El último libro publicado en vida de · El último libro publicado en vida de Horacio Quiroga fue...

389

Transcript of El último libro publicado en vida de · El último libro publicado en vida de Horacio Quiroga fue...

El último libro publicado en vida deHoracio Quiroga fue Más allá,colección de once cuentos de 1935.La crítica de su tiempo lo tratódesfavorablemente, señalando queel autor, en sus postrimerías,retrocedía a la etapa inicial, a losviejos dioses modernistas delnovecientos. En forma general, laapreciación puede ser justa, perohay varias piezas que se cuentanentre las mejores del autor y quejustifican largamente la lectura delvolumen.

Horacio Quiroga

Más alláy otros cuentos

ePUB v1.0jugaor 04.08.12

Título original: Más alláHoracio Quiroga, 1935.Diseño de portada: Shammael

Editor original: jugaorePub base v2.0

Más allá

Yo estaba desesperada —dijo la voz—.Mis padres se oponían rotundamente aque tuviera amores con él, y habíanllegado a ser muy crueles conmigo. Losúltimos días no me dejaban ni asomarmea la puerta. Antes, lo veía siquiera uninstante parado en la esquina,aguardándome desde la mañana.¡Después, ni siquiera eso!

Yo le había dicho a mamá la semanaantes:

—¿Pero qué le hallan tú y papá, porDios, para torturarnos así? ¿Tienen algo

que decir de él? ¿Por qué se han opuestoustedes, como si fuera indigno de pisaresta casa, a que me visite?

Mamá, sin responderme, me hizosalir. Papá, que entraba en ese momento,me detuvo del brazo, y enterado pormamá de lo que yo había dicho, meempujó del hombro afuera, lanzándomede atrás:

—Tu madre se equivoca; lo que haquerido decir es que ella y yo —¿looyes bien?— preferimos verte muertaantes que en los brazos de ese hombre.Y ni una palabra más sobre esto.

Esto dijo papá.—Muy bien —le respondí

volviéndome, más pálida, creo, que elmantel mismo—: nunca más les volveréa hablar de él.

Y entré en mi cuarto despacio yprofundamente asombrada de sentirmecaminar y de ver lo que veía, porque enese instante había decidido morir.

¡Morir! ¡Descansar en la muerte deese infierno de todos los días, sabiendoque él estaba a dos pasos esperandoverme y sufriendo más que yo! Porquepapá jamás consentiría en que me casaracon Luis. ¿Qué le hallaba?, me preguntotodavía. ¿Que era pobre? Nosotros loéramos tanto como él.

¡Oh! La terquedad de papá yo la

conocía, como la había conocido mamá.—Muerta mil veces —decía él—,

antes que darla a ese hombre.Pero él, papá, ¿qué me daba en

cambio, si no era la desgracia de amarcon todo mi ser sabiéndome amada, ycondenada a no asomarme siquiera a lapuerta para verlo un instante?

Morir era preferible, sí, morirjuntos.

Yo sabía que él era capaz dematarse; pero yo, que sola no hallabafuerzas para cumplir mi destino, sentíaque una vez a su lado preferiría milveces la muerte juntos, a ladesesperación de no volverlo a ver más.

Le escribí una carta, dispuesta atodo. Una semana después noshallábamos en el sitio convenido, yocupábamos una pieza del mismo hotel.

No puedo decir que me sentíaorgullosa de lo que iba a hacer, nitampoco feliz de morir. Era algo másfatal, más frenético, más sin remisión,como si desde el fondo del pasado misabuelos, mis bisabuelos, mi infanciamisma, mi primera comunión, misensueños, como si todo esto no hubieratenido otra finalidad que impulsarme alsuicidio.

No nos sentíamos felices, vuelvo arepetirlo, de morir. Abandonábamos la

vida porque ella nos había abandonadoya, al impedirnos ser el uno del otro. Enel primero, puro y último abrazo que nosdimos sobre el lecho, vestidos ycalzados como al llegar, comprendí,marcada de dicha entre sus brazos, cuángrande hubiera sido mi felicidad dehaber llegado a ser su novia, su esposa.

A un tiempo tomamos el veneno. Enel brevísimo espacio de tiempo quemedia entre recibir de su mano el vaso yllevarlo a la boca, aquellas mismasfuerzas de los abuelos que meprecipitaban a morir se asomaron degolpe al borde de mi destino acontenerme… ¡tarde ya! Bruscamente,

todos los ruidos de la calle, de la ciudadmisma, cesaron. Retrocedieronvertiginosamente ante mí, dejando en suhueco un sitio enorme, como si hasta eseinstante el ámbito hubiera estado llenode mil gritos conocidos.

Permanecí dos segundos másinmóvil, con los ojos abiertos. Y depronto me estreché convulsivamente aél, libre por fin de mi espantosasoledad.

¡Sí, estaba con él; e íbamos a morirdentro de un instante!

El veneno era atroz, y Luis inició élprimero el paso que nos llevaba juntosabrazados a la tumba.

—Perdóname —me dijooprimiéndome todavía la cabeza contrasu cuello—. Te amo tanto que te llevoconmigo.

—Y yo te amo —le respondí—, ymuero contigo.

No pude hablar más. ¿Pero qué ruidode pasos, qué voces venían del corredora contemplar nuestra agonía? ¿Quégolpes frenéticos resonaban en la puertamisma?

—Me han seguido y nos vienen aseparar… —murmuré aún—. Pero yosoy toda tuya.

Al concluir, me di cuenta de que yohabía pronunciado esas palabras

mentalmente pues en ese momentoperdía el conocimiento.

Cuando volví en mí tuve la impresión deque iba a caer si no buscaba dondeapoyarme. Me sentía leve y tandescansada, que hasta la dulzura deabrir los ojos me fue sensible. Yo estabade pie, en el mismo cuarto del hotel,recostada casi a la pared del fondo. Yallá, junto a la cama, estaba mi madredesesperada.

¿Me habían salvado, pues? Volví lavista a todos lados, y junto al velador,de pie como yo, lo vi a él, a Luis, que

acabada de distinguirme a su vez y veníasonriendo a mi encuentro. Fuimosrectamente uno hacia el otro, a pesar dela gran cantidad de personas querodeaban el lecho, y nada nos dijimos,pues nuestros ojos expresaban toda lafelicidad de habernos encontrado.

Al verlo, diáfano y visible a travésde todo y de todos, acababa decomprender que yo estaba como él —muerta.

Habíamos muerto, a pesar de mitemor de ser salvada cuando perdí elconocimiento. Habíamos perdido algomás, por dicha… Y allí, en la cama, mimadre desesperada me sacudía a gritos

mientras el mozo del hotel apartaba demi cabeza los brazos de mi amado.

Alejados al fondo, con las manosunidas, Luis y yo veíamoslo todo en unaperspectiva nítida, pero remotamentefría y sin pasión. A tres pasos, sin duda,estábamos nosotros, muertos porsuicidio, rodeados por la desolación demis parientes, del dueño del hotel y porel vaivén de los policías. ¿Qué nosimportaba eso?

—¡Amada mía!… —me decía Luis—. ¡A qué poco precio hemos compradoesta felicidad de ahora!

—Y yo —le respondí— te amarésiempre como te amé antes. Y no nos

separaremos más, ¿verdad?—¡Oh, no!… Ya lo hemos probado.—¿E irás todas las noches a

visitarme?Mientras cambiábamos así nuestras

promesas oíamos los alaridos de mamáque debían ser violentos, pero que nosllegaban con una sonoridad inerte y sineco, como si no pudieran traspasar enmás de un metro el ambiente querodeaba a mamá.

Volvimos de nuevo la vista a laagitación de la pieza. Llevaban por finnuestros cadáveres, y debía de habertranscurrido un largo tiempo desdenuestra muerte, pues pudimos notar que

tanto Luis como yo teníamos ya lasarticulaciones muy duras y los dedosmuy rígidos.

Nuestros cadáveres… ¿Dóndepasaba eso? ¿En verdad había habidoalgo de nuestra vida, nuestra ternura, enaquellos dos pesadísimos cuerpos quebajaban por las escaleras, amenazandohacer rodar a todos con ellos?

¡Muertos! ¡Qué absurdo! Lo quehabía vivido en nosotros, más fuerte quela vida misma, continuaba viviendo contodas las esperanzas de un eterno amor.Antes… no había podido asomarmesiquiera a la puerta para verlo; ahorahablaría regularmente con él, pues iría a

casa como novio mío.—¿Desde cuándo irás a visitarme?

—le pregunté.—Mañana —repuso él—. Dejemos

pasar hoy.—¿Por qué mañana? —pregunté

angustiada—. ¿No es lo mismo hoy?¡Ven esta noche, Luis! ¡Tengo tantosdeseos de estar a solas contigo en lasala!

—¡Y yo! ¿A las nueve, entonces?—Sí. Hasta luego, amor mío…Y nos separamos. Volví a casa

lentamente, feliz y desahogada como siregresara de la primera cita de amor quese repetiría esa noche.

A las nueve en punto corría a la puertade calle y recibí yo misma a mi novio.¡Él en casa, de visita!

—¿Sabes que la sala está llena degente? —le dije—. Pero no nosincomodarán.

—Claro que no… ¿Estás tú allí?—Sí.—¿Muy desfigurada?—No mucho, ¿creerás? ¡Ven, vamos

a ver!Entramos en la sala. A pesar de la

lividez de mis sienes, de las aletas de lanariz muy tensas y las ventanillas muynegras, mi rostro era casi el mismo que

Luis esperaba ver durante horas y horasdesde la esquina.

—Estás muy parecida —dijo él.—¿Verdad? —le respondí yo,

contenta. Y nos olvidamos enseguida detodo, arrullándonos.

Por ratos, sin embargo,suspendíamos nuestra conversación ymirábamos con curiosidad el entrar ysalir de las gentes. En uno de esosmomentos llamé la atención de Luis.

—¡Mira! —le dije—. ¿Qué pasará?En efecto, la agitación de las gentes,

muy viva desde unos minutos antes, seacentuaba con la entrada en la sala de unnuevo ataúd. Nuevas personas, no vistas

aún allí, lo acompañaban.—Soy yo —dijo Luis con ligera

sorpresa—. Vienen también mishermanas…

—¡Mira, Luis! —observé yo—.Ponen nuestros cadáveres en el mismocajón… Como estábamos al morir.

—Como debíamos estar siempre —agregó él.

Y fijando los ojos por largo rato enel rostro excavado de dolor de sushermanas:

—Pobres chicas… —murmuró congrave ternura. Yo me estreché a él,ganada a mi vez por el homenaje tardío,pero sangriento de expiación, que

venciendo quién sabe qué dificultades,nos hacían mis padres enterrándonosjuntos.

Enterrándonos… ¡Qué locura! Losamantes que se han suicidado sobre unacama de hotel, puros de cuerpo y alma,viven siempre. Nada nos ligaba aaquellos dos fríos y duros cuerpos, yasin nombre, en que la vida se había rotode dolor. Y a pesar de todo, sinembargo, nos habían sido demasiadoqueridos en otra existencia para que nodepusiéramos una larga mirada llena derecuerdos sobre aquellos doscadavéricos fantasmas de un amor.

—También ellos —dijo mi amado—

estarán eternamente juntos.—Pero yo estoy contigo —murmuré

yo, alzando a él mis ojos, feliz.Y nos olvidamos otra vez de todo.

Durante tres meses —prosiguió la voz—viví en plena dicha. Mi novio mevisitaba dos veces por semana. Llegabaa las nueve en punto, sin que una solanoche se hubiera retrasado un solosegundo, y sin que una sola vez hubierayo dejado de ir a recibirlo a la puerta.Para retirarse no siempre observaba minovio igual puntualidad. Las once ymedia, aun las doce sonaron a veces, sin

que él se decidiera a soltarme lasmanos, y sin que lograra yo arrancar mimirada de la suya. Se iba por fin, y yoquedaba dichosamente rendida,paseándome por la sala con la caraapoyada en la palma de la mano.

Durante el día acortaba las horaspensando en él. Iba y venía de un cuartoa otro, asistiendo sin interés alguno almovimiento de mi familia, aunquealguna vez me detuve en la puerta delcomedor a contemplar el hosco dolor demamá, que rompía a veces endesesperados sollozos ante el sitiovacío de la mesa donde se había sentadosu hija menor.

Yo vivía —sobrevivía—, lo herepetido, por el amor y para el amor.Fuera de él, de mi amado, de supresencia de su recuerdo, todo actuabapara mí en un mundo aparte. Y aunencontrándome inmediata a mi familia,entre ella y yo se abría un abismoinvisible y transparente, que nosseparaba a mil leguas.

Salíamos también de noche. Luis yyo, como novios oficiales que éramos.No existe paseo que no hayamosrecorrido juntos, ni crepúsculo en queno hayamos deslizado nuestro idilio. Denoche, cuando había luna y latemperatura era dulce, gustábamos de

extender nuestros paseos hasta lasafueras de la ciudad, donde nossentíamos más libres, más puros y másamantes.

Una de esas noches, como nuestrospasos nos hubieran llevado a la vista delcementerio, sentimos curiosidad de verel sitio en que yacía bajo tierra lo quehabíamos sido. Entramos en el vastorecinto y nos detuvimos ante un trozo detierra sombría, donde brillaba unalápida de mármol. Ostentaba nuestrosdos solos nombres, y debajo la fecha denuestra muerte; nada más.

—Como recuerdo de nosotros —observó Luis— no puede ser más breve.

Así y todo —añadió después de unapausa—, encierra más lágrimas yremordimientos que muchos largosepitafios.

Dijo, y quedamos otra vez callados.Acaso en aquel sitio y a aquella

hora, para quien nos observarahubiéramos dado la impresión de serfuegos fatuos. Pero mi novio y yosabíamos bien que lo fatuo y sinredención eran aquellos dos espectrosde un doble suicidio encerrados anuestros pies, y la realidad, la vidadepurada de errores, elévase pura ysublimada en nosotros como dos llamasde un mismo amor.

Nos alejamos de allí, dichosos y sinrecuerdos, a pasear por la carreterablanca nuestra felicidad sin nubes.

Ellas llegaron, sin embargo.Aislados del mundo y de toda impresiónextraña, sin otro fin y otro pensamientoque vernos para volvernos a ver, nuestroamor ascendía, no dirésobrenaturalmente, pero sí con la pasiónen que debió abrasarnos nuestronoviazgo, de haberlo conseguido en laotra vida. Comenzamos a sentir ambosuna melancolía muy dulce cuandoestábamos juntos, y muy triste cuandonos hallábamos separados. He olvidadodecir que mi novio me visitaba entonces

todas las noches; pero pasábamos casitodo el tiempo sin hablar, como si yanuestras frases de cariño no tuvieranvalor alguno para expresar lo quesentíamos. Cada vez se retiraba él mástarde, cuando ya en casa todos dormían,y cada vez, al irse, acortábamos más ladespedida.

Salíamos y retornábamos mudos,porque yo sabía bien que lo que élpudiera decirme no respondía a supensamiento, y él estaba seguro de queyo le contestaría cualquier cosa, paraevitar mirarlo.

Una noche en que nuestrodesasosiego había llegado a un límite

angustioso, Luis se despidió de mí mástarde que de costumbre. Y al tendermesus dos manos, y entregarle yo las míasheladas, leí en sus ojos, con unatransparencia intolerable, lo que pasabapor nosotros. Me puse pálida como lamuerte misma; y como sus manos nosoltaran las mías:

—¡Luis! —murmuré espantada,sintiendo que mi vida incorpóreabuscaba desesperadamente apoyo, comoen otra circunstancia. Él comprendió lohorrible de nuestra situación, porquesoltándome las manos, con un valor deque ahora me doy cuenta, sus ojosrecobraron la clara ternura de otras

veces.—Hasta mañana, amada mía —me

dijo sonriendo.—Hasta mañana, amor —murmuré

yo, palideciendo todavía más al deciresto.

Porque en ese instante acababa decomprender que no podría pronunciaresta palabra nunca más.

Luis volvió a la noche siguiente;salimos juntos, hablamos, hablamoscomo nunca antes lo habíamos hecho, ycomo lo hicimos en las nochessubsiguientes. Todo en vano: nopodíamos mirarnos ya. Nosdespedíamos brevemente, sin darnos la

mano, alejados a un metro uno del otro.¡Ah! Preferible era…La última noche, mi novio cayó de

pronto ante mí y apoyó su cabeza en misrodillas.

—Mi amor —murmuró.—¡Cállate! —dije yo.—Amor mío —recomenzó él.—¡Luis! ¡Cállate! —lancé yo

aterrada—. Si repites eso otra vez…Su cabeza se alzó, y nuestros ojos de

espectros —¡es horrible decir esto!— seencontraron por primera vez desdemuchos días atrás.

—¿Qué? —preguntó Luis—. ¿Quépasa si repito?

—Tú lo sabes bien —respondí yo.—¡Dímelo!—¡Lo sabes! ¡Me muero!Durante quince segundos nuestras

miradas quedaron ligadas con tremendafijeza. En ese tiempo, pasaron por ellas,corriendo como por el hilo del destino,infinitas historias de amor, truncas,reanudadas, rotas, redivivas, vencidas yhundidas finalmente en el pavor de loimposible.

—Me muero… —torné a murmurar,respondiendo con ello a su mirada. Él locomprendió también, pues hundiendo denuevo la frente en mis rodillas, alzó lavoz al largo rato.

—No nos queda sino una cosa quehacer… —dijo.

—Eso pienso —repuse yo.—¿Me comprendes? —insistió Luis.—Sí, te comprendo —contesté,

deponiendo sobre su cabeza mis manospara que me dejara incorporarme. Y sinvolvernos a mirar nos encaminamos alcementerio.

¡Ah! ¡No se juega al amor, a losnovios, cuando se quemó en un suicidiola boca que podía besar! ¡No se juega ala vida, a la pasión sollozante, cuandodesde el fondo de un ataúd dosespectros sustanciales nos piden cuentade nuestro remedo y nuestra falsedad!

¡Amor! ¡Palabra ya impronunciable, sise la trocó por una copa de cianuro algoce de morir! ¡Sustancia del ideal,sensación de la dicha, y que solamentees posible recordar y llorar, cuando loque se posee bajo los labios y seestrecha en los brazos no es más que elespectro de un amor!

Ese beso nos cuesta la vida —concluyela voz—, y lo sabemos. Cuando se hamuerto una vez de amor, se debe morirde nuevo. Hace un rato, al recogermeLuis a sí, hubiera dado el alma porpoder ser besada. Dentro de un instante

me besará, y lo que en nosotros fuesublime e insostenible niebla de ficción,descenderá, se desvanecerá al contactosustancial y siempre fiel de nuestrosrestos mortales.

Ignoro lo que nos espera más allá.Pero si nuestro amor fue un día capaz deelevarse sobre nuestros cuerposenvenenados, y logró vivir tres meses enla alucinación de un idilio, tal vez ellos,urna primitiva y esencial de ese amor,hayan resistido a las contingenciasvulgares, y nos aguarden.

De pie sobre la lápida, Luis y yo nosmiramos larga y libremente ya. Susbrazos ciñen mi cintura, su boca busca

mi boca, y yo le entrego la mía con unapasión tal, que me desvanezco…

El vampiro

Son estas líneas las últimas que escribo.Hace un instante acabo de sorprender enlos médicos miradas significativas sobremi estado: la extrema depresiónnerviosa en que yazgo llega conmigo asu fin.

He padecido hace un mes de unfuerte shock seguido de fiebre cerebral.Mal repuesto aún, sufro una recaída queme conduce directamente a estesanatorio.

Tumba viva han llamado losenfermos nerviosos de la guerra a estos

establecimientos aislados en medio delcampo, donde se yace inmóvil en lapenumbra, y preservado por todos losmedios posibles del menor ruido.Sonara bruscamente un tiro en elcorredor exterior, y la mitad de losenfermos moriría. La explosiónincesante de las granadas ha convertidoa estos soldados en lo que son. Yacenextendidos a lo largo de sus camas,atontados, inertes, muertos de verdad enel silencio que amortaja como densoalgodón su sistema nervioso deshecho.Pero el menor ruido brusco, el cierre deuna puerta, el rodar de una cucharita, lesarranca un horrible alarido.

Tal es su sistema nervioso. En otraépoca esos hombres fueron briosos einflamados asaltantes de la guerra. Hoy,la brusca caída de un plato los mataría atodos.

Aunque yo no he estado en la guerra,no podría resistir tampoco un ruidoinesperado. La sola apertura a la luz deun postigo me arrancaría un grito.

Pero esta represión de torturas nocalma mis males.

En la penumbra sepulcral y elsilencio sin límites de la vasta sala,yazgo inmóvil, con los ojos cerrados,muerto. Pero dentro de mí, todo mi serestá al acecho. Mi ser todo, mi colapso

y mi agonía son un ansia blanca yextenuada hasta la muerte, que debesobrevenir en breve.

Instante tras instante, espero oír másallá del silencio, desmenuzado ypuntillado en vertiginosa lejanía, uncrepitar remoto. En la tiniebla de misojos espero a cada momento ver, blanco,concentrado y diminuto, el fantasma deuna mujer.

En un pasado reciente e inmemorial,ese fantasma paseó por el comedor, sedetuvo, reemprendió su camino, sinsaber qué destino era el suyo.Después…

Yo era un hombre robusto, de buenhumor y nervios sanos. Recibí un díauna carta de un desconocido en que seme solicitaba datos sobre ciertoscomentarios hechos una vez por míalrededor de los rayos N1.

Aunque no es raro recibir demandaspor el estilo, llamó mi atención elinterés demostrado hacia un ligeroartículo de divulgación, de parte de unindividuo a todas luces culto, como ensus breves líneas lo dejaba traslucir elincógnito solicitante.

Yo recordaba apenas loscomentarios en cuestión. Contesté aaquél, sin embargo, dándole, con el

nombre del periódico en que habíanaparecido, la fecha aproximada de supublicación. Hecho lo cual me olvidédel todo del incidente.

Un mes más tarde, tornaba a recibirotra carta de la misma persona. Mepreguntaba si la experiencia de que yohacía mención en mi artículo(evidentemente lo había ya leído) erasólo una fantasía de mi mente, o habíasido realizada de verdad.

Me intrigó un poco la persistenciade mi desconocido en solicitar de mí,vago diletante de las ciencias, lo quepodía obtener con sacra autoridad en losprofundos estudios sobre la materia;

pues era evidente que en alguna fuenteme había informado yo cuando comentéla extraña acción de los rayos N1. Y apesar de esto, que no podía ser ignoradopor mi culto corresponsal, se empeñabaél en comprobar, por boca mía, laveracidad y la precisión de ciertosfenómenos de óptica que cualquierhombre de ciencia podía confirmarle.

Yo apenas recordaba, como hedicho, lo que había escrito sobre losrayos en cuestión. Haciendo un esfuerzohallé en el fondo de mi memoria laexperiencia a que aludía el solicitante, yle contesté que, si se refería al fenómenopor el cual los ladrillos asoleados

pierden la facultad de emitir rayos N1

cuando se los duerme con cloroformo,podía garantirle que era exacto. GustavoLe Bon, entre otros, había verificado elfenómeno.

Contesté, pues, a este tenor, y torné aolvidarme de los rayos N1.

Breve olvido. Una tercera cartallegó, con los agradecimientos defórmula sobre mi informe, y las líneasfinales que transcribo tal cual.

«No era ésa la experienciasobre la cual deseaba conocersu impresión personal. Perocomo comprendo que unacorrespondencia proseguida así

llegaría a fastidiar a usted, leruego quiera concederme unosinstantes de conversación, en sucasa o donde usted tuviera abien otorgármelos».

Tales eran las líneas. Desde luego,yo había desechado ya la idea inicial detratar con un loco.

Ya entonces, creo, sospeché quéesperaba de mí, por qué solicitaba miimpresión, y a dónde quería ir miincógnito corresponsal. No eran mispobres conocimientos científicos lo quele interesaba.

Y esto lo vi por fin, tan claro comove un hombre en el espejo su propia

imagen, observándole atentamente,cuando al día siguiente don Guillen deOrzúa y Rosales —así decía llamarse—se sentó a mi frente en el escritorio, ycomenzó a hablar.

Ante todo hablaré de su físico. Eraun hombre en la segunda juventud, cuyocontinente, figura y mesura de palabrasdenunciaban a las claras al hombre defortuna larga e inteligentementedisfrutada. El hábito de las riquezas —de vieux-riche— era evidentemente loque primero se advertía en él.

Llamaba la atención el tono cálidode su piel alrededor de los ojos, comoel de las personas dedicadas al estudio

de los rayos catódicos. Peinaba sucabello negrísimo con exacta raya alcostado, y su mirada tranquila y casi fríaexpresaba la misma seguridad de sí y lamisma mesura de su calmo continente.

A las primeras palabras cambiadas:—¿Es usted español? —le pregunté,

extrañado de la falta de acentopeninsular, y aun hispanoamericano, enun hombre de tal apellido.

—No —me respondió brevemente; ytras una corta pausa me expuso elmotivo de su visita—: Sin ser un hombrede ciencia —dijo, cruzando las manosencima de la mesa—, he hecho algunasexperiencias sobre los fenómenos a que

he aludido en mi correspondencia. Mifortuna me permite el lujo de unlaboratorio muy superior,desgraciadamente, a mi capacidad parautilizarlo. No he descubierto fenómenonuevo alguno ni mis pretensiones pasande las de un simple ocioso, aficionadoal misterio. Conozco algo la singularfisiología —llamémosla así— de losrayos N1, y no hubiera vuelto a insistiren ellos, me parece, si el anuncio de suartículo hecho por un amigo, primero, yel artículo mismo, después, no hubieranvuelto a despertar mi mal dormidacuriosidad por los rayos N1. Al final desus comentarios impresos, sugiere usted

el paralelismo entre ciertas ondasauditivas y emanaciones visuales. Delmismo modo que se imprime la voz en elcircuito de la radio, se puede imprimirel efluvio de un semblante en otrocircuito de orden visual. Si me he hechoentender bien —pues no se trata deenergía eléctrica alguna—, ruego a ustedquiera responder a esta pregunta:¿Conocía usted alguna experiencia a esterespecto cuando escribió suscomentarios, o la sugestión de esascorporizaciones fue sólo en usted unaespeculación imaginativa? Es éste elmotivo y ésta la curiosidad, señor Grant,que me han llevado a escribirle dos

veces, y me han traído luego a su casa,tal vez a incomodarle a usted.

Dicho lo cual, y con las manossiempre cruzadas, esperó.

Yo respondí inmediatamente. Perocon la misma rapidez que se analiza ydesmenuza un largo recuerdo antes decontestar, me acordé de la sugestión aque había aludido el visitante: si laretina impresionada por la ardientecontemplación de un retrato puedeinfluir sobre una placa sensible al puntode obtener un «doble» de ese retrato, delmismo modo las fuerzas vivas del almapueden, bajo la excitación de tales rayosemocionales, no producir, sino «crear»

una imagen en un circuito visual ytangible…

Tal era la tesis sustentada en miartículo.

—No sé —había respondido yoinmediatamente— que se hayan hechoexperiencias al respecto… Todo eso noha sido más que una especulaciónimaginativa, como dice usted muy bien.Nada hay de serio en mi tesis.

—¿No cree usted, entonces, en ella?Y con las cruzadas manos siempre

calmas, mi visitante me miró.Esa mirada —que llegaba recién—

era lo que me había preiluminado sobrelos verdaderos motivos que tenía mi

hombre para conocer «mi impresiónpersonal».

Pero no contesté.—Ni para mí ni para usted es un

misterio —continuó él— que los rayosN1 solos no alcanzarán nunca aimpresionar otra cosa que ladrillos oretratos asoleados. Otro aspecto delproblema es el que me trae a distraerlode sus preciosos momentos…

—¿A hacerme una pregunta,concediéndome una respuesta? —lointerrumpí sonriendo—. ¡Perfectamente!Y usted mismo, señor Rosales, ¿cree enella?

—Usted sabe que sí —respondió.

Si entre la mirada de un desconocidoque echa sus cartas sobre la mesa y la deotro que oculta las suyas ha existidoalguna vez la certeza de poseer ambos elmismo juego, en esa circunstancia noshallábamos mi interlocutor y yo.

Sólo existe un excitante de lasfuerzas extrañas, capaz de lanzar enexplosión un alma: este excitante es laimaginación. Para nada interesaban losrayos N1 a mi visitante. Corría a casa,en cambio, tras el desvarío imaginativoque acusaba mi artículo.

—¿Cree usted, entonces —leobservé—, en las impresionesinfrafotográficas? ¿Supone que yo soy…

sujeto?—Estoy seguro —me respondió.—¿Lo ha intentado usted consigo

mismo?—No aún; pero lo intentaré. Por

estar seguro de que usted no podríahaber sentido esa sugestión oscura, sinposeer su conquista en potencia, es porlo que he venido a verlo.

—Pero las sugestiones y lasocurrencias abundan —torné a observar—. Los manicomios están llenos deellas.

—No. Lo están de las ocurrencias«anormales», pero no vistas«normalmente», como las suyas. Sólo es

imposible lo que no se puede concebir,ha sido dicho. Hay un inconfundiblemodo de decir una verdad por el cual sereconoce que es verdad. Usted poseeese don.

—Yo tengo la imaginación un pocoenferma… —argüí, batiéndome enretirada.

—También la tengo enferma yo —sonrió él—. Pero es tiempo —agrególevantándose— de no distraerle a ustedmás. Voy a concretar el fin de mi visitaen breves palabras: ¿Quiere ustedestudiar conmigo lo que podríamosllamar su tesis? ¿Se siente usted confuerzas para correr el riesgo?

—¿De un fracaso? —inquirí.—No. No son los fracasos lo que

podríamos temer.—¿Qué?—Lo contrario…—Creo lo mismo —asentí yo, y en

pos de una pausa—. ¿Está usted seguro,señor Rosales, de su sistema nervioso?

—Mucho —tornó a sonreír con sucalma habitual—. Sería para mí unplacer tenerle a usted al cabo de misexperiencias. ¿Me permite usted que nosvolvamos a ver otro día? Yo vivo solo,tengo pocos amigos, y es demasiado ricoel conocimiento que he hecho de ustedpara que no desee contarlo entre

aquéllos.—Encantado, señor Rosales —me

incliné.Y un instante después, dicho extraño

señor abandonaba mi compañía.

Muy extraño, sin duda. Un hombre culto,de gran fortuna, sin patria y sin amigos,entretenido en experiencias más extrañasque su mismo existir, lo tenía todo de suparte para excitar mi curiosidad. Podríaél ser un maniático, un perseguido y unfronterizo; pero lo que es indudable, esque poseía una gran fuerza devoluntad… Y para los seres que viven

en la frontera del más allá racional, lavoluntad es el único sésamo que puedeabrirles las puertas de lo eternamenteprohibido.

Encerrarse en las tinieblas con unaplaca sensible ante los ojos ycontemplarla hasta imprimir en ella losrasgos de una mujer amada, no es unaexperiencia que cueste la vida. Rosalespodía intentarla, realizarla, sin quegenio alguno puesto en libertad viniera areclamar su alma. Pero la pendienteineludible y fatal a que esas fantasíasarrastran era lo que me inquietaba en ély temía por mí.

A pesar de sus promesas, nada supe deRosales durante algún tiempo. Una tardela casualidad nos puso uno al lado delotro en el pasadizo central de uncinematógrafo, cuando salíamos ambos amitad de una sección. Rosales seretiraba con lentitud, alta la cabeza a losrayos de la luz y sombras que partían dela linterna proyectora y atravesabaoblicuamente la sala.

Parecía distraído con ello, pues tuveque nombrarlo dos veces para que meoyera.

—Me proporciona usted un granplacer —me dijo—. ¿Tiene usted algúntiempo disponible, señor Grant?

—Muy poco —le respondí.—Perfecto. ¿Diez minutos, sí?

Entremos entonces en cualquier lado.Cuando estuvimos frente a sendas

tazas de café que humeabanestérilmente:

—¿Novedades, señor Rosales? —lepregunté—. ¿Ha obtenido usted algo?

—Nada, si se refiere usted a cosadistinta de la impresión de una placasensible. Es ésta una pobre experienciaque no repetiré más, tampoco. Cerca denosotros puede haber cosas másinteresantes… Cuando usted me viohace un momento, yo seguía el hazluminoso que atravesaba la sala. ¿Le

interesa a usted el cinematógrafo, señorGrant?

—Mucho.—Estaba seguro. ¿Cree usted que

esos rayos de proyección agitados por lavida de un hombre no llevan hasta lapantalla otra cosa que una heladaampliación eléctrica? Y perdone ustedla efusión de mi palabra… Hace díasque no duermo, he perdido casi lafacultad de dormir. Yo tomo café toda lanoche, pero no duermo… Y prosigo,señor Grant: ¿Sabe usted lo qué es lavida en una pintura, y en qué sediferencia un mal cuadro de otro? Elretrato oval de Poe vivía, porque había

sido pintado con «la vida misma». ¿Creeusted que sólo puede haber un galvánicoremedo de vida en el semblante de lamujer que despierta, levanta e incendiala sala entera? ¿Cree usted que unasimple ilusión fotográfica es capaz deengañar de ese modo el profundosentido que de la realidad femeninaposee un hombre?

Y calló, esperando mi respuesta.Se suele preguntar sin objeto. Pero

cuando Rosales lo hacía, no lo hacía envano. Preguntaba seriamente para que sele respondiera.

¿Pero qué responder a un hombreque me hacía esa pregunta con la voz

medida y cortés de siempre? Al cabo deun instante, sin embargo, contesté:

—Creo que tiene usted razón, amedias… Hay, sin duda, algo más queluz galvánica en una película; pero no esvida. También existen los espectros.

—No he oído decir nunca —objetóél— que mil hombres inmóviles y aoscuras hayan deseado a un espectro.

Se hizo una larga pausa, que rompílevantándome.

—Van ya diez minutos, señorRosales —sonreí.

Él hizo lo mismo.—Ha sido usted muy amable

escuchándome, señor Grant. ¿Querría

llevar su amabilidad hasta aceptar unainvitación a comer en mi compañía elmartes próximo? Cenaremos solos encasa. Yo tenía un cocinero excelente,pero está enfermo… Pudiera también serque faltara parte de mi servicio. Pero amenos de ser usted muy exigente, lo queno espero, saldremos del paso, señorGrant.

—Con toda seguridad. ¿Me esperaráusted?

—Si a usted le place.—Encantado. Hasta el martes

entonces, señor Rosales.—Hasta entonces, señor Grant.

Yo tenía la impresión de que lainvitación a comer no había sidomeramente ocasional, ni el cocinerofaltaba por enfermedad, ni hallaría en sucasa a gente alguna de su servicio. Meequivoqué, sin embargo, porque alllamar a su puerta fui recibido y pasadode unos a otros, por hombres de suservidumbre, hasta llegar a laantealcoba, donde tras larga espera seme pidió disculpas por no poderrecibirme el señor: estaba enfermo, yaunque había intentado levantarse paraofrecerme él mismo sus excusas, lehabía sido imposible hacerlo. El señoriría a verme apenas le fuera posible

ponerse en pie.Tras el mucamo hierático, y por bajo

de la puerta entreabierta, se veía laalfombra del dormitorio, fuertementeiluminada. No se oía en la casa una solavoz. Se hubiera jurado que en aquelmudo palacete se velaba a enfermosdesde meses atrás. Y yo había reído conel dueño de casa tres días antes.

Al día siguiente recibí la siguienteesquela de Rosales:

«La fatalidad, señor y amigo,ha querido privarme del placerde su visita cuando honró ustedayer mi casa. ¿Recuerda ustedlo que le había dicho de mi

servicio? Pues esta vez fui yo elenfermo. No tenga ustedaprensiones: hoy me hallo bien,y estaré igual el martespróximo. ¿Vendrá usted? Ledebo a usted una reparación.Soy de usted, atentamente,etcétera».

De nuevo el asunto del servicio. Conla carta en la mano, pensé en quéseguridad de cena podía ofrecerme elcomedor de un hombre cuyaservidumbre estaba enferma oincompleta, alternativamente, y cuyamansión no ofrecía otra vida que la quepodía darle un pedazo de alfombra

fuertemente iluminada.Yo me había equivocado una vez

respecto de mi singular amigo; ycomprobaba entonces un nuevo error.Había en todo él y su ámbito demasiadareticencia, demasiado silencio y olor acrimen, para que pudiera ser tomado enserio. Por seguro que estuviera Rosalesde su fortaleza mental, era para míevidente que había comenzado ya a dartraspiés sobre el pretil de la locura.Congratulándome una vez más de mirecelo en asociarme a inquietar fuerzasextrañas con un hombre que sin serespañol porfiaba en usar giros hidalgosde lenguaje, me encaminé el martes

siguiente al palacio del ex enfermo, másdispuesto a divertirme con lo que oyeraque a gozar de la equívoca cena de mianfitrión.

Pero la cena existía, aunque no laservidumbre, porque el mismo porterome condujo a través de la casa alcomedor, en cuya puerta golpeó con losnudillos, esfumándose enseguida.

Un instante después el mismo dueñode casa entreabría la puerta, y alreconocerme me dejaba paso con unatranquila sonrisa.

Lo primero que llamó mi atención alentrar fue la acentuación del tono cálido,como tostado por el sol o los rayos

ultravioleta, que coloreabahabitualmente las mejillas y las sienesde mi amigo. Vestía smoking.

Lo segundo que noté fue el tamañodel lujosísimo comedor, tan grande quela mesa, aun colocada en el tercioanterior del salón, parecía hallarse alfondo de éste. La mesa estaba cubiertade manjares, pero sólo había trescubiertos. Junto a la cabecera del fondovi, en traje de soirée, una silueta demujer.

No era, pues, yo sólo el invitado.Avanzamos por el comedor, y la fuerteimpresión que ya desde el primerinstante había despertado en mí aquella

silueta femenina, se trocó en tensiónsobreaguda cuando pude distinguirlaclaramente.

No era una mujer, era un fantasma; elespectro sonriente, escotado y traslúcidode una mujer.

Un breve instante me detuve; perohabía en la actitud de Rosales tal parti-pris de hallarse ante lo normal ycorriente, que avancé a su lado. Ypálido y crispado asistí a lapresentación.

—Creo que usted conoce ya al señorGuillermo Grant, señora —dijo a ladama, que sonrió en mi honor. Y Rosalesa mí—: ¿Y usted, señor Grant, la

reconoce?—Perfectamente —respondí,

inclinándome pálido como un muerto.—Tome usted, pues, asiento —me

dijo el dueño de casa— y dígneseservirse de lo que más guste. Ve ustedahora por qué debí prevenirle de lasdeficiencias que podríamos tener en elservicio. Pobre mesa, señor Grant…Pero su amabilidad y la presencia deesta señora saldarán el débito.

La mesa, ya lo he advertido, estabacubierta de manjares.

En cualquier otra circunstanciadistinta de aquélla, la fina lluvia delespanto me hubiera erizado y calado

hasta los huesos. Pero ante el parti-prisde vida normal ya anotado, me deslicéen el vago estupor que parecía flotarsobre todo.

—Y usted, señora, ¿no se sirve? —me volví a la dama, al notar intacto sucubierto.

—¡Oh, no, señor! —me respondiócon el tono de quien se excusa por notener apetito; y juntando las manos bajola mejilla, sonrió pensativa.

—¿Siempre va usted alcinematógrafo, señor Grant? —mepreguntó Rosales.

—Muy a menudo —respondí.—Yo lo hubiera reconocido a usted

enseguida —se volvió a mí la dama—.Lo he visto muchas veces…

—Muy pocas películas suyas hanllegado hasta nosotros —observé.

—Pero usted las ha visto todas,señor Grant —sonrió el dueño de casa—. Esto explica el que la señora lo hayahallado a usted más de una vez en lassalas.

—En efecto —asentí; y tras unapausa sumamente larga—: ¿Sedistinguen bien los rostros desde lapantalla?

—Perfectamente —repuso ella. Yagregó un poco extrañada—: ¿Por quéno?

—En efecto —torné a repetir, peroesta vez en mi interior.

Si yo creía estar seguro de no habermuerto en la calle al encaminarme a lode Rosales, debía perfectamente admitirla trivial y mundana realidad de unamujer que sólo tenía vestido y un vagorespaldo de silla en su interior.

Departiendo sobre estos ligerostemas, los minutos pasaron. Como ladama llevara con alguna frecuencia lamano a sus ojos:

—¿Está usted fatigada, señora? —dijo el dueño de casa—. ¿Querría ustedrecostarse un instante? El señor Grant yyo trataremos de llenar, fumando, el

tiempo que usted deja vacío.—Sí, estoy un poco cansada… —

asintió nuestra invitada, levantándose—.Con permiso de ustedes —agregó,sonriendo a ambos uno después del otro.Y se retiró llevando su riquísimo trajede soirée a lo largo de las vitrinas, cuyacristalería se veló apenas a su paso.

Rosales y yo quedamos solos, ensilencio.

—¿Qué opina usted de esto? —mepreguntó al cabo de un rato.

—Opino —respondí— que siúltimamente lo he juzgado mal dos

veces, he acertado en mi primeraimpresión sobre usted.

—Me ha juzgado usted dos vecesloco, ¿verdad?

—No es difícil adivinarlo…Quedamos otro momento callados.

No se notaba la menor alteración en lacortesía habitual de Rosales, y menosaún en la reserva y la mesura que lodistinguían.

—Tiene usted una fuerza de voluntadterrible… —murmuré yo.

—Sí —sonrió—. ¿Cómoocultárselo? Yo estaba seguro de miobservación cuando me halló usted en elcinematógrafo. Era «ella»,

precisamente. La gran cantidad de vidadelatada en su expresión me habíarevelado la posibilidad del fenómeno.Una película inmóvil es la impresión deun instante de vida, y esto lo sabecualquiera. Pero desde el momento enque la cinta empieza a correr bajo laexcitación de la luz, del voltaje y de losrayos N1, toda ella se transforma en unvibrante trazo de vida, más vivo que larealidad fugitiva y que los más vivosrecuerdos que guían hasta la muertemisma nuestra carrera terrenal. Peroesto lo sabemos sólo usted y yo.

»Debo confesarle —prosiguióRosales con voz un poco lenta— que al

principio tuve algunas dificultades. Porun desvío de la imaginación,posiblemente, corporicé algo sinnombre… De esas cosas que debenquedar para siempre del otro lado de latumba. Vino a mí, y no me abandonó portres días. Lo único que eso no podíahacer era trepar a la cama… Cuandohace una semana llegó usted a casa,hacía ya dos horas que no lo veía, y poreso di orden de que lo hicieran pasar austed. Pero al sonar sus pasos lo vicrispado al borde de la cama, tratandode subir… No, no es cosa queconozcamos en este mundo… Era undesvarío de la imaginación. No volverá

más. Al día siguiente jugué mi vida alarrancar de la película a nuestra invitadade esta noche… Y la salvé. Si se decideusted un día a corporizar la vidaequívoca de la pantalla, tenga cuidado,señor Grant… Más allá y detrás de esteinstante mismo, está la Muerte… Sueltesu imaginación, azúcela hasta el fondo…Pero manténgala a toda costa en lamisma dirección bien atraillada, sinpermitirle que se desvíe… Ésta es tareade la voluntad. El ignorarlo ha costadomuchas existencias… ¿Me permite ustedun vulgar símil? En un arma de caza, laimaginación es el proyectil, y lavoluntad es la mira. ¡Apunte bien, señor

Grant! Y ahora, vamos a ver a nuestraamiga, que debe estar ya repuesta de sufatiga. Permítame usted que lo guíe.

El espeso cortinado que habíatraspuesto la dama se abría a un salón dereposo, vasto en la proporción mismadel comedor. En el fondo de este salónse elevaba un estrado dispuesto comoalcoba, al que se ascendía por tresgradas. En el centro de la alcoba sealzaba un diván, casi un lecho por suamplitud, y casi un túmulo por la altura.Sobre el diván, bajo la luz de numerososplafonniers dispuestos en losange,descansaba el espectro de una bellísimamujer.

Aunque nuestros pasos no sonabanen la alfombra, al ascender las gradasella nos sintió. Y volviendo a nosotrosla cabeza, con una sonrisa llena aún demolicie:

—Me he dormido —dijo—.Perdóneme, señor Grant, y lo mismousted, señor Rosales. Es tan dulce estacalma.

—¡No se incorpore usted, señora, selo ruego! —exclamó el dueño de casa,al notar su decisión—. El señor Grant yyo acercaremos dos sillones, ypodremos hablar con toda tranquilidad.

—¡Oh, gracias! —murmuró ella—.¡Estoy tan cómoda así!

Cuando hubimos hecho lo indicadopor el dueño de casa:

—Ahora, señora —prosiguió éste—,puede pasar el tiempo impunemente.Nada nos urge, ni nada inquieta nuestrashoras. ¿No lo cree usted así, señorGrant?

—Ciertamente —asentí yo, con lamisma inconsciencia ante el tiempo y elmismo estupor con que se me podíahaber anunciado que yo había muertohacía catorce años.

—Yo me hallo muy bien así —replicó el espectro, con ambas manoscolocadas bajo la sien.

Y debimos conversar, supongo,

sobre temas gratos y animados, porquecuando me retiré y la puerta se cerró trasde mí, hacía ya largas horas que el solencendía las calles.

Llegué a casa y me bañé enseguida parasalir; pero al sentarme en la cama caídesplomado de sueño, y dormí docehoras continuas. Torné a bañarme y salíesta vez. Mis últimos recuerdosflotaban, se cernían ambulantes, sinmemoria de lugar ni de tiempo. Yohubiera podido fijarlos, encararme concada uno de ellos; pero lo único quedeseaba era comer en un alegre, ruidoso,

y chocante restaurante, pues a más de ungran apetito, sentía pavor de la mesura,del silencio y del análisis.

Yo me encaminaba a un restaurante.Y la puerta a que llamé fue la delcomedor de la casa de Rosales, dondeme senté ante mi cubierto puesto.

Durante un mes continuo he acudidofielmente a cenar allá, sin que mivoluntad haya intervenido para nada enello. En las horas diurnas estoy segurode que un individuo llamado GuillermoGrant ha proseguido activamente elcurso habitual de su vida, con sus

quehaceres y contratiempos de siempre.Desde las 21, y noche a noche, me hehallado en el palacete de Rosales, en elcomedor sin servicio, primero, y en elsalón de reposo, después.

Como el soñador de Armageddon,mi vida a los rayos del sol ha sido unaalucinación, y yo he sido un fantasmacreado para desempeñar ese papel. Miexistencia real se ha deslizado, haestado contenida como en una cripta,bajo la alcoba amorosa y el dosel deplafonniers lívidos, donde en compañíade otro hombre hemos rendido culto alos dibujos en losange del muro, queostentaban por todo corazón el espectro

de una mujer.Por todo noble corazón…—No sería del todo sincero con

usted —rompió Rosales una noche enque nuestra amiga, cruzada de piernas yun codo en la rodilla, pensaba abstraída—. No sería sincero si me mostrara conusted ampliamente satisfecho de miobra. He corrido graves riesgos paraunir a mi destino esta pura y fielcompañera; y daría lo que me resta deaños por proporcionarle un solo instantede vida… Señor Grant: he cometido uncrimen sin excusa. ¿Lo cree usted así?

—Lo creo —respondí—. Todos susdolores no alcanzarían a redimir un solo

errante gemido de esa joven.—Lo sé perfectamente… Y no tengo

derecho a sostener lo que hice…—Deshágalo.Rosales sacudió la cabeza:—No, nada remediaría…Hizo una pausa. Luego, alzando la

mirada y con la misma expresióntranquila y el tono reposado de voz queparecía alejarlo a mil leguas del tema.

—No quiero reticencias con usted—dijo—. Nuestra amiga jamás saldráde la niebla doliente en que searrastra… de no mediar un milagro.Sólo un golpecito del destino puedeconcederle la vida a que toda creación

tiene derecho, si no es un monstruo.—¿Qué golpecito? —pregunté.—Su muerte, allá en Hollywood.Rosales concluyó su taza de café y

yo azucaré la mía. Pasaron sesentasegundos. Yo rompí el silencio:

—Tampoco eso remediaría nada…—murmuré.

—¿Cree usted? —dijo Rosales.—Estoy seguro… No podría decirle

por qué, pero siento que es así. Además,usted no es capaz de hacer eso…

—Soy capaz, señor Grant. Para mí,para usted, esta creación espectral essuperior a cualquier engendro vivo porla sola fuerza rutinaria del subsistir.

Nuestra compañera es obra de unaconciencia, ¿oye usted, señor Grant?Responde a una finalidad casi divina, ysi la frustro, ella será mi condenaciónante las tumultuosas divinidades dondeno cabe ningún dios pagano. ¿Vendráusted de vez en cuando durante miausencia? El servicio de mesa se poneal caer la noche, ya lo sabe usted, ydesde ese momento todos abandonan lacasa, salvo el portero. ¿Vendrá usted?

—Vendré —repuse.—Es más de lo que podría esperar

—concluyó Rosales inclinándose.

Fui. Si alguna noche estuve allí a la horade cenar, las más de las veces llegabatarde, pero siempre a la misma hora, conla puntualidad de un hombre que va devisita a casa de su novia.

La joven y yo, en la mesa, solíamoshablar animadamente, sobre temasvariados; pero en el salón apenascambiábamos una que otra palabra ycallábamos enseguida, ganados por elestupor que fluía de las cornisasluminosas, que hallando las puertasabiertas o filtrándose por los ojos dellave, impregnaba el palacete de un

moroso mutismo.Con el transcurso de las noches,

nuestras breves frases llegaron aconcretarse en observaciones monótonasy siempre sobre el mismo tema, quehacíamos de improviso:

—Ya debe estar en Guayaquil —decía yo con voz distraída.

O bien ella, muchas noches después:—Ha salido ya de San Diego —

decía al romper el alba.Una noche, mientras yo con el

cigarro pendiente de la mano hacíaesfuerzos para arrancar mi mirada delvacío, y ella vagaba muda con la mejillaen la mano, se detuvo de pronto y dijo:

—Está en Santa Mónica…Vagó un instante aún, y siempre con

la cara apoyada en la mano subió lasgradas y se tendió en el diván. Yo lasentí sin mover los ojos, pues los murosdel salón cedían llevándose adherida mivista, huían con extrema velocidad enlíneas que convergían sin juntarse nunca.

Una interminable avenida de cicassurgió en la remota perspectiva.

—¿Santa Mónica? —pensé atónito.Qué tiempo pasó luego, no puedo

recordarlo. Súbitamente ella alzó su vozdesde el diván:

—Está en casa —dijo.Con el último esfuerzo de volición

que quedaba en mí arranqué mi miradade la avenida de cicas. Bajo losplafonniers en rombo incrustados en elcielo-raso de la alcoba, la joven yacíainmóvil, como una muerta. Frente a mí,en la remota perspectiva transoceánica,la avenida de cicas se destacabadiminuta con una dureza de líneas quehacía daño.

Cerré los ojos y vi entonces, en unavisión brusca como una llamarada, unhombre que levantaba un puñal sobreuna mujer dormida.

—¡Rosales! —murmuré aterrado;con un nuevo fulgor de centella el puñalasesino se hundió.

No sé más. Alcancé a oír un horriblegrito —posiblemente mío—, y perdí elsentido.

Cuando volví en mí me hallé en mi casa,en el lecho. Había pasado tres días sinconocimiento, presa de una fiebrecerebral que persistió más de un mes.Fui poco a poco recobrando las fuerzas.Se me había dicho que un hombre mehabía llevado a casa a altas horas de lanoche, desmayado.

Yo nada recordaba, ni deseabarecordar. Sentía una laxitud extremapara pensar en lo que fuere. Se me

permitió más tarde dar breves paseospor casa, que yo recorría con miradaatónita. Fui al fin autorizado a salir a lacalle, donde di algunos pasos sinconciencia de lo que hacía, sinrecuerdos, sin objeto… Y cuando en unsalón silencioso vi venir hacia mí a unhombre cuyo rostro me era conocido, lamemoria y la conciencia perdidacalentaron bruscamente mi sangre.

—Por fin le veo a usted, señor Grant—me dijo Rosales, estrechándomeefusivamente la mano—. He seguido congran preocupación el curso de suenfermedad desde mi regreso y ni unmomento dudé de que triunfaría usted.

Rosales había adelgazado. Hablabaen voz baja, como si temiera ser oído.Por encima de su hombro vi la alcobailuminada y el diván bien conocido,rodeado, como un féretro, de altoscojines.

—¿Está ella allí? —pregunté.Rosales siguió mi mirada y volvió

luego a mí sus ojos con sosiego.—Sí —me respondió. Y tras una

breve pausa—: Venga usted —me dijo.Subimos las gradas y me incliné

sobre los cojines. Sólo había allí unesqueleto.

Sentí la mano de Rosalesestrechándome firmemente el brazo. Y

con su misma voz queda:—¡Es ella, señor Grant! No siento

sobre la conciencia peso alguno, ni creohaber cometido error. Cuando volví demi viaje, no estaba más ella… SeñorGrant. ¿Recuerda usted haberla visto enel instante mismo de perder usted elsentido?

—No recuerdo… —murmuré.—Es lo que pensé… Al hacer lo que

hice la noche de su desmayo, elladesapareció de aquí… Al regresar yo,torturé mi imaginación para recogerla denuevo del más allá… ¡Y he aquí lo quehe obtenido! Mientras ella perteneció aeste mundo, pude corporizar su vida

espectral en una dulce criatura.Arranqué la vida a la otra para animarsu fantasma y ella, por todasubstanciación, pone en mis manos suesqueleto…

Rosales se detuvo. De nuevo habíayo sorprendido su expresión ausentemientras hablaba.

—Rosales… —comencé.—¡Pst! —me interrumpió, bajando

aún más el tono—. Le ruego no levantela voz… Ella está allí.

—¿Ella…?—Allí, en el comedor… ¡Oh, no la

he visto…! Pero desde que regresé vagade un lado para otro… Y siento el roce

de su vestido. Preste usted atención unmomento… ¿Oye usted?

En el mudo palacete, a través de laatmósfera y las luces inmóviles, nada oí.Pasamos un rato en el más completosilencio.

—Es ella —murmuró Rosalessatisfecho—. Oiga usted ahora: esquivalas sillas mientras camina…

Por el espacio de un mes entero, todaslas noches Rosales y yo hemos velado elespectro en huesos y blanca cal de laque fue un día nuestra invitada señorial.Tras el espeso cortinado que se abre al

comedor, las luces están encendidas.Sabemos que ella vaga por allí, atónita einvisible, dolorosa e incierta. Cuando enlas altas horas Rosales y yo vamos atomar café, acaso ella está ya ocupandosu asiento desde horas atrás, fija ennosotros su mirada invisible.

Las noches se suceden unas a otras,todas iguales. Bajo la atmósfera deestupor en que se halla el recinto, eltiempo mismo parece habersesuspendido como ante una eternidad.

Siempre ha habido y habrá allí unesqueleto bajo los plafonniers, dosamigos en smoking en el salón, y unaalucinación confinada entre las sillas del

comedor.Una noche hallé el ambiente

cambiado. La excitación de mi amigoera visible.

—He hallado por fin lo que buscaba,señor Grant —me dijo—. Ya observé austed una vez que estaba seguro de nohaber cometido ningún error. ¿Lorecuerda usted? Pues bien: sé ahora quelo he cometido. Usted alabó miimaginación, no más aguda que la suya,y mi voluntad, que le es en cambio muysuperior. Con esas dos fuerzas creé unacriatura visible, que hemos perdido, y unespectro de huesos, que persistirá hastaque… ¿Sabe usted, señor Grant, qué ha

faltado a mi obra?—Una finalidad —murmuré—, que

usted creyó divina…—Usted lo ha dicho. Yo partí del

entusiasmo de una sala a oscuras por unaalucinación en movimiento. Yo vi algomás que un engaño en el hondo latido depasión que agita a los hombres ante unaamplia y helada fotografía. El varón nose equivoca hasta ese punto, advertí austed. Debe de haber allí más vida quela que simulan un haz de luces y unacortina metalizada. Que la había, ya loha visto usted. Pero yo creéestérilmente, y éste es el error quecometí. Lo que hubiera hecho la

felicidad del más pesado espectador, noha hallado bastante calor en mis manosfrías, y se ha desvanecido… El amor nohace falta en la vida; pero esindispensable para golpear ante laspuertas de la muerte. Si por amor yohubiera matado, mi criatura palpitaríahoy de vida en el diván. Maté paracrear, sin amor; y obtuve la vida en suraíz brutal: un esqueleto. Señor Grant:¿Quiere usted abandonarme por tres díasy volver el próximo martes a cenar connosotros?

—¿Con ella…?—Sí; usted, ella y yo… No dude

usted… El próximo martes.

Al abrir yo mismo la puerta, volví averla, en efecto, vestida con sumagnificencia habitual, y confieso queme fue muy grato el advertir que ellatambién confiaba en verme. Me tendió lamano, con la abierta sonrisa con que sevuelve a ver a un fiel amigo al regresarde un largo viaje.

—La hemos extrañado a ustedmucho, señora —le dije con efusión.

—¡Y yo, señor Grant! —repuso,reclinando la cara sobre ambas manosjuntas.

—¿Me extrañaba usted? ¿De veras?—¿A usted? ¡Oh, sí, mucho! —y

tornó a sonreírme largamente.En ese instante me daba yo cuenta de

que el dueño de casa no había levantadolos ojos de su tenedor desde quecomenzáramos a hablar. ¿Seríaposible…?

—Y a nuestro anfitrión, señora, ¿nolo extrañaba usted?

—¿A él…? —murmuró ellalentamente; y deslizando sin prisa sumano de la mejilla, volvió el rostro aRosales.

Vi entonces pasar por sus ojos fijosen él la más insensata llama de pasiónque por hombre alguno haya sentido unamujer. Rosales la miraba también. Y

ante aquel vértigo de amor femeninoexpresado sin reserva el hombrepalideció.

—A él también… —murmuró lajoven con voz queda y exhausta.

En el transcurso de la comida ellaafectó no notar la presencia del dueñode casa mientras charlaba volublementeconmigo, y él no abandonó casi su juegocon el tenedor. Pero las dos o tres vecesen que sus miradas se encontraron comoal descuido, vi relampaguear en los ojosde ella, y apagarse enseguida endesmayo, el calor incontenible deldeseo.

Y ella era un espectro.

—¡Rosales! —exclamé en cuantoestuvimos un momento solos—. ¡Siconserva usted un resto de amor a lavida, destruya eso! ¡Lo va a matar austed!

—¿Ella? ¿Está usted loco, señorGrant?

—Ella, no. ¡Su amor! Usted nopuede verlo, porque está bajo suimperio. Yo lo veo. La pasión de ese…fantasma no la resiste hombre alguno.

—Vuelvo a decirle que se equivocausted, señor Grant.

—¡No; usted no puede verlo! Suvida ha resistido a muchas pruebas, peroarderá como una pluma, por poco que

siga usted excitando a esa criatura.—Yo no la deseo, señor Grant.—Pero ella sí lo desea a usted. ¡Es

un vampiro, y no tiene nada queentregarle! ¿Comprende usted?

Rosales nada respondió. Desde lasala de reposo, o de más allá, llegó lavoz de la joven:

—¿Me dejarán ustedes sola muchotiempo?

En ese instante, recordé bruscamenteel esqueleto que yacía allí…

—¡El esqueleto, Rosales! —clamé—. ¿Qué se ha hecho su esqueleto?

—Regresó —me respondió—.Regresó a la nada. Pero ella está ahora

allí en el diván… Escúcheme usted,señor Grant: jamás criatura alguna se haimpuesto a su creador… Yo creé unfantasma; y, equivocadamente, un harapode huesos. Usted ignora algunos detallesde la creación… Óigalos ahora. Adquiríuna linterna y proyecté las cintas denuestra amiga sobre una pantalla muysensible a los rayos N1 (los rayos N1,¿recuerda usted?). Por medio de unvulgar dispositivo mantuve enmovimiento los instantes fotográficos demayor vida de la dama que nosaguarda… Usted sabe bien que hay entodos nosotros, mientras hablamos,instantes de tal convicción, de una

inspiración tan a tiempo, que notamos enla mirada de los otros, y sentimos ennosotros mismos, que algo nuestro seproyecta adelante… Ella se desprendióasí de la pantalla, fluctuando a escasosmilímetros al principio, y vino por fin amí, tal como usted la ha visto… Hace deesto tres días. Ella está allí…

Desde la alcoba nos llegó de nuevola voz lánguida de la joven:

—¿Vendrá usted, señor Rosales?—¡Deshaga eso, Rosales —exclamé,

tomándolo del brazo—, antes de que seatarde! ¡No excite más ese monstruo desensación!

—Buenas noches, señor Grant —me

despidió él con una sonrisa,inclinándose.

Y bien, esta historia está concluida.¿Halló Rosales en el mundo fuerza pararesistir? Muy pronto —acaso hoy mismo— lo sabré.

Aquella mañana no tuve ningunasorpresa al ser llamado urgentementepor teléfono, ni la sentí al ver lascortinas del salón doradas por el fuego,la cámara de proyección caída, y restosde películas quemadas por el suelo.Tendido en la alfombra junto al diván,Rosales yacía muerto.

La servidumbre sabía que en lasúltimas noches la cámara eratransportada al salón. Su impresión esque debido a un descuido, las películasse han abrasado, alcanzando las chispasa los cojines del diván. La muerte delseñor debe imputarse a una lesióncardiaca, precipitada por el accidente.

Mi impresión es otra. La calmaexpresión de su rostro no había variado,y aun su muerto semblante conservaba eltono cálido habitual. Pero estoy segurode que en lo más hondo de las venas nole quedaba una gota de sangre.

Las moscas

(Réplica de «El hombremuerto»)

Al rozar el monte, los hombres tumbaronel año anterior este árbol, cuyo troncoyace en toda su extensión aplastadocontra el suelo. Mientras suscompañeros han perdido gran parte de lacorteza en el incendio del rozado, aquélconserva la suya casi intacta. Apenas sia todo lo largo una franja carbonizadahabla muy claro de la acción del fuego.

Esto era el invierno pasado. Hantranscurrido cuatro meses. En medio delrozado perdido por la sequía, el árboltronchado yace siempre en un páramo decenizas. Sentado contra el tronco, eldorso apoyado en él, me hallo tambiéninmóvil. En algún punto de la espaldatengo la columna vertebral rota. Hecaído allí mismo, después de tropezarsin suerte contra un raigón. Tal como hecaído, permanezco sentado —quebrado,mejor dicho— contra el árbol.

Desde hace un instante siento unzumbido fijo —el zumbido de la lesiónmedular— que lo inunda todo, y en elque mi aliento parece defluirse. No

puedo ya mover las manos, y apenas siuno que otro dedo alcanza a remover laceniza.

Clarísima y capital, adquiero desdeeste instante mismo la certidumbre deque a ras del suelo mi vida estáaguardando la instantaneidad de unossegundos para extinguirse de una vez.

Ésta es la verdad. Como ella, jamásse ha presentado a mi mente una másrotunda. Todas las otras flotan, danzanen una como reverberación lejanísimade otro yo, en un pasado que tampocome pertenece. La única percepción demi existir, pero flagrante como un grangolpe asestado en silencio, es que de

aquí a un instante voy a morir.¿Pero cuándo? ¿Qué segundo y qué

instantes son éstos en que estaexasperada conciencia de vivir todavíadejará paso a un sosegado cadáver?

Nadie se acerca a este rozado:ningún pique de monte lleva hasta éldesde propiedad alguna. Para el hombreallí sentado, como para el tronco que losostiene, las lluvias se sucederánmojando corteza y ropa, y los solessecarán líquenes y cabellos, hasta que elmonte rebrote y unifique árboles ypotasa, huesos y cuero de calzado.

¡Y nada, nada en la serenidad delambiente que denuncie y grite tal

acontecimiento! Antes bien, a través delos troncos y negros gajos del rozado,desde aquí o allá, sea cual fuere el puntode observación, cualquiera puedecontemplar con perfecta nitidez alhombre cuya vida está a punto dedetenerse sobre la ceniza, atraída comoun péndulo por ingente gravedad: tanpequeño es el lugar que ocupa en elrozado y tan clara su situación: semuere.

Ésta es la verdad. Mas para laoscura animalidad resistente, para ellatir y el alentar amenazados de muerte,¿qué vale ella ante la bárbara inquietuddel instante preciso en que este resistir

de la vida y esta tremenda torturapsicológica estallarán como un cohete,dejando por todo residuo un ex hombrecon el rostro fijo para siempre adelante?

El zumbido aumenta cada vez más.Ciérnese ahora sobre mis ojos un velode densa tiniebla en que se destacanrombos verdes. Y enseguida veo lapuerta amurallada de un zoco marroquí,por una de cuyas hojas sale a escape unatropilla de potros blancos, mientras porla otra entra corriendo una teoría dehombres decapitados.

Quiero cerrar los ojos, y no loconsigo ya. Veo ahora un cuartito dehospital, donde cuatro médicos amigos

se empeñan en convencerme de que novoy a morir. Yo los observo en silencio,y ellos se echan a reír, pues siguen mipensamiento.

—Entonces —dice uno de aquéllos— no le queda más prueba deconvicción que la jaulita de moscas. Yotengo una.

—¿Moscas…?—Sí —responde—, moscas verdes

de rastreo. Usted no ignora que lasmoscas verdes olfatean ladescomposición de la carne mucho antesde producirse la defunción del sujeto.Vivo aún el paciente, ellas acuden,seguras de su presa. Vuelan sobre ella

sin prisa mas sin perderla de vista, puesya han olido su muerte. Es el medio máseficaz de pronóstico que se conozca. Poreso yo tengo algunas de olfatoafinadísimo por la selección, quealquilo a precio módico. Donde ellasentran, presa segura. Puedo colocarlasen el corredor cuando usted quede solo,y abrir la puerta de la jaulita que, dichosea de paso, es un pequeño ataúd. Austed no le queda más tarea que atisbarel ojo de la cerradura. Si una moscaentra y la oye usted zumbar, esté segurode que las otras hallarán también elcamino hasta usted. Las alquilo a preciomódico.

¿Hospital…? Súbitamente el cuartitoblanqueado, el botiquín, los médicos ysu risa se desvanecen en un zumbido…

Y bruscamente, también, se hace enmí la revelación: ¡las moscas!

Son ellas las que zumban. Desde quehe caído han acudido sin demora.Amodorradas en el monte por el ámbitode fuego, las moscas han tenido, no sécómo, conocimiento de una presa seguraen la vecindad. Han olido ya la próximadescomposición del hombre sentado,por caracteres inapreciables paranosotros, tal vez en la exhalación através de la carne de la médula espinalcortada. Han acudido sin demora y

revolotean sin prisa, midiendo con losojos las proporciones del nido que lasuerte acaba de deparar a sus huevos.

El médico tenía razón. No puede suoficio ser más lucrativo.

Mas he aquí que esta ansiadesesperada de resistir se aplaca y cedeel paso a una beata imponderabilidad.No me siento ya un punto fijo en latierra, arraigado a ella por gravísimatortura. Siento que fluye de mí como lavida misma, la ligereza del vahoambiente, la luz del sol, la fecundidadde la hora. Libre del espacio y eltiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol,a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo

ya, como un recuerdo de remoto existir,puedo todavía ver, al pie de un tronco,un muñeco de ojos sin parpadeo, unespantapájaros de mirar vidrioso ypiernas rígidas. Del seno de estaexpansión, que el sol dilatadesmenuzando mi conciencia en unbillón de partículas, puedo alzarme yvolar, volar…

Y vuelo, y me poso con miscompañeras sobre el tronco caído, a losrayos del sol que prestan su fuego anuestra obra de renovación vital.

El conductor delrápido

«Desde 1905 hasta 1925 han ingresadoen el Hospicio de las Mercedes 108maquinistas atacados de alienaciónmental».

«Cierta mañana llegó al manicomioun hombre escuálido, de rostromacilento, que se tenía malamente enpie. Estaba cubierto de andrajos yarticulaba tan mal sus palabras que eranecesario descubrir lo que decía. Y, sinembargo, según afirmaba con ciertoalarde su mujer al internarlo, ese

maquinista había guiado su máquinahasta pocas horas antes».

«En un momento dado de aquellapso, un señalero y un cambistaalienados trabajaban en la misma línea yal mismo tiempo que dos conductores,también alienados».

«Es hora, pues, dados los copiososhechos apuntados, de meditar ante lasactitudes fácilmente imaginables en quepodría incurrir un maquinista alienadoque conduce un tren».

Tal es lo que leo en una revista decriminología, psiquiatría y medicina

legal, que tengo bajo mis ojos mientrasme desayuno.

Perfecto. Yo soy uno de esosmaquinistas. Más aun: soy conductor delrápido del Continental. Leo, pues, elanterior estudio con una atencióntambién fácilmente imaginable.

Hombres, mujeres, niños, niñitos,presidentes y estabiloques: desconfiadde los psiquiatras como de toda policía.Ellos ejercen el contralor mental de lahumanidad, y ganan con ello: ¡ojo! Yo noconozco las estadísticas de alienaciónen el personal de los hospicios; pero nocambio los posibles trastornos que milocomotora con un loco a horcajadas

pudiera discurrir por los caminos, conlos de cualquier deprimido psiquiatra alfrente de un manicomio.

Cumple advertir, sin embargo, que elespecialista cuyos son los párrafosapuntados comprueba que 108maquinistas y 186 fogoneros alienadosen el lapso de veinte años, establecenuna proporción en verdad pocoalarmante: algo más de cincoconductores locos por año. Y digo exprofeso conductores refiriéndome a losdos oficios, pues nadie ignora que unfogonero posee capacidad técnicasuficiente como para manejar sumáquina, en caso de cualquier accidente

fortuito.Visto esto, no deseo sino que este

tanto por ciento de locos al frente deldestino de una parte de la humanidad,sea tan débil en nuestra profesión comoen la de ellos.

Con lo cual concluyo en calma micafé, que tiene hoy un gustoextrañamente salado.

Esto lo medité hace quince días. Hoy heperdido ya la calma de entonces. Sientocosas perfectamente definibles sisupiera a ciencia cierta qué es lo quequiero definir. A veces, mientras hablo

con alguno mirándolo a los ojos, tengola impresión de que los gestos de miinterlocutor y los míos se han detenidoen extática dureza, aunque la acciónprosigue; y que entre palabra y palabramedia una eternidad de tiempo, aunqueno cesamos de hablar aprisa.

Vuelvo en mí, pero no ágilmente,como se vuelve de una momentáneaobnubilación, sino con hondas ymareantes oleadas de corazón que serecobra. Nada recuerdo de ese estado; yconservo de él, sin embargo, laimpresión y el cansancio que dejan lasgrandes emociones sufridas.

Otras veces pierdo bruscamente el

contralor de mi yo, y desde un rincón dela máquina, transformado en un ser tanpequeño, concentrado de líneas yluciente como un bulón octogonal, meveo a mí mismo maniobrando conangustiosa lentitud.

¿Qué es esto? No lo sé. Llevo 18años en la línea. Mi vista continúasiendo normal. Desgraciadamente, unosabe siempre de patología más de lorazonable, y acudo al consultorio de laempresa.

—Yo nada siento en órgano alguno—he dicho—, pero no quiero concluirepiléptico. A nadie conviene verinmóviles las cosas que se mueven.

—¿Y eso? —me ha dicho el médicomirándome—. ¿Quién le ha definidoesas cosas?

—Las he leído alguna vez —respondo—. Haga el favor deexaminarme, le ruego.

El doctor me examina el estómago,el hígado, la circulación —y la vista,por descontado.

—Nada veo —me ha dicho—, fuerade la ligera depresión que acusa ustedviniendo aquí… Piense poco, fuera delo indispensable para sus maniobras, yno lea nada. A los conductores derápidos no les conviene ver cosasdobles, y menos tratar de explicárselas.

—¿Pero no sería prudente —insisto— solicitar un examen completo a laempresa? Yo tengo una responsabilidaddemasiado grande sobre mis espaldaspara que me baste…

—… el breve examen a que lo hesometido, concluya usted. Tiene razón,amigo maquinista. Es no sólo prudente,sino indispensable hacerlo así. Vayatranquilo a su examen; los conductoresque un día confunden las palancas nosuelen discurrir como usted lo hace.

Me he encogido de hombros a susespaldas, y he salido más deprimidoaún.

¿Para qué ver a los médicos de la

empresa si por todo tratamiento racionalme impondrán un régimen deignorancia?

Cuando un hombre posee una culturasuperior a su empleo, mucho antes que asus jefes se ha hecho sospechoso a símismo. Pero si estas suspensiones devida prosiguen, y se acentúa este verdoble y triple a través de una lejanísimatransparencia, entonces sabréperfectamente lo que conviene en talestado a un conductor de tren.

Soy feliz. Me he levantado al rayar eldía, sin sueño ya y con tal conciencia de

mi bienestar que mi casita, las calles, laciudad entera me han parecido pequeñaspara asistir a mi plenitud de vida. Heido afuera, cantando por dentro, con lospuños cerrados de acción y una ligerasonrisa externa, como procede en todohombre que se siente estimable ante lavasta creación que despierta.

Es curiosísimo cómo un hombrepuede de pronto darse vuelta ycomprobar que arriba, abajo, al este, aloeste, no hay más que claridad potente,cuyos iones infinitesimales estánconstituidos de satisfacción: simple ynoble satisfacción que colma el pecho yhace levantar beatamente la cabeza.

Antes, no sé en qué remoto tiempo ydistancia, yo estuve deprimido, tanpesado de ansia que no alcanzaba alevantarme un milímetro del chato suelo.Hay gases que se arrastran así por labaja tierra sin lograr alzarse de ella, yrastrean asfixiado porque no puedenrespirar ellos mismos.

Yo era uno de esos gases. Ahorapuedo erguirme solo, sin ayuda de nadie,hasta las más altas nubes. Y si yo fuerahombre de extender las manos ybendecir, todas las cosas y el despertarde la vida proseguirían su rutinailuminada, pero impregnadas de mí: ¡Tanfuerte es la expansión de la mente en un

hombre de verdad!Desde esta altura y esta perfección

radial me acuerdo de mis miserias ycolapsos que me mantenían a ras detierra, como un gas. ¿Cómo pudo estafirme carne mía y esta insolente plenitudde contemplar, albergar talesincertidumbres, sordideces, manías yasfixias por falta de aire?

Miro alrededor, y estoy solo, seguro,musical y riente de mi armónico existir.La vida, pesadísima tractora y furgón almismo tiempo, ofrece estos fenómenos:una locomotora se yergue de prontosobre sus ruedas traseras y se halla a laluz del sol.

¡De todos lados! ¡Bien erguida y alsol!

¡Cuán poco se necesita a veces paradecidir de un destino: a la alturahenchida, tranquila y eficiente, o a rasdel suelo como un gas!

Yo fui ese gas. Ahora soy lo que soy,y vuelvo a casa despacio y maravillado.

He tomado el café con mi hija en lasrodillas, y en una actitud que hasorprendido a mi mujer.

—Hace tiempo que no te veía así —me dice con su voz seria y triste.

—Es la vida que renace —le he

respondido—. ¡Soy otro, hermana!—Ojalá estés siempre como ahora

—murmura.—Cuando Fermín compró su casa,

en la empresa nada le dijeron. Había unallave de más.

—¿Qué dices? —pregunta mi mujerlevantando la cabeza. Yo la miro, mássorprendido de su pregunta que ellamisma, y respondo:

—Lo que te dije: ¡qué seré siempreasí!

Con lo cual me levanto y salgo denuevo —huevo.

Por lo común, después de almorzarpaso por la oficina a recibir órdenes y

no vuelvo a la estación hasta la hora detomar servicio. No hay hoy novedadalguna, fuera de las grandes lluvias. Aveces, para emprender ese camino, hesalido de casa con inexplicablesomnolencia; y otras he llegado a lamáquina con extraño anhelo.

Hoy lo hago todo sin prisa, con elreloj ante el cerebro y las cosas quedebía ver, radiando en su exacto lugar.

En esta dichosa conjunción del tiempo ylos destinos, arrancamos. Desde mediahora atrás vamos corriendo el tren 248.Mi máquina, la 129. En el bronce de su

cifra se reflejan al paso los pilares delandén. Perendén.

Yo tengo 18 años de servicio, sinuna falta, sin una pena, sin una culpa.Por esto el jefe me ha dicho al salir:

—Van ya dos accidentes en este mes,y es bastante. Cuide del empalme 3, ypasado él ponga atención en la trocha296-315. Puede ganar más allá el tiempoperdido. Sé que podemos confiar en sucalma, y por eso se lo advierto. Buenasuerte, y enseguida de llegar informe delmovimiento.

¡Calma! ¡Calma! ¡No es preciso ¡oh,jefes! que recomendéis calma a mi alma!¡Yo puedo correr el tren con los ojos

vendados, y el balasto está hecho derayas y no de puntos, cuando pongo micalma en la punta del miriñaque a rayarel balasto! Lascazes no tenía cambiopara pagar los cigarrillos que compró enel puente…

Desde hace un rato presto atenciónal fogonero que palea con lentitudabrumadora. Cada movimiento suyoparece aislado, como si estuvieraconstituido de un material muy duro.¿Qué compañero me confió la empresapara salvar el empal…?

—¡Amigo! —le grito—. ¿Y esevalor? ¿No le recomendó calma el jefe?El tren va corriendo como una

cucaracha.—¿Cucaracha? —responde él—.

Vamos bien a presión… y con dos librasmás. Este carbón no es como el del mespasado.

—¡Es que tenemos que correr,amigo! ¿Y su calma? ¡La mía, yo sédónde está!

—¿Qué? —murmura el hombre.—El empalme. Parece que allí hay

que palear de firme. Y después, del 296al 315.

—¿Con estas lluvias encima? —objeta el timorato.

—El jefe… ¡Calma! En 18 años deservicio no había yo comprendido el

significado completo de esta palabra.¡Vamos a correr a 110, amigo!

—Por mí… —concluye mi hombre,ojeándome un buen momento de costado.

¡Lo comprendo! ¡Ah, plenitud desentir en el corazón, como un universohecho exclusivamente de luz y fidelidad,esta calma que me exalta! ¡Qué es sinoun mísero, diminuto y maniatado ser porlos reglamentos y el terror, unmaquinista de tren del cual sepretendiera exigir calma al abordar uncierto empalme! No es el mecánico azul,con gorra, pañuelo y sueldo, quienpuede gritar a sus jefes: «¡La calma soyyo!» ¡Se necesita ver cada cosa en el

cenit, aisladísimo en su existir!¡Comprenderla con pasmada alegría! ¡Senecesita poseer un alma donde cada cualposee un sentido, y ser el factorinmediato de todo lo sediento que paraser aguarda nuestro contacto! ¡Ser yo!

Maquinista. Echa una ojeada afuera.La noche es muy negra. El tren vacorriendo con su escalera de reflejos ala rastra, y los remaches del ténder estánhoy hinchados. Delante, el pasamano dela caldera parte inmóvil desde elventanillo y ondula cada vez más, hastabarrer en el tope la vía de uno a otrolado.

Vuelvo la cabeza adentro: en este

instante mismo el resplandor del hogarabierto centellea todo alrededor delsweater del fogonero, que está inmóvil.Se ha quedado inmóvil con la pala haciaatrás, y el sweater erizado de pelusa alrojo blanco.

—¡Miserable! ¡Ha abandonado suservicio! —rujo lanzándome delarenero.

Calma espectacular. ¡En el campo, porfin, fuera de la rutina ferroviaria!

Ayer, mi hija moribunda. ¡Pobre hijamía! Hoy, en franca convalecencia.Estamos detenidos junto al alambrado

viendo avanzar la mañana dulce. Aambos lados del cochecito de nuestrahija, que hemos arrastrado hasta allí, mimujer y yo miramos en lontananza,felices.

—Papá, un tren —dice mi hijaextendiendo sus flacos dedos que tantasnoches besamos a dúo con su madre.

—Sí, pequeña —afirmo—. Es elrápido de las 7.45.

—¡Qué ligero va, papá! —observaella.

—¡Oh!, aquí no hay peligro alguno;puede correr. Pero al llegar al em…

Como en una explosión sin ruido, laatmósfera que rodea mi cabeza huye envelocísimas ondas, arrastrando en susucción parte de mi cerebro —y me veootra vez sobre el arenero, conduciendomi tren.

Sé que algo he hecho, algo cuyocontacto multiplicado en torno de mí measedia, y no puedo recordarlo. Poco apoco mi actitud se recoge, mi espalda seenarca, mis uñas se clavan en lapalanca… ¡y lanzo un largo, estertorosomaullido!

Súbitamente entonces, en un ¡trae! yun lívido relámpago cuyas conmocionesvenía sintiendo desde semanas atrás,

comprendo que me estoy volviendoloco.

¡Loco! ¡Es preciso sentir el golpe deesta impresión en plena vida, y elclamor de suprema separación, milveces peor que la muerte, paracomprender el alarido totalmente animalcon que el cerebro aúlla el escape desus resortes!

¡Loco, en este instante, y parasiempre! ¡Yo he gritado como un gato!¡He maullado! ¡Yo he gritado como ungato!

—¡Mi calma, amigo! ¡Esto es lo queyo necesito!… ¡Listo, jefes!

Me lanzo otra vez al suelo.

—¡Fogonero maniatado! —le grito através de su mordaza—. ¡Amigo! ¿Ustednunca vio un hombre que se vuelveloco? Aquí está: ¡Prrrrr!…

«Porque usted es un hombre decalma, le confiamos el tren. ¡Ojo a latrocha 4004! Gato». Así dijo el jefe.

—¡Fogonero! ¡Vamos a palear defirme, y nos comeremos la trocha29000000003!

Suelto la mano de la llave y me veo otravez, oscuro e insignificante,conduciendo mi tren. Las tremendassacudidas de la locomotora me punzan

el cerebro: estamos pasando el empalme3.

Surgen entonces ante mis pestañasmismas las palabras del psiquiatra:

«… las actitudes fácilmenteimaginables en que podría incurrir unmaquinista alienado que conduce sutren»…

¡Oh! Nada es estar alienado. ¡Lohorrible es sentirse incapaz de contener,no un tren, sino una miserable razónhumana que huye con sus válvulassobrecargadas a todo vapor! ¡Lohorrible es tener conciencia de que esteúltimo quilate de razón se desvanecerá asu vez, sin que la tremenda

responsabilidad que se esfuerza sobreella alcance a contenerlo! ¡Pido sólo unahora! ¡Diez minutos nada más! Porquede aquí a un instante… ¡Oh, si aúntuviera tiempo de desatar al fogonero yde enterarlo!…

—¡Ligero! ¡Ayúdeme usted mismo!…

Y al punto de agacharme veolevantarse la tapa de los areneros y auna bandada de ratas volcarse en elhogar.

¡Malditas bestias… me van a apagarlos fuegos! Cargo el hogar de carbón,sujeto al timorato sobre un arenero y yome siento sobre el otro.

—¡Amigo! —le grito con una manoen la palanca y la otra en el ojo—:cuando se desea retrasar un tren, sebusca otros cómplices, ¿eh? ¿Qué va adecir el jefe cuando lo informe de sucolección de ratas? Dirá: ojo a la trochamm… —¡millón! ¿Y quién la pasa a 113kilómetros? Un servidor. Pelo de castor.¡Éste soy yo! Yo no tengo más quecerteza delante de mí, y la empresa sedesvive por gentes como yo. ¿Qué esusted?, dicen. ¡Actitud discreta ypreponderancia esencial!, respondo yo.¡Amigo! ¡Oiga el temblequeo del tren!…Pasamos la trocha…

¡Calma, jefes! No va a saltar, yo lo

digo… ¡Salta, amigo, ahora lo veo!Salta…

¡No saltó! ¡Buen susto se llevóusted, míster! ¿Y por qué?, pregunte.¿Quién merece sólo la confianza de susjefes?, pregunte. ¡Pregunte, estabiloquedel infierno, o le hundo el hurgón en lapanza!

—Lo que es este tren —dice el jefe dela estación mirando el reloj— no va allegar atrasado. Lleva doce minutos deadelanto.

Por la línea se ve avanzar al rápidocomo un monstruo tumbándose de un

lado a otro, avanzar, llegar, pasarrugiendo y huir a 110 por hora.

—Hay quien conoce —digo yo aljefe pavoneándome con las manos sobreel pecho—, hay quien conoce el destinode ese tren.

—¿Destino? —se vuelve el jefe almaquinista—. Buenos Aires, supongo…

El maquinista yo sonríe negandosuavemente, guiña un ojo al jefe deestación y levanta los dedos movedizoshacia las partes más altas de laatmósfera.

Y tiro a la vía el hurgón, bañado en

sudor: el fogonero se ha salvado.Pero el tren, no. Sé que esta última

tregua será más breve aun que las otras.Si hace un instante no tuve tiempo —¡nomaterial: mental!— para desatar a miasistente y confiarle el tren, no lo tendrétampoco para detenerlo… Pongo lamano sobre la llave para cerrarla-arla¡cluf cluf!, amigo. ¡Otra rata!

Último resplandor… ¡Y qué horriblemartirio! ¡Dios de la Razón y de mipobre hija! ¡Concédeme tan sólo tiempopara poner la mano sobre la palanca-blanca-piribanca, miau!

El jefe de la estación anteterminal tuvoapenas tiempo de oír al conductor delrápido 248, que echado casi fuera de laportezuela le gritaba con acento quenunca aquél ha de olvidar:

—¡Deme desvío!…Pero lo que descendió luego del

tren, cuyos frenos al rojo habíanlodetenido junto a los paragolpes deldesvío; lo que fue arrancado a la fuerzade la locomotora, entre horriblesmaullidos y debatiéndose como unabestia, eso no fue por el resto de susdías sino un pingajo de manicomio. Los

alienistas opinan que en la salvación deltren —y 125 vidas— no debe verse otracosa que un caso de automatismoprofesional, no muy raro, y que losenfermos de este género suelenrecuperar el juicio.

Nosotros consideramos que elsentimiento del deber, profundamentearraigado en una naturaleza de hombre,es capaz de contener por tres horas elmar de demencia que lo está ahogando.Pero de tal heroísmo mental, la razón nose recobra.

El llamado

Yo estaba esa mañana, por casualidad,en el sanatorio, y la mujer había sidointernada en él cuatro días antes, en posde la catástrofe.

—Vale la pena —me dijo el médicoa quien había ido a visitar— que oigausted el relato del accidente. Verá uncaso de obsesión y alucinación auditivascomo pocas veces se presentan igual.

»La pobre mujer ha sufrido un fuerteshock con la muerte de su hija. Durantelos tres primeros días ha permanecidosin cerrar los ojos ni mover una pestaña,

con una expresión de ansiedadindescriptible. No perderán ustedes eltiempo oyéndola. Y digo ustedes, porqueestos dos señores que suben en estemomento la escalera son delegados ocosa así de una sociedad espiritista. Sealo que fuere, recuerde usted lo que le hedicho hace un instante respecto de laenferma: estado de obsesión, idea fija yalucinación auditiva. Ya están aquí esosseñores. Vamos andando.

No es tarea difícil provocar en unapobre mujer, que al impulso de unaspalabras de cariño resuelve por fin en

mudo llanto la tremenda opresión que laangustia, las confidencias que van adesahogar su corazón. Cubriéndose elrostro con las manos:

—¡Qué puedo decirles —murmuró— que no haya ya contado a mimédico…!

—Toda la historia es lo quedeseamos oír, señora —solicitó aquél—. Entera, y con todos los detalles.

—¡Ah! Los detalles… —murmuróaún la enferma, retirando las manos delrostro; y mientras cabeceaba lentamente—: Sí, los detalles… Uno por uno losrecuerdo… Y aunque debiera vivir milaños…

Bruscamente llevose de nuevo lasmanos a los ojos y las mantuvo allí,oprimidas con fuerza, como si tras esevelo tratara de concentrar y echar de unavez por todas el alucinante tumulto desus recuerdos.

Un instante después las manos caían,y con semblante extenuado, pero calmo,comenzó:

—Haré lo que usted desea, doctor.Hace un mes…

Suavemente el médico observó:—Desde el principio, señora…—Bien, doctor… Lo haré así…

Usted ha sido muy bueno conmigo… Ysi hace sólo quince días… ¡Sí, sí! Ya

voy, doctor… Es lo que quería decir.Mil… Nuestra hijita tenía cuatro años yun mes justos cuando su padre seenfermó para no levantarse más.Nosotros no habíamos sido nunca muyfelices. Mi marido era de constitucióndelicada y muy apocado para la luchapor la vida. No sé qué hubiera sido denosotros de no hallarnos en posicióndesahogada. Siempre parecía extrañaralgo, aun cuando nos sonreía. Y yo creoque no había conocido la felicidad hastael momento de sentirse padre.

»¡Pero qué amor el suyo, doctor, porsu hija! ¡Qué devoción religiosacontemplando a nuestra nena! ¡Y qué

consuelo para mí al pensar que por finhallaba él algo que lo ligara fuertementea la vida!

»Sin duda a mí me había amadocuando él podía hacerlo; pero su eternatristeza de alma sólo había podidodisiparse entre las manecitas de su hija.

»Se postró por fin, como digo, parano levantarse más. Mi propio dolor deesposa debió desvanecerse ante el dolorinenarrable que expresaban los ojos deaquel padre que debía separarse parasiempre de su hija.

»¡Para siempre, doctor! Su últimamirada, fija en mí, delataba tanintensamente lo que pasaba por su

corazón, que con mis labios le cerré losojos, diciéndole:

»—¡Duerme en paz! Yo velaré por tuhija como tú mismo.

»Quedamos solas entonces, micriatura y yo, ella vendiendo salud porlas mejillas, yo, reponiéndome a su ladode mi largo quebranto.

»¡Criatura mía! Parecía habersumado a las suyas las fuerzas de supobre padre: de tal modo la alegría desu semblante iluminaba nuestraexistencia. No era vana la promesahecha a mi marido al morir. Como él, yoconcentraba ahora en nuestra hija lainmensidad de mi afecto y de mi

soledad.»¡Oh!, velaba por ella, puédeseme

creer, como si la continuidad de mi viday la del mundo entero no tuvieran otrodestino ni fin que la felicidad de mi hija.¡Qué sueños de dicha no he hecho paraella, con mi criatura dormida en misbrazos, y sin decidirme a acostarla!¡Cuán leve me parecía el sacrificio demi cansancio, si con él podía infundir ensu cuerpecito lo que me restaba de vida!

»Sí, extremo cansancio… Le heexplicado a usted, doctor, cómo mesentía entonces. Me reponía por fuera,me hallaba menos delgada y con mejorsemblante; pero en el fondo de mis

esperanzas algo iba muriendo,extenuándose día tras día. Perdía, apoco de comenzar a tejerlos, el hilo demis ensueños de dicha, y quedaba inerte,con la cabeza caída y mortalmentecansada, como si delante de misilusiones se tendiera una infinita yhelada vaciedad. A veces, no sé dedónde, me parecía percibir, apenassensible, por la distancia, una voz quepronunciaba el nombre de mi hija. ¡Mesentía tan, tan fatigada!

»No podía soñar más con elporvenir, sin que la tristeza de la nada,de la horrible esterilidad de mis fuerzas,me helara el corazón. ¿Por qué? No

existía, no, ninguna razón para sufrir así.Allí estaba mi adorada nena, cada díamás sana y alegre. Nada nos faltaba, nipodía faltarnos, dada nuestra posición.¡No, nada! Y estrujando a nuestra hija enmis brazos, sabía bien que el porvenirera todo nuestro. Yo se lo había jurado ami marido.

»El porvenir… Mas apenascomenzaba a forjar un sueño defelicidad para mi hija, el ensueño sehelaba —¡oh, con qué horrible frío!—,como si el amor de su padre y el mío nofueran bastante para alimentarlo. Y caíaabatida en profundo desaliento.

»Un mes entero duró este estado de

angustia. Una noche, cuando comenzabaa pensar por millonésima vez en losentrañables cuidados de que rodearíasiempre a mi nena, en ese momento oínítidamente estas palabras:

»—No tendrá necesidad.»¡Oh! ¡Es muy duro para una pobre

madre que se desvela por la dicha de suhijita percibir una voz que le advierteque cuanto haga por conseguirlo seráinútil! Esa lúgubre voz daba por finrazón a mis sueños truncos, y mi tristezamortal. Dentro de mí misma, para quefuera más irrecusable, la voz hallabaeco y me advertía que mi hija no tendríanecesidad…

»¡Porque moriría!»¡Oh, Dios! ¡Morir, nuestra hijita,

cuando su padre y su madre daban todasu vida por ella! ¡Oh, no, no! ¡Yo merebelé, doctor! ¿Qué me importaba queuna voz me anunciara su muerte, si yome atrevía a defender a mi adorada hijacontra todo y contra todos?

»Desde ese instante mi existencia nofue sino una pesadilla de terror, sin másmotivos de existir que la defensadesesperada de la vida de mi nena. ¡Yote vigilaré! —me gritaba a mí misma—.Y en el preciso instante, desde latenebrosa profundidad de nuestrodestino, la voz acentuaba su advertencia,

diciéndome:»—Es inútil cuanto hagas.»Luego… Luego, mi hijita debía

morir. ¡Dios mío! —clamaba yorompiéndome en sollozos sobre elcuello de mi nena—. ¿Es posible que lavoz que alcanza hasta el corazón de unamadre para anunciarle la muerte de suhija, le niegue las fuerzas para evitarla?

»—Es inútil cuanto hagas.»¡Oh, no se ha inventado tormento

mayor que el que yo sufría! ¡Morir! Pero¿de qué? ¿De enfermedad? ¿De unaccidente?

»¡De accidente!»Tuve la seguridad de ello antes de

oír las palabras:»—Morirá por accidente.»¡Oh! Abrevio, doctor… Salíamos

antes todas las tardes. Dejamos de salir.Me cercioré diez veces seguidas de lasolidez de los muebles. Golpeé horasenteras las paredes. Hice sacar de casatodo lo que no ofrecía completaseguridad. En las piezas desmanteladasiba y venía de un lado para otro, con elcorazón ahogado en presagios. Revisabauna y cien veces lo que había examinadoya.

»Me sentía totalmente vacía de todo.Dentro de mí no había más que espanto yterror, a los que obedecían como

autómatas mis impulsos. Tenía a mi nenaconstantemente a mi lado, bajo la triplesalvaguardia de mi corazón, de mis ojosy de mis manos.

»Minuto por minuto, sin embargo, seacercaba inexorablemente el instantede…

»¡De qué, Dios mío! —clamaba yoen mi angustia—. ¿De qué accidentedebo precaverla, salvarla a pesar detodo?

»Mientras ahogaba así a mi nenaentre mis brazos, tuve súbitamente lahorrible revelación: Morirá por elfuego. E inmediatamente, de la casaentera, de mi aliento, de mis mismas

ropas surgió la terrible seguridad de quela vida de mi hija estaba contada: no pormeses o días, sino por breves horas…

»Como una loca corrí a la cocina,apagué el fuego y eché baldes de aguasobre las cenizas. Ordené que no seencendiera por nada fuego. Requisétodas las cajas de fósforos que había enla casa y las arrojé en el cuarto de baño.Como loca todavía corrí de una pieza ala otra revisando febrilmente todos loscajones de todos los muebles de la casa.Cerré todas las puertas y ventanas, corríotra vez a la cocina para ver si no se mehabía desobedecido, y nos refugiamoscon mi hija en el escritorio de mi

marido, que por ventura nunca habíafumado.

»Fuego… ¡Oh, no! ¡Allí estábamosseguras!

»Pero en vez de serenarme, miangustia se tornaba lancinante a cadanuevo segundo. ¿Y si no había revisadobien? ¿Si la cocinera había reservadouna caja de fósforos? ¿Y si llegaba unproveedor a la cocina y encendía elcigarro…?

»¡Ah! ¡Allí estaba el peligro! ¡Eraeso! Y arrojando con un grito a mi nenade las faldas, me precipité a las piezasde servicio… Y la cocinera apenas tuvotiempo de responder con su alarido al

mío: una detonación había hechoretemblar la casa…

La pobre madre calló. Por un largoinstante, tal vez el preciso para que seapagara de su alma el último fragor delestampido, permaneció con las manos enlos ojos. Por fin:

—Sí… Lo demás ya lo sabe usted,doctor… Yo también lo supe antes dever a mi hija en el suelo muerta… Sí…Durante mi breve ausencia había abiertolos cajones del escritorio, y habíatomado para jugar un revólver que yacíaen el fondo, bien en el fondo de uno deellos… El arma se le había caído de lasmanos… ¡Doctor! —exclamó

bruscamente con voz entera,descubriendo su semblante desesperado—. Yo perdí a mi hija, usted lo sabe,como me lo habían predicho… Con unafrialdad y una crueldad de que sólo Dioses testigo, se me advirtió que mi nena notendría necesidad de mi cariño… Se medijo que era inútil cuanto hiciera paraevitar su muerte… Y se me aseguró porfin que moriría de accidente de fuego.¡De fuego, señor! ¿Por qué no se me dijoclaramente que debía morir por una balao un tiro de revólver, que yo habríapodido evitar? ¿Por qué se jugó alequívoco con el corazón de una madre yla vida de una inocente criatura? ¿Por

qué se me dejó enloquecer tras losfósforos, sin advertirme que el peligrono estaba allí? ¿Cómo consintió Dios enque se hiciera con mi dolor un simplejuego de palabras, para arrancarme asímás horriblemente a mi hija? ¿Porqué…?

Y su voz se ahogó, como cortada porla violencia con que sus manos habíansubido a crisparse sobre el rostro.

Un largo, muy largo silenciosobrevino entonces. Uno de losvisitantes lo rompió por fin:

—Usted nos ha dicho, señora, haberoído la voz que le iba augurando suterrible desgracia.

Un hondo estremecimiento recorrió ala enferma; pero ésta no respondió.

—Usted ha manifestado también —prosiguió el visitante— haber percibidoen varias ocasiones una voz sumamentelejana. ¿Eran una misma voz la que leadvertía en vano del peligro y la quellamaba a su hija?

La enferma asintió con la cabeza.—¿Reconoció usted esa voz?Y esta vez, volcándose por fin en un

interminable sollozo sobre la almohada,la pobre madre respondió desde elfondo de su horror:

—Sí. Era la de su padre…

El hijo

Es un poderoso día de verano enMisiones, con todo el sol, el calor y lacalma que puede deparar la estación. Lanaturaleza, plenamente abierta, se sientesatisfecha de sí.

Como el sol, el calor y la calmaambiente, el padre abre también sucorazón a la naturaleza.

—Ten cuidado, chiquito —dice a suhijo; abreviando en esa frase todas lasobservaciones del caso y que su hijocomprende perfectamente.

—Sí, papá —responde la criatura

mientras coge la escopeta y carga decartuchos los bolsillos de su camisa, quecierra con cuidado.

—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.

—Sí, papá —repite el chico.Equilibra la escopeta en la mano,

sonríe a su padre, lo besa en la cabeza yparte.

Su padre lo sigue un rato con losojos y vuelve a su quehacer de ese día,feliz con la alegría de su pequeño.

Sabe que su hijo es educado desdesu más tierna infancia en el hábito y laprecaución del peligro, puede manejarun fusil y cazar no importa qué. Aunque

es muy alto para su edad, no tiene sinotrece años. Y parecía tener menos, ajuzgar por la pureza de sus ojos azules,frescos aún de sorpresa infantil.

No necesita el padre levantar losojos de su quehacer para seguir con lamente la marcha de su hijo.

Ha cruzado la picada roja y seencamina rectamente al monte a travésdel abra de espartillo.

Para cazar en el monte —caza depelo— se requiere más paciencia de laque su cachorro puede rendir. Despuésde atravesar esa isla de monte, su hijocosteará la linde de cactus hasta elbañado, en procura de palomas, tucanes

o tal cual casal de garzas, como las quesu amigo Juan ha descubierto díasanteriores.

Solo ahora, el padre esboza unasonrisa al recuerdo de la pasióncinegética de las dos criaturas. Cazansólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juana su rancho con el fusil de nuevemilímetros que él le ha regalado, y suhijo a la meseta con la gran escopetaSaint-Étienne, calibre 16, cuádruplecierre y pólvora blanca.

Él fue lo mismo. A los trece añoshubiera dado la vida por poseer unaescopeta. Su hijo, de aquella edad, la

posee ahora; y el padre sonríe.No es fácil, sin embargo, para un

padre viudo, sin otra fe ni esperanza quela vida de su hijo, educarlo como lo hahecho él, libre en su corto radio deacción, seguro de sus pequeños pies ymanos desde que tenía cuatro años,consciente de la inmensidad de ciertospeligros y de la escasez de sus propiasfuerzas.

Ese padre ha debido lucharfuertemente contra lo que él considera suegoísmo. ¡Tan fácilmente una criaturacalcula mal, sienta un pie en el vacío yse pierde un hijo!

El peligro subsiste siempre para el

hombre en cualquier edad; pero suamenaza amengua si desde pequeño seacostumbra a no contar sino con suspropias fuerzas.

De este modo ha educado el padre asu hijo. Y para conseguirlo ha debidoresistir no sólo a su corazón, sino a sustormentos morales; porque ese padre, deestómago y vista débiles, sufre desdehace un tiempo de alucinaciones.

Ha visto, concretados endolorosísima ilusión, recuerdos de unafelicidad que no debía surgir más de lanada en que se recluyó. La imagen de supropio hijo no ha escapado a estetormento. Lo ha visto una vez rodar

envuelto en sangre cuando el chicopercutía en la morsa del taller una balade parabellum, siendo así que lo quehacía era limar la hebilla de su cinturónde caza.

Horrible caso… Pero hoy, con elardiente y vital día de verano, cuyoamor a su hijo parece haber heredado, elpadre se siente feliz, tranquilo, y segurodel porvenir.

En ese instante, no muy lejos suenaun estampido.

—La Saint-Étienne… —piensa elpadre al reconocer la detonación—. Dospalomas de menos en el monte…

Sin prestar más atención al nimio

acontecimiento, el hombre se abstrae denuevo en su tarea.

El sol, ya muy alto, continúaascendiendo. Adondequiera que se mire—piedras, tierra, árboles—, el aireenrarecido como en un horno, vibra conel calor. Un profundo zumbido que llenael ser entero e impregna el ámbito hastadonde la vista alcanza, concentra a esahora toda la vida tropical.

El padre echa una ojeada a sumuñeca: las doce. Y levanta los ojos almonte.

Su hijo debía estar ya de vuelta. Enla mutua confianza que depositan el unoen el otro —el padre de sienes plateadas

y la criatura de trece años—, no seengañan jamás. Cuando su hijoresponde: «Sí, papá», hará lo que dice.Dijo que volvería antes de las doce, y elpadre ha sonreído al verlo partir.

Y no ha vuelto.El hombre torna a su quehacer,

esforzándose en concentrar la atenciónen su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perderla noción de la hora dentro del monte, ysentarse un rato en el suelo mientras sedescansa inmóvil…?

El tiempo ha pasado; son las doce ymedia. El padre sale de su taller, y alapoyar la mano en el banco de mecánicasube del fondo de su memoria el

estallido de una bala de parabellum, einstantáneamente, por primera vez en lastres transcurridas, piensa que tras elestampido de la Saint-Étienne no haoído nada más. No ha oído rodar elpedregullo bajo un paso conocido. Suhijo no ha vuelto y la naturaleza se halladetenida a la vera del bosque,esperándolo.

¡Oh! No son suficientes un caráctertemplado y una ciega confianza en laeducación de un hijo para ahuyentar elespectro de la fatalidad que un padre devista enferma ve alzarse desde la líneadel monte. Distracción, olvido, demorafortuita: ninguno de estos nimios

motivos que pueden retardar la llegadade su hijo halla cabida en aquel corazón.

Un tiro, un solo tiro ha sonado, yhace mucho. Tras él, el padre no ha oídoun ruido, no ha visto un pájaro, no hacruzado el abra una sola persona aanunciarle que al cruzar un alambrado,una gran desgracia…

La cabeza al aire y sin machete, elpadre va. Corta el abra de espartillo,entra en el monte, costea la línea decactus sin hallar el menor rastro de suhijo.

Pero la naturaleza prosigue detenida.Y cuando el padre ha recorrido lassendas de caza conocidas y ha

explorado el bañado en vano, adquierela seguridad de que cada paso que da enadelante lo lleva, fatal einexorablemente, al cadáver de su hijo.

Ni un reproche que hacerse, eslamentable. Sólo la realidad fría terribley consumada: ha muerto su hijo al cruzarun…

¡Pero dónde, en qué parte! ¡Haytantos alambrados allí, y es tan, tansucio el monte! ¡Oh, muy sucio! Porpoco que no se tenga cuidado al cruzarlos hilos con la escopeta en la mano…

El padre sofoca un grito. Ha vistolevantarse en el aire… ¡Oh, no es suhijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y

a otro…Nada se ganaría con ver el color de

su tez y la angustia de sus ojos. Esehombre aún no ha llamado a su hijo.Aunque su corazón clama por él a gritos,su boca continúa muda. Sabe bien que elsolo acto de pronunciar su nombre, dellamarlo en voz alta, será la confesiónde su muerte.

—¡Chiquito! —se le escapa depronto. Y si la voz de un hombre decarácter es capaz de llorar, tapémonosde misericordia los oídos ante laangustia que clama en aquella voz.

Nadie ni nada ha respondido. Por laspicadas rojas de sol, envejecido en diez

años, va el padre buscando a su hijo queacaba de morir.

—¡Hijito mío…! ¡Chiquito mío…!—clama en un diminutivo que se alzadel fondo de sus entrañas.

Ya antes, en plena dicha y paz, esepadre ha sufrido la alucinación de suhijo rodando con la frente abierta poruna bala al cromo níquel. Ahora, encada rincón sombrío del bosque vecentelleos de alambre; y al pie de unposte, con la escopeta descargada allado, ve a su…

—¡Chiquito…! ¡Mi hijo!Las fuerzas que permiten entregar un

pobre padre alucinado a la más atroz

pesadilla tienen también un límite. Y elnuestro siente que las suyas se leescapan, cuando ve bruscamentedesembocar de un pique lateral a suhijo.

A un chico de trece años bástale verdesde cincuenta metros la expresión desu padre sin machete dentro del montepara apresurar el paso con los ojoshúmedos.

—Chiquito… —murmura el hombre.Y, exhausto, se deja caer sentado en laarena albeante, rodeando con los brazoslas piernas de su hijo.

La criatura, así ceñida, queda de pie;y como comprende el dolor de su padre,

le acaricia despacio la cabeza:—Pobre papá…En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a

ser las tres. Juntos ahora, padre e hijoemprenden el regreso a la casa.

—¿Cómo no te fijaste en el sol parasaber la hora…? —murmura aún elprimero.

—Me fijé, papá… Pero cuando iba avolver vi las garzas de Juan y lasseguí…

—¡Lo que me has hecho pasar,chiquito!

—Piapiá… —murmura también elchico.

Después de un largo silencio:

—Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre.

—No.Nimio detalle, después de todo.

Bajo el cielo y el aire candentes, a ladescubierta por el abra de espartillo, elhombre devuelve a casa con su hijo,sobre cuyos hombros, casi del alto delos suyos, lleva pasado su feliz brazo depadre. Regresa empapado de sudor, yaunque quebrantado de cuerpo y alma,sonríe de felicidad…

Sonríe de alucinada felicidad… Puesese padre va solo. A nadie ha

encontrado, y su brazo se apoya en elvacío. Porque tras él, al pie de un postey con las piernas en alto, enredadas enel alambre de púa, su hijo bienamadoyace al sol, muerto desde las diez de lamañana.

La señorita leona

Una vez que el hombre, débil, desnudo ysin garras, hubo dominado a los demásanimales por el esfuerzo de suinteligencia, llegó a temer por el destinode su especie.

Había alcanzado ya entonces las másaltas cumbres del pensamiento y de labelleza. Pero por bajo de estos triunfosexclusivamente mentales, obtenidos acosta de su naturaleza original, laespecie se moría de anemia. Tras esalucha sin tregua, en que el intelectohabía agotado cuanto de dialéctica,

sofismas, emboscadas e insidias cabenen él, no quedaba al alma humana unagota de sinceridad. Y para devolver a laraza caduca su frescura primordial, loshombres meditaron introducir en laciudad, criar y educar entre ellos a unser que les sirviera de viviente ejemplo:un león.

La ciudad de que hablamos estabanaturalmente rodeada de murallas. Ydesde lo alto de ellas los hombresmiraban con envidia a los animales, defrente en fuga y sangre copiosísima,correr en libertad.

Una diputación fue, pues, alencuentro de los leones y les habló así:

—Hermanos: Nuestra misión es hoyde paz. Óigannos bien y sin temoralguno. Venimos a solicitar de ustedesuna joven leona para educarla entrenosotros. Nosotros daremos en rehén unhijo nuestro, que ustedes a su vezcriarán. Deseamos criar una joven leonadesde sus primeros días. Nosotros laeducaremos, y el ejemplo de su fortalezaaprovechará a nuestros hijos. Cuandoambos sean mayores, decidiránlibremente de su destino.

Largas horas los leones meditaroncon ojos oblicuos ante aquella franquezainhabitual. Al fin accedieron; y enconsecuencia se internaron en el

desierto con un hombrecito de tres añosque acompañaban con lento paso,mientras los hombres retornaban a laciudad llevando con exquisito cuidadoen brazos a una joven leona, tan jovenque esa mañana había abierto laspupilas, y fijaba en los hombres que lacargaban, uno tras otro, la miradaclarísima y vacía de sus azules ojos.

Un día hablaremos del hombrecito.En cuanto a la leona, no hay ponderaciónbastante para los cuidados que se leprodigaron. La ciudad entera veía en eldébil ser como un extraño y divinoMesías, del que esperaban su salvación.

Se crió y educó a la salvaje y tierna

pupila con el corazón palpitante deamor. No informaban las gacetas de lasalud del rey con tanta solicitud como delos progresos de la joven fiera. Ni losfilósofos y retóricos se esforzaron nuncaen iniciar un alma como aquélla en losdivinos misterios de su arte. Ciencia,corazón, poesía, todo se esperaba deella. Y cuando la señorita leona vistió suprimer traje largo para ser presentadaoficialmente a la ciudad, los periódicosinterpretaron fielmente, en sus crónicasexaltadas, el corazón del pueblo.

La joven leona aprendió a hablar, amoderar sus movimientos, a sonreír.Aprendió a vestir ropas humanas, a

sonrojarse, a meditar con la barbilla enla mano. Aprendió cuanto puede y debeaprender una hermosísima hija de loshombres. Pero lo que aprendió, sobretodas las cosas, fue el divino arte delcanto.

No podemos nosotros darnos ahoracuenta cabal de la seducción, del chic yla gracia de una joven leona vestidacomo una hija de los hombres, quedebuta en un salón, sonrojada detimidez.

Porque nunca, en efecto, las másíntimas finuras del corazón humanohabían hallado tal órgano de expresiónvocal. ¿Fluidez de un alma virgen,

sorprendida por la poesía desde suprimer albor? ¡Quién lo sabe! Y nadiemenos que la divina criatura, pues esocioso advertir que la educación habíahecho de ella una humana adolescente,con todas las ideas, ternuras ymodalidades de la mujer.

Entretanto, como en los tiempos desu primera infancia, la señorita leonasolicitaba sobre sí la atención pública.Era ella la esperanza de todo un pueblo,cada anuncio de un concierto suyodespertaba en el corazón de la ciudadtumultuosas albricias.

Ya desde la primera nota, loshabitantes reconocían estremecidos su

propia alma humana exhalada en aquellavoz. ¿Cómo la salvaje criatura podíaexpresar así, mejor que ellos mismos, ellirismo, las esperanzas y los sollozos deun alma ajena a ella?

«Un alma que no poseía…»Ésta llegó a ser, poco a poco, la

impresión de la ciudad… Reconocíaselesupremo arte; pero no era la asimilaciónde sus ensueños lo que los hombreshabían buscado al criar en su seno a lajoven leona. No. Esperaban de ellafrescura ingénita, sinceridad salvaje,grito de libertad, cuanto en suma habíaperdido el alma humana en su extenuantecorrería mental.

Exclusivamente «humana»: tal era laexcelencia de su voz. Y se le exigía másque esto.

También a este respecto las gacetasexpresaron el sentimiento general:

«Un nuevo triunfo alcanzóanoche en su concierto lasuprema artista, y no podríamosahora sino repetir las alabanzasconstantemente prodigadas ensu honor. Sin embargo,interpretando la impresiónpopular, siempre tanfervorosamente adicta a nuestrapupila, procede declarar quedesearíamos oír en su divina

voz una nota, una sola nota deíntima frescura que acuse supersonalidad. Ni uno solo desus más hondos acentos nos esdesconocido. Hasta hoy, laeximia artista ha interpretadomagistralmente al almahumana; pero nada más queesto. Sobrada “humanidad”,nos atreveríamos a decir. Elfresco y libre grito de su almaextraña, sincero y sin trabas, eslo que aguardamos ansiosos deella».

Sin esfuerzo podemos creer que fueese golpe el más inesperado e injusto

con que podía soñar la delicada artista.—¿Qué he hecho —sollozaba—

para que me traten así?—No tiene usted la culpa —

consolábanla—. Su voz es siempre tanpura como su corazón, y todos sufrimosahora como ayer su encanto. Pero…tiene alguna razón el pueblo. Falta unpoco de sinceridad a su acento. Ustedcanta adorablemente; mas la pasión desu voz es la de una mujer.

—¡Pero yo soy mujer! —lloraba ladesconsolada criatura.

Temblando de emoción subió alestrado de su nuevo concierto. Mas porbajo de los aplausos correctísimos de

siempre, pudo sentir el corazón retraídode la ciudad.

—¿Cómo es posible —leobservaron— que no nos dé usted unanota agreste de la inmensa y libreexpresión, el salvaje acento de su raza, yque nuestra especie ha gastado ya eignora desde miles de años? Déjese irlibremente por sus ensueños cuandocante; olvide todo lo que ha aprendidode nosotros, y nos dará usted una pura ysuprema nota de arte.

—No… No puedo… ¡No puedo…!—sacudía la cabeza la artista.

La ciudad entera acudió otra vez aoír a la joven, ante la esperanza de un

milagro; sabíase la ardiente solicitudque la rodeaba.

Trémula e incierta, la joven comenzóa cantar. Sintió, mientras cantaba, elaliento de la ciudad suspenso de su voz,y recordó las esperanzas en ellacifradas. Cerrando los ojos, borró consupremo esfuerzo de su memoria la horapresente; un soplo cálido barrió su almacomo un vendaval, y la joven volcó enuna nota suprema la pasión despertada.

La sala quedó helada: aquella notade pasión había sido un «rugido». Pura eincontestablemente, la joven habíarugido.

Más sorprendida y espantada de su

propia voz que todos:—Lo hice sin querer… —sollozaba

—. ¡No sé qué me pasó…!Si bien mortalmente desengañada de

la artista, la ciudad ofreciole en unconcierto extraordinario la ocasión deechar un velo sobre aquella infaustavelada. Pero cuando la cantante,dominada por su arte, tornó a abrir cuangrandes eran las aherrojadas puertas desu alma, rugió otra vez.

Ya no era posible más. La ciudaddeliberó —si bien con el corazóndesgarrado—, fríamente:

—Lamentamos haber puesto en unser ajeno a nosotros las esperanzas de

nuestra raza. Hemos criado, con máscalor que a nuestros propios hijos, unacriatura extraña. Hemos infundido en sualma las más excelsas cualidades delalma humana. Y cuando hemos exigidode su voz la suprema nota de sinceridady frescura… ha rugido.

Y acompañaron hasta las puertas dela ciudad a la pobre criatura, que caía acada instante implorando piedad con lasmanos juntas.

Ya había cerrado la noche. La jovencaminó como una autómata, internándoseen el desierto, hasta que el vientocaliente, que pasaba en la oscuridadazotándole los cabellos, le hizo abrir los

ojos. Su nariz dilatose entoncesampliamente a los vahos agrestes que lellegaban sin roces quién sabe desdedónde, y deteniéndose, vuelta a laciudad, se desvistió. Quitose el traje,todo cuanto había disimulado hasta eseinstante su condición primera, hastaquedar desnuda. Y plantándose entoncescon la cola rígida y los duros ojosfosforescentes, la leona rugió.

Durante largo rato, sola y comoalargada por la tensión de sus ijares,rugió hacia la ciudad decrépita,hundiendo los flancos hasta el esqueleto,como si en cada rugido cantara, libre ysin trabas por fin, la voz pura y profunda

de sus entrañas vírgenes.

El puritano

Los talleres del cinematógrafo, esosestudios a cuyo rededor millones derostros giran en una órbita de curiosidadnunca saciada y de ensueño jamássatisfecho, han heredado del muertotaller de pintura su leyenda de fastuosasorgías sobre el altar del arte.

La libertad de espíritu habitual a losgrandes actores, por una parte, y susriquísimos sueldos de que hacen gala,por la otra, explican estos festivales queno pocas veces tienen por único objetomantener vibrante el pasmo del público,

ante las fantásticas, lejanas estrellas deHollywood.

Concluida la tarea del día, el estudioqueda desierto. Tal vez los tallerestécnicos prosigan por toda la noche sulabor, y acaso a uno o diez kilómetros eltumulto diario se prolongue todavía enuna fiesta oriental. Pero en los sets, enel estudio propiamente dicho, reinaahora el más grande silencio.

Este silencio y esta impresión deabandono desde semanas atrás seexhalan más particularmente delguardarropa central, vasto hall cuyaportada, tan ancha que daría paso a tresautos, se abre al patio interior, a la gran

plaza enarenada de todos los talleres.Para anular los riesgos de incendios,

el guardarropa se halla aislado en elfondo de la plaza, y su gran portón no secierra nunca. Por entre sus hojasreplegadas, en las noches claras la lunainvade gran parte del oscuro hall. En eserecinto en calma, adonde no llegasiquiera el chirrido de las máquinasreveladoras, tenemos en la alta nochenuestra tertulia los actores muertos delfilm.

La impresión fotográfica en la cinta,sacudida por la velocidad de las

máquinas, excitada por la ardiente luz delos focos, galvanizada por la incesanteproyección, ha privado a nuestros tristeshuesos de la paz que debía reinar sobreellos. Estamos muertos, sin duda; peronuestro anonadamiento no es total. Unasobrevida intangible, apenas cálida parano ser de hielo, rige y anima nuestrosespectros. Por el guardarropa en pazdeambulamos a la luz de la luna, sinansias, sin pasiones, ni recuerdos. Algocomo un vago estupor se cierne sobrenuestros movimientos. Pareceríamossonámbulos, indiferentes los unos a losotros, si la penumbra inmediata delrecinto no fingiera un vago hall de

mansión, donde los fantasmas de lo quehemos sido prosiguen un sutil remedo devida.

No hemos agitado en vano el almade las estrellas que nos sobreviven; nohemos dejado cien veces dormir en susbrazos nuestro corazón, para que susfilms presentes no sean el comentonocturno de nuestros conciliábulos.Nuestro propio pasado —vida, luchas yamores— nos está cerrado. Nuestraexistencia arranca de un golpe deobturador. Somos un instante: tal vezimperecedero, pero un solo instanteespectral. El film y la proyección quenos han privado del sueño eterno nos

cierran el mundo, fuera de la pantalla, acualquier otro interés.

Nuestra tertulia no siempre reúne,sin embargo, a todos los visitantes delguardarropa. Cuando uno falta a aquélla,ya sabemos que algún film en que actuóse pasa en Hollywood.

—Está enfermo —decimos nosotros—. Se ha quedado en casa.

A la noche siguiente, o tres o cuatrodespués, el fantasma vuelve a ocupar susitio habitual en la compañía queprefiere. Y aunque su semblante expresafatiga y en su silueta se perciben losfinos estragos de una nueva proyección,no hay en ellos rastros de verdadero

sufrimiento.Diríase que durante el tiempo

invertido en el pasaje de su film, elactor estuvo sometido a un sueño desemiinconsciencia.

Cosa muy distinta sucedía con Ella (noquiero nombrarla), la hermosa y vívidaestrella, que una noche hizo en elguardarropa su entrada entre nosotros —muerta.

No es para nadie una novedad eléxito que alcanzó en vida esta actriz ensu brillante y fugaz carrera de meteoro.De la mujer, poseyó las más ricas

calidades. La extrema belleza del rostro,del cuerpo, del sentimiento —cualquierade estos supremos dones puede por sísolo derribar un alma femenina con suexcesivo encanto. Ella, casi como uncastigo, poseyó y soportó los tres.

Todo le fue acordado en su brevepaso por el mundo. Conoció las locurasdel éxito, de la fortuna, de la vanidad,de la adulación, del peligro. Sólo laslocuras del amor le fueron negadas.

Entre todos los hombres que se lerendían, a su lado mismo o a través dedos mil leguas de clamor y deseo, Ellase ofreció toda entera al único ser capazde desecharla: un puritano de principios

morales inviolables, que antes deconocer a la actriz había puesto su honoren su esposa y su tierno hijo de diezmeses.

No era fácil adivinar, en un cuáquerode rancia cepa como Dougald MacNamara, el estado de sus sentimientos;pero a nadie hubiera sido grato soportarel choque que en su corazón libraban susprincipios austeros con su culpableamor.

Ella lo había conocido en el estudio,pues el afortunado mortal poseíaintereses en el cine. Y aunque Ella nohabía llegado a tenderle nunca loslabios, sabía bien que, de haberlo hecho,

él le habría apartado los brazos de sucuello, rígido y duro como el mismodeber. Las razas rubias suelen dar devez en cuando al mundo uno de estosadmirables seres, eternamenteincomprensibles para los que tenemos laconciencia y los ojos más oscuros.

Ella sabía bien que él la amaba;pero no como un hombre, sino como unhéroe. Y cuando un amante usurpa parasí todo el heroísmo del amor, al otro nole queda sino morir.

En suma: el padre de familiadevolvió, amargo hasta las heces, elcáliz de amor que Ella le tendía con sucuerpo. Y Ella, sin fuerzas para

resistirlo, se mató.Suicida, en efecto, no podía Ella

disfrutar de nuestra mansa paz, ni lehabían sido vedados el amor y el dolor.Su corazón latía siempre; y en sus ojos,profundamente excavados, no podíamosadivinar qué dosis de arsénico o demortal amor los dilataba aún conangustia.

Porque al revés de lo que pasabacon nosotros, Ella vivía a medias, sufríacon fidelidad la pasión de suspersonajes. Cuando nuestros films seexhibían, nosotros, como ya lo headvertido, desaparecíamos de la tertulia.Ella, no. Permanecía recostada allí

mismo, arropada de frío, con laexpresión ansiosa y jadeante.Simulábamos no notar su presencia entales casos; pero cuando apenasconcluida la proyección se incorporabaen el diván, ella misma nos expresabaentonces su quebranto.

—¡Oh, qué angustia! —nos decíadescubriéndose la frente—. Siento todolo que hago, como si no hubiera fingidoen el estudio… Antes, yo sabía que alconcluir una escena, por fuerte quehubiera sido, podía pensar en otra cosa,y reírme… Ahora, no… ¡Es como si yomisma fuera el personaje…!

Bien. Nosotros habíamos llegado

legalmente al término de nuestros días ynada les debíamos. Ella había tronchadolos suyos. Su vida inconclusa sufría unfuerte déficit, que su fantasmacinematográfico se iba cobrando, escenatras escena, de lo que Ella habíasupuesto fingidos dolores…

Debía pagar. De su amor, nada noshabía dicho, hasta la noche en que alconcluir su tarea murmuró amargamente:

—¡Si al menos… si al menospudiera no verlo…!

¡Oh! No nos era tampoco necesariorecordar, para que comprendiéramos elsufrimiento de la pobre criatura: nochetras noche, después de un mes de

completa desaparición de Hollywood,Mac Namara asistía desde la platea delMonopole, y sin faltar a una, a las cintasde Ella.

Nunca hasta hoy la literatura hasacado todo el partido posible de latremenda situación entablada cuando unesposo, un hijo, una madre, tornan a veren la pantalla, palpitante de vida, al serquerido que perdieron. Pero jamástampoco fue supuesta una tortura igual ala de una enamorada que ve por finentregarse al hombre por quien ella semató, y que no puede correr delirante asus brazos, no puede mirarlo, nivolverse siquiera a él, porque toda ella

y su amor no son ya más que un espectrofotográfico.

Tampoco debía ser risueño lo quepasaba por el corazón del puritano, cuyamujer e hijo dormían en sosiego, perocuyos ojos abiertos contemplaban viva ala actriz. Hay sentimientos a los que nose puede dar cuerpo verbal, mas que esposible seguir perfectamente con losojos cerrados. Los de Dougald MacNamara pertenecían a este género.

Para nosotros, sin embargo,únicamente la situación de Ella ofrecíavivo interés. Es muy triste cosa habermuerto en vano, cuando la vida exigetodavía lo que ya no se le puede dar.

—¡No es posible —dejaba Ellaescapar a veces después de su trance—sufrir más de lo que sufro! ¡Tres cuartosde hora viéndolo en la platea…! ¡Y yo,aquí…!

Insensiblemente, todos habíamosolvidado nuestros paseos a la luz de laluna y nuestros cuchicheos sin calor,para no contemplar sino aquel tormento.Presentíamos de un modo oscuro queElla no podría resistir las torturas quecon una crueldad sin ejemplo proseguíainfligiéndole su vida trunca.

¡Morir de nuevo! ¿Pero nunca, nuncadebía hallar descanso quien lo buscórendida más allá de la existencia,

comprando con puñados de arsénico laparálisis de su amor?

—¡Oh, morir! —decía ella misma,oprimiéndose la cara entre las manos—.¡Y no verlo, no verlo más!

Pero del otro lado de la pantalla,Dougald Mac Namara no apartaba susojos de Ella.

Una noche, a la hora triste, mientrasElla yacía inmóvil en el diván,semioculta por cuantos plaids habíamospodido echar sobre su cuerpo, la jovenapartó de pronto las manos de sus ojos.

—No está… —dijo lentamente—.Hoy no ha venido…

La proyección de la cinta

continuaba, pero la actriz no parecía yasufrir la pasión de sus personajes. Todose había desvanecido en la nada inerte,dejando en compensación un sendero delívida y tremenda angustia, que ibadesde una butaca vacía hasta un divánespectral.

Ni a la noche siguiente, ni a la otra,ni a las que le sucedieron por un mes,Dougald Mac Namara volvió.

¿Debo advertir que desde mediahora antes de la exhibición en todas esasnoches, nuestros labios permanecieronmudos, y que desde el primer chirridodel film, nuestros ojos no abandonaban ala enferma?

También Ella esperaba —¡y de quémodo!— el comienzo de la proyección.Durante un largo rato —el tiempo debuscarlo en la sala—, su rostroadelgazado por el suicidio lucía hasta lofantástico de ansiosa esperanza. Ycuando sus ojos se cerraban por fin —¡Mac Namara no había ido!—, elaplastamiento agónico de sus rasgossólo era comparable al delirio anterior.

Nuevas noches se sucedieron, envano. La butaca del Monopole proseguíadesierta.

En un austero hogar de cualquieralameda, un hombre de principiosrígidos debía de velar el sueño de su

casta esposa y su puro infante. Cuandose ha resistido a una cálida boca queimplora ser besada, se resiste muy biena una danzante ilusión de celuloide.Después de un instante de flaqueza, MacNamara no retornaría más al Monopole.

Tal lo creíamos. Ella no expresabaya sus deseos de morir; se moría.

Una noche, por fin, al breve rato deiniciarse la proyección, y mientrasnosotros no perdíamos de vista susemblante, sus manos de muerta searrancaron bruscamente de los ojos.

Súbitamente su rostro se iluminó defelicidad hasta ese radiante esplendor deque sólo la vida posee el secreto, y

tendiendo los brazos adelante lanzó ungrito. ¡Pero qué grito, oh, Dios!

—Lo ha visto… —nos dijimosnosotros—. ¡Ha vuelto al Monopole!

Era más. Allá, en un lugar cualquieradel mundo, el puritano de rígidosprincipios acababa de pegarse un tiro.

Hay algo, pues, superior a la Muerte y alDeber. A dos pasos de nosotros, ahora,los amantes están estrechados. Nunca sesepararán. Él sofocó su amor impuro,fue vencido temporalmente cuando iba aesconderse en una butaca, y regresó porfin triunfal a su hogar austero. Ahora

está a su lado, en el diván.Ella sonríe de dicha casi carnal,

pura como su muerte. Nada debe ya aldestino y descansa feliz. Su vida estácumplida.

Su ausencia

Con este mismo paso que hasta hace uninstante me llevaba a la oficina, con lamisma ropa y las mismas ideas, cambiobruscamente de rumbo y voy a casarme.

Son las tres de la tarde de un día deverano. A esta hora, a pleno sol, voy asorprender a mi novia y a casarme conella. ¿Cómo explicar esta inesperada yterrible urgencia?

Mil veces me he hecho una preguntaque constituye un oscuro punto en mialma; mil veces me he torturado elcerebro tratando de aclarar esto: ¿por

qué me fijé en la que es actualmente minovia, le hice el amor y me comprometícon ella? ¿Qué súbito impulso me llevacon este paso a pleno sol, el 24 defebrero de 1921, a casarme fatal yurgentemente con una mujer que no haoído de mis labios ofrecerle la másremota fecha de matrimonio?

¡Mi novia! No he tenido jamásalucinaciones por ella, ni sufrí nuncailusión a su respecto. No hay en elmundo persona que pueda enamorarsede ella, fuera de mí. Es cuanto hay defeo, áspero y flaco en esta vida. En elcine puede verse alguna vez a unaesquelética mujer de pelo estirado y

nariz de arpía que repite el tipo de minovia. No hay dos mujeres como ella enel mundo. Y a esta mujer he elegidoentre todas para hacer de ella mi esposa.

Pero ¿por qué? Todo lo anormal,monstruoso mismo de esta elección, nosaltó nunca a enrojecerme el rostro devergüenza. La miré sin mirar lo queveía; la seguí como un hombre dormidoque camina con los ojos abiertos; le hiceel amor como un sonámbulo, y como unsonámbulo voy a casarme con ella.

Pero ahora mismo, mientras veo elabismo en que mi vida se precipita, ¿porqué no me detengo?

No puedo. Tengo la sensación de que

voy, de que debo ir a toda costa, como sifuera arrastrado por una soga. Soydueño de todas mis facultades, siento yrazono normalmente; pero todo estodetrás de una enorme, vaga e indiferentevoluntad que rige mi alma.

Conforme me acerco a casa de ellaveo como en sueños, lejanísima en elespacio y el tiempo, diminuta yperfectamente perceptible, la silueta deun hombre que se me parece y caminabajo el ardiente sol. Alcanzo a ver, porbajo la ropa, el alma desesperada de esehombre. Va a casarse contra su voluntadcon un monstruo. A sus ojos y a su bocamisma suben la repugnancia y el horror

de lo que va a hacer. La vida entera —¡ya la va a perder!— daría ese hombrepor detenerse. Toda la rebelión de unalma encadenada pugna por sujetar esavida que se encamina al desastre. Nohace falta sino un poco de voluntad, unpequeñísimo esfuerzo de voluntad, y sesalva…

… Y camino siempre bajo el sol,viendo como un sonámbulo la diminutasilueta del hombre desesperado que seme parece…

Y miro con inmensa sorpresa: un lago,montañas negras y un crepúsculo helado.

¿Estoy loco?Un lago coloreado por el

crepúsculo, allá abajo, a miles demetros bajo mis pies. Altas montañascomo recortadas en tinta china, contra elcielo frío. Y en todo el ámbito no hayotro ser que yo ante el silencio.

¿Pero cómo pasa esto? ¿Quéfantástico sortilegio me ha transportadoen un segundo aquí? Porque hace apenasun segundo yo iba a casarme con unmonstruo. (Y esta calma del lago…) Nohace un instante eran… ¡son las tres dela tarde! (Y este crepúsculo helado…)¡Y allí mismo está la verja de la casamaldita! (Y esta soledad salvaje que me

oprime como un témpano…)Reflexionemos. Puede un hombre

admitir en broma una intervenciónfantástica. Puede preguntarse comoacabo de hacerlo yo: ¿qué sortilegio meha traído hasta aquí? ¿Qué hada o genioha efectuado este milagro? Un hombreque camina al sol por una calle deBuenos Aires está perfectamente librede que un genio lo transporte en un abriry cerrar de ojos a un desierto.

Muy bien: mas todos mis sentidos alvivo me dicen que estoy viendo caer lanoche en un abismo… ¡Y lo que yo hago,en verdad, es encaminarme a la casa deun monstruo! Tengo inmediata, tocándola

casi, la sensación de mi cuerpo al cruzarla calle, la visión de los adoquinesdeslumbrantes, la percepción de unrazonamiento comenzado que acabo eneste instante de concluir… ¡Y estepaisaje, entonces…!

Bajo los ojos a mi ropa y unescalofrío me recorre la médula: estoyvestido de invierno…

Recorro los bolsillos: ¡nada de loque poseo me pertenece…!

¡Ah, por fin! Las tarjetas son mías:Julio Roldán Berger. ¿Pero estetelegrama…? Hoy no lo tenía… Lo abrotemblando y leo:

«Encantada con las flores. Te

esperamos sin falta el 3. Papáno podrá asistir casamiento.Ven sin falta. Tuya Nora».

¡De Nora! ¡Del monstruo! Miro ellago fúnebre y un segundo suspiro dilatami alma: ¡con que no me he casado! ¡Soylibre siempre! ¡Dios del cielo! ¿Quéfuerza misteriosa me ha protegido alarrancarme de golpe de los brazosmalditos que me iban a ahogar?

¿Protegido? ¿Pero qué soy yomismo? ¿Por qué estoy aquí? ¿Hemuerto tal vez bajo un auto al cruzar lacalle, y este paisaje no es del mundodonde nací?

¡Pero no! Oigo por fin algo, un

ruido. Es una bocina de auto. Yvolviendo la cabeza, veo a un chofer quese encamina hacia mí y me dice:

—Creí que se había perdido, señorBerger… El hotel ha encendido ya losfaros, y tendremos neblina.

Me quedo mirando al chofer:¿Perdido…? ¿Hotel…?

No he muerto, pues. Estoy vivo, soyhuésped de un hotel de montaña, dondealmuerzo, hablo, tengo relaciones, metraslado de un lugar a otro, todo enperfecta regla, como me lo prueba ladeferencia, un poco excesiva tal vez, delchofer. Solamente…

No tengo la menor idea de qué hotel

puede ser ése, ni de qué personasconozco, ni de qué hago, ni de nada.Estoy muerto, real y efectivamente. Yaunque muerto, sigo tambaleando alchofer, pretextando desde ya una caídapara excusar mi confusión de ideas y lasmil y una planchas que con seguridadvoy a cometer.

Con un pañuelo atado a la frente(pretexto: me caí anoche en un barrancoy he perdido momentáneamente lamemoria), pasé anoche de largo por elhall del hotel y me encerré en mi cuarto,conducido por la camarera que no

concluía de compadecer al señorBerger, que con el golpe había perdidohasta el recuerdo de su pieza…

Pasé la noche en vela, másconfundido que los hombres de Babel.No quiero ver a un médico: paraescándalos, hay ya bastante con loshabituales. Pero en la estación, adondefui esta mañana a informarme delhorario de trenes, tuve la primerasorpresa del día.

Mientras hablaba con el empleado,alcancé a ver por la ventanilla el grancalendario de papel.

—Andan adelantados aquí —le dijeseñalando el almanaque.

—¿Qué cosa? —inquirió el hombre.—El calendario.—¿Qué tiene el calendario?—Nada… sino que está un poco

avanzado.—¿Avanzado? 1927.—No, 1921.El hombre, dudando al fin de sí

mismo, echa una rápida ojeada atrás.—Ya ve —me dijo volviéndose a

sus números—. 1927.—No, 21 —repetí yo.—Bien; ¡déjeme en paz, señor! —

concluyó el empleado mirándome—. Sino está satisfecho del almanaque, ahítiene el libro de quejas.

Yo miré entonces el calendario y alhombre tres veces, y salí despacio alandén.

¡1927! ¡2 de abril de 1927! ¡Y elúltimo recuerdo que yo tenía databa deayer, el 24 de febrero de 1921!

Con muchísimo menos que esto unhombre puede volverse loco. ¡Loco,loco! Esta palabra danza como un aro defuego ante mi tiniebla mental. ¿Cuándolo estuve? ¿Lo estoy ahora?

¡Pero no! Todo aquí me dice locontrario… Y aun noto, como notéanoche en el chofer, una deferencia a mi

respecto que raya en la admiración. Sise exceptúa al boletero de estamañana…

Esta noche sale el tren. Dentro dedía y medio estaré en Buenos Aires… sies que Buenos Aires existe todavía.

Si alguna duda me quedaba en el hotel,al llegar aquí a Buenos Aires he sentido,en todo, la vejez del mundo. Hantranscurrido dos mil ciento noventa ytantos días de luchas, pasiones y agoníasde las que no tengo ninguna idea. No heestado enfermo durante ese tiempo. Niinconsciente, ni cataléptico. Mi cuerpo

ha vivido, e igualmente mi alma. Peronada sé de lo que he pensado y hecho enesos seis años. Mi yo, que conozco yhabla en este momento, está adherido auna calle asoleada, desde el 24 defebrero de 1921.

En este estado de ánimo he voladoesta mañana a casa de mi médico. Si yoesperaba que al verme se echara atrásde sorpresa, no pasó así. Se alegrósimplemente de que hubiera llegadobien, pues me esperaba hoy. Y memiraba como si yo no volviera enrealidad de un viaje mortuorio de seisaños.

Había llegado el momento de

comprender.—¿Entonces, me esperaba? —le dije

con pausa, mirándolo en las pupilas.—¡Claro! Su telegrama era bien

explícito —me respondió.—¡Ah! ¿Y era mío?—Supongo que sí.—¿Julio Roldán Berger?—¡Vamos…!—¡No, no! —le dije—. El caso es

más serio de lo que usted cree.Respóndame tal cual le pregunto, comosi yo no lo supiera. ¿Qué tiempo haceque usted no me ve?

—Muy bien: quince días.—¿Por qué?

—Porque estaba en el lago Negro.—¿En la cordillera?—Claro. Y ahora permítame…—No, no me pregunte nada todavía.

¡Por favor, Campillo! Míreme bien yrespóndame con entera franqueza: enestos seis años últimos, ¿notó usted algode anormal en mí?

—Nada.—¿Nada?—¡No, nada! ¡Nada! ¿Cuántas veces

quiere que se lo repita? ¡Vamos, Berger!—Todavía un poco más. ¿Y no

estuve enfermo… de gravedad algunavez?

—No.

—Y… ¿no estuve… loco?Aquí la expresión del médico

cambió.—Pierda cuidado, no estoy loco

ahora —le dije—. Míreme más todavíay verá… ¿Pero antes? ¡Campillo,amigo…!

Mas el alienista no parecía yafastidiado por mi interrogatorio idiota.Me hizo sentar a su frente y me dijo concalma:

—No le pregunto nada; cuéntemeusted lo que quiera.

—¡Muy bien! Así nos entenderemos.Y comienzo. ¿Sabe usted cuál es elúltimo recuerdo que tengo de mis

pensamientos, de mis actos, de mi vida,en fin? De anteayer.

—Algún golpe…—No me he golpeado en parte

alguna. ¿Sabe cuándo es anteayer paramí?

—No.—El 24 de febrero de 1921. Tal es

el caso.Campillo echó el cuerpo atrás para

mirarme mejor, y yo me levanté con lasmanos en los bolsillos.

—Tal como lo oye —concluífríamente—. Anteayer, cuando cruzabala calle e iba a pisar la vía, me encontréen la cordillera con un lago violeta a

mis pies y un crepúsculo lleno de frío,dando fin en ese instante a la mismareflexión que había comenzado unsegundo antes al pisar la vía. Y pareceque han pasado seis años de un instantea otro. ¿Cómo? Es lo que yo deseo queme explique.

Y la explicación me llegó por fin, enpos de un sinnúmero de preguntasinsidiosas del médico. He aquí, pues, loque ha pasado.

Yo pertenezco a una familia denerviosos, donde han prosperadoalgunos histéricos y hasta alguna abuelaepiléptica. Personalmente no he tenidonunca desarreglos nerviosos ni mentales,

si se exceptúa acaso el estado afectivoanormal de que he dado cuenta, aprincipios de 1921.

Mas he aquí que bruscamentedespierta en mí la epilepsia de miabuela, la cual, si me esquiva crisis yataques dramáticos, me sumerge degolpe en una ausencia, justo y cabal enel momento en que atravesaba la calleasoleada. Bajo la influencia de esteestado epiléptico que el atacado nopercibe en lo más mínimo, la vidaprosigue como siempre. Sólo que alcabo de un día, un mes, un año, elhombre despierta de pronto. Se halla enun lugar que ignora, ni sabe por qué está

allí, ni conoce a nadie, ni conserva unsolo recuerdo de lo que ha hecho desdeel momento en que ha caído sobre él lafuga epiléptica. Su último recuerdo datadesde aquel instante; de lo demás:triunfos o tragedias de su propia vida,nada sabe. Es decir, que durante esosmeses o esos años el hombre ha estadomuerto. Ha vivido, amado, aullado dedolor, o delirado de alegría, peromuerto. Otro hombre ha proseguidoviviendo en su nombre, en su cuerpo yen su alma; pero él mismo ha quedadodetenido, suspenso al borde de la víaque iba a pisar… para despertar seisaños después, asombrado e idiota ante

su absurdo existir.—Tal es su caso —concluyó el

alienista—. Y no se queje mucho,porque hay epilépticos que arrancan acaminar un día, y no paran hasta llegaral Polo. Otros van derecho al mar o através de un incendio. Usted ha sido delos afortunados.

—Desde su cínico punto de vista, talvez —respondí con una sacudida dehombros, yendo a apoyar la frente en losvidrios de la ventana.

Pero mi amigo había bajado ya de sutarima científica.

—¡Vamos, Berger! Me doy cuenta desobra de lo que le pasa… Lo quiero

demasiado para emplear mi amistad enburlarme de usted. ¿Qué piensahacer…?

—¡Pero es precisamente lo que lepregunto! —me volví malhumorado—.¿Qué hago yo ahora? ¿Qué hacía yo en ellago Negro? ¿Qué he hecho en esos seisaños? ¿A quién pedir cuenta de mi vidaen ese tiempo, y qué cuenta debo dar demis acciones? ¡No se imagina usted, contodas sus definiciones, lo que es ignorarla actuación de la propia vida de unodurante seis años! Sólo sé que hice unacosa… ¡la única que no debía haberhecho!

Y agregué, sonriendo casi de lúgubre

dicha:—¡Qué pesadilla amigo! Usted no lo

supo entonces, porque estaba enEuropa… Yo iba a casarme. Ahoracomprendo que ya mi epilepsia habíacomenzado cuando miré a aquella mujer,cuando la seguí y le puse el anillo en eldedo, como un sonámbulo… En losúltimos momentos me di cuenta de loque iba a hacer, cuando cruzaba la callebajo el sol de fuego… Y vi entonces ellago. Pero tenía un telegrama de ella, enque me hablaba siempre de matrimonio.¿Cómo mi segunda alma ha proseguidoadherida a tal monstruo, mientras laprimera quedaba en suspenso sobre la

vía? ¿Cómo no he…?—¡Un momento! —me interrumpió

mi amigo, que desde hacía un instanteme miraba con extrañeza—. ¿Cómo sellamaba esa que usted denominamonstruo?

—Nora. Tengo todavía el telegrama.Y mientras Campillo leía:—¡Y pensar —repetía yo dichoso—

que si no me quedo plantado en la vía,mañana estaría casado!

—Y lo estará —me dijo tranquilo elmédico, devolviéndome el papel—.Mañana se casa usted.

—¿Con Nora…? ¡Bah! Es ustedahora el que está loco.

—No estoy loco. Mañana se casausted, pero con Nora… Strindberg.

Tableau de nuevo. Uno y otroquedamos inmóviles mirándonos.

—Tal como le digo —rompió por finCampillo con una sonrisa—. Esetelegrama no es del… monstruo, sino desu novia actual, Nora Strindberg. Haceun año que tienen ustedes amores.Debían haberse casado hace quincedías, pero usted fue llamadourgentemente de la cordillera porasuntos particulares. El casamiento seaplazó hasta mañana, 5 de abril. Desdeallá usted le envió últimamente un cestode magníficas orquídeas, pues debo

advertirle que está usted perdidamenteenamorado. Nora le contestó con estetelegrama en que se refiere a la ausenciade su padre. Todo está perfectamentedispuesto para el matrimonio, mañana alas tres. Y si yo le doy esta suma dedetalles, es porque durante los seis añosde su ausencia epiléptica, hemosintimado mucho más de lo que ustedsupone, y ahora soy testigo de su boda.Tal es el caso.

Yo no lo oía más, desesperado. ¡OtraNora! ¿Pero es que mi destino no eraotro entonces que planear matrimoniosabsurdos e idiotizarme al cruzar lasvías? ¿No había purgado con seis años

de epilepsia la abyección de mi alma alenamorarme de la primera Nora, cuandoeste segundo monstruo venía a llenar elhueco miserable de mi nuevo corazón?

—¡No, y mil veces no! —me levantéde nuevo—. Me basta con una Nora; noquiero otra. ¡Si usted la hubiera visto!¡Jamás vio usted mujer más horrible, ledigo! Y esta otra debe ser…

—¡Otro momento! No hable todavía—saltó Campillo—. Tengo un retrato deella, porque somos también muyamigos… Aquí lo tiene, mire.

Tomé la fotografía a distancia,receloso, pero apenas bajé los ojostorné a alzarnos muy abiertos.

—Ésta es… —murmuré.—Nora Strindberg. Puede mirarla.

Vaya a la ventana y la verá mejor.Fui a la ventana y aparté el visillo.

Durante un largo rato contemplé aquelrostro que temblaba y sonreía entre mismanos y que parecía entrecerrar cadavez más los ojos al mirarme.

Campillo fumaba sin perderme devista, y yo proseguía inmóvil y mudo,como un pobre diablo ante el cual seabren las puertas del Paraíso, y no seatreve a entrar.

—Ésa es Nora Strindberg —dijo porfin Campillo con vaga sorna—. ¿Quétal?

—Bellísima —murmuré—. No hevisto nunca mujer con esta ingenuidad ypasión de mirada…

—Muy bien: ingenuidad y pasión. ¿Yel resto? ¿Corte de cara, nariz, boca?

—Únicos en mujer nacida de loshombres… Pero la expresión, sobretodo. ¿Qué edad tiene?

—Diecinueve años. No es vieja.Yo no oía más. Una cosa absurda,

imposible de ser, se cernía sobre mí enforma de pregunta.

—¿Y esta persona… —me arriesguéal fin sin apartar los ojos del retrato—está enamorada de mí?

—Mucho. Loca por usted, es la

palabra. Mírela más todavía… Mañanaa estas horas será ya su mujer.

No vale la pena recordar las milansiosas preguntas que hice al respectoa mi amigo. Con cada respuesta iba yonaturalmente de asombro en asombro.Hasta que éste rebasó del vaso cuandoexclamé por fin, como todo hombre quese excusa ante una dicha no merecida:

—¿Pero qué hice yo, pobre diablode ingeniero, para merecer el amor deesta criatura?

—Supongo que por usted mismo, enparte —repuso Campillo—. La otraparte se la debe a una circunstancia queaún ignora. ¿No me dijo usted que había

notado una obsequiosidad y un respetomuy grande a su respecto?

—Así es —contesté recordando denuevo el aire misterioso con que meobservaban en el hotel y aquí mismo enBuenos Aires y que yo atribuí a algúnestigma de locura e idiotez impreso enmi semblante.

—Pues bien —prosiguió el alienistayendo a tomar un libro de la biblioteca ytendiéndomelo—. El otro motivo desimpatía de Nora hacia usted es estelibro. Lea el título.

Y leí: El cielo abierto, por JulioRoldán Berger.

—¿Y esto? —murmuré, presa de

estupor.—Es un libro suyo. Vea la fecha:

1924.—¿Pero de qué trata?Mi amigo no pudo menos de

sonreírse al oír esta pregunta de labiosdel propio autor estupefacto.

—No cabe su contenido en ningunadefinición. Supóngase algo comofilosofía de la humanidad… Ensayos defilosofía emersoniana,maeterlinckiana… ¡qué sé yo! Lo ciertoes que su obra es simplemente genial.¿Lo oye, amigo? De un hombre de genio.Lástima que usted no recuerde nada,para darse cuenta de la resonancia que

tuvo su libro.—¡Pero yo no puedo haber escrito

esto! —exclamé en el colmo de lainquietud—. ¡Yo no entiendo unapalabra de escribir! ¡Y filosofía, tanluego!

—Y así es, sin embargo. Hay en sulibro —le cuento lo que dicen los asesdel género en el mundo entero— unavisión inesperada de la Vida, así comosuena, con mayúscula. Usted ha visto loque jamás vio nadie en el mundo de losvivos sobre el destino de la humanidad,sobre la razón de sus terrores y de susmíseras ansias de serenidad. Sigohablándole como la crítica. En Europa y

Estados Unidos no se quiso creer alprincipio que esa formidable eclosiónde pensamiento hubiera tenido lugar enla cabeza de un argentino, un southamericano… Debieron convencerse a lalarga, y aquí se encuentra ustedconvertido, desde hace dos años, en elmás célebre escritor de estos tiempos.Éste es el motivo por el cual las genteslo miran con asombro de tener a su ladoy ver pasar a un hombre de su tallaintelectual.

¿Qué responder a esto? Yo tenía en mimano, como ascuas, una obra profunda,

trascendental, única en el mundo, que yohabía meditado, planeado y resuelto alfin en un libro de 300 páginas. Y yoignoraba totalmente lo que decía eselibro.

Debo advertir aquí, para que seamás comprensible mi absurda situación,que yo jamás me he preocupado deldestino de la humanidad ni de cosassemejantes. He trabajado toda mi vidapara salir adelante, y nunca vi en loshombres otra cosa que compañeros; delucha, más o menos enérgicos, más omenos incapaces, pero prontos todospara abrir los codos si yo no lograbaadelantar bien el pecho. Me he hecho un

hombre libre sin la ayuda de nadie, y sino soy un intelectual en el sentido que seda a esta palabra, me he roto el alma enel cálculo de los diques del norte.Conozco también el valor del almahumana cuando se la somete a rudaspruebas. Sé lo que es el hambre mientrasse estudia, y el hambre cuando se tienepor delante un día y una noche enterosun pilar en construcción que amenazaceder bajo una avenida de aguaimprevista. Conozco más que algunos laenergía que cabe en el solo corazón deun hombre cuando se debe a laresponsabilidad de una vasta obra. Peronunca se me ha ocurrido escribir sobre

esto ni sobre el destino de la vida. Vistoesto, pues, ¿de dónde he podido yo sacarmi libro?

—De sí mismo —me dice elalienista—. No olvide que usted esepiléptico. Los epilépticos no tienenforzosamente genio, pero abundan losgenios que lo han sido. Es el malsagrado. En los epilépticos de genio lafunción normal de sus cerebros espensar genialmente, a modo de las ostrascuya enfermedad genial es producirperlas. Usted ha necesitado entrar enausencia para que su cerebro se«enferme» y escriba ese libro. Es bienclaro. Mas algo me parecía oscuro

siempre.—¿Y Nora? —pregunté—. ¿Le gusta

mucho mi libro?—¿Su novia? Ya se lo dije. Su

filosofía ha entrado de por mucho en elamor que le tiene. ¡Figúrese! Usted es sugrande hombre.

Yo tomé de nuevo el retrato y denuevo fui con él a la ventana. Ante aqueldivino tesoro que por dichoso vuelcodel destino debía pertenecerme al díasiguiente, medité un largo rato… Y toméuna resolución.

—Aquí está su fotografía —dije aCampillo devolviéndoselo—. No mecaso.

—¿Eh…?—No me caso.—¡Pero usted está loco! ¿Cree que

ella no lo merece a usted? ¡No faltabasino…!

—No diga idiotadas, Campillo…No me caso, porque no debo casarme.No es a mí a quien quiere; es al autor deeso… —señalé el libro por encima delhombro.

—¡Pero es usted mismo, qué diablo!Con ausencia o sin ella —y eso losabemos únicamente los dos—, usted hapensado y escrito Cielo abierto.

—No he sido yo; también losabemos los dos.

—¡Y dale…! Si un músico sienteuna melodía en sueños y al despertarsecorre a escribirla, ¿cree que por esodeja de ser de él? ¡Vamos, Berger! Tomela felicidad que se le ofrece, porque deotro modo será el último de losimbéciles… y de los criminales. ¿Quéderecho tiene usted a rechazar el amorde una chica como Nora? ¿Su malditolibro? ¿Quién le dice que un día de éstosno se pone usted a filosofar comoentonces y escribe otro libro, mejoraún? ¿No tiene usted siempre su cabeza?¿La tiene o no…? ¿Y entonces? Cieloabierto necesitó de una sacudida mentalcomo su ausencia para nacer. ¿Por qué

la sacudida emocional de poseer a Norano había de exaltarlo de nuevo? ¿Quésabe usted de las cuarenta milseducciones que un hombre de sucarácter tiene para una chica comoNora? ¿Se cree usted incapaz ahora, talcomo es, de hacerse amar de una mujer?

—Según. Yo me he roto el almatrabajando siempre…

—¿Y porque usted se haya roto elalma, cree que Nora no puede quererlopor usted mismo, sin que intervenga sulibro? ¡Bah! Usted podrá pasar dos díassin comer, viendo bailar sus diques bajola inundación; pero no tiene idea de loque es una pollera, y de cuán poco basta

en un hombre a veces para enloquecer aquien la lleva. ¿Qué dice?

—No digo nada…—Así me gusta. Y ahora, a estudiar

el plan de campaña, porque en el estadoen que está usted…

—¡Precisamente! De esto quiero quehablemos. ¿Qué he hecho yo en estosseis años? ¿Qué compromisos hecontraído?

—No lo creo. Un hombre es siemprelo que es, aun bajo el alcohol.

—Pero yo he estado bajo laepilepsia, lo que es mucho peor.

—Pero no en usted. En usted ha sidoapenas larvada, digámoslo así. Usted se

detuvo en la calle y dio paso a otrohombre que era usted mismo, aunque condistinta manifestación. El ingeniero decabeza sólida y breeches embarradosquedó inmóvil, mudo y blanco, suspensoseis años sobre la vía. El que loreemplazó fue un intelectual, un escritorde extraordinaria visión, que cumplidosu destino con ese relámpago de genio,se hundió en la niebla de la ausenciapara dar otra vez paso al primerocupante. Pero uno y otro eran ustedmismo. En estos seis años transcurridoshe sido lo bastante amigo suyo paraestar seguro de que no hay tal infamia enningún recodo de su vida íntima. Un

hombre de corazón limpio a los ojos deun amigo, no lo ensucia enmezquindades ocultas. Hombre deacción o de pensamiento, usted ha sidosiempre Roldán Berger. Si esto es lo quele faltaba para decidirse, ya estásatisfecho.

»Y ahora, en lo que respecta a Nora,hay otras razones que usted no apreciabien. ¿Cómo cree usted posible quesalgamos a proclamar a tambor batienteeste extraordinario caso de epilepsia enque usted ha dejado de ser usted duranteseis años, y que estaba muerto aunqueescribiera libros? ¿Quién lo creería, yqué ganaríamos con este escándalo

barato? Guardemos, pues, naturalmentereserva sobre un caso que a lo másinteresa a los clínicos. Pero, ahora: ¿quérazones va a encontrar usted pararomper su compromiso con Nora, un díaantes del matrimonio? Usted ha sidopara con ella el amante más tierno. Ellalo adora —por idiota que sea laexpresión—, y la familia tiene debilidadmuy grande por usted. El mundo —comodicen en vida social— ha acogido congran simpatía el compromiso de ustedes.Ambos jóvenes, enamorados, libres ensus tête-à-tête, con la libertad que lesdan, a usted su nombre, y a ella suorigen escandinavo. Y ahora, amigo:

¿con qué pretexto rompe usted el díaantes de casarse?

Muy larga pausa, durante la cualveía a Campillo que me mirabaesperando respuesta.

—¡Bien! —dijo al fin—. Ya ve queno es fácil hacerlo. Escuche esto alfinal. Nora vale, como corazón generosoy entusiasta, lo que usted ni sospechasiquiera. No le hablo de su físico; ya havisto que por una cara, unos ojos y uncuerpo como el suyo, puede morir unhombre por conquistarlos. No volveráusted, en la vida de Dios, a hallar a sualcance una criatura igual a ésa. Que unade las tantas chicas monas que andan por

ahí lo quisiera a usted un poco, leparecería ya bastante felicidad. Y NoraStrindberg lo quiere con locura, y no haypara ella mayor dicha que llegar a sersuya. He concluido.

Junto con su seductor alegatoconcluían también mis últimosescrúpulos. ¿Cómo desechar un cieloabierto (mucho más que el que yo habíaescrito), para entrar en el cual no se nospide más que un poco de olvido?

Olvidar, recordar… Recordar quetras mi esplendor intelectual de un día,había en mí un corazón como el de otrocualquiera, que ya había latido junto alseno de Nora…

—Tal como usted pinta las cosas —asentí por fin— me olvido de todo…Pero una sola cosa, para concluir: ¿quéurgencia hay de que nos casemosmañana mismo? ¿Por qué no esperar untiempo, hasta que…?

—¿Hasta que qué? ¿Qué ganaríausted esperando? ¿Enamorarse máshasta querer matarme porque no lo dejécasarse antes? Y luego los aprontes,Berger. Todo perfectamente listo paramañana, y desde hace meses. Y eldisgustito… No se juega con las fechasde matrimonio, amigo… Sobre todocuando es Nora quien se casa, y estádesesperada por estas veintidós horas

que le quedan de soltera… es decir, sinser de usted.

Sólo veintidós horas… Me rendí.No escapa a nadie que mi situación

requería mil precauciones. Primero quetodo, debía ponerme al corriente delestado de mi casa (desde la estaciónhabía volado directamente a ver aCampillo); de mis nuevas relaciones, demi ambiente social de ahora, sin contarel punto más escabroso, que loconstituían Nora y su familia.

Con Campillo lo arreglamos todo endos horas de trabajo. El pretexto delgolpe sufrido para excusar midesconocimiento total de todo,

continuaba siendo el mejor. En unoscuantos días, atisbando detrás de misojos vagos, yo tomaría las líneasgenerales de mi nueva vida; y comotenía siempre a la mano el pretexto de laamnesia, no había pregunta, pordisparatada que fuera, que yo no pudierahacer.

Por lo que respecta a Nora, lo másprudente era hacerle saber enseguida micontraste. Vendría corriendo a verme, yola esperaría tendido en el diván, con unabuena toalla en la frente. Campillo nodebía permitirme hablar hasta pasado unrato para que tuviera tiempo deorientarme, especialmente con las

personas que Nora podía arrastrar conella. Concluidos, pues, los últimostoques de la escena, el telegrama deCampillo partió, mientras aquél meenteraba de lo que había pasado durantemi ausencia.

En cuanto mi amigo puede saber, el 24de febrero de 1921 no se notó, ni notónadie, en mí cosa alguna anormal, nitampoco en los días que siguieron.Posiblemente dejé de visitar a lahorrible mujer con quien me habíacomprometido. Posiblemente tambiénme escribió una y mil cartas, hasta que

me tendió un lazo para que fuera a verla.No es tampoco difícil que yo haya ido, yque después de oír las violentasrecriminaciones de la furia, como quienoye llover, haya tirado el anillo a unrincón, y que yo haya salido con laespalda caliente de maldiciones. Tal vezhice yo todo esto, pero no me acuerdode nada.

Desde principios del 21 a fines del23 proseguí mi vida de siempre, sin unsolo acto que se apartara de mi norma.Campillo recibió una carta mía del 21,fechada en Neuquén, y no notó el menorcambio en mis ideas o mi sensibilidad.Volví a menudo al Neuquén llevado por

mis trabajos, y en mis estadas aquí enBuenos Aires, reanudé viva amistad conCampillo, que ya estaba de regreso.Pero tampoco me acuerdo de esto.

Parece que fue a principios de 1924cuando se me ocurrió la idea de escribir.Huí de nuevo al sur, pero esta vez sintrabajo alguno, y regresé en diciembredel mismo año con los originales deCielo abierto. Le pasé el manuscrito aCampillo, pero él no quiso leerlo, porestar convencido de que, después de losescritores de profesión, son losingenieros y los médicos quienesescriben peor.

Publiqué el libro, y su éxito dejó

atónito a Campillo. Los colegas de aquícallaron un tiempo; pero cuando del otrohemisferio comenzaron a llegarimpresiones sobre mi libro, y a decir demí lo que no se ha dicho de nadie desdelos tiempos de Kant, el país enteroquedó estupefacto. Cuanto hay en laespecie humana de angustia y esperanza,yo lo había expresado en Cielo abierto.Puede ser, muy bien; pero yo no sé deello una palabra.

Mi triunfo fue definitivo. En nuestromundo intelectual se me hizo un lugarúnico, y sin volver yo a acordarme dediques, viaductos y mamposterías, entréde lleno en una actividad intelectual que

no debía abandonar más. Así al menoslo creían todos, y yo el primero. Tuveque descender a dar conferencias, paraque de este modo llegara a las damasalgo de lo que en la lectura de Cieloabierto se les escapaba en total.

Al final de una de esas disertacionessubió hasta mí la familia entera de unacaudalado financista extranjero,radicada en América desde muchotiempo atrás, que quería tener el honorde ver de cerca al autor de tal libro.Quien había arrastrado en verdad a lafamilia era su hija única. Campillo medice que el entusiasmo de la joven pormi filosofía subía a sus ojos y latía en su

pecho mientras me hablaba. Mutuassimpatías me llevaban días después a sucasa, y de este modo conocí a NoraStrindberg. El resto: visitas asiduas,encuentros más asiduos aún, amor ydemás, todo esto no se diferenció en lomás mínimo de lo habitual.

Y ahora la espero.

… Hace apenas un instante que se haido. Tengo todo lo que tenía hace unahora… ¡Y además una vida de felicidadignorada, todo un año de amordesconocido, reconquistado en un solobeso!

… Siento su voz voluntariosa en elhall, arrollando al portero. Oigo suspreguntas ansiosas al médico, que envano quiere detenerla al paso. La sientoal fin sobre mí, y siento aún la frescurade sus manos en mis sienes, y el beso desu boca que me sacudió como una pila.

—¡Querido mío! ¡Julio!¡Contéstame! ¡Campillo, dígale que memire…! ¡Julio! ¡Mi amor!

Yo no debía permanecer sino elprimer instante con los ojos cerrados. Ylos abrí, cuando tenía a cuatro dedos delos míos los ojos anegados en angustiade una mujer a quien veía por primeravez, y que en ese mismo momento se

extraviaban de pasión y felicidad alverme sonreír.

—¡Querido mío! ¡Ya pasó! ¿Quétienes? ¿Un golpe…? ¡Y Campillo queno me decía nada! No es nada, ¿verdad?¡Dime, Julio!

—Sí, de un golpe, Nora… Pero noes nada. Dentro de un rato estaré bien.

Y en voz más baja y lenta:—¡Cuántas ganas tenía de verte…!—¡Y yo a ti!—Nora mía…Como ustedes ven, yo me portaba

pasablemente. Pero tras mis palabrascálidas yo analizaba fríamente aquelrostro desconocido, cuya mejilla

abrasada había tenido, sin embargo, milveces contra la mía.

—¿Pensaste mucho allá en tu Nora?¡No, no levantes la voz! Dime bajito.

—Sí, mi vida… (Tiene las pestañasmás densas de lo que parece en elretrato…)

—Y yo también. ¿Recibiste a tiempoel telegrama? ¡Pobre querido, qué golpe!

—Me caí… ¡Hacía tanto que no teveía…! (Debe quedar divina con lassienes más descubiertas…)

—Ahora sí, querido mío. ¡Juntospara siempre! ¡Toda tuya, siempre!Campillo, mamá: no miren. Otro beso,ligero, el último. ¿No te hará daño?

—Probemos… (Y si su boca es elParaíso entreabierto, la humedad de suslabios y su seda interior…)

… Yo estaba mareado, y el corazón,tras un espasmo, me latíatumultuosamente. Mis últimosescrúpulos se habían volatilizado en lallama de aquel amor de un año quetemblaba en sus pestañas caídas altenderme la boca, y que yo reencontrabaen un solo beso.

¿Qué más? El médico intervino alfin.

—No es nada de inquietud —dijoquitándome la toalla—. Una ligeraconmoción, de la que no quedará rastro

mañana. Lo único que quedará es unacierta confusión de recuerdos que ya loha molestado. ¿Quieren creer que no meconocía al entrar aquí? Se quedómirándome como si nunca me hubieravisto.

La angustia de Nora renació,mientras la madre (no era difícil haberlaconocido), miraba a todos conextrañeza.

—¡Qué cosa más rara! ¿No conoce anadie, Berger?

—¡Mamá, a mí me conocióenseguida!

—Bueno fuera… Pero a mí, Berger,¿me conoce?

—No mucho —me atreví sonriendo—. Hasta hace un momento no lareconocía…

—¡Qué raro! —comentó aún laseñora—. Y si esto le pasa a él, con eltalento que tiene, ¿qué sería denosotros?

—Nos matan con seguridad —apoyóCampillo, muy satisfecho del giro quetomaban las cosas—. Si yo mañana noreconozco al señor Strindberg, voyderecho a un manicomio. Berger encambio está facultado para hacerloimpunemente, pues el autor de Cieloabierto no puede regirse por las leyesde los demás hombres.

A la brusca evocación de mi libro,yo había sentido una ola de frío, unsoplo de viento helado que barría mialma. Y quedé mudo, el ceño contraído,en tanto que la digna señora concluíasolemnemente:

—Tiene razón, Campillo. Su cerebrono tiene que darnos cuenta de lo que enél pasa…

Y me miró con maternal y hondoorgullo.

Yo estaba ya de pie, y NoraStrindberg tenía las dos manos en mishombros, contándome a escape los mil yun preparativos para el día de mañana.Y cuando por fin se fue, con la promesa

confirmada y sellada en un último beso,de que dentro de tres horas estaría en sucasa, me dejé caer exhausto en el diván,con la cabeza entre las manos:

—Todo esto es absurdo, Campillo,horriblemente absurdo… Pero si no mecaso con ella, me muero.

No he muerto, pues hace tres meses queNora es mi mujer. Si la alegría delhogar, el amor extremo, el encanto deuna hermosa criatura en nuestros brazospueden constituir la felicidad de unhombre, yo soy feliz. Mi amigo tenía milveces razón: jamás soñé yo una dicha

como la que me tienden los ojos, loslabios y el cálido corazón de mi Nora.Campillo me lo repite a menudo: y, cosaque honra a su carácter, creo que él, a lapar de cien otros, deseó ardientementeeste tesoro cuya llave Nora Strindbergme entregó palpitante.

Ahora bien: ¿qué continuación puedetener esta historia de un amor realizadoen dos etapas por un mismo hombre, ycuya culminación dichosa gozo en esteinstante mismo?

Pero no soy feliz. Hay en este mundoun ser, un fantasma que exige y absorbedetrás de mi corazón, la mirada, losbesos y el cálido corazón de mi Nora.

Este fantasma es el autor de Cieloabierto. En balde me digo que él y yosomos una sola persona; pues de no serasí, mi esposa habría rechazado con losbrazos, al día siguiente de casados, a unintruso que estaba robando un tesoroajeno. Pero nunca noté la más vagaextrañeza a mi respecto. Fue y essiempre conmigo la misma viva ternurade la noche de bodas. No ha sufridojunto a mi corazón el menor desengaño.No ha sentido jamás el menor escalofríode pudor al tener reclinada su alma en lamía.

Pero no soy feliz. Aunque hesuprimido toda actividad intelecto-

social, dondequiera que esté yadondequiera que vuelva los ojos, haysiempre dos personas detenidas que memiran, y una de las cuales dice a la otradisimulando la boca con la mano:

—Es el autor de Cielo abierto.Cada correo de Europa me trae

docenas de libros dedicados al maestro.Mi nombre está escrito una vez por lomenos en cada número de cadapublicación trascendental. De veintepalabras que me dirigen, siete soninfaliblemente éstas: «¿Cuándo nos da,maestro, otro Cielo abierto?» Y catorceveces más por día siento sobre mivirgen destino de antaño, el peso

abrumador de mi fatal inteligencia.He contestado a centenares de cartas

de agradecimiento. Asisto aconferencias en facultades y centrosintelectuales. Desempeño, en fin, delmejor modo posible, mi pesado papel dehombre de genio.

Difícil e idiota como es este disfraz,yo lo aceptaría gustoso si no estuvierade por medio la dignidad de mi amor.He mencionado ya el entusiasmo deNora a la aparición de Cielo abierto.Sabe de memoria cuanto se ha dicho demí, y colecciona en un magnífico álbumlos miles de recortes sobre elextraordinario libro. Nunca mujer se

sintió más orgullosa del talento de sumarido. Es ella quien abre febrilmentelas hojas de las revistas, y ella quien leeaprisa y salteando los interminablesestudios sobre Cielo abierto. Y ella, enfin, quien corre radiante a enseñármelos.

En estas ocasiones yo estoy por locomún en el escritorio repasandomentalmente algún pesado cálculo demateriales. Y al quedar solo, voy aveces a tomar como un autómata unejemplar de mi obra y lo abro encualquier parte.

¡Imposible! Si hay en el mundo unacosa que no entiendo, ella es mi propiolibro. A la segunda página ceso de leer,

fatigado como si saliera de un ataque degripe. ¡Mi propia obra! ¡Mis propiospensamientos! Puede ser. Hay en ellosun esfuerzo de genio como no vio elmundo después de Kant. Pero yo nadacomprendo y me aburrodesesperadamente con su lectura.

Un nuevo mes ha pasado. No soy feliz—lo he repetido hasta el cansancio. Yella, Nora, tampoco lo es. Desde haceun mes me sube al rostro la vergüenzade esta monstruosa farsa, de esta nubede incienso que me envuelve al paso, mesigue y me adula como a un payaso

genial. No salgo casi de casa; paso todoel día en mi escritorio con las puertascerradas y la luz encendida, o acodadosobre mis viejos planos, con la tabla deresistencia a la vista. Bajo a comer,salgo un rato de noche a caminar, y estoes todo.

Pero, tras esta soledad sedante enque por fin me encuentro a mí mismo,siento que mi hogar y mi felicidad sederrumban. Nora me ha tomado entre susbrazos, desesperada:

—¡Julio! ¡Hace diez días que duraesto! ¡Dime qué tienes!

Yo la acaricio, helado:—No es nada, Nora… Estoy

enfermo…Pero ella esquiva mis manos:—¡No es cierto! ¡Julio, mi amor!

¡Pero qué te he hecho! ¡Cuatro mesesque nos hemos casado y ahora…!

Y cae a sollozar su dicha perdidasobre los brazos del diván.

¡Pero, qué decirle! ¿De dónde sacarfuerzas para concluir de matarla ymatarme, diciéndole que yo no soy sinoun ladrón de gloria, y que lo que ellaamó con pasión es un divino fantasmasobre la vulgar figura de un constructorde diques?

¿Y yo? ¿Merezco, acaso, esta amargurade aniquilar fríamente la felicidadíntegra y pura que hallé en los brazos demi Nora? Debo hacerlo. Soy un enfermo,o lo fui durante seis años. Me he vestidotres meses de pavo real, disimulandobajo su rueda mis embarrados strombootde ingeniero. Pero no puedo robar unamor que mi novia sintió por mí, con losojos fijos en mi frente…

… Concluido, pues. Anoche —como lohago desde hace un mes— yo recibí el

correo y quité una por una las fajas. Elcorreo era muy voluminoso. Hojeé todolentamente frente al fuego —muylentamente… Y al final llamé a mimujer.

—Óyeme, Nora —le dije sentándolaa mi lado—. Yo siento al igual que tú loinsostenible de esta situación. Nopodemos continuar así.

—¡Sí, sí! —murmuró ella ansiosa yfeliz, tomándome las manos—. Ya nopodía más. ¡Oh, Julio…!

Sus rodillas estaban en las mías, y sudivino corazón se volcaba sobre mipecho. Y sentí, en la firmeza de susdedos y la humedad de su mirada, la

inmensidad de lo que iba a perder. Peroya estaba yo de pie; fui hasta la mesa yvolví con un ejemplar de Cielo abierto.

—He aquí el motivo de mi actitud—le dije tendiéndole el libro—. Estelibro lleva mi nombre. Pero yo no lo heescrito, Nora…

Por helada que estuviera mi alma ydeshecho mi corazón, no me equivoquérespecto del espanto que expresaron losojos de Nora.

—No —le dije con la sonrisa de unhombre muerto—. No lo he robado…Yo mismo lo escribí. Pero ahora —¿meoyes bien?— no sé nada de lo que heescrito. Nada recuerdo… No entiendo

una palabra de lo que ahí dice. ¿Nocomprendes, verdad? Tampoco locomprendía yo. Estuve enfermo…Campillo me lo explicó todo. Pasé seisaños en un estado anormal, en el que yoera siempre yo, y no lo era, sinembargo… Entonces fue cuando escribíel libro. Nunca había yo escrito nada…Cuando volví en mí… cuando despertéde ese sueño de seis años… era el 2 deabril —concluí levantándome.

Angustia… nada más que intensaangustia había en los ojos de Nora.

—¿Tres días antes de…? —murmuró mirándome estremecida.

Yo no vi en su estremecimiento otra

cosa que la repulsión con que merechazan las más hondas fibras de su ser.Y proseguí, la boca y el almadesesperadamente amargas:

—Sí, tres días antes de casarnos…¡Yo me pregunto ahora de dónde saquétanta infamia para engañarte de estemodo! Campillo me había ya informadode todo. Él me ayudó a continuar elengaño… Pero yo solo tuve la culpa. Vitu retrato… Campillo me habló de ti…Después fuiste a verme… Lo único quedebía haber hecho entonces —¡mostrarteal vivo el pobre diablo que yo era!— nolo hice. Me dejé engañar a mí mismo…Engañé a todos, por… por tu amor. Pero

ya no lo hago más. Es tarde, no sé;horriblemente tarde… pero perdóname.A mí mismo, el hablarte ahora de esto,me cuesta tanto como a ti perdonarme…¡porque te pierdo! Lo sé de sobra.¡Autor de Cielo abierto! ¡Hombre degenio! ¡Ah, no! ¡Te aseguro que no!Jamás escribí una palabra, y menossobre el destino de la vida. Mi vida laempleé en trabajar como un negro, ydesde que tenía doce años… Lo pocoque valgo, lo debo a mi voluntad dehacerme hombre… Y vuelvo apreguntarme de nuevo cómo pudeengañarte, robar tu amor… Cómo se meocurrió que podrías quererme por mí

mismo, aunque no fuera un intelectual…Sí, alguna vez quise hablarte,decírtelo… Pero era una tonteríahacerlo, ahora lo veo bien. ¡Te pierdopara siempre, lo sé! Perdóname, sitienes fuerzas para esto. Yo… yo me voyahora para siempre.

¡Oh, no! Porque había allí una manoque acababa de tomarse de la mía; quese apoyaba en ella y Nora se alzabahasta mí.

—¿A dónde te vas? —me preguntócon lenta angustia.

—¡Nora mía! —tuvo fuerzas paragritar mi corazón—. ¿Es cierto lo quedices?

—¿A dónde te vas? —repitió ellaalzando sus dos manos a mi cuello,mientras su cuerpo venía a mí conrigidez de piedra.

¡No me fui, no! No fui sino a caercon ella en el diván, y a hundir la cabezaen sus rodillas mientras ella hablabaaún, me pasaba la mano por el cabello.

—No, no te vas… Eres mío…mío…

Y yo, desde la divina almohada:—Nora… mi adorada Nora… Soy

indigno de ti…—Cállate… no hables.—Sí, es cierto…—¡Pst…! No hables nada…

Y con los ojos espantados aún, fijosen el fuego, pálida por la opresión delos sollozos que no podían subir:

—No hables… Mi querido… No temuevas… Mi amor…

«¿Se cree usted incapaz, tal como es, dehacerse amar de una mujer? ¿Qué sabeusted de la seducción que puede tener unhombre para una mujer como Nora?»

Estas palabras de Campillo sepresentan nítidas al tener por fin a miesposa entre mis brazos.

—¡Lo que me has hecho sufrir! —medita ella, aún en alta voz ante el fuego

de la chimenea, que amboscontemplamos absortos; yo estoysentado en el diván; ella está sentada…en el aire.

Yo agrego:—¿No te pesará nunca haber

perdido al autor de Cielo abierto?—¿Quién? —dice Nora con cómica

extrañeza—. No conozco a ese señor.Yo sólo conozco a…

Y lo que no concluyen sus labios, melo dicen sus ojos y su boca en ansioso yoprimido secreto.

Y como si no fuera este testimoniobastante severo, Nora se levanta a tomarCielo abierto, vuelve a mis rodillas, y

con su brazo pasado tras mi cabeza, varompiendo una por una las hojas dellibro que arroja a las llamas, y queambos miramos arder maravillados.

—Ahora —me dice juntando subrazo libre con el que me embriaga— yamurió ese señor…

—¿Y el público? —recuerdo yosobresaltado—. ¿Qué dirá el público,que espera la aparición de otro Cieloabierto?

—¿El público? —responde ella; ycon un delicioso mohín, en voz muybaja, y sobre mi aliento mismo—: Queespere…

Tiene razón Nora. Estoy ahora

profundamente ocupado. El público…que espere.

La bella y la bestia

ELLA

«Señorita escritora deseasostener correspondencialiteraria con colegas. X. X. 17,oficinas de este diario».

Ça y est. La escritora soy yo.He pensado mucho tiempo antes de

dar este paso. No es la inconvenienciade un carteo anónimo, como pudieracreerse, lo que hasta hoy me hacontenido. A Dios gracias, estoy porencima de estas pequeñeces. Pero son

las consecuencias del carteo lo que meinquieta.

Por regla general, y para una mujersensible, el hombre es mucho máspeligroso escribiendo que hablando. Esdiez veces más elocuente. Halla notas dedulzura que no sé de dónde saca. Noimpone con su presencia masculina. Nomira: frente a una mujer agradable, lamirada del hombre más cauto es uninsulto.

Esto, en general. En particular,solamente una especie de hombres escapaz de hablar como escribe; y éstosson los literatos. La parte del almafemenina que hay en cada escritor le da

un tacto que ellos nunca apreciarán en suvalor debido. Conocen nuestrasdebilidades; valoran como en sí mismosla plenitud de nuestras alegrías y elvacío absoluto de nuestras inquietudes.Llegan a nuestro espíritu sin rozarnos lacarne. Entre todos los hombres, ellosexclusivamente saben hacerse perdonarel ser varones.

La grosería masculina… Sin lachispa de ideal que hace de un patán unpoeta, las mujeres hubiéramos vuelto alas cavernas o nos habríamos suicidado.

Sentimiento, ternura, delicadeza delos hombres… ¡Bah! Si me atreviera adefinir el amor, diría que en nosotras es

una esperanza y en ellos una necesidad.Ante esta evidencia no valdría la

pena continuar viviendo, si de vez encuando el Señor no depusiera desnuditoen los brazos de una madre tan pequeñacosa que será luego un gran poeta.

¡Dios mío! ¡Mas cómo cuestahallarlos! Conozco a todos porfotografía y a algunos de cerca. ¡Peroqué fugaz este cerca! La madre de Dorame insta siempre a que vaya a su casalos miércoles. Su sala es un verdaderosalón literario, como los había en losdivinos tiempos de la princesa Matilde.Allí podré hablar con ellos, deleitarmecon su conversación, gozar el abandono

de entregarles con el alma, la vidaentera de un instante.

¿Por qué no voy? Desde quecomencé este diario he sentido que mástemprano o más tarde debía anotar estacircunstancia… enojosa. Deseo que nose equivoquen sobre mí: me siento muyhalagada de ser muy joven, y tan bellade rostro como de figura, al decir detodos. No es, pues, la hipocresía miprincipal defecto. Pero de mí sedesprende, a lo que parece, unaseducción particular, una atracciónhonda y ciega más fuerte que mi bellezamisma, y profundamente… turbadora.

—Tu alma es pura como un lirio —

me ha dicho una vez mi tía—. Pero tudestino es más fatal: enloquecer a loshombres.

—¡Pero qué hay en mí, tía! —hesollozado casi—. ¡Yo no tengo el tipoprovocador!

—¡Todo lo contrario! Pero por nohaber en ti pizca de provocación, atraescomo el abismo. No son tan tontos loshombres.

¡Dios mío! ¿Qué hacer? Por todaspartes, en todos los amigos que hetratado, en todos los hombres que heconocido, la misma torpeza material, lamisma grosera incomprensión del almafemenina. Creen que una sola cosa les

basta para conquistar nuestra finísimasensibilidad: el ser hombres. ¡Y quéorgullosos se sienten de ello!

Cuando Dios hizo a la mujer, arrojóla llave de oro de su espíritu al misterio.El primer poeta suicida la halló dentrode su ataúd; y desde entonces losescritores, dueños exclusivos de ella, sela pasan de unos a otros.

Yo no sé cómo se llama el artistaque hoy la posee; pero voy a él,confiada.

He mostrado a mi tía el aviso queenvié esta mañana al diario. Se hapuesto los lentes, no tanto para leercomo para mirarme por encima de ellos.

—¿Y has pensado en el peligro deque alguno te guste… noespiritualmente? —me ha dicho.

—¡Oh, tía! —he respondidosentándome en el brazo del sillón aabrazarla—. Si es un escritor, ¡soy todasuya!

ÉL

Puedo llegar a ser el hombre más felizde la Tierra. ¡Acabo de hallarla por fin,cuando había perdido todas lasesperanzas! Nadie puede hacerse unaidea de lo que es tener por fin a tiro auna chica monísima que nos ha

enloquecido ya al pasar. Pregunté porella tres meses seguidos; todo en vano.Y he aquí que la encuentro cuandomenos lo esperaba, en los miércoles deuna casa de familia.

La casualidad me pone en contacto,apenas adentro, con la señora de Morán,que me profesa cordial estimación. ¡Y estía suya!

—Magnífico —le digo—; usted meva a hacer un favor muy grande.Preséntemela.

—¿Le gusta?—Locamente.—Pierda entonces las esperanzas.

No es para usted.

—¿Por qué? Yo no soyacabadamente vil.

—Usted es encantador; pero no es elhombre que va a llamar al corazón deMechita.

—¡Diablo! ¿Tan inconquistable es?—Para usted, inmensamente.Mi amiga no parece bromear. Yo

murmuro: «¿De veras?», con acento tangrave y aire seguramente tandesconsolado, que la señora se apiadadespués de medirme un rato en silencio.

—Yo quiero locamente a Mechita,pero también lo estimo mucho a usted.¿Está seguro de poder hacerla feliz undía?

¡Diablo de Mechita! Ante tantasolemnidad, y la exaltación superhumanaque de Mechita se hace, preguntoatemorizado:

—¿Pero ella es una mujer… comotodas?

—No sea loco —me responde miamiga—. Quiero decir, si usted es capazde enamorarse… de su espíritu.

—Si posee de espíritu una centésimaparte de su encanto físico, me casomañana mismo.

—Eso ya lo verá usted. Porestimarlo como lo estimo, voy a serinfiel a Mechita. Acérquese más yescuche.

Y con la sorpresa del caso, se meconfía el secreto de cierto aviso quedebe aparecer en un diario, a fin de queyo tome las medidas que crea másconvenientes.

ELLA

Ya está. Éxito completo. He recibidoocho respuestas, ocho espirituales cartasen papel de esquela. Tres tienenmonograma, y cuatro comienzan comolas nuestras, por la última página.

¡Pero qué cartas! ¡Dios mío! Si yohubiera nacido hombre y poeta, creo queno hubiera tenido la finura de ellos.

¿Ello? Todos no. Siete cartas soniguales, pero la última es un enigma.Primero de todo, escrita en una vulgarhoja de block. Segundo, da la impresiónmás acabada de que su autor no tieneidea de lo que es una correspondencialiteraria: «… en la medida de misfuerzas, me desempeñaré gustoso,tratando de halagar a usted…»

¡Qué estilo! Tratando dehalagarme… Su autor tiene vocación deartista, pues cree serlo; pero nada más,el pobrecito…

He dejado pasar diez días sin contestar

a ninguna. Véase por qué:Los literatos, debido a la

prodigalidad de sus sentimientos,reciben cartas femeninas no siempreinspiradas en una emoción artística. Elmenos avisado de mis ocho escritoresno ha dejado de sospechar en mí un lazode este género. Ante mi silencio algunosperderán toda esperanza, y otrosvolverán a escribirme; pero el tono desus cartas me indicará nítidamente a losque persisten en error.

Pues bien: me he equivocado. Los sieteescritores de verdad han vuelto a

ofrecerme su correspondencia espiritual,con la misma finura y las mismashermosísimas frases de la primera vez.Sólo el octavo, el fresco señor del papelde block, no ha dado señales de vida.

He estado a punto de reírme sola.¿Qué pensará el buen hombre? Se haresentido ante mi silencio, conseguridad. ¡Pero tampoco sospechó enmí una correspondencia extra-artística,pues de ser así hubiera insistido! En fin,no creo haber perdido nada.

¡Un mes de carteo ya! ¿Fui yo, enverdad, la que buscó para alimento de su

alma la palabra mágica de un literato?Comprensión, exquisitez, soplo anímico,caricia ideal… ¡Dios mío! ¡Todo, todolo poseo de ellos! ¡Y me siento tan, tanvacía!

Al concluir de leer una tras otra lassiete cartas, tengo siempre la sensaciónde ser toda yo, hasta lo más íntimo de miser, algo dulce; pero apenas dulce, ¡deuna levísima dulzura que se tornaansiosa de ser concretamente dulce!Paréceme que floto, sin lograr asentarmeen tierra. Toco las cosas, y es como si enpos de haber sufrido mi contacto,huyeran de mí. ¡Y este estado de beatitudaplastada en que quiero sentirme! ¡Y

esta ansia de dulzura definitiva que voya alcanzar y me huye siempre!

A veces, cuando concluyo decontestar las siete cartas, pienso enaquel original del block. ¿Qué podíahaberme escrito? Vulgaridades sinnombre… pero me hubieran hecho reír.¡Pobre señor! Continúa resentidoconmigo.

¿Y si le escribiera de nuevo? Conseguridad no se vio nunca tan halagado.

Anoche le envié dos líneas. He aquí surespuesta:

«Señorita: usted me pregunta

por qué no le escribí más. Elmotivo es haberme dado cuenta,después de contestar a su carta,que yo no había entendido bien.Usted hablaba decorrespondencia literaria. Y yono soy literato. En la seguridadque usted sabrá disculparme mierror, la saluda atte…»

No está mal, ¿verdad? Podía, sinembargo, haberse excusado de no serliterato: «… darme cuenta “que”…disculparme “mi” error…»

¡Pero por inculto que sea no puedeignorar lo que es una correspondencialiteraria! ¿Con qué objeto, pues, se hizo

al principio el tontillo, para encerrarseluego en su feroz silencio?

¡Ah! Y siempre su poética hoja deblock.

¡Qué sueño! Soñé anoche que undesconocido se acercaba a mi lecho yme susurraba al oído: «Te estáengañando. Los otros son literatos; peroel literato verdadero es él».

He comprendido, con la bruscarevelación de la verdad, el porqué de mioculta predilección. ¡Pero sí, sin dudaalguna! ¡Se ha disimulado, se hadisfrazado bajo su estilo comercial!

¡Cómo no lo sospeché antes! Ahora seexplica su actitud toda.

¡Ah, muy bien! Pierda usted cuidado,señor escritor. ¡Es usted mal psicólogo,si cree que le voy a dar el gusto dehalagar su vanidad, reconociéndolopoeta!

«Señor: A pesar de todo,¿tendría la amabilidad deperder el tiempo cambiandoimpresiones conmigo? Seconsiderará muy honrada SS…»

«Señorita: No alcanzo acomprender qué interés puedeusted tener en cambiarimpresiones conmigo, pues,como ya se lo he dicho, no soyliterato. Impresiones quepuedan entretener a usted notengo ninguna. Creyendo asíhaber satisfecho cumplidamentesus deseos, la saludo atte…»

¿Ah, sí? ¿Cree usted así como así, señorliterato sutil, haber satisfecho misdeseos? Lea usted esta cartita:

«Señor: Confieso también queme equivoqué al juzgar a ustedescritor un pequeño instante.Con este doble error, doy porterminada esta efímeracorrespondencia».

El yerro fue sólo mío. Pero tiene queser muy hábil para reanudar con aires detriunfo el carteo.

¡Y no reanuda! ¡Un mes transcurrido enel más fosco silencio!

¿Me habré equivocado? ¿Será unpatán como cualquiera, sin un soplo deideal?

Pero no; habría respondido algunagrosería de despecho, pues la vanidadde los hombres vulgares, en suspequeñas cosas, es más fuerte que la delos mismos literatos.

¿Entonces? ¿Qué pretende?¿Burlarse de mí?

He soñado toda la noche,despertándome a cada momento. Hoyestoy quebrantada, sin gusto para pensarun instante en mí misma.

Dejemos. Reanudaré lacorrespondencia con mis siete colegasde verdad, escritores al fin. El otro hamuerto.

«Señor: ¿Ha muerto usted? Lehago esta pregunta, movida porla más estricta curiosidad».

A lo que ha respondido:

«Señorita: No he muertotodavía. Si lo que usted quierepreguntar, en su cartita de ayer,es el porqué de mi silencio, lerecordaré que fue usted quien loimpuso, y no yo. ¿Está ustedsatisfecha?»

Seis horas después, debe haberlellegado esta sola línea mía:

«Yo, no. ¿Y usted?»

Y él, enseguida:

«Yo, tampoco».

¡Pero qué trabajo! ¡Cuán difícil esconquistar! ¡Dios mío! ¿Habrá sido asítan duro con todas las que le hanescrito?

¡«Mi» literato! Porque en vano suscartas, su estilo y su vulgar claridadpara explicar las cosas pretendenengañarme. ¿Quién, sino un artista,hubiera sido capaz de hallar elprocedimiento para interesarme sinofenderme? Los hombres vulgares no

proceden así. Como los hombres ricosde Maeterlinck, son los eternoshambrientos sin tener necesidades.

Hace dos meses que nos escribimos.¿Qué me dice? No sé. Nada

extraordinario, ¡oh, no! Su mismaconstante simulada sencillez. ¡Pero cosacuriosa! ¡Sus expresiones, que en otrosme parecen triviales, en él, con lasmismas palabras y el mismo tono, meparecen llenas de energía!

¡Literato mío! ¡Cómo reconozco tudivina sutileza!

Mas su nombre, siempre en el

misterio. He agotado la lista de losescritores del país, sin hallar el suyo.No es tampoco un seudónimo; loconozco ya demasiado para creer eso enél. ¿Pero, entonces?

Tía se echó a reír ayer ante mipesadumbre.

—¡Pero tía! —le digo—. ¡Es unmagnífico escritor, estoy segurísima! ¡Yquiero leerlo!

—¿Y también verlo, por supuesto?—¡Por supuesto que sí, tía!La entero entonces de sus deseos de

conocerme. ¿Me puedo arriesgar?—¿No temes desilusionarte? —me

pregunta ella.

—¿De qué? Sé que me aprecia y merespeta.

—¿Y si es feo?—¿Muy, muy feo…?—Sí. Y que no sea literato.—¡Oh, tía! Esto es imposible. No se

puede disimular hasta ese punto la faltade literatura, sin ser literato… ¿Feo…?No importa. Yo tampoco soy linda.

Mi tía hace: «Hum… hum…» yconcluye:

—Bien, Mechita: recíbelo. A losdiez minutos te habrás dado cuenta de sidebes o no continuar con él tucorrespondencia literaria.

—¡Y sí, tiíta! ¡De no ser así, no

estaría loca por conocerlo!El martes, ¡gran día!

ÉL

Esta tarde, a las seis en punto, voy a sucasa. ¿Quién me lo hubiera dicho,cuando hace cuatro meses meconsideraba el más infeliz de losmortales porque no podía encontrarla? Yahora, esperándome, apoyada en treintay tantas cartas de amistad…

He ido volando a contárselo a suseñora tía.

—¡Triunfo completo! —le he dicho—. Consiente en verme.

—¡Enhorabuena! Y ahora que ustedconoce su espíritu, ¿le gusta Mechitacomo antes?

—Estoy loco. No le puedo decir otracosa.

—Entendámonos: ¿enamorado de sualma…?

—Sí, ¡por Dios bendito, señora! ¡Desu alma, sí! A pesar de sus chifladurasliterarias, tiene una cabecita muy sana. Ysu cuerpo también me enloquece.

—No necesita repetirlo. En fin, quesea feliz.

Y me voy. No sé qué será de mí,cuando se derrumben los ensueños queforjó sobre mis aficiones artísticas…

Allá veremos. Pero si es verdad que yono le disgusto, tal cual soy, y ella es tanterriblemente bella y pura como de pieen un salón, entonces, ¡Dios nos ampare!

ELLA

¡Qué alucinación! ¡Qué dos horas devértigo! Tengo la impresión de haberllorado y reído; de haber sido molida agolpes, y haber sollozado de dicha.

¡Cuán feliz! ¡Pero cuán feliz soy!Hace una hora que se ha ido. Llegó a

las seis en punto, y vino hasta mí conuna franqueza irresistible desde elprimer instante.

¡Amor mío! ¡Cómo hacertecomprender que ya la rectitud de tu pasome había conquistado antes de tocar tumano!

Sin variante alguna, como lo habíaimaginado: trigueño, sin bigote, y sóliday blanca dentadura, bien visible, cuandoríe.

Pienso en el temor de tía: «¿Y si esfeo?» Sonrío ahora.

¡Oh! Pero en el último cuarto dehora, cuando habíamos hablado yhablado y nos habíamos puesto de pie, yél me miraba un poco pálido y yo lehabía entregado ya mi alma, sin saber loque hacía ni cómo lo había hecho, ¡oh,

entonces no me sonreía, porque estabasegura de morir si él me apoyaba apenasun dedo en el hombro!

¡Dios mío! ¡Entre sus brazos fuedonde apoyé mi cabeza desvanecida,cuando en el instante de despedirnos, merecogió bruscamente a él!

Humillación, gozo y horror de mímisma había en mis sollozos. Pero loque sobre todo sentía era la inmensaprotección de su mano alisándome elcabello, y el sostén de un robusto cuerpoque me protegía toda.

Mientras estuvimos así, nada medijo. Y él no sabrá nunca que suresolución para conquistarme no me

hubiera hecho tan tiernamente suya,como su inmediato silencio.

¡Más que feliz ahora! ¡Y cómo merío al evocar la «tremenda catástrofe»!¿Recuerdan ustedes la «vulgaridad delos hombres sin ideales de arte», y la«grosería de sus sentimientos»?

Así, pues, le susurré:—Dime ahora quién eres, qué libros

has escrito.Él se echó a reír, enseñando más aún

su blanca dentadura.—Es que yo no soy escritor —me

dijo—. Pero tú soñabas… y no tuvevalor para desengañarte. Sería incapazde hacer un solo verso. He tenido que

trabajar siempre para ganarme la vida; ytodo lo que puedo ofrecer a una mujer esun fuerte corazón… prosaico.

¡Huy, qué discurso! Él ríe aún:—De modo que me quieres… ¿sin

literatura?—¡De cualquiera manera!—¿Y (con una insinuación a mis

primeras cartas) un beso no es ungrosero crimen?

—¡Oh, no!Pero él está a punto de despertarme

dolorosamente, cuando me dice:—Olvidaremos, pues, que yo era la

bestia; y tú… Recuerdo que hay uncuento para niños…

—Sí, La belle et la bête… —murmuro yo en francés.

Pero él agrega riendo —y sinrecordar que yo estoy convaleciente:

—Eso es. Yo también sé francés,verás: Donc, yo soy… la bête. Et tu?

¡Dios mío! Se dice: Et toi… Perobajo su boca, respondo desfallecida:

—¡La bête, aussi…!

El ocaso

Noche de kermesse en un balneario demoda. A dos kilómetros del hotel, laplaya ha sido convertida en oasis.Grandes palmeras, alineadas en losange,se yerguen en la arena. Sobre la costamisma, y paralelo al mar, se levanta elbazar de caridad. Entre las plantas sehallan dispuestas mesas para el serviciodel bar. A la alta hora de la noche quenos ocupa, el área de la fiesta —bazar,palmeras y arena— luce solitaria alresplandor galvánico de los focos.

Solitaria, tal vez no, pues aunque el

bazar ha apagado sus luces, a excepcióndel buffet, en el oasis del palmar algunaspersonas desafían aún la fresca brisamarina.

Tres jóvenes en smoking y dosseñoras de edad madura, concurrentestardíos al bar, acaban de sentarse a unamesa cubierta en breve tiempo debotellas y fiambres; y en menos tiempotodavía, su atención y sus ojos se hanvuelto a una mesa distante, donde unhombre y una mujer, que no tienen pordelante sino un helado y una copa deagua, conversan frente a frente.

Él es un hombre de edad, mástodavía de lo que haría suponer su

apostura aún joven. Este hombre, añosatrás, ha interesado fuertemente a lasmujeres. No ha sido un tenorio. Aunqueno se nombra nunca a conquista algunasuya, se está seguro del peligro querepresenta. Mejor aún: querepresentaba.

Ella, la mujer que con un codo en lamesa tiene fijos los ojos en suinterlocutor, es muy joven.

Mejor aún: una criatura de diecisieteaños. Pero los recién venidos nosinformarán más ampliamente sobre ella.

—Ahí está la Perra de Olmos,tratando de conquistar a Renouard —interpreta una de las señoras.

—¿Perra…? —inquiere alguno delos jóvenes.

—Sí, Lucila Olmos —explica ladama—. Un apodo de familia… Cuandoera chica se emperraba sin dar por nadasu brazo a torcer… De aquí su nombre.

—Lindísima, a pesar de ello… —comenta el mismo joven.

—¡Ya lo creo! Y bastante bien queha usado de su hermosura… No, no digotanto… Ahora vuelve de Europa. ¡Pobredel ex buen mozo de Renouard, si a laPerra se le ocurre sacarlo de suscasillas!

—¿Es ése su fuerte?—¡Oh, no! Pero tiene un estilo fijo:

hacer lo que no debe. Y demasiadoequilibrada, digo yo siempre, para laedad en que su madre la tuvo: cuarenta ycinco años, por lo menos… Vean laatención inmóvil con que escucha aRenouard.

—Bellísima… —murmura a su vezotro de los jóvenes que sin lugar a dudasparticipa de la opinión del primero.

—Sí, nadie lo niega… —se encogede hombros la enterada dama—. Pero notan joven como ustedes creen…

—Pero…—Sí, ya sé lo que va usted a decir…

Desde su punto de vista, es unacriatura… No ha cumplido todavía

diecisiete años. ¿Pero qué importa laedad? El corazón es lo que marca laedad de una mujer. ¿Y saben ustedes loque la Perra de Olmos ya ha hecho enesta vida? ¡Casi nada! ¿Se acuerdanustedes de los conciertos de Saint-Rémy,hace dos años? Una noche que elmaestro tocaba en lo de X… de prontola luz se apagó, no se sabe todavíacómo. En los breves momentos que duróla oscuridad, Saint-Rémy sintió que dosbrazos se abrazaban a su cuello, y queuna boca se unía a la suya. Todo duró loque un relámpago. Cuando la luz seencendió de nuevo, Saint-Rémy seencontró solo. Y la señora más próxima

se hallaba a varios metros de él. Durantelos escasos segundos de oscuridad, unamujer había cruzado el espacio vacíocon una audacia sin nombre; habíasatisfecho su pasión en los labios delmúsico, y había tenido tiempo todavíapara retirarse antes que la luz seencendiera.

»Saint-Rémy reanudó su sonatacomo pudo. Y cuando al concluir fuimostodas las damas a felicitarlo, en vano elmaestro sondeó los ojos de todas,tratando de descubrir por la inseguridadde la mirada a su incógnita adoradora.

»Cualquiera se hubiera turbado.Lucila no. Era ella. Acababa de cumplir

quince años.»¿Se dan ustedes cuenta del tupé que

para hacer eso necesita una chica de esaedad? Y digo chica por decir algo, puesla Perra tiene ese cuerpo y esa bellezaque ustedes le hallan desde los treceaños. ¡Bien aprovechados, digo yo!

—Otra historia —solicita alguien enel grupo.

—¡Y qué más! —protesta la señorainformante—. Pregunten a sus íntimos.Tal vez ellos sepan otras.

—Sumamente joven… —murmura elanterior solicitante.

—Ya lo he dicho: diecisiete años nocumplidos. Y ya divorciada.

—¿Eh…?—Sí, divorciada. ¡Ah! Es toda una

historia… Y esta vez para concluir conellas. Cuando el año pasado Ámsterdamentero aguardaba como al Mesías alexplorador Else que volvía del Polo,todas las mujeres, casadas y solteras,estaban ya locas por él. El avión en quellegaba se incendió, y sólo se pudosalvar del héroe una espantosa cosa sinojos, sin brazos… ¡Un horror! Su mismamadre, de haber vivido, no se hubieraatrevido a mirarlo. Lucila se casó conél.

—¡Chic! —exclama en voz alta unjoven del grupo, volviéndose del todo a

la causante.—Sí, muy chic —concluye la señora

—. A los dos meses estaba divorciada.Se hace un largo silencio. En la

brisa demasiado fresca se oye a lasordina, bajo los duros golpes del mar,el frufrú de las palmeras, cuyas sombraserizadas danzan agitadas sobre la arena.

Altas llamadas al mozo y nuevascopas concluyen con el tema en la mesadel grupo.

Pero en la mesita distante nuestrosrecién conocidos proseguían animadossu charla. Hacía tres horas que estaban

allí, solos y ausentes del espacio y deltiempo, como personas que seencuentran por fin en esta transitoriavida.

Él tenía ya el cabello blanco, y ellaera todavía un capullo. Pero paraconversar, comprenderse, soñar, taldiferencia de edad nada implica,conforme se verá por lo que sigue.

—¿Qué edad tiene usted? —acababade preguntar ella.

—Sesenta años bien cumplidos —respondió Renouard, sin prisa mastampoco sin demora.

—No parece —observó la joven,examinándolo con detención.

Él hizo un gesto, llevándose la manoa los cabellos aún abundantes.

—Es por esto —dijo.—No —negó ella, sacudiendo

despacio la cabeza—. Es porque… —ysuspendiendo el vaivén agregó, mientrasmiraba netamente en los ojos—: porquelo siento.

El hombre que había constituido unpeligro para la mujer que lo tratara decerca, no iba a equivocarse a su edadsobre la extensión de tal respuesta.

—Es usted una honrada chica —repuso con grave cariño.

Renouard calló. Pero agregódespués de un momento:

—Usted no se equivoca sobre lo quequiero decir, ¿verdad?

—Creo que no… La honradez queconserva, a pesar de todo, una mujerdeshonrada… ¿no es eso?

—Así es.—¿Y usted, Renouard, tampoco se

equivoca sobre mi respuesta?—¡Oh, no! Usted es…Renouard se detuvo.—¿Qué soy? —preguntó Lucila.—Nada. Lo que…—Renouard —interrumpió la joven,

oprimiéndose más a la mesa—: usteddebe haber tenido mucho éxito con lasmujeres, ¿no es cierto?

Sin responder a la pregunta,Renouard prosiguió:

—Lo que iba a decir, alinterrumpirme usted, es que usted separece infinitamente en todo: cuerpo,rostro y modo de ser, a una persona cuyorecuerdo me es, no sé ya si querido,pero sí infinitamente doloroso. Esapersona podría responder, si conservaaún el recuerdo de mí, a la pregunta queusted acaba de hacerme.

—El recuerdo de esa persona que yole evoco le es a usted doloroso, pero mipresencia no le es a usted dolorosa enmodo alguno. ¿Por qué?

Renouard corrió ante el resplandor

juvenil de aquella criatura queimpregnaba de mórbida tibieza el frescooasis nocturno.

—¿Por qué recuerdo yo tanto a esapersona? Porque es usted misma —murmuró él. Y arrepentido acaso,prosiguió en tono más ligero—: ¿Ustedcree en la transmigración de las almasen vida, Lucila?

—Dígame Perra.—¿Qué?—Dígame Perra. Usted me llamó

Lucila. Dígame Perra.Entre el helado sin concluir y la

copa de agua vacía, la mano del hombre,grande y franca, se apoyó sobre la de la

joven.—Perra —sonrió.Los rasgos de la joven perdieron su

tensión batalladora, y retirando losdedos satisfecha:

—Ahora sí —dijo—, seremossiempre amigos.

—Yo soy ya muy grande de usted,Lucila.

—Perra.—Y ojalá…—¡No! ¡Ojalá, no! ¡Perra!Bajo los cabellos blancos de

Renouard, sus ojos todavía jóvenes seensombrecieron de vida. Y fijándolos depleno en los de la joven, como sabe

hacerlo un hombre:—¿Usted sabe lo que está haciendo?

—dijo.—Sí —repuso ella.Se hizo otro silencio. Renouard lo

rompió en voz baja.—Usted es el crimen —murmuró.Y ella, en voz también más baja:—Lo soy.Tornó a hacerse otro silencio, que

nadie rompió esta vez. El grupo dejóvenes y damas acababa de retirarseabandonando un servicio completo debuffet sobre la mesa. El mar sonaba máshondo, y la arena parecía más blanca,fría y estéril.

Renouard, por fin, apoyó ambosbrazos en la mesa y comenzó así:

—Al decirle a usted hace un ratoque la persona que usted me evocaba erausted misma, no dije sino la verdad. Unhombre no ve levantarse un trozopunzante de vida desde el fondo de supasado sin sentirse turbadas sus horas.Ese recuerdo podría responder a ustedsobre mis pretendidos éxitos con lasmujeres. He tenido la suerte de todos,nada más. Pero dudo de que nadieguarde una mancha como la que debo aese recuerdo. Usted, a lo que parece, haoído hablar de mis conquistas. ¿Quiereque le hable yo ahora de mis fracasos?

¿Es capaz de oír una historia escabrosa?—Sí, si me la cuenta entera.—Oiga, entonces. Yo tenía en aquel

tiempo veinte o veintiún años. Logré,con una rapidez increíble, la conquistade una mujer…

—Parecida a mí.—Sí, pero menos joven. Si yo

hubiera tenido algunos años más, habríacomprendido que mucho más que elamor era la curiosidad lo que echaba ami amada en mis brazos. Observó conatento mutismo mi aparentedesenvoltura, mi fatuidad deadolescente, mi prisa misma por hacerlafeliz: todo lo que rendí ante la espiritual

criatura que había condescendido adejarse amar por un vano y lindomuchacho.

»Yo era entonces un briosoadolescente, y ese brío constituía miorgullo. Por esto creía haber entendidomal cuando al reanudarme la corbataante el espejo, oí estas palabrasenunciadas lentamente:

»—¡Curioso! Tengo la sensación deno haber estado con un hombre…

»Me volví con la presteza de unrayo. Ella permanecía sentada en lacama, con los brazos pendientesinmóviles y la mirada perdida.

»¿Comprende usted? Yo era un

fuerte muchacho. Y exhausto yo mismo,oía a la mujer que había amado soñarinsatisfecha porque no había estado conun hombre…

»Pero hay que ser ya hombre paravalorar lo que eso significa. Locomprendí apenas en aquella ocasión.Es sólo más tarde cuando he apreciadoen toda su profundidad el abismo denulidad en que me hundí ante aquellamujer. Fue mi amante esa sola tarde.Jamás volvió a fijar los ojos en mí,como si nunca hubiera yo existido paraella.

Renouard calló. En la lejanía de laspalmeras heladas de rocío, la luna en

menguante surgía trunca sobre el mar. Lajoven, muda también, proseguía en lamisma postura.

—¡Renouard! —llamó.Él se volvió a ella.—Renouard: usted me dijo que yo

me parecía mucho a aquella mujer. ¿Escierto, Renouard?

—¡Pero si es usted misma! —clamóél—: ¿Lo comprende ahora?¿Comprende que yo daría cualquier cosapor no conservar ese recuerdo que suhermosura, su cuerpo, exasperanhasta…?

—Tómeme.Bruscamente Renouard palideció.

Ella, pálida también, lo miraba sindesviar los ojos.

—Repita lo que dijo —murmuróRenouard.

—Es muy fácil —contestó la joven—. ¿Aquel recuerdo lo tortura a ustedmucho? ¿Daría cualquier cosa, como hadicho, por borrarlo?

—Sí.—Tómeme.—¡Lucila! —bramó de felicidad el

hombre de cabello blanco.—Soy suya. Tómeme.Si después de este ofrecimiento,

bastante grande por sí solo para matarde dicha a un hombre; si esa noche

misma, ante la luna en menguante, esehombre de sesenta años se hubierapegado un tiro de felicidad, hubieracumplido dignamente con su vida y sudeber.

No vio o no pudo ver su camino deDamasco. Porque cuando horas mástarde, al tener a Lucila en sus brazos,creyó poder alcanzar el cénit de sudestino, sintió que su desesperadaimpotencia para confiar a la joven unadicha ya exhausta lo alucinaba como unapesadilla.

Como ocho lustros atrás, se vio enbrazos de una criatura bellísima ycuriosa hasta la más loca generosidad.

Como en aquella circunstancia tornó averla sentada, con los ojos perdidos enel vacío. Y como cuarenta años antesoyó, como había oído a la madreexclamar ante la insípida aurora de unvarón, repetir a la hija ante sulamentable ocaso:

—¡Curioso! Tengo la impresión deno haber estado con un hombre…

HORACIO QUIROGA nació en 1878,en Salto, Uruguay, y murió, por supropia mano, en Buenos Aires,Argentina, en 1937. Aunque dandy ymodernista en su juventud, poco a poco,y gracias a su contacto con la selva delnoreste argentino, su obra se fuealejando del ornato vacío para ganar en

expresividad. Su primer libro, elpoemario Los arrecifes de coral (1901)da cuenta, precisamente, de sus inicios.Pero su verdadero camino estaba en elcuento, género del que sin duda fuefundador en el continente americano.Entre sus obras destacan Cuentos deamor de locura y de muerte (1917),Cuentos de la selva (1918), El salvaje(1920), Anaconda (1921), El desierto(1924), Los desterrados (1926) y Másallá (1935), conjuntos de cuentos queseñalan la paulatina creación de unbestiario propio, poblado de animalesmíticos y seres mágicos de las riberasdel Paraná; y la novela Pasado amor

(1929), de corte modernista.