El zarevich Iván y el lobo gris

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El zarevich Iván y el lobo gris [Cuento folclórico ruso. Texto completo] Alekandr Nikoalevich Afanasiev Una vez, en tiempos remotos, vivía en su retiro el zar Vislav con sus tres hijos los zareviches Demetrio, Basilio e Iván. Poseía un espléndido jardín en el que había un manzano que daba frutos de oro. El zar lo quería tanto como a las niñas de sus ojos y lo cuidaba con gran esmero. Llegó un día en que se notó la falta de varias manzanas de oro, y el zar se desconsoló tanto, que llegó a enflaquecer de tristeza. Los zareviches, sus hijos, al verlo así se llegaron a él y le dijeron: -Permítenos, padre y señor, que, alternando, montemos una guardia cerca de tu manzano predilecto. -Mucho se lo agradezco, queridos hijos -les contestó-, y al que logre coger al ladrón y me lo traiga vivo le daré como recompensa la mitad de mi reino y a mi muerte será mi único heredero. La primera noche le tocó hacer la guardia al zarevich Demetrio, quien apenas se sentó al pie del manzano se quedó profundamente dormido. Por la mañana, cuando despertó, vio que en el árbol faltaban aún más manzanas. La segunda noche le tocó el turno al zarevich Basilio y le ocurrió lo mismo, pues lo invadió un sueño tan profundo como a su hermano. Al fin le llegó la vez al zarevich Iván. No bien acababa de sentarse al pie del manzano cuando sintió un gran deseo de dormir; se le cerraban los ojos y daba grandes cabezadas. Entonces, haciendo un esfuerzo, se puso en pie, se apoyó en el arco y quedó así en guardia esperando.

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corpus de cuento para las clases de castellano y literatura. U.E "Virgen del Rosario"

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El zarevich Iván y el lobo gris[Cuento folclórico ruso. Texto completo]

Alekandr Nikoalevich Afanasiev

Una vez, en tiempos remotos, vivía en su retiro el zar Vislav con sus tres hijos los zareviches Demetrio, Basilio e Iván. Poseía un espléndido jardín en el que había un manzano que daba frutos de oro. El zar lo quería tanto como a las niñas de sus ojos y lo cuidaba con gran esmero.

Llegó un día en que se notó la falta de varias manzanas de oro, y el zar se desconsoló tanto, que llegó a enflaquecer de tristeza. Los zareviches, sus hijos, al verlo así se llegaron a él y le dijeron:

-Permítenos, padre y señor, que, alternando, montemos una guardia cerca de tu manzano predilecto.

-Mucho se lo agradezco, queridos hijos -les contestó-, y al que logre coger al ladrón y me lo traiga vivo le daré como recompensa la mitad de mi reino y a mi muerte será mi único heredero.

La primera noche le tocó hacer la guardia al zarevich Demetrio, quien apenas se sentó al pie del manzano se quedó profundamente dormido. Por la mañana, cuando despertó, vio que en el árbol faltaban aún más manzanas.

La segunda noche le tocó el turno al zarevich Basilio y le ocurrió lo mismo, pues lo invadió un sueño tan profundo como a su hermano.

Al fin le llegó la vez al zarevich Iván. No bien acababa de sentarse al pie del manzano cuando sintió un gran deseo de dormir; se le cerraban los ojos y daba grandes cabezadas. Entonces, haciendo un esfuerzo, se puso en pie, se apoyó en el arco y quedó así en guardia esperando.

A medianoche se iluminó de súbito el jardín y apareció, no se sabe por dónde, el Pájaro de Fuego, que se puso a picotear las manzanas de oro. Iván zarevich tendió su arco y lanzó una flecha contra él; pero sólo logró hacerle perder una pluma y el pájaro pudo escapar.

Al amanecer, cuando el zar se despertó, Iván Zarevich le contó quién hacía desaparecer las manzanas de oro y le entregó al mismo tiempo la pluma.

El zar dio las gracias a su hijo menor y elogió su valentía; pero los hermanos mayores sintieron envidia y dijeron a su padre:

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-No creemos, padre, que sea una gran proeza arrancar a un pájaro una de sus plumas. Nosotros iremos en busca del Pájaro de Fuego y te lo traeremos.

Reflexionó el zar unos instantes y al fin consintió en ello. Los zareviches Demetrio y Basilio hicieron sus preparativos para el viaje, y una vez terminados se pusieron en camino. Iván Zarevich pidió también permiso a su padre para que lo dejase marchar, y aunque el zar quiso disuadirlo, tuvo que ceder al fin a sus ruegos y lo dejó partir.

Iván Zarevich, después de atravesar extensas llanuras y altas montañas, se encontró en un sitio del que partían tres caminos y donde había un poste con la siguiente inscripción:

«Aquel que tome el camino de enfrente no llevará a cabo su empresa, porque perderá el tiempo en diversiones; el que tome el de la derecha conservará la vida, si bien perderá su caballo, y el que siga el de la izquierda, morirá.»

Iván Zarevich reflexionó un rato y tomó al fin el camino de la derecha.

Y siguió adelante un día tras otro, hasta que de pronto se presentó ante él en el camino un lobo gris que se abalanzó al caballo y lo despedazó. Iván continuó su camino a pie y siguió andando, andando, hasta que sintió gran cansancio y se detuvo para tomar aliento y reposar un poco; pero lo invadió una gran pena y rompió en amargo llanto. Entonces se le apareció de nuevo el Lobo Gris, que le dijo:

-Siento, Iván Zarevich, haberte privado de tu caballo; por lo tanto, móntate sobre mí y dime dónde quieres que te lleve.

Iván Zarevich se montó sobre él, y apenas nombró al Pájaro de Fuego, el Lobo Gris echó a correr tan rápido como el viento. Al llegar ante un fuerte muro de piedra, se paró y le dijo a Iván:

-Escala este muro, que rodea un jardín en que está el Pájaro de Fuego encerrado en su jaula de oro. Coge el pájaro, pero guárdate bien de tocar la jaula.

Iván Zarevich franqueó el muro y se encontró en medio del jardín. Sacó al pájaro de la jaula y se disponía a salir, cuando pensó que no le sería fácil el llevarlo sin jaula. Decidió, pues, cogerla, y apenas la hubo tocado cuando sonaron mil campanillas que pendían de infinidad de cuerdecitas tendidas en la jaula. Se despertaron los guardianes y cogieron a Iván Zarevich, llevándolo ante el zar Dolmat, el cual le dijo enfadado:

-¿Quién eres? ¿De qué país provienes? ¿Cómo te llamas?

Le contó Iván toda su historia, y el zar le dijo:

-¿Te parece digna del hijo de un zar la acción que acabas de realizar? Si hubieses venido a

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mí directamente y me hubieses pedido el Pájaro de Fuego, yo te lo habría dado de buen grado; pero ahora tendrás que ir a mil leguas de aquí y traerme el Caballo de las Crines de Oro, que pertenece al zar Afrón. Si consigues esto, te entregaré el Pájaro de Fuego, y si no, no te lo daré.

Volvió Iván Zarevich junto al Lobo Gris que, al verle, le dijo:

-¡Ay, Iván! ¿Por qué no hiciste caso de lo que te dije? ¿Qué haremos ahora?

-He prometido al zar Dolmat que le traeré el Caballo de las Crines de Oro -le contestó Iván-, y tengo que cumplirlo, porque si no, no me dará el Pájaro de Fuego.

-Bien; pues móntate otra vez sobre mí y vamos allá.

Y más rápido que el viento se lanzó el Lobo Gris, llevando sobre sus lomos a Iván. Por la noche se hallaba ante la caballeriza del zar Afrón y otra vez habló el Lobo a nuestro héroe en esta forma:

-Entra en esta cuadra; los mozos duermen profundamente; saca de ella al Caballo de las Crines de Oro; pero no vayas a coger la rienda, que también es de oro, porque si lo haces tendrás un gran disgusto.

Iván Zarevich entró con gran sigilo, desató el caballo y miró la rienda, que era tan preciosa y le gustó tanto, que, sin poderse contener, alargó un poco la mano con intención tan sólo de tocarla. No bien la hubo tocado cuando empezaron a sonar todos los cascabeles y campanillas que estaban atados a las cuerdas tendidas sobre ella. Los mozos guardianes se despertaron, cogieron a Iván y lo llevaron ante el zar Afrón, que al verlo gritó:

-¡Dime de qué país vienes y cuál es tu origen!

Iván Zarevich contó de nuevo su historia, a la que el zar hubo de replicar:

-¿Y te parece bien robar caballos siendo hijo de un zar? Si te hubieses presentado a mí, te habría regalado el Caballo de las Crines de Oro; pero ahora tendrás que ir lejos, muy lejos, a mil leguas de aquí, a buscar a la infanta Elena la Bella. Si consigues traérmela, te daré el caballo y también la rienda, y si no, no te lo daré.

Prometió poner en práctica la voluntad del zar y salió. Al verlo el Lobo Gris le dijo:

-¡Ay, Iván Zarevich! ¿Por qué me has desobedecido?

-He prometido al zar Afrón -contestó Iván- que le traeré a Elena la Bella. Es preciso que

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cumpla mi promesa, porque si no, no conseguiré tener el caballo.

-Bien; no te desanimes, que también te ayudaré en esta nueva empresa. Móntate otra vez sobre mí y te llevaré allá.

Se montó de nuevo Iván sobre el Lobo, que salió disparado como una flecha. No sabemos lo que duraría este viaje, pero sí que al fin se paró el Lobo ante una verja dorada que cercaba al jardín de Elena la Bella. Al detenerse habló de este modo a Iván:

-Esta vez voy a ser yo quien haga todo. Espéranos a la infanta y a mí en el prado al pie del roble verde.

Iván lo obedeció y el Lobo saltó por encima de la verja, escondiéndose entre unos zarzales.

Al atardecer salió Elena la Bella al jardín para dar un paseo acompañada de sus damas y doncellas, y cuando llegaron junto a los zarzales donde estaba escondido el Lobo Gris, éste les salió al encuentro, cogió a la infanta, saltó la verja y desapareció. Las damas y las doncellas pidieron socorro y mandaron a los guardianes que persiguieran al Lobo Gris. Éste llevó a la infanta junto a Iván Zarevich y le dijo:

-Móntate, Iván; coge en brazos a Elena la Bella y vámonos en busca del zar Afrón.

Iván, al ver a Elena, se prendó de tal modo de sus encantos que se le desgarraba el corazón al pensar que tenía que dejársela al zar Afrón, y sin poderse contener rompió en amargo llanto.

-¿Por qué lloras? -le preguntó entonces el Lobo Gris.

-¿Cómo no he de llorar si me he enamorado con toda mi alma de Elena y ahora es preciso que se la entregue al zar Afrón?

-Pues escúchame -contestole el Lobo-. Yo me transformaré en infanta y tú me llevarás ante el zar. Cuando recibas el Caballo de las Crines de Oro, márchate inmediatamente con ella, y cuando pienses en mí, volveré a reunirme contigo.

Cuando llegaron al reino del zar Afrón, el Lobo se revolcó en el suelo y quedó transformado en la infanta Elena la Bella; y mientras que el zarevich Iván se presentaba ante el zar con la fingida infanta, la verdadera se quedó en el bosque esperándolo.

Se alegró grandemente el zar Afrón al verlos llegar, e inmediatamente le dio el caballo prometido, despidiéndolo con mucha cortesía.

Iván Zarevich montó sobre el caballo, llevando consigo a la infanta, y se dirigió hacia el

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reino del zar Dolmat para que le entregase el Pájaro de Fuego.

Mientras tanto el Lobo Gris seguía viviendo en el palacio del zar Afrón. Pasó un día y luego otro y un tercero, hasta que al cuarto le pidió al zar permiso para dar un paseo por el campo. Consintió el zar y salió la supuesta Elena acompañada de damas y doncellas; pero de pronto desapareció sin que las que la acompañaban pudieran decir al zar otra cosa sino que se había transformado en un lobo gris.

Iván Zarevich seguía su camino con su amada, cuando sintió como una punzada en el corazón, y al mismo tiempo se dijo:

-¿Dónde estará ahora mi amigo el Lobo Gris?

Y en el mismo instante se le presentó éste delante diciendo:

-Aquí me tienes. Siéntate, Iván, si quieres, en mi lomo.

Pusiéronse los tres en marcha y, por fin, llegaron al reino de Dolmat; cerca ya del palacio, el zarevich dijo al Lobo:

-Amigo mío, óyeme y hazme, si puedes, el último favor; yo quisiera que el zar Dolmat me entregase el Pájaro de Fuego sin tener necesidad de desprenderme del Caballo de las Crines de Oro, pues me gustaría mucho poderlo conservar a mi lado.

Se transformó el Lobo en caballo y dijo al zarevich:

-Llévame ante el zar Dolmat y recibirás el Pájaro de Fuego.

Mucho se alegró el zar al ver a Iván, a quien dispensó una gran acogida, saliendo a recibirlo al gran patio de su palacio. Le dio las gracias por haberle traído el Caballo de las Crines de Oro, lo obsequió con un gran banquete que duró todo el día, y sólo cuando empezaba a anochecer lo dejó marchar, entregándole el pájaro con jaula y todo.

Acababa de salir el sol cuando Dolmat, que estaba impaciente por estrenar su caballo nuevo, mandó que lo ensillaran, y montándose en él salió a dar un paseo; pero en cuanto estuvieron en pleno campo empezó el caballo a dar coces y a encabritarse hasta que lo tiró al suelo. Entonces el zar vio, con gran asombro, cómo el Caballo de las Crines de Oro se transformaba en un lobo gris que desaparecía con la rapidez de una flecha.

Llegó el Lobo hasta donde estaba el zarevich y le dijo:

-Móntate sobre mí mientras que la hermosa Elena se sirve del Caballo de las Crines de Oro.

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Entonces lo llevó hasta donde al principio del viaje le había matado el caballo, y le habló de este modo:

-Ahora, adiós, Iván Zarevich; te serví fielmente, pero ya debo dejarte.

Y diciendo esto desapareció.

Iván Zarevich y Elena la Bella se dirigieron al reino de su padre; pero cuando estaban cerca de él quisieron descansar al pie de un árbol. Ató Iván el caballo, puso junto a sí la jaula con el Pájaro de Fuego, se tumbó en el musgo y se durmió; Elena la Bella se durmió también a su lado.

En tanto, los hermanos de Iván volvían a su casa con las manos vacías. Habían escogido en la encrucijada el camino que se veía enfrente; bebieron, se divirtieron grandemente y ni siquiera habían oído hablar del Pájaro de Fuego. Una vez que hubieron malgastado todo el dinero, decidieron volver al reino de su padre, y cuando regresaban vieron al pie de un árbol a su hermano Iván que dormía junto a una joven de belleza indescriptible. A su lado estaba atado el Caballo de las Crines de Oro, y también descubrieron al Pájaro de Fuego encerrado en su jaula.

Los zareviches desenvainaron sus espadas, mataron a su hermano e hicieron pedazos su cuerpo.

Se despertó Elena, y al ver muerto y destrozado a Iván rompió en amargo llanto.

-¿Quién eres, hermosa joven? -preguntó el zarevich Demetrio.

Y ella le contestó:

-Soy la infanta Elena la Bella; a mi reino fue a buscarme el zarevich Iván, a quien acaban de matar.

-Escucha, Elena -le dijeron los zareviches-: haremos contigo lo mismo que con Iván si te niegas a decir que fuimos nosotros los que te sacamos de tu reino, lo mismo que al caballo y al pájaro.

Temió Elena la muerte y prometió decir todo lo que le ordenasen. Entonces los zareviches Demetrio y Basilio la llevaron, junto con el caballo y el pájaro, a casa de su padre y se alabaron ante éste de su arrojo y valentía. Los zareviches estaban satisfechísimos, pero la hermosa Elena lloraba incesantemente, el Caballo de las Crines de Oro caminaba con la cabeza tan baja que casi tocaba al suelo con ella, y el Pájaro de Fuego estaba triste y deslucido; tanto, que el resplandor que despedía su plumaje era muy débil.

El cuerpo destrozado de Iván quedó por algún tiempo al pie del árbol, y ya empezaban a

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acercarse las fieras y las aves de rapiña para devorarlo, cuando acertó a pasar por allí el Lobo Gris, que se estremeció mucho al reconocer el cuerpo de su amigo.

-¡Pobre Iván Zarevich! ¡Apenas te dejé, te sobrevino una desgracia! Es menester que te auxilie una vez más.

Ahuyentó a los pájaros y fieras que rodeaban ya el cuerpo de su amigo y se escondió detrás de un zarzal. A poco vio venir volando a un cuervo que, acompañado de sus pequeñuelos, venía a picotear en el cadáver; cuando pasaron delante de él, saltó desde el zarzal y se abalanzó sobre los pequeños; pero el Cuervo padre le gritó:

-¡Oh, Lobo Gris! ¡No te comas a mis hijos!

-Los despedazaré si no me traes en seguida el agua de la muerte y el agua de la vida.

Elevó el vuelo el cuervo padre y se perdió de vista. Al tercer día volvió trayendo dos frascos; entonces el Lobo Gris hizo pedazos a uno de los cuervecitos y lo roció con el agua de la muerte, y al momento los pedacitos volvieron a unirse; cogió el frasco del agua de la vida, lo roció igualmente con ella y el cuervecito sacudió sus plumas y echó a volar. Entonces el Lobo Gris repitió con el zarevich la misma operación de rociarlo con las dos aguas, que lo hicieron resucitar y levantarse, diciendo:

-¿Cuánto tiempo he dormido?

El Lobo Gris le contestó:

-Habrías dormido eternamente si yo no te hubiese resucitado, porque tus hermanos, después de matarte, hicieron pedazos tu cuerpo. Hoy tu hermano Demetrio debe casarse con Elena la Bella y el zar cede todo su reino a tu hermano Basilio a cambio del Caballo de las Crines de Oro y del Pájaro de Fuego; pero móntate sobre tu Lobo Gris, que en un abrir y cerrar de ojos te llevará a presencia de tu padre.

Cuando el Lobo apareció con el zarevich en el vasto patio del palacio todo pareció tomar más vida: Elena la Bella sonrió, secando sus lágrimas; se oyó relinchar en la cuadra al Caballo de las Crines de Oro, y el Pájaro de Fuego esparció tal resplandor, que llenó de luz todo el palacio.

Al entrar Iván en éste vio todos los preparativos para el banquete de boda y que estaban ya reunidos los invitados a la ceremonia para acompañar a los novios Demetrio y Elena. Ésta, al ver a su antiguo prometido, se le echó al cuello abrazándolo estrechamente; pasado este primer ímpetu de alegría, contó al zar cómo fue Iván quien la sacó de su reino, así como quien consiguió traer al Caballo de las Crines de Oro y al Pájaro de Fuego; que después, mientras Iván dormía, sus hermanos lo habían matado y que a ella la habían hecho callar con amenazas. El zar Vislav, lleno de cólera, ordenó que expulsasen

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de su reino a sus dos hijos mayores.

El zarevich Iván se casó con Elena la Bella y vivieron una vida de paz y amor.

¡Al Lobo Gris no se le volvió a ver más, ni nadie se acordó de él nunca!

La bruja Baba-Yaga[Cuento folclórico ruso. Texto completo]

Alekandr Nikoalevich Afanasiev

Vivía en otros tiempos un comerciante con su mujer; un día ésta se murió, dejándole una hija. Al poco tiempo el viudo se casó con otra mujer, que, envidiosa de su hijastra, la maltrataba y buscaba el modo de librarse de ella.

Aprovechando la ocasión de que el padre tuvo que hacer un viaje, la madrastra le dijo a la muchacha:

-Ve a ver a mi hermana y pídele que te dé una aguja y un poco de hilo para que te cosas una camisa.

La hermana de la madrastra era una bruja, y como la muchacha era lista, decidió ir primero a pedir consejo a otra tía suya, hermana de su padre.

-Buenos días, tiíta.

-Muy buenos, sobrina querida. ¿A qué vienes?

-Mi madrastra me ha dicho que vaya a pedir a su hermana una aguja e hilo, para que me cosa una camisa.

-Acuérdate bien -le dijo entonces la tía- de que un álamo blanco querrá arañarte la cara: tú átale las ramas con una cinta. Las puertas de una cancela rechinarán y se cerrarán con estrépito para no dejarte pasar; tú úntale los goznes con aceite. Los perros te querrán despedazar; tírales un poco de pan. Un gato feroz estará encargado de arañarte y sacarte los ojos; dale un pedazo de jamón.

La chica se despidió, cogió un poco de pan, aceite y jamón y una cinta, se puso a andar en busca de la bruja y finalmente llegó.

Entró en la cabaña, en la cual estaba sentada la bruja Baba-Yaga sobre sus piernas huesosas, ocupada en tejer.

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-Buenos días, tía.

-¿A qué vienes, sobrina?

-Mi madre me ha mandado que venga a pedirte una aguja e hilo para coserme una camisa.

-Está bien. En tanto que lo busco, siéntate y ponte a tejer.

Mientras la sobrina estaba tejiendo, la bruja salió de la habitación, llamó a su criada y le dijo:

-Date prisa, calienta el baño y lava bien a mi sobrina, porque me la voy a comer.

La pobre muchacha se quedó medio muerta de miedo, y cuando la bruja se marchó, dijo a la criada:

-No quemes mucha leña, querida; mejor es que eches agua al fuego y lleves el agua al baño con un colador.

Y diciéndole esto, le regaló un pañuelo.

Baba-Yaga, impaciente, se acercó a la ventana donde trabajaba la chica y le preguntó a ésta:

-¿Estás tejiendo, sobrinita?

-Sí, tiíta, estoy trabajando.

La bruja se alejó de la cabaña, y la muchacha, aprovechando aquel momento, le dio al gato un pedazo de jamón y le preguntó cómo podría escaparse de allí. El gato le dijo:

-Sobre la mesa hay una toalla y un peine: cógelos y echa a correr lo más de prisa que puedas, porque la bruja Baba-Yaga correrá tras de ti para cogerte; de cuando en cuando échate al suelo y arrima a él tu oreja; cuando oigas que está ya cerca, tira al suelo la toalla, que se transformará en un río muy ancho. Si la bruja se tira al agua y lo pasa a nado, tú habrás ganado delantera. Cuando oigas en el suelo que no está lejos de ti, tira el peine, que se transformará en un espeso bosque, a través del cual la bruja no podrá pasar.

La muchacha cogió la toalla y el peine y se puso a correr. Los perros quisieron despedazarla, pero les tiró un trozo de pan; las puertas de una cancela rechinaron y se cerraron de golpe, pero la muchacha untó los goznes con aceite, y las puertas se abrieron de par en par. Más allá, un álamo blanco quiso arañarle la cara; entonces ató las ramas con una cinta y pudo pasar.

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El gato se sentó al telar y quiso tejer; pero no hacía más que enredar los hilos. La bruja, acercándose a la ventana, preguntó:

-¿Estás tejiendo, sobrinita? ¿Estás tejiendo, querida?

-Sí, tía, estoy tejiendo -respondió con voz ronca el gato.

Baba-Yaga entró en la cabaña, y viendo que la chica no estaba y que el gato la había engañado, se puso a pegarle, diciéndole:

-¡Ah viejo goloso! ¿Por qué has dejado escapar a mi sobrina? ¡Tu obligación era quitarle los ojos y arañarle la cara!

-Llevo mucho tiempo a tu servicio -dijo el gato- y todavía no me has dado ni siquiera un huesecito, y ella me ha dado un pedazo de jamón.

Baba-Yaga se enfadó con los perros, con la cancela, con el álamo y con la criada y se puso a pegar a todos.

Los perros le dijeron:

-Te hemos servido muchos años sin que tú nos hayas dado ni siquiera una corteza dura de pan quemado, y ella nos ha regalado con pan fresco.

La cancela dijo:

-Te he servido mucho tiempo sin que a pesar de mis chirridos me hayas engrasado con sebo, y ella me ha untado los goznes con aceite.

El álamo dijo:

-Te he servido mucho tiempo, sin que me hayas regalado ni siquiera un hilo, y ella me ha engalanado con una cinta.

La criada exclamó:

-Te he servido mucho tiempo, sin que me hayas dado ni siquiera un trapo, y ella me ha regalado un pañuelo.

Baba-Yaga se apresuró a sentarse en el mortero; arreándole con el mazo y barriendo con la escoba sus huellas, salió en persecución de la muchacha. Ésta arrimó su oído al suelo para escuchar y oyó acercarse a la bruja. Entonces tiró al suelo la toalla, y al instante se formó un río muy ancho.

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Baba-Yaga llegó a la orilla, y viendo el obstáculo que se le interponía en su camino, rechinó los dientes de rabia, volvió a su cabaña, reunió a todos sus bueyes y los llevó al río: los animales bebieron toda el agua y la bruja continuó la persecución de la muchacha.

Ésta arrimó otra vez su oído al suelo y oyó que Baba-Yaga estaba ya muy cerca: tiró al suelo el peine y se transformó en un bosque espesísimo y frondoso.

La bruja se puso a roer los troncos de los árboles para abrirse paso; pero a pesar de todos sus esfuerzos no lo consiguió, y tuvo que volverse furiosa a su cabaña.

Entretanto, el comerciante volvió a casa y preguntó a su mujer.

-¿Dónde está mi hijita querida?

-Ha ido a ver a su tía -contestó la madrastra.

Al poco rato, con gran sorpresa de la madrastra, regresó la niña.

-¿Dónde has estado? -le preguntó el padre.

-¡Oh padre mío! Mi madre me ha mandado a casa de su hermana a pedirle una aguja con hilo para coserme una camisa, y resulta que la tía es la mismísima bruja Baba-Yaga, que quiso comerme.

-¿Cómo has podido escapar de ella, hijita?

Entonces la niña le contó todo lo sucedido.

Cuando el comerciante se enteró de la maldad de su mujer, la echó de su casa y se quedó con su hija.

Los dos vivieron en paz muchos años felices.

El difunto y yo[Cuento. Texto completo]

Julio Garmendia

Examiné apresuradamente la extraña situación en que me hallaba. Debía, sin perder un segundo, ponerme en persecución de mi alter ego. Ya que circunstancias desconocidas lo habían separado de mi personalidad, convenía darle alcance antes de que pudiera alejarse mucho. Era necesario, mejor dicho, urgente, muy urgente, tomar medidas que le impidieran, si lo intentaba, dirigirse en secreto hacia algún país extranjero, llevado por el

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ansia de lo desconocido y la sed de aventuras. Bien sabía yo, su íntimo -iba a decir "inseparable"-, su íntimo amigo y compañero, que tales sentimientos venían aguijoneándole desde tiempo atrás, hasta el extremo de perturbarle el sentido crítico y la sana razón que debe exhibir un alter ego en todos sus actos, así públicos como privados. Tenía, pues, bastante motivo para preocuparme de su repentina desaparición. Sin duda acababa él de dar pruebas de una reserva sin limites, de inconmensurable discreción y de consumada pericia en el arte de la astucia y el disimulo. Nada dejó traslucir de los planes que maestramente preparaba en el fondo de su silencio. Mi alter ego, en efecto, hacía varios días que permanecía silencioso; pero en vista de que entre nosotros no mediaban desavenencias profundas, atribuí su conducta al fastidio, al cual fue siempre muy propenso, aún en sus mejores tiempos, y me limité a suponer que me consideraba desprovisto de la amenidad que tanto le agradaba. Ahora me sorprendía con un hecho incuestionable: había escapado, sin que yo supiera cómo ni cuándo.

Lo busqué en seguida en el aposento donde se me había revelado su brusca ausencia. Lo busqué detrás de las puertas, debajo de las mesas, dentro del armario. Tampoco apareció en las demás habitaciones de la casa. Notando, sorprendida, mis idas y venidas, me preguntó mi mujer qué cosa había perdido.

-Puedes estar segura de que no es el cerebro -le dije. Y añadí hipócritamente:

-He perdido el sombrero.

-Hace poco saliste, y lo llevabas. ¿No me dijiste que ibas a no sé qué periódico a poner un anuncio que querías publicar? No sé cómo has vuelto tan pronto.

Lo que decía mi mujer era muy singular. ¿Adónde, pues, se había dirigido mi alter ego? Dominado por la inquietud, me eché a la calle en su busca o seguimiento. A poco noté -o creí notar- que algunos transeúntes me miraban con fijeza, cuchicheaban, sonreían o guiñaban el ojo. Esto me hizo apresurar el paso y casi correr; pero a poco andar me salió al encuentro un policía, que, echándome mano con precaución, como si fuera yo algún sujeto peligroso o difícil de prender, me anunció que estaba arrestado. Viéndome fuertemente asido, no me cupo de ello la menor duda. De nada sirvieron mis protestas ni las de muchos circunstantes. Fui conducido al cuartel de policía, donde se me acusó de pendenciero, escandaloso y borracho, y, además, de valerme de miserables y cobardes subterfugios, habilidades, mañas y mixtificaciones para no pagar ciertas deudas de café, de vehículos de carrera, de menudas compras ¡Lo juro por mi honor! Nada sabía yo de aquellas deudas, ni nunca había oído hablar de ellas, ni siquiera conocía las personas o los sitios -¡Y qué sitios!- en donde se me acusaba de haber escandalizado. No pude menos, sin embargo, de resignarme a balbucir excusas, explicaciones: me faltó valor para confesar la vergonzosa fuga de mi alter ego, que era sin duda el verdadero culpable y autor de tales supercherías, y pedir su detención. Humillado, prometí enmendarme. Fui puesto en libertad, y alarmado, no ya tanto por la desaparición de mi alter ego como por las deshonrosas complicaciones que su conducta comenzaba a hacer recaer sobre mí, me dirigí rápidamente a la oficina del periódico de mayor circulación que había en la

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localidad con la intención de insertar en seguida un anuncio advirtiendo que, en adelante, no reconocería más deudas que las que yo mismo hubiera contraído. El empleado del periódico, que pareció reconocerme en el acto, sonrió de una manera que juzgué equívoca y sin esperar que yo pronunciara una palabra, me entregó una pequeña prueba de imprenta, aun olorosa a tinta fresca, y el original de ella, el cual estaba escrito como de mi puño y letra. Lo que peor es, el texto del anuncio, autorizado por una firma que era la mía misma, decía justamente aquello que yo tenía en mientes decir. Pero tampoco quise descubrir la nueva superchería de mi alter ego -¿de quién otro podía ser?- y como aquel era, palabra por palabra, el anuncio que yo quería, pagué su inserción durante un mes consecutivo. Decía así el anuncio en cuestión:

"Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no reconozco deudas que haya contraído "otro" que no sea "yo". Hago esta advertencia

para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.Andrés Erre."

Volví a casa después de sufrir durante el resto del día que las personas conocidas me dijeran a cada paso, dándome palmaditas en el hombro:

-Te vi por allá arriba...

O bien:

-Te vi por allá abajo...

Mi mujer, que cosía tranquilamente, al verme llegar detuvo la rueda de la máquina de coser y exclamó:

-¡Qué pálido estás!

-Me siento enfermo -le dije.

-Trastorno digestivo -diagnosticó-. Te prepararé un purgante y esta noche no comerás nada.

No pude reprimir un gesto de protesta. ¡Cómo! La escandalosa conducta de mi alter ego me exponía a crueles privaciones alimenticias, pues yo debería purgar sus culpas, de acuerdo con la lógica de mi mujer. Esto desprendíase de las palabras que ella acababa de pronunciar.

Sin embargo, no quería alarmarla con el relato del extraordinario fenómeno de mi desdoblamiento. Era un alma sencilla, un alma simple. Hubiera sido presa de indescriptibles terrores y yo hubiera cobrado a sus ojos las apariencias de un ser peligrosamente diabólico. ¡Desdoblarse! ¡Dios mío! Mi pobre mujer hubiera derramado amargas lágrimas al saber que me acontecía un accidente tan extraño. Nunca más hubiera

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consentido en quedarse sola en las habitaciones donde apenas penetraba una luz débil. Y de noche, era casi seguro que sus aprensiones me hubieran obligado a recogerme mucho antes de la hora acostumbrada, pues ya no se acostaría despreocupadamente antes de mi vuelta, ni la sorprendería dormida en las altas horas, cuando me retardaba en la calle más de lo ordinario.

No obstante los incidentes del día, todavía conservaba yo suficiente lucidez para prever las consecuencias de una confidencia que no podía ser más que perjudicial, porque si bien las correrías de mi alter ego pudiera suceder que, al fin y al cabo, fuesen pasajeras, en cambio sería difícil, si no imposible, componer en mucho tiempo una alteración tan grave de la tranquilidad doméstica como la que produciría la noticia de mi desdoblamiento. Pero los acontecimientos tomaron un giro muy distinto e imprevisto. La defección de mi alter ego, que empezó por ser un hecho antes risible que otra cosa, acabó en una traición que no tiene igual en los anales de las peores traiciones... Este inicuo individuo...

Pero observo que la indignación -una indignación muy justificada, por lo demás- me arrastra lejos de la brevedad con que me propuse referir los hechos. Helos aquí, enteramente desnudos de todo artificio y redundancia:

Salí aquella noche después de comer frugalmente porque mi mujer lo quiso así y me dijo, no obstante mis reiteradas protestas, que me dejaría preparado un purgante activísimo para que lo tomara al volver. Calculaba que mi regreso sería, como de ordinario, a eso de las doce de la noche.

Con el fin de olvidar los sobresaltos del día, busqué en el café la compañía de varios amigos que, casi todos, me habían visto en diferentes sitios a horas desacostumbradas y hablaban maliciosamente de ciertos incidentes en los cuales hallábase mezclado mi nombre, según pude colegir, pues no quise inquirir nada directamente ni tratar de esclarecer los puntos. Guardé bien mi secreto. Disimulé los hechos lo mejor que pude, procurando despojarlos de toda importancia. Una discusión de política nos retuvo luego hasta horas avanzadas. Eran las dos de la madrugada cuando abrí la puerta de casa, empujándola rápidamente para que chirriara lo menos posible. Todo estaba en calma, pero mi mujer, a pesar de que dormía con sueño denso y pesado, despertó a causa del ruido. Los ojos apenas entreabiertos, me preguntó entre dientes cómo me había sentado el purgante.

-¡El purgante! -exclamé-. Llego de la calle en este momento y no he visto ningún purgante! ¡Explícate, habla, despierta! ¡Eso que dices no es posible!

Se desperezó largamente.

-Sí -me dijo- es posible, puesto que lo tomaste en mi presencia... y estabas conmigo.. y...

- ... ¡Y!...

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Comprendí el terrible engaño de mi alter ego. La traición de aquel íntimo amigo y compañero de toda la vida me sobrecogió de espanto, de horror, de ira. Mi mujer me vio palidecer.

-Efecto del purgante -dijo.

Aunque nadie, ni aun ella misma, había notado el delito de mi alter ego, la deshonra era irreparable y siempre vergonzosa a pesar del secreto. Las manos crispadas, erizados los cabellos, lleno de profundo estupor, salí de la alcoba en tanto que mi mujer, volviéndose de espaldas a la luz encendida, se dormía otra vez con la facilidad que da la extenuación; y fui a ahorcarme de una de las vigas del techo con una cuerda que hallé a mano. Al lado colgaba la jaula de Jesusito, el loro. Seguramente hice ruido en el momento de abandonarme como un péndulo en el aire, pues Jesusito, despertándose, esponjó las plumas de la cabeza y me gritó, como solía hacerlo:

-¡Adiós, Doctor!

Tengo razones para creer que mi alter ego, que sin duda espiaba mis movimientos desde algún escondrijo improvisado, a favor de las sombras de la noche, se apoderó en seguida de mi cadáver, lo descolgó y se introdujo dentro de él. De este modo volvió a la alcoba conyugal, donde pasó el resto de la noche ocupado en prodigar a mi viuda las más ardientes caricias. Fundo esta creencia en el hecho insólito de que mi suicidio no produjo impresión ni tuvo la menor resonancia. En mi hogar nadie pareció darse cuenta de que yo había desaparecido para siempre. No hubo duelo, ni entierro. El periódico no hizo alusión a la tragedia, ni en grandes ni en pequeños títulos. Los amigos continuaron chanceándose y dándole palmaditas en el hombro a mi alter ego, como si fuera yo mismo. Y Jesusito no ha dejado nunca de gritar:

-¡Adiós, Doctor!

Sin duda, mi alter ego desarrolló desde el principio un plan hábilmente calculado en el sentido de producir los resultados que en efecto se produjeron. Previó con precisión el modo como reaccionaría yo delante de los hechos que él se encargaría de presentarme en rápida y desconcertante sucesión. Determinó de antemano mi inquietud, mi angustia, mi desesperación; calculó exactamente la hora en que un cúmulo de extrañas circunstancias había de conducirme al suicidio. Esta hora señalaba el feliz coronamiento de su obra; y es claro que sólo un alter ego que gozaba de toda mi confianza pudo llevar a cabo esta empresa. En primer lugar, el completo conocimiento que poseía de los más recónditos resortes de mi alma le facilitó los elementos necesarios para preparar sin error el plan de inducción al suicidio inmediato. En segundo término, si logró hacerse pasar por mí mismo delante de mi mujer y de todas las personas que me conocían, fue porque estaba en el secreto de mis costumbres, ideas, modos de expresión y grados de intimidad con los demás. Sabía imitar mi voz, mis gestos, mi letra y en particular mi firma, y además

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conocía la combinación de mi pequeña caja fuerte. Todos mis bienes pasaron automáticamente a poder suyo, sin que las leyes, tan celosas en otros casos, intervinieran en manera alguna para evitar la iniquidad de que fui víctima. También se apoderó del crédito que había alcanzado yo después de largos años de conducta intachable y correctos procederes; y en el mismo periódico continúa publicando a diario, autorizado con su firma, que es la mía, el mismo aviso que dice:

"Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no reconozco deudas que haya contraído "otro" que no sea "yo". Hago esta advertencia

para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.Andrés Erre."

La tienda de muñecos[Cuento. Texto completo]

Julio Garmendia

No tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas del pensamiento. Esto explica mis asuntos banales, y por qué trato ahora de encerrar en breves líneas la historia -si así puede llamarse- de la vieja Tienda de Muñecos de mi abuelo que después pasó a manos de mi padrino, y de las de éste a las mías. A mis ojos posee esta tienda el encanto de los recuerdos de familia; y así como otros conservan los retratos de sus antepasados, a mí me basta, para acordarme de los míos, pasear la mirada por los estantes donde están alineados los viejos muñecos, con los cuales nunca jugué. Desde pequeño se me acostumbró a mirarlos con seriedad. Mi abuelo, y después mi padrino, solían decir, refiriéndose a ellos:

-¡Les debemos la vida!

No era posible que yo, que les amé entrañablemente a ambos, considerara con ligereza a aquellos a quienes adeudaba el precioso don de la existencia.

Muerto mi abuelo, mi padrino tampoco me permitió jugar con los muñecos, que permanecieron en los estantes de la tienda, clasificados en orden riguroso, sometidos a una estricta jerarquía, y sin que jamás pudieran codearse un instante los ejemplares de diferentes condiciones; ni los plebeyos andarines que tenían cuerda suficiente para caminar durante el espacio de un metro y medio en superficie plana, con los lujosos y aristocráticos muñecos de chistera y levita, que apenas si sabían levantar con mucha gracia la punta del pie elegantemente calzado. A unos y otros, mi padrino no les dispensaba más trato que el imprescindible para mantener la limpieza en los estantes donde estaban ahilerados. No se tomaba ninguna familiaridad ni se permitía la menor chanza con ellos. Había instaurado en la pequeña tienda un régimen que habría de entrar en decadencia cuando yo entrara en posesión del establecimiento, porque mi alma no

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tendría ya el mismo temple de la suya y se resentiría visiblemente de las ideas y tendencias libertarias que prosperaban en el ambiente de los nuevos días.

Por sobre todas las cosas él imponía a los muñecos el principio de autoridad y el respeto supersticioso al orden y las costumbres establecidas desde antaño en la tienda. Juzgaba que era conveniente inspirarles temor y tratarlos con dureza a fin de evitar la confusión, el desorden, la anarquía, portadores de ruina así en los humildes tenduchos como en los grandes imperios. Hallábase imbuido de aquellos erróneos principios en que se había educado y que procuró inculcarme por todos los medios; y viendo en mi persona el heredero que le sucedería en el gobierno de la tienda, me enseñaba los austeros procederes de un hombre de mando. En cuanto a Heriberto, el mozo que desde hace un tiempo atrás servía en el negocio, mi padrino le equiparaba a los peores muñecos de cuerda y le trataba al igual que a los maromeros de madera y los payasos de serrín, muy en boga entonces. A su modo de ver, Heriberto no tenía más sesos que los muñecos en cuyo constante comercio había concluido por adquirir costumbres frívolas y afeminadas, y a tal punto subían en este particular sus escrúpulos, que desconfiaba de aquellos muñecos que habían salido de la tienda alguna vez, llevados por Heriberto, sin ser vendidos en definitiva. A estos desdichados acababa por separarlos de los demás, sospechando tal vez que habían adquirido hábitos perniciosos en las manos de Heriberto.

Así transcurrieron largos años, hasta que yo vine a ser un hombre maduro y mi padrino un anciano idéntico al abuelo que conocí en mi niñez. Habitábamos aún la trastienda, donde apenas si con mucha dificultad podíamos movernos entre los muñecos. Allí había nacido yo, que así, aunque hijo legítimo de honestos padres, podía considerarme fruto de amores de trastienda, como suelen ser los héroes de cuentos picarescos.

Un día mi padrino se sintió mal.

-Se me nublan los ojos -me dijo- y confundo los abogados con las pelotas de goma, que en realidad están muy por encima.

-Me flaquean las piernas -continuó, tomándome afectuosamente la mano- y no puedo ya recorrer sin fatiga la corta distancia que te separa de los bandidos. Por estos síntomas conozco que voy a morir, no me prometo muchas horas de vida y desde ahora heredas la Tienda de Muñecos.

Mi padrino pasó a hacerme extensas recomendaciones acerca del negocio. Hizo luego una pausa durante la cual le vi pasear por la tienda y la trastienda su mirada ya próxima a extinguirse. Abarcaba así, sin duda, el vasto panorama del presente y del pasado, dentro de los estrechos muros tapizados de figurillas que hacían sus gestos acostumbrados y se mostraban en sus habituales posturas. De pronto, fijándose en los soldados que ocupaban un compartimiento entero en los estantes, reflexionó:

-A estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas utilidades. Vender ejércitos es un negocio pingüe.

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Yo insistía cerca de él a fin de que consintiera en llamar médicos que lo vieran. Pero se limitó a mostrarme una gran caja que había en un rincón.

-Encierra precisamente cantidad de sabios, profesores, doctores y otras eminencias de cartón y profundidades de serrín que ahí se han quedado sin venta y permanecen en la oscuridad que les conviene. No cifres, pues, mayores esperanzas en la utilidad de tal renglón. En cambio, son deseables las muñecas de porcelana, que se colocan siempre con provecho; también las de pasta y celuloide suelen ser solicitadas, y hasta las de trapo encuentran salida. Y entre los animales -no lo olvides-, en especial te recomiendo a los asnos y los osos, que en todo tiempo fueron sostenes de nuestra casa.

Después de estas palabras mi padrino se sintió peor todavía y me hizo traer a toda prisa un sacerdote y dos religiosas. Alargando el brazo, los tomé en el estante vecino al lecho.

-Hace ya tiempo -dijo, palpándolos con suavidad-, hace ya tiempo que conservo aquí estos muñecos, que difícilmente se venden. Puedes ofrecerlos con el diez por ciento de descuento, lo equivaldrá a los diezmos en lo tocante a los curas. En cuanto a las religiosas, hazte el cargo que es una que les das.

En este momento mi padrino fue interrumpido por el llanto de Heriberto, que se hallaba en un rincón de la trastienda, la cabeza cogida entre las manos, y no podía escuchar sin pena los últimos acentos del dueño de la Tienda de Muñecos.

-Heriberto -dijo, dirigiéndose a éste-: no tengo más que repetirte lo que tantas veces antes ya te he dicho: que no atiples la voz ni manosees los muñecos.

Nada contestó Heriberto, pero sus sollozos resonaron de nuevo, cada vez más altos y más destemplados.

Sin duda, esta contrariedad apresuró el fin de mi padrino, que expiró poco después de pronunciar aquellas palabras. Cerré piadosamente sus ojos y enjugué en silencio una lágrima. Me mortificaba, sin embargo, que Heriberto diera mayores muestras de dolor que yo. Sollozaba ahogado en llanto, se mesaba los cabellos, corría desolado de uno a otro extremo de la trastienda. Al fin me estrechó en sus brazos:

-¡Estamos solos! ¡Estamos solos! -gritó.

Me desasí de él sin violencia, y señalándole con el dedo el sacerdote, el feo doctor, las blancas enfermeras, muñecos en desorden junto a lecho, le hice señas de que los pusiera otra vez en sus puestos...

FIN

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Leyenda del volcánLeyendas de Guatemala

[Leyenda. Texto completo]

Miguel Ángel Asturias

Hubo en un siglo un día que duró muchos siglos

Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles: los tres que venían en el viento y los tres que venían en el agua, aunque no se veían más que tres. Tres estaban escondidos en el río y sólo les veían los que venían en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.

Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles.

Los tres que venían en el viento correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de maravillas.

Los tres que venían en el agua se colgaban de las ramas de los árboles copiados en el río a morder las frutas o a espantar los pájaros, que eran muchos y de todos colores.

Los tres que venían en el viento despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol, y anochecido, los tres que venían en el agua se tendían como los peces en el fondo del río sobre las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban a la tierra antes que cayera el sol.

Los tres que venían en el viento, como los pájaros, se alimentaban de frutas.

Los tres que venían en el agua, como los peces, se alimentaban de estrellas.

Los tres que venían en el viento pasaban la noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras perdidizas removían a instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos, micoleones, garrobos y mapaches.

Y los tres que venían en el agua, ocultos en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos que libraban batallas como sueños o anclaban a dormir como piraguas.

Y en los árboles que venían en el viento y pasaban en el agua, los tres que venían en el viento, los tres que venían en el agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos, porque a los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son sangre de la tierra, dulcificada o avinagrada, según el árbol que la tiene.

-¡Nido!...

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Pió Monte en un Ave.

Uno de los del viento volvió a ver y sus compañeros le llamaron Nido.

Monte en un Ave era el recuerdo de su madre y su padre, bestia color de agua llovida que mataron en el mar para ganar la tierra, de pupilas doradas que guardaban al fondo dos crucecitas negras, olorosas a pescado femenina como dedo meñique.

A su muerte ganaron la costa húmeda, surgiendo en el paisaje de la playa, que tenía cierta tonalidad de ensalmo: los chopos dispersos y lejanos los bosques, las montañas, el río que en el panorama del valle se iba quedando inmóvil... ¡La Tierra de los Árboles!

Avanzaron sin dificultad por aquella naturaleza costeña fina como la luz de los diamantes, hasta la coronilla verde de los cabazos próximos y al acercarse al río la primera vez, a mitigar la sed, vieron caer tres hombres al agua.

Nido calmó a sus compañeros -extrañas plantas móviles-, que miraban sus retratos en el río sin poder hablar.

-¡Son nuestras máscaras, tras ellas se ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos podemos disfrazar! ¡Son nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para ganar la tierra! ¡Nuestro nahual! ¡Nuestro natal!

La selva prologaba el mar en tierra firme. Aire líquido, hialino casi bajo las ramas, con trasparencias azules en el claroscuro de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.

Como si se acabara de retirar el mar, se veía el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en cada reptil, en cada flor, en cada insecto...

La selva continuaba hacia el Volcán henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de víbora: océano de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los plantígrados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.

Algo que se quebró en las nubes sacó a los tres hombres de su deslumbramiento.

Dos montañas movían los párpados a un paso del río:

La que llamaban Cabrakán, montaña capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.

Y la incendió.

La que llamaban Hurakán, montaña de nubes, subió al volcán a pelar el cráter con la uñas.

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El cielo repentinamente nublado, detenido el día sin sol, amilanadas las aves que escapaban por cientos de canastos, apenas se oía el grito de los tres hombres que venían en el viento, indefensos como los árboles sobre la tierra tibia.

En las tinieblas huían los monos, quedando de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como exhalaciones pasaban los venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte, torpes, con las pupilas cenicientas.

Huían los coyotes, desnudando los dientes en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo escalofrío...!

Huían los camaleones, cambiando de colores por el miedo; los tacuazines, las iguanas, los tepescuintles, los conejos, los murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los pizotes, los chinchintores, cuya sombra mata.

Huían los cantiles, seguidos de las víboras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí y allá enterraban la cabeza, descargando latigazazos para abrirse campo.

Huían los camaleones, huían las dantas, huían los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la mirada; los jaguares (follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los puercoespines, las moscas, las hormigas...

Y a grandes saltos empezaron a huir las piedras, dando contra las ceibas, que caían como gallinas muertas y a todo correr, las aguas, llevando en las encías una gran sed blanca, perseguidas por la sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las patas de los venados, de los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los coyotes; las huellas de los peces en el río hirviente; las huellas de la aves en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza de luz, en la visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.

Nido vio desaparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua arrebatados por el fuego, a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duro muchos siglos.

Un día que fue todo mediodía, un día de cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.

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-Nido -le dijo el corazón-, al final de este camino...

Y no continuó porque una golondrina pasó muy cerca para oír lo que decía.

Y en vano esperó después la voz de su corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en su alma, el deseo de andar hacia un país desconocido.

Oyó que le llamaban. Al sin fin de un caminito, pintado en el paisaje como el de un pan de culebra le llamaba una voz muy honda.

Las arenas del camino, al pasar él convertíanse en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se alzaba al cielo un listón blanco, sin dejar huella en la tierra.

Anduvo y anduvo...

Adelante, un repique circundó los espacios. Las campanas entre las nubes repetían su nombre:

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido! ¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un santo, una azucena y un niño. Santo, flor, y niño la trinidad le recibía. Y oyó:

¡Nido, quiero que me levantes un templo!

La voz se deshizo como manojo de rosas sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del santo y sonrisas en la boca del niño.

Dulce regreso de aquel país lejano en medio de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus entrañas -en su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido, que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.

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FINLeyendas de Guatemala, 1930

El diente roto[Cuento. Texto completo]

Pedro Emilio Coll

A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña.

Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.

Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.

Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.

-El niño no está bien, Pablo -decía la madre al marido-, hay que llamar al médico.

Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.

-Señora -terminó por decir el sabio después de un largo examen- la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar a usted...

-¿Qué, señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada madre.

-Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible -continuó con voz misteriosa- es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.

En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.

Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del "niño

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prodigio", y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison... etcétera.

Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar.

Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y "profundo", y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto, sin pensar.

Pasaron los años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.

Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.

FIN

El enamorado invisible[Cuento. Texto completo]

Ellery Queen

Roger Bowen tenía unos treinta años, era ojizarco y blanco. Alto y risueño, hablaba inglés con acento harvardiano, bebía ocasionales cocteles, fumaba más cigarrillos de lo conveniente, sentía gran cariño por su único pariente (una anciana tía que vivía de sus rentas en San Francisco) y equilibraba sus lecturas entre Sabatini y Shaw. Y ejercía toda la abogacía que podía practicarse en Corsica, Nueva York (población: 745 almas), en donde había nacido, hurtado manzanas del huerto del anciano Carter, nadado en cueros en el arroyo del intendente y cortejado a Iris Scott los sábados por la noche en la galería del "Pabellón de Corsica" (dos orquestas: ejecución continuada).

Según sus conocidos, que eran el ciento por ciento de la población de Corsica, Roger era un "príncipe", un "muchacho bonísimo", "sin pizca de petulancia" y "servicial en todo". Según sus amigos (los más de los cuales compartían la misma residencia, la pensión de Michael Scott, de Jasmine Street, contigua a la Main Street), no existía en toda la tierra un

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joven más gentil, bondadoso e inofensivo que él.

A la media hora de su arribo a Corsica, procedente de Nueva York, el señor Ellery Queen había conseguido auscultar los sentimientos de la población de Corsica referente a su más comentado ciudadano. Se enteró de algo por boca del señor Klaus, el almacenero de Main Street; de otros detalles le informó un pilluelo que jugaba cerca del Juzgado del Condado y muchísimo más le dijo la señora Parkins, esposa del cartero de Corsica. Del que menos pudo averiguar fue del propio Roger Bowen, quien parecía un joven asaz decente y simpático, y atónito por la desgracia que cayera sobre él.

Al dejar la cárcel estatal y dirigirse a la pensión aludida, en donde residían los mejores amigos de Roger Bowen, responsables de su precipitado viaje a Corsica, cavilaba el señor Ellery en que era asombroso que ese espejo de virtudes yaciera en un calabozo, aguardando ser juzgado por asesinato en primer grado.

-¡Vamos, vamos! -manifestó el señor Ellery Queen, balanceándose en el balcón de cortinas rosadas-. El asunto no será tan malo como dicen. De acuerdo con lo declarado por Bowen...

El padre Anthony estrujó sus manos huesudas:

-Yo mismo bauticé a Roger -dijo, con acento trémulo-. ¡No es posible, señor Queen! ¡Yo mismo lo bauticé! Y él me juró no haber asesinado a McGovern... ¡y yo le creo!... Y sin embargo... John Graham, el más notable abogado del condado, defensor de Roger, asevera que éste es uno de los peores casos que ve en su carrera...

-En cuanto a eso -masculló el ciclópeo Scott-, el mismo muchacho ha admitido las dificultades de su situación. ¡No lo creería culpable aunque lo confesara el mismo Roger!

-Todo cuanto sé decirles -terció la señora Gandy, desde su silla de ruedas- es que, quienquiera diga que Roger Bowen asesinó a ese majadero de Nueva York, es un imbécil sin remedio. Admitamos que Roger permaneció solo en su cuarto la noche del crimen: ¿qué hay con eso? ¿Acaso una persona no puede tener el derecho de irse a dormir? ¿Y cómo diablos podría haber testigos de eso, señor Queen? ¡Oh, no! ¡Roger no es ningún criminal ni pillastre, como tantos que yo conozco!

-No tiene coartadas -suspiró Ellery.

-Eso empeora las cosas -masculló Pringle, jefe de policía de Corsica, hombre obeso y membrudo-. ¡Ojalá alguien hubiera estado con él la noche fatal! Desde luego -se apresuró a agregar, captando la furibunda ojeada de la señora Gandy- no creo que Roger haya muerto a McGovern; pero cuando oí decir que había altercado con él y...

-¡Ah! -murmuró Ellery-. Conque cambiaron golpes, ¿eh? ¿Alguno formuló amenazas

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contra el otro?

-No hubo golpes -respondió el padre Anthony-, pero altercaron. McGovern fue muerto de un tiro alrededor de la medianoche y Roger tuvo un cambio de palabras con él menos de una hora antes. A decir verdad, señor, no fue ésa la primera vez. Ya habían discutido en diferentes ocasiones. Y todo eso es motivo suficiente para el Fiscal del Distrito.

-Sí... pero, ¿y el proyectil? -gruñó Michael Scott.

-Sí -puntualizó el doctor Dodd, hombre de breve estatura, expresión vivaz e inteligente-. Soy médico forense del condado y empresario de pompas fúnebres, y era deber mío examinar la bala extraída del cuerpo de McGovern en la autopsia. Cuando Pringle detuvo a Roger por sospechas, se incautó de su revólver y comparamos las marcas del proyectil...

-¿Las marcas del proyectil? -moduló Ellery.

-¡Oh! No confiábamos demasiado en nuestro criterio... -dijo el médico forense-. Todo esto era sumamente desagradable, pero un funcionario de la justicia debe ser leal a su juramento. Enviamos la bala y el arma a Nueva York para ser examinados por un perito en balística. Su informe confirmó nuestros hallazgos. ¿Qué podíamos hacer? ¡Pringle arrestó al pobre Roger!

-¿Poseía Bowen licencia para llevar armas? -inquirió Ellery.

-Sí -murmuró el policía-, muchas personas tienen licencia; abunda la buena caza en nuestras colinas. El crimen fue perpetrado con un arma calibre 38: con el Colt automático de Roger, que es un revólver de primera.

-¿Es buen tirador?

-¡Ya lo creo que sí! -exclamó Scott-. ¡Si lo sabré yo, que guardo seis cascos de una bomba alemana en el cuerpo, desde que aquello estalló cerca mío en las trincheras de Belleau!

-Es un excelente tirador -indicó el médico forense-. A menudo salimos juntos a cazar y le he visto acertar a la carrera a más de cincuenta yardas de distancia. Utilizaba sólo su Colt; desdeñaba el fusil, pues afirmaba que era demasiado fácil acertar con él y eso restaba atractivos al deporte.

-Pero, ¿qué dice el señor Roger Bowen de todo esto? -inquirió el joven.

-No quiso contestar a ninguna de mis preguntas.

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-Roger dice que él no asesinó a McGovern. Y eso es bastante para mí.

-Pero no para el Fiscal del Distrito, ¿verdad? -suspiró Ellery-. Bien, como utilizaron su Colt, se colige que alguien se lo hurtó, reintegrándoselo en secreto después del homicidio.

Los hombres se miraron con expresión embarazada, y el sacerdote sonrió con débil y orgullosa sonrisa.

-¡Es increíble! -rumió Scott-. Graham, nuestro abogado, dijo a Roger: "Es absolutamente necesario que testifique que alguien podría haberle hurtado el arma. Su propia vida depende de esas declaraciones." ¿Y qué cree usted que contestó Bowen? "¡No! Eso no es verdad. Nadie podría haberme hurtado el arma. Mi sueño es ligero y el armario donde guardo el revólver está junto a la cama. Y de noche siempre echo la llave a la puerta. Ninguno podría haber penetrado en mi dormitorio y apoderarse del revólver. ¡No afirmaré jamás semejante mentira!"

Ellery arrojó humo, dando un silbido agudo:

-¿Como los héroes legendarios, eh? -musitó-. En fin, con referencia a esa serie de altercados, se me ha dado a entender que el móvil fue...

-¡Iris Scott! -moduló una voz desde la puertecilla-. ¡No! ¡No se levante, señor Queen! Está bien, papá: soy mayor de edad y no existe motivo alguno para ocultarle al señor Queen lo que ya es la comidilla de toda la población-. Su voz se estranguló-. ¿Qué... qué quiere saber, señor Queen?

El señor Queen parecía afectado de parálisis lingual. De pie, con la boca abierta, estaba atónito y pasmado. La belleza, en el poblacho de Corsica, constituía un milagro estupendo. ¿Conque aquella criatura era Iris Scott, eh? ¡Magnífico nombre, papá Michael! Iris era fresca, suave y delicada como la misma flor de lis, cuyo nombre llevaba. Sus extraños ojos negros parecían mantenerle en estado de enajenación.

Y de este modo comprendió nuestro pesquisante por qué un espejo de caballeros como Roger Bowen enfrentaba, con admirable entereza, tan sombrío futuro. Aun cuando Ellery hubiese sido ciego a su hermosura, los hombres del balcón se la habrían hecho ver. Dodd la contemplaba con lejana adoración; Pringle la devoraba con sus ojos sedientos de belleza... sí, hasta Pringle, hasta aquel enorme y obeso anciano; y los ojos del padre Anthony traslucían orgullo y tristeza. Pero en los ojos de Michael sólo relucía el júbilo de la posesión. Iris era Circe y Vesta a la vez, y podría haber impulsado a un hombre al crimen como a un poeta al éxtasis lírico.

-¡Bueno! -dijo Ellery, exhalando un suspiro-. ¡Una agradable sorpresa! Siéntese, señorita Scott, mientras recobro el aliento. ¿Ese McGovern era admirador suyo?

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Los tacones de la joven repiquetearon sobre el piso:

-Sí -contestó en voz baja-. Bien podría llamarle de ese modo. Y yo... simpatizaba con él. ¡Era distinto a los demás del pueblo! Era un artista de Nueva York; vino a Corsica hace seis meses para pintar nuestras hermosas colinas; sabía tantas cosas, tanto había viajado por Francia, por Alemania y Gran Bretaña, contaba con tantos amigos célebres... Aquí somos casi campesinos, señor Queen, y... yo nunca había conocido a nadie como él...

-¡Un mequetrefe tortuoso! -silabeó la señora Gandy.

-Perdone, señorita Iris -sonrió Ellery-, pero, ¿amaba a ese hombre?

-Yo... en fin, ahora que está muerto, creo... que no... La muerte... muestra las cosas de color... distinto... Acaso ahora lo veo tal cual era... en realidad...

-Pero tengo entendido que usted pasaba sus horas con él...

-En efecto, señor Queen.

Después de un breve silencio, Michael Scott masculló roncamente:

-No me agrada entremeterme en los asuntos de mi hija; yo la dejé siempre que viviera su vida; pero confieso que nunca hice buenas migas con McGovern. El hombre era zalamero y... Yo no le confiaría un centavo... Así se lo advertí a Iris; pero ella no quiso escucharme. Él se quedó aquí más tiempo del que esperaba... debiéndome cinco semanas de alquiler -la faz del hombre se puso tétrica-. ¿Para qué se vino a Corsica ese perro? ¿Para qué andan rondando tantos pantalones a mi Iris?

-Admiro ese perfecto interrogante retórico -moduló Ellery-. ¿Y Roger Bowen, señorita Scott?

-Nos criamos juntos -replicó la muchacha, con su acento bajo; de súbito, levantó la cabeza, casi con ira-. ¡Desde el principio mismo, nuestro casamiento había queda concertado! Creo que fue eso lo que me resintió contra... todos... Y luego... la llegada de McGovern... ¡Roger estaba furioso contra él! En cierta ocasión, hace varias semanas, amenazó matarle. Todos nosotros lo oímos; los dos discutían en ese vestíbulo... y nosotros estábamos sentados aquí...

Hubo un nuevo silencio, y luego Ellery expresó, serenamente:

-¿Y cree usted que Roger asesinó a ese hombre, señorita Iris?

La muchacha levantó sus espléndidos ojazos:

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-¡No! ¡Roger no es un asesino! Estaba furioso contra el otro; pero nada más-. Repentinamente, Iris rompió a llorar; Michael se puso como la grana; el sacerdote hizo una mueca de dolor; los otros esbozaron sendos visajes-. ¡Discúlpenme! -balbuceó ella, finalmente-. Siento mucho que...

-¿Y quién, según usted, mató a McGovern? -preguntó el detective.

-Señor Queen, no lo sé.

-¿Y ustedes? -los demás menearon la cabeza-. Bueno, usted, señor Pringle, mencionó anteriormente que la habitación de McGovern había sido dejada precisamente como la encontraron la noche del crimen... ¡A propósito! ¿Qué hicieron con el cuerpo?

-Después de la investigación, señor Queen, lo retuvimos en la Morgue para averiguar si tenía parientes que reclamaran el cadáver. Sin embargo, McGovern parecía solo en el mundo: ni siquiera sus amigos se presentaron para rendirle los últimos homenajes. No dejó nada, salvo unos efectos insignificantes en su estudio de Nueva York. Yo mismo hice que lo enterraran en el Nuevo Cementerio de Corsica, con el ritual de rigor.

-Aquí está la llave -murmuró el policía, luchando por ponerse de pie-. Debo marcharme a Lower Víllage; Dodd le dirá todo lo que necesite saber. Espero que... ¿Vamos, Padre? -indicó, sin volverse.

-Sí -replicó el Padre Anthony-. Señor Queen... a sus órdenes... cualquier cosa que... -sus delgados hombros se curvaron mientras echaba a andar tras de Pringle por la acera de cemento.

-Excúsenos usted, señora Gandy -dijo Ellery-. ¿Quién descubrió el cuerpo? -inquirió, mientras subían las escaleras, sumidos en la penumbra de la casa.

-Fui yo, señor -suspiró el forense-. Vivo en esta pensión desde hace doce años, desde el fallecimiento de la señora Scott. Somos un par de viejos solterones, ¿eh, Michael? -entrambos suspiraron-. El hecho sucedió aquella terrible noche borrascosa de las semanas pasadas. Había estado leyendo en mi habitación y alrededor de la medianoche me encaminé al cuarto de baño del vestíbulo de los altos, antes de meterme en la cama. Pasé frente a la habitación de McGovern: la puerta estaba abierta y encendida la luz. El joven, sentado en una silla, volvía el rostro a la puerta -el forense se encogió de hombros-. Advertí al punto que estaba muerto. Un balazo en el corazón... La sangre fluyó sobre su pijama... En fin, desperté enseguida a Michael; la muchacha nos oyó hablar y vino tras nuestro... -el grupo se detuvo en el rellano de la escalera; Ellery oyó que Iris retenía el aliento; Scott jadeaba como un viejo fuelle.

-¿Hacía mucho que estaba muerto? -preguntó el detective, dirigiéndose hacia una puerta

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cerrada, señalada por el médico forense.

-No, apenas unos minutos; el cuerpo estaba todavía caliente; falleció instantáneamente.

-Presumo que la tormenta fue un estorbo para que fuera oído el disparo, ¿verdad? -El doctor Dodd asintió. Insertando la llave que le entregara Pringle, el joven la hizo girar en la cerradura; luego abrió la puerta; nadie dijo nada.

El sol invadía la habitación, que era amplia y de contornos y moblaje iguales a la de Ellery. La cama era idéntica, acondicionada, de manera similar, entre las dos ventanas; la mesa y la silla de caña, colocadas en medio del cuarto, podrían haber procedido del de Ellery; la alfombra, el escritorio, el armario... ¡Jum!... Había una sutil diferenciación...

-¿Todos sus cuartos están amueblados exactamente de la misma manera? -preguntó.

Scott enarcó sus frondosas cejas:

-¡Seguramente, señor Queen! Cuando establecí este negocio, cambiando la finca en pensión, compré muchísimas piezas iguales en un remate de Albany. ¡Todas estas habitaciones de los altos son exactamente iguales! ¿Por qué?

-Por nada en especial. Digo sólo que es interesante... -Ellery observó la habitación con sus ojos grises; no percibió señales de lucha; directamente delante de la puerta estaban la mesa y la silla de cañas; en línea recta con la puerta y la silla, pero al otro lado de la habitación, vio Ellery un armario anticuado, apoyado contra el muro; sin volverse, dijo-: Ese armario... En mi cuarto está colocado entre las dos ventanas.

Detrás suyo percibió el suave respirar de la jovencita:

-¡Oh! Papá, el armario no estaba allí cuando... el señor McGovern vivía aquí...

-¡Es curioso! -murmuró Scott.

-Pero en la noche del crimen, ¿se hallaba el armario donde se encuentra ahora?

-Sí... creo que sí -dijo Iris, con acento perplejo.

-¡Claro que sí! -terció el forense-. Recuerdo haberlo visto en ese lugar.

-¡Bueno! -moduló Ellery, apartándose de la puerta-. Ya tenemos algo con que comenzar a trabajar-. Adelantándose hacia el mueble, tironeó de él hasta retirarlo del muro; se arrodilló detrás del mismo, revisó la pared pulgada a pulgada, con gran atención; súbitamente, se detuvo; acababa de descubrir una melladura en el yeso, a menos de un pie del zócalo; medía alrededor de un cuarto de pulgada de diámetro; era casi circular y tenía

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unas fracciones de pulgada de profundidad; un fragmento de yeso se había desprendido, cayendo al suelo, en donde lo descubrió el perspicaz detective neoyorquino.

Cuando se levantó, su semblante reflejaba desilusión; regresó a la puerta, diciendo:

-¡Poca cosa! ¿Está seguro de que nada se tocó desde la noche del crimen?

-Bajo mi palabra de honor -gruñó Scott.

-¡Jum! Veo que algunos de los efectos personales de McGovern están aún aquí. ¿Revisó minuciosamente el jefe de policía este cuarto la noche del asesinato, doctor Dodd?

-¡Desde luego!

-Pero no logró encontrar nada -terció Scott.

-¿Está seguro? ¿Absolutamente nada?

-¡Caramba! Todos nosotros presenciamos el registro...

Sonriente, examinó Ellery el cuarto con expresión curiosa:

-No tenía la intención de ofenderle, señor Scott. Creo que voy a retirarme a mi cuarto para cavilar un poco. Con su permiso, doctor, me voy a guardar la llave.

-¡Por supuesto! Ya sabe, cualquier cosa que...

-Mil gracias. ¿Dónde estará usted si averiguamos algo de importancia?

-En mi oficina de Main Street.

-¡Bien! -sonrió Ellery de nuevo, hizo girar la llave en la cerradura y se encaminó lentamente a su dormitorio.

 

El cuarto estaba fresco y el ambiente acogedor; el joven detective se tendió sobre el lecho, las manos cruzadas tras la cabeza, cavilando. Se sumía en el silencio el viejo caserón.

Percibió los ligeros pasos de Iris en el vestíbulo; después, la voz de Michael Scott dando órdenes en la planta baja.

Continuó reclinado unos veinte minutos; repentinamente, saltó de la cama y se precipitó a la puerta. Entreabriéndola un poco, escuchó... ¡Vía libre!... Con pasos quedos, el joven

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salió al vestíbulo y de dirigió al cuarto del muerto, que abrió con la llave cedida por Pringle; instantes después, tornaba a cerrarla detrás de sí...

-Si existe algún sentido de lógica en este mundo desastrado... -murmuraba, dirigiéndose a la silla de cañas en que estaba McGovern al morir.

De rodillas, examinó el tejido de cañas que formaba el respaldo de la silla; pero no logró descubrir nada anormal.

Ceñudo, comenzó a vagar por la habitación. Tanteó debajo de los muebles; exploró el suelo por debajo del lecho, como un zapador en la Tierra de Nadie; pero no obtuvo ningún éxito. Enfurruñado, sacudió el polvo adherido a sus ropas.

En el momento en que volvía a su lugar el contenido de la canasta de ropa sucia, su faz se iluminó:

-¡Cielos! ¿Será posible que...? -Abandonando la habitación, cerró la puerta con llave y efectuó un cauteloso reconocimiento por el vestíbulo, aguzando los oídos; al parecer, se encontraba solo; silenciosamente, sin sentir el menor remordimiento, Ellery comenzó a revisar habitación por habitación.

Y fue en la silla de cañas de la cuarta habitación inspeccionada donde el joven descubrió lo que sus deducciones le movieran a barruntar. La habitación pertenecía a la misma persona de cuya culpabilidad comenzaba a sospechar.

Abandonada la habitación con infinitas precauciones, luego de dejar las cosas como las encontrara, Ellery retornó a su cuarto. Se lavó la cara y las manos, se ajustó la corbata, se cepilló las ropas y, con soñadora sonrisa, descendió las escaleras.

 

Encontró a la señora Gandy y a Michael Scott en el balcón enfrascados en reñidísimo partido de whist; Ellery, riendo para su coleto, se encaminó a los fondos de la planta baja. Descubrió a la jovencita en una gran cocina a la antigua, revolviendo un menjurje de delicioso olorcillo, acondicionado sobre un horno enorme. El calor había encarnado sus mejillas y, con aquel delantalillo blanco, Iris estaba por demás apetitosa.

-¿Qué ocurre, señor Queen? -preguntó, ansiosamente, y enfrentándolo con sus suplicantes ojos-. ¿Alguna novedad?

-¿Acaso le ama tanto? -suspiró Ellery, absorbiendo toda su belleza-. ¡Feliz Roger! Iris, hija mía (perdone el tratamiento paternal), vamos progresando. Puedo afirmar que el joven Lotario afronta perspectivas más rosadas que esta mañana.

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-¡Oh, señor Queen! ¿Es posible que...? ¡Oh!

Sentado en una silla de cocina, el joven escamoteó un bollo azucarado de una fuente colocada sobre la mesa, lo masticó, lo engulló, hizo un gesto crítico, sonrió y acabó por robar otro-. ¿Son suyos? ¡Deliciosos! ¡Una verdadera Lucrecia! ¿O pienso en la fiel Penélope? Si ésta es una muestra de su modo de cocinar...

-¡De hornear! -La joven se precipitó hacia él, le tomó la mano y se la apretó contra el pecho-. ¡Oh! Si supiera cómo le amo... cómo... Ahora que languidece en esa... horrible cárcel-. Iris se estremeció-. Haré cualquier cosa... ¡Cualquier cosa!

Con dulzura, Ellery desligó su mano:

-¡Vamos, querida! No lo vuelva a hacer jamás... que eso me hace sentirme dios... ¡Uf! -se enjugó el sudor de la frente-. Escúcheme ahora: existe algo que puede usted hacer por él.

-¡Cualquier cosa! -la carita de la muchacha se puso radiante.

-¿Es cierto que Samuel Dodd cumple fielmente con sus deberes? -preguntó Ellery, incorporándose.

Iris abrió tamaños ojos:

-¿Sam Dodd? ¡Oh! Él toma muy en serio su cargo, si es eso lo que usted insinúa.

-¡Ya me lo imaginaba! La cosa se complica. Con todo, debemos afrontar la realidad. Mi querida diosa, va usted a conquistarse al doctor Dodd, distrayéndole un poco de su oficinesca existencia. ¿O acaso no lo sabe usted hacer?

Los negros ojos se llenaron de cólera:

-¡Señor Queen!

-¡Tut-tut! Esa expresión le queda requetebién... No, no insinúo nada... ¡ejem!... drástico, hija mía. Necesito otro bollo para avivar mi inteligencia. -Se sirvió dos nuevos bollos-. ¿No podría usted conseguir que él la lleve esta noche al cinematógrafo? Su presencia en la casa complica las cosas y necesito sacarle de en medio, pues será muy capaz de llamar a las fuerzas del Estado para detenerme.

-Sam Dodd hará lo que yo le mande -respondió ella-. Pero no entiendo...

-Porque -masculló Ellery, ingiriendo otro bollito-, así lo quiero, hijita. Esta noche pienso pasar por encima de su autoridad; algo hay que preciso realizar sin más dilaciones y sin el engorro de papeles: lo que haré es casi ilegal, si no criminal. Dodd podría cooperar, pero

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sospecho que no nos ayudará.

-¿Será de utilidad para Roger? -preguntó ella, mirándolo fijamente.

-¡Vasta, enorme y formidablemente útil!

-Entonces, cuente conmigo-. Bajando los ojos, Iris continuó-: Y ahora, si tiene la bondad de retirarse de mi cocina, señor Queen, seguiré preparando la cena. Y creo que usted -la muchacha huyó hasta el horno, levantando la cuchara- es maravilloso.

El señor Ellery Queen tragó saliva, enrojeció y se batió en precipitada retirada.

 

Cuando empujó la puerta de alambre tejido, descubrió que la señora Gandy se había marchado y que Scott estaba sentado con el padre Anthony en el balcón, silenciosamente.

-¡Justamente lo que andaba buscando! -dijo-. ¿Dónde está la señora Gandy? Dicho sea de paso, ¿cómo se las compone para subir las escaleras con esa silla de ruedas?

-No necesita subirlas, pues su cuarto está en la planta baja -respondió Scott-. ¿Y bien, señor Queen?

-Padre -dijo Ellery, sentándose-, algo me dice que usted sirve honestamente a una ley más alta que la del hombre.

El anciano le estudió un segundo:

-Poco sé de leyes, señor Queen. Sirvo a dos amos: a Cristo y a las almas por las que Él murió en la cruz.

Ellery consideró en silencio aquellas palabras:

-Señor Scott -dijo luego-, hace poco afirmó usted haber combatido en Belleau Wood: la muerte, por ende, no entraña horror alguno para usted.

Los ojos del macizo hostelero se clavaron en los de Ellery:

-Señor Queen: yo vi a mi mejor amigo seccionado en dos a un paso de mi trinchera, y tuve que recogerle los intestinos con las manos. No; nada temo después de contemplar tantos horrores.

-¡Muy bien! -dijo Ellery-. Aramis, Portos y (si se me permite) D'Artagnan. Es un poquito presuntuoso, pero servirá para el caso. Padre, señor Scott -el sacerdote y el obeso ex

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combatiente le miraron los labios-, ¿me ayudarán esta noche a abrir una tumba?

 

La víspera de Santa Walpurga hacía meses que había pasado; no obstante, aquella noche danzaban las brujas. Sí, danzaban en las sombras arrojadas por la luna obscurecida sobre las quebradas laderas de las colinas; chillaban y rechinaban los dientes alrededor de las mudas, expectantes sepulturas.

El señor Ellery Queen se sentía jubiloso de que aquella noche fuera uno de los tres; el cementerio, cubierto de altos árboles, se extendía en los aledaños de Corsica, circundado de hierros. Una brisa helada soplaba arremolinando los cabellos. Las lápidas relumbraban sobre la falda de la colina como huesos pelados y blanqueados por los vientos. Una nube renegrida, preñada de lluvia, ocultó a medias la luna; los árboles susurraban sin cesar. No; no era cosa asaz difícil imaginar danzas de hechiceras en aquella de soledad de muerte y de frío...

Caminaban en silencio, instintivamente juntos; el padre Anthony parecía desafiar a los espíritus con su semblante grave y entenebrecido, pero impávido. Ellery y Michael Scott se arrastraban tras él, abatidos bajo el peso de azadas, picos, cuerdas y un lío enorme y cuadrilongo. En toda la cuesta de la colina, invadida por las sombras susurrantes y movedizas, los tres eran los únicos seres vivientes.

Encontraron la tumba de McGovern excavada en tierra virgen, un poco apartada de los otros sepulcros. La tierra, todavía fresca, había formado un montículo, y un poste solitario marcaba el lugar en que yacía aquel mísero despojo. En silencio y con los rostros desencajados, los dos hombres comenzaron a usar sus picos, mientras el padre Anthony vigilaba. La luna bailaba entre las nubes una danza salvaje.

Desterronada la blanda tierra, ambos excavadores arrojaron a un costado los picos, atacando el terreno con las azadas. Llevaban batas de trabajo sobre sus ropas.

-Ahora sé -murmuró Ellery- lo que es sentirse un vampiro... Padre, no imagina usted cuánto le agradezco que nos acompañara. Esta maldita imaginación mía...

-No tema nada, hijo mío -respondió el anciano-. ¡Aquí sólo reposan los muertos!

-¡Continuemos! -masculló Scott. Ellery se estremeció.

Las azadas golpearon contra algo de madera. Cómo llegaron a realizar la última parte del trabajo es cosa que jamás pudo Ellery recordar con claridad. Fue empresa titánica y, mucho antes de acabar, el muchacho estaba inundado de un sudor que escocía como aguijonazos bajo los helados dedos del viento. Scott trabajaba en silencio y el padre Anthony les contemplaba, sombrío. Luego Ellery advirtió que tiraba de dos cuerdas, y

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que el anciano Scott tiraba del otro lado. Algo largo, negro y pesado ascendió, lentamente, de las profundidades del sepulcro, balanceándose muellemente, como si encerrara vida y no muerte en sus entrañas. Un postrer tirón... y eso retumbó sobre los costados... volcándose, con inmenso horror de Ellery... Desplomándose sobre el terreno, acuclillado y transido de fatiga, se palpó las ropas en procura de un cigarrillo.

-Necesito... un poco de... descanso... -rumió, fumando con desesperación.

Scott se apoyaba sobre su azada. Sólo el padre Anthony se acercó al féretro y, tirando de él hasta enderezarlo, comenzó a forzar la tapa con manos seguras.

Ellery observaba, fascinado; luego se incorporó, arrojó el cigarrillo, se maldijo y arrancó el pico de las manos del clérigo. Un fuerte envión, la tapa rechinó... y...

Apretando los labios, se adelantó el posadero. Calzándose guantes de lona, se inclinó sobre el cadáver. Ellery, febrilmente, desempaquetó el voluminoso bulto que trajera desde Jasmine Street; una enorme cámara fotográfica, prestada por el director del Corsica Call. Comenzó a enredarse con algo...

-¡Bien! ¿Ya está? -articuló, roncamente.

-¡Señor Queen, aquí está! -respondió el posadero.

-¿Sólo uno?

-¡Sólo uno!

-¡Vuélvalo! -Al cabo de un rato, Ellery agregó: -¿Está allí?

-Sí.

-¿Sólo uno?

-Sí.

-¿Donde dije que lo hallaríamos?

-Sí.

Ellery levantó algo por encima de su cabeza y dirigiendo la lente de la cámara, con la otra mano, sobre lo que yacía en el féretro, hizo un gesto convulsivo, y algo azulado serpenteó en el aire, acompañado por una relumbrante detonación, iluminando la falda de la colina con una llamarada del infierno.

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Y Ellery, haciendo una pausa en la macabra labor, se apoyó sobre la azada, diciendo:

-Permítanme contarles el caso -Scott trabajaba sin descanso. El padre Anthony estaba sentado sobre el lío que contenía la cámara fotográfica-. Voy a contarles una historia extraña, plena de diabólica astucia, sólo frustrada por... ¡Existe Dios, Padre!

"Cuando descubrí que el armario del cuarto de McGovern no estaba en el lugar habitual, quitado de allí hacia la hora del crimen, entreví la posibilidad de que el propio criminal lo hubiese movido con algún propósito definido... Empujando a un lado el mueble, descubrí en el muro, a un pie del zócalo, una marca circular hecha sobre el yeso. Esta huella y el armario se encontraban en línea recta con la silla de cañas en que estaba sentado McGovern al ser muerto y la puerta en que se apostó el criminal al oprimir el gatillo. ¿Coincidencia? Creo que no.

"Adiviné al punto que la huella era similar a la que podía haber producido un proyectil carente de fuerza, dado que la depresión era poco profunda. También se me hizo evidente que, supuesto que el asesino estaba de pie y la víctima sentada (muerta de un tiro en el corazón) la marca de la pared, situada a varias yardas detrás de la silla de cañas, debía aparecer, si había sido causada por la bala disparada por el homicida, en el mismo lugar en que la encontré, pues la trayectoria de la bala iba de arriba hacia abajo.

Los terrones retumbaban sobre el féretro.

-También era evidente -prosiguió Ellery- que, de haber sido esa bala la que atravesara el cuerpo de McGovern, el respaldar de la silla de cañas debía presentar una perforación. Examiné la silla, pero... ¡no descubrí agujero alguno! Luego, era posible que el proyectil que causó la huella en el muro, desviándose del blanco, no hubiese atravesado el cuerpo de McGovern; en otros términos, que se habían disparado dos tiros durante aquella noche tormentosa; uno, el que se alojara en el cuerpo, y otro, el que ocasionara la marca en cuestión. Pero no se habló del hallazgo de una segunda bala en aquel cuarto, a pesar de que había sido inspeccionado a fondo. Yo mismo revisé el piso, sin éxito alguno. De este modo, si se había descerrajado un segundo disparo, nada más sencillo deducir que el asesino se había llevado consigo el proyectil al mismo tiempo que movía el armario para ocultar la marca dejada por la bala. -Hizo una pausa y, sombrío, contempló la tumba deshecha-. Pero, ¿por qué se llevó ese proyectil, dejando que encontráramos la bala fatal, la misma que fuera hallada en el cuerpo de la víctima? Sus manejos no tenían sentido. Por otra parte, la proposición contraria significaba que no hubo nunca dos proyectiles: sólo había sido descerrajado un tiro contra McGovern.

La ladera de la colina temblaba de sombras mientras parecían danzar legiones de brujas sobre el lúgubre camposanto.

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-Comencé a trabajar -continuó Ellery, fatigosamente-, en base a esa suposición. Si sólo había sido disparada una bala contra McGovern, ésta era entonces la misma que le ultimara, atravesándole el corazón, saliendo por la espalda, perforando las cañas del respaldar de la silla y estrellándose contra la pared, en el sitio en que encontré la huella; la bala, rebotando, cayó sobre el piso; en tal caso, ¿por qué la silla de McGovern no presenta perforación de bala? Sólo se explicaba esa anormalidad suponiendo que no era ésa la silla de McGovern. El homicida ya había ejecutado un movimiento para encubrir la marca del muro dejada por la bala, movimiento tendiente a ocultarnos el hecho de que el proyectil traspasó el cuerpo: el desplazamiento del armario. En ese caso, ¿por qué no suponer que había cambiado las sillas? Todos sus cuartos, el señor Scott, están idénticamente amueblados; el criminal arrastró la silla de McGovern hasta su propio aposento, trayendo la suya para reemplazar a la de McGovern. Todas esas deducciones quedarían perfectamente verificadas si encontraba una silla de cañas con una perforación en el respaldo. Y no tardé en encontrarla, el señor Scott... ¡en el dormitorio de uno de sus pensionistas!

La tierra había sido nivelada al ras de la cuesta. El padre Anthony observaba a su amigo con ojos velados por la angustia; y, durante unos instantes, un negrísimo nubarrón cubrió el disco lunar, envolviendo la tierra en densas tinieblas.

-¿Por qué quería el criminal encubrir el hecho relativo a la existencia de la bala fría? -musitó Ellery-. Sólo podría mediar una razón: sus deseos de que el proyectil no fuera encontrado y examinado. Pero el caso es que la policía encontró y examinó la bala -el nubarrón descubrió la luna, que volvió a brillar sobre sus cabezas-; pero, ¡la bala descubierta no era la bala fatal!

Al fin, todo quedó concluido: el montículo se alzaba redondeado y tenebroso bajo la luz lunar. El padre Anthony, abstraído, tomó el pequeño poste funerario de madera y lo clavó en la tierra. Michael Scott se irguió en toda su estatura, enjugándose la frente.

-¿No era la bala fatal? -balbuceó.

-No. Reflexionen un instante: ¿qué objeto encerraba el descubrimiento de este proyectil? Pues, inculpar a Roger Bowen como asesino de McGovern; pero si era una bala falsa, debemos conjeturar que Bowen había caído en la celada tendida por alguien, el cual, imposibilitado de apoderarse del revólver de Bowen a causa de la vigilancia de éste, pero ya en posesión de una bala fría disparada por esa arma, se encontraba en condiciones ideales, después del crimen, para cambiar la bala inocente, por así decirlo, por la que ultimó, realmente, a McGovern -la voz de Ellery se elevó, estridente-. El proyectil del arma asesina no nos revelaría las marcas del revólver de Bowen; si el asesino hubiese dejado su propia bala en el lugar del crimen, los peritos habrían indicado que no procedía del revólver de Bowen y la celada se habría desbaratado. De este modo, pues, el criminal necesitaba llevarse la bala verdadera, la bala fatal, ocultar la huella del muro y cambiar

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las sillas de cañas.

-Pero, ¿por qué ese condenado no dejó allí la silla de cañas? ¿Por qué tanto afán para encubrir el estropicio en la pared? ¿Por qué no recoger su propia bala y dejar caer al suelo la de Bowen? ¿Acaso no sería esto lo más seguro? Y de esa manera, no tendría que ocultar que el proyectil había atravesado el cuerpo de McGovern.

-¡Sutil pregunta! -dijo Ellery-. Sí, ¿por qué? El asesino no llevaba consigo, a la hora de la muerte, la bala fría hurtada a Bowen; de fijo, la ocultó en algún lugar, inaccesible para él, dada la premura del momento.

-En ese caso, no esperaba que la bala le atravesara el cuerpo -gritó Scott, agitando sus poderosos brazos de suerte que sus sombras parecieron acuchillarse a través de la sepultura de McGovern-. Y debía esperar substituir la bala asesina por la de Bowen después del crimen, después del examen policial, después de...

-Eso mismo, señor Scott -puntualizó Ellery-. ¡Exactamente! Luego... -enmudeció de improviso.

Un fantasma, envuelto en diáfanas y blancas vestiduras, parecía flotar por la cuesta de la colina, precipitándose hacia ellos, rozando apenas la obscura tierra. El padre Anthony se incorporó, y Ellery apresó el mango de la azada, anhelante...

Michael Scott, empero, prorrumpió, roncamente:

-¡Iris! ¿Qué es...?

La muchacha se lanzó hacia Ellery:

-¡Señor Queen! -jadeó-. Ellos vienen... al cementerio... Descubrieron... alguien les vio dirigirse hacia aquí con las zapas y picos y... Pringle viene con Sam Dodd... Corrí para...

-¡Mil gracias, Iris! -respondió Ellery-. Entre sus muchísimas virtudes, pequeña, posee la del valor...

Mas no hizo movimiento alguno para alejarse.

-¡Escapemos! -murmuró Scott-. No quisiera que...

-¿Es un crimen buscar ponerse en comunión con los sagrados muertos? -articuló el detective-. No... ¡aguardemos!

Aparecieron dos puntillos; transformados, prestamente, en muñecos danzantes, cobraron mayor estatura y volumen y ascendieron, trabajosamente, la cuesta de la colina. El

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primero de ellos era corpulento: algo relumbraba en su diestra. Tras él se debatía un hombrecillo de rostro palidísimo.

-¡Michael! -vociferó el policía, blandiendo el arma-. ¡Padre! ¿Cómo? ¿Usted también aquí, señor Queen? ¿Qué diablos significa esto? ¿Se han vuelto todos insensatos? ¡Violando tumbas! ¡Cielos!

-¡Gracias a Dios que no llegamos tarde! -jadeaba el forense-. Aún no excavaron... -Miró el montículo y las herramientas, aliviado-. Señor Queen, no ignorará usted que es contrario a la ley su...

-¡Jefe Pringle! -dijo Ellery, con acento pesaroso y firme, dando un paso adelante y fijando sus ojos grises en los del médico forense-, detenga a este individuo por el asesinato premeditado de McGovern y tentativa de inculpar, criminalmente, a Roger Bowen.

 

Sombras purpúreas invadían el balcón; hacía largo tiempo que la luna se había puesto tras el horizonte; Corsica se entregaba al reposo; sólo rebrillaba, vagamente, el blanco vestido de Iris y el ascua de la pipa de Scott.

-¡Sam Dodd! -musitaba el posadero-. ¡Cielos! Conocía a Sam Dodd...

-¡Oh, Padre! -gimió la muchacha, tanteando las sombras del balcón en busca de la mano amiga del padre Anthony, sentado en la contigua mecedora.

-El asesino sólo podía ser Samuel Dodd -dijo Ellery, roncamente-. Puso usted el dedo en la llaga, señor Scott, cuando señaló que el criminal debía abrigar la esperanza de poder ejecutar después la substitución de los proyectiles, y de que no esperaba que su bala atravesara el cuerpo de McGovern. Por ventura, ¿quién podría haber cambiado las balas si el proyectil fatal quedaba en el cuerpo del muerto, cosa que esperaba el homicida antes del asesinato? Sólo Dodd, el forense, quien debía ejecutar la autopsia que es de rigor en estos casos. ¿Quién podía haber acallado el hecho de que la bala había atravesado el cuerpo de McGovern de parte a parte? Sólo Dodd, el empresario de pompas fúnebres del pueblo, que preparó el cadáver para la inhumación. ¿Quién estableció que la bala estaba dentro del cuerpo? Sólo Dodd, quien practicó su autopsia; si era inocente, ¿cómo explicar sus mentiras? ¿Quién puso en evidencia la bala de Bowen? Sólo Dodd, que afirmó haberla extraído del corazón de McGovern -Iris dejó escapar un desgarrador sollozo-. ¿Existían hechos confirmatorios de la teoría? ¡De sobra! Dodd vivía en esta casa y, por ende, tenía acceso nocturno al aposento de McGovern. Dodd "descubrió" el cadáver; por tanto; se encontraba en ideales condiciones para hacer cuanto le viniera en gana sin temer interrupciones. Dodd, en su carácter de médico forense, estableció la hora de la muerte, y es fácil comprender que podría haberla especificado algunos minutos más tarde de la verdadera a fin de compensar el tiempo empleado por él en desplazar el armario y las

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salidas de cañas. Dodd, conforme a sus propias declaraciones, salía con frecuencia de caza con Roger y, por consiguiente, podría haberse apoderado fácilmente de una bala fría de revólver de aquél, una bala disparada y errada. Dodd, corno forense, tenía espíritu profesional: es necesario tener alma de policía para pensar en esas marcas del proyectil fatal. Dodd, como forense, poseía profundos conocimientos en balística... y un microscopio para cotejar las marcas del "alma" del revólver... Ya ven, pues, que tenia mis buenas pruebas de su culpabilidad. En el aposento de McGovern descubrí la silla de cañas con la perforación de bala en el respaldo. Y lo que es aún más importante, amigos, deduje que si el cuerpo de McGovern, exhumado, tenía una herida de bala en el pecho y su correspondiente salida en la espalda, mis pruebas contra Dodd serían completas en el sentido de que había mentido en su parte oficial y que toda mi cadena de razonamientos era correcta. Excavamos la tumba, encontramos el agujero de bala en la espalda... ¡Mis fotografías enviarán a Dodd a la silla eléctrica!

-¿Y Dios, hijo mío? -dijo el padre Anthony, quedamente, desde el seno de las tinieblas.

Ellery suspiró:

-Prefiero pensar que fue algún otro agente el que intervino en el caso, haciendo que la bala atravesara, de lado a lado, el cuerpo de McGovern. De haberse alojado en el corazón del artista, como Dodd tenía buenas razones para esperar, no habríamos encontrado huellas en el muro, ni perforación en la silla de cañas, ni tendríamos motivos para considerar procedente la exhumación del cadáver. Dodd habría presentado al jurado la bala de Bowen, pretendiendo haberla encontrado en el cuerpo de McGovern, y Bowen habría encontrado tremendas dificultades para demostrar su inocencia...

-¡Pero Sam Dodd! ¡Sam Dodd! -gritó Iris, ocultando el rostro entre las manos-. ¡Tanto tiempo hace que lo conozco! ¡Si creo que me vio nacer! Siempre se portó conmigo tan cariñosamente, tan bondadosamente... tan...

Se incorporó Ellery y sus zapatos rechinaron. Curvándose sobre la niña de claro vestido, le apresó el mentón entre las manos y contempló, con admiración, aquel rostro agraciado.

-Hermosuras como la suya, querida Iris, son regalos peligrosísimos. Su bondadoso Sam Dodd asesinó a McGovern para librarse de un rival y enredó a Roger Bowen en el homicidio para desembarazarse, asimismo, de otro rival no menos peligroso.

-¿Rival? -balbuceó Iris.

-¡Rival! ¡Demonios! -masculló Scott.

-Tus ojos, hijo mío -susurró el padre Anthony-, son penetrantes.

-La esperanza surge en el corazón de los hombres como un manantial de júbilo... y de

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odio mortal -concluyó Ellery, suavemente-. Hija mía, Sam Dodd la amaba...

FIN