muchas de mis preocupacio-nes diarias me sugieren que pertenezco más almundo que a Dios. Una pequeña crítica me enfa-da, y un pequeño rechazo me deprime. Una pe-queña oración me levanta el espíritu y un peque-ño éxito me emociona. Me animo con la mismafacilidad con la que me deprimo. A menudo soycomo una pequeña barca en el océano, comple-tamente a merced de las olas. Todo el tiempo yenergía que gasto en mantener un cierto equili-brio y no caer, me demuestra que mi vida es,sobre todo, una lucha por sobrevivir: no una luchasagrada, sino una lucha inquieta que surge de laidea equivocada de que el mundo es quien dasentido a mi vida.

Mientras sigo corriendo por todas partes pregun-tando: “¿Me quieres? ¿Realmente me quieres?”,concedo todo el poder a las voces del mundo yme pongo en esclavo, porque el mundo está llenode “síes.” El mundo dice: “Sí, te quiero si eresguapo, inteligente y gozas de buena salud. Tequiero si tienes una buena educación, un buentrabajo y buenos contactos. Te quiero si producesmucho, vendes mucho y compras mucho.” Hayinterminables “síes” escondidos en el amor delmundo. Estos “síes” me esclavizan, porque esimposible responder de forma correcta a todosellos. El amor del mundo es y será siempre condi-cional. Mientras siga buscando mi verdadero yo enel mundo del amor condicional, seguiré “engan-chado” al mundo, intentándolo, fallando, vol-viéndolo a intentar. Es un mundo que fomenta lasadicciones porque lo que ofrece no puede satisfa-cerme en lo profundo de mi corazón.

“Adicción” es probablemente la palabra que me-jor explica la confusión que impregna tan profun-damente la sociedad contempóranea. Nuestras“adicciones” nos hacen agarrarnos a lo que elmundo llama las “claves para la realización per-sonal”: acumulación de poder y riquezas; logro destatus y admiración; derroche de comida y bebi-da, y la satisfacción sexual sin distinguir entrelujuria y amor. Estas adicciones crean expectati-vas que no consiguen más que fracasar al intentarsatisfacer nuestras necesidades más profundas. Amedida que vamos viviendo en un mundo de en-gaños, nuestras adicciones nos condenan a bús-quedas inútiles en “el país lejano” obligándonos aafrontar constantes desilusiones mientras segui-mos sin realizarnos. En estos tiempos de crecien-tes adicciones, nos hemos ido muy lejos de lacasa del Padre. Una vida adicta puede describirsecomo una vida en “un país lejano.” Es desde aquídesde donde se alza nuestro grito de liberación.

Soy el hijo pródigo cada vez que busco el amorincondicional donde no puede hallarse. ¿Por quésigo ignorando el lugar del amor verdadero y meempeño en buscarlo en otra parte? ¿Por qué sigomarchándome del hogar donde soy tratado comoun hijo de Dios, el amado de mi Padre? Estoy ad-mirado de cómo sigo cogiendo los regalos queDios me ha dado -mi salud, mis dones intelectua-les y emocionales- y sigo utilizándolos para im-presionar a la gente, para reafirmarme, y paracompetir por el premio, en vez de utilizarlos paragloria de Dios. Sí, a menudo los llevo conmigo a la“tierra lejana” y los pongo al servicio de un mun-do explotador que no reconoce su valor verdade-ro. Es casi como si quisiera demostrarme a mímismo y al mundo que no necesito del amor deDios, que puedo vivir por mí mismo, que quieroser plenamente independiente. Detrás de todoesto está la gran rebelión, el “No” rotundo alamor del Padre, la maldición no expresada con

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palabras: “me gustaría que estuvieses muerto.” El“No” del hijo pródigo refleja la rebelión originalde Adán: su rechazo al Dios en cuyo amor hemossido creados y cuyo amor nos sostiene. Es la rebe-lión que me coloca fuera del jardín, fuera delalcance del árbol de la vida. Es la rebelión quehace que me disperse en un “país lejano.”

Mirando de nuevo el retrato del regreso del hijomenor, veo ahora que hay mucho más que unsimple gesto compasivo hacia un hijo caprichoso.El gran acontecimiento que veo es el final de lagran rebelión. En él se perdona la rebelión deAdán y de todos sus descendientes y se restablecela bendición original por la que Adán recibió lavida eterna. Ahora me parece que estas manossiempre han estado tendidas -incluso cuando nohabía hombros sobre los que apoyarlas. Dios nun-ca ha retirado sus manos, nunca ha negado subendición, jamás dejó de considerar a su hijo elAmado. Pero el Padre no podía obligarle a que sequedara en casa. No podía forzar su amor. Teníaque dejarle marchar en libertad, sabiendo inclusoel dolor que aquello causaría en ambos. Fue pre-cisamente el amor lo que impidió que retuviera asu hijo a toda costa. Fue el amor lo que le permi-tió dejar a su hijo que encontrara su propia vida,incluso a riesgo de perderla.

Aquí se desvela el misterio de mi vida. Soy amadoen tal medida que soy libre para dejar el hogar.La bendición está allí desde el principio. La re-chacé y sigo rechazándola. Pero el Padre continúaesperándome con los brazos abiertos, preparadopara recibirme y susurrarme al oído: “Tú eres mihijo amado, en quien me complazco.”

3. EL REGRESO DEL HIJO MENOR

"Gastó toda su fortuna llevando una mala vida.Cuando se lo había gastado todo, sobrevino unagran carestíá en aquella comarca y comenzó apadecer necesidad. Entonces fue a servir a casade un hombre del país, que le mandó a sus cam-pos a cuidar cerdos. Habría deseado llenar suestómago con las algarrobas que comían los cer-dos pero nadie se las daba. Entonces, recapacitóy se dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienenpan de sobra mientras que yo aquí me muero dehambre! Me pondré en camino, volveré a mi pa-dre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo ycontra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo:trátame como a uno de tus jornaleros.” Se pusoen camino y se fue a casa de su padre."

Perderse

El joven sostenido y bendecido por el padre es unpobre hombre. Dejó su casa lleno de orgullo ydinero, determinado a vivir su propia vida lejos

de su padre y de su comunidad. Ahora vuelve sinnada: dinero, salud, honor, dignidad, reputa-ción... lo ha despilfarrado todo.

Rembrandt deja muy pocas dudas acerca de suestado. Tiene la cabeza afeitada. Ya no quedanada del largo pelo rizado con el que Rembrandtse había retratado, orgulloso y desafiante, en elburdel. La cabeza es como la de esos prisioneroscuyos nombres han sido sustituidos por un núme-ro. Cuando a un hombre le afeitan la cabeza, yasea en la cárcel o en el ejército, ya sea comoparte de un rito o en un campo de concentración,le privan de una marca de su individualidad. Laropa que le pone Rembrandt es ropa interior queapenas le cubre el cuerpo demacrado. El padre yel hombre alto que contempla la escena llevanamplias túnicas rojas, dándoles otro rango y otradignidad. El hijo arrodillado no lleva ninguna tú-nica. Su ropa amarilla con tonalidades marronessólo le cubre el cuerpo cansado y sin fuerza. Lasplantas de los pies muestran la historia de unviaje humillante. Tiene una cicatriz en el pieizquierdo, que está fuera de la sandalia. El piederecho, cubierto en parte por una sandalia rota,habla también de miseria y sufrimiento. Este esun hombre desposeído de todo... menos de unacosa, su espada. El único signo de dignidad que lequeda es la pequeña espada que le cuelga de lacadera, símbolo de su origen noble. En medio desu degradación, se aferró a la realidad de quetodavía era el hijo de su padre. De otro modo,hubiera vendido la espada tan valiosa, símbolo desu vínculo con el padre. La espada está allí paramostrar que, aunque volvió hablando como unmendigo y un proscrito, no se había olvidado deque todavía es el hijo de su padre. Y volvió preci-samente cuando recordó y valoró el lazo que lesunía.

Veo ante mí a un hombre que se adentró en unatierra extranjera y allí lo perdió todo. Veo vacie-dad, humillación y derrota. Se parecía mucho a supadre y ahora tiene peor aspecto que los criadosque trabajan para él. Parece un esclavo.

¿Qué le ocurrió al hijo en aquel país lejano? Apar-te de todas las consecuencias físicas y psíquicas,¿cuáles fueron las consecuencias más internas dela marcha del hijo? La secuencia de aconteci-mientos es bastante predecible. Cuanto más mealejo del lugar donde habita Dios, menos soy ca-paz de oír la voz que me llama “mi hijo amado”,y cuanto menos oigo esta voz, más me enredo enlas manipulaciones y juegos de poder del mundo.

Lo que ocurre es algo parecido a esto: no estoyseguro de tener un hogar, y veo a otros que pare-cen estar mejor que yo. Entonces me preguntocómo puedo llegar donde están ellos. Me empeñoen agradar, en tener éxito, en ser reconocido.

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Cuando fracaso, siento celos y resentimientohacia ellos. Me vuelvo suspicaz, me pongo a ladefensiva y siento pánico al pensar que no conse-guiré lo que quiero o que perderé lo que ya ten-go. Atrapado en este enredo de deseos y necesi-dades, ya no sé cuáles son mis motivaciones. Mesiento víctima del ambiente y desconfío de lo quehacen o dicen los demás. Siempre en guardia,pierdo mi libertad interior y divido el mundo en-tre los que están conmigo y los que están contramí. Me pregunto si realmente le importo a al-guien. Me pongo a buscar argumentos que justifi-quen mi desconfianza. Y dondequiera que vayalos encuentro, y me digo: “No se puede confiar ennadie.” Y entonces me pregunto si alguna vezalguien me ha querido. El mundo a mi alrededorse vuelve oscuro. Se me endurece el corazón. Micuerpo se llena de tristeza. Mi vida pierde senti-do. Me he convertido en un alma perdida.

El hijo menor se hizo consciente de lo perdidoque estaba cuando nadie a su alrededor le demos-tró interés alguno. Le habían hecho caso en lamedida en que podían utilizarlo para sus propiosintereses. Pero cuando ya no le quedaba dineroque gastar ni regalos que regalar, dejó de existirpara ellos. Me resulta muy difícil imaginar lo quesignifica ser un completo extranjero, una personaa la que nadie muestra la más mínima señal dereconocimiento. La verdadera soledad llegacuando dejamos de tener conciencia de que te-nemos cosas en común. Cuando ya nadie quisodarle ni la comida que él echaba a los cerdos, elhijo menor se dio cuenta de que ni siquiera se leconsideraba un ser humano. Sólo soy conscienteen parte de lo mucho que necesito la aceptaciónde los demás. Origen, historia, aspiraciones, reli-gión y educación parecidas; relaciones, estilo devida, y costumbres comunes; edad y profesiónafines; todo esto puede servir de base para laaceptación. Dondequiera que conozca a una per-sona, siempre busco tener algo en común conella. Parece una reacción normal y espontánea.Cuando digo: “soy de Holanda” a menudo la res-puesta es: “¡Yo he estado allí!” o "¡Tengo un ami-go que vive allí!" o “¡Molinos de viento, tulipanesy zuecos!”

Cualquiera que sea la reacción, siempre buscamosun vínculo común. Cuanto menos tenemos encomún, más difícil nos resulta estar juntos y másextraños nos sentimos. Cuando no conozco ni elidioma ni las costumbres de los otros, cuando noentiendo su estilo de vida, su religión, sus ritos osu arte, cuando no conozco su comida ni su formade comer... entonces me siento todavía más ex-traño y perdido.

Cuando la gente que rodeaba al hijo menor dejóde considerarle un ser humano, entonces sintiótoda la profundidad de su aislamiento, la soledad

más honda que uno puede sentir. Estaba realmen-te perdido, y fue precisamente eso lo que le hizovolver en sí. Se quedó como conmocionado aldarse cuenta de lo solo que estaba y, de repente,comprendió que iba por un camino de muerte. Sehabía desligado tanto de lo que realmente da vida-familia, amigos, conocidos, comunidad, e inclusola comida- que se dio cuenta de que el siguientepaso sería la muerte. De repente, vio con todaclaridad el camino que había elegido y a dónde lehabía conducido; comprendió que había tomadouna opción de muerte; y supo que un paso más enaquella dirección le llevaría a la autodestrucción.

En un momento tan crítico, ¿qué fue lo que lehizo optar por la vida? Sin duda, el redescubri-miento de su yo más profundo.

Reclamar la infancia

Aunque lo hubiera perdido todo: dinero, amigos,reputación, dignidad, paz interior y alegría, toda-vía seguía siendo el hijo de su padre. Se dice a símismo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienenpan de sobra mientras que yo aquí me muero dehambre! Me pondré en camino, volveré a mi pa-dre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo ycontra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo;trátame como a uno de tus jornaleros.” Con estaspalabras escritas en su corazón fue capaz de de-jar la tierra extranjera, y volver a casa.

El significado de la vuelta del hijo menor estáexpresado en: “Padre…, ya no merezco llamarmehijo tuyo.” Por un lado, el hijo menor se da cuen-ta de que ha perdido la dignidad de su vínculofilial pero, al mismo tiempo, ese mismo sentidode pérdida de dignidad le hace consciente de quepor ser hijo, tenía una dignidad que perder.

El regreso del hijo menor se produce en el precisomomento en que éste reclama su vínculo filial, apesar de haber perdido toda la dignidad que estolleva consigo. De hecho, fue la pérdida de todo loque le llevó al fondo de su identidad. Retrospec-tivamente, parece que el pródigo tuvo que per-derlo todo para entrar en lo profundo de su ser.Cuando se encontró deseando que le tratarancomo a un cerdo, se dio cuenta de que no era uncerdo sino un ser humano, un hijo de su padre.Comprender esto fue el principio de su opción porvivir en vez de morir. Una vez que había llegado ala verdad de su condición de hijo, pudo oír -aunque muy débilmente- la voz llamándole “elamado” y pudo sentir -aunque desde lejos- eltacto de la bendición. Esta conciencia de la con-fianza en el amor de su padre, aunque borrosa, ledio la fuerza para reclamar su condición de hijo,aunque esa reclamación no estuviera basada enmérito alguno.

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Hace unos años yo mismo me encontré ante lamisma disyuntiva: volver o no volver. Una amistadque en principio parecía prometedora y vivifican-te, hizo que poco a poco me alejara más y másdel hogar, hasta dejarme totalmente obsesiona-do. Desde un punto de vista espiritual, vi quepara mantener viva aquella amistad estaba mal-gastando todo lo que había recibido de mi padre.Ya no podía rezar. Había perdido el interés por mitrabajo y cada vez me resultaba más difícil aten-der a los problemas de los demás. Aunque medaba cuenta de lo destructivo de mis pensamien-tos y de mis actos, seguía esclavo de mi corazón,hambriento de amor en busca de caminos falsospara conseguir mi propia autoestima.

Entonces, cuando finalmente aquella amistad serompió definitivamente, tuve que elegir entredestruirme o confiar en que el amor que buscabaexistía realmente... ¡en casa! Una voz, una vozmuy débil, me susurró que jamás un ser humanosería capaz de darme el amor que buscaba, niaquella amistad, ni otra relación íntima; tampocouna comunidad podría nunca satisfacer las nece-sidades más profundas de mi corazón. Aquellavoz, suave pero insistente, me habló de mi voca-ción, de mis primeros compromisos, de los mu-chos dones que había recibido en la casa de mipadre. Aquella voz me llamó “hijo”.

La angustia del abandono fue tan fuerte que meresultaba muy difícil, casi imposible, creer aaquella voz. Pero mis amigos, viendo mi desespe-ración, continuaron animándome a que superarami angustia y confiara en que había alguien espe-rándome en casa. Finalmente, me marché a unlugar donde poder estar solo. Allí, en mi soledad,comencé a caminar hacia casa, lenta y dubitati-vamente, oyendo cada vez con más claridad lavoz que dice: “Tú eres mi hijo amado, en quienme complazco.”

Esta triste aunque esperanzadora vivencia, mellevó al núcleo de la lucha espiritual por la elec-ción correcta. Dios dice: “Pongo hoy por testigoscontra vosotros al cielo y la tierra: ante ti estánla vida y la muerte, la bendición y la maldición.Elige la vida y viviréis tú y tu descendencia,amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz yuniéndote a él.” (Dt 30,19-20) Así pues, es cues-tión de vida o muerte. ¿Aceptamos el rechazo deun mundo que nos aprisiona, o exigimos la liber-tad de los hijos de Dios? Tenemos que elegir.

Judas traicionó a Jesús. Pedro le negó. Los doseran hijos perdidos. Judas no fue capaz de resistirel hecho de que seguía siendo hijo de Dios, y seahorcó. Pedro, en medio de su desesperación,reflexionó y volvió llorando. Judas eligió la muer-te. Pedro eligió la vida. Soy consciente de queesta elección está siempre ante mí. Constante-

mente siento la tentación de revolcarme en miperdición y perder el norte de mi bondad original,de la humanidad que Dios me dio, de mi felicidady, así, dejar que los poderes de la muerte ganenterreno. Esto ocurre una y otra vez, y cuandoocurre me digo a mi mismo: “No soy bueno. Nomerezco la pena. No valgo nada. No soy nadie.”Siempre hay acontecimientos y situaciones dondeelegir para convencerme a mí y a los demás deque mi vida no merece la pena, de que sólo soyuna carga, un problema, una fuente de conflictos,o un explotador del tiempo y de la energía de losdemás. Mucha gente vive con este sentimientooscuro. Al contrario que el pródigo, dejan que laoscuridad les absorba tan completamente que noles queda ninguna luz a la que volver. Puede queno hayan muerto físicamente pero desde luego notienen vida espiritual. Han perdido la fe en subondad original y, por tanto, en su Padre que esquien les dio la humanidad.

Pero cuando Dios creó al hombre y a la mujer a suimagen y semejanza, "vio Dios que era muy bue-no" (Gn 1,31). A pesar de las voces oscuras, nin-gún hombre o mujer ha podido cambiar eso.

Sin embargo, la voz de mi condición de hijo, noes una voz fácil. Las voces oscuras del mundo queme rodea intentan persuadirme de que no soybueno y de que sólo podré serlo subiendo por laescalera del éxito. Estas voces me llevan a olvi-darme de la voz que me dice “mi hijo, el amado”recordándome que el hecho de ser amado es in-dependiente de cualquier mérito o hazaña. Estasvoces oscuras empujan a la voz suave, amable yllena de luz que sigue llamándome “mi favorito”;me empujan a la periferia de mi existencia y mehacen dudar de que haya un Dios amoroso espe-rándome en lo profundo de mi ser.

Pero abandonar la tierra extraña es sólo el princi-pio. El camino a casa es largo y difícil. ¿Qué haceren el camino de regreso al Padre? Está muy clarolo que hace el hijo pródigo. Prepara un escenario.En cuanto recordó su condición de hijo, pensó:“Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre,he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no me-rezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno detus jornaleros.” Cuando leo estas palabras veocómo se llena mi vida interior. Siempre estoyenvuelto en diálogos interminables con interlocu-tores ausentes, anticipando sus preguntas y pre-parando mis respuestas. Yo mismo me sorprendode la energía emocional que hay en el interior deestas meditaciones y murmullos interiores. Sí, memarcho de la tierra extraña. Sí, me voy a casa...pero ¿a qué vienen tantos preparativos para unosdiscursos que nunca pronunciaré?

La razón está clara. Aunque reclamo mi verdade-ra identidad como hijo de Dios, sigo viviendo co-

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mo si el Dios hacia quien vuelvo exigiera algunaexplicación. Todavía considero su amor un amorcondicional, y el hogar un lugar del que todavíano estoy totalmente seguro. Mientras camino acasa, sigo albergando dudas sobre si seré real-mente bien recibido cuando llegue. Cuando pien-so en mi trayectoria espiritual, mi largo y fatigosoviaje de vuelta a casa, veo que está lleno de cul-pabilidad por el pasado y de preocupación por elfuturo. Soy consciente de mis fracasos y sé que heperdido mi dignidad de hijo, pero todavía no soycapaz de creer plenamente que allí donde misfracasos son grandes “sobreabunda la gracia.”(Rom. 5,20) Todavía me aferro a mi sentimientode inutilidad, e imagino para mí un lugar lejos deaquél que le corresponde al hijo. La fe ciega en eltotal y absoluto perdón no llega fácilmente. Miexperiencia humana me dice que el perdón sereduce a la voluntad del otro de renunciar a lavenganza y mostrarme algo de caridad.

El largo camino a casa

El Regreso del Hijo Pródigo está lleno de ambi-güedades. Está viajando por el camino correcto,pero ¡qué confusión! Admite que es incapaz derecorrerlo por sí mismo y reconoce que estaríamejor tratado como esclavo en casa de su padreque como paria en una tierra extranjera; sin em-bargo, aún está lejos de fiarse del amor de supadre. Sabe que todavía es el hijo, pero se dice así mismo que ha perdido la dignidad de ser llama-do “hijo”, y se prepara para aceptar la condiciónde “jornalero” y así poder al menos sobrevivir.Hay arrepentimiento, pero no un arrepentimientoa la luz del inmenso amor de un Dios que perdo-na. Es un arrepentimiento interesado, que ofrecela posibilidad de sobrevivir. Conozco muy bieneste sentimiento. Es como decir: “Bueno, no pue-do hacerlo yo sólo, tengo que reconocer que Dioses el único recurso que me queda. Iré a Él y lepediré que me perdone, con la esperanza de re-cibir un castigo mínimo y de que me permita so-brevivir haciendo trabajos forzados.” Dios siguesiendo un Dios severo, un Dios justiciero. Es esteDios quien hace que me sienta culpable y que mepreocupe y que resuenen en mi interior todasestas disculpas. La sumisión a este Dios no da laverdadera libertad interior; lo único que hace esalimentar amargura y resentimiento.

Uno de los grandes retos de la vida espiritual esrecibir el perdón de Dios. Hay algo en nosotros loshumanos, que nos hace aferrarnos a nuestrospecados y nos previene de dejar a Dios que borrenuestro pasado y nos ofrezca un comienzo com-pletamente nuevo. A veces, parece como si qui-siera demostrar a Dios que mi oscuridad es dema-siado grande como para vencerla. Mientras Élquiere devolverme toda la dignidad de mi condi-ción de hijo suyo, yo sigo insistiendo en que me

contentaría con ser un jornalero. Pero ¿realmentequiero que se me devuelva toda la responsabili-dad del hijo? ¿Realmente deseo que se me perdo-ne totalmente y que me sea posible vivir de otraforma? ¿Tengo la suficiente fe en mí mismo y enuna enmienda tan radical? ¿Deseo romper con mitan arraigada rebelión contra Dios y rendirme a suamor tan absoluto que puede hacer que surja unapersona nueva? Recibir el perdón implica voluntadde dejar a Dios ser Dios y de dejarle hacer todo eltrabajo de sanación, restauración y renovación demi persona. Siempre que intento hacer yo sóloparte del trabajo, termino, conformándome consoluciones del tipo “convertirme en jornalero”.Siendo jornalero puedo seguir manteniéndomedistante, puedo seguir rebelándome o quejándo-me del salario. Siendo el hijo amado, tengo queexigir mi dignidad y empezar a prepararme parallegar a ser el padre.

Está claro que hay que recorrer la distancia entrela salida de casa y el regreso de forma sabia ydisciplinada. La disciplina consiste en llegar a serhijo de Dios. Jesús deja claro que el camino parallegar a Dios es el camino a la infancia. “Os ase-guro que si no cambiáis y os hacéis como los niñosno entraréis en el reino de los cielos.” (Mt.18,3)Jesús no me pide que siga siendo un niño, sinoque llegue a serlo. Convertirse en niño significavivir de acuerdo con una segunda inocencia: no lainocencia del recién nacido, sino la inocencia quese consigue haciendo opciones conscientes.

¿Cómo podría describirse a quienes han llegado aesta segunda infancia, a esta segunda inocencia?Jesús los describe con toda claridad en las Biena-venturanzas. A poco de haber escuchado la vozque le llamaba el Amado, y tras rechazar la deSatanás desafiándole a demostrar al mundo queera digno de ser amado, comienza su ministeriopúblico. Una de las primeras cosas que hace esnombrar a sus discípulos para que le sigan y com-partan con él su ministerio. Entonces, Jesús subea la montaña, reúne a sus discípulos, y dice:“Bienaventurados los pobres, los mansos, los quelloran, los que tienen hambre y sed de justicia,los misericordiosos, los limpios de corazón, lospacíficos, y los que padecen persecución por lajusticia.”

Estas palabras dibujan el retrato del hijo de Dios.Es un autorretrato de Jesús, el Hijo Amado. Estambién el retrato de lo que yo debo ser. LasBienaventuranzas me muestran el camino mássimple para llegar a casa, a la casa de mi Padre.Y por esta ruta descubriré las alegrías de la se-gunda infancia: comodidad, misericordia, e inclu-so una visión más clara de Dios. Y cuando llegue acasa y sienta el abrazo de mi Padre, veré que nosólo he de reclamar el cielo, sino que la tierra

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también será mi herencia, un lugar donde puedovivir en libertad sin obsesiones ni coacciones.

Convertirse en niño significa vivir las Bienaventu-ranzas y encontrar la puerta estrecha del Reino.¿Fue Rembrandt consciente de todo esto? No sé sila parábola me lleva a descubrir aspectos nuevosdel cuadro o si es el cuadro el que me lleva adescubrir aspectos nuevos de la parábola. Peromirando la cabeza del muchacho recién llegado,veo retratada la segunda infancia.

Recuerdo muy bien cuando enseñaba la pinturade Rembrandt a mis amigos y les preguntaba queveían. Uno de ellos, una mujer joven, se levantó,caminó hacia la gran copia de El Hijo Pródigo yapoyó su mano en la cabeza del joven. Entoncesdijo: "Esta es la cabeza de un bebé que acaba desalir del vientre de su madre. Mira, aún estáhúmeda, y su cara es como la de un feto." Derepente, todos los que estábamos allí lo vimosclaro. ¿Acaso estaba Rembrandt retratando nosólo el regreso al Padre, sino también el regresoal vientre de Dios que es Madre y Padre?

Hasta ese momento había pensado en la cabezaafeitada del joven como la cabeza de alguien quehabía estado prisionero o que había vivido en uncampo de concentración. Pensaba en su cara co-mo en la cara demacrada de un rehén maltrata-do. Y puede que esto fuera lo que realmenteRembrandt quisiera mostrar. Pero desde aquelencuentro con mis amigos, me es imposible mirarel cuadro sin ver en el a un bebé volviendo a en-trar en el útero de su madre. Esto me ayuda acomprender mejor el camino que debo seguirpara llegar a casa.

¿No es acaso el niño pequeño pobre, manso ylimpio de corazón? ¿Acaso el niño pequeño nollora ante el más mínimo dolor? ¿No está acaso elniño pequeño hambriento y sediento de justicia, yno es acaso víctima de persecución? ¿Y qué hay deJesús, la Palabra de Dios que se hizo carne, viviónueve meses en el vientre de María, y vino a estemundo como un niño pequeño, adorado por lospastores de aquí y de allá y por los Magos deOriente? El Hijo eterno se hizo niño para que yopudiera ser niño otra vez y así volver a entrar conél en el Reino del Padre. “Yo te aseguro,” dijoJesús a Nicodemo, “que el que no nazca de nuevono puede ver el reino de Dios.” (Jn 3,3)

El verdadero pródigo

Me estoy acercando ya al misterio de que el pro-pio Jesús se convirtiera en hijo pródigo para nues-tra salvación. Abandonó la casa de su Padre ce-lestial, se marchó a un país lejano, dejó todo loque tenía y volvió con su cruz a casa del Padre.

Todo lo que hizo, no como hijo rebelde, sino co-mo hijo obediente, sirvió para llevar de nuevo acasa a todos los hijos perdidos de Dios. El mismoJesús, que contó la historia a los que le criticabanpor tratar con pecadores, vivió el largo y dolorosocamino que describe.

Cuando empecé a reflexionar acerca de la pará-bola no se me ocurrió pensar que Jesús podía serel hijo pródigo. Pero ahora, después de tantashoras de íntima contemplación, me siento bende-cido por esta visión. ¿No es acaso el joven destro-zado, arrodillado ante su padre el “cordero deDios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29)?¿No es acaso él al que le hizo pecado por noso-tros, para que nosotros sintamos la fuerza salva-dora de Dios (2 Co 5,21)? ¿Acaso no es él aquélque, “siendo de condición divina, no considerócomo presa codiciable el ser igual a Dios. Al con-trario, se despojó de su grandeza, tomó la condi-ción de esclavo y se hizo semejante a los hom-bres” (Flp 2,6-7)? ¿No es acaso él el Hijo de Diossin pecado que gritó desde la cruz: “Dios mío,Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt27,46) Jesús es el hijo pródigo del Padre pródigoque repartió todo lo que el Padre le había confia-do para que yo pueda ser como él y vuelva con éla la casa del Padre.

Considerar a Jesús como el hijo pródigo va másallá de la interpretación tradicional de la parábo-la. Sin embargo, esconde un gran secreto. Poco apoco voy descubriendo lo que significa decir quemi condición de hijo y la condición de hijo deJesús son uno, que mi regreso y el regreso deJesús son uno, que mi casa y la casa de Jesús sonuna. No hay otro camino hacia Dios que no sea elcamino que Jesús recorrió. Aquél que contó laparábola del hijo pródigo es la Palabra de Diosque “se hizo carne, y habitó entre nosotros, ynosotros vimos su gloria” (Jn 1 ,1 -14).

Cuando miro la historia del hijo pródigo con losojos de la fe, el “regreso” del pródigo se convier-te en el regreso del Hijo de Dios que reúne a todoel mundo en sí mismo y les conduce a la casa desu Padre celestial (Jn 12,32). Como dice Pablo:“Dios tuvo a bien hacer habitar en él la plenitudy por medio de él reconciliar consigo todas lascosas, tanto las del cielo como las de la tierra.”(Co 1,19-20)

Frère Pierre Marie, fundador de la Fraternidad deJerusalén, una comunidad de monjes que vivenen la ciudad, reflexiona de una forma muy poéti-ca y bíblica sobre Jesús en el papel de hijo pródi-go. Escribe:

“Él, que no nació de raza humana, ni de deseohumano ni de voluntad humana, sino del mismo

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Dios, un buen día lo reunió todo y se marchó consu herencia y su título de Hijo. Se fue a un paísremoto... a una tierra lejana... donde se volviócomo son los seres humanos y se quedó vacío. Supropia gente no le aceptaba y su primera camafue ¡una cama de paja! Creció entre nosotrosigual que una raíz en tierra árida, fue desprecia-do, fue el más insignificante de los hombres, antequien uno se tapa la cara. Muy pronto conoció elexilio, la hostilidad, la soledad... Después dehaberlo gastado todo llevando una vida de abun-dancia: su valía, su paz, su luz, su verdad, suvida... todos los tesoros del conocimiento y lasabiduría y el misterio oculto mantenido en secre-to desde tiempo inmemoriable; después dehaberse perdido entre los hijos de la casa de Is-rael, después de haber dedicado su tiempo a losenfermos (y no a los ricos), a los pecadores (y noa los justos), e incluso a las prostitutas a quienesprometió que entrarían en el reino de su Padre;después de haber sido tratado como si fuera unglotón y un bebedor, amigo de los recaudadoresde impuestos y de los pecadores como una sama-ritana, un poseído, un blasfemo; tras haberloentregado todo, hasta su cuerpo y su sangre; trashaber experimentado en sí mismo el dolor, laangustia y la inquietud del alma; tras haber toca-do el fondo de la desesperación, con la que sevistió voluntariamente al sentirse abandonado porsu Padre, lejos de la fuente que mana agua devida, gritó desde la cruz en la que estaba clava-do: “Tengo sed.” Estaba tendido descansando enel polvo y la sombra de la muerte. Y allí, al tercerdía, se levantó de las profundidades del infiernoal que había descendido, cargado con los pecadosy tristezas de todos nosotros. Y de pie, erguido,gritó: “Sí, me voy al Padre, a vuestro Padre, a miDios, a vuestro Dios.” Y volvió a ascender al cielo.Entonces, en el silencio, mirando a su Hijo y alresto de sus hijos, el Padre dijo a sus sirvientes:“¡Rápido! Traed la mejor túnica y ponédsela;ponedle un anillo en el dedo y sandalias en lospies; ¡comamos y celebrémoslo! ¡Porque mishijos, que como sabéis, estaban muertos, hanvuelto a la vida; estaban perdidos y han vuelto aser hallados! Mi Hijo pródigo los ha traído devuelta.” Entonces todos empezaron a festejarlovestidos con sus largas túnicas, lavados en la san-gre del Cordero.”

Mirando otra vez al Hijo Pródigo de Rembrandt, loveo ahora de una forma distinta. Veo a Jesúsvolviendo a su Padre y mi Padre, a su Dios y miDios.

No es muy probable que Rembrandt pensar en elhijo pródigo de esta forma. Esta comprensión noformaba parte de las predicaciones y escritos desu tiempo. Sin embargo, ver a Jesús en este jovencansado y destrozado consuela mucho. El jovenabrazado por el Padre ya no es sólo el pecadorarrepentido, sino la humanidad entera volviendoa Dios. El cuerpo destrozado del pródigo se con-vierte en el cuerpo destrozado de la humanidad,y la cara de bebé del niño que regresa se convier-te en la cara de toda la gente que sufre deseandovolver al paraíso perdido. Así, el cuadro de Rem-brandt se transforma en algo más que en el meroretrato conmovedor de una parábola. Se trans-forma en el resumen de la historia de nuestrasalvación. La luz envolviendo a Padre e hijo hablaahora de la gloria que aguarda a los hijos de Dios.Me vienen a la memoria las palabras de Juan: "...ahora somos ya hijos de Dios, y aún no se ha ma-nifestado lo que seremos. Sabemos que, cuandose manifieste, seremos semejantes a él, porque loveremos tal cual es." (1 Jn.3,2)

Pero ni el cuadro de Rembrandt ni la parábola allírepresentada nos deja en un estado de éxtasis.Cuando vi a Padre en aquella reproducción deldespacho de Simone, la escena central del Padreabrazando al hijo que vuelve, no reparé en loscuatro curiosos que contemplaban la escena. Peroahora conozco las caras de los que rodean el “re-greso”. Son enigmáticas -por no decir algo peor- ;sobre todo la del hombre alto que está de pie enel lado derecho del cuadro. Si, hay belleza, glo-ria, salvación... pero están también los ojos críti-cos de los que miran sin comprometerse. Añadenuna nota de limitación al cuadro y previenen decualquier intento de solución rápida y románticaa la cuestión de la reconciliación espiritual. Elviaje del hijo menor no puede, sin embargo, se-pararse del “viaje” del hijo mayor. Tanto es asíque ahora -no sin cierto temor- es en quien voy acentrarme.

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Parte II

EL HIJO MAYOR

Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando vino yse acercó a la casa, al oír la música y los cantos,llamó a uno de los criados y le preguntó qué eralo que pasaba. El criado le dijo: "Ha vuelto tuhermano, y tu padre ha matado el ternero ceba-do porque lo ha recobrado sano." El se enfadó yno quería entrar. Su Padre salió a persuadirlopero el hijo le contestó: "Hace ya muchos añosque te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, ynunca me diste un cabrito para celebrar una fies-ta con mis amigos. Pero llega ese hijo tuyo, quese ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y lematas el ternero cebado." Pero el Padre le res-pondió: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todolo mío es tuyo. Pero tenemos que alegrarnos yhacer fiesta porque este hermano tuyo estabamuerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y hasido encontrado."

4. REMBRANDT Y EL HIJO MAYOR

Durante el tiempo que pasé en el Hermitage,mirando El Hijo Pródigo, en ningún momento mecuestione que el hombre que está de pie a laderecha de la plataforma donde el Padre abrazaal hijo recién llegado fuera el hijo mayor. La for-ma como observa ese impresionante gesto debienvenida no deja ninguna duda de a quién que-ría retratar Rembrandt. Tomé algunas notas des-cribiendo a este espectador de mirada sombría ydistante, y reconocí allí todo lo que dice Jesúsacerca del hijo mayor.

Más aún, la parábola deja claro que el hijo mayorno está en casa cuando el Padre abraza a su hijo yle demuestra su misericordia. Al contrario, lahistoria cuenta que cuando el hijo mayor llega acasa del trabajo, la fiesta de bienvenida en honora su hermano está en pleno apogeo.

Me sorprende lo fácilmente que se me pasó ladiferencia entre el cuadro de Rembrandt y laparábola, y simplemente di por hecho que Rem-brandt quería pintar a los dos hermanos en suretrato del hijo pródigo.

Cuando volví a casa y comencé a leer los estudioshistóricos del cuadro, en seguida me di cuenta deque muchas críticas estaban aún menos segurasque yo a la obra de identificar al hombre que estáde pie a la derecha. Algunos lo describían comoun anciano, e incluso había quien se preguntabasi realmente lo habría pintado Rembrandt.

Pero un día, había pasado más de un año desdemi visita al Hermitage, un amigo, Ivan Dyer, conquien a menudo discutía sobre mi interés por elcuadro del Pródigo, me envió una copia de "ElSignificado Religioso del Regreso del Hijo Pródigode Rembrandt" de Bárbara Joan Haeger. Estebrillante estudio, que localiza la pintura en elcontexto de la tradición visual e iconográfica dela época de Rembrandt, situaba al hijo mayor denuevo en el cuadro.

Haeger demuestra que, tanto en los comentariosbíblicos como en los cuadros de la época de Rem-brandt, la parábola del fariseo y el recaudador deimpuestos y la parábola del hijo pródigo estabanestrechamente relacionadas. Rembrandt continúacon esa tradición. El hombre sentado golpeándoseel pecho y mirando al hijo pródigo sería un admi-nistrador que representaría a los pecadores yrecaudadores de impuestos, mientras que elhombre que está de pie mirando al padre de for-ma enigmática sería el hijo mayor, representandoa los escribas y fariseos. Situando al hijo mayoren el cuadro como testigo más destacado de loque allí ocurre, Rembrandt va más allá del textoliteral de la parábola, y más allá también de latradición de su época. Así, Rembrandt se sujeta,como dice Haeger, "no sólo a la letra sino tam-bién al espíritu del texto bíblico."

Los descubrimientos de Bárbara Haeger son mu-cho más que una feliz afirmación de mi primeraintuición. Me ayudan a ver El Regreso del HijoPródigo como una obra que resume la gran bata-lla espiritual así como las grandes opciones queexige esta batalla. Pintando no sólo al hijo menoren brazos de su Padre, sino también al mayor quetodavía puede elegir a favor o en contra del amorque se le ofrece, Rembrandt me sitúa ante el"drama interno del alma", el suyo y el mío. Igualque la parábola del Hijo pródigo encierra el men-saje nuclear del Evangelio e invita a quienes loescuchan a que tomen sus propias opciones frentea él, así también el cuadro de Rembrandt resumesu propia lucha espiritual e invita a sus especta-dores a que tomen una decisión personal sobresus vidas.

Así, los mirones de Rembrandt hacen del cuadrouna obra que implica al espectador de forma muypersonal. A finales de 1983, cuando vi aquel car-tel por primera vez representando solo la partecentral del cuadro, sentí de inmediato que estaballamado a algo. Ahora que conozco mejor todo elcuadro y, especialmente, el significado del testi-go principal de la derecha, estoy más convencidoque nunca del enorme reto espiritual que estecuadro representa.

Mirando al hijo menor y reflexionando sobre lavida de Rembrandt, vi claro que este tuvo que

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haberlo entendido de forma personal. Cuandopintó El Regreso del Hijo Pródigo, había llevadouna vida marcada por la gran confianza en símismo, el éxito y la popularidad, seguida de pér-didas muy dolorosas, desengaños y fracasos. Através de todo ello había pasado de la luz exte-rior a la interior, del retrato de los hechos exter-nos al retrato de los significados profundos, deuna vida llena de cosas y de personas a una vidamarcada por la soledad y el silencio. Con losaños, se volvió más profundo y silencioso. Era suvuelta espiritual a casa.

Pero el hijo mayor también forma parte de laexperiencia vital de Rembrandt; muchos biógrafosmodernos son, de hecho, muy críticos con la vi-sión romántica de su vida. Insisten en que Rem-brandt estaba bastante más sujeto a las exigen-cias de sus patrocinadores y la su necesidad dedinero de lo que se cree, que sus temas son másbien el resultado de las modas de la época que desu propia visión espiritual, y que sus fracasos tie-nen mucho que ver con su carácter fariseo y con ydesagradable, así como con la falta de reconoci-miento del ambiente que le rodeaba.

Biografías recientes ven en Rembrandt a un mani-pulador egoísta y calculador más que a un hombreen busca de su verdad espiritual. Afirman quemuchos de sus cuadros, tan brillantes, son bas-tante menos espiritual es de lo que parecen. Miprimera reacción hacia estos estudios tan desmiti-fican tres de Rembrandt fue de sobresalto. Enparticular la biografías de Gary Schwartz, que nopermite una visión romántica de Rembrandt, hizoque me planteara si alguna vez había tenido lugaren el algo parecido a la “conversión”. Queda cla-ro por los estudios recientes acerca de las rela-ciones de Rembrandt con sus mecenas, quienes leencargaban y le compraban las obras, y con sufamilia y amigos, que era una persona de tratomuy difícil. Schwartz lo describe como un “hom-bre amargado y vengativo que utilizaba todas lasarmas permitidas y no permitidas para atacar aquienes se interponían en su camino.”

Así pues, Rembrandt era conocido por actuar deforma egoísta, arrogante y vengativa. Donde me-jor se demuestra esto es considerando la formacomo trató a Geertje Dircx, con la que convivióseis años. Utilizó al hermano de Geertje, para“recoger testimonios de los vecinos en su contra,y así poder encerrarla en un manicomio.” El re-sultado fue el confinamiento de Geertje en unainstitución mental. Cuando por fin llegó el mo-mento de poder salir, “Rembrandt contrató a unagente para recoger otra vez pruebas en su co-ntra, y asegurarse de que continuara encerrada”.

Durante el año 1649, cuando empezaron a suce-derle estos hechos trágicos, Rembrandt estaba

tan obsesionado con ellos que no pintó nada. Esen este momento cuando surge un Rembrandtnuevo, un hombre perdido en su amargura, de-seoso de venganza, y capaz de cualquier tradi-ción.

Es difícil aceptar a éste Rembrandt. Resulta mu-cho más fácil simpatizar con un personaje lujurio-so que se complace en los placeres hedonistas delmundo y que, de repente, vuelve a casa, y seconvierte en una persona muy espiritual. Peroapreciar a un hombre profundamente resentido,que malgasta gran parte de su tiempo en pleitos yque se aleja de la gente con su comportamientoarrogante, es mucho más duro. Y sin embargo,esta fue una parte de su vida, una parte que nopuedo ignorar.

Rembrandt es tanto el hijo mayor como el menor.Cuando, en los últimos años de su vida, pintó alos dos hermanos en su Regreso del Hijo Pródigo,había llevado una vida en la que no le eran extra-ños ni el extravío del hijo menor ni el del mayor.Los dos necesitaban de salvación y perdón. Losdos necesitaban volver a casa. Los dos necesita-ban el abrazo de un padre misericordioso. Peroqueda claro por la historia y por el cuadro, que laconversión más difícil fue la del que se quedó encasa.

5. EL HIJO MAYOR SE MARCHA

Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando vino yse acercó a la casa, al oír la música y los bailes,llamó a uno de los criados y le preguntó qué eralo que pasaba. El criados le dijo: “Ha vuelto tuhermano y tu padre ha matado el ternero cebadoporque lo ha recobrado sano.” El se enfadó y noquería entrar. Su padre salió a persuadirlo, peroel hijo le contestó: “Hace ya muchos años que tesirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nuncame diste ni un cabrito para celebrar una fiestacon mis amigos. Pero llega este hijo tuyo, que seha gastado tu patrimonio con prostitutas, y lematas el ternero cebado.”

De pie con las manos cogidas

En las horas que pasé en el Hermitage mirando elcuadro de Rembrandt, me quedé fascinado por lafigura del hijo mayor. Recuerdo que me quedabaobservándola durante largo tiempo preguntándo-me que sería lo que pasaba por su mente y por sucorazón. Es, sin duda alguna, el testigo principalde la vuelta a casa del hijo menor. Cuando loúnico que conocía del cuadro era el detalle dondeel padre abraza al hijo recién llegado, era bastan-te fácil percibirlo como un cuadro atractivo,

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conmovedor y tranquilizador. Pero cuando vi todoel cuadro, enseguida me di cuenta de la comple-jidad de aquella reunión. El testigo principal,mirando como el padre abraza a su hijo, estácomo apartado. Mira al Padre sin alegría. No seacerca, no sonríe, no expresa acogida. Simple-mente está de pie allí -a un lado de la platafor-ma- sin deseo aparente de acercarse.

Es cierto que el “regreso” es el acontecimientocentral del cuadro; sin embargo, no está situadoen el centro del lienzo, sino en el lado izquierdo,mientras que el hijo mayor, alto y arrogante,domina el lado derecho. Hay un gran espacioabierto que separa al padre y al hijo mayor, unespacio que genera una tensión que está esperan-do ser resuelta.

Viendo al hijo mayor, no puedo sentirme implica-do sentimentalmente en el “regreso”. El testigoprincipal mantiene la distancia, sin aparentemen-te tener intención alguna de participar del reci-bimiento del padre. ¿Qué ocurre en el interior deeste hombre? ¿Qué hará? ¿Se acercará y abrazaráa su hermano como lo hace su padre, o se darámedia vuelta y se marchará enfadado y disgusta-do?

Desde que mi amigo Bart me dijo que yo me pa-recía más al hermano mayor que al menor, heobservado a éste “hombre de la derecha” conmás atención, y he descubierto cosas nuevas ymuy dolorosas. Según los pintó Rembrandt, padree hijo se parecen mucho. Los dos tienen barba ylucen largas túnicas rojas sobre sus hombros.Estos detalles externos revelan que padre e hijotienen mucho en común, lo que queda subrayadopor la luz dibujada sobre el hijo mayor, que co-necta muy directamente con la cara iluminadadel padre.

¡Pero qué diferencia! El padre se inclina sobre suhijo recién llegado. El hijo mayor se queda depie, rígido, postura que se acentúa por el largobastón que sujeta con las manos y que llega hastael suelo. El manto del padre es ancho y acogedor;el del hijo es pesado. Las manos del padre estánextendidas y tocan al recién llegado en un gestode bendición; las del hijo están cogidas, casi a laaltura del pecho. Hay luz en ambos rostros, perola luz de la cara del padre recorre todo su cuerpo-especialmente las manos- y envuelve al hijo me-nor en un halo de cálida luminosidad, mientrasque la luz en el rostro del hijo mayor es fría yestrecha. Su figura permanece en la oscuridad,sus manos en la sombra.

La parábola que Rembrandt retrató podría muybien haberse llamado "La Parábola de los HijosPerdidos". No sólo se perdió el hijo menor, que se

marchó de casa en busca de libertad y felicidad,sino que también el que se quedó en casa se per-dió. Aparentemente, hizo todo lo que un buenhijo debe hacer, pero interiormente, se fue lejosde su padre. Trabajaba muy duro todos los días ycumplía con sus obligaciones, pero cada vez eramás desgraciado y menos libre.

Perdido en el resentimiento

Me es muy duro reconocer que este hombreamargado, resentido y enfadado pudiera estar, ensentido espiritual, más cerca de mí que su joven ylujurioso hermano. Sin embargo, cuanto máspienso en el hijo mayor, más me reconozco en él.Como hijo mayor de mi propia familia, conozcomuy bien lo que se siente al tener que ser un hijomodelo.

Con frecuencia me pregunto si no son especial-mente los hijos mayores los que quieren cumplircon las expectativas de sus padres y desean quese les considere obedientes y cumplidores deldeber. Siempre quieren agradar, y temen desilu-sionar a sus padres. Pero también experimentan,desde muy temprano, cierta envidia hacia sushermanos y hermanas más pequeños, que parecenestar menos preocupados por agradar y parecenser más libres para “hacer sus cosas.” Este es micaso, y siempre me he sentido atraído de formaextraña a vivir una vida desobediente que nuncame he atrevido a llevar, pero que he visto llevar amuchos a mi alrededor. Siempre he hecho cosasadecuadas, cumpliendo los planes que organiza-ban las distintas figuras paternales con las queme he encontrado a lo largo de mi vida -profesores, directores espirituales, obispos y pa-pas-; al mismo tiempo, me preguntaba a menudopor qué nunca he tenido el coraje de “marchar-me” como hizo el hijo menor.

Resulta extraño decir esto, pero en el fondo hetenido envidia del hijo desobediente. Éste es elsentimiento que me viene cuando veo a mis ami-gos disfrutar haciendo el tipo de cosas que yorepruebo. Decía que su comportamiento era re-prensible, incluso inmoral, pero al mismo tiempome preguntaba por qué no tenía el valor de hacertodas esas cosas o, al menos, alguna de ellas.

La vida obediente y servicial de la que me sientoorgulloso, la veo a veces como una carga que seme ha puesto sobre los hombros y que sigueoprimiéndome a pesar de haberla aceptado hastael punto de ser incapaz de desprenderme de ella.No me cuesta identificarme con el hijo mayor dela parábola que se quejaba: “Hace ya muchosaños que te sirvo sin desobedecer jamás tus órde-nes, y nunca me has dado ni un cabrito para cele-brar una fiesta con mis amigos.” En esta queja,

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obediencia y deber se han convertido en una car-ga, y el servicio en esclavitud. Todo esto se mepresentó de forma muy clara cuando un amigoque recientemente se ha convertido al cristianis-mo, me criticó por no hacer demasiada oración.Esta crítica me enojó mucho. Me dije: “¡Cómo seatreverá éste a darme lecciones de oración! Du-rante años ha llevado una vida descuidada e in-disciplinada, mientras que yo siempre he vividouna vida de fe. ¡Ahora se convierte y empieza adecirme cómo debo comportarme!” Este resenti-miento interior revela mi propio “extravío.” Mehabía quedado en casa, no me había marchado,pero no llevaba una vida libre en casa de mi pa-dre. Mi ira y envidia eran prueba de mi esclavi-tud.

Esto no sólo me ocurre a mí. Hay muchos hijos ehijas mayores que están perdidos a pesar de se-guir en casa. Y es este “extravío” -que se carac-teriza por el juicio y la condena, la ira y el resen-timiento, la amargura y los celos- el que es tanpeligroso para el corazón humano. A menudopensamos en el extravío como actos que se ven yque son espectaculares. El hijo menor pecó deforma visible. Su perdición es obvia. Malgastó sudinero, su tiempo, sus amigos, su propio cuerpo.Lo que hizo estuvo mal; lo supo su familia, susamigos y él mismo. Se rebeló contra toda morali-dad y se dejó llevar por la lujuria y la codicia.Después, habiendo visto que toda aquella conduc-ta caprichosa no le conducía más que a la mise-ria, el hijo menor reflexionó, volvió y pidió per-dón. Estamos ante el clásico error humano que sesoluciona de forma clara. Se comprende y se sim-patiza fácilmente con él.

Sin embargo, el extravío del hijo mayor es muchomás dificil de identificar. Al fin y al cabo, lo hacíatodo bien. Era obediente, servicial, cumplidor dela ley y muy trabajador. La gente le respetaba, leadmiraba, le alababa y le consideraba un hijomodélico. Aparentemente, el hijo mayor notenía fallos. Pero cuando vio la alegría de su pa-dre por la vuelta de su hermano menor, un poderoscuro salió a la luz. De repente, aparece la per-sona resentida, orgullosa, severa y egoísta queestaba escondida, y que con los años se habíahecho más fuerte y poderosa.

Mirando en mi interior y mirando a las personasque me rodean, me pregunto qué hará más daño,la lujuria o el resentimiento. Hay mucho resenti-miento entre los “justos” y los “rectos.” Hay mu-cho juicio, condena y prejuicio entre los “san-tos.” Hay mucha ira entre la gente que está tanpreocupada por evitar el “pecado.”

El extravío del hijo resentido es tan difícil dereconocer precisamente porque está estrecha-mente ligado al deseo de ser bueno y virtuoso.

Sólo yo sé los esfuerzos que he hecho por serbueno, agradable, porque se me acepte, y por serun ejemplo a imitar. Toda mi vida me he esforza-do por evitar las situaciones que me conducen alpecado; siempre he sentido pánico de caer en latentación. Pero junto a esto estaba también laseriedad, la moralidad, incluso un cierto fanatis-mo, que hacía que me resultara cada vez másdifícil sentirme a gusto en la casa de mi Padre.Me hice menos libre, menos espontáneo, menosjovial y cada vez más era considerado una perso-na “dura.”

Sin alegría

Cuando escucho las palabras con las que el hijomayor ataca a su padre -palabras farisaicas, auto-compasivas y celosas- veo que hay una queja másprofunda. Es la queja que llega de un corazón quesiente que nunca ha recibido lo que le correspon-de. Es la queja expresada de mil maneras, quetermina creando un fondo de resentimiento. Es ellamento que grita: “He trabajado tan duro, hehecho tanto y todavía no he recibido lo que losdemás consiguen tan fácilmente. ¿Por qué la gen-te no me da las gracias, no me invita, no se di-vierte conmigo, no me agasaja, y sin embargopresta tanta atención a los que viven la vida tanfrívolamente?”

Es en esta queja donde descubro al hijo mayorque hay dentro de mí. A menudo me descubroquejándome por pequeños rechazos, faltas deconsideración o descuidos. A menudo observodentro de mí ese murmullo, ese gemido, esa que-ja, ese lamento, que crece y crece aunque yo nolo quiera. Cuanto más me refugio en él, peor mesiento. Cuanto más lo analizo, más razones en-cuentro para quejarme. Y cuanto más profunda-mente entro en él, más complicado se vuelve.Hay un enorme y oscuro poder en esta queja in-terior. La condena a los otros, la condena a mímismo, el fariseísmo y el rechazo, van creciendomás y más fuertemente. Cada vez que me dejoseducir por él, me enreda en una interminableespiral de rechazo. Cuanto más profundamenteentro en el laberinto de mis quejas, más y másme pierdo, hasta que al final me siento la personamás incomprendida, más rechazada y más des-preciada del mundo.

De una cosa estoy seguro: quejarse es contrapro-ducente. Siempre que me lamento de algo con laesperanza de inspirar pena y recibir así la satis-facción que tanto deseo, el resultado es el con-trario del que intento conseguir. Es muy duro vivircon una persona que siempre se está quejando, ymuy poca gente sabe cómo dar respuesta a lasquejas de una persona que se rechaza a sí misma.Lo peor de todo es que, generalmente, la queja,

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una vez expresada, conduce a lo que quiere evi-tar: más rechazo.

Desde esta perspectiva se comprende la incapaci-dad del hijo mayor para compartir la alegría delpadre. Cuando volvía a casa del campo, oyó músi-ca y cantos. Sabía que había alegría en la casa.Enseguida empezó a sospechar. Una vez que laqueja entra en nosotros, perdemos la espontanei-dad hasta el punto de que ya ni siquiera la alegríaevoca alegría en nosotros.

La historia cuenta: “Llamó a uno de los criados yle preguntó qué era lo que pasaba.” Aquí brota elmiedo a que me hayan excluido otra vez, a queno me cuenten qué es lo que pasa, a quedarme almargen de las cosas. La queja surge de inmedia-to: “¿Por qué no se me informó, qué es todo es-to?” El criado, lleno de expectación, confiado ydeseando compartir la buena noticia, explica:“Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado elternero cebado porque lo ha recobrado sano.”Pero este grito de alegría no puede ser bien reci-bido. En vez de alivio y gratitud, la alegría delcriado surte el efecto contrario: “El se enfadó yno quiso entrar.” Alegría y resentimiento no pue-den coexistir. La música y los cantos, en vez deinvitar a la alegría, se convierten en causa demayor rechazo.

Recuerdo muy bien haber vivido situaciones pare-cidas. Una vez, me sentía sólo y le pedí a un ami-go que saliera conmigo. Me contestó que no teníatiempo, y, sin embargo, un poco más tarde me loencontré en una fiesta en casa de un amigo co-mún. Al verme me dijo: “Ven, únete a nosotros,me alegro de verte.” Pero yo estaba tan enfadadopor no haber sabido nada de la fiesta, que eraincapaz de quedarme. Se despertaron en mi in-terior todas mis quejas por no ser aceptado yquerido y abandoné la habitación dando un porta-zo. Era incapaz de participar de la alegría que allíse respiraba. En un momento, la alegría de aque-lla habitación se había convertido en fuente deresentimiento.

Esta experiencia de ser incapaz de compartir laalegría es la experiencia de un corazón lleno deresentimiento. El hijo mayor no podía entrar encasa y compartir la alegría de su padre. Sus que-jas le habían paralizado y dejaron que la oscuri-dad le envolviera.

Rembrandt percibió el significado más profundode todo esto cuando pintó al hijo mayor al ladode la plataforma donde el hijo menor es recibidopor su padre. No representó la celebración, conlos músicos y bailarines; éstos eran simplementelos signos externos de la alegría del padre. Laúnica señal de fiesta es el retrato de un flautista

sentado, pintado en la pared, al lado de una delas mujeres (¿la madre del pródigo?). En vez de lafiesta, Rembrandt pintó luz, la luz radiante queenvuelve a padre e hijo. La alegría que Rem-brandt retrata es la alegría serena de la casa deDios.

En la historia, uno puede imaginarse al hijo mayorfuera, en la oscuridad, sin querer entrar en lacasa iluminada y serena de sonidos alegres. PeroRembrandt no pinta en su cuadro una casa ocampos, sino que hace un retrato a base de luz ysombras. El abrazo del padre, lleno de luz, es lacasa de Dios. La música y los bailes están allí. Elhijo mayor está fuera del círculo de este amor,negándose a entrar. La luz en su rostro deja claroque el también está llamado a la alegría, pero nose le puede forzar.

A veces la gente se pregunta: ¿Qué le ocurrió alhijo mayor? ¿Se dejó convencer por su padre?¿Entró finalmente en casa y participó de la cele-bración? ¿Abrazó a su hermano y le dio la bienve-nida igual que había hecho su padre? ¿Se sentó ala mesa con su padre y su hermano para disfrutarcon ellos del banquete?

Ni el cuadro de Rembrandt ni tampoco la parábo-la nos hablan de la voluntad del hijo mayor dedejarse encontrar. ¿Desea el hijo mayor recono-cer que él también es un pecador necesitado deperdón? ¿Desea reconocer que no es mejor que suhermano?

Me quedo sólo con estas preguntas. Así como nosé si el hijo menor aceptó el banquete o cómovivió con su padre después de volver a casa, tam-poco sé si el mayor alguna vez se reconcilió consu hermano, con su padre o consigo mismo. Loque sí conozco con una certeza inquebrantable esel corazón del padre. Es un corazón lleno de unamisericordia infinita.

Una cuestión abierta

A diferencia de un cuento de hadas, la parábolano tiene un final feliz. Al contrario, nos pone caraa cara ante una de las cuestiones espirituales másdifíciles: confiar o no confiar en el amor de Diosque lo perdona todo. Yo soy el único que puedeelegir, nadie puede hacerlo en mi lugar. En res-puesta a sus lamentos: “Éste acoge a los pecado-res y come con ellos”, Jesús compara a los faris-cos y escribas con el Regreso del Hijo Pródigo, ycon el hijo mayor resentido. Todo esto tuvo queser un duro golpe para aquella gente tan obedien-te y religiosa. Finalmente, tuvieron que enfren-tarse con su propio lamento y elegir cómo iban aresponder al amor de Dios por los pecadores. ¿Sesentarían con ellos a la mesa como hizo Jesús?

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Esto era y es un auténtico reto: para ellos, paramí, para cualquiera que esté lleno de resenti-miento y se sienta tentado a vivir quejándose.

Cuanto más siento al hijo mayor en mi interior,más consciente me hago de lo profundamentearraigada que está esta forma de “perderse” y lodificil que es volver a casa desde esta situación.Parece mucho más fácil volver desde una aventu-ra de lujuria que volver desde una ira fría que haechado raíces en los rincones más profundos demí mismo. Mi resentimiento no es algo que puedadistinguirse con facilidad o ser tratado de formaracional.

Es mucho más peligroso: algo que se une a lo másprofundo de mi virtud. ¿Acaso no es bueno serobediente, servicial, cumplidor de las leyes, tra-bajador y sacrificado? Mis rencores y quejas pare-cen estar misteriosamente ligadas a estas elogia-bles actitudes. Esta conexión me desespera. Justoen el momento en que quiero hablar o actuardesde lo más generoso de mí mismo, me encuen-tro atrapado en la ira y el rencor. Y cuanto másdesinteresado quiero ser, más me obsesiono por-que me quieran. Cuanto más lo doy todo de mípara que algo salga bien más me pregunto porqué los demás no lo dan todo como yo. Cuandopienso que soy capaz de vencer mis tentaciones,más envidia siento hacia los que ceden a ellas.Parece que allí donde se encuentra mi mejor yo,se encuentra también el yo resentido y quejicoso.

Y es aquí donde me veo frente a frente con miverdadera pobreza. Soy incapaz de acabar conmis resentimientos. Están tan profundamenteanclados dentro de mí que arrancarlos pareceríaalgo así como una autodestrucción. ¿Cómo erradi-car estos rencores sin acabar también con misvirtudes?

¿Puede el hijo mayor que está en mi interior vol-ver a casa? ¿Puedo ser encontrado como lo fue elhijo menor? ¿Cómo puedo volver cuando estoyperdido en el rencor, cuando estoy atrapado porlos celos, cuando estoy prisionero de la obedien-cia y del deber, vividos como esclavitud? Estáclaro que yo sólo no puedo encontrarme. Es mu-cho más desalentador tener que curarme de misrasgos de hijo mayor que de los de hijo menor.Enfrentado aquí con la imposibilidad de la auto-redención, ahora entiendo las palabras de Jesús aNicodemo: “Que no te cause, pues, tanta sorpre-sa lo que te he dicho: “Tenéis que nacer de nue-vo.” (Jn 3,7) Es decir, algo tiene que ocurrir queyo no puedo hacer que ocurra. Yo no puedo vol-ver a nacer; es decir, no puedo hacerlo con mispropias fuerzas, con mi mente, con mis ideas. Nome cabe ninguna duda de todo esto porque yaintenté en el pasado curarme yo sólo de mis ren-cores y de mis quejas y fallé... y fallé, hasta que

estuve al borde del hundimiento, incluso del ago-tamiento físico. Sólo puedo ser curado desdearriba, desde donde Dios actúa. Lo que para mí esimposible, es posible para Dios. “Para Dios nadahay imposible.”

6. EL REGRESO DEL HIJO MAYOR

"Su hijo mayor... se enfadó y no quería entrar. Supadre salió a persuadirlo... El padre le respondió:“¡Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo míoes tuyo! Pero tenemos que alegrarnos y hacerfiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto,ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido en-contrado”.

Una conversión posible

El padre quiere que regresen los dos hijos, elmenor y también el mayor. También el hijo ma-yor necesita ser encontrado y conducido a la casade la alegría. ¿Responderá a la súplica de su pa-dre o permanecerá estancado en su amargura?Rembrandt también deja abierta la cuestión de ladecisión final del hermano mayor. Bárbara JoanHaeger escribe: “Rembrandt no nos revela si ve laluz. Igual que no condena claramente al hermanomayor; Rembrandt deja abierta la esperanza deque se dé cuenta de que también él es un peca-dor... deja la interpretación de la reacción delhermano mayor en manos del espectador”.

El final abierto de la historia y el cuadro de Rem-brandt, me sitúan ante el trabajo espiritual quetengo que hacer. Cuando observo la cara ilumina-da del hijo mayor, y después sus manos oscuras,percibo su cautividad pero también percibo laposibilidad de liberación. Ésta no es una historiaque separe a los hermanos en bueno y malo. Sóloes bueno el padre. Él quiere a los dos hijos, correal encuentro de los dos. Quiere que los dos sesienten a su mesa y participen de su alegría. Elhermano menor se deja abrazar por su padre quele ha perdonado. El hermano mayor se quedaatrás, mira el gesto misericordioso de su padre, yno puede olvidarse de la ira que siente y dejarque el padre le cure también.

El amor del Padre no fuerza al amado. Aunquequiere curarnos a todos de nuestra oscuridadinterior, somos libres para elegir permanecer enla oscuridad o caminar hacia la luz del amor deDios. Dios está allí. La luz de Dios está allí. Elperdón de Dios está allí. El amor sin fronteras deDios está allí. Lo que está claro es que Dios siem-pre está allí, siempre dispuesto a dar y perdonar,independientemente de lo que nosotros respon-

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damos. El amor de Dios no depende de nuestroarrepentimiento o de nuestros cambios.

Ya sea el hijo menor o el mayor, el único deseode Dios es llevarme a casa. Arthur Freeman escri-be:

“El padre ama a cada hijo y le da libertad paraque sea lo que quiera, pero no puede darle unalibertad que no pueda utilizar o entender de for-ma adecuada. El padre parece darse cuenta, másallá de las costumbres de aquella sociedad, de lanecesidad de los hijos de ser ellos mismos. Peroconoce también su necesidad de amor y de un“hogar.” Es responsabilidad de ellos decidir cómovan a terminar sus historias. El hecho de que laparábola no esté completa deja claro que el amordel padre no depende de un final de la historiaadecuado. El amor del padre depende sólo de símismo y es parte de su manera de ser. Como diceShakespeare en uno de sus sonetos: “El amor nocambia cuando encuentra el cambio.”.

Para mí personalmente, es de crucial importanciala posible conversión del hijo mayor. Dentro demí hay mucho del grupo con el que Jesús es tancrítico: los fariseos y los escribas. He estudiadolos libros, conozco las leyes, y con frecuencia mepresento como una autoridad en materia de reli-gión. La gente me muestra mucho respeto, inclu-so me llama “reverendo.” He sido recompensadocon cumplidos y alabanzas, con dinero, premios yaclamaciones. He sido muy crítico con algunasformas de comportamiento y a menudo he pro-nunciado juicios contra otros.

Así, cuando Jesús cuenta la parábola del hijopródigo, yo debo escucharla consciente de queestoy más cerca de aquéllos que le escuchabancomentando: “Éste acoge a los pecadores y comecon ellos.” ¿Me queda alguna posibilidad de vol-ver al Padre y sentirme acogido en su casa? ¿Oestoy tan atrapado en mis quejas farisaicas queestoy condenado, contra mi deseo, a permanecerfuera de casa, revolcándome en mi ira y mi re-sentimiento?

Jesús dice: “Dichosos los pobres... dichosos losque ahora tenéis hambre... dichosos los que aho-ra lloráis...,” (Lc 6,20-21) pero yo ni soy pobre, nitengo hambre ni lloro. Jesús dice: “Yo te alabo,Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque hasocultado estas cosas a los sabios y prudentes.”(Lc 10,21) Es precisamente a este grupo, al de lossabios y entendidos, al que yo pertenezco. Jesúsmuestra su preferencia por los marginados de lasociedad -los pobres, los enfermos, los pecadores-y yo no soy ciertamente un marginado. La doloro-sa pregunta que me llega a través del Evangelioes: “¿Ya he recibido mi recompensa?” Jesús es

muy crítico con los que “oran de pie en las sina-gogas y en las esquinas de las plazas para que losvea la gente.” (Mt 6,5) De ellos dice: “Os aseguroque ya han recibido su recompensa.” Con todo loque he escrito y hablado sobre la oración y contoda la publicidad de la que disfruto, no puedomenos que preguntarme si estas palabras irándirigidas a mí.

De hecho ahí están. Pero la historia del hijo ma-yor da una nueva luz a todas estas preguntas,dejando muy claro que Dios no ama al hijo menormás que al mayor. En la historia, el padre salefuera a recibir al hijo mayor igual que hizo con elmenor, le anima a entrar y le dice: “¡Hijo, túestás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo!”

Estas son las palabras a las que debo prestaratención y dejar que penetren hasta el centro demí mismo. Dios me llama “hijo mío”. La palabragriega que utiliza Lucas aquí es teknon, “unaforma cariñosa de hablar”, como dice Joseph A.Fitzmyer. Traducido literalmente, lo que el padredice es “niño.”

Esta forma tan afectuosa de hablar se hace aúnmás clara en las palabras que siguen. Los duros yamargos reproches del hijo no tropiezan con pa-labras de condena. No hay recriminación o acusa-ción alguna. El padre no se defiende ni hace nin-gún comentario acerca del comportamiento delhijo mayor. El padre va más allá de cualquiervaloración para subrayar su relación íntima con elhijo cuando dice: “Tú estás siempre conmigo.”Esta declaración del padre, de amor incondicio-nal, elimina cualquier posibilidad de creer que elhijo menor es más querido que el mayor. El hijomayor no ha dejado nunca la casa. El padre lo hacompartido todo con él. Ha formado parte de suvida cotidiana sin ocultarle nada. “Todo lo mío estuyo,” dice. No se puede encontrar una afirma-ción más clara del amor sin límites del padrehacia su hijo mayor. Así pues, el padre ofreceeste amor sin reservas a los dos hijos, y por igual.

Dejando la rivalidad a un lado

La alegría por el regreso emotivo del hijo menorde ningún modo significa que el hijo mayor fueramenos querido, menos apreciado o menos favore-cido. El padre no compara a sus dos hijos. Ama alos dos con un amor total y expresa ese amor deacuerdo con sus trayectorias personales. Conoce alos dos íntimamente. Comprende sus cualidades ysus defectos. Mira la pasión de su hijo menor conamor, aunque no sea obediente. Con el mismoamor ve la obediencia del hijo mayor, aunque noesté vitalizado por la pasión. Con el hijo menorno hay reflexiones sobre quién es mejor o peor,más o menos, así como tampoco hay comparacio-

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nes con el hijo mayor. El padre responde a ambosde acuerdo con su unicidad. El regreso del menorle lleva a celebrar una fiesta. El regreso del ma-yor le hace extender su invitación a una totalparticipación de esa alegría.

Jesús dice: “En la casa de mi Padre hay sitio paratodos.” (Jn 14,2) Cada hijo de Dios tiene su sitio,todos ellos son sitios de Dios. Tengo que dejar delado cualquier intento de comparación, cualquierrivalidad o competición, y rendirme al amor delPadre. Para esto hace falta dar un salto de feporque tengo muy poca experiencia en el amorque no hace comparaciones y desconozco el po-der de un amor así. Mientras permanezca fuera,en la oscuridad, sólo podré experimentar la quejay el resentimiento que resulta de las comparacio-nes que hago. Fuera de la luz, mi hermano menorparece más querido por el Padre que yo; más aún,fuera de la luz, ni siquiera lo reconozco como mihermano.

Dios me implora que vuelva a casa, que vuelva aentrar en su luz, que vuelva a descubrir allí que,en Dios, todo el mundo es amado única y total-mente. En la luz de Dios puedo considerar que mihermano, mi prójimo, pertenece a Dios tantocomo yo. Pero fuera de la casa de Dios, hermanosy hermanas, maridos y mujeres, amantes y ami-gos se convierten en rivales e incluso en enemi-gos; cada uno de ellos vive dominado por los ce-los, las suspicacias y los resentimientos.

No es de extrañar que, en su ira, el hijo mayor sequeje al padre: “...nunca me has dado ni un ca-brito para celebrar una fiesta con mis amigos.¡Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tupatrimonio con prostitutas, y le matas el ternerocebado!” Estas palabras demuestran hasta quépunto este hombre está dolido. Su autoestima sesiente herida por la alegría del padre, y su propiaira le impide reconocer a este sinvergüenza comosu hermano. Con las palabras “este hijo tuyo” sedistancia de su hermano y también de su padre.

Los mira como a extraños que han perdido todo elsentido de la realidad y se han embarcado en unarelación inapropiada, considerando la vida que hallevado el pródigo. El hijo mayor ya no tiene unhermano. Tampoco tiene ya un padre. Se hanconvertido en dos extraños para él. A su herma-no, un pecador, le mira con desdén; a su padre,dueño de un esclavo, le mira con miedo.

Es aquí donde veo lo perdido que está el hijomayor. Se ha convertido en un extraño dentro desu propia casa. La verdadera comunión ha des-aparecido. Toda relación se ha quedado en laoscuridad. Tener miedo o mostrar desdén, mos-trarse sumiso o pretender controlar, ser opresor o

ser víctima: éstas son las posibilidades que lequedan a uno cuando está fuera de la luz. Nopuede confesar sus pecados, no puede recibir elperdón, el amor mutuo no puede existir. La ver-dadera comunión se ha hecho imposible.

Conozco el dolor de esta difícil situación. Todopierde su espontaneidad. Todo se convierte ensospechoso, consciente, calculado y lleno de se-gundas intenciones. Ya no hay autenticidad. Elmás mínimo movimiento reclama un contramovi-miento; el más mínimo comentario debe ser ana-lizado, el gesto más insignificante debe ser eva-luado. Esta es la patología de la oscuridad.

¿Queda alguna salida? No lo creo, al menos por miparte. A menudo parece que, cuanto más intentodeshacerme de las sombras, más oscuro se hace.Necesito luz, pero una luz que conquiste mi oscu-ridad. Pero no puedo encontrarla por mí mismo.Yo no puedo perdonarme a mí mismo. No puedoobligarme a sentir amor. Por mí mismo puedo sólosentir cólera. No puedo llevarme a casa ni puedocrear comunión por mí mismo. Puedo desearlo,esperarlo, rezarlo. Pero no puedo fabricar miverdadera libertad. Alguien me la tiene que dar.Estoy perdido. Debo ser encontrado y conducido acasa por el pastor que sale en mi busca.

La historia del hijo pródigo es la historia de unDios que sale a buscarme y que no descansaráhasta que me haya encontrado. Anima y suplica.Me pide que deje de aferrarme a los poderes dela muerte y que me deje abrazar por los brazosque me conducirán al lugar donde encontraré lavida que más deseo.

Recientemente he vivido en mi propia carne elregreso del hijo mayor. Mientras hacía autostop,me atropelló un coche y tuvieron que llevarme aun hospital. Estaba al borde de la muerte. Pero,de repente, me vino el pensamiento de que nisiquiera era libre para morir, porque todavía se-guía aferrado al lamento de que aquel de quiensoy hijo no me había querido lo suficiente. Me dicuenta de que no había madurado. Sentí la lla-mada a olvidarme de mis quejas de adolescente yde la mentira de que se me ama menos que a mishermanos menores. La idea me espantaba, pero ala vez era muy liberadora. Cuando mi padre, yamuy mayor, voló desde Holanda para verme, supeque aquél era el momento de descubrir mi condi-ción de hijo. Por primera vez en mi vida, le dije ami padre que le quería y que le estaba muy agra-decido por el amor que me había dado. Le dijemuchas más cosas que jamás había sido capaz depronunciar, y me sorprendió comprobar el tiempoque me había costado decirlas. Mi padre tambiénestaba sorprendido, confundido con todo aquello,pero recibió mis palabras con comprensión y conuna sonrisa. Cuando miro hacia atrás y pienso en

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este acontecimiento espiritual, veo que aquellofue un auténtico regreso, el regreso desde unafalsa dependencia de un padre humano que nopuede darme todo lo que necesito, a la depen-dencia en el Padre divino que dice: “Tú estássiempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”; el re-greso desde mi yo que se queja, se compara ysiente rencor, a mi verdadero yo que es libre paradar y recibir amor. Y aunque he tenido, y seguiréteniendo, muchas recaídas, esto me dio la liber-tad de vivir mi propia vida y morir mi propiamuerte. El regreso al Padre “de quien procedetoda familia en los cielos y en la tierra” (Ef 3,14-15) me permite consentir que mi padre sea elbueno, cariñoso, pero limitado ser humano quees, y consentir que mi Padre celestial sea el Dioscuyo amor ilimitado e incondicional acaba contodo resentimiento y me hace libre para amarmás allá de mi necesidad de agradar o de encon-trar aprobación.

A través de la confianza y la gratitud

Esta experiencia personal del Regreso del HijoPródigo puede ofrecer cierta esperanza a perso-nas que estén atrapadas en el rencor. Supongoque todos nosotros tendremos que enfrentarnoscon el hijo mayor o la hija mayor que tenemosdentro. La cuestión es muy simple: ¿Qué podemoshacer para que el regreso sea posible? Aunque elmismo Dios corre en nuestra busca para encon-trarnos y llevarnos a casa, debemos reconocerque estamos perdidos, y hemos de prepararnospara ser encontrados y conducidos a casa. ¿Cómo?

Desde luego adoptando una actitud pasiva, no.Aunque no seamos capaces de librarnos de nues-tra ira, podemos dejar que Dios nos encuentre ynos cure con su amor, practicando diariamente laconfianza y la gratitud. Estas son las disciplinaspara la conversión del hijo mayor y yo las he co-nocido por mi propia experiencia.

Sin confianza, no puedo dejar que me encuen-tren. La confianza es la convicción profunda deque el Padre me quiere en casa. Yo no me dejoencontrar cuando dudo de que merezco que meencuentren y creo que se me quiere menos que amis hermanos y hermanas menores. Tengo queseguir diciéndome: “Dios te busca. Irá a cualquierparte para encontrarte. Te ama, te quiere encasa, no descansará hasta que estés con Él.”

Pero hay también en mí una voz muy fuerte yoscura que me dice todo lo contrario: “Dios noestá realmente interesado en mí, prefiere al pe-cador arrepentido que llega a casa después de suslocas escapadas. A mí, que nunca he dejado elhogar, no me hace caso. Da por supuesto que

estoy aquí con Él. No soy su hijo favorito. No creoque me dé lo que realmente deseo.”

Algunas veces esta voz es tan fuerte que necesitouna gran energía espiritual para confiar en que elPadre me quiere en casa tanto como al hijo me-nor. Hace falta una verdadera disciplina parapasar por encima de mis quejas de siempre ypensar, decir y actuar con la convicción de que seme busca y de que seré encontrado. Sin esta dis-ciplina, vuelvo a ser víctima de la desesperanza.

Diciéndome que no soy lo suficientemente impor-tante como para ser encontrado, mis quejas sonmayores hasta que me hago completamente sordoa la voz que me llama. Llega un momento en quetengo que negar esta voz de autorechazo y re-clamar la verdad de que Dios quiere, realmente,abrazarme igual que hace con mis hermanos yhermanas caprichosos. Esta confianza, para quedure, tiene que ser más profunda que la sensa-ción de extravío. Jesús expresa esta radicalidadcuando dice: “Todo lo que pidáis en vuestra ora-ción, lo obtendréis si tenéis fe en que váis a reci-birlo.” (Mc 11,24) Viviendo en esta confianza seabrirá el camino hacia Dios y se cumplirán así misdeseos más profundos.

Junto a esta confianza, debe haber también grati-tud, lo contrario del resentimiento. Resentimien-to y gratitud no pueden coexistir, porque el re-sentimiento bloquea la percepción y la experien-cia de la vida como don. Mi resentimiento medice que no se me da lo que merezco. Siempre semanifiesta en envidia.

La gratitud, sin embargo, va más allá de lo “mío”y “tuyo” y reclama la verdad de que todo en lavida es puro don. Antes pensaba que la gratitudera una respuesta espontánea a los dones recibi-dos, pero ahora me he dado cuenta de que tam-bién puede vivirse como una disciplina: es el es-fuerzo explícito por reconocer que todo lo quesoy y tengo me ha sido dado como don de amor,don que tengo que celebrar con alegría.

La gratitud como disciplina implica una elecciónconsciente. Puedo elegir ser agradecido aún in-cluso cuando mis emociones y sentimientos estánimpregnados de dolor y resentimiento. Es sor-prendente la cantidad de veces que puedo optarpor la gratitud en vez de por la queja y el lamen-to. Puedo elegir ser agradecido cuando me criti-can, aunque mi corazón responda con amargura.Puedo optar por hablar de la bondad y la belleza,aunque mi ojo interno siga buscando a alguienpara acusarle de algo feo. Puedo elegir escucharlas voces que perdonan y mirar los rostros quesonríen, aun cuando siga oyendo voces de ven-ganza y vea muecas de odio.

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Siempre se puede elegir entre el resentimiento yla gratitud porque Dios ha aparecido en mi oscu-ridad, me ha animado a venir a casa, y me hadicho en un tono lleno de afecto: “Tú estás siem-pre conmigo, y todo lo mío es tuyo.” Así, puedoelegir entre vivir en las sombras, señalando a losque aparentemente son mejores que yo; puedoelegir lamentarme de las desgracias que sufrí enel pasado, y dejar que el resentimiento me ab-sorba. Pero no es esto lo que debo hacer. Está laopción de mirar en los ojos del único que salió enmi busca y reconocer que todo lo que soy y tengoes puro don que debo agradecer.

Muy raramente se lleva a la práctica la opción porla gratitud sin un gran esfuerzo. Pero cada vezque lo hago, la siguiente opción es un poco másfácil, un poco más libre, un poco menos conscien-te. Porque cada don que reconozco me lleva aotro y a otro don, hasta que por fin, el aconteci-miento más normal, más obvio, y aparentementemás mundano, demuestra estar lleno de gracia.Hay un dicho estonio que dice: “Quien no esagradecido en lo poco, tampoco lo será en lomucho.” Los actos de gratitud le hacen a unoagradecido porque, paso a paso, le hacen ver quetodo es gracia.

Confianza y gratitud requieren el coraje dearriesgarse, porque la desconfianza y el resenti-miento, en su necesidad de reclamar su atención,siguen advirtiéndome de lo peligroso que es dejara un lado mis cálculos y predicciones. En muchosaspectos debo dar un salto de fe para dejar quela confianza y la gratitud tengan su oportunidad:escribir una carta amable a alguien que no meperdonará, llamar al que me ha rechazado, pro-nunciar una palabra de aliento a alguien que nopuede decirla.

El salto de fe siempre significa amar sin esperarser amado, dar sin querer recibir, invitar sin es-perar ser invitado, abrazar sin pedir ser abrazado.Y cada vez que doy un pequeño salto, veo unreflejo del Unico que corre hacia mí y me hacepartícipe de su alegría, la alegría en la que nosólo me encuentro yo sino también todos mishermanos y hermanas. Así, la confianza y las gra-titud revelan al Dios que me busca, ardiendo dedeseo porque todos mis rencores y quejas desapa-rezcan y por dejar que me siente a su lado en elbanquete celestial.

El verdadero hijo mayor

Para mí, el regreso del hijo mayor se está convir-tiendo en algo tan importante -si no más- como eldel hijo menor. ¿Cómo mirará el hijo mayor cuan-do esté libre de sus quejas, libre de su ira, resen-timientos y celos? Porque la parábola no nos dice

nada de la respuesta del hijo mayor. Se deja anuestra elección escuchar al Padre o seguir pri-sioneros de nuestro autorechazo.

Pero incluso si reflexiono acerca de esa elección yme hago consciente de que toda la parábola fuecontada por Jesús para mi propia conversión, veoclaro que el mismo Jesús, que fue quien contó lahistoria, es el hijo menor y también el hijo ma-yor. Jesús ha venido a mostrar el amor del Padrey a liberarme de mis rencores. Todo lo que diceJesús sobre sí mismo le revela como el Hijo Ama-do, el único que vive en completa comunión conel Padre. No hay distancia, miedo o suspicaciasentre Jesús y el Padre.

Las palabras del padre en la parábola: “¡Hijo, tuestás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo!”expresan la verdadera relación de Dios Padre conJesús, su Hijo. Jesús dice constantemente que lagloria que pertenece al Padre pertenece tambiénal Hijo (Jn 1,14). Todo lo que hace el Padre, lohace también el Hijo (Jn 10,32). No hay separa-ción entre ellos: “Nosotros somos uno” (Jn17,22); no hay división del trabajo: “El Padre amaal hijo y ha puesto en sus manos todas las cosas”(Jn 3,35); no hay competencia: “Os he dado aconocer todo lo que he oído a mi Padre” (Jn15,15); no hay envidia: “El hijo no puede hacernada por su cuenta; él hace únicamente lo que vehacer al Padre.” (Jn 5,19) Hay una perfecta uni-dad entre el Padre y el Hijo. Esta unidad está enel núcleo del mensaje de Jesús: “Debéis creermecuando afirmo que yo estoy en el Padre y el Pa-dre en mí.” (Jn 14,11) Creer en Jesús significacreer que es el único enviado por el Padre, elúnico en quien, y a través de quien, se revela elamor del Padre. (Jn 5,24; 6,40; 16,27; 17,8)

Esto lo expresó el propio Jesús en la parábola delos malos arrendatarios. El propietario del viñedo,tras haber enviado inútilmente a varios emplea-dos para recoger su parte de la cosecha, decideenviar a su “hijo amado.” Los arrendatarios sedan cuenta de que es el heredero y lo matan paraasí quedarse con la herencia. Éste es el retrato deun hijo que obedece a su padre, no como esclavo,sino como el amado, y cumple la voluntad delPadre en unión total con Él.

Así, Jesús es el Hijo mayor del Padre. Es enviadopor el Padre para revelar el amor duradero deDios hacia todos sus hijos resentidos y para ofre-cerse a sí mismo como el camino para llegar acasa. Jesús es el camino de Dios para hacer quelo imposible sea posible, para dejar que la luzconquiste la oscuridad. Los rencores y quejas, porprofundos que sean, pueden desvanecerse en elrostro en el que se hace visible toda la luz delHijo. “El Hijo Amado en quien descansa el favorde Dios.”

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Parte III

EL PADRE

Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y, pro-fundamente conmovido, salió corriendo a su en-cuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos... El pa-dre dijo a sus criados: “Traigan enseguida el me-jor vestido y pónganselo; ponganle también unanillo en la mano y sandalias en los pies. Tomenel ternero cebado, mátenlo y celebremos un ban-quete de fiesta, porque este hijo mío habíamuerto y ha vuelto a la vida, se había perdido ylo hemos encontrado.” Y se pusieron a celebrar lafiesta.

… Su padre salió a persuadirlo… El padre le res-pondió: “¡Hijo, tú estás siempre conmigo, y todolo mío es tuyo! Pero tenemos que alegrarnos yhacer fiesta porque este hermano tuyo estabamuerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y hasido encontrado.”

7. REMBRANDT Y EL PADRE

Mientras estaba sentado en el Hermitage frente alcuadro tratando de empaparme de lo que veía,muchos grupos de turistas pasaban por allí. Aun-que no estaban ni un minuto ante el cuadro, lamayoría de los guías se lo describían como el cua-dro que representaba a un padre compasivo, y lamayoría hacían referencia al hecho de que fueuno de los últimos cuadros que Rembrandt pintódespués de llevar una vida de sufrimiento. Asípues, esto es de lo que trata el cuadro. Es la ex-presión humana de la compasión divina.

En vez de llamarse "El Regreso del Hijo Pródigo",muy bien podría haberse llamado "La Bienvenidadel Padre Misericordioso". Se pone menos énfasisen el hijo que en el padre. La parábola es en rea-lidad una "Parábola del amor del Padre". Al ver laforma como Rembrandt retrata al Padre, surge enmi interior un sentimiento nuevo de ternura, mi-sericordia y perdón. Pocas veces, si lo ha sidoalguna vez, el amor compasivo de Dios ha sidoexpresado de forma tan conmovedora. Cada deta-lle de la figura del Padre - la expresión de sucara, su postura, los colores de su ropa, y, sobretodo, el gesto tranquilo de sus manos- habla delamor divino hacia la humanidad, un amor queexiste desde el principio y para siempre.

Aquí todo se une: la historia de Rembrandt, lahistoria de la humanidad y la historia de Dios.Tiempo y eternidad se cruzan; la proximidad dela muerte y la vida eterna se tocan. Pecado y

perdón se abrazan; lo divino y lo humano sehacen uno.

Lo que da al retrato del Padre un poder tan irre-sistible es que lo más divino está captado en lomás humano. Veo a un anciano medio ciego conbarba y bigote, vestido con una ropa bordada enoro y una túnica de un rojo intenso, poniendo suslargas manos sobre los hombros del hijo reciénllegado. Esto es algo muy específico, concreto ydescriptible.

Sin embargo, veo también compasión infinita,amor incondicional, perdón eterno - realidadesdivinas- emanando de un Padre que es creadordel universo. Aquí, lo humano y lo divino, lo frágily lo poderoso, lo viejo y lo eternamente jovenestán plenamente expresados. En esto consiste elgenio de Rembrandt. La verdad espiritual estácompletamente encarnada. Como escribe PaulBaudiquet: "lo espiritual en Rembrandt... extraesu acento más fuerte y espléndido de la carne."

Es especialmente significativo el hecho de queRembrandt eligiera a un anciano casi ciego paracomunicar el amor de Dios. Seguramente la pará-bola que Jesús contó y la forma como se interpre-tó a lo largo de los siglos fueron la base principalpara hacer el retrato del amor misericordioso deDios. Pero no puedo olvidar que fue la propiahistoria de Rembrandt la que le permitió repre-sentar esta expresión única.

Paul Baudiquet dice: "Desde su juventud, Rem-brandt tuvo una única vocación: crecer." Y esverdad que Rembrandt demostró siempre un graninterés por los ancianos. Desde joven los dibujó,hizo grabados sobre ellos, los pintó, y con losaños se fue quedando más y más fascinado por subelleza interior. Algunos de los retratos más im-presionantes de Rembrandt son retratos de gentemayor, y sus mejores autorretratos pertenecen alos últimos años.

Después de sus muchos problemas en casa y en eltrabajo, muestra una especial fascinación por lagente ciega. A medida que la luz en su obra vahaciéndose más intimista, comienza a pintar aciegos presentándolos como los que realmenteven. Se sintió muy atraído por Tobías y el casiciego Simeón, y los pintó varias veces.

Al transcurrir la propia vida de Rembrandt hacialas sombras de la ancianidad, al decaer su éxito yal disminuir el esplendor de su vida, se hace másconsciente de la inmensa belleza de la vida inter-ior. Así descubre la luz que llega de un fuegointerior que no muere nunca: el fuego del amor.Su arte ya no trata de "apoderarse, conquistar yregular lo visible" sino de "transformar lo visible

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en el fuego del amor que surge del corazón ex-cepcional del artista".

Este excepcional corazón de Rembrandt se con-vierte en el corazón del Padre. La luz interior, elfuego del amor que se ha fortalecido a través delos sufrimientos de tantos años, arde en el cora-zón del padre que da la bienvenida al hijo que havuelto a casa.

Ahora entiendo por qué Rembrandt no siguió lite-ralmente el texto de la parábola. Allí, san Lucasescribe: "Cuando aún estaba lejos, su padre lovió, y, profundamente conmovido, salió a su en-cuentro y lo cubrió de besos." En los primerosaños de su trayectoria artística, Rembrandt dibu-jó este acontecimiento con todo el movimientodramático que contiene. Pero a medida que seaproximaba a la muerte, optó por retratar a unpadre muy sereno que reconoce a su hijo, no conlos ojos del cuerpo, sino con los ojos del corazón.

Parece que las manos que tocan la espalda delhijo recién llegado son las herramientas de lamirada interior de padre. Este, casi ciego, vemucho más. Su mirada es una mirada eterna, unamirada que alcanza a toda la humanidad. Es unamirada que comprende el extravío de las mujeresy de los hombres de todos los tiempos y lugares,que conoce con inmensa compasión el sufrimientode aquellos que han elegido marcharse de casa,que han llorado mares de lágrimas al verse atra-pados por la angustia y la agonía. El corazón delpadre arde con un deseo inmenso de llevar a sushijos a casa.

Cuánto hubiera deseado hablar con ellos, adver-tirles de los peligros que les acechaban, y con-vencerlos de que en casa podían encontrar todolo que estaban buscando en otros lugares. Cuántole hubiera gustado salvarlos con su autoridadpaterna y tenerlos cerca para que nada malo lesocurriera.

Pero su amor es demasiado grande para hacernada de esto. No puede forzar, obligar o empu-jar. Da libertad para rechazar ese amor o pararesponder a él. La inmensidad del amor divino esprecisamente fuente de divino sufrimiento. Dios,creador de cielo y tierra, ha elegido ser, primeroy por encima de todo, un Padre.

Como Padre, quiere que sus hijos sean libres,libres para amar. Esa libertad incluye la posibili-dad de que se marchen de casa, de que vayan a“un país lejano”, y de que allí lo pierdan todo. Elcorazón del Padre conoce todo el dolor que trae-rá consigo esta elección, pero su amor no le dejaimpedírselo. Como Padre, quiere que los queestén en casa disfruten de su presencia y de su

afecto. Pero sólo quiere ofrecer amor que puedaser recibido libremente. Sufre cuando sus hijos lehonran con sus labios pero sus corazones estánlejos (Mt 15,8; Is 29,13). Conoce sus lenguas en-gañosas y corazones desleales (Salmo 78,36-37),pero no puede hacer que le quieran sin perder suverdadera paternidad.

Como Padre, la única autoridad que reclama parasí es la autoridad de la compasión. Esa autoridadle viene de permitir que los pecados de sus hijospenetren en su corazón. No hay lujuria, codicia,ira, resentimiento, celos o venganza en sus hijosperdidos que no le haya causado un dolor inmen-so. El dolor es tan profundo porque el corazón esmuy puro. Desde ese profundo lugar donde elamor abraza todo el dolor humano, el Padre llegaa sus hijos. El contacto de sus manos, que irra-dian luz interior, sólo buscan curar.

Aquí está el Dios en el que quiero creer: un Padreque, desde el comienzo de la creación, ha exten-dido sus brazos en una bendición llena de miseri-cordia, sin forzar a nadie, pero siempre esperan-do; sin dejar que sus brazos caigan, y esperandosiempre que sus hijos vuelvan para poder hablar-les con palabras de amor y para dejar que susbrazos cansados descansen en sus hombros. Suúnico deseo es bendecir.

En latín, bendecir se dice benedicere, que lite-ralmente quiere decir: decir cosas buenas. ElPadre quiere decir, más que con su voz con sucontacto, cosas buenas de sus hijos. No quierecastigarles. Ya han recibido demasiados castigoscon sus caprichos. El Padre quiere simplementeque sepan que el amor que han estado buscandopor las vías más variadas ha estado, está, y siem-pre estará allí para ellos. El Padre quiere decirmás con sus manos que con su boca: “Tú eres miamado, en ti descansa mi favor.” El es el pastorque “apacienta a su rebaño, lleva en brazos loscorderos y conduce con delicadeza a las reciénparidas.” (Is 40,11)

El núcleo del cuadro de Rembrandt son las manosdel padre. En ellas se concentra toda la luz; aellas se dirigen las miradas de los curiosos; enellas la misericordia se hace carne; en ellas seunen perdón, reconciliación y cura, y a través deellas encuentran descanso no sólo el hijo cansadosino también el anciano padre. Me sentí atraídopor aquellas manos desde el primer momento quevi el cartel en la puerta del despacho de Simone.No entendía bien por que. Pero poco a poco, conlos años, he llegado a conocerlas. Me han sosteni-do desde el momento mismo de mi concepción,me dieron la bienvenida el día en que nací, mesostuvieron cerca del pecho de mi madre, mealimentaron y me dieron calor. Me han protegidoen momentos de peligro, y me han consolado en

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momentos de dolor. Me han dicho adiós y me handado la bienvenida. Estas manos, son las manosde Dios. También son las manos de mis padres,profesores, amigos, curadores y todos aquellosque Dios ha puesto en mi camino para recordarmelo seguro que vivo.

Rembrandt murió poco después de retratar alpadre y sus manos benditas.

Las manos de Rembrandt habían pintado innume-rables caras y manos humanas. Aquí dibujó lacara y las manos de Dios. ¿Quien posó para hacereste retrato de Dios? ¿El propio Rembrandt?

El padre del hijo pródigo es un autorretrato, perono en un sentido tradicional. El rostro de Rem-brandt aparece en varios de sus cuadros. Aparececomo el hijo pródigo en el burdel, como el discí-pulo asustado en el lago, como uno de los hom-bres tomando de la Cruz el cuerpo sin vida deJesús.

Pero aquí no es la cara de Rembrandt la que estáreflejada sino su alma, el alma de un padre queha sufrido la muerte muy de cerca. A lo largo desus sesenta y tres años, había visto morir a suquerida mujer Saskia, a tres hijos, dos hijas, y alas dos mujeres con las que vivió. El dolor por suquerido hijo Titus, que murió al poco tiempo decasarse, con 26 años, no había sido descrito nun-ca, pero en el padre del hijo pródigo vemos cuán-tas lágrimas debió costarle. Creado a imagen deDios, Rembrandt había llegado a descubrir a tra-vés de su larga y dolorosa lucha la verdadera na-turaleza de aquella imagen. Es la imagen de unanciano medio ciego llorando dulcemente, bendi-ciendo a su hijo herido en lo más profundo. Rem-brandt fue el hijo, se convirtió en el padre, y fueasí como se preparó para entrar en la vida eter-na.

8. EL PADRE LE DA LA BIENVENIDA ACASA

"Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio (al hijomenor) y, profundamente conmovido, salió a suencuentro, le abrazó y lo cubrió de besos.

...Su padre salió a persuadirlo (al hijo mayor)".

Padre y madre

Muchas veces he preguntado a mis amigos cuál essu primera impresión al ver El Hijo Pródigo deRembrandt. Inevitablemente, señalan al ancianosabio que perdona a su hijo: el patriarca benévo-lo.

Cuanto más contemplo al "patriarca", más claroveo que Rembrandt quiso hacer algo diferente alpintar a Dios como un sabio y anciano padre defamilia. Todo empezó con las manos. Son algodiferentes la una de la otra. La izquierda, sobreel hombro del hijo, es fuerte y musculosa. Losdedos están separados y cubren gran parte delhombro y de la espalda del hijo. Veo cierta pre-sión, sobre todo en el pulgar. Esta mano no sólotoca sino que también sostiene con su fuerza.Aunque la mano izquierda toca al hijo con granternura, no deja de tener firmeza.

¡Qué diferente es la mano derecha! Esta mano nosujeta ni sostiene. Es fina, suave y muy tierna.Los dedos están cerrados y son muy elegantes. Seapoyan tiernamente sobre el hombro del hijomenor. Quiere acariciar, mimar, consolar y con-fortar. Es la mano de una madre.

Algunos estudiosos sugieren que la mano izquier-da masculina es la mano de Rembrandt, y que laderecha es muy parecida a la mano derecha de LaNovia Judía pintada en el mismo período. Yoquiero creer que es verdad.

En cuanto me di cuenta de que las dos manoseran diferentes, se abrió ante mí todo un mundonuevo de significados. El Padre no es sólo el granpatriarca. Es madre y padre. Toca a su hijo conuna mano masculina y otra femenina. Él sostieney ella acaricia. Él asegura y ella consuela. Es, sinlugar a dudas, Dios, en quien feminidad y mascu-linidad, maternidad y paternidad, están plena-mente presentes. Esta mano derecha suave ytierna me hace recordar las palabras del profetaIsaías: “¿Acaso olvida una mujer a su hijo y no seapiada del fruto de sus entrañas? Pues aunqueella se olvide, yo no te olvidaré. Fíjate en mismanos: te llevo tatuada en mis palmas.” (Is49,15-16)

Mi amigo Richard White me hizo notar que la ma-no femenina y tierna del Padre está en posiciónparalela al pie desnudo y herido del hijo, mien-tras que la mano fuerte masculina está en posi-ción paralela al pie calzado con la sandalia. ¿Seríamucho suponer que una mano protege la partemás vulnerable del hijo, mientras que la otrapotencia la fuerza del hijo y su deseo de seguiradelante en la vida?

Luego está el gran manto rojo. Con su color cálidoy su forma de arco, ofrece un lugar de acogidadonde estar a gusto. Al principio, la túnica cu-briendo el cuerpo inclinado del padre, me hacíapensar en una tienda de campaña invitando aentrar al viajero para que descansara. Pero cuan-to más miraba el man to rojo, más me venía a lacabeza otra imagen mucho más fuerte que la de

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la tienda: las alas protectoras de una madre pája-ro. Me recordaban las palabras de Jesús sobre elamor maternal de Dios: "¡Jerusalén, Jerusalén...Cuántas veces he querido reunir a tus hijos comola gallina reúne a sus polluelos debajo de las alasy no has querido!" (Mt 23,37-38) Dios me sostienede día y de noche, como la gallina que reúne asus polluelos bajo sus alas. Más que la imagen deuna tienda, la de las alas de una madre pájarovigilante refleja la seguridad que Dios ofrece asus hijos. Esta imagen expresa protección y cui-dado, un lugar donde sentirse a salvo.

Cada vez que miro el manto de la pintura deRembrandt, siento la cualidad maternal del amorde Dios y mi corazón entona las palabras inspira-das por el salmista:

Tú que vives al abrigo del Altísimoy habitas a la sombra del Poderoso,

di al Señor: “Refugio y fortaleza mía,Dios mío, en ti confío”....Te cubrirá con sus plumasy hallarás refugio bajo sus alas.(Salmo 91,1-4)

Y así, bajo la forma de un viejo patriarca judío,emerge también un Dios maternal que recibe a suhijo en casa.

Ahora, cuando imagino al anciano patriarca incli-nándose sobre su hijo recién llegado y tocándolelos hombros con las manos, empiezo a ver no sóloal padre que “estrecha al hijo en sus brazos,”sino a la madre que acaricia a su niño, le envuel-ve con el calor de su cuerpo, y le aprieta contrael vientre del que salió. Así, el “Regreso del HijoPródigo” se convierte en el regreso al vientre deDios, el regreso a los orígenes mismos del ser yvuelve a hacerse eco de la exhortación de Jesús aNicodemo a nacer de nuevo.

Ahora aprecio mucho más la enorme calma deeste retrato de Dios. No hay sentimentalismo, niromanticismo, ni se cuenta un simple cuento confinal feliz. Lo que aquí veo es a Dios como madre,recibiendo en su vientre a aquél a quien hizo a supropia imagen. Los ojos casi ciegos, las manos, elmanto, el cuerpo inclinado, todo recuerda alamor divino maternal, marcado por el dolor, eldeseo, la esperanza y la espera sin fin.

El misterio consiste en que Dios en su infinitacompasión se ha unido a la vida de sus hijos parala eternidad. Ha elegido libremente depender desus criaturas, a quienes dio el don de la libertad.Esta elección hace que sienta dolor cuando semarchan; esta elección hace que sienta una ale-gría inmensa cuando vuelven. Pero no será una

alegría plena hasta que hayan vuelto todos y sereúnan en torno a la mesa preparada para ellos.

Y esto incluye al hijo mayor. El dilema del hijomayor consiste en aceptar o rechazar que el amorde su padre va más allá de ser amado como élcree que debe ser amado. El padre sabe que es elhijo quien debe elegir, aunque él le espera siem-pre con los brazos abiertos. ¿Querrá el hijo mayorarrodillarse y dejarse tocar por las mismas manosque tocan a su hermano? ¿Querrá ser perdonado yexperimentar la presencia sanadora del padre quele quiere más allá de cualquier comparación? Lahistoria de Lucas deja muy claro que el padre salea recibir a sus dos hijos. No sólo corre a dar labienvenida a su hijo menor, caprichoso, sino quesale también a recibir al mayor, cumplidor deldeber, que vuelve del campo preguntándose quéson toda esa música y bailes, y le anima a entrar.

Ni más ni menos

Para mí es muy importante entender todo el sig-nificado de lo que está ocurriendo aquí. Aunqueel padre está rebosante de alegría por la vueltade su hijo menor, no se ha olvidado del mayor. Noda por supuesto que sepa lo que está pasando. Sualegría era tan intensa que casi no podía esperara empezar la fiesta, pero en cuanto vio llegar a suhijo mayor, lo dejó todo, salió a recibirle y lepidió que se uniera a ellos.

El hijo mayor, en medio de sus celos y amargura,sólo ve que a su irresponsable hermano se le pres-ta más atención que a él, y llega a la conclusiónde que a él se le quiere menos. El corazón de supadre, sin embargo, no está dividido. Su reacciónlibre y espontánea ante el regreso de su hijo me-nor no implica comparación alguna con su hijomayor. Todo lo contrario, desea ardientementeque participe de su alegría.

No me es fácil entender esto. En un mundo en elque constantemente se están haciendo compara-ciones entre la gente, clasificándolos en más omenos inteligentes, más o menos guapos, con máso menos éxito, no es fácil creer en un amor queno hace lo mismo. Cuando oigo alabar a alguien,me es muy difícil no pensar que yo no merezcoque se me alabe; cuando leo algo acerca de labondad y grandeza de otras personas, me es muydifícil no preguntarme si yo soy tan bueno comoellos; y cuando veo los trofeos, premios y recom-pensas que se dan a la gente especial, no puedoevitar preguntarme por qué no me los dan a mí.

El mundo en el que crecí es un mundo tan repletode categorías, grados y estadísticas, que cons-ciente o inconscientemente, siempre trato decompetir con los demás. Mucha de la tristeza y

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alegría de mi vida viene directamente de compa-rarme; y mucha, por no decir toda, esta compa-ración es inútil, una pérdida de tiempo y energía.

Nuestro Dios, que es a un tiempo Padre y Madrenuestro, no hace comparaciones. Jamás. Aunquecon la cabeza yo sé que esto es verdad, todavíame es muy difícil aceptarlo con todo mi ser.Cuando oigo que a alguien se le llama hijo predi-lecto o hija predilecta, mi reacción inmediata esque el resto de los niños a la fuerza tienen queser menos apreciados, menos queridos. No puedocomprender cómo todos los hijos de Dios puedenser predilectos. Pero ahí están. Cuando pienso enel reino de Dios, enseguida me viene a la mentela idea de Dios como el guardián de un enormemarcador celestial, y siempre temo no llegar a lapuntuación necesaria. Pero cuando pienso en labienvenida de Dios al mundo, descubro que Diosama con un amor divino, un amor que da a cadahombre y a cada mujer su unicidad sin establecernunca comparaciones.

El hermano mayor se compara con el menor ysiente celos. Pero el padre los ama tanto quejamás se le ocurriría retrasar la fiesta para que suhijo mayor no se sintiera rechazado. Estoy con-vencido de que muchos de mis problemas emo-cionales desaparecerían si dejara que el amormaternal de Dios, que nunca compara, empaparami corazón.

Todo esto se me presenta de forma clara cuandoreflexiono en la parábola de los obreros de laviña (Mt.20,1-16). Cada vez que leo esta parábolaen la que el amo paga por igual a los obreros quesólo trabajaron una hora como a los que habían“soportado el peso del día y el calor,” surge enmi interior un sentimiento de indignación.

¿Por qué el amo no pagó primero a los que habíantrabajado tantas horas y sorprendió luego a losque habían llegado los últimos con su generosi-dad? ¿Por qué, sin embargo, paga primero a losque habían llegado a media tarde, creando unafalsa expectativa en el resto y un sentimientoinnecesario de amargura y celos? Ahora me doycuenta de que estas preguntas surgen de unafalsa idea: que se pueden imponer al excepcionalorden de lo divino los esquemas de la economíade lo temporal.

No se me había ocurrido pensar que lo que queríael amo era que los trabajadores de las primerashoras se alegraran al comprobar su generosidadpara con los que llegaron los últimos. Nunca seme pasó por la cabeza que podía haber actuadodesde la idea de que los que trabajaron en elviñedo todo el día se alegrarían de tener la opor-tunidad de trabajar para su jefe, y de comprobar

el hombre tan generoso que era. Esto requierecambiar interiormente y, así, aceptar una manerade pensar que no establece comparación alguna.Esta es la forma que tiene Dios de pensar. Diosmira a su gente como a los hijos de una familia,feliz al ver que aquéllos que han hecho poco sonamados de igual manera que los que han hechomucho.

Dios es lo suficientemente ingenuo como parapensar que los que pasaron todo el día en losviñedos se alegrarían al ver que los que estuvie-ron poco tiempo recibían la misma atención. Esmás, es tan ingenuo que espera que todos esténtan contentos de estar en su presencia, que ja-más se les ocurrirá hacer comparaciones. Es poreso que dice con el desconcierto de un amanteincomprendido: “¿Por qué tienes que sentir envi-dia por mi generosidad?” Podía haber dicho: “¡Vo-sotros habéis estado conmigo todo el día, y os hedado lo que me habéis pedido! ¿Por qué os enfa-dáis tanto?” Es el mismo desconcierto que saledel corazón del padre cuando dice a su hijo llenode celos: “¡Hijo, tú estás siempre conmigo, ytodo lo mío es tuyo!”.

Aquí se esconde la gran llamada a la conversión:mirar no con los ojos de mi baja estima personal,sino con los ojos del amor de Dios. Cuando miro aDios como si fuera un terrateniente, un padre quetrata de sacar lo máximo de mí al precio másbajo, no puedo menos que sentir celos, amarguray rencor hacia mis otros compañeros de trabajo.Pero si soy capaz de mirar el mundo con los ojosdel amor de Dios y descubrir que la visión de Diosno es la del típico terrateniente o patriarca sinomás bien la del padre que todo lo da y todo loperdona, que no mide el amor que siente haciasus hijos según lo bien que se comportan, enton-ces en seguida veo que mi única respuesta puedeser la de una profunda gratitud.

El corazón de Dios

En el cuadro de Rembrandt, el hijo mayor sim-plemente observa. Resulta difícil imaginar que eslo que está ocurriendo en ese corazón. Igual quecon la parábola, al ver el cuadro me hago la mis-ma pregunta: ¿Cómo responderá el hijo mayor ala invitación de su padre de unirse a la fiesta?

No hay duda (en la parábola y en el cuadro) decómo es el corazón del padre. Su corazón sale alencuentro de sus dos hijos; quiere a los dos; es-pera verlos juntos como hermanos alrededor de lamisma mesa; quiere que sientan que, aun siendodiferentes, pertenecen a la misma casa y sonhijos del mismo padre.

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Cuando dejo que todo esto quede grabado en miinterior, veo que la historia del padre y de sus doshijos perdidos, lo que hace es afirmar que no fuiyo quien eligió a Dios, sino que fue El quien meeligió a mí. Éste es el gran misterio de nuestra fe.Nosotros no elegimos a Dios, Dios nos elige a no-sotros. Desde la eternidad estamos escondidos "alamparo de la mano de Dios" y “tatuados en supalma.” (Is 49,2;16) Antes de que ningún otro serhumano nos toque, Dios “nos forma en lo oculto”y nos “teje en las honduras de la tierra” (Salmo139,15), y antes de que ningún ser humano decidasobre nosotros, Dios “nos teje en el vientre denuestra madre” (Salmo 139,13). Dios nos amaantes que ninguna otra persona pueda demostrar-nos que nos ama. Nos ama con un amor “primero”(1Jn 4,19-20), un amor ilimitado e incondicional.Quiere que seamos sus hijos amados y nos diceque seamos tan cariñosos como lo es Él.

Durante toda mi vida he luchado por encontrar aDios, por conocerlo, por amarlo; he intentadoseguir las directrices de la vida espiritual -orarconstantemente, trabajar por los demás, leer lasEscrituras- y he evitado las muchas tentacionesque pueden dispensarme. He fallado muchas ve-ces pero siempre lo he vuelto a intentar, inclusocuando estaba al borde de la desesperación.

Ahora me pregunto si durante todo este tiempohe sido lo suficientemente consciente de que Diosha estado intentando encontrarme, conocerme yquererme. La cuestión no es: “¿Cómo puedo en-contrar a Dios?” sino: “¿Cómo puedo dejar queDios me encuentre?” La cuestión no es: “¿Cómopuedo conocer a Dios?” sino: “¿Cómo puedo dejara Dios que me conozca?” No es: “¿Cómo voy aamar a Dios?” sino: “¿Cómo voy a dejarme amarpor Dios?” Dios me busca en la distancia, tratandode encontrarme, y deseando llevarme a casa. Enlas tres parábolas en las que Jesús responde a lapregunta de por qué come con los pecadores,pone el énfasis en la iniciativa de Dios. Dios es elpastor que sale en busca de la oveja perdida. Dioses la mujer que enciende una lámpara, limpia lacasa y busca por todas partes hasta encontrar lamoneda perdida. Dios es el Padre que busca a sushijos, vela por ellos, corre a su encuentro, losabraza, les ruega, suplica y anima a que vuelvana casa.

Por raro que suene, Dios desea encontrarme tan-to, si no más, como yo deseo encontrar a Dios. Sí,Dios me necesita tanto como yo a Él. Dios no es elpatriarca que se queda en casa, inmóvil, espe-rando a que sus hijos vuelvan a él, esperando aque pidan disculpas por su comportamiento, quepidan perdón, y prometan cambiar. Al contrario,abandona la casa, sin hacer caso de su dignidad alcorrer en su busca, ignorando las disculpas y pro-

mesas de cambiar, y los conduce a la mesa mag-níficamente preparada para ellos.

Ahora empiezo a ver lo radicalmente que cambia-rá mi trayectoria espiritual cuando deje de pen-sar en Dios como en alguien que se esconde y mepone todas las dificultades posibles para que leencuentre, y comience a pensar en Él como Aquélque me busca mientras yo me escondo. Cuandosea capaz de mirar con los ojos de Dios y descu-bra su alegría por mi vuelta a casa, entonces enmi vida habrá menos angustia y más confianza.

¿No sería bueno aumentar la alegría de Dios de-jándole que me encontrara y me llevara a casa, ycelebrara mi regreso con los ángeles? ¿No seríamaravilloso hacer sonreír a Dios dándole la opor-tunidad de encontrarme y amarme generosamen-te? Preguntas como ésta me llevan al punto clave:el del concepto que tengo de mí mismo. ¿Puedoaceptar que merece la pena que se me busque?¿Creo realmente que Dios desea estar conmigo?

Aquí está el núcleo de mi lucha espiritual: la lu-cha contra el autorechazo, el desprecio de mímismo y la autocondena. Es una batalla muy difí-cil de librar porque el mundo y sus demoniosconspiran para hacerme pensar en mí mismo co-mo en alguien que no merece la pena, que nosirve, alguien despreciable. Muchas economías semantienen a flote manipulando la baja autoesti-ma de sus consumidores y creando expectativasespirituales por medios materiales. En la medidaen que sigo siendo “pequeño”, puedo fácilmenteser seducido a comprar cosas, conocer gente, o ira lugares que prometen un cambio radical en elconcepto de mí mismo, aunque sean totalmenteincapaces de conseguirlo. Y cada vez que me dejemanipular o seducir, tendré aún más razones paradeprimirme y considerarme un niño al que nadiequiere.

Un amor primero y para siempre

Durante mucho tiempo consideré la baja autoes-tima una virtud. Me habían prevenido tanto co-ntra el orgullo y la presunción que llegué a consi-derar que despreciarme era algo bueno. Peroahora me he dado cuenta de que el verdaderopecado es negar el amor de Dios hacia mí, ignorarmi valía personal. Porque sin reclamar este pri-mer amor y esta valía, pierdo el contacto con miverdadero yo y comienzo a buscar en lugaresequivocados lo que sólo puede encontrarse en lacasa del Padre.

No creo que esté sólo en esta lucha por reclamarel amor primero de Dios hacia mí y mi propiavalía. Detrás de mucha de la competitividad yrivalidad humana; detrás de tanta confianza en

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uno mismo y de tanta arrogancia, a menudo seesconde un corazón inseguro, mucho más insegurode lo que uno se imagina. Siempre me ha impre-sionado encontrar a hombres y mujeres con untalento indiscutible y con grandes compensacio-nes por sus logros, que dudan de su propia valía.En vez de considerar sus éxitos signos de su belle-za interior, los viven como un encubrimiento desu baja estima personal. No pocos me han confe-sado: “Si la gente supiera lo que hay en lo másprofundo de mí mismo, dejarían de aplaudirme yde alabarme.”

Recuerdo muy bien la conversación que mantuvecon un joven querido y admirado por todos. Mecontó cómo un pequeño comentario hecho poruno de sus amigos le hizo caer en el abismo de ladepresión. Según me dijo, lloraba constantemen-te y su cuerpo se retorcía de angustia. Sentía quesu amigo había roto sus muros defensivos y que lehabía visto tal y como era: un hipócrita, un hom-bre despreciable tras su brillante armadura. Al oírsu historia me di cuenta de lo infeliz que habíasido a pesar de la envidia que despertaba en losdemás por sus dones. Durante años se habíahecho estas preguntas: “¿Hay alguien que real-mente me quiera? ¿A quién le importo?” Y cadavez que subía un peldaño más en la escalera deléxito pensaba: “En realidad, yo no soy así; un díatodo se desmoronará y todo el mundo se darácuenta de que no soy bueno.”

Éste es un ejemplo de cómo vive mucha gente;nunca están completamente seguros de que se lesquiere tal y como son. Muchos tienen historiasterribles que explican el bajo concepto que tie-nen de sí mismos: historias sobre padres que noles dieron lo que necesitaban, sobre profesoresque les maltrataron, sobre amigos que les traicio-naron, sobre una Iglesia que les dejó en un mo-mento crítico de sus vidas.

La parábola del hijo pródigo es la historia quehabla del amor que ya existía antes de que cual-quier rechazo y que estará presente después deque se hayan producido todos los rechazos. Es elamor primero y duradero de un Dios que es Padrey Madre. Es la fuente del amor humano, inclusodel más limitado. Toda la vida y predicación deJesús estuvo dirigida a un único fin: revelar elinagotable e ilimitado amor materno y paterno desu Dios y mostrar el camino para dejar que eseamor dirija nuestra vida diaria. Es el amor quesiempre da la bienvenida a casa y que siemprequiere celebrarlo.

9. EL PADRE ORGANIZA UNA FIESTA

"El padre dijo a sus criados: "Traed en seguida elmejor vestido y ponédselo, ponedle también un

anillo en la mano y sandalias en los pies. Tomadel ternero cebado, matadlo y celebremos un ban-quete de fiesta, porque este hijo mío habíamuerto y ha vuelto a la vida, se había perdido yha sido encontrado.” Y se pusieron todos a cele-brar la fiesta".

Entregar lo mejor

Está muy claro que el hijo menor no vuelve a unasencilla granja familiar. Lucas describe al padrecomo un hombre muy rico con una propiedad muyextensa y muchos criados. Para que se correspon-da con esta descripción, Rembrandt lo viste a él ya los dos hombres que están mirándole con ropascaras. Las dos mujeres que están detrás se apo-yan contra un arco de lo que parece más un pala-cio que una granja. La ropa espléndida del Padrey la riqueza de todo lo que le rodea contrastaclaramente con el sufrimiento que se refleja ensus ojos medio ciegos, en su cara triste y en sufigura encorvada.

El Dios que sufre por el amor tan inmenso quesiente hacia sus hijos es el mismo Dios que es ricoen bondad y misericordia (Rom 2,4 y Ef 2,4) y quequiere revelar a sus hijos la riqueza de su gloria(Rom 9,23). El padre ni siquiera da al hijo laoportunidad de disculparse. Hace suya la súplicade su hijo perdonándole espontáneamente y de-jando a un lado sus ruegos, como si no contarannada en la luz de la alegría por su vuelta. Perohay más. El padre no sólo le perdona sin pedirleningún tipo de explicación y dándole la bienveni-da a casa, sino que no puede esperar para darleuna nueva vida, una vida de abundancia (Jn10,10). Es tan fuerte el deseo de Dios de dar vidaa su hijo recién llegado que parece estar impa-ciente. Nada es lo suficientemente bueno. Hayque darle lo mejor. Mientras el hijo está dispues-to a que se le trate como a un criado, el padrepide que se le ponga la túnica reservada para elinvitado distinguido; y aunque el hijo no se sientecon derecho a que se le siga llamando hijo, elpadre le entrega un anillo y unas sandalias paradarle los honores de hijo amado y devolverle sucondición de heredero.

Recuerdo la ropa que llevaba puesta el veranoque me gradué en el instituto. Los pantalonesblancos, el cinturón ancho, la camisa y los zapa-tos impecables reflejaban lo satisfecho que mesentía de mí mismo. A mis padres les hizo muchailusión comprarme aquella ropa y demostraron loorgullosos que estaban de su hijo. Y yo estabacontento de ser hijo suyo. Me acuerdo sobre todode lo contento que estaba con mis zapatos nue-vos. He viajado mucho desde entonces y he vistocómo la gente va descalza por la vida. Ahora en-tiendo mejor el significado simbólico de los zapa-tos nuevos. Los pies descalzos significan pobreza

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y esclavitud. Los zapatos son para los ricos y lospoderosos. Los zapatos protegen de las serpien-tes; dan seguridad y fuerza. Transforman a loscazados en cazadores. Para mucha gente pobre,conseguir un par de zapatos supone el primerpaso para que se les tome en consideración. Unantiguo espiritual afroamericano expresa esto deforma muy bella: “Todos los hijos de Dios llevanzapatos. Cuando vaya al cielo me pondré un parde zapatos y caminaré por todo el cielo de Dios.”

El Padre viste a su hijo con los signos de la liber-tad, la libertad de los hijos de Dios. No quiereque ninguno de sus hijos sea criado o esclavo.Quiere que lleven la ropa del honor, el anillo dela herencia y el calzado del prestigio. Es comouna investidura por la que se inaugura el año delfavor de Dios. El significado pleno de esta investi-dura e inauguración aparece explicada en la cuar-ta visión del profeta Zacarías:

“El Señor me mostró en una visión al sumo sacer-dote Josué, de pie, delante del ángel del Señor...Estaba Josué vestido con ropas sucias, en pie,delante del ángel. Tomó el ángel la palabra y dijoa los que estaban en su presencia: “Quitadle esasropas sucias.” Luego dijo a Josué: “Mira, te heliberado de tu pecado y te voy a vestir con trajede fiesta.” Y añadió: “Ponedle sobre la cabeza unturbante limpio.” Le vistieron de ropas de gala ypusieron en su cabeza un turbante limpio. El án-gel del Señor, que estaba en pie, le dijo solem-nemente: “Así dice el Señor todopoderoso: Sisigues mis caminos y cumples mis mandamientostú gobernarás mi templo, cuidarás de mis atrios ypodrás entrar aquí con los que me asisten. Escu-cha además, sumo sacerdote Josué... en un solodía quitaré la iniquidad de esta tierra. Aqueldía... os invitaréis unos a otros a la sombra de laparra y de la higuera.” (Zac 3,1-10)

Cuando leo la historia del hijo pródigo con la vi-sión de Zacarías en la mente, la palabra “inme-diatamente” con la que el padre ordena a suscriados que den al hijo la túnica, el anillo y lassandalias, expresa mucho más que impaciencia.Revela el ansia divina por inaugurar el nuevo re-ino que ha estado preparando desde el principiode los tiempos.

No hay duda de que el padre quiere organizar unafiesta por todo lo alto. El hecho de que ordenaramatar el ternero que habían estado cebando yreservando para una ocasión especial, demuestralo mucho que el padre desea hacer una fiestacomo no se había hecho antes. Su alegría es evi-dente. Después de haber dado todas las órdenes,dice: “Celebremos un banquete de fiesta, porqueeste hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida,se había perdido y ha sido encontrado” y ensegui-da empiezan a celebrarlo. Hay comida abundan-

te, música y bailes, y los sonidos alegres de lafiesta pueden oírse desde lejos.

Una invitación a la alegría

Soy consciente de que no estoy acostumbrado aimaginarme a Dios dando una gran fiesta. Pareceque está en contradicción con la seriedad y lasolemnidad con la que siempre le he relacionado.Pero cuando pienso en la forma como Jesús des-cribe el reino de Dios, veo que siempre hay unbanquete. Jesús dice: “Vendrán muchos de orien-te y de occidente y se sentarán con Abrahán,Isaac y Jacob en el banquete del reino de loscielos.” (Mt.8,11) Y compara el reino de los cieloscon un banquete de bodas que un rey ofrece a suhijo. Los criados del rey salen a llamar a los invi-tados con este encargo: “Mi banquete está prepa-rado, he matado terneros y cebones, y todo estáa punto; venid a la boda.” (Mt.22,4) Pero muchosno hicieron caso. Estaban demasiado ocupadoscon sus asuntos.

Igual que en la parábola del hijo pródigo, Jesúsexpresa aquí el gran deseo de su Padre de ofrecera sus hijos un banquete y su ilusión por que secelebre aunque haya algunos que rechacen suinvitación. Esta invitación a comer es una invita-ción a intimar con Dios. Esto se ve especialmenteclaro en la Ultima Cena, poco antes de que Jesúsmuriera. Dice a sus discípulos: “Os digo que ya novolveré a beber más del fruto de la vid hasta eldía en que lo beba con vosotros, nuevo, en elreino de mi Padre.” (Mt 26,29) Y al final del Nue-vo Testamento, se describe la última victoria deDios como un espléndido banquete de bodas:“¡Aleluya! El Señor Dios nuestro, el todopodero-so, ha comenzado a reinar. Alegrémonos, regoci-jémonos y démosle gloria, porque han llegado lasbodas del Cordero... Dichosos los invitados albanquete de bodas del Cordero.” (Ap 19,6-9)

La celebración es parte del reino de Dios. Dios nosólo ofrece perdón, reconciliación y cura, sinoque quiere hacer todos estos regalos como mues-tra de su alegría para todos los que estén presen-tes. En tres de las parábolas en las que Jesúsexplica por qué se sienta a la mesa con los peca-dores, Dios se alegra e invita a otros a que sealegren con Él. “Alegraos” dice el pastor, “heencontrado la oveja que se había perdido.” “Ale-graos,” dice la mujer, “he encontrado el dracmaque había perdido.” “Alegraos,” dice el padre,“este hijo mío estaba perdido y ha sido hallado.”

Todas estas voces son voces de Dios. Dios no quie-re guardarse la alegría para Él sólo. Quiere com-partirla con todo el mundo. La alegría de Dios esla alegría de sus ángeles y de sus santos; es laalegría de todos los que pertenecen al reino.

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Rembrandt pinta el momento de la llegada delhijo pródigo. El hijo mayor y las otras tres perso-nas se mantienen a distancia. ¿Comprenderán laalegría del Padre? ¿Se dejarán abrazar por el pa-dre? ¿Y yo? ¿Podrán dejar a un lado las recrimina-ciones y participar en la fiesta? ¿Y yo?

En el cuadro sólo veo un momento de toda lahistoria, y me quedo imaginando qué ocurriráluego. Repito: ¿qué harán ellos? ¿Y yo? Sé que elpadre quiere que todo el mundo admire la ropanueva del hijo recién llegado, que se siente conellos a la mesa, que coma y baile con ellos. Esteno es un asunto privado. Es algo que toda la fami-lia tiene que celebrar.

Repito otra vez: ¿Qué harán ellos? ¿Y yo? Es unapregunta importante porque, por raro que parez-ca, tiene que ver con mi resistencia a vivir unavida llena de alegría.

Dios se alegra. No porque se hayan solucionadolos problemas del mundo, no porque se hayanacabado la tristeza y el sufrimiento humano, noporque miles de personas se hayan convertido yestén ahora dándole gracias por su bondad. No.Dios se alegra porque uno de sus hijos que sehabía perdido ha sido encontrado. A lo que yoestoy llamado es a unirme a esa alegría. Es laalegría de Dios, no la alegría que ofrece el mun-do. Es la alegría que viene de ver al hijo caminarhacia casa en medio de toda la destrucción, de ladesolación y la angustia del mundo. Es una alegríaoculta, tan discreta como el flautista que pintóRembrandt en la pared, encima del curioso queestá sentado.

No estoy acostumbrado a alegrarme de las cosaspequeñas, de las que están escondidas y de lasque la gente que está a mi alrededor no se dacuenta. Generalmente estoy preparado para reci-bir malas noticias, para leer noticias de guerra,violencia y crímenes, y para ser testigo de con-flictos y desórdenes. Siempre espero que los queme visitan me cuenten sus problemas, sus contra-tiempos, sus desilusiones, sus depresiones y susangustias. De alguna forma, me he acostumbradoa vivir con la tristeza y mis ojos ya no están sen-sibilizados para ver la alegría y mis oídos para oírla dicha que pertenece a Dios, y que se encuentraen los rincones escondidos del mundo.

Tengo un amigo que está tan unido a Dios que escapaz de ver alegría allí donde yo creo que sólohay tristeza. Viaja mucho y conoce a cantidad degente. Cuando vuelve a casa, siempre espero queme cuente cosas acerca de la difícil situacióneconómica de los países donde ha estado, acercade las grandes injusticias sobre las que ha oídohablar, y del dolor que ha visto. Sin embargo,

aunque es muy consciente de la agitación en laque vive el mundo, muy rara vez habla de ello.Cuando comparte sus experiencias, habla sobre laalegría que ha descubierto y que estaba escondi-da. Habla de un hombre, una mujer o un niño quele han llevado esperanza y paz. Habla de peque-ños grupos de gente que tienen fe los unos en losotros en medio del desorden y el alboroto. Hablade los pequeños milagros de Dios. Hay veces queme llevo una desilusión porque lo que quiero oirson “noticias de periódico,” historias excitantes yestimulantes que se cuentan entre los amigos.Pero jamás responde a mi necesidad de sensacio-nalismo. Sigue diciendo: “Vi algo muy pequeño ymuy bello, algo que me dio mucha alegría.”

El padre del hijo pródigo se entrega totalmente ala alegría que le da el que su hijo haya vuelto. Deaquí es de donde tengo que aprender. Tengo queaprender a “robar” toda la alegría que hay para“robar” y hacérsela ver a los demás. Sí, ya sé quetodo el mundo no se ha convertido aún, que toda-vía no ha llegado la paz a todas partes, que no seha acabado con la tristeza, pero veo gente queregresa y vuelve a regresar a casa; oigo voces querezan; observo momentos de perdón y soy testigode muchos signos de esperanza. No tengo queesperar a que todo vaya bien, sino que puedocelebrar cada pequeño indicio que me dice que elreino está muy cerca.

Esto exige una disciplina. Exige elegir la luz auncuando haya mucha oscuridad que me dé miedo,elegir la vida aun cuando las fuerzas de la muerteestén tan a la vista, y elegir la verdad aun cuandoesté rodeado de mentiras. Tiendo tanto a impre-sionarme por la tristeza innata a la condiciónhumana que ya no reclamo la alegría que se ma-nifiesta en formas, muy pequeñas, pero auténti-cas. La recompensa por elegir la alegría es lapropia alegría. Vivir entre gente con enfermeda-des mentales me ha convencido de ello. Hay mu-chos signos de desprecio, dolor, y muchas heridasentre nosotros, pero una vez que eliges descubrirla alegría escondida en medio de tanto sufrimien-to, la vida se convierte en una fiesta. La alegríano niega la tristeza, sino que la transforma enuna tierra fértil para cultivar más alegría.

Seguramente me llamarán ingenuo, poco realistay sentimental, y me acusarán de ignorar los pro-blemas “reales”, los males estructurales que sub-rayan mucha de la miseria humana. Pero Dios sealegra cuando un pecador arrepentido vuelve.Estadísticamente esto no es muy interesante.Pero a Dios no parecen interesarle los números.¿Quién sabe si el mundo no está destruido porqueuna, dos, o tres personas han seguido rezandocuando el resto de la humanidad ha perdido laesperanza?

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Desde la perspectiva de Dios, un acto oculto dearrepentimiento, un pequeño gesto de generosi-dad, un momento de verdadero perdón es todo loque se requiere para que se levante de su trono,corra hacia su hijo y llene el cielo de sonidos dealegría divina.

No sin tristeza

Si éste es el camino de Dios, entonces tengo quetrabajar por olvidarme de todas las voces demuerte y condena que me empujan a la depre-sión, y permitir que las “pequeñas” alegrías reve-len la verdad sobre el mundo en que vivo. CuandoJesús habla sobre el mundo es muy realista.Habla de guerras, revoluciones, terremotos, pla-gas, hambres, persecución y encarcelamientos,traición, odios y asesinatos. No hay indicaciónalguna de que esos signos de la oscuridad delmundo estarán ausentes alguna vez. Pero aun así,podemos hacer nuestra la alegría de Dios en me-dio de todo ello. Es la alegría de pertenecer a lacasa de Dios, cuyo amor es más fuerte que lamuerte y que nos da el poder de permanecer enel mundo y participar desde ahora del reino de laalegría.

Éste es el secreto de la alegría de los santos. Des-de san Antonio del Desierto a san Francisco deAsís, al Hermano Roger Schultz de Taizé, a laMadre Teresa de Calcuta, la alegría ha sido elsigno de los hombres y mujeres de Dios. Esa ale-gría puede verse en los rostros de mucha gentesencilla, pobre, que sufre y que vive en medio deuna gran agitación económica y social, pero quetodavía puede oír la música y los bailes en la casadel Padre. Yo mismo veo todo esto a diario en losrostros de los deficientes de mi comunidad. Todosestos hombres y mujeres sagrados, que vivieronhace mucho tiempo o que pertenecen a nuestraépoca, son capaces de reconocer los numerosospequeños regresos que tienen lugar todos los díasy se alegran con el Padre. Han comprendido elsignificado de la verdadera alegría.

Es impresionante experimentar en mi vida diariala diferencia tan enorme que hay entre el cinismoy la alegría. Los cínicos buscan la oscuridad allídonde van. Siempre señalan los peligros que ace-chan, los motivos impuros y los motivos ocultos.Llaman a la confianza ingenuidad, a la atenciónromanticismo, y al perdón sentimentalismo. Son-ríen con desprecio ante el entusiasmo, ridiculizanel fervor espiritual, y desprecian el comporta-miento carismático. Se consideran realistas queven la realidad tal y como es y que no se dejanengañar por las “emociones de evasión.” Pero aldespreciar la alegría de Dios, su oscuridad provo-ca más oscuridad.

La gente que ha llegado a conocer la alegría deDios no rechaza la oscuridad, pero elige no vivirdentro de ella. Creen que la luz que brilla en laoscuridad puede dar más esperanza que la oscuri-dad, y que un poco de luz puede disipar muchaoscuridad. Apuntan hacia los destellos de luz aquíy allí y recuerdan que esos destellos revelan lapresencia de Dios oculta pero auténtica. Descu-bren que hay personas que se curan las heridasunos a otros, que se perdonan las ofensas, quecomparten lo que tienen, que fomentan el espíri-tu de comunidad, que celebran los dones que hanrecibido, y que viven con anticipación constantela plena manifestación de la gloria de Dios.

En cada momento de cada día, tengo la oportuni-dad de optar por el cinismo o la alegría. Cadapensamiento que tengo puede ser cínico o alegre.Cada palabra que pronuncio puede ser cínica oalegre. Cada acto que realizo puede ser cínico oalegre. Cada vez más soy consciente de estasopciones, y cada vez más descubro que cada op-ción por la alegría lleva a una alegría mayor, yofrece más razones para hacer de la vida unaverdadera fiesta en la casa del Padre.

Jesús vivió su alegría en la casa del Padre. En Élvemos la alegría del Padre. “Todo lo que tiene elPadre, es mío también” (Jn 16,15), dice, inclu-yendo su alegría sin límites. Esta alegría divina noborra la divina tristeza. En nuestro mundo, ale-gría y tristeza se excluyen. Aquí abajo, alegríasignifica ausencia de tristeza y tristeza ausenciade alegría. Pero estas distinciones no existen enDios. Jesús, el Hijo de Dios, es el hombre de lastristezas, pero también el hombre de la alegríacompleta. Podemos ver un destello de todo estocuando nos hacemos conscientes de que, en losmomentos de sufrimiento, Jesús no se separa desu Padre. Esta unión con Dios no se rompe nunca,ni siquiera cuando se “siente” abandonado porDios. La alegría de Dios está vinculada a su condi-ción de hijo, y esta alegría de Jesús y de su Padrese me ofrece a mí. Jesús quiere que participe dela misma alegría que Él: “Como el Padre me amaa mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en miamor. Pero sólo permaneceréis en mi amor, siobedecéis mis mandamientos, lo mismo que yo heobservado los mandamientos de mi Padre y per-manezco en su amor. Os he dicho todo esto paraque participéis en mi gozo y vuestro gozo seacompleto.” (Jn 15,9-11)

Igual que el hijo de Dios que ha vuelto, y que viveen la casa del Padre, yo también puedo hacer míala alegría de Dios. No hay un minuto en mi vidaen que no esté tentado por la tristeza, la melan-colía, el cinismo, el mal humor, los pensamientossombríos, las especulaciones morbosas, y lasoleadas de depresión. Y a menudo dejo que elloscubran la alegría de estar en la casa de mi Padre.

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Pero cuando creo de verdad que ya he llegado yque mi Padre me ha vestido con una túnica, unanillo y unas sandalias, entonces me quito lamáscara de tristeza de mi corazón y hago desapa-recer la mentira que me habla de mi propio yo ydescubro la verdad con la libertad interior delhijo de Dios.

Pero aún hay más. Un niño no permanece siempreniño. Un niño se convierte en adulto. Un adulto seconvierte en padre o madre. Cuando el hijo pró-digo vuelve a casa, vuelve no para seguir siendoun niño, sino para descubrir su condición de hijo yconvertirse él mismo en padre. Como el hijo deDios recién llegado al que se le invita a ocupar unlugar en la casa del Padre, el reto ahora, sí, lallamada, es que yo mismo me convierta en elpadre. Esta llamada me da miedo. Durante muchotiempo he vivido con la idea de que volver a lacasa de mi Padre era la última llamada. Me hacostado mucho trabajo espiritual reconocer alhijo menor y al hijo mayor en mí mismo y recibirel amor de bienvenida del Padre. El hecho es que,en muchos sentidos, sigo volviendo a casa. Perocuanto más cerca de casa estoy, más claro veoque hay otra llamada más. Es la llamada a con-vertirme en el padre que da la bienvenida y orga-niza una fiesta. Una vez descubierta mi condiciónde hijo, ahora he de descubrir mi paternidad. Laprimera vez que vi El Hijo Pródigo de Rembrandt,no podía imaginar que convertirme en el hijoarrepentido no era más que un paso en el caminopara convertirme en el padre acogedor. Ahoraveo que las manos que perdonan, consuelan, cu-ran y ofrecen un banquete tienen que ser mías.Así pues, convertirme en el padre ha sido la sor-prendente conclusión a la que he llegado despuésde todas mis reflexiones sobre El Regreso del HijoPródigo de Rembrandt.

Conclusión

CONVERTIRSE EN EL PADRE

“Sed misericordiosos, como vuestro Padre es mi-sericordioso.”

Un paso solitario

Cuando vi por primera vez el detalle del HijoPródigo de Rembrandt, se inició en mí todo unviaje espiritual que me llevó a escribir este libro.Ahora, al escribir la conclusión, veo el camino tanlargo que he recorrido.

Desde el principio estuve preparado para aceptarque tanto la figura del hijo menor como la del

mayor serían aspectos fundamentales de mi viajeespiritual. Durante mucho tiempo, el padre fue“el otro”, el que me recibiría, me perdonaría, meofrecería una casa y me daría paz y alegría. Elpadre era el lugar al que volver, la meta de miviaje, la última morada. Fue poco a poco, y enocasiones muy dolorosamente, como caí en lacuenta de que mi viaje espiritual jamás estaríacompleto mientras el padre siguiera siendo unintruso.

Fue entonces cuando vi claro que ni mi formaciónteológica ni mi formación espiritual habían sidocapaces de liberarme de la idea de un Dios Padreque seguía amenazándome y amedrentándome.Todo lo que había aprendido acerca del amor delPadre no me había permitido abandonar la ideade una autoridad que tenía poder sobre mí y queutilizaría ese poder según su voluntad. De algunamanera, el amor de Dios hacia mí estaba limitadopor mi miedo hacia el poder de Dios, y lo másprudente era mantenerse a distancia, a pesar deque mi deseo de acercarme era inmenso. Sé queeste sentimiento es compartido por muchas per-sonas. He visto cómo el miedo a convertirse envíctima de la venganza y del castigo de Dios haparalizado la vida intelectual y emocional demucha gente, independientemente de la edad,religión o estilo de vida. El miedo a Dios es unade las grandes tragedias humanas.

El cuadro de Rembrandt, así como su trágica vida,me han ofrecido un contexto en el que descubrirque el último paso en la vida espiritual está muylejos de un sentimiento de miedo hacia el Padre yque es posible convertirse en Él. Mientras el Pa-dre despierte miedo, continuará siendo un intrusoy será imposible que ponga su morada en mi in-terior. Pero Rembrandt, que me mostró al Padreen su dimensión vulnerable, me hizo caer en lacuenta de que mi vocación última es la de sercomo el Padre y vivir su divina compasión en mivida cotidiana. Aunque sea el hijo menor y el hijomayor, no estoy llamado a continuar siéndolo,sino a convertirme en el padre. Nadie ha sidopadre o madre sin antes ser hijo o hija, pero cadahijo e hija debe elegir conscientemente dar unpaso más y convertirse en padre o madre paraotros. Es un paso muy duro y solitario de dar -especialmente en un período de la historia en quees tan difícil vivir bien la paternidad- pero a lavez es un paso esencial para el cumplimiento delviaje espiritual. Aunque Rembrandt no sitúa alpadre en el centro físico del cuadro, está claroque el Padre es el centro de todo lo que allí ocu-rre. Toda la luz emana de él, toda la atenciónvuelve a él. Rembrandt, fiel a la parábola, buscóque nuestra primera atención recayera en el Pa-dre antes que en ningún otro.

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Me sorprende pensar en el tiempo que me hallevado hacer del padre el centro de mi atención.¡Era tan fácil identificarse con los dos hijos! Sudesobediencia es tan comprensible y tan humanaque el identificarse con ellos surge de inmediato.Durante mucho tiempo me identifiqué tanto conel hijo menor, que ni se me ocurrió pensar quepodía parecerme más al mayor. Pero tan prontocomo mi amigo dijo: “Me pregunto si no serás másbien como el hijo mayor,” me fue muy difícilpensar en otra cosa. Aparentemente, todos parti-cipamos en mayor o menor medida de todas lasformas de miseria humana. Nadie está completa-mente libre de la codicia, o de la ira, o de la lu-juria, o del resentimiento, o de la frivolidad, o delos celos. La debilidad humana puede surgir demil formas, pero no hay ofensa, crimen o guerraque no encuentre su semilla en nuestros corazo-nes.

¿Pero qué hay del padre? ¿Por qué prestamos tan-ta atención a los hijos cuando es el padre el cen-tro, aquél con quien debo identificarme? ¿Por quéhablar tanto de ser como los hijos cuando la pre-gunta clave es: ¿Quieres ser como el padre? Unose siente bien al poder decir: “Estos hijos soncomo yo” porque siente que se le comprende.Pero ¿cómo sienta decir: “El padre es como yo”?¿Quiero ser no sólo como aquél que es perdonado,sino también como aquél que perdona; no sólocomo aquél a quien se le da la bienvenida, sinotambién como aquél que la da; no sólo comoaquél que recibe misericordia, sino también comoaquél que la da?

¿No hay una presión tanto en la Iglesia como en lasociedad para que sigamos siendo como hijosdependientes? ¿No hizo la Iglesia en el pasadohincapié en la obediencia de un modo tal queresultaba muy difícil descubrir la paternidad espi-ritual? ¿Acaso nuestra sociedad consumista no nosanima a dejarnos llevar por la autogratificacióninfantil? ¿Quién nos ha retado a que nos liberemosde las dependencias inmaduras y que aceptemosla carga de ser adultos responsables? ¿Acaso nointentamos escaparnos de la dura tarea que supo-ne la paternidad? Rembrandt lo hizo. Sólo des-pués de mucho dolor y sufrimiento, cercano a lamuerte, fue capaz de entender y de retratar laverdadera paternidad espiritual.

Tal vez, la afirmación más radical que hizo Jesúsfue: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre esmisericordioso.” (Lc.6,36) Jesús describe la mise-ricordia de Dios no sólo para mostrarme lo queDios siente por mí, o para perdonarme los peca-dos y ofrecerme una vida nueva y mucha felici-dad, sino para invitarme a ser como Dios y paraque sea tan misericordioso con los demás como loes Él conmigo. Si el único significado de la histo-ria fuera que la gente peca pero que Dios perdo-

na, yo podría muy fácilmente empezar a pensaren mis pecados como una buenísima ocasión paraque Dios me muestre su perdón. En una interpre-tación así no habría un verdadero reto. Me resig-naría a que soy débil y estaría esperando a queDios cerrara finalmente sus ojos a mis pecados yme dejara entrar en casa, hubiera hecho lo quehubiera hecho. Pero este mensaje tan sentimen-tal y romántico no es el mensaje de los Evange-lios.

A lo que estoy llamado es a hacer verdad en míque, tanto si soy el hijo menor como si soy elmayor, soy el hijo de mi Padre misericordioso.Soy un heredero. Nadie expresa esto tan clara-mente como Pablo cuando escribe: “Ese mismoEspíritu se une al nuestro para dar testimonio deque somos hijos de Dios. Y si somos hijos, tam-bién somos herederos de Dios y coherederos conCristo, toda vez que, si ahora padecemos con él,seremos también glorificados con él.” (Rom.8,16-17) Así pues, como hijo y heredero me conviertoen sucesor. Estoy destinado a entrar en el lugardel Padre y ofrecer a otros la misma compasiónque Él me ofrece. El regreso al Padre es el retopara convertirse en el Padre.

Esta llamada a ser el Padre excluye cualquierinterpretación “suave” de la historia. Sé lo muchoque deseo volver y estar a salvo, pero ¿realmentequiero ser hijo y heredero sabiendo todo lo queesto implica? Estar en la casa del Padre exige quehaga mía la vida del Padre y me transforme en suimagen.

Hace poco, mirándome en el espejo, me chocócomprobar lo mucho que me parezco a mi padre.Mirando mis rasgos, de repente vi al hombre queveía cuando tenía veintisiete años: el hombre alque admiraba, criticaba, quería y temía. Habíainvertido mucha de mi energía en encontrar mi yoen el rostro de aquella persona, y muchas de laspreguntas acerca de quién era y en quién meconvertiría habían tomado forma siendo hijo deeste hombre. Cuando me vi reflejado en el espe-jo, me di cuenta de que todas las diferencias delas que había sido consciente en mi vida eran muypequeñas en comparación con las similitudes. Medi cuenta con sorpresa de que era heredero, su-cesor, admirado, temido, alabado e incomprendi-do por otros, igual que mi padre lo era por mí.

La paternidad misericordiosa

El retrato de Rembrandt del padre del hijo pródi-go me ayuda a comprender que ya no necesitoechar mano de mi condición de hijo para mante-nerme a distancia. Habiendo vivido mi condiciónde hijo en plenitud, ha llegado la hora de acabarcon todas las barreras y descubrir que lo que

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realmente deseo es convertirme en el ancianoque veo ante mí. No puedo ser siempre un niño.No puedo seguir poniendo a mi padre como excu-sa en mi vida. Tengo que atreverme a extenderlas manos en un gesto de alabanza y recibir a mishijos con compasión, sin tener en cuenta los pen-samientos o sentimientos que tengan hacia mí.Ahora necesito descubrir lo que realmente signifi-ca ser un Padre misericordioso porque éste es elfin último de mi vida espiritual, como queda ex-presado en la parábola y en el cuadro de Rem-brandt.

Primero, debo tener en cuenta el contexto en queJesús contó la historia del “hombre que tenía doshijos.” Lucas escribe: “Todos los publicanos ypecadores se acercaban a Jesús para oírlo. Losfariseos y los maestros de la ley murmuraban:Este anda con pecadores y come con ellos.” (Lc15,1-2) Pusieron su legitimidad de maestro encuestión, criticando su proximidad con los peca-dores. Como respuesta, Jesús les cuenta las pará-bolas de la oveja perdida, la moneda extraviada yel hijo pródigo.

Jesús deja claro que el Dios del que habla, es unDios de misericordia que da la bienvenida y acogeencantado a los pecadores arrepentidos. Así pues,tratar y comer con gente de mala reputación nocontradice sus enseñanzas sobre Dios, sino que, alcontrario, hace que sus enseñanzas puedan vivirseen la vida diaria. Si Dios perdona a los pecadores,entonces aquéllos que tienen fe deberán hacer lomismo. Si Dios acoge a los pecadores en casa,entonces aquéllos que confían en Dios tambiéndeberán hacerlo. Si Dios es misericordioso, losque aman a Dios deberán ser misericordiosos. ElDios que Jesús anuncia y en cuyo nombre actúa,es el Dios de la misericordia, el Dios que se ofrececomo ejemplo y modelo de comportamientohumano.

Pero hay más. Convertirse en el Padre celestial noes sólo un aspecto importante de las enseñanzasde Jesús; es el núcleo mismo de su mensaje. Laradicalidad de las palabras de Jesús y la aparenteimposibilidad de sus exigencias son obvias cuandoson escuchadas como parte de una llamada gene-ral a convertirse y a ser verdaderos hijos e hijasde Dios.

En la medida en que sigamos perteneciendo aeste mundo, seguiremos siendo víctimas de susmétodos competitivos y esperaremos ser recom-pensados por todo el bien que hacemos. Perocuando pertenecemos a Dios, que nos ama sincondiciones, podemos vivir como El. La gran con-versión a la que nos llama Jesús consiste en pasarde pertenecer al mundo a pertenecer a Dios.

Cuando, poco antes de morir, Jesús reza a suPadre por sus discípulos, dice: “[Padre,] Ellos nopertenecen al mundo, como tampoco pertenezcoyo... Te pido que todos sean uno. Padre, lo mis-mo que tú estás en mí y yo en ti, que tambiénellos estén unidos a nosotros; de este modo, elmundo podrá creer que tú me has enviado." (Jn17,16-21)

Una vez que estemos en la casa de Dios comohijos e hijas suyos, podremos ser como Él, amarcomo Él, ser buenos como Él, preocuparnos porlos demás como Él. Jesús deja esto muy clarocuando explica que: “Si amáis a los que os aman,¿qué mérito tenéis? También los pecadores amana quienes los aman. Si hacéis el bien a quien os lohace a vosotros, ¿qué mérito tenéis? También lospecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aque-llos de quien esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis?También los pecadores se prestan entre ellospara recibir lo equivalente. Vosotros amad avuestros enemigos, haced bien y prestad sin es-perar nada a cambio; así vuestra recompensaserá grande, y seréis hijos del Altísimo. Porque éles bueno para los ingratos y malos. Sed miseri-cordiosos, como vuestro Padre es misericordioso."(Lc 6,32-36)

Éste es el núcleo del mensaje del Evangelio. Laforma a la que estamos llamados a amar los sereshumanos, es la forma como Dios ama. Estamosllamados a amar al prójimo con el mismo amorgeneroso del padre. La misericordia con la que senos ama no está basada en la competitividad. Enesta misericordia no puede haber competiciones.Si vamos a ser recibidos no sólo por Dios sino co-mo Dios, tenemos que llegar a ser como el Padrecelestial y contemplar el mundo con sus ojos.

La persona de Jesús es más importante que elcontexto de la parábola y que la parábola en sí.Jesús es el verdadero Hijo del Padre. Es nuestromodelo a seguir para llegar a ser como el Padre.En Él habita la plenitud de Dios. Todo el conoci-miento de Dios reside en Él; toda la gloria de Diospermanece en Él; todo el poder de Dios le perte-nece. Su unidad con el Padre es tan íntima y tancompleta que ver a Jesús es ver al Padre. “Mués-tranos al Padre,” le dice Felipe. Jesús le respon-de: “El que me ve a mí, ve al Padre.” (Jn 14,9)

Jesús nos enseña en qué consiste la verdaderacondición de hijo. Es el hijo menor sin ser rebel-de. Es el hijo mayor sin ser rencoroso. Es obe-diente al Padre en todo, pero no es su esclavo.Escucha todo lo que le dice el Padre, pero esto nole convierte en su criado. Hace todo lo que ledice el Padre que haga, pero es completamentelibre. Lo da todo y lo recibe todo. Dice abierta-mente: “Yo os aseguro que el Hijo no puedehacer nada de por su cuenta; él hace únicamente

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lo que ve hacer al Padre: lo que hace el Padre,eso hace también el Hijo. Pues el Padre ama alHijo y le manifiesta todas sus obras; y le mani-festará todavía cosas mayores, de modo que vo-sotros mismos quedaréis maravillados. Porque,así como el Padre resucita a los muertos, dándo-les la vida, así también el Hijo da la vida a losque quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que leha dado al Hijo todo el poder de juzgar. Y quiereque todos den al Hijo el mismo honor que dan alPadre.” (Jn 5,19-23)

Esta es la condición divina de hijo, la condición ala que estoy llamado. El misterio de la redenciónconsiste en que el Hijo de Dios se hizo carne paraque todos los hijos perdidos pudieran llegar a serhijos e hijas como lo es Jesús. Desde esta pers-pectiva, la historia del hijo pródigo adquiere unanueva dimensión. Jesús, el Amado del Padre,abandona la casa de su Padre para acabar con lospecados de los hijos caprichosos y devolverlos acasa. Pero hasta su marcha, permanece cerca delPadre, le obedece y ofrece curación a sus herma-nos y hermanas resentidos. Así, por mí, Jesús seconvierte en el hijo menor y en el hijo mayorpara enseñarme cómo convertirme en el Padre. Através de Él, puedo volver a ser un verdadero hijootra vez y, como verdadero hijo, puedo llegar aser misericordioso como lo es nuestro Padre ce-lestial.

A medida que pasan los años, voy viendo lo difí-cil, desafiante y a la vez satisfactorio que es cre-cer hacia esta paternidad espiritual. Una vez tuvela ilusión de que un día todos mis jefes se irían yyo podría al fin mandar. Pero ésta es la dinámicadel mundo, donde el poder es lo más importante.Y resulta fácil comprobar que aquéllos que duran-te toda su vida han intentado deshacerse de susjefes, cuando por fin logren ocupar su puesto noserán muy diferentes a como fueron sus predece-sores. La paternidad espiritual no tiene nada quever con el poder o el control. Es una paternidadde misericordia. Y para comprenderlo en profun-didad, tengo que seguir mirando cómo abraza elpadre a su hijo. Continuamente me encuentroluchando para conseguir poder a pesar de mismejores intenciones. Cuando doy algún consejo,quiero saber si se ha seguido; cuando ofrezco miayuda, quiero que me den las gracias; cuandopresto dinero, quiero que se utilice a mi manera;cuando hago algo bien, quiero que se me recuer-de. Puede que no me hagan una estatua, o unaplaca conmemorativa, pero vivo preocupado por-que no me olviden, por permanecer en el pensa-miento y en los actos de los demás.

Sin embargo, el padre del hijo pródigo no vivepreocupado por sí mismo. Su vida, llena de tantossufrimientos, le ha hecho un hombre que no sien-te ningún deseo de controlar. Sus hijos son su

única preocupación; quiere darse a ellos comple-tamente, y por ellos renuncia a todo lo demás.

¿Soy yo capaz de dar sin pedir nada a cambio,amar sin poner condiciones a mi amor? Cuandoconsidero mi necesidad de que se me reconozca yde que se me aprecie, me doy cuenta de quetengo que librar una dura batalla. Pero tambiénestoy convencido de que cada vez que consigovencer esta necesidad y actúo libremente, puedoconfiar en que mi vida puede dar los frutos delEspíritu de Dios.

¿Hay algún camino para llegar a la paternidadespiritual? ¿O estoy condenado a seguir tan atra-pado en mi necesidad de encontrar un lugar en elmundo que acabaré utilizando una y otra vez laautoridad del poder en vez de la autoridad de lamisericordia? ¿Acaso el sentido de la competenciame ha invadido hasta el punto que veré a mispropios hijos como a rivales? Si realmente Jesúsme llama para ser misericordioso como su Padrecelestial es misericordioso, y si Jesús se ofrece así mismo como el camino para llevar una vidamisericordiosa, entonces yo no puedo seguir ac-tuando como si la competencia fuera la últimapalabra. Tengo que confiar en que soy capaz deconvertirme en el padre que estoy llamado a ser.

Dolor, perdón y generosidad

Mirando el cuadro de Rembrandt, descubro tresaspectos de la paternidad misericordiosa: el do-lor, el perdón y la generosidad.

Puede parecer raro considerar el dolor como unaforma de compasión, pero lo es. El dolor me hacereconocer los pecados del mundo -incluidos losmíos-, me estremece el corazón y me hace de-rramar muchas lágrimas por ellos. No hay miseri-cordia sin lágrimas. Si no son lágrimas que salende los ojos, tienen que ser lágrimas que brotendel corazón. Cuando me paro a pensar en la des-obediencia de los hijos de Dios, en nuestra luju-ria, nuestra codicia, nuestra violencia, nuestraira, nuestro rencor, y cuando los miro a través delos ojos del corazón de Dios, no puedo más quellorar y gritar con dolor:

Mira, alma mía, cómo un ser humano intentahacer daño a otro; mira cómo esos tratan de per-judicar a sus compañeros; mira a aquellos padresmolestando a sus hijos; mira cómo el amo explotaa sus trabajadores; mira a la mujer violada, alhombre maltratado, a los niños abandonados.Mira, alma mía, el mundo; los campos de concen-tración, las cárceles, los reformatorios, las clíni-cas, los hospitales y escucha los gritos de los po-bres.

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Este dolor es oración. Pero el dolor es la discipli-na del corazón que ve el pecado del mundo, y estambién el doloroso precio para alcanzar la liber-tad sin la cual el amor no puede surgir. Estoyempezando a ver que el dolor es una parte muyimportante de la oración. El dolor es tan profundono sólo porque el pecado del hombre sea tangrande, sino también -y sobre todo- porque elamor divino no conoce fronteras. Para llegar a sercomo el Padre, cuya única autoridad es la compa-sión, tengo que derramar incontables lágrimas yasí preparar mi corazón para recibir a cualquierpersona, no importa cuál haya sido su trayectoria,y perdonarle desde ese corazón.

El segundo camino que conduce a la paternidadespiritual es el perdón. Es a través del perdónconstante como llegamos a ser como el Padre.Perdonar de corazón es muy difícil. Casi imposi-ble. Jesús dijo a sus discípulos: “Si tu hermanopeca contra ti siete veces al día y otras sieteviene a decirte: 'Me arrepiento', perdónalo.” (Lc17,4)

Muchas veces digo, "te perdono," pero mi corazónsigue enfadado o resentido. Quiero seguir escu-chando la historia que me demuestra que despuésde todo tengo razón; quiero seguir oyendo discul-pas y excusas; quiero tener la satisfacción derecibir alguna alabanza a cambio -¡aunque sólosea la alabanza por haber perdonado!

Y sin embargo, el perdón de Dios es incondicio-nal; surge de un corazón que no reclama nadapara sí, de un corazón que está completamentevacío de egoísmo. Es su divino perdón lo que ten-go que practicar en mi vida diaria. Es una llamadaa pasar por encima de todos mis argumentos queme dicen que el perdón es poco prudente, pocosaludable y nada práctico. Me reta a pasar porencima de todas mis necesidades de gratitud yatención. Por último, me exige pasar por encimade esa parte de mi yo que se siente herida yagraviada y que desea mantener el control y po-ner algunas condiciones entre el que me ha pedi-do perdón y yo.

Este “pasar por encima” es la auténtica disciplinadel perdón. Tal vez sea “trepar” más que “pa-sar”. A menudo tengo que trepar el muro de ar-gumentos y sentimientos negativos que he levan-tado entre aquél al que quiero y no me devuelveese amor, y yo. Es un muro de miedo a ser utili-zado o herido otra vez. Es un muro de orgullo yde deseo de controlar. Pero cada vez que trepoese muro, entro en la casa donde habita el Padre,y allí abrazo a mi hermano con un amor auténticoy misericordioso.

El dolor me permite ver más allá de mi muro ydarme cuenta del sufrimiento tan horroroso queresulta del extravío humano. Abre mi corazón auna auténtica solidaridad con los otros sereshumanos. El perdón es la vía para saltar este mu-ro y acoger a los otros en mi corazón sin esperarnada a cambio. Sólo cuando recuerdo que soy elhijo amado soy capaz de acoger a aquéllos quequieren volver a mí con la misma misericordia conla que el Padre me acoge a mí.

La tercera vía para llegar a ser como el Padre esla generosidad. En la parábola, el padre no sóloentrega a su hijo todo lo que le pide, sino quecuando vuelve lo cubre de regalos. Y a su hijomayor le dice: “Todo lo mío es tuyo.” (Lc 15,31)No hay nada que el padre se guarde para sí. Sevacía de sí mismo y entrega todo a sus hijos.

Ofrece más de lo que se supone que un hombre alque se le ha ofendido puede dar; se da a sí mismosin reservas. Los dos hijos lo son “todo” para él.Desea entregarles toda su vida. La manera comoentrega al hijo menor la túnica, el anillo y lassandalias, y la forma como es recibido, así comola manera como anima al hijo mayor para queacepte ocupar su lugar en el corazón del padre yse siente a la mesa junto a su hermano menor,deja claro que todas las fronteras del comporta-miento patriarcal se han roto. Éste no es el cua-dro de un padre extraordinario. Es el retrato deDios, cuya bondad, amor, perdón, cuidado, ale-gría y misericordia no conocen límites. Jesús pre-senta la generosidad de Dios usando todas lasimágenes de su cultura, aunque transformándolasconstantemente.

Para llegar a ser como el Padre, tengo que ser tangeneroso como El. Así como el Padre se da a sushijos por entero, así yo tengo que darme por en-tero a mis hermanos y hermanas. Jesús deja muyclaro que el darse a sí mismo es la marca del ver-dadero discípulo. “Nadie tiene amor más grandeque quien da la vida por sus amigos.” (Jn.15,13)

Este darse es una disciplina porque no es algo quesalga de manera espontánea. Como hijos de laoscuridad que caminan a través del miedo, delpropio interés, de la codicia, y del poder, nues-tros grandes motivadores son la supervivencia y elinstinto de conservación. Pero como hijos de laluz que saben perfectamente que el amor ahu-yenta todo miedo, es posible dejar a un lado todolo que tenemos en contra de los otros.

Como hijos de la luz, nos preparamos para llegara ser verdaderos mártires: personas que con susvidas dan testimonio del amor sin límites de Dios.Darlo todo supone ganarlo todo. Jesús expresaesto con toda claridad cuando dice: “El que quie-

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ra salvar su vida la perderá, pero el que pierdasu vida por mí y por la buena noticia la salvará.”(Mc.8,35)

Cada vez que avanzo un paso hacia la generosi-dad, sé que me muevo del miedo al amor. Pero alprincipio estos pasos son duros de dar porque haydemasiadas emociones y sentimientos que meretienen. ¿Por qué tendría que gastar mi energía,tiempo, dinero, e incluso atención, con alguienque me ha ofendido? ¿Por qué tendría que com-partir mi vida con alguien que me ha faltado alrespeto?

Porque... la verdad es que, en sentido espiritual,el que me ha ofendido pertenece a mi “familia”,a mi “gen.” La palabra “generosidad” incluye eltérmino “gen” que también lo encontramos en laspalabras “género”, “generación” y “generativo.”Este término, del latín genus y del griego genos,se refiere al hecho de pertenecer a una clase.Generosidad es un dar que viene del saberse par-te de ese vínculo íntimo. La verdadera generosi-dad actúa desde el convencimiento -no desde elsentimiento- de que todos a los que se me pideque perdone son “parientes” y pertenecen a mifamilia. Y cada vez que obre así, esta verdad seme hará más visible. La generosidad crea la fami-lia que cree en ella.

Dolor, perdón y generosidad son, por tanto, lastres vías mediante las que la imagen de Padrepuede crecer en mi interior. Son tres aspectos dela llamada del Padre a estar en casa. Como elPadre. Lo mismo que el Padre, ya no estoy llama-do a volver a casa como el hijo menor ni como elmayor, sino a estar en casa para que sus hijospuedan volver y ser acogidos con alegría. Es muyduro estar simplemente en casa “esperando”. Esmuy duro estar simplemente en casa y esperar. Esun esperar con dolor por aquéllos que se hanmarchado y un esperar con la esperanza de poderofrecer perdón y una nueva vida a los que vuel-van.

Como el Padre, tengo que creer que todos losdeseos humanos pueden encontrarse en casa.Como el Padre, tengo que estar libre de la nece-sidad de vagar y alcanzar una infancia perdida.Como el Padre, debo saber que mi juventud se haido y que jugar a juegos de juventud no es másque un intento ridículo de ocultar la verdad deque soy viejo y estoy cercano a la muerte. Comoel Padre, tengo que atreverme a llevar la respon-sabilidad de ser una persona espiritualmenteadulta y atreverme a confiar en que la verdaderaalegría y plenitud sólo pueden venir de dar labienvenida a casa a aquéllos que están heridos,amándoles con un amor que no pida ni esperenada a cambio.

En esta paternidad espiritual hay un terrible va-cío. No hay poder, ni éxito, ni fama, ni satisfac-ción fácil. Pero ese mismo vacío es el lugar de laverdadera libertad. Es el lugar donde “no haynada que perder,” donde el amor no tiene ligadu-ras, y donde puede encontrarse la verdaderafuerza espiritual.

Cada vez que alcanzo dentro de mí ese vacío te-rrible y fértil, sé que puedo acoger a cualquierasin condenarle y que puedo ofrecerle esperanza.Allí soy libre para recibir las cargas de los demássin necesidad de evaluar, categorizar o analizar.Allí, en ese estado completamente libre de todojuicio, puedo engendrar una confianza liberadora.

Una vez, cuando visitaba a un amigo que se esta-ba muriendo, experimenté este vacío de formainmediata. No sentí ningún deseo de hacerle pre-guntas sobre su pasado o de hacer especulacionessobre el futuro. Simplemente estábamos juntos,sin miedo, sin ningún sentimiento de culpabilidado de vergüenza, sin preocupaciones. En ese vacío,podía sentirse el amor incondicional de Dios, ypodíamos decir lo que dijo el viejo Simeón cuan-do cogió al niño en brazos: “Ahora, Señor, segúntu promesa puedes dejar que tu siervo muera enpaz.” (Lc 2,29) Allí, en medio de un vacío terri-ble, había una confianza plena, una paz comple-ta, una alegría total. La muerte ya no era unaenemiga. Había vencido el amor.

Cada vez que alcanzo ese vacío sagrado de amorque no pide nada, el cielo y la tierra tiemblan yhay una gran “alegría entre los ángeles de Dios.”Es la alegría por los hijos e hijas que vuelven. Esla alegría de la paternidad espiritual.

Vivir esta paternidad espiritual requiere la disci-plina radical de estar en casa. Como persona quese rechaza y que siempre está buscando afirma-ción y afecto, me resulta imposible amar sin pedirnada a cambio. Pero la disciplina consiste preci-samente en dejar de querer hacerlo por mí mis-mo, como si de una proeza heroica se tratara.Para descubrir por mí mismo la paternidad espiri-tual y la autoridad misericordiosa que le pertene-ce, tengo que dejar que el hijo menor rebelde yel hijo mayor resentido salten a la plataformapara recibir el amor incondicional y misericordio-so que me ofrece el Padre y descubrir allí la lla-mada a “ser acogida” como mi Padre "es acogida"

Entonces los dos hijos que están dentro de mípueden transformarse poco a poco en el padremisericordioso. Esta transformación me lleva aque se cumpla el deseo más profundo de mi cora-zón intranquilo. Porque, ¿puede haber alegríamás grande que tender mis brazos y dejar que mismanos toquen los hombros de mis hijos reciénllegados, en un gesto de bendición?

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Epílogo

VIVIR EL CUADRO

La primera vez que vi, a finales de 1983, la re-producción del cuadro de Rembrandt, toda miatención se fijó en las manos del anciano padreestrechando a su hijo recién llegado contra supecho. Vi perdón, reconciliación, cura; tambiénvi seguridad, descanso, sensación de estar encasa. Aquella imagen del abrazo del Padre a suhijo me conmovió tanto porque todo en mi inter-ior ansiaba que se le recibiera así. Aquel encuen-tro fue el principio de mi propio regreso.

Poco a poco, la comunidad de El Arca se convirtióen mi casa. Jamás pensé que hombres y mujerescon enfermedades mentales fueran los que pusie-ran sus manos en mí en un gesto de bendición yque me ofrecieran un hogar. Durante muchotiempo, había estado buscando seguridad entrelos sabios e inteligentes, sin darme cuenta de quelas cosas del reino se revelaban a los “sencillos”(Mt 11,25); que Dios eligió a “lo que el mundoconsidera necio para confundir a los sabios.” (1Co 1,27)

Pero cuando experimenté el cálido y sencillo re-cibimiento de aquéllos que no tienen nada de quépresumir, y experimenté el cariñoso abrazo deunas personas que no me preguntaron nada, co-mencé a descubrir que el verdadero regreso espi-ritual supone volver a los pobres de espíritu, quees a quienes pertenece el reino de los cielos. Elabrazo del Padre se me hizo muy real en los abra-zos de aquellos enfermos mentales.

El hecho de haber visto el cuadro por primera vezmientras visitaba una comunidad de personas conenfermedades mentales, me permitió estableceruna relación que tiene sus raíces en el misterio denuestra salvación. Es la relación entre la bendi-ción dada por Dios y la bendición dada por lospobres. En El Arca comprobé que esas bendicio-nes en realidad son una. El maestro holandés nosólo me puso en contacto con los deseos más pro-fundos de mi corazón, sino que me llegó a descu-brir que aquellos deseos podían cumplirse en lacomunidad en la que por primera vez me encon-tré con él.

Han pasado más de seis años desde la primera vezque vi la representación del cuadro de Rembrandten Trosly, y cinco años desde que decidí hacer deEl Arca mi casa. Cuando pienso en estos años, medoy cuenta de que los enfermos mentales y laspersonas que les atienden me hicieron “vivir”esta parábola más completamente de lo que nun-ca hubiera pensado. Las cálidas bienvenidas que

he recibido en muchas casas de El Arca y las mu-chas celebraciones que he compartido, me permi-tieron experimentar el regreso del hijo menormuy profundamente. Bienvenida y celebraciónson, así, dos de las características más importan-tes de la vida “en el Arca.” Se muestran tantossignos de bienvenida, abrazos, besos, canciones yse celebran tantas comidas festivas que una per-sona de fuera puede pensar que El Arca es unacelebración de regreso a casa que dura toda lavida.

También he vivido la historia del hijo mayor.Realmente, no me di cuenta de lo presente que elhijo mayor está en el cuadro hasta que fui a sanPetersburgo y lo vi entero. Allí descubrí la tensiónque equivoca Rembrandt. No sólo está llena deluz la reconciliación entre el padre y el hijo me-nor, sino también la distancia, oscura y resentida,del hijo mayor. Allí arrepentimiento pero haytambién ira. Hay comunión pero hay tambiéndistancia. Se aprecia el cálido brillo de la cura-ción, pero también la frialdad del ojo crítico; elofrecimiento de misericordia, pero también laenorme resistencia a recibirla. No me costó mu-cho reconocer al hijo mayor dentro de mí.

La vida en comunidad no hace que desaparezca laoscuridad. Al contrario. Es como si la luz que meatrajo a El Arca me hubiera hecho consciente dela oscuridad que había dentro de mí. Celos, ira,sentimiento de ser rechazado o abandonado, sen-timiento de no pertenecer realmente a nada ni anadie; todo esto surgió en el contexto de unacomunidad que luchaba por conseguir el perdón,la reconciliación y la curación. La vida en comu-nidad me ha abierto a la verdadera batalla espiri-tual: la batalla de caminar hacia la luz precisa-mente cuando la oscuridad es tan real.

Cuando vivía sólo, era bastante fácil mantener alhijo mayor escondido. Pero el compartir mi vidacon personas que no ocultan sus sentimientos,enseguida me puso frente a frente con el hijomayor que estaba dentro de mí. Hay muy poco deromántico en la vida en comunidad. Más bien,provoca una necesidad constante de salir de laoscuridad y llegar al abrazo del padre.

Las personas con deficiencias mentales tienenpoco que perder. Se muestran tal y como son.Expresan abiertamente su amor y su miedo, suamabilidad y su angustia, su generosidad y suegoísmo. Mostrándose tal y como son, echan aba-jo mis defensas tan sofisticadas y me doy cuentade que debo ser con ellos tan abierto como lo sonellos conmigo. Su deficiencia desvela mi yo. Suangustia refleja mi yo. Sus vulnerabilidades memuestran mi yo. El Arca me abrió el camino parahacer que el hijo mayor que hay en mí entre encasa. Los mismos enfermos que me dieron la

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bienvenida y me invitaron a celebrarlo tambiénme pusieron delante de mí mi yo todavía sin con-vertir y me hicieron consciente de que faltabamucho para que mi viaje tocara a su fin.

Aunque estos descubrimientos me han impactadomuy profundamente, el regalo más grande de ElArca es el reto de llegar a ser como el Padre. Alser mayor que la mayoría de los miembros de lacomunidad, parece lógico que piense en mí comoen el padre. Por mi ordenación, ya tengo el títu-lo. Ahora tengo que vivir de acuerdo con ello.

Llegar a ser como el Padre en una comunidadformada por gente con enfermedades mentales ypor sus asistentes exige mucho más que enfren-tarse con las luchas del hijo menor y del hijo ma-yor. El Padre de Rembrandt, es un padre que seha ido vaciando de sí mismo por el sufrimiento. Através de muchas "muertes" se hizo completamen-te libre para recibir y para dar. Sus manos exten-didas no mendigan, no amarran, no exigen, noadvierten, no juzgan ni condenan. Son manos quesólo bendicen, que lo dan todo sin esperar nada.

Ahora estoy ante la dura y aparentemente impo-sible tarea de dejar marchar al hijo que hay enmí. Pablo lo dice claramente: “Cuando yo eraniño, hablaba como niño, razonaba como niño; alhacerme hombre, he dejado las cosas de niño.”(1Co 13,11) Es muy cómodo ser el caprichoso hijomenor o el rencoroso hijo mayor.

Nuestra comunidad está llena de hijos caprichososy rencorosos, y estar rodeado de iguales da unsentimiento de solidaridad. Así, cuanto más formoparte de la comunidad, más queda demostradoque esa solidaridad es sólo una estación en elcamino hacia un destino mucho más solitario: lasoledad del Padre, la soledad de Dios, la soledadúltima de la misericordia. A la comunidad no lehace falta otro hijo menor o mayor, sino un padreque viva con las manos abiertas, siempre deseosode apoyarlas sobre los hombros de sus hijos re-cién llegados. Todo en mí se resiste a esa voca-ción. Sigo inclinándome por el hijo que hay en mí.No quiero estar medio ciego; quiero ver lo queocurre a mi alrededor con toda claridad. No quie-ro esperar hasta que mis hijos vuelvan a casa;quiero estar con ellos en el país lejano o en casacon los criados. No quiero permanecer en silen-cio; estoy deseando escuchar toda la historia ytengo miles de preguntas que hacer. No quierotener las manos abiertas cuando hay tan pocosque desean que se les abrace, sobre todo cuandomuchos consideran que son precisamente los pa-dres la fuente de sus problemas.

Y todavía, después de una larga vida como hijo,tengo la completa seguridad de que la verdadera

vocación es la de llegar a ser un padre que sólobendice en una compasión sin límites, sin pregun-tar nada, siempre dando y perdonando, sin espe-rar nunca nada. En una comunidad, todo esto seconcreta en muchas cosas. Quiero saber qué estápasando. Quiero estar enterado de los altibajosde las vidas de la gente. Quiero que se me re-cuerde, que se me invite, que se me informe.Pero el hecho es que pocos se dan cuenta de mideseo y aquéllos que lo hacen no están seguros decómo darle respuesta. Mi gente, enferma o no, nobusca a otro igual que ellos, otro compañero dejuego, ni siquiera busca a otro hermano. Busca unpadre que pueda bendecir y perdonar, que nonecesite de ellos de la forma como ellos le nece-sitan a él. Veo mi vocación de padre con todaclaridad al mismo tiempo que me parece imposi-ble seguir esa vocación. No quiero quedarme encasa mientras todos se marchan, llevados por susdeseos o por su ira. ¡Yo siento los mismos impul-sos y quiero correr como los demás! ¿Pero quiénestará en casa cuando vuelvan, cansados, exhaus-tos, inquietos, desilusionados, culpables o aver-gonzados? ¿Quién les convencerá de que despuésde todo lo dicho y hecho, hay un lugar segurodonde ir y donde ser abrazados? Si no soy yo,¿quién será el que permanezca en casa? La alegríade la paternidad es muy diferente del placer delhijo caprichoso. Es una alegría que va más alládel rechazo y de la soledad; sí, más allá de laafirmación y de la comunidad. Es la alegría deuna paternidad que toma su nombre del Padrecelestial (Ef 3,14) y participa de su soledad divi-na.

No me sorprende que pocas personas reclamenpara sí la paternidad. El dolor es tan evidente, lasalegrías están tan escondidas. Pero no reclamán-dola, eludo mi responsabilidad de ser una personaespiritualmente adulta. Sí, traiciono mi vocación.¡Nada menos que eso! ¿Cómo puedo elegir lo con-trario a lo que necesito? Una voz me dice: “Notengas miedo. El Hijo te cogerá de la mano y tellevará hasta la paternidad.” Sé que puedo con-fiar en esa voz. Como siempre, el pobre, el débil,el marginado, el rechazado, el olvidado, el últi-mo... me necesitan como padre, y me enseñan aserlo. La verdadera paternidad consiste en com-partir la pobreza del amor de Dios que no exigenada. Me da miedo entrar en esa pobreza, peroaquéllos que a través de sus enfermedades físicaso mentales ya han entrado serán mis maestros.

Mirando a la gente con la que vivo, veo el deseoinmenso de un padre en el que paternidad y ma-ternidad sean uno. Todos ellos han sufrido la ex-periencia del rechazo o del abandono; a todos seles ha herido; todos se preguntan si merecen elamor incondicional de Dios, y todos buscan unlugar al que puedan volver y en el que puedan sertocados con unas manos que les bendigan.

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Rembrandt retrata al Padre como el hombre queha transcendido los caminos de sus hijos. Su sole-dad y su ira podían haber estado allí, pero hansido transformadas por el sufrimiento y las lágri-mas. Su soledad se ha convertido en una soledadinfinita, su ira se ha convertido en una gratitudsin fronteras. Éste es en quien debo convertirme.Lo veo tan claro como veo la inmensa belleza delvacío y de la misericordia del padre. ¿Seré capazde dejar al hijo menor y al hijo mayor que crez-can y lleguen a la madurez del padre misericor-dioso?

Cuando, hace cuatro años, fui a san Petersburgo aver El Regreso del Hijo Pródigo de Rembrandt, notenía ni idea de durante cuánto tiempo iba a te-ner que vivir lo que vi entonces. Permanezco conrespecto en el lugar adonde me condujo Rem-brandt. Me condujo desde el hijo menor, arrodi-llado y desarreglado, hasta el anciano padre depie e inclinado, desde el lugar donde era bende-cido al lugar de la bendición. Cuando miro mismanos, sé que me han sido dadas para que lasextienda a todo aquél que sufre, para que lasapoye sobre los hombros de todo el que se acer-que, y para ofrecer la bendición que surge del

inmenso amor de Dios.