El Totalitarismo Del Carnaval

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17: 15 de diciembre de 2011 "Las descripciones bajtinianas del carnaval y la carnavalización, sin duda, fueron generadas por la experiencia de la Revolución y de la Guerra Civil. Sin embargo, en un grado aún mayor ellas reproducen la atmósfera del terror estaliniano con sus inverosímiles alabanzas y denigraciones, pero también con sus siempre inesperadas coronaciones y descoronaciones, que tenían un carácter sin duda carnavalesco." El totalitarismo del carnaval* Boris Groys La actual teorización postmoderna, o, mejor dicho, postestructuralista, se nutre en muchas cosas de las ideas y estados anímicos del final de los años 20 y de los años 30, surgidos como resultado de la crisis de la vanguardia, cuando ya se había perdido la fe en el carácter verídico y salvador de las nuevas iluminaciones, pero, al mismo tiempo, se reconocía como definitiva e insuperable la ruptura con la tradición que había acontecido en la época de la vanguardia. De resultas, la orientación tradicional a los ideales de objetividad, racionalidad y cientificidad se halló en tela de juicio en la misma medida que la orientación vanguardista a la autenticidad, la intuición, la originalidad y la novedad. El hombre de los años 20- 30 tomó conciencia de sí como parte integral del mundo material, del cual no podía distanciarse más ni por la vía de la contemplación e investigación del mismo, ni por la vía de la reclusión en su propio mundo interior. El mundo podía revelársele ahora al hombre sólo en el límite de su propia existencia material, física: en la realidad de la muerte y del eros, en el carácter total del poder de este mundo o en las situaciones límite extremas que exigen una tensión sobrehumana de todo el organismo humano. Desde luego, el actual pensamiento postmoderno, habitualmente asociado a autores franceses tales como Jacques Derrida, Jacques Lacan o Gilles Deleuze, no cree en la posibilidad de una revelación del mundo ni siquiera en sus «situaciones fronterizas», puesto que supone que en la orientación a la vivenciación de la frontera del mundo continúa manifestándose la orientación «metafísica» tradicional —y también heredada de la tradición de la vanguardia— al hallazgo de una «metaposición» con respecto al mundo en su totalidad. En este sentido, el reproche que se le hace al postmodernismo de resucitar ideologías de los años 30 que se desacreditaron políticamente, es por completo improcedente: la teoría postmoderna utiliza la argumentación de esa época de «superrealismo» (como se puede llamar a los años 30 con su realismo socialista, surrealismo, realismo mágico, etc.) contra las ilusiones modernistas que en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial experimentaron una impetuosa restauración en la ola de simpatía puramente moral hacia los ideales del modernismo acosado por los regímenes totalitarios. Entretanto, precisamente esas ilusiones, puesto que en parte fueron conservadas o incluso radicalizadas en los años 30, condujeron, en opinión de la nueva filosofía francesa, a las posteriores catástrofes: las intenciones político-morales de la teoría postmoderna, como puede verse, son plenamente buenas —el enredo surge

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Nº 17:  15 de diciembre de 2011"Las descripciones bajtinianas del carnaval y la carnavalización, sin duda, fueron

generadas por la experiencia de la Revolución y de la Guerra Civil. Sin embargo, en un grado aún mayor ellas reproducen la atmósfera del terror estaliniano con sus inverosímiles alabanzas y denigraciones, pero también con sus siempre inesperadas coronaciones y descoronaciones, que tenían un carácter sin duda carnavalesco."

El totalitarismo del carnaval* Boris Groys La actual teorización postmoderna, o, mejor dicho, postestructuralista, se nutre

en muchas cosas de las ideas y estados anímicos del final de los años 20 y de los años 30, surgidos como resultado de la crisis de la vanguardia, cuando ya se había perdido la fe en el carácter verídico y salvador de las nuevas iluminaciones, pero, al mismo tiempo, se reconocía como definitiva e insuperable la ruptura con la tradición que había acontecido en la época de la vanguardia. De resultas, la orientación tradicional a los ideales de objetividad, racionalidad y cientificidad se halló en tela de juicio en la misma medida que la orientación vanguardista a la autenticidad, la intuición, la originalidad y la novedad. El hombre de los años 20-30 tomó conciencia de sí como parte integral del mundo material, del cual no podía distanciarse más ni por la vía de la contemplación e investigación del mismo, ni por la vía de la reclusión en su propio mundo interior. El mundo podía revelársele ahora al hombre sólo en el límite de su propia existencia material, física: en la realidad de la muerte y del eros, en el carácter total del poder de este mundo o en las situaciones límite extremas que exigen una tensión sobrehumana de todo el organismo humano.

Desde luego, el actual pensamiento postmoderno, habitualmente asociado a autores franceses tales como Jacques Derrida, Jacques Lacan o Gilles Deleuze, no cree en la posibilidad de una revelación del mundo ni siquiera en sus «situaciones fronterizas», puesto que supone que en la orientación a la vivenciación de la frontera del mundo continúa manifestándose la orientación «metafísica» tradicional —y también heredada de la tradición de la vanguardia— al hallazgo de una «metaposición» con respecto al mundo en su totalidad. En este sentido, el reproche que se le hace al postmodernismo de resucitar ideologías de los años 30 que se desacreditaron políticamente, es por completo improcedente: la teoría postmoderna utiliza la argumentación de esa época de «superrealismo» (como se puede llamar a los años 30 con su realismo socialista, surrealismo, realismo mágico, etc.) contra las ilusiones modernistas que en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial experimentaron una impetuosa restauración en la ola de simpatía puramente moral hacia los ideales del modernismo acosado por los regímenes totalitarios. Entretanto, precisamente esas ilusiones, puesto que en parte fueron conservadas o incluso radicalizadas en los años 30, condujeron, en opinión de la nueva filosofía francesa, a las posteriores catástrofes: las intenciones político-morales de la teoría postmoderna, como puede verse, son plenamente buenas —el enredo surge sólo a causa de los problemas con el diagnóstico de la época precedente del desarrollo filosófico.

Al mismo tiempo, la condena total del superrealismo de los años 30, primero, y su interpretación bienintencionada postmoderna, después, no dejan ver los contornos históricos reales del mismo. Como síntomas de descontento con ese estado de cosas se pueden considerar la presente discusión sobre las implicaciones políticas de la filosofía de Heidegger, los nuevos trabajos sobre la política de los surrealistas franceses y sus maniobras entre el fascismo, el estalinismo y el trotskismo, etc. En este contexto presenta un especial interés la figura del teórico ruso de la cultura Mijaíl Bajtín: sus trabajos fundamentales son también del final de los años 20 y los años 30, caen de lleno en el antes delineado paradigma del superrealismo y desempeñaron un notable papel en la formación de la teoría postmoderna, especialmente en Francia y los EUA.

Bajtín es conocido en primer término como teórico de la «novela polifónica» y como teórico del «carnaval». Ambas teorías fueron formuladas por él en forma de comentarios a novelas; la primera, a las novelas de Dostoievski, y la segunda, a la novela Gargantúa y Pantagruel de Rabelais. Bajo la influencia de Marx y Freud, pero también —y ante todo— bajo la influencia de Nietzsche, Bajtín reacciona negativamente a la teoría formalista vanguardista rusa del dominio del autor sobre el material de la creación artística o, lo que es lo mismo, de «la condición de hecha» de la obra artística.

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Bajtín ve en el énfasis de la vanguardia en el autor una continuación del «monologismo» tradicional, consistente en la posición privilegiada de la voz autoral en el relato. Para Bajtín, toda palabra es solamente una réplica en el diálogo infinito de todos con todos: siempre existe desde los tiempos remotos y es en parte pasiva, está apartada del hablante, es «material»; en ella siempre están presentes en una forma reducida las voces de «otros» —y eso se refiere también a la palabra del autor. Pero no es sólo la palabra como material «cuerpo del pensamiento» la que no es independiente, autónoma, auténtica: también el cuerpo humano como tal es parte de un «cuerpo grotesco» único, mundial, popular; a través de sus fronteras y aberturas éste se une con la materia mundial, con el metabolismo mundial y con el eros mundial, que precisamente se ponen de manifiesto en el carnaval, que aniquila la autonomía humana, que viola su habitual intocabilidad cotidiana, que anula el Habeas corpus act que la defiende. Por eso a la «novela polifónica» que supera la autoría individual Bajtín la hace echar raíces en el carnaval que supera cualquier individualización: la «novela polifónica» es interpretada por Bajtín como un resultado de la «carnavalización de la literatura», es decir, de la destrucción del aislamiento, la condición separada, la individualidad de la palabra, y de la supresión de los derechos autorales a un discurso personal, que se disuelve en la polifonía general del lenguaje, portador del cual resulta el «pueblo».

La teoría de Bajtín pone, en esencia, un signo de igualdad  entre la literatura y la vida —y por eso obliga a ver en ella un programa de vida formulado en lengua de Esopo. De ahí surge la cuestión de las implicaciones políticas del pensamiento bajtiniano, que especialmente en los últimos tiempos es discutida por muchos investigadores. En la mayoría absoluta de los casos el «polifonismo» bajtiniano es entendido en ese contexto como una protesta contra el «monologismo» de la ideología estaliniana contemporánea de él, y la «carnavalización», como una reacción al tono serio e indiscutible de las instituciones soviéticas oficiales de entonces. Bajtín deviene así un heraldo de una alternativa democrática, genuinamente popular, al Estado totalitario jerárquicamente organizado: el único pensador del período soviético que conservó la fidelidad a la utopía de una vida única, de todo el pueblo. El único reproche a Bajtín es comúnmente el señalamiento de que el carnaval, aunque contiene un determinado «potencial revolucionario», se inscribe a pesar de todo en el orden tradicional, jerárquico, e incluso al fin y al cabo lo legitima y estabiliza al proporcionar una válvula de escape regulable al descontento popular. Al mismo tiempo —teniendo en cuenta las circunstancias de la censura de esa época— se le suele perdonar a Bajtín su insuficiente carácter revolucionario, de modo que Bajtín conserva plenamente su aureola de pensador consecuentemente antitotalitario.

Entretanto, si Bajtín en algo insiste es precisamente en el carácter total del carnaval, que destruye y traga cualquier cuerpo individual: para Bajtín el carnaval es, ante todo, de todo el pueblo (a propósito, el carácter popular es el pathos característico de la cultura estaliniana, que sustituyó al «carácter de clase» vanguardista). El liberalismo y el democratismo en su comprensión habitual suscitan en Bajtín, por el contrario, una fuerte antipatía: son para él sinónimos de autonomización, de autoencierro de la individualidad, de desvinculación de ésta de la unidad natural de la vida cósmica y popular y, correspondientemente, causas históricas del surgimiento del pathos de la seriedad, la sentimentalidad y el espíritu moralizador, y también de la degeneración de la risa carnavalesca popular en crítica y sátira individualistas. Con entonaciones jubilosas reproduce Bajtín las descripciones rabelaisianas de las terríficas batallas carnavalescas, el lanzamiento de «materia alegre» —excrementos— y de orina, los rituales de las ultrajes carnavalescos, de las «descoronaciones y coronaciones», las imágenes de la Muerte carnavalesca triunfante, que simboliza la alegría popular con motivo de la «aniquilación de todo lo muerto y caduco».

Al hacerlo, Bajtín saluda precisamente el pathos carnavalesco de la «muerte definitiva» de todo lo individual, la victoria del principio puramente material, corporal,  sobre todo lo trascendente, ideal, individualmente inmortal. Resumiendo, el carnaval bajtiniano es espantoso —Dios nos libre de caer en él. Sobre democracia aquí no hay que hablar siquiera: en Bajtín, a nadie le es dado el derecho democrático de eludir la obligación carnavalesca total, de no tomar parte en el carnaval, de mantenerse al margen de él. Al contrario, precisamente los que tratan de hacer eso son sometidos en primer término a «alegres insultos y palizas». Toda esa pesadilla se convierte, según Bajtín, en un alegre carnaval gracias a la constante risa popular de la que se acompaña.

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Pero la risa carnavalesca no es, en modo alguno, la ironía del pensador sobre la tragedia de la vida: no, es la risa alegre del idiotismo popular o cósmico, «corporal», ante las dolorosas contorsiones del individuo atormentado, que le parece risible en su solitaria impotencia. Es la risa generada por la creencia primitiva de que el pueblo es algo cuantitativamente, materialmente mayor que el individuo, y el mundo, algo mayor que el pueblo, o sea, precisamente la creencia en la verdad del totalitarismo.

Precisamente esa verdad es la que encarna, para Bajtín, la novela «carnavalizada», o, lo que es lo mismo, «polifónica». Todas las voces tienen, para Bajtín, derecho a sonar —pero sólo en el espacio de la novela única, total, que las absorbe a todas ellas. Tal novela no puede, en realidad, tener autor, porque el autor existe al otro lado de la novela —y eso, según Bajtín, a nadie le está permitido. La novela «polifónica» reproduce tautológicamente la polifonicidad propia y siempre igual a sí misma, total —del mismo modo que el carnaval siempre reproduce su propia carnavalidad total. Por eso, para Bajtín, es imposible también la existencia de muchas novelas diferentes con diferentes autores, o sea, la diferenciación en el espacio novelístico mismo: tales novelas autorales o son monológicas y entonces son desechadas como demasiado individuales, o son polifónicas y entonces se reproducen una a la otra, reproducen por sí mismas la polifonicidad como tal, hacen de su autor una figura convencional, ficticia. El «otro», para Bajtín, siempre es un otro dentro de la novela, y nunca otro para la novela.

Las descripciones bajtinianas del carnaval y la carnavalización, sin duda, fueron generadas por la experiencia de la Revolución y de la Guerra Civil. Sin embargo, en un grado aún mayor ellas reproducen la atmósfera del terror estaliniano con sus inverosímiles alabanzas y denigraciones, pero también con sus siempre inesperadas coronaciones y descoronaciones, que tenían un carácter sin duda carnavalesco. (El propio Stalin decía en ese entonces que «vivir se ha hecho más alegre», y su filme predilecto, como es sabido, era el filme especialmente carnavalesco Volga-Volga). De la alegría específica de los años 30 se ha conservado un gran número de testimonios. Resulta característico, por ejemplo, que en ese entonces los procesos ejemplares y, de manera especial, el pronunciamiento de sentencias se acompañaban a menudo de la risa del público. Al contexto estaliniano apunta también la circunstancia de que tanto la novela polifónica como la representación carnavalesca, teniendo un origen supuestamente popular, son escenificados en Bajtín, a pesar de todo, por un superautor concreto: Dostoievski o Rabelais, lo que apunta indirectamente al autor del correspondiente «texto de la vida», que sólo podía ser Stalin.

Todas estas consideraciones indican que el objetivo de Bajtín no era en absoluto una crítica democrática de la Revolución y del terror estaliniano, sino la justificación teórica de los mismos en calidad de representación ritual que se remonta a la tradición arcaica. El carnaval aquí no interviene como Revolución frustrada, que no pudo realizar plenamente su potencial, sino que, por el contrario, justifica el absurdo y la crueldad de la Revolución, transportándolos al espacio extrahistórico de la risa pura y universal. Los intérpretes actuales de Bajtín piensan habitualmente todavía de manera prerrevolucionaria, pero el propio Bajtín era un pensador postrevolucionario: la Revolución por sí misma, menos que nada, no podía ser para él un valor —incluida también la Revolución contra el estalinismo.

¿Significa lo dicho que Bajtín era una especie de criptoestalinista? Y si lo era, ¿cómo era en ese sentido,cuando en ese entonces era considerablemente más simple ser simplemente estalinista?

Desde luego, Bajtín no era un estalinista. Pero en una medida aún menor era un anti-estalinista. Por su origen, círculo de conocidos y cultura, Bajtín era una de las víctimas de la Revolución y del estalinismo —pero precisamente esa circunstancia hacía para él psicológicamente imposible la condena moralizadora de lo que ocurría: era demasiado discípulo de Nietzsche y de la Edad de Plata rusa[**] para permitir que empezara a expresarse dentro de sí la protesta generada por el resentimiento personal. La tragedia de la Revolución —y con ella su propia tragedia, personal— era entendida por Bajtín como una manifestación de la tragedia cósmica única en renovación constante, ritual, que puede y debe recibir una «justificación estética» para no ser inútil. Y en esa intención suya Bajtín en modo alguno estuvo solo, puesto que la justificación estética de la época era uno de los temas centrales de la cultura rusa de entonces en su totalidad.

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La Rusia estaliniana, en esencia, era interpretada por Bajtín en los términos nietzscheanos, habituales para la cultura rusa desde los tiempos de la Edad de Plata, de los principios apolíneo y dionisíaco. El carnaval es, en Bajtín, un sinónimo del misterio dionisíaco: la víctima del terror apolíneo, estalinano, lo interpreta como un acto de autodespedazamiento dionisíaco ritual —y con ello supera ese terror, cambiando por dentro su sentido, dejando de ser internamente su víctima pasiva. Resulta característico, sin embargo, que esa superación de la tragedia de la vida a través del sacrificio está desprovista de esa disolución extática en el inconsciente, en lo impersonal, que constituye el pathos fundamental de lo dionisíaco en Nietzsche. Para Bajtín, la individualidad es radicalmente limitada y finita. En el carnaval esa finitud, esa mortalidad, se vuelve para ella misma definitivamente evidente. El tercero que se ríe resulta el pueblo o el cosmos: la persona no tiene en el carnaval ninguna oportunidad, excepto tomar conciencia de su propia aniquilación en calidad de valor positivo.

El ejemplo de Bajtín muestra que el estilo de pensar totalitario de los años 30 en modo alguno se limitaba exclusivamente a sueños sobre un poderío sobrehumano. Dentro del paradigma totalitario pensaban también los que no compartían las ilusiones apolíneas acerca de un poder absoluto sobre el mundo, pero al mismo tiempo estaban dispuestos al sacrificio dionisíaco que involucraba a la totalidad del mundo. Ese «otro» totalitarismo no sucumbe a la habitual crítica de la ideología, orientada al desenmascaramiento de la combinación de idealismo y voluntad de poder, porque es una combinación de materialismo y voluntad de sacrificio. Una posible crítica de tal estrategia alternativa del totalitarismo exige poner en tela de juicio la unidad no sólo del mundo «ideal», o «teórico», sino también del material, «real», la cual, sin embargo, continúa afirmándose en diferentes variantes —incluida, por ejemplo, una ecológica— también en nuestro tiempo «postmoderno».

 Traducción del ruso: Desiderio Navarro

[*]    «Totalitarizm karnavala», Bajtinskii sbornik, 3ª entrega, ed. V. L. Majlin, Moscú, Labirint, 1997, pp. 76-80.

[**]  N. del T. Edad de Plata: término con el que la crítica rusa del siglo XX ha designado un período de la cultura, el arte y la literatura rusos  que abarca la frontera de los siglos XIX-XX o los inicios del siglo XX. Entre sus muchos representantes se incluye a Blok, Ajmátova, Mandelshtam, Tsvetáeva, Balmont, Briúsov, Bieli y Gumilióv.

------------------------------------------  Sobre el autor: Boris Groys (1947, Berlín Oriental). Teórico del arte. De 1965 a 1971 estudió

filosofía y matemática en la Universidad de Leningrado y trabajó como investigador en varios institutos de las universidades de Leningrado y Moscú hasta 1981, cuando emigró a la RFA. Fue profesor visitante en las universidades de EUA (Pennsylvania y California del Sur) y Austria. Desde 1994 es profesor de filosofía, ciencia del arte y teoría de los medios en la Escuela Superior de Diseño del Centro de Arte y Tecnología de los Medios de Karlsruhe, y desde el 2000, rector de la Academia de Artes Plásticas de Viena. Es considerado uno de los más grandes especialistas actuales de arte ruso y soviético. Su obra impresa incluye, entre otros, los siguientes libros: Gesamtkunstwerk Stalin, (1988), Diario de un filósofo (1989), El arte de huir (con Iliá Kabakov, 1991), Arte contemporáneo de Moscú: de la neovanguardia al post-estalinismo (1991), Sobre lo nuevo: Ensayo de una economía de la cultura (1992), Utopía e intercambio (1993), La invención de Rusia (1995), El arte de la instalación (con Iliá Kabakov, 1996), La lógica de la colección (1997), Bajo sospecha: Una fenomenología de los medios (2000), La política de la inmortalidad. Cuatro conversaciones con Thomas Knoefel (2002), Topología del arte (2003), El medio religión (2006); Postscriptum comunista (2006), El poder del arte (2008) y Going Public (2010).  También es autor de las videoconferencias tituladas Pensando en loop: Tres videos sobre iconoclastia, ritual e inmortalidad (ZKM, 2008). En Cuba, Criterios publicó en 2008 una recopilación de textos de Groys que incluye varios capítulos de Gesamtkunstwerk Stalin y varios ensayos de Topología del art