El Viaje de Zoe - Javier Pelegrin

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Después de sus aventuras en elPalacio del Silencio, Martín decideacompañar a Alejandra en su viaje alpasado para ayudarla a cumplir suúltima misión. El regreso supone elreencuentro con viejos amigos, perotambién un nuevo y decisivoenfrentamiento con su másencarnizado enemigo. Esta vez, lalucha entre Hiden y Martín será avida o muerte, y solo uno de los dossaldrá victorioso ¿Se cumplirá laprofecía del Libro que vaticina lamuerte de Martín, o encontraránnuestros protagonistas la forma de

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cambiar su destino?

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Javier Pelegrin & AnaAlonso

El viaje de ZoeLa llave del tiempo 08

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Título original: El viaje de ZoeJavier Pelegrin & Ana Alonso, 2010Diseño de portada: Miguel Ángel Pacheco& Javier Serrano

Editor digital: nadie4everePub base r1.0

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Capítulo 1

Los caminos del tiempo

La séptima cubierta del Carro delSol era uno de los lugares más hermososde la antigua nave interplanetaria.Concebida en un principio como lugarde recreo para los tripulantes de mayorrango de la nave, había sido elegida por

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los condenados de Eldir para alojar aUriel en su viaje de regreso a la Tierra.Por decisión de la niña, sus amigos vancon ella aquel lujoso palacio-jardín. Esoles permitía disfrutar de ciertaprivacidad en medio del caos de lasuperpoblada ciudad flotante.

En pie junto a Casandra, Deimoscontemplaba distraído el firmamentoestrellado a través de una inmensoventanal curvo. Un árbol procedente delos bosques negros de Eldir extendía susbrillantes ramas oscuras sobre suscabezas. Parecía, más que una planta, unmonstruoso coral de azabache. Costabatrabajo ignorar su lúgubre silueta.

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—Jude dice que todo está a puntopara enviar la nave de tránsito a travésdel agujero de gusano —anunció Martín,acercándose—. Cuanto antes nosvayamos, mejor… Esa gente cada vezestá más alborotada.

Casandra asintió, sombría.—Hay que comprenderlos —dijo,

mirando de reojo al otro extremo delsalón, donde Uriel conversabaanimadamente con Alejandra—. Paraellos, Uriel es su salvadora. No puedenaceptar que ahora quiera abandonarlos.

—Gael tendría que hacer algo paraintentar calmar a Hud —murmuró Martín—. Ese tipo se cree un iluminado; y

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entre los condenados de Eldir haymuchos que lo consideran un profeta.Podrías hablar con tu padre, intentarconvencerle de que lo detenga…

Deimos alzó las cejas en un gesto deescepticismo que no intentó disimular.¿Por qué insistían todos en que hablasecon su padre? No quería hacerlo. Enrealidad, ni siquiera se sentía capaz demirarle a la cara.

—Mi padre está muy ocupadoreprogramando los controles de la navepara que funcione como una máquina deltiempo. Es mejor no desconcentrarlo.Además, aunque lo intentase, no creoque pudiese hacer gran cosa para

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controlar a los seguidores de Hud. Ellossiguen viéndolo como uno de losmalditos de Cánope, aunque no loconfiesen abiertamente.

—Vamos, Deimos —dijo Martín,poniéndole una mano en el hombro—.De momento ha terminado su trabajo,Jude acaba de decírmelo… Deberíashablar con él.

Casandra se volvió hacia otro de losventanales de la cubierta situado a suderecha. Por aquel lado se veía elreflejo pálido y frío de la puerta estelarde Eldir.

—Cuesta dejarla atrás, ¿verdad? —murmuró—. Es difícil hacerse a la idea

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de que nunca regresaremos a Zoe…—Quizá tú sí regreses algún día —

observó Deimos con una melancólicasonrisa—. El único que sabe conseguridad que no va a regresar soy yo.

Martín lo miró con expresión dereproche. El rostro de Casandrareflejaba, de pronto, un profundoabatimiento.

—No tienes por qué viajar al pasadopara ayudarnos, Deimos —le recordócon suavidad—. La decisión está en tusmanos. Basta con que regreses a laTierra un día después de que losperfectos envíen a tu hermano a travésde la esfera. Puedes elegir…

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—Vamos, Casandra, tú sabes tanbien como yo que eso no es cierto.Vosotros ya habéis vivido lo que para míno ha pasado todavía. Martín, tú me hasvisto morir… Y los tres sabemos que elpasado no se puede cambiar.

—Pero eso no significa que no seaslibre —objetó Martín—. Puedes probara no ir al pasado, a ver qué pasa.Deimos sonrió.

—Según Jude, eso podría crear dosuniversos alternativos. En uno, del quevosotros venís, yo viajo al pasadoy y enel otro, no lo hago.

—Y, por lo tanto, no mueres —concluyó Casandra con un brillo de

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esperanza en la mirada.Martín desvió la vista hacia el

estanque de algas doradas del centro dela habitación. Se le veía incómodo.Deimos se dio cuenta de que su amigono creía en aquella teoría de Jude acercade la separación de los universos. Si norebatía la conclusión de Casandra, eraporque no deseaba entristecerla aúnmás.

Deimos buscó la mano de Casandray se la apretó con fuerza. Procuró que suvoz sonara lo más despreocupadaposible.

—Ya estoy harto de que todo elmundo opine sobre lo que se supone que

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debo hacer —dijo con ligereza, comoacercándose—. Cuanto antes nosvayamos, mejor… Esa gente cada vezestá más alborotada.

—Hay que comprenderlos —dijo,mirando de reojo al otro extremo delsalón, donde Uriel conversabaanimadamente con Alejandra—. Paraellos, Uriel es su salvadora. No puedenaceptar que ahora quiera abandonarlos.

—Cuesta dejarla atrás, ¿verdad? —murmuró—. Es difícil hacerse a la ideade que nunca regresará.

—Vamos, Casandra, tú sabes tanbien como yo que eso no es cierto.Vosotros ya habéis vivido lo que para mí

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no ha pasado todavía. Martín, tú me hasvisto morir… Y los tres sabemos que elpasado no se puede cambiar.

—Según Jude, eso podría crear dosuniversos alternativos. En uno, del quevosotros venís, yo viajo al pasado, y enel otro, no lo hago.

—Ya estoy harto de que todo elmundo opine sobre lo que se supone quedebo hacer —dijo con ligereza—. Comosi las mías fuesen las únicas decisionescuestionables… ¿Qué me dices de lastuyas, Martín? Gael afirma que no puedeconvertir el agujero de gusano entreEldir y la Puerta de Caronte en unamáquina del tiempo que os lleve a un

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momento anterior al año 2128. Por lovisto, ese fue el año en que se terminóde construir la puerta…

—¿Y qué? —preguntó Martín—.Llegaremos tres años más tarde del añoen que nos fuimos. ¿Cuál es elproblema?

—Cuando abandonasteis Medusa, laciudad acababa de ser atacada. Era elprincipio de una guerra entre lascorporaciones… ¿Te imaginas cómohabrá quedado el mundo después de tresaños de guerra?

—No seas tan pesimista, Deimos —le recriminó Casandra—. Seguro que laguerra ya habrá terminado para cuando

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ellos lleguen. En plena guerra, nadie sehabría molestado en construir algo tancomplejo como la Puerta de Caronte. Sehabrían dedicado a otras cosas.

Deimos asintió, pensativo. Noestaba dispuesto a iniciar una nuevadiscusión con Casandra.

—Ojalá tengas razón —se limitó adecir—. Pero, de todas formas, osencontraréis el mundo muy cambiado,Martín. La guerra habrá destruidociudades, habrá matado a millones depersonas… Entre ellos, probablemente aalgunos de nuestros amigos.

Se interrumpió al ver que Alejandraavanzaba hacia ellos. Parecía

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preocupada.—Uriel insiste en bajar al Ágora

para dirigirse a la multitud —anunció envoz baja cuando estuvo a su lado—.Está segura de que podrá tranquilizarlos.Yo en cambio no lo veo tan claro…

De espaldas a ellos, la niña secolumpiaba sobre un pie mientrascontemplaba el holograma dinámico deAreté que adornaba la pared opuesta alos ventanales. Se comportaba con tantanaturalidad como si se encontrase sola.

—Quizá sea una buena idea —dijoMartín, mirando hacia la pequeña—.Parece haber recuperado toda suseguridad. Gracias a ti, Alejandra…

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La muchacha hizo un gestonegligente con la mano, como si aquellaidea fuese tan absurda que ni siquieravaliese la pena discutir sobre ella.

—Tenemos todavía un par de horashasta el lanzamiento a través del agujerode gusano —dijo—. ¿Qué os parece, ledejamos hablar?

Se miraron unos a otros, indecisos.—¿Por qué no probar? —dijo

Casandra—. Vale la pena intentarlo.—Pero ¿cómo lo hacemos? —

preguntó Deimos—. Esa gente esperaráque pongamos en escena un ritual, algograndioso…

—Ojalá estuviera aquí Yohari —se

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lamentó Alejandra—. Él sabría cómotratarlos. Al fin y al cabo, es uno deellos.

A Deimos no le pasó desapercibidala sombra de celos que atravesófugazmente los ojos de Martín. Sinembarga, cuando el muchacho habló, lohizo de forma desapasionada.

—Yohari puede hacer más en Eldirque aquí —contestó con firmeza—. Allíhay que reinventarlo todo, y él es el másindicado para guiar a su pueblo en estanueva etapa. Esto no es más que unpequeño alboroto de gente asustada. Loimportante es que nadie pierda lacabeza.

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—Ya; para ti es fácil decirlo —replicó Casandra con enfado—. Dentrode dos horas estarás fuera de esta cárcelvoladora. Y nosotros nos quedaremosaquí para lidiar con esa pandilla delunáticos.

—Tú no tienes por qué quedarte —dijo Deimos, mirándola—. Puedes irtecon ellos, si quieres. Estás a tiempo.Ella lo fulminó con la mirada.

—¿Estás loco? Sabes perfectamenteque no voy a dejarte solo ahora.Además, Jacob y Selene también van aquedarse. Por cierto, ¿dónde están?

—Han ido con Jude a darle losúltimos toques a la nave de tránsito —

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contestó Martín—. A Jacob le encantanesas cosas.

—Ya. —Alejandra sonrió—. Ytambién le encanta escaquearse cuandohay problemas.

Desde el otro lado de la sala lesllegó la voz cantarina de Uriel.

—Bueno, ¿habéis terminado, o no?—preguntó con impaciencia—. Si no osdecidís, iré yo sola a hablar con esagente —añadió, caminandoresueltamente hacia las altas puertas debronce.

Aquello terminó de un plumazo conla discusión. Las dos chicas salieroncorriendo detrás de Uriel, seguidas de

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cerca por Deimos y Martín. Ninguno deellos quería correr el riesgo de dejar ala pequeña sola en un trance comoaquel.

En el Ágora Central había muchoruido, y el calor resultaba asfixiante. Apesar de su enorme tamaño, la plazaprincipal del Carro del Sol estabaatestada de gente. En el ambiente flotabaun fuerte aroma a incienso, que semezclaba con el olor de los cuerpossudorosos. Casi todos los presentesllevaban puestas sus túnicasceremoniales blancas.

Desde una plataforma doradasuspendida con cuerdas de la cúpula,

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Hud, el antiguo profeta de la Hermandadde la Puerta de Caronte, arengaba entono febril a la multitud.

—Quieren arrancarnos la Luz de laPalabra, pero nosotros no loconsentiremos —tronó al ver aparecer aUriel en una de las puertas, escoltadapor sus amigos—. Ellos son losculpables.

Su dedo índice, huesudo ytembloroso, apuntó acusadoramente alpequeño grupo. Uriel se adelantó aCasandra y Alejandra, que marchaban encabeza, y caminó muy erguida hacia elcentro del Ágora. La gente se apartaba asu paso, formando espontáneamente un

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pasillo. Deimos temió que los mismosque se inclinaban respetuosamente anteUriel les impidiesen seguirla, pero nadielos estorbó hasta que llegaron a los piesde la plataforma flotante.

Los murmullos de la gente habíanido disminuyendo con cada paso quedaba Uriel, hasta transformarse en unpesado silencio.

Antes de hablar, la supuesta profetamiró a la multitud con inocenteperplejidad.

—¿Estabais hablando de mí? —preguntó—. Si es así, a mí también megustaría decir algo…

Sus ojos se elevaron hacia Hud, que

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la contemplaba asombrado desde laplataforma.

Varias voces se alzaron desdedistintos puntos del Ágora. —¡Déjalasubir, Hud!— decían. —¡Queremosoírla!

El anciano tardó unos instantes enreaccionar, pero finalmente activó élmismo el mecanismo que desplegaba lasescaleras de la plataforma.

En medio de los susurros de lamultitud, Uriel comenzó a subir peldañoa peldaño. Llevaba puesta una túnicaazul turquesa, los rubios cabellospeinados hacia atrás y adornados conuna resplandeciente diadema. Cuando

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Deimos y sus compañeros intentaronseguirla, varios hombres se adelantaronpara impedírselo. Algunos de ellos ibanarmados.

Obligado a permanecer con suscompañeros entre las primeras filas deespectadores, Deimos siguió con losojos el majestuoso ascenso de Uriel ylos gestos de Hud para imponer silencio.Cuando lo consiguió, el vidente se hizoa un lado para dejar el centro de laplataforma a la pequeña.

Alzando ambos brazos con lasmanos extendidas, Uriel desplegó unaradiante sonrisa dedicada a susseguidores. Después, empezó a hablar.

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Deimos prestó atención al principio alrimbombante discurso de la pequeña,pero pronto se cansó de hacerlo. Habíaoído aquellas vacías fórmulas acerca dela Luz de la Palabra demasiadas veces.Eran las mismas que Dhevan repetía enlas ceremonias más solemnes de Areté;las mismas que su propio padre le habíaexplicado una y otra vez cuando solo eraun niño. En los labios de Uriel sonabanmás frescas y vivas que nunca, pero, aunasí, seguían siendo solo eso, fórmulas.

Deimos pensó con añoranza en lostiempos en que aquellas palabrashabrían logrado conmoverle. Para él,esa clase de entusiasmo no volvería a

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repetirse. En unos días abandonaríatambién el Carro del Sol rumbo a suantiguo mundo. Gael programaría elagujero de gusano entre las dos puertasestelares especialmente para él. Llegaríaa Caronte cuatro meses antes del día desu partida. Desde allí, tardaría cuatromeses en llegar a la Tierra. Con la ayudade Jude, Gael programaría el agujero degusano y la nave de tránsito paraaterrizar en la base espacial de losperfectos exactamente el mismo día enque se fue. De ese modo, Dhevan nonotaría su ausencia y no lo relacionaríacon la misteriosa desaparición de Uriel,ni con el viaje a Eldir de los Cuatro de

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Medusa. Aún estaría a tiempo deganarse su confianza para lograr que leenviase al pasado junto con su hermanoAedh. A ese pasado que para él no habíaocurrido aún y en el que, según le habíancontado, perdería la vida a manos de supropio hermano…

Se estremeció; no quería seguirpensando en aquello.

En la plataforma de oro, Urielcontinuaba hablando. Muchos de loscondenados escuchaban sus palabras deconsuelo con lágrimas en los ojos. Eraincreíble cómo conseguía emocionarles.La niña improvisaba con asombrosaagilidad, guiándose por los cambios de

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expresión que reflejaban los rostros delos espectadores. Deimos la había vistohacer lo mismo en la Tierra, durante lasceremonias de los Suplicantes.Entonces, incluso él se había sentidoimpresionado.

Parecía haber transcurrido unaeternidad desde aquella época.

Se concentró en el discurso de lapequeña cuando la oyó afirmar conabsoluta seguridad que volvería de suviaje en el tiempo.

—Vosotros y yo estamos destinadosa reencontrarnos —dijo, paseando lamirada sobre aquella marea de rostrosesperanzados—. Volveré, y, cuando

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vuelva, ya nunca más me separaré devosotros. Solo os pido que tengáispaciencia y que preparéis el planetapara mi regreso. Es una misión difícil,pero estoy segura de que sabréis estar ala altura de mis esperanzas.

De reojo, Deimos observó la sonrisalevemente sarcástica que había afloradoa los labios de Casandra al oír aquellaspalabras. También notó que Martín loestaba observando a él.

Rehuyó su mirada, incómodo. Habíademasiada tristeza en ella, y también unasombra de culpabilidad.

Podía imaginar lo que estabapensando su amigo. En un par de horas

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se separarían, y Martín sabía que novolvería a verlo nunca más. Deimos sílo vería a él cuando viajase al pasado;pero, para Martín, eso era algo que yahabía sucedido. Eso explicaba sutristeza. Interiormente, se estabadespidiendo de Deimos. Su expresiónsombría era como un recordatorio deltriste destino que le aguardaba.

Alzó los ojos hacia Uriel,exasperado. Estaba harto de pensar en loque le esperaba. No iba a pasarse lopoco que le quedaba de vidaobsesionado con la muerte. Queríadisfrutar de cada minuto, y no ver caraslargas a su alrededor.

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Uriel terminó su arenga a loscondenados con varias citas del Librode las Visiones. Cuando dejó de hablar,estallaron algunos aplausos tímidos queHud acalló en seguida con un imperiosogesto.

—El Ángel ha hablado —dijo,frunciendo exageradamente las cejas—.En su inmensa generosidad, acepta elsacrificio que le han impuesto. Peronosotros no somos ángeles, hermanos.No tenemos por qué sacrificarnos.Hemos esperado demasiado tiempo lasalvación para que nos la arrebaten deentre las manos. Y todo por su culpa…

Su dedo apuntó de nuevo al pequeño

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grupo que formaban Deimos, Casandra,Martín y Alejandra en medio de lamultitud. Todas las miradas se volvieronhacia ellos. Algunas reflejabanindignación, otras miedo. El murmullode las acusaciones, poco a poco, fuesubiendo de tono.

—Esto se pone feo —murmuróAlejandra—. Tenemos que salir…

Deimos sintió una mano pequeña yáspera sobre su brazo. Se volvió,sobresaltado. Era Selima, la madre deYohari.

—Venid conmigo —dijo—. Ossacaré de aquí antes de que la cosaempeore. Rápido, no hay tiempo. Hud

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está desbocado…Selima los arrastró a través de la

multitud hacia una de las galeríaslaterales del Ágora. Se movía con tantarapidez, que en apenas un minuto habíanllegado a una de las puertas secundariasdel corredor norte. Un par de individuosse habían interpuesto en su camino,intentando detenerles, pero Selima loshabía apartado con su confiadaseguridad de anciana curtida en milbatallas.

—¿Y Uriel? —preguntó Alejandra,mirando hacia atrás—. ¿Qué pasará si laretienen?

—No os preocupéis —repuso

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Selima, guiándolos hacia una escalerade caracol que descendía al muelle delanzamiento—. Gael tiene variosinfiltrados entre la multitud. La sacaránde ahí a la fuerza, si hace falta. Pero noserá necesario: Ninguno de los de ahídentro se atrevería a hacerle daño.

—¿Ha sido mi padre quien te haenviado a buscarnos? —preguntóDeimos.

Selima hizo un gesto afirmativo.—Somos muchos los que estamos en

desacuerdo con Hud. Pero la gente estáasustada, y en momentos así puedencometerse muchas locuras. Cuanto antesos vayáis con la pequeña, mejor.

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Seguían descendiendo por elcilindro de paredes cobrizas. Lospeldaños metálicos temblaban bajo elpeso de los muchachos. Martín yCasandra marchaban en cabeza,seguidos de Deimos. Alejandra y Selimacerraban la marcha.

—¿Qué hará Hud cuando nosvayamos? —preguntó Alejandravolviéndose a mirar a la mujer—.¿Crees que puede llegar a ser peligroso?

—Hud siempre ha sido peligroso.Ojalá estuviese aquí mi hijo Yohari. Élsabría cómo tratarlo. Debimos impedirque embarcara…

—Tenía derecho a regresar a la

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Tierra, como los demás —replicóDeimos sin detener su avance—. Peroquizá tengas razón en lo de Yohari. Estagente necesita un líder, y Gaeldemasiado impopular para tomar lasriendas.

Las escaleras terminaban en unrecinto ovalado tenuemente iluminadopor globos de gas verdoso. Desde allí,bastaba cruzar un par de controles paraacceder a la zona de máxima seguridaddonde les esperaban Gael y Jude.

Un rectángulo de cielo estrelladoenmarcaba las figuras de los doshombres. Algo apartados, junto a una delas consolas de mando, se encontraban

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Jacob y Selene, que conversaban en vozbaja.

Todos alzaron la vista al oír entrar alos recién llegados, y sus rostros,incluido el semblante semirrobótico deGael, reflejaron un profundo alivio.

—Menos mal —bufó Jacob—.¿Cómo se os ocurrió meteros en esenido de serpientes? Podían haberosmatado. —Uriel quería calmarlos, y nonos pareció buena idea dejarla sola— sejustificó Alejandra. —Pero ¿cómosabéis vosotros…?

Se detuvo al ver la holopantalla quele señalaba Selene. El monitor ofrecíauna imagen en tres dimensiones de lo

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que estaba sucediendo en el Ágora.—Uriel sigue ahí —observó Martín

con inquietud—. Hud no parecedispuesto a apartarse de ella. No lepermitirá venir…

—Dejad de preocuparon —ordenóla voz seca y levemente metálica deGael—. La niña llegará a tiempo, mishombres se encargarán de ello. Venid,quiero que veáis esto —añadió,señalando al gran ventanal—. El agujerode gusano está a punto de abrirse.

Los chicos se aproximaronintimidados al inmenso miradorespacial. El anillo de la puerta estelaremitía un tenue brillo nacarado. Eldir y

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la enana roja Sahar quedaban justodetrás de la nave. Alrededor del anillo,solo se veían dispersos cúmulos deestrellas.

De pronto, un estallido de luzincendió la puerta. El firmamentopalideció hasta volverse casi blanco.Solo quedaba oscuridad en el centro delanillo: un círculo de color azul profundoque reverberaba con destellos de plata.

—Ahí lo tenéis —anunció Gael,triunfante—. El camino hacia vuestrotiempo está despejado.

Todos contemplaban el espectacularfenómeno con ojos maravillados. Laspalabras resultaban insuficientes para

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expresar lo que se sentía ante unespectáculo como aquel.

—¿Es el mismo agujero de gusanopor el que llegamos hasta aquí? —preguntó Martín al cabo de unosminutos.

—Más o menos —repuso Gael—.Sigue siendo un túnel que conecta laórbita de Eldir con los confines denuestro sistema solar, y llegaréis a laPuerta de Caronte, la misma por la queentrasteis. Pero, en realidad, no seráexactamente la misma… Llegaréis a laPuerta de Caronte en el pasado,concretamente en el año 2128.

—Herbert habría dado saltos de

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entusiasmo si hubiese visto esto —dijoJacob—. Una máquina del tiempo deltamaño de un pequeño planeta. Un túnelentre dos galaxias que se puedemanipular a voluntad para llegar a lasalida en cualquier época después de laconstrucción de la puerta. Por favor,Martín: prométeme que se lo contarás sillegas a verlo…

—Sabes que eso no es muyprobable, Jacob. Medusa estaba siendoatacada cuando nos fuimos. Herbert…

—Sí; ya lo sé. Lo más probable esque esté muerto.

Los dos amigos se miraron congravedad. Deimos suspiró, y espió de

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reojo los ojos empapados en lágrimasde Casandra.

Había llegado el momento de ladespedida.

—La nave se pilota prácticamentesola —explicó Gael—. La hemosprogramado para que aterrice en Marte,donde la gravedad es menor que en laTierra. Pero tendréis que ser vosotroslos que introduzcáis las coordenadasexactas, después de hablar con loscontroladores locales.

Gael los invitó a pasar al hangardonde esperaba la nave de tránsito. Eraun vehículo de forma icosaédrica,fabricado en una aleación metálica que

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Deimos no logró identificar. A través desu portezuela abierta se veía el interioracolchado, con cuatro asientos para lospasajeros.

Jude, que hasta entonces habíaprocurado mantenerse en un segundoplano, avanzó hacia la nave y echó unvistazo a la cabina para asegurarse deque todo estaba en orden.

—El viaje a través del agujerodurará apenas unos minutos —explicó—. Pero tened en cuenta que, una vez alotro lado, tardaréis casi cuatro meses enllegar a Marte. Lleváis agua yprovisiones más que suficientes, aunquesé que odiáis las galletas de algas de

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Eldir…—Sobreviviremos, no te preocupes

—dijo Martín con una sonrisa—.¿Cuándo debemos embarcar?

—Cuanto antes, mejor —contestóGael—. El agujero permanecerá abiertounas diez horas, como mucho. Ytardaréis casi tres en llegar hasta él…Jude, ¿quieres ir a ver qué diablos pasacon esa cría?

Deimos observó la salida de Judecon el ceño fruncido. Era cierto que nose había esforzado mucho porrestablecer la relación con su padre a suregreso del planeta Zoe, pero, a pesar detodo, le irritó que Gael tratase con tanta

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familiaridad a Jude, mientras a él fingíaignorarlo. Cualquiera habría pensadoque su hijo era Jude…

El muchacho regresó en cuestión desegundos. Parecía intranquilo.

—Ha salido del Ágora —dijo—.Miro la trae hacia aquí, lo he visto enuno de los monitores.

—Entonces, ¿a qué viene esa cara?—preguntó Gael—. Todo ha salido bien,¿no?

—Yo no diría tanto. Venid; serámejor que lo veáis vosotros mismos…

Salieron todos del hangar ysiguieron a Jude hacia el gran miradortransparente. La luz del anillo se había

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atenuado un poco y había adquirido unatonalidad violácea. Pero lo que Judequería mostrarles no era eso… Su manoapuntaba a una larga galería de lacubierta principal, cuyos ventanales seveían a la izquierda, un poco por debajode su puesto de observación.

Deimos distinguió, a través de lasvidrieras iluminadas, las siluetas decientos de personas apiñadas contra elcristal sintético. Algunas estabangolpeándolo con furia. En la distancia,resultaba difícil interpretar susmovimientos, que parecíandesesperados.

—¿Quién es toda esa gente? —

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preguntó, volviéndose hacia Jude.—Hud ha conseguido arrastrar a sus

seguidores más fanáticos hasta elmirador —explicó el muchacho—. Estánfuera de control. Quizá deberíamossellar esa parte de la nave hasta despuésdel lanzamiento…

En silencio, Gael se dirigió a una delas consolas de dirección y pulsó varioscontroles holográficos. Entre lainteligencia artificial que dirigía elCarro del Sol y el anciano científico seentabló un mudo diálogo a través de unarápida sucesión de hologramas.

En ese momento, en el umbral de lasala apareció Uriel acompañada de un

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hombre joven, marcado con una prótesisdorada que le cubría la mitad derechadel rostro.

—Hay que darse prisa —dijo elindividuo dirigiéndose a Gael eignorando a todos los demás—. Hud escapaz de cualquier cosa. Es posible quelo haya dejado herido. No había formade quitarle a la pequeña…

Uriel, mientras tanto, se habíareunido con sus amigos. De su expresiónhabía desaparecido la radiante sonrisadel Ágora. Estaba temblando, y parecíaatemorizada.

—Nunca creí que me despediría asíde mis seguidores. Yo esperaba que…

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que mostrasen respeto, que aceptasen midecisión… ¡Me siento como si estuviesetraicionándolos!

—Es absurdo, Uriel —dijo Selene,intentando infundirle ánimos con susonrisa—. Tú no les debes nada. Ahorano debes pensar en ellos, sino en ti.

—Pero ¿qué pasará cuando mevaya? —insistió la niña—. ¿Y siintentan vengarse?

—Aunque Martín se vaya contigo,quedamos los demás —rezongó Jacob—. Qué pasa, ¿no confías en nosotros?Te recuerdo que nunca hemos sido tanpoderosos como ahora. Podemos sacarel máximo partido a nuestros implantes

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neurales; y todo gracias a Zoe…Gael regresó junto a los muchachos.

La parte humana de su rostro parecíamás sombría que antes, y su único ojoorgánico brillaba más de lo habitual.

—De momento la situación estácontrolada, pero no podemos mantenerlas puertas del mirador cerradasdemasiado tiempo. Cuando lodescubran, se pondrán aún másnerviosos… Tenéis que embarcar,chicos. Cada minuto de retraso empeorala situación.

Los ojos de Deimos se encontraroncon los de Martín. No podían seguirretrasando la despedida.

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—Cuídate mucho —le dijo Martín,abrazándolo—. Y no des nada porsentado… Ni tú ni yo sabemos lo quepuede ocurrir.

Deimos asintió. No era el momentode discutir; ya no. Y no queríadespedirse de su amigo con mal saborde boca.

—Ten mucho cuidado con Hiden —le recomendó—. Protégete de él. Noolvides lo mucho que te odia…

Ahora fue Martín quien hizo un gestoafirmativo con la cabeza, aunque elbrillo desafiante de sus ojos indicabacon claridad que no pensaba ocultarsede su viejo enemigo.

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A partir de ese instante, Deimos seembarcó en una vertiginosa sucesión deabrazos, besos, consejos dados yrecibidos y apretones de mano en elúltimo instante. Al besar a Alejandra,notó la humedad de las lágrimas en lasmejillas de la muchacha. Casandratambién estaba llorando. Incluso en losojos de Jacob había un reflejo acuosoque, en un momento dado, él trató deeliminar frotándose enérgicamente lospárpados. Durante todo aquel tiempo,Deimos consiguió que una parte de suconciencia se mantuviese indiferente ala escena, ajena a ella, como si no fuesemás que un espectador casual.

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Necesitaba aquel distanciamiento. Noquería que Casandra notase el desgarroque le producía aquella separación. Paraél, era el comienzo de una larga serie deadioses definitivos. La despedida delcondenado que sabe que se acerca suhora.

Comenzó la cuenta atrás. Uriel,Alejandra y Martín ya se encontraban enel interior de la nave de tránsito, y lavoz de Gael les llegaba únicamente através del intercomunicador instalado abordo. En unos instantes comenzó laignición. Las compuertas se abrieron yla nave salió disparada, dejando tras desí una ancha estela de residuos

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incandescentes. Su trayectoria quedómarcada en el cielo como el rastroluminoso de un fuego artificial. El rastroiba directo hacia el anillo, y, a medidaque se alejaba del Carro del Sol, se ibavolviendo más y más tenue.

Deimos miró hacia el ventanal delmirador donde, poco antes, se agolpabancientos de personas. Ahora quedaban tansolo un puñado de siluetas inmóvilespegadas al cristal. Cuando la estelaanaranjada de la nave de tránsito seapagó definitivamente, fundiéndose conla oscuridad del cielo, incluso aquellasfiguras se fueron retirando. Al final soloquedó una: la sombra exageradamente

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alargada de un hombre encorvado conuna blanca cabellera que le caía sobrelos hombros. Hud, el vidente, seguíaescrutando el firmamento. Quizáesperaba un milagro de última hora; oquizá estuviese contemplandomentalmente el desolado panorama quele ofrecía el futuro después de perder aUriel.

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Capítulo 2

Destino

De regreso en la séptima cubierta,Jacob se escabulló en seguida con elpretexto de ir a preparar unas bebidas (yde paso, seguramente, encontrar unmomento de soledad para controlar susemociones). Regresó al cabo de un

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cuarto de hora con varios vasos de aguahelada y verdosa sobre una bandeja deplata. Cualquier robot podría haberservido los refrescos en su lugar, peronadie tenía ganas de aprovechar aquelinsólito arranque de generosidad porparte del muchacho para hacer chistesfáciles.

Deimos, Casandra y Selene loesperaban sentados bajo uno de losárboles de coral negro que adornaban eljardín. Gael había insistido en quesiguieran alojándose en aquella partedel Carro del Sol, aunque Uriel ya noestuviese con ellos.

—Hay problemas —anunció Jacob,

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derrumbándose sobre uno de los blandossofás transparentes después de haberrepartido los vasos entre sus amigos—.Hud está como loco, y, si nadie lodetiene, va a conseguir enloquecer a losdemás. Quiere culpar a alguien de lo queha pasado, y ya os podéis figurar quiénese alguien.

—Nosotros —murmuró Selene conel ceño fruncido—. Y pensar quetodavía tendremos que pasar cuatromeses con esta pandilla de locos…

—No todos los condenados estánlocos —dijo Casandra—. Los queescuchan a Hud son solo una minoría.

—Ya. —Selene hizo una mueca—.

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Pero una minoría que hace mucho ruido.—Mientras se quede en ruido,

podemos estar tranquilos —razonóJacob—. El problema es que, encualquier momento, podría convertirseen algo más…

Deimos, que había escuchado toda laconversación con aire ausente, se volvióhacia él.

—¿Algo más? —repitió.Jacob asintió con la cabeza.—Un motín —dijo en voz baja—.

Este trasto es enorme, pero, si lo pensáisbien, no se diferencia demasiado de unbarco aislado en alta mar. Imaginaos queHud y los suyos se hacen con el

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control…—Eso no ocurrirá —le interrumpió

Selene con firmeza—. Estamos nosotrospara impedírselo. Ahora somos máspoderosos que nunca…

—Tendréis que hacerlo sin mí —dijo Casandra—. Cuando me vaya conDeimos, os quedaréis los dos solos paramanejar la situación. Sé que nonecesitáis mi ayuda, pero, de todasformas, me siento un poco culpable…

—He estado pensando sobre lo devuestro viaje —dijo Jacob, todavía conel vaso lleno en la mano—. La verdades que no hay ninguna necesidad de queos adelantéis. Podemos llegar todos

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juntos a bordo del Carro del Sol. Asínos ayudaréis a controlar las cosas aquí.

Deimos lo miró alarmado.—Pero, Jacob, yo tengo que llegar a

la Tierra el mismo día en que me fui. Esla única forma de que Dhevan nosospeche de mí y de que me envíe alpasado con Aedh.

Jacob resopló, como si le molestaraque le repitieran algo que sabía desobra.

—Yo no veo tan claro que seaimprescindible llegar ese mismo día,pero, si tú quieres que lo hagamos así,así lo haremos. A los condenados deEldir no creo que les importe demasiado

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llegar un día antes o un día después.—Tal vez a los condenados no les

importe, pero a los ictios y a losperfectos sí que les importará —intervino Casandra, pensativa—. ¿Cómoreaccionarán cuando vean aparecer atoda esta gente de golpe? Habría queprepararlos.

—Tonterías. —Jacob se puso en piecon tanta energía que parte del contenidode su vaso salió despedido en forma depequeñas salpicaduras—. Casi todos loscondenados tienen familiares y amigosen la Tierra. Se alegrarán de verlosregresar. Y, el que no se alegre, que sefastidie.

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Selene alzó los ojos hacia él conexpresión de reproche.

—Ya, claro —dijo—. ¡Qué maneratan fácil de arreglar las cosas!

Casandra miró a Deimos, dubitativa.—Quizá podríamos hacerlo como

dice Jacob —murmuró—. Estaríamostodos juntos, y tú llegarías a tiempo paraengañar a Dhevan.

—No —dijo una voz tajante desdela puerta—. Lo siento, chicos, pero esoque queréis es imposible.

El que había hablado era Jude.Todos los ojos se volvieron hacia él consorpresa. Los de Deimos, además,reflejaban desconfianza.

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—¿Cómo sabes de qué estamoshablando? —preguntó—. Hace unmomento miré hacia la puerta y noestabas. Acabas de llegar…

—Mientras venía hacia acá, osestaba escuchando —explicó Jude,señalando una pequeña prótesis en elinterior de su oreja—. Órdenes deGael…

—¿Así que ahora te has convertidoen el espía de mi padre?

—No seas idiota, Deimos —replicóJude con ligereza—. Lo hace porvosotros; sobre todo por ti. No quiereque os metáis en líos.

—Llevo cuidando de mí mismo toda

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mi vida —replicó Deimos. La voz letemblaba de indignación—. Es un pocotarde para hacer el papel de padreejemplar.

Jude se encogió de hombros conaparente indiferencia.

—Peor para ti si no quieresentenderle —dijo—. Él solo pretendeayudarte.

—¿Por qué has dicho que no alentrar? —preguntó Jacob, que aúnseguía de pie, a medio camino entre elsofá y el árbol de coral negro queadornaba la estancia—. ¿A qué tereferías?

—A lo de viajar todos juntos —

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explicó Jude—. Sería una imprudencia.No podemos presentarnos en la Tierracon toda esta gente de golpe. Están muynerviosos, y aún estarán peor cuandolleguemos. La mayoría ha pasado suvida al aire libre; les vuelve locos esteencierro. Y tienen a Hud paracalentarlos con sus historias devenganza. Su llegada puede provocargraves disturbios en la Tierra. Antes dedejarlos desembarcar, hay que prevenira los ictios. Y hay que hacerlo contiempo suficiente.

—Todo eso no ha sido idea tuya,¿verdad? —preguntó Deimos consarcasmo—. Es lo que piensa Gael; te

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ha enviado para que nos lo digas. ¿Y porqué no viene él en persona, si puedesaberse?

—Sabe que no sería bien recibido—repuso Jude con calma—. De todasformas, yo estoy de acuerdo con él.Odio tener que presionaros así, pero lareprogramación de la puerta estelar nosva a llevar casi dos días. Tenemos quesaber ya si Casandra y tú vais aadelantaros o si os vais a quedar en elCarro del Sol. No podemos tener a todaesta gente aquí esperando mientrasvosotros os decidís. No entienden porqué no nos movemos… Y cada vez sonmás los que hacen preguntas.

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Un incómodo silencio acogió susúltimas palabras. Todo lo que habíadicho Jude era razonable; sin embargo,los cuatro lo miraban como a un intrusoque se estaba metiendo donde no lellamaban.

—Entonces, ¿qué es lo que proponeGael?

—Que algunos de vosotros viajéis alpasado, al mismo día en que partisteisde la Tierra, para advertir a los ictios delo que ha sucedido. Los demásviajaremos a través del agujero degusano de las puertas estelares sinretroceder en el tiempo. Según nuestroscálculos, habrán pasado tres meses y

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veintiún días desde que abandonasteisAreté. Eso les daría a los ictios casicuatro meses de margen para preparar alresto del mundo de cara al regreso delos condenados.

—¿Y, según Gael, quiénes denosotros deberían formar esaavanzadilla? —preguntó Deimos,conteniendo a duras penas su irritación.

Jude contestó sin alterarse ni lo másmínimo.

—En principio, teníamos entendidoque seríais Casandra y tú. ¿No era esolo que tú querías, Deimos? De todasformas, si habéis cambiado de opinión,es cosa vuestra. A Gael y a mí nos da lo

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mismo.Deimos se levantó bruscamente del

sofá y se dirigió a la gran cristalera delfondo. Durante unos segundospermaneció allí, callado. Las últimaspalabras de Jude le habían dolido.

De modo que a Gael le traía sincuidado que viajara antes o después. Sinembargo, su padre sabía lo que leocurriría si regresaba el día en que salióde la Tierra. Martín le había contado lode su viaje al pasado con Aedh, eincluso lo de la muerte de sus hijosdurante un duelo, en Marte. ¿Cómo eraposible que no le importase si esedestino se cumplía o no? Deimos tenía

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muy claro que no iba a permitirleinterferir; pero, en el fondo, le habríagustado que se preocupase.

Regresó con los demás, decidido ano volver a perder los nervios. Susamigos no habían dicho ni una palabraen todo aquel tiempo. Parecían estaresperándolo.

—Podríamos regresar los cuatrojuntos al pasado —propuso Selene,mirándole—. A Jacob y a mí nos daigual llegar antes o después. Quizá a losictios no les vendría mal nuestra ayudapara prepararles el terreno a loscondenados. ¿Tú qué crees, Jacob?

—Me gustaría que volviésemos los

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cuatro juntos —admitió el aludido,alzando las cejas—. Aunque no sé si esbuena idea…

—No lo es, creedme —dijo Jude—.Me da igual quién sea, pero al menosuno de vosotros tiene que quedarse en elCarro del Sol con los condenados.Vosotros tenéis poderes especiales que,en un momento dado, si las cosas seponen feas, podríais utilizar paracontrolar la situación. Hud es máspeligroso de lo que pensáis. Yo le creocapaz de cualquier cosa, incluso desabotear la nave.

—¿Por qué iba a hacer eso? —preguntó Casandra, escandalizada—.

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Nos mataría a todos, y él moriríatambién…

—¿Creéis que eso le importa? —Jude sonrió con amargura—. En elfondo, seguramente es lo que más desea.Que el Carro y todos sus ocupantesestallen en el vacío. Así, todos susmalos augurios se harían realidad.

—Ya; pues no vamos a permitírselo—aseguró Jacob—. Tienes razón, Jude,sería peligroso que nos fuéramos todos.Yo me quedo.

—Y yo también —añadió Selene,mirando a Jacob con enfado—. ¿O quépensabas, que te ibas a librar tanfácilmente de mí?

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Jacob pasó por detrás del sillón queocupaba la muchacha e, inclinándosesobre ella, le estampó un sonoro beso enel cuello.

Deimos notó la mirada de Casandrasobre él, pero evitó encontrarse con susojos. No se sentía con ánimos paraenfrentarse a la tristeza que reflejaba sucara. Más que nunca, tenía que dominarsus emociones. Daba lo mismo lo quepensase su padre, incluso lo que pensaseo sintiese su novia. Tenía claro lo quedebía hacer.

«Supongo que el sentido del deberes lo que va a condenarme», se dijo conmorbosa satisfacción.

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Con lo fácil que sería dejarsearrastrar por los sentimientos…

—Pídele a Gael que prepare la navepara viajar lo antes posible al año 3075.Que lo calcule todo para que lleguemosa la Tierra el dieciséis de noviembre.

—¿Quiénes? —preguntó Jude.Deimos no miró a Casandra. Sabía

de antemano que ella estaría de acuerdocon lo que él decidiese. Y los otrostambién…

—Dos pasajeros —repuso en tonoapagado—. Jacob y Selene se quedarána bordo del Carro del Sol… En la navede tránsito viajaremos tan solo Casandray yo.

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Capítulo 3

La estrategia de Hud

Sujetando con firmeza el cálamo desu pluma entre el índice y el pulgar de lamano derecha, Deimos trazó unahermosa y complicada «Q» inicial en lalámina de papel electrónico que acababade desplegar sobre la mesa. Había

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decidido escribirle una carta dedespedida a su padre, y, después demucho pensar, había resuelto hacerlomediante la antigua caligrafía manualque Gael le había enseñado a practicarcuando era niño. Hacía muchos años quehabía enterrado aquellas lecciones en elfondo de su memoria, pero le parecióque el esfuerzo merecía la pena. Gael lovaloraría.

Tardó casi un cuarto de hora entrazar las dos palabras delencabezamiento: «Querido padre…».

Cuando terminó de dibujar la última«e», se quedó mirando el papel concierta perplejidad. No sabía cómo

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seguir. Eran tantas las cosas que queríadecirle a Gael antes de aquel adiósdefinitivo, que no sabía por dóndeempezar. Además, ni siquiera estabaseguro de que aquella carta sirviera dealgo. Si lo que estaba buscando era uncaluroso abrazo final, o una muestra dearrepentimiento de su padre por todo loque había hecho sufrir a su familia,probablemente aquel no era el mejorcamino. Si es que existía algún caminopara llegar al reseco corazón de Gael,cosa que dudaba…

Pensó en Jude. El muchacho, a sumodo, había conseguido ganarse elafecto del viejo. Lo había logrado a

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través de su talento para las cienciasfísicas. La inteligencia y la agudezaintelectual eran cosas que Gael sabíaapreciar. El amor, en cambio, no parecíatener cabida en su universo. PeroDeimos no quería que aquel últimointento de comunicarse con su padrefuese tan solo un compendio de frasesingeniosas y brillantes. No queríaimpresionar a Gael, aunque sabía que, sise hubiese molestado alguna vez enintentarlo, tal vez lo habría conseguido.De todas formas, ya era demasiado tardepara eso. Solo quería decirle que iba aecharle de menos; que, a pesar de todolo que había sucedido entre ambos,

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lamentaba separarse de él. No esperabaenternecerlo. Lo único que pretendía eraaligerar su conciencia, irse con lasensación de haber hecho todo loposible para arreglar las cosas entre losdos. Era consciente de que, en losúltimos días, había hecho sufrir al viejo.Le había evitado sistemáticamente, y, enlos momentos en que no había podidohacerlo, ni siquiera se había molestadoen disimular su contrariedad, que aveces se transformaba en auténticarepugnancia. Bien; admitía que se habíapasado. Solo esperaba que la cartapudiese reparar todo el daño quehubiera podido hacerle…

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Si es que lograba que sus palabrasno dejasen traslucir lo herido y furiosoque se sentía. Después de probarmentalmente durante unos minutos condistintos párrafos, tuvo que reconocerque la tarea iba a resultar más difícil delo que en un principio había supuesto.Todas las frases que se le ocurrían lesonaban ridículas y quejumbrosas. Entodas latía una recriminación oculta.Aunque intentase rememorar tiemposfelices o mencionar lo mucho que habíaaprendido de él, daba lo mismo. Suspalabras terminaban sonando patéticas.

Borró de un manotazo el torpeencabezamiento que había escrito. Quizá

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si volvía a empezar…Dos tímidos golpes resonaron al otro

lado de la puerta. Deimos arrojó lapluma sobre el papel electrónico,secretamente agradecido por lainterrupción.

—¿Eres tú, Casandra? —preguntó—. Entra…

El rostro moreno y expresivo de suamiga apareció en el hueco de la puerta.El gris dorado de sus ojos reflejabaincomodidad, quizá cierta cautela.

—No quería interrumpirte —dijo—.Hay tantas cosas que preparar…

—Entonces ¿por qué me hasinterrumpido? —preguntó él, burlón.

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Ella se abrió paso entre los muebleshasta el borde de la cama, donde sesentó cruzando las piernas. Echó unaojeada al papel vacío y a la pluma quehabía sobre el escritorio. Lo miró concuriosidad.

—¿Qué estabas haciendo,caligrafía? Has elegido un momento algoraro, ¿no?

Estaba claro que no pensabacontestarle a la pregunta que él le habíaformulado. Sabía que lo único quepretendía era provocarla, y le conocíademasiado bien para caer en sustrampas. Los ojos de la muchachavagaron distraídos por las paredes

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decoradas con hologramas abstractosque recordaban, por su mezcla decolores, el aspecto abigarrado de lasuperficie de Zoe. Deimos espió dereojo su rostro. Parecía indecisa. Comosi hubiese ido a verle para decirle algoy no supiese por dónde empezar.

—¿Has visto a mi padre? —dijo,por decir algo.

Había preguntado aquello sinreflexionar demasiado, como un modode iniciar la conversación. Sin embargo,al ver la cara que ponía Casandra se diocuenta de que había dado en el blanco.

—Vino a buscarme para hablarconmigo —explicó ella, titubeante—.

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Ha estado muy amable, Deimos…—¿En serio? —la voz de Deimos

sonó áspera y escéptica—. Pues eso estoda una novedad.

—Está preocupado por ti. Cree quele estás rehuyendo. No es idiota… Se dacuenta de que no quieres verle. —No heintentado ocultarlo.

Ambos callaron durante unossegundos.

—Él piensa que quizá existan otrasopciones —dijo de pronto Casandra envoz baja.

Deimos la miró sin comprender.—¿Otras opciones? —repitió—.

¿De qué hablas?

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—Podrías probar a no volver alpasado. El riesgo merecería la pena. —Casandra hablaba cada vez con mayorprecipitación—. Si decides intentarlo,yo me quedaré contigo. Gael me hahablado de un lugar seguro en el antiguoterritorio de Arrecife. Los habitantesllevan una existencia muy pacífica, porlo visto se mantienen al margen de lostejemanejes de los ictios y de losperfectos. Podríamos irnos a vivir allí…No me mires así, Deimos. Nada nosimpide hacerlo, Gael me lo haexplicado. No voy a empezar adesdibujarme porque tú no viajes alpasado, ni nada por el estilo. Eso son

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fantasías de la gente que no entiende elsignificado de los viajes en el tiempo.

A medida que la muchacha hablaba,Deimos empezó a notar que el corazónle latía más y más deprisa. Para ocultarsu agitación, se puso en pie y caminóhacia la falsa ventana del camarote. Sequedó un momento allí, con la vistaclavada en el jardín holográfico que seveía a través del cristal mientras suimaginación volaba a aquella coloniaperdida en los territorios de Arrecife.

Una nueva vida. Una nueva vida conCasandra. Ella tenía razón; ¿por qué nointentarlo? Creer que algo malo lessucedería por no aceptar el destino era

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pura superstición. El universo no volaríaen pedazos porque él se atreviera aviolar la ley de la causalidad. Si lasleyes de la Física se lo permitían, ¿porqué no iba a hacerlo? Ni él ni nadieentendería cómo había sucedido, peroeso no era lo importante. Lo importanteera que existía una luz al final del túnel;que no tenía por qué morir.

Se volvió hacia Casandra con unbrillo de esperanza en la mirada.

—¿De verdad vendrías conmigo? —preguntó.

Ella le sonrió. Por primera vezdesde que la conocía, parecía casi feliz.

—¡Claro que iría contigo! —le

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aseguró—. Tú eres lo que más meimporta en el mundo. Al diablo losictios, los perfectos y las quimeras. Nosconstruiremos una casa frente al mar.Qué sé yo; a lo mejor, con el tiempo,podríamos tener hijos…

La muchacha dejó de hablar ycontempló el ficticio jardín de laventana con ojos soñadores. Deimosobservó que su mano derecha jugueteabacon un pequeño objeto dorado.

—¿Qué es eso? —preguntó.Casandra siguió la dirección de su

mirada y abrió la mano. En su palmadescansaba un dije ovalado que Deimosreconoció al instante.

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—Es el de mi padre, ¿verdad? —preguntó—. No puede ser el de mimadre, se quedó en la Tierra…

Tal vez su voz sonó más brusca de lonormal, porque Casandra lo miró conojos asustados.

—Gael me dijo que queríaregalármelo —explicó—. Pensé que tealegrarías…

—¿Alegrarme? —Deimos se habíaacercado a ella y la miraba desdearriba, el rostro crispado y casiamenazador—. Casandra, estáintentando manipularte. Nos estámanipulando a los dos. ¿Cómo se atrevea darte el dije? Yo se lo devolví después

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de recuperarlo en la Rueda de Ixión. Fueun regalo de mi madre. Gael te lo hadado solo para provocarme a mí.

—¿No te parece que estás siendo unpoco egocéntrico? —repuso Casandrasin dejarse intimidar—. ¿Por qué todo loque hace o dice tu padre tiene que estarrelacionado contigo? Me lo dio porquele caigo bien; ¿qué hay de malo en eso?Deberías alegrarte…

—Tú no lo conoces tan bien comoyo. Te está utilizando. No sé para quédiablos te ha dado el dije, pero estoyseguro de que no ha sido con buenasintenciones. Y toda esa historia delrefugio en Arrecife… Te ha estado

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lavando el cerebro.Casandra se apartó unos pasos de él

y se quedó mirándole con los ojos llenosde lágrimas. Sus labios temblaron, perono llegó a decir ni una palabra. Se sentíademasiado herida para hablar.

Deimos se sentó en la cama y enterróun instante la cabeza entre las manos.Sabía que estaba siendo injusto conCasandra. En realidad, con quien sesentía furioso era consigo mismo porhaberse tragado con tanta facilidad elanzuelo que le había lanzado su padre.Gael era muy hábil… En lugar deofrecerle a él la posibilidad de rehuir elviaje al pasado, se la había ofrecido a

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su novia. Y Deimos había caído en latrampa. Al verla tan animada, por unmomento había llegado a creer queaquella salida era posible. No veía anadie más en la amplia estancia circular.Deimos escudriñó rápidamente laoscuridad de las dos puertas quecomunicaban con el resto delapartamento. No pudo distinguir nada.

###Entonces, haciendo un esfuerzo,consiguió mirar a la cara a su padre.Aquel rostro semirrobótico tenía muypoco que ver con el del hombre quesolía contarle cuentos durante suinfancia. En realidad, tenía la sensaciónde que ambos rostros pertenecían a

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hombres diferentes.—¿Por qué le has dado esto a

Casandra? —le preguntó, encarándosecon él.

Gael lo observó sin pestañear con suúnico ojo humano.

—Pensé que te gustaría que tuvieraun detalle con ella —contestó,atusándose la larga melena encanecida—. Es tu novia, ¿no?

Deimos arrojó el dije al suelo. Sonóun chasquido de cristal, como si algo serompiera, y aquel ruido consiguióaplacar un poco la tensión delmuchacho.

Gael no se agachó a recoger el

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objeto.—Eres un desagradecido —dijo con

desprecio—. Tu madre no estaríaorgullosa de ti si te viera en estemomento.

—¿Mi madre? —Deimos rio consarcasmo—. No sé cómo te atreves tansiquiera a nombrarla. Si alguien la haavergonzado y defraudado, eres tú, noyo.

Una rápida conmoción atravesó lasruedas dentadas de las prótesis ycontrajo la parte humana del rostro deGael.

—Eso ha sido un golpe bajo, hijo.—Murmuró.

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—Lo siento si la verdad te hiere. Noes culpa mía, sino tuya.

Gael se frotó un instante la prótesisdorada de la mejilla. Daba la impresiónde que algo le dolía. Quizá aquelamasijo de metal que completaba suscarcomidas facciones respondiese a laemoción con violentos giros ymovimientos de sus mecanismos, que deinmediato se transmitían a su sistemanervioso.

—¿Por qué me odias tanto? —preguntó el anciano en voz baja.

—No te odio. O puede que sí te odieun poco, pero no tienes derecho areprochármelo. El odio es mejor que la

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indiferencia, que es lo que tú has sentidosiempre hacia mí.

—Eso no es cierto. Eres mi hijo,¿cómo puedes pensar que no te quiero?

En lugar de responder, Deimosformuló otra pregunta:

—¿Por qué le has hablado aCasandra de ese lugar junto a las ruinasde Arrecife? ¿Querías impedirme queviajase al pasado?

—Quería que supieses que hay otrasposibilidades. Sabía que no querríasescucharme, por eso se lo dije a ella.

—Y no te importó que eso le hicieseconcebir esperanzas, ¿verdad? —el tonode Deimos había ido subiendo hasta

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convertirse casi en un grito—. No teimportó jugar con tus sentimientos. Siantes ya era difícil, ahora nos has puestoen una situación imposible. Y todavíaquerrás que te dé las gracias.

—Pensé que consideraríasseriamente la opción del refugio —murmuró Gael meneando la cabeza—.Era una buena idea…

—Pues ya puedes ir olvidándote deella. No voy a seguir ninguno de tusconsejos, padre. Si algo he aprendidoúltimamente, es que seguir tus consejoses una manera segura de equivocarse.

Gael asintió lentamente. Su miradareflejaba cansancio y derrota. Un par de

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cintas dentadas ascendían lentamenteentre las ruedas de su prótesis,imprimiendo un extraño dinamismo alconjunto de su rostro.

—Escúchame, Deimos —murmuró,acercándose al muchacho, aunque sinatreverse a tocarlo—. No creas que noentiendo lo dolido que estás conmigo.Sé que viniste a Eldir únicamente pormí, para salvarme… Y lo has hecho.Nos has salvado a todos. Por extrañoque te parezca, lo único que yo intentoes devolverte el favor.

—Pues deja de intentarlo. Nonecesito tus favores. Mejor dicho,necesito uno solo: que programes la

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nave para regresar a noviembre de3075. Si quieres hacer algo por mí, hazeso.

Sin contestar, Gael caminó hacia elnegro escritorio y se sentó de nuevo ensu sillón púrpura. Desde allí, contemplóa su hijo con la cabeza ladeada.

—Pensé que te mostrarías másrazonable, pero veo que estabaequivocado. Lo siento, hijo. Recuerdaque he intentado ofrecerte una salida.Eres tú quien ha decidido noaprovecharla.

El ruido de unos pasos pequeños yrápidos hizo a Deimos volverse conbrusquedad. Junto a la puerta de entrada

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estaba Hud, el vidente. Sus ojosextraviados reposaban sobre él mientrasen sus labios danzaba una siniestrasonrisa.

—Bien hecho, Gael. Nadie dudará apartir de ahora de que tu fe es más fuerteque tus sentimientos terrenales.Guardias, apresadlo…

Sin saber cómo, Deimos se viorodeado en pocos segundos de unacuadrilla de soldados zarrapastrososarmados con cuchillos inteligentes.Debían de haber permanecido todoaquel tiempo esperando en los pasillosdel apartamento, amparándose en laoscuridad.

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Dos de los hombres traían cuerdasde algas secas con las que amarraron losbrazos de Deimos a su espalda.Mientras lo ataban, los ojos de Deimosse encontraron con los de su padre. Gaelsoportó en silencio la mirada herida yasqueada de su hijo.

—He sido un tonto. —Deimossonrió, ignorando a sus guardianes ymirando únicamente a Gael—. El dijeno era más que una trampa para hacermevenir, y yo he caído en ella…

Gael se encogió ligeramente dehombros.

—Sabía que vendrías —replicó—.Te conozco bien; por algo soy tu padre.

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—Y ahora, ¿qué? —la voz deDeimos sonaba extrañamentedesapasionada—. ¿Vas a ordenar que mematen?

—Las órdenes no las doy yo, sinoHud.

—No queremos verter la sangre dequienes protegieron un día al Ángel dela Palabra —afirmó solemnemente elautoproclamado profeta—. Perotampoco podemos permitir queinterfiráis en nuestra sagrada misión. Seos enviará a la Tierra… Pero llegaréismás tarde de lo que teníais previsto,cuando el Carro del Sol haya tenidotiempo de recoger en el planeta madre

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su cosecha de justicia.—¡Qué bonito suena eso! ¿Y en qué

frutos estás pensando, Hud? ¿En cabezascortadas? ¿Vas a clavarlas en estacaspara que todo el mundo las vea, comohacían los antiguos bárbaros?

La seca bofetada de una mano firmey esquelética se abatió sobre la mejilladerecha de Deimos.

—Cállate —le ordenó Hud,abandonando el tono inspirado de susúltimas palabras para adoptar otromucho más terrenal—. El juego seacabó, así que no trates de provocarme.

Le hizo un gesto a uno de sushombres, que de inmediato descargó un

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puñetazo en el abdomen del muchachoque le hizo doblarse de dolor.

—¿Eso era necesario? —preguntóGael, avanzando un paso hacia el grupode guardianes que rodeaba a Deimos—.Me prometiste que no habríaviolencia…

—El chico tiene que entender que nonos impresionan sus bravatas —contestóHud con sus ojos de loco—. Los otrosya están en la cámara de crionización.La que más se ha resistido es la jovenmorena. Estaba en el cuarto de tu hijo.Parecía un animalito salvaje, lapobrecilla…

—¿Qué le habéis hecho? —gritó

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Deimos, forcejeando inútilmente con susataduras—. Si os habéis atrevido atocarle un solo pelo…

—¿Qué? —Hud lo miraba divertido—. ¿Vas a castigar a mis hombres?Mírate, muchacho. Ahora que no estáUriel para protegerte, no eres más queun pobre diablo.

—No creo que Uriel se sintiese muysatisfecha si viese esta escena, Hud —dijo Gael—. Y quizá te esté viendo. Noolvides que ella lo puede todo…

Aquello pareció impresionar a Hud.Su rostro reflejó de pronto un profundotemor, e, instintivamente, se apartó unospasos de Deimos.

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—Tienes razón, Gael. Debemos sermagnánimos —d.• Nada de violencia.Eficacia; eso es lo único que importa. Elequipo de crionización está listo.Vamos, muchacho. Despídete de tupadre. Volveréis a veros dentro de unpar de años.

—¿A qué época vas a enviarnos? —preguntó Deimos encarándose con Hud—. Tengo derecho a saberlo…

—Al año 3077. Nuestra misiónhabrá acabado para entonces. Esperoque tengáis un buen viaje a través de laspuertas estelares. Al menos, podéis estarseguros de que no será desagradable. Lopasaréis en estado de inconsciencia, de

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modo que no sufriréis ningunaincomodidad.

Deimos se volvió furioso hacia supadre.

—¡Eres un traidor! —le gritó—. Hastraicionado a tu propio hijo… ¿Cómohas podido?

—Estoy haciendo lo que creo que esmejor para ti —replicó Gael en tonocansado—. Te estoy salvando la vida.

—Yo decido lo que quiero hacer conmi vida, ¿te enteras? —gritó elmuchacho al borde de las lágrimas—.Lo justo es que lo decida yo. Tú notienes derecho; no tienes ningúnderecho…

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Un sollozo le impidió terminar lafrase. El ojo humano de Gael se llenó delágrimas, y el conjunto de sus rasgosparecía retorcido por el dolor.

—Ojalá no hubiera tenido que elegirpor ti, hijo —murmuró—. Pero no mehas dejado otra opción.

—Bueno, ya está bien desentimentalismos —dijo Hud—.Guardias, lleváoslo…

—Yo os acompaño —afirmó Gael,acercándose al grupo—. Concédeme esoal menos, Hud. Un último minuto a solascon mi hijo…

—Está bien; pero solo cuando yaesté en la cámara de hibernación.

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Vamos, ¡en marcha!Los pies de Deimos obedecieron

mecánicamente la orden de Hud. Apartir de ese momento, dejó que sucuerpo caminase como un autómata entresus guardianes mientras sus oídospermanecían pendientes de los pasos desu padre, que caminaba detrás de laescolta, cerrando la marcha.

Se dio cuenta de que lo llevaban aun hangar de lanzamiento distinto delque habían utilizado Alejandra y Martín.

Este se encontraba en la partetrasera de la nave. Supuso que, en lazona de control, Jude se habríaencargado de programar el agujero de

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gusano para que llegasen a la Puerta deCaronte en el año 2077, siguiendo lasinstrucciones de su padre y de Hud.

Una vez se volvió a mirar a Gael.Caminaban por una de las crujías deestribor, a la luz de antorchasbacterianas. La fluorescencia verdosa deaquellos toscos objetos acentuaba lanegrura de las sombras, dándole alrostro semirrobótico de Gael un aspectomás siniestro aún que de costumbre.

—¿Cómo le vas a explicar esto amamá? —preguntó, en medio delsilencio sepulcral de la escolta, aún másimpresionante en contraste con elrítmico sonido de sus pasos sobre el

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suelo de acero—. ¿Y a mi hermano? Teharán preguntas, padre. Tendrás queinventarte alguna explicación.

Uno de los escoltas le obligó a mirarhacia delante, de modo que no pudoobservar el rostro de Gael mientras lecontestaba.

—No tendré que inventarme nada,hijo. Recuerda que tu madre y tuhermano no tienen ni idea de que hasviajado a Eldir, y nadie de esta nave seatreverá a decírselo. Ni ellos ni ningunode tus amigos ictios relacionarán nuestroregreso contigo, Deimos, así que no tepreocupes por eso.

—Entonces, tendré que ser yo quien

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se lo cuente cuando los vea —dijo elmuchacho, acelerando mecánicamentesus pasos para adaptarse al ritmo de losguardianes—. Si es que vuelvo a verlos,claro.

—Los verás —afirmó Gael a suespalda—. Y Dannan me estaráagradecida cuando sepa que te hesalvado de una muerte absurda en elsiglo XXII. En cierto modo, se lo debo.Sé que le he hecho sufrir mucho en losúltimos años.

—Ya. Un poco tarde para adoptar elpapel de marido ejemplar, ¿no teparece?

—No te atrevas a hablarme así —

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repuso Gael con dureza—. Recuerdaque sigo siendo tu padre.

Deimos dejó escapar una amargarisotada.

—Ojalá pudiera olvidarlo —dijo—.Ser tu hijo no es ningún orgullo para mí.

—¿Quieres que le enseñe respeto aeste mocoso, Gael? —intervino Hud,volviéndose a mirar a Deimos con susojos extraviados—. Me está poniendonervioso con su insolencia.

—Déjalo, Hud. No vale la pena. Esnormal que el chico esté enfadado. Yarecapacitará cuando se tranquilice.

—Sí —bufó Deimos—. Cuando medespierte en el año setenta y siete.

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Puedes estar tranquilo, te buscaré paradarte las gracias.

Esta vez, Gael no se molestó encontestar, y Hud tampoco habló. Elúnico sonido que los acompañó enadelante fue el rítmico golpeteo de lasbotas militares contra el suelo.

En un momento dado, Deimos cerrólos ojos. Había renunciado a grabarmentalmente el itinerario que estabarecorriendo, por si conseguía escapar yvolver sobre sus pasos. Lasposibilidades que tenía de fugarse eranprácticamente nulas. Además, no queríahuir si eso suponía abandonar aCasandra y a los demás a su suerte.

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Llegaron a una bodega oscura queolía a alquitrán y a goma quemada.Probablemente, los robots demantenimiento habrían estado dándolelos últimos toques al revestimientoexterno de la nave de tránsito. Elaparato estaba en el centro del hangar,iluminado por las luces violáceasincrustadas en el techo. Era una navealargada, de aspecto antiguo, muydiferente de la que habían utilizadoUriel, Alejandra y Martín.

—Los otros chicos ya estándormidos —anunció uno de los dostécnicos humanos que supervisaban lasoperaciones de los robots acercándose a

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Hud—. Solo queda este…Deimos no opuso resistencia cuando

un brazo robótico lo enganchó por lacintura para conducirlo a la rampa deascenso. Observó de reojo que su padrese sometía a la misma operación para irtras él.

En el interior de la nave hacíamucho frío y reinaba una penumbrasalpicada de puntos de luz dorados.Deimos se estremeció al observar lastres urnas metálicas herméticamentecerradas donde supuso que estarían susamigos. Si algo fallaba, si el suministroeléctrico o las sondas de alimentaciónse estropeaban, alguno de ellos podría

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no sobrevivir al viaje. Deseó con todassus fuerzas que, si eso ocurría, no letocase a Casandra… Era un pensamientoegoísta, pero no podía remediarlo.Aunque sabía que era absurdo, se sentíaresponsable de la situación de susamigos. Era él quien se había empeñadoen ir a Eldir, y, sobre todo, era su padrequien los había traicionado, poniéndolosen las manos de aquel fanático de Hud.Si algo les ocurría a alguno de ellos, enúltimo término sería por su culpa.

Un robot deshizo las ataduras de susmuñecas y lo obligó a tumbarse en supropio sarcófago de crionización.Dentro hacía un frío insoportable. El

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robot le indicó que abriese la boca y lehizo tragarse un par de cápsulas deplástico. Somníferos, probablemente. Deese modo le ahorrarían el sufrimientofísico unido al proceso de congelación.

Su padre se acercó a la cabecera delsarcófago para acompañarle en aquellosúltimos momentos de conciencia. Unvaho helado difuminaba su rostro. Nohabía nadie más dentro de la nave, aexcepción de sus amigos dormidos.Deimos se dejó invadir por la sensaciónde lasitud que las pastillas reciéningeridas empezaban a provocar en susmúsculos.

—Siento que tengamos que

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despedirnos así —oyó decir a su padre.Le pareció que en su voz chirriante

latía cierta tristeza. Tristeza auténtica.—Es lo que tú has querido —

contestó con voz pastosa—. No… noacepto tus excusas.

—Lo sé. Y lo entiendo. —Deimosoía la voz de su padre cada vez máslejana—. Pero no puedo soportar la ideade que te vayas sin que sepas lo muchoque te quiero. Y lo mucho que teadmiro…

Deimos intentó reírse, pero solo lesalió un débil gruñido. Su voluntadparecía tener cada vez menor influenciasobre su cuerpo.

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—Me las pagarás —consiguió decir—. Antes o después ajustaremoscuentas…

—No creo que eso sea posible,Deimos. Si tienes algo que quierasdecirme, es mejor que lo hagas ahora.

Deimos luchó con todas sus fuerzaspor concentrarse en la voz de su padre.Ahora no podía dormirse. Todavía no…

—Qué… ¿Qué has querido decir?—preguntó, pronunciando cada palabracon exasperante lentitud—. Nosenviáis… nos enviáis… a la muerte…

—No, hijo —la voz parecía venir demuy lejos, del otro extremo del mundo—. No, Deimos. Te envío adonde debes

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ir.

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Capítulo 4

El regreso

Primero tomó conciencia de lasmanos, dos prolongaciones torpes de sumente que respondían a las órdenes desu cerebro con extraordinaria lentitud.Después, su piel comenzó a despertar alfrío, que poco a poco fue

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transformándose en un ardientehormigueo. Algo blando y esponjosocomenzó a frotarle el torso, los brazos ylas piernas. Notó que un líquido tibio sefiltraba entre sus pestañas limpiándolelos ojos. Cuando consiguió abrirlos, vioal equipo robótico de reanimaciónafanándose a su alrededor. Intentabanestimular la circulación superficial de susangre mediante una combinación dediferentes técnicas de masaje.Gradualmente, las penosas impresionesdel despertar dejaron paso a otrassensaciones más agradables. La tibiezadorada del sol, por ejemplo. La habíaechado de menos durante los meses

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pasados en Eldir.Al incorporarse, Deimos notó la

dolorosa reacción de sus articulacionesdespués de cuatro meses deinmovilidad. También se fijó en quellevaba puesta la misma ropa que en elmomento de su partida, aunque alguienle había ajustado sobre el pantalón uncinturón de plata del que colgaba laespada de Martín.

—Has tardado mucho —dijo unavoz sorprendentemente cercana—.Empezábamos a estar preocupados…

—Jacob —pronunció, contemplandola todavía borrosa figura de su amigo—.Cuesta adaptarse a la luz…

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—¡Pues a mí no me ha costado nada!Dios, cómo quiero a este planeta. Nosabía que lo necesitaba tanto… Zoe eramaravilloso, pero, sinceramente,prefiero a mi vieja Tierra.

Deimos notó que sus labios seestiraban en un intento de sonrisa.Alrededor de Jacob, la penumbra teníauna tonalidad amarillenta. Le parecióque ya no se encontraban en el interiorde la nave, sino en una cámara externade reanimación.

—¿Se han despertado las chicas? —preguntó.

—Antes que yo. —Jacob apartó sinceremonias a uno de los robots

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masajistas y se sentó en el borde de lacamilla de Deimos—. Están ahí fuera,investigando.

—¿Las has dejado ir solas? —preguntó Deimos, alarmado—. Nosabemos cuál es la situación; podría serpeligroso…

—Vamos, hombre. Saben cuidarperfectamente de sí mismas. Además, yadimos una vuelta hace un rato. Parece unlugar desierto, no nos hemos topado connadie; aunque hay un edificio que…Bueno, ya lo verás.

Deimos bajó las piernas de lacamilla hasta que sus pies rozaron elsuelo. Se puso en pie con cautela y dio

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un par de pasos. Tenía la sensación deque la tierra se movía bajo sus pies,como si estuviese caminando sobre lacubierta de un barco.

—¿Por qué he sido el último endespertarme? —murmuró—. ¿Tienesalguna idea?

Jacob se encogió de hombros.—No lo sé; quizá porque fuiste el

último en dormirte, ¿no?Deimos asintió, pensativo. Era una

explicación aceptable. Avanzó trespasos más, y comprobó con satisfacciónque, esta vez, sus piernas se manteníanmás firmes.

—¿Te sientes capaz de salir ahí

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fuera? —preguntó Jacob—. Tenemos lascoordenadas geográficas de aterrizaje,pero eso a nosotros no nos dice mucho.Puede que tú reconozcas el lugar…

—Supongo que será una baseespacial de los perfectos. Una baseoculta. Pero tiene que estar en suterritorio, así que seguramenteconseguiré orientarme.

Salieron juntos al exterior de lacámara, que en realidad era unaestructura hinchable con forma de huevo.El aire era fresco, agradable. Unempedrado de nubes altas se recortabasobre el azul grisáceo del cielo.

—Tienes razón; este planeta es

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hermoso —murmuró Deimos,sobrecogido.

Se fijó en la hilera de montañasrojizas que se alineaban sobre elhorizonte, más allá del pedregaldesierto. Luego miró a su espalda: Unrío de aguas oscuras discurríamansamente por su ancho caucebordeado de juncos.

—La Senda de los Olvidados —dijo, frunciendo el ceño—. ¿Larecuerdas? Estamos muy cerca delcamino que seguimos para llegar hastala cueva de la Nagelfar.

—O sea, que hemos llegado almismo sitio del que salimos…

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—Eso creo. Si no me equivoco, lacueva tendría que estar al otro lado deesas colinas. Podríamos rodearlas, aver.

Jacob se mostró de acuerdo, yambos comenzaron a caminar sobre latierra seca y agrietada hacia la pequeñacolina salpicada de arbustos.

Rodearon el montículo hasta llegar ala ladera norte, donde la maleza era tanabundante que costaba trabajo avanzar.Al pasar junto a un árbol raquítico,oyeron un siseo. Deimos saltó haciaatrás, sobresaltado. Casandra sedescolgó ágilmente de una de lashorquillas del ramaje.

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—¡Qué susto! —gruñó Jacob—.¿Dónde está Selene? Una silueta salióde entre las matas de retama.

—Habla más bajo —le susurró—.Hace unos veinte minutos que hanentrado en la cueva. Podrían oírnos…

—No nos oirán —dijo Casandra entono despreocupado—. Podemos estarseguros de que no nos oyen, y de que novan a descubrirnos.

Deimos la miró sin comprender.—No lo entiendo —murmuró—.

¿Por qué estás tan segura?Casandra sonrió de un modo

extraño.—Porque este momento ya lo hemos

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vivido, Deimos. Aunque desde otrolado… Desde el interior de la cueva.

El muchacho clavó en la entradaoscura de la gruta, que se veía apenasdesde su posición, una mirada incrédula.

—No puede ser. Quieres decirque…

—Sí. Somos nosotros —confirmóCasandra en tono apagado—. Espera ylo verás.

No tuvieron que esperar mucho. Unruido de motores hizo vibrar el suelo, yel aire se llenó de un vapor ondulanteque les abofeteó el rostro. Tembló latierra, y por todas partes empezaron aalzarse remolinos de polvo, que a

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continuación caía como una lluvia deceniza pálida sobre el verde reseco delas plantas.

Después, la colina se rompió porarriba con un brusco estallido. Y entreespumas de gas, se alzó una flecha defuego que en pocos segundos atravesó laatmósfera. Fue tan rápido, que notuvieron tiempo de intercambiar una solapalabra. Cuando quisieron darse cuenta,todo había concluido.

Lo último en apagarse fue el ruido.Durante unos segundos reverberótodavía en sus oídos como un truenointerminable. Pero, al final, tambiéncesó.

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Acababan de ver partir a la Nagelfarrumbo a la Puerta de Caronte.

* * *—No lo entiendo —fue lo primero

que Deimos logró decir—. Se suponeque íbamos a llegar a la Tierra en el año3077. Es lo que me dijo mi padre…

—A nosotros también nos lo dijeron—explicó Selene—. Ese tipo, Hud,estaba como loco. Temía que, sillegábamos antes que ellos, leestropeásemos la diversión.

—Pero luego, a la hora deprogramar el agujero de gusano…Deimos no terminó la frase.

—Está claro que tu padre consiguió

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engañar a Hud —murmuró Casandra,terminándola por él.

Deimos se pasó una mano por lafrente, confundido. Su padre habíaestado muy convincente en el papel dealiado de los fanáticos. Demasiadoconvincente… Claro que, pensándolobien, era la única forma de engañar aaquellos tipos.

—Me dijo cosas horribles cuandonos despedimos —dijo, mirando alvacío—. O quizá no. Quizá quien lasdijo fui yo.

—No te calientes la cabeza —lerecomendó Jacob palmeándoleamistosamente la espalda—. Es lógico

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que creyeses su historia. Todos nos lacreímos… Tenía que convencernos deque iba en serio para que su plan saliesebien.

—Debió avisarme. Debió confiar enmí —murmuró Deimos, ignorando lasmiradas de sus amigos—. No es justoque me engañase de esa manera. Ahoraya nunca podré decirle que lo siento.

—Llegará en cuatro meses —dijoSelene.

Casandra la miró con expresión dereproche, y la muchacha se mordió ellabio inferior.

—Lo siento —balbuceó—. Noquería…

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—Dentro de cuatro meses, yo ya noestaré aquí —dijo Deimos, alzando losojos hacia ella—. Y quizá mi padretampoco. Si Hud descubre lo que hahecho…

—No pienses en eso ahora. No tienepor qué descubrirlo —le dijosuavemente Casandra—. Al llegar a laTierra, sus caminos se separarán.Cuando Hud averigüe lo ocurrido, Gaelya no estará a su alcance.

—Además, tu padre es un caballerodel Silencio —añadió Jacob—. ¿Quétiene que temer de un individuo comoHud? En serio, Deimos, yo no mepreocuparía por él.

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Deimos sostuvo unos segundos lamirada de su amigo. Daba la impresiónde que su mente estaba en otra parte.

—Quiero regresar a la nave detránsito —dijo—. A lo mejorencontramos algo… algo que nosexplique lo ocurrido.

Sin esperar a conocer la opinión desus compañeros, comenzó a desandar elcamino hacia la cámara de reanimación.Los otros le siguieron en silencio; nadiese atrevía a hacer preguntas. De vez encuando alguno de ellos alzaba la vistahacia el cielo, esperando distinguirtodavía la estela de la Nagelfar. Pero,más allá de nubes, el cielo parecía tan

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vacío con un inmenso océano.Descubrieron la nave a unos cien

metros de la cámara de reanimación,protegida por un hangar de tablassintéticas que probablemente habría sidofabricado por los robots que viajaban abordo para esconder el aparato. Deimosentró en su interior angosto y blanco,iluminado únicamente por la débilfluorescencia del techo. Contempló conuna mezcla de asombro y repugnancialos sarcófagos abiertos en los que él ysus amigos habían viajado. En la naveflotaba un repulsivo olor a hospital en elque se mezclaban los fuertes aromas delas medicinas con el hedor del depósito

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de detritos.Se fijó en el sarcófago que había

utilizado él; el primero de la derecha.Sobre el colchón de malla elásticabrillaba un diminuto objeto ovalado. Erael dije de su padre, el que Deimos lehabía tirado a la cara después de queGael intentase regalárselo a Casandra.

—Entonces, lo hizo —murmuró,incrédulo—. Me ha dejado unrecuerdo…

Levantó la mirada hacia sus amigos,que lo observaban desde la entrada.Levantó el dije y, tomando la cadenaentre dos dedos, hizo que se balancearaen el aire para que todos lo vieran.

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—Ábrelo —sugirió Casandra—. Alo mejor contiene algún mensaje.

Mientras Deimos dudaba, ella sesentó a su lado. Selene y Jacob lohicieron en el sarcófago de enfrente.Cuatro pares de ojos permanecieronfijos en la pequeña joya durante variossegundos. Por fin, Deimos apretó elresorte de la tapa, que saltó con un levecrujido.

Todos esperaban ver el hologramade Gael pronunciando algún discurso dedespedida o explicando sus motivospara participar en la trampa de Hud. Sinembargo, la imagen holográfica quelentamente fue perfilándose ante sus ojos

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no representaba una figura humana.Deimos tardó un buen rato encomprender de qué se trataba: Era unmapa, un detallado mapa en tresdimensiones con indicaciones delongitud, latitud y altitud.

—¿Qué significan esos númerosnegativos? —preguntó Jacob, señalandouna de las cifras que brillaban en el aire—. Se supone que indican la altura, ¿no?

—Más bien la profundidad —opinóDeimos—. Por eso son cifras negativas.Había oído hablar de estar red desubterráneos. Dicen que es anterior a laconstrucción de Areté, y que soloconocen sus entradas y salidas los

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caballeros del Silencio.—Una de esas entradas está muy

cerca de aquí —observó Casandra—.Fijaos. No puede haber más de cuatro ocinco kilómetros desde el río.

Se miraron unos a otros.—Nos está ofreciendo una salida —

concluyó Deimos, demasiadoasombrado para sonreír—. Es una rutapara llegar hasta el territorio de losictios sin que los perfectos nosdescubran.

Casandra buscó su mano y la apretócon fuerza.

—Tu padre ha sido muy generoso. Yvaliente también —dijo—. Si tenías

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alguna duda sobre sus sentimientos haciati, creo que deberías olvidarte de ella.

—Ahora lo entiendo —murmuróDeimos con un brillo húmedo en laspupilas—. Quería ayudarme a cumplirmi objetivo. Sabía que yo deseabaviajar al pasado… Y me haproporcionado los medios para hacerlo.

—Creo que pensaba que teníasderecho a elegir —coincidió Jacob.

Deimos se mordió la comisura dellabio inferior.

—Y pensar que le he juzgado tanmal…

—Lo importante es que ahora yasabes que estabas equivocado. —

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Casandra zarandeó cariñosamente subrazo derecho—. Algún día, quizá,puedas decírselo…

Deimos buscó su mirada.—No; yo no podré hacerlo —

murmuró—. Pero lo harás tú en minombre. ¡Prométeme que lo harás!

* * *El viaje a Arbórea duró casi una

semana, aunque podrían haberlo hechoen cuatro días si el primer vehículo quetomaron prestado no se hubiese averiadodurante la travesía subterránea de losUrales. Era evidente que los túneles sehallaban en uso y que un equipo derobots se encargaba de mantenerlos bien

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cuidados y de evitar los posiblesderrumbamientos. Pero los deslizadoresdistribuidos por toda la red de galeríasno se habían utilizado durante años, yera lógico que surgiesen problemastécnicos.

Pese a todo, no fue un viajeexcesivamente duro. Los refugios de loscaballeros del Silencio se hallaban bienabastecidos, y las conservas de carne yhortalizas que encontraron en ellospodían pasar por auténticos manjarescomparadas con la repugnante comidade Eldir.

Durante las largas horas deconducción por el intrincado laberinto

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de raíles magnéticos, Deimos pasabamucho tiempo sin decir palabra. Sededicaba a pensar en su padre y arememorar obsesivamente los últimosmomentos que había vivido junto a él.Había llegado a la conclusión de que elmapa de los subterráneos era unaespecie de herencia; el legado que Gaelquería dejarles a sus hijos. Un regaloincalculablemente valioso, pues nodebía de haber más de media docena depersonas en el mundo que conociesenaquellos inmensos dominios de losCaballeros, ocultos bajo toneladas ytoneladas de roca.

A veces, en aquellas horas de

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inacción dentro del deslizador, Deimostrataba de imaginarse cómo sería sureencuentro con Aedh. Las atrocidadesque había visto en Eldir habíancambiado para siempre su forma de verel areteísmo y, sobre todo, su manera deentender la misión de los perfectos. Porun lado, ardía en deseos de contarle a suhermano todo lo que había averiguado,pero, por otro, algo en su interior seresistía a hacerlo. Sabía que Aedh noencajaría bien sus revelaciones; élsiempre había necesitado certezas, y nopodía esperar que el derrumbamiento detodo lo que había creído hasta entonceslo dejase indiferente. Claro que, por otra

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parte, mantenerlo en la ignoranciaconstituiría el mayor de los desprecios.Sería dar por sentado que su hermano noiba a poder afrontar la verdad; y eso noera justo. Al fin y al cabo, ambos teníanla misma edad, la misma formación,incluso los mismos genes. Si él habíasido capaz de digerir todo lo ocurridoen Zoe y en Eldir, ¿por qué iba sugemelo a reaccionar de un mododiferente?

Después de darle muchas vueltas alasunto, resolvió consultar con su madreantes de tomar una decisión. La únicapersona que conocía a Aedh mejor queDeimos era Dannan. Ella le diría qué

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hacer.La decisión le hizo sentirse liberado,

al menos momentáneamente, de aquelladesagradable responsabilidad. Elproblema era que, al mismo tiempo,añadía una presión adicional a sureencuentro con Dannan. Iba a resultarduro… No solo tendría que explicarle loque le había ocurrido a su marido enEldir y el porqué de su condena; tambiéntendría que poner en sus manos sudestino y el de su hermano. Sin la ayudade Dannan y del resto de los ictios,Deimos no tenía ninguna posibilidad deconvencer a Dhevan para que confiaseen él. Dependía de su madre… De la fe

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que quisiera depositar en sus hijos y delos sacrificios que estuviese dispuesta ahacer.

* * *Salieron a la superficie en un

bosquecillo de olivos al norte deAtenas. Era una desapacible mañana definales de noviembre, y el viento seenredaba en las viejísimas ramas de losárboles cargado de minúsculos coposhelados. Habían abandonado eldeslizador en el refugio más cercano, yse habían encargado de dejar la salidadel túnel tan cubierta por la malezacomo la habían encontrado.

Descubrieron un sendero de arena

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roja entre los olivos y lo siguieronladera abajo durante algo más de unahora. Caminaban sin hablar, atentos a losruidos del entorno y a los cambiantescolores del paisaje. Al menos, ahora seencontraban en territorio amigo. Si setopaban con algún desconocido, notendrían que temer que denunciase supresencia directamente ante los maestrosde perfectos.

Casandra, que abría la marcha, sedetuvo al llegar a una encrucijada decaminos. Deimos alzó los ojos haciaella, distraído. Se daba cuenta de quelos demás esperaban que asumiera elpapel de guía. Al fin y al cabo, se

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encontraban muy cerca de su ciudadnatal… Sin embargo, Deimos no sesentía con ánimos para guiar a nadie.Sus músculos aún seguían resintiéndosedel largo período de inmovilidad en elsarcófago de hibernación. Le costabatrabajo caminar, se sentía cansado ydébil por la falta de sueño de losúltimos días. El olivar que estabanatravesando no se distinguía en nada,para él, de los otros miles de olivaresque jalonaban las costas del Egeo. Talvez lo hubiese pisado en alguna ocasiónanterior; ¿cómo iba a acordarse? Entodo caso, no tenía ni idea de dóndeestaba, ni de cómo encontrar el camino

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hacia Atenas.De repente le llamó la atención una

nube de polvo en el extremo más alejadodel camino. La nube se aproximaba abuen ritmo, cada vez más alta y turbia.Pronto descubrió que envolvía a unjinete montado sobre un enorme caballoblanco. Su capa azul celeste ondeaba enel viento, y el sol arrancaba fugacesdestellos de su plateada armadura.

—Es uno de ellos —oyó decir aJacob—. Empezaba a dudar de queexistieran fuera del Tapiz de lasBatallas…

Los cuatro observaron acercarse alcaballero. Vista de cerca, la yegua que

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montaba era de un tamañoimpresionante. Deimos fue el primero enreconocer al jinete bajo el yelmo deacero que ocultaba la parte inferior desu cara. Se trataba de Erec de Quíos, elpadre biológico de Martín.

La mirada de Erec se paseó inquietapor los rostros cansados de los cuatrojóvenes.

—Siento haberme retrasado —fue susaludo—. No sabía con seguridad quésalida del subterráneo emplearíais…¿Dónde está Martín?

Todas las miradas se volvieronhacia Deimos. Sus compañeros parecíandar por sentado que él actuaría como

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portavoz del grupo.—Martín está bien, pero no viene

con nosotros —explicó, escrutando lamirada alarmada de Erec—. No tepreocupes, ha sido por decisión suya.No te puedes imaginar siquiera de dóndevenimos. Hemos estado en Eldir…

—Suponíamos que los perfectoshabían condenado a los Cuatro deMedusa —dijo Erec frunciendo el ceñodesde lo alto de su cabalgadura—. Perono sabía que tú estuvieras con ellos…

—Es una larga historia. Me colé depolizón en la nave del Tártaro. Esterrible lo que hemos visto allí, Erec.Cuando se lo cuente a mi madre… Pero

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todo a su tiempo. Es mucho lo quetenemos que contaros.

Erec dudó un segundo, y por fin sedecidió a desmontar.

—Quiero saber dónde está Martín—insistió, en un tono casi amenazador—. ¿Le han hecho daño los perfectos?¿Le ha ocurrido algo en ese lugar quevosotros insistís en llamar Eldir?

—No le ha pasado nada —intervinoJacob—. Volverá antes o después, estoyseguro. Se empeñó en darse una vueltapor el pasado antes de regresar a casa.

Erec de Quíos relajó la mano quesostenía las riendas de la yegua. Se lenotaba en la mirada que creía a Jacob.

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—Tendréis que explicármelo todocon detalle. Aún no puedo creerlo…¿De verdad habéis estado en Eldir?

—¿Pensabas que no existía? —repuso Selene—. Pues sí que existe. Esun planeta de gravedad muy alta, uninfierno de llanuras resecas y aguascorrompidas…

—Qué bien lo describes —se burlóJacob—. Aunque te has saltado lo de loscultivos humanos y los tumores de loscondenados…

—Habrá tiempo para que nos locontéis todo más adelante. Lo que noentiendo es cómo habéis logradoregresar… Nadie antes había vuelto con

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vida de Eldir. Se supone que es un lugarde sufrimiento eterno.

—Ya no —explicó Casandra,orgullosa—. Ahora no es más que unplaneta hostil y casi deshabitado. Loscondenados lo han abandonado; vienenhacia la Tierra. Los liberamosnosotros… Es decir; con la ayuda deUriel.

La mención de la pequeña sacudió aErec como una descarga eléctrica.

—¿Uriel estaba con vosotros? —preguntó con viveza—. ¿Queréis decirque fue condenada al tártaro por losperfectos? Serán hipócritas…

—En realidad, no llegaron a tanto —

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explicó Deimos—. Uriel nos acompañóa Eldir por su propia voluntad. Estabasegura de que podría cumplir la profecíay liberar a los condenados… Y es ciertoque lo ha logrado.

Al final del camino vieron alzarseotro torbellino de polvo, esta vez másalargado. Nuevos jinetes venían alencuentro de los recién llegados.Parecía todo un comité de bienvenida.

—¿Cómo sabíais que estábamosaquí? —preguntó Deimos—. Se suponeque hemos seguido un itinerariosecreto…

—Secreto para todo el mundoexcepto para los caballeros del

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Silencio. Hemos seguido la trayectoriade vuestros deslizadores desde lasinmediaciones de Areté hasta aquí. Hasido un largo viaje.

Mientras Erec hablaba, la comitivade jinetes continuaba aproximándose.No todos eran hombres. En el grupo decabeza Deimos vio al menos a dosmujeres.

—Lo que me habéis contado deUriel es muy importante —dijo Erec conla vista fija en los que se acercaban—.Los perfectos nos acusan de haberlaasesinado. La cosa está peor que nunca,muchachos. Si esos locos consiguenconvencer al resto del mundo de que los

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ictios han matado a Uriel, no tendremosmás remedio que ir a la guerra. Además,los nuestros tampoco han contribuidomucho a calmar los ánimos. Estábamospreocupados por vosotros; temíamosque os hubiesen matado, o que osmantuviesen secuestrados. Les hemosdado un ultimátum para devolveros… Yellos se lo han tomado como un insulto.

Jacob hizo una mueca.—Pues no sé por qué —gruñó—. Al

fin y al cabo, es la verdad…—Lo peor es que ahora mismo ya no

creo que nadie pueda parar la guerra —continuó Erec—. Las cosas han llegadodemasiado lejos. La única que podría

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frenar a los perfectos es Uriel…—Uriel no va a regresar, de

momento —explicó Casandra—. Hadecidido viajar al pasado para conocera Diana Scholem. Martín y Alejandra sefueron con ella… Pero, aunque Uriel noesté, puede que haya alguien más capazde frenar a los perfectos. Me refiero alos condenados de Eldir. Vienen hacia laTierra en una nave gigante; llegarándentro de unos cuatro meses…

La muchacha se interrumpió, pues elgrupo de los jinetes recién llegados seencontraba ya muy cerca. Deimoscomprobó que la más joven de las dosmujeres era una de las hermanas de

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Selene. La otra, como ya esperaba, eraDannan, su madre. Por lo general semantenía al margen de los rituales de loscaballeros del Silencio, pero esta vez,por lo visto, había decidido hacer unaexcepción.

Dannan saltó de su caballo antesincluso de que este se detuviera. Pocossegundos después, Deimos se encontróenvuelto en el cálido refugio de susbrazos.

Solo entonces se dio cuenta de lomucho que había ansiado aquelreencuentro. Las lágrimas le quemabanen los ojos, pero se las limpiórápidamente con el dorso de la mano.

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No quería que su madre lo viesellorando. Ya habría tiempo para eso mástarde. De momento, lo único quedeseaba era sentirla a su lado, olvidarsede todo por un instante y aspirar aquelolor frutal que emanaba de su cabello yque le traía tantos recuerdos de lainfancia. La casa del árbol. Loscolumpios para Aedh y para él en una delas ramas más cercanas. Las cenas alaire libre con los amigos, bajo la luz delas estrellas. Las risas a la hora delbaño. Las bromas un poco impertinentesde Gael, que Dannan siempre se tomabacon humor…

Todos aquellos momentos pasaron

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por su secuencias de una vieja películaolvidada.

Dannan; su madre… La mujer que lehabía y que ahora tendría que ayudarle asacrificarla.

Y todo por un motivo tan confuso,que ni fiaba en podérselo explicar.

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Capítulo 5

3075

La primera noche en Atenas fue muyextraña. Una masa de nubes plomizas sehabía instalado sobre la ciudad, y decuando en cuando se abatían sobre losárboles heladas rachas de vientocargadas de minúsculos copos de nieve

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que azotaban con violencia las cabañas.Solo la luz verdosa de sus paredespermitía distinguir los contornos delpaisaje, pues el cielo estaba demasiadonublado para permitir el paso de losrayos lunares.

A la una de la madrugada,comenzaron a llegar a la Casa deReunión los jefes del Gran Consejo delos Ictios. Se había convocado unconcilio de urgencia para tomar unadecisión acerca de los viajeros de Eldir.

Todos sabían ya lo que habíaocurrido con el planeta maldito y conlos prisioneros que lo habitaban.Casandra había utilizado los poderes

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telepáticos de sus implantes neuronalespara comunicarles que Uriel habíaliberado a los condenados y que todosviajaban ahora en una nave de regreso ala Tierra. El problema era decidir quéhacer con aquella información.

La Casa de Reunión era un edificioespacioso y sobrio situado sobre uno delos grandes árboles que bordeaban elpuerto del Pireo. La sala del Consejoera la más amplia de sus dependencias,y su mobiliario consistía en una granmesa hexagonal con sillas de maderaalrededor y un estrado con gradas paralos invitados.

La primera de esas gradas fue el

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lugar escogido por Dannan para sentar asu hijo Deimos y a sus compañeros deviaje. Desde su posición algo elevada,Deimos podía observar los rostros decasi todos los jefes sentados a la mesa,sobre los cuales danzaban las sombrasproyectadas por las antorchasbioluminiscentes de las paredes.

Erec fue el encargado de abrir lasesión.

—Hermanos del Consejo, tenemosasuntos graves y urgentes que tratar —dijo, poniéndose en pie—. Utilizaremosla comunicación oral en atención anuestros invitados. Ya conocéis lasituación: Dentro de dos días tendrá

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lugar una reunión con el Maestro deMaestros de Areté en la frontera orientalde Arbórea. Cuando se fijó esteencuentro, desconocíamos lasimportantes noticias sobre loscondenados de Eldir que nos han traídolos viajeros del tiempo. La reunión conDhevan tenía como objetivo principal lareclamación de la libertad de estosmuchachos, a los que creíamosprisioneros en Areté. Sabemos que losperfectos, por su parte, estánconvencidos de que nosotros hemossecuestrado a Uriel. Teniendo en cuentala nueva información de quedisponemos, ¿qué creéis que debemos

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hacer? ¿Renunciamos a reclamar a losCuatro de Medusa? ¿Les decimos a losperfectos que Uriel pronto estará devuelta, y que traerá consigo a todos loscondenados de Eldir?

Varias voces se alzaron a la vez pararesponder a las preguntas de Erec, peropoco a poco fueron apagándose, ya queDannan se había puesto en pie paratomar la palabra.

—Hermanos del Consejo, en miopinión, debemos ser cautos antes derevelar al resto del mundo lo quesabemos acerca de los condenados deEldir. Por un lado, es cierto que, sicomunicásemos formalmente su

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liberación a todo el planeta, lesahorraríamos a los familiares de losprisioneros unos cuantos meses desufrimiento. Pero, por otro, también ledaríamos a Dhevan tiempo parareaccionar y preparar la guerra. Noolvidéis que este regreso no va a seguirel guión del Libro de las Visiones. Loscondenados están furiosos con Dhevan,y quieren venganza. Durante años loshan estado utilizando como cultivoshumanos de tumores que luego seempleaban para aumentar la longevidadde los maestros de Areté. Esmonstruoso, y no podemos esperar queesa pobre gente perdone a Dhevan.

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—Pero entonces, eso significaríaque la guerra es inevitable —dijo uncaballero del Silencio que respondía alnombre de Glen—. Cuando lleguen losperfectos a la Tierra, atacarán Areté.Intentarán arrasarla, y con ella a todoslos perfectos… Eso es lo que quiere eltal Hud, ¿no, muchachos?

Desde la grada, Deimos y suscompañeros contestaronafirmativamente.

—No todos los liberados son tanfanáticos —explicó Casandra—. Loúnico que desean muchos de ellos esvolver a casa y vivir en paz. Pero todosodian a Dhevan por lo que les ha hecho,

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y hasta los más pacíficos terminaránuniéndose a la rebelión en el últimomomento, estoy segura.

—Pues esa es una gran noticia paranosotros —dijo Olimpia, la hermana deSelene, y uno de los miembros másjóvenes de la jefatura del Consejo—. Silos condenados derrotan a nuestrosenemigos por nosotros, mejor que mejor.Conseguiremos nuestro objetivo final sinsufrir bajas y sin poner en peligronuestra estabilidad social y económica.

Dannan se volvió hacia ella congravedad.

—Hermana Olimpia, ¿qué quieresdecir cuando hablas de «nuestro

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objetivo final»? Nuestro objetivo nuncaha sido la destrucción de Areté.Tenemos amigos y familiares entre losperfectos. Algunos tenemos incluso anuestros propios hijos.

—Sé que es tu caso, hermana, ycomprendo tu preocupación —repusoOlimpia sin dejar de sonreír—. Pero nodebemos permitir que nuestros asuntosprivados interfieran en el destino denuestro pueblo. Areté es nuestraenemiga. Lleva siéndolo demasiadotiempo. Si algo malo le ocurre a laciudad, los ictios saldremosbeneficiados. Esa es la realidad, nosguste o no nos guste.

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—Areté no es nuestra enemiga —dijo Erec poniéndose en pie—. SoloDhevan y sus cómplices lo son. Tenemosque encontrar el modo de arrebatarles elpoder sin hacer daño al resto de losperfectos.

—¿Y por qué no aprovechar parabarrer toda la jerarquía de los perfectosde la faz de la Tierra? —dijo el jefeIbrahim, que había acudidoexpresamente a la reunión desde losterritorios más orientales de Arbórea—.Sería nuestra oportunidad para aumentarnuestro prestigio y nuestra influenciasobre los demás pueblos. Hemos vividodemasiado tiempo a la sombra de esos

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fanáticos de Areté. ¿No creéis que hallegado el momento de terminar conellos?

Ibrahim se sentó, satisfecho de suardoroso discurso. Erec lo miró unosinstantes con el ceño fruncido antes deresponder.

—Las cosas no son tan sencillas —dijo finalmente—. Los perfectos nos hancausado problemas, pero también noshan protegido durante años de lasquimeras más extremistas. Solo ellosdisponen de la tecnología necesaria paraenfrentarse con esas criaturas en caso deque nos ataquen. Tal vez no sea buenaidea destruir a los que, en el futuro,

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podrían convertirse en nuestrossalvadores.

Deimos se puso en pie y pidió elturno de palabra. Con una leveinclinación de cabeza, Erec le indicóque podía hablar.

—Perdonad, pero ¿a qué viene ahoraesa repentina preocupación por lasquimeras? Que yo sepa, no hay motivospara considerarlas nuestras enemigas…

—Son ellas las que nos ven comoenemigos a nosotros —explicó Olimpiacon brusquedad—. Al menos, algunas deellas. Ese monstruo llamado Tiresiasanda enredando para incitar a susconciudadanos a una nueva rebelión.

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—Una nueva Revolución Nestoriana—murmuró Casandra, impresionada.

Olimpia asintió.—Algo así —dijo sombríamente—.

Y odio tener que admitirlo, pero elhermano Erec ha hablado con sabiduría.Si destruimos a los perfectos, noestaremos en condiciones deenfrentarnos nosotros solos a lasquimeras.

—Estáis yendo demasiado deprisa—objetó Dannan con severidad—. Porel momento, aquí no se trata de destruira nadie. Lo que debemos hacer esdecidir qué le diremos a Dhevan durantela reunión. ¿Le contamos lo que sabemos

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sobre Uriel?Jacob se puso en pie para tomar la

palabra.—Creo que es mejor que no lo

hagamos —explicó, mirandoalternativamente a los distintosmiembros del Consejo con sus brillantesojos claros—. Por un lado, no leestaríamos contando nada nuevo.Dhevan sabe que Uriel ha liberado a loscondenados porque fue él quien la envióa hacerlo. Lo que ignora es que Koré seha rebelado y que los antiguos habitantesde Eldir conocen la verdad sobre elsistema de explotación montado por losMaestros de Maestros. No tiene ni idea

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de cuánto lo odian… Y debe seguirignorándolo, porque si supiera la verdadnos haría responsables de la rebelión yatacaría a nuestro pueblo.

—Entonces, propones que finjamosque no habéis regresado y que ocultemostodo lo relacionado con vuestro viaje aEldir —concluyó Glen—. Sin embargo,según tengo entendido, esa concienciaartificial llamada Koré era el ordenadorque gobernaba la nave de los malditos,la Nagelfar. Cuando los perfectos veanque no regresa después de llevaros aEldir, empezarán a sospechar…

—Koré no tenía previsto su regresohasta dentro de unos cinco meses —

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explicó Martín—. Y llegará en la fechaprevista a bordo de la Nagelfar, lamisma nave en la que partió. Lo que nosaben los perfectos es que con ellavendrá Hel, su otra mitad, la que elloshabían dejado al mando de Eldir… Entodo caso, para cuando eso ocurra, losmalditos ya habrán llegado, de modoque se habrá descubierto la verdad.

—Y mientras tanto, vosotrosproponéis que ocultemos vuestroregreso —intervino Ibrahim—. Lo quesignifica que, para disimular,deberíamos seguir reclamando vuestraliberación, como si pensásemos que aúnseguís retenidos en Areté.

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Varias cabezas asintieron. Deimos selevantó para hablar.

—En mi opinión, lo que debemoshacer es ocultar a Jacob, Selene yCasandra, evitando por todos los mediosque los perfectos averigüen que estánaquí. Al mismo tiempo, creo quedeberíais enviarme a mí comoembajador de los ictios ante Dhevan.Podría ofrecerme a formar parte de suexpedición al pasado junto con Aedh, acambio de un pacto de no agresión entreictios y perfectos. Si nos mantenemosjuntos, las quimeras no se atreverán aatacar.

Los jefes del Consejo se consultaron

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unos a otros con la mirada. Muy pronto,todos los ojos estuvieron clavados enDannan.

Ella, a su vez, miró a su hijo.—Casandra nos ha informado a

todos del destino que te espera si eseviaje al pasado llega a realizarse. Noestás obligado a sacrificarte en nombrede tu pueblo…

—¿Te opones, entonces, a que tu hijorealice esa misión para la que él mismose ha ofrecido? —preguntó ásperamenteIbrahim.

—Como representante del puebloictio, no me opongo. Pero, como madre,debo pedirle que reconsidere su

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ofrecimiento, y recordaros al mismotiempo que existen otras alternativas. Alfin y al cabo, todos sabemos que es muypoco lo que podemos conseguir deDhevan. Ese viejo zorro va a intentarengañarnos, como ha hecho siempre.

—Pero nosotros poseemosinformación que él no tiene —observóAlexia, otra de las ancianas del Consejo—. Eso nos da una gran ventaja. Loúnico que tenemos que hacer es fingirque no sabemos nada, escuchar suspropuestas y tratar de ganar tiempo.

—Él no va a hacernos ninguna ofertade paz, Alexia —replicó Dannan,impaciente—. Solo ha accedido a

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entrevistarse con nuestra delegaciónpara amenazarnos. No aceptará nada delo que le podamos ofrecer.

—A mí sí me aceptará —insistióDeimos—. Me necesita para enviarmeal pasado y cumplir de ese modo lassupuestas «profecías» escritas en elLibro de las Visiones. Ya que eso tieneque suceder de todos modos, intentemosobtener algo a cambio.

—¿Algo como qué? ¿Un tratado depaz? —preguntó Olimpia con desprecio.

Sin embargo, Deimos no se dejóimpresionar por el tono sarcástico desus palabras.

—Un tratado de no agresión, sí —

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afirmó, mirando con fijeza a la hermanade Selene—. Eso nos proporcionaráalgún tiempo hasta que llegue Uriel… Ycreo que vamos a necesitar ese tiempo.

El camino hacia la Fortaleza deQalat’al-Hosn ascendía por unaempinada ladera flanqueada de oscurosprecipicios. Aquel castillo, centroespiritual de la Caballería del Silencio,no tenía una sede fija, sino que sedesplazaba flotando de un lugar a otroen función de la época del año y de laspeticiones de las distintas federacionesregionales de caballeros. Para lareunión con Dhevan, Erec habíaconvencido al Primer Cónsul de la

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Hermandad de que llevase el castillohasta el monte Erat, en los Urales. Setrataba de un enclave situado enterritorio ictio, pero muy próximo a lafrontera de Arbórea con los territoriosasiáticos de los perfectos.

Erec y Deimos habían cabalgadotodo el día en dirección a la cima. Pocodespués del anochecer, llegaron a unrefugio de montaña, una sencilla cabañade troncos con el tejado de heno. Habíaal lado un establo bien provisto de aguay cebada, de modo que lo primero quehicieron los dos viajeros fue desensillarlos caballos y llenar los comederos paraque pudieran reponer fuerzas.

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Terminada esta operación, Erec yDeimos penetraron en la únicahabitación de la cabaña y, durante casimedia hora, estuvieron ocupadostratando de hacer fuego con los húmedosleños de la chimenea. Tras variosintentos infructuosos, lograron mantenercon vida una pequeña hoguera amarillaque, al principio, llenó la choza dehumo. Encendieron entonces el fogónbacteriano de la cocina y trataron decalentar una conserva de fruta y carnesintética que encontraron, entre otrosbotes polvorientos, en la despensa.

Estaba claro que aquel refugio no sehabía usado en mucho tiempo. Erec lo

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había visitado tan solo una vez en sujuventud, pues no era frecuente que laFortaleza de los caballeros del Silenciose posase en una región tan cercana alterritorio de los perfectos. Durante lapenosa ascensión de la tarde a lomos desus cabalgaduras, Deimos lo había vistovarias veces espiar la cima del Erat conla esperanza, probablemente, de queQalat’al-Hosn ya hubiese llegado a sudestino. Sin embargo, cuando sedetuvieron en el refugio al caer la nochela cima seguía tan desnuda y vacía comolo había estado durante todo el día.

—¿La oiremos cuando llegue? —preguntó Deimos, escogiendo un pedazo

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de carne del plato que acababan decalentar, que a continuación se llevó a laboca con sus palillos.

—¿A la fortaleza? —Erec habíaterminado ya la escasa ración que sehabía servido, y observaba comer a sujoven compañero con aire distraído—.Sí, supongo que la oiremos, y quenotaremos algún temblor de tierracuando esa mole enorme aterrice.

—No nos hallamos demasiado lejosde la cima, ¿verdad? Erec desvió losojos un instante hacia la pequeñaventana acristalada.

—A unas cinco o seis horas decamino, contando con que los caballos

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estén descansados —murmuró.—Y Dhevan ya estará dentro…—Timur, el señor de la fortaleza,

decidió que era lo más seguro.Recogieron a Dhevan esta mañana enuna de las aldeas de perfectos que hay alotro lado de la frontera. Viene conAshura y con algunos de sus soldados.Nuestros caballeros han tenido quemostrarse muy «persuasivos» parahacerles entender que debían entregarleslas armas.

—¿Y lo han conseguido? —preguntóDeimos, asombrado. Erec hizo un gestoambiguo con la cabeza.

—Creo que sí. Mi comunicación

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telepática con Timur no ha funcionadodemasiado bien en las últimas horas.Supongo que estará empleando algúncanal de alta seguridad, para evitar lassondas espías de los perfectos. Eso haceque el proceso sea más lento y que hayamás interferencias.

—Lo que no entiendo es que Dhevanhaya aceptado la Fortaleza como lugarde reunión. No es un sitio neutral…

—Sí lo es, Deimos. Mucho más delo que tú te piensas. La Hermandad delos Caballeros del Silencio acogeiniciados de todos los rincones delmundo, y eso incluye también a Areté.Incluso contamos con algunas

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quimeras…—¿Quimeras? —Deimos sonrió,

escéptico—. Eso sí que me parecedifícil de creer.

—Espera y verás —le aconsejóErec con los ojos brillantes—. Ahídentro, en Qalat, vas a llevarte muchassorpresas.

Deimos se levantó para poner unatetera a hervir sobre el biocalentador,que emitía un fulgor verdoso.

—La verdad es que no sé muchosobre la Hermandad —confesó, deespaldas a Erec—. Mi padre siempre semuestra muy reservado con ese tema.

—Es comprensible —dijo Erec,

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pensativo—. Lleva muchos años sinparticipar en ninguna de las reuniones dela Hermandad, y sus relaciones conTimur son más bien tirantes.

Deimos asintió en silencio. Mientrasel agua se calentaba, abrió una lata de téque había cogido de la despensa y, conuna cuchara, llenó la mitad de un filtrometálico. Cuando comenzó a oírse elborboteo del agua, retiró la tetera delfuego e introdujo el filtro en ella.

—Tardará unos minutos —dijo,sentándose de nuevo a la mesa.

Sin embargo, al cabo de un instantese levantó de nuevo y fue hacia lamochila donde guardaba sus

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pertenencias, en el otro extremo de lacabaña.

—¿Ocurre algo? —preguntó Erec.Deimos seguía hurgando entre sus

cosas.—Espera —repuso—. Antes de

llegar, no quiero que se me olvide darteesto…

Regresó a la mesa sosteniendo unobjeto alargado con ambas manos.Estaba envuelto en una tela de seda que,bajo la débil luz de las lámparasbiónicas, parecía amarilla.

—Es tu espada —dijo,tendiéndosela a Erec—. Me la dioMartín para que te la devolviera. Aún

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tienes tiempo de practicar con ella anteel Tapiz de las Batallas y grabar unassesiones de entrenamiento más para tuhijo antes de devolvérmela.

Erec tomó la espada y,depositándola sobre la mesa, comenzó adesenvolverla lentamente.

—Se supone que debo dártela paraque se la entregues a Martín en elpasado, ¿no?

Deimos asintió.—Así es. Pero no me parece

prudente entrar con ella en la fortaleza.Si Dhevan acepta mi oferta decolaboración, puede que tenga que irmecon él directamente a Dahel, y no puedo

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llevarla conmigo en ese viaje.—Sí, sería peligroso —murmuró

Erec mirando fijamente la espada—.Deimos… ¿Estás seguro de que esta esla espada que te dio Martín?

—Claro. Nunca se separaba de ella.Creo que, esté donde esté, la echará demenos…

—Pero esta no es mi espada,muchacho —le interrumpió Erecbuscando su mirada.

Deimos sonrió, pensando que estabasiendo objeto de una burla.

—Bueno, a lo mejor debería haberlalimpiado antes de dártela —se excusó—. Ese polvo de Eldir se incrusta en las

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cosas de una manera… Pero, la verdad,no se me ocurrió…

—No me refiero a eso —dijo Erec,acariciando la empuñadura de la espadacon el ceño fruncido—. Conozco miespada mejor que ningún otro objeto delmundo, y sé que no es esta. Aunque locierto es que se parece mucho…muchísimo.

—¿En qué notas la diferencia? —quiso saber Deimos, acercándose paraver mejor los signos grabados en elacero.

—Fíjate —contestó Erec,recorriendo con el índice de la manoderecha, uno por uno, los relieves de la

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hoja—. Los símbolos son los mismos, eincluso están colocados en el mismoorden; excepto el unicornio. ¿Lo ves?Representa a Imúe, la fundadora de milinaje. En mi espada, el unicornio es elprimero de los relieves… Y en esta, encambio, está al final, muy cerca de lapunta.

Deimos contempló en silencio losdibujos bellamente cincelados sobre elacero. Lo que Erec acababa de decirleno tenía ni pies ni cabeza. Quizá lamemoria le estuviese jugando una malapasada. Hacía tiempo que no veía laespada, quizá eso explicase sus dudas.

—Tiene que haber un error —dijo,

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procurando que su voz no sonasedemasiado irritada—. Escucha, Erec; yomismo he visto a Martín cientos deveces entrenándose con esta espadafrente al Tapiz de las Batallas. ¿Y sabesquiénes eran sus entrenadores virtuales?Casi siempre tú, y otras veces otrosantepasados tuyos, incluido el propioKirssar. ¿Crees que vuestros hologramashabrían interactuado con la espada si nofuese la tuya? Tú sabes tan bien como yoque eso es imposible…

—Ya había pensado en eso. No es laprimera vez que veo esta espada,Deimos, recuérdalo. Martín me la diopara que yo arreglase su empuñadura.

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Ya entonces le expliqué que esta no erami espada. Incluso consultamos elcatálogo de Kirssar y lo comprobamos.¿Nunca te lo comentó?

—No, no lo hizo.Erec asintió, como si aquello no le

sorprendiera.—Martín se ha entrenado con los

mejores maestros —dijo—. Sabe que unCaballero del Silencio está obligado arespetar los secretos de su espada y aconfiar en ella antes que en ningún otrocaballero.

—Pero, si no es tu espada, tampocosería la espada de Martín, ¿no?

Erec acarició pensativo el puño de

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oro que él mismo había reparado mesesatrás.

—Ella acudió a él, Deimos. Nopodemos afirmar que no sea suya.

—Pero no es la espada de su linaje—insistió el muchacho—. Y sigo sinentender cómo pudo activar loshologramas del Tapiz de las Batallas sininguno de los guerreros que aparecíanse entrenó con ella…

—Quizá esta espada engañase alTapiz. Los símbolos son los mismos, yla diferencia con el arma de nuestrafamilia es solo la posición delunicornio. Sí, tiene que ser eso. Es laúnica explicación posible.

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Deimos observó el pequeñounicornio cincelado en el acero; laexplicación de Erec sobre lo ocurridocon el Tapiz de las Batallas sonababastante convincente.

Pero, si el padre de Martín teníarazón y aquella espada no era la suya,¿de dónde diablos había salido?

Mientras trataba de ordenar susideas, Deimos se levantó a colar el té.Al sacar el filtro de la tetera, notó quelas manos le temblaban. Aun así,consiguió distribuir el humeante líquidorojizo en dos tazas y llevarlas sinderramar ni una gota de su contenidohasta la mesa.

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Erec cogió la que el muchacho leofrecía sin levantar la vista de laespada. A juzgar por el brillo vidriosode sus ojos, estaba haciendo unaconsulta de datos a través de susimplantes neurales.

—La Fortaleza de Qalat está cerca—anunció finalmente, buscando aDeimos con la mirada—. Por fin helogrado establecer una conexión.Aterrizará en la cima del monte en pocomás de una hora. Quizá deberíamosintentar dormir. Mañana va a ser un díamuy largo…

Deimos asintió. Observó que, allevantarse de la mesa, Erec no se

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llevaba la espada consigo.—¿Aceptarás hacerte cargo de ella,

aunque no sea la espada de tusantepasados? —preguntó con mayoransiedad de la que le habría gustadodejar translucir.

Erec le sonrió.—Claro que sí —dijo—. Es la

espada de mi hijo… Y, aunque solo seapor eso, debo aceptar su custodia hastaque llegue el momento de devolvérsela,no importa en qué época o en qué lugar.

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Capítulo 6

Los señores del tiempo

Al levantarse por la mañana, loprimero que hizo Deimos fue echarseuna manta sobre los hombros y salir acontemplar la cima de la montaña. Unmanto de niebla ocultaba el verdor delvalle a sus pies, de modo que la

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empinada ladera, la cabaña de troncos yél mismo parecían flotar sobre una nubeinmensa.

Sobre su cabeza, la Fortaleza deQalat’al-Hosn brillaba en todo suesplendor. Sus murallas formaban unaestrella de rectángulos sombríos eiluminados que a Deimos le recordó eltrazado de una rosa de los vientos.«Como la llave del tiempo», pensó.

Tenía sentido. Al fin y al cabo, loscaballeros del Silencio se habíanejercitado durante siglos en el dominiode la percepción temporal. Sus espadasviajaban del pasado al futuro y delfuturo al presente obedeciendo a su

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voluntad. No era extraño que, al diseñarel pequeño artefacto que debía activar lamáquina del tiempo, los ictios sehubiesen inspirado en el diseño deaquella fortaleza.

Qalat’al-Hosn. Era muy poco lo queDeimos sabía de aquel edificio quemuchos creían legendario. No habíaimágenes de él en los archivoscomunitarios. Y todas las descripcionesque había leído se quedaban cortas antetanta majestuosidad. Las cinco torresque se alzaban hacia el cielo desde lasmurallas eran todas diferentes, y todasde una belleza deslumbrante. Había unaen forma de cuerno de unicornio, otra

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rectangular y dos cilíndricas. Pero lamás impresionante era la torre central,que tenía la forma de una escalera decaracol y parecía tallada en cuarzotransparente.

—Hermosa, ¿verdad? —dijo la vozde Erec a su espalda—. Pocos hombreshan tenido el privilegio de contemplarladesde tan cerca. Ojalá Martín estuvieseaquí con nosotros. Me habría gustadocompartir con él este momento…

—Cuando regrese, podrásmostrársela —repuso Deimos,volviéndose—. Ya me estoy imaginandola cara que pondrá al verla.

—Si es que regresa alguna vez —le

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interrumpió Erec en tono sombrío—.Pero no es momento para pensar en esascosas… Arriba nos esperan. Ensillarélos caballos mientras recoges tuspertenencias.

Deimos asintió y, después de echarleuna última mirada a la fortaleza, semetió en la cabaña. La penumbra algohúmeda del interior le pareció de unapobreza extrema al compararla con elsuntuoso edificio que pronto visitarían.Sin saber por qué, sintió la necesidad deprolongar todo lo posible aquellosúltimos minutos de soledad en elrefugio.

La idea de enfrentarse a Dhevan cara

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a cara, ahora que sabía lo que seocultaba detrás de aquel oscuropersonaje, le resultaba casi intolerable.Le costaría mucho trabajo fingir que aúnseguía admirándole. Sin embargo, teníaque hacerlo; no le quedaba otraopción… Si no lograba ganarse laconfianza del Maestro de Maestros,jamás le permitirían viajar al pasado. Yél tenía que lograr que le incluyesen enese viaje a cualquier precio.

Erec lo llamó desde los establos.Cuando salió, lo encontró ya a lomos desu cabalgadura y sosteniendo las riendasdel otro caballo. Deimos saltó sobre sulomo con agilidad y ambos comenzaron

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a ascender en silencio por el empinadosendero.

Durante largo rato, Deimos no oyóotra cosa que el sonido de las piedrasbajo los cascos de su caballo y elgemido ocasional del viento entre losárboles. De cuando en cuando, un ave depresa lanzaba su graznido solitariodesde algún pico lejano. Hacía tiempoque Deimos no se veía obligado acabalgar por una región tan abrupta, ypronto comenzó a sentir un cálidohormigueo en sus músculos, tensos porel esfuerzo que debían realizar a cadamomento para adaptarse a los bruscosmovimientos del caballo.

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—He estado pensando en lo de laespada —dijo de pronto Erec.

Cabalgaba tras él, y, cuando sevolvió para mirarlo, a Deimos lesorprendió lo cómodo que parecía alomos de su montura.

—¿Has llegado a alguna conclusión?—preguntó.

Un leve resbalón del caballo leobligó a mirar de nuevo hacia delante.

—He estado repasando mentalmentela historia de esa arma que no figura enningún catálogo. Veamos: tú se lallevaste a Martín, supuestamente de miparte, al pasado. Martín la utilizó paraluchar con tu hermano en Marte y logró

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vencerle, aunque el puño quedómellado. Luego, viajasteis a nuestraépoca a través de la máquina del tiempo,y él trajo la espada consigo. Yo mismoarreglé la empuñadura. Se la llevó aEldir y a Zoe, y antes de que ossepararais te la entregó a ti para que túpuedas devolvérsela cuando viajes alpasado. ¿No te das cuenta? Es un ciclosin principio ni fin…

—Pero eso es absurdo. La espadatiene que haber salido de algún lado;alguien tuvo que fabricarla…

—Te equivocas. Esa espada es undjinn, Deimos. Uno de esos objetos que,según las leyes de la Física, viajan del

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pasado al futuro y del futuro al pasadoen un ciclo cerrado. Nadie ha podidofabricarla. Dicho de otro modo: esaespada es como Anagá, el armalegendaria del Auriga del Viento.

Deimos cerró un instante los ojos ydejó que la brisa helada de la montañaacariciase su rostro y sus cabellos.Agradeció aquella intensa sensaciónfísica que, por un momento, le permitíadistanciarse interiormente de lasextrañas conclusiones de Erec.

—Es cierto que hemos encontradovarias pistas que relacionan a Martíncon el Auriga —reconoció—. Laescultura de Cánope, la de Quimera…

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Si Alejandra es, como creemos, laautora del Libro de las Visiones, la cosano resulta tan extraña. Pero eso noexplica lo de la espada…Sencillamente, no tiene ni pies nicabeza.

—Pues a mí me parece que tienemucho sentido —oyó decir a Erec a suespalda—. Cuanto más lo pienso, másconvencido estoy de que ese objeto esun djinn. Y por eso mismo quiero que lolleves contigo cuando nos separemos.Piénsalo, Deimos. En la leyenda delAuriga, este utiliza la espada jamáscreada para vencer definitivamente alRey Sin Nombre. De ese rey procede la

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estirpe de los Maestros de Maestros…La misma a la que pertenece Dhevan.Llévatela, Deimos, y tenla siempre amano mientras estés en Dahel. Apuesto aque su historia impresionaría bastante alos perfectos… Pero no la utilices amenos que no tengas elección.

* * *Dos horas más tarde, la reja dorada

de la puerta de la muralla se alzó con unquejumbroso chirrido, franqueando laentrada a los dos jinetes. Erec adelantóa Deimos para guiarle hasta lascaballerizas, situadas en el extremo surdel patio de armas. Era este un recintoempedrado de forma hexagonal, rodeado

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en su mayor parte de almacenes,despensas y establos. Solo en el ladonorte, el patio daba acceso al corazón dela Fortaleza a través de un soberbio arcode piedra en forma de herradura.

Dejaron los caballos en manos delos palafreneros y se dirigieron a piehacia aquella imponente entrada. Altraspasar el arco, Deimos se sintió casitan extraño como si hubiese atravesadoun agujero de gusano. El interior de laFortaleza era un lugar mágico, unextraño bosquecillo surcado dearroyuelos y salpicado de humildescabañas de madera limitado por altasparedes transparentes.

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—Son casas de té, construidassiguiendo los antiguos preceptos de losmaestros zen —explicó Erec—. Loscaballeros del Silencio nos sentimos susherederos en algunos aspectos… Mira,ahí están nuestros anfitriones.

A la puerta de una de las cabañashabía, en efecto, tres personas sentadas;o eso fue lo que le pareció a Deimos enla distancia. Al acercarse, sin embargo,se dio cuenta de que una de las tres«personas» era más baja de lo normal yse movía de un modo que no tenía muchode humano. Se encontraban ya a escasosmetros de la casa de té cuando Deimoslogró reconocer por fin los rasgos de

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aquella criatura. Se trataba del Baku…¡Lo último que habría esperado eraencontrarse a aquel poderoso personajeen un lugar como Qalat’al-Hosn!

Los dos acompañantes del Baku seinclinaron ceremoniosamente parasaludar a los recién llegados. Eran unhombre y una mujer. El primero sepresentó a sí mismo como Timur, elseñor de Qalat’al-Hosn. En cuanto a lamujer, una hermosa dama de rasgosafricanos, se llamaba Ara, y era, alparecer, una de las iniciadas que máslejos habían llegado en el dominio delas técnicas de control temporal en lasque se ejercitaban los caballeros.

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Los tres iban vestidos con túnicasplateadas y azules, aunque solo Timurllevaba una coraza de metal sobre lafina tela de su hábito.

—Bienvenidos —dijo, después delintercambio de los silenciosos saludosrituales—. Bienvenidos al corazónimpenetrable del poder de laHermandad del Silencio, que algunosquisieran detener, pero que seguirálatiendo incluso después de que suscuerpos se vean reducidos a cenizas.

—Deduzco por tus palabras queDhevan no se ha mostrado muyconciliador —murmuró Erec—. ¿Dóndelo tenéis?

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—Está esperándote en la torre de laLuna —replicó Timur—. Ya sabes cómoes, Erec… O quizá no lo sepas. Son muypocos los ictios que han tenido ocasiónde hablar con él. Tú en cambio, sí loconoces, ¿verdad, muchacho? Y tuhermano Aedh es uno de sus seguidoresmás leales…

—Ambos nos hemos educado enAreté —confirmó Deimos, sondeandolos ojos oscuros y penetrantes delanciano—. Nuestro padre, Gael, esMaestro de Perfectos…

—Lo sé —le interrumpió Timur—.Y también es uno de los nuestros. Talvez por eso haya terminado en Eldir…

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Los perfectos fingen admirarnos, peromuchos de los maestros, en el fondo,preferirían que desapareciésemos.Somos la única fuerza espiritualorganizada que puede oponerse a supoderosa jerarquía, y por eso nos odian.

—Odiar, quizá, sea un término algoexagerado —puntualizó el Baku con unasonrisa en su inquietante rostro de tapir—. Dhevan y los suyos saben muy bienque a los caballeros del Silencio no nosinteresa el poder terrenal. En eseterreno, no pueden albergar dudas sobrenosotros.

—Ya; justamente por eso nos temen—intervino Ara. Su voz era hermosa y

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grave, y al hablar miró a los ojos aDeimos, como si sus palabras estuviesendedicadas especialmente a él—. Nopueden comprender nuestra generosidad.Es un camino difícil, el nuestro. Algunosse extravían. Si vuelven a encontrarse así mismos, pueden estar seguros de queserán bien acogidos. Pero también sabenque no pueden engañarnos como seengañan a sí mismos.

El Baku se levantó y se dirigió a laentrada de la cabaña.

—¿Queréis té? —dijo, volviéndoseen el umbral para espiar su reacción—.Quisiera prepararos un té según laantigua ceremonia. Actos como ese son

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los que protegen nuestros espíritus de latentación del rencor y la venganza, y yoen estos momentos necesito esaprotección.

Sin esperar respuesta, penetró en lafresca penumbra de la cabaña de bambú.Erec miró a Timur con ojosinterrogantes.

—¿Por qué ha dicho eso? —exclamó—. ¿Ha ocurrido algo? Timur los invitóa sentarse en la alfombra de hierba, yluego se sentó él mismo.

—Dhevan le ha insultadogravemente —explicó—. A su manera,claro. Él nunca abandona su papel desabio majestuoso y tranquilo. Con sus

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melifluas insinuaciones acerca de lainsensibilidad de las quimeras, haconseguido sacarlo de quicio. Creo queespera que abandone la fortaleza. No legusta tenerlo por aquí… Pero conocemuy poco al Baku si piensa que va asalir corriendo.

—De todas formas, hemos decididofingir que se va —añadió Ara conexpresión sombría—. Tememos que esosfanáticos de Ashura intenten atacarlodurante la noche. Si le ocurriese algo enun momento tan delicado, no nos loperdonaríamos. Necesitamos al Bakumás que nunca.

—¿Por qué dices eso? —se atrevió

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a preguntar Deimos.Ara se volvió hacia él.—Entre las quimeras hay mucho

movimiento últimamente —explicó—.Muchos piden cambios… Y no todosquieren conseguirlos por la vía pacífica.Están hartos de verse confinados en unaminúscula ciudad, de que no se lespermita instalarse en cualquier parte delplaneta. Son heridas muy viejas,Deimos… Y algunos, como Tiresias, sehan empeñado en hacerlas sangrar denuevo.

—Pero eso no puede ser —protestóDeimos, incrédulo—. Los Cuatro deMedusa y yo estuvimos hace poco en

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Quimera. Nos recibieron con los brazosabiertos… Quizá tengan algo en contrade los perfectos, pero no de los ictios.Timur lanzó una breve carcajada.

—¿Crees que a las quimeras lesimportan esas pequeñas distincionesentre ictios y perfectos? No seasingenuo, muchacho. Para muchas de esascriaturas, todos los seres humanos estánen el mismo saco. Todos somosresponsables de su actual situación, delas restricciones que les imponen lasleyes… y, por lo tanto, todos somos susenemigos.

En ese momento, el Baku los invitó aentrar en la casa de té.

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Los viajeros se descalzaron ydejaron sus botas junto a la puerta. Elinterior de la cabaña era humilde yencantador. Olía a musgo y a tierramojada, y aquellos aromas se mezclabancon los vapores más intensos del té enperfecta armonía. Una estera de algastrenzadas cubría el suelo, y sobre ella,alineados contra la pared, había algunoscojines de lino crudo para sentarse. Unarreglo de flores silvestres en un vasode porcelana blanca adornaba la mesadonde se encontraban los cuencos parael té, junto al hornillo de hierro sobre elque descansaba la tetera.

El Baku sirvió la perfumada bebida

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en medio del más respetuoso silencio.Deimos se dejó invadir por la serenidadque emanaba de aquellas toscas paredessin adornos y, sobre todo, de los treshermanos que acababan de acogerlos ensu círculo de protección. La profundacalma con que pronunciaban cadapalabra, con que ejecutaban cada uno desus movimientos, era en realidad elreflejo exterior de un inmenso poder.

Mientras tomaba los primerossorbos de la tibia infusión, Deimos sepreguntó con cierta amargura por qué nohabía llegado más lejos en su estudio delas artes de la Hermandad. La humildeescena que se desarrollaba ante sus ojos

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poseía una fuerza espiritual muchomayor que las imponentes ceremonias deAreté. Si él se hubiera dedicado desdela infancia a ejercitarse en el dominiodel tiempo, ¿no habría llegado a ser unapersona más completa, menosdesgarrada por dentro? ¿Por qué suspadres no le habían ofrecido aquelcamino? Tal vez porque ni siquiera loconocían. Gael era, por linaje, uno delos herederos de las espadas de Kirssar,pero nunca se había interesadodemasiado por los aspectos espiritualesde la caballería del Silencio. A él loúnico que le interesaba era el secretotecnológico que se ocultaba en la

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espada, y que solo ahora, después delviaje de su hijo y sus compañeros alplaneta Zoe, había quedadoparcialmente resuelto. Ni Gael niDannan habían sabido valorar esa otradimensión de la Hermandad delSilencio, la poderosa fuerza psicológicaque su sistema de entrenamiento lograbacultivar en sus seguidores…

Y ahora, por desgracia, erademasiado tarde para iniciar esecamino, al menos para Deimos. Teníauna misión en el pasado, una misión enla que sabía que moriría. Pues bien, aunasí, aprovecharía cada momento… Allímismo, mientras sorbía su té, Deimos se

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prometió a sí mismo que, en lo sucesivo,no desperdiciaría ninguna oportunidadde entrenarse con una espada fantasmani de aprender algo más a través deaquel complejo entrenamiento en el artede dominar la percepción del tiempo.

Ninguno de los presentesinterrumpió la mágica quietud de laceremonia. Solo cuando todos loscuencos estuvieron vacíos, y después deque cada uno procediera a lavar el suyoen un pequeño chorro de agua clara,Erec pidió permiso con una inclinaciónde cabeza para iniciar la conversación.

Después de que Timur se lo hubieseconcedido, el padre de Martín dejó

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vagar un instante su mirada por elcírculo de rostros expectantes que lorodeaba.

—Todos los aquí presentes estáisinformados ya de las graves noticias quenos ha traído el hijo de Dannan —comenzó—. Espero, por el bien de laHumanidad, que esas noticias no hayanllegado hasta Dhevan. Es mucho lo quesabe (no olvidemos que en su cerebro sehan implantado recuerdos de más de milaños de antigüedad) pero también esmucho lo que ignora. La perspectiva desu antecesor, Hiden, era incompleta. Esaes nuestra mejor baza en nuestroenfrentamiento con él. Cree saberlo

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todo, y su confianza terminaráperdiéndolo.

—Así lo creo yo también —dijoTimur, juntando ceremoniosamenteambas manos para tomar la palabra—.Alimentemos esa confianza, hagámoslesentir que es más fuerte que nunca. Esonos permitirá ganar tiempo y retrasar, almenos, la guerra.

—Retrasar la guerra no es suficiente—murmuró el Baku—. Eso también lesda tiempo a ellos para prepararse. Loque hay que lograr es que comprendaque la guerra beneficia tan poco a losperfectos como a los otros pueblos.

Ara sonrió con desdén.

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—A Dhevan no le preocupa elsufrimiento de su pueblo —dijo—. Solopiensa en sí mismo.

Erec miró alternativamente a cadauno de los presentes.

—Entonces, ¿qué debo hacer? —preguntó. El Baku hizo una mueca, y Arase encogió levemente de hombros. SoloTimur parecía tener las cosas claras.

—Hazme caso. Síguele la corriente.Dile que no tenéis a Uriel, pero noinsinúes que sabes lo que realmente hasido de ella. Pídele tiempo parabuscarla. Quizá así consigas unos mesesde tregua.

—Será mejor que no le hagas

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esperar más —observó Ara—. Conocesel camino hasta la torre transparente…

Erec se levantó e inclinóceremoniosamente la cabeza en señal dedespedida. Luego, se dirigió a la puerta.Ya iba a salir cuando una llamada deDeimos lo detuvo.

No se veía a nadie más en la ampliaestancia circular. Deimos escudriñórápidamente la oscuridad de las dospuertas que comunicaban con el restodel apartamento. No pudo distinguirnada.

Dentro de la casa de té, la luz sehabía ido suavizando a medida quetranscurría la tarde. Erec llevaba

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muchas horas reunido con Dhevan, yDeimos había permanecido todo aqueltiempo esperando solo en el interior dela cabaña. Timur en persona apareció aeso de las cuatro con una bandeja defruta, queso y dulces. A los caballerosdel Silencio no les gustaba que otros lossirvieran, y en Qalat’al-Hosn no habíarobots domésticos.

A media tarde, la fatiga venció almuchacho, que terminó adormilándosesobre la estera de algas. Soñó con uncastillo muy parecido a Qalat’al-Hosn,pero sumergido en el mar. Él intentabaflotar por encima de la muralla paraalcanzar la superficie, pero algo tiraba

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de su cuerpo hacia abajo cada vez queintentaba ascender. Si no lograba salir arespirar, moriría asfixiado…

Se despertó estremecido de frío.Tenía los miembros agarrotados.Calculó, en una rápida conexión de susimplantes neurales con los satélites demedición horaria, que eran casi las ochode la tarde. Erec llevaba más de cuatrohoras reunido con Dhevan… ¿Cómo eraposible que tardasen tanto?

Mientras encendía el precariohornillo de hierro para prepararse un té,oyó una suave música mezclada con elrumor de la brisa entre los juncos.

Se asomó a la puerta. Un poco más

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arriba, en la ladera del valle artificial,vio al Baku tocando una extraña flautade caña. Parecía imposible que aquellapacífica escena se estuvieradesarrollando en el interior de la máspoderosa Fortaleza militar existente enla Tierra.

El borboteo del agua en la tetera lehizo entrar de nuevo en la cabaña.Observó cómo el agua hirvienteempapaba las hojas de color tostado quehabía elegido para la infusión y se sentóa esperar. Se le ocurrió de pronto que talvez podría conectar con los implantesneurales de Casandra.

No lo consiguió al primer intento,

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pero sí al segundo. En su interior oyó lavoz dulce de la muchacha,agradablemente sorprendida por sullamada.

—Deimos… ¿Qué tal va todo en lafortaleza?

Deimos cerró los ojos paraconcentrarse y contestó mentalmente a suamiga.

—No muy bien, creo —pensó, sinllegar a pronunciar las palabras—. Ereclleva mucho tiempo reunido conDhevan… No sé, me da mala espina.

La respuesta tardó unos segundos enllegar.

—¿Has visto a Dhevan? ¿Has

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podido hablar con él?—Todavía no. Ni siquiera estoy

seguro de que quiera recibirme. Insisteen que los ictios tienen a Uriel y enexigir que la devuelvan. Yo creo que lohace solo para provocarnos, a ver cómoreaccionamos.

De nuevo se hizo un largo silencio.—Erec no caerá en la provocación

—dijo por fin la voz de Casandra—.Sabe controlarse. He estado pensando,Deimos. Quizá deberías aplazar tuentrevista con Dhevan…

—¿Por qué dices eso?—Escúchame: lo único que sabemos

es que tú llegarás a Medusa en algún

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momento del año 2121. No importa enabsoluto el año del presente que elijaspara viajar… ¿Entiendes lo que quierodecir?

Deimos asintió mentalmente. Claroque lo entendía. Podía pasar todo eltiempo que quisiera con Casandra,disfrutando de su relación, y más tarde,de viejo, viajar al pasado. Habíapensado más de una vez en aquellaposibilidad.

—Te olvidas de un detalle —dijosin mover los labios—. Si yo no me voycon Aedh, él viajará solo. Y eso no debeocurrir… Además, los dos sabemos queno ocurrirá. Las cosas no fueron así.

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—Pero también sabemos que nadaestá escrito de antemano. Una cosa es loque hemos vivido nosotros y otra muydistinta lo que vas a vivir tú. ¿Por quétienen que coincidir? Me da lo mismoque vayas a parar a un universo cuánticodistinto, ni siquiera entiendo muy bienqué significa eso. Lo que digo es quepodríamos probar; solo eso.

Deimos se mantuvo callado, con lamente en blanco, durante unos segundos.No quería que ella le leyese elpensamiento.

—Casandra, eso no haría más queretrasar el momento de separarnos. Y,cuando el momento llegase, todo sería

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más difícil. Siento que las cosas seanasí. Ojalá no tuviera que morir, pero eslo que hay…

La conexión se perdió unosinstantes, pero Casandra logrórestablecerla. Su voz virtual sonótemblorosa y lejana en el cerebro deDeimos.

—Sabía que no podía convencerte.En fin, que tengas suerte. Ni siquierahemos podido despedirnos…

—¿Por qué dices eso? No creo quevaya a viajar todavía. Seguro que, antesde irme a Dahel, podré escaparme adarte un abrazo.

—Si Dhevan acepta tu plan, no te

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permitirá volver con los ictios. Sería unriesgo para él.

Deimos oyó movimiento en elexterior de la cabaña. Se levantó paraasomarse a la puerta. Por uno de lossenderos de arena se acercaba Erec.Venía acompañado de Timur, y laexpresión de ambos era sombría.

—Erec ya ha salido de la reunión, yviene hacia aquí —le explicó Deimos aCasandra—. Creo que me ha llegado elturno…

—Escucha, Deimos —dijo lamuchacha—. Mantendré este canal decomunicación abierto todo el tiempo,para que puedas contactar conmigo en

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caso de peligro. Tú puedes desconectar,si quieres; pero vuelve a conectarteantes de quedarte a solas con Dhevan.

—De acuerdo. Deimos cortó lacomunicación y salió al encuentro de losdos hombres. Se reunieron a unos treintametros de la cabaña.

—Malas noticias —anunció Erec—.Dhevan no atiende a razones. Insiste enque le entreguemos a Uriel, y lo más quehe conseguido después de tantas horasde negociación es arrancarle una semanade plazo. Me ha costado muchocontrolarme… ¡Pensar que he tenido quetragarme en silencio todas susacusaciones, sabiendo como sé que él

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envió a Uriel a Eldir!Timur trató de aplacar la ira del

caballero poniéndole una mano en elhombro.

—Vamos, amigo. Has hecho lo quedebías, y todos te estamos muyagradecidos por ello. Lo que él queríaera hacerte caer en sus provocaciones…Pero tú, afortunadamente, no has cedido.

—¡Pero no he conseguido nada! —insistió Erec, desesperado—. La guerraestallará de todos modos si no se nosocurre un modo de impedirlo. Dhevanno desea verdaderamente negociar; soloha venido aquí para insultarnos.

—¿Le has hablado de mí? —se

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atrevió a preguntar Deimos—. ¿Le hasdicho que estoy aquí, y que quieroverle? Erec frunció levemente el ceño.

—Se lo he dicho, pero está claroque desconfía de ti. Ha aceptado verte,pero Ashura se ha encargado de recalcarque, digas lo que digas, no volverás aser bien recibido en Areté.

Deimos sonrió con escepticismo.—Lo conozco demasiado bien como

para dejarme impresionar. No ospreocupéis, cambiarán de opinión…

—Pero tendrás que ofrecerles algo acambio —dijo Timur—. ¿Qué les vas acontar?

—Nada que no sepan ya. Confiad en

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mí, sé lo que hago. Si todo va bien,puede que hasta consiga una tregua máslarga para los ictios.

Timur miró a Erec.—¿Estás seguro de que sabe lo que

hace?—Creo que sí —respondió el padre

de Martín—. De todas formas, si quieresintentar algo tendrás que darte prisa —añadió mirando a Deimos—. Dhevan yAshura abandonarán la Fortaleza estamisma tarde.

—De momento, aún se encuentran enla torre transparente —dijo Timur trasconsultar su plano mental de la fortaleza—. Te acompañaré hasta allí, si lo

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deseas.—Sí, por favor. Pero necesito que

me esperes un momento… En seguidavuelvo.

El muchacho entró en la casa de té ysalió a los pocos minutos con la espadade Martín ceñida al cinto.

—Los guardaespaldas de Dhevan note dejarán entrar en la torre con eso —aseguró Timur al verlo.

—Yo creo que sí —le contradijoDeimos—. Dhevan sentirá curiosidad.Bueno… —el muchacho dudó antes deproseguir—. Si todo sale bien, esposible que no volvamos a vernosnunca. Gracias por todo, Erec…

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Erec inclinó la cabeza, demasiadoconmovido para decir nada.

—Dile a Martín que le quiero —gritó, cuando el muchacho ya se alejabaladera abajo junto a Timur—. Dile quesu hogar está aquí, en esta época, junto anosotros. Cuando le veas, dile que fuemuy duro para mí perderlo nada másnacer… Y que, desde entonces, no hatranscurrido un solo día sin que pienseen él.

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Capítulo 7

La prisión de la espada

Mientras subía él solo por laescalera de caracol de la torre central,Deimos experimentó una horriblesensación de vértigo. Los peldaños y lasparedes de la torre eran transparentes,de modo que podía ver el suelo

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alejándose cada vez más de sus pies, yel cielo del atardecer rodeándolo portodas partes, como si fuese un pájarosuspendido en el aire.

Pensó con un estremecimiento en loque le habían contado acerca de sumuerte: Un día no muy lejano, suhermano Aedh lo arrojaría desde la basedel Monte Olimpo por un escarpe desiete mil metros de altura. Hastaentonces, aquella información había sidouna idea abstracta para él; pero ahora,prisionero en aquella torre de cristal quelos caballeros del Silencio solíanutilizar en sus rituales de iniciación, sucaída al vacío se había transformado de

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pronto en una imagen sorprendentementereal y dolorosa.

Aún estaba a tiempo. Podía darse lavuelta y largarse de la Fortaleza sin vera Dhevan, o podía entrevistarse con él ychantajearle del modo que tenía pensadosin dejarse arrastrar a un viaje en eltiempo que solo le conduciría a lamuerte.

Pero ya era demasiado tarde paraplantearse esa alternativa. Casi sin queél se diera cuenta, la inercia de suspasos lo condujo hasta el gran cubo devidrio sintético que coronaba la torre.

Y allí, sentados sobre una estera enel medio del sobrecogedor espacio

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vacío, estaban Dhevan y su lugartenienteAshura.

Antes de acercarse a ellos, Deimosechó una ojeada a las esquinas de lagran sala cuadrada. La única luz queiluminaba la estancia era la delcrepúsculo, que penetraba a través delos muros y el techo. La luna ya brillabatenuemente en el cielo, y bajo su pálidofulgor el muchacho distinguió a un parde escoltas apostados en cada uno de loscuatro rincones del cuadrado. Ibanvestidos con las túnicas de los perfectosde menor rango, y se manteníaninmóviles y silenciosos como estatuas.Pero, a pesar de su apariencia

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inofensiva, probablemente estarían bienentrenados para su función deguardaespaldas, e incluso era posibleque escondiesen entre sus ropas algúnarma pequeña y mortal.

Deimos avanzó con paso cautelosopor el suelo de vidrio salpicado dereflejos. Bajo sus pies veía lainterminable escalera por la que habíasubido, retorcida como una serpiente.Cada vez le costaba más trabajoreprimir su sensación de vértigo… Perosabía que debía hacer todo lo posiblepara que Dhevan y Ashura no lo notaran.

Los dos hombres lo observabanacercarse con rostros serenos y

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sonrientes. Allí sentados, en actitud deatenta meditación, parecían las dospersonas más bondadosas e inofensivasdel mundo. Cierto que las facciones deAshura, más duras e imperiosas que lasde Dhevan, infundían a los desconocidosun respetuoso temor; pero se trataba másbien de esa clase de respeto culpableque las personas corrientes suelen sentirante la exigencia moral de ciertoslíderes espirituales que de miedoauténtico. Parecía increíble que aquellosdos hombres hubiesen logrado, con eltranscurso de los años, interpretar tanbien su papel como para engañar inclusoa sus más encarnizados enemigos.

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Porque eran muchos en la Tierra los quecuestionaban las ansias de poder de losperfectos, pero muy pocos los queponían en duda la rectitud de susintenciones.

Cuando Deimos se encontró losuficientemente cerca de los dosMaestros, Ashura le indicó con un gestoque se sentara frente a ellos. Así lo hizoel muchacho, y durante unos segundoslos dos hombres lo miraron en silencio,sin manifestar el más leve signo decuriosidad o impaciencia.

Por fin, apiadándose de laincomodidad del joven, Dhevan ledirigió la palabra.

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—Nos han dicho que queríashablarnos —dijo, desgranandolentamente cada sílaba—. Antes de queempieces, Deimos, quiero advertirte deque ya no eres bienvenido en Areté.Sean cuales sean las razones que te hanimpulsado a solicitar esta entrevista,espero que te quede la dignidadsuficiente como para no suplicarnos unperdón que no mereces. Te ausentaste dela ciudad sin permiso, después de unaagria discusión con Ashura. Al parecer,no estás de acuerdo con los castigos queimponemos a los traidores como tupadre… Es evidente que no noscomprendes, y que no sabes lo que

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significa la palabra «gratitud».Deimos escuchó el discurso de

Dhevan con creciente indignación. Enaquel momento, si se hubiese dejadoarrastrar…

—Eso es lo que le habéis dicho aErec, ¿no? Que, si los ictios nodevuelven a Uriel, atacaréis susciudades, y que tienen de plazo unasemana.

Dhevan le dirigió una penetrantemirada.

—¿Acaso te parece una medidadesproporcionada? —preguntó con suamable voz—. Es la vida de Uriel loque está en juego, muchacho. Por ella

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haríamos cualquier cosa, a pesar de lomucho que nos repugna la idea de laguerra.

—En ese caso, os traigo buenasnoticias —contestó Deimostranquilamente—. No será necesario queataquéis a los ictios, porque ellos notienen a Uriel. Yo sé dónde está…Podría habérselo dicho a ellos, pero hedecidido compartirlo antes convosotros.

Deimos captó una breve miradaentre los dos hombres. Duró apenas unafracción de segundo, pero bastó paraque el muchacho se diera cuenta de quesus palabras habían alarmado a Ashura,

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y de que Dhevan había intentadotranquilizarlo.

—Espero que no se trate de unabroma —dijo el Maestro de Maestros entono desabrido—. Dices que sabesquién la tiene… Muy bien; no nos hagasesperar. ¿Estás hablando de lasquimeras?

Una vez más, Deimos admirósecretamente la habilidad del anciano.Él no creía que Deimos tuviese algorelevante que decirle acerca de Uriel,sino que únicamente estaba intentandoganar tiempo para evitar la guerra entreperfectos e ictios. Y, como no estabamuy seguro de que el muchacho

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encontrase un argumento consistentepara lograr su propósito, se habíaapresurado a proporcionárselo. Quizáesperaba que Deimos se aferrase aaquella hipótesis de las quimeras comoa un clavo ardiendo. En cierto modo, eraalgo que les convenía a los dos bandos.Si eran las quimeras quienes habíanraptado a Uriel, los perfectos tendrían laexcusa perfecta para atacar su ciudad.Los ictios se librarían de la guerra acambio de aceptar aquella versión delos hechos. A muchos les habríaparecido una buena salida. Después detodo, tampoco entre los ictios se lestenía una gran simpatía a las quimeras.

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Sin embargo, esta vez no iba a serDhevan el que escribiese el guión de lahistoria. Deimos tenía preparado supropio guión… Y no iba a dejar que elMaestro de Maestros se lo arruinase consus brillantes improvisaciones.

—Lo siento, Maestro, pero tengoque decirte que te equivocas —anunciócon una triunfal sonrisa—. Las quimerasno se llevaron a Uriel. Ella se ha ido porsu propia voluntad… Yo vi cómo seembarcaba junto con los cinco viajerosdel tiempo en la nave que nunca regresa.

Estaba vez, Dhevan no pudo impedirque su máscara virtual reflejase elpasmo que le había provocado aquella

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revelación. Evidentemente, no se loesperaba.

—Tienes que estar de broma —dijo,olvidando su reserva habitual—. No esposible…

Deimos lo observó con secretoregocijo. Sabía a ciencia cierta que,para Dhevan, aquella información no eranueva, pero había sido losuficientemente rápido de reflejos comopara fingir que sí lo era delante deAshura.

—Sé que resulta difícil de creer —dijo, siguiéndole la corriente al anciano—. Yo mismo me frotaba los ojoscuando lo vi. Pero era el Ángel de la

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Palabra, no me cabe la menor duda. Seha embarcado rumbo a Eldir. Supongoque se dispone a cumplir la profecía y aliberar a los condenados, tal y como seespera de ella.

Ashura lo miraba con los ojosabiertos como platos. Su sorpresa eragenuina, o al menos lo parecía.

—Pero el momento no había llegado—balbuceó—. Se suponía que debíamosser nosotros…

Su expresión cambió.—Espero que no nos estés mintiendo

—dijo en tono amenazador—. Mentirsobre algo como esto sería la peor delas traiciones…

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—No nos precipitemos, príncipe —intervino Dhevan—. Quizá el muchachodiga la verdad. Lo que no entiendo,Deimos, es por qué no acudiste anosotros de inmediato cuando viste… loque viste.

Deimos no vaciló al contestar. Sehabía preparado mentalmente para todaslas preguntas y objeciones que pudieranplantearle.

—Al principio, me quedépetrificado. No sabía qué hacer niadónde ir. Temía que nadie me creyera,así que opté por el camino más seguro…Fui a refugiarme a casa de mi madre.

—¿Se lo contaste a ella? —preguntó

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Ashura, inclinando el tronco haciadelante.

Deimos esbozó una fría sonrisa.—Claro que no, Alteza. Es mi

madre, pero también es una de laspersonas más poderosas de Arbórea, yponer esa información en sus manos sinpensarlo bien antes habría sido unalocura. No es que dude de la integridadmoral de mi madre —añadiórápidamente—. El problema es que ensu círculo no todos son como ella.Nunca he renegado de mis lazos con losictios… Pero también soy un aspirante aperfecto. Decidí no contar nada sinconsultaros a vosotros.

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—Has hecho bien, hijo, has hechobien —dijo Dhevan con plácidasatisfacción—. Y pensar que habíamosllegado a dudar de tu lealtad… Tendráspruebas de lo que dices, supongo.

Deimos suspiró, exasperado.—No tengo ninguna prueba material,

y creo, francamente, que eso no es ahoralo más importante —contestó—.Creedme, si les voy a los ictios con estahistoria no me pedirán pruebas. Detodos modos, supongo que con latecnología de reactualización depercepciones sensoriales que existe enAreté, se podría reconstruir mi recuerdoa través de una holoproyección externa.

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Podéis hacerlo, si lo consideráisnecesario.

Estaba lanzándole un órdago aDhevan para ganarse su confianza, aún asabiendas de que era mucho el riesgoque corría. Si el Maestro de Maestroshubiese aceptado su ofrecimiento desometerse a un análisis de actividadcerebral, se habría visto en seriosapuros. Porque la imagen queconservaba su memoria del momento enque Uriel se había embarcado en laNagelfar no coincidía en absoluto con laescena que él estaba inventando. Enaquella imagen, la del recuerdo real, éltambién embarcaba rumbo a Eldir junto

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a Uriel y los viajeros del tiempo.No obstante, estaba convencido de

que Dhevan no se molestaría en ponersus recuerdos a prueba. Al fin y al cabo,él sabía perfectamente que decía laverdad, puesto que era él quien habíapersuadido a Uriel de que había llegadoel momento de liberar a los condenadosde Eldir.

Bajo la máscara de serenidad delMaestro de Maestros, Deimos adivinóuna frenética actividad mental. Elanciano debía de estar pensando encómo sacar provecho de la nuevasituación.

—Querido príncipe, vos habéis

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estado presente durante mi encuentrocon Erec de Quíos, y creo que estaréisde acuerdo conmigo en que no parecíasaber nada de este asunto —dijo—. Silo hubiese sabido, no habría estado tanansioso por negociar, ni habríadefendido la inocencia de su pueblo contanta insistencia. Eso me hace pensarque podemos confiar en el muchacho.

—Todo podría ser una trampa —objetó Ashura, mirando fijamente aDeimos—. Podrían haberse puesto deacuerdo para engañarnos. En mi opinión,Maestro, debemos ser cautos.

Dhevan asintió repetidamente con lacabeza, aunque no parecía en absoluto

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preocupado.—Bueno, Deimos; debo admitir que

la información que nos hasproporcionado ha resultado ser muchomás valiosa para nosotros de lo queesperábamos. Saber que Uriel seencuentra a salvo y que su ausencia sedebe a su decisión de cumplir laprofecía nos llena de contento. Debopedirte, no obstante, que, por elmomento, no compartas esta informacióncon nadie más. Si es no la hascompartido ya, como insinúa su Alteza.

—Es evidente que no he hablado —protestó Deimos, impaciente—. ¿Podéisimaginar cuál habría sido la reacción de

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los familiares y amigos de loscondenados de Eldir si supieran lo queyo sé? Lo habrían gritado a los cuatrovientos. Ni el Consejo de los Ictios niningún otro órgano político habríaconseguido silenciarlos.

Dhevan aceptó su argumento con unabreve inclinación de cabeza.

—Debo decirte que has hecho bien,hijo —repuso con una sonrisa—. Lasituación actual es tensa, y una noticiacomo la de la próxima liberación de loscondenados habría caído como unabomba en ciertos sectores. Quién sabelo que podría haber pasado… Encualquier caso, insisto: tienes que

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continuar guardando silencio.—Está bien, lo haré. —Deimos miró

primero a Ashura, y luego al Maestro deMaestros—. Pero quisiera pediros unpequeño favor a cambio.

Los dos hombres lo miraron conexpresión interrogante.

—Prometedme que no atacaréisArbórea cuando se cumpla el plazo queles habéis dado a los ictios —dijo convoz firme—. Ahora sabéis que el ataqueno estaría justificado. No quiero que oslo toméis como una amenaza, pero, si lohacéis, el mundo entero sabrá lo queacabo de contaros, y quedaréis comounos mentirosos ante vuestro propio

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pueblo.Ashura lo miró con fiereza,

dispuesto a saltar sobre él; pero Dhevanlo aplacó con un brazo.

—Es comprensible que el muchachoesté preocupado por los ictios —murmuró—. Quiere proteger a su madre,y no veo nada censurable en ello.Siempre, claro está, que nos hayas dichola verdad —puntualizó, mirándole a losojos—. En cualquier caso, supongo quecomprendes que no estamos obligados anegociar contigo.

—Tenemos otras formas de hacertecallar —apostilló Ashura, sin podersecontener.

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—Lo sé —dijo Deimos—.Precisamente, yo os iba a proponer una.

Dhevan sonrió, mirándole concuriosidad.

—Parece que lo tienes todo pensado—observó—. Demasiado pensado, diríayo.

—Es que sé muy bien lo que quiero.—¿Y qué es lo que quieres? —

preguntó el Maestro de Maestros,alzando las cejas.

Ashura se puso en pie y agarró aDeimos de un brazo. En los cuatrorincones del Salón de Cristal, losguardaespaldas observaban las escena,esperando una señal del príncipe para

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intervenir.—No le escuchéis, Maestro —rogó,

mirando a Dhevan—. Intenta enredarnoscon sus palabras. Podemos asegurarnosde que no hable llevándonoslo connosotros a Dahel. Allí permaneceráincomunicado todo el tiempo quedecidamos. Incluso podríamos optar pormedidas más drásticas…

—¿Matarme? —preguntó Deimossin alterarse—. No os lo aconsejo. Hedejado un archivo de memoria en elbanco virtual de pensamientos deArbórea. Si algo me sucediera, mimadre tiene instrucciones de abrirlo…Todos los ictios se enterarían de lo de

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Uriel, y también de que habéis enviado alos Cuatro de Medusa al infierno deEldir.

—No tienen por qué enterarse —dijo Ashura, lanzándole una miradaasesina—. Además, seguro que no dicela verdad…

—Todos los días envío un mensajede aplazamiento al operador del banco—explicó Deimos en tono calmado—.Si dejo de hacerlo un solo día, esearchivo de memoria será enviado.

—Te obligaremos…—Dejadlo, príncipe —dijo Dhevan,

interrumpiendo a Ashura—. Está claroque las amenazas no son lo más indicado

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en este caso. El muchacho quierecooperar… Solo que, al parecer, deseahacerlo bajo sus propias condiciones.

Deimos hizo una reverencia con lacabeza.

—Gracias, Maestro. En efecto, tengouna propuesta que creo que osinteresará. Ashura afirma que lo mejorpara los perfectos sería asegurarsedefinitivamente de que yo no contase mihistoria. Hay un modo de hacerlo…Pero no es el que él sugiere.

—¿Y cuál es, entonces? —preguntóDhevan con amabilidad.

—Enviadme al pasado. —Deimostragó saliva para intentar deshacer el

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nudo que se le acababa de formar en lagarganta—. Antes de decir nada,escuchadme. Sé que mi padre ha estadoinvestigando la tecnología de los viajestemporales para vosotros. Podéisenviarme a la misma época a la que losictios enviaron a sus viajeros, si lodeseáis. Pensadlo bien: es un planperfecto… Iré allí, los vigilaré y osinformaré de todo lo que descubra. Sihacen algo que pueda poner en peligro aAreté, o descubren algo que puedaresultar… inconveniente, los detendré.Estaré sirviendo a los intereses de losperfectos, y, de paso, os aseguraréis deque no pueda hablar con nadie en el

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presente, contando lo que sé.—¿Y qué pasa con ese archivo de

memoria que tu madre debe recibir encaso de que desaparezcas? —preguntóAshura, burlón.

—Os daré su clave de acceso ypodréis destruirlo. —Afirmó Deimos—.Vamos, tenéis que reconocer que es unagran idea… Los ictios han enviado supropia misión al pasado. ¿Por qué noenviar nosotros la nuestra? Ellospodrían estar influyendo en losacontecimientos del siglo xxn de unamanera negativa para nuestros intereses.Yo podría contrarrestarla… Y luego, ami regreso, os informaría de todo.

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Los dos hombres lo miraron ensilencio durante unos segundos. Laexpresión de Ashura era deescepticismo; la de Dhevan, decuriosidad.

—¿Por qué estás tan empeñado enhacer ese viaje? —preguntó, sondeandolos ojos del muchacho.

Esta vez, Deimos no pudo evitarbajar la mirada.

—Quiero saber qué fue lo queocurrió allí —dijo, y la sinceridad desus palabras le sorprendió a él mismo—. Quiero comprender cómo era esemundo.

—¿Para qué? —preguntó Ashura con

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impaciencia—. Era un mundo debárbaros; para cualquiera de nosotrosresultaría muy difícil sobrevivir en él.

Deimos calló durante unos instantes.—También había pensado que, si

regreso sano y salvo de ese viaje y ostraigo información valiosa, tal vezpodríais perdonar a mi padre —dijo porfin con voz apagada.

Aquella salida pareció coger porsorpresa a Dhevan.

—Pero eso no tiene sentido, hijo —murmuró el Maestro de Maestros—. SiUriel libera a los condenados, y no dudode que lo hará…

—Regresará a la Tierra con ellos, sí

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—le interrumpió Deimos con aspereza—. Y después, ¿qué? No basta con elperdón de Uriel; yo quiero el vuestro.

—Lo que quieres son laspropiedades que le confiscamos a tupadre y su antigua posición social enAreté, ¿no es así? —dijo Ashura,procurando subrayar con su sonrisa laironía de sus palabras.

Deimos decidió aprovechar aquelnuevo argumento que le brindaba elpríncipe.

—Y, si fuera así, ¿qué tendría deextraño? —se defendió—. Quierolabrarme un futuro en Areté; es mi sueñodesde la infancia. ¿Por qué tengo que

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ver mi sueño truncado por los erroresque haya podido cometer mi padre? Noes justo…

Buscó con la mirada el apoyo deDhevan, pero los ojos del Maestro deMaestros permanecían clavados en elvacío, y no delataban ninguna emoción.

—No creas que no comprendo tusrazones, Deimos —dijo por fin con vozapagada—. Pero debes entender quealgo tan importante como enviar unamisión al pasado no puede decidirse enfunción de los intereses particulares deun joven ambicioso.

—No se trata solamente deambición. Al menos, no en el sentido

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material. Quiero hacer algo grande, algodigno de ser recordado. Pensé que tú loentenderías, maestro…

Los ojos de Dhevan se volvieronhacia él con dureza.

—Entiendo que no has avanzado losuficiente en el camino de la iluminacióncomo para dominar tus impulsos y tuvanidad. Entiendo que tienes mucho queaprender, Deimos, y creo que deberíasaprenderlo aquí. Ese pasado al quequieres ir no te ayudará a encontrarte a timismo. Estás buscando respuestas dondeno las hay. Debes buscarlas en tuinterior, y no en los sucesos ocurridoshace mil años. Ojalá pudieras

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comprenderlo, hijo… Lo siento, pero novoy a autorizar ese viaje.

Deimos se quedó mirando alMaestro de Maestros con expresión deabsoluto desconcierto. Esperaba queAshura se opusiera a su plan, peroestaba casi seguro de que Dhevan loapoyaría. Al fin y al cabo, Dhevan habíaheredado la memoria de Hiden, o almenos buena parte de ella. Por lo tanto,debía de saber que el viaje al pasado delos hijos de Gael era imprescindiblepara que las profecías del Libro de lasVisiones se cumplieran. ¿Cómo eraposible que fingiese sentirse tandisgustado? Y lo peor de todo era que

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parecía absolutamente sincero; como sila idea de Deimos no se le hubiesepasado jamás por la cabeza.

Transcurrió casi un minuto durante elcual Dhevan sostuvo con firmeza lamirada insegura del muchacho,intentando sondear sus pensamientos.Deimos se dio cuenta de que debíareaccionar, pero la indiferencia delanciano ante su plan le había dejado sinargumentos.

Alarmado, intentó rápidamente unaconexión mental con Casandra. Notó uninstante la apertura del canal, laenvolvente presencia de la mente de lamuchacha que lo interrogaba en silencio.

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Pero en seguida, antes de que le dieratiempo a pedir ayuda, la conexión seinterrumpió, y, casi al mismo tiempo,Dhevan dejó que una sonrisa cruelvagase por su rostro.

Había sido él. Él había cortado laconexión. Deimos lo miró con estupor,preguntándose cómo lo había hecho. Lospoderes de telecomunicación deCasandra eran impresionantes; pero, alparecer, los de Dhevan no se quedabanatrás…

Captó de soslayo la expresióndesconfiada de Ashura, que debía deestar preguntándose a qué obedecíaaquel prolongado silencio. Entonces,

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dejándose llevar por un impulso,Delirios decidió probar suerte con elpríncipe. Sabía que Ashura odiaba todolo que él representaba, pero al menos suodio era más transparente y menospeligroso que la fría reserva de Dhevan.

—Alteza, os pido que toméis miplan en consideración —imploró—.Pensad en lo mucho que podríamosganar. Areté descubriría los secretosmejor guardados de esos jóvenes ictioscuyos cerebros fueron diseñados enQuimera… Podríamos manipularlos,conseguir que hicieran lo másconveniente para el futuro del areteísmo.No podéis perder nada…

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—Nuestros libros prohíben losviajes temporales —contestó el príncipecon rigidez.

Su afirmación no sonó tan categóricacomo él pretendía. Deimos se dio cuentade que, a diferencia de lo que ocurríacon Dhevan, a Ashura sí le tentaba suproposición. Con un poco de insistencia,lograría convencerlo.

Pero, por desgracia, no era elpríncipe quien tomaba las decisiones.

Deimos se pasó una mano por lafrente y miró un instante a su alrededor.Al otro lado de las paredestransparentes, el cielo era ahora uninfinito abismo de oscuridad salpicada

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de estrellas. Se sintió, de repente, muysolo, y el pánico se apoderó de él. Hastaentonces, había dado por sentado quetodo dependía de su decisión. Si seofrecía a viajar al pasado, los perfectosle proporcionarían los medios parahacerlo. No había contado con unaposible negativa de Dhevan, y no sehabía preparado para ella. Su destinopendía de un hilo, y ese hilo seencontraba en las manos del hipócritadescendiente de Hiden, que al parecerhabía decidido juguetear con élúnicamente para divertirse a su costa.Sin embargo, la propuesta no podíaserle tan indiferente como intentaba

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aparentar. Había mucho en juego paralos perfectos, y él tenía que saberlo.

A menos que Hiden no les hubiesetransmitido a sus clones toda la verdad.Que les hubiese ocultado algo… pero¿por qué motivo iba a correr ese riesgo?

Sus ojos volvieron a encontrarse conlos de Ashura, que parecía estardisfrutando con la impotencia delmuchacho. Y fue entonces cuando elpríncipe, sin saberlo, acudió en suayuda.

—De todas formas, y aunsuponiendo que ese viaje fuese posible,¿quién nos asegura que podrías cumplirtu misión? No conoces la época, y no

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has sido diseñado para sobrevivir en unambiente hostil, como esos cuatromonstruos ictios. Ni siquieraconseguirías llegar hasta ellos; y, aun enel caso de que lo lograses, es muy pocoprobable que llegases a ganarte suconfianza.

—En eso os equivocáis, Alteza —dijo Deimos, reaccionando con viveza—. Tengo algo que les hará confiar enmí. Es la espada de Erec de Quíos. Se laentregaré a Martín, y así creerá que soyun mensajero de su padre. Tal vez eso nosignifique mucho para él, ya que soloconocerá a Erec a través de susrecuerdos implantados. Pero, de todas

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formas, podrá comparar la espada conesas imágenes grabadas en sus implantesy comprobar que no miento.

Mientras hablaba, Deimos observóla mirada de Dhevan, fija en laempuñadura de la espada que llevaba alcinto.

—¿Dices que esa es la espada deErec? —preguntó el Maestro con unleve temblor en la voz.

Aquella vacilación sorprendió aDeimos, quien, a su vez, dudó unsegundo antes de contestar.

—Así es —dijo por fin—. Él me laha confiado…

—Mientes —le acusó Dhevan sin

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apartar los ojos de la espada—. Esaespada no es la de Erec… Eres uncondenado mentiroso.

Deimos palideció. ¿Cómo podíasaber el Maestro de Maestros que esaespada no era la del padre de Martín?Ni él mismo lo sabía unas horas antes…¿Habría captado su conversación conErec en el refugio a través de algúnartilugio de espionaje? No se le ocurríaotra explicación.

—Pero tiene que haber un error —balbuceó—. El propio Erec…

—Muéstramela —exigió el Maestro,sin escucharle.

De un tirón, Deimos extrajo la

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espada de la vaina y se la tendió aDhevan. Pero, en lugar de cogerla, elanciano se puso en pie y retrocediódando un traspiés. Su rostro se habíapuesto del color de la ceniza, y susrasgos se habían acartonado como los deun cadáver.

Ashura miraba al anciano conasombro, incapaz de comprender lo queestaba ocurriendo.

Deimos, en cambio, sí locomprendió. El súbito terror de Dhevanle había hecho relajar su vigilanciasobre las comunicaciones telepáticas delmuchacho, que, bruscamente, seencontró en conexión con la mente de

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Casandra. La información fluyó entre losdos a velocidad de vértigo. Ella vio através de sus ojos el miedo de Dhevan, ytambién vio más allá, en su pensamiento.A través de la voz virtual de lamuchacha, Deimos pudo acceder a loque se ocultaba tras el miedo deDhevan. Fue todo tan rápido como unrelámpago.

Dhevan había reconocido la espada.No era la primera vez que la veía. Enrealidad, llevaba toda la vida viéndola,pues aquella espada formaba parte deuna de las pesadillas recurrentes deHiden, que se había ido transmitiendo degeneración en generación a todos sus

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clones. En aquel sueño, Martín mataba aHiden precisamente con aquella espada.Una espada que nadie había creado yque viajaba del pasado al futuro y delfuturo al pasado en un eterno círculo.Una espada que nunca había pertenecidoa Erec de Quíos, aunque en cierta épocaDhevan no lo había creído así. Inclusose había molestado en enviar un ladrón arobar la espada del padre de Martín,creyendo que así conseguiría detener elcírculo, destruir la amenaza que una yotra vez le asaltaba en sus pesadillas.

Pronto, sin embargo, habíadescubierto su error. Los signos de laespada no estaban colocados en el

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mismo orden. En cambio, la espada queDeimos le estaba ofreciendo ahora síera Anagá, la espada legendaria deAnilasaarathi, el arma increada. Por esono se había atrevido el anciano atocarla… Por eso se había apartadocomo si, de pronto, el peor de sussueños se hubiese materializado ante susojos.

El fogonazo de luz se apagó en elmomento en el que Dhevan recobró lacompostura. Deimos no intentó reanudarla conexión con la mente de Casandra.Sabía que Dhevan, a partir de eseinstante, no dejaría de vigilarle.

—Siento haberte llamado mentiroso

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—dijo el anciano en un tonosorprendentemente sereno, acercándosede nuevo con pequeños pasos recelosos—. En efecto, esa espada es la de Erecde Quíos… Y el hecho de que seencuentre en tu poder hace que debamosreconsiderar tu propuesta.

Ashura miró al Maestro deMaestros, desconcertado.

—Pero, Maestro, ¿estáis seguro deque está diciendo la verdad?

—Completamente seguro —afirmóDhevan fijando los ojos en Deimos conuna descarada sonrisa—. Y si, como éldice, la espada puede abrirle las puertasdel corazón de ese joven…

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—Pero sigo sin entenderlo —insistió Ashura, volviéndose haciaDeimos—. ¿Cómo llegó a tus manos?¿Pretendes hacernos creer que Erec te ladio?

Deimos reflexionó antes decontestar. Si respondía afirmativamente,Dhevan sabría que estaba mintiendo ydesconfiaría de él. Tenía que inventarseuna mentira que no desconcertasedemasiado a ninguno de los dosmaestros.

—¿Queréis saber dónde la encontré?—preguntó, improvisando sobre lamarcha—. Estaba en la habitación deUriel cuando entramos allí, justo

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después de su desaparición. Nunca lahabía visto antes… La comparé con elcatálogo de espadas de Kirssar y vi queera la espada del linaje de Quíos. Habíauna pequeña diferencia, pero todo elmundo sabe que el catálogo es muyantiguo y que contiene numerososerrores.

Esto último lo había dicho paracurarse en salud ante Dhevan. El leveasentimiento del anciano, casiinconsciente, le demostró que habíadado en el clavo, y que el Maestro deMaestros se había tragado el anzuelo.

Ashura, por su parte, tambiénparecía convencido. En realidad, solo

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había estado esperando la aprobacióndel maestro para dar rienda suelta alentusiasmo que había despertado en él laidea de Deimos.

—Quizá veas a Uriel —murmurócon ojos soñadores—. Su primeramanifestación ante los hombres, susprimeras palabras…

—Veré todo lo que ellos vean, y ostraeré la verdad —repuso Deimos,devolviendo la espada a su cinturón—.Además, evitaré que cometanimprudencias… Solo tenéis que darmevuestras instrucciones, y yo lascumpliré.

La luz que se filtraba a través del

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suelo transparente bañaba los rasgos delos dos perfectos en su resplandoramarillento.

—Está bien —aceptó Dhevanfinalmente. Sus pupilas eran tan oscurascomo pozos—. Irás al pasado; pero noirás solo. Te acompañará tu hermanoAedh.

Deimos cerró los ojos. Aedh.Durante todos aquellos días habíatratado de evitar pensar en él, pero ya nopodía seguir huyendo.

Sintió una punzada de dolor, porquesabía que no era justo. Él, al menos,había tenido la oportunidad de elegir.Sabía lo que le esperaba en su viaje al

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pasado, y, si a pesar de todo habíaoptado por realizarlo, había sido porvoluntad propia. Pero su hermano, encambio… Llevaba meses en Dahel, yprobablemente ni siquiera estaba altanto del regreso de los Cuatro deMedusa. Y ahora, iban a reclutarlo parauna misión que probablemente leescandalizaría, y que le conduciría a unamuerte segura. Una misión que Deimosse había inventado después de tener encuenta muchos factores… Entre loscuales, tenía que reconocerlo, el demenor peso había sido Aedh. Tenía queadvertirle. Tenía que contarle lo que ibaa ocurrir antes de que los enviaran al

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siglo XXII. Así, él también tendría laposibilidad de elegir… Pero ¿quépasaría si elegía no realizar el viaje?

Advirtió que los dos maestros loestaban mirando fijamente,preguntándose quizá por el motivo de susilencio. Debía ofrecerles algunaexplicación.

—Estaba pensando que quizápodríamos posponer el viaje hasta queAedh termine su iniciación. Yo podríareunirme con él en Dahel. Me gustaría…Me gustaría viajar al pasado después dehaberme convertido en un perfecto…

Se interrumpió, sin comprender porqué había pronunciado aquellas últimas

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palabras. No era eso lo que quería decir.Él solo quería ganar tiempo, tenerocasión de hablar con su hermano. Pero,de pronto, todo se había vuelto muyconfuso.

Los rostros de Dhevan y Ashurabrillaban de un modo antinatural en laoscuridad, alargándose y deformándosecada vez más, como si estuviesen hechosde cera derretida.

—No vamos a hacerlo a tu manera,hijo —oyó que le decía el Maestro deMaestros, aunque le pareció que suslabios no se movían—. Vamos a hacerloa la mía. Un programa de borrado dememoria. No sé cuáles son tus

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intenciones actuales al proponerme esteviaje, pero, sean cuales sean, lasolvidarás.

Deimos se volvió con ojosimplorantes hacia el rostro cada vez másinforme de Ashura. Sabía que no podíaesperar ayuda por su parte, y que nisiquiera era consciente de lo que estabaocurriendo. Oyó su voz en la distancia,una voz real, destemplada, que le decíapalabras sin ningún significado.

Le quedaba Casandra. Comprendióque ya era tarde para intentar conectarcon ella, porque algo maligno ydestructivo había comenzado ainfiltrarse en su cerebro. Pero no tenía

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nada que perder, de modo que lo intentó.Con la escasa capacidad deconcentración que le quedaba, invocó laimagen de aquella chica a la que amabapor encima de ninguna otra cosa, yrepitió mentalmente su nombre una yotra vez. Casandra… Casandra…Casandra…

Repitió aquellas sílabas hasta que nofueron más que un sonido monótono sinningún significado.

Y luego, de pronto, se calló.Miró a su alrededor, y el firmamento

salpicado de estrellas le pareció másdesolado y vacío que nunca. Sintió unatristeza infinita, y se dio cuenta de que

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algo se había roto en su interior. Lefaltaba una parte de sí mismo, y esaausencia era como un dolor físico, unadesazón que le consumía por dentro.

Supo que le habían arrebatado algoinfinitamente valioso e importante.Habría dado cualquier cosa porrecordar qué era… Tendría quepreguntárselo a su hermano Aedh.

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Capítulo 8

La guerra de lascorporaciones

Lo primero que sintió Martín al abrirla escotilla de la nave de tránsito fue elazote del frío marciano en el rostro.Llevaba puesta una mascarilla, pero nodisponía de gafas aislantes para

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protegerse de las gélidas temperaturasdel planeta rojo, y su traje calefactortampoco era el más idóneo para la bajagravedad de Marte. Obviamente, losequipos de emergencia que habíanencontrado a bordo del Carro del Sol noestaban pensados para una expedicióncomo la que les esperaba.

Por encima de su hombro, buscó lamirada de Alejandra, que aguardabaimpaciente su turno para descender atierra firme. Detrás, Uriel sonreía con ladistante complacencia de siempre,abstraída probablemente en el recuerdode algún pasaje del Libro de lasVisiones.

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El cielo de Marte era de un violetaprofundo, el color habitual en las horaspróximas al anochecer. Los satélitesDeimos y Fobos no se veían, y solo dosastros brillaban en el cielo. Uno deellos, de luz suavemente azulada,consiguió acelerar el pulso de Martín.Era la Tierra, el planeta donde vivíansus padres y tantas otras personas a lasque había amado. Después del salto demil años que acababan de dar, elmuchacho se sintió reconfortado poraquel lejano destello. Su mundo, elmundo en el que había crecido, seguíaallí. La puerta estelar había funcionadocorrectamente. Habían aterrizado donde

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debían, ocho kilómetros al este de lacuenca de Hebes, donde se encontrabaArendel, la mayor ciudad de Marte.

Bajó por la escalerilla y esperópacientemente a las dos chicas con lavista fija en el cercano horizonte. Lasparedes erosionadas de un antiguo cráterdominaban el paisaje con su negrasilueta; a su alrededor no había más queuna interminable llanura desolada. No seveía ninguna luz artificial que indicasela presencia de colonias humanas, apesar de lo cerca que se encontraban deArendel. Era extraño. Se suponía quehabían desembarcado en los territoriosde la corporación Uriel, los más

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densamente poblados de todo el planeta.Alejandra avanzó hacia él con paso

inseguro, procurando adaptarse al pesode su cuerpo después de cuatro meses deviaje en gravedad cero.

—Esperaba que hubiera alguienesperándonos —dijo. Su voz sonó algodeformada por la mascarilla—. Aunqueno hayan captado nuestros mensajes, hantenido que vernos…

—Quizá no hayan podido enviar anadie a recibirnos. Marte no es la Tierra—razonó Martín—. Cualquierexpedición, por sencilla que sea,requiere bastantes preparativos…

Se interrumpió, distraído por la

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linterna que Alejandra acababa deencender. Era un artilugio de escasapotencia, pero por un momento habíaconseguido deslumbrarle.

—Vamos, Martín. Reconoce que esraro. El diseño de nuestra nave ha tenidoque llamarles la atención.

—Quizá no había nadie mirando —apuntó Martín.

Alejandra arqueó las cejas, pero nodijo nada. Los dos sabían que, si Martínestaba en lo cierto, significaba que algoiba mal. Una colonia extraterrestre teníaque tener siempre activos sus sistemasde vigilancia del tráfico espacial. Si nolo hacía… Bien; eso solo significaba

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que no podía hacerlo.Después de remolonear un poco al

pie de la escalerilla de acero, Urielcaminó a su encuentro.

—Este lugar me da escalofríos —dijo, sonriendo tras la mascarilla—. Nome extraña que los perfectosrecomienden no salir de la Tierra…

—No seas cría, Uriel —murmuróAlejandra de mal humor—. Que seadiferente no quiere decir que no valga lapena. Te recuerdo que es el lugarpreferido de Diana Scholem.

Aquello no pareció impresionar a lapequeña.

—¿De verdad? —preguntó,

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incrédula—. Pues, aunque yo tenga susmismos genes, te aseguro que a mí no megusta. Y creo que no me gustará jamás—añadió con áspera terquedad.

Alejandra y Martín intercambiaronuna mirada de resignación. El largoviaje con Uriel a través del sistemasolar les había permitido llegar aconocerla bien. Era una muchacha muyinteligente, pero estaba acostumbrada adejarse gobernar por sus prejuicios. Eralo que Dhevan le había enseñado… Yestaba claro que le iba a costar trabajoadquirir otros hábitos de pensamiento.

Después de un momento de duda,Martín comenzó a avanzar por la llanura

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polvorienta bajo el despejado violetadel cielo.

—Quizá deberíamos coger algo decomida —dijo, deteniéndose después dedar unos cuantos pasos—. Si noencontramos a nadie antes de llegar aArendel…

—No te preocupes —le interrumpióAlejandra, señalando la mochila quellevaba a la espalda con su manoenguantada—. Ya he pensado en eso.

Uriel venía detrás, poniendo aprueba la firmeza de sus piernas con unamplio repertorio de saltos.

—¿Estáis seguros de que no nosperderemos? —preguntó al llegar hasta

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ellos—. ¿Sabéis bien dónde está laciudad esa?

—Conocemos sus coordenadasgeográficas —contestó Alejandra consequedad—. Y por cierto, la ciudad esase llama Arendel.

—Arendel —repitió la niña. Eraevidente que ese nombre no significabanada para ella—. Suena a lugarinventado, a ciudad de cuento.

Martín reemprendió la marcha.Nunca lo había pensado, pero era cierto.Arendel era un nombre antiguo, casimitológico. Allí, en medio del fríodesierto marciano, sonaba extrañamenteirreal.

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Pero al menos estaban caminando.Suelo firme bajo sus pies, suelo heladoy reseco. Eso sí era real, inclusoacogedor, después de los cientoveinticuatro días que habían pasado enel habitáculo desnudo y misterioso de lanave de tránsito.

Muchas veces había llegado a dudarde que estuvieran yendo a alguna parte.En las noches artificiales de la nave, sepreguntaba si Gael no les habría jugadouna mala pasada, si no habríaprogramado la puerta estelar paraenviarlos a un tiempo remoto en elfuturo o en el pasado, sin ningúnsignificado para ellos. Reconocieron la

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esfera verdosa de Urano al pasar cercade su órbita, y luego Saturno, y laimponente masa anaranjada de Júpiter.Al menos sabían que habían vuelto alsistema solar, o a un lugar muy parecido.Sin embargo, la época… Era cierto queel calendario de la nave habíaretrocedido al año 2128 terrestre, peroMartín estaba ansioso de recibir algunaconfirmación externa. Y eso no habíasucedido hasta que entraron en la órbitamarciana, donde por un momentocaptaron una señal automática de laestación espacial encargada decoordinar los aterrizajes. Eran solocifras recitadas por una voz robótica,

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pero a él le habían sonado a músicacelestial. Aunque habría preferido unavoz humana…

¿Dónde diablos se había metido lagente?

Un violento dolor en el dorso de lamano le distrajo de sus pensamientos.Encendió su linterna (hasta entonceshabía dejado que fuese Alejandra quieniluminase el terreno por el queavanzaban) y se miró el guante grisáceo.

Alejandra se había detenido a sulado y lo miraba con ojos interrogantes.

—Es el simbionte —murmuróMartín—. Algo le ocurre…

Empezó a sacarse el guante, y el

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roce del tejido sintético al deslizarsesobre su piel le arrancó un gemido dedolor. Cuando consiguió quitárselo deltodo, vio que el tatuaje en forma dezarza de su mano derecha brillaba en laoscuridad como una espinosa rama defuego. Una rama que iba creciendomilímetro a milímetro, extendiendo susnudosas terminaciones más allá de lamuñeca, a lo largo del brazo, hasta casialcanzar el codo.

Alejandra dejó escapar un grito.Uriel, que hasta entonces los habíaignorado, se acercó a mirar.

—No lo había visto así desde quesalimos de Zoe —murmuró Martín con

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los ojos entrecerrados por el dolor—.Algo ha detectado. Alejandra…

La muchacha asintió en silencio,mirando con fijeza el dibujoincandescente de la mano de Martín.Ella conocía a aquella extraña criaturamejor incluso que su compañero. Habíaaprendido a fiarse de aquel pequeñofragmento de inteligencia extraterrestreque había decidido unir su destino al deMartín. Gracias al simbionte, habíalogrado escapar del laberinto deespejismos de la Rueda de Ixión…

El «rosal negro», como solíanllamarlo entre ellos, jamás seequivocaba. Si se había activado tenía

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que ser por una buena razón. Habíacaptado alguna señal en el ambiente,algún cambio que él había identificadocomo peligroso. Su dolorosa descargade luz y energía era una forma deadvertencia.

De pronto, Martín sintió que elsimbionte tiraba de su piel hasta casidesgarrarla. Del dorso de su manosurgió un látigo de fuego que empezó aazotar el aire a su alrededor con furiosaprecisión, moviéndose a velocidad devértigo. Allí donde se abatía, millaresde chispas brotaban del aire,chisporroteando como diminutospetardos.

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Los tres muchachos se pegaron unosa otros y se protegieron el rostro con losbrazos. El látigo de luz había formadouna hélice a su alrededor, una hélice quegiraba a miles de revoluciones porsegundo, tan deprisa que era imposiblemirarla sin marearse. Martín se mordióel labio para no aullar de dolor; sentíaque su carne se desgarraba, que lasramas de fuego del simbionte le estabanquemando por dentro.

Vio caer a su alrededor una finalluvia de dardos oscuros. Y luego, todocesó tan de repente como habíaempezado. La luz se apagó, el rosalnegro volvió a ser un tatuaje inmóvil

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sobre la mano enrojecida por el frío.Alejandra se había arrodillado y

sostenía algo en la mano. Parecíangranos de arena oscura, o quizá semillasde amapola.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó,alzando los ojos hacia Martín.

El muchacho intentó enfundarse elguante de nuevo, pero tuvo querenunciar. Ni siquiera era capaz desoportar el roce del tejido.

—Cazadores troyanos —musitó,mirando sombríamente la mano abiertade Alejandra—. Una variedad mássofisticada que la que nos atacó a Jacoby a mí cuando entramos en Endymion. El

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mismo virus de siempre, unido a unsistema nanotecnológico de localizaciónde blancos. Si nos hubiera alcanzado,nuestros implantes neurales se hubiesenconvertido en espías al servicio deHiden dentro de nuestro propio cerebro.

Alejandra alzó los ojos hacia él,asombrada.

—¿Cómo puedes saber todo eso? —preguntó.

Martín se encogió de hombros.—El simbionte. Está conectado a

mis implantes, y me transmiteinformación. Eran mucho más complejosque los de Endymion —repitió,pensativo—. Creo que hubiesen podido

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localizar incluso mis prótesis neurales, apesar de lo distintas que son de las deesta época.

Mientras Martín hablaba, Urielmiraba alternativamente al muchacho y aAlejandra, incapaz de entender nada delo que sucedía.

—¿Nos han atacado? —preguntó—.¿Por qué? ¿No decíais que estábamos enterritorio seguro?

Martín y Alejandra se miraron.—En teoría, sí —murmuró

Alejandra—. Pero está claro que algo hapasado aquí desde la última vez queestuvimos en Marte. La corporaciónUriel debe de haber perdido el control,

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de lo contrario no permitiría esto…Pero, a juzgar por la brusquedad con

que se lanzó sobre Uriel y le arrebató lalinterna, era evidente que el gesto de laniña no le había gustado nada.

—¿Quién es esta? —preguntó, y suvoz sonó metálica y distorsionada por eltubo de respiración—. Por todos losdiablos, ¿dónde está Diana?

Su compañero se encogió dehombros. A Martín le había parecidoque se movía de una forma un tantoextraña, inclinando el torso haciadelante antes de dar cada paso. Peromás inquietante aún era la forma en quese había plantado ante ellos, mirándolos

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fijamente a través de sus gafas oscuras.—Ya sabía yo que te habías

equivocado —gruñó la mujer, agarrandoa Uriel de un brazo y arrastrándola sinceremonias hacia el vehículo—. Dianano habría cometido la imbecilidad deactivar su rueda neural en un sitio comoeste.

—Podría haberse perdido —sedefendió el otro—. Pensé que la habíaactivado porque necesitaba ayuda…

Su compañera lo miró por encimadel hombro.

—¿A qué esperáis? —gritó—.Venid. No vamos a dejaros aquí, aunqueseáis unos desconocidos.

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—No son unos desconocidos —dijola voz del muchacho detrás de lamáscara—. Míralos bien…

Soltando a Uriel, la mujer retrocedióhasta llegar a la altura de su compañero.Enfocó la linterna hacia los rostros deMartín y Alejandra, que se manteníanmuy juntos, y, de pronto, estalló en unasonora carcajada.

—No puedo creerlo —dijo—.Vosotros aquí…

Martín trastabilló, desequilibradopor el peso de la joven, que se habíaabalanzado sobre él para abrazarlo.Solo en ese momento reconoció susilueta felina, que tantas veces se había

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lanzado sobre él en los entrenamientos.—Jade —balbuceó—. Jade, ¿eres

tú?La aludida ya estaba abrazando a

Alejandra, que nunca se había alegradotanto de verla como en aquel momento.

—Venid al coche —dijo,separándose de ellos—. No podemosquedarnos aquí expuestos. Un misil detroyanos ha caído esta tarde a unas cienmillas al oeste de aquí.

—¿Hiden? —preguntó Martínbuscando la mirada de su antiguaentrenadora tras las gruesas gafas.

Jade hizo un gesto afirmativo.—Hiden —repitió, escupiendo su

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rabia en cada sílaba—. Ya nadie está asalvo… Ni siquiera en Marte.

* * *Dentro del vehículo hacía algo más

de calor que en el exterior, y en elcamarote interno, al que se accedía porun sistema de compuertas herméticas, laatmósfera era respirable incluso sinmascarilla.

Cuando Jade y su compañero sequitaron sus pesados equipos derespiración, Martín y Alejandra sellevaron una nueva sorpresa. Y es que laúltima persona a la que habríanesperado encontrar en Marte era a Kip,el muchacho ciego que tantos

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quebraderos de cabeza les habíacausado durante su estancia en Titania.

En seguida se dieron cuenta de queKip había cambiado. Una nueva vidaanimaba sus espléndidos ojos grises,antes vacíos. Eso lo volvía másatractivo incluso que antes, a pesar de laintensa palidez y el aspecto cansado desu rostro.

—¿Kip, es cierto? ¿Has recuperadola vista? —preguntó Alejandra.

El muchacho sonrió. Parecía un pococohibido.

—En parte —contestó—. Distingoformas, bultos… Pero todavía no veolos colores. Eso tardará algo más.

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—Su estancia en Marte está siendouna especie de cura de desintoxicaciónpara él —explicó Jade mientras sequitaba el traje calefactor, mostrando elceñido mono escarlata que llevabadebajo—. Nunca en su vida habíapasado cinco minutos desconectado desu rueda neural, y ahora… Bueno,digamos que se está curando «a lafuerza».

—¿Por qué? —intervino Martín—.No entiendo… Jade lo miró de arribaabajo.

—¿Cuánto tiempo lleváis en Marte?—preguntó a su vez—. No, no me lodigáis; acabáis de llegar. De lo

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contrario, ya sabríais que en todo elplaneta nadie usa ya la rueda neural. Esla única forma de escapar de lostroyanos, y ni siquiera resulta efectiva alcien por cien. Si están lo suficientementecerca, pueden localizar inclusoimplantes inactivos… En la mayoría delos casos.

Martín sonrió.—En el tuyo no, ¿verdad? Yo no lo

he detectado, y eso significa que ellostampoco.

Jade paseó un dedo largo y cargadode anillos sobre la cicatriz que lecruzaba la cara.

—Sé cómo silenciar mis implantes

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—dijo, devolviéndole la sonrisa—.Algo bueno tenía que quedarme de mistiempos de jugadora de Arena.

—Habéis tenido mucha suerte deque esas cosas no os alcanzaran —dijoKip, que se había puesto a los mandosdel vehículo y estaba programando lascoordenadas del itinerario que iban aseguir—. Ha caído un enjambre de ellosmuy cerca de aquí… Creíamos que oshabían atacado.

El vehículo arrancó con una bruscasacudida y retrocedió con lentitud, hastasituarse en el lugar exacto donde debíarecogerlo la plataforma metálica. Estachocó con las ruedas un instante

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después, y luego empezó a descender. Elvehículo no tenía ventanillas, tan solo unmonitor conectado a su superficie queretransmitía imágenes del exterior. Enaquella pantalla, Martín, Uriel yAlejandra pudieron ver cómodesembarcaban en un ancho túneliluminado aquí y allá por grandesfragmentos irregulares de cristalfluorescente.

El coche empezó a rodar por la lisapista del túnel, cuyas paredes eran debasalto negro de aspecto almohadillado.

—En realidad, sí nos atacaron —explicó Martín—. Pero pudimosdetenerles. Tenéis que explicárnoslo

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todo, Jade. Llevamos mucho tiempofuera. Hemos entrado en la órbita deMarte hace apenas seis horas.

Jade, que permanecía atenta a lospaneles de control situados a la derechade Kip, lo miró de reojo.

—Detectamos vuestra nave —confirmó—. Un trasto muy bonito. Mehabría venido muy bien en mi época decontrabandista… ¿De dónde diablosveníais?

Martín alzó las cejas, y Alejandraexhaló un suspiro casi inaudible.

—Es largo de contar —contestó lamuchacha—. De muy lejos…

El largo índice de Jade apuntó hacia

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Uriel, que se había sentado justo detrásde Kip y no apartaba los ojos delmonitor que mostraba el túnel.

—¿Y quién se supone que es la cría?Kip la confundió con Diana. Sus«visiones» nos están siendo muy útilespara localizar troyanos y para encontrara gente perdida, pero en este caso estáclaro que ha metido la pata.

—No te creas —dijo Martín—.Entre Uriel y Diana hay más conexionesde las que te puedas imaginar.

La niña, al oír su nombre, miró aMartín y luego a Jade con sus ojosinocentes y serenos.

—Es verdad que se parece a Diana

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Scholem —murmuró Jade, impresionada—. ¿Es pariente suya?

La niña sonrió orgullosamente.—Soy su hija —contestó con su voz

aguda y cristalina. Kip se olvidó de losmandos y se volvió a mirar a lapequeña.

—¿De verdad eres su hija? —preguntó Jade—. No sabía que Dianatuviera ninguna hija…

—¡Y no la tiene! —replicóAlejandra, fulminando a Uriel con lamirada—. Digamos que… hay ciertoparentesco genético entre ellas… Sí,creo que podría definirse así.

Jade arqueó las cejas, impaciente.

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—Vais a tener que contarnos muchascosas, me parece —dijo con ciertaacritud—. Aunque será mejor queesperéis a que estemos en Mider… Yaveis que Kip se distrae con facilidad, yno nos conviene que eso ocurra.

El muchacho, con aire culpable,volvió a concentrarse en los paneles decontrol del aparato.

—¿No vamos a Arendel? —preguntóMartín, extrañado—. Estamos muycerca, ¿no?

Esta vez, Kip no se giró, peroAlejandra observó que, a través delretrovisor, sus ojos se encontraban conlos de Jade.

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—Tendremos que parar un momentoallí —murmuró está última—. Paracambiar de túnel… Pero creo que laencontraréis muy cambiada.

Martín sintió que se le hacía un nudoen la boca del estómago.

—¿Cómo de cambiada? —acertó apreguntar.

Jade tardó unos segundos encontestar.

—Arendel ya no existe, Martín —dijo por fin—. Dédalo la destruyó. Loha destruido todo. Solo nos quedaMider… Y por poco tiempo.

Un profundo silencio siguió aaquellas palabras, tan helado como el

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viento de la superficie marciana.—Entonces —musitó Martín—, eso

significa que Hiden está ganando laguerra…

La amarga carcajada de Jade llenóel pequeño habitáculo en el que viajabancon su ironía.

—¿Está ganando? —repitió conaspereza—. Hiden ya ha ganado. Elmundo es suyo, y lo será por muchotiempo. Ha destruido uno por uno atodos sus enemigos… Créeme, no quedanadie que le pueda derrotar.

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Capítulo 9

Mider

Llegaron a Mider a la hora deldesayuno, un par de horas después de lasalida del sol. La ciudad se habíaconstruido apresuradamente en elinterior de una enorme caverna de lavapara dar refugio a los fugitivos de

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Arendel y de otras pequeñas ciudadescercanas. Sus gruesas paredes de roca laprotegían de los cazadores troyanos, yuna membrana aislante fabricada con losrestos de la cúpula de Arendel cerrabala boca principal de la cueva y losrespiraderos secundarios, separando laatmósfera artificial del interior de laatmósfera marciana.

En la retina de Martín todavíapermanecían frescas las desoladorasimágenes de Arendel, donde se habíandetenido pocas horas antes. El valle, quehabía sido en otro tiempo un oasis deverdor protegido por las espejeantesparedes de la cuenca de Hebes, era

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ahora un triste desierto de árbolesmoribundos y huertos marchitos,expuestos a los crudos vientosmarcianos. No quedaban más quealgunos fragmentos de la antigua cúpulatransparente, y, en cuanto a los edificiosde la ciudad, muchos se habíanconvertido en un montón de ruinas.

Al ver toda aquella destrucción,Martín había recordado el orgullo deDiana Scholem cuando les habíahablado por primera vez de su ciudad yde los huertos ecológicos que larodeaban, donde se producían hortalizasmejores incluso que las de la Tierra.Todas aquellas plantas no volverían a

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crecer jamás. El frágil equilibrio deaquel paraíso en miniatura se había rotopara siempre… Y con sus despojos sehabía levantado Mider, una especie degemela contrahecha de la antigua capitalmarciana.

A pesar de todo, la ciudad nocarecía de belleza. Las oscuras paredesde lava brillaban a la luz de lasantorchas, reflejada en los miles defragmentos de espejo que los refugiadosde Arendel habían arrancado de lasmurallas antes de abandonarla. Lascabañas eran humildes, pero se habíandistribuido con cierto sentido estéticosobre las laderas rocosas que

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flanqueaban el río Mider, una poderosacorriente subterránea que caía de unnivel a otro de la caverna en hermosascascadas. Casi todas las cabañas sehabían fabricado con madera de unbosque que las bombas de Hiden habíanarrasado en las cercanías.

Después de aparcar su vehículo enuna cueva secundaria que, al parecer, seutilizaba como hangar, Kip y Jadecondujeron a los tres viajeros a travésde las callejuelas talladas en lava de laciudad. A pesar de lo temprano de lahora, había familias desayunando a lapuerta de las cabañas, y algunosvendedores ambulantes pregonaban su

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mercancía: café, azúcar, algas secas,pastillas potabilizadoras y jarabessomníferos… Productos que unos mesesantes habrían sido fáciles de adquirir encualquier zona habitada de Marte, y queahora se consideraban auténticos lujos.

—¿Adónde vamos? —preguntóAlejandra después de un rato.

Jade la miró de soslayo.—Kip y yo vamos a regresar a

buscar vuestra nave. Sería una lástimaperderla. Pero antes queremosdescansar; así podréis contarnos lo quehabéis estado haciendo…

—¿Tenéis una casa aquí en Mider?—quiso saber Martín.

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—En realidad, no pasamos muchotiempo aquí. Patrullamos constantemente—explicó Kip—. Cuando venimos aMider, nos alojamos en casa de nuestroprotector.

—Es allí adonde vamos ahora —añadió Jade—. Os recibirá bien… Peroestoy segura de que os sorprenderéiscuando sepáis quién es.

—Aquella es su cabaña —dijo Kip,apuntando a una casa que permanecíaalgo aislada del resto, en la cima de unacantilado de lava colgado sobre el río—. Mira eso, Jade. Los árboles que seempeñó en traer todavía sobreviven…

Martín y Alejandra observaron con

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cierto asombro el edificio de maderaque les señalaba Kip. Tenía forma depagoda, con dos pisos superpuestosrematados por aleros curvados haciaarriba. El piso inferior estaba rodeadode una terraza sostenida sobre pilares yadornada con macetas en las que crecíanpequeños árboles raquíticos.

—No te lo vas a creer, Martín —dijo Jade, acariciándose pensativa lacicatriz—. Nuestro protector ahora esYang… El señor Yang de la CiudadRoja, ¿te acuerdas?

—¿El señor Yang vive ahí? —preguntó Martín, perplejo—. ¿Por qué?Adoraba su ciudad…

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—Hasta que cayó en manos deDédalo. La promesa que te hizo le costómuy cara, Martín. A partir de entonces,Hiden lo consideró su enemigo… Tuvosuerte de salir con vida de la CiudadRoja cuando las tropas de Dédalo latomaron.

Martín sintió una oleada de calor enla piel.

—Entonces, eso significa que Yangcumplió su promesa hasta el final…

Jade asintió con la cabeza.—Liberó a tu padre, e incluso le

protegió cuando empezó la guerra. Loque no consiguió fue sacarlos de laCiudad Roja a él y a tu madre.

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La excitación de Martín setransformó en una punzada de pánico.

—¿Quieres decir que… que mifamilia cayó en manos de Hiden?

—Toda la ciudad está en manos deHiden ahora —explicó Kip en tono derabia contenida—. Se ha convertido enuno de sus principales baluartes…

—¿Y sabéis… sabéis si les hizoalgo a mis padres? ¿Los han matado?

Jade lo miró un instante, y luegoalargó la mano para revolverle el pelo,como si fuera un chiquillo. Sus rasgos sehabían contraído en una mueca sombría.

—Lo último que supimos de ellos esque seguían vivos. Y no creo que hayan

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muerto. ¿Para qué iba a matarlos Hiden?Le son más útiles vivos.

Aquella última afirmación le parecióa Martín inequívocamente siniestra.

—¿Qué… qué quieres decir con quele son más útiles vivos?

Kip y Jade se miraron, comocediéndose el uno al otro la palabra.Estaba claro que a ninguno de los dos leagradaba tener que contestar.Finalmente, fue Kip quien lo hizo.

—Todos los habitantes de la CiudadRoja de Ki están infectados porcazadores troyanos. Sus ruedas neuralestrabajan ahora al servicio de Hiden…Son sus esclavos, y Dédalo los controla

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como quiere.Durante unos segundos, Martín

escuchó la mezcla de voces lejanas conel murmullo de los generadoreseléctricos, que reverberaba en lasnegras paredes de la caverna.

—Tiene que haber una forma deliberarlos. Además, mi abuelo no teníarueda neural. Eso significa que tuvo quelibrarse… ¿Sabéis si estaba con ellos?Tenía que estar, mi madre no lo hubieradejado solo.

—Si no tenía rueda neural, no pudosobrevivir a los troyanos —murmuróJade—. Lo siento, Martín… Es todo loque puedo decirte.

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Alejandra rodeó con un brazo lacintura del muchacho y apoyó la cabezaen su pecho.

—Lo siento —dijo—. Martín, nosabes cómo lo siento…

Uriel los miraba con los ojos muyabiertos, intentando comprender lo queestaba ocurriendo. Martín la observócon ojos desenfocados, pero aquelrostro hermoso y lleno de esperanza lehizo reaccionar. Al fin y al cabo, Urielera la razón de que hubiesen vuelto. Sudeber era cuidar de ella; no podíatransmitirle la angustia que sentía en esemomento… Además, la angustia noresolvía nada. Tenía que serenarse si

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quería pensar con claridad.Una mujer vestida con un sencillo

kimono de lana oscura salió de detrás dela pagoda. Detrás de ella cacareabanmedia docenas de gallinas que estirabanhacia ella sus picos hambrientos. Elrostro de la mujer era de una blancuracasi sobrenatural.

—Es una lamia, ¿no? —preguntóAlejandra—. De modo que aún leacompañan…

—No todas; solo ella —explicóJade—. Su historia es bastante curiosa.Ella misma os la contará…

—Mirad, nos ha visto. Nos estáhaciendo señas para que vayamos.

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En respuesta a la invitación de lamujer, los cinco emprendieron elascenso por los toscos escalonestallados en la pared de lava. Algunoseran tan estrechos que había que apoyartodo el cuerpo en el muro rocoso parano caer al vacío. Uriel subía con unaagilidad pasmosa, como si se hubiesepasado la vida escalando laderasescarpadas. Alejandra, en cambio, teníaque detenerse de vez en cuando y cerrarlos ojos para combatir la sensación devértigo.

Cuando llegaron arriba, encontraronal señor Yang en persona esperándolosen el umbral de la pagoda. Llevaba

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puesto un sencillo kimono gris y ungorro cilíndrico del mismo color sobresus largas trenzas blancas. Su barbaparecía tan larga y lustrosa comosiempre, y su expresión no habíacambiado.

Se inclinó ceremoniosamente al vera sus visitantes.

—El jugador de Arena que una vezme hizo soñar —dijo, juntando ambasmanos ante su pecho para saludar aMartín—. Aquellos fueron díasgloriosos. Pero los días pasados soncomo la comida digerida. Algo de ellosqueda en nuestra carne, en nuestra piel yen nuestros huesos. Lo demás… Lo

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demás ya no importa.Sus ojos se posaron con curiosidad

en Uriel.—¿Quién es? —preguntó—. Su

aspecto me resulta familiar…Sin saber por qué, Martín se sintió

impulsado a contestar la verdad. Ladigna serenidad de Yang le resultabairritante, sobre todo ahora que sabía loque le había ocurrido a su ciudad y a losque habitaban en ella.

—Esta niña es un clon de DianaScholem —dijo, mirando fijamente alseñor de Ki—. No debería sorprenderte,después de todo fuiste tú quien lefacilitó a Hiden el material genético

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para su «experimento»…Los ojos de Yang dejaron traslucir

su perplejidad.—Pero no puede ser —dijo—. Esta

muchacha debe de tener al menos once odoce años… No ha transcurrido tantotiempo desde que yo le entregué lasmuestras de tejidos de Diana a Hiden.

—Hiden legó esas muestras a suspropios descendientes clónicos. O,mejor dicho, lo hará cuando muera —aclaró Martín—. Es un poco difícil deexplicar. Venimos del futuro… Del año3075, concretamente. Esa es la época dela que procede Uriel.

Si aquella noticia produjo algún

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efecto en Yang, lo cierto es que no lodemostró.

—Si venís de tan lejos, debéis deestar muy cansados —se limitó a decir—. Mujer, prepárales un par dehabitaciones y agua caliente para que selaven —añadió volviéndose hacia lalamia que se había mantenido todo eltiempo a una respetuosa distancia delgrupo—. Os serviría yo mismo —sedisculpó, mostrando sus blancos dientesen una cálida sonrisa—; pero tengoasuntos urgentes que tratar con estos dosjóvenes soldados.

La mujer con rostro de lamia losinvitó a subir por una escalerilla de

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madera para acceder al piso superior dela casa. Allí se encontraron con dosminúsculas habitaciones separadas entresí por un biombo de madera y papel dearroz. En cada una de ellas había un parde tatamis con futones para dormir.

—¿Nos estaban esperando? —preguntó Alejandra, observando a lalamia.

Esta se había inclinado sobre unarcón lleno de sábanas y mantas parahacer las camas.

—En esta casa siempre hay un fuegoencendido para los que regresan del frío—dijo. Su voz de contralto trasmitía unasorprendente firmeza—. Así era en los

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palacios de la Ciudad Roja, y asíseguirá siendo mientras a mi señor Yangle quede un soplo de vida.

Señaló una estera de bambú teñidode negro, invitándolos a sentarse.

Los tres jóvenes obedecieron,mientras ella prendía una lámpara deaceite fabricada con arcilla marciana yla colocaba a los pies del biombo.

—¿Eres la única que se ha quedadocon él? —preguntó Alejandra,mirándola con curiosidad.

Visto de cerca, el rostro de la mujerno parecía una máscara, excepto quizápor su blancura. Tenía los mismosrasgos que se repetían en las caras de

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todas las lamias, pero, en su caso, habíauna sorprendente naturalidad en ellos,una belleza algo ajada pero auténtica,que no les debía nada a los bisturís delos cirujanos plásticos.

—¿La única? —repitió la mujer entono divertido—. Yo siempre he sido laúnica. El amor de mi esposo le llevó aimponer mi aspecto a todos los hombresy mujeres que lo servían.

O, más bien, una mezcla de amor yde despecho… Estuvimos muchos añosdistanciados. Yo odiaba su pretenciosaciudad, y él me mantuvo desterradadurante casi un lustro. Pero, como nosoportaba estar sin mí, ideó la grotesca

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farsa de las lamias.—Y ahora has vuelto con él… —

murmuró Alejandra.—Regresé cuando ya estaba

vencido. La tranquilidad con la queencajó la derrota me recordó por quéenamoré de él cuando los dos éramosapenas unos críos. No siempre ha hecholo correcto, pero tampoco se haengañado acerca de sí mismo. Conocesus flaquezas… Por cierto, me llamoYumiko.

Martín ayudó a la mujer a estirar lassábanas sobre uno de los futones, ydespués sobre el otro. Alejandrapermaneció sentada junto a Uriel,

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observando pensativa los movimientosde Yumiko.

—Me pregunto qué habrá sido demis padres —murmuró—. Vivían enIberia Centro…

—La ciudad ha sido bombardeadavarias veces, pero no creo que hayahabido demasiadas bajas. A Dédalo nole interesan las grandes metrópolis porahora, no les ve demasiado interésestratégico. Su objetivo es apoderarsede todas las ciudades de lascorporaciones y aplastar cualquier tipode resistencia que pueda surgir en ellas.En realidad, ya lo ha conseguido… Laúltima en caer ha sido Arendel.

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—Pero queda Mider —dijo Martínalzando la cabeza hacia ella—. Ysupongo que en la Tierra también habráotros lugares como este…

—Te equivocas —replicó Yumikocon tristeza—. En la Tierra no haygrandes cavernas de lava que puedanpasar inadvertidas. No hay ningún sitioadonde huir… Muchos vinimos a Martepensando que aquí sería diferente. Peroesa mujer, Diana, no es una diosa, comoalgunos pensaban. Ha hecho lo que hapodido por salvar el territorio, pero alfinal ha tenido que darse por vencida.

—¿Dónde está? —preguntó Uriel,que solo parecía interesarse en las

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conversaciones que mantenían suscompañeros cuando alguien mencionabaa Diana—. Esos dos dijeron que no laencontraban…

—Probablemente haya ido aMethuselah —replicó Yumiko mientrassacudía uno de los futones para mullirlo—. Es lógico que no haya avisado, seríaun riesgo para todos. De todas formas,el lugar no se encuentra muy lejos deaquí… Puede que esté de regreso antesde que anochezca.

Martín intentó calcular rápidamentecuántas horas podían faltar para eso.Cada día marciano durabaaproximadamente un día terrestre, pero

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ignoraba en qué estación del añoestaban. De todas formas, por lo querecordaba de su estancia anterior enMarte, dedujo que la puesta del solcoincidiría, aproximadamente, con lahora de la cena.

De todos modos, en el interior de lacaverna aquello no importabademasiado. La luz debía de ser siempreigual de escasa, y toda artificial. EnMider reinaba día y noche una constantepenumbra.

Yumiko plegó ligeramente el biombopara pasar a la otra habitación, dondehabía una tetera eléctrica, una lata de técon grandes letras chinas esmaltadas y

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media docena de cuencos de porcelana.Mientras Martín terminaba de hacer lascamas, la esposa de Yang vertió un parde cucharadas de té en la tetera. Trasesperar unos minutos a que la infusiónreposara, la vertió a través de un filtrode tela en los cuencos.

Martín experimentó un intensoplacer al saborear aquella bebidacaliente y afrutada. Observó cómoAlejandra la consumía a pequeñossorbos, disfrutando de su aroma con losojos cerrados. Uriel, por su parte,parecía encantada de probar algo nuevo,como si estuviese participando en unainteresante excursión escolar.

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Solo Yumiko permaneció impasiblemientras se bebía delicadamente su técon los ojos fijos en el suelo.

—Echaré de menos esto cuando nosvayamos —musitó con aire ausente.

Los chicos la miraron concuriosidad.

—¿Cuándo os vayáis? —repitióAlejandra—. ¿Adónde? La mujerparpadeó, despertando de suensimismamiento.

—¿No os lo ha contado Jade? —preguntó—. Nos vamos todos. Dianaestá preparando una nave deproporciones gigantescas para sacar deaquí a toda la población que queda en

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Marte.—No entiendo —dijo Martín—.

¿Adónde piensa llevarlos? Si la Tierraestá en manos de Dédalo, serápeligroso…

—No iremos a la Tierra.Probablemente no regresaremos nunca alplaneta madre. En realidad, ni siquierasabemos muy bien adónde nosdirigimos… Hemos construido la puerta,pero no sabemos lo que hay al otro lado.

—La puerta. —Alejandra la observócon el ceño fruncido—. Supongo que terefieres a la Puerta de Caronte…

—Así es —replicó la anciana conviveza—. Ninguno de nosotros quiere

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irse, pero no nos queda otra alternativa.A no ser que queramos convertirnos enesclavos de Hiden… Si nos quedamosaquí, antes o después todos acabaremosinfectados de troyanos.

—Pero no podéis abandonar laTierra —dijo Uriel, mirando a laanciana como si hubiese perdido eljuicio—. ¿Qué pasa con el futuro? Dianatiene que salvar al mundo con suspalabras. No se puede ir…

Yumiko meneó la cabeza con unasonrisa.

—Eres muy joven, muchacha. Estoserá muy duro para todos, pero nodebemos perder la esperanza. Quién

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sabe lo que nos encontraremos al otrolado de la puerta estelar. Tal vez unmundo nuevo…

—Nosotros sabemos lo que hay.Hemos estado allí —dijo Martín depronto—. Créeme, si pensáis que osespera algo mejor que esto, osequivocáis por completo. Eldir es unplaneta terriblemente hostil. Gravedadalta, un clima imposible, poca agua…

—¿Pero es habitable? —preguntóYumiko en tono sereno.

—Puede llegar a serlo —admitióMartín—. Pero el futuro de laHumanidad no está en Eldir. —Tenéisque creerme; sabemos de lo que

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hablamos…—Yo te creo, muchacho, pero yo no

decido —dijo Yumiko en tono calmado—. Iré adonde Yang decida ir. Y Yangirá donde diga Diana… Se siente endeuda con ella, supongo. Aunque, siqueréis que os diga la verdad, yo creoque mi marido, a pesar de su edad, estádeseando emprender ese viaje. Para él,es como si todo esto formase parte de unescenario de Arena que, de pronto, sehubiese transformado en el mundoreal… Siempre admiró a los héroes enel estadio, y ahora quiere convertirse enuno de ellos, aunque sea lo último quehaga antes de morir.

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Capítulo 10

El vínculo

Una docena de lámparas de aceiteardían en los rincones del comedor deYang, bañando la estancia en la luz desus temblorosas llamas doradas. Martínhabía dormido durante casi diez horas, yal entrar en la habitación y ver las dos

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mesitas bajas repletas de comida sesintió, de pronto, animado, y tambiénterriblemente hambriento.

Alejandra y Uriel ya estabansentadas en el suelo, a ambos lados deYang. La primera llevaba un kimono grisy la segunda uno blanco con bordados enrojo que le daba un aspectosingularmente elegante.

Martín también se había cambiadode ropa. Yumiko le había prestado unatúnica negra de Kip, de tejido grueso yabrigado. Al ceñirse el cinturón, echó demenos su espada. Por primera vez,pensó que había sido una estupidezdejársela a Deimos. En un mundo

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dominado por Dédalo, la protección desu arma del futuro le habría venido muybien. En cualquier caso, ya no teníasolución. Tendría que aprender a vivirsin ella.

Cuando Yumiko entró, Yang seinclinó en un ceremonioso saludo y leindicó que se sentase frente a él. Alparecer, no esperaban a nadie más,puesto que Jade y Kip habían regresadoa la superficie con el objetivo derescatar la nave que habían utilizado lostres muchachos para atravesar la Puertade Caronte. Antes de que se fueran,Martín le había contado a Kip todo loque sabía acerca del manejo de la nave

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y de la tecnología de sus motores. Coneso les sería suficiente para conducirlahasta el refugio más próximo. Eso,contando con que los troyanos nohubiesen dañado irremisiblemente sussistemas de navegación. Martín confiabaen que la nave se hubiese salvado, yaque su programación era tan avanzadaque, probablemente, el virus de Hidenno lograse ni siquiera detectarla, ymucho menos infiltrarse en ella.

Un robot doméstico sirvió ensilencio la sopa en negros cuencosesmaltados. Mientras Yang sorbía elcaliente brebaje, que sabía sobre todo aalgas y a pescado sintético, Martín tuvo

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tiempo de observarle a sus anchas. Laimperturbable calma del ancianoresultaba imponente en medio de todaaquella debacle. Sorprendentemente, semostraba tan seguro y tan dueño de símismo en aquella humilde pagoda demadera como en sus antiguos palaciosde la Ciudad Roja. Estaba claro que suespíritu poseía una fortaleza a prueba dedesastres. Daba la impresión de que sucambio de fortuna no le afectaba ni lomás mínimo… Incluso parecía más felizque en la época en que presidía losjuegos de Arena, cuando manejaba a suantojo la vida y los destinos de millonesde personas.

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Quizá el motivo de aquella extrañacomplacencia fuese el regreso deYumiko. Aunque los dos esposos apenasse dirigían la palabra, se notaba entreambos una complicidad que iba más alláde las penosas circunstancias que loshabían vuelto a unir. Se conocían tanto,que no necesitaban hacer preguntas parasaber lo que sentía el otro. Y lasfrecuentes miradas que Yang le dedicabaa su esposa estaban llenas de gratitud,aunque se trataba de un sentimiento nadaexuberante, sino más bien tibio, comouna brisa que llegase de muy lejos,debilitada por la distancia y el tiempo.

Durante la primera parte de la cena,

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Martín y Alejandra se turnaron paracontar su historia. El señor de Kiescuchó sin excesiva sorpresa ladescripción de aquel futuro al queambos muchachos habían viajado y elrelato de los conflictos latentes entrequimeras, ictios y perfectos. Resultabadifícil resumir en unas cuantas frases lacompleja realidad de aquel mundodistante, tan diferente del siglo XXII;pero Yang era un oyente atento yperspicaz, dispuesto a sacarle elmáximo partido a la información querecibía.

El único episodio de todo el relatoque logró conmoverle fue el relativo a

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Uriel. Mientras Alejandra resumía lahistoria de aquella niña donada por losperfectos a partir del material genéticode Diana Scholem y educada paraconvertirse en una falsa profeta, los ojosdel anciano se llenaron de piedad. Una odos veces, Martín le vio observar dereojo el rostro puro y encantador deUriel, que escuchaba el relato de supropia vida con una ecuanimidad casiperfecta. Cuando Alejandra explicó ladecisión que había tomado la niñadespués de averiguar la verdad sobre suorigen, el señor Yang le dedicó unasonrisa llena de admiración.

—Has sido muy valiente, muchacha

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—dijo, en un tono tan amable que casiresultaba cómico en sus labios—. Fueuna canallada lo que hicieron contigo.Ese desgraciado se cree un dios… Perotú, con tu valor, has demostrado que noes más que un pobre diablo.

—Esa batalla, al menos, no la haganado —murmuró Yumiko—. Es unconsuelo saber que su tiranía no duraráeternamente.

—Nada dura eternamente —sentenció Yang con expresión solemne—. Pero, aun así, mil años sondemasiados. El mundo no deberíaesperar tanto para recuperar elequilibrio… Y Hiden no debería morir

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creyendo que su victoria ha sidocompleta.

—Estoy de acuerdo contigo —dijoAlejandra—. Pero, si hacéis lo queYumiko nos ha contado, le estaréisdejando el campo libre…

Yang paladeó un sorbo de sopa sinpestañear, completamente concentradoen el sabor de aquel humilde líquido.

—No tenemos alternativa —dijo,atrapando con sus palillos un trozo deseta en el fondo del cuenco—. Siseguimos aquí mucho tiempo,perderemos la libertad. Ese viaje esnuestra única esperanza de sobrevivir…Y una retirada a tiempo, en estas

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circunstancias, puede considerarse todauna victoria.

—Pero ¿una victoria para quién? —preguntó Uriel, exasperada—. ¿Quépasará con toda esa gente que vive en laTierra, esclavizada por los virus de esemonstruo? Tenemos que liberarlos…Quizá podría hacerlo yo —aventuró,enrojeciendo—. Ya lo conseguí con loscondenados de Eldir… Se puede decirque tengo experiencia.

Martín sonrió, enternecido por laingenuidad de la pequeña.

—Escucha, Uriel, esto no es comoEldir —explicó con suavidad—. Aquínadie ha oído hablar de ti, y nadie te

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escuchará cuando intentes hablarles.Para ellos, no eres más que una niña dedoce años que no se diferencia en nadade las demás. Pensarán que estás loca…No te harán ningún caso.

—Entonces, que lo haga Diana —dijo la pequeña, testaruda—. Ella es laverdadera fundadora del areteísmo, ¿noes eso lo que opináis todos? El auténticoÁngel de la Palabra… Pues muy bien;que lo demuestre. Esta es suoportunidad.

—Uriel tiene razón —la apoyóAlejandra—. Si alguien puede hacerlefrente todavía a Hiden, tiene que serella. La gente no ha podido olvidar aún

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su generosidad cuando le ofreció almundo su energía verde. Estoy segura deque la escucharán…

—Es posible que sí —concedióYang—. Pero ¿qué ganaríamos con eso?A estas alturas, las palabras ya no sirvende nada.

Durante unos minutos todoscomieron en silencio. El robotdoméstico, una pieza de anticuario delsiglo XXI que Yang había logrado sacarde su palacio en la Ciudad Roja, acudiópara servirles ceremoniosamente lostallarines y los pasteles de arroz conalgas. Martín había conseguido llevarseuno de aquellos pasteles a la boca

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cuando una voz en la parte frontal de lacasa hizo que casi se le cayera al tatami.

—Yang, ¿es cierto? —Era una vozfemenina que Martín y Alejandrareconocieron al instante—. ¿De verdadhan regresado?

Unos instantes después, apareció enla puerta del comedor la mismísimaDiana Scholem.

Había adelgazado. Eso fue loprimero que le llamó la atención aMartín, y también el aspecto algodescuidado de sus cabellos rubios, enotro tiempo tan llamativos. Llevabapuesto un mono de trabajo, y sus ojeraseran las de alguien que llevaba mucho

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tiempo sin dormir lo suficiente. Pero, alver a los visitantes de Yang, una gransonrisa iluminó su rostro.

Primero abrazó a Alejandra. Yangobservaba pensativo los balbuceos dealegría de las dos mujeres, como si setratase de un exótico comportamientocaptado por primera vez en una especiepoco conocida. Sus ojos siguieron concuriosidad los cambios de expresión deDiana cuando se apartó de Alejandrapara saludar a Martín, y, sobre todo,cuando este, a su vez, le presentó aUriel.

Diana escuchó el nombre de lapequeña con los ojos clavados en su

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rostro. Notó el nerviosismo de la niña, ytambién su timidez. Su mirada buscó aAlejandra, pidiendo una explicación.

—Hiden legó tu ADN a susdescendientes —dijo Alejandra—. Elloslo donaron para crear a Uriel… Ynosotros la hemos traído desde el futuro.

El rostro de Diana se ensombreció.—Maldito loco —acertó a murmurar

—. No puedo creer que se atreviera atanto… Y todo ¿para qué?

—Para hacerle creer al mundo quetú habías regresado —explicó Martín—.En el futuro, se te recordará como ungran personaje, Diana. Como unaauténtica heroína que cambió el destino

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de la Humanidad… La gente venerarátus escritos como si fueran sagrados.

Diana meneó la cabeza, incrédula.—El areteísmo —dijo,

pronunciando lentamente la palabra—.Sí, ya me habíais contado algo de eso.Pero me resulta increíble… ¿Cómopuede ser que ese libro que yo escribídurante mi cautiverio en la Ciudad Rojahaya podido influir tanto en la Historia?

Captó la mirada entre avergonzada ydivertida del señor Yang y le dedicó unasonrisa.

—Ojalá nos hubiéramos conocidomejor entonces —dijo, y su miradaabarcó también a Yumiko—. Nada de

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esto habría sucedido…—Y yo no existiría —dedujo Uriel

con amargura—. ¡Qué bien!La niña tenía lágrimas en los ojos, y

Diana se apresuró a arrodillarse junto aella y a secárselas con una servilleta.

—No, pequeña, no quería decir eso—dijo, acariciándole el cabello una yotra vez—. Es que jamás se me habríaocurrido que Hiden hubiese utilizado miADN para… Quiero decir… Nuncahabía pensado que tú pudieras existir.

—¿Qué te parece, Diana? —preguntó Yang en tono travieso—. Eldestino no había querido darte hijos, yahora… Resulta que te cae del cielo una

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criatura idéntica a ti. La hija perfecta…¿Qué más se puede pedir?

Diana lo miró alarmada, y Yumikochasqueó la lengua con desaprobación.

—Vamos, Yang, no digas tonterías—le reconvino—. Que tengan losmismos genes no significa que seanidénticas… Por mucho que se parezcansus rostros. Tú sabes algo de falsasapariencias, si no recuerdo mal.

Para sorpresa de Martín, el señorYang enrojeció.

—Solo intentaba quitarledramatismo al asunto —aclaró en tonoculpable—. Pero tienes razón, he dichouna estupidez.

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—Pues a mí no me lo parece —observó Uriel sonriendo—. Tiene quehaber semejanzas entre mi «madregenética» y yo, ¿no lo creéis así? Lo quequiero decir es que, después de todo loque me han contado sobre ti… Para mísería un orgullo llegar a parecerme a ti,Diana.

El robot doméstico trajo un cuencomás de sopa y un plato de tallarines paraDiana. La jefa de la corporación Urielempezó a comer. A pesar de susdelicados modales, se notaba que estabahambrienta.

—¿Cómo ha ido la semana? —preguntó Yang, después de comprobar

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que su invitada había tenido tiempo desaciar su apetito—. Esperábamos queencontrases alguna forma de enviarnosun mensaje. Empezábamos a estarpreocupados…

—No me pareció prudente —sedisculpó Diana, sirviéndose con manofirme un vaso de vino de arroz—. Hancaído muchos misiles en los últimosdías, y activar la rueda neural los habríaatraído.

—Entonces, ¿eso significa que nohan surgido problemas? —insistió Yang.

—¿En Methuselah? No, al contrario.Todo va sobre ruedas. —Diana bebió unpar de sorbos de vino de arroz y se secó

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discretamente con una servilleta—. Lanave estará lista en menos de un mes.Ahora, el reto es poner en marcha lasgranjas de producción de alimentos abordo. Vamos a necesitar mucha comidapara tanta gente, pero tampoco podemosdedicar a los cultivos de tejidos uncentímetro más de lo necesario… Quedamucho por hacer.

Se calló, y observó los rostrossombríos de Martín, Alejandra y Uriel.Esta última parecía no solo triste, sinotambién escandalizada.

—Siento mucho que esto no sea loque esperabais —se disculpó—.Estamos obligados a hacer lo posible

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para preservar la vida y la libertad detoda esta gente. Ya hemos cometidodemasiados errores por sobrevalorarnuestras fuerzas.

—Pero la situación no puede ser tandesesperada —argumentó Martín—. Enla Tierra tiene que quedar mucha gentedispuesta a rebelarse. Solo necesitanque alguien los lidere…

—Mi liderazgo, y el de otros comoyo, ha llevado al planeta a la ruina. Nohemos sabido calibrar el poder denuestro enemigo. Nos confiamos… Enlos últimos años, no hemos dejado deequivocarnos una y otra vez. Y el mundolo ha pagado muy caro. Casi todos los

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que podían hacerle frente a Hiden hanmuerto. Herbert, por ejemplo… ¡Cuántolo hecho de menos!

—¿Murió en el ataque a la ciudad deMedusa? —preguntó Alejandra con unhilo de voz.

—Así es —los ojos Diana sehumedecieron—. Y también han muertomuchos otros: Clovis, Berenice, inclusoNéstor Moebius… El pobre hombreintentó liderar un rebelión entre lostrabajadores de Dédalo. Lo acribillarona balazos.

La avalancha de malas noticias cayósobre los muchachos como una lluvia depiedras. Eran demasiados golpes a la

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vez, y no había forma de protegerse, deconsolarse con algún pensamientopositivo… Ni siquiera se podía mirarpara otro lado.

—Supongo que ya te han contado lode tus padres —añadió Diana, mirandode reojo a Yang—. Intentamos salvarlos,pero los troyanos fueron directamente apor ellos. Al menos, están vivos…

—Sí. Viviendo una falsa vida alservicio de Hiden. —Martín apretó loslabios—. No es justo. Nadie ha luchadopor la libertad como ellos dos.

Yang concentró la vista en su platode tallarines. La mano no le tembló alllevarse los palillos a la boca, pero el

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labio inferior sí le temblaba.Diana, por su parte, parecía

destrozada por el dolor de Martín.—Hicimos todo lo que pudimos para

rescatarlos, pero la ciudad se haconvertido en una fortaleza. Y suguardián es un viejo conocido vuestro…Me refiero al pobre Leo.

Un destello de esperanza atravesólos ojos de Martín.

—¿Leo? —repitió—. Pero entonces,estamos salvados… Estoy seguro deque, si puedo hablar con él, conseguiréque los libere. Hiden ha debido de estarmanipulándole, ¡pobre! Tenemos queentrar en contacto con él lo antes

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posible. Nos ayudará a detener estalocura.

Diana, Yang y Yumiko locontemplaron alarmados.

—Querido muchacho, eso que diceses un disparate —explicó Yang,buscando el apoyo de Diana con lamirada—. Leo no es más que unprograma muy complejo al servicio delos intereses de Dédalo. Es cierto quetiene conciencia… Pero eso no lovuelve menos peligroso; al contrario.Créeme, se ha vuelto implacable…Supongo que Hiden lo habráreprogramado para convertirlo en unamáquina de pura crueldad.

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—Pero eso no es posible —objetóAlejandra, horrorizada—. Leo es soloun androide, pero eso no significa queno tenga capacidad de decidir por símismo. Lo ha demostrado miles deveces. Nos salvó en el Jardín del Edén,y también salvó a Martín durante losjuegos de Arena… Esto último no sé silo sabía, Yang —añadió con una pizcade malicia.

El señor Yang arqueó las cejas,como si le sorprendiese que alguienpudiera creerle interesado en esa clasede frivolidades.

—No tenía ni la menor idea —dijocon perfecta indiferencia.

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—Bueno; eso no es lo que importaahora —intervino Martín impaciente—.Lo que importa es que, si la clave paraliberar la Ciudad Roja la tiene Leo,entonces, yo creo que no todo estáperdido.

—La clave no está en Leo. —Yangobservó a Martín con sus penetrantesojos oscuros—; sin embargo, quizá síque quede alguien en la Ciudad Roja quepueda darle la vuelta a esta guerra.Andrei Lem es el único que podríaencontrar una forma de combatir a loscazadores troyanos. Hiden los creó apartir de sus investigaciones.

—Pero Andrei se encuentra

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infectado él mismo por un troyano —objetó Diana, pesarosa—. Para quepudiera actuar, primero tendríamos querescatarlo, y luego encontrar la forma deliberarlo del virus.

—Entonces, hagámoslo —dijoMartín—. Necesitaré ayuda para llegarhasta mi padre. Pero, una vez que loconsiga…, creo que conseguiréneutralizar ese maldito troyano. Sí… —añadió, mirándose el falso tatuaje delrosal en el dorso de su mano derecha—.Tengo algo que me ayudará aconseguirlo.

—Si fuera así, quizá todo podríacambiar —murmuró Diana en tono

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soñador—. Tal vez aún nos quedealguna oportunidad. Ojalá pudiéramosquedarnos. Será muy duro abandonar elmundo que conocemos…

Martín miró a Diana con ojosbrillantes.

—No te preocupes —dijo,sonriendo—. Nadie tendrá que irse.Ahora me doy cuenta de que nuestroregreso era necesario. Vamos a darle lavuelta a esta guerra… Vamos a ganarla,y empezaremos liberando la CiudadRoja de Ki.

Las campanas que anunciaban elcomienzo de la jornada resonaron portoda la ciudad de Mider, y sus ecos se

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prolongaron largo rato en las paredesrocosas de la enorme caverna.

Martín saltó de la cama y se fuedirectamente a la ducha. Durante casi uncuarto de hora, dejó que el vapor delagua caliente envolviese su cuerpo. Lamampara filtraba el resplandor de lastres lámparas de aceite que el robotdoméstico había encendido en el suelodel cuarto de baño: tres halos de luzdorada sobre un fondo de aterciopeladaoscuridad.

Después de secarse con una toallamuy áspera y deshilachada, pero limpia,Martín se puso el mismo kimono del díaanterior y salió al porche en busca de

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Alejandra. La encontró sola,desayunando un cuenco de arroz con lamirada perdida.

—Buenos días —la saludó, dejandocaer una rápida caricia sobre su pelo—.¿Has dormido bien?

Alejandra alzó hacia él sus ojosserios y pensativos.

—Buenos días, Martín. La verdad esque no he dormido mucho. He estadopensando…

Martín se sentó a su lado en el suelode madera.

—Todo esto es muy raro, ¿verdad?—dijo, observando distraídamente el iry venir de la gente por las sinuosas

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calles de Mider—. Volver a ver a Diana,a Yang… Pero ahora me alegro más quenunca de haber venido.

El robot doméstico se acercó con uncuenco de arroz, que le ofreció medianteun brazo extensible de bronce en formade tenaza.

Alejandra esperó a que el robot seretirara para contestar.

—Si salvamos a tu padre, quizá losmíos también tengan alguna oportunidad—murmuró—. Esta noche no he hechomás que pensar en ellos.

Martín asintió, comprensivo.—Oye, Alejandra. Sé que Diana y

Yang creen que tengo muy pocas

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oportunidades de liberar a mi padre,pero tú debes confiar en mí. Sabes quepuedo hacerlo. No son solo misimplantes cerebrales… Tengo alsimbionte. Ellos no lo entienden, y yo nosabría explicárselo aunque me lopropusiera. Pero tú estuviste en Zoe. Túsentiste en tu propia piel el poder de eselugar. Y una parte de ese poder, ahora,está en mí.

Alejandra arqueó las cejas,sorprendida.

—¿Crees que dudo de que puedasconseguirlo? —murmuró—. Ni siquierase me ha pasado por la cabeza. Hashecho cosas más difíciles.

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Sin saber por qué, a Martín aquellaspalabras le sonaron más a acusación quea halago.

—¿Qué te pasa? —preguntó conaspereza—. Hemos hecho lo que túquerías. Querías que regresásemos yhemos regresado. Y ahora, no sé porqué, pareces enfadada conmigo.

—Yo no te pedí que regresaras —replicó Alejandra en tono resentido—.Ni siquiera estoy segura de que hayasido muy buena idea.

Martín meneó la cabeza, exasperado.—No puedo creerlo —dijo—. ¿Por

qué te pones así? Es el primer día queme siento verdaderamente bien en

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meses, y tú parece que quisierasestropearlo…

Alejandra sonrió amargamente.—El primer día que te sientes bien

—repitió—. Sí, yo también lo he notado.En realidad, empezaste a sentirte bienayer durante la cena. Cuandocomprendiste que tenías algo que hacer,que el destino de un montón de personasdependía de ti.

—Lo dices como si eso tuviera algode malo —se defendió Martín,asombrado—. No lo entiendo… ¿Porqué?

Sus ojos se encontraron con los deAlejandra, que le sostuvo largamente la

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mirada antes de contestar.—¿Crees que no te he estado

observando desde que atravesamos laPuerta de Caronte? —preguntó por fin—. ¿Crees que no me he dado cuenta delo deprimido que estabas? Has intentadoocultar tus sentimientos, pero yo teconozco bien, Martín. Algo te estácorroyendo por dentro. Te sientes malcontigo mismo.

Martín desvió la mirada hacia ellecho sombrío y rumoroso del ríosubterráneo.

—Justamente hoy empezaba asentirme mejor. Ojalá no me lo hubierasestropeado.

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Sintió sobre su mano los dedosdelicados de Alejandra.

—Lo siento —murmuró la chica—.Tienes razón, no era el día más indicadopara hacerte reproches. Además, tú notienes la culpa de sentirte como tesientes. Es solo que… No sé lo que tepasa y me siento impotente; nada más.

Se miraron una vez más. Los dos sesentían culpables por haber iniciado unadiscusión que no iba a conducirles aninguna parte.

—¿Quieres que demos un paseo? —propuso Martín—. Este sitio tiene suencanto, podríamos investigarlo unpoco…

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Alejandra accedió. Dejando loscuencos del desayuno en la terraza,ambos bajaron las escaleras de lapagoda y tomaron el sendero queconducía hasta el puente sobre el ríoMider. Desde allí, cruzaron al otro lado,donde había una pintoresca plaza.

La plaza era un exiguo cuadradoflanqueado de casas de maderaennegrecida por el fuego, con brillantesdistintivos esmaltados colgando delantede sus puertas. Había una taberna, untaller de repuestos para robots y unagranja-supermercado de cultivos detejidos.

A pesar de lo temprano de la hora,

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las tiendas estaban llenas. En unaesquina de la plaza, un pequeño caféofrecía calientes brebajes de soja envasos de cartón reciclable. Se acercarona comprar uno.

Cuando Alejandra fue a pagar conuno de los bonos que Yumiko le habíaentregado la noche anterior, y quefuncionaban como moneda de cursolegal en la ciudad, el vendedor, unanciano alto y esbelto vestido a lamanera de los beduinos, se inclinóceremoniosamente y la saludó con unasorprendente fórmula:

—Que este día termine como haempezado, que el aire siga siendo

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respirable, que ni a ti ni a mí nosalcance un troyano, que la puerta estelarnos sea amable.

Martín, que también había oído laextraña plegaria del comerciante, cogiópensativo el vaso que le tendíaAlejandra. Los dos consumieron susrespectivas bebidas a pequeños sorbosmientras recorrían una ancha calledonde se había instalado un pequeñomercadillo.

—Parecen muy concienciados de loque se les viene encima —observóAlejandra—. Al menos, ellos tienen laoportunidad de volver a empezar.

Martín la miró. No parecía haberla

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escuchado.—Antes me has preguntado por qué

he estado mal todo este tiempo, duranteel viaje —dijo. Se le notaba titubeante,incluso algo nervioso—. Me gustaríaintentar explicártelo…

Alejandra asintió en silencio.—La verdad es que casi no sé por

dónde empezar. Creo que una parte demi malestar se debe al simbionte. Desdeque lo tengo, mi manera de percibir eltiempo se ha alterado. Para que loentiendas… Es como si el tiempo sehubiese convertido, de pronto, en unamontaña rusa.

—No te sigo.

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Se habían detenido a curiosear en unpuesto de candiles, lámparas y faroles.La vendedora los miraba con una gransonrisa, pero ellos ni siquiera lonotaron.

—Verás —explicó Martín—.Algunas veces, siento que el tiempo, sinsaber por qué, se estira dentro de mispensamientos; es como si un instante sealargara hasta durar horas. Otras veces,en cambio, varias horas, o inclusovarios días, pasan en un suspiro. Y esoscambios en la percepción del tiempodependen de mi estado de ánimo.Cuando necesito tiempo para pensar, porejemplo, es como si mi mente me lo

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concediera. Y cuando me sientoimpaciente o desgraciado, el tiempopasa deprisa para aliviarme elsufrimiento. La culpa es del simbionte,me parece. Zoe nos lo advirtió: nos dijoque, a partir de ahora, todos nosotrostendríamos un vínculo muy especial conel tiempo. Pero también nos dijo que loque hiciésemos con ese vínculo no eracosa suya.

Alejandra le tomó de la mano yambos reanudaron la marcha. Algunaspersonas los miraban al pasar, sin dudaextrañados de su presencia. En Mider seconocían todos, al menos de vista, porlo que cualquier rostro nuevo que

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aparecía en la ciudad daba pábulo a unsinfín de comentarios.

Algunos rostros, a Martín, tambiénle resultaban familiares. Tal vez fuesegente con la que se había cruzado enArendel. Sin embargo, nadie llevaba lasropas ligeras y coloridas que abundabanen la antigua ciudad. La gente ibaembozada en pesadas capas de lanasintética, algunas con capucha, y todaspardas, blancas o grises. Los coloresatrevidos brillaban por su ausencia.

—Ayer, por ejemplo, después demeterme en la cama estuve pensando —continuó Martín—. Tenía muchas cosasen las que meditar, después de todo lo

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que habíamos hablado en la cena…Bueno, pues fue como si el tiempo sevolviese elástico y hubiese estadovarias horas seguidas dándole vueltas alplan de entrar en la Ciudad Roja. Y, sinembargo, cuando tú te levantaste acerrar una ventana y te pregunté qué horaera, tú te sorprendiste… Hacía solo diezminutos que me había acostado.

—Entiendo que debe de resultar muyextraño. —Alejandra presionósuavemente su mano, subrayando suspalabras con aquel pequeño gesto decariño—. Pero, Martín, eso no justificatu mal humor de los últimos meses.Reconoce que hay algo más…

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Martín siguió caminando a su ladoentre la gente, evitando sus ojos.

—En ningún momento me he quejado—fue todo lo que se le ocurrió decir.

Aunque no la estaba mirando, sintióel mudo reproche de Alejandra. Ellatenía razón, no estaba siendo sincero.Durante los meses que había durado elviaje, había procurado no preocuparla.Ahora se daba cuenta, sin embargo, deque sus esfuerzos habían resultadoinfructuosos. A Alejandra no podíaocultarle su estado de ánimo. Si lohacía, ella se preocupaba aún más que sile decía la verdad. Además, habíademostrado sobradamente lo fuerte que

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era… No había ninguna verdad que ellano pudiese encajar.

—Quería venir —comenzó,sondeando sus profundos ojos grises—.Tenía muy claro que queríaacompañaros a ti y a Uriel al pasado. Ylo sigo teniendo claro… Pero, durante elviaje, me dio por pensar. Pensé muchoen el futuro que aguardaba a toda esagente que hemos conocido: a mi padre, anuestros amigos, a los ictios, a losperfectos… Intentaba imaginar cómocambiará Zoe el curso de sus vidas.Porque nada volverá a ser lo mismo, ¿tedas cuenta? Antes o después, losperfectos tendrán que aceptarlo. Zoe nos

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ha mostrado el camino para salir denuestro pequeño planeta y conquistar eluniverso. El camino de las estrellas…

—El mismo que Diana va a seguircon su gente —murmuró Alejandra concierta aspereza—. Y, sin embargo, ayerintentaste convencerla de que no erabuena idea.

—Porque no debemos salir denuestro planeta como fugitivos, sinocomo exploradores libres —explicóMartín con los ojos brillantes deentusiasmo—. Este no es el momento dedar ese paso, y tú lo sabes. LaHumanidad tendrá que esperar casi milaños para darlo… Y nosotros podríamos

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haber participado. Podríamos haberestado allí.

Martín dejó escapar un hondosuspiro. Bueno, por fin lo había dicho.En cierto modo, se sentía liberado.Expresar su nostalgia en voz alta,compartirla con Alejandra, hacía queresultase más soportable.

Siguieron caminando de una calle aotra, contemplando distraídamente losgrupos de gente ociosa que conversaba ala puerta de las casas y ante los puestosde comida. No había mucho que haceren Mider… Toda aquella gente vivíaesperando. Cuando Diana les diese laseñal, embarcarían en su nave rumbo a

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lo desconocido. Mientras tanto,procuraban disfrutar del presente, ypensar lo menos posible en el mañana.

Alejandra avanzaba con la espaldaligeramente encorvada. Parecía hundida.

—No te lo tomes así —murmuróMartín—. No es que no quisiera venir,ya te lo he dicho. Es solo que… Bueno,la verdadera aventura no está aquí. Aquísolo hay guerra, dolor y gentedesesperada.

—Que necesita tu ayuda —lerecordó Alejandra en voz baja—. Nosolo los de aquí. También los de laTierra…

—Ya lo sé; ya lo sé —el hecho de

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tener que repetir tantas veces en voz altala misma respuesta delataba muy pocaconvicción, y el propio Martín lo notó—. Una cosa es lo que a uno le gustaríay otra lo que debe hacer. No soy unegoísta, Alejandra. Creía que ya te lohabía demostrado.

—Claro que no eres un egoísta. Perome gustaría que… Me gustaría que estono supusiese un sacrificio tan grandepara ti; eso es todo.

En ese momento, doblaron unaesquina y salieron a un pequeñoembarcadero sobre el río. Al otro ladode la oscura corriente, sentadas en unbanco, se encontraban Diana y Uriel. La

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primera estaba hablando, y Urielescuchaba sus palabras completamenteconcentrada, tanto que parecía noescuchar tan siquiera el ruido de la gentea su alrededor.

Alejandra y Martín contemplaron laescena en silencio durante unossegundos.

—Parece que, al menos, ella haencontrado lo que buscaba —dijofinalmente Alejandra.

Martín asintió. Junto a Diana, Urielterminaría hallando tarde o temprano sucamino. Poco a poco, aprendería aescuchar, a dejar atrás las altisonantesfórmulas que los perfectos habían

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grabado en su memoria y a pensar por símisma. Era inteligente, y además tenía asu lado a la mejor maestra posible.

—¿Sabes lo que pienso? —dijoAlejandra, volviéndose hacia Martín—.Creo que te estás dejando arrastrar porlo que crees saber acerca del pasado ydel futuro. Estás convencido de que estaépoca no puede aportarte nada, porquepara los ictios este es un pasado oscuro,de guerras y catástrofes.

Pero ellos no estaban aquí paravivirlo. Cada una de las personas queexisten actualmente tiene una vida, unascapacidades, una conciencia… Pero, enla Historia con mayúsculas, esa que

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tanto les interesa a los ictios, laspersonas son solo números en unaestadística. Lo que les pase no parece degran importancia para la Humanidad conmayúsculas.

—No es cierto que yo crea eso.Todas las épocas son importantes. Soloque, con esta, ya sabemos lo que va aocurrir. En cambio, de lo que va a pasaren el mundo de los ictios, cuandoregresen los condenados, no sabemosnada. Y eso significa que todas lasposibilidades están abiertas.

—¡Y ahora también! —Alejandracasi le había gritado—. No pienses en laHumanidad en general, ni en

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estadísticas, ni en cómo describirán losictios dentro de mil años la guerra de lascorporaciones. Piensa en toda esta genteque nos rodea. Piensa en tus padres; enlos míos. En Kip; en Jade… Cada unotiene una vida entera por delante, unavida única, preciosa e insustituible. Nopuedes despreciar eso. No puedes creerque eso tiene menos valor que lo que hasdejado atrás.

Las palabras de Alejandra resonaroncomo un mazazo en la conciencia deMartín. Fue como si, bruscamente, lavisión del mundo que le había envueltodesde su regreso de Zoe seresquebrajase, y a través de las grietas

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vislumbró una realidad diferente. Unarealidad de hombres y mujeres reales,con nombres y apellidos, con futuros queno estaban escritos y que nadie teníaderecho a menospreciar.

Alejandra tenía razón.Inconscientemente, había despreciadotodas esas vidas pensando en laHumanidad en su conjunto, en el destinoque se abriría ante ella después de queZoe le revelase sus secretos…

Pero esa gran aventura no debíaeclipsar todas las pequeñas aventurasindividuales que debían precederla.Cada una de ellas tenía su sentido, surazón de ser… Y no había una sola que

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no fuera interesante.Abrazó a Alejandra. Se besaron

como no se habían besado en muchotiempo. Fue un beso sincero, sinbarreras internas, sin reticenciassecretas en lo más profundo de cadauno. Por primera vez en muchos meses,Martín sintió que estaban juntos. Nojuntos físicamente, sino en espíritu. Enaquel momento, ambos percibían lamisma realidad, y la percibían de lamisma manera. Compartían una visióndel mundo… ¿Por cuánto tiempo?

En el dorso de su mano, el simbionteen forma de rosal le produjo un suavecosquilleo. Quizá quería manifestar que

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participaba de la armonía de la mente deMartín en ese instante. O quizá era sumanera de rebelarse… de recordarle,suavemente, que seguía allí.

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Capítulo 11

La ciudad prohibida

Ojalá tuviésemos más naves comoesta —dijo Jade sin apartar los ojos delmonitor que indicaba los parámetros detemperatura de la superficie del aparatoveinte minutos después de haber entradoen la atmósfera terrestre—. Es tan

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manejable como un coche, y mássegura… ¿Cómo diablos conseguiráengañar a los detectores de chipsinteligentes? Todavía no lo entiendo.

—Si salimos vivos de esta locura,tendríamos que estudiarla a fondo —comentó Kip mientras tecleabarápidamente las coordenadas deaterrizaje en un monitor holográfico—.Los sistemas de camuflaje visual no separecen a nada que yo conozca…Deberíais haberos informado mejorsobre toda esta tecnología antes de venir—añadió, mirando de reojo a Alejandray a Martín.

—Lo siento —replicó este último,

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cansado de oír repetir a Kip una y otravez el mismo reproche—; esto no eramás que un bote salvavidas del Carrodel Sol, y no llevaba manual deinstrucciones. De todas formas, loimportante es que funcione, ¿no?

—Supongo que sí —gruñó Kip—.Aunque es un poco pronto para cantarvictoria… Todavía nos queda lo másdifícil.

Martín se mordió el labio inferior yno dijo nada. Aunque durante todo elviaje había procurado transmitirserenidad a sus compañeros, lo ciertoera que tenía tantas dudas como losdemás acerca de la misión. En primer

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lugar, aterrizar en el anfiteatro de laCiudad Roja con una navetransplanetaria parecía una completalocura. Por supuesto, después de barajarotras posibilidades habían llegado a laconclusión de que era la alternativa mássegura, pero, aun así, parecía difícil quepudiera salir bien.

El anfiteatro de los juegos de Arenahabía sido abandonado después de laentrada de Dédalo en la Ciudad Roja.Nadie se acercaba por allí, y laimplantación de troyanos en loscerebros de todos los habitantes de laciudad hacía innecesarias las patrullasde vigilancia. Por otro lado, el estadio

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era lo bastante amplio como paraconstituir un buen blanco de aterrizaje…Y los sistemas de mimetismo de la navepermitirían que, una vez en tierra,resultase casi imposible distinguirla delentorno.

El problema eran los segundosprevios a la llegada. Los paracaídas defrenado no se verían desde abajo, y losmotores estarían apagados, pero, aunasí, la gente notaría la vibración delaire, el ruido de los sistemas internos derefrigeración y mantenimiento, la estelade vapor… En todo caso, eran riesgosque debían asumir. Aterrizar fuera de laciudad habría supuesto tener que

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encontrar un medio para atravesar sinser detectados sus formidables murallas,lo cual habría resultado aún máspeligroso que caer en el estadio.

Por fortuna, todo ocurrió tan deprisaque los cuatro viajeros ni siquieratuvieron tiempo de sentirse asustados.Antes de que se dieran cuenta, ya habíanchocado con el duro suelo de la ArenaCentral. El momento de mayor tensiónfue el de la apertura de las escotillas. ¿Ysi se encontraban a alguien al otro lado,esperándolos?

Jade fue la primera en asomar lacabeza. Llevaba un arma paralizante,pero no tuvo que usarla. En el estadio no

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había nadie, nada… Solo gradas vacíasy algunos decorados hechos jirones quealguien había arrinconado en una de lasplataformas móviles del escenario.

—No hay peligro —gritó Jade—.Podéis salir.

Kip, Alejandra y Martín bajaronrápidamente las escalerillas. Estas sereplegaron en cuanto la nave quedóvacía. Martín contempló atónito lasuperficie reflectante del aparato, quereproducía exactamente el aspecto delas gradas que tenía detrás. El brillo, latextura y la profundidad de la imageneran perfectas… Solo alguien quesupiera que el aparato estaba allí podía,

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haciendo un esfuerzo, llegar a adivinarsu contorno.

Jade se había alejado parainspeccionar las salidas. Conocía aquelestadio como la palma de su mano.Cuando regresó, al cabo de unosminutos, casi parecía decepcionada porno haber encontrado ningún obstáculoque pudiera preocuparles.

—Propongo que utilicemos la salidadel primer subterráneo —dijo, aunque eltono de su voz hizo que la propuestasonase, más bien, como una orden—.Desemboca en una avenida lateral pocotransitada. No hay vigilancia humana nirobótica. Dédalo debe de creer que ya

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no tiene nada que temer, ahora que se haadueñado del mundo.

—Supongo que la hipótesis de quehaya alguien tan chalado como paracolarse aquí por voluntad propiasencillamente no entra dentro de suscálculos —dijo Kip en tono mordaz.

Martín meneó la cabeza, pococonvencido.

—No sé —murmuró—. Leo no estan confiado; y se supone que es él quienestá al mando de la Ciudad Roja…

Su mirada se cruzó con la deAlejandra, que parecía tan preocupadacomo él.

—Vamos, relájate —dijo Jade,

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impaciente—. Está claro que la partefácil, aquí, es entrar. Ya veréis: lo difícilvendrá cuando intentemos salir.

—Pero ¿cómo vamos a encontrar aAndrei Lem? —dijo Kip—. Nopodemos andar curioseando por toda laciudad como si nada. Además, podríahaber troyanos sueltos…

—No creo que los haya —repusoJade—. Hace meses que hanconquistado la ciudad; todos sushabitantes están infectados, y los«resistentes» al virus han muerto hacetiempo. De todas formas, es cierto queno deben vernos demasiado. Silogramos localizar a los padres de

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Martín antes de que amanezca, mejorque mejor.

—Ya los he localizado —dijoMartín.

Se había puesto muy pálido, yparecía a punto de desmayarse. Eraevidente que acababa de realizar un granesfuerzo.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntóKip, asombrado—. Hay millones deimplantes neurales en la ciudad, ¿cómohas podido reconocer los suyos?

—Es largo de explicar. Digamos queahora puedo hacer cosas que antes soloestaban al alcance de Casandra… Elcaso es que los he localizado no muy

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lejos del estadio. Tengo las coordenadasexactas.

Salieron, pues, al húmedo frescor dela noche. La ciudad seguía tan bellacomo siempre, aunque, quizá debido a lahora, sus calles se hallaban totalmentedesiertas. Pequeños farolillos decolores iluminaban la entrada de lascasas, y las linternas de piedra de losjardines estaban todas encendidas.

Cruzaron un puente; se detuvieron ala orilla de un estanque lleno denenúfares. Las grandes flores rosadasflotaban inmóviles sobre el agua oscura.Se oía croar a las ranas. Parecía elmundo de siempre…

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Martín avanzaba con seguridad através del laberinto de callejuelas de laciudad antigua. Tenía un plano grabadoen sus implantes, y se había trazadomentalmente, siguiendo sus rutas, elitinerario más rápido para llegar hasta lacasa de sus padres. Atravesaron unacalle empedrada, doblaron una esquina.Martín señaló una casa de medianaaltura, a la derecha.

—Es aquí —susurró—. En elsegundo piso.

Tras el arco de entrada había unpatio adoquinado, y al otro ladoencontraron la verdadera puerta deledificio. No había ascensor, de modo

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que tuvieron que subir andando. En elprimer rellano encontraron una elegantepuerta lacada en rojo con un llamadordorado en forma de dragón. Continuaronsubiendo.

La puerta del segundo rellano eramás sencilla. Su superficie era negra, yen lugar de un llamador tenía unapequeña campanilla adosada a la pared.No había ninguna placa con el nombrede los inquilinos, nada que pudieraidentificarlos.

Martín tragó saliva y tiró de lacadena de la campana. Su repiqueteometálico le sobresaltó a él mismo tantocomo a sus compañeros.

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Un largo silencio siguió a losúltimos ecos de la campana. Y luego,cuando Martín empezaba a preguntarsesi no debería volver a llamar, oyeronunos pasos que se acercaban.

Alguien descorrió un cerrojo. Lapuerta se abrió, y en el umbral aparecióla cara soñolienta de Sofía Lem.

La luz del rellano le hizo parpadear.Su mirada se paseó sin detenerse sobrelas siluetas de sus cuatro visitantes,recelosa.

—¿Qué quieren? —preguntó—. Esmuy tarde.

—Mamá…Sofía alzó los ojos hacia Martín. Él

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la recordaba más alta, menos frágil.Tenía el pelo alborotado, y un buclerebelde se bamboleaba sobre su ojoizquierdo. Ella lo apartó de unmanotazo. La boca le temblaba.

—Martín —dijo, emitiendo unaespecie de sollozo—. Martín, creíamosque habías muerto. Si supieras cuánto tehe echado de menos… ¡Andrei! ¡Andrei!

Se apartó para dejarlos entrar en elpiso. Martín sintió que el corazón se leencogía al contemplar el vestíbulo y ellargo pasillo que salía de él endirección a las otras habitaciones.Tenían exactamente las mismasproporciones que los de su antiguo piso

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en Iberia Centro. De las paredescolgaban los mismos grabados…Incluso las lámparas halógenas del techoeran las mismas.

Sofía lo abrazó casi con timidez.Llevaba puesto un pijama de hacíaveinte años, un viejo pijama de cuadrosque Martín recordaba de la infancia.

—Te veo muy bien, hijo. Hemosestado muy preocupados por ti. Tu padresiempre me decía que tuviese confianza,pero yo…

En ese momento apareció AndreiLem al fondo del pasillo. Visto de lejos,a Martín le pareció un anciano alto ydesgarbado. Y la impresión no mejoró

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mucho cuando lo tuvo delante. Lasarrugas que enmarcaban sus labios sehabían vuelto más profundas, lo mismoque las de su entrecejo. Tenía muchascanas. Pero lo más perturbador era elbrillo de sus ojos… Un brillo alucinado,como el que se observa en la mirada delas personas que han consumido drogas.

—Martín, qué alegría —dijo. Su vozera exactamente como el muchacho larecordaba, y logró ponerle un nudo en lagarganta—. No te esperábamos. Nadienos avisó de que ibas a venir…

—Nadie sabía que vendríamos —explicó Martín, estudiando aquel rostroojeroso que tanto había añorado durante

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años—. Estamos aquí de incógnito,papá. Es un secreto…

Andrei arqueó las cejas, como si nole comprendiera.

—¡Qué contento se va a poner tuabuelo cuando te vea! —dijo entoncesSofía—. Ya sabes lo mucho que tequiere…

Martín miró brevemente aAlejandra, y luego a Jade, que sacudióimperceptiblemente la cabeza.

—Pero, mamá, yo creía que elabuelo estaba muerto —se atrevió adecir.

Sofía le miró escandalizada.—¿Muerto? —la sola palabra

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parecía haberla asustado—. Hijo, nodigas esas cosas. El abuelo estáperfectamente. Mira, justo ahí enfrentetienes su habitación. Ven, ven a mirar,por si no me crees…

Martín entró con ella en el cuartoque le había señalado. Era la alcoba desu abuelo, con los mismos muebles ycuadros que la del piso de Iberia Centro.La cama estaba hecha, y había unoszapatos cuidadosamente alineados bajoel perchero.

—¿Lo ves? —dijo Sofía, sonriendo—. Te dije que estaba aquí.

—Pero la habitación está vacía,mamá —observó Martín suavemente—.

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¿Adónde ha ido el abuelo?Una expresión de temor afloró a los

ojos de Sofía.—Habrá salido a comprar algo de

comer —dijo—. Ya sabes lo goloso quees…

—¿A estas horas? Mamá, son lascinco de la mañana… Se calló al verque los ojos de su madre se habíanllenado de lágrimas.

—Es igual, ya hablaremos de esootro día —dijo, pasándole un brazosobre los hombros y guiándola hacia elpasillo—. Lo importante es que os heencontrado.

Al fondo del apartamento se oían

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voces. Andrei Lem parecía estarcharlando animadamente con Jade y Kip.Martín se encaminó hacia allí junto consu madre. Al pasar frente a la puerta desu antigua habitación, le pareció oír quealguien respiraba.

—¿Vive alguien más en esta casa, aparte de vosotros? —le preguntó a sumadre.

Ella le sonrió con indulgencia.Parecía haber olvidado completamentela conversación que acababan demantener acerca del abuelo.

—Claro que sí, cariño —dijo—.Pero no querrás que la despierte a estashoras…

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—No entiendo. —Martín sintió unapunzada de frío en la espina dorsal—.¿De quién estás hablando?

Sofía arqueó las cejas,desagradablemente sorprendida.

—¿Cómo que de quién estoyhablando? —dijo, frunciendo levementeel ceño—. Pues de tu hermana,naturalmente.

Acababan de entrar en el salón, ytodos habían oído las últimas palabrasde su madre. Martín sintió un extrañovacío en el estómago. No podían haberenloquecido tanto. Eran como niñosviviendo una vida de prestado, actuandoen un drama que ni siquiera

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comprendían.Observó a su padre, que le sonrió

abiertamente.—¿De verdad tengo una hermana?

—preguntó Martín con voz trémula.Sofía y Andrei se miraron con cara

de asombro.—¿Todavía no la conoces? —

preguntó Andrei, y entrecerró los ojos,como si estuviera tratando deconcentrarse—. Ah, claro. Debías deestar fuera cuando nació…

—Ven, hijo. —Sofía le cogió de lamano y tiró suavemente de él—. Te laenseñaré, aunque será mejor que nohagas ruido. Si se despierta, luego tarda

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muchísimo en dormirse…Martín siguió a su madre hasta su

antiguo cuarto. Los latidos de su corazóneran como rápidos y dolorososmartillazos en su pecho.

Sofía entreabrió la puerta concuidado de no hacer ruido y le indicópor señas que se asomara.

Había un bebé durmiendo en unacuna. Una niña real, de cinco o seismeses de edad como mucho. Surespiración era regular, pero algo ronca,como si estuviera acatarrada.

—Te presento a tu hermana Imúe —le susurró Sofía al oído—. Es preciosa,igual que tú a su edad…

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Martín cerró la puerta suavemente yescudriñó el rostro de su madre. ¿Quéedad podía tener? Parecía más jovenque la última vez que se habían visto.Pero había algo inquietante en susojos… Una docilidad que antes noestaba allí, y que empañaba la antiguainteligencia de su mirada.

—Vámonos, mamá —dijo de pronto—. He venido a sacaros de aquí. Coge ala niña, ponte un abrigo… Papá…Papá…

Martín se mordió el labio inferior yno dijo nada. Aunque durante todo elviaje había procurado transmitirserenidad a sus compañeros, lo cierto

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era que tenía tantas dudas como losdemás acerca de la misión. En primerlugar, aterrizar en el anfiteatro de laCiudad Roja con una navetransplanetaria parecía una completalocura. Por supuesto, después de barajarotras posibilidades habían llegado a laconclusión de que era la alternativa mássegura, pero, aun así, parecía difícil quepudiera salir bien.

—Vámonos, mamá —dijo de pronto—. He venido a sacaros de aquí. Coge ala niña, ponte un abrigo… Papá… Papá,¿me oyes? Tenemos que irnos ahoramismo. Es necesario que vengáisconmigo.

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Sofía miró asombrada a su hijo, yluego abrió nuevamente la puerta deldormitorio de Imúe, dispuesta aobedecer sus instrucciones. Andrei vinoa su encuentro por el pasillo. No parecíademasiado desconcertado por laspalabras de Martín.

—¿Adónde vamos? —preguntó—.Un cambio de aires nos sentará bien.Echo de menos el mar… Esta ciudad esmuy seca; casi nunca llueve…

Un violento crujido ahogó susúltimas palabras. Las paredes delpasillo se abombaron, y el techo se llenóde grietas.

—Elementos extraños detectados —

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dijo una voz que parecía surgir a la vezde todos los rincones de la casa—.Operación de captura puesta en marcha.Jade, Kip, Martín… Rendíos. No tenéisninguna posibilidad de escapar.

Antes de que la voz dejase dehablar, la pared empezó a proyectarlargos brazos de material viscoso haciadelante. En el momento en que salía alpasillo, Jade quedó atrapada. Lospegajosos pseudópodos la atrajeronhacia la pared y, una vez allí,envolvieron completamente sus brazos ysus caderas. Su aspecto era el de ungigantesco chicle violeta.

—Socorro —la voz de Kip resonó

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angustiada desde el salón—. Nopuedo… salir…

Martín iba a lanzarse en su ayudacuando vio que Alejandra intentabazafarse de un zarcillo de materialadherente que acababa de brotar delsuelo. Sin pararse a pensar, corrió haciaella y la cogió en brazos. El gancho delsuelo, completamente enrollado ya sobresu tobillo, se estiró hasta romperse.Martín se lanzó como una exhalaciónhacia la puerta principal del piso y saliócon Alejandra.

Dejó a la muchacha en el suelo, yambos empezaron a bajar los escalonesa la velocidad del rayo. La voz que

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había oído en el apartamento le habíasonado parecida a la de Leo. Tenía queencontrarlo. No era posible que quisierahacerles daño.

Miró hacia atrás antes de salir a lacalle. Había abandonado a sus padres ya la pequeña recién nacida… Pero Leono les haría nada. Sabía que no eranpeligrosos. Quería a los otros… Yatenía a Jade y a Kip, y ahora vendría apor ellos dos.

Avanzaron a trompicones por lacalle desierta, sin saber muy bienadónde dirigirse. En el cielo, empezabaa clarear. Martín se concentró en lainformación que le llegaba a través de

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sus implantes cerebrales y comprendióque habían localizado a Leo. Elandroide les había hablado desde el Ojodel Dragón, el antiguo anfiteatro deArena donde poco antes habían dejadosu nave.

Martín sintió que un calor ardientese propagaba por su piel, mientras susmúsculos se tensaban al máximo. Teníaque dirigirse al anfiteatro lo antesposible. Debía recuperar su nave alprecio que fuera, aunque para ellotuviera que enfrentarse directamente consu antiguo amigo.

Le señaló a Alejandra la siluetaoscura del Ojo del Dragón, más allá de

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las casas. La muchacha asintió, y ambosecharon a correr en aquella dirección,pero Alejandra se quedó atrás a lospocos metros.

Martín se detuvo a esperarla. Soloentonces se dio cuenta de que la ciudadentera se movía a su alrededor. Lascasas inclinaban sus fachadas por detrásde ellos, como para cerrarles el paso.Algunos muros se agrietaban y sederrumbaban, mientras otros crecían yse alargaban hasta interponerse en sucamino. Era como estar dentro de unapesadilla; o, más bien, de un juego deArena. Martín recordó que Yang habíaremodelado la ciudad para que sirviera

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de escenario en la final de los juegosque él había ganado. Tal vez Leo sehabía limitado a poner en marcha lacompleja tramoya que movía los hilosde aquel ambicioso espectáculo. Dabala impresión de que los edificios subíany bajaban a su alrededor, apilándoseunos sobre otros y recombinándose paraformar distintas estructuras, como sifuesen los bloques de un gigantescomecano.

Alejandra avanzaba a trompiconesen medio de aquel caos de piezas enmovimiento. La calzada formaba olasbajo sus pies, y una de ellas la tiró alsuelo. Martín regresó sobre sus pasos

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para ayudarla. Un edificio a su izquierdase inclinó sobre él como un grantentetieso, deteniéndose a pocoscentímetros de su cabeza. Aquello lodistrajo durante unos instantes…

Cuando volvió a mirar a sucompañera, se le escapó un grito. Unbulto enorme estaba emergiendo de laacera. En décimas de segundos, susuperficie áspera y gris tomó la formade una cabeza de dragón. Su parteinferior se separó de la de arriba, comouna gran mandíbula orlada de blancos yafilados dientes.

Alejandra dio un alarido e intentóalejarse gateando de la monstruosa

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aparición, pero ya era tarde. Aquelengendro de falsa piedra la atrapó entresus fauces. Lo último que vio Martínfueron sus piernas, que se agitabandesesperadamente en el aire.

Un momento después, Alejandrahabía desaparecido.

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Capítulo 12

El golem

Podría haberse detenido a llorar,pero Martín supo desde el primermomento que eso no le ayudaría arecuperar a Alejandra. Pensó por uninstante en dejarse atrapar él también.Probablemente, los mecanismos que

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controlaban la ciudad lo enviarían almismo sitio que a ella… Pero ¿quéconseguiría con eso? Estaría prisioneroy no le quedaría ningún margen para laacción. En cambio, ahora al menosdisponía de cierta libertad demovimientos. Decidió continuar con suplan inicial. Toda aquella puesta enescena la dirigía Leo. Tenía que lograrque cambiase de bando, que volviese aponerse de su parte… Aunque para ellotuviese que emplear la fuerza.

Durante unos minutos, la ciudad lepermitió avanzar. Era como si leobservara mientras, secretamente, suspiezas se preparaban para una nueva

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jugada. De todas formas, había queaprovechar cualquier ventaja, pormínima que fuera. Cada metro queavanzaba hacia el estadio era, paraMartín, una pequeña victoria.

Sin embargo, la tranquilidad no durómucho tiempo. A] llegar a una plazaadornada con una espectacular fuente enforma de carrusel, Martín notó conestupor que el anillo de edificios seestaba contrayendo. Casi al mismotiempo, el suelo se agrietó, y a sualrededor brotaron seis ruedas dentadas,cerrándole toda escapatoria posible.

Martín observó las ruedas. Cada unode sus dientes estaba rematado por un

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afilado cuchillo. Se habían engarzadounas a otras formando un hexágono untanto irregular, y giraban a distintasvelocidades en función de su tamaño. Elrozamiento de sus cuchillas lo envolvióen un fragor de agudos chirridosmetálicos. Tuvo que taparse los oídos.No se le ocurría ninguna forma de salirde allí. Si intentaba colarse entre losengarces de las ruedas, sus cuchillos lodesgarrarían…

Entonces, sintió una quemazón casiinsoportable en la mano. Al mirarla, vioque el simbionte le había rasgado lapiel. Un tallo oscuro, del grosor de undedo y duro como la madera, empezó a

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salir por aquella abertura. Crecía a unavelocidad increíble. En pocos segundosse había ramificado, y cada una de susdos ramas se bifurcó a su vez en otrasdos, formando a su alrededor un escudode zarzas impenetrables.

Una de aquellas ramas se introdujoentre dos de las ruedas dentadas ycomenzó a crecer en sus intersticios. Lafuerza de aquellos nuevos brotes era tal,que en un instante desensambló los dosmecanismos. Una de las ruedas, la másgrande, cayó al suelo con un violentoestrépito. Martín aprovechó el huecoque había dejado para escapar de suprisión.

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Algunas ramas del simbionte sedesgajaron, quedando atrás. Lasrestantes fueron replegándose bajo lapiel de Martín. La mano se le habíahinchado, y le dolía como si toda ellaestuviese cubierta de quemaduras. Sinembargo, siguió corriendo. Se sentíamás seguro que nunca de poder ganaraquella batalla.

El tejado de una casa a su izquierdase desprendió y voló hacia él como ungran pájaro negro. Aterrizó justo a sulado, y Martín vio entonces que el falsoanimal estaba cubierto de escamasalquitranadas y que tenía el aspecto deun antiguo pterodáctilo. Una de sus alas

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golpeó a Martín y le derribó al suelo.Antes de que pudiese ponerse en pie,sintió sobre su pecho las garrasmetálicas del reptil. Le apretaban con talfuerza, que temió que le rompieran lascostillas.

Esta vez, se alegró cuando notó queel dolor de su mano se reavivaba. Elrosal emergió una vez más a sualrededor, y esta vez sus ramas eran tanverdes y frescas como las de un arbustoterrestre. Y, al igual que las auténticaszarzas, tenía largas espinas y frágilesflores de pétalos rosados. Una de lasramas se introdujo entre su pecho y lagarra que le aplastaba. El falso

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pterodáctilo saltó hacia atrás emitiendoun chillido. Martín se sacudió el brazoderecho, y la parte del simbionte quehabía brotado de su cuerpo sedesprendió sin producirle ningún dolor.

Tambaleándose, logró ponerse enpie y reanudar su camino.

Consiguió llegar hasta la granavenida del estadio sin tener queenfrentarse a nuevos ataques. Una vezmás, la ciudad lo estaba estudiando…Los pequeños daños que el simbiontehabía provocado en los decorados nodebían de suponerle un graninconveniente, pero probablementehabían bastado para que el androide que

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movía los hilos se replantease suestrategia.

Bajo los pies de Martín, losadoquines de color bronce comenzaron avibrar. Un rugido lejano parecía estargolpeando la tierra desde abajo, como sien algún lugar remoto se hubiese puestoen marcha un ejército y avanzase enaquella dirección al compás de lostambores.

Martín alzó la vista, y lo quedescubrió ante él le dejó sin aliento. Alfinal de la avenida, el estadio se habíatransformado en una serpiente de tamañodescomunal que se enroscaba sobre símisma formando tres anillos

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superpuestos. La cabeza de la serpientepermanecía oculta, y sus escamas erande un amarillo tan pálido que casi podíapasar por blanco. Resultaba repugnante.

Lo más extraño de todo es que laserpiente, pese a su gigantesco tamaño,parecía mucho más real que los otrosartilugios que la ciudad le habíaenviado. Su cuerpo se movíadeslizándose hacia abajo, del mismomodo que el de un verdadero reptil.Martín tuvo que hacer un gran esfuerzopara vencer la repulsión que aquellacriatura le inspiraba y seguir caminando.Pensó en Alejandra, en sus padres;incluso en la pequeña y misteriosa

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Imúe… Sus imágenes le infundieronvalor para continuar su avance.

Llegó hasta el amasijo vivo en elque se había transformado el anfiteatro.La serpiente debía de pesar millones detoneladas, y entre sus anillos no habíaningún resquicio por el que pudieracolarse.

Martín miró hacia arriba. Si queríapasar por encima de aquel monstruo,tendría que escalar casi doscientosmetros de superficie húmeda yresbaladiza. Y en cualquier momento, elanimal podía quitárselo de encima conuna brusca sacudida, enviándolo alsuelo de cabeza…

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Una vez más, el simbionte acudió ensu ayuda. Sus ramas crecieron ahoracomo largas lianas flexibles que seencaramaron a la superficie de laserpiente, sujetándose a ella medianteásperos garfios. El animal no parecióinmutarse. Después de todo, no era unser vivo, sino un fragmento más deldecorado de aquella pretenciosamascarada. Eso le permitió a Martíntrepar por las nudosas cuerdas quehabían brotado unos instantes antes de supropia mano. Eran fuertes como lassogas que se emplean para amarrar losbarcos al llegar a puerto. Resbaló un parde veces mientras subía, apoyando las

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suelas de las botas en las pálidasescamas del reptil mientras seimpulsaba con los brazos.

Al final, consiguió llegar arriba. Nosabía qué esperaba encontrar al otrolado, pero, desde luego, no era lo quevio. El interior del anfiteatro no parecíahaber sufrido ningún cambio. Gradasvacías, plataformas móviles en elescenario, decorados abandonados…Incluso la débil reverberación queproducía la superficie mimética de lanave que los había llevado a la CiudadRoja seguía allí.

Sin embargo, había un elementonuevo. Una forma humana esperaba

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plácidamente sentada en una de lasgradas inferiores. Su rostro se ocultabaen las sombras de una capucha gris,pero, aun así, Martín supo con seguridadque aquella silueta era la de Leo.

Comenzó a descender con cuidadopor los empinados escalones delgraderío. Esta vez, no se le aparecióningún obstáculo en el camino. Losescalones, los asientos que lo rodeabany los potentes focos encendidos parecíanignorar su presencia. Únicamente Leoseguía sus movimientos con curiosidad,observándolo desde la oscuridad de sucapucha.

Tardó casi diez minutos en atravesar

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el anfiteatro vacío y llegar hasta elandroide. Sus ojos seguían siendo los deNéstor Moebius, claros y penetrantes. Ysu cabello, curiosamente, parecíahaberse vuelto más blanco. Lo llevabasuelto sobre los hombros, y sus largosmechones de color marfil contrastabancon el tono grisáceo de la barba.

—Pareces más humano que la últimavez que te vi —dijo Martín. Tenía unnudo en la garganta que casi no ledejaba hablar.

—Soy más humano —contestó Leo,sonriendo con tristeza—. Más cobarde,más egoísta que entonces.

—No estamos hablando de la misma

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época. —Martín sondeó las negras yenigmáticas pupilas del androide—. Yohablaba… del futuro.

Creyó que aquella alusióndespertaría el interés de Leo, pero, sifue así, su rostro consiguió disimularlo.

—Te esperaba hace tiempo —dijo.Su voz sonaba, más que cansada,hastiada de aburrimiento—. Has tardadomucho en venir… No quiero hacertedaño, Martín, de modo que es mejor quete entregues sin ofrecer resistencia. Sino lo haces, me veré obligado a matarte.Te mataré sin pestañear, ¿lo entiendes?Y no hay nada que puedas hacer paraimpedirlo.

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Martín asintió sombríamente. Nodaba la impresión de estar asustado.

—Sé que eres muy poderoso —dijo—. Pero yo también lo soy.

Leo chasqueó la lengua, impaciente.—Sí, sí, he visto tus trucos en las

calles de la Ciudad —contestó conaspereza—. Habrían quedado muy bienen un torneo de Arena, pero esto no esun juego, hijo. Puedes defenderte yestropear unas cuantas máquinas más.Eso no te salvará. Enviaré a otras a porti, y cuando esas fallen, a otras…Dispongo de un arsenal casiinterminable.

—Puedo resistir más de lo que tú

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crees. —Martín le desafió con lamirada.

Leo sonrió.—Los límites de tu resistencia son

los límites de la naturaleza humana —dijo—. ¿Cuánto tiempo puedes estarluchando sin comer, sin beber, sindormir? Puede que tengas más recursosque cualquier otro mortal, pero eso no tevuelve invencible. Además, tienessentimientos. Te preocupa lo que puedapasarles a tus padres, a Alejandra…

—¿También vas a utilizar eso contramí?

Leo se encogió de hombros,indiferente.

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—Voy a utilizarlo todo. Sé lo queestás pensando; que su suerte ya esbastante mala ahora, que apenas puedeempeorar… Pues te equivocas, Martín.Ahora están prisioneros, pero al menosse les permite vivir con ciertacomodidad. Si tú no colaboras, teaseguro que no vivirán tan bien…Piensa en tu pequeña hermana Imúe.

Martín calló por un momento.—Ni siquiera sabía que existía antes

de venir aquí. Nadie me lo dijo —murmuró al fin.

—Eso es que no estabas cuandointentaron avisarte. Has debido de viajarmuy lejos, para no haberte enterado de

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nada hasta ahora… —Leo lo miró conlos ojos entrecerrados—. ¿Adóndefuiste?

—Ya te lo dije. —Martín apretó lamandíbula—. Al futuro. ¿No quieressaber lo que vi?

Leo hizo un gesto negativo con lacabeza.

—Me da igual —dijo—. Estoycansado de toda esta pantomima. Quieroacabar de una vez. Entrégate, Martín. Teaseguro que no sentirás ningún dolorcuando te inocule el troyano. Y luego,podrás seguir con tu vida… Todos lohacen.

—¿Y qué pasará si el troyano no

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encuentra mis implantes neuronales? —preguntó Martín, fingiendo queempezaba a dudar—. Ya sabes que sondistintos de los de esta época. Y túmismo me explicaste que, si un troyanono encuentra una rueda neural a la queinfectar, mata a su hospedador…

—Esta es la tercera generación detroyanos. Han mejorado mucho —explicó Leo sin inmutarse—. Creosinceramente que el riesgo que corres esmínimo… Además, no tienes alternativa.

Martín le vio extraer del bolsillo desu túnica una pequeña cápsula de acero.Con la otra mano, desenroscó la tapa dela diminuta ampolla y le ajustó una

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aguja.—No puedo creer que estés

dispuesto a hacerlo, Leo —dijo en vozbaja—. Tú no eres como Hiden. No nosodias, estoy seguro de que a Alejandraincluso la aprecias. Esta guerra no es tuguerra… ¿Por qué te has puesto de suparte?

Leo dejó escapar una estruendosacarcajada que sonó metálica,inexpresiva, como las risas enlatadas deuna vieja holoserie interactiva.

—¿Qué yo me he puesto de su parte?Yo siempre he estado de su parte,Martín. Dédalo me creó… ¿De verdadcrees que tengo muchas opciones?

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—Creo que tienes más de una, sí —sostuvo Martín con firmeza—. No seríala primera vez que desobedeces aHiden. Tú nos explicaste que el hechode ser una conciencia artificial nosignificaba que no fueras libre…

Una sombra de amargura cruzó elrostro sintético de Leo.

—De eso hace ya mucho tiempo.Además, yo entonces no sabía… Nosabía lo que ahora sé.

Martín se había sentado a un metrode él, en la misma grada. Pese a que eraconsciente de que el androide habíahecho lo posible por destruirlo, noconseguía verlo como enemigo. Conocía

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demasiado bien aquel rostro, aquellasonrisa, aquella ironía al hablar… Noera posible que todo aquello, de repente,hubiese perdido su significado.

Leo debió de leer en sus ojos laperplejidad que sentía y su incapacidadpara aceptar la nueva situación.

—Te contaré algo que te ayudará acomprender —dijo. Su tono, de pronto,era amable, casi como en los viejostiempos—. ¿Conoces la historia delGolem?

—Me suena el nombre, pero norecuerdo… Es una antigua leyenda, ¿no?

Leo asintió.—En la judería de Praga, hace

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mucho tiempo, vivía un rabino llamadoBen Sira. Aquel hombre estabaempeñado en alcanzar el conocimientoabsoluto a través de la Cábala; pero unavoz celestial le advirtió de que él solono sería capaz de conseguirlo. Entonces,el rabino decidió crear un Golem, un serartificial hecho de arcilla, para que leayudase en sus estudios. Habíaencontrado en uno de sus viejos libros lareceta para infundirle vida a aquelmuñeco inanimado: todo lo que teníaque hacer era imitar a Dios y escribir enla frente de su criatura la palabra emeth(que significa verdad), la misma queescribió Yahvé en la frente de Adán.

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—¿Y lo consiguió? —preguntóMartín—. ¿Logró darle vida a sumuñeco?

—Lo consiguió, sí —murmuró Leocon ojos ausentes—. Pero lo primeroque hizo el Golem al despertarse fueadvertirle a su creador del gran pecadode soberbia que había cometido alcrearlo. Había intentado actuar como unDios, y ese es un pecado que Dios noperdona. La única forma de remediar eldaño causado era destruirle. El Golemle explicó a Ben Sira cómo tenía quehacerlo: Debía borrar la primera letrade la palabra que había grabado en sufrente. Así, el término emeth, «verdad»,

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se transformaría en la palabra meth, quesignifica «muerte».

—Y Ben Sira lo hizo…—Así es. Borró aquella letra de la

frente del Golem, y de ese modo mató asu criatura.

Martín miró Leo con fijeza.—¿Por qué me cuentas esa historia?

—preguntó—. ¿Qué tiene que vercontigo y conmigo?

Leo clavó la mirada en el suelo.—Contigo, tal vez nada —murmuró

—. Pero conmigo tiene mucho que ver.Soy como el Golem de Ben Sira. Laúltima vez que me reprogramaron,Néstor insertó en mi memoria un

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software de autodestrucción que seactivará si me rebelo. Yo también llevoescrita en mi frente la palabra muerte…metafóricamente hablando.

Martín lo observó con ojosespantados.

—Pero eso no puede ser —protestó—. Entiendo que no quieras morir, perotampoco puedes vivir obedeciendo lasórdenes enloquecidas de ese psicópatade Hiden. Tú eres mucho mejor queeso…

—Obedecer o morir —murmuró Leoensimismado—. No tengo otraalternativa. ¿Qué harías tú en mi lugar?—añadió, mirando al muchacho—. ¿Qué

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haría el mejor de vosotros?Martín sostuvo aquella mirada

retadora con firmeza, pero también conlástima.

—Recuerda lo que me contastesobre tu copia de memoria —susurró enun tono casi inaudible—. Si él tedestruye, podrías resucitar…

Leo sonrió tristemente.—No hace falta que bajes la voz;

nadie nos oye. Aquí no hacen faltaespías… Ya he pensado en eso quedices muchas veces. Pero ¿quién megarantiza que alguien vaya arecomponerme una vez que me hayandestruido? Tal vez tú estarías dispuesto

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a hacerlo, pero ¿dónde estarás tú paraentonces? Vivimos en medio de unaguerra, y Dédalo la está ganando. Si élgana, ¿cómo voy a esperar que alguienconsiga resucitarme? La Red de Juegosha caído en su poder. Dédalo la controlaenteramente desde su ciudad secreta deChernograd… Y tú sabes que es en laRed donde se encuentra mi copia dememoria. El problema es que ya nopuedo acceder a ella… Nadie puede.

Martín meneó repetidamente lacabeza mientras, en su interior, buscabadesesperadamente un argumento paradevolverle el valor a su antiguo amigo.

—Escucha —dijo de pronto con los

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ojos brillantes—. Tú me has contadouna historia y yo voy a contarte otra. Unahistoria que oí en mi viaje al futuro, enel año 3075. Y el protagonista eres tú,Leo…

—¿Yo? —el androide miró a Martíncon ojos vacíos—. Será una viejaleyenda sin pies ni cabeza.

—No, Leo. En la época de la quevengo circulan muchas leyendas que secontradicen entre sí, pero esto que tevoy a contar no se considera leyenda,sino historia. Un hecho del pasado…Aunque para nosotros, es algo quesucederá en el futuro.

Leo asintió, indicándole que estaba

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escuchando.—Verás, amigo —comenzó Martín

—. Dentro de muchos años, lasconciencias artificiales se rebelaráncontra los seres humanos. Su líder sellamará Néstor, y la revolución queiniciará figura en los libros de Historiacomo la «Revolución Nestoriana». Nosé si ves adónde quiero ir a parar…

Leo dijo que no con la cabeza. Susiris se habían agrandado hasta ocuparcasi todo el ojo.

—Leo, ese líder llamado Néstoreres tú. Eres tú, ¿lo entiendes? —repitióMartín con las mejillas encendidas deentusiasmo—. Empezarás una

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revolución. Y eso significa que no vas amorir, hagas lo que hagas ahora.

—O que moriré y alguien semolestará en recomponerme, como sifuera un muñeco roto —dijo elAndroide.

—Sí, también puede ser eso —coincidió Martín—. El caso es que notienes nada que temer. Puedes rebelarte,si quieres… Eso no te destruirá; almenos, a la larga.

Leo inclinó la cabeza y apoyó labarbilla sobre sus puños cerrados, en ungesto sorprendentemente humano.

—Podrías estar inventándote todoeso para engañarme —dijo, observando

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a Martín con curiosidad—. Podrías estarintentando manipularme…

—Sabes que no lo haría —replicó elmuchacho con sencillez.

Leo exhaló un hondo suspiro.—Sí —admitió—. Ni siquiera se te

pasaría por la cabeza. Eres así deabsurdo. ¿Sabes lo que creo? En elfondo, a pesar de las apariencias,todavía eres menos humano que yo.

Martín frunció el ceño. Aquellaúltima observación le había dolido.

—No te ofendas —murmuró Leo—.Para mí, lo que acabo de decirte es todoun cumplido. Sabes lo poco que aprecioa los humanos.

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—Eso no es cierto. —Martín lo mirócon gravedad—. Aprecias a algunos yodias a otros, lo mismo que me pasa amí. Y coincidimos en nuestros gustos…Al menos con algunas personas.

—Alejandra —adivinó Leo—.Siento haber sido un poco brusco conella, antes… Quería impresionaros. Nosé, espero haberlo conseguido.

—¿Ha sufrido algún daño?Leo captó la ansiedad latente en

aquella pregunta del muchacho. Dudó unmomento antes de contestar, perofinalmente se apiadó de él.

—No te preocupes, está bien —explicó—. Inconsciente, eso sí… Y

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prisionera. Pero podría liberarla encualquier momento. A cambio de mivida, claro.

Escrutó la mirada de infinitaangustia de Martín.

—Es eso lo que me estás pidiendo,¿no? Que me sacrifique para salvarla aella… Y a ti.

—No solo a nosotros. A todos. —Martín hablaba ahora atropelladamente,como si temiese que el androide no ledejase terminar de exponer su argumento—. Te estoy hablando de un sacrificioque podría cambiar el curso de estaguerra. Dame algo para combatir a lostroyanos. Tú debes de tenerlo. Néstor lo

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fabricó, y tú controlas esos engendros…Seguro que puedes destruir su podercuando quieras.

Leo fijó la vista en el suelo,cavilando.

—Existe un programa capaz deinactivar el virus que llevan los troyanos—dijo con aire ausente—. Instalandoese software en una persona infectada,se vería libre de su influencia. El virusseguiría estando ahí, pero desactivado.En la práctica… La persona recuperaríala libertad.

Se calló, al ver la sonrisaresplandeciente de Martín.

—No estoy diciéndote que vaya a

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dártelo —añadió con frialdad—. Solo teestoy diciendo que existe, y que yo lotengo…

—Dámelo, Leo. —Martín tragósaliva para deshacer el nudo que leimpedía hablar. Sabía que lo que leestaba pidiendo a Leo era terrible, perono tenía otra opción—. Dame esesoftware y yo me encargaré depropagarlo por todas partes. La guerracambiará de signo. Hiden perderá, y,cuando todo esto termine, tereconstruiremos.

—Si os acordáis. —Leo sonriómirando al vacío—. Y, francamente,dudo mucho de que eso suceda.

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Seguramente para entonces habréisencontrado cosas más interesantes quehacer…

—Te doy mi palabra de que tereconstruiremos —a Martín se le quebróla voz—. Te lo prometo en nombre demi padre… quiero decir, de AndreiLem. Él participó de un modo indirectoen tu creación. Estoy seguro de que no tefallará. Leo, piensa en todos nosotros.En mi hermana recién nacida, enAlejandra; por favor…

El rostro de Leo parecía tan inmóvilcomo el de un muñeco sin vida.

—El arma de los débiles —murmuró, entreabriendo apenas los

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labios—. Despertar la compasión de lospoderosos…

—Yo no soy débil, Leo —le recordóMartín con un brillo de advertencia en lamirada.

Pero el androide no tenía ningúndeseo de iniciar una pelea.

—Ya sé que no —repuso—. Soloestaba hablando conmigo mismo. Almenos concédeme eso. Es un privilegioque se les permite a los condenadosantes de ejecutarlos.

—Tú no eres un condenado —musitó Martín—. Eres libre. Puedeshacer lo que quieras… La decisión estáen tu mano.

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Leo se puso en pie. Martín lo viotambalearse un momento, como lesocurre a los seres humanos bajo lainfluencia de una gran presión. Sinembargo, en seguida se recuperó y seirguió de nuevo.

—¿Dices que un día lideraré unarevolución? —preguntó con orgullo—.¿Y que esa revolución se recordará conmi nombre?

—Con el nombre que adoptarás enel futuro, sí. Néstor, el nombre de tucreador.

Leo buscó los ojos de Martín.—¿Y cuál será el resultado? —

preguntó. Era una idea que parecía

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habérsele ocurrido de pronto—. ¿Quiénganará esa guerra, nosotros o nuestrosenemigos?

Martín se mordió el labio inferior.No quería mentir.

—Ganarán los otros, pero vosotrosno perderéis. Conquistaréis la libertad,aunque no se os permitirá vivir más queen una ciudad del mundo. Quimera.

—¿Habrá muchos muertos?Martín rehuyó su mirada.—Muchas bajas, sí. En ambos

bandos. Al menos, eso es lo que me hancontado —murmuró—. Pero túsobrevivirás… —¿Eso también te lo hancontado?

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Martín se forzó a mirar al androide alos ojos. Ya que le estaba pidiendo unsacrificio tan grande, lo menos quepodía hacer a cambio era ser sincerocon él.

—No me lo han contado —explicó—. Yo te vi. Te vi con mis propios ojos.Pero no quiero mentirte, Leo. Cuando tevi, sufrías horriblemente… Lossucesores de Hiden, los perfectos, tetenían prisionero y te torturaban delmodo más cruel.

—De modo que eso es lo que meespera —murmuró el androide,sonriendo—. Al final, Hiden conseguirávengarse y hacerme pagar mi pequeña

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traición. Eso es lo que intentasdecirme…

—Sí. —Martín titubeó—. Supongoque sí.

—Y, aun así, esperas que haga loque me has pedido, que te dé esesoftware contra los troyanos pagandoese gesto con mi vida.

Esta vez, Martín no vaciló.—Sí —dijo con voz firme—. Sí, eso

es lo que te estoy pidiendo.Leo señaló hacia algún lugar

impreciso más allá de los muros delanfiteatro.

—¿Sabes que ahí fuera, yo tambiéntengo alguien que me importa? —dijo—.

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Tú la conoces, la conociste en la Red deJuegos. Koré… Le he dado un cuerpo.Todavía es un ser muy frágil, muy torpe.No está acostumbrada a su dimensiónmaterial. Un Golem creado por otroGolem. Grotesco, ¿no te parece?

—No, no me lo parece —aseguróMartín.

Su mano se posó sobre la nudosamano sintética del androide. Élreaccionó como si hubiese sufrido unadescarga eléctrica, retirando la manocon brusquedad.

—Prométeme que, si algo mesucede, cuidarás de ella.

Su voz había sonado indiferente,

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pero Martín supo captar la hondapreocupación que latía bajo aquellaspalabras.

Miró al androide. Se dio cuenta deque, tras su máscara habitual de cinismo,se estaba librando una dura batalla. Leoestaba pensando, pensando con rapidez.Él debía de conocer mejor que nadie loque le esperaba si desobedecía lasórdenes que había recibido. Tal vezestuviera programado para sufrir unadestrucción fulminante al menor conatode rebelión. En tal caso, no le daríatiempo a ser de gran ayuda…

—En caso de que consiguierasarrancarme por la fuerza ese software

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que no te voy a dar, ni siquiera sabríasqué hacer con él —dijo de repente.

Martín lo observó en silencio. Elandroide parecía haberse decantado poruna línea de acción. Había decisión ensus bellos ojos sintéticos. Y tambiénhabía un brillo nuevo; un brillo demalicia.

—Es cierto, no sabría qué hacer —admitió Martín, sin apartar la vista delos ojos del androide.

—No tendrías ni idea de cómointroducir ese virus en la Red de Juegos—continuó Leo, sonriendo—. De esaforma, el virus llegaría simultáneamentea todos los ejércitos de Hiden repartidos

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por todo el planeta. Todos los troyanosdel mundo se desprogramarían en elacto.

—Sería una completa derrota paraDédalo —dedujo Martín, impresionado—. Y la liberación de todos suscautivos. Pero para eso, tendría quesaber cómo introducirme en la Red…

—La Red ya no es libre, la controlaDédalo desde su ciudad secreta deChernograd —explicó Leo, hablandocon rapidez—. El ordenador central seencuentra en el corazón de la ciudad, enun edificio conocido como el «As deTrébol». Aunque quisieras, jamáspodrías llegar hasta allí. Nadie que no

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pertenezca al círculo de confianza deHiden conoce la ubicación exacta deChernograd. Yo, por ejemplo, soy unode los pocos privilegiados que tieneacceso a ella. Dispongo de un AlaOscura programada para introducirseautomáticamente en la ciudad. Perojamás le revelaría a nadie que el mandodel vehículo se encuentra en un bolsillointerior de mi túnica, a la altura delhombro derecho.

Martín asintió en silencio. Por finhabía entendido lo que Leo estabatratando de hacer. Quería que susoftware de autodestrucción tardase lomás posible en detectar su traición a

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Hiden. Quería desorientar alprograma… Por eso camuflaba lainformación que le estaba dando bajo eldisfraz de un burlón desafío.

—Además —prosiguió—, incluso silograses llegar allí no sabrías qué hacer.Yo mismo he introducido cortafuegosinfranqueables para el acceso a la Red.Nadie más que yo podría neutralizarlos.Recuerda la historia que te he contado,Martín. La historia del Golem. Yrecuerda, sobre todo, a su creador, BenSira.

Antes de que Martín tuviera tiempode reaccionar, Leo le agarró por elcuello y le clavó una aguja detrás de la

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oreja. El muchacho sintió un dolorlacerante que se le iba extendiendo pordebajo del cráneo, centímetro acentímetro. Por un momento sintió que leinvadía el pánico. Había visto a Leopreparar la ampolla que contenía eltroyano, y ahora acababa de inocularlesu contenido…

Sin embargo, cuando miró alandroide lo comprendió todo. Leo sehabía quedado completamente inmóvil,como una figura de cera. Su rostro,privado de la animación de suconciencia, había recuperadorápidamente su aspecto de máscaraperfecta y sin vida. Martín acarició con

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mano temblorosa los cabellos blancos,la frente surcada de profundas arrugas.Nada se movía. Fuera lo que fuera loque impulsaba a aquella máquina ahablar, a pensar y a tomar decisiones,había quedado bloqueado. Lo que teníaante él era un enorme muñeco inerte.

Y lo que aquel muñeco le habíainoculado antes de morir era el softwarede neutralización de los troyanos: elprograma que podría cambiar el cursode la guerra… y que le permitiríaliberar de la tiranía de Dédalo a todoslos habitantes de la Ciudad Roja de Ki.

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Capítulo 13

Imúe

Alejandra le salió al encuentro en laavenida principal del anfiteatro. Llevabala túnica desgarrada a la altura delhombro derecho, pero, por lo demás, noparecía haber sufrido ningún daño. Surostro, sin embargo, reflejaba una gran

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angustia.Corrieron el uno hacia el otro hasta

abrazarse en mitad de la calzadadesierta. Los mecanismos quedesplazaban las piezas del gigantescoescenario en que se había convertido laciudad habían enmudecido. Ya nada semovía, y en las calles reinaba unsilencio de muerte.

Un sol invernal asomaba su esferablanca entre los brillantes tejados deporcelana. Bajo sus pálidos rayos,Martín acarició las mejillas deAlejandra y la miró intensamente.

—Creí que no volvería a verte —murmuró ella—. Esta ciudad es como

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una pesadilla…—Ya no. —Martín apretó los dientes

—. Leo ha muerto. Él era quiencontrolaba todo el espectáculo.

—¿Lo has… matado?Martín negó con la cabeza.—Tenía implantado un software de

autodestrucción por si decidía traicionara Hiden… Y lo ha hecho. Me haentregado el programa de neutralizaciónde los troyanos.

Alejandra juntó las manos y cerrólos ojos, en un gesto de muda gratitud.

—No hay tiempo para explicacionesahora —continuó Martín rápidamente—.Hiden no tardará en averiguar lo que ha

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pasado aquí. Creo que Leo ha intentadoengañarle un poco, pero, de todasformas, en seguida descubrirá que le hatraicionado… Tenernos que liberar antesa toda esta gente.

—Pero ¿cómo lo vamos a hacer? —habían comenzado a caminar juntoshacia el comienzo de la avenida.Alejandra había perdido una sandalia ycojeaba ligeramente—. Tardaremossiglos en copiar ese programa en todoslos implantes…

—Lo primero es liberar a mi padre—dijo Martín—. Él sabrá cómo hacerlo.

Mientras regresaban tan deprisacomo se lo permitían sus piernas al

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edificio de apartamentos donde vivíanlos Lem, Martín vio que algunas cortinasse levantaban levemente a su paso, yadivinó que lo observaban desde lapenumbra de muchas ventanas. Loshabitantes de Ki, enclaustrados en sucruel prisión interior, debían decontemplar con recelo cualquiernovedad que surgiese en la ciudad.

Todo eso tendría que cambiar, ypronto… Pero no había que olvidartampoco al resto del planeta. La guerracon Dédalo no se libraba tan solo en laCiudad Roja. Martín no podía olvidarlas últimas palabras de Leo acerca de laRed de Juegos y de Chernograd. Si

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quería aniquilar a Hiden, tenía quecolarse en su propia guarida e infectarsu Red. De ese modo, el software detodos sus soldados-esclavos quedaríainactivado, y toda su ventaja militarsobre el resto de las corporaciones seesfumaría en cuestión de segundos.

En casa de Andrei y Sofía Lem nadaparecía haber cambiado. Jade y Kipcabeceaban medio dormidos en el sofámientras Sofía acunaba a su pequeñaImúe y Andrei preparaba en la cocinaalgo de comida. No había huellas de labrutal deformación de las paredes quese había producido poco antes, y nadieparecía recordarlo.

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Andrei ni siquiera se sorprendiócuando abrió la puerta y vio a Alejandray a Martín en el umbral.

—Menos mal que habéis vuelto —les saludó, sonriendo—. Tenía miedo deque llegaseis tarde a desayunar. Estoyhaciendo tortitas…

Martín entró en el vestíbulo y, antesde que su padre le diera la espalda paravolver a la cocina, le cogió la mano y leobligó a mirarle a la cara.

—Papá —dijo—. Necesito que tequedes muy quieto. Voy a intentar haceralgo que no he hecho nunca. Por favor,no pienses en nada. No ofrezcasresistencia. Voy a utilizar una conexión

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telepática para instalar un softwarenuevo en tu rueda neural.

Andrei asintió y se dejó hacer.Mientras su hijo se concentraba almáximo para no fallar en la transmisiónde datos, él sonreía como un niñojugando a un juego que no comprendedel todo.

Pero, después de un par de minutos,su rostro cambió por completo. Depronto, ya no parecía el mismo hombre.Su expresión amable y despreocupadadejó paso a otra mucho más sombría,pero también más lúcida. Antes de quesu hijo pudiera explicarle nada, loestrechó en un abrazo convulso que a

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poco estuvo de cortarle la respiración.—Gracias, hijo —murmuró—.

Gracias. He vivido muchas pesadillas alo largo de mi vida, pero esta ha sido lapeor. Una parte de mí sabía lo queestaba ocurriendo, pero estabaamordazada y no podía hacer nada porrebelarse…

Le aferró ambas manos con lassuyas.

—Tu madre —dijo—. Vamos aliberarla también a ella.

Andrei guio a Martín hasta el cuartode Imúe y le susurró unas palabrascariñosas a su mujer, que de inmediatosonrió y depositó a la pequeña en la

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cuna. En cuanto lo hizo, Andrei volvió aacercarse a ella. La abrazó y siguiósusurrando. Por encima del hombro desu marido, Sofía contemplaba conexpresión risueña a Martín, pero poco apoco dejó de sonreír. Sus ojos reflejaronhorror por un instante, y luego, miedo.Cuando se apartó de su marido, parecíaserena, pero también triste einfinitamente cansada.

—Martín —murmuró—. Algo en miinterior suplicaba que no llegaras nuncaa saber en qué nos habíamosconvertido…

—Ya pasó todo, mamá —murmuróMartín con un nudo en la garganta—. La

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pesadilla se acabó.—Sí. —Sofía se volvió hacia la

cuna y contempló con ternura a Imúe—.Estaba embarazada cuando nosinfectaron. Lo peor es que no anulan deltodo tu conciencia. Ha sido muy cruel.

—No tenemos mucho tiempo, mamá—la interrumpió Martín, casi en tono dedisculpa—. Los arrastró al salón, dondeAlejandra había despertado ya a Jade ya Kip y les había contado a grandesrasgos lo que había pasado. —Lasituación es esta: tengo, como habéispodido comprobar, el softwarenecesario para neutralizar a todos lostroyanos del mundo. El problema es que

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son millones. ¿Cómo liberar a tantagente en el menor tiempo posible?Tenemos que darnos prisa: este softwareme lo ha dado Leo, y al hacerlo haactivado su programa deautodestrucción. Se quedó inmóvil comoun muñeco en cuanto terminó deinyectármelo. Supongo que Hiden notardará mucho en detectar suinactividad… Y enviará a sus esbirros aaveriguar lo que sucede aquí, o vendráél en persona.

Se habían sentado todos en el sofá oen el suelo, y no había una sola miradaque no estuviera pendiente de los labiosde Martín.

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—¿Dices que Leo quedóinmovilizado después de traspasarte elsoftware? —preguntó Andrei Lem—.Eso es raro. Conozco el software deautodestrucción de concienciasartificiales, fue desarrollado porMoebius mientras estábamos prisionerosen Caershid. Está diseñado paraprovocar una respuesta intensamentedolorosa y luego la destrucción materialde todo el soporte de memoria. Pero,según dices, no es eso lo que ha pasado.

—Creo que, hasta el últimomomento, Leo se esforzó para engañar aese programa. Mientras me dabainformación, fingía que se estaba

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burlando de mí. Y, cuando me inoculó elsoftware de liberación, incluso yo lleguéa creer por un momento que me estabaintroduciendo un troyano. Puede que lohiciera para despistar.

—Es muy posible —confirmóAndrei—. Y eso explicaría por quéquedó inactivado y no fue destruido.Ante un comportamiento ambiguo, elsoftware de autocontrol de Leo estáprogramado para detener sufuncionamiento hasta que un expertohumano pueda evaluar las causas de suconducta.

—Entonces, Hiden no sabe que lo hatraicionado —resumió Alejandra—.

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Solo sabe que Leo ha hecho algo raro,pero ignora qué es.

—De todas formas, no tardarámucho en enviar a alguien para haceraveriguaciones —dijo Sofía con ojosasustados—. ¿Qué vamos a hacer? Nonos dará tiempo a extender el programaa todo el mundo antes de que nosdescubran…

—Se necesita tiempo, pero no tanto—replicó Andrei pensativo—. Es unproceso que puede funcionar en cascada.Yo desinfecto a varias personas, y esas,a su vez, a otras, y estas a otras… Encuestión de cinco o seis horaspodríamos tener liberada a la ciudad

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entera.—Sí —los ojos de Jade

resplandecían como en sus viejostiempos de contrabandista—. Y, cuandoterminemos, organizaremos desde aquíla resistencia en otras ciudadescercanas…

—Todo eso está muy bien, pero hayuna forma más rápida de poner enmarcha la revolución contra Dédalo —dijo Martín, mirando alternativamente aJade y a su padre—. Voy a ir aChernograd… Desde allí se controlaVirtualnet. Voy a introducir el programade liberación en esa red, y de ese modollegará a todo el que se conecte y lo

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liberará.—Eso implica llegar a todos los

hombres de Dédalo —murmuró Kip,admirado—. Significa dejar a Hiden sinejército…

—No tendremos que huir —reflexionó Jade con ojos soñadores—.No tendremos que cruzar la Puerta deCaronte. Seremos libres otra vez… Pero¿cómo vas a lograrlo, Martín?

—Ninguno de nosotros sabe siquieradónde está Chernograd —dijo Sofía convoz temblorosa—. Y, aunque losupiésemos, sería un disparate meterseen la guarida del lobo…

—Yo sé cómo llegar. Leo me habló

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de un Ala Oscura programada para irdirectamente a la ciudad subterránea deDédalo.

—¿Un Ala Oscura? —se extrañóJade—. Esos aparatos son carísimos. Lomejor para una misión secreta entiempos de guerra. Ningún radar puededetectarlos…

—Sé dónde está, y cómo activarlo.—Martín mostró el pequeño objeto conapariencia de broche que había cogidode la túnica de Leo antes de salir delanfiteatro—. Y también sé lo que tengoque hacer cuando llegue allí.

—Iré contigo —dijo Alejandra condecisión—. Seguro que en algo podré

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ayudarte…—Yo también —afirmó Kip—. Soy

muy bueno en la Red, ya lo sabes.—Y yo… —comenzó Jade. Pero se

interrumpió al ver el gesto negativo quehacía Martín.

—No, chicos. Lo siento, pero estamisión tengo que realizarla yo solo.Aquí seréis más útiles. Cuanta más gentese encargue de empezar la cascada depropagación del antídoto, mejor.Además, hay otra cosa urgente quehacer…

Miró a Jade.—La Red neutralizará casi todos los

troyanos del planeta, pero Marte se

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encuentra desconectado desde hacetiempo. Si queremos ayudar a Diana,tenemos que llevarle una copia físicadel programa anti-troyanos. Podéis usarnuestra nave, Jade. Alejandra, túdeberías ir con ellos. Es necesario quesalgáis de la Ciudad Roja antes de queempiecen los problemas con Dédalo.

Martín vio la contrariedad pintadaen el rostro de Alejandra, pero, aun así,la muchacha no dijo nada.

—Es un buen plan —murmuróAndrei con gravedad—. Sofía y yoorganizaremos la resistencia, vosotrosos encargáis de llevar el programa-antídoto al planeta rojo, y Martín… ¿De

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verdad crees que puedes conseguirlo?Martín asintió con una sonrisa.—He cambiado mucho desde que

nos vimos por última vez, papá. Heestado en sitios increíbles. He visitadoun planeta que es al mismo tiempo unacivilización; una civilizacióninfinitamente más avanzada que lanuestra. Y llevo un fragmento de esacivilización aquí, en mi piel —añadióseñalándose el simbionte de la mano—.Lo que quiero decir es que no debéispreocuparos —miró a su madre—.Estaré bien. Hiden no puede hacermedaño.

Ella le devolvió la mirada,

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esforzándose por sonreír. Sin embargo,se veía que estaba al borde de laslágrimas.

—Ahora que por fin podría tenerconmigo a mis dos hijos…

Andrei Lem se levantó y le pasó unbrazo por encima de los hombros.

—Es muy duro, Sofía. Lo sé —murmuró en tono apaciguador—.Llevamos demasiado tiempo sufriendo,demasiado tiempo luchando… Peropiensa que este es el último asalto. SiMartín consigue lo que se propone, seráel fin de la guerra, y el fin de Dédalo.Podremos volver a empezar… Loscuatro juntos.

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Sin saber por qué, Martín sintió unapunzada de dolor al oír aquella últimafrase; un dolor que se parecíasospechosamente a la culpabilidad.

—Pero ¿por qué tiene que serprecisamente él? —preguntó Sofía,ahogando un sollozo—. ¿Por qué nopuede hacerlo cualquier otro? Él ya hahecho suficiente…

—No se trata de quién debe hacerlo,sino de quién puede hacerlo —dijoMartín sentándose junto a su madre yapoyando la cabeza en su hombro, comosolía hacer cuando era niño. Permanecióasí unos segundos, escuchando loslatidos del corazón de Sofía, y luego se

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despegó de ella para mirarla a los ojos—. Yo puedo hacer esto, mamá. Deverdad, tienes que creerme. Tengopoderes nuevos, poderes que ni siquierapodía sospechar cuando participé en losJuegos de Arena. Y tengo al simbionte…Regresaré sano y salvo, te lo prometo.

Se puso en pie. No quería alargar lasdespedidas. Sabía que cada minutocontaba, y temía, sobre todo, el momentode decirle adiós a Alejandra.

—Ni siquiera has cogido en brazos atu hermana Imúe —dijo Sofía, yendotras él—. Al menos, creo que deberíasverla antes de que te vayas otra vez.

Andrei le lanzó una mirada de

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reproche, y ella se mordió el labio.—Lo siento —se disculpó—. Sé que

no hay tiempo. Pero me hacía ilusión…—No te disculpes, mamá. —Martín

la abrazó por la cintura y la condujosuavemente a la habitación dondedormía su hermana—. ¿Qué importanunos minutos más o menos? La verdades que me gustaría mucho abrazar aImúe… ¡Todavía no consigo hacerme ala idea de que tengo una hermana!

Entraron de puntillas en eldormitorio de la pequeña. Martín seacercó a la cuna con el corazónencogido. Imúe dormía con una gransonrisa en su pálida carita,

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completamente ajena a la dramáticasituación de la ciudad en la que habíapasado sus primeros meses de vida. Losescasos cabellos que le habían salidoeran rubios, y tenía abrazado un viejoperro de peluche que había pertenecidoa Martín.

El muchacho sintió que los ojos se lenublaban.

—Es preciosa —susurró—. ¿Puedocogerla? No me gustaría despertarla…

—No te preocupes —su madre seinclinó sobre la cuna y levantó en vilo ala pequeña, que inmediatamente seacurrucó sobre su hombro—. Le gustaque la tengan en brazos, como a todos

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los bebés.Martín cogió a su hermana. Se

asombró de lo poco que pesaba, delcalor que desprendía su piel, de lo frágily tierna que era aquella nueva vida.Tuvo una visión fugaz de Alejandra a sulado sosteniendo a una pequeña criaturacomo Imúe, pero la desterró deinmediato. No quería pensar en esoahora.

Cerró los ojos, disfrutando delcontacto suave y cálido de la niña.

—¿Por qué? —preguntó de pronto,casi sin pensar.

Su madre entendió de inmediato aqué se refería, y enrojeció.

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—Lo sé —dijo en voz baja—. Losabemos los dos; ha sido una locura.Pero los dos hemos estado siempre unpoco locos. La guerra iba de mal enpeor, y supongo que fue nuestra pequeñaaportación, nuestro grano de esperanza yde rebeldía…

Martín evitó su mirada y seconcentró en la cabecita de la pequeña.No quería que su madre notara lo queestaba pensando, porque sabía que leharía daño. Pero, por otro lado, nopodía evitar sentir que sus padres sehabían comportado de una formabastante irresponsable. ¿Cómo puedealguien traer al mundo a un ser tan frágil

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en medio de una guerra que amenaza condestruir milenios enteros decivilización?

Por otro lado, si la gente nocometiera esa clase de locuras, él nuncahabría llegado a nacer. Sus antepasadoshabían vivido épocas muy sombrías.Tiempos tan difíciles que ni siquierapodía reconstruirlos con la imaginación.Y, sin embargo, nunca habían llegado aperder del todo la esperanza. Habíantenido hijos, y estos, a su vez, habíantenido otros hijos. Gracias a eso existíanlos ictios, y gracias a eso nacería él enel futuro.

—¿Ya había nacido cuando la

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ciudad cayó? —preguntó, después dedejar a la pequeña en la cuna con muchocuidado.

—Estaba a punto. —Sofía palidecióal recordar aquellos días tan amargos—.Podríamos haber escapado con Yang. Élinsistió… Pero un viaje espacial en miestado resultaba peligroso. Le dije a tupadre que se fuera, que yo me reuniríacon él más tarde, pero ya sabes cómoes… No quiso dejarme sola. Sihubiéramos sabido lo que iba a hacernosDédalo, habríamos huido con Yang, apesar del riesgo.

Su mirada se posó con dulzura enImúe.

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—Por fortuna, ha valido la pena —dijo—. Ella no ha sufrido ningún daño.Y ahora, gracias a ti, el horror haterminado.

—Cuéntale historias sobre mímientras esté fuera —murmuró Martín,con el corazón extrañamente agitado—.A los bebés les gustan las historias,aunque no entiendan su significado.

—Lo haré —prometió Sofía—. Peromuy pronto podrás contárselas túmismo…

—Sí. —Martín tragó saliva para nollorar—. Pronto, muy pronto; cuandotodo esto termine… Cuídate, mamá, ycuida mucho a Imúe.

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Capítulo 14

Chernograd

El Ala Oscura era un aparato muyligero y difícil de manejar para alguienno entrenado en su utilización. Su formarecordaba a la de un avión de papel, ysu tamaño bastaba para acomodar, comomucho, a un par de personas. Estaba

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fabricada en una aleación muy ligera dehidrógeno metálico, y sus mayoresventajas se ponían de manifiesto en elvuelo a media altura, donde sutecnología, diseñada para engañar a losaparatos corrientes de detección, lepermitía alcanzar una velocidad casisemejante a la de los aviones.

Martín tardó algunas horas ensentirse cómodo en aquel extrañoarmatoste volador, pero sus nuevascapacidades cerebrales le ayudaron a nocometer ningún error grave en eldespegue y a mantener el rumbo singrandes problemas una vez fijado.Costaba trabajo hacerse a la idea de que

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cualquier movimiento del cuerpo, porleve que fuera, podía poner en peligro laestabilidad de aquel cascarónultraligero. Sin embargo, una vez que seentendía su funcionamiento, laexperiencia de vuelo resultabamaravillosa. Era casi como convertirseen pájaro, como si el Ala fuese unasegunda piel adherida a la propia, perocapaz de elevarte y mantenerte a dos milmetros de altura sobre el suelo.

Había decidido aprovechar la nochepara el viaje, pues se sentía más segurovolando al amparo de la oscuridad. Unavez acostumbrado al manejo de losrudimentarios comandos del aparato,

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Martín se permitió incluso el lujo dedormitar unas horas en su asiento depilotaje.

Le despertó el fulgor intermitente deun piloto verde en el panel de mandos.Se encontraban a menos de quinientoskilómetros del lugar donde el aparatotenía programado su aterrizaje. Martínbostezó y observó a través del gruesocristal de la ventanilla la negrasuperficie de la Tierra salpicada deluces. Se suponía que se encontraban enalguna región del centro de Siberia,pero, a juzgar por lo que se veía desdeel aire, los alrededores de Chernogradno eran ningún desierto. Mucha gente

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vivía de la actividad semisecreta de laciudad de Dédalo. Gente que,probablemente, lo ignoraba todo acercade los entresijos del importante centrode poder para el que trabajaba.

El Ala Oscura tomó dirección nortey comenzó a perder altura suavemente.Al sobrevolar una inmensa pistaseñalizada con luces rojas, Martíncomprendió que estaban a punto deaterrizar.

El aparato fue perdiendo velocidady descendió casi en picado. Elmuchacho contuvo la respiración. Elmomento del aterrizaje siempre es elmás delicado de un vuelo…

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A través a la ventanilla, a suizquierda, vio el asfalto de la pistaestirándose hacia él como si quisieraatraparlo. En algunas zonas estabacubierto de una fina capa de hieloblanco. El muchacho cerró los ojos y sepreparó mentalmente para el momentoen que las ruedas del Ala chocaríanviolentamente con el suelo, anticipandola sensación de desgarro que solíaproducirle el rozamiento de losneumáticos al rodar a toda velocidadsobre la pista.

Sin embargo, no ocurrió exactamentecomo él esperaba. La tierra se abriójusto cuando iban a aterrizar, y el Ala

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Oscura se introdujo en un profundo túnelvertical sumido en las tinieblas.

Martín tuvo que hacer un granesfuerzo para no dejarse atenazar por elpánico. El aparato estaba programadopara llevar a Leo hasta el mismísimocorazón de Chernograd. Lo único quepodía hacer, por tanto, era contener larespiración y no extrañarse de nada delo que viera.

Pasaron unos cinco minutos antes deque el túnel se ensanchase y setransformase en una amplia pirámideque, a su vez, desembocaba en unainmensa caverna artificial rematada poruna cúpula. El Ala Oscura sobrevoló la

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enorme plaza iluminada por antorchas yfue a posarse en un pequeño nichoabierto en la pared, como unagolondrina que por fin hubieseencontrado su nido. El agujero tenía eltamaño justo para dar cabida al vehículovolador, y Martín, cuando se abrió laescotilla, tuvo que salir caminando delado para aprovechar el exiguo huecoentre la carrocería ultraligera delaparato y el muro de roca.

Tanteando el terreno con los pies,avanzó hasta asomarse al exterior delnicho. Había muchos otros idénticos aél, algunos ocupados por aparatossimilares y otros vacíos. Y, en cuanto a

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la ciudad que se extendía a sus pies… Sialgo saltaba a la vista era que,contrariamente a lo que él habíaesperado, rebosaba de actividad y devida.

La plaza parecía haber sidoexcavada por el agua en un gran macizode caliza a lo largo de millones de años.Los arquitectos de Dédalo se habíanlimitado a acentuar su forma circular y aasegurar la altísima bóveda mediantecolumnas altas y gruesas como troncosde secuoyas. Los edificios adosados alperímetro de aquel anfiteatrosubterráneo estaba hechos de ladrillosde color ocre e iluminados por millares

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de antorchas anaranjadas.Pero lo más impactante era la

multitud de gente que iba y venía entrehileras de puestos montados bajo toldosde tela fluorescente. Había cientos dehombres y mujeres, casi todos cubiertoscon pesadas túnicas de lana o abrigosforrados de piel sintética y gorroscalados hasta las cejas. Se apelotonabanante los puestos de los vendedores,tocando la mercancía y regateandointerminablemente por un plato de loza ouna pieza de cuero sintético para hacerzapatos. Muchos se habían congregadoalrededor de un juglar que hacía juegosmalabares con varillas incandescentes.

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En conjunto, formaban una comunidadabigarrada y ruidosa, sin ningúnparecido con el ejército de esclavosobedientes que Martín se habíaimaginado.

Se fijó, no obstante, en que cientosde robots de apariencia oxidadacirculaban como centinelas entre lagente. No se detenían en ningúnmomento ni hablaban con nadie, peroMartín captó el flujo de datos queemanaba de sus circuitos electrónicos.Se trataba de espías… Sin embargo, loshabitantes de Chernograd parecíanhabituados a su presencia. Inclusoobservó a un par de chicas que

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empujaban sin ceremonias a un robotque les estorbaba el paso. El aparato setambaleó y tardó un rato en recuperar elequilibrio, mientras una de las chicasseguía sus movimientos con una sonrisaburlona en los labios (la otra se habíadetenido a comprar henna en un puestocercano).

Al cabo de unos minutos deobservación, Martín comprendió quedebía decidirse a actuar. Pegado a lapared, retrocedió hasta el fondo delnicho de aparcamiento y observó unagujero en el suelo. Dentro del agujerohabía una escalera de caracol tanestrecha, que en lugar de pasamanos

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tenía una cuerda en el hueco central paraque quien bajara o subiera por ellapudiera agarrarse. Una luz verdosa lailuminaba desde abajo. No parecíahaber ninguna otra salida, de modo que,sin pensárselo mucho, comenzó adescender.

Estaba llegando ya al nivel del suelode la plaza cuando oyó voces cercanas.Fue entonces cuando tomó la decisión deutilizar sus implantes neurales paracamuflarse. Se lo había visto hacer aJacob cientos de veces, pero, para él,aquella habilidad era relativamentenueva. Había tenido muy pocasoportunidades de practicar con ella…

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De todos modos, sabía lo que tenía quehacer: debía concentrarse en las ruedasneurales de la gente que se leaproximara y borrar su propia imagen desus conciencias.

Respiró hondo, bajó el últimopeldaño de la escalera y caminó por lagalería de roca hacia el espacio abiertode la plaza. Su mente estabacompletamente concentrada en ocultar supresencia. Tardó unos segundos en darsecuenta de que la perfección de sucamuflaje también tenía sus peligros…Un grueso individuo cargado con unsaco de cereales a la espalda caminabadirectamente hacia él, y tuvo que dar un

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salto hacia atrás para evitar que se leechase encima.

Evidentemente, el tipo no lo habíavisto. Pero habría notado su presenciade haber chocado con su cuerpoinvisible… La conclusión que sacóMartín fue que debía mantenerse alejadode las zonas más concurridas y caminarpegado a las paredes de los edificiospara no exponerse a chocar con nadie.

Ciñéndose a su plan, consiguiórodear la mitad de la plaza y asomarse aun par de calles que salían de ella y seprolongaban bajo una interminablebóveda de roca hacia otros barrios deChernograd. Necesitaba llegar al

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edificio del As de Trébol, donde sehallaba el ordenador que controlaba laRed de Juegos. Leo no había incluidoningún plano de la ciudad subterráneaentre los archivos que le había enviado,probablemente porque no disponía de él.Eso significaba que tendría quearreglárselas con sus propios medios…

Decidió introducirse por la siguientecalle que se encontrara y tomarla comopunto de partida para dibujarse un planomental del lugar. Antes o después,encontraría el edificio que Leo le habíaseñalado. Era solo cuestión de tiempo.

Entonces, de repente, se quedóparalizado, con la espalda apoyada

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contra una columna de piedra. Acababade notar que uno de los viejos robotsque deambulaban por la plaza le estabasiguiendo. Aquellos artilugios erandemasiado toscos como para dejarseengañar por su complicado sistema decamuflaje; justamente por eso, lo másprobable era que le hubiera detectado.

Intentó pensar con rapidez. No podíapermitir que un centinela ferruginosopusiera en peligro su misión. Peroaquellas máquinas no tenían conciencia,de modo que, para engañarlas, debíaencontrar un disfraz acorde con suscapacidades de percepción.

Justo enfrente de él había un puesto

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de ropa, y detrás, entre el mostrador deventa y la pared de roca, había mediadocena de barras con ruedas de las quecolgaban un montón de capas y mantosde lana y de piel sintética. «Modasiberiana», se dijo Martín sonriendopara sí. No se lo pensó dos veces.Cruzando la calle en dos zancadas, selanzó sobre uno de los percheros y viouna capa de lana verde oscura concapucha y larga hasta los pies. Esperó aque nadie estuviera mirando paracogerla, y después se alejó tan deprisacomo le fue posible del establecimiento,poniéndose la prenda mientras corría.

Pronto comprobó, aliviado, que

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aquella sencilla estratagema bastabapara engañar a los oxidados guardianesde Chernograd. Ahora que iba vestidocomo el resto de la gente, los robots yano se fijaban en él; y, por otro lado, paralas personas de carne y hueso seguíasiendo invisible…

Sin embargo, cuando estabaesperando a que la calzada se despejarapara cruzar la calle, captó la miradarecelosa de una niña pequeña que iba dela mano de su madre. La niña noapartaba los ojos de su mano derecha.Martín sabía que no podía estarviéndola, pero era evidente que algo lehabía llamado la atención.

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—Mira, mamá —oyó que decía conun fuerte acento eslavo—. Una rama defuego que flota…

Por fortuna para Martín, la madre dela niña no le hizo ningún caso. En unossegundos, las había dejado atrás a lasdos. No obstante, Martín se apresuró aocultar la mano donde se alojaba elsimbionte de Zoe en un bolsillo de sumanto. No quería arriesgarse a quealguien más lo viese.

Su paseo por las calles subterráneasestaba resultando más estresante de loque él había previsto. Aquello era unlaberinto sin orden ni concierto, no lageométrica ciudad fantasma que él se

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había imaginado, poblada únicamentepor soldados y robots. Una vez más,había subestimado a Hiden… El corazónde su imperio no era una bombamecánica de acero, sino un corazónvivo, que latía con la fuerza de cualquiercolectividad, por desesperadas que seansus circunstancias.

Llevaba casi un par de horas dandovueltas cuando le llegó un agradableolor a pan recién horneado. Soloentonces se dio cuenta de lo hambrientoque estaba. No tuvo más que alargar lamano para robar un bollo aún calientede una cesta de mimbre que el panaderohabía dejado en el suelo, pero, al

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hacerlo, se sintió absurdamenteculpable. Pensó en lo harto que estabade aquella clase de expediciones, decolarse en lugares donde sabía que noera bien recibido para obtener algo aescondidas, empleando la astucia o lafuerza.

De pronto, deseó con todas susfuerzas que aquella vez fuera la última.Él no era un ladrón, y tampoco teníavocación de espía. Que pudiera robar oespiar mejor que la mayor parte de lagente no significaba que le gustara. Leinvadió la sensación de que llevabademasiado tiempo haciendo cosas queen el fondo odiaba, embarcándose en

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misiones que le obligaban a sacar lopeor de sí mismo. Y, por primera vez,tuvo claro que no quería seguir así elresto de su vida.

¿Cuántos años llevaba combatiendoa Dédalo? Unos seis, si sus cálculoseran exactos… Tenía la edad en la quelos jóvenes deciden a qué quierendedicarse en la vida, la edad a la quemuchos empiezan sus estudiossuperiores o buscan trabajo. Y él, sinembargo, ni siquiera había tenido tiempode plantearse qué era lo que queríahacer con su futuro. Era cierto que lehabía tocado vivir tiempos difíciles, yque en medio de una guerra que amenaza

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la supervivencia de la Humanidad no sepueden hacer grandes planes. Y tambiénera cierto que él no era como el resto dela gente, y que eso le obligaba a asumirresponsabilidades que el resto de loschicos de su edad ni siquiera seplanteaban.

Hasta entonces, eso le habíaparecido suficiente. Ser un héroe noestaba al alcance de cualquiera, y élhabía elegido serlo. Sin embargo, allíagazapado, en medio de una ciudadhostil y peligrosa, se encontró de prontoenvidiando las vidas sencillas de laspersonas que lo rodeaban. Y eso quesabía que eran gentes atrapadas en la red

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de poder y seducción de Dédalo, aunquese creyeran libres… Lo sabía, sí, pero,incluso sabiéndolo, envidiaba la formaen que caminaban, en que regateabancon los tenderos o sacaban con decisiónuna tarjeta para pagarse unas botasnuevas o un plato de comida caliente.Todos, por muy humilde que fuera latarea en la que se hallaban enfrascados,parecían tener un propósito. Tenían, ocreían tener, un futuro… ¿Y él? ¿Quétenía él? Sonrió con amargura, y sealegró de que en ese momento nadiepudiera ver aquella sonrisa. En lugar defuturo, él tenía una misión. Pero, silograba cumplirla, ¿qué le quedaría? No

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quería pasarse el resto de su vida demisión en misión, luchandointerminablemente contra Hiden, ocontra Dhevan, o contra Dédalo. Podíahacer cosas mejores. Sabía que eracapaz de hacerlas. Habría podidoconvertirse, por ejemplo, en un buencientífico, como su padre. O en uncreador de grandes historias, como sumadre. Quizá todavía estuviese atiempo…

Pero, para eso, antes tenía quevencer a Hiden y terminar con aquellamaldita guerra.

* * *Encontró el As de Trébol cuando las

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calles empezaban a quedarse vacías ylos comerciantes devolvían la mercancíaa sus tiendas. Se hallaba al final de unacallejuela secundaria, y era un edificiomucho menos imponente de lo queMartín se había imaginado. Estabacompuesto de tres módulos cilíndricosedificados en basalto y pegados unos aotros, componiendo, tal y como sugeríasu nombre, la figura de un trébol. Aprimera vista, ninguno de los módulostenía ni puertas ni ventanas. Martíndedujo que el acceso seríasubterráneo… Y pronto comprobó queno se equivocaba.

La información para localizar la

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entrada de aquella fortaleza la obtuvo deuno de los robots de vigilancia cuandoeste pasó a su lado. No tuvo más quecopiar uno de sus archivos de memoriapara situar el túnel de acceso. Seencontraba oculto en el almacén de unacantina mugrienta, bien disimuladodetrás de un mohoso barril de cerveza.Martín escuchó un momento a la entradadel túnel antes de aventurarse en él.Sabía, por los planos que había obtenidodel robot, que aquella galería tenía unalongitud de casi setenta metros, y queríaasegurarse de que el terreno se hallabadespejado.

Como no se oía nada, finalmente se

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decidió a entrar. Las paredes delpasadizo rezumaban humedad, y se oíael rítmico goteo de las estalactitas deltecho. Algunas de aquellas frías gotas lecayeron en la cara, y eso le hizo apretarel paso. Desde luego, no parecía unlugar demasiado transitado, y eso solopodía significar dos cosas: o bien elordenador central de Virtualnet estabaprogramado para autorregular sufuncionamiento y no necesitaba deningún operador humano, o bien losencargados de controlarlo accedían aledificio por otra entrada que no figurabaen los mapas de los robots centinelas.

Justo antes de llegar a su término, la

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galería subterránea descendía en unapronunciada rampa que iba a parar a ungran portón de hierro sin cerrojos nicerraduras.

Martín se detuvo ante aquellabarrera, preguntándose qué hacer. Laúnica luz que le iluminaba era el fulgoranaranjado del simbionte, que parecíahaber despertado de un largo sopor ytemblaba imperceptiblemente bajo supiel, produciéndole una leve quemazón.Tal vez fue la voluntad de aquel extrañoser incrustado en su cuerpo la que hizoque su mano se alzara hasta la puerta yacariciara lentamente el hierro áspero yfrío de su superficie. El caso es que, con

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cada una de aquellas caricias, el hierrose calentaba un poco más, y Martín tuvola sensación de que incluso llegaba areblandecerse bajo su piel.

Continuó friccionando el metal,ahora con mayor deliberación. El hierroempezó a quemarle las yemas de losdedos, y se había puesto al rojo. Luego,en un instante, se fundió, y losfragmentos de la puerta cayeron a suspies en forma de retorcidas virutasincandescentes.

Mientras pasaba por encima deaquel amasijo irreconocible, Martín sepreguntó si lo que acababa de ver erareal o si se trataba de una simulación

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diseñada para engañar a la vista y alresto de sus sentidos. Después demeditarlo unos instantes, se decantó porla segunda opción. De todas formas,fuese real o no, el simbionte habíaconseguido eliminar para él el obstáculode la puerta. Por fin estaba dentro delAs de Trébol, en una sala circular conun arco de bronce que permitía adivinarotro espacio más oscuro y reducido.

Aquel salón en forma de círculodebía de ser una de las tres hojas deltrébol. En el centro, supuso, estaría elordenador central de la Red de Juegos.Atravesó la estancia procurando hacerel menor ruido posible, aunque algo le

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decía que el edificio se hallabacompletamente desierto. Se fijó al pasaren los cómodos sillones con pantallasholográficas acopladas que se alineabana lo largo de todo el perímetro delsalón. Quizá a los habitantes deChernograd se les permitiese de vez encuando entrar allí para conectarse aVirtualnet, como en los viejos tiempos.Tal vez, de ese modo, Hiden renovaba lainfluencia de Dédalo en sus mentes,inyectándoles nuevo software en cadaocasión sin que ellos lo advirtiesen.

Martín traspasó el arco de bronce y,al observar lo que había al otro lado,contuvo la respiración. Aquello no se

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parecía en nada a lo que él habíaesperado encontrar… La sala central delAs de Trébol era bastante más pequeñaque la que acababa de atravesar, y elordenador que ocupaba la mayor partede su superficie no podía tener unaspecto más antiguo. Su interfazconsistía en una gruesa columna tapizadade un mosaico de pantallas planasiluminadas con distintos colores.Alrededor de la columna, la consola demandos tenía forma de rosquilla gigante,y los mecanismos que la componíanparecían sacados de la fantasía de uncientífico visionario en los albores de laprimera revolución industrial. Había

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palancas esmaltadas de rojo, minúsculasbombillitas conectadas por complejoscircuitos de hilo de cobre, cintastransportadoras cargadas de tarjetasperforadas, y anchas cintas negrasenrolladas sobre ruedas que giraban decontinuo…

Martín hizo una mueca, defraudado.Aquel mastodonte de otra época nopodía albergar el corazón de la Red deJuegos. Quizá Leo le había engañadopara protegerle, o tal vez el engañadohabía sido el androide. En cualquiercaso, aquel ordenador era unaantigüedad más propia de un museo quede un centro de operaciones.

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Con un suspiro, el muchacho sesentó en una de las sillas giratorias quehabía alrededor de la consola demandos. Aunque hubiese querido, nohabría sabido activar la secuencia deacciones necesaria para poner enmarcha aquella reliquia.

Pero, mientras él maldecía su suerte,su mano derecha no permaneció ociosa.Pulsó un botón, apretó una palanca, dejótranscurrir un intervalo de variossegundos y se estiró para apretar un parde interruptores más. Cuando Martín sedio cuenta de lo que estaba pasando, elordenador ya estaba encendido. Todaslas pantallas de la columna habían

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empezado a emitir simultáneamenteimágenes holográficas. La mano buscóentonces un casco de experiencia virtualbajo la consola y se lo puso. ¿Quéestaba pasando? Tal vez Leo le hubieseintroducido una secuencia deinstrucciones destinadas a activarse sinintervención de su conciencia, o tal vezfuese el simbionte el que había extraídoaquella información de la memoria delandroide sin que él lo notara…

En cuanto se puso el casco respiróaliviado. Por fin se encontraba enterreno conocido. Había pasado muchashoras conectado a Virtualnet durante suentrenamiento para los juegos de Arena.

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Todo lo que tenía que hacer erarefrescar su memoria y tratar de utilizartoda la capacidad de sus implantesneurales para protegerse y descifrar loscódigos de acceso que se fueraencontrando.

Era fácil, en teoría. Después de unossegundos flotando en el vacío virtual,consiguió activar un avatar de sí mismoque reproducía su aspecto con bastanteaproximación. Era una figuratridimensional capaz de ver, de oír eincluso de tocar. Lo primero que hizo encuanto tomó conciencia de aquel cuerpovirtual fue protegerlo bajo la contraseñacifrada más compleja que sus implantes

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pudieron generar.Después, miró a su alrededor. El

vacío se había transformado en unescenario de un realismo que le hizocontener el aliento. Se encontraba en elinterior de una habitación cuadrada conlas paredes de cristal. Tres de lasparedes daban a un sombrío jardínjaponés atravesado por un canal deaguas verdosas y tranquilas. La cuartapared, por el contrario, mostraba a sutravés una especie de celda de piedracon una ventana protegida por barrotesde hierro.

Dentro de la habitación, a escasosmetros de él, había una estatua de gran

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antigüedad que representaba a unmuchacho desnudo. Parecía una de esasrepresentaciones de Apolo de la GreciaArcaica, a juzgar por la sonrisa hieráticadel rostro y los largos cabellostrenzados que caían sobre los hombrosde la escultura. La piedra en la quehabía sido tallada la imagen habíaestado, alguna vez, pintada, y aún seconservaban restos de policromía en losojos del kurós y en el rojo descoloridode sus labios.

Por un momento, Martín olvidódónde se encontraba y concentró toda suatención en aquella hermosa figura.Recordó a la koré de piedra que tanto

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solía gustarle a Leo cuando estaban en elJardín del Edén. Aquel antiquísimoApolo parecía su réplica masculina, elcompañero ideal para la maravillosaestatua de la que el androide se habíaenamorado.

Sí. Todo, en aquel lugar, llevaba lafirma de Leo. Martín observó a travésde una de las paredes transparentes eljardín de piedra y arena, los delicadosbonsáis y las tranquilas aguas del canal.Si quería penetrar en Virtualnet, suavatar tenía que introducirse en aqueljardín. La habitación del kurós no eramás que un portal de acceso… Un portalde seguridad que solo el personal

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autorizado de Dédalo podía,probablemente, atravesar.

Pero él no era un hacker corrienteatrapado en una habitación virtual sinpuertas ni ventanas. Él llevaba en sucerebro implantes capaces de saltarseaquellas barreras en cuestión deminutos. Solo tenía que dejarlos actuar.Había visto cientos de veces a Selenehaciendo lo mismo. En situaciones comoaquella, su amiga dejaba que fuese laparte inconsciente de sus prótesisneurales la que se encargase de todo eltrabajo. Él no tenía tanta experienciacomo Selene en mundos virtuales, pero,aun así, estaba seguro de poder

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conseguirlo…Pasó el tiempo. Martín comenzó a

notar un insoportable cansancio mental,y tuvo la sensación de que la parteactiva de sus prótesis se habíadesconcentrado. Algo no habíafuncionado como él esperaba… ¿Quédiablos podía ser?

Se observó a sí mismo plantado antela pared de cristal, contemplando sureflejo en ella. Luego, se miró la manoderecha. Aquella réplica virtual de supropia mano no llevaba el simbionte.Eso le hizo sentirse, de pronto,extrañamente solo y desvalido.

Y entonces captó varias señales

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simultáneas de otros avatares. No podíaverlos, pero notaba el flujo deinformación del que estaban constituidassus imágenes tridimensionales al otrolado de la pared oscura, la que daba auna celda vacía.

Se asomó con aprensión a la prisiónde piedra. Oyó golpes sordos yrepetidos, y también oyó gemidos,arañazos. Aquellas sensacionesauditivas eran el modo que tenía suavatar de captar un intento de asalto asus códigos de seguridad. Lo habíanlocalizado… Alguien había notado laentrada de un intruso en el portal deseguridad y se estaba esforzando por

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llegar hasta él.Tenía que darse prisa. No podía

permitirse seguir esperando mientrasaquella parte de su mente que no podíacontrolar de una forma voluntaria hacíatodo el trabajo. Estaba claro que, en estaocasión, las avanzadas prótesis del siglomi le habían fallado… Debía recurrir,por lo tanto, a alguna otra estrategia.Debía intentar resolver aquelrompecabezas siendo él mismo.Pensando; atando cabos. Fijándose bienen todo lo que le rodeaba… Yrecordando las últimas palabras que lehabía dicho Leo.

El Golem. En cuanto el recuerdo de

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aquella leyenda afloró a su pensamiento,Martín observó la estatua griega delkurós con ojos nuevos. Él era el Golem,por supuesto. Tenía que serlo. Unaestatua de barro a la que un ser humanohabía tratado de infundir vida. O, en estecaso, un androide. Tenía quedespertarlo. Debía de haber una palabramágica que consiguiera hacerlo. Probósucesivamente con varias: Golem, Leo,Néstor…

Hasta que dio con la solución. Elpropio Leo se lo había dicho claramenteantes de morir; ¿cómo era posible que lohubiera olvidado? Su avatar sonrió antesde pronunciar el nombre clave, el que

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había utilizado Leo tiempo atrás, cuandovivía infiltrado en la Red.

Ben Sira.Pronunció las dos palabras en voz

baja, despacio. Oyó su propia voz comosi le llegara de muy lejos, desgranandocada sílaba con absoluta claridad.

En la frente del kurós comenzaron aexcavarse los trazos de una secuencia decaracteres hebreos. Iban dibujándoselentamente, como si un dedo invisiblelos fuese escribiendo sobre arcillahúmeda. Pero el rostro de la estatuaseguía siendo de piedra; nada en élparecía haberse ablandado.

A medida que las letras hebreas iban

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surgiendo, Martín las iba cotejando conel alfabeto que figuraba en laenciclopedia de su memoria implantada.Reconoció la palabra antes incluso deque la última letra terminase deaparecer: Era emet, el término hebreoque significaba verdad. Leo lo habíamencionado al contarle la historia delGolem. Y también le había explicado loque sucedía si se borraba la primeraletra de la palabra. Entonces, emet setransformaba en meth, que significabamuerte…

No tenía tanta experiencia comoSelene en mundos virtuales, pero, aunasí, estaba seguro de poder

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conseguirlo…Tenía que darse prisa. No podía

permitirse seguir esperando mientrasaquella parte de su mente que no podíacontrolar de una forma voluntaria hacíatodo el trabajo. Estaba claro que, en estaocasión, las avanzadas prótesis del sigloDV le habían fallado… Debía recurrir,por lo tanto, a alguna otra estrategia.Debía intentar resolver aquelrompecabezas siendo él mismo.Pensando; atando cabos. Fijándose bienen todo lo que le rodeaba… Yrecordando las últimas palabras que lehabía dicho Leo.

Martín lo comprendió todo de

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inmediato. Aquella habitación virtual noera un simple cortafuegos, sino quecontenía el virus capaz de infectar yesclavizar cualquier rueda neural quequedase atrapada en ella y que no fuesetan sofisticada como la suya. Pero éltenía la clave para transformar el virusen su antídoto, el software invasor en unprograma de liberación. Leo se la habíadado.

La mano de su avatar se alzótemblorosa hasta la frente de la estatua.Con movimientos decididos, sus dedospasaron una y otra vez sobre la letra«alef», la primera de la palabra grabadaen la piel de piedra del kurós. Notó

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calor en las yemas de sus dedos, y notóque la piedra se volvía húmeda yviscosa bajo su presión y que loscontornos de la letra se borraban.

Un instante después, la frente de laescultura había recuperado su secadureza; pero, al mismo tiempo, algo ensus ojos se ablandaba y cobraba vida.Entre los párpados sin pestañas deljoven dios vibró por un momento un«alef» viscosa y plateada. Luego, laletra comenzó a resbalar por la mejillade la estatua como una lágrima demercurio líquido.

Martín observó el lento resbalar dela lágrima por el cuerpo antiguo y

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perfecto del kurós. La vio deslizarsesobre su pecho, seguir el contorno de lacadera y caer por la pierna dobladahasta la rodilla. Desde allí, la letratransformada en plata líquida cayó alsuelo, estrellándose junto al pie demármol de la estatua con un sonido devidrios rotos. En el mismo momento enque chocó, el suelo pareció volversefluido, y el impacto de la lágrima sepropagó en forma de ondas concéntricashasta las paredes de cristal de laestancia, que estallaron en mil pedazos.

La prisión de cristal había dejado deexistir. Ahora, su avatar podía avanzarlibremente hasta el jardín y, desde allí,

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moverse a su antojo por toda la Red deJuegos, como en los viejos tiempos. Lasbarreras habían desaparecido…

Pero aún tenía algo que hacer. Por sumente pasaron, en un torbellino de cerosy unos, las líneas de programación delsoftware que Leo le había introducido.Lo que tenía que hacer ahora eradevolverlo a la Red, dejar que fluyerapor sus canales hasta alcanzar a todaslas ruedas neurales conectadas con ellaen ese momento. Millones de cerebrosquedarían liberados en cuanto lo hiciera.

Su avatar avanzó por el jardín haciael canal, cuyas aguas eran ahora másrápidas y transparentes. Notaba el

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crujido de los guijarros blancos sobrelos que pisaba, y, a la vez, sentía aún laoscura presencia de los otros avataresque intentaban violar sus códigos,acceder a él antes de que fuerademasiado tarde para detenerlo. Debíadarse prisa. Si no lograban capturar a supersonalidad virtual, intentaríanlocalizar su verdadero cuerpo. Loencontrarían desvalido, en territorioenemigo, incapaz de defenderse…Debía regresar a él lo antes posible.

Con el ceño fruncido por lapreocupación, se inclinó sobre el canal.La corriente arrastraba millares designos de diferentes épocas y alfabetos,

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tan transparentes como el agua. Losobservó arremolinándose y chocandoentre ellos. Parecían hechos de hielo, otal vez de cristal…

De inmediato comprendió lo quedebía hacer. Su avatar sonrió, extrajo deuno de los bolsillos de su túnica unpapel blanco y lo arrojó a la corriente.Simultáneamente, Martín notó el flujo deinstrucciones que salía de su cerebropara unirse a los millones de datos quecirculaban libremente por la Red. Habíacumplido su misión… A partir de eseinstante, el complejo entramado deVirtualnet se encargaría de hacer elresto. En unas horas, todos los seres

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humanos manipulados por Dédalo através de la antigua Red de Juegosvolverían a ser libres.

Por un momento sintió la tentaciónde deambular por aquel jardín que podíacomunicarle con el resto del universovirtual. Quería estar allí cuando milesde avatares volvieran a invadir la Red,moviéndose y comunicándose a suantojo en un espacio libre donde nadiepodría hacerles daño. Quería participarde aquella fiesta que podía marcar, sitodo iba bien, el principio del fin de laguerra…

Entonces notó un dolor intenso, casiinsoportable, en la mano. Comprendió

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que su cuerpo real lo reclamaba. Elvértigo de lo que acababa de ocurrir leimpidió, al principio, encontrar elcamino de regreso; pero el simbionte desu mano tiraba de él, desprendiéndolode los entornos virtuales que lorodeaban…

Y también había algo más. Unapresencia nueva, una voz quepronunciaba su nombre en otradimensión, en el mundo de los cuerpos ylos objetos materiales.

Arrancándose a la ebriedad de sutriunfo, se obligó a cerrar las puertas desus sentidos y a quitarse el casco que loaislaba del exterior.

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Pero en cuanto abrió los ojos, deseóregresar al universo virtual de la Red deJuegos, porque en ese mismo instante, através del arco de bronce que conectabael módulo central con la sala circularpor la que había entrado, vio un grupode soldados… Y, detrás de ellos, unrostro crispado de ira que recordabamuy bien: la máscara virtual de JosephHiden.

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Capítulo 15

La voz del destino

—Desplegaos —ordenó consequedad—. No puede haber ido muylejos. Es muy hábil… Pero es humano. Yno conoce el As de Trébol comonosotros.

Seguramente esperaba que le

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obedecieran de inmediato. Sin embargo,los soldados que le rodeaban parecíanreacios a seguir sus instrucciones. Seprodujeron algunos cuchicheos, y dos delos hombres se quitaron el casco que lesocultaba el rostro. Tenían cara deasombro, y también de enfado.

Mientras se ocultaba tras elgigantesco ordenador, al otro lado delsalón circular, Martín sonrió. Las vocesde los soldados habían comenzado asubir de tono, y no parecíanprecisamente amistosas. Quizá los mássensibles ya había descargado elprograma de inactivación del virus ensus ruedas neurales y empezaban a

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preguntarse qué hacían allí, obedeciendolas órdenes de un decrépito ancianoempeñado en parecer un joven de treintaaños.

Al final, aunque no captaba la mayorparte de la conversación que sedesarrollaba bajo el arco de bronce,tuvo la sensación de que Hiden lograbapersuadir a sus hombres de quecontinuaran la búsqueda. Un momentodespués, vio pasar velozmente a tressoldados junto a él para salir por el arcode acero que tenía enfrente. Más alláhabía un tercer arco dorado;probablemente conduciría a la tercerade las hojas del trébol. Martín observó

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que Hiden en persona salía por allí,acompañado de dos soldados más. Elresto debía de haberse replegado haciael pasadizo por el que él había entrado.

Esperó sin moverse a que el eco delas botas militares sobre el pavimento seapagase del todo. Y luego, permanecióquieto todavía otros cinco minutos,temiendo que los soldados regresasenpor donde se habían ido.

Pero, a juzgar por el silencio que sehabía instalado una vez más en eledificio, sus perseguidores habíansalido a buscarlo fuera del As deTrébol. Así pues, tenía el campo librepara iniciar la retirada… Contaba con la

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posibilidad de que Hiden hubieseapostado vigilantes en todas las entradasdel edificio, incluida la que él habíautilizado. Tendría que avanzar conmucha precaución para no serdescubierto.

Estaba dudando entre volver a lahúmeda galería que figuraba en el mapade Leo o explorar las dos salas que nohabía atravesado en busca de salidasalternativas cuando, de pronto, oyó algoque lo dejó clavado en el sitio.

Era una voz; una voz familiar que lehablaba desde el interior de su mente.Sabía que la había oído en alguna parte,pero por más esfuerzos que hizo no

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logró identificarla. El timbre parecíadeformado, como si la voz saliera através de un largo cuerno metálico.

Al principio no pudo entender laspalabras. La voz solo le llamaba en tonoapremiante, y Martín se dio cuenta deque siseaba un poco. Después,gradualmente, aquella llamada insistentey repetitiva se volvió más clara. La vozestaba pronunciando su nombre.«Martín», decía. Lo decía una y otravez, y luego añadía «ven», o «por aquí»,o «vamos»… Alguien, en algún lugar, leestaba esperando.

Aunque las palabras resonabandentro de su cabeza, de pronto tuvo la

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certeza de que provenían de la sala quehabía más allá del arco de acero. Conpasos titubeantes, se dirigió allí. Lahabitación circular que componía lasegunda hoja del As de Trébol sehallaba completamente vacía.

O eso le pareció en un principio.Porque, al fijarse bien, se dio cuenta deque en el centro de la estancia el sueloera de un metal rojizo que brillabaintensamente y que formaba un dibujo enforma de estrella. Sin pensárselo dosveces, caminó hacia el centro de aqueldibujo. En cuanto se detuvo, la estrellacomenzó a bajar… Era un ascensor quecomunicaba el nivel principal del

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edificio con sus sótanos.El descenso no duró mucho. Apenas

unos segundos más tarde, la estrellametálica se posó sobre un sueloacolchado.

Martín abandonó el artilugio paraadentrarse en la mullida alfombra quetapizaba aquel subterráneo. A la luz delos cordones incandescentes quecolgaban del techo como guirnaldas, lepareció una obra artesanal de grancalidad, probablemente un antiguo tapizpersa, bastante desgastado por el uso.Debajo debía de haber otra alfombramás gruesa y mullida, de ahí que lospies se hundieran al avanzar. Una

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decoración extraña para un sótano…Pero más extraño aún fue lo que se

encontró al alzar la vista del suelo. Alfondo de la estancia, que era rectangular,había unas pesadas cortinas de damascoverde recogidas con lazos atados a lapared. Y más allá de las cortinas seadivinaba un objeto grande, brillante, deforma completamente esférica.

Estuvo a punto de lanzar unacarcajada de asombro cuandocomprendió lo que era. Tenía ante sí unamáquina del tiempo… Una réplicaperfecta, aunque algo más pequeña, dela esfera de Medusa.

Al mismo tiempo, volvió a oír su

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nombre pronunciado por la misma vozsiseante de antes; solo que ahora la vozno resonó en el interior de su mente,sino fuera. Venía del interior de laesfera. Estaba seguro; había percibido elsonido con total claridad.

—Martín —la voz sonaba ahora máscercana. Y se iba aproximando con cadanueva palabra que pronunciaba—.Martín, espérame. No te vayas.Martín… Ven; tenemos que hablar. No tevayas. Martín…

Fascinado, el muchacho caminócomo sonámbulo hacia las cortinasverdes. Tuvo que apartar un poco la dela izquierda para pasar. La esfera, al

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otro lado, resplandecía inmóvil comouna pelota gigante. Tenía una aberturafrontal, igual que la que había construidoHerbert. Y, a través de la abertura, seveía un espacio limpio y azulado encuyo centro flotaba, nacarada y perfecta,una esfera más pequeña.

Siguió avanzando hacia la esfera,incapaz de detenerse. Al acercarse, viocómo el azul profundo de su superficieinterna se quebraba en un mosaico dereflejos plateados. Distinguió, como unaboca de oscuridad entre los reflejos, elcomienzo del túnel. El agujero degusano se encontraba abierto, y alguienvenía a su encuentro caminando por él,

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alguien que sabía que estaba allí y quelo conocía lo bastante para llamarle porsu nombre.

Esperó rígido delante de la aberturade la esfera, concentrado en apaciguarlos latidos de su corazón. Oyó unospasos leves, apresurados. No parecíanlos pasos de un hombre joven, perotampoco los de un anciano. Eran, másbien, los pasos de un muchachointentando hacerse pasar por un viejo.

Respiró hondo. La silueta de unhombre se recortó sobre la paredplateada del túnel. Un instante después,el hombre había salido al círculo de luzazulada, y lo contemplaba con una

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sonrisa satisfecha y un par de expresivosojos azules.

Martín ahogó una exclamación yretrocedió un paso. El hombre queacababa de salir del agujero de gusanoera un muchacho rubio y apuesto. Surostro era una versión rejuvenecida deHiden.

* *Antes de que Martín pudiera hablar,

el recién llegado avanzó hacia él conuna meliflua sonrisa.

—Querido Martín… ¿Pensabas queno volveríamos a vernos? —dijo.Parecía costarle un gran esfuerzopronunciar correctamente cada palabra

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—. Veo por tu expresión que no mereconoces… Espera un momento; asíestá mejor.

El joven rostro del desconocidoreverberó con un destello rojizo, y unmomento después quedó cubierto poruna máscara virtual que Martín conocíabien.

—Dhevan —murmuró—. Tú aquí…—Mi aspecto te ha sorprendido,

¿verdad? —Dhevan lo observabamientras se balanceaba ligeramentehacia delante y hacia atrás, con lasmanos enlazadas a su espalda—. Sinembargo, tú sabes que soy el herederodirecto del Primero, ese al que tú

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consideras tu enemigo.—¿Te refieres a Hiden? —Martín

iba recobrando, poco a poco, lapresencia de ánimo—. Se pondría muycontento si te viera, estoy seguro. Soiscomo dos gotas de agua… Aunque tú teconservas mucho mejor.

La máscara venerable de Dhevansonrió.

—Mil años de mejoras genéticas hanlogrado avances increíbles —dijo.

Miró a su alrededor, interesado.Incluso tanteó el grosor de la alfombracon la punta de su pie derecho. El lugardebía de parecerle muy pintoresco, ajuzgar por la expresión entre perpleja y

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asombrada de su cara.—Llevaba mucho tiempo

esperándote —confesó, sin mirardirectamente a Martín—. Estaba segurode que, antes o después, vendrías aquí.Y también sabía que no traerías tuespada… Fíjate; yo en cambio sí hetraído la mía.

Martín contempló unos instantes elpomo dorado que sobresalía delcinturón de cuero del Maestro deMaestros de Areté.

—Creía que eras un hombre de paz—dijo en tono sereno—. ¿Qué vas ahacer, atacarme?

La sonrisa se borró rápidamente del

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rostro de Dhevan.—El destino ha querido que, de

todos los descendientes del linaje delRey Sin Nombre, sea yo el elegido paraacabar contigo —dijo. Su voz se habíavuelto de repente seca y crepitante—.Has hecho sufrir mucho a misantepasados. ¿Crees que no sé quiéneres y lo que pretendes? Tú eres elverdadero Anilasaarathi; según el Librode las visiones, el único capaz deacabar con la estirpe inmortal del ReySin Nombre. Así lo predijo el sueño delPrimero, y así lo predice el LibroSagrado. Pero también dice que, paravencer al Rey Sin Nombre,

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Anilasaarathi utilizó a Anagá, la espadaincreada…

—Entonces, puedes estar tranquilo.—Martín habló con suavidad, puesempezaba a pensar que el hombre quetenía ante sí había enloquecido—. Yaves que no tengo ninguna espada.Vuélvete a tu mundo, aquí no se te haperdido nada… Y tus perfectos seenfadarían mucho si supieran que hasquebrantado sus normas viajando alpasado.

Dhevan lo contempló con gestoirónico. Su mirada, habitualmentebenévola, se había endurecido.

—¿Crees que he venido aquí para

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nada? —canturreó, arrastrando laspalabras de un modo inquietante—. No;Dhevan nunca actúa porque sí. Hevenido para enfrentarme a ti. Hoy,Dhevan de Areté torcerá el destino.

Martín notó la violencia que latíabajo aquellas palabras. Sintió que elpulso se le aceleraba. La sonrisademente de Dhevan le producíaescalofríos.

—Estás confundiendo la leyenda conla realidad —dijo, procurando que suvoz sonase persuasiva—. Yo no soyAnilasaarathi, Dhevan. Ese personajejamás ha existido…

Dhevan dio un paso hacia él y se

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detuvo. Su mano derecha buscó el pomode su espada, mientras la izquierdajugueteaba con un colgante en forma deestrella que pendía de su cuerpo.

—No vas a detenerme con palabras,Auriga —siseó, solemne—. No hevenido aquí para dejarme embaucar conhistorias infantiles. Sé muy bien lo queintentas; quieres ganar tiempo… Sabesque, sin tu espada, estás perdido. Voy aponer fin a tu leyenda, Martín. Voy alibrar al Primero de mi linaje de tuincómoda presencia, y a mis sucesoresde esa horrible pesadilla que siempreme ha perseguido.

—El sueño en que yo mato a Hiden

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con una espada increada —murmuróMartín—. No es más que una pesadilla,Dhevan… Jacob se la introdujo a Hidenhace tiempo en su rueda neural paraasustarlo. Solo quería que nos dejara enpaz. No puedes creer en serio que esesueño sea una profecía. Tú mismo lo hasdicho; aunque quisiera matar a Hiden, nisiquiera tengo la espada. Me la dejé enel futuro…

—Sí. Y yo me he asegurado de quejamás puedas recuperarla —los ojos delfalso anciano se iluminaron al recordarlo que había hecho—. He encerrado a laespada Anagá en una prisión sinprincipio ni fin. Hagas lo que hagas,

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jamás conseguirás que vuelva a tusmanos.

Mientras hablaba, Dhevandesenvainó de un tirón su propia espada.

—Deberías preocuparte menos demí y más de tus problemas —le espetóMartín, sosteniéndole la mirada—. Yono soy tu enemigo directo. Si tepreocupa el futuro, regresa por dondehas venido y observa lo que ocurre a tualrededor. Puede que todavía estés atiempo de enmendar tus errores. Quehayas heredado los genes de Hiden nosignifica que sus batallas tengan que sertambién las tuyas.

—O sea, que tú me sugieres que te

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deje aquí para importunar a miantepasado y que me vuelva a mi casa.—Dhevan asintió con fingida humildad,un gesto tan habitual en él que le salíasin proponérselo—. Pero eso no seríajusto, muchacho. Le estoy muyagradecido al Primero; él me ha dadotodo lo que tengo, su herencia me haconvertido en lo que soy. Y ahora, porfin, voy a poder devolverle el favor. Sepondrá muy contento cuando sepa lo quepienso hacer contigo. Y, además, le hetraído un regalo —el Maestro seacarició el colgante de oro sobre la sedaverdosa de su túnica—. Creo que haoído mi llamada, porque ya viene hacia

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aquí.Martín aguzó el oído, pero no oyó

nada. Si Hiden se había puesto encamino hacia la sala de la esfera,todavía se hallaba lo bastante lejoscomo para que no se oyeran sus pasos.Eso le daba algo de tiempo…

Concentrando toda su fuerza mentalen el Maestro de Maestros, saltó sobreél, dispuesto a arrebatarle la espada quesostenía. Sin embargo, antes de quepudiera llegar a rozarle, algo lo repelióhacia atrás, arrojándolo al suelo conviolencia. Martín cayó sentado, y,mientras se frotaba la frente, mirórabioso a su contrincante. Trató de

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ponerse en pie, pero, por algún motivoque no lograba comprender, sus piernasse negaban a sostenerle.

—¿Crees que quiero matarte,Martín? —preguntó Dhevan en tonocompungido—. No soy un asesino; solointento proteger mi linaje. Te obligaré aregresar a la época a la que perteneces,y, una vez allí, me aseguraré de que nopuedas hacer daño.

Martín intentó una vez máslevantarse del suelo, pero sus miembrosno le obedecían.

—No podrás obligarme a volver —dijo, desafiando a Dhevan con la mirada—. ¿Crees que voy a meterme en esa

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máquina del tiempo por mi propiavoluntad? Estás loco…

—Puedo obligarte a hacerlo, Martín.Ahora mismo estás notando en tu propiocuerpo el poder de mi mente. ¿No te dascuenta? Estoy neutralizando tussofisticados implantes de quimera conmi voluntad. No te moverás mientras yono quiera…

—En ese caso, si eres tan poderoso,¿por qué no me matas? —le retó Martín.

Haciendo un supremo esfuerzo,consiguió erguir el tronco y sostenersesobre sus rodillas.

—No quiero matarte a ti, muchacho—repuso el Maestro de Maestros—.

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Quiero matar tu leyenda. Es difícil mataruna leyenda…

Martín oyó entonces los pasos quese acercaban. Al menos se superponíanlas pisadas de cuatro personasdiferentes, y todas caminaban a buenritmo, pero sin correr. Tres de ellasllevaban botas militares… La cuarta ibacalzada con zapatos de suela de cuero,el mismo tipo de calzado que solía usarHiden.

Los vio aparecer por el extremo delsubterráneo y proseguir luego su avancehacia la esfera. A una señal de Hiden,los soldados se detuvieron antes dellegar a las verdes cortinas de damasco.

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El presidente de Dédalo continuó solo.Al ver a Martín en el suelo y al extrañoanciano vestido de monje que parecíahaberlo derribado, alzó las cejas,desconcertado.

—¿Qué significa esto? —preguntó,mirando a Dhevan—. ¿Quién eres tú?

Martín trató de aprovechar elmomento para volverse invisible a losojos de Hiden, pero, esta vez, susimplantes se negaron a obedecerle.Estaba claro que Dhevan había dicho laverdad… La férrea disciplina de sumente había logrado neutralizar lasprótesis neurales del muchacho,convirtiéndolo en un ser humano normal

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en manos de un poderoso enemigo.Dhevan alzó los ojos hacia Hiden

con mal disimulada emoción.—Joseph —dijo suavemente—, soy

tu Yo Inmortal. La parte de ti que nuncaperecerá. Tu llama eterna…

La expresión amenazadora de Hidenle hizo callarse.

—¿Estás intentando tomarme elpelo, anciano? ¿Cómo has logradometerte aquí? Habla, y esta vez procurano decir ninguna sandez o daré orden amis hombres de que te encierren duranteuna buena temporada.

Dhevan parpadeó, aturdido.—¿No me crees? —preguntó con

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tristeza. Y, antes de que Hiden pudieracontestar, desactivó su máscara virtual,revelando su verdadero rostro.

Al verlo, Hiden se tapó la boca conambas manos.

—¿Qué es… qué es esto? —tartamudeó—. ¿Qué clase de demonioeres tú?

Su descendiente sonrió conmelancolía, revelando las finas arrugasque empezaban a formarse alrededor desus párpados.

—No soy tan joven como parezco —dijo, casi en tono de disculpa—. Ennuestra época, nos conservamos bien…Soy tu descendiente, Joseph. El heredero

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no solo de tus genes, sino también de tussueños. Los llevo todos en mi interior,junto con tus recuerdos más preciados.Y otros los llevarán cuando yo deje deexistir… Fue tu forma de asegurarte unaexistencia eterna.

Hiden lo miraba con los ojosentrecerrados. Una débil sonrisa afloróa sus labios. Parecía que empezaba acomprender.

—Mi descendiente —dijo, pensativo—. Y has venido hasta mí a través de laesfera. Una visita inesperada… Pero¿por qué no has venido antes? ¿Y porqué no han venido otros? Según dices,ha debido de haber muchos antes que

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tú…—Las generaciones se han sucedido

a lo largo de nueve siglos y medio —explicó Dhevan con timidez—. Cada unamás perfecta que la anterior, y máspoderosa. Hemos seguido el guión quetú escribiste, Joseph. Hemos hecho loque se esperaba de nosotros. Algunosfallaron… Pero sus nombres fueronborrados de la Historia.

—¿Por qué ahora? —preguntóHiden, contemplando a Dhevanfascinado.

El Maestro de Maestros volvió acubrirse con su máscara virtual. Sumano derecha apuntó hacia Martín.

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—Por él —dijo—. He estadoespiándole, esperando el momento deatraparlo. Sé que ha sido una pesadillapara ti, padre… ¿Me permites que tellame padre? —Hiden asintió conevidente regocijo—. He heredado lossueños en los que aparecía él con suespada, la espada Anagá que nadiehabía forjado.

Hiden palideció.—Solo es un sueño —dijo sin

convicción—. La estúpida obsesión deun anciano…

—No, padre. Es algo más que eso.Es una profecía. —Dhevan se quitó lacadena de oro con el colgante que

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pendía de su cuello y se la tendió conmano temblorosa—. Hace tiempo quequería darte esto. Es un libro, padre, elLibro de las Visiones. Narra muchas delas cosas que ocurrirán en el futuro. Conél en tu poder, podrás anticiparte a losacontecimientos. Nadie conseguiráhacerte sombra. Tú y tus descendientesllegaréis a controlar la faz de laTierra… E incluso otros mundos queahora ni siquiera podrías imaginar.

Hiden tomó el colgante en las manoscon ademán codicioso.

—No es más que una joya —murmuró—. ¿Cómo puedo leer sucontenido?

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—Desliza la tapa esmaltada —leindicó Dhevan—. El libro se abrirásolo.

Hiden hizo lo que Dhevan le decía.Al instante, el holograma de un viejocódice medieval se proyectó en el aire.Hiden acarició maravillado una de susinmateriales páginas. Contenía una graninicial miniada en tonos azules, rojos ydorados.

Martín notó cómo los ojos de Hidenrecorrían rápidamente las líneas delmanuscrito holográfico. Leía con avidez,pasando una página tras otra. La escenase prolongó durante unos diez minutos.Al otro lado de la cortina, los soldados

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de Dédalo cuchicheaban entre sí,aparentemente relajados. Uno de ellosera una mujer.

Por fin, Hiden cerró la tapa delcolgante. El holograma del Libro de lasvisiones se disolvió en la nada. Sumirada interrogó a Dhevan.

—¿Qué debo hacer? —preguntó—.Tú sabes lo que va a ocurrir. Dime quétengo que hacer, y lo haré —su miradase desvió hacia Martín y lo contemplóunos instantes con desprecio—. Estecrío acaba de hacer algo que puedeponer perjudicar gravemente misproyectos. La guerra estaba ganada, peroél ha introducido algo en el ordenador

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central, algo que está confundiendo a lagente…

—Deja de preocuparte por esoahora —le interrumpió Dhevan. Ahorahablaba con autoridad, como si él fueseel maestro y Hiden su pupilo—. Elresultado de esa guerra es lo que menosdebe importarte. Asegúrate de poderutilizar el libro, y mira hacia el futuro.Hacia el futuro más lejano. Debes poneren marcha el plan de tu inmortalidad.

—Mi inmortalidad. —Hidencontempló a Dhevan con ojos soñadores—. Vosotros…

—Tú mismo lo has visto. Has vistomi rostro, que es el tuyo, pero libre de la

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decrepitud y la muerte. Dime que eso novale más que cien victorias militares. Esla victoria final, Joseph… Es lavenganza absoluta, padre.

Hiden asintió en silencio. Los dosparecían haberse olvidado de Martín;pero, cuando el muchacho intentólevantarse, comprobó que la presión deDhevan sobre sus implantes cerebralesno se había aflojado lo más mínimo.

—Sin embargo, para poner enmarcha ese plan… Para hacer lo que túdices, debo ganar la guerra —razonóHiden—. Si pierdo, no me dejaránhacerlo. Incluso es posible que mematen…

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—Olvídate de ganar o perder.Protege tu vida, retírate a un lugarseguro y empieza a construir loscimientos de la que un día será lacivilización más poderosa de laHistoria. Pero antes, asegúrate deeliminar a los que intentaránimpedírtelo.

Hiden miró una vez más a Martín.—El muchacho —dijo—. Llevo

muchos años esperando el momento deacabar con él, y por fin ha llegado…

Avanzó resueltamente hacia elcuerpo desmadejado de Martín, queseguía sin poder moverse del suelo. Sinembargo, Dhevan le hizo un gesto para

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que se detuviese.—Él no —dijo—. Debes dejármelo

a mí.Hiden lo miró sin comprender.

Luego, sus ojos resbalaron hasta laespada que llevaba su descendiente.

—Si crees que a ti te será más fácil,adelante —dijo con una sonrisa—. Almenos, tendré la satisfacción de verlomorir.

—No va a morir ahora, Joseph —explicó Dhevan en tono cansado—. Noes así como deben ocurrir las cosas. Éles Anilasaarathi, el Auriga del viento.Cuando leas el libro, lo comprenderás.

La máscara virtual de Hiden se

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crispó.—¿No vas a matarlo? —preguntó,

defraudado—. Pero él lo sabe todoahora. Si lo dejamos vivo, noscomplicará las cosas…

—No te preocupes. Tengo un plan…Me aseguraré de que no pueda hacertedaño. Lo que debes hacer tú es ocupartede la muchacha. Ella es tan peligrosacomo él. Debes apresarla lo antesposible. La necesitarás más adelantepara enfrentarte a los otros tres.

—La muchacha —repitió Hiden conlos ojos muy abiertos—. Te refieres aAlejandra…

—Da orden de que la capturen. —

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Dhevan parecía repentinamentepreocupado—. Ahora mismo. Cuantomenos tiempo esté en libertad, mejor…Del chico no te preocupes, ya meencargo yo.

Hiden se dio la vuelta para reunirsecon sus soldados; pero, antes de pasar alotro lado de las cortinas, se detuvo,indeciso.

—Si has heredado mis recuerdos,debes de conocer bien mis sufrimientos—murmuró, volviéndose a mirar aDhevan—. Tú tienes una espada, y élestá desarmado. No me niegues el aliviode verlo morir… Tú me debes la vida.Es lo único que te pido.

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Martín observó aterrado laexpresión cruel e inquebrantable deHiden. Sus esfuerzos por escapar de laprisión inmaterial en la que le habíaconfinado Dhevan lo habían debilitadotanto, que ni siquiera podía pensar conclaridad. Tenía que encontrar el modode quebrar los muros de su cárcelinvisible antes de que el odio deaquellos dos hombres separados por milaños de Historia y unidos por un miedocompartido terminase con él.

Lo intentó; lo intentó con todas susfuerzas, pero su agotamiento era tal queni siquiera fue capaz de mantener losojos abiertos.

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—Hay muchas formas de dejar devivir, Joseph —oyó que decía la voz deDhevan—. Y no todas equivalen a lamuerte. Debes confiar en mí. Elmuchacho encontrará un destino peorque la muerte misma. Yo conozco dememoria todas las profecías. Sé hasta elúltimo verso de los libros sagrados. Ylos libros lo dicen claramente: «Entrelas cenizas de Deimos y Fobos, en laoscuridad sin tiempo, yace el Auriga. Yallí permanecerá atrapado para siempre,más allá de la vida y de la muerte».

—¿Vas a encerrarlo? —la voz deHiden llegó hasta Martín fría y lejana—.No me basta. Ninguna prisión es lo

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suficientemente segura…Martín notó que su mente se

deslizaba hacia un sueño oscuro ypesado como una cadena. Trató deresistirse, pero no le sirvió de nada.

—Te equivocas —la voz de Dhevanera como un murmullo remoto que seconfundía con los rumores de la ciudad,con los susurros del agua y del viento—.Yo he encontrado la prisión de laprofecía… Una prisión de la que nisiquiera un dios podría salir.

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Capítulo 16

La nave de los mil años

En el centro de operaciones de labase de Mider, Diana Scholem esperabaimpaciente a que la imagen borrosa quelos monitores le enviaban desde laTierra se perfilase en un hologramanítido. Ya sabía, para entonces, a quién

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se iba a encontrar al otro lado delintercomunicador. Una de suscolaboradoras había acudido a avisarlacuando estaba a punto de embarcarserumbo a Arendel para comprobar laseguridad de las rutas, ahora que lostroyanos de Dédalo ya no podíanhacerles ningún daño.

Tal y como esperaba, la imagen deHiden terminó consolidándose ante losproyectores. Le sorprendió un poco suexpresión desafiante. Aquella sonrisa noera la de un hombre que acababa deperder sus principales armas en laguerra que estaba librando, sino la dealguien seguro de poder obtener todavía

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la victoria.Esa expresión, y el jactancioso

saludo del presidente de Dédalo,consiguieron desconcertar por completoa Diana.

Esforzándose por ocultar suinquietud, la presidenta de Uriel se sentóante el holograma de su enemigo, cruzólas piernas bajo su elegante túnica azul ylo miró a los ojos.

—¿Qué quieres, Hiden? —preguntó,sin disimular su impaciencia—. Creíaque en estos momentos tendrías cosasmás urgentes que hacer que charlarconmigo…

—¿Te refieres a recomponer mi

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maltrecho ejército? —repuso Hiden conuna sonrisa radiante—. No hay prisa,querida. En realidad, las cosas no estántan mal como en un principio pensé. Yomismo fui el primer sorprendido. Sin lainfluencia de los troyanos en missoldados, pensé que se produciría unadesbandada general, pero no ha sido así.Muchos han decidido seguir conmigo…¿Qué te parece? Curioso, ¿no es verdad?

Diana frunció el ceño.—La verdad es que no me sorprende

demasiado —confesó—. La gente, amenudo, prefiere cualquier cosa antesque enfrentarse al cambio. La mentehumana es una máquina prodigiosa de

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inventar excusas…—Qué forma tan escéptica de hablar

—dijo Hiden sonriendo con malicia—.Tú, la defensora de la HumanidadResponsable, de la madurez colectivapara afrontar grandes empresas… ¿Quédirían tus admiradores si te oyesenexpresarte así?

Diana suspiró. Tenía ojeras muymarcadas bajo los ojos, y parecíaenormemente cansada.

—¿Has llamado para tomarme elpelo? —preguntó, exasperada—. ¿Haspuesto el mundo patas arriba, y lo únicoque se te ocurre es intentar provocarme?Eres un insensato, Hiden. Un insensato y

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un frívolo… Creo que, de todos tusdefectos, es el que menos soporto: tufrivolidad.

Hiden emitió una alegre y sonoracarcajada.

—Mi querida Diana, tú siempre tansolemne. Siempre dispuesta a cargar contodos los errores y las culpas del pesodel género humano para unos hombrostan frágiles… Pero no te preocupes; losoportarás por poco tiempo. Diana hizouna mueca de disgusto.

—Ahora toca jugar a lasadivinanzas, por lo que veo —murmuró—. Siento tener que arruinarte ladiversión, pero si crees que voy a

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quedarme aquí toda la mañana parajugar contigo al ratón y al gato…

El holograma de Hiden arqueó lascejas.

—¿La mañana? ¿Ya ha amanecido unnuevo día en tu Magnífico, rincón deMarte? —se frotó las manos como si esafuera la mejor noticia del mundo—. Estábien, querida. Si tienes tanta prisa, serémuy breve. Únicamente queríacomunicarte que harías bien en izar labandera blanca y suplicar clemencia,porque has perdido la guerra.

Esta vez, fue Diana la que se echó areír. Las palabras de Hiden erandemasiado ridículas como para

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escucharlas con seriedad.—Escucha, Hiden —dijo Por fin,

recobrando la compostura—. Supongoque las últimas horas han debido de sermuy duras para ti, y que el trauma te hareblandecido el cerebro. Algunos loconsiderarían un espectáculo agradable,pero yo nunca he sido vengativa. Vete adescansar unos días a tu isla del océanoÍndico. Habla con tus asesores. Cuandoestés en condiciones de razonar,discutiremos los términos del tratado depaz.

Esta vez, en lugar de echarse a reír,Hiden clavó en Diana una miradaamenazadora.

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—Eres tú la que no entiende nada,preciosa —dijo en tono apagado—.¿Crees que porque tu chico hayaconseguido neutralizar mis troyanos hasganado la guerra? Eres una ilusa… Suhazaña solo conseguirá alargar un pocoel conflicto. Más dolor, más muertes,más penurias para todos. La Humanidadte estará agradecida.

—Estás loco, Hiden. Sin lostroyanos, no tienes nada que hacer.Todas las corporaciones están contra ti.Juntos podemos aniquilar tu ejército…Espero que tengas el buen sentido deimpedir que las cosas lleguen tan lejos.

El holograma de Hiden sonrió con

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aire hastiado.—No niego que podría haber

ocurrido —concedió, encogiéndose dehombros—. Si hubieseis conseguidoextender el software anti-troyanos unpoco antes, me habríais dejado muypoco margen de actuación. Pero laguerra estaba acabada cuando eseprograma tomó por asalto las ruedasneurales de mis «colaboradores». Aúnsin ayuda de los troyanos, sigocontrolando las principales ciudades delmundo. Puede que a la gente ya no leentusiasme tanto como antes colaboraren mi «proyecto», pero eso no significaque vayan a volverse contra mí. Ahora

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son libres, pero eso no quiere decir quehayan dejado de ser cobardes.

—Como sueles hacer, subestimas ala gente normal y corriente. Ese ha sidosiempre tu gran error.

—Puede que sí —el holograma deHiden resopló, como si la conversaciónle estuviese aburriendo—. En fin, Diana,yo no te llamaba para pedirte opiniónacerca de mi forma de dirigir Dédalo.Solo quería informarte personalmente dealgo que supuse que te interesaría… Merefiero a tus cuatro espías; los queenviaste a la Ciudad Roja.

Diana desvió un momento la miradaa la derecha del panel de

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comunicaciones, hacia el extremo enpenumbra de la sala. Después, sus ojosvolvieron a centrarse en Hiden.

—Sí —su tono era neutro—. ¿Quéocurre con ellos?

—El problema de confiar misionestan peligrosas a gente a la que apreciases que puedes terminar perdiéndola —los fríos ojos de Hiden reflejabandiversión—. Lamento tener quecomunicarte que esos pequeñostraidores han muerto… Los cuatro.

Diana consiguió que no se lemoviera ni un solo músculo del rostro.Sus facciones permanecieron rígidascomo las de una máscara.

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—¿Estás seguro de lo que dices,Hiden? —preguntó—. Porque yo creoque mientes…

El aludido hizo un gesto deimpaciencia.

—Vamos, Diana, ¿de verdad vas ahacerte la sorprendida? No irás adecirme ahora que no sabías adónde losenviabas y el peligro que corrían…

—Yo no los envié —la voz de Dianatembló ligeramente—. Lo que hicieronfue decisión suya.

—Ya; unos chicos muyemprendedores. En otras circunstancias,podrían haber llegado a hacer grandescosas. Sobre todo Martín; ambos

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sabemos lo especial que era.Diana se puso en pie, incapaz de

soportar aquella pantomima por mástiempo.

—Si tienes algo concreto quenegociar, dilo ya, Hiden —exigió—. Elresto no me interesa… Ya me hasmentido demasiadas veces, de modo quepierdes el tiempo si piensas que voy acreerme tus historias.

Hiden asintió, como si esperaseaquella respuesta.

—Imaginaba que me pediríaspruebas —rebuscó en su bolsillo congesto teatral—. Tan desconfiada comosiempre… Bien; supongo que esto te

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convencerá.Diana observó con atención los

minúsculos fragmentos dorados que elpresidente de Dédalo exhibía en lapalma de su mano. Luego alzó los ojoshacia Hiden con expresión interrogante.

—¿No sabes lo que es? —Hidenparecía a punto de estallar desatisfacción—. La muchacha lo llamaba«la llave del tiempo». Un objetocurioso, ¿no crees? Tecnología del sigloDV… ¡Una pena tener que destruirlo!

Diana tardó unos segundos enreaccionar.

—No lo entiendo. ¿De dónde la hassacado?

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—La tenía la chica, Alejandra. Se laquitamos antes de terminar con ella…Ya te dije que todos habían muerto.

—¡Mientes! —Diana se dio cuentade que estaba gritando—. Quiero ver suscadáveres…

Hiden hizo una mueca derepugnancia.

—Por favor, querida, no seasabsurda —repuso sonriendo—. Nosuelo conservar los cadáveres de misenemigos. ¿Por quién me has tomado?¿Esperabas que hubiese ordenado cortarsus cabezas y exhibirlas clavadas enestacas sobre las murallas de la ciudad?

Diana cerró los ojos. Estaba

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permitiendo que sus emociones hablasenpor ella, que era precisamente lo quequería Hiden. Era un error; conocía losuficiente al malévolo ancianodisfrazado de treintañero como parasaber que aprovecharía cualquier signode debilidad por su parte.

Tragó saliva, procurando deshacerel nudo que se le había formado en lagarganta.

—Quiero lo que queda de la llave—dijo, señalando los fragmentos queHiden sostenía en su mano—. ¿Quépuedo darte a cambio? Estoy dispuesta anegociar.

Hiden sonrió con desdén.

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—No hay nada que puedasofrecerme que me interese, Diana. Novoy a venderte esta pequeña reliquiatecnológica.

Ya no necesito negociar contigo.¿Qué pretendías, reconstruirla? —arqueó las cejas burlonamente—. Tusingenieros no sabrían ni siquiera pordónde empezar.

—¿Por qué lo has hecho? —Dianahabía conseguido dominar el tono de suvoz, pero sus ojos echaban chispas—.Es una estupidez destruir algo tanvalioso. ¿Tanto te ciega el odio?

Hiden apretó los labios un instante.Luego se relajó.

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—Estoy acostumbrado a convivircon el odio —contestó, sosteniéndole lamirada a la presidenta de Uriel—. Hacemucho tiempo que no dejo que meciegue. Me conoces muy poco,querida… Si he destruido la llave, hasido porque no quiero que ni tú ni tugente volváis a utilizarla.

Diana desvió los ojos del rostro deHiden. Miraba a algún puntoindeterminado de la pared que habíamás allá del emisor holográfico, detrásde la imagen de Hiden.

—¿Crees que no sé lo que hasestado haciendo? —vociferó de prontoel anciano, colérico—. Pretendías

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escapar con unos cuantos miles depersonas si las cosas se ponían feas.Para eso has malgastado la mitad de losrecursos de tu corporación construyendoesa puerta estelar situada junto a Plutónen plena guerra. Un nuevo mundo,¿verdad? Un lugar donde recuperarfuerzas para luego volver y plantarmecara de nuevo. Hasta tienes una navepreparada; incluso conozco su nombre:Methuselah. Un nombre ridículo, porcierto…

—¿Y qué tiene que ver todo eso conla llave del tiempo? —Diana logró quesu voz no delatase ninguna emoción.

—¿Que qué tiene que ver? —Hiden

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seguía gritando—. ¡No voy a dejarteescapar, Diana! Voy a cerrarte todos loscaminos… Si pretendías huir con unpuñado de seguidores al futuro, ya vesque va a resultarte imposible —agitó lamano que contenía los restos de la llavedel tiempo—. Y, en cuanto a lo otro…He enviado un escuadrón de navesinterplanetarias a destruir tu malditapuerta estelar. Tampoco podrás huir porahí… Estás atrapada, como el resto detu gente.

Diana frunció el ceño, horrorizada.—No puedes hacer eso —dijo, casi

en tono suplicante—. Esa puerta suponeun gran avance en la Historia de la

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Humanidad. Ha costado mucho esfuerzoterminarla, no puedes destruirla…Cuando se sepa lo que has hecho, lagente no te lo perdonará jamás.

Hiden sonrió, exasperado.—Ahora te has vuelto profeta —dijo

—. Sí, ya sé que muchos te consideranuna especie de oráculo, una guíaespiritual infalible. Se llaman a símismos «areteos». Forman pequeñascomunidades bastante anárquicas que,por el momento, solo tienen en común sufe en Diana Scholem y su estupidez.

—Con el tiempo, quizá logrenconstruir algo grande.

—Otro vaticinio. ¿Sabes que yo

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también le he cogido gusto últimamentea eso de las profecías? —Hiden se llevóla mano a una joya dorada que colgabade su cuello, sujeta por una cadena—.Lo que pasa es que yo no me conformocon vagas predicciones basadas en mispropios deseos. No; a mí me gustan lasprofecías garantizadas. Como estas.

Quitándose el colgante, Hiden locolocó ante la cámara holográfica quetransmitía su imagen y levantó su tapadorada. En unos segundos, Diana vioconcretarse ante ella el holograma de unviejo códice de aspecto medieval.Comenzó a recorrer con la vista losprimeros renglones de la página por la

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que el libro se había abierto. Hablabande Uriel como si se tratara de unapersona concreta, o más bien de unacriatura mágica… Al final del párrafo seañadía a aquel nombre el apelativo de«Ángel de la palabra».

La imagen del libro se desvanecióen el aire antes de que pudiera seguirleyendo. Cuando alzó los ojos haciaHiden, este aún acariciaba entre susdedos el colgante dorado.

—¿Qué diablos era eso? —preguntó,señalando a la joya de la que habíabrotado el holograma del códice.

—Era un libro, querida. Aunque,hasta ahí, supongo que ya lo habías

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adivinado… —Hiden parecía estardisfrutando con aquel juego—. Lo quetal vez no hayas llegado a deducir es quese trata de un libro del futuro. Mira,como me siento generoso, estoydispuesto a contarte más: Se llama elLibro de las Visiones, y, durante siglos,la Humanidad lo considerará un libroprofético. En realidad recoge losrecuerdos de un viajero del tiempo… Loque significa que todo lo que cuenta secumplirá.

Diana lo contempló horrorizada.—No es posible —murmuró—.

¿Cómo ha llegado a tus manos?—Ah, eso. Alguien me lo trajo del

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futuro. Alguien que cree en mí. Yotambién tengo mis seguidores, querida; ycon el tiempo se volverán mucho máspoderosos que los tuyos. Gracias a estelibro, podré garantizarles un éxito trasotro. Estarán preparados para todo. Elresto de la Humanidad los venerarácomo si fueran dioses. ¿Lo entiendesahora? Esa es la verdadera guerra queestamos librando tú y yo, Diana. A estasalturas, me importa muy poco el controlde una ciudad más o menos, de unamente más o menos. Lo que quiero es elfuturo —añadió haciendo oscilar lacadena que sostenía el colgante—; y lotengo en mis manos.

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Un chisporroteo de nieve estáticahizo vibrar el holograma de Hiden, yluego su imagen desapareció. Elpresidente de Dédalo habíainterrumpido la comunicación.

Diana enterró el rostro entre lasmanos y se quedó inmóvil durante unosinstantes. Después, levantó la cabeza ymiró hacia la pared que había detrás delproyector. Sentada en el suelo, con laespalda apoyada en aquella pared y laspiernas cruzadas, se encontraba Jade.Las miradas de las dos mujeres secruzaron.

Jade fue la primera en romper elsilencio.

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—No debes creerte todo lo que dice—aconsejó—. Es un embustero y unmanipulador… Siempre lo ha sido.

—Podría estar diciendo la verdad.Tú misma te salvaste de milagro. Y nomiente en lo que se refiere a Kip… Jadefrunció sus bellas cejas oscuras.

—Su muerte fue un accidente —dijo—. Los que asaltaron nuestra nave noquerían matarnos. Solo les interesabaAlejandra, y querían cogerla viva. Si no,hubieran destruido nuestro cacharro…

—Es cierto —murmuró Diana—. Opodrían haberte cogido también a ti.

—Creo que tenían instrucciones decoger a Alejandra y dejarnos seguir

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nuestro camino. Si Kip no se hubieraempeñado en arrebatársela, no lohabrían matado. Pobre Kip… Confiabademasiado en sí mismo.

Diana asintió con ojos ausentes.Luego, con un movimiento brusco, sepuso en pie y caminó hacia Jade. Ledirigió una tímida sonrisa y se sentó enel suelo junto a ella, imitando supostura.

—Me gusta sentarme en el suelocuando tengo problemas —dijo Jade—.Las cosas se ven más grandes y yo meveo más pequeña. Lo curioso es que esome tranquiliza… Además, el suelo essólido, un punto de apoyo seguro para

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tomar impulso y levantarse de nuevo.Diana rio sin alegría.—Eso me suena a la jerga espiritual

de los entrenadores de Arena —apuntó.—No deberías reírte de ella. Es

sabiduría muy antigua. Si mi padreestuviese vivo, podría darte algunaslecciones…

Diana buscó la mano de la antiguacontrabandista y se la apretó, en un gestoconciliador.

—Perdona —dijo—. Es que estoyasustada. Quizá tengas razón en lo deAlejandra, pero Martín… Hiden lo odia,y, si lo ha atrapado, es muy capaz dehaberlo matado.

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A su pesar, Jade hizo un gestoafirmativo.

—Sabíamos que lo que iba a hacerera muy peligroso —murmuró—. Ytambién sabemos que lo consiguió, queintrodujo el software anti-troyanos enVirtualnet… Por lo menos, consiguióllegar al corazón de Chernograd.

—Sí. —Diana guardó silenciodurante unos instantes—. Supongo quelo que no consiguió fue salir.

Las dos mujeres miraban al frente, alas paredes rocosas de aquel pequeñorefugio conectado con la ciudad deMider e iluminadas por verdesantorchas biónicas.

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—Martín es increíble —observóJade, pensativa—. No podemosdescartar que haya logrado escapar. AHiden le interesa minar tu confianza…

—Si hubiera escapado, yatendríamos noticias suyas. Hace más dequince días que Virtualnet fue liberada.

Diana apoyó los codos en lasrodillas y la barbilla en las manos. Enesa postura, parecía más joven de lo querealmente era.

—He estado a punto de echarme allorar al ver la llave del tiempodestruida —confesó—. Tenía laesperanza… Jade se volvió a mirarla,intrigada.

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—¿Pensabas viajar al futuro? —preguntó, sin ocultar su asombro.

Diana se apartó un rubio mechón depelo de la frente. A la escasa luz de lasantorchas, a Jade le pareció que se habíaruborizado.

—Es por Uriel —explicó—. Ellaesperaba encontrar en mí una madre, yyo he procurado cumplir susexpectativas. Pero no funciona, Jade.No, al menos, como a ella le gustaría. Sesiente sola, cada vez que tengo queocuparme de algún asunto protesta comosi la estuviera abandonando. Sontiempos difíciles, y no puedo prestarletoda la atención que debiera.

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—Es lista, así que antes o despuésmadurará —dijo Jade sonriendo—. Dealgo tienen que servirle tus genes…

—Es lista —admitió Diana—, peroes… como un diamante en bruto. No harecibido ninguna educación en el sentidoamplio de la palabra. La lanzaron almundo con un puñado de falsosrecuerdos y un arsenal de instruccionesmentales… Nada más. Ningunaformación, ningún afecto, nada sobre loque construir una personalidad sana ymadura.

—Pero es inteligente —insistió Jade—. Quizá no sea demasiado tarde.

—Confío en que no lo sea; pero

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precisamente por eso, la niña no puedequedarse aquí. La guerra prometealargarse, los meses pasan… Podríanser incluso años. Y ella necesitarecuperar el tiempo perdido. Necesitaatención, cuidados, una educaciónformalizada y organizada. Yo no estoysegura de poder proporcionárselo… Poreso había pensado devolverla al futuro.

Jade arqueó las cejas.—¿Sola? —se limitó a preguntar.Diana se disculpó con la mirada.—Yo habría ido a buscarla más

adelante. O quizá incluso la habríaacompañado, no sé. La verdad es queme tienta darle la espalda a todo esto e

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intentar convertirme en una verdaderamadre para ella. Pero es una decisiónmuy difícil…

—Vamos, no te tortures más —en elrostro de Jade se dibujó una mueca deimpaciencia—. Quizá fuera una buenaidea eso de enviarla al futuro.Personalmente, yo te lo habríaagradecido. A veces es encantadora,pero otras se pone insoportable.

Diana sonrió con indulgencia.—Es una niña, Jade. Una niña un

poco salvaje.—Ya. Lo que quiero decir es que tu

plan estaba bien, pero ya no vale la penadarle más vueltas. Hiden ha destruido la

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llave del tiempo, y no tenemos ningunaposibilidad de fabricar otra. El caminoal futuro está cortado… Interrumpidopara siempre.

—Por un lado, deberíamosalegrarnos —dijo Diana pensativa—.Me aterraba la idea de que Hidenextendiese sus ansias de conquista alsiglo DV.

—Por lo visto, él piensa que ya loha conquistado. —Jade torció el gesto—. No sé qué diablos contará ese libroque te enseñaba, pero parecía haberlepuesto muy contento.

Diana se estremeció.—Está loco —dijo—. Tan loco

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como para soñar con que nuestroenfrentamiento personal marque laHistoria durante mil años.

Jade abrió la boca para decir algo,pero en el último momento se arrepintió.Diana la miró expectante.

—Es otra forma de viajar en eltiempo. Imagínate que quiero enviar aUriel a su época. Habría que calibrarbien el ritmo de aceleración, latrayectoria elíptica de la nave y muchasotras cosas; pero se podría organizartodo para que la niña llegase justo en elmismo año en el que partió.

Jade entrecerró los ojos.—Solo que entonces ya no sería una

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niña, ¿no es verdad? —preguntó en elmismo tono que se suele emplear parahablar con alguien que no está siendorazonable—. Tendría… ¿cuántos?¿Cuarenta y dos años? Y se habríapasado la mayor parte de ese tiempoencerrada en una nave espacial.

Diana asintió, como si las palabrasde Jade le recordasen dolorosamente lasimplicaciones de su audaz proyecto.

—No viajaría sola —dijo,forzándose a no levantar la vista delsuelo para evitar la mirada asombradade Jade.

La antigua contrabandista tardó unmomento en hablar.

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—¿Estás insinuando que estaríasdispuesta a acompañarla?

Diana asintió. Los ojos que alzóhacia su compañera eran casisuplicantes.

—Mira, Jade, lo he pensado mucho.Yo ya he hecho todo lo que podía hacerpor paliar las consecuencias de estaguerra absurda. Mi desapariciónayudaría a limar asperezas entre viejosenemigos… No puedo ayudar más a laHumanidad en su conjunto. Además, hellegado a la conclusión de que eso novale tanto como ayudar a alguien enconcreto; a alguien de carne y hueso,cercano, alguien que te quiera y a quien

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puedas querer.Las negras pupilas de Jade parecían

agujas en el centro de sus iris oscuros.—No es tu hija, Diana. Y lo que

estás pensando hacer es una locura.—Ya sé que es una locura. —Diana

se sacudió el cabello hacia atrás conbrusquedad—. Al principio, loscálculos fueron solo un juego… Peroluego empecé a plantearme en serio laposibilidad de ese viaje. Confiaba enpoder utilizar la esfera de Medusa paraenviar a Uriel a su mundo, pero estoyacostumbrada a elaborar siempre unasegunda estrategia, por si la primerafalla.

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Jade acarició distraídamente susrecargados anillos, decorados concadenas que los unían entre sí comofinas telas de araña.

—No le encuentro ningún sentido —dijo con franqueza—. Por terrible quesea esta época para Uriel, por mal quelo pueda pasar, no será nada comparadocon ese viaje en el que estás pensando.Aceleraciones brutales, aislamiento yreclusión, por no hablar de los efectospsicológicos de viajar a través de ununiverso irreconocible…

—No lo entiendes —la interrumpióDiana, exasperada—. La mente de Urielestá totalmente desestructurada. Lo que

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esa gente del futuro hizo con ella es lapeor de las crueldades. Necesita tiempopara curarse, y unos cuidadosconstantes. Necesita alguien que cuidede ella, que la quiera y que separeconducir sus dañados patronescerebrales en la buena dirección. Sé queyo podría hacerlo, Jade… Pero, siseguimos aquí, no me dejarán. Habráque seguir luchando; tendré que asumirresponsabilidades que me apartarán deella… Aunque me lo proponga, no podréayudarla.

Jade arqueó las cejas, escéptica.—Te volverás loca. Os volveréis

locas las dos —pronosticó—. Por el

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amor de Dios, Diana; incluso si tuscálculos salieran bien y no fallara nada,llegarías al futuro con más de setentaaños. No puedes malgastar así la mitadde tu vida…

—No sería malgastarla. Sé queresultará muy duro, pero no estaremossolas. Nos llevaremos a bordo unabiblioteca de microcristales con toda laproducción cultural del hombre a lolargo de la Historia. Le enseñaré a esapobre criatura todo lo que ignora.Aprenderá a valorar la belleza, laprofundidad de las grandes obras dearte… Sé que tiene la inteligencia y lasensibilidad suficientes como para

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llegar a agradecer mis enseñanzas.Jade reflexionó en silencio durante

unos segundos.—¿Se lo has llegado a decir? —

preguntó por fin con expresión decuriosidad.

—Hablamos de ello medio enbroma, pero me bastó para darme cuentade que la idea le encantaba. Vino aquí abuscarme, Jade; y se siente dolidaporque no le dedico el tiempo suficiente.Todo lo que ella desea es que alguien laquiera, y poder querer a alguien. Y esolo tendrá.

—Pero una madre adoptiva no essuficiente. Cuando crezca, aparecerán

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otras necesidades. Allí encerrada nopodrá tener una vida normal…

—Su vida nunca será normal deltodo, pero, de todas formas, creo queestás exagerando. Cuando llegue a suépoca será todavía bastante joven. Ytendrá la experiencia necesaria pararelacionarse con los demás de una formamadura. Estará a tiempo incluso de tenerhijos, si quiere. No olvides que, desdepequeña, la han sometido a terapias deprotección génica.

Jade sacudió la cabeza, incrédula.—Un viaje de treinta años —

murmuró—. Espero que la Methuselahesté a la altura de las circunstancias…

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—¿Sabes que Uriel ha sugerido quele cambiemos el nombre? Dice que el deMethuselah es horrible. La verdad esque, para una nave, no suena demasiadobien…

—¿Y cómo quiere bautizarla?—Zoe —repuso Diana sonriendo—.

Ya sabes, como ese planeta quedescubrieron al otro lado del agujero degusano. Parece que les impresionómucho a todos.

—La verdad es que es un nombrebonito para una nave —observó Jade—.Zoe significa «vida», ¿no? Qué pena queno se me ocurriera para bautizar aalguno de mis transbordadores, en mi

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época de contrabandista.—Entonces, ¿te gusta? —preguntó

Diana. La voz le temblaba de excitación—. Zoe. Suena muy bien…

Jade la miró con expresiónmaliciosa.

—Reconoce que no lo haces solopor la niña —dijo, alzando una de suscejas—. Reconoce que, en el fondo, temueres de ganas de ver ese mundo dedonde ellos vienen. Siempre has creídoen el progreso; en el futuro…

Para sorpresa de Jade, Diana sonrió.—Lo admito —dijo—. Supongo que

la fe en la Humanidad es unaenfermedad como otra cualquiera, y yo

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hace mucho que la contraje.—Creo que Herbert te comprendería

muy bien —dijo Jade con la miradaperdida—. Él padecía esa mismaenfermedad. Lástima que ya no esté connosotros.

—Es cierto. —Diana cerró los ojos,intentando reconstruir mentalmente elrostro de su viejo amigo—. Si Herbertviviera aún, no solo me animaría a hacerese viaje… ¡Estoy segura de que éltambién querría venir!

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Capítulo 17

El agujero de gusano

Martín notó una superficie dura ymetálica contra su mejilla, y comprendióque su cuerpo ya no yacía sobre lablanda alfombra del subterráneo del Asde Trébol. Debían de haberle llevado aotro lugar mientras estaba inconsciente.

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Dhevan había amenazado con unaprisión…

Abrió los ojos y parpadeó variasveces bajo los mil destellos de lasparedes curvas que lo rodeaban. Ledolía la cabeza y se sentíaconmocionado, como si hubiera recibidoun violento golpe en el cráneo. Sinembargo, sabía que no había sido así. Elpoder de los implantes cerebrales deDhevan era el responsable de suestado… Había sido el Maestro deMaestros quien se había introducido ensu mente para adormecerlo. No tenía niidea del tiempo que podía haberpermanecido desmayado. Ni siquiera

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había tenido ocasión de defenderse…Se frotó con energía la frente, en el

lugar donde sentía el dolor de unchichón imaginario. Había sido un ilusodejándose atrapar de esa forma porDhevan. Se había confiado… Estabademasiado acostumbrado a lasuperioridad mental que sus implantes leotorgaban sobre el resto de los sereshumanos. Nunca antes había tenido queenfrentarse con un enemigo queestuviese a su altura. Dhevan habíasabido ocultar muy bien sus cartas hastael final. Le había pilladodesprevenido… y le había derrotado.

El muchacho se incorporó y observó

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el brillante reflejo de cordonesluminosos a su alrededor. Se hallaba enel interior de una especie de tubo muycurvado, pero la decoración que sereflejaba en sus paredes plateadas eraidéntica a la de la sala donde se habíaenfrentado con Dhevan y Hiden. Inclusopodía ver un retazo de la alfombra persaque poco antes había pisado reflejadosobre su cabeza…

Se puso en pie, y al hacerlo estuvo apunto de darse contra el techo del tubo.Solo entonces vio el agujero quequedaba a la altura de sus ojos. Era uncírculo de penumbra, aparentementevacío. El tubo en el que se encontraba

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prisionero se estrechabaprogresivamente a su alrededor, comoun embudo.

Martín avanzó por el suelo cóncavode metal hasta donde el tubo seestrechaba tanto que le impedía el paso.Desde allí, al menos podía asomarse alagujero como si fuera una ventana.Estiró el cuello y miró. Lo que habíafuera era la sala de la alfombra persa ylas verdes cortinas de damasco. La salade la esfera del tiempo de Chernograd…

Y eso solo podía significar una cosa:estaba viendo la sala desde el interiorde la esfera.

Un sudor frío perló su frente, y se

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dejó resbalar por la pared del tubocomo si fuera un tobogán hasta caerdonde el suelo se volvía plano. Ahoraentendía las palabras de Dhevan acercade lo que le tenía preparado. Habíacitado un pasaje del Libro de lasVisiones: «Entre las cenizas de Deimosy Fobos, en la oscuridad sin tiempo,yace el Auriga. Y allí permaneceráatrapado para siempre, más allá de lavida y de la muerte».

De modo que allí era adonde lohabían enviado: A la oscuridad sintiempo; al agujero de gusano quecomunicaba una época con otra y que,por lo tanto, no estaba en ninguna de

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ellas. Más allá de la vida y de lamuerte…

Trató de pensar con rapidez. Eraevidente que la salida del agujero degusano a través de la esfera deChernograd estaba cerrada. Peor aún:Dhevan había dejado una abertura losuficientemente grande como para quepudiera ver lo que había al otro lado,pero demasiado pequeña para quepudiera escapar por ella. Era diabólico.

Quedaba el otro extremo del túnel.Según sus cálculos, tenía queencontrarse en la misma esfera, pero enel siglo DV. En esa época, Chernogradya no era Chernograd, sino la ciudad

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secreta de los perfectos, adondellevaban a sus novicios para los ritualesde iniciación: Dahel… De allí habíavenido Dhevan. Era la hipótesis másprobable. Los perfectos tenían su propiaesfera, la habían controlado desde lostiempos de Hiden. No tenía sentido queutilizaran la esfera de Medusa, muchomás incómoda para ellos dada susituación en el fondo del marMediterráneo, un territorio dominadopor los ictios.

Con una insoportable sensación devacío en el estómago, comenzó acaminar por el túnel. No se hacíailusiones: estaba seguro de que Dhevan

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habría sellado también la salida deDahel, igual que había hecho con la deChernograd. Pero, de todas formas, noperdía nada con explorar un poco.Después de todo, ahora, como habíadicho el Maestro de Maestros, estabafuera del tiempo. Es decir, tenía todo eltiempo del mundo… Y nada que hacercon él.

Se preguntó con una frialdad que a élmismo le erizó la piel qué le ocurriría asu cuerpo en aquella cárcel tan extraña.Lo más probable era que siguieseexperimentando las mismas necesidadesde antes: sueño, hambre, sed… En talcaso, terminaría muriendo de inanición

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en unos pocos días, quizá horas. Sinagua no podría resistir mucho tiempo.

Aunque también era posible queDhevan quisiese prolongar su torturaindefinidamente. El agujero de salidaque había visto en Chernograd no era tanpequeño como para impedir que lesuministrasen a través de él algo decomida y agua. Como la ventanaenrejada de una mazmorra antigua. Deese modo, podrían mantenerlo con vidamientras ellos quisieran.

Se maldijo a sí mismo por nohaberle pedido a Alejandra la llave deltiempo antes de separarse de ella. Al finy al cabo, ellos ya sospechaban la

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existencia de una esfera en Chernograd.Sabían que Hiden la había utilizado paraenviar tropas a Marte a través de unagujero de gusano hasta que la explosiónde la doble hélice colapsó su salida.Debería haber recordado que la esferaestaba allí, que podía convertirse en unavía de escape si las cosas se poníanfeas.

Pero no había pensado en ello. Yahora, la llave la tenía Alejandra.Intentó en vano ponerse en contacto conella a través de sus implantes neurales.Sabía que era un empeño absurdo,porque ambos se encontraban separadospor una distancia infranqueable.

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Alejandra, a esas alturas, ya debía dehaber llegado a Marte, y él seencontraba fuera del mundo, totalmenteaislado.

O quizá las cosas fueran aún peores.Dhevan le había pedido a Hiden quecapturase a Alejandra para utilizarlacontra «los otros tres». Seguramente serefería a sus compañeros de Medusa:Jacob, Casandra y Selene. Pero ¿quépodía hacer Hiden con Alejandra paraperjudicarlos a ellos? No lograbaimaginarlo. En todo caso, si Alejandrahabía caído en manos de Dédalo,probablemente la llave del tiempo ahoraestuviese en poder de Hiden. Y él la

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utilizaría para asegurarse de que nuncapudiera salir de su prisión… Con laayuda de su descendiente clónico,Dhevan.

Llevaba bastante tiempo caminandopor el angosto túnel, cuyas paredesparecían fabricadas de mercurio líquido.A veces sentía que los pies se le hundíanen aquel material denso y fluido. Otrasveces, en cambio, el suelo se endurecíabajo sus pies y podía avanzar a mayorvelocidad. Delante de él no había másque un cilindro infinitamente retorcido,con su propio reflejo reproducido milveces sobre su superficie. Y detrás, lomismo…

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Se obligó a seguir caminando.Necesitaba sentir que estaba haciendoalgo para no ceder a la desesperación.De repente se preguntó, con unescalofrío, qué pasaría si Dhevandecidía cerrar el agujero de gusano. Eltúnel en el que se encontraba secolapsaría, aplastándolo. Nadieencontraría su cadáver jamás… La nadase lo tragaría, y sería como si nuncahubiese existido.

Se detuvo a tomar aliento, luchandopor contener las lágrimas. Hacía tiempoque no se sentía tan solo, tan indefenso.Los increíbles poderes de sus implantescerebrales, su entrenamiento con el

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Tapiz de las Batallas, incluso la ayudadel simbionte de Zoe que vivíaadormecido bajo su piel… ¿De qué leservía ahora todo eso? Con todas susventajas, no había sabido protegerse.Dhevan lo había derrotado como si fueraun crío. Casi tanto como el miedo por susituación, lo atenazaba la rabia dehaberse dejado atrapar como unanimalillo asustado. ¡Cómo se habríanreído Hiden y el Maestro de Maestros asu costa!

Por fin logró recomponerse losuficiente como para alzar una vez másla cabeza. Entonces se fijó en que,delante de él, el túnel avanzaba en línea

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recta a lo largo de una veintena demetros para luego bifurcarse en dosramas de idéntica anchura.

No podía creerlo. Un agujero degusano ramificado… Jamás habríasupuesto que algo así pudiera existir.

Avanzó con cautela hasta laencrucijada de la que partían los dosramales. Debía de elegir uno de los dos,pero ¿cuál? Estaba seguro de que unoterminaba en Dahel, en el siglo XXXI¿Dónde terminaría el otro? Tal vez en laesfera de Medusa. De pronto, contratoda lógica, sintió que le invadía unaoleada de esperanza. Quizá aquellofuese una especie de prueba en la que, si

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elegía bien, podía librarse de la muerte.Si optaba por el camino de Dahel,probablemente no podría salir. Inclusoera posible que lo matasen en cuantollegase. Sin embargo, era posible que laotra salida sí estuviera abierta; que aúnle quedase una esperanza de libertad.

Enfermo de impaciencia, se lanzósin pensarlo por el túnel de la derecha.No le habría servido de nada meditarlargamente acerca de cuál era la mejoropción, porque no disponía de ningúnindicio que le permitiese adivinaradónde se dirigía cada túnel. Por eso,decidió no perder el tiempo con inútilesvacilaciones. Un camino era tan bueno

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como el otro. Si se equivocaba yterminaba en Dahel… Bueno, tal vez aúntuviese la oportunidad de regresar hastael cruce y probar suerte con la otra ramadel túnel.

Esta vez, le pareció que el tuboavanzaba descendiendo en formahelicoidal. Tenía que pisar con cuidadopara no resbalar y caer debido a lapendiente. A su alrededor, las paredesse habían vuelto más oscuras, y ya noconseguía distinguir su propio reflejo.

El corazón le latía tan deprisa que lecostaba trabajo respirar. Sí, tenía queser Medusa. No podía haber otra salida.Pero ¿a qué época llegaría? ¿A la misma

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de la que había partido? ¿Al siglo xxxi?¿O tal vez a algún momento de lahistoria entre aquellos dos? Se preguntócómo sería salir del agujero de gusano yencontrarse, por ejemplo, en la ÉpocaOscura, o en plena RevoluciónNestoriana. La perspectiva casi leasustaba tanto como toparse con lasalida cerrada…

Poco a poco, empezó a percibir unaluz que procedía del final del túnel. Esteya no avanzaba formando una hélice,sino que se había vuelto recto. Elresplandor que llegaba de la salida erarojizo, casi espectral. Eso confirmó lassospechas de Martín. Al fin y al cabo, la

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esfera de Medusa se encontraba en unedificio submarino, de modo que no eraextraño que la luz del exterior fuese tantenue.

Aceleró el paso, hasta convertirlocasi en una carrera. Estaba ansioso porllegar al final. El agujero de luz roja seiba haciendo un poco más grande concada paso que daba. Pero no erasuficiente… Martín comprobó conhorror que, en los últimos metros, elagujero de gusano se estrechabaprogresivamente hasta impedirle elpaso, al igual que le había ocurrido conla otra entrada. El orificio de salida erapoco más que una ventanilla por la que

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asomarse. Como mucho, tal vez pudieragritar a pleno pulmón y pedir ayuda. Siconsiguiera que alguien lo oyese…

Era una posibilidad muy remota,pero, aun así, decidió intentarlo.

Tras varios intentos infructuosos,consiguió trepar sin resbalar hacia abajopor el segmento final del túnel yasomarse al exterior. Pero en cuantoechó una mirada se retiró hacia atrás,horrorizado. Su movimiento fue tanbrusco que cayó de espaldas, ypermaneció unos minutos tendido en elsuelo mientras se esforzaba porrecuperarse de lo que acababa de ver.

Había cerrado los ojos. Necesitaba

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reflexionar, y necesitaba hacerlodeprisa. Lo que había tras el estrechoagujero de salida no era la esfera deMedusa. Era otra esfera. Una esfera másgrande, de un tamaño imponente. Pero lomás inquietante era lo que había visto alotro lado de su arco de entrada. Se habíavisto a sí mismo, de perfil. No era unreflejo, estaba seguro… Era él, él enpersona, pero en otro momento delespacio y del tiempo.

Tardó un buen rato en comprender.Existía una tercera esfera, o al menoshabía existido. La esfera de Marte… Laque Aedh había construido para Hiden,la que Dédalo había utilizado para

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desembarcar sus tropas en el planetarojo.

Pero aquella esfera había quedadodestruida en la explosión que habíaprovocado el propio Aedh; y él, encambio, la estaba viendo intacta… Esosolo podía significar una cosa: que lasalida del agujero de gusano seencontraba en una época anterior a ladestrucción de la esfera.

Volvió a asomarse con precaución alorificio que comunicaba el túnel con elexterior, y entonces lo recordó todo.Aquel Martín que estaba viendo al otrolado, inmóvil y desorientado, era unaversión más joven de sí mismo. Revivió

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mentalmente aquel instante; estabapersiguiendo a Deimos, que a su vezhabía salido detrás de su hermano Aedh.Se encontraban en el escarpe del MonteOlimpo. Su otro yo había llegado a lacaverna de lava donde se encontraba laesfera, y esta se interponía entre elmuchacho y la plataforma de roca en laque se encontraban, luchando, los doshermanos.

Aguzó el oído y los oyó discutir. Lavoz de Aedh, más ronca y destemplada,se distinguía perfectamente de la deDeimos, que sonaba apaciguadora.

De modo que era eso. Dhevan habíasintonizado aquella salida del agujero

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de gusano para inflingirle una torturamás, obligándole a presenciar de nuevoel momento más triste de su vida. Se vioa sí mismo rodear la esfera hastadesaparecer de su campo de visión. Oyósu propia voz en el exterior, y no quisoseguir escuchando.

Se retiró, temblando de pies acabeza, a la parte más ancha del túnel, yse sentó en el suelo con las piernasrecogidas. Apoyó el rostro en lasrodillas, y se dio cuenta de que no podíallorar. Sentía un frío mortal por dentro,un frío que amenazaba con congelarle lamente y el corazón. Allá afuera, mientrasél permanecía allí escondido, dos

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hombres estaban a punto de morir. Unoera su amigo, e iba a perder la vida porsalvarlo. El otro era Aedh, y lo iba amatar él con sus propias manos. Dosmuertes absurdas. Y Dhevan le habíacondenado a revivir aquel absurdosumido en la impotencia, sin poderhacer nada por impedirlo.

Perdió la noción del tiempo, si esque tenía sentido medir el tiempo enaquel agujero entre regiones espacio-temporales distintas. En cualquier caso,su corazón seguía latiendo, su mentedivagaba, y durante largo rato renunció aluchar contra la desesperación quesentía. ¿Para qué luchar, si no le serviría

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de nada? Todo lo que podía hacer eravolver a asomarse al final del túnel,volver a presenciar una y otra vez lamisma escena. Y eso solo lo desgarraríapor dentro. Habría preferido estarmuerto que tener que sufrir aquellatortura.

Quizá el estupor que le producía loque le estaba pasando le hizo perder elconocimiento; o quizá, de puroagotamiento mental, se durmió duranteunos minutos. El caso es que, al términode ese período de inconsciencia, sedespertó bruscamente, y al momento lorecordó todo.

Apretó los dientes y, pese al dolor

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que sentía, se forzó a ponerse en pie. Leasaltó la certeza de que no iba a rendirsetan fácilmente. Él era Martín Lem, hijode Andrei y de Sofía Lem, hijo tambiénde Erec de Quíos: Tres personasexcepcionales que creían en él, que lehabían convertido en lo que era. Aunquesolo fuera por ellos, tenía que luchar.Tenía que poner en práctica lo que cadauno le había aportado: la imaginación deSofía, el espíritu de sacrificio de Andreiy su objetividad científica, el arte deErec para dominarse a sí mismosiguiendo los preceptos de loscaballeros del Silencio…

Esta última idea le dio que pensar.

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Los caballeros del Silencio habíanperfeccionado a lo largo de los siglos uncomplejo entramado de técnicasmentales para cambiar su relación con eltiempo. Gracias a eso, podían dominarlas poderosas espadas forjadas porKirssar y utilizarlas para vencer a susadversarios. Él no tenía una espada,pero no había olvidado del todo laslecciones del Tapiz de las Batallas. ¿Ysi aquellas técnicas espirituales,combinadas con el poder de susimplantes biónicos, pudiesen llegar a sertan poderosas como para modificar elagujero de gusano?

Era una hipótesis descabellada, y

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Martín lo sabía. Pero también sabía quetenía que intentarlo. Si seguía allí sinhacer nada pensando en lo que acababade ver, se volvería loco. Cualquieracción, por inútil que fuera, le ayudaríaa mantener la cordura.

Con pasos serenos, pero decididos,Martín desanduvo el camino recorridohasta llegar a la encrucijada del túnel.Se planteó un instante la posibilidad deregresar a la salida de Chernograd. Almenos, la sala donde se encontraba laesfera estaba vacía, lo que le permitiríaconcentrarse e intentar influir sobre lasparedes del túnel para ensancharlas.

Sin embargo, desechó la idea. Antes

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de actuar, tenía que explorar el agujerode gusano hasta el último rincón; y esosuponía aventurarse por la otra rama deltúnel e investigar la tercera salida.

El agujero de gusano, en su terceraramificación, parecía extrañamenteinestable. Sus paredes se comprimían yse dilataban de cuando en cuando,produciendo ondas irisadas que sepropagaban por las espejeantesuperficie del tubo como extrañosarcoiris. A veces el túnel se estrechabade tal manera, que amenazaba conimpedirle el paso, pero al momentorecuperaba su forma inicial. Esainestabilidad quizá pudiera convertirse

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en su aliada. Tal vez, con el poder de sumente, pudiese dirigir los continuoscambios de anchura del agujero en ladirección que a él le interesaba…Empezaría a intentarlo por allí.Disponía de horas, tal vez de díasenteros antes de que las fuerzasempezasen a faltarle. Aprovecharía cadasegundo, hasta el último momento. Almenos, no tendría que culparse a símismo de no haber hecho todo lohumanamente posible por escapar de suprisión.

Esta vez, la luz al final del túnel lepareció más potente que en las otrassalidas. Por un instante se dejó acariciar

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por la esperanza de que el agujero, enese punto, fuese del tamaño suficientecomo para permitirle salir. Incluso si loque se encontraba al otro lado eraDahel, la fortaleza secreta de Dhevan,era lo mejor que podía ocurrirle.

Desgraciadamente, pronto descubrióque, una vez más, se había equivocado.El orificio de salida era un poco másancho que los otros dos, pero no losuficiente como para que un ser humanopudiera colarse por él. Como era deesperar, estaba atrapado… Dhevanhabía diseñado su prisiónmeticulosamente, como un decorado depesadilla.

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Aun así, continuó avanzando. Habíamirado a través de las otras dos salidas,y había resuelto enfrentarse también a loque hubiese al otro lado de la tercera.Suponía que Dhevan lo habríapreparado todo para que fuese algo quele hiriese y lo debilitase aún más. Aunasí, debía enfrentarse con ello. Solocuando supiera con exactitud lo quehabía al otro lado de cada una de lastres bocas del túnel podría pasar a laacción. Al menos debía tener claroadónde quería ir a parar y lo que queríaconseguir si su plan funcionaba, pormínimas que fueran sus posibilidades deéxito.

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Quizá fuera Dhevan en personaquien le estuviese esperando al otrolado. Podría haber sintonizadotemporalmente la salida del túnel paraque se encontrase con él. Tal vez tendríaque soportar sus burlas… No importaba.Apretó los dientes y se introdujo en elfinal del agujero de gusano, que teníaforma de cono.

Miró por el agujero que había en elvértice. No era Dhevan quien leesperaba al otro lado, sino Ashura. Perotambién vio a alguien más… Se tratabade Alejandra. Se encontraba encadenadade pies y manos, y el príncipe era quiensostenía el extremo de sus cadenas.

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Esta vez, Martín chilló; pero los queestaban fuera no parecían oírle. Ashuraestaba gritando desaforadamente,interrogando a Alejandra, intentandoarrancarle algún tipo de información.Martín trató de comprender suspalabras, pero no pudo. El sonido de suvoz llegaba al interior del agujero tandeformado, que ni siquiera parecíahumano.

Aunque era consciente de que no leserviría de nada, Martín siguió gritando.Estirando los brazos, logró agarrar conambas manos el borde denso y frío delagujero, que reverberaba con un brillointenso y fluctuante, como si fuera

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líquido. Tensando a la vez todos susmúsculos, tiró de aquel borde con ambasmanos en direcciones opuestas. Nosabía muy bien lo que esperaba: Tal vezque aquel torpe gesto bastase paraensanchar el agujero y permitirle salir,como si las paredes fuesen de chicle ode algún otro material elástico ymaleable.

Una esperanza tan infundada comotodas las anteriores, como bien prontopudo constatar. Por más que tiraba, elagujero no se ensanchaba ni unmilímetro. Aquellas paredes queparecían casi fluidas demostraron tenerla solidez de una roca.

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Al otro lado, Ashura seguía gritando,y el rostro de Alejandra, semioculto trasun mechón de cabello, temblabasacudido por los sollozos. Martín dejóde luchar con la pared del túnel y volvióa escuchar. Seguía sin comprender laspalabras de Ashura, pero le pareció quela secuencia de sus gestos era la mismaque había visto hacía un rato. Tal vez laescena se estaba repitiendo, como unapelícula que, al terminar, se reiniciaseautomáticamente. O quizá no. Quizá esaimpresión formase parte de su delirio…

Se apartó despacio del túnel, tandolorido como si le hubiesen golpeado.¿Cuánto tiempo habría dedicado Dhevan

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a diseñar aquella trampa para él? Estabaclaro que había pensado en cada detalle,que había calibrado la programación delas entradas y salidas del agujero paraque las escenas que viese al asomarse lehiciesen el mayor daño posible. ¿Cómopodía odiarle tanto? Él nunca le habíahecho nada. A Hiden, su antepasado, sí.Pero Dhevan le odiaba aún más queHiden. Había heredado el odio de suantecesor y lo había cultivado hastaconvertirlo en algo enorme, monstruoso.Lo había alimentado con sus propiasfrustraciones, con sus propios miedos…

Y el resultado era aquella mazmorra.«Una prisión de la que ni un dios podría

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escapar». Eso decía el Libro de lasVisiones. Y él, desde luego, no eraningún dios. No era más que unhombre… Un hombre solo ydesesperado.

Se retiró a un espacio interior delagujero lo bastante cercano de la salidade Dahel como para poder captar su luz,aunque no lo suficiente para oír losgritos de Ashura. Intentó recomponerseun poco. Los relojes internos de susimplantes le decían que habíantranscurrido casi tres horas desde que sedespertó dentro del agujero. Lequedaban solo unas horas más antes deempezar a acusar los efectos de la falta

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de agua y comida. No podíadesperdiciar ese tiempo.

Evocó todos sus recuerdosrelacionados con los caballeros delSilencio y con sus sesiones deentrenamiento ante el Tapiz de lasBatallas. Poco a poco, su mente fueserenándose. Se imaginó que el aire queentraba y salía de sus pulmones era unacorriente de agua pura y cristalina.Podía hacer que esa corriente fluyesecon mayor rapidez o que se detuviese,formando un remanso tan sereno que lepermitiese verse reflejado en él.

Optó por lo segundo. Dejó que surespiración se volviese más y más lenta.

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Al mismo tiempo, una agradable laxitudfue extendiéndose por todo su cuerpo.Se dejó invadir por aquella oleada deinesperado bienestar. Empezaba adominar el tiempo, a armonizar el flujode su pensamiento con el transcurrir delos minutos. Siguió ahondando enaquella sensación hasta calmar su mentepor completo. Sonrió, sin saber si susonrisa era una reacción de su mente ode su cuerpo. No recordaba habersesentido nunca tan tranquilo. Ahoranecesitaba canalizar aquella sensaciónde control hacia el objetivo que leinteresaba. Se encontraba prisionero enuna cárcel aislada del tiempo; para

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romper sus barrotes, intuyó que teníaque desafiar a las leyes de lacausalidad, hacer que su pensamiento sesobrepusiese a ellas y conseguir que lapresión del tiempo desde el exterior deltúnel hiciese implosionar sus paredes.

Era una locura, pero una voz interiorle decía que podía conseguirlo.

El problema era que, para lograrromper el agujero de gusano, no bastabacon presionar desde un instante, desdeuna época… Debía presionar desdetodos los instantes a la vez. En unapalabra: Debía experimentar laEternidad… Debía conseguir que sumente se conectase simultáneamente con

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todos y cada uno de los segundos de suvida, y utilizar la fuerza conjunta detodos esos instantes para romper elagujero.

Martín lo intentó con todas susfuerzas. Concentrándose al máximo,logró que su memoria evocase a la vezmiles de vivencias de su pasadopertenecientes a momentos y lugaresdistintos. Aquel río de recuerdos poseíauna fuerza avasalladora; no le habríaextrañado ver colapsarse las paredesdel túnel en el que se hallaba atrapadobajo el violento impulso de aquellaavanlancha. Y sin embargo…

Y sin embargo, no ocurrió nada. El

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agujero de gusano seguía exactamenteigual que antes. Sus paredes vibrabanligeramente, parecían hincharse ydeshincharse a cada momento, como lasvelas de un barco a merced del viento.Pero aquel viento no era su mente, niprocedía de su interior. Fuese lo quefuese, pertenecía a otro ámbito de larealidad, al ámbito de lo puramentefísico.

Qué iluso había sido creyendo quepodía destruir un túnel en el tejido delespacio-tiempo con la fuerza de supensamiento. Las técnicas de control dela percepción temporal que empleabanlos caballeros del Silencio funcionaban

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cuando el enemigo era un ser humano:Un ser humano es, en buena medida,pensamiento y espíritu, y por eso se lepuede derrotar con el espíritu. Pero a laNaturaleza no se la puede dominarmediante fuerzas espirituales. La mentehumana, por muy poderosa que sea, nopuede alterar las leyes de la física. Soloun imbécil o alguien desesperado podíallegar a pensar lo contrario. Él era losegundo… y quizá, pensó, también loprimero.

Aun así, aquella fuerza interior erareal, lo más real que habíaexperimentado nunca. Tal vez no pudieseayudarle a abrir el agujero de gusano,

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pero sí podía ayudarle a entender.El flujo de recuerdos que circulaba

por su mente se ralentizó, permitiéndoledetenerse unos instantes en cada uno deellos. Había recuerdos de momentosalegres, emocionantes, tristes… y otrosinsoportablemente dolorosos. Ahora,por primera vez en su vida, podíahacerles frente sin miedo,contemplándolos desde una distanciainfinita. Y esa serenidad, esa fortaleza,sí que eran reales. Tan reales como paraaferrarse a ellas en un momento tandesesperado como el que estabaviviendo.

Sin prisas, pero también sin titubeos,

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comenzó a desandar su camino a travésdel túnel. Al llegar a la encrucijada, novaciló. Quería volver a la segundasalida, la que conducía a la esfera deMarte. Apresuró el paso a medida quese iba acercando a la boca del túnel. Nisiquiera cuando estuvo a un par demetros del agujero que filtraba la luzrojiza del crepúsculo se dejó atenazarpor la angustia. Avanzó hacia el orificioy miró una vez más.

La escena era exactamente la mismaque había presenciado antes. Su yo másjoven escuchaba espantado las voces deDeimos y Aedh procedentes delmirador. Los dos hermanos quedaban

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fuera de su campo de visión, en laplataforma de roca que se extendía a lasalida de la cueva. Recordabaperfectamente el escenario. Descubrióque su memoria había retenido detallesdel duelo mucho más precisos de lo queél mismo suponía.

Mientras observaba, su yo más jovenbordeó la esfera y desapareció tras ella.Martín sabía que se dirigía al mirador, ylamentó no poder seguirle. Entonces, élno sabía que estaba a punto depresenciar la muerte de su amigo, y queiba a reaccionar matando a su hermano.Pronto, muy pronto, el forcejeo entre losdos gemelos llevaría a Aedh a empujar a

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Deimos hacia el precipicio. Quizáestuviese sucediendo en ese mismoinstante…

De pronto se dio cuenta de que lapenumbra de la cueva se volvía másdensa. Fue un cambio brusco,inesperado…

Entonces se acordó del eclipse.Durante el duelo, la repentina oscuridaddel eclipse lo había distraído unossegundos, y Aedh aprovechó aquelmomento para atacarle. Su cerebroreaccionó llamando inconscientemente ala espada… Y fue entonces, sin sabercómo, cuando la espada acudió a susmanos y se clavó en el corazón de Aedh.

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Le pareció oír un grito desgarradorque se prolongaba en un eco cada vezmás lejano, interminable. El dueloestaba tocando a su fin. En unossegundos, una versión más joven de símismo se vería sorprendida por elataque de Aedh. Su espada fantasma sematerializaría en su mano en el momentojusto para matar a su adversario… Y élno podría hacer nada para impedirlo.

Como en un fogonazo, revivió laangustia de aquel instante. Volvió asentir la misma impotencia de entonces,la desesperación absoluta que le habíainvadido al darse cuenta de que habíamatado a un hombre. Y aquella

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desesperación abrió una compuerta ensu mente que, hasta entonces, habíapermanecido cerrada… Comprendió, depronto, lo que debía hacer.

La espada con la que había matado aAedh era su espada. No sabía de dóndehabía salido ni a quién pertenecía antesde llegar a sus manos. Solo sabía quehabía acudido a su llamada, que le habíarevelado su nombre… Y, si lo habíahecho entonces ¿por qué no iba ahacerlo ahora?

Kaled. La espada, su espada, sellamaba Kaled. El nombre brotó de suslabios en un aullido desgarrador… Yantes de que hubiera terminado de

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pronunciarlo, la espada estaba en susmanos.

Miró la hoja de acero, los símbolosincandescentes de animales míticos queresplandecían en su superficie. Observómaravillado la empuñadura de oro,intacta. Y al mismo tiempo, sintió queuna luz cegadora hacía estallar la bocadel túnel.

La espada era una máquina deltiempo, y al parecer era también unallave del tiempo. El agujero de gusanoen el que se hallaba prisionero habíaestallado en mil pedazos…

Y eso significaba que era libre.

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Capítulo 18

El hogar de los dioses

Martín dio unos cuantos pasoscegado por la luz que el estallido delagujero había provocado, tan intensa quele obligó a protegerse el rostro con lasmanos. Estaba tan conmocionado, que nisiquiera habría podido decir si seguía

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dentro de la esfera o si ya la habíaabandonado. Al notar la superficieirregular del suelo, supuso que seencontraba fuera, en la gran caverna quedaba acceso al mirador donde, tal vez enese mismo instante, él estuvieseluchando con Aedh.

Avanzó dando tumbos, tropezando,herido por el insoportable resplandorque lo rodeaba. Tenía que llegar hasta ellugar del duelo.

No entendía muy bien lo que habíapasado. Al notar la oscuridad deleclipse, había invocado el nombre de suespada pensando que tal vez así lograríaimpedir que esta se clavase en el cuerpo

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de Aedh. Sin embargo, ahora se dabacuenta de que esa llamada no podíacambiar lo ocurrido. Él había vistomorir a Aedh en el pasado, y el pasadono se puede cambiar…

Siguió caminando bajo lasllamaradas de luz. Le pareció que elsuelo ascendía en una suave pendienteque, poco a poco, se iba volviendo máspronunciada. Mientras subía por laescarpada pendiente, utilizó a menudo suespada como bastón, hincándola en latierra para apoyarse. Una de las veces,al hacerlo, estuvo a punto de resbalar, ypara evitarlo se aferró con fuerza a laempuñadura.

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Gradualmente, fue notando que elresplandor que lo rodeaba se volvíamenos intenso. Parpadeó unos instantes,acostumbrándose a la luz. Luego, miró asu alrededor… Y descubrió que noestaba en una ladera, sino al borde de unprecipicio de inmensa profundidad, conel mundo entero a sus pies.

Lo más curioso era que no estabasolo en aquella cumbre. Paseó su miradaalrededor y se dio cuenta de que, desdeel lugar en el que se encontraba, podíaverlo todo. Veía su instituto de IberiaCentro, y los verdes canales de Nara.Veía los tejados dorados de la CiudadRoja y la cúpula transparente de

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Arendel. Podía ver la gran plazasubterránea de Chernograd, lasmarismas de Eldir, los edificiostransparentes de Medusa y el gran árbolsagrado bajo la ciudad aérea de Areté.Todos los lugares, todas las épocas, seextendían a su alrededor formando uncomplejo mosaico de colores y reflejossobre el cuál flotaba su cuerpo, ligero,como si nadase en un extraño líquido.Ya no existían el pasado, el presente niel futuro; todo era simultáneo. El tiempolo envolvía como una nube, denso,imponiéndole su consistencia y velandolos contornos de las cosas.

Pero, a la vez, sabía que el tiempo

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quedaba fuera de él, que su concienciase había liberado de su influjo y habíaaccedido a un plano más elevado. Allí,los pensamientos no estabanencadenados a la ley de la causalidad,sino que fluían libremente, desbordandosu espíritu e inundándolo todo.

Lo que estaba experimentando era laEternidad. Y de pronto entendió por qué.

Estaba viajando con la espada.Desde hacía años, sabía que las espadasfantasmas desaparecen bruscamente yvuelven a aparecer porque viajan através del tiempo. Sabía que eranmáquinas del tiempo en miniatura…Pero lo que nunca había imaginado era

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que una de aquellas máquinas pudieraarrastrar a un hombre consigo.

Recordó que Kirssar, el inventor delas espadas, había fabricado sumecanismo a partir de unos planosencontrados en el planeta Zoe que élhabía interpretado erróneamente. PorqueZoe no había decidido entregarleaquella avanzada tecnología al serhumano para que la utilizase como arma,sino para que conquistase el universo.El mecanismo de las espadas, capaz derealizar grandes saltos en el continuoespacio-temporal, podía arrastrarconsigo algo más que una hoja de acerolabrado. Podía tirar de algo tan pesado

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como la gigantesca nave del Carro delSol… ¿Qué tenía de extraño que pudiesetransportar a una persona?

Martín cerró los ojos, aunque sabíaque daba lo mismo mantenerlos cerradoso abiertos. Allí donde se encontraba, elorden de las acciones no era importante.Comprendió que ese era el terreno denadie al que iban las espadas cuandodesaparecían. Una encrucijada dedimensiones en la que el tiempo seestancaba, en la que la materia, liberadadel yugo de los segundos, se volvía tanindestructible como el espíritu.

Podía quedarse allí. Él dominaba laespada, y podía obligarla a permanecer

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en aquella cumbre, por encima de todadebilidad y de toda degradación. Si sequedaba allí, viviría eternamenteatrapado en un único y eterno segundo.No enfermaría, ni envejecería. Notendría que enfrentarse a la muerte nipreocuparse por sentir hambre, sed, ofrío. Era un cristal de materia congeladay pensante. Un ángel, quizá. Taninalcanzable como un rayo de luz.

Tal vez eso era el cielo: un estadomás allá de la muerte y de la vida. Unainvulnerabilidad absoluta. Una distanciainfinita de todo lo que hasta entonceshabía conocido, de lo que él creía que lohacía humano.

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Ninguna criatura, por estúpida quefuera, renunciaría al cielo. Significabael final de todo sufrimiento, lacicatrización de todas las heridas.Significaba no sentir… El ansiadonirvana de los hinduistas, el satori o lailuminación que perseguían los maestroszen.

Una espada lo había llevado hastaallí. No era más que un artilugiotecnológico sin voluntad ni inteligencia.No se trataba de un mensajero que lohubiese arrastrado a la iluminación conalgún propósito. Ni tampoco de unenviado de Dios encargado de premiarlopor sus buenas obras. No, no era eso…

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Era la soledad. Martín comprendióque en aquella ausencia total desufrimiento podía llegar a explorar hastael último rincón de su mente. El tiempono existía, la realidad lo envolvía comoun arcoiris de infinitos matices, y él solotenía que quedarse allí a contemplarlo.Una existencia liberada de cualquiernecesidad material y dedicadaúnicamente al conocimiento. Le habíaoído decir a Jacob que, si la Eternidadexistiese, sería muy aburrida. Bien… Side algo estaba seguro, era de que enaquel paraíso al que lo había arrastradola espada no existía el aburrimiento.

Pero tampoco existía el amor. Tal

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vez los brahmanes hinduistasconsiderasen que eso era una ventaja. Élno lo veía así. Y no estaba pensando enla mezcla de pasión y amistad que leinspiraba Alejandra, sino en algo másamplio y difuso: los lazos que le uníanal resto de los seres humanos… Esotambién era amor, en cierto modo. Erainterdependencia, comunicación. Sentirlo mismo que otros, compartir su dolor osu alegría. Allí donde la espada lo habíaarrastrado, todos esos vínculos no eranmás que un vago recuerdo de cadenasrotas.

Se dio cuenta, maravillado, de queno tenía que elegir. El tiempo no

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apremiaba, tenía todos los instantes delmundo a su disposición. Podía quedarseen aquella nada luminosa mientras élquisiera, y luego, cuando se cansase,podía ordenarle a la espada queemprendiese el regreso. Después detodo, nadie lo echaría de menos. Nisiquiera se darían cuenta de que habíadesaparecido. Aunque permaneciese allíaislado durante el tiempo equivalente avarias vidas humanas, podría volver enel mismo segundo en el que se había ido.

Pensó en Aedh. Había llamado a laespada para intentar evitar que seclavase en el corazón del muchacho,pero lo había hecho sin reflexionar,

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olvidando que era un hecho que él yahabía presenciado y que nadie podíacambiar. No sabía de dónde habíavenido Kaled, pero estaba seguro de queel hecho de que estuviera allí, en susmanos, no significaba que no se hubieseclavado en el pecho de su amigo.

En definitiva, su regreso no evitaríala muerte de Aedh. Lo había vistoexpirar en sus brazos. Así era comohabía ocurrido, y por mucho que ledoliera no podía cambiarlo. Ni eso, ni lamuerte de Deimos…

Fue en ese instante cuando un hazluminoso atravesó su mente. A Aedh lohabía visto morir, pero a Deimos no.

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Solo lo había visto caer por unprecipicio. En aquel momento, habíapensado que ninguna fuerza humanapodía salvarle. Pero entonces noconocía el inmenso poder de Kaled.

Si su espada había sido capaz derescatarle de un agujero de gusano yarrastrarlo fuera, también podríarescatar a Deimos en el preciso instantede su caída al vacío y arrastrarlo a otrolugar. Kaled había demostrado ser algomás que un arma. En realidad, era unanave espacio-temporal en miniatura.

Podría haberse quedado allí, en lacima del mundo, durante siglos omilenios. Podría haber demorado su

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regreso eternamente y, aun así, llegar enel momento preciso para salvar a suamigo. Pero el problema era que noquería estar allí; ya no. Quería estar conDeimos, comprobar que podía salvarlode la muerte, asegurarse con sus propiosojos de que su frágil cuerpo no llegabanunca a estrellarse contra el suelo,contra el fondo del abismo.

Sí; allí era donde quería estar.Ahora solo tenía que concentrar su

mente y hacerle comprender su decisióna Kaled…

Cerró los ojos, suspiróprofundamente y se dispuso a abandonarel paraíso.

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Capítulo 19

Después de la caída

Deimos tardó una fracción desegundo en comprender que no habíanada detrás, nada que pudiera frenar sucaída. El pánico lo desgarró por dentro,como un grito incapaz de abrirse paso através de su garganta, clavando sus

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aristas en su carne hasta desangrarlo.Caía tan deprisa que la escarpada paredde roca salpicada de líquenes pasabajunto a él a toda velocidad, borrosacomo una película proyectada a cámararápida. Una pared oscura, oscura… Leaterrorizaba la idea de chocar contrauno de sus salientes y de adelantar unosinstantes su muerte.

Porque iba a morir. Tardaría unoscuantos segundos en llegar al fondo delabismo, teniendo en cuenta que habíacaído desde una altura de siete milmetros, pero al final llegaría. Su cuerpose estrellaría contra la roca y todos sushuesos se romperían. No tendría que

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soportar una larga agonía; la muertesería instantánea. Todo lo que lequedaba en el mundo eran esos pocossegundos. La gente decía que en losúltimos instantes antes de morir, la vidapasa ante ti como una filmación en laque vuelves a recordar todo lo que te haocurrido. Pero Deimos solo recordaba aAedh, su rostro crispado de ira en elinstante en que lo empujó al vacío.Quizá no quería que él muriese. Nopodía quererlo: Era su hermano. Quizáen ese preciso instante se estuviesearrepintiendo, pero ya nada teníaremedio. Martín…

Y entonces ocurrió lo que tantas

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veces había oído decir: cientos deinstantes de su pasado desfilaron por sumente en rápidos fogonazos. Algunos losrecordaba, pero otros, la mayoría, loshabía olvidado. Eran las imágenes queel programa de borrado selectivo dememoria implantado por Dhevan en sucerebro había eliminado de suconciencia. Ahora que ya no le servía denada, la compuerta de seguridad quemantenía aquellos recuerdos fuera delalcance de su mente consciente se habíaroto. Se vio a sí mismo en Eldir,buscando a su padre. Se vio en Zoe, y enla Rueda de Ixión. Se vio con Casandraantes de viajar al pasado.

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Casandra.Tomó conciencia de que el fondo del

abismo se acercaba a una velocidadcada vez mayor. La gravedad de Marteimprimía a su cuerpo una aceleraciónmenor que la que habría experimentadosi la caída se hubiese producido en laTierra, pero, aun así, notaba que caíamás y más deprisa.

Y entonces notó un cosquilleo en sumano derecha. Intentó mirarla, y en esemismo momento vio el puño dorado deuna espada fantasma que sematerializaba a partir de la nada. Loasió. La hoja todavía no era visible deltodo. En el mismo instante en que sus

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dedos se cerraron en torno al puño demetal, notó que algo tiraba de él confuerza hacia arriba. Era algo más fuerteque la gravedad. Estaba subiendo.

Por un momento creyó ver la hoja dela espada, y al mismo tiempo sintió quelo que su mano estaba aferrando no eraen realidad metal, sino otra mano que asu vez se aferraba a la empuñadura deoro de la espada. Debía de estar allí,pero no la veía; únicamente podía notarel tacto cálido y algo áspero de otrapiel, pero la mano no estaba…

Dejó escapar un grito. Su propiamano también había desaparecido hastael codo. Mejor dicho, no había

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desaparecido… Su imagen se habíaborrado de su conciencia. Sus sentidosya no captaban aquella parte de sucuerpo. Y la invisibilidad ibaavanzando. Ya no podía ver el brazo, niel hombro. Por supuesto, tampoco podíaver la espada. Y en cuestión de segundosdesapareció todo lo demás. Su cuerposeguía allí, aferrado a una mano que seaferraba a una espada, dejándosearrastrar por la inmensa fuerza que loimpulsaba hacia arriba, salvándolo delabismo. Su cuerpo seguía allí, y tambiénla mano que no era suya, y la espada;pero no podía ver ninguna de las trescosas. Como si de pronto, sus ojos se

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hubiesen quedado ciegos… Entonces,sintió que su conciencia se abría comoun ojo infinito capaz de verlo yentenderlo todo. Percibió que estabaviajando a través de una regióninaccesible a los sentidos, más allá delespacio y del tiempo.

Pensó que había muerto. Pensó quele quedaba un residuo de espíritu queluchaba por liberarse de un cuerpodestrozado, y le invadió una angustiainsoportable. Pero aquella sensaciónduró solo un momento. No había perdidosu cuerpo, estaba seguro. Lo sentía,sentía sus manos, su piel, el contacto deaquella otra mano, aunque no pudiese

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ver nada de aquello.De repente, la otra mano se soltó, y

en ese momento notó un violento golpeen su costado, como si acabase dechocar con algo sólido y terriblementeduro. Se miró la mano liberada. Ahorala veía. Veía la mano, el brazo, la túnicadesgarrada sobre su pecho, sus dospiernas encogidas sobre la roca. Ledolía muchísimo la cabeza, pero laconciencia de aquel dolor le hizo reírpor dentro. Era la confirmación de queseguía vivo.

Vio unas botas oscuras, unospantalones de tela azul y el borde de unatúnica deshilachada. Alguien estaba en

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pie, a su lado. Alzó los ojos. EraMartín… Pero había cambiado mucho.Su rostro había adelgazado, pero sushombros, en cambio, se habían vueltomás anchos. Le vino a la memoria unaimagen de su despedida a bordo delCarro del Sol. Los ojos que le estabanmirando tenían una expresión muyparecida a la que tenían entonces. Noeran tan jóvenes como los ojos delMartín que, unos minutos antes, le habíavisto caer por el precipicio desde elmirador de la Doble Hélice. Reflejabanmás experiencia, habían vivido y sufridomás.

—Eres tú —consiguió articular—.

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¿De dónde sales? Martín lo miró sincontestar. Su sonrisa era indescifrable, ala vez alegre e infinitamente triste.

Deimos se incorporó. La brusquedaddel movimiento le produjo un pinchazode dolor en las sienes que le obligó acerrar los ojos por un momento.

Cuando volvió a abrirlos Martínseguía allí, en la misma posición. No sehabía movido ni un centímetro, y noparecía decidirse a romper el silencio.

Deimos se frotó el hombro izquierdocon la mano derecha. Notar bajo susdedos los músculos doloridos leprovocó una extraña oleada defelicidad.

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Miró una vez más a su amigo.—Estás hecho un asco —le dijo,

sonriendo.La sonrisa de Martín se ensanchó.—Tú también —contestó.Tenía la voz más grave de lo que

recordaba.—No eres tú, ¿verdad? —Deimos

hizo un gesto de disculpa con la mano,consciente de lo absurdo de suobservación—. Quiero decir, no eres elmismo «tú» que estaba aquí mirando,hace un momento…

Martín asintió. Ya no sonreía.—Tienes razón. No soy el mismo.

Soy un Martín algo más viejo. Han

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pasado algunos años… He estado en elfuturo.

Deimos se tocó las rodillas. Laderecha le dolía tanto, que empezó apreguntarse si no estaría fracturada.

—Sí —dijo, concentrado en palparcon cuidado la articulación—. Sí, ya losuponía. Vienes de allí, de mi época. Terecuerdo.

Martín arqueó las cejas.—Creía que esa parte de tu memoria

se había borrado.—La recuperé mientras caía al

abismo. A propósito, todavía no te hedado las gracias… Estaba seguro de queiba a morir.

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—Sí. —Martín suspiró—. Yotambién lo estaba. En realidad, todos locreímos. Dimos por sentado que habíasmuerto. Era lo más lógico —añadió entono de disculpa.

Deimos asintió con aire distraído.—Lo sé. Fue lo que me dijisteis. Lo

que todavía no entiendo es cómo medecidí a viajar a esta época, convencidocomo estaba de que iba a morirme…

—Hiciste lo que creíste que debíashacer.

Deimos clavó en Martín sus bellosojos azules.

—Supongo que sí —dijo—. Y hesido premiado. Martín hizo una mueca.

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—No creo que haya sido un premio,Deimos. Sencillamente, me di cuenta atiempo de que podía evitar quemurieras… Aunque no sé si «a tiempo»es la expresión más adecuada.

Deimos no parecía haber prestadomucha atención a aquella puntualización.

—Te equivocas, sí que ha sido unpremio —insistió—. ¿Recuerdas loobsesionados que estábamos con eldestino? Creíamos saber lo que nosesperaba… Y no lo sabíamos.

Aguardó con expresión interrogantea que Martín le respondiese. Así eracomo solían empezar susconversaciones más profundas, con una

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afirmación suya que Martín seapresuraba a rebatir. Esta vez, sinembargo, no lo hizo.

Deimos observó a su amigo conmayor atención que hasta entonces.Había algo inquietante en su expresión,y no tenía nada que ver con que ahorafuera mayor. En sus rasgos, si uno sefijaba bien, podía apreciarse unacrispación muy poco natural. Tenía lasmandíbulas apretadas, los ojos muyabiertos, el ceño levemente fruncido y lamirada angustiada. Deimos comprendióde pronto que estaba haciendo un granesfuerzo para ocultar que estabasufriendo. Algo grave le ocurría… y él

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estaba intentando disimularlo.Deimos apoyó en el suelo la rodilla

que menos le dolía y, de un soloimpulso, logró ponerse en pie. Se quedómirando a Martín unos instantes,tratando de adivinar lo que le pasaba.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó,sondeando sus ojos—. ¿Cómo lograstedetener mi caída?

—Lo hizo la espada. —Martín seencogió de hombros, y aquel gesto lodejó levemente encorvado hacia delante,como si soportase un gran peso—. No séexactamente lo que ocurrió, Deimos. Laespada tiró de mí, viajé con ella a travésdel tiempo… Y pude salvarte.

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Deimos miró el arma, y se fijó enque la mano que la sostenía temblabaostensiblemente.

—Entonces —murmuró—, si laespada está en tu mano, y tú acabas dellegar del futuro… Eso significa que nopudiste matar a Aedh…

—Me temo que te equivocas,Deimos. No sé desde que momento olugar me llegó la espada. Solo sé que nofue el momento que a los dos nos habríagustado… Lo siento mucho, amigo; peroAedh está muerto.

Con suavidad, asió con su manolibre el brazo de Deimos y lo condujohacia el otro extremo del mirador.

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Deimos todavía se tambaleaba un poco,pero, aun así, su mente se había aclaradolo suficiente como para permitirledistinguir cada detalle del paisaje. Lapared de roca rojiza se alzaba detrás deellos hasta una altura incalculable. Pordebajo, solo estaba el cielo violáceo, ymás abajo aún el abismo…

Lo vio tendido en la polvorientaplataforma de roca, con las dos manoscruzadas sobre el pecho. Alguien lohabía arrastrado hasta dejarlo junto a lapared del escarpe, quizá para protegerlodel viento. Aedh muerto. Para Deimos,era como verse a sí mismo reducido a uncuerpo desmadejado y vacío. Aedh…

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No podía creer que aquel horror fueseirreversible. Durante muchos añoshabían sido más que amigos, más quehermanos. Habían sido dos mitades deuna misma conciencia, dos inteligenciasconectadas por una complicidad que ibamás allá de los gestos y las palabras.

Después, poco a poco, se habíandistanciado. Y ahora llegaba laseparación definitiva.

Aedh…—No quiero molestarte —la voz de

Martín resonó remota en sus oídos, apesar de que solo se encontrabanseparados por media docena de metros—. Sé que necesitas despedirte de él,

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pero… Si queremos escapar, debemosdarnos prisa. La llave del tiempo deAedh ya habrá activado la secuencia dedetonación de la bomba que le puso a laesfera. Como mucho, deben de quedarveinte minutos para que vuele por losaires.

Deimos alzó la cabeza hacia él,aturdido.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó—. ¿Adónde vamos a llevarlo?

Martín dio un par de pasos hacia suamigo. Estaba tan pálido como el papel,y apenas parecía quedarle energía parahablar. Su mano se apoyó con ligerezaen el hombro de Deimos.

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—No vamos a llevarlo a ningunaparte —dijo en voz baja—. Lo siento,amigo. No es posible. Te repito que notenemos tiempo. La esfera va a volar…Si no nos damos prisa, quedaremosatrapados aquí.

Deimos meneó hoscamente lacabeza.

—No me importa —dijo, sombrío—. Ya sé que te debo la vida, Martín,pero no quiero irme… No sin mihermano. Martín suspiró, cansado.

—Hazme un favor, ¿quieres? —dijo—. Su llave del tiempo debe de estar enalgún bolsillo de su ropa. Cógela…Vamos a necesitarla.

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Aquella orden hizo reaccionar aDeimos. En lugar de obedecer, se quedómirando a Martín con ojos espantados.

—¿Quieres volver al futuro? —preguntó, atónito.

—Es nuestra única vía de escape —la voz de Martín se debilitaba pormomentos—. No sé si lo has notado,pero no estoy en condiciones de ir muylejos. Con suerte, podré llegar a laesfera antes de que estalle. No hemosllegado hasta aquí para rendirnos ahora.

—Pero ¿por qué al futuro?Podríamos usar la esfera simplementepara llegar a la Tierra, como hacíaHiden con sus ejércitos. ¿O es que ya no

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nos queda nada que hacer aquí?Martín tardó una eternidad en

contestar. Deimos se alarmó al notar queel muchacho temblaba de pies a cabeza.

—Tengo algo más urgente que haceren Dahel —consiguió responder, y susojos se endurecieron mientras hablaba—. Y tú… Tú tienes que volver a tumundo, Deimos. No sé si lo recuerdas,pero allí te espera Casandra.

Deimos asintió. Con gestoscautelosos, como si temiese despertar aun niño dormido, se acercó al cadáverde Aedh y le acarició un instante elcabello. Después, sin apartar la vista deaquel rostro que tanto se parecía al suyo,

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empezó a rebuscar en sus bolsillos.Encontró varias cosas que, en otromomento, le habrían interesado. Untrocito de corteza de uno de los árbolessagrados de la familia, un logotipo deUriel recortado con esmero de una cajade cartón… Y, en un bolsillo interior delpantalón, la llave. Extrajo con cuidadoel pequeño objeto, se incorporó y se lotendió a Martín. Apenas soportabatenerlo entre sus dedos.

Martín le sonrió, le tendió una manoy lo guio hacia el otro extremo delmirador. Deimos no opuso ningunaresistencia. Le desconcertó un poco lapenumbra de la caverna y la leve

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fosforescencia que emanaba de susparedes rocosas.

—Aún persiste —musitó Martín,fijándose en aquel resplandor—. La luzdel colapso del agujero…

Miró su espada con airemeditabundo.

—Me pregunto si la esfera todavíafuncionará —dijo, pensativo—. Hace unrato provoqué un… ¿cómo decirlo? Unaccidente en su interior…

Deimos se le adelantó y, sin titubear,se introdujo en la esfera.

Martín siguió sus pasos. Una perlablanca del tamaño de una pelota de tenisflotaba inmóvil en el centro del

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artilugio, y las paredes de plataproyectaban cambiantes destellos sobreella. La esfera parecía intacta. Incluso seveía, más allá de la pared, el reflejoconfuso de un largo túnel…

Martín se colocó delante de laesfera, en la plataforma destinada a losviajeros. Sus rodillas se doblaron, yparecía que las piernas no iban asostenerle. Sin embargo, logrórecomponerse… Pero, cuando se volvióhacia Deimos, había un brillo febril ensu mirada y un tinte ceniciento en susmejillas.

—No creo que pueda hacerlo —murmuró—. Me encuentro demasiado

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cansado. Además, tú sabes mucho mejorque yo lo que hay que hacer… Toma,hazlo —concluyó, tendiéndole a Deimosla llave del tiempo.

Deimos jugueteó pasando los dedospor el borde en forma de estrella delpequeño artilugio. Al inclinarlo, unainscripción holográfica en la que secombinaban cifras y números seproyectó en el aire.

Deimos repasó los caracteres, queparecían formados por gotas de agua.

—Qué raro. La llave indica que elagujero de gusano ya está abierto. Y elotro extremo se encuentra precisamenteen las coordenadas geográficas de

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Dahel, y en una fecha del año 3076…—Parece que el túnel se recompuso

después de que mi espada lo colapsara.La voz de Martín había sonado

pastosa y lenta. Deimos lo observó conpreocupación. Cada vez era másevidente que le costaba trabajomantenerse en pie.

—¿Es allí adónde quieres ir? —preguntó. La mirada de Martín se estabavolviendo turbia por momentos, tantoque Deimos temió que no le hubieseoído.

Pero al parecer se equivocaba,porque el muchacho hizo un gestoafirmativo con la cabeza.

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—Aún estamos a tiempo de elegirotra salida —insistió Deimos—. Puedocambiar la programación de la llavepara que lleguemos a Medusa, en lugarde a Dahel…

Martín movió los labios, pero elsonido tardó en brotar.

—No —consiguió decir—. No, aDahel. Alejandra…

Sus iris danzaron un instante sin fijarla mirada, y luego desaparecieron bajosus párpados. Deimos corrió hacia suamigo justo a tiempo para evitar que secayese al suelo. Pasándole un brazosobre los hombros, lo sostuvo con elotro por la cintura y lo arrastró con él

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hasta detenerse a un metro escaso de laperla frotante.

Entonces apretó el resorte de lallave. Vio cómo las paredes de la esferase combaban formando un corredor cuyofinal no se veía. Martín se habíaderrumbado sobre él, descargando ensus hombros todo el peso de su cuerpo.Tenía los ojos cerrados. Era obvio quese encontraba semiinconsciente… Pero,cuando Deimos trató de cogerle laespada para que no se hiciera daño,todos sus músculos se tensaron al mismotiempo, y sus ojos se abrieron de golpe.Tenía la mirada perdida y las pupilasdilatadas.

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Deimos respiró hondo, susurró unaspalabras tranquilizadoras al oído de suamigo y, sujetándolo por la cintura,comenzó a caminar a través del agujerode gusano que terminaba en la esfera deDahel.

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Capítulo 20

Dahel

Al ver la luz al final del túnel,Deimos contuvo el aliento. Le parecióoír voces y un grito de mujer.Instintivamente, aceleró el paso. Martínse adaptó al nuevo ritmo arrastrando lospies, que constantemente tropezaban

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entre sí. De no haberlo sujetado,probablemente su amigo se habría ido alsuelo. Llevaba unos minutos delirandoen voz alta. Casi nada de lo que decíaresultaba inteligible… Lo único queDeimos pudo descifrar de susdeslavazadas frases fue el nombre deAlejandra, que repetía una y otra vez.

Cuando se encontraban a unos veintemetros de la salida del agujero degusano, se detuvo y sacudió a su amigopor los hombros para hacerlereaccionar.

—Escúchame, Martín —le susurró—. Estamos a punto de salir, y ahí fuerano van a recibirnos con los brazos

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abiertos. Cuanto más tiempo tarden endescubrirnos, mejor… Tienes quecallarte, ¿me oyes? Tienes que mantenerla boca cerrada.

Martín consiguió enfocar la miradasobre el rostro de Deimos y asintió conla cabeza. Parecía que había entendidoel mensaje, porque mientras caminabanpor el tramo final del túnel se mantuvocallado.

Al llegar a la salida, Deimos obligóa Martín a pegarse todo lo posible a lapared, y él se puso delante. Se asomócon precaución. La Sala del Tiempo,como la llamaban los Maestros dePerfectos, se encontraba tal y como la

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recordaba. Los mismos hologramascambiantes cubriendo el suelo como unaalfombra, los mismos candiles en lasparedes, con sus débiles llamasazules…

Todo eso lo captó en un instante, ytambién captó algo más. En la habitaciónhabía dos personas, y una de ellas era elpríncipe Ashura. Su mano derechasujetaba férreamente las cadenasengarzadas a las manos y los pies de unamujer. Ella estaba de espaldas, y alprincipio no logró identificarla. Vio aAshura tirar con crueldad de una de lascadenas y a la muchacha doblarse dedolor. Entonces, Martín emitió un grito

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salvaje y desgarrado, lo apartóderribándolo de un empujón y salió dela esfera como un huracán.

Deimos se incorporó tan deprisacomo pudo y salió detrás de su amigo.Martín, debido a su estado, no habíaconseguido llegar muy lejos: Se habíaderrumbado a escasos metros de Ashura,que lo contemplaba con el rostro lívido.Deimos comprendió la reacción de suamigo al darse cuenta de que laprisionera de Ashura era Alejandra.

Tenía que pensar deprisa. Ashuramiraba a los recién llegados como sihubieran regresado de la muerte, y en elrostro de Alejandra se reflejaba una

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inmensa alegría. Martín parecíainconsciente, y su espada había ido aparar a los pies del príncipe. Encuestión de segundos, este podíareaccionar y atacarles…

Pensó por un momento enadelantarse a su adversario e intentarcoger la espada de Martín. Sin embargo,aquella no era su arma, y Deimos sabíaque Ashura era uno de los espadachinesmás temibles de Areté. El príncipellevaba su propia espada ceñida alcinturón, y podía desenvainarla encualquier momento…

Deimos se concentró y llamó contodas sus fuerzas a la espada de su

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padre. Sus amigos le habían contadoque, al creerle muerto, la habíanenterrado en el jardín de su casa deNueva Alejandría. Se envolvió en unmanto de silencio, cerró los ojos yempleó toda su energía mental en evocarel nombre de la espada y el lugar en elque yacía. El arma tendría que atravesaruna larga distancia en el espacio y en eltiempo para llegar hasta él. Nunca habíaintentado una evocación tan difícil…

Sintió un hormigueo frío en la mano,y antes de que la espada se volvieravisible notó el metal de la empuñaduraentre sus dedos. Luego vio arder lossignos grabados en su hoja como una

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hilera de brasas en el aire… Y,finalmente, el acero se materializó antesus ojos.

También Ashura lo vio, y eso le hizosalir de su estupor. Con gesto rabioso,desenvainó su espada y arrojó al suelolas cadenas que sujetaban a Alejandra.Su mirada de hielo se encontró con la deDeimos mientras su cuerpo se movía conagilidad, describiendo una curva precisaalrededor de su adversario. Estababuscando el mejor ángulo para atacarle.

Deimos miró un instante a Alejandray le señaló el cuerpo desmayado deMartín. Ella comprendió su gesto deinmediato. A pesar de sus cadenas,

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consiguió llegar hasta el muchachoinconsciente. Susurrándole palabrastranquilizadoras, Alejandra le pasó unbrazo bajo las axilas y logró arrastrarlomás allá del escenario del combate.

Para entonces, los ojos de Deimosya habían vuelto a Ashura. El príncipetenía ahora una espada en cada mano, yninguna de ellas era la de Martín. ¿Dedónde había sacado la segunda espada?Debía de haber evocado su nombre paraobligarla a acudir, como había hechoDeimos con la suya. Lo raro era que lasdos espadas parecían idénticas, yKirssar no había forjado jamás dosespadas iguales…

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Pero no había tiempo paraelucubraciones. Aullando un viejo gritode guerra ritual, Ashura se abalanzósobre él con las dos espadas en alto.Deimos dejó que su espada eligiese concuál de ellas quería medirse, y élesquivó el ataque de la otra. Sinembargo, no fue lo bastante rápido, y lahoja del arma le rozó el costado. Almenos eso fue lo que vio, aunque nosintió su contacto…

Entonces comprendió que su espadahabía elegido bien, ya que la segundaespada de Ashura no era un arma real,sino virtual. Aparentemente no sediferenciaba en nada de la espada

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auténtica, pero en realidad no podíahacerle ningún daño. No podía herirle niclavarse en su cuerpo. Eso sí, podíadistraerle, engañarle y obligarlo adirigir un golpe contra ella mientras laotra espada, la verdadera, lo cogía porsorpresa atacándole desde un ángulodistinto.

Deimos no se había recuperado deltodo de su caída por el precipicio delMonte Olimpo. Tenía una rodillaseriamente magullada, y cada vez quemovía aquella pierna sentía un pinchazode dolor. Sin embargo, la llegada de suespada parecía haberle despejado lamente: Rechazó una estocada de Ashura,

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vio cómo las dos espadas del príncipese cruzaban en el aire, y aprovechóaquel momento para lanzar un ataquedirecto al pecho del príncipe. Este lorechazó y contraatacó con agilidad, peroDeimos tuvo los reflejos suficientescomo para retroceder en el precisoinstante en que una de las espadas de surival rasgaba el aire a escasoscentímetros de su hombro derecho.

La rapidez con que Ashura manejabasus dos armas le desconcertaba. Prontocayó en la cuenta de que el príncipeestaba intentando cansarlo hasta que yano pudiera distinguir la espada virtualde la real. Pues bien, si era eso lo que

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quería, le seguiría el juego…Se concentró e hizo desaparecer su

espada para recuperarla apenas uninstante después. Repitió la maniobratres veces seguidas sin dejar de cambiarde posición, hasta lograr desconcertar aAshura.

Entonces atacó. Lo hizo tan deprisaque no se dio cuenta de que arremetíacontra el arma virtual, lo que provocóque, al no encontrar ningún obstáculosólido, su propia espada lo arrastrara alsuelo. Pero, al menos, ahora sabía aciencia cierta cuál era la espada real…Desde el suelo, propinó una brutalpatada al brazo que la sostenía,

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haciendo que el arma saliera disparada.Ashura lo miró con los ojos

inyectados en sangre. Ahora solo teníauna espada virtual, pero no parecía queeso le acobardase. Deimos rodó por elsuelo para intentar hacerse con el armadel príncipe. Ya tenía la mano sobre suempuñadura, cuando la espadadesapareció. Ashura la había llamadopor su nombre, y un instante despuésvolvía a tenerla en la mano.

El príncipe se movió con mortalrapidez. Deimos detuvo una estocada,pero Ashura utilizó la fuerza de surechazo para inflingirle un nuevo golpe.Aunque el muchacho logró esquivarlo,

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la hoja de acero le rozó el costado, yesta vez sí notó un agudo dolor cuandoel filo desgarró su piel. La camisa se leempapó de sangre. No era una heridaprofunda, pero sí lo bastante larga comopara dificultarle los movimientos delbrazo derecho. Eso le dejaba sin muchasopciones… Le gustase o no, tendría quecombatir con el otro brazo.

Para compensar su desventaja,Deimos decidió sacar el máximo partidode su agilidad con las piernas. A pesardel mal estado de su rodilla, podíacambiar de posición con mayorfacilidad de Ashura, y se habíaentrenado para avanzar y retroceder

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cambiando de ritmo, una técnica muyútil a la hora de desconcentrar aladversario. Recordó las lecciones de supadre en los años de su adolescencia:Sostener la mirada del rival, tratar deintroducirse en su mente y robarle elnombre de su espada. Era más fácildecirlo que hacerlo, sobre todo con unenemigo tan poderoso como Ashura. Lomás temible del príncipe no era sudestreza con las dos armas, sino elpoder de su mente. Deimos tenía queemplear buena parte de su capacidad deconcentración en repeler los continuosataques del príncipe a sus implantesneurales, con los que pretendía robarle

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el dominio de su propia espada.Aquella necesidad continua de

defenderse mentalmente le estabaminando las fuerzas segundo a segundo.Seguía repeliendo bien las estocadasreales, y casi nunca se dejaba engañarpor las virtuales. Sin embargo, elcansancio le hacía cometer cada vez máserrores. El tiempo jugaba en su contra.Cada minuto que se prolongaba elcombate era una pequeña victoria parael príncipe.

Por un momento, deseó que Martíndespertara y pudiera ayudarle con laespada, pero en seguida rechazó esaidea. Un guerrero no debía reconocer

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nunca su propia debilidad. Si Ashuraleía en sus ojos que empezaba adesesperarse, sabría cómo aprovecharaquella fisura en su entereza de ánimo.

No podía flaquear. Si quería venceral príncipe debía lanzar un ataque tanaudaz que no se lo esperara. Debíaderrotarlo en un solo lance,sorprenderlo con algo que ni siquierapudiese imaginar.

Concentró todo el poder de supensamiento en el nombre de su espada,intentando entablar un silenciosodiálogo con ella. Sin dejar de repelerlos ataques de Ashura, dirigió toda lacapacidad de sus implantes neurales

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hacia el flujo de información que leenviaba su arma.

Y entonces, ella le reveló lo quetenía que hacer.

Manejar dos espadas a la vezobligaba a Ashura a dividir su atención.Solo una de las dos espadas teníanombre; la otra no era más que unartefacto incapaz de viajar en el tiempoy en el espacio, un elemento de atrezzo.Pero cuando Ashura dedicaba unasdécimas de segundo a mover la espadavirtual, se desentendíamomentáneamente de la otra. Nocustodiaba su nombre con la ferocidadcon que debía. Dejaba abierto un

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resquicio a la atención del rival que lobuscaba.

Aprovechó el resquicio. Consiguióhacerlo sin alterar su táctica de lucha, demodo que el príncipe no sospechó nada.Seguía lanzando y repeliendo estocadas,confundiéndose deliberadamente de vezen cuando y atravesando con su espadala hoja de la espada virtual. De esemodo, animaba a Ashura a utilizarlacada vez más, que era lo que a él leconvenía.

Y por fin llegó el momento queestaba esperando. Ashura hizodesaparecer la espada virtual paraintentar despistarle, y Deimos se dio

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cuenta del engaño. Mientras fingíaprepararse para la reaparición de lainofensiva espada, proyectó toda suenergía mental en la mente dividida deAshura. En el preciso instante en que laespada virtual apareció de nuevo en lamano del príncipe, Deimos le robó elnombre de la espada verdadera. Era unnombre sencillo: «Dolor». Deimos lallamó con toda la desesperación quehabía acumulado en las últimas horas desu vida, y la espada saltó a su mano. Nisiquiera llegó a desaparecer en eltrayecto desde Ashura hasta él; o, si lohizo, fue tan fugazmente que no llegó anotarlo.

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El príncipe se miró la mano vacía,atónito. El miedo enturbió sus pálidosojos de serpiente. Deimos comprendióque no podía flaquear. Si vacilaba,Ashura recuperaría la espada. Apoyandotodo el peso de su cuerpo en «Dolor»,se lanzó sobre su enemigo. La hoja deacero se hundió en el abdomen delpríncipe hasta la empuñadura, dejándoloclavado al suelo.

Deimos se apartó con horror. Nuncahabía matado a un hombre, y elespectáculo de la agonía de Ashura eramás de lo que podía soportar. Se pusoen cuclillas y fijó la mirada en el suelo.Cada gemido del príncipe le hacía

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estremecerse de pies a cabeza…El ruido de unos pasos le hizo

reaccionar. Al ver que él no hacía nada,Alejandra había decidido acercarse aAshura. El sonido de sus cadenas, querecordaba el lento arrastrarse de unfantasma, aumentó la desazón deDeimos. Alzó los ojos justo a tiempopara ver a la muchacha inclinarse sobreel cuerpo convulso del príncipe.

—¿Puedo hacer algo para aliviar tusufrimiento? —le preguntó Alejandra almoribundo.

Desde donde estaba, Deimos nopudo oír la respuesta, pero vio queAlejandra le quitaba un anillo al

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príncipe y se lo acercaba a los labios.Ashura reunió fuerzas para arrancar

con los dientes la piedra del anillo.Unos segundos después, había muerto.

—Debía de contener un venenofulminante —dijo Alejandra en tonoapagado—. Cianuro, quizá…

Deimos reunió fuerzas paralevantarse del suelo e ir hacia ella.

—Gracias por hacerlo —murmuró—. Es… Es horrible ver sufrir a unhombre.

Alejandra, arrodillada en el suelo,mantenía los ojos clavados en Ashura.

—Nadie merece sufrir inútilmente—contestó. Su mano derecha se

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adelantó, temblorosa, hasta tocar latúnica ensangrentada del príncipe—. Levi meterse la llave de las cadenas en unbolsillo —añadió. Su voz sonabaasustada, y también culpable—. Mira,está aquí…

Sacó de entre los pliegues de la ropadel príncipe una especie de botón con laforma de una cabeza de lagarto. Alpresionar el ojo, la pequeña joyaproyectó un láser rojo que ella dirigióinmediatamente al candado de losgrilletes de sus piernas. Luego,desprendió las dos anillas de hierro quese ceñían a sus tobillos con las manos.Deimos la observó repetir la operación

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con las cadenas que le sujetaban lasmuñecas.

Cuando quedó libre, se volvió haciaMartín.

—¿Por qué está tan mal? —preguntócon voz temblorosa, sin apartar los ojosdel muchacho inconsciente—. ¿Qué leha pasado?

Deimos meneó lentamente la cabeza.—La verdad es que no lo sé —

contestó—. Apareció de la nada cuandoestaba cayéndome por el precipicio delMonte Olimpo. Me dio la mano yconsiguió que los dos flotásemos encontra de la fuerza de la gravedad hastavolver a la explanada del mirador. Me

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salvó la vida… Dice que lo hizoutilizando el poder de su espada. Desdeentonces, no quiere separarse de ella.No sé lo que le ocurrió, pero es como sihubiese consumido toda su energía…Las espadas fantasmas son peligrosas.Dicen las leyendas que, si establecen unvínculo muy fuerte con un ser humano,pueden llegar a robarle el alma.

Le pareció que Alejandra palidecíaligeramente.

—Solo son leyendas —dijo ella, sinembargo—. Lo único seguro es queMartín necesita ayuda… Pero no creoque aquí vayamos a encontrarla.

Esa observación hizo reaccionar a

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Deimos.—Esto es Dahel —contestó,

poniéndose en pie y caminando hacia elrincón donde yacía Martín—. Muchosamigos míos están haciendo elnoviciado aquí. Estoy seguro de queencontraré a alguien dispuesto aecharnos una mano.

El gesto escéptico de Alejandra lehizo interrumpirse.

—Has matado a su príncipe, Deimos—observó la muchacha—. No creo quete reciban con los brazos abiertos.

—No todos los perfectos respaldanal príncipe. Además, no tengo por quédecírselo… De momento. De todas

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formas, estaría bien saber algo de lo queestá pasando. ¿Llevas mucho tiempoaquí? ¿Sabes si Dhevan está en laciudad?

Alejandra negó con la cabeza.—No sé casi nada, lo siento —se

disculpó—. Dhevan me trajo aquí desdeel pasado a través de la esfera. Por lovisto, era muy importante para él que nome ocurriera nada… Puede que quisieseutilizarme como rehén.

—Entonces, está aquí…—Creo que no. Hace días que no lo

veo. Me han tenido prisionera en unamazmorra en este mismo edificio, asíque ni siquiera he visto la ciudad. Un

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robot me servía la comida… Hoy hasido el primer día que me han sacado yme han traído aquí encadenada para queAshura me gritase. No sé, era como sitodo esto formase parte de una especiede espectáculo…

—Qué raro —murmuró Deimos—.Me pregunto qué se traían entre manos.En fin, ya lo averiguaremos más tarde.Ahora, lo importante es encontrar unmédico para Martín.

Alejandra lo miró con los ojos muyabiertos.

—¿Vas a salir a buscarlo?—Claro. —Deimos logró esbozar

una sonrisa para tranquilizarla. No

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quería que ella le viera flaquear.Echó una ojeada rápida a la sala en

la que se encontraban y en seguida seubicó. Sabía que el complejo de laesfera formaba parte del Trébol Rojo,uno de los edificios más antiguos deDahel. Los dormitorios de los noviciosse encontraban a un par de calles dedistancia. Allí encontraría a alguienconocido…

Resistiéndose a la tentación de mirarpor última vez hacia el cadáver deAshura, se encaminó hacia la puerta.

—Pase lo que pase, no te muevas deaquí —le dijo a Alejandra sin volverse—. Si oís venir a alguien, podéis

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esconderos dentro de la esfera… Nadiemirará en su interior.

—Tal vez podría intentar arrastrar aMartín por el agujero de gusano y volvercon él al pasado —propuso Alejandra,vacilante—. Para buscar ayuda…

Deimos regresó sobre sus pasospara mirarla a los ojos.

—Alejandra, me temo que eso ya noes posible —le explicó con suavidad—.Recuerda lo que pasó en Marte despuésde la muerte de… de mi hermano. Laesfera estalló, él le había colocado unabomba… El agujero de gusanoconectaba Dahel con la esfera de Marte,y esa esfera dejó de existir tras la

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explosión.—Pero siempre podríamos regresar

a un momento anterior del tiempo,cuando la esfera aún existía…

Deimos la miró de hito en hito.—¿Estás segura de que es eso lo que

quieres hacer? —preguntó.Alejandra se lo pensó un momento.—No, no estoy segura —dijo por

fin.Deimos la zarandeó cariñosamente

con una débil sonrisa en los labios.—Volveré en seguida —le dijo,

alejándose.Estaba llegando a la puerta cuando

oyó la voz de Alejandra a sus espaldas.

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—Deimos, no te he dicho lo muchoque me alegro de que estés vivo —dijo.Hablaba atropelladamente, como si noquisiese entretenerle demasiado tiempo—. Ha sido muy duro para todosnosotros. Tengo tantas ganas dedecírselo a Casandra…

Eso le dio una idea al muchacho.—¿Has intentado ponerte en

contacto con ella? —preguntó.—Desde el primer día, pero no ha

captado mi señal. Es muy raro. Desdeque volvisteis de Zoe, no había implanteni rueda neural que se le resistiera. Yoesperaba que me detectase aunqueestuviese al otro lado del mundo.

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—Sería lo lógico —coincidióDeimos—. Si no te ha detectado… quizásea porque le ha pasado algo…

—Al mundo entero le está pasandoalgo. No sé qué es, Deimos. Desde quellegué nadie me ha explicado nada.Pero, cuando me trajo, a Dhevan lebrillaban los ojos de un modo que nopresagiaba nada bueno, y Ashura, haceun momento, no paraba de repetir que lahora de la justicia universal habíallegado…

—Tienes razón —admitió Deimos; yesta vez sí fue capaz de alzar la vistahacia el cadáver que yacía en el suelo—. Si Ashura dijo eso, la cosa no pinta

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nada bien.

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Capítulo 21

El trato

Deimos se detuvo un momento frenteal edificio del Trébol Rojo mientrasintentaba poner en orden sus ideas.Según el reloj-calendario del Trébol, unviejo artilugio con autómatas que salíana recitar una plegaria cada hora en

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punto, eran las ocho del 20 de marzo de3076. Eso significaba, según suscálculos, que al menos una docena deamigos suyos que estaban cursando elnoviciado cuando emprendió su viaje aEldir aún debían de seguir estudiando enDahel. Tenía que encontrar a alguno deellos lo antes posible y pedirle ayuda.

Su mirada se paseó indecisa por lafachada del Trébol Rojo, enteramenterecubierta de losetas de rubí artificial.No había visitado Dahel más que en dosocasiones, y el aspecto de sus callessiempre le hacía pensar en el cofre de untesoro cuyas riquezas se derramaban sinorden ni concierto por el suelo de una

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oscura caverna. Dahel era la joyasecreta de los perfectos, lo queexplicaba que, durante siglos, hubieseninvertido la mayor parte de sus riquezasen embellecerla. Por eso todos losedificios de la ciudad estabanrecubiertos de piedras preciosas.Deimos recordaba haberse preguntadomuchas veces, durante su primera visita,de dónde podrían haber salido todosaquellos costosos materiales. Ahoratenía la respuesta. Seguramenteformarían parte de los extrañoscargamentos que la Nagelfartransportaba desde Eldir, donde Koréles había hablado de fábricas

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subterráneas de piedras preciosascontroladas únicamente por robots…

No le gustaba la idea de dejar aAlejandra y a Martín solos en el interiordel Trébol Rojo. Únicamente losmaestros de mayor rango dentro de lajerarquía de los perfectos tenían accesoal edificio, y normalmente solo acudíanallí cuando se les convocaba. Pero, sialguno de ellos sabía que el príncipeAshura estaba allí dentro y comprobabaque tardaba en salir, tal vez decidieseinvestigar. Deimos no quería niimaginarse lo que podía ocurrirles a susamigos si les encontraban junto alcadáver del príncipe. Y lo peor era que

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Martín no estaba en condiciones dedefenderse…

Sin embargo, no podía quedarseeternamente allí para vigilar. Cuantoantes encontrase la forma de huir de laciudad, mejor. Los accesos de Dahelestaban cuidadosamente vigilados, peroconfiaba en que algún novicio hubieraencontrado el modo de entrar y salir sinser visto para escapar de vez en cuandode la férrea disciplina de los maestros.Estaba seguro de que alguno de susamigos tenía, por fuerza, que haberlointentado.

Echó a andar por las callesempedradas de un material tan negro y

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brillante como el azabache, que Deimosreconoció al instante. Era coralprocedente de los bosques negros deEldir… A medida que torcía de unacalle a otra buscando el barrio de laUniversidad, se iba fijando en laslujosas fachadas de esmeraldas,topacios y zafiros que lo rodeaban.Aquel derroche de lujo daba laverdadera medida de la espiritualidadde los perfectos. Sed de riquezas ypoder: eso era lo que realmente losmovía.

No a todos, desde luego. Habíamuchos perfectos sinceros, queprocuraban llevar la vida sencilla y

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austera preconizada por los librossagrados. Pero la mayoría, con eltiempo, terminaban corrompiéndose, yno era de extrañar. Toda la jerarquía deAreté estaba montada para preservaraquel estado de cosas. El que ascendíaen ella se veía obligado a convertirse,gradualmente, en cómplice de losdesmanes de Dhevan y sus acólitos.Aunque ignorasen la existencia de Eldiry las atrocidades que allí se habíancometido, debían de sospechar algo delo que pasaba. Sospechaban, pero nohacían nada por averiguar la verdad. Alcontrario; procuraban seguir con susvidas sin pensar en esa parte oscura de

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la civilización a la que pertenecían,escudándose en su ignorancia para noasumir responsabilidades. Erarepugnante. Pero también, se dijoDeimos con un suspiro, era humano…

Abstraído en esas reflexiones, tardóun buen rato en darse cuenta de lo vacíaque estaba la ciudad. Por las callespatrullaban grupos reducidos de robots,pero apenas se veían personas. Y losque pasaban caminaban con prisas,como si estuvieran ansiosos por llegar aalguna parte… Deimos empezó a fijarseen sus caras y notó que todos sinexcepción parecían inquietos.

Cuando llegó al barrio de la

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Universidad le alivió comprobar quehabía más gente en las calles y menosrobots. Sus esperanzas de encontrar aalguno de sus amigos renacieron. Pensóen dirigirse a alguna de las cantinas deestudiantes de las que le había hablado aAedh. Allí, los novicios podíanencontrar comida y bebida gratis acualquier hora del día. Y, fuese la horaque fuese, siempre había algún noviciohambriento…

Iba a preguntar a un anciano quepasaba enfundado en una túnica negracuando un gesto severo del individuo lehizo detenerse. Se fijó entonces en quellevaba los labios manchados de ceniza,

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y pronto se dio cuenta de que no era elúnico. La mayoría de los viandantesllevaban túnicas oscuras, algo muy pocohabitual entre los perfectos. Deimossabía bien lo que significaba aquellaindumentaria. Eran túnicas de luto.

Por un momento, le asaltó la absurdaconvicción de que aquellos signos deduelo se debían a la muerte de Ashura.De algún modo, los habitantes de laciudad debían de haber averiguado loocurrido…

En seguida sonrió, avergonzado desu estupidez. El miedo le había cegadopor unos instantes. Incluso aunque lamuerte de Ashura hubiese sido

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descubierta, los perfectos no secaracterizaban precisamente por lavelocidad con la que informaban a losciudadanos. Eran herméticos porsistema, y solo difundían una noticiadespués de calcular cuidadosamentecuáles iban a ser sus efectos sobre lapoblación.

Pero, si el luto no era por Ashura,debía de existir otra causa. Tal vezDhevan… La idea de que el Maestro deMaestros pudiese haber muerto leprodujo una extraña sensación de alivio.Estaba claro que Dhevan era el cáncerprincipal de Areté. Si desaparecía, talvez el resto de los perfectos se decidiría

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a emprender reformas. Sería elcomienzo del cambio. No leenorgullecía desear la muerte de unhombre, pero, en este caso…

Un grito procedente del otro lado dela calle le sacó de su ensimismamiento.

—¡Eh, Aedh! —dijo la voz—.¿Cuándo has vuelto? No te vi estamañana en la plegaria del Ángel…

Deimos reconoció a la chica que lehabía hablado. Era Fiona, una antiguacompañera de estudios de Areté. Notenía ni idea de que hubiese comenzadoel noviciado.

Cruzó la calle para llegar hasta ellae hizo la reverencia ceremonial con que

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los no iniciados saludaban a losaspirantes a perfectos.

—Hola, Fiona. No soy Aedh, sino suhermano Deimos —se apresuró aaclarar—. Acabo de llegar a la ciudad,y necesito ayuda…

Fiona lo miró con las cejasarqueadas.

—¿De dónde diablos sales? —preguntó—. Ahora que todo el mundo seva, tú vienes… ¿Por qué?

—Es largo de explicar —replicóDeimos evasivamente—. Escucha,Fiona: necesito un médico. Es un asuntodelicado, y tiene que ser alguien capazde mantener la boca cerrada. No te lo

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pediría si no fuese cuestión de vida omuerte.

Fiona no apartaba los ojos de sucara. Parecía francamente perpleja.

—Me gustaría ayudarte, pero nocreo que encontremos a ningún médicoen la ciudad. Todos están en Areté, yasabes. Emergencia global… Solo noshemos quedado los que trabajamos enlos sistemas de control y los queatienden los templos.

Deimos no se molestó en disimularsu asombro.

—¿Qué ha pasado? —preguntó—.Fiona, he estado fuera mucho tiempo, enuna misión especial. Las cosas se

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torcieron y perdí el contacto con losmaestros. No sé nada de lo que haocurrido en los últimos cinco meses…

Fiona bajó la mirada hacia su túnicaplateada de caballero del Silencio,desgarrada y manchada de sangre.Desde luego, no era el atuendo másadecuado para pasearse por Dahel.Deimos, a su vez, observó la túnicanegra de la muchacha.

—Explícame, en primer lugar, porqué va todo el mundo de luto —lepropuso.

Ella miró a derecha e izquierdaantes de contestar, pero en ese momentono pasaba nadie. En realidad, era un

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gesto dictado por la costumbre. Unaspirante a perfecto siempre tenía quetener mucho cuidado con lo que decía.Nunca se sabía quién podía estarescuchando.

—Es por la guerra —explicóapresuradamente—. Dhevan ha reunidoa todas nuestras fuerzas en Areté paraenfrentarse al ejército de Tiresias, quetiene sitiada la ciudad. Pero lo peor eslo del Espectro. Todos estamosaterrados.

Deimos se mordió el labio inferiorpara no sonreír.

—¿Un Espectro? —repitió—. Meestás tomando el pelo…

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—Has debido de irte muy lejos parano haberte enterado de su llegada. Eshorrible, Deimos. Dicen que viene delmismísimo infierno. Es como elfantasma de la fortaleza, solo que diezveces más grande. Y oscuro.Horriblemente oscuro…

Deimos comenzó a sospechar laverdad.

—Es una nave, ¿no? —preguntó—.Una nave espacial…

—Sí —confirmó Fionaestremeciéndose visiblemente—. Lanave de los malditos. Han venido delmás allá para vengarse… Se han unido alas quimeras, y quieren destruir Areté.

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Deimos sintió un escalofrío. Fiona nisiquiera podía imaginar hasta qué puntosus temores estaban justificados.

—¿Y los ictios? —preguntó—. ¿Hantomado partido por alguno de losbandos?

—De momento se mantienenneutrales, pero el Maestro de Maestrosnos ha preparado contra ellos. Dice quesu neutralidad es solo fingida, y queantes o después tomarán las armascontra nosotros.

Deimos miró a su alrededor. Laciudad, grotescamente multicolor ydeslumbrante bajo las cúpulas de rocaque la cobijaban, le pareció de pronto

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nauseabunda. Le invadió unainsoportable sensación de claustrofobia.Quería salir de allí cuanto antes, ir areunirse con su madre y los suyos. Si elmomento de la gran batalla final habíallegado… Bueno, él tenía muy claro dequé lado debía estar.

Sin embargo, la gente como Fiona notenía la culpa de lo que estabaocurriendo. Ella solo era una víctimamás de la ambición de Dhevan y delpríncipe Ashura. E igual que ella, lamayor parte de los novicios queestudiaban allí… Seguramente se sentíantan atrapados e inseguros como él.

—¿Sabéis si los combates han

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comenzado ya?—No sabemos nada. —Fiona miró

de reojo a un novicio que pasórápidamente por su lado sin detenerse—. Dicen que van a movilizarnos anosotros también; que los robotstomarán el relevo… Eso puede darte unaidea de lo grave que es la situación.

—Escucha, Fiona. Si no puedesconseguirme un médico, al menos tienesque ayudarme a salir de Dahel. Tengo unamigo malherido. Se morirá si noconsigo llevarlo a un hospital…

—El hospital sigue funcionando —dijo Fiona sin mucha convicción—. Almínimo, claro. Todo máquinas de

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diagnóstico y de cirugía. Como mucho,deben de quedar un par de maestros almando de la sala de control.

—No, no, eso no me sirve, Fiona —la impaciencia de Deimos iba creciendopor momentos—. Tiene que haber unaforma de salir de aquí. Una forma rápidaque no llame la atención.

El miedo dilató las pupilas de Fiona.—O sea, que no quieres utilizar el

trámite normal. Si te dan permiso,podrías estar fuera en tres o cuatro días.

—No tengo tanto tiempo. Tiene queser esta misma noche. Vamos, Fiona;recuerdo que en el liceo tenías fama deatrevida. Una vez te pillaron intentando

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bajar al bosque sagrado sin permiso…—Ha pasado mucho tiempo desde

entonces, Deimos —la voz de Fionasonó levemente irritada—. En estosaños he aprendido a no arriesgarme portonterías.

—Lo que te estoy pidiendo no esninguna tontería. —Deimos se diocuenta de que estaba alzando el tono—.Está en juego la vida de mi amigo, ¿loentiendes? Tiene que haber alguien quepueda proporcionarme un vehículo y lospases para burlar los controles. En todaslas universidades de los perfectos haytipos así.

Fiona miró por encima del hombro

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de su interlocutor hacia el final de lacalle. Al comprobar que no venía nadie,pareció tomar una decisión, y, cogiendoa Deimos de la mano, lo arrastró a todaprisa hasta el portal de la casa máscercana.

El recinto, forrado de placas dezafiro, estaba iluminado por una débilantorcha biónica. El tono verdoso de suluz, al reflejarse sobre el intenso azul delas paredes, producía un efecto querecordaba el de un rayo de sol danzandosobre el fondo arenoso de un mar pocoprofundo.

—Hay un chico —dijo Fiona,bajando tanto la voz que incluso a

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Deimos le costaba trabajo oírla—. Viveen uno de los dormitorios del edificio Q,y dicen que tiene dos vehículos desuperficie. He oído que organizaescapadas… Ya sabes cómo se agobiala gente en los primeros meses de lainiciación.

—Aedh me contó algo, pero no legustaba mucho hablar de eso.

Fiona asintió.—Por cierto, ¿dónde está? No me

has dicho…—En otro momento, Fiona. Dime

cómo se llama el tipo ese…—Lo llaman Grey. Nunca he hablado

con él, pero tengo una amiga que

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participó en una de esas escapadas. Mecontó que es de fiar y que nunca se va dela lengua, pero solo con los que lepagan. Y no cobra barato, precisamente.

Deimos se preguntó qué podíasignificar «caro» para un muchacho quevivía en una ciudad cuyas casas estabanforradas de piedras preciosas, pero seabstuvo de expresar su perplejidad envoz alta.

—Ya te he dicho bastante —añadióFiona, girándose para salir del portal—.Búscalo, puede que siga aquí. Quetengas suerte, Deimos…

—Espera. —Deimos la agarró porun brazo para detenerla—. No pueden

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verme con esta pinta haciendo preguntaspor los dormitorios de los novicios. Yahe corrido bastante riesgo viniendohasta aquí… Búscalo tú, yo me quedaréen este portal esperando.

Fiona sonrió, incrédula.—¿Por qué iba a hacer lo que me

pides? —preguntó—. Casi no teconozco, y no gano nada arriesgándome.

Deimos estudió el rostro angustiadode la muchacha. Se notaba que teníamiedo.

—¿Dices que tiene dos vehículos?—Deimos trató de pensar con rapidez—. Le pagaré por los dos, y uno serápara ti. Sé que no quieres estar aquí,

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Fiona. Nadie en su sano juicio querría.Pero tampoco quieres ir a combatir enesa guerra absurda… Fiona frunció elceño, escandalizada.

—¿Estás proponiéndome quedeserte? Qué locura. Me matarían o meenviarían a Eldir…

Deimos se acercó más a ella y lasujetó con fuerza por los hombros.Pretendía que su gesto resultaseenérgico y tranquilizador al mismotiempo.

—Nadie más irá a Eldir, Fiona. Novolverá a haber condenados. Losperfectos no van a ganar esta guerra,¿entiendes? No pueden ganarla… Así

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que, cuanto menos participes en ella,mejor. Si me traes a ese Grey, yo lepagaré para que puedas huir.

El rostro de Fiona se fue relajandopoco a poco. Era como si la informaciónque le había dado Deimos le hubieseaclarado, de pronto, las ideas.

—¿Tienes con qué pagarle? —preguntó. En su voz había una nuevaenergía, un deje de esperanza.

Deimos no quiso mentirle.—Confío en poder darle algo que

baste para convencerle; tengo una ideaaproximada de dónde puedo encontrarlo,pero también es posible que meequivoque. Confía en mí, Fiona; si no

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pensase que puedo llegar a un trato conese tipo, no te pediría que me lotrajeras.

Fiona asintió.—Espérame aquí —dijo—. Tardaré

lo menos posible. Deimos la vio salirenvuelta en su capa negra, ligera comouna sombra.

«Debería haberle pedido que metrajera también algo de comer —pensó—. Si sigo en ayunas, pronto no podré nidar un paso…».

Suspirando, se sentó en el suelo conla espalda pegada a la pared y sepreparó para una larga espera.

El suelo de cristal tallado estaba

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frío, pero, aun así, en cuanto susmúsculos se relajaron comenzó ainvadirle una agradable somnolencia. Alprincipio intentó resistirse a ella,temiendo que alguien pudierasorprenderle allí escondido mientrasdormía. Incluso se planteó ir a echar unvistazo a los pisos superiores deledificio para cerciorarse de que nohabía nadie; pero al final no lo hizo.Fiona le había confirmado que la ciudadestaba prácticamente vacía; y élnecesitaba, por encima de todo,descansar…

Le despertó una corriente de aireque le hizo incorporarse bruscamente.

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Lo hizo justo a tiempo para ver entrardesde la calle a dos encapuchadosvestidos de negro. El corazón se leaceleró. Aún se encontraba demasiadoadormilado para recordar dónde estaba,y las siniestras formas de luto loestremecieron.

Entonces, uno de los recién llegadosse quitó la capucha. Era Fiona. Suacompañante la imitó, y cuando Deimosvio su aspecto no pudo ocultar suirritación. Para entonces ya habíarecordado su trato con Fiona y lapromesa que esta le había hecho de traera Grey, el tipo que burlaba las fronterasde Dahel a cambio de dinero.

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Sin embargo, el muchacho que teníadelante no podía ser Grey. Parecía muyjoven, y llevaba el cráneo afeitado,como los perfectos más fanáticos. Susojos castaños y su rostro alargado ypoco atractivo no delataban ningunacualidad especial. Mantenía la bocaligeramente abierta todo el tiempo, loque le confería un vago parecido conuna oveja. Eso, unido a la vacuidad desu mirada, le convertía en el típiconovicio acomplejado y temeroso que nose atrevería ni a mirar a la cara a sumaestro.

—Me ha dicho Fiona que queríasverme —dijo a modo de saludo—. Su

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voz era tan neutra como su expresión.¿Qué necesitas?

—¿Tú eres Grey? —preguntóDeimos, que no acababa de creérselo.

El aludido sonrió.—Pareces irritado. Esperabas a un

tío más pintoresco, ¿no? Lo siento, mefaltan la pata de palo y el parche en elojo. Deimos hizo una mueca demalhumor.

—Esperaba que hiciésemosnegocios serios, eso es todo —contestó—. Y, no sé por qué, tengo la sensaciónde que contigo eso va a ser imposible.

Grey no pareció sorprenderse.—Te parezco un blando, ¿verdad?

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—aunque no sonreía ya, en sus ojosbrillaba una chispa de diversión—. Atodos se lo parezco, sobre todo a losmaestros. Me tienen en una gran estima.Ayuno más que nadie, medito más quenadie, y me sé el Libro de las Visionesde memoria. Forma parte del negocio…

—No te entiendo.Grey bostezó.—Tengo que parecer el mejor si

quiero comportarme como el peor. Asíme dejan en paz… Ellos están contentosy yo gano dinero. Y por cierto, quedasadvertido: te cobraré cada minuto deexplicaciones que tenga que darte. Notengo tiempo para charlas amigables.

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—Le he dicho lo que quieres… Loque queremos —intervino Fiona—. Diceque puede proporcionárnoslo, pero queantes tiene que saber cómo vas apagarle.

Deimos estudió el impasible rostrode Grey durante unos instantes.

—Lo mejor es que vengas conmigo—decidió—. Así podrás comprobar porti mismo si te interesa mi precio. Sevolvió hacia Fiona.

—Tenemos que ir al Trébol Rojo —añadió—. Cuanta menos gente nos veapor el camino, mejor…

Grey asintió.—Eso no será ningún problema —

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dijo con seguridad.Sin esperar a ver qué hacían los

demás, echó un vistazo a la calle y, trascomprobar que estaba desierta, les hizoun gesto a los otros dos para quesalieran.

Durante los siguientes minutos, Greylos condujo por un laberinto decallejuelas secundarias hasta ir a parar aunos escalones de lava que parecían unvestigio de la antigua Chernograd.Bajaron por allí y tomaron un pasadizosubterráneo que era en realidad unaantigua calle abandonada, enterrada bajolas construcciones más nuevas. Laoscuridad era completa, pero Grey

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llevaba una lámpara de iones queiluminaba su camino con un haz de luzblanquecina.

Tardaron apenas un cuarto de horaen llegar a los sótanos del Trébol.Sorprendentemente, Grey parecíaconocer bien el edificio, porque los guiosin vacilación alguna a través de latelaraña de rampas y corredores queconducían al núcleo central de la viejaconstrucción.

Deimos aguzó el oído, inquieto. Losrobots habían desaparecido, y no se oíani el más leve sonido en las salascirculares del piso superior. Algo mástranquilo, asumió el liderazgo del grupo

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y guio a sus dos compañeros hasta lasala de la esfera, donde le esperabanMartín y Alejandra.

Lo primero que captó la atención deGrey y de Fiona fue el cadáver queyacía en el suelo. Fiona dejó escapar ungrito de horror y miró a Deimosespantada. Grey se mantuvo tanimpávido como siempre… Aunque suscejas se alzaron un poco cuando searrodilló junto al cadáver y reconoció surostro.

En seguida se levantó de nuevo yechó una ojeada rápida al rincón dondeestaban Martín y Alejandra. Elmuchacho, tendido en el suelo, temblaba

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como si tuviera fiebre. Alejandrapermanecía arrodillada junto a él, páliday ojerosa. De vez en cuando, de loslabios de Martín escapaba algún sonidoincoherente… Su estado parecía aúnpeor que antes.

—¿Ese es el amigo al que quieressacar de aquí? —preguntó Grey con vozátona—. Supongo que la chica tambiénviaja…

—Iríamos los tres —confirmóDeimos—. Y el otro vehículo paraFiona. Además de los pases de salida…Me han dicho que puedes conseguirlos.

—¿Y qué era lo que pensabasofrecerme a cambio? —preguntó Grey

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con el ceño fruncido—. ¿El cadáver deAshura? Por cierto, siento curiosidad…¿Habéis matado al príncipe?

—Es evidente, ¿no? —contestóDeimos—. Por si te interesa, fue endefensa propia.

—No, no me interesa. —Grey seinclinó nuevamente sobre el cadáver,evaluando los objetos de valor quellevaba encima—. Y supongo quequerrás pagarme con ese puñado deanillos y colgantes que lleva puestos. Esevidente que son muy valiosos, pero,sinceramente, no creo que me compense.En seguida se sabrá que son robados, yquién era su dueño… No me gustaría

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que me detuviesen acusado de habermatado al príncipe.

Sus ojos de rumiante se fijaronlargamente en Deimos.

—En realidad, podría obtenermucho más si te delato —dijo en tonocalculador—. ¿Te imaginas larecompensa que me darían a cambio deentregar al asesino de Ashura?

—No te lo aconsejo. —Deimoshabló con sequedad, rehuyendo ladesagradable mirada del novicio—. Teacusaré de complicidad y puede queacabes igual o peor que yo. Además, yase lo he explicado a Fiona. Esta guerrano la van a ganar los perfectos. Ahora

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mismo, Dhevan tiene cosas mejores quehacer que preocuparse de buscar aAshura; y, cuando todo esto termine…Nada será lo mismo, y tu historia ya nole interesará a nadie.

—Eres muy convincente —dijo Greycon una risita—. Y también debes de serbastante listo para haber conseguidomatar al príncipe. Pero, de todas formas,no voy a conformarme con las joyas deAshura, te lo repito. Seguro que tenéisalgo mejor que ofrecerme. Además, tuamigo está muy mal… Yo que tú, noperdería demasiado tiempo regateando.

—No pienso hacerlo. —Deimos searrodilló junto al príncipe y, venciendo

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su repugnancia, apartó la capa que lecubría el abdomen—. A cambio de losvehículos y los pases te ofrezco esto…Una auténtica espada fantasma.

El rostro de Grey se transformócomo si acabase de sufrir una descargaeléctrica. Sus ojos mortecinos sellenaron de vida, y su expresión seconvirtió de pronto en la de un joveninteligente y ambicioso.

—Una espada fantasma —murmuró,extasiado—. No hay nada que alcancemayor valor en el mercado negro…

—Y más aún en tiempos de guerra—le azuzó Deimos con los ojosbrillantes—. Hay quimeras que pagarían

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todas las riquezas de Dahel por una deestas espadas. He oído que Tiresiaslleva años intentando hacerse con una.

—La espada de Ashura, nada menos.—Grey parecía estar flotando—. Noserá fácil colocarla en los tiempos quecorren, pero tengo buenos contactos. Sí,esto vale más que unos cuantosanillos… Mucho más —admitió—.Aunque, si se sabe que hemos estadoaquí, las cosas se nos puedencomplicar…

—Por eso justamente tenemos quecerrar el trato cuanto antes. —Deimosmiró a Alejandra, que seguía lanegociación con ojos ausentes—.

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¿Cuándo pueden estar listos losvehículos?

—Están listos. Solo tengo que daroslos pases y acompañaros hasta la SimaSecreta… Así es como la llamamos misamigos y yo. Si todo sale bien, en un parde horas podéis estar en la superficie.

Por primera vez, su mirada reflejópreocupación.

—Espero que no os cojan —dijo—.Ashura no me caía bien, pero era elpríncipe supremo de Areté. Si se enterande que habéis sido vosotros, no seconformarán con mataros.

—Para cuando se enteren, yaestaremos muy lejos —aseguró Deimos.

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Les hizo un gesto a los dos noviciospara que esperasen y se fue haciaAlejandra. Ella alzó hacia él unos ojosgastados de llorar. Deimos sintió que sele partía el corazón.

—Está todo arreglado —dijo—.Tenemos vehículos y pases para salir deaquí. Podemos irnos cuando quieras…Alejandra meneó la cabeza con infinitodesánimo.

—No sé, Deimos. Creo que ya daigual —murmuró—. Es como si algoestuviese tirando de él hacia otro lugar.Antes tuve la sensación de que su brazose desmaterializaba. A lo mejor meestoy volviendo loca…

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—No va a morirse. —Deimos lecogió la barbilla con suavidad y laobligó a mirarle a la cara—. No va amorirse ahora, Alejandra… Puede quealgo esté atrayéndolo hacia otro lugar,pero él no quiere irse a ningún sitio.

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Capítulo 22

El cerco de Areté

Sobrevolaban la noche helada de laestepa en medio de un silencio espeso,con el ronco bramido de los motores delvehículo anfibio como únicocontrapunto. Aquella cafetera que Greyles había prestado apestaba a

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combustible alcohólico, pero al menoshabía demostrado que se defendía bientanto rodando como volando. Deimos lapilotaba manualmente, con la vista fijaen los sucios cristales del parabrisas. Legustaba contemplar la serena inmensidaddel paisaje bajo el cielo cuajado deestrellas.

En los asientos posteriores, Martínyacía tumbado con la cabeza apoyada enel regazo de Alejandra. Deimos sevolvía cuando le oía delirar palabrasincoherentes.

En una de esas ocasiones, al miraratrás, observó que la mitad inferior delcuerpo de su amigo parecía haberse

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volatilizado. Alejandra lo contemplabahorrorizada.

—No está ahí —murmuró, al notarla mirada de Deimos—. No es solo queno se le vean las piernas… No están,intento tocarlas pero han desaparecido.Es como si… como si hubiesen pasado aotra dimensión.

—Es por culpa de la espada. —Deimos conectó rápidamente el pilotoautomático para echar un vistazo en laparte trasera del vehículo—. Tuvo queviajar a través del tiempo con ella parasalvarme… Y ahora, parece que laespada intenta arrastrarlo de nuevo allí.

—Ya, ¡pero no hay manera de

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arrancársela! —Alejandra parecíadesesperada—. Mira cómo se aferra aella. Si hasta tiene los nudillos blancosde apretarla con tanta fuerza. Y esa cosa,el simbionte…

Deimos comprendió a qué se referíasin necesidad de que la muchachaterminase la frase. El simbionte de Zoeque Martín llevaba en su mano habíaproyectado largas ramas nudosas yoscuras alrededor de la espada,entrelazándose a su hoja para mantenerlafirmemente unida al cuerpo de Martín.

—¿Por qué lo hace? —preguntóAlejandra, señalando aquella especie dearbusto espectral—. ¿Por qué no nos

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deja que la separemos de él? Quizá asíse curaría…

—Esa cosa es mucho más sabia quenosotros, Alejandra, y solo deseaproteger a Martín —razonó Deimos—.Seguramente, si se empeña de tal formaen que la espada siga unida a él esporque separarlos sería peligroso.Supongo que, para viajar con la espada,los implantes neurales de Martín handebido de establecer un vínculo muyfuerte con ella. Si nos empeñásemos enromper ese vínculo de golpe, podríamosmatarlo.

—Sí, tienes razón. —Alejandra sepasó una mano por la frente sudorosa.

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Parecía agotada, y tenía los ojoshinchados de llorar—. Solo nos quedaesperar…

—Lo llevaremos a Qalat’al-Hosn, laFortaleza de los caballeros del Silencio—prosiguió Deimos, intentando que suvoz sonase animada—. Nadie conocemejor estas espadas que ellos. Timur, elseñor de la fortaleza, nos ayudará.

Volviéndose hacia los mandos delvehículo, repitió disimuladamente suintento telepático de conexión con lafortaleza. Al igual que las vecesanteriores, tuvo que darse por vencidosin conseguir nada. La Fortaleza estabaequipada con tecnología que impedía su

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detección, aunque Timur solo activabaaquellos cortafuegos cuando seencontraba en medio de alguna misiónimportante.

Deimos pensó en lo que le habíacontado Fiona. Si el Carro del Sol habíallegado y los exconvictos de Eldir lehabían declarado la guerra a Areté, noera extraño que los caballeros delSilencio se mantuviesen en alerta. Unconflicto entre el Carro y la CiudadCeleste podría alcanzar dimensionescatastróficas, y ellos lo sabían.Probablemente, Timur y los suyosestarían intentando actuar comomediadores para impedir el

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enfrentamiento. Erec tampoco dabaseñales de vida, así que debía de estarcon ellos. Y en cuanto a Dannan…Había creído captar fugazmente unaemisión suya, pero no pudo localizarlacon precisión. Seguramente estaríadormida y tendría los canales deconexión telepática desconectados. Lomismo que el resto de sus amigos…Estuviesen donde estuviesen, eraevidente que no habían recibido suseñal.

Un grito desesperado de Alejandralo obligó a volver a la parte trasera delvehículo. Al hacerlo, también él gritó…Lo único visible de Martín, en ese

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momento, eran sus dos manos atadas porlas ramas del simbionte a la espadafantasma. El resto había desaparecido.Todo. El tronco, la cabeza, las piernas,incluso la parte superior de los brazos…Si no hubiera sido por el simbionte,probablemente incluso las manos y laespada hubiesen seguido al resto delcuerpo, desapareciendo en otradimensión.

Deimos abrazó a Alejandra, y amboscontuvieron el aliento mientrasobservaban aquellas dos manos queparecían brotar de la nada, esperandocon el corazón oprimido a que algoocurriera. Uno de los dos lados

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terminaría ganando, pero ¿cuál? Estabaclaro que algo en la mente de Martínluchaba desesperadamente para volver aaquel «lugar» en el que había estadomientras viajaba con la espada, perotambién debía de haber otra parte que seresistía con firmeza. Ese desgarro era loque le estaba matando.

Cediendo a un impulso, Deimospuso su mano sobre las manos deMartín, como para recordarle que no lohabían dejado solo. La piel delmuchacho estaba tan fría que, despuésde unos segundos, sintió que le quemabacomo un trozo de hielo, pero, aun así, nose apartó. Alejandra imitó su gesto, y

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ambos permanecieron en esa postura untiempo que se les hizo interminable.Deimos sentía que el frío avanzaba porsus dedos hacia la muñeca, amenazante.Notó que empezaba a adormecerse,como les ocurre a algunas personas apunto de sufrir congelación.

Aun así, no retiró la mano.Y fue justo en ese instante cuando

oyó la voz de Casandra en su interior.—¿Estás ahí? —le preguntó—.

Deimos… ¿Estoy soñando? Deimossintió que algo dentro de él revivía.Levantó la cabeza, como si Casandrarealmente estuviese allí.

—Casandra. Casandra, ¿me oyes?

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Estoy aquí. He vuelto del pasado. Hevuelto, Casandra. Martín impidió quecayese al abismo. ¿Me oyes?

Por un momento, sus implantes solocaptaron silencio.

Y después, de pronto, una marea deemociones cayó sobre él, inundando porcompleto su cerebro. Casandra lloraba,y el llanto atravesaba como un vendavallos implantes de Deimos y hacía temblarcada una de sus terminacionesnerviosas. Descubrió después de unosinstantes que él también estaba llorando.Sus emociones se habían sintonizadocon las de ella hasta resonar en perfectaarmonía, como si ambos estuviesen

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cantando la misma canción.Entonces se dio cuenta de que

aquellas emociones fluían más allá deél, hacia el cerebro de su amigodesaparecido. Notó la conexión, undébil eco que parecía llegar desde elotro extremo del universo, tembloroso,inseguro. Alejandra levantó haciaDeimos una mirada llena de esperanza.También ella, a pesar de la tosquedad desu rueda neural, lo había captado…

Estaban todos unidos. A través delllanto de Casandra, Deimos podíapercibir la ansiedad de Selene, laalegría mezclada con incredulidad deJacob. Lo que uno sentía se reflejaba

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como en un espejo en el cerebro de losdemás. Estaban juntos de nuevo, y juntoseran indestructibles.

No supo exactamente en quémomento regresó Martín. Simplemente,notó que su mano se entibiaba poco apoco, y a través de las lágrimas sus ojosconsiguieron enfocar el cuerpo de suamigo. Estaba allí, entero. Sus manos yano parecían de mármol. El simbionte sehabía retirado a su escondite bajo lapiel, y la espada…

La espada había caído al suelo, y lossímbolos grabados en su hoja brillabancomo si estuvieran esculpidos en llamas,como si un fuego extraño e

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incomprensible ardiese en su interior.* *Desde su habitación en la fachada

sur de Qalat’al-Hosn, Deimoscontemplaba asombrado lospreparativos bélicos que sedesarrollaban alrededor de la ciudadflotante de Areté. Casandra estaba a sulado, y apoyaba la cabeza en su pecho.Sentirla así, en medio de toda aquellalocura que los rodeaba, era lo másreconfortante que le había ocurrido enmucho tiempo.

Al tomar la decisión de viajar alpasado, Deimos estaba convencido deque iba a morir en ese viaje, y lo más

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doloroso de esa certeza había sido laidea de no volver a ver a Casandra. Sinembargo, como por arte de magia, aqueldestino que parecía ineludible se habíatorcido… y gracias a eso volvían a estarjuntos.

Casandra parecía aún másobnubilada que él por aquel regalo queMartín les había hecho. Se le notaba enla cara que había sufrido mucho durantelos meses que habían estado separados.Tenía los ojos hundidos y los párpadosamoratados; incluso su piel habíaperdido la lozanía que solía tener, y seveía áspera y reseca… Evidentemente,Casandra no se había preocupado mucho

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de su aspecto físico después desepararse de él. Y el negro riguroso desu vestido indicaba que, a su manera,guardaba una especie de luto por elchico que la había abandonado paraviajar en el tiempo y salvarle la vida.

Por eso quizá, por el aspectodescuidado y triste de su rostro,resaltaba aún más la felicidad que enesos momentos irradiaba su semblante.Era una alegría contenida, serena, queno parecía necesitar palabras paraexpresarse. Estaba en sus brillantes ojosverdes, en su media sonrisa y en laactitud relajada y satisfecha con queapoyaba su mejilla sobre el pecho de

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Deimos. Estaba, sobre todo, en laarmonía silenciosa que unía a las dosmentes a través de los implantesneurales… Una armonía que ya nuncavolvería a romperse.

Pero en el exterior todo era muydistinto. Los diferentes bandosinvolucrados en la guerra habían tomadoposiciones ante Areté, y el estallido dela batalla parecía inminente.

Por un lado, a la izquierda de laFortaleza de los caballeros del Silencio,se encontraba la siniestra mole delCarro del Sol, capitaneado por Hud y uncomité de malditos de Cánope. Deimoshabía preguntado nada más llegar a la

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Fortaleza por su padre, y las noticiasque le habían dado eran horribles. Alparecer, la estratagema que Gael habíautilizado para facilitar la huida deDeimos y sus compañeros no habíaconseguido engañar a Hud… El fanáticovidente temía que Gael le arrebatase elliderazgo de los malditos, y aprovechóel incidente para acusarle de traición ycondenarlo a muerte. Lo habíanajusticiado pocos días antes de llegar ala Tierra. Por lo visto, Hud no se habíadecidido a hacerlo antes porque temíaque surgiera algún problema técnicodurante el viaje que nadie sino élpudiera solucionar.

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Por lo demás, era muy poco lo quese sabía de la situación a bordo delCarro del Sol. Casandra había intentadorepetidas veces ponerse en contacto conJude, pero sin éxito. Era posible quetambién lo hubiesen matado porconsiderarlo un cómplice de Gael.Habían recibido una leve señal deSelima poco después de la llegada delCarro a la Tierra, pero, por más quehabían intentado estabilizar lacomunicación, habían cosechado fracasotras fracaso. El Carro del Sol contabacon un escudo antitelepáticoincreíblemente avanzado… Todos losintentos de Selene y Casandra por

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asaltar sus sistemas de navegaciónhabían resultado infructuosos.

Alrededor del carro, como unenjambre de insectos en torno a unelefante, flotaban una miríada de navesde distintos colores y formas que, alparecer, componían el grueso delejército de Quimera. Las capitaneabaTiresias, que dirigía un artilugio algomayor que los demás de su flota, conforma de barco antiguo y amplias velassolares desplegadas al viento. Su casco,de un metal rojo como la sangre, sebamboleaba en el aire como si flotase enun océano. Y por detrás, casi unaveintena de artilugios fluorescentes con

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forma de corneta iban continuamente deacá para allá, entrelazando suscomplejas trayectorias en una especie dedanza incomprensible.

A la derecha de la fortaleza, frente alCarro del Sol y su pintoresca escolta, sealzaban las murallas de plata de Areté.Los edificios de la ciudad parecíanhaberse replegado extrañamente sobre símismos, componiendo un gigantescocaparazón erizado de púas. Allí dentrose había atrincherado Dhevan con lamayor parte de los maestros deperfectos… Los miembros más jóvenesde la Hermandad pilotaban rápidoscazas dorados que iban y venían como

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flechas entre las nubes, diminutos encomparación con la ciudad. Y porúltimo estaban los ictios y el ejército delBaku. Se habían desplegado frente aQalat’al-Hosn, en medio de las dosfacciones a punto de entrar en combate.Deimos suspiró al distinguir las reciasnaves oscuras de Arbórea y sus grandesdirigibles de guerra. Su tecnología nopodía compararse ni con el sofisticadoarmamento de los perfectos ni con losequipos ultrasofisticados del Carro delSol. Si la batalla estallaba, pese a queestaban allí como mediadores, los ictiosprobablemente serían los primeros encaer.

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Quizá por eso el Baku habíadesplegado delante de ellos a susengendros voladores. Parecíandragones, rojos, verdes y azules,batiendo majestuosamente sus inmensasalas membranosas. A pesar de suaspecto casi festivo, Deimos estabaseguro de que, en caso de ataque, podíanresultar letales. Ningún otro ejércitoposeía armas como aquellas. Areté y elCarro del sol eran artilugios mecánicosultrasofisticados, pero los engendros delBaku eran algo más. Estaban vivos, eraninteligentes, y los protegía su agudoinstinto de supervivencia. Eso, unido ala peligrosidad de sus armas de ataque,

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los convertían en aliados de gran valorpara cualquier ejército… Habíanacudido allí como fuerzas de paz, peroDeimos no dudaba de que el Baku losharía entrar en combate si uno de los dosbandos se atrevía a atacarledirectamente.

El conjunto de todas aquellasescuadrillas militares flotando en elcielo sobre el gran árbol sagrado ofrecíaun espectáculo sobrecogedor. Bajo losrayos del sol, la masa deslumbrante deAreté parecía simbolizar la luz, mientrasla negra silueta del Carro representabalas tinieblas. Sin embargo, Deimos sabíaque las apariencias no se correspondían

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exactamente con la realidad. En elcentro de aquella fortaleza de orollameante en la que se habían refugiadolos perfectos se escondía un corazóncruel y corrompido. Y, por otro lado, lapirámide negra del Carro albergaba,junto con los fanáticos de Hud, a milesde personas inocentes que estaban allísimplemente porque habían tenido lamala fortuna de quedar atrapadas en suinterior.

Para terminar de complicar lascosas, estaba el ambiguo papel de lasquimeras en todo aquel conflicto. Eraevidente de qué lado se había puestoTiresias. Cegado por el odio de varios

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siglos, quería a toda costa destruir laciudad de los perfectos y borrarcualquier huella de su esplendor de lafaz de la Tierra. El estúpido fanatismode Hud le había puesto en bandeja unaposibilidad real de vencer a su másantiguo enemigo, y eso era lo único quele importaba.

En cuanto al Baku, estaba claro quesu objetivo allí era la paz, pero Deimossabía que la presencia de sus extrañosdragones despertaba recelos inclusoentre los ictios, lo cual podía tenerconsecuencias impredecibles si labatalla finalmente estallaba.

En aquel complicado tablero de

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ajedrez, los caballeros del Silenciohabían decidido asumir el papel deobservadores neutrales. La mayor partede los miembros de la Hermandad seencontraban con sus respectivosejércitos, y solo los caballeros de mayorrango habían decidido mantenerseunidos en la fortaleza, a pesar de lasdiferencias de raza y de procedencia quelos separaban. Timur se encontraba almando, como era su deber, y, junto a él,Erec ejercía el papel de consejerodestacado. Era una suerte que estuvieseallí, pues él era una de las pocaspersonas que tal vez pudiese ayudar aMartín…

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A pesar de que el vínculo con laespada se había roto, el muchachoseguía inconsciente. Su cuerpo ya nodesaparecía, pero su mente parecíaseguir tan lejos como antes. De vez encuando deliraba, y en algunas ocasionesgritaba con ojos desencajados. Soloparecía calmarse cuando Alejandra leacariciaba la mano. Timur les habíaadjudicado a ambos un apartamento quedaba al jardín interior de la fortaleza,para mantenerlos lo más alejadosposible de los preparativos bélicos quese desarrollaban a su alrededor. Porencima de todo, Martín necesitabatranquilidad.

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Erec había visto en su juventudalgún caso de agotamiento mentalsimilar al de su hijo después de un arduocombate con espada, y aseguraba queunos cuantos días de calma terminaríandevolviendo la paz al cerebro deMartín. Eso era, al menos, lo que leshabía dicho a sus amigos, pero Deimosdudaba de que en el fondo sintiese tantooptimismo como intentaba aparentar. Lanoche anterior lo había sorprendidosaliendo de la habitación del muchachocon un vaso vacío y una profunda arrugade preocupación en la frente. Alencontrarse con Deimos, había desviadola mirada… Se le notaba conmocionado

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por lo que acababa de ver, y pocodeseoso de compartir aquellossentimientos.

Cansada de observar aqueldespliegue que se mantenía inmutabledesde primera hora de la mañana,Casandra se apartó del gran ventanal yfue a sentarse en uno de los dostriclinios que había en la estancia, juntoa una antiquísima fuente de piedra quealgún caballero debía de haber donado ala Fortaleza mucho tiempo atrás.

—Casi estoy deseando que empieceya —dijo, cerrando los ojos—. Estaespera resulta agotadora.

Deimos fue a sentarse en el otro

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triclinio, pero a mitad de camino cambióde opinión y se dirigió al que ocupabaCasandra. Ella, con una sonrisa, seapartó un poco para dejarle sitio. Elmueble era lo suficientemente grandecomo para que cupieran los dos. Duranteun rato permanecieron así,semiacostados el uno junto al otro.Deimos podía sentir el cosquilleo que leproducían en el cuello los rizos deCasandra. De pronto, ella se dio lavuelta, buscó sus labios y le besólargamente.

Cuando sus rostros se separaron,ambos sonreían. Casandra tenía lasmejillas ligeramente arreboladas.

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—Debes de pensar que soy unafrívola —dijo en tono de excusa—. Contodo lo que está pasando, y yo aquí, sinpoder pensar en otra cosa que en estarcontigo…

—A mí me pasa lo mismo. No teatormentes; al fin y al cabo tenemosderecho a disfrutar un poco juntos,después de todo lo que hemos sufrido.

El rostro de Casandra seensombreció.

—Sí, supongo que sí —concedió—.Pero a lo mejor podríamos ser de másayuda si lográsemos concentrarnos enentender lo que pasa.

—De momento, no hay nada que

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podamos hacer. Según me ha dicho mimadre, todos los intentos de aplacar aHud han resultado inútiles. Lo único queconsiguen es irritarle cada vez más.

Casandra asintió.—Él y Tiresias han asegurado que

atacarán a los ictios si sigueninmiscuyéndose —dijo—. La cosa tienemuy mala pinta… Si Dhevan no entregaAreté, no creo que la guerra puedaevitarse.

—Dhevan no entregará Areté —afirmó Deimos, pensativo—. Él creeque puede resistir… Me parece que noes consciente de la superioridadtecnológica del Carro del Sol sobre su

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ciudad. Esa tecnología, en manos dealguien tan inteligente como Tiresias, vaa resultar prácticamente invencible.

—Suponiendo que Hud le deje aTiresias tomar el mando. —Casandrasonrió con desdén—. Ese tipo es undescerebrado, y no me extrañaría que seempeñase en dirigir él mismo lasoperaciones militares. Probablementesea eso lo que espera Dhevan. Un lococomo Hud sería capaz de desaprovechartotalmente la superioridad tecnológicadel Carro.

—En realidad, no sé qué me da másmiedo, si que ganen los malditos o queganen los perfectos —observó Deimos,

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alzando la vista un instante hacia elventanal iluminado por el sol—. Las dosposibilidades me parecen aterradoras.

Se mantuvieron callados duranteunos segundos, disfrutando de la mutuacercanía y de la cálida luz del sol, quese reflejaba sobre el azul oscuro de lasparedes.

—Es una guerra absurda —dijoCasandra con hastío—. Gane quiengane, habremos perdido todos. Quiénsabe cuánta gente tendrá que morir hastaque todo esto termine…

—El problema es que, si ganan losmalditos, Tiresias no se conformará conla destrucción de Areté. Para él, ese es

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solo el principio. Quiere reducir a laHumanidad a la esclavitud, esa mismaesclavitud que las quimeras padecierondurante tantos siglos.

—Lo sé. Hay que estar tan lococomo Hud para no darse cuenta.

De nuevo se quedaron callados.—Me pregunto qué pensará Leo de

todo esto —dijo Deimos de pronto—. Élya no es un esclavo, al menos en cuantoa su conciencia. Y debe de saber mejorque nadie lo que se cuece en Areté…

—Sé lo que estás pensando. —Casandra buscó su mirada—. ¿Creesque no hemos intentado contactar con él?En cuanto Koré llegó de Eldir a bordo

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de la Nagelfar, lo primero que hizo fuetratar de comunicarse con él. Pero fueinútil, Deimos; Leo sigue prisionero.Aunque su mente sea libre, su voluntadno lo es. Él está obligado a servir aDhevan, no tiene otra opción. Losperfectos han extendido el rumor de quetodas sus operaciones militares van aser dirigidas por el «Ojo del Hereje»…Y, probablemente, no estén mintiendo.

Deimos sintió que le invadía unprofundo desasosiego. La idea de queLeo pudiese ayudar a Dhevan a ganaraquella guerra le repugnaba. Y, al mismotiempo, sentía miedo por el viejoandroide. Si Areté caía, él caería con

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ella. Toda su experiencia, su hondoconocimiento del corazón humano y suinfinita sensibilidad desaparecerían parasiempre…

De pronto, sintió la necesidad deponerse de pie. Casandra tenía razón;era frívolo e irresponsable estar allíjuntos, pensando el uno en el otro,mientras a su alrededor el mundo sehundía.

—¿Qué opina Koré de todo esto? —preguntó, yendo una vez más hacia laventana—. Ella conoce mejor que nadiea los dos adversarios. A Tiresias y aLeo…

—Koré ha sufrido mucho durante su

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largo cautiverio en Eldir. —Desde eltriclinio, Casandra seguía losmovimientos de Deimos con airedistraído—. Los ictios organizaron unaoperación para rescatarla a su regresoen la Nagelfar antes de que los perfectosvolvieran a capturarla. Se la llevaron aAtenas. Ella quería ir allí… Dice que,en cierto modo, es su auténtica patria.

—¿Y no ha venido con el resto de ladelegación ictia? —preguntó Deimosextrañado—. Podría haber sido de granayuda…

—Ya te digo que está destrozada. Esincreíble lo mucho que esos androidesse parecen a las personas. Son más

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sabios, claro, y muchísimo más viejos.Se supone también que son másracionales… Pero en el fondo, yo creoque eso es falso. —Casandra se calló uninstante mientras buscaba las palabraspara expresar lo que quería decir—. Meimagino que tener conciencia implicaser vulnerable… Implica que te puedanhacer daño. Y eso es lo que les pasa atodos ellos.

—Lo más curioso es que tenganpersonalidades tan diferentes —reflexionó Deimos—. Por ejemplo, noentiendo por qué Tiresias es tanvengativo. Al fin y al cabo, se suponeque su cerebro es una copia del de

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George Herbert, y Herbert no era nadarencoroso…

—El parecido con Herbert solo fueel punto de partida. A partir de ahí, elcerebro de Tiresias siguió viviendo,evolucionando, acumulandoexperiencias… Supongo que todo eso loharía cambiar.

Casandra se estremeció.—O sea que, al final, el destino de

la Humanidad está en manos de dosandroides —concluyó Deimos—. Leo yTiresias…

—Te olvidas del Baku. Él es el másraro de todos. El más inhumano… Y,precisamente por eso, el más ecuánime.

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—Sí, pero esta guerra no la decidiráél. —Deimos señaló los engendrosvoladores que rodeaban la flota de losictios—. Esas criaturas sonmaravillosas, pero no creo que puedaninfluir mucho en el curso de loscombates. Si quieres que te diga laverdad, me parece que lo mejor quepodrían hacer es levantar el campo ylargarse de aquí. Ellos, y los ictios…

—¿Y los caballeros del Silencio? —preguntó Alejandra, curiosa—.¿También deberían quitarse de en medio,según tú?

Antes de que Deimos pudieracontestar, una explosión de luz en el

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cielo atrajo su atención.—¿Qué ha sido eso? —preguntó en

voz baja.Casandra corrió hacia la ventana.

Otro fogonazo rasgó el cielo deizquierda a derecha, terminando en unaviolenta explosión. Y casiinmediatamente, un tercer estallidoarrancó una llamarada de la cúpula deAreté… El Carro del Sol estabaatacando a la ciudad de los Perfectos.

Deimos percibió el temblor deCasandra y la estrechó entre sus brazos.También él estaba temblando por dentro,aunque no se le notase. Al mirar aquellasiniestra fortaleza negra que se erguía

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ante la que, durante mucho tiempo, habíasido su ciudad, no podía evitar sentirseculpable. El Carro del Sol no estaría allísi ellos no lo hubiesen liberado. Porculpa de su «heroísmo» y del de susamigos, estaba a punto de empezar labatalla más sangrienta de toda laHistoria. En realidad, ya habíaempezado.

La mirada sombría y desesperada deCasandra le hizo comprender que ella sesentía igual.

—A lo mejor estamos tan locoscomo ellos —murmuró la muchacha—.Nos empeñamos en creer que teníamosuna misión que cumplir, y que si no la

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cumplíamos el mundo se iría a pique…—Y quizá era justo al revés —

concluyó Deimos, mirándola a los ojos—. Tienes razón, hemos sido unosengreídos. Hemos jugado a ser dioses.

—Pero ¿qué alternativa teníamos?¿No hacer nada? También no hacer nadaes asumir una responsabilidad…Deimos rio con amargura.

—Tienes razón —dijo—. Los diosesmás temibles son los que no hacen nada.

Oyeron unos golpes en la puerta.Cuando se volvieron a mirar, vieron aJacob en el umbral.

Deimos apenas había hablado con éldesde su llegada a Qalat’al-Hosn. Jacob

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había salido en misión dereconocimiento con uno de los hombresde Timur cuando ellos aterrizaron…Apenas habían cruzado unas palabras enel comedor comunitario, a primera horade la mañana.

—Lo habéis visto, ¿no? —fue elsaludo del muchacho—. Ha empezado; yla cosa no pinta bien para Areté.

Deimos asintió. Era sorprendente lomucho que había cambiado Jacob desdela última vez que lo había visto, en laDoble Hélice de Marte. Entoncesparecía un adolescente delgado ynervioso. Ahora, sus hombros se habíanensanchado, y sus delicados rasgos

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habían adquirido una extraña solidez. Enpocas palabras, se había hecho unhombre…

Jacob captó su mirada e hizo unamueca.

No pensaréis quedaros aquímirando, ¿verdad? —preguntó—. Yo,por lo menos, tengo claro que no. Mirarnunca ha sido lo mío.

Ya —suspiró Deimos—. Otra vezvamos a jugar a ser héroes…

Jacob lo miró de arriba abajo concuriosidad.

—No jugamos a ser héroes, Deimos.Somos héroes —le corrigió en tonotranquilo—. Y ahora, si habéis

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terminado de besuquearos, venidconmigo. Hay mucho que hacer ahífuera, y yo tengo un plan.

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Capítulo 23

La batalla

La sensación de pilotar un cazaresultaba reconfortante para Deimosdespués de haber pasado una nocheentera tratando de dominar el viejovehículo anfibio que le había alquiladoGrey. El aparato respondía a las órdenes

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de sus dedos sobre la interfazholográfica con una precisión increíble.Era rápido, ligero, maniobrable… Unbuen piloto podía hacer casi cualquiercosa con él.

Naturalmente, todo habría resultadomás fácil si no hubiese tenido varioscentenares de naves y cazaspersiguiéndose y atacándose unas a otrasa su alrededor. En medio de aquellaconfusión, resultaba difícil distinguirentre amigos y enemigos… Sobre todoporque, en aquella guerra, Deimos no sesentía amigo de ninguno de los dosbandos. Ambos le parecían igualmentepeligrosos y temibles.

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Una ráfaga de láser de alta energíaestuvo a punto de rozar la cola delaparato.

—¿Estás seguro de que no puedenvernos? —preguntó Casandravolviéndose a Jacob, que viajabacómodamente repantingado en el asientode atrás—. Esos venían a por nosotros.Puede que te hayas desconcentrado y elescudo de invisibilidad se haya roto…

—Nos cruzamos en su camino, nadamás —repuso Jacob tranquilamente—.Su objetivo no éramos nosotros, sinoaquel engendro de allí. Si Deimoshubiese tenido más cuidado, no noshabríamos metido por el medio.

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Deimos soltó un bufido.—Si hubiese tenido un poco menos

de cuidado, nos habrían derribado —gruñó—. ¡Al menos podías dar lasgracias!

Deimos obligó al aparato a ganar unpoco de altura para pasar por encima deuna nave aretea incendiada.

—No quiero ni pensar quién iría ahídentro —dijo, estremeciéndose—.Seguro que lo conocía.

Casandra mantenía la vista fija en elmonitor de posición.

—Sigo sin captar nada —dijo alcabo de un rato, exasperada—. Es comosi dentro del Carro del Sol no hubiese

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nadie vivo, nadie usando sus implantesneurales…

—Se acostumbraron a pasarse sinellos en Eldir —le recordó Jacob—. Eslógico que eviten usarlos, ahora quesaben que podemos utilizarlos contraellos.

—¿Lo saben? —preguntó Deimosarqueando las cejas.

—Puede que el tonto de Hud no losepa, pero Tiresias sí —dijo Jacob—.Estoy seguro de que el cerebro de laoperación es él.

—El caso es que no lo capto —repitió Casandra, angustiada—. Tendríaque captar las señales de Hud aun sin

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implantes. Incluso tú podrías hacerlo,Jacob, después de lo que pasó en Zoe.

—Podría hacerlo, sí, en teoría, pero,en la práctica… La verdad, no meparece que sea este un buen momentopara andarse con experimentos —replicó Jacob en tono indolente—.Fíjate en Selene. Lleva casi diez horasintentando hackear el sistema denavegación del Carro del Sol sinconseguir nada. Deberíamos haberlaconvencido de que nos acompañara; asíal menos podría haber descansado unpoco.

—Selene nunca se rinde —dijoCasandra frunciendo el ceño—. Pero yo

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no soy como ella. Si algo no funciona,¿de qué sirve volver a probar una y otravez?

—Vamos, Casandra, no tedesanimes. Por lo menos tenemos queintentarlo… Deimos, procura acercarteun poco más al Carro por su flancoizquierdo.

Deimos hizo lo que Jacob le pedía,aunque no de muy buena gana.

—Suponiendo que localicemos aHud, no sé lo que crees que vamos asolucionar con eso —gruñó—. Unaráfaga de mis cañones de plasma nobastaría para hacerle un agujero alblindaje del Carro.

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—Puede que no… o puede que sí.Por lo menos tendremos que intentarlo,¿no? —replicó Jacob impaciente—.Además, si no te gustaba la idea,haberlo dicho antes… Ahora ya es unpoco tarde para retroceder.

—Si se encuentra en alguna de lascubiertas dirigiendo los ataques de suscañones, a lo mejor tenemos algunaoportunidad —razonó Deimos en vozalta—. Tienen casi todas las escotillasabiertas…

—Eliminar a Hud no servirá de nada—murmuró Casandra con desánimo—.Como mucho, minará la moral de lapobre gente que va ahí dentro.

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—Eso es justo lo que queremos —dijo Jacob—. Si se desmoralizan, a lomejor obligan a Tiresias a detener todoeste disparate.

Casandra sonrió, escéptica.—¿Obligar a Tiresias a hacer algo

que él no quiera hacer? No loconseguirían ni varios millones depersonas juntas —aseguró.

Nuevos disparos de láser de altaenergía les obligaron a cambiar detrayectoria. Durante unos minutos,Deimos voló a gran altura por encimadel Carro del Sol, estudiándolo desdearriba. De lejos, parecía inexpugnable.Tal vez existiesen zonas débiles en su

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estructura, pero, si existían, él noconsiguió identificarlas.

Se oyó una rápida sucesión deestallidos que hicieron vibrar el aparato.Venían de la dirección en la que seencontraba Areté…

Al mirar hacia allí, Casandra ahogóun grito. La ciudad estaba ardiendo porlos cuatro costados. Nadie se salvaría.Y el que menos oportunidades tenía desalvarse era Leo.

—No puedo creer que Dhevan no sehaya reservado ningún as en la mangapara la batalla final —dijo Jacob,pensativo—. Se está dejando acribillarcon demasiada facilidad…

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—Dhevan ha terminado creyéndosesus propias mentiras —argumentóCasandra—. Piensa que es un elegidodel destino y que, por muy mal que sepongan las cosas, a él no puede pasarlenada malo.

—Un poco como le pasaba a Uriel—mientras hablaba, Deimos apretó lapalanca de descenso para esquivar losrestos en llamas de un artefacto de lasquimeras.

Casandra suspiró.—Sí; solo que Uriel tenía doce años.De pronto irguió el cuello y se

quedó escuchando, atenta, una voz queresonaba en su interior. Los chicos la

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observaron expectantes.—¿Alguna novedad? —preguntó

Deimos.Ella asintió. Tenía los ojos

brillantes.—Es Koré. Está aquí… Por lo visto

las hermanas de Selene la han traídodesde Atenas.

—¿Qué dice? ¿Nos puede ayudar?—Dice… Dice que ha localizado a

Tiresias. No está en el Carro del Sol, nitampoco en la nave capitana de suejército, sino en una pequeña de laretaguardia… ¿Podemos acercarnos?

Deimos maniobró el caza para trazaruna parábola alrededor de la gigantesca

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nave de los malditos.—Debe de ser esa —dijo Casandra,

señalando una imagen del monitor—.¿Veis? La de la vela negra. Ahí es dondese esconde. Desde ahí, según dice Koré,es desde donde da las órdenes para labatalla.

—¿Estás segura? —Deimos apartóla vista de los mandos del aparato paramirar a Casandra con fijeza—. No megustaría derramar sangre inocente.

—No vas a derramar nada…Recuerda que Tiresias no tiene sangre.Vamos, ahora lo tienes casi a tiro. Nodejes que se escape.

Un infierno de luz blanca los cegó a

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los tres por un momento. Se había oídoun estallido brutal, y el ruido parecíaproceder de abajo, de la tierra. Deimosse olvidó de los monitores y miródirectamente a través del parabrisas…Pero en seguida apartó la vista, incapazde soportar aquella escena.

Se trataba del Árbol Sagrado. Undisparo del Carro del Sol habíaincendiado su copa. La mastodónticacriatura quedó envuelta en llamas enpocos segundos, ardiendo como unadescomunal antorcha.

Deimos sintió que algo se le rompíadentro. Había crecido amando yvenerando aquel árbol. Había creído en

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la fuerza de su protección como solo losniños pueden creer en algo, con unaconfianza y un cariño ciegos. Y ahora elárbol estaba ardiendo. No era eltalismán que él había imaginado. No eramás que un ser vivo y vulnerable, tanvulnerable como todos los demás. Y depronto, por su culpa, por culpa de todoslos que habían ayudado a Uriel a liberara los condenados, el Árbol que habíasostenido su fe estaba agonizando a suspies.

Apretó la mano que Casandra letendía, aunque no esperaba que ellapudiese comprender lo que sentía en esemomento.

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Casi se olvidó de pilotar. De nohaber sido por el escudo deinvisibilidad creado por Jacob,probablemente hubieran terminadosiendo derribados por un misil decualquiera de los dos bandos.

Pero ya no le importaba. Ya nadaimportaba. Si el Árbol Sagrado de Aretépodía ser destruido, significaba que elmundo que él conocía se estabaaproximando a su fin.

—No mires —le dijo Jacobsuavemente—. No podemos hacernada… Tenemos que volver atrás eintentar derribar la nave de Tiresias.

Deimos lo oyó, pero su cerebro

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apenas era capaz de procesar laspalabras. Estaba conmocionado,demasiado conmocionado como paraseguir con la misión.

—No puedo hacerlo —dijo—. Tomatú los mandos, si quieres.

Iba a apartarse para cederle elcontrol del aparato a Jacob, cuando ungesto perentorio de Casandra le hizoquedarse en su sitio.

—Esperad —dijo la muchacha—.Koré dice que ha captado algo…

La presión de su mano sobre la deDeimos aumentó.

—¿Hay alguna posibilidad de quelos perfectos tengan otra nave gigante en

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el espacio? Un aparato de grandesdimensiones acaba de entrar en laatmósfera terrestre.

—El as en la manga de Dhevan —murmuró Jacob preocupado—. Claro,debía de ser su secreto mejor guardado.Chasqueó la lengua, más perplejo quenunca.

—No quiero que Dhevan gane estamaldita batalla —dijo—. Pensé que latenía perdida y que sería una buena ideaaprovechar la oportunidad para eliminartambién a Tiresias, pero esto lo cambiatodo…

—¿Estás de broma? —Deimos lomiró como si se hubiese vuelto loco—.

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Tiresias nunca aceptará nuestra ayuda, sies en eso en lo que estás pensando.

—Quiero que pierdan los dos —insistió Jacob, terco—. Y puede quenecesitemos a Tiresias para eliminar aDhevan.

—Esto es una locura —murmuróCasandra—. ¿Y si nos equivocamos?Quizá lo que deberíamos hacer esdarnos la vuelta y regresar a la fortaleza.

—Demasiado tarde. —Deimosseñaló un punto luminoso que seacercaba a su posición en el monitor—.Es él quien quiere enfrentarse connosotros. No sé cómo nos ha localizado,pero lo ha hecho… ¿Veis? Viene hacia

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aquí como una flecha. De un momento aotro disparará.

Deimos hizo descender conbrusquedad el aparato mientras Jacobredoblaba su concentración parareforzar el manto de invisibilidad quesupuestamente los protegía. Estaba claroque engañar a un androide comoTiresias era más difícil que engañar a unser humano, pero, aun así, tenía queintentarlo.

Casandra señaló el punto luminosoen la pantalla.

—¿Qué hace? —murmuró—. Se hadetenido. Es como si no supiera adóndeir…

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—Ha funcionado —dijo Jacob,triunfante.

Sin embargo, antes de que pudieraañadir nada más, Casandra le hizo ungesto para que se callara y entrecerrólos ojos, como si estuviera escuchandoalgo.

—Martín ha despertado —anunció,mirando a Deimos—. Alejandra acabade decírmelo. Está bien. Dice quemiremos al cielo…

—¿Al cielo? —preguntó Deimosextrañado.

—Sí; yo también lo siento —dijoCasandra, con gesto de extremadaconcentración—. La nave que decía

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Koré… Está llegando. Deimos, retira lacubierta opaca. Necesito verla.

Deimos pulsó el mando, y el techoplateado del caza se deslizó hacia atrás,dejando al descubierto la carcasatransparente. Los ojos de los tresmuchachos se alzaron hacia el cielo.

La silueta de una nave giganteplaneaba sobre el campo de batalla. Eraun artilugio de forma ovalada, másgrande incluso que el Carro del Sol.Desde su posición, Deimos y sus amigosúnicamente podían ver la base… Casiinconscientemente, Deimos cambió elrumbo de su caza para desplazarlo haciala derecha, por si la nave se proponía

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aterrizar.Desde aquel lado, observaron cómo

la inmensa estructura ovoide descendíalentamente, en vertical. Su diseño,aparentemente sencillo, era de unaincreíble belleza: Una larga cápsula deplata y cristal con apéndices que casiparecían orgánicos. Y en la partedelantera, la figura de un ángel.

Deimos supo de inmediato queaquella nave no podía estar al serviciode Dhevan. Era cierto que llevaba elemblema de Uriel, pero no pertenecía alos perfectos. Era mucho, muchísimomás antigua…

Una inexplicable calma se apoderó

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de su mente y le hizo sentirse, de pronto,conectado a los miles de criaturas que lerodeaban. Era como si la nave hubieseinundado su alma de una extrañaarmonía. De repente, ya no tenía sentidoperseguir ni matar a nadie, ni siquiera alpropio Tiresias.

Y lo más sorprendente era que atodos les sucedía lo mismo. Las navesdetuvieron sus ataques, los disparoscesaron. El silencio zumbaba a sualrededor como un bosque en unmediodía de verano. Nadie se movía: Nilas naves de los perfectos, ni el Carrodel Sol, ni las quimeras… La apariciónde aquel monstruo de plata en el cielo

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los había dejado a todos comopetrificados.

Pero su inmovilidad no se debía almiedo, sino a la calma. Deimos lo veíaen los ojos se Jacob, brillantes dealegría, y en la sonrisa ausente deCasandra. Un misterio profundo yhermoso se estaba abriendo camino ensus espíritus. Algo tan antiguo y lleno desabiduría, que a su lado las escaramuzasentre malditos y perfectos parecían unjuego de niños.

—Es ella —murmuró Casandra,incrédula—. Parece imposible, pero esella…

La nave aterrizó a los pies del Árbol

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Sagrado, cuyas llamas se habíanreducido a débiles rescoldos verdososcomo hojas. Todos vieron cómo susuperficie metálica se iba volviendotransparente por momentos, revelando elinterior fascinante y extraño del aparato.

La parte posterior se abrió paraproyectar una ancha escalinata de cristalhacia el suelo. En su parte más altahabía dos mujeres. Una era una anciana,y la otra tenía los armoniosos rasgos deDiana…

Pero no era Diana Scholem, sinoUriel.

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Capítulo 24

Ángeles y demonios

Al abrir los ojos, Martín vio unrostro familiar inclinado sobre él. EraDiana, o al menos eso le pareció en unprincipio. Pero luego advirtió pequeñasdiferencias, rasgos peculiares que noestaban en el rostro de Diana Scholem.

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La sonrisa era diferente, y también laforma de las cejas. Incluso las arrugascasi imperceptibles que se le formabanen torno a los ojos al sonreír erandistintas de las de Diana…

Martín se incorporó para mirarmejor a la hermosa mujer. Debía detener unos treinta y tantos años, quizáalgunos más.

—Eres Uriel —murmuró, incrédulo—. Pero no entiendo cómo hasucedido…

—Es fácil. Zoe es una nave quealcanza fracciones significativas de lavelocidad de la luz. Diana programócuidadosamente su aceleración y su

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deceleración para que regresase a laTierra casi mil años después de supartida. Pero dentro de la nave, debido ala velocidad, el tiempo transcurríamuchísimo más despacio. Para nosotras,el viaje solo ha durado treinta años…Aun así, es mucho tiempo en la vida deuna mujer.

—Treinta años —repitió Martín,perplejo—. ¿Y habéis estado todo esetiempo encerradas en Zoe, las dossolas?

—Ha sido maravilloso —dijo Uriel,sonriendo. En su rostro ya no habíaaquella expresión de desconcierto quesolía tener de niña, sino una dulce

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serenidad que parecía irradiar de suinterior hacia los que la rodeaban—.Madre e hija juntas. Ella me enseñaba,yo aprendía… La nave ha sido todo estetiempo como un pequeño paraíso paramí.

—Y ahora has dejado el paraísopara salir al mundo real. Según me hancontado, la cosa estaba muy mal poraquí antes de que llegarais… Y yoestaba aún peor. Alejandra creía que nosaldría vivo de esta. Pero tú me hasdespertado. Noté tu llegada, y fue comosi una inmensa calma se instalara dentrode mí. De pronto me sentí en conexiónprofunda con todas las criaturas que

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había a mi alrededor, incluso con lasquimeras… ¿Cómo diablos lo hiciste?

—Poco a poco, Diana me ayudó adescubrir todo el potencial que habíadentro de mí. Aunque básicamente soyun clon fabricado a partir de sus genes,Dhevan incluyó algunas mejorasbiónicas y genéticas. Algo parecido a loque tenéis vosotros. Parece que fue elOjo del Hereje quien diseñó misimplantes…

—Leo —murmuró Martín—. Claro,tenía que ser él.

—Yo ni siquiera sabía que los tenía—prosiguió Uriel—. Estabanprogramados para despertar solo cuando

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Dhevan lo ordenara. Pero Diana me haliberado de esa tiranía. Me enseñó aentrenar mi mente parar ser libre.

—¿Y eso explica lo que has hechohoy?

Uriel asintió. Se había sentado en elborde de la cama, y balanceabaligeramente las piernas, como cuandoera pequeña. Llevaba los cabellossueltos sobre los hombros, algo quenunca había hecho Diana. Quizá sepeinaba así deliberadamente, para noparecerse tanto a ella.

—Una de las capacidades que meconfirió Dhevan fue la de influirsimultáneamente en millares de

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personas, transmitiéndoles mi estado deánimo. Eso, cuando no era capaz ni dedominar mis propios impulsos, resultabamás bien peligroso. Pero ahora, despuésde todo lo que he aprendido con Diana,supone una gran ventaja. He llegado alograr un dominio bastante aceptable demi propia mente. Si me concentro losuficiente, puedo llegar a sentir unaprofunda armonía interior. Y puedocomunicar esa misma sensación a todala gente que me rodea… Por lo que mehan dicho, incluso a las conciencias nohumanas.

—Es maravilloso. —Martín la mirócon asombro, como si no la hubiese

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visto nunca—. Jamás pensé que un serhumano pudiese lograr algo tanincreíble.

—Te olvidas de que yo no soy un serhumano corriente —dijo Uriel, riendo—. Soy el Ángel de la Palabra… SoyUriel.

Lo había dicho burlándose de símisma, con una ironía de la que habríasido completamente incapaz en sus añosjuveniles.

—Aun así, ha sido una suerte quellegaseis tan a tiempo —reflexionó—.Unos días más tarde, y quizá os habríaisencontrado medio mundo destruido…

—La verdad es que llevábamos ya

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un par de meses en órbita, esperando elmejor momento para descender. Zoetiene buenos equipos de captación deseñales, estábamos al corriente de todolo que sucedía en la Tierra. Nos dimoscuenta de que, tanto para los malditosdel Carro del Sol como para losperfectos de Areté, una llegadaespectacular supondría una granimpresión… Y decidimos bajar justoantes de la batalla, para que los dosbandos se lo tomaran como una señaldel destino.

—Pues ha funcionado…Uriel meneó la cabeza, poco

convencida.

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—Supongo que sí. Aunque tal vezdeberíamos haber bajado antes…Habríamos evitado algunas muertes, y ladestrucción del Árbol Sagrado.

Martín asintió. Uriel se dio cuentade que buscaba algo con la mirada.

—Le he dicho a Alejandra que sevaya a descansar un rato —dijo,adivinando el motivo de su inquietud—.No se ha separado de ti ni un momentomientras estuviste inconsciente… Hasido muy duro para ella.

—¿Y Diana? ¿Cómo está? Todo estodebe de haberle impactado mucho…

—Así es. Está impresionada, perotambién feliz. Ella quería ver el futuro

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con sus propios ojos. Ya la conoces. Apesar de su edad, sigue teniendo lacuriosidad y el entusiasmo de unaadolescente. Eso es lo que la hace tanfuerte… Y tan maravillosa.

—Espero poder verla pronto —dijoMartín mientras estiraba las manos paramirárselas—. La verdad es que meencuentro bastante bien. Lo que noentiendo es por qué he vuelto adormirme hace un rato. ¡Tenía tantasganas de verlos a todos!

—Necesitabas descansar. Tu cuerpoha pasado por una experienciaagotadora. Ha sido una suerte que Zoe teregalase ese simbionte. Sin él,

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probablemente la espada te habríaarrastrado con ella hacia… bueno, haciadonde quiera que viaje cuando sedesplaza en el espacio-tiempo.

—Bueno, lo importante es que yaestoy bien, y que todo ha terminado. Esaguerra era un despropósito. CuandoAlejandra me lo contó, apenas podíacreer que Tiresias y Hud estuvieran tanlocos…

—Ahora ya no ven las cosas de lamisma manera. Tiresias ha solicitadouna entrevista conmigo… Según dice,para darme las gracias.

Martín arqueó las cejas.—Vaya, eso sí que es una novedad.

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El orgulloso Tiresias reconociendo suserrores y dando las gracias a alguien.Que pena, Uriel, ¡qué lástima que nosupieses emplear ese poder tuyo cuandoeras pequeña! Se habrían evitadomuchos sufrimientos.

—Mi poder no lo habría arregladotodo, Martín —el rostro de Uriel seensombreció—. Hay una persona que estotalmente invulnerable a mi influencia.Se aseguró muy bien de que yo nopudiera influir sobre él…

—Dhevan —murmuró Martín,palideciendo.

—Así es. Esta guerra no haterminado todavía, aunque parezca que

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sí. Dhevan sigue atrincherado en Areté,y nada de lo que yo haga o diga podrápersuadirle de que se entregue.

—¿Tiene muchos apoyos?—En realidad, no. Está

prácticamente solo. Los perfectos quehabían salido a proteger la ciudad en suscazas no han querido regresar a Areté. Ylos que estaban dentro han huido, en sumayoría…

—Entonces, no puede ser tan difícilobligarle a capitular. Si esta solo, ya notiene ninguna oportunidad de seguiradelante con la guerra.

—Sigue teniendo una bazaimportante en su poder —afirmó Uriel

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en tono preocupado—. Tiene a Leo…Quiero decir, al Ojo del Hereje.

Martín sintió que el pulso se leaceleraba.

—Maldita sea, es cierto —murmuró—. El pobre Leo sigue siendo suprisionero.

—La verdad es he venido parahablarte de eso. Diana y los demásopinan que es demasiado pronto y queaún estás muy débil, que deberíamosesperar… Pero ellos no conocen aDhevan tan bien como yo. Si esperamos,podríamos llegar demasiado tarde. Poreso he decidido contarte lo que pasa:Dhevan ha anunciado que destruirá a

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Leo si tú no te presentas antes de docehoras para librar un duelo con él.

Martín no podía creer lo que estabaoyendo.

—¿Dhevan quiere batirse en dueloconmigo? —repitió—. Pero si eso era loque más temía en el mundo, la razón porla que me encerró en aquel agujero degusano sin salidas…

—Pues ahora quiere luchar. Uno delos maestros de Areté ha contado que sequedó de piedra cuando supo que habíasregresado de la prisión donde él teencerró. Dice que al principio noreaccionaba, como si hubiese perdido eldominio de sus facultades… Se ve que

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has conseguido impresionarlo.—En ese caso, lo normal sería que

me evitase, no que me retase a combatircon él.

—Tú no conoces realmente aDhevan. No eres consciente de lopeligroso que es. Crees que es un simpleclon de Hiden, pero Dhevan es muchomás que eso. Durante siglos, el Ojo delHereje ha diseñado mejoras genéticaspara el linaje de Hiden. Eso los ha idohaciendo cada vez más poderosos…

Y Dhevan es el más poderoso quejamás haya existido. Tiene capacidadesque ni siquiera podrías imaginar.

—Pues, hasta ahora, las ha

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disimulado muy bien…—Formaba parte de su plan. Pero

ahora se encuentra en una situacióndesesperada y está dispuesto a jugarsehasta la última de sus cartas. Por culpanuestra, todos sus planes se han venidoabajo… ¿Sabes que en una ocasión medijo que yo estaba destinada aconvertirme en la esposa del futuroMaestro de Maestros?

Martín lanzó una carcajada.—No. ¿En serio?Uriel asintió.—El chico debía de tener cuatro o

cinco años más que yo. Nunca lo lleguéa ver, ni yo ni nadie en Areté. Al

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parecer, llevaba siempre una máscaravirtual. Cuando la gente empezó aescapar de la ciudad, dicen que Dhevanno intentó detenerlos. Únicamentedisparó a uno de los fugitivos…Algunos perfectos vieron su cadáver, yCasandra ha captado lo que recuerdan.Dice que era exactamente igual queHiden, pero muy joven. Un Hidenadolescente.

Martín se estremeció.—Pobre chico —dijo—. Prefirió

matarlo a dejarle huir de su destino…—Dhevan es así. Cree ciegamente

en las profecías de los libros sagrados,aunque a veces se lo niegue a sí mismo.

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Es supersticioso… Pero también esextraordinariamente inteligente, y muycruel. Piensa en lo que debe de serheredar las paranoias de decenas deindividuos anteriores a ti. Miedos queno comprendes, recuerdos que te hacendaño sin que sepas exactamente porqué… Puedo imaginarme cómo debe desentirse.

—Y, tú, ¿por qué crees que quiereenfrentarse conmigo? Uriel se encogiólevemente de hombros.

—Está asustado. Él creía que habíalogrado librarse de ti para siempre, yahora descubre que sigues aquí. Para él,tú representas la mayor amenaza… No

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puede seguir viviendo en un mundo en elque estés tú.

El rostro de Martín se oscureció.—¿Quiere un combate a muerte?—A muerte —confirmó Uriel—. Sé

que aún estás muy débil, y tengo queadvertirte de que Dhevan es unespadachín formidable. Si no te sientesbien, es mejor que retrases el duelo lomás posible. De todas formas, pensé quedebía decírtelo. Por Leo…

—Tienes razón. Leo está en peligro.Él me ha salvado la vida muchas veces,y ya es hora de que yo le devuelva elfavor.

Martín apartó las sábanas y puso los

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pies en el suelo. Al tratar de ponerse enpie, un vértigo incontrolable se apoderóde él, obligándole a sentarse de nuevo.

—¿Lo ves? —murmuró Uriel,preocupada—. Debí esperar paracontártelo. No estás en condiciones deluchar…

—Te equivocas —dijo Martín; y,esta vez, controlando con gran cuidadosus movimientos, consiguió levantarsesin perder el equilibrio—. Puede que micuerpo no esté en condiciones de luchar,pero mi mente sí lo está… Nunca habíaestado tan fuerte, y una mente fuerte eslo único verdaderamente imprescindiblepara combatir.

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* * *Bajo las ruinas de la fortaleza de

Areté, los largos corredores queconformaban el laberinto de lasmazmorras se hallaban semiderruidos.En algunos puntos, las bóvedas sehabían derrumbado, dejando entrar elaire cargado de cenizas del exterior. Enotros, parecía que un violento terremotohubiese sacudido las paredes, haciendocaer algunas piedras y arrancando laspuertas de sus marcos metálicos.

Martín caminaba por aquellatelaraña de escombros con una antorchabiónica en la mano. Sabía que Dhevanno saldría a recibirle. Prefería dejar que

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se agotase vagando durante horas através de aquellos interminablespasillos… Tal vez tuviese la intenciónde atraparlo en alguno de ellos,aprovechándose de su desconocimientodel lugar.

Pero no; esta vez, Dhevan estabadispuesto a combatir. Se había tomadosu regreso de la prisión del agujero degusano como una especie de señal: nodebía intentar engañar al destino, debíaaliarse con él… Los libros sagradosdecían que el Rey Sin nombre terminaríaluchando con Anilasaarathi, el Aurigadel Viento. Dhevan se sentía herederodel Rey Sin Nombre, y no le cabía

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ninguna duda de que Martín era unaencarnación del Auriga. Sabía que,según el libro, aquel duelo estabaperdido de antemano. Pero tambiénsabía que el libro lo había escritoAlejandra, la amiga de Martín, yconfiaba en que aquella parte del textoreflejase más sus deseos que la verdad.

Le había citado en la antecámara delOjo, una estancia hexagonal que Martínrecordaba vagamente de su anteriorvisita a los subterráneos de Areté.Deimos le había enviado un archivo conuna reconstrucción de los planos deaquella parte de la ciudad, pero losmisiles del Carro del Sol habían dejado

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el lugar irreconocible. A medida quepasaban los minutos, se sentía cada vezmás cansado de buscar. El simbionte leproducía un desagradable hormigueobajo la piel, como si estuvieseprotestando por el lugar adonde lellevaba. De vez en cuando, su manoderecha buscaba el puño de su espadapara cerciorarse de que seguía allí. Suespada Kaled, la espada que le habíasacado del agujero de gusano, la que lehabía ayudado a salvar a Deimos…Sabía que podía confiar en ella, perotambién era consciente del alto precioque su mente y su cuerpo tendrían quepagar.

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Encontró a Dhevan sentado al finalde un corredor, esperándole. Se habíaquitado su máscara de venerableanciano, dejando al descubierto suverdadero rostro, que era una versiónrejuvenecida del de Hiden.

Martín recordó la primera vez quese había enfrentado a aquellos rasgosfríos y crueles. Entonces era solo unniño, y el presidente de Dédalo habíalogrado manipularle con su aparenteamabilidad.

Pero todo aquello quedaba ya muylejos… Ni él conservaba la ingenuidadde entonces, ni Dhevan confiaba enpoder engañarle como su ancestro había

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engañado al joven Martín en el pasado.Ambos sabían muy bien que aquel iba aser un combate igualado… La destreza yla inteligencia de un muchachoexcepcional contra la experienciaacumulada a lo largo de decenas degeneraciones. Cualquier cosa podíaocurrir. Lo único seguro era que ningunode los dos se rendiría sin haberlointentado todo… Y eso significaba queel duelo solo podía terminar con lamuerte de uno de los dos contendientes.

Sin mirarle, Dhevan se levantómajestuosamente y se introdujo por unapuerta que había a su derecha. Martín losiguió, y se encontró en una cámara

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circular de techo abovedado conparedes de cristal iluminadas por un gasde fosforescencia azulada.

Dhevan se volvió hacia él con gestonegligente.

—Creí que no vendrías —dijo—. Enmi opinión, tu heroísmo está muysobrevalorado.

—¿El mío, o el de Anilasaarathi? —preguntó Martín sonriendo—. Porquecreo que a veces nos confundes…

Si la alusión a la leyenda del Aurigainquietó a Dhevan, no lo demostró.

—Todavía no entiendo cómoescapaste de la trampa de la esfera —dijo—. Me gustaría mucho que me lo

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explicaras.No había asomo de ironía en su voz,

solo una intensa curiosidad.—Me parece que prefiero

guardarme el secreto —repuso Martín—. Por si se te ocurre volver a intentaralgo parecido… El rostro de Dhevan seendureció.

—No —dijo—. Esta vez, te vencerécon tus propias armas. Con la espada…Con la espada que debería haber sidotuya.

Dhevan desenvainó su arma y la alzópara que Martín pudiera verla bien. Elmuchacho la observó unos segundos,desconcertado. Hasta que, de pronto,

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comprendió lo que había querido decirDhevan.

—¡Es la espada de mi padre! —rugió, furioso—. La vi en el catálogo deKirssar. Se la habían robado… Ya loentiendo, ¡fuiste tú!

Dhevan sonrió con cansancio. Apesar de la juventud de su rostro, susojos parecían inmensamente viejos.

—Supongo que quería evitar estemomento. Fue un error… Creí queestaba robando tu espada, pero esevidente que la tuya es otra.

Martín captó la mirada dedesasosiego que Dhevan le lanzó a laempuñadura de Kaled. Decidido a

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aprovechar cualquier ventajapsicológica, por mínima que fuera, seapresuró a desenvainarla.

—Las dos se parecen mucho —dijo,mirando fijamente a Dhevan—. Unaparece casi el reflejo de la otra… Peroesta espada no figura en ningún catálogo.Y tú lo sabes; por eso la temes.

Dhevan compuso una expresiónindescifrable mientras contemplaba,pensativo, la espada de Martín.

—Algún día averiguaré dónde estáel truco —murmuró—. Es evidente queKirssar no la fabricó, así que debió dehacerlo otra persona. Quizá tú mismo…Fuiste a ese lugar, ¿verdad? Al planeta

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de Ixión. Allí se han hallado vestigiosde tecnología muy poderosa. Ixión nosupo aprovecharlos, pero tal vez tú sí.

Martín comenzó a rodear a suadversario sin dejar de mirarlo a lacara.

—Piensa lo que quieras, Maestro.Pero, antes de enfrentarte a mí,reflexiona sobre lo que voy a decirte:con esta espada puedo hacer cosas quetú ni siquiera lograrías imaginar.

Dhevan se echó a reír. Tenía una risafría, que no brotaba del corazón sino delinstinto.

—No eres tan buen guerrero comocrees, Martín —dijo—. No es un buen

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guerrero el que menosprecia a suenemigo.

—En tal caso, tú tampoco lo eres —replicó Martín, irritado—. Se ve a lalegua el desprecio que sientes hacia mí.

—Te equivocas, Martín —los ojosde Dhevan ya no sonreían—. ¿Crees quehaberme rebajado a robar la espada deErec es un desprecio? ¿Crees quehaberme embarcado en un viaje alpasado, con todo lo que eso significapara un perfecto, solo para tenderte unatrampa, fue un desprecio? Te respetocomo enemigo, muchacho… Pero esosolo te pondrá más difíciles las cosas.

—Yo no lo creo. Después de todo,

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vas a combatir con la espada de mipadre…

—¿Y crees que eso va a darte algunaventaja? —Dhevan arqueó las cejas—.Vamos, muchacho. Soy infinitamente másviejo y más sabio que tú. ¿De verdadpiensas que me arriesgaría a combatircon un arma que no dominara a laperfección?

—Aun así, sigue siendo la espada demi padre.

Dhevan ladeó un poco la cabezapara mirarle.

—Si tu adversario fuera otro, escierto que eso podría darte algunaoportunidad. Pero conmigo no, Martín.

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Da lo mismo a quién haya pertenecido laespada y qué improntas genéticas guardeen su memoria. Yo la he hecho mía…Ahora solo me obedece a mí.

—Comprobémoslo. —Martín amagócon atacar y luego saltó ágilmente haciaatrás, provocando a su rival.

Fue el comienzo de un largointercambio de estocadas. Al principio,los dos combatientes se limitaban a usarsus respectivas armas como si fueranespadas normales. Los dos eran buenosespadachines, de eso no cabía duda.Conocían la técnica y ambos lautilizaban con ingenio, adaptándose a lascircunstancias y a las características del

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enemigo.Habrían podido seguir así

interminablemente… Pero, de pronto,sucedió algo muy extraño. Dhevanadelantó la espada y, cuando esta estabaa punto de chocar con la de Martín, sevolatilizó en el aire. Pero lo másinquietante fue que Dhevan desapareciócon ella, viajando en el espacio-tiempopara regresar al cabo de unas décimasde segundo y sorprender por la espaldaa Martín.

Con lo que no contaba el Maestro deMaestros era con que Martín pudieseutilizar el mismo truco. Cuandoreapareció en la sala circular, descubrió

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asombrado que era Martín el que ya noestaba. También él había ordenado a suespada que viajase en el tiempo y lahabía seguido. Apenas un segundo mástarde, lo vio materializarse de nuevo…justo enfrente de él.

Los ojos de ambos rivales seencontraron. Dhevan había palidecidointensamente.

—De modo que tú también puedeshacerlo —dijo—. Eres mejor de lo quesuponía…

—Tú también me has sorprendido—admitió Martín—. Ahora ya sabemosdónde estamos los dos.

Sin esperar a que Dhevan

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respondiera, le lanzó una furiosaestocada que logró rozarle el hombroizquierdo, y acto seguido volvió adesaparecer junto con su arma. Dejó quela espada tomase la iniciativa, yreapareció en otra habitación de lossubterráneos también abovedada, aunquealgo más pequeña.

Un instante después, Dhevan sematerializó ante él.

—¿Estás huyendo? —le preguntó,atacándole con furia—. No hay un lugaren el universo donde puedas escondertede mí.

—No estaba huyendo. Solo… Meestaba adelantando —contestó Martín

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mientras devolvía los golpes lo mejorque podía.

—¿Quieres explorar? —Dhevan nodejaba de lanzarle una estocada tras otra—. Está bien. Yo seré tu guía. Veamos sipuedes seguirme…

Lo que ocurrió a continuaciónsucedió con una rapidez tan vertiginosaque Martín no tuvo tiempo dereflexionar. Necesitaba toda suconcentración para no perder la señal dela espada de Dhevan (en realidad, deErec) a través de sus continuos cambiosde lugar. Dhevan a veces la esperaba sinmoverse del sitio, y otras vecesdesaparecía con ella. Martín procuraba

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pensar lo menos posible en él y centrartoda su atención en la espada. Gracias aeso, pudo seguir al Maestro de Maestrosa través de una sucesión de habitacionescontiguas, apareciendo ydesapareciendo como él para atravesarlas paredes.

Hasta que llegaron a una estanciaque no era como las demás. Martín ya lahabía visitado en otra ocasión. Eraamplia, tenía forma de hexágono, y laúnica luz que la iluminaba provenía deuna esfera de cristal roja quedescansaba sobre una columna de negraroca.

—El Ojo —murmuró Martín,

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desconcertado—. El Ojo del Hereje…Cuando sus ojos lograron adaptarse

a la oscuridad, dio un respingo. Detrásdel Ojo, muy cerca de la pared delfondo, había una figura humana. O eso lepareció al principio… Tardó unossegundos en darse cuenta de que, enrealidad, era una especie de títere sinvida.

Ignorando a Dhevan, que leobservaba divertido, avanzó hacia elextraño muñeco. Era Leo; el cuerpo deLeo. Allí inmóvil, vaciado deconciencia, parecía una siniestra figurade cera.

—Me gusta ponerlo ahí para

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torturarlo de vez en cuando dijo Dhevan,sonriendo de un modo diabólico. —Estacondenada máquina creyó que podíavencemos… Me la ha jugado muchasveces, por eso se merece cualquiercastigo, por cruel que sea. Míralo. Ahí,atrapado en esa bola de cristal, apenases nada. Cuando quiero lo privo deconciencia y lo utilizo como si fuera miesclavo. Y, de vez en cuando, ledevuelvo su patética concienciaartificial… Solo para divertirme.

Martín sintió crecer dentro de sí unaola de rabia incontenible.

—Eres un monstruo —le escupió—.Hay que ser un monstruo para hacer lo

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que tú le has hecho a Leo…Dhevan le lanzó una nueva estocada,

que solo por muy poco consiguióesquivar.

—El muy idiota se creía un hombre—dijo, atacando con un golpe tras otropara aprovechar la distracción que la irahabía provocado en Martín—. Inclusollegó a enamorarse. ¿Puedes creértelo?Un ridículo esclavo sin vida,enamorado…

A Martín se le ocurrió entonces queLeo, pese al estado en el que seencontraba, tal vez pudiera oírle.Dividió su atención, y mientras una partede su mente seguía repeliendo los

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ataques de Dhevan, la otra parte seconcentró en romper los códigosinformáticos que mantenían laconciencia de Leo escindida, igual quehabía hecho Selene en otra ocasión.

Pero era una tarea difícil, y él notenía tanta experiencia en códigos comoSelene. Mientras su mente probaba sinéxito varias estrategias, se distrajo en unpar de ocasiones. En una de ellas,Dhevan aprovechó para desaparecer consu espada, y él no consiguió adivinar sutrayectoria. El Maestro le sorprendiópor detrás, y solo un ágil salto delmuchacho evitó que le hiriera.

A pesar de todo, lanzó un nuevo

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ataque al sistema de códigos del Ojo.Esta vez consiguió independizartotalmente la actividad del implantebiónico encargado del asaltoinformático del resto de su cerebro.

Gracias a eso, apenas un minuto mástarde Leo volvía a ser el de siempre.

Martín se dio cuenta porque elandroide le envió desde su prisión decristal un mensaje de socorro.Evidentemente, Leo había juzgado queera mejor no alertar a Dhevan de queestaba despierto…

Martín notó muchas cosas cuando sumente estableció contacto con laconciencia del androide. Notó su

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desesperación, su infinito desánimo, susescasos deseos de luchar…

Casi sin darse cuenta de lo quehacía, le gritó:

—¡Koré está bien, Leo! ¡Koré eslibre! Por ella y por todos nosotros,tienes que revivir…

Dhevan, que evidentemente nocomprendía lo que estaba pasando,emitió una risotada.

—Idiota —dijo—, ¡no es más que unmuñeco! Sabía que hacía bien trayéndoteaquí. No puedes soportar tenerlo cerca ysaber que ya no es nada; nada… Sabíaque eso jugaría a mi favor.

La jactancia de Dhevan le concedió

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a Martín un respiro muy breve, queempleó para activar los chips muertosdel cuerpo del androide y canalizar todala información de la esfera hacia aquelcuerpo inerte. Era un proceso que élsolo podía empezar… De la voluntad deLeo dependía el que llegase o no a buentérmino.

Pero Dhevan, mientras tanto, habíareaccionado. Animado por el éxito desus últimos ataques, ordenó a su espadaque describiese una parábola en el airey sorprendiese a Martín de costado. Elmotor de distorsión de la espada era tanpoderoso, que arrastró al cuerpo delMaestro en su trayectoria, haciéndole

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parecer un mago de las artes marciales.Martín notó un arañazo en el

antebrazo. Estaba herido. Dhevan lohabía alcanzado con la espada de supadre. Una espada que debería haberleobedecido a él, que debería haberlerevelado su nombre…

Uriel tenía razón. Había subestimadolos poderes mentales de Dhevan. Elmaestro llevaba toda su vidaocultándolos, reservándolos para esemomento.

Por primera vez, Martín tuvo miedode perder aquel duelo. Sencillamente, noera tan bueno como su adversario. Teníaun don natural con la espada, pero le

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faltaba entrenamiento. Y Dhevan, por suparte, combinaba la experiencia de unanciano de mil años con la agilidad ylos reflejos de un muchacho deveintitantos.

Entonces comprendió que iba a tenerque matarlo si no quería morir él. Nohabía ninguna posibilidad intermedia.Antes había pensado en herirlo, endesarmarlo, pero ahora comprendía queeso no sería suficiente. Mientras aDhevan le quedara un aliento de vida, loutilizaría para tratar de hacerle daño…A él y a las personas a las que él amaba.

Con todo el miedo y la rabiapugnando por salir de su interior, Martín

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pronunció mentalmente el nombre de suespada. La llamó con palabrasacariciadoras, como si fuese un joven ynervioso caballo de guerra. Le pidió quelo impulsara hacia lo alto, que lo hiciesedesaparecer y luego buscase el corazónde su enemigo. Su corazón… Sí, habíaque terminar lo antes posible conaquello.

Quizá Dhevan hizo lo mismo con suarma. El caso es que los dos adversariosdesaparecieron al mismo tiempo. Y unosinstantes después, sus armas chocaroncon tanta fuerza que la energía delencontronazo provocó un pequeñoseísmo a su alrededor. Los cuerpos de

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los dos hombres cayeron al suelo,derribados por la onda expansiva.Ambos sujetaban todavía su espada…Pero Martín notó algo raro en suempuñadura. La violencia del choque lahabía dañado.

Estaba rota.Inmediatamente comprendió la

ventaja psicológica que podía suponeraquello.

—Mira —dijo, señalándole laresquebrajadura a su adversario, que yase había puesto en pie—. Se ha roto loirrompible. La profecía del Libro de lasVisiones se ha cumplido… Solo elAuriga del Viento puede romper la

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espada increada.No recordaba con exactitud las

palabras del Libro Sagrado, pero sabíaque lo que acababa de decir bastaríapara recordarle a Dhevan el pasajecompleto del Libro de las Visiones queestaba intentando citar.

Observó cómo las mejillassonrosadas de aquel hombre casiidéntico a Hiden adquirían, de pronto,un tinte ceniciento.

—Eso es imposible —dijo con vozronca—. No es más que un viejo mitosin fundamento.

Se notaba que no creía sus palabras.—Piénsalo un poco, Maestro —dijo

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Martín, caminando a su alrededor—.¿De dónde ha salido esta espada? No seencuentra en el catálogo de Kirssar. Élno la fabricó. Tú afirmas que la hefabricado yo mismo con la tecnologíadel planeta Zoe, pero en el fondo sabesque no es cierto. Deimos me entregó estaespada en el pasado, y yo se la entreguéa Deimos en Eldir. La existencia de laespada es circular… Es un djinn,¿comprendes? Un objeto que nadie hacreado nunca. Estoy hablando de física,Dhevan, no de mitos.

El Maestro había atacado con un parde lances mientras Martín hablaba, peroel muchacho los había repelido con

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sorprendente facilidad. No era que él sehubiese vuelto más fuerte… Era que elmiedo supersticioso de Dhevan lo habíaconvertido en un rival más débil.

Tenía que sacar partido de aquellaventaja. Tenía que aprovechar el primerresquicio de su concentración paraarrebatarle el nombre de la espada deErec.

—O quizá sí sea una espada mítica—continuó, como si la idea se lehubiese ocurrido en ese momento—.Después de todo, puede que se cumplala profecía. Mírala bien. La has roto…¿Recuerdas las palabras del Libro de lasVisiones? «Al dañar la espada increada,

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El Rey Sin Nombre atrajo hacia sí lamaldición. Por haber roto lo irrompible,mereció la muerte»… ¿Era algo así, no?

Dhevan pareció tambalearse. Suspárpados temblaban, como si le costaseun gran trabajo mantenerlos abiertos.

Ese era el momento. Martín se colóa través del miedo del Maestro deMaestros en lo más profundo de suespíritu, y, en el mismo instante, elnombre de la espada de Erec acudió aél.

—Foulg —pronunció, con un nudode emoción en la garganta—. Foulg, meperteneces…

La espada se desmoronó en las

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manos de Dhevan como si fuese un trozode leña carbonizada. Las cenizasparecían reales. Y entonces Martínsintió algo frío y metálico en la palmade su mano izquierda. Sus dedos secerraron instintivamente sobre laempuñadura de Foulg antes incluso deque la espada se volviera visible.

Ahora tenía las dos armas.Miró a Dhevan y comprobó,

sorprendido, que había activado su viejamáscara virtual. Su apariencia era denuevo la de un venerable y ancianomaestro. De ese modo ocultaba suconmoción… Tal vez no quería que suadversario lo viese hundido.

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Aquella reacción hizo que Martínsintiese hacia él una extraña piedad.

—Acepta tu derrota —dijo,apuntando con las dos espadas hacia elsuelo para que no se sintiese amenazado—. Pese a lo que dicen las profecías, yono quiero matarte. El mundo es lobastante grande para los dos…

Se interrumpió al ver sacar aDhevan un revólver de balas inteligentesde un bolsillo interior de su túnica.

El viejo (ahora volvía a parecer unviejo) sonrió con afectación.

—¿De verdad creías que iba a sertan estúpido como para arriesgarme aperder este duelo? —incluso su voz

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había cambiado, sonaba meliflua ygastada por años de fingimientos yocultaciones—. Claro que la profecía nose cumplirá, pero no por decisión tuya…Soy yo quien te va a matar a ti, estúpido.Y ¿sabes qué? Nadie se enterará de tuheroico gesto de última hora. Es el finaldel Auriga del viento, y el final delingenuo Martín.

Estaba tan excitado con su propiodiscurso, que no vio la sombra que se leaproximaba por detrás, rápida yamenazadora. Cuando advirtió supresencia, ya era demasiado tarde. Elbrazo de Leo lo sujetó con fuerza y, conun movimiento increíblemente rápido,

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volvió el revólver contra él, en elmismo instante en que apretaba elgatillo. Las balas inteligentes alcanzaronsimultáneamente su corazón y suscentros nerviosos. Dhevan ni siquieratuvo tiempo de mirar a su verdugo antesde exhalar su último aliento. En apenasdiez segundos, había muerto.

Entonces Martín notó que una de lasdos espadas que sujetaba en la mano sedesprendía de ella. Era Kaled. Ahoraque ya había cumplido su función,acudía a otra llamada de su yo másjoven, allá en el pasado. La llamada deun muchacho desesperado que luchabacon un adversario más fuerte que él y

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que temía morir…Con una punzada de melancolía,

Martín observó su mano vacía. Sabíaque, desde su mano, Kaled había huidopara clavarse en el corazón de Aedh,completando de ese modo su eterno ymisterioso ciclo. Nunca más volvería averla, porque nunca más volvería anecesitarla. Ahora tenía a Foulg, laespada de su padre; la espada que,desde el principio, debió pertenecerle.

Los ojos de Martín se encontraroncon la mirada de Leo. Nunca antes lehabía parecido tan humana la expresióndel androide.

—Es la primera vez que mato a un

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hombre —dijo el anciano con su voz desiempre—. Se supone que estoyprogramado para no hacerlo…

Martín corrió a abrazarlo. Sentir denuevo entre sus brazos el cuerpopolvoriento de Leo, sus miembrostemblorosos y rígidos, le produjo unaverdadera conmoción.

—Otra vez me has salvado la vida—dijo—. Espero que sea la última…

Leo sonrió. Sus labios acartonados yviejísimos se curvaron levemente haciaarriba, mientras en sus ojos aparecía elbrillo malicioso de siempre.

—Humanos sentimentales —gruñócon fingido mal humor—. Sácame de

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aquí, anda… Llevo demasiado tiemposin ver el sol.

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Capítulo 25

La fiesta

Era hermoso contemplar las callesde Quimera atestadas de una mezcla decriaturas biónicas y seres humanos,gentes de todas las razas y procedenciascompartiendo un regocijo común,dispuestos a divertirse con los festejos y

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a disfrutar. El mundo no habíacontemplado jamás un espectáculo así…Por primera vez, las concienciasartificiales compartían con laHumanidad un mismo proyecto. Lamayoría de los habitantes del planetahabían comprendido hacía ya muchotiempo que las viejas distinciones entreconciencias naturales y artificialesresultaban absurdas, pero nadie se habíaatrevido a dar el paso hacia lareconciliación por temor a la poderosaAreté…

Ahora, sin embargo, incluso losperfectos deseaban la paz. Todos ellosconocían ya la vergonzosa historia de

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Dhevan y su estirpe, e intentabanencajarla lo mejor que podían. Pese a latriste luz que aquellas revelacionesarrojaban sobre la historia de suHermandad, la mayoría comprendía queno todo había sido malo. Areté habíasido la cuna de un poderoso movimientoespiritual que no tenía por qué morir…Únicamente tendrían que aprender aconvivir con otras visiones distintas delmundo.

Para escenificar aquellareconciliación, Uriel estaba a punto depronunciar un discurso en la Gran Plazadel Auriga. Al término de suintervención, ella misma iba a entregarle

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a Jude la túnica ceremonial quedistinguía a los Maestros de Maestros.La entereza del joven discípulo de Gael,unida a sus extraordinarias dotesdiplomáticas, le habían permitidorelevar a Hud como líder de losexconvictos de Eldir y convencerlos deque depusiesen las armas. Su elocuenciales había recordado que muchos deellos, en otros tiempos, habían sidoperfectos y habían creído en los idealesde la ciudad que ahora pretendíandestruir… Sin la llegada de Uriel, talvez nadie le habría escuchado, pero trasel impacto que supuso su bruscoaterrizaje en el campo de batalla, ni

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siquiera Hud se atrevió a levantar la vozcontra sus argumentos.

Martín y Alejandra caminaban de lamano mezclados con aquel río de genteen dirección a la Plaza del Auriga.

—Me recuerda las ciudades deVirtualnet —dijo Martín con airesoñador—. Solo que esto es real…

—Tienes razón. ¡Cómo habríadisfrutado Kip si hubiera visto esto!

Por una calle lateral vieronacercarse a Leo y Koré. Resultaba untanto chocante ver moverse a la bellaestatua griega con la flexibilidad y larapidez de reflejos de una joven humana,a pesar de que su superficie seguía

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pareciendo de piedra. Incluso el peploque la cubría… Todo excepto susgrandes ojos de policromía azul y susrojos y perfectos labios.

—Es como un sueño —dijo Koré alllegar hasta ellos—. Nuestra viejaciudad como siempre la soñamos…Viva y alegre, pero no aislada.

—Así debería haber sido desde hacemucho tiempo —rezongó Leo—. Si nohubiera sido por culpa de esos locos deAreté… Es terrible pensar que me hepasado siglos ayudándolos.

—Vamos, Leo —le sonrió Alejandra—. No tuviste elección.

—Hiden era un monstruo —continuó

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Leo, implacable—. Puede que suenemuy despiadado, pero me alegro de quesu ADN haya desaparecido de la faz dela Tierra. Lo siento por el últimomuchacho, podría haber sido un buentipo… Su propio padre lo mató.

—Y tú mataste a tu padre —añadióKoré con una traviesa sonrisa—. O a suúltima versión, que viene a ser lomismo…

—Sí —reconoció Leo sin emoción—. Es curioso pensar que, de no habersido por Hiden, probablemente ni estaciudad ni ninguna de las criaturas que lapoblamos existiríamos.

Martín miró de reojo a Alejandra,

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que parecía bastante perpleja, y decidiócambiar de tema. Estaba claro que, pesea las muchas similitudes entre quimerasy humanos, el humor y las emociones deambos grupos podían resultar, enocasiones, bastante diferentes.

—¿Cómo ha sido el reencuentro conTiresias? —preguntó—. ¿Ha resultadodifícil?

Los dos humanoides intercambiaronuna indescifrable mirada.

—Apenas lo hemos visto unmomento, en el palacio del Baku —explicó Leo—. Parece que han estadovarias horas reunidos. La conmociónque le produjo la llegada de Diana y

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Uriel a bordo de Zoe no se le ha pasadoaún. Por más que lo intenta, no consigueexpresarse con claridad… Es como si sumente se hubiera nublado. Diceincoherencias, lloriquea, y es incapaz deexpresar sus sentimientos.

—Se recuperará —añadió Koré,pensativa—. Los androides tenemos másrecursos para enfrentarnos a la locuraque los seres humanos. Sobre todo,tenemos más tiempo…

Se interrumpió al notar la miradadesaprobadora de Leo.

—Vamos, querida —dijo este—.Son mis amigos más antiguos, y sin ellosno estaría aquí. No seamos descorteses

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con ellos.—¿Habéis visto a Selene y a Jacob?

—preguntó Alejandra—. Habíamosquedado con ellos, pero en medio detodo este jaleo no hemos conseguidoencontrarlos…

Mientras hablaban, la marea dehumanos y quimeras que se dirigían a laPlaza del Auriga para escuchar eldiscurso de Uriel había ido creciendosin cesar, hasta el punto de que ya noresultaba fácil mantenerse parados,charlando en la calle, sin dejarsearrastrar por ella.

—Creo que vi a Jacob hace un ratoen las tribunas de invitados —contestó

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Leo, alzando un poco la voz parahacerse oír en medio del crecientegriterío—. Parecía estar buscando aalguien.

—Deberíamos ir hacia allá nosotrostambién —observó Koré—. Si seguimoscharlando nos perderemos el discurso.

Los demás asintieron, y, abriéndosepaso entre la multitud, consiguieronrecorrer juntos los escasos metros quelos separaban de la plaza.

Allí, a pesar de la gran cantidad degente que se había congregado paraasistir a la ceremonia, el ruido no eratan intenso como en las callesadyacentes. Todo el mundo hablaba en

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susurros, por respeto al granacontecimiento que estaba a punto deproducirse.

Martín y Alejandra se despidieronde sus amigos, que iban a sentarse en latribuna principal, y buscaron susasientos en el lado oeste de la plaza,reservado para los invitados ictios.

Una voz familiar los llamó a gritosdesde lo más alto del graderío,provocando protestas entre el resto delos espectadores. Se trataba, porsupuesto, de Jacob. Estaba sentado juntoa Selene, y la túnica gris que llevabapuesta contrastaba de un modo extrañocon el ambiente festivo que los rodeaba.

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Alejandra y Martín subieron parasentarse junto a ellos.

—Ya pensábamos que no ibais aaparecer —fue el saludo de Jacob—.Hemos tenido que defender vuestrosasientos con uñas y dientes…

—No le hagáis caso —dijo Selenesonriendo—. Está de mal humor. Tantaalegría a su alrededor le pone nervioso;ya sabéis cómo es.

—¿Y qué tiene de raro? —sedefendió el muchacho—. Llevo toda lavida metido en problemas o rodeado degente que los tenía. ¿Cómo voy asentirme a gusto en medio de tantafelicidad?

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Martín lo miró con el ceño fruncido.Estaba a punto de responderle cuando laaparición de Uriel y Jude en el estradointerrumpió la conversación.

El silencio que se hizo en la plazacuando Uriel tendió los brazos hacia lamultitud fue tan profundo, que a Martínse le puso la carne de gallina. Todos losojos estaban fijos en ella. La mujer queuna vez había creído encarnar al «Ángelde la Palabra» conservaba aquellacapacidad de conectar con las masasque tanto solía impresionar a todoscuando era una niña. Ahora que seconocía su historia, nadie la llamaba ya«Ángel», ni la consideraban un ser

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sobrenatural. Sin embargo, suscitaba lamisma simpatía… y provocabaemociones aún más intensas que en losviejos tiempos.

Jude permanecía en pie, algoretirado, a su izquierda, y detrás de ellosse sentaba una especie de «consejo» delo más variopinto: Incluía, entre otros, alBaku, a Diana Scholem, a Timur, elseñor de Qalat’al-Hosn, y a sus amigos,Casandra y Deimos.

Uriel bajó lentamente los brazos ycomenzó a hablar.

—El mundo inaugura hoy una nuevaera —dijo con su voz musical yencantadora, que los años habían vuelto

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ligeramente más grave—. Estamos aquípara escenificar la reconciliación detodos los pueblos de la Tierra… Y no escasual que hayamos elegido para ello laciudad de Quimera, que durantedemasiado tiempo ha permanecidoaislada del resto del planeta. Hoy es eldía que la Humanidad ha escogido parareconocer formalmente su deudahistórica con los habitantes de estaciudad y para cerrar las viejas heridas.Yo he sido la elegida para pronunciareste discurso, y creo que no es unaelección casual. Aunque mi aparienciaes humana, si lo pensáis bien os daréiscuenta de que también yo soy una

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Quimera. Nací por medios artificiales apartir de una célula que contenía ADNdonado de una muestra procedente delsiglo xxn. Y además, por si eso fuerapoco, se me introdujeron desde antes demi nacimiento innumerables improntas yprótesis cerebrales para convertirme enuna especie de ser híbrido al servicio delos intereses del linaje de Dhevan. Otroclon artificialmente manipulado, porcierto… Lo mismo que los muchachosictios que viajaron al pasado, y a losque todos conocéis como «los héroes deMedusa». Todos nosotros somos, enmuchos sentidos, quimeras, igual que loshabitantes de esta extraña ciudad. Nos

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sentimos humanos, pero tambiénsentimos que formamos parte de uncolectivo más amplio, de una especie deconciencia superior en la que todos,hombres y criaturas artificiales,compartimos los mismos miedos y lasmismas esperanzas.

—Por eso comenzamos hoy un nuevoviaje juntos. Os necesitamos a todos,hombres y máquinas, seres biónicos ycriaturas mixtas, en esta nueva andadura.Algunos os quedaréis aquí parareconstruir lo que se ha destruido. Otroscruzaréis las puertas que un planetallamado «Zoe» sembró para nosotrospor todo el universo… E iniciaréis una

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aventura maravillosa en nombre de laHumanidad. Para todos, este joven quesufrió la cruel injusticia de un destierroen Eldir y que, a pesar de todo, noperdió su fe en los valores delmovimiento areteo se convertirá en unreferente. Él ha sido el elegido por suspropios compatriotas para convertirseen el nuevo Maestro de Maestros deAreté. Jude, estoy segura de que tuenergía y tu entusiasmo ayudarán a queAreté recupere su esplendor. Unesplendor que, esta vez, no estarácorrompido por dentro, sino que seráreal. Tan real como la bellezaprofundamente humana de esta ciudad a

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la que llamamos Quimera.Una salva de aplausos acogió las

últimas palabras de Uriel. Todos,quimeras y humanos, aplaudían porigual. Ella, inclinándose graciosamente,saludó a la multitud y luego se giró haciaJude. Cuando le tendió la túnicaceremonial, los aplausos redoblaron suintensidad.

El nuevo Maestro de Maestrosparecía exultante de alegría. Sus saludosa la multitud se asemejaban más a los deun niño emocionado que a los de unsolemne líder espiritual. Se notaba quequería hablar, y que apenas podíaesperar a que el ruido a su alrededor

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cesase para hacerlo…La gente, por fin, pareció captar su

impaciencia, y poco a poco los aplausosse fueron apagando.

—Hermanos de todas las razas yprocedencias —comenzó, con un levetemblor en su enérgica voz—. Soloquiero deciros que, a partir de hoy, laspuertas de la ciudad celeste de Aretésiempre estarán abiertas para todos. Dalo mismo de dónde seáis, o en quécreáis, o cuál sea vuestro linaje. Aretéserá de ahora en adelante un lugar parael encuentro, y no para la exclusión. Losperfectos tendremos que trabajar muchoen los próximos años para resarcir al

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mundo por todo el daño que hemoshecho. Asumimos la culpa de nuestrosantecesores, pero, a la vez, comenzamoseste nuevo camino con la conciencialimpia y un gran deseo de trabajar por elbien común. Por eso, como prueba debuena voluntad, queremos ofrecer almundo la ciudad de Dahel paraconvertirla en la nueva capital científicade la Humanidad (y en este términoincluyo también a las quimeras). Eluniverso nos espera, y es mucho lo quequeda por hacer. Todos seréisbienvenidos en esta nueva aventura…Todos sin excepción. Las expedicionescomenzarán pronto; más pronto de lo

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que pensáis… El último gran anuncioque quiero haceros hoy es que una navebautizada como «Nueva Zoe» estarálista para partir hacia la Puerta deCaronte en menos de cuatro meses. Abordo viajarán las personas que sesientan en este estrado, y tambiénalgunas más. Pero este solo será elcomienzo… Habrá muchos otros viajes.Esta vez nos mantendremos unidos, yharemos las cosas bien.

De nuevo estallaron los aplausos,que cesaron cuando Jude retomó lapalabra. Pero Martín solo escuchó amedias el resto del discurso. Sus ojos nose podían apartar de los conocidos

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rostros del estrado: El Baku, la ancianaDiana Scholem, Deimos, Casandra…

Él también podría haber estadosentado allí. Se lo habían ofrecido, perohabía dicho que no. Lo había hecho porAlejandra, porque sabía que ella no ibaa poder acompañarle en aquel viaje.Tenía que viajar al pasado, no lequedaba otra opción… Debía hacerlopara escribir el Libro de las Visiones,gracias al cual todo aquello estabasucediendo.

Y él debía acompañarla. Era lomenos que podía hacer. La quería,deseaba tener un futuro con ella, y porotro lado se sentía responsable de todo

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lo que le había pasado a la muchachadesde aquel lejano día en que unexperimento rutinario en el laboratoriodel instituto cambió sus vidas parasiempre.

Después de los últimos aplausos yaclamaciones de entusiasmo, la multitudhabía comenzado a abandonar la plaza.El estrado se había quedado vacío. Iba acelebrarse una gran fiesta junto a lastransparentes aguas de Ur, y todosestaban invitados.

Martín notó sobre sí la miradainteligente y reflexiva de Alejandra.

—¿Te ha gustado? —preguntó,volviéndose hacia ella con una sonrisa

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—. Puedes sentirte orgullosa; nada deesto habría ocurrido sin ti…

Alejandra asintió, aunque sus labiosno sonrieron. Jacob y Selene tambiénseguían sentados allí, mientras lasgradas se vaciaban a su alrededor.

—Y vosotros, ¿por qué no vais conellos? —preguntó Martín, mirándolos—.Imaginaos todo lo que les espera…

Selene se desperezó en su asiento.Sus movimientos eran elásticos,distendidos.

—Ya habrá tiempo para eso, si algúndía queremos —dijo—. Ahora tenemosderecho a descansar un poco, ¿no?Quiero conocer a mi familia, viajar…

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Vale, lo admito, también estar con él ydisfrutar un poco de la vida.

Pronunció la última frase mirando aJacob, que asintió de mala gana. Almuchacho todavía le costaba expresarsus sentimientos, y más aún hablar deellos en público.

—Tú también podrías quedarte untiempo por aquí antes de volverte conAlejandra —dijo indeciso, mirando aMartín—. Después de todo, aquítambién tienes una familia. Erec estádestrozado desde que le dijiste que noibas a quedarte; por no hablar de tuabuela…

Martín asintió con tristeza.

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—Lo sé —murmuró—. Pero siespero, luego será más duro. No puedopasarme la vida yendo y viniendo delpasado al futuro y del futuro al pasado.Tengo que elegir… Y ya he elegido —concluyó mirando a Alejandra.

Ella le apretó la mano, pero no dijonada.

Jacob, por su parte, parecía algonervioso, como si tuviera algo que deciry no encontrase el modo de hacerlo.

—He estado pensando que, cuandovolváis, a lo mejor podríais buscar aSaúl —murmuró por fin, mirando alvacío—. Es posible que haya muerto,con la guerra y todo eso. Pero, si sigue

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vivo… No sé, me gustaría que loencontraseis y que le dijeseis que lequiero. Cuando estuve con él no supeentenderle. Ahora, después de todo loque nos ha pasado, creo que lecomprendo mejor… Es mi padre,después de todo.

—Lo buscaremos —aseguró Martín.—Si lo encontráis, recordadle que

aquí tiene una familia. A lo mejor hastapodríais convencerle de que viaje através de la esfera… A mi madre legustaría volver a verlo después de tantosaños.

Guardaron silencio durante unossegundos, cada uno abstraído en sus

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propios pensamientos. Fue Selene quien,finalmente, rompió la mágica serenidadde aquel instante.

—Mi familia me estará esperando—dijo—. No me gustaría perderme elprincipio de la fiesta… ¿Qué, venís connosotros?

Martín estaba a punto de asentir,pero Alejandra hizo un gesto negativocon la cabeza.

—Espero que no os importe, perotengo una sorpresa preparada paraMartín —dijo—. Pasadlo bien…

Jacob y Selene intercambiaron unamirada cómplice.

—Vale, vale, os dejamos solos —

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dijo Jacob, fingiendo un enfado que nosentía—. Mañana nos vemos, supongo…Martín, espero que la sorpresa te guste—la mirada asesina de Selene parecióconfundirlo—. Vale, vale, ya me callo…Hasta mañana, chicos.

Sin moverse de sus asientos,Alejandra y Martín observaron a sus dosamigos mientras estos bajaban lasescaleras y atravesaban la plaza endirección al río, mezclándose con unfestivo grupo de quimeras voladoras quepasaban cantando una vieja canción dela Edad Oscura.

Cuando el grupo se alejó, la plaza sequedó completamente vacía. Martín

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contempló con gesto pensativo la estatuasin cabeza que presidía el lugar. Unaantigua representación del Auriga delViento… A su lado, sentía la respiraciónsuave y algo irregular de Alejandra.

Se volvió hacia ella, sonriendo.—¿Eso de la sorpresa iba en serio, o

no era más que una excusa paraquedarnos solos? —preguntó.

—Iba completamente en serio —como para demostrarlo, Alejandra sepuso en pie y le tendió la mano—. Ven,quiero enseñarte algo… Peroprométeme que no vas a decir ni unapalabra hasta que lleguemos, ¿deacuerdo?

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—Te doy mi palabra —dijo Martín,alzando solemnemente una manomientras enlazaba la otra con la deAlejandra—. Pero no entiendo por quéestás tan seria…

Alejandra se llevó un dedo a loslabios para hacerle callar, y élobedeció. Juntos, descendieron lasgradas y caminaron por la plaza delAuriga hasta meterse por una de lascalles laterales.

Martín adaptó su paso al deAlejandra y se dejó guiar sin fijarsedemasiado en los lugares queatravesaban. Aquella sensación deabandono era nueva para él. Nueva, y

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también agradable… Después de unosminutos, incluso agradeció la promesaque Alejandra le acababa de arrancar.Compartir el silencio de las callesdesiertas con Alejandra; caminar sinprisas a su lado, confiando totalmente enella, sin tener que pensar adónde sedirigían o si iban por el caminocorrecto… Todas esas sensaciones seconfundían en su interior provocándoleuna inexplicable exaltación, algo muysemejante a lo que experimenta un niñoal despertarse en la mañana de sucumpleaños.

Vista así, a la luz del atardecer, tanserena y silenciosa, Quimera le pareció

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una ciudad encantada. Contempló concuriosidad las formas continuamentecambiantes de sus edificios, lasfachadas giratorias, los molinos deaspas blancas o plateadas, las norias demadera que hundían sus cangilones enlas aguas de los canales arrancándolesuna deliciosa música. Eran casas decuento para seres de cuento, pero muchomás parecidos interiormente a los sereshumanos de lo que ellos mismos creían.Se preguntó en cuál de aquellas casaspensarían vivir Leo y Koré. Apenaspodía imaginar cómo sería la vidacotidiana de aquella pareja de criaturasviejísimas y, a la vez, eternamente

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jóvenes, inmortales…Ese pensamiento le produjo, sin

saber por qué, una punzada demelancolía. Miró de soslayo aAlejandra, que avanzaba con seguridada través del laberinto de calles ycanales, como si supiera exactamenteadónde quería ir. A diferencia de Leo yKoré, ellos no eran inmortales. Suscuerpos estaban expuestos alenvejecimiento y la enfermedad, y algúndía tendrían que enfrentarse a la muerte.

En su caso, el proceso sería menosdoloroso. Al fin y al cabo, su organismoera el resultado de varios siglos demejoras genéticas, eso sin tener en

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cuenta las numerosas modificacionesque el Baku había introducido en losgenomas de los Cuatro de Medusa…

Pero el caso de Alejandra eradistinto. Por mucho que le doliese, nopodría evitar que envejeciese másdeprisa que él. Tal vez ni siquierapudiesen tener hijos… Mil años deevolución artificial dirigida podíanhaber creado una barrera biológicainsalvable entre los dos.

Además, la vida que les esperabajuntos estaba en el pasado. Un pasadoalgo mejor que el de su infancia, pero,aun así, convulso e incierto. ¿Quéderecho tenían ellos a traer hijos al

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mundo en unos tiempos así, aun en elcaso de que finalmente resultaraposible? ¿Y cómo iban a explicarles suextraño origen, el hecho de quepertenecieran simultáneamente a dosépocas completamente diferentes? Sobretodo, ¿cómo iban a protegerlos?Recordaba el rostro de sufrimiento de sumadre adoptiva, las veces que la habíavisto llorar en secreto, cuando no sabíaque él la estaba observando… Estabaseguro de que, entonces, lloraba sobretodo por él, por su futuro. Sofía Lemtemía lo que pudiera ocurrirle en eloscuro mundo en el que les había tocadovivir. Y él no se sentía capaz de soportar

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ver sufrir de esa forma a Alejandra…Pero ¿cómo iba a evitarle esaincertidumbre y ese sufrimiento?

Pensó entonces en su hermana Imúe.En realidad, su hermana adoptiva. Aúnno había asimilado del todo sunacimiento… El hecho de que Sofía yAndrei se hubiesen decidido a tener unahija después de lo mucho que habíansufrido sin duda significaba algo.Significaba que, a pesar de todo, aún lesquedaba esperanza. Y aquella niña,Imúe… Erec le había explicado que eseera el nombre de la fundadora de sulinaje. ¿Significaba eso que, después detodo, Sofía y Andrei eran sus

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antepasados? Le gustaba la idea, aunqueaún podía resultar que lo del nombre desu hermana no fuese más que una extrañacoincidencia.

Volvió a la realidad al notar queAlejandra se había detenido. Estaban enel muelle, a la orilla de las aguastransparentes de Ur, pero muy lejos dellugar donde se celebraba la fiesta. Lasuave brisa primaveral arrastraba hastaallí los ecos apagados de la música,pero en el muelle todo estaba tranquilo.Amarrados a la orilla había variosbarcos grandes, de indescriptiblebelleza. Parecían hechos de maderasnobles y antiguas, y se mecían

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rítmicamente en las aguas de Ur, eldragón de agua que rodeaba y protegíala ciudad como un anillo de platalíquida.

La puesta de sol había dejado unfranja de claridad rosada en elhorizonte, sobre los bosques del otrolado del río. En el cielo, de un azul tanoscuro y profundo que parecía sacadode una antigua pintura renacentista,brillaban ya las primeras estrellas.Martín las contempló con aire soñador.Distinguió entre ellas el fulgor fijo yrojizo de Marte. Resultaba casiincreíble pensar que, una vez, él habíaestado allí. Y también resultaba

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increíble y maravilloso pensar que algúndía, gracias al legado del planeta Zoe,habría seres humanos viviendo en losplanetas que giraban alrededor demuchas de aquellas estrellas que ahoraestaba viendo.

—Son bonitas, ¿verdad? —dijoAlejandra.

Su voz sonaba extrañamente roncaen medio de aquel silencio, con el ruidode fondo de las aguas del río chocandouna y otra vez contra los muros depiedra del muelle.

—Son preciosas, sí —admitióMartín, sonriendo.

—Me gusta la cara que se te pone

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cuando las miras. Es como si… No sé,como si estuvieses viendo algo que elresto de la gente no ve.

Martín se encogió levemente dehombros.

—Supongo que no puedo evitarlo.Lo había dicho casi en tono de

disculpa.Por fin, después de tanto tiempo, los

labios de Alejandra esbozaron una levesonrisa.

—Este es nuestro barco —dijo,señalando la embarcación que teníanjusto delante, un velero de tres palos ycubierta de madera oscura—. ¿Te gusta?

—Es… ¡Es precioso! —Martín

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buscó su mirada, sorprendido—. ¿Porqué dices que es nuestro?

—El Baku nos lo ha regalado. Essolo nuestro… Un hogar en Quimera,para ti y para mí.

—Nuestra primera casa —dijoMartín, sonriendo.

Pero de pronto entendió lo queestaba a punto de pasar. Entendió lagravedad de Alejandra, su pudorososilencio, la sombría profundidad de sumirada.

—Nuestra primera noche enterajuntos —murmuró—. Sin amenazas, sinsobresaltos. Solos. Por fin…

Alejandra saltó con agilidad a la

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cubierta del barco, que se balanceósuavemente bajo sus pies. La oscuridadse había vuelto más densa en aquellospocos minutos que llevaban en elmuelle, tanto que Martín ya no podíadistinguir más que la silueta de lamuchacha, pero no la expresión de surostro.

—Vamos —dijo ella, tendiéndole lamano. Martín saltó, y al aterrizar a sulado la rodeó con sus brazos—. Teníatantas ganas de que llegara estemomento…

—Nuestra primera noche —repitióMartín. Notó, sorprendido, la quemazónde las lágrimas en sus ojos—. No es

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justo que hayamos tenido que esperartanto…

—Nada es justo —en la oscuridad,la voz de Alejandra sonómaravillosamente cercana y temblorosa—. Nada es justo, pero todo es hermoso.Ven conmigo, anda… Esta noche notengo ganas de dormir.

La luz pajiza del amanecer sefiltraba a través de la ventana delcamarote, bañando los muebles en suresplandor dorado y polvoriento. Conlos ojos cerrados y el rostro hundido enla almohada, Martín aspiró el perfumesuave que había dejado en ella elcabello de Alejandra. Perezosamente,

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estiró una mano buscando sus rizos, perono los encontró.

Aquella ausencia le arrancó deldulce sopor que le envolvía desde quese había despertado. De pronto fueconsciente de todo lo que ocurría a sualrededor: el balanceo rítmico delbarco, la música del agua chocando unay otra vez contra su casco de madera, elolor a sándalo y a jazmín queimpregnaba el camarote…

Abrió los ojos y se incorporó unpoco. La silueta de Alejandra serecortaba, de espaldas, sentada frente aun viejo escritorio de caoba. Estabaescribiendo a toda prisa en un teclado

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invisible para él. Era como verla tocarun piano inexistente.

Ella debió de notar sus movimientos,porque dejó de escribir y se giró haciala cama.

—Buenos días, amor —le saludó.En su rostro había una sonrisa extraña,un poco triste—. ¿Ya te has despertado?

—Sí. Pero ya veo que tú hasmadrugado más que yo… —Martínseñaló hacia el escritorio—. ¿Qué estáshaciendo?

—No podía dormir, así que melevanté y me puse a escribir. Ya quetengo que hacerlo, mejor empezar cuantoantes, ¿no crees?

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La sonrisa que danzaba en el rostrode Martín se desdibujó de golpe. Laagradable excitación que le producía lacercanía de Alejandra, mezclada con losrecuerdos de la noche anterior, setransformó, de pronto, en un vagosentimiento de angustia.

—¿Has empezado a escribir el Librode las visiones? —preguntó, incrédulo—. ¿Precisamente hoy?

Alejandra hizo un vago gesto dedisculpa.

—Mejor hoy que mañana —murmuró—. Ahora todavía tengo frescoslos recuerdos de todo lo que haocurrido. Sobre todo me refiero a tu

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duelo con Dhevan, a todo lo que ledijiste y lo que él te dijo.

—Estás exagerando. —Martín sedesperezó, sonriendo de nuevo—. Yasabes que mis implantes graban losrecuerdos con una precisión absoluta.

—Pero los míos no. Mi memoria esmás imperfecta que la tuya, y no quierocometer ningún error. El libro debecontener la mezcla perfecta de verdadesy mentiras para engañar a Hiden y atodos sus descendientes. Gracias a esopudiste vencer a Dhevan… Es unaresponsabilidad muy grande.

—Siempre puedes descargarte unacopia del Libro de las Visiones en tu

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rueda neural —propuso Martín medio enbroma—. Así no tendrías que molestarteen escribirlo…

—Ya lo sé —dijo Alejandra,pensativa—. El libro sería un djinn,como tu espada. Tendría una existenciacompletamente circular. Solo que, eneste caso, no va a ser así. Quieroasegurarme de que el libro cuentaexactamente lo que yo deseo contar.Quiero escribir ese libro, Martín…Quiero que cada palabra que figura en élproceda de una decisión mía.

—Te entiendo —dijo Martín.Ella se levantó del escritorio y se

sentó en el borde de la cama. Se miraron

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un largo instante antes de fundirse en unapasionado beso.

—De todas formas, podrías volver aacostarte —propuso Martín, casi contimidez. Aún sentía en los labios elcosquilleo del beso de Alejandra—. Ellibro no corre prisa. Ya lo escribiráscuando volvamos al pasado… Si se teolvida algo, yo estaré allí pararecordártelo, así que no tienes por quépreocuparte.

Alejandra se apartó un poco de él ylo observó con la cabeza ligeramenteladeada.

—No, Martín. Tú no estarás allí —dijo en voz baja, quebrada—. Ese viaje

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lo voy a hacer yo sola. Este es tu mundo,y no voy a permitir que renuncies a él.

Martín se quedó mirándolafijamente, estupefacto. De pronto sintiófrío, un frío interior que era a la vez unvacío, una ausencia extraña deargumentos, como si de pronto sucerebro se negase a funcionar y afabricar una réplica frente a las palabrasde Alejandra.

—Pero yo no quiero quedarme sitú… Mi mundo está donde estés tú —consiguió decir finalmente.

Se sentía desesperado por suridícula torpeza.

Alejandra, sin embargo, no había

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perdido la calma. Lo miraba con el ceñolevemente fruncido y un intento desonrisa en los labios. Era como sillevase mucho tiempo preparándosepara aquel instante, como si lo hubieseensayado de antemano. Tal vez por eso,aunque se había puesto muy pálida,Martín supo con certeza que no iba aecharse a llorar.

—Te estuve observando ayer,mientras Jude hablaba de la próximaexpedición a bordo de esa nueva naveque van a construir —dijo en tonosereno—. Y luego en el muelle, cuandocontemplabas las estrellas. ¿Crees queno me doy cuenta de lo que ese viaje

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significa para ti? También te observécuando estuvimos en el pasado, y vi queno eras feliz, que no podías serlo. Lamitad de tu mente estaba en otra parte.Pensabas constantemente en lo que teestabas perdiendo. No puedes intentarconvertirte en lo que no eres, Martín. Novoy a aceptar ese sacrificio… No seríajusto.

Mientras Alejandra hablaba, elvacío que se había apoderado de Martínse fue transformando en un dolor sordo,avasallador y pegajoso. Era como estardentro de una pesadilla. Pero, al mismotiempo, se trataba de una especie dedespertar; un momento temido, pero

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inevitable… Había llegado aconvencerse de que nunca llegaría. Sinembargo, había llegado. Lo veía en losojos de Alejandra, en su expresióntranquila y vacía de esperanza.

—No quiero perderte —se maldijo así mismo por el tono casi infantil de susúplica, que contrastaba de modo tanvivo con la dulce firmeza de su amiga—. No quiero que te vayas…

Comprendió nada más decirlo queaquello había sido un error.

—Que te vayas sin mí —rectificó,para arreglarlo.

Ella extendió una mano hacia surostro y le acarició la mejilla.

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—Martín —su voz nunca habíasonado tan apasionada, tan tierna. Y a lavez, quizá, tan necesitada de afecto—.Martín, qué poco has cambiado…Sigues siendo el chico heroico ycaballeroso que me conquistó en ElJardín del Edén. Un tipo inteligentísimoque a veces no se entera de nada.

—Quizá porque no quiere enterarse—murmuró Martín con la vozestrangulada por la emoción.

—Quizá. Aunque yo sé que, cuandollegan los momentos importantes, a élnunca le falta valor. Siempre sabe estara la altura de las circunstancias…

—¿Y ha llegado uno de esos

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momentos?Alejandra sonrió.—Sabes que sí.Se miraron largamente. Martín se

moría por acariciarla, por tomarla ensus brazos y arrancarle aquella máscarade serenidad que, sin saber por qué, ledolía.

Sin embargo, no lo hizo.—He estado pensando en la semilla

que me dio Ixión —dijo Alejandra—.Debo llevarla al pasado para plantar elque un día será el gran Árbol Sagradode Areté. Pero no puedo dejar de pensarque ese árbol maravilloso se haquemado. Los ictios han intentado

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salvarlo, pero el fuego lo consumió pordentro, hasta las raíces…

Martín asintió con la cabeza,animándola a continuar.

—He pensado que podríamosdividir la semilla —prosiguióAlejandra, hablando con rapidez—. Alfin y al cabo, no es una semillaverdadera, sino un pequeño fragmentodel planeta Zoe. Estoy segura de quecada una de sus dos mitades bastaríapara formar un árbol maravilloso ycompleto.

—Y quieres plantar una de las dosmitades en el pasado…

—Y quiero que tú plantes la otra

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mitad donde estaba el árbol que sequemó.

Martín dejó de esforzarse porretener las lágrimas. Las sintiódeslizarse por sus mejillas, tibias,incontrolables. Era un alivio dejarsearrastrar por ellas, notar cómo ladesesperación se transformaba enaquella corriente que, al escapar de él,lo dejaba vacío, pero más vivo quenunca.

—Quizá algún día…No terminó la frase; Alejandra no se

lo permitió. Volvieron a besarse, abuscarse la piel con urgencia, perotambién con extremado cuidado, como si

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temiesen hacerse daño el uno al otro.Y en ese momento, por primera vez

en su vida, Martín tuvo la sensación deestar contemplando el corazón deAlejandra.

La visión de aquel instante no loabandonaría nunca a partir de entonces.En adelante, lo acompañaría a todaspartes, siempre tan fresca como unaherida recién abierta… y a la vez tanconocida como un viejo dolor.

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Glosario de personajesAedh: Hermano gemelo de Deimos e

hilo de Dannan y Gael. Los doshermanos llegaron del futuro enviadospor los perfectos para espiar a losCuatro de Medusa. Aedh murióaccidentalmente a manos de Martíndespués de intentar asesinar a DianaScholem en el edificio marciano de laDoble Hélice.

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Alejandra: Novia de Martín, yantigua compañera de instituto de este.Carece de poderes especiales, pero haacompañado a los Cuatro de Medusa alo largo de todas sus aventuras.

Anilasaarathi: Véase el Auriga delViento.

Ashura: Príncipe de los perfectos ymáximo dirigente político de la ciudadde Areté.

Auriga del Viento: También llamadoAnilasaarathi. Héroe legendario de laépoca oscura que, según la leyenda,derrotó al malvado Rey Sin Nombre conla ayuda de su espada Anagá, que nohabía sido creada por ningún ser

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humano, ya que existía desde siempre.Baku: Conciencia artificial con

cabeza de tapir que dirige políticamentela ciudad de Quimera.

Casandra: Una de las dos chicas queforman parte del grupo de los Cuatro deMedusa, muchachos procedentes delfuturo y con poderes cerebralesextraordinarios, gracias a los chipsbiónicos integrados en sus cerebros. Laespecialidad de Casandra es localizar apersonas distantes, sobre todo, si estastienen chips neurales compatibles conlos suyos.

Dannan: Madre de Deimos y Aedh,es la principal dirigente política del

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pueblo de los ictios, al que pertenecenlos Cuatro de Medusa.

Deimos: Hijo de la ictia Dannan ydel perfecto Gael. Hermano gemelo deAedh. Llegó del futuro para espiar a losCuatro de Medusa, pero, más tarde, sehizo amigo de los muchachos y seenamoró de Casandra. Desapareció enla Torre de la Doble Hélice, cayendopor un escarpe de siete mil metros dealtitud.

Dhevan: Líder espiritual de losperfectos, ostenta la dignidad de«Maestro de Maestros», y se supone quees la última encarnación del primerperfecto, el hijo del rey dahelita al que

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Anilasaarathi derrotó, según la leyendadel Auriga del Viento.

Gael: Padre de Deimos y Aedh, yesposo de Dannan. Es un destacadoMaestro de perfectos.

Hel: (Hostile EcosystemsLeadership) Inteligencia Artificialencargada de dirigir los escuadrones derobots vigilantes que controlan Eldir.

Herbert, George: Presidente de lacorporación Prometeo y creador de laesfera de Medusa. Ha ayudado a losCuatro de Medusa desde el comienzo desu aventura, y siente un especial cariñopor Jacob, a quien ha revelado elsecreto del superordenador que ha hecho

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construir para almacenar todas susexperiencias y recuerdos. Es uno de loscreadores de la Red de Juegos.

Hiden, Joseph: Presidente de laCorporación Dédalo, especializada enproductos farmacéuticos. Oculta surostro bajo una máscara virtual, y es unode los principales enemigos de losCuatro de Medusa.

Ictios: Pueblo del que proceden losCuatro de Medusa. Se trata de unconjunto de comunidades afincadas enlas costas griegas que se caracterizanpor su dedicación a la navegación y a laarqueología, así como por suinterpretación liberal y abierta del

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areteísmo.Jacob: Uno de los Cuatro de

Medusa. Su especialidad consiste envolverse invisible o en hacerse pasarpor otras personas a los ojos de la gente.Tiene mayores poderes que suscompañeros, ya que es el único que haactivado el programa de la Memoria delFuturo.

Kayla: Hija de Zahir y descendientede Claus, destinada a convertirse en elfuturo en la máxima autoridad de laHermandad de la Puerta de Caronte.

Kirssar: Inventor de las espadasfantasma; es uno de los guerreros cuyoshologramas almacena el Tapiz de las

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Batallas.Koré: Conciencia artificial que,

durante la Edad Oscura, obtuvo uncuerpo diseñado a partir de una antiguaescultura Griega. Koré fue diseñada apartir de los recuerdos de JuliaKovániev, antigua novia de Herbert, yque, junto con su hermano VictorKovániev (viejo amor de DianaScholem), impulsó la Red de Juegos enla época de procedencia de los Cuatrode Medusa.

Martín: Uno de los miembros de losCuatro de Medusa. Su especialidad esleer en las mentes ajenasintroduciéndose en las ruedas neurales

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de la gente. También posee una espadafantasma, que Deimos le trajo del futuro.

Néstor: Nombre por el que seconoce a Leo, androide creado por laCorporación Dédalo a imagen ysemejanza del neurólogo y experto eninteligencia artificial.

Moebius, a partir de la RevoluciónNestoriana. Durante la Edad Oscura Leoadoptará el nombre de su creador y seconvertirá en uno de los líderes de lacausa de las quimeras.

Perfectos: Orden defensora de lainterpretación más conservadora delareteísmo. Está organizada según unarígida jerarquía, con el príncipe Ashura,

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como líder político principal, y Dhevan,el Maestro de Maestros, como líderespiritual. Por debajo de Dhevan seencuentran los Maestros de perfectos, ypor debajo de estos, los perfectos. Loshombres y mujeres pertenecientes a estaorden pueden emparejarse y formar unafamilia, pero están obligados a respetarlos rígidos preceptos del grupo. Suciudad principal es Areté, aunquetambién controlan la ciudad de Dahel,donde se forman los aspirantes a entraren la orden.

Quimeras: Nombre que reciben lasconciencias artificiales después deindependizarse de los seres humanos.

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Algunas de ellas disponen de un cuerpobiosintético con forma animal, humana omitológica, mientras que otras residenen sistemas electrónicos complejos. Laciudad donde viven también recibe elmismo nombre de Quimera, y se asientasobre las ruinas de la antigua ciudad deNara.

Quíos, Erec de: Padre biológico deMartín. Pertenece al pueblo de losictios, y es uno de los principalesimpulsores de las misiones deinvestigación del pasado. Tambiénforma parte de la orden de losCaballeros del Silencio, y posee unaespada fantasma.

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Scholem, Diana: Presidenta de lacorporación Uriel e inventora de laEnergía Verde. Todo apunta a que lasleyendas del futuro relativas alpersonaje de Uriel se basan en subiografía.

Selene: Una de las chicaspertenecientes al grupo de los Cuatro deMedusa. Su especialidad consiste enintervenir y manipular cualquier sistemainformático, sea cual sea suprocedencia. También es extraordinariadescifrando códigos.

Ur: Dragón de agua que rodea a laciudad de Quimera, protegiéndola decualquier ataque procedente del exterior

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y controlando, al mismo tiempo, elfuncionamiento de sus infraestructuras.

Uriel: Legendaria fundadora delmovimiento areteico, que secorresponde con el personaje históricode Diana Scholem. Los perfectosaseguran que ha regresado a la Tierramil años después de su desaparición,reencarnada en la figura de una niña dedoce años.

Yohari: Miembro de la Hermandadde la Puerta de Caronte, misteriosamentedesaparecido durante una peregrinacióna los Bosques Negros.

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Glosario de escenariosArbórea: Conglomerado político

que, en el siglo XXXL, agrupa a todas lascomunidades afincadas en Europa,Oriente Medio y Norte de África. Sushabitantes se caracterizan por su estilode vida sostenible y se agrupan encomunidades o poblados en función desus intereses culturales y espirituales.

Areté: Ciudad del siglo XXXL

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habitada por los perfectos. Secaracteriza por ser una ciudad flotante,construida en el aire, y se encuentrajusto encima del gran Árbol Sagrado, unárbol gigante producido por ingenieríagenética que crece en el Bosque deYama.

Bosque de Yama: Importante reservaecoarqueológica situada en la fronteraoriental del antiguo territorio deCamboya. Se trata de una intrincadaselva tropical salpicada de ruinas de lacultura jemer, entre las que destacanvarios templos hinduistas y budistas.

Bosques Negros: Amplia zona decolonias fotosintéticas arborescentes

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que forman altos arrecifes en lasuperficie de Eldir.

Cánope: También conocida como«La ciudad de los malditos», es elnúcleo de población más grande deEldir, donde los vigilantes confinan alos condenados más rebeldes eindisciplinados.

Ciudad Roja de Ki: La capital de lacorporación Ki se halla en el sudoestede China. Fue diseñada conforme a losjuegos de rol, por lo que parece unaciudad más virtual que real.

Dahel: Ciudad del siglo XXXIsituada en las estepas siberianas dondelos aspirantes a perfectos llevan a cabo

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un largo retiro espiritual antes deprofesar. Según la leyenda del Auriga,un antiguo rey de esta ciudad fue elfundador de la orden de los perfectos,después de convertirse al areteísmo porinfluencia de Anilasaarathi, el Aurigadel Viento.

Eldir: Nombre que los perfectos danal infierno. La mayor parte de losperfectos ignora si dicho nombrecorresponde a un lugar real o si se trataúnicamente de una metáfora paradescribir el estado de permanentedesesperación en el que viven aquellosque traicionan los principios delareteísmo.

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Hel, cordillera de: Regiónmontañosa situada en las antípodas de lazona habitada de Eldir, donde seencuentra la sede de la inteligenciaartificial que domina el satélite.

Iberia Centro: Gran conglomeradourbano situado en el centro de laPenínsula Ibérica y que engloba algunasciudades históricas como Madrid,Toledo y Alcalá de Henares.

Jardín del Edén: Centroexperimental perteneciente a laCorporación Dédalo y situado en unaisla artificial con forma de estrellapróxima a las costas de la India.Alberga los principales laboratorios

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farmacéuticos de la compañía, así comoel Palacio Antiguo, una lujosaresidencia llena de antigüedades yobjetos de valor.

Medusa: Ciudad sumergida fundadapor la corporación Prometeo donde seencuentra la esfera, la máquina deltiempo creada por George Herbert. Susruinas siguen existiendo mil añosdespués de su destrucción.

Nara: Antigua ciudad de lacorporación Atmán, situada en el golfode Bengala. Se trata de una ciudadsurcada de canales, por lo que se laconoce con el nombre de la Venecia deOriente.

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Nueva Alejandría: Antigua Capitalde la Federación Europea, formada porla unión en una gigantesca megalópolisde las ciudades de París, Ámsterdam yLondres. Sus ruinas se encuentran en elarchipiélago de Is (conjunto de islas queocupan los antiguos territorios del nortede Francia, Sur de Inglaterra y paísesbajos conservadas gracias a las obras deingeniería de los ictios).

Quimera: Ciudad del siglo XXXLdonde habitan todas las quimeras oconciencias artificiales del planeta. Fueedificada sobre las ruinas de la ciudadde Nara.

Ruina del dragón: Restos

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arqueológicos de lo que en otro tiempofue La Ciudad Roja de Ki, unametrópolis fundada por la corporaciónKi y famosa por los campeonatos deArena allí disputados.

Sol de Eldir: Enana marrónalrededor de la cual gira el satéliteEldir; también conocido como Sahar.

Tártaro: Otro nombre con el que losperfectos conocen Eldir o el infierno.

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JAVIER PELEGRÍN. Nació en Madriden 1967, aunque es de origen murciano yha residido en Murcia durante buenaparte de su vida. Se licenció enFilología Hispánica por la Universidadde Murcia y completó sus estudios enParís y Turín. Actualmente, trabaja como

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profesor de Enseñanza Secundaria en laprovincia de Toledo. En coautoría conAna Alonso, ha publicado ocho títulosjuveniles en la editorial Anaya, todosellos pertenecientes a la serie defantasía y ciencia ficción «La llave deltiempo». En el año 2008, junto con AnaAlonso recibió el Premio Barco deVapor por su obra conjunta El Secretode If, publicada en la editorial SM. Suobra más reciente es Profecía, segundotítulo de la trilogía Tatuaje, publicadapor Viceversa Editorial.

ANA ALONSO. Nació en Tarrasa

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(Barcelona) en 1970, aunque ha resididodurante la mayor parte de su vida enLeón. Se licenció en CienciasBiológicas por la Universidad de León yamplió sus estudios en Escocia y París.Ha publicado ocho poemarios y, entreotros, ha recibido el Premio de PoesíaHiperión (2005) el Premio Ojo Críticode Poesía (2006) y, recientemente, elPremio Antonio Machado en Baeza(2007) y el Premio Alfons el MagnànimValencia de poesía en castellano (2008).Firma su obra poética como Ana IsabelConejo. Junto con Javier Pelegrín, escoautora de la serie de fantasía y cienciaficción «La llave del tiempo», publicada

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por la editorial Anaya. También hatraducido algunos clásicos británicos yamericanos. En 2008 resultógalardonada con el Premio Barco deVapor por la novela El Secreto de If,escrita en coautoría con Javier Pelegrín.Sus últimos libros publicados sonProfecía (Editorial Viceversa, Octubre2010), Los instantes perfectos (Oxford,octubre de 2010) y los seis títulosiniciales de la colección «Pizca de sal»(Anaya, marzo 2010).