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“La música de la poesía” de T. S. Eliot Tal vez resulte extraño que, cuando afirmo estar hablando sobre la “música” de la poesía, ponga un énfasis tal sobre la conversación. Pero podría recordarles, en primer lugar, que la música de la poesía no es algo que existe al margen del significado. De lo contrario, podríamos tener poesía de gran belleza musical que no tenga sentido, pero nunca he encontrado poesía tal. Las excepciones evidentes sólo muestran una diferencia de grado: hay poemas en los que somos conmovidos por su música y cuyo sentido damos por sentado, como así también hay poemas de los cuales atendemos al sentido y somos conmovidos por la música sin siquiera notarlo. Tomen un ejemplo aparentemente extremo: el nonsense en verso de Edward Lear. Su sin-sentido no está vacío de sentido: es una parodia del sentido y ése es su sentido. “Los Jumblies” es un poema de aventura y de nostalgia por lo novelesco del viaje y la exploración de lo remoto; “El Yongy-bongy-bo” y “El Dong de la nariz luminosa” son poemas que hablan de una pasión no correspondida – melancólicos de hecho. Disfrutamos de la música, que es de gran calidad, y disfrutamos del sentimiento de irresponsabilidad hacia el sentido. O tomen un poema de otro tipo, “El closet azul”, de William Morris. Es un poema encantador, aunque no puedo explicar cuál es su significado, y dudo que el autor hubiese podido hacerlo. El poema tiene el efecto de una runa o un encantamiento, pero las runas y los encantamientos son fórmulas muy prácticas destinadas a producir resultados determinados, tales como sacar a una vaca de una ciénaga. Pero su intención obvia (y creo que el autor tiene éxito) es producir el efecto de un sueño. No es necesario, para disfrutar el poema, saber qué es lo que el sueño significa; pero los seres humanos tienen la inquebrantable creencia de que los sueños significan algo: solían creer –y muchos aún lo creen– que los sueños revelan los secretos del futuro; la fe ortodoxa moderna dice que ellos evidencian los secretos del pasado – o al menos los más horribles. Es un lugar común observar que el significado de un poema puede escapar completamente a la paráfrasis. No es un lugar tan común observar que el 1

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“La música de la poesía” de T. S. Eliot

Tal vez resulte extraño que, cuando afirmo estar hablando sobre la “música” de la poesía, ponga un énfasis tal sobre la conversación. Pero podría recordarles, en primer lugar, que la música de la poesía no es algo que existe al margen del significado. De lo contrario, podríamos tener poesía de gran belleza musical que no tenga sentido, pero nunca he encontrado poesía tal. Las excepciones evidentes sólo muestran una diferencia de grado: hay poemas en los que somos conmovidos por su música y cuyo sentido damos por sentado, como así también hay poemas de los cuales atendemos al sentido y somos conmovidos por la música sin siquiera notarlo. Tomen un ejemplo aparentemente extremo: el nonsense en verso de Edward Lear. Su sin-sentido no está vacío de sentido: es una parodia del sentido y ése es su sentido. “Los Jumblies” es un poema de aventura y de nostalgia por lo novelesco del viaje y la exploración de lo remoto; “El Yongy-bongy-bo” y “El Dong de la nariz luminosa” son poemas que hablan de una pasión no correspondida – melancólicos de hecho. Disfrutamos de la música, que es de gran calidad, y disfrutamos del sentimiento de irresponsabilidad hacia el sentido. O tomen un poema de otro tipo, “El closet azul”, de William Morris. Es un poema encantador, aunque no puedo explicar cuál es su significado, y dudo que el autor hubiese podido hacerlo. El poema tiene el efecto de una runa o un encantamiento, pero las runas y los encantamientos son fórmulas muy prácticas destinadas a producir resultados determinados, tales como sacar a una vaca de una ciénaga. Pero su intención obvia (y creo que el autor tiene éxito) es producir el efecto de un sueño. No es necesario, para disfrutar el poema, saber qué es lo que el sueño significa; pero los seres humanos tienen la inquebrantable creencia de que los sueños significan algo: solían creer –y muchos aún lo creen– que los sueños revelan los secretos del futuro; la fe ortodoxa moderna dice que ellos evidencian los secretos del pasado – o al menos los más horribles. Es un lugar común observar que el significado de un poema puede escapar completamente a la paráfrasis. No es un lugar tan común observar que el significado de un poema puede resultar algo más amplio en relación al propósito consciente de su autor, y algo muy distante de sus orígenes. Uno de los más obscuros poetas modernos fue el escritor francés Stéphane Mallarmé, de quien los franceses dicen en ocasiones que su lenguaje es tan peculiar que puede ser entendido sólo por extranjeros. El difunto Roger Fry y su amigo Charles Mauron publicaron una traducción inglesa con notas para desentrañar sus significados: cuando leí que un soneto difícil fue inspirado mirando una pintura en el cielo raso que se reflejaba encima de la mesa lustrada, o mirando la luz que se reflejaba desde la espuma de un vaso de cerveza, sólo puedo decir que esto tal vez sea una correcta embriología, pero que no es el significado. Si no somos conmovidos, entonces ésta carece, como poesía, de significado. Oír la recitación de un poema escrito en una lengua de la cual no entendemos una palabra puede sacudirnos profundamente; pero si nos advierten que el poema es un galimatías y que no tiene sentido, consideraremos que hemos sido engañados –ése no fue un poema sino simplemente la imitación de un instrumento musical. Si, como nos damos cuenta, sólo una parte del significado puede ser expresado mediante paráfrasis, es porque el poeta habita las fronteras de la conciencia, más allá de las cuales las palabras fracasan, aunque los significados aún existen. Un poema puede significar cosas diferentes a lectores diferentes, y todos estos significados tal vez sean diferentes respecto de lo que el autor pensó que estaba significando. Por ejemplo, puede que el autor haya estado escribiendo alguna experiencia personal peculiar que vio como poco relacionada con algo externo; pero para el lector el poema puede que se convierta en la expresión de una situación general,

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como así también, en alguna experiencia privada propia. La interpretación del lector puede diferir de la interpretación del autor y ser igualmente válida –y puede que sea incluso mejor. Tal vez haya más en un poema de lo que el autor es consciente. Tal vez las diferentes interpretaciones tal vez sean formulaciones parciales de una sola cosa, y las ambigüedades tal vez se deban al hecho de que el poema significa más, no menos, de lo que el habla puede comunicar. En consecuencia, aunque intente expresar algo que se encuentra más allá de lo que puede ser expresado mediante ritmos prosaicos, la poesía sigue siendo, a pesar de todo, la cotidiana conversación de una persona con otra; y esto sigue siendo igualmente cierto si uno la canta, ya que cantar es otra forma de hablar. La íntima proximidad de la poesía respecto de la conversación no es un asunto sobre el cual podamos establecer leyes exactas. Cada revolución en la poesía es capaz de, y a veces se anuncia a sí misma como, un retorno al habla común. Ésta es la revolución que Wordsworth anunció en sus Prefacios, y estaba en lo cierto; pero la misma revolución había sido llevada a cabo un siglo antes por Oldham, Waller, Denham and Dryden, y la misma revolución fue nuevamente esperada en el transcurso del siglo posterior. Los adeptos de una revolución desarrollan un nuevo lenguaje poético en una dirección o en otra; lo pulen o perfeccionan. Mientras tanto la lengua hablada sigue cambiando y el leguaje poético se queda atrás. Tal vez no nos percatamos de cuán natural debe haber sonado el habla de Dryden para los más sensibles de sus contemporáneos. Ninguna poesía es, por supuesto, siempre exactamente igual a la lengua que el poeta habla y escucha; pero la poesía tiene que mantener una cierta relación con el habla de su tiempo como para que el oyente o lector pueda decir “así es como yo debería hablar si pudiese hablar poesía”. Ésta es la razón por la cual la mejor poesía contemporánea puede dejarnos una sensación de emoción y un sentido de satisfacción diferente a cualquier otro sentimiento suscitado incluso por una poesía mucho más distinguida del pasado.

La música de la poesía debe ser, entonces, una música latente en el habla común de su tiempo. Y eso también significa que la música debe encontrarse latente en el habla común perteneciente al entorno del poeta. No forma parte de mi propósito presente arremeter contra la ubicuidad de lo estandarizado, o contra el inglés de la “BBC”. Si todos comenzáramos a hablar del mismo modo, no tendría ya sentido para nosotros no escribir también del mismo modo. Pero hasta que ese tiempo llegue –y espero que sea largamente pospuesto– es asunto del poeta utilizar el habla que encuentra cerca suyo, con la cual está más familiarizado. Siempre recordaré la impresión que tuve al oír a W. B Yeats leyendo poesía en voz alta. Oírlo leer sus propios trabajos sirvió para advertir hasta qué punto el modo de hablar irlandés es necesario para sacar a la luz las bellezas de la poesía irlandesa. Escuchar a Yeats leer a William Blake fue una experiencia de otro orden, más asombrosa que satisfactoria. Por supuesto, no es nuestra intención que el poeta simplemente reproduzca de modo exacto su propia lengua conversacional, la de su familia, sus amigos o su distrito particular; pero aquello que él halla allí es el material a partir del cual debe construir su poética. Él debe, como el escultor, ser fiel al medio sobre el cual trabaja; es a partir de los sonidos que ha escuchado que el poeta debe edificar su melodía y su armonía.

Podría ser un error, sin embargo, suponer que toda poesía debe ser melodiosa o que la melodía es más que un componente de la música de las palabras. Cierta poesía es para ser cantada; la mayoría de la poesía, en los tiempos modernos, es para ser hablada –y existen muchas otras cosas para ser habladas además del murmullo de innumerables abejas o el gemido de las palomas en los olmos inmemoriales. La disonancia, incluso la cacofonía, tienen su lugar. Así como en un poema de cualquier extensión, debe haber transiciones entre pasajes de mayor y de menor intensidad para establecer un ritmo de

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emoción fluctuante que es esencial a la estructura musical del conjunto, y los pasajes de menor intensidad ser, en relación al nivel sobre el cual opera la totalidad del poema, prosaicos, asimismo debe decirse, en el sentido implícito en este contexto, que ningún poeta puede escribir un poema de amplitud a menos que sea un maestro en el dominio de lo prosaico.

Lo que importa, en resumen, es el poema en su totalidad: y si el poema no necesita ser, y a menudo no debería ser, totalmente melodioso, se deduce que un poema está hecho no sólo a partir de “bellas palabras”. Tengo la duda si desde el punto de vista del sonido solo, una palabra es más o menos bella que otra –en su propia lengua, ya que la pregunta acerca de si algunas lenguas son más bellas que otras es una pregunta completamente distinta. Las palabras feas son palabras que no encajan en el grupo en el que se encuentran; hay palabras que son feas porque son vulgares o anticuadas; hay palabras que son feas por su exotismo o su grosería (ej. la televisión), pero no creo que cualquier palabra bien instituida en su propia lengua sea en sí bella o fea. La música de una palabra se encuentra, por decirlo de alguna manera, en un punto de intersección: surge primero de su relación con las palabras inmediatamente precedentes y subsiguientes, y así, de su relación indefinida con el resto del contexto; y luego, de aquella relación que entabla su significado inmediato en ese contexto con todos los otros significados que la palabra ha tenido en otros contextos, según su mayor o menor riqueza de asociación. No todas las palabras, obviamente, son igualmente ricas y bien conectadas. Es parte de la tarea del poeta acomodar lo más rico entre los más pobre, en los puntos correctos, y no podemos permitirnos cargar demasiado el poema con lo primero –ya que es sólo en ciertos momentos que una palabra puede servir para insinuar toda la historia de una lengua y de una civilización. Esta “alusividad” no es propia de la distinción o la excentricidad de un tipo peculiar de poesía, sino que está en la naturaleza misma de las palabras y en la preocupación de todos los poetas por igual. Mi propósito aquí es insistir en que un “poema musical” es un poema que tiene un patrón musical del sonido y un patrón musical de los significados secundarios de las palabras que lo componen, y esos dos patrones son indisolubles y uno. Y si ustedes objetan que tal poema es puro sonido, separado del sentido, al que puede aplicársele, justamente, el adjetivo “musical”, sólo puedo reafirmar mi aseveración previa de que el sonido de un poema es una abstracción del poema del mismo modo que lo es el sentido.

La historia del verso blanco ilustra dos puntos igualmente interesantes y relacionados: la dependencia respecto del habla y la notable diferencia, en lo que es prosódicamente la misma forma, entre el verso blanco dramático y el verso blanco empleado para propósitos épicos, filosóficos, meditativos e idílicos. La dependencia del verso blanco respecto del habla es mucho más directa en la poesía dramática que en cualquier otra. En la mayoría de las formas poéticas, la necesidad de recordarnos el habla contemporánea se encuentra limitada por la flexibilidad que la idiosincrasia personal habilite. Un poema de Gerard Hopkins, por ejemplo, tal vez suene bastante remoto respecto de la manera en la que ustedes o yo nos expresamos –o bastante respecto de la forma en que nuestro padres y abuelos se expresaban–, pero en Hopkins sí existe la impresión de que su poesía tiene la fidelidad necesaria con su forma de pensar y de hablar. En cambio en el verso dramático el poeta habla a través de un personaje tras otro, a través de una compañía de actores entenada por un productor y a través de diferentes actores y diferentes productores en diferentes momentos. Su lenguaje debe abarcar todas las voces, pero estar presente a un nivel más profundo que el requerido cuando el poeta habla en su nombre. Algunos de los poemas tardíos de Shakespeare son muy elaborados y peculiares, pero siguen siendo el lenguaje, no de una persona, sino de un universo de personas. Están construidos a partir del habla de hace

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trescientos años, pero cuando los oímos bien interpretados podemos olvidar la distancia temporal –como se hace evidente en aquellas obras dramáticas, entre las que Hamlet ocupa el primer lugar, que pueden representarse adecuadamente utilizando un vestuario moderno. En tiempos de Otway, el verso blanco dramático se vuelve artificial y, en el mejor de los casos, evocativo; y cuando accedemos a las obras dramáticas en verso de los poetas del siglo diecinueve, de las cuales Los Cenci es probablemente la más grande, es difícil preservar una ilusión de realidad. Casi todos los grandes poetas del siglo pasado han emprendido obras dramáticas en verso. Estas obras, que poca gente lee más de una vez, son tratadas con respeto como excelente poesía, y su insipidez es usualmente atribuida al hecho de que sus autores, aunque grandes poetas, eran principiantes en el teatro. Pero incluso si los poetas hubiesen sido más dotados por la naturaleza para el teatro, o si hubiesen trabajado arduamente para adquirir la habilidad necesaria, sus obras habrían sido igualmente ineficaces, a menos que su talento teatral y su experiencia les hubiese mostrado la necesidad de emplear un tipo diferente de versificación. Lo que hace de estas obras algo tan falto de vida no es principalmente la carencia de argumento, o la falta de acción o de suspenso, o el tratamiento imperfecto de los personajes, o la carencia de algo propiamente “teatral”. Ello se debe fundamentalmente a que su ritmo discursivo es algo que no podemos asociar con ningún ser humano excepto con alguien que recita poesía.

Incluso bajo la poderosa manipulación de Dryden, el verso blanco dramático muestra un grave deterioro. Hay pasajes espléndidos en Todo por el amor, pero en ocasiones los personajes de Dryden hablan más naturalmente en las obras de teatro heroicas que éste compuso en copla rimada, que en lo que parecería la forma más natural del verso blanco –aunque menos naturalmente en inglés que los personajes de Corneille y de Racine en francés. Las causas que ocasionan el surgimiento o la declinación de cualquier forma de arte son siempre complejas, y siempre podemos rastrear muchas que funcionan combinadamente, al tiempo que la causa más profunda parece quedar sin formulación posible. No quisiera proponer una sola razón por la que la prosa vino a suplantar al verso en el teatro. Pero estoy seguro de que una de las razones por la que el verso blanco no puede ser empleado actualmente en el drama es porque mucha poesía no dramática, y mucha gran poesía no dramática, ha sido escrita en verso blanco en los últimos trescientos años. Nuestras mentes están saturadas de estos trabajos no dramáticos en los que el verso es formalmente el mismo. Si pudiésemos representarnos, dejando volar nuestra imaginación, a Milton surgiendo antes que Shakespeare, Shakespeare habría tenido que encontrar un medio bastante diferente de aquél que usó y perfeccionó. Milton manipuló el verso blanco como nadie lo hizo o incluso lo hará, y en este hacer logró más que cualquier otro al tornar imposible su uso en el drama. Sin embargo también podemos pensar que el verso blanco dramático había extinguido sus recursos y que ya no tenía futuro alguno. De hecho, Milton casi clausuró el empleo del verso blanco para cualquier propósito por un par de generaciones. Fueron los precursores de Wordsworth –Thomson, Young, Cowper– quienes hicieron los primeros esfuerzos por rescatar al verso blanco de la degradación a la que lo habían reducido los imitadores de Milton del siglo dieciocho. Hay mucho, y variado, y excelente verso blanco en el siglo diecinueve. El más cercano al habla coloquial es el de Browning –pero, significativamente, en sus monólogos más que en sus obras de teatro.

Realizar una generalización como ésta no implica ningún juicio sobre la relativa talla de los poetas. Sólo pretende llamar nuestra atención sobre la profunda diferencia entre el verso dramático y todas las demás clases de verso: una diferencia en la música, la cual es una diferencia en la relación con la lengua que se habla corrientemente. Esto

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me lleva a mi próximo punto, que es que la tarea del poeta diferirá no sólo de acuerdo a su constitución personal sino también de acuerdo al período en el que se encuentra. En algunos períodos, la tarea es explorar las posibilidades musicales de una convención establecida en cuanto a la relación de la expresión del verso respecto de aquélla del habla; en otros períodos, la tarea es ponerse al corriente de los cambios del habla coloquial, los cuales son fundamentalmente cambios de pensamiento y de sensibilidad. Este movimiento cíclico tiene también una gran influencia sobre nuestro juicio crítico. En un tiempo como el nuestro, en el cual la dicción poética pide una renovación similar a la que provocó Wordsworth, estamos inclinados (tanto si esta meta ha sido alcanzada satisfactoriamente o no) en nuestros juicios sobre el pasado, a exagerar la importancia de los innovadores a expensas de la reputación de aquéllos que se han ocupado del desarrollo, cosa que podría explicar lo que seguramente parecerá, a una época posterior, una excesiva adulación de Donne y un escaso aprecio por Milton.

He dicho suficiente, pienso, como para dejar en claro que no creo que la tarea del poeta sea siempre y principalmente efectuar una revolución en el lenguaje. No es deseable, incluso si fuese posible, vivir en un estado de perpetua revolución. El deseo de una continua novedad en la dicción y en la métrica es tan poco sano como la obstinación en adherirse al lenguaje de nuestros abuelos. Hay momentos para la exploración y momentos para el desarrollo del territorio adquirido. El poeta que más hizo por la lengua inglesa fue Shakespeare, y llevó a cabo, en una corta vida, la tarea de dos poetas. He tratado de referir su logro dual en otro sitio. Aquí sólo puedo decir, brevemente, que el desarrollo del verso shakespeareano puede ser dividido a grosso modo en dos períodos. Durante el primero, se mantuvo adaptando despacio su forma al habla coloquial, de modo que para el momento en que escribió Antonio y Cleopatra ya había ideado un medio a través del cual cualquier cosa que cualquier personaje dramático pudiese tener que decir, fuese elevado o bajo, “poético” o “prosaico”, podía ser dicho con naturalidad y belleza. Habiendo alcanzado este punto, empezó a elaborar. El primer período –del poeta que ya se iniciaba con Venus y Adonis, pero que en Trabajos de amor perdido ya había comenzado a ver lo que debía hacer– va de la artificialidad a la simplicidad, de la rigidez a la flexibilidad. Las obras de teatro más tardías se desplazan de la simplicidad a la elaboración. Él se encuentra ocupado con la otra tarea del poeta –llevar a cabo la labor de dos poetas en el transcurso de una vida–, que es experimentar hasta ver cuán elaborada, cuán complicada, puede ser la música sin perder completamente el contacto con el habla coloquial, y sin que sus personajes dejen de ser seres humanos. Éste es el poeta de Cimbelino, Cuento de invierno, Pericles y La tempestad. Milton es el gran maestro de aquéllos cuya exploración tomó sólo esta dirección. Podemos pensar que Milton, en su exploración de la música orquestal de la lengua, deja en ocasiones de hablar un lenguaje social; podemos pensar que Wordsworth, en su intento por recuperar el lenguaje social, en ocasiones sobrepasa el límite y se vuelve pedestre. Pero a menudo es cierto que sólo yendo demasiado lejos podemos averiguar qué tan lejos podemos ir –aunque se tiene que ser un gran poeta para justificar tan peligrosa aventura.Hasta ahora he hablado sólo de la versificación y no de la estructura poética; y es tiempo de recordar que la música del verso no es un asunto del línea a línea sino una cuestión de todo el poema. Sólo teniendo esto en mente podemos aproximarnos al intrincado asunto del patrón formal y del verso libre. Un diseño musical puede ser descubierto en escenas particulares de las obras de Shakespeare, y en sus más perfectas obras en la totalidad. Ésta es una música de imaginería y de sonido. El Sr. Wilson Knight ha mostrado, en el análisis de varias obras, cuánto tiene que ver el uso de imaginería recurrente y de imaginería dominante a lo largo de una obra, con el efecto

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total. Una obra de Shakespeare es una estructura musical muy compleja. La estructura que se comprende más fácilmente es la de formas tales como el soneto, la oda, la balada, el villancico, el rondeau, la sestina. A menudo se supone que la poesía moderna ha roto su relación con formas como éstas. He visto señales de un retorno hacia ellas; y efectivamente creo que la tendencia de retornar para establecer e incluso para elaborar patrones es permanente, tan permanente como la necesidad de un estribillo o de un coro para una canción popular. Algunas formas son más apropiadas para algunas lenguas que para otras, y todas son más apropiadas para algunos períodos que para otros. En un período la estrofa es una formalización natural y correcta del habla en un molde. Pero la estrofa –y cuanto más elaborada sea, cuantas más reglas haya que observar en su adecuada ejecución, más seguramente sucederá así– tiende a ajustarse al idioma en el momento de su perfección. Rápidamente pierde contacto con el habla coloquial cambiante y es poseída por la perspectiva mental de una generación pasada; cae en desprestigio si es empleada solamente por aquellos escritores que, no teniendo impulso creativo en su interior, recurren a volcar su sentimiento en un molde prefabricado, en el que en vano esperan que encaje. Lo que se admira en un soneto perfecto no es tanto la habilidad del autor para adaptarse a un molde como la habilidad y el poder mediante los cuales él crea el molde que cumple con lo que tiene que decir. Sin esta adecuación, que depende de un período y de un genio individual, el resto es en el mejor de los casos virtuosismo; y donde el elemento musical es el único elemento, aun esto desaparece. Las formas elaboradas regresan, pero tienen que existir períodos durante los cuales sean dejadas de lado. En lo referente al “verso libre”, ya he expresado mi punto de vista hace veinticinco años cuando dije que ningún verso es libre del hombre que desea hacer un buen trabajo.*

Nadie sabe mejor que yo que mucha mala prosa ha sido escrita bajo el rótulo de verso libre –aunque si sus autores escribieron mala prosa o mal verso, o mal verso en uno u otro estilo, me parece indiferente. Pero sólo un mal poeta puede recibir el verso libre como una liberación de la forma. Ésta fue una revolución contra la forma muerta y una preparación para una forma nueva o para una renovación de la forma vieja; una insistencia en la unidad interna que es propia de cada poema en contra de una unidad externa que es típica. El poema viene antes que la forma, en el sentido de que la forma devino del intento de alguien de decir algo –así como un sistema prosódico es sólo una formulación de las identidades en los ritmos de una sucesión de poetas que se influyen entre sí.Las formas tienen que ser rotas y rehechas, pero creo que cualquier lengua, en tanto siga siendo la misma lengua, impone sus leyes y restricciones y habilita su propia licencia, dicta sus propios ritmos de habla y patrones de sonido. Una lengua está siempre modificándose; su desarrollo en cuanto a vocabulario, sintaxis, pronunciación y entonación –incluso, a la larga, su deterioro– debe ser aceptado por el poeta, quien debe sacar lo mejor de esto. Él tiene, a su vez, el privilegio de contribuir al desarrollo y mantenimiento de la calidad y la capacidad de la lengua para expresar un amplio rango y una sutil gradación de sentimientos y emociones; su tarea es tanto responder al cambio y hacerlo consciente como combatir la degradación de las pautas aprendidas del pasado. Las libertades que pueda tomarse son para salvaguardar el orden.Respecto de la etapa en que se encuentra hoy el verso contemporáneo, debo dejar que juzguen ustedes mismos. Supongo que habrá consenso en que si vale la pena clasificar de algún modo el trabajo de los últimos veinte años, éste pertenece a un período de búsqueda de una expresión coloquial moderna apropiada. Tenemos aún una buena oportunidad de inventar un verso medio para el teatro; un verso medio en el cual seamos

* “Reflexiones sobre el Vers libre´ ” en New Statesman, Marzo, 1971.

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capaces de oír el habla contemporánea de los seres humanos, en el cual los personajes dramáticos puedan expresar la poesía más pura sin pomposidades y en la cual puedan formular los mensajes más comunes sin que suenen absurdos. Pero cuando alcanzamos un punto en el cual la expresión poética puede estabilizarse, entonces puede seguir un período de elaboración musical. Considero que un poeta puede ganar mucho del estudio de la música. Desconozco cuánto conocimiento técnico de la forma musical es conveniente tener, ya que yo mismo no poseo dicho conocimiento técnico. Pero creo que las propiedades de la música que le interesan al poeta más de cerca son el ritmo y la estructura. Creo que es posible que un poeta trabaje muy cerca de las analogías musicales. El resultado puede ser un efecto de artificialidad, pero sé que un poema, o un pasaje de un poema, puede tender a realizarse primero como un ritmo particular antes de alcanzar una expresión en palabras, y que este ritmo puede crear una idea y una imagen; y no creo que esta experiencia me sea exclusiva. El empleo de temas recurrentes es tan natural a la poesía como a la música. El verso puede explorar posibilidades que guardan cierta analogía con el desarrollo de un tema por parte de diferentes grupos de instrumentos; hay en un poema posibilidades de transición comparables a los diferentes movimientos de una sinfonía o de un cuarteto; existen posibilidades de realizar arreglos contrapuntísticos entre forma y contenido. Es en la sala de concierto, más que en la ópera, que el germen de la poesía puede ser estimulado. Más no me es posible decir, debo dejar este asunto para aquéllos que tengan educación musical. Pero debería recordarles nuevamente las dos tareas de la poesía, las dos direcciones en las que, en épocas diferentes, hay que trabajar la lengua, de modo que, por lejos que se pueda llegar en elaboración musical, debamos esperar un tiempo en el que la poesía regrese nuevamente al habla coloquial. Siempre surgen los mismos problemas, y siempre bajo nuevas formas; y la poesía tiene siempre ante ellos, como F. S Oliver dijo de la política, una “aventura sin fin”.

[De La música de la poesía, 1942]

(Traducción de Luciana Martinez)

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