El tiempo entre costuras.pdf

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  • Mara Dueas

    el tiempoentre costuras

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  • Primera edicin: junio de 2009

    El contenido de este libro no podr ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor.Todos los derechos reservados.

    Mara Dueas, 2009 Ediciones Temas de Hoy, S. A. (T.H.), 2009Paseo de Recoletos, 4. 28001 Madridwww.temasdehoy.esISBN: 978-84-8460-791-5Depsito legal: M. 18.667-2009Preimpresin: J.A. Diseo Editorial, S.L.Impreso en Artes Grficas Huertas, S.L.Printed in SpainImpreso en Espaa

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  • primera parte11

    segunda parte185

    tercera parte343

    cuarta parte467

    Eplogo619

    Nota de la autora633

    Bibliografa635

    ndice

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  • A mi madre, Ana Vinuesa

    A las familias Vinuesa Lope y lvarez Moreno, por los aos de Tetun y la nostalgia con que siempre los recordaron

    A todos los antiguos residentes del Protectorado espaol en Marruecosy a los marroques que con ellos convivieron

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  • primera parte

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  • una mquina de escribir revent mi destino. Fue una Hispano-Olivetti y de ella me separ durante semanas el cristal de un escapara-te. Visto desde hoy, desde el parapeto de los aos transcurridos, cuestacreer que un simple objeto mecnico pudiera tener el potencial sufi-ciente como para quebrar el rumbo de una vida y dinamitar en cuatrodas todos los planes trazados para sostenerla. As fue, sin embargo, ynada pude hacer para impedirlo.

    No eran en realidad grandes proyectos los que yo atesoraba por en-tonces. Se trataba tan slo de aspiraciones cercanas, casi domsticas, co-herentes con las coordenadas del sitio y el tiempo que me correspondivivir; planes de futuro asequibles a poco que estirara las puntas de losdedos. En aquellos das mi mundo giraba lentamente alrededor de unascuantas presencias que yo crea firmes e imperecederas. Mi madre ha-ba configurado siempre la ms slida de todas ellas. Era modista, tra-bajaba como oficiala en un taller de noble clientela. Tena experiencia ybuen criterio, pero nunca fue ms que una simple costurera asalariada;una trabajadora como tantas otras que, durante diez horas diarias, sedejaba las uas y las pupilas cortando y cosiendo, probando y rectifi-cando prendas destinadas a cuerpos que no eran el suyo y a miradas queraramente tendran por destino a su persona. De mi padre saba pocoentonces. Nada, apenas. Nunca lo tuve cerca; tampoco me afect su au-sencia. Jams sent excesiva curiosidad por saber de l hasta que mi ma-dre, a mis ocho o nueve aos, se aventur a proporcionarme algunas

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  • migas de informacin. Que l tena otra familia, que era imposible queviviera con nosotras. Engull aquellos datos con la misma prisa y escasaapetencia con las que remat las ltimas cucharadas del potaje de Cua-resma que tena frente a m: la vida de aquel ser ajeno me interesababastante menos que bajar con premura a jugar a la plaza.

    Haba nacido en el verano de 1911, el mismo ao en el que PastoraImperio se cas con el Gallo, vio la luz en Mxico Jorge Negrete, y enEuropa decaa la estrella de un tiempo al que llamaron la Belle poque. Alo lejos comenzaban a orse los tambores de lo que sera la primera granguerra y en los cafs de Madrid se lea por entonces El Debate y El He-raldo mientras la Chelito, desde los escenarios, enfebreca a los hombresmoviendo con descaro las caderas a ritmo de cupl. El rey Alfonso XIII,entre amante y amante, logr arreglrselas para engendrar en aquellosmeses a su quinta hija legtima. Al mando de su gobierno estaba entre-tanto el liberal Canalejas, incapaz de presagiar que tan slo un ao mstarde un excntrico anarquista iba a acabar con su vida descerrajndoledos tiros en la cabeza mientras observaba las novedades de la librera SanMartn.

    Crec en un entorno moderadamente feliz, con ms apreturas queexcesos pero sin grandes carencias ni frustraciones. Me cri en una ca-lle estrecha de un barrio castizo de Madrid, junto a la plaza de la Paja,a dos pasos del Palacio Real. A tiro de piedra del bullicio imparable delcorazn de la ciudad, en un ambiente de ropa tendida, olor a leja, vo-ces de vecinas y gatos al sol. Asist a una rudimentaria escuela en unaentreplanta cercana: en sus bancos, previstos para dos cuerpos, nos aco-modbamos de cuatro en cuatro los chavales, sin concierto y a empu-jones para recitar a voz en grito La cancin del pirata y las tablas de mul-tiplicar. Aprend all a leer y escribir, a manejar las cuatro reglas y elnombre de los ros que surcaban el mapa amarillento colgado de la pa-red. A los doce aos acab mi formacin y me incorpor en calidad deaprendiza al taller en el que trabajaba mi madre. Mi suerte natural.

    Del negocio de doa Manuela Godina, su duea, llevaban dcadassaliendo prendas primorosas, excelentemente cortadas y cosidas, repu-tadas en todo Madrid. Trajes de da, vestidos de cctel, abrigos y capas

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  • que despus seran lucidos por seoras distinguidas en sus paseos por laCastellana, en el Hipdromo y el polo de Puerta de Hierro, al tomar ten Sakuska y cuando acudan a las iglesias de relumbrn. Transcurrialgn tiempo, sin embargo, hasta que comenc a adentrarme en los se-cretos de la costura. Antes fui la chica para todo del taller: la que remo-va el picn de los braseros y barra del suelo los recortes, la que calen-taba las planchas en la lumbre y corra sin resuello a comprar hilos ybotones a la plaza de Pontejos. La encargada de hacer llegar a las selec-tas residencias los modelos recin terminados envueltos en grandes sa-cos de lienzo moreno: mi tarea favorita, el mejor entretenimiento enaquella carrera incipiente. Conoc as a los porteros y chferes de lasmejores fincas, a las doncellas, amas y mayordomos de las familias msadineradas. Contempl sin apenas ser vista a las seoras ms refinadas,a sus hijas y maridos. Y como un testigo mudo, me adentr en sus ca-sas burguesas, en palacetes aristocrticos y en los pisos suntuosos de losedificios con solera. En algunas ocasiones no llegaba a traspasar las zo-nas de servicio y alguien del cuerpo de casa se ocupaba de recibir el tra-je que yo portaba; en otras, sin embargo, me animaban a adentrarmehasta los vestidores y para ello recorra los pasillos y atisbaba los salones,y me coma con los ojos las alfombras, las lmparas de araa, las corti-nas de terciopelo y los pianos de cola que a veces alguien tocaba y a ve-ces no, pensando en lo extraa que sera la vida en un universo comoaqul.

    Mis das transcurran sin tensin en esos dos mundos, casi ajena a laincongruencia que entre ambos exista. Con la misma naturalidad tran-sitaba por aquellas anchas vas jalonadas de pasos de carruajes y grandesportalones que recorra el entramado enloquecido de las calles tortuo-sas de mi barrio, repletas siempre de charcos, desperdicios, gritero devendedores y ladridos punzantes de perros con hambre; aquellas callespor las que los cuerpos siempre andaban con prisa y en las que, a la vozde agua va, ms vala ponerse a cobijo para evitar llenarse de salpicadu-ras de orn. Artesanos, pequeos comerciantes, empleados y jornalerosrecin llegados a la capital llenaban las casas de alquiler y dotaban a mibarrio de su alma de pueblo. Muchos de ellos apenas traspasaban sus

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  • confines a no ser por causa de fuerza mayor; mi madre y yo, en cambio,lo hacamos temprano cada maana, juntas y apresuradas, para trasla-darnos a la calle Zurbano y acoplarnos sin demora a nuestro cotidianoquehacer en el taller de doa Manuela.

    Al cumplirse un par de aos de mi entrada en el negocio, decidieronentre ambas que haba llegado el momento de que aprendiera a coser.A los catorce comenc con lo ms simple: presillas, sobrehilados, hilva-nes flojos. Despus vinieron los ojales, los pespuntes y dobladillos. Tra-bajbamos sentadas en pequeas sillas de enea, encorvadas sobre tablo-nes de madera sostenidos encima de las rodillas; en ellos apoybamosnuestro quehacer. Doa Manuela trataba con las clientas, cortaba, pro-baba y correga. Mi madre tomaba las medidas y se encargaba del resto:cosa lo ms delicado y distribua las dems tareas, supervisaba su eje-cucin e impona el ritmo y la disciplina a un pequeo batalln forma-do por media docena de modistas maduras, cuatro o cinco mujeres j-venes y unas cuantas aprendizas parlanchinas, siempre con ms ganasde risa y chisme que de puro faenar. Algunas cuajaron como buenascostureras, otras no fueron capaces y quedaron para siempre encargadasde las funciones menos agradecidas. Cuando una se iba, otra nueva lasustitua en aquella estancia embarullada, incongruente con la serenaopulencia de la fachada y la sobriedad del saln luminoso al que slo te-nan acceso las clientas. Ellas, doa Manuela y mi madre, eran las ni-cas que podan disfrutar de sus paredes enteladas color azafrn; lasnicas que podan acercarse a los muebles de caoba y pisar el suelo deroble que las ms jvenes nos encargbamos de abrillantar con traposde algodn. Slo ellas reciban de tanto en tanto los rayos de sol que en-traban a travs de los cuatro altos balcones volcados a la calle. El restode la tropa permanecamos siempre en la retaguardia: en aquel gineceohelador en invierno e infernal en verano que era nuestro taller, ese es-pacio trasero y gris que se abra con apenas dos ventanucos a un oscu-ro patio interior, y en el que las horas transcurran como soplos de aireentre tarareo de coplas y el ruido de tijeras.

    Aprend rpido. Tena dedos giles que pronto se adaptaron al con-torno de las agujas y al tacto de los tejidos. A las medidas, las piezas y

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  • los volmenes. Talle delantero, contorno de pecho, largo de pierna.Sisa, bocamanga, bies. A los diecisis aprend a distinguir las telas, a losdiecisiete, a apreciar sus calidades y calibrar su potencial. Crespn deChina, muselina de seda, gorguette, chantilly. Pasaban los meses comoen una noria: los otoos haciendo abrigos de buenos paos y trajes deentretiempo, las primaveras cosiendo vestidos voltiles destinados a lasvacaciones cantbricas, largas y ajenas, de La Concha y El Sardinero.Cumpl los dieciocho, los diecinueve. Me inici poco a poco en el ma-nejo del corte y en la confeccin de las partes ms delicadas. Aprend amontar cuellos y solapas, a prever cadas y anticipar acabados. Me gus-taba mi trabajo, disfrutaba con l. Doa Manuela y mi madre me pe-dan a veces opinin, empezaban a confiar en m. La nia tiene manoy ojo, Dolores deca doa Manuela. Es buena, y mejor que va a sersi no se nos desva. Mejor que t, como te descuides. Y mi madre se-gua a lo suyo, como si no la oyera. Yo tampoco levantaba la cabeza demi tabla, finga no haber escuchado nada. Pero con disimulo la mirabade reojo y vea que en su boca cuajada de alfileres se apuntaba una lev-sima sonrisa.

    Pasaban los aos, pasaba la vida. Cambiaba tambin la moda y a sudictado se acomodaba el quehacer del taller. Despus de la guerra euro-pea haban llegado las lneas rectas, se arrumbaron los corss y las pier-nas comenzaron a ensearse sin pizca de rubor. Sin embargo, cuando losfelices veinte alcanzaron su fin, las cinturas de los vestidos regresaron asu sitio natural, las faldas se alargaron y el recato volvi a imponerse enmangas, escotes y voluntad. Saltamos entonces a una nueva dcada y lle-garon ms cambios. Todos juntos, imprevistos, casi al montn. Cumpllos veinte, vino la Repblica y conoc a Ignacio. Un domingo de sep-tiembre en la Bombilla; en un baile bullanguero abarrotado de mucha-chas de talleres, malos estudiantes y soldados de permiso. Me sac a bai-lar, me hizo rer. Dos semanas despus empezamos a trazar planes paracasarnos.

    Quin era Ignacio, qu supuso para m? El hombre de mi vida,pens entonces. El muchacho tranquilo que intu destinado a ser elbuen padre de mis hijos. Haba ya alcanzado la edad en la que, para las

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  • muchachas como yo, sin apenas oficio ni beneficio, no quedaban de-masiadas opciones ms all del matrimonio. El ejemplo de mi madre,crindome sola y trabajando para ello de sol a sol, jams se me habaantojado un destino apetecible. Y en Ignacio encontr a un candidatoidneo para no seguir sus pasos: alguien con quien recorrer el resto demi vida adulta sin tener que despertar cada maana con la boca llena desabor a soledad. No me llev a l una pasin turbadora, pero s un afec-to intenso y la certeza de que mis das, a su lado, transcurriran sin pe-sares ni estridencias, con la dulce suavidad de una almohada.

    Ignacio Montes, cre, iba a ser el dueo del brazo al que me agarra-ra en uno y mil paseos, la presencia cercana que me proporcionara se-guridad y cobijo para siempre. Dos aos mayor que yo, flaco, afable,tan fcil como tierno. Tena buena estatura y pocas carnes, maneraseducadas y un corazn en el que la capacidad para quererme parecamultiplicarse con las horas. Hijo de viuda castellana con los duros biencontados debajo del colchn; residente con intermitencias en pensio-nes de poca monta; aspirante ilusionado a profesional de la burocraciay eterno candidato a todo ministerio capaz de prometerle un sueldo depor vida. Guerra, Gobernacin, Hacienda. El sueo de tres mil pesetasal ao, doscientas cuarenta y una al mes: un salario fijo para siempre ja-ms a cambio de dedicar el resto de sus das al mundo manso de los ne-gociados y antedespachos, de los secantes, el papel de barba, los timbresy los tinteros. Sobre ello planificamos nuestro futuro: a lomos de la cal-ma chicha de un funcionariado que, convocatoria a convocatoria, senegaba con cabezonera a incorporar a mi Ignacio en su nmina. Y linsista sin desaliento. Y en febrero probaba con Justicia y en junio conAgricultura, y vuelta a empezar.

    Y entretanto, incapaz de permitirse distracciones costosas pero dis-puesto hasta la muerte a hacerme feliz, Ignacio me agasajaba con lashumildes posibilidades que su pauprrimo bolsillo le permita: una cajade cartn llena de gusanos de seda y hojas de morera, cucuruchos decastaas asadas y promesas de amor eterno sobre la hierba bajo el via-ducto. Juntos escuchbamos a la banda de msica del quiosco del par-que del Oeste y rembamos en las barcas del Retiro en las maanas de

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  • domingo que haca sol. No haba verbena con columpios y organillo ala que no acudiramos, ni chotis que no bailramos con precisin de re-loj. Cuntas tardes pasamos en las Vistillas, cuntas pelculas vimos encines de barrio de a una cincuenta. Una horchata valenciana era paranosotros un lujo y un taxi, un espejismo. La ternura de Ignacio, por noser gravosa, careca sin embargo de fin. Yo era su cielo y las estrellas, lams guapa, la mejor. Mi pelo, mi cara, mis ojos. Mis manos, mi boca,mi voz. Toda yo configuraba para l lo insuperable, la fuente de su ale-gra. Y yo le escuchaba, le deca tonto y me dejaba querer.

    La vida en el taller por aquellos tiempos marcaba, no obstante, unritmo distinto. Se haca difcil, incierta. La Segunda Repblica habainfundido un soplo de agitacin sobre la confortable prosperidad delentorno de nuestras clientas. Madrid andaba convulso y frentico, latensin poltica impregnaba todas las esquinas. Las buenas familiasprolongaban hasta el infinito sus veraneos en el norte, deseosas de per-manecer al margen de la capital inquieta y rebelde en cuyas plazas seanunciaba a voces el Mundo Obrero mientras los proletarios descami-sados del extrarradio se adentraban sin retraimiento hasta la mismaPuerta del Sol. Los grandes coches privados empezaban a escasear porlas calles, las fiestas opulentas menudeaban. Las viejas damas enlutadasrezaban novenas para que Azaa cayera pronto y el ruido de las balas sehaca cotidiano a la hora en que encendan las farolas de gas. Los anar-quistas quemaban iglesias, los falangistas desenfundaban pistolas conporte bravucn. Con frecuencia creciente, los aristcratas y altos bur-gueses cubran con sbanas los muebles, despedan al servicio, apesti-llaban las contraventanas y partan con urgencia hacia el extranjero, sa-cando a mansalva joyas, miedos y billetes por las fronteras, aorando alrey exiliado y una Espaa obediente que an tardara en llegar.

    Y en el taller de doa Manuela cada vez entraban menos seoras, sa-lan menos pedidos y haba menos quehacer. En un penoso cuentago-tas se fueron despidiendo primero las aprendizas y despus el resto delas costureras, hasta que al final slo quedamos la duea, mi madre yyo. Y cuando terminamos el ltimo vestido de la marquesa de Entrela-gos y pasamos los seis das siguientes oyendo la radio, mano sobre

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  • mano sin que a la puerta llamara un alma, doa Manuela nos anuncientre suspiros que no tena ms remedio que cerrar el negocio.

    En medio de la convulsin de aquellos tiempos en los que las bron-cas polticas hacan temblar las plateas de los teatros y los gobiernos du-raban tres padrenuestros, apenas tuvimos sin embargo oportunidad dellorar lo que perdimos. A las tres semanas del advenimiento de nuestraobligada inactividad, Ignacio apareci con un ramo de violetas y la no-ticia de que por fin haba aprobado su oposicin. El proyecto de nues-tra pequea boda tapon la incertidumbre y sobre la mesa camilla pla-nificamos el evento. Aunque entre los aires nuevos trados por laRepblica ondeaba la moda de los matrimonios civiles, mi madre, encuya alma convivan sin la menor incomodidad su condicin de madresoltera, un frreo espritu catlico y una nostlgica lealtad a la monar-qua depuesta, nos alent a celebrar una boda religiosa en la vecina igle-sia de San Andrs. Ignacio y yo aceptamos, cmo podramos no hacer-lo sin trastornar aquella jerarqua de voluntades en la que l cumplatodos mis deseos y yo acataba los de mi madre sin discusin. No tena,adems, razn de peso alguna para negarme: la ilusin que yo sentapor la celebracin de aquel matrimonio era modesta, y lo mismo medaba un altar con cura y sotana que un saln presidido por una bande-ra de tres colores.

    Nos dispusimos as a fijar la fecha con el mismo prroco que veinti-cuatro aos atrs, un 8 de junio y al dictado del santoral, me haba im-puesto el nombre de Sira. Sabiniana, Victorina, Gaudencia, Heraclia yFortunata fueron otras opciones en consonancia con los santos del da.

    Sira, padre, pngale usted Sira mismamente, que por lo menos escorto. Tal fue la decisin de mi madre en su solitaria maternidad. YSira fui.

    Celebraramos el casamiento con la familia y unos cuantos amigos.Con mi abuelo sin piernas ni luces, mutilado de cuerpo y nimo en laguerra de Filipinas, permanente presencia muda en su mecedora juntoal balcn de nuestro comedor. Con la madre y hermanas de Ignacioque vendran desde el pueblo. Con nuestros vecinos Engracia y Nor-berto y sus tres hijos, socialistas y entraables, tan cercanos a nuestros

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  • afectos desde la puerta de enfrente como si la misma sangre nos corrie-ra por el descansillo. Con doa Manuela, que volvera a coger los hilospara regalarme su ltima obra en forma de traje de novia. Agasajara-mos a nuestros invitados con pasteles de merengue, vino de Mlaga yvermut, tal vez pudiramos contratar a un msico del barrio para quesubiera a tocar un pasodoble, y algn retratista callejero nos sacara unaplaca que adornara nuestro hogar, ese que an no tenamos y de mo-mento sera el de mi madre.

    Fue entonces, en medio de aquel revoltijo de planes y apaos, cuan-do a Ignacio se le ocurri la idea de que preparara unas oposicionespara hacerme funcionaria como l. Su flamante puesto en un negocia-do administrativo le haba abierto los ojos a un mundo nuevo: el de laadministracin en la Repblica, un ambiente en el que para las muje-res se perfilaban algunos destinos profesionales ms all del fogn, el la-vadero y las labores; en el que el gnero femenino poda abrirse caminocodo con codo con los hombres en igualdad de condiciones y con lailusin puesta en los mismos objetivos. Las primeras mujeres se senta-ban ya como diputadas en el Congreso, se declar la igualdad de sexospara la vida pblica, se nos reconoci la capacidad jurdica, el derechoal trabajo y el sufragio universal. Aun as, yo habra preferido mil vecesvolver a la costura, pero a Ignacio no le llev ms de tres tardes con-vencerme. El viejo mundo de las telas y los pespuntes se haba derrum-bado y un nuevo universo abra sus puertas ante nosotros: habra queadaptarse a l. El mismo Ignacio podra encargarse de mi preparacin;tena todos los temarios y le sobraba experiencia en el arte de presen-tarse y suspender montones de veces sin sucumbir jams a la desespe-ranza. Yo, por mi parte, aportara a tal proyecto la clara conciencia deque haba que arrimar el hombro para sacar adelante al pequeo pelo-tn que a partir de nuestra boda formaramos nosotros dos con mi ma-dre, mi abuelo y la prole que viniera. Acced, pues. Una vez dispuestos,slo nos faltaba un elemento: una mquina de escribir en la que yo pu-diera aprender a teclear y preparar la inexcusable prueba de mecano-grafa. Ignacio haba pasado aos practicando con mquinas ajenas,transitando un va crucis de tristes academias con olor a grasa, tinta y

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  • sudor reconcentrado: no quiso que yo me viera obligada a repetir aque-llos trances y de ah su empeo en hacernos con nuestro propio equi-pamiento. A su bsqueda nos lanzamos en las semanas siguientes,como si de la gran inversin de nuestra vida se tratara.

    Estudiamos todas las opciones e hicimos clculos sin fin. Yo no en-tenda de prestaciones, pero me pareca que algo de formato pequeo yligero sera lo ms conveniente para nosotros. A Ignacio el tamao leera indiferente pero, en cambio, se fijaba con minuciosidad extrema enprecios, plazos y mecanismos. Localizamos todos los sitios de venta enMadrid, pasamos horas enteras frente a sus escaparates y aprendimos apronunciar nombres forasteros que evocaban geografas lejanas y artis-tas de cine: Remington, Royal, Underwood. Igual podramos habernosdecidido por una marca que por otra; lo mismo podramos haber ter-minado comprando en una casa americana que en otra alemana, perola elegida fue, finalmente, la italiana Hispano-Olivetti de la calle Pi yMargall. Cmo podramos ser conscientes de que con aquel acto tansimple, con el mero hecho de avanzar dos o tres pasos y traspasar unumbral, estbamos firmando la sentencia de muerte de nuestro futuroen comn y torciendo las lneas del porvenir de forma irremediable.

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