El Voyeur- Textos Clase Jueves 12 de Marzo

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Universidad de Chile Facultad de Filosofía y Humanidades Departamento de Literatura

Curso: Estética Literaria Profesor: David Wallace Ayudante: Riva Quiroga

La intransitividad de la imagen: el voyeur.

I. El gusto Valeriano Bozal1 “[…] En La camisa alzada (1765 – 72, París, Louvre), una de las pinturas más famosa, y más escandalosa, de Fragonard, se tiene la sensación de ver la escena a través del ojo de una cerradura o de un agujero practicado en la pared. Sin llegar a estos extremos, lo propios de esas imágenes es que han sido construidas como si las escenas fueran vistas por un mirón, en muchas ocasiones, sin que sus protagonistas tengan conciencia de que son observados. Siempre con la sensación de instantánea y temporalidad, de la mirada que sorprende un acontecimiento o descubre un objeto. La tensión entre objeto y mirada en las naturalezas muertas de Chardin es síntoma de esta nueva condición de la pintura, que lleva hasta sus últimas consecuencias algunos de los recursos ensayados por los pintores holandeses de género del siglo anterior. La afición por las «vistas», un género que adquiere ahora un desarrollo como no había tenido igual en los siglos anteriores, es otra manifestación relevante de la importancia adquirida por ese virtual sujeto que mira, por ese mirón ficticio que está en la base de las imágenes pictóricas, de las estampas y los dibujos. La presencia implícita o explícita de un «vouyeur» no es un rasgo de estilo ni un recurso técnico para la representación de los motivos, va más allá. La imagen se funda en un mirón, si se quiere, en una mirada. No sólo son agradables los colores y los objetos, los paisajes y las figuras, complace la mirada que, como medio, los ofrece. La mirada, conviene recordarlo, de un sujeto, de un mirón que no busca su complacencia sino en el acto mismo de mirar y en el mundo que a la mirada se remite, en lo que al mirar descubre. Su deleite se satisface en esa acción y en tales objetos, no trasciende hacia otros ámbitos: gusta de estos, que le son propios y próximos. Al mirón, explícito o virtual, de muchas obras rococó, corresponde el sujeto de gusto: así como el mirón perfila su naturaleza (de mirón, esa es la que ahora nos concierne) en tal actividad, importante hasta el punto de que la imagen adquiere esta o aquella fisionomía en función de la misma, de modo semejante se funda el gusto sobre el sujeto que despliega las posibilidades virtuales de su ejercicio en categorías concretas fundadas sobre la naturaleza del placer que obtiene, en el tipo de relación que con el objeto mantiene. La mirada encuentra en el ejercicio literario formas nuevas de realizarse. El teatro que se ofrece en la caja italiana, la narración novelesca, la novela epistolar…, son otros tantos procedimientos de este

1 Fuente: Valeriano Bozal: El gusto. Madrid, Visor, 1999. pp. 39 – 41

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2 ejercicio. El mirón puede ser el espectador que, sentado en el salón de un palacio privado, asiste a la escenificación de un pieza, el narrador capaz de entrar en la intimidad de sus héroes y heroínas, también esa intimidad desplegada en el intercambio epistolar de un género rancio que ahora encuentra, con Laclos, pero no sólo con él, fórmulas nuevas. El gusto de ese mirón selecciona entre lo que ve y nos ofrece a nosotros, espectadores, lectores, para nuestro propio gusto. El éxito de las ideas de Addison y la polarización de la reflexión estética en el concepto de gusto encuentran adecuada explicación en la progresiva autonomía que lo artístico y estético adquieren en el siglo XVIII. El gusto es eje fundamental de esa autonomía, pues le proporciona un ámbito específico, teórico y práctico. Al fundar el placer estético en el gusto, se configura un dominio que es autónomo, que no necesita de otros referentes extrínsecos para alcanzar la legitimidad de su explicación, que no apela ni a la moral ni a la religión, tampoco a la política o a la historia, ni siquiera a la utilidad social (aunque, en este punto, justo es decir que se contempla la utilidad social de la formación y la educación, y que tal formación lo es también del gusto)2. El movimiento de los estilos y la difusión y progreso de las ideas no es suficiente para explicar la nueva situación. A lo largo del siglo se produce una nueva «organización» de la recepción del arte. Fenómeno fundamental en este sentido es la consolidación de los salones y el comercio, que llevan aparejado el nacimiento y difusión de la crítica de arte. En los salones se muestran al gusto del público las obras más notables, y ese gusto adquiere la forma de juicio en los escritos que a los salones se dedican, ya sea en folletos especialmente editados al respecto, ya en publicaciones de carácter periódico que ahora dedican su atención a estos acontecimientos.

II. NADA QUE VER EN LA MIRADA Enrique Lihn3 Un mundo de voyeurs sabe que la mirada es sólo un escenario donde el espectador se mira en sus fantasmas Un mundo de voyeurs no mira lo que ve sabe que la mirada no es profunda y se cuida muy bien de fijarla o clavarla Entre desconocidos nadie aquí mira a nadie No miro a la Gioconda ni a Einstein en el subway En eso de mirar hay un peligro inútil fuera de que no hay nada que ver en la mirada.

2 El lector se entrará confundido si en las anteriores palabras entiende que los temas sociales, históricos, morales o políticos desaparecen del arte y la literatura. No sucede así, ni va a suceder a los largo del siglo. Bien al contrario, en su segunda mitad aumentarán los motivos que ofrecen este tipo de contenidos. Lo que aquí se intenta decir es que tales motivos, representados en las pinturas, los dramas y las poesías, poseen un valor estético que escapa al político o moral –aunque no los elimina–, un valor estético que explica que los cuadros puedan –y deban– ser contemplados y que poseen valor como objetos de contemplación. 3 Enrique Lihn: A partir de Manhattan. Valparaíso, Ediciones Ganymides, 1979. p. 24

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3 III. El voyeur Enrique Lihn4 La duplicación del mundo en la mirada del voyeur incorpora a la realidad una nada que la completa. La pasión de ver sin ser visto, a pesar de no serlo, en el límite del deseo de serlo, sustituye la realidad por el fantasma inmediato de la misma: un fantasma de carne y hueso, híbrido o mestizo de lo tangible y de la obsesión, que es una pura ausencia; la figura sin forma ni peso de una negatividad. El mirón reemplaza lo real por una cierta fascinación de lo real que constituye la inanidad de ésta, su muerte en la imagen, en la imago que la exalta. Se trata de un fenómeno “perverso”, en todo lo diferente a la contemplación que organiza la realidad (o se deja organizar, pasivamente, por ésta). Difiere el voyerismo de la mirada preformativa o transitiva, del acto de la devolución de la mirada que nos dan personas, animales y cosas, en una palabra, el mundo; de la relación de toma y daca dialéctica de las miradas comunicantes que incluye el repertorio entero de las pasiones, las ideas y los sentimientos. La mirada oblicua, evasiva, escurridiza, invisible del voyeur no intercambia nada con el mundo, en ella se ciega el acceso a la realidad. Lo que hace y lo que se hace es un trueque del ser por el no ser. Mirada vacía en la que no habría “normalmente” nada que ver si pudiéramos verla, escenario de un simulacro que retiene de la vida es que ella deja constantemente de ser como objeto de un autoerotismo que necesita de la imagen del otro y siente quizá, horror de su presencia y existencia. Detrás de los ojos minuciosos y ciegos del mirón se niega, en el terror (ejercido y que se vuelve contra sí mismo), el valor de cambio de la mirada, sus flujos y reflujos, su circulación “vital”. Perseo mata a loa Gorgona sin mirarla a los ojos, por mediación de un escudo o de un espejo. El voyeur ordinario se escuda en la mirada del otro por intermedio de esas fantasmagorías de los real su doble y su nada que son los vidrios de otros “espejismos”. Las aglomeraciones de gente en autobuses, trenes o aviones, pero también el aislamiento de pocos seres o de uno en escenarios espectaculares, aumentan esa especie de priapismo de la mirada impotente del mirón y su visión solipsista, fisgona y quizás desesperada, de una realidad que se afantasma bajo sus ojos. Las pinturas que siguen, de Óscar Gazitúa, hurgan a su vez, el tema del mirón. El pintor voyeur de por sí, en tanto ha mirado, miroteado, y luego ha mirado mirar, registrando el doblete de la realidad, en espejo o en vidrio repite una escena, recortándola, para la ansiedad de por sí insatisfecha del mirón. El pintor ha reflexionado sobre el reflejo de la mirada vacía que repite en el carro de un tren el punto en que se cruzan las piernas una pasajera; desplazamiento de la vulva a una metáfora de la misma: la chucha imaginaria. El pintor llega, quizá, a suprimir en la escena el doble “real” de la misma, y retiene sólo lo que mira el mirón, “mimándolo”. La mirada como espejo de nada y a la vez registro, y no dilucidación, de las condensaciones de la ambigüedad. No me haré cargo, es este contexto, de las presuntas insuficiencias técnicas o de las probables felicidades artísticas. No hago aquí de crítico de arte oficio que me carga sino de testigo de la idea que orienta un trabajo, por lo demás efectuado con obvia propiedad profesional. Desde éste ángulo, la producción de Gacitúa subtiende un sentido que se extiende al modo de hacerla, a su cómo. La mirada que se mira a sí misma desde el punto ciego del ojo el vicio del voyerista para no ser sino un duplicado “vacío” de lo real: desdoblamiento de esa suerte de ceguera que consiste en verse-ver lo mismo que se ve, elevado clandestinamente a la condición de fantasmagoría inmediata. Esa mirada de ultratumba, que mata lo que ve y lo convierte en imago, habla de lo que nos ocurre. Se trata de cómo miramos el mundo aquí y ahora. A hurtadillas. Lo congelamos bajo los anteojos cromáticos o lo refractamos desde los anteojos solarizados; nos obsede en cuanto imago, nos excita como fantasma. El mundo, por su parte, no nos devuelve la mirada sino la agresividad de su ceguera funcional; la del espía, el perseguido o el perseguidor, el falso testigo, el juez impotente, el torturador o el simple antipatizante de lo que vive fuera de su campo opresor, esto es, de lo que simplemente vive. 4 En: Enrique Lihn: Textos sobre arte. Santiago, Ediciones Universidad Diego Portales, 2008. pp. 365 – 367. [Texto datado en diciembre de 1981 y publicado en el díptico de la exposición de Óscar Gacitúa, Galería del Cerro, Santiago, agosto – septiembre de 1982].